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SOBRE LA LIBERTAD,LA ALEGRÍA Y EL JUEGOLos primeros libertos de la creación

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ESTUDIOS SIGÚEME 2 JURGEN MOLTMANN

SOBRE LA LIBERTAD, LA ALEGRÍA Y EL JUEGO

Los primeros libertos de la creación

Ediciones Sigúeme - Salamanca 1972

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Tradujeron Leopoldo Márquez y José Martín sobre el original alemán Die ersten Freigelassenen der Sehbpfung

publicado en 1971 por Chr. Kaiser Verlag de Munich

© Chr. Kaiser Verlag 1971

O Ediciones Sigúeme 1972

Printed in Spain. - Depósito legal: S. 414. 1972

Gráficas Ortega, Asadería, 17. - Salamanca, 1972

1. ¿CÓMO CANTAR EN TIERRA EXTRAÑA? 11

2. EL DOMINIO POR EL JUEGO Y EL ENTRENAMIENTO PARA LA LIBERACIÓN 15

1. Teorías críticas sobre el juego 15 2. Pan y juegos 19 3. Juego liberador 23

3. E L JUEGO TEOLÓGICO DE LA COMPLACENCIA DI­VINA 29

1. ¿Por qué creó Dios el mundo? 30 2. ¿Para qué creó Dios el mundo? 33 3. ¿Por qué se ha hecho Dios hombre? . . . . 42 4. ¿Cuál es el objetivo final de la historia ? . . 52 5. ¿Es Dios bello ? 57

4. EL JUEGO HUMANO DE LOS LIBERTOS 67

1. La liberación del hombre 68 2. Obras libres 71 3. Circunstancias libres 73 4. Autotransformación y transformación de

las circunstancias 75 5. ¿Puede convertirse el trabajo en juego

creador ? 78 6. La religión de la libertad 82

5. LA IGLESIA LIBERADORA, CAMPO EXPERIMENTAL DEL REINO DE DlOS 85

1. «Necesidad de la religión» 87 2. La religión tiene sentido en sí misma. . . . 89 3. La inversión agustiniana 91 4. Experimento con el reino de la libertad.. 94

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INTRODUCCIÓN

Herder llamó al hombre el «primer liberto de la crea­ción», en una obra que le premiaron «Sobre el origen del lenguaje». Esto ocurría el año 1770; anteriormente le ha­bía descrito como hijastro de la naturaleza y ser tarado.

Sobre las taras del hombre y su miseria social y po­lítica sabemos hoy más que Herder; en cambio, sentimos menos el gozo de la libertad y la complacencia de existir. Un liberto se alegra, ante todo, de su libertad y ensaya en el juego sus nuevas posibilidades y fuerzas. ¿Por qué se hace notar tan poco esto ? ¿Es que los viejos fariseos y los nuevos zelotas, con sus pretensiones conservadoras o revolucionarias, nos van a angustiar hasta el punto de ha­cernos incapaces para la libertad, la alegría y la espon­taneidad?

Difícilmente se logrará algo bueno o justo que no proceda del gozo desbordado o de la pasión del amor.

Los presentes ensayos quieren hacer valer de nuevo la estética contra las pretensiones totalitarias de la ética. Son fruto de multitudes de conversaciones que, desde el comienzo del movimiento «contestatario» estudiantil de 1967, se han venido teniendo en mi seminario de la uni­versidad de Tubinga.

Dedico este escrito a los que personal o literariamente tomaron parte en el diálogo, con especial mención de Arnold A. van Ruler (f) de Holanda, Vítezlav Gardavsky de Checoslovaquia y Harvey Cox de Estados Unidos.

JÜRGEN MOLTMANN

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1. ¿Cómo cantar en tierra extraña?

Todo hombre tiene hambre de felicidad y de alegría, pero el espectáculo de nuestro mundo no se presta ex, cesivamente a la risa. Sólo en la libertad es posible reír-Y la libertad se hace cada día más difícil de encontrar.

Reímos cuando se deshace aquello que nos oprime, cuando se alivian los pesares, cuando se rompen las ataduras, cuando cede lo que se nos resiste y las barre­ras empiezan a resquebrajarse. Brinca entonces el co­razón en nuestro pecho y nuestra relación con personas y circunstancias se torna ligera. Se distancia uno de sí mismo y consigue sin estridencias lo que se proponía.

Se puede prorrumpir en carcajadas aun cuando se está sumido en la desesperación. Hay quienes ríen sar-cásticamente o sonríen con aire de superioridad o hacen muecas llenas de cinismo. Pero la risa jubilosa desde la libertad es siempre despreocupada e ingrávida, serena y alada.

¿Podemos reír así, cuando la situación del mundo nos acongoja, nos oprime y atormenta ? La promesa del salmo 126 tiene resonancias bellísimas: «Cuando libere el Se­ñor a los prisioneros de Sión, parecerá que estamos so­ñando; nuestros labios se llenarán de sonrisas». Queda

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aún mucho por andar. Mejor sería preguntarse en nues­tra situación con el salmo 137: «¿Cómo podremos can­tar la canción del Señor en tierra extraña ?». O como un antiguo negro-espiritual se lamentaba en la esclavitud: «How can I play, when Fm in a strange land».

¿Cómo puede uno reír, cuando en Vietnam son ase­sinados hombres inocentes? ¿Cómo tocar un instrumento, cuando en la India mueren de hambre los niños? ¿Cómo bailar, cuando en Brasil son torturados los hombres? ¿No pertenecemos todos al mismo mundo? ¿Tenemos derecho a reír, tocar y bailar, si al mismo tiempo, no gritamos y trabajamos por aquéllos que se consumen en la sombra de la vida? ¿No habrá que paralizar el rena­cimiento cultural del juego y la alegría festiva de la su-per-rica sociedad de occidente, mientras existan tales infiernos en la tierra?

El homo ludens y la recuperación del derecho a la fe­licidad, al placer y a las diversiones produce buen efecto, pero sólo a aquellos que los pueden costear. A los de­más les resulta de mal gusto.

Si, no obstante, me atrevo a hablar de la alegría de la libertad y de la complacencia en el juego, no me di­rijo a aquéllos que son incapaces de entristecerse, su­frir y compadecerse porque se sienten a gusto en su pro­pio optimismo engañoso. Me dirijo a los que se entris­tecen, se compadecen, a los que protestan y están opri­midos por la enorme miseria de su sociedad y por su propia impotencia hasta el punto de desesperar o que­rer sumergirse en el olvido.

¿Cómo puedo jugar en tierra extraña, en una socie­dad alienante y alienada? ¿Cómo se puede reír, cuando aún no están secas todas las lágrimas sino que brotan diariamente otras nuevas?

Hace algún tiempo pasó por nuestros escenarios la obra El violinista en el tejado. Presenta a Tewje el

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lechero y su comunidad judía en la aldea ukraniana de Anatevka. El zar los oprime con excesivos impuestos. Los hijos tienen que hacer el servicio militar en un ejér­cito extranjero y luchar en guerras que ellos no desean. Los cosacos organizan pogromas siempre que les viene en gana. Y, a pesar de todo, esta pequeña comunidad de perseguidos danza y canta el cántico del Señor en un país extranjero. ¿Pretenden tan sólo olvidar su mala si­tuación? ¿Buscan un falso consuelo a sus miserias cantando bellas melodías? Pero lo que en realidad está allí presente es la alegría en el sufrimiento, la libertad en la esclavitud y la alabanza de Dios entre el suspiro de la criatura.

Para descubrir las huellas de este misterio es preciso discernir críticamente entre una risa atormentada y una risa liberada. ¿Qué función desempeña la felicidad, el juego y la alegría en nuestra sociedad? ¿Qué formas adoptan? Hay que saber distinguir entre las formas alienantes de una felicidad sólo aparente y las formas liberadoras de la alegría. Fácilmente se deja uno engañar por entretenimientos, distracciones y diversiones confun­diéndolas con la peligrosa, pero verdadera, felicidad de la libertad. Por otra parte, se puede anticipar la libera­ción mediante el juego y evitar riendo la senda que nos aliena de la verdadera vida.

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2. El dominio por el juego y el entrenamiento para la liberación

1. TEORÍAS CRÍTICAS SOBRE EL JUEGO

Desde la Revolución francesa y desde los comien­

zos de la industrialización existen multitud de teorías

histórico-culturales y filosóficas sobre el sentido y sig­

nificación del juego para el hombre, pero pocas son las

que parten de la realidad social existente y de la función

política de los juegos 1. Es a partir del tiempo en que

1. F. J. J. Buytendik, Het spel van mensch en dier ais openba-ring van levendriften. Amsterdam 1932; Id., Der Spieler, en Das Menschliche. Stuttgart 1958, 208-229; J. Huizinga, Homo ludens. Vom Ursprung der Kultur im Spiel. Hamburg 1956; F. G. Jünger, Die Spiele. List-Bücher 128, 1959; H. Rahner, Der spielende Mensch. Einsiedeln 1952; E. Fink, Spiel ais Weltsymbol. Stuttgart 1960.

De entre los más recientes trabajos teológicos hay que mencio­nar D. Solle, Imaginación y obediencia. Sigúeme, Salamanca 1972; H. Buhr, Das Glück und die Theologie. Stuttgart 1969; G. M. Mar­tin, Wir wollen hier auf Erde schon... Stuttgart 1970; Harvey Cox, Las fiestas de locos. Ensayo teológico sobre el talante festivo y la fantasía. Madrid 1972; D. L. Miller, Gods and games: toward a theology of play. New York 1970; R. E. Neale, In praise ofplay: toward a psychology of religión. New York 1969; A. A. van Ruler, Gestaltwerdung Christi in der Welt. Über das Verháltniss von Kirche und Kultur. Neukirchen 1956; V. Gardavsky, Hoffnung aus der Skepsis. München 1970.

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el hombre se ve obligado a trabajar disciplinada y ra­cionalmente en empresas industriales cada vez mayores y a desterrar de su mundo laboral lo jocoso como algo desfasado, cuando el juego se convierte en problema teórico. Por eso sus reflexiones sobre el juego nacen a impulsos de la nostalgia romántica o utópica de la sim­plicidad de un mundo infantil perdido o aún no al­canzado.

En la época del maquinismo industrial se une de buen grado la alabanza del juego con la crítica cultural impreg­nada de melancolía por la pérdida de lo infantil, de lo arcaico y de lo religioso en el mundo moderno. Entre­nado en el autocontrol y en la reflexión, el europeo se siente, con la más absoluta elementaridad, infeliz y torpe contemplando en África o en América latina los coros y danzas de los «indígenas», como él los llama con cierto aire de superioridad.

La revolución industrial, que puso a sus propios artífices fuera de juego, no es sino el anverso de las re­voluciones políticas iniciadas con la Revolución fran­cesa. Si nos remontamos a sus orígenes nos encontra­mos con que las teorías sobre el juego en Alemania es­tán inspiradas en las revoluciones políticas y, al mismo tiempo, no intentan otra cosa que absorberlas en el es­píritu cultural. Friedrich Schiller, en cuya obra Über die asthetische Erziechung des Menschen («Sobre la educa­ción estética del hombre»)2 se inspiran hasta el día de hoy la mayor parte de las reflexiones sobre el juego, se entusiasmó en un principio con la Revolución francesa, pero acabó apartándose de ella tras los crímenes de Marat en el mes de septiembre. La estética sustituyó en él a la liberación política. «Por la belleza es como se camina hacia la libertad», dice en la carta segunda. Pues «donde

2. 11793,21795.

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todo está corrompido, sólo la más bella de las artes está libre de la corrupción política». «En el bello esplen­dor del arte tiene su plenitud la revolución de la libertad, ahogada por los abusos y manipulaciones políticas».

Por tanto, aquí, en el imperio del esplendor estético, se cumple el ideal de igualdad, cuyos partidarios gusta­rían tanto ver realizado en su esencia. La «república pura» como la «iglesia pura» no existen sino en los círcu­los selectos de las almas bellas.

«Busca refugio en la callada estancia del corazón, cuando la vida te acongoje. La libertad anida sólo en el dominio de los sueños y lo bello florece nada más que en el canto», decía poéticamente Schiller. Y así pensaban muchos intelectuales alemanes que vivieron la revolución sólo en el plano ideal y la aceptaron única­mente como «revolución en la manera de pensar». Se da el nombre de «partidarios entusiastas» a los que quieren ver realizado políticamente el estado feliz de «libertad, igualdad, fraternidad», cuando en realidad lo son aquéllos que se entusiasman estéticamente con él y llegan a un entendimiento con la falta de libertad e igualdad política.

La atención puramente estética a la libertad del juego no es contrarrevolucionaria, en contra de lo que afirman los obstinados realistas de la revolución. Se trata de la conocida y repetida versión mística ultra­mundana de la esperanza mesiánica en el cambio. Es la vuelta de la desilusión externa a la emigración inte­rior, de la derrota política al camino espiritual de las Indias. Los soñadores del tiempo de la Reforma pasaron de la mística a la revuelta política y, después de los fra­casos, se convertieron en gentes pacíficas. Muchos neo-místicos y hippies en América son el resultado de los desengaños que siguieron al movimiento en favor de los derechos del ciudadano. La libertad del juego se

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convierte así en sustitutivo de las libertades políticas imposibles de conseguir. Pero estas esperanzas políti­cas se guardan de nuevo para mejor ocasión en aquellas formas lúdicas de la «luz interior».

Todas las teorías sobre el juego vienen a parar a la afirmación de que el juego en sí mismo tiene sentido, pero que hacia fuera carece de él y se presenta como inútil. El que se pregunta por la utilidad del juego es desde luego un estropeajuegos; de ahí que las teorías sobre el juego no se pregunten por el lugar que han de ocupar los juegos en la vida social de hoy y que pres­cindan de sus funciones sociales y políticas. Con ello pierde rápidamente importancia el tema al ser extraído de la trama de intereses en los que de hecho se encuen­tran implicados los juegos. El tema «juego» es, de suyo, seductor, porque en el juego se olvida uno del resto del mundo. La teoría considera exclusivamente al juego en sí mismo y puede ser utilizado, por tanto, para cualquier tipo de intereses.

Una teoría crítica del juego tiene que partir de fe pregunta: cuibono?¿a quién sirve? Esto suena induda­blemente a simple capricho de estropeajuegos, pero en realidad es un medio único para desenmascarar a los jugadores tramposos. En una sociedad en la que el tra­bajo somete al hombre a lavados de cerebro y a aliena­ción es natural que los juegos del descanso y del tiempo libre, de las artes y agrupaciones amistosas, lleven la marca de la alienación de la verdadera vida. En tal caso la vida verdadera y sana no puede ser descrita simple­mente con las categorías estéticas de esta sociedad. Por más que afirmen lo contrario, tales ensayos dan siempre la impresión de «jugueteo» y de esnobismo, incosteable mientras la sociedad esté como está; y, además, puede deformar a los hombres de la manera que frecuentemen­te lo viene haciendo. Por eso ahora queremos ocu-

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parnos críticamente del juego, comenzando por un análisis crítico desde fuera.

Indudablemente que esto despoja al juego de su pla­cer desinteresado; mas también pudiera ser que la aliena­ción de lo alienado dejara ver lo que realmente le es pro­pio. Intentaremos pasar de un análisis crítico de los jue­gos desde su aspecto externo en la sociedad a un aná­lisis de la sociedad desde la interioridad del juego. Puede que alguien, al principio, no quiera seguir participando en el juego, porque abriga sospechas contra los que lo emprenden, pero al final acabará jugando para suplan­tarlos, es decir, que terminará no jugando para ellos, sino contra ellos.

2. PAN Y JUEGOS

Panem et circenses era la divisa del emperador ro­mano. Dadle pan al pueblo y estará satisfecho. Llevadlo de cuando en cuando al circo y será feliz. Evidentemente que el hombre es por naturaleza amante de su libertad; por eso deja que la opriman, pero no que se la quiten completamente.

Todo gobierno represivo tiene que dejar espaciadas válvulas de escape que dejen pasar el vapor concentrado de la agresión provocada por él, para que el recipiente no se desborde. «Por una vez no pasa nada», se dice, y con esto queda saneada la moral trabajosamente apren­dida, así como la adusta disciplina, y el dominio se hace más llevadero.

Los cesares llevaron al pueblo a la arena para que saciara sus instintos sanguinarios en las luchas de gla­diadores. Y aun sus víctimas les estaban agradecidas: «Salve César, los que van a morir te saludan». Ocasio­nalmente los generales victoriosos permitían a sus sol-

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dados que les cantaran coplas de burla. También a los dictadores modernos les gusta promocionar el deporte y pagan bien a los superentrenados profesionales, con los cuales llega a identificarse el pueblo y de lo que se siente orgulloso. Para los de espíritu más tranquilo es­tán las colecciones de sellos con sus raros ejemplares en todas sus modalidades y variantes.

También la moral tradicional necesita de vez en cuando, para ser cumplida, interrupciones y excesos. Los tiempos del ayuno eclesiástico se hacen más llevade­ros si van precedidos de un carnaval agotador. La iglesia medieval procuraba en determinadas épocas situarse por encima de su realidad absoluta y convertirse en objeto de burla, p. e., como sucedía en la fiesta del asno, en la fiesta de los locos y en las diversiones de pascua. Según la narración de Lesskow El exorcismo, tanto el embria­gador baile nocturno como la penitencia matutina del monasterio entre lágrimas de contricción tienen la misma finalidad: sacar a la existencia de su aburrida medio­cridad 3.

Las suspensiones ocasionales son evidentemente muy propias de la economía de un dominio que es irreconci­liable con la libertad, de una moral en desacuerdo con los instintos del hombre y de la reflexión espiritual que paraliza los sentimientos espontáneos. Los excesos que derivan del juego exigen, pues, un reglamento en los casos normales.

¿Qué función desempeñan entonces los juegos ? Des­empeñan una función de alivio para los pesares que los preceden o los siguen. Y así la sociedad moderna de producción amplía, en beneficio propio, los lugares y espacios para el descanso. Como la misma palabra

3. N. S. Lesskow, Die Teufelsaustreibung, en Weg mis dem Dunkel. Leipzig 1952, 190-207.

Urlaub («licencia») da a entender, se concede una pausa para estar en condiciones de volver a producir otra vez y para cobrarle afición al trabajo, en vez de ser al con­trario, trabajar para poder tener mejores vacaciones y para vivir con más libertad.

Como término del argot militar la palabra «licencia» {Urlaub) revela claramente su contexto servil. El centro de gravedad de la vida descansa en el servicio, en el tra­bajo. Incluso las restantes diversiones sólo sirven para descargar y descansar. El hombre adaptado y reglamen­tado necesita cada tarde su película policíaca en la te­levisión, que le ofrece una aventura que no puede acon­tecer en su mundo monótono. Se identifica con los hé­roes del oeste, él el pequeño hombre en zapatillas que revive su fortaleza masculina. Su mundo carente de vi­vencias lo viene a completar el turismo con el «tufo del ancho mundo». Los colorines de los anuncios de viaje le prometen encuentros con otros países y con otras costumbres, pero con lo que tropieza en los cam­ping y en las playas vuelve a ser parecido a lo suyo y rara vez logra arrancarse de sus propios círculos. Los turistas son asegurados incluso contra el mal tiempo, y son importadas las típicas charangas bávaras o las chicas hawaianas de Munich o de San Francisco. El carnaval se celebra hoy más que nunca. Se convierte en el opio de la hermandad del pueblo. «Cada Jeck es dis­tinto» suelen decir en el carnaval de Renania, pero so­lamente como «Jeck» no como hombre. Por una vez se es distinto, pero sin que medie ningún cambio. Se juega a ofrecer alternativas a la vida normal, porque apenas existen en ella 4.

4. Cf. H. M. Enzensberger, Einzelheiten I: Bewusstseinsin-dustrie. Frankfurt 1964.

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Estos espacios de juego de la libertad tienen una significación importante para el dominio y el trabajo y sus correspondientes disciplinas y sistemas morales. En ellos queda suspendido el estado normal (función suspensiva) 5 y se descargan las tensiones y obligaciones cotidianas (función distensiva). El estado de excepción que así se produce, se torna tan limitado que es un ser­vicio a la vida normal y la distensión tiene que dejarnos listos nuevamente para futuras tensiones. En definitiva, los espacios de juego de la libertad en las vacaciones y diversiones sirven para una nueva estabilización de la moral laboral y de la obediencia política. Rara vez tiene lugar en ellos lo que a Harvey Cox le hubiera gustado encontrar 6, a saber, la afirmación gozosa de la vida y una alternativa al esquema cotidiano de trabajo, al com­portamiento convencional y a la mediocridad.

La libertad que se busca, se preludia en zonas sin peligro y la alegría que se quisiera respirar, se emplea como compensación de trabajos sin alegría. A esto se enfrenta el que hombres que han perdido la costumbre del ocio y la ociosidad, por haber hecho de la «plena dedicación» su ideal, tienen que «emprender algo» con su tiempo libre. Después de haberse hecho con su tra­bajo tienen que «hacerse» también con su tiempo li­bre, con lo que no hacen sino prolongar el ritmo de su trabajo en el tiempo libre, sólo que con otros medios. Las industrias de tiempo libre les ayudan comercial-mente a saber emplearlo. Ahora bien, el que «se hace» con su tiempo libre está violando su propia libertad. La libertad le vendría espontánea simplemente con

5. G. Lukács, Aesthetik, II Teil I. Neuwied 1963, 577 s. coloca en primer plano el «carácter suspensional de la esfera estética». En el acto estético descansa el hombre de la acción impuesta.

6. H. Cox, Las fiestas de locos. Ensayo teológico sobre el talante festivo y la fantasía. Madrid 1972.

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abrirse y disponerse, pero cree tener que conquistarla y la mata incluso en el tiempo libre.

De esta forma, a primera vista, encontramos en los conocidos espacios de juego de la libertad en esta socie­dad, formas de un trato alienado con la felicidad y de un intercambio coaccionado con la libertad. No obs­tante, un trato alienado con la felicidad siempre es un trato con la felicidad. Como válvulas de escape de los fracasos diarios tales juegos son juegos de la libertad, aunque naturalmente se trata de la libertad de los coac­cionados y a favor de la coacción. Cuando Theodor Adorno opina que «no existe vida auténtica en lo falso» tiene que mantener, sin embargo, que una falsa vida es todavía vida. «Un perro vivo es mejor que un león muerto» (Ecclo 9, 4b).

3. JUEGO LIBERADOR

Los movimientos de emancipación, concretamente los de «emancipación humana del hombre», no pueden renunciar al juego de la libertad por aquello de que se ha abusado de ella y se seguirá abusando. La causa revolucionaria con su ética de recriminaciones, protes­tas y exigencias, se vería obligada a admitir por este procedimiento la sociedad de producción de la cual quiere liberar al hombre.

«No estás en el mundo para divertirte», decían los puritanos a sus hijos. «No estás en el mundo para divertirte», dicen los neopuritanos. La inexistente hu­manidad de la vieja sociedad los daba cita en las barri­cadas de la crítica. La humanidad de la nueva sociedad es mencionada entre ellos sólo como exigencia abso­luta. Así, entre la crítica y la exigencia, quedan flotando en la «intranquilidad del ir para allá y para acá buscando

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una reconciliación sin encontrarla», como diría Hegel7. Es por este camino como los restos de humanidad desa­parecen totalmente de la historia. Y así, la historia de las revoluciones y reformas de la vida ofrece hasta el momento una escandalosa paradoja.

La Reforma protestante impugnó, mediante la fe que justifica sin las obras de la ley, la justificación por las obras que defendía la sociedad eclesiástica medieval con sus penitencias, indulgencias e instituciones limos­neras. Por eso la Reforma suprimió las festividades, los juegos y las válvulas de escape de aquella sociedad. Las consecuencias, para aquéllos que aún querían creer en la justificación por la sola fe, fueron la ahorrativa sociedad puritana y el mundo industrial del trabajo. En ninguna otra parte se promovió tanto la moral de producción como en los países protestantes, principal­mente en Escocia y Suavia.

El mundo feudal del trabajo y la diversión fue eli­minado en la Europa oriental por las revoluciones so­cialistas. Prometieron al hombre la liberación humana, en realidad para convertir al pobre Stachanow en el santo del super-deber y a Prometeo en un archipuntual realizador de planes, para ganar batallas de producción con brigadas paramilitares de trabajo y sembrar la tris-tesse adusta en los paraísos de los talleres. En Praga la revolución de 1948 cerró aquellos 2.000 cafés, cerve­cerías y tabernas, donde esa misma revolución había sido discutida y preparada en los días de la aceptada monarquía k.u.k. El deporte socialista de masas actúa entonces de válvula de escape. La libertad queda bajo control. Si, a pesar de todo, se consigue un renacimiento de las artes creativas, como sucedió en Praga con la famosa discusión sobre Kafka, termina por convertirse

7. G. W. F. Hegel, Aesthetik. Berlín 1955, 95.

en peligroso para aquellos que están convencidos de que «confiar es bueno, pero el control es mejor» (Lenin). Lo opuesto es justamente lo verdadero y humano: «el control es bueno, pero confiar es mejor».

Una sociedad represiva no puede liberarse por el simple hecho de ajustar las válvulas de escape y dirigir la presión contenida hacia esfuerzos mayores. A lo más que puede conducir esto es a la transformación de una sociedad irreconciliada en otra distinta. Es «la revolu­ción del abuelo», como burlonamente decían los estu­diantes parisinos y los kabautes de Amsterdam.

Para una emancipación humana del hombre tiene mucho más sentido liberar los juegos alienantes del control de los intereses dominantes y convertirlos en entrenamientos para la libertad del hombre y de una so­ciedad más libre. Hasta ahora las bases para una trans­formación se han tomado siempre de la organización del trabajo y se ha venido a parar irremediablemente en un tipo distinto de organización de trabajo, no menos necesitado de cambio.

¿Qué pasaría si la liberación del hombre comenzase por las formas existentes de juego y por los espacios libres de juego de su libertad ? Significaría el engrande­cimiento del tiempo libre y el ensayo de anticipaciones y alternativas para un futuro más humano en las zonas donde se busca el alivio y la distensión. Significaría li­berar los juegos del control de los especialistas en llenar el tiempo libre y promover una nueva autonomía. Sig­nificaría el paso de una fantasía reproductiva, que re­pite en el tiempo libre el ritmo del mundo laboral, a una fantasía productiva en favor de un mundo más libre.

El juego se torna desesperanzador y pierde su gra­cia cuando sólo sirve para olvidar durante algún tiempo lo que es imposible cambiar. Se descubre la alegría de la libertad anticipando en el juego otras maneras y for-

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mas de ser, que abren camino en la inmutabilidad de lo que ya es. Se tiene complacencia en el juego y se ex­perimenta placer en el jugar ingrávido, cuando desde aquí se amplían las perspectivas críticas para la transfor­mación de un mundo, ya de suyo tan agobiante. El sen­tido de los juegos es, en este caso, idéntico al de las artes, a saber, construir junto a las circunstancias dia­rias y corrientes del hombre las «anti-circunstancias» y las «contra-circunstancias» (McLuhan) 8 y posibilitar mediante una confrontación consciente la libertad crea­dora y las alternativas para el futuro. Se juega entonces no con posibilidades irreales, sino con posibilidades reales; no con el pasado para librarse de él durante algún tiempo, sino más bien con el futuro para cono­cerlo.

El hombre se libera en el juego y se libera ante todo de la opresión del sistema de vida vigente, percatándose gozosamente de que no tiene que ser en absoluto así como es y como se afirma que tiene que ser. Al soltarse repentinamente las cadenas, se ensaya el paso erguido. En el juego se pueden desarrollar el entrenamiento de la fantasía productiva en orden a la libertad de expre­sión y a otro tipo de contactos humanos. Los juegos, las libertades y las diversiones desempeñan funciones socio-psicológicas en la sociedad actual. Las hemos des­crito y calificado como funciones de suspensión, alige­ramiento y compensación y las hemos comprendido en su efecto estabilizador con relación al mundo del tra­bajo y del poder. Nuestra defensa del juego, de la li­bertad y de la felicidad en sus funciones anticipadoras y experimentales de un mundo distinto y como posturas de tanteo de un nuevo estilo de vida, no quiere significar

8. M. McLuhan, Understanding media: the extensions of man. Introduction to the second edition. New York 1964.

una nueva y quizá mejor manera de integrarlas en la vida política, sino que tiene que resaltar mucho más su efecto liberador, que es lo que se pretende.

La subcultura del chiste político se muestra al vivo en las dictaduras. La desfiguración de la imagen del dictador y de su propaganda, los dobles sentidos y la comicidad producen efectos liberadores. Juegos, chis­tes, caricaturas, parodias, imitaciones, equívocos cons­cientes son otros tantos medios de emancipación para los que ya están cansados y agobiados. Las danzas medievales de la muerte despojaban a los organismos oficiales de sus condecoraciones y símbolos estatales. Era un respiro para el pueblo. Análogos efectos de «des­arme» pretendía La barca de los locos de Sebastián Frank reflejando la alta sociedad.

Con tales medios sacudían su yugo los impotentes. La sorpresa de tales situaciones les desviaba del camino de la angustia a donde aquel yugo les había conducido. En esa liberación de la angustia y en la burla del señor divinizado —en realidad, un simple enano— radica la potencia de los impotentes. Aquel que no siente miedo —pero ¿quién es el que en realidad no lo siente?— no es fácilmente dominable, aunque, claro está, puede ser fusilado. Los sabios estoicos y los mártires cristianos intentaron demostrar esto a los antiguos tiranos sobre la arena. De esta forma atravesaban decididos el lugar del suplicio, ya a la manera estoica «sin temor ni espe­ranza», ya a la cristiana con «esperanza cuando ya no hay nada que esperar».

Con los mecanismos del miedo y de la preocupación se nos sujeta al suelo. La libertad comienza allí donde súbitamente se deja de tener miedo. Todo acaba con la muerte y, por tanto, la vida es de alguna manera todo; tal es el pilar más firme de las ideologías de poder. «La mort est nécessairement une contre-révolution», se leía

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en mayo de 1968 en un mural de París. Todos los movi­mientos liberadores comienzan con un par de hombres que pierden el miedo y se comportan de modo distinto a como esperaban de ellos sus dominadores. O como diría Kurt Marti9 :

Esto vendría bien a ciertos señores... pero llega la resurrección, distinta, muy distinta de como la pensamos. Llega la resurrección que es la insurrección de Dios contra los dominadores y contra el dominador de dominadores: la muerte.

Estos versos nos sitúan ya en medio del juego teo­lógico, en el juego liberador de la fe, junto a Dios frente a la violencia maligna de la angustia y la cruel asfixia del ansia que produce en nosotros la muerte. La fe en la resurrección, en efecto, constituye el espíritu de insu­rrección frente a «la alianza con la muerte» (Is 28, 15); es esperanza en la victoria de la vida, que devora a la muerte, contra la muerte que devora la vida.

9. K. Marti, Leichenreden. Neuwied 1969, 62 s.

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3. El juego teológico de la complacencia divina

En teología nadie se interesa por las categorías es­téticas. La fe ha perdido también la alegría desde que se siente obligada a desterrar la ley del viejo mundo con la ley del nuevo. Su propia libertad le parece inútil en un mundo donde todo tiene que ser útil y valioso. Intenta hacerla útil y, al intentarlo, frecuentemente la estropea. Todo ha de convertirse en ética, con lo que queda paralizada la tradición teológica, tan rica en imá­genes y categorías estéticas. Nosotros queremos recon­siderar esa tradición teológica con absoluta sencillez; por eso comenzamos formulándonos preguntas infan­tiles. Las preguntas infantiles son muy difíciles de res­ponder cuando se ha dejado de ser niño. Y, no obs­tante, el mundo de los mayores está inconscientemente envuelto por las preguntas insistentes y sorprendidas de los niños.

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1. ¿POR QUÉ CREÓ DIOS EL MUNDO? '! i

i» Así pregunta el niño que ha dejado de serlo. Aprende

que en el mundo de los mayores todo tiene sus razones, pero ¿tiene el mundo también su razón? La pregunta metafísica tropieza desde siempre con la realidad abierta, sin fondo o abisal. Desde Heráclito se ha empleado a menudo el juego como símbolo cósmico del mundo.

«El curso del mundo es un niño que juega, que co­loca aquí y allá las piezas de su rompecabezas; es el reino del niño», dice el fragmento 52 de Heráclito (Diels). Esto significa que originariamente el producir tiene ca­rácter de juego. Jugando se integran los dioses y los hombres en la totalidad del mundo y jugando muestran su belleza y su orden. Como un juego es el flotar del mundo en el espacio. Por todo esto el reino le pertenece al niño.

«El mundo carece de base», es la exposición que hace el filósofo Eugen Fink de este símbolo cósmico x.

Por nuestra apertura al mundo y porque en esta apertura de la existencia humana se nos muestra el horizonte de un saber en torno a la carencia de fundamento del todo exis-tenciante es por lo que, en última instancia, podemos jugar.

A la falta de fundamento del mundo en su última instancia corresponde el juego, como adecuada posi­bilidad del hombre. Si el mundo no nos da un suelo firme bajo los pies, nos da al menos, y quizá por eso, !

la razón del juego. Justamente porque el equilibrio pa­rece ser tan hábil, son las figuras del juego tan move­dizas y los jugadores tan ágiles y veloces.

En el momento en que la gravedad de la tierra los atrae, pierden el juego. Jugamos en el mundo y con el

1. E. Fink, Spiel ais Weltsymbol. Stuttgart 1960, 237.

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mundo e intentamos con el juego libre dar una respuesta al distinto-absoluto. O nos hundimos de miedo en el abismo del mundo y nos, agarramos a cosas sin conte­nido. Si no existe en el mundo ninguna base sólida en la cual todo se afirme con razones y finalidades, entonces el mundo es o el desierto del absurdo o el juego del dis­tinto-absoluto 2. «El mundo... un portón mudo y frío que se abre hacia miles de desiertos. El que pierde lo que tú perdiste no se para en ninguna parte», es la queja metafísica del nihilismo de Nietzsche. Mas la sabiduría de Dios dice: «A diario era yo su delicia y delante de él jugué en todo tiempo» (Prov 8, 30). Se trata de la sa­biduría de la creación. No concede al mundo y a la vida mayor o menor importancia que la que corresponde a la creación, que ni es divina ni antidivina. No es Atlas soportando la carga del mundo en sus hombros, sino el niño sosteniendo una pelota en sus manos.

La fe responde de un modo infantil a la pregunta no tan infantil del niño y la sabiduría teológica culmina en la libertad de los hijos de Dios. No existe fundamen-tación alguna racional de que exista algo y no sea la nada la que todo lo cubre. La existencia del mundo no es necesaria. Lo ha expresado la teología al interpretar el mundo como «creación divina», en la siguiente re­flexión : si la creación fuese necesaria para Dios, Dios no sería su «creador libre»; si, por el contrario, fuese ca­sual o accidental desde la eternidad, el creador libre no sería Dios, sino un demonio caprichoso. ¿Cómo es posible, pues, entender esta libertad de Dios en la crea­ción? Por ser libre creación, el mundo no puede ser una exteriorización necesaria de Dios ni una emanación

2. Esta es la alternativa que propone A. van Ruler al final de su estudio Gestaltwerdung Christi in der Welt. Über das Verhalt-niss von Kirche und Kultur. Neukirchen 1956.

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esencial de su plenitud divina; Dios es libre. Tampoco obra arbitrariamente. Cuando crea algo, que no es Dios ni es la nada, este algo tiene su razón de ser no en sí mismo, sino en la complacencia divina. La creación es un juego de Dios, un juego de su insondable e ines­crutable sabiduría, el lugar de recreo para el desarrollo de la gloria de Dios.

¿Qué es, pues, la complacencia divina, puesto que en ella estriba la razón de la sinrazón del mundo? La complacencia es un comportamiento gracioso, muy en consonancia y correspondencia con Dios. Dios no ha creado al mundo ni de su esencia ni de su libertad; no tenía por qué ser necesariamente. Mas la creación guarda una profunda proporción con Dios de alguna manera; si no, no se alegraría en ella. Esto se puede expresar sim­bólicamente en categorías de juego.

Cuando decimos que el Dios creador juega, se esconde en esta imagen la intuición metafísica de que la creación del mundo y del hombre, aunque plena de sentido divino, en modo alguno representa un hacer necesario3.

Con este giro «plena de sentido, pero no necesaria» han descrito Huizinga y otros muchos también el juego humano en contraposición al trabajo que se corona con éxito y con ganancias.

La teología tiene que aportar aquí una pequeña dis­tinción. La palabra que emplea el antiguo testamento para el crear de Dios es bará y se aplica exclusivamente al producir de Dios, nunca al hacer del hombre. Cuando decimos «el Dios creador juega», jugar tiene en este caso un sentido muy distinto que cuando se aplica a los hombres. El Dios creador juega con sus propias posibilidades y hace de la nada lo que le place. El hom-

3. H. Rahner, Der spielende Mensch. Einsiedeln 1952, 15.

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bre, sin embargo, sólo puede jugar con algo que, a su vez, juega con él. Si juega, se pone a sí mismo en juego y se juega también con él. Con la nada no puede jugar. Únicamente puede jugar en el amor.

Existen, no obstante, analogías. El juego es, como la creación, una expresión de la libertad, pero no de la arbitrariedad, ya que está vinculado a la alegría del crea­dor en su creación y al placer del jugador en el juego. Juego y creación aunan seriedad y jocosidad, tensión y distensión. El jugador se compenetra con su juego y lo toma en serio, pero, al mismo tiempo, se trasciende a sí mismo y a su juego, por tratarse de un juego. Rea­liza su libertad sin sacrificarla, se exterioriza sin vaciarse. A la libre creación por pura complacencia divina como símbolo cósmico corresponde la filiación divina como símbolo antropológico. Es lo que quiso indicar Jesús volviéndose de los niños a los apóstoles: «En verdad os digo: quien no recibe el reino de Dios como un niño no entrará en él» (Me 10, 15). No sabemos si la sentencia de Heráclito era conocida en tiempos de Jesús y si llegó a sus oídos. Los padres de la iglesia que nos han tras­mitido el dicho de Heráclito vieron siempre en él algo de común 4.

2. ¿PARA QUÉ CREÓ DIOS EL MUNDO?

Así pregunta el hombre que hay en el niño y que interrumpe los juegos porque necesita objetivos con los que realizarse más seriamente. El Dios creador no es un deus faber. Para realizarse no necesitaba crear nada.

4. Para comparar las dos sentencias D. L. Miller, The king-dom ofplay: some oíd theological light from recent literature: Union Seminary Quarterly Review xxv (1970) 343-360.

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Si crea es, como decimos, para alegrarse en la creación, para adornarla de riquezas y para hacerla gloriosa, se­gún el lenguaje tradicional. Pero ¿qué significa todo esto?

El mundo es un «theatrum gloriae Dei», dijo el se­vero Calvino, que lo más que se permitía era jugar los domingos por la tarde una partida de bolos. El hombre ha sido creado para «glorificar a Dios», dice su Catecis­mo de Ginebra. «¿Cuál es el fin principal del hombre ?» pregunta el Catecismo de Westminster de 1647, que los puritanos se saben de memoria. Y responde: «El fin principal del hombre es glorificar a Dios y gozar para siempre de él» 5. No tiene el hombre que realizar a Dios, como pedía el humanista Ludwig Feuerbach, para quien Dios era como el ideal de la humanidad futura. Lo que tiene que hacer es rendirle honor y alegrarse en la existencia de Dios y en su propia existencia. Es cosa que tiene de suyo pleno sentido. El sentido de la vida humana es la alegría, alegría en el agradecimiento y agradecimiento como alegría.

Esta respuesta anula propiamente la intención de la pregunta ¿para qué ha sido creado el hombre y para qué estamos en el mundo?, pues la respuesta no ofrece ningún objetivo ético y ninguna finalidad ideal, sino que justifica la existencia creada por sí misma. Lo sor­prendente e inesperado de esta respuesta tiene su impor­tancia. La respuesta a la pregunta «para qué existe al­guien» no se resuelve en las finalidades comprobables para las cuales alguien existe, sino en la aceptación de la existencia misma y en aquello que el biólogo y filó­sofo holandés Buytendik llama «valor demostrativo del

5. Cf. también H. Gollwiteer, Krummes Holz - aufrechter Gang. München 1970, 177 s.

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ser» 6. Quien se da cuenta de esto tiene resuelta la an­gustiosa pregunta existencial «para qué existo, para qué sirvo, en qué puedo ser útil».

Nuestra sociedad educa al niño bajo la amenaza de unas preguntas existenciales para las que el sentido de la vida descansa en el servicio, la utilidad y los fines. «Hazte útil, si no quieres ser un inútil», dicen los apro­vechados. El que solamente pone el sentido de su vida en lo que tiene de aprovechable y útil terminará nece­sariamente en una crisis vital, cuando en la enfermedad y en la pena le parezca todo, e incluso él mismo, inútil y desaprovechable.

Ya la pregunta misma del Catecismo por el «fin fundamental del hombre» nos induce a confundir ale­gría en Dios y en la existencia con fines y objetivos. Quien se deja arrebatar por la alegría en el creador y en su propia existencia queda liberado de la angustiosa pregunta existencial por el «para qué». Y de esta forma se hace inmune contra las ideologías dominantes, que prometen al hombre el sentido de su vida, para abusar de él en favor de sus fines. Se hace inmune también contra una sociedad que valora y premia a los hombres, siguiendo un criterio de utilidad y aprovechamiento, como energías laborales o consumidoras.

No es natural glorificar a Dios y alegrarse en él, si a uno se le presenta el mundo como un desierto. La idea de que la alegría en Dios incluye la alegría en la propia existencia ha sido nublada por la educación puritana del autodominio. El desconfiar de la propia naturaleza y de sus impulsos y el no fiarse de la exhube-rante naturaleza exterior, lejos de abrir a esta alegría, la han amargado. Dando un paso más se puede ascender, con los biólogos Buytendijk y Portmann, por los nive-

6. Der Spieler, en Das Menschliche. Stuttgart 1958, 210.

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les de lo viviente y contemplar por una vez la naturaleza con la mirada del técnico. Ambos han demostrado que el comportamiento animal puede considerarse ya como un comportamiento de juego. «Para decirlo sencillamente, que los pájaros cantan más de lo que les permite Darwin», asegura Buytendijk. Juntamente con Portmann afirma también que la plenitud teleológicamente injustificada que se pone de manifiesto en el lujo desbordante de especies, en el esplendor de los colores y en las formas hipertélicas, conducen al biólogo al concepto de auto-presentación. La naturaleza presenta no sólo el aspecto de la propia conservación y de la conservación específi­ca de estructuras prácticas, sino también una verdadera ostentación de riqueza, y en esto consiste la libertad7.

Esta autopresentación o «valor demostrativo del ser» acompaña los niveles de lo viviente y llega, según sus posibilidades, a una plenitud provisional en el hombre. ¿No responde esto quizá a aquella concepción del mundo que expresa Pablo en el capítulo octavo de la carta a los romanos, según la cual la nostalgia de la cria­tura anhelante se orienta hacia la revelación de la li­bertad de los hijos de Dios, en cuanto que la criatura misma será liberada de la servidumbre de su ser tran­sitorio? Si esto es así, tampoco el hombre está a solas con su tormento en un desierto mudo y frío. Su tormento refleja el tormento de la criatura esclavizada y, en su libertad, incoada con el espíritu de la filiación divina, la criatura encuentra también su libertad.

Esta libertad no puede ser la del que explota y somete la naturaleza, una libertad que tiene más de enemistad que de comunidad. ¿En qué estriba, pues, tal libertad? ¿No es en la gozosa alegría de la existencia, en el placer puro no dominador del juego libre y en el gusto por la

7. Según F. J. J. Buytendijk, Der Spieler, 210 s.

expresión y manifestación de aquel «valor demostra­tivo» del que habla Buytendijk refiriéndolo a los ani­males ? La libre autopresentación humana sería entonces el eco humano de la complacencia de Dios en su crea­ción y la glorificación de Dios vendría a ser la alegría manifestativa de la existencia. Por el placer sin amarras del vivir finito y por el sí a esta belleza mortal el hombre participaría más íntimamente en el placer infinito del creador.

Un día estaba Pallieter, el de la novela de Félix Timermans, apoyado en un árbol, como solía, con las manos en los bolsillos de los pantalones y contem­plando complacido el juego de los rayos del sol en las hojas. Alguien pasó y le hizo la pregunta acostumbrada: «¿Qué haces ahí?». A lo que él respondió: «Existo» 8. Para justificar nuestra existencia solemos proponernos algo o quererlo o hacerlo, como si nuestra existencia estuviera justificada y fuera bella por eso, cuando en realidad ocurre al revés, que nuestra existencia está justificada y es bella antes de que hagamos algo o deje­mos de hacerlo. Si trabajamos, ha de ser por el ocio. Por este motivo los romanos llamaban al trabajo nego-tium, no-ocio. Y cuando prospera, la alegría le es ya contraria desde su comienzo. Ocio elaborado y alegría construida no saben bien.

«Si el hombre se entiende como libre y sabe utilizar su libertad, su actividad es un juego», ha dicho, después de Schiller, Sartre. ¿Cómo se presenta el correlato ob­jetivo de esta libertad del hombre en el mundo? Para la esperanza en nuestra autorrealización y la definitiva aclimatación de la identidad (Bloch) el mundo tiene que

8. Cf. H. J. Schultz, Auch Gott nicht fertig. Stuttgart 1969, 133 s.

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ser un proceso abierto 9. A la esperanza del hombre co­rresponde la apertura del mundo cara al futuro. Para el homo faber, que primeramente se ha de crear a sí mismo por faltarle la autoposesión, el mundo es un «laboratorium possibilis salutis», un campo experi­mental de una posible salud y de una posible insalu­bridad. Si él mismo es objeto de su propia experimenta­ción, tenemos al hombre-laboratorio; si se trata de ex­perimentación ajena, al hombre-casa laboral. La con­cepción del mundo como historia o como «país de posi­bilidades ilimitadas» responde muy bien al «Not-yet-compuosion in the American soul», al impulso fáustico y al apatridismo de Ahasver 10. Los hombres se encuen­tran de hecho, con sus padecimientos, esperanzas y creaciones, en una historia abierta. Pero ¿en qué con­siste y de qué consta de suyo esta historia abierta? ¿Consiste en el espacio universal de la naturaleza o en la nada o en el estar ante Dios?

Los hombres están en la historia, pero la historia misma se encuentra, a su vez, en el absoluto-distinto. No es lo absoluto-distinto de esa naturaleza que los hom-

9. E. Bloch, Zur Ontologie des Noch-Nicht-Seins. Frankfurt 1961, 15 s.

10. Existe aquí un interesante paralelismo entre William Ja­mes y Ernst Bloch. En el centenario del nacimiento de James, en el 1942, tuvo Bloch una conferencia en Cambridge, Mass., en la que adujo la siguiente cita de James: «Las realidades flotan en un extenso mar de posibilidades, de entre las cuales han de ser esco­gidas» (Philosophische Aufsátze. Frankfurt 1949, 64). En el escrito anteriormente citado {Zur Ontologie des Noch-Nicht-Seins 1961, 32), se encuentra la misma imagen con parecidos motivos en boca de Bloch: «Lo real está cercado por un mar de posibilidades y una y otra vez continúa emergiendo de este mar un nuevo trozo de realidad...». El influjo de la impaciente alma americana en aquel país de posibilidades, al parecer, ilimitadas en el mundo de imáge­nes filosóficas de Bloch no es pues tan pequeño como algunos piensan. Con el nuevo giro hacia el juego, la fiesta y la meditación quiere sacudir hoy la joven América la fiebre de acción y «refres­car la historia». Cf. Harvey Cox, Las fiestas de locos, 44 s.

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bres hacen suya en el curso de la historia, sino el abso­luto-distinto ante el que quieren presentarse en el curso de la misma. Lo que siempre importa humanamente, tanto en el trabajo y producción de medios de vida como en las formas sociales y en las manifestaciones cultura­les, es la autopresentación u . En los procesos de todas las cosas que utilizan los hombres, se expresa siempre el valor demostrativo ontológico. Quien produce algo se presenta a sí mismo, aunque sólo sea merced a las pequeñas diferencias personales que introduce en el trabajo fijado. Es un presentarse ante y delante de, que con su presencia responde juntamente a una llamada. La autopresentación implicada ahí no se identifica con la autorrealización a través del trabajo, puesto que el juego creador del expresarse no depende de los logros, aunque naturalmente con ellos pudiera conseguirse algo.

Teológicamente hablando la creación apunta a la historia, como pone de manifiesto el antiguo testamento. Pero también la historia apunta a la nueva creación, como asimismo manifiestan los profetas y el nuevo tes­tamento. La libertad impele no solamente a su reali­zación, sino también a su presentación y celebración. Exige ser realizada y también celebrada. La libre activi­dad o actividad libre del hombre se puede llamar, con Sartre, «juego», pero entonces el mundo, correlato obje­tivo correspondiente, se ha de entender como espacio de recreo. Carente de base y de suelo el mundo ha de ser justamente por esto el lugar libre destinado a la libertad del juego creador en correspondencia con el absoluto-distinto. Lo que entonces está en juego no son las rea-

11. Con la distinción entre producción y presentación indico los fenómenos psicológicos que ocupan la atención de H. Plessner: cf. Zur Anthropologie des Schauspielers en Zwischen Philosophie und Gesellschaft. Bern 1953, 180-192.

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lizaciones, los éxitos y las conquistas, sino las bellezas infinitas y las libertades finitas correspondientes a la infinita alegría del creador.

La seriedad moral y política del hacer de la historia queda reemplazada por la alegría despreocupada en la existencia. En modo alguno esta alegría despreocupada se hace superflua, sino que más bien es conservada y protegida contra lo demoníaco y la desesperación, la autodivinización y auto-odio del hombre, contra la lo­cura del cumplimiento y la resignación del incumpli­miento. Las tareas sociales y políticas, si se toman en serio, son excesivamente grandes. La responsabilidad infinita acaba por arruinar a un hombre, pues él es so­lamente hombre y no Dios. Yo creo que es la risa la que tiene que mediar entre la ilimitación de las tareas y la limitación de las fuerzas. «Si no fuera porque pode­mos tomar a broma tantas cosas, tendríamos que estar llorando y no podríamos hacer otra cosa», dicen con razón los que de verdad están dedicados al trabajo.

El mundo como historia es el símbolo necesario del homo faber. En tanto que símbolo cósmico el juego tiene que revestir ciertamente formas arcaicas, pero rebasa el mundo de la historia, si con él se asciende o a los al­bores del pensamiento o a la escatología del ser. El juego, en tanto que símbolo cósmico, supera las cate­gorías del hacer, del tener y del lograr, para situarse en las categorías del ser, de la existencia auténticamente humana y de la alegría demostrativa que en ella experi­mentamos. Frente a la productividad acentúa la crea­tividad y frente a lo ético lo estético. El trabajo pesado se convierte en alegría, danza, canto y juego. Lo cual beneficia mucho al trabajo mismo.

El juego creador del hombre es un permanente ju­gar con algo, que juega, a su vez, con el jugador. Juega con las olas del mar y éstas juegan con él. Juega con los

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colores, los tonos y las palabras y ellos se convierten en sus compañeros de juego. Habla y responde, es ac­tivo y pasivo, donante y receptor al mismo tiempo. En el juego no es ni señor ni siervo. Todo lo cual vale ya se trate de los juegos en la vida como del juego de la vida.

Cuanto más profundamente progresa el análisis existencial, tanto más claramente aparece que el hombre tiene aún la posibilidad de ser más que el jugador del juego, el que se oculta jugando. Se opera en ese momento una transforma­ción misteriosa. El hombre siente que el amoroso funda­mento envolvente de su existencia juega con él un juego maravilloso. Quiere decir esto que qui perd gagne, que el que pierde gana, como afirmó el poeta Charles Péguy12-

Causa malestar y extrañeza, en efecto, que el libro sobre los padecimientos del justo Job, sufriendo ino­centemente, represente el destino en el marco de una apuesta celestial entre Dios y Satán, y que también el Fausto de Goethe comience con un prólogo en el cie­lo 13. ¿Se pretende con esto superar mediante el juego la sed insaciable de Fausto y el sufrimiento desahuciado de Job? Charles Péguy quiere expresar aún más alu­diendo a aquel juego de la gracia en el que el perdedor gana y el perdido es salvado, los pobres son saturados y los ricos despedidos vacíos; juego sorprendente es-catológico en el que «los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». El comprender este juego de la gracia, que todo lo transforma, significaría la renuncia al último resto de orgullo por nuestras realizaciones y a nuestra liberación del egoísmo y la autocompasión, para entonar el «sí» de la gracia llenos de admiración. Esto nos lleva ya al corazón de la siguiente pregunta.

12. F. J. J. Buytendijk, Der Spieler, 229. 13. Cf. G. M. Martin, «Wir wollen hier auf Erde schon...».

Stuttgart 1970, 79 s.

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3. ¿POR QUÉ SE HA HECHO DIOS HOMBRE?

¿Por qué precisamente Jesús de Nazaret ? Así pregunta la fe que hambrea inteligencia y la inteligencia que no se decide a creer sin percibir sus razones. ¿Tuvo Dios que hacerse hombre para conciliar su justicia y su miseri­cordia, su santidad y su amor? ¿Ha hecho necesaria la venida del Salvador el pecado de los hombres? Y, aunque así fuese, ¿por qué precisamente en aquel tiempo y en aquel rincón del mundo? preguntaba el filósofo

igano Celso. ¿Por qué no ha aparecido el hijo de Dios en muchos cuerpos al mismo tiempo? Por lo demás, no es propio de la idea realizarse solamente en un único individuo, decían sus continuadores Lessing y David Friedrich Strauss.

La tradición teológica ha entendido siempre que la encarnación de Dios es necesaria por la culpa de los hombres. La exposición de la miseria, a la que ha ve­nido a parar el hombre por su pecado, proporciona justamente el pretexto negativo para comprender el nuevo giro que toma la miseria. Es el poner ésta al descubierto en el hombre como se nos hace compren­sible la necesidad de un salvador. Con ello explicaba ciertamente la tradición por qué Dios tuvo que hacerse hombre, pero no por qué quiso hacerse hombre y por qué precisamente en Jesús de Nazaret es donde acontece este nuevo rumbo de la miseria de los hombres. En la historia de Jesús se oculta una contingencia histórica indeducible de cualquier dato e irreconstruible mediante sistemas teológicos, pero esta casualidad histórica des­cubre la libertad de Dios en medio de las miserias hu­manas y del cambio divino que ellas experimentan.

La segunda área del grupo «complacencia» en ter­minología bíblica recoge por esto la exposición de los acontecimientos del nacimiento, bautismo y transfigu­

ración de Jesús. El otro grupo lingüístico, «gloria», que sirve para expresar contenidos análogos, se encuen­tra además en las narraciones de la resurrección de Jesús. Y esto quiere decir que no existe en Dios nin­gún motivo determinante que le obligue a hacerse hom­bre en Jesús de Nazaret o a cambiar el rumbo de la mi­seria de los hombres. Simplemente le gustó hacerlo así a su amor insondable.

¿Fue entonces algo arbitrario? podríamos pregun­tar de nuevo. Y las proclamas de la fe ¿son también afirmaciones arbitrarias? Diremos que entre necesidad y arbitrariedad se da un tertium. La revelación de Dios en Jesucristo no era necesaria para Dios mismo, pero tampoco arbitraria. Le cuadra profundamente y por­que la contradicción de la crucifixión de Jesús responde tan profundamente a la esencia del amor de Dios por el hombre perdido, es por lo que la fe lo llama «hijo». No fue la miseria humana lo que obligó a Dios a venir en carne, sino su propio amor libre e indebido. Con este amor responde Dios a la miseria de sus criaturas y, además, crea algo nuevo para ellas.

La historia de Cristo no se ha de entender solamente como la medida obligada de Dios para solucionar la miseria y restablecer el viejo juego de la creación. Cierto que el amor se deja llevar de la compasión para con el amado hacia un tipo de compasión determinado por su miseria, pero en cuanto amor precede al compadecerse y a la compasión. Rebasa el simple cuidado del enfermo, para buscar la salud de una nueva vida. Al pecador le es necesario el salvador, pero él viene por su libre impulso, rebasando la miseria y la liberación de la mi­seria, para situarnos en el futuro libre aportado por él.

La nueva creación que brota de la salvación, no es la vieja creación restablecida o simplemente reparada, sino una nueva creación frente a la vieja. Es un nuevo

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juego. El pecado no es una mancha sucia, caída en la blanca vestidura del hombre y que se puede lavar. No es el pecado el que tiene que soltarse del hombre, sino el hombre del pecado, decía con auténtica visión Lu-tero. Lo cual acontece no solamente por una repara­ción de las faltas o por la curación del hombre enfermo, sino porque el hombre muere a la ley, al pecado y a la misma muerte, para despertar a una nueva vida. A esto se refiere Pablo, cuando dice que la gracia se ha hecho sobreabundante allí donde dominó la culpa. No es, pues, el simple logro divino de una reparación. Dios aparece como algo necesario frente al estado de miseria humana, pero de Dios en Cristo se puede hablar sólo a partir de la libertad de Dios que es amor. No se debe hablar de Dios si no es preciso, dice con razón Bult-mann. Solamente se puede hablar de Dios, si Dios mis­mo comienza a hablar, dice con más razón Barth.

Una cosa es descubrir la miseria, en la que el hablar de Dios se hace necesario; otra es, sin embargo, la li­bertad de hablar entonces de Dios. Esta la inaugura Dios mismo. La teología es al mismo tiempo necesaria y no necesaria. Se hace relevante para el hombre en el reino de la miseria y la necesidad, aunque surge de la admiración por la historia de Cristo y de la alegría de la gracia inmerecida de Dios, que nos habla desde esa historia. En esta admiración y en esta alegría es como penetra el reino de la libertad en el reino de la miseria y la necesidad, rompiendo sus ataduras. En el primer aspecto la teología cristiana es, en efecto, la teoría de una praxis que transforma la miseria: teoría de la pre­dicación de la comunidad, de los servicios litúrgicos y de las ayudas. En el segundo, por el contrario, la teolo­gía cristiana es, al mismo tiempo, alegría desbordante en Dios y juego libre de pensamientos, palabras, imáge­nes y cantos con la gracia de Dios. Bajo el primer as­

pecto es teoría de una praxis, bajo el segundo pura teo­ría, es decir, contemplación que transforma al contem­plante en contemplado. Por tanto, doxología.

La libertad de hablar con Dios y de Dios arranca de la alegría en Dios; no puede ser impuesta. El verda­dero conocimiento no es impositivo ni puede realizarse por imposición autoritaria o lógica necesidad de asen­timiento; supone la libertad. El conocimiento de Dios es un arte y, si se me permite la expresión, un juego sublime. Aunque la historia de Dios en Cristo y por él en los hombres que sufren parte de la complacencia divina, y la libertad de Dios en la historia de la salva­ción no puede ser reconstruida mediante un sistema ra­cional, ¿es posible entender esta historia con las cate­gorías estéticas del juego?

Es posible que Jesús haya llorado, pero no se habla nunca de que Jesús haya reído, a pesar del artículo de Harvey Cox en «Play-Boy» 14. De aquí ha deducido, la tradición dogmática, con su absoluta falta de humor, la impecabilidad de Jesús: risu abstinuit, nunca rió. En cambio, el salmo veterotestamentario lo que espera de nuestra existencia salvada es el« entonces nuestra boca se llenará de risas».

Según Lucas, los ángeles, embargados de presenti­mientos, cantan y alaban a Dios por el nacimiento del niño en el pesebre, mientras que los soldados, aje­nos a lo que ocurría en el Gólgota, se juegan a los da­dos bajo la cruz la túnica de Jesús, después de haberle puesto en ridículo anteriormente como rey de espinas y arlequín en cumplimiento de órdenes superiores. La vida de Jesús está, según los evangelios, bajo el signo del pesebre y de la cruz, de la soledad y del crimen. Con estas desgracias fracasan todas las categorías es-

14. God and the Hippies: Play-Boy (1968) 15.

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téticas. Cuesta entender los sufrimientos y tormentos del Cristo abandonado como un juego serio de amor a los hombres, al modo como alguna vez lo han entendido los místicos. Ni se puede describir la historia de la cruz como una astucia del demonio que engaña a Dios, tal y como algunos teólogos de la iglesia antigua trataban a veces de explicar. Tales categorías de juego están aquí fuera de sitio.

En el plano lingüístico son más frecuentes en los evangelios las expresiones tomadas del mundo de los esclavos, del trabajo y del sufrimiento. Como dice el himno de la carta a los filipenses, cesó en su juego de ser semejante a Dios, tomó figura de esclavo y se hizo obediente hasta la muerte de cruz. Al que tomó esta figura de esclavo le costaron nuestras culpas sudor y trabajo, dicen los creyentes. Por sus heridas y no por su vida feliz hemos sido salvados, dicen los libertos.

Hugo Rahner viene a caer en un pensamiento gnós-tico-doceta, cuando dice:

Lo que se presenta en la superficie como destino y sufri­miento o, cristianamente, como participación en la aniqui­lación aparentemente insensata de la cruz, es para los mís­ticos, que contemplan la realidad a través de los velos, el juego maravillosamente imaginado del amor eterno, juego tan variada y cuidadosamente imaginado, como sólo lo puede hacer el amor15.

¿Es, pues, la cruz de Jesús un velo de carne sufrida y atormentada, a través del cual se puede contemplar un cielo alegre con el sol radiante del amor de Dios? Opino que la cruz debería quedar fuera del juego, tex­tualmente y en serio. El grito de muerte de Jesús no cabe, a pesar de Bach, en las categorías del canto. Si su muerte no se puede entender como una tragedia en sen-

15. H. Rahner, Der spielende Mensch. Einsiedeln 1952, 52.

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tido clásico, Jesús no murió como «loco». En una pa­labra, el Gólgota no es Oberammergau.

Otra cosa es la Pascua. Aquí comienza en realidad la risa del redimido, la danza del liberado y el juego creador de nuevas respuestas concretas a la libertad inaugurada, aunque todavía en circunstancias tales que no dejan excesivo margen a la risa. Harvey Cox debería haber tomado mucho más en serio la cruz de Cristo con su figura de «Cristo arlequín» 16, para hacer despertar con la resurrección el epíritu festivo y la alegría de la fantasía. La muerte de Jesús no es ninguna broma. El que percibe a Dios en el grito de Jesús abandonado, abandonará el inocente juego religioso con los dioses. Mas he aquí que con su muerte por la fuerza de la re­surrección «se ha convertido la muerte en burla», como dijo Lutero; aunque aún exista la muerte, se entiende. El reconocimiento de la resurrección de Cristo provoca en los creyentes la mofa sobre «el mundo con su gran ira» (Paul Gerhardt). Los cánticos pascuales celebran desde muy antiguo la victoria de la vida, riéndose con exorcismos de la muerte, burlándose del infierno y pro­vocando a los señores de este mundo. Esto mismo nos manifiesta la canción pascual en 1 Cor 15, 55-57:

Sumióse la muerte en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde tu victoria, infierno? Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo.

Hasta en la época de la ortodoxia protestante, de reconocida sequedad, solían los predicadores cuares­males comenzar sus sermones con un chiste 17. La risa

16. Harvey Cox, Las fiestas de locos, 157-176. 17. Fr. Flógel, Geschichte des Groteskekomischen. Ein Beitrag

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anula la seriedad del ataque y le hace perder su valor desde el momento en que pone al descubierto su inata­cable libertad y superioridad justamente allí donde las potencias dominadoras de este mundo han especulado con el miedo y el sentimiento de culpabilidad. Como el aliado de estas potencias dominadoras es la muerte, quiere decir que con la pascua comienza la rebelión de los libertos contra los vínculos que los esclavizan. La rebelión no procede de exigencias morales, sino del alegre agradecimiento por la libertad. Tiene un funda­mento metamoral en la fe de la resurrección.

La pascua se inaugura como una fiesta, ya que la pascua es una fiesta en la que Cristo resucitado celebra un sacrificio de alabanza y agradecimiento por la sal­vación y se sienta con los suyos a la mesa. Epifanías pascuales y cenas festivas se encuentran unidas origi­nariamente en el cristianismo. Por medio de la comida es como el Resucitado, caudillo de la vida contra la muerte, introduce a los suyos en su nueva vida y los hace participar de sí mismo. La eucaristía está llena de re­cuerdos de la cruz y llena de esperanza en la nueva crea­ción. Y la unidad de recuerdo y esperanza es una de­mostración de la alegría presente por la gracia. Pascua significa resurrección, libertad y alegría, pero pascua es resurrección de Cristo crucificado.

La pascua no supera a la pasión de Cristo hasta tal punto que no debamos pensar más en ella; más bien, cualifica la cruz de Cristo como acontecimiento saba­neo. El Resucitado es el que se nos adelanta a morir en la cruz por nosotros, para abrirnos al futuro glo­rioso y libre de Dios. No es en las exigencias infinitas ni en los sueños de la fantasía, sino en presencia del

zur Geschichte der Menschheit. Liegnitz-Leipzig 1788, trae muchos ejemplos del risus paschalis, de la risa pascual.

Crucificado, donde se nos descubre la gloria del Dios venidero. De su humillación nace nuestra salvación. Con su viaje al infierno abre a los presos el cielo de la libertad; de ahí, que la cruz de Cristo siga siendo para los liberados el signo de la esperanza en esta tierra. Se refleja incluso en su propia vida. La vida pascual es un canto libre al Padre en medio de los suspiros de la criatura esclavizada (Rom 8). En medio de los gritos de las criaturas atormentadas muestran los hijos de Dios una insospechada libertad, gritando, a pesar de todo, «Abba», Padre amado. Realmente no tienen para ello más motivo que el de formar una comunidad con Cristo, radicada en la unidad de la «fuerza de la resu­rrección» con la «comunidad de los sufrimientos de Cristo», y viceversa.

El anticipo de la nueva creación, operado espiritual-mente por la libertad del creyente, nos conduce más profundamente que antes a la solidaridad con los do­lores del mundo. La «fuerza de la resurrección», como llama Pablo a la libertad, nos incorpora al seguimiento del Crucificado y a la comunión con aquellos pobres abandonados, de los que el Crucificado se constituyó en hermano. Por más que esto suene a contradicción, la correspondencia es realmente inevitable. Sólo el que es capaz de felicidad puede dolerse de los padecimientos propios y ajenos. Quien puede reír, puede también llo­rar. Quien tiene esperanza es capaz de aguantar con el mundo y sentir sus dolores. Cuando la libertad se va acercando es cuando comienzan a doler las cadenas. Cuando el reino de Dios está cerca, es cuando se em­pieza a sentir la profunda sima del abandono de Dios. Cuando se puede amar, porque se siente el amor, tam­bién se puede sufrir, asumir el dolor y vivir con los muer­tos. El acontecimiento pascual en el mundo lo evidencia una vida que es alegría de la liberación, solidaridad

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con los encadenados, juego en la existencia redimida, dolor de la existencia no salvada.

¿Pueden jugar los creyentes? ¿No tienen algo más importante que hacer ? El juego presupone en todo caso la inocencia. Sólo los que carecen de culpa, a saber, los niños y los que por el amor se han liberado de la culpa, pueden jugar. El culpable se ha destruido a sí mismo y, por haber perdido su espontaneidad, no sabe jugar bien, no sabe perder y ganar deportivamente. Está en sí mismo dividido y vacila entre la auto-afirma­ción y el auto-odio. El culpable emplea el chantaje consigo mismo, valiéndose de una imagen que él no es; de ahí que él puede ser también objeto de chantaje.

Mas la fe es una nueva espontaneidad y un suave sentido. Al creer nos sentimos más en conformidad con nosotros mismos y cobramos nueva confianza en nosotros, porque se ha confiado en alguien más de lo que merecía y de lo que jamás pensó. El sentido de la pascua es liberar de la opresión de la culpa y de la rei­teración insistente del mal. La pascua inaugura la li­bertad, que borra fronteras y nos orienta hacia el juego de la nueva creación. Todo lo cual es posible y tiene sentido porque existe un infierno y una desesperanza que han sido superados de una vez para siempre por la muerte de Cristo y se han convertido en pasado para los libertos. La cruz de Cristo no pertenece al juego mismo, pero hace posible el nuevo juego de la liber­tad. El sufrió para que volvamos a poder reír. Murió para que podamos vivir en libertad. Entró en el in­fierno del abandono para que se nos abriera a noso­tros el cielo de la libertad. Se hizo esclavo de los es­clavizados, siervo de los siervos, para que éstos se conviertieran en señores libres de todas las cosas.

Resurrección y libertad pascual tienen a su espalda la cruz de Cristo y enfrente el fin corporal de la ley, del

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dominio y de la muerte en el mundo. La libertad pas­cual no se puede convertir, por tanto, en huida y olvido del mundo, sino que conduce a la aceptación crítica de la situación mundana con sus momentos inacepta­bles, y a su paciente transformación hasta convertir al mundo en la ciudad libre de los hombres. Por eso se unen vitalmente en los libertos a un mismo tiempo el reír de la pascua y el sufrimiento de la cruz. No so­lamente ríen con los que ríen y lloran con los que lloran, como propone Pablo en Rom 12, 15, sino que ríen con los que lloran y lloran con los que ríen, como recomien­dan las bienaventuranzas de Jesús. Su juego está crí­ticamente dirigido en todo momento contra los opreso­res; de aquí que provoque una y otra vez la opresión de aquéllos que, porque temen la libertad, prohiben la risa.

El final de la historia de Cristo está, pues, lleno de la alegría en la complacencia divina y del juego del hombre liberado. Sólo la historia, en sí misma, posee la seriedad de la muerte. Hugo Rahner prefería hablar del juego serio-alegre, según la idea del pensamiento griego sobre la virtud, mas con esta orientación hacia el justo medio no pasó el dintel de la historia de Cristo. La dialéctica de la resurrección y crucifixión de Cristo no se explica ni con la doctrina platónica sobre el justo medio entre seriedad y alegría, ni con la sabiduría del Eclesiastés, para el que sólo Dios es serio y todo lo de­más hay que tomarlo tranquila y jocosamente. En la cruz de Cristo Dios toma al hombre con la seriedad de la muerte, para desvelarle la alegre libertad de la pas­cua. Dios toma sobre sí el dolor de lo negativo y el des­amparo del juicio divino, para reconciliar los enemigos y para hacer a los ateos el regalo de su comunidad. Sin esta dura dialéctica teológica de muerte y vida, infierno y cielo, destrucción y reconciliación, las teorías

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antropológicas y religiosas del juego se quedan bor­deando el manierismo y el esnobismo. Por no tomar en serio la muerte, no puede tampoco la vida entrar en el juego de la libertad oportunamente.

«Todo es inútil», dice el nihilista y se desespera. «Todo es realmente en balde», dice el creyente y se ale­gra de la gracia, que se da de balde, y espera un nuevo mundo, en el que todo se da y se obtiene gratuitamente. «Todos los que estáis sedientos venid al agua; los que no tenéis dinero venid y comprad sin dinero y de balde vino y leche», prometían los profetas del antiguo y del nuevo testamento (Is 55, 1; Apoc 22, 17).

4. ¿CUÁL ES EL OBJETIVO FINAL DE LA HISTORIA?

Tal es la pregunta que hace el homo faber, en cuyo mundo laboral todo tiene que tener su finalidad y en el que lo que carece de ella carece también de sentido y es por tanto producto del mal. Su dios-ídolo, el deus faber, tiene que revelar los fines que le fija a su historia.

Mas, la pregunta por un fin en la historia ¿es real­mente la pregunta escatológica ? Pensar escatológica-mente significa pensar una cosa hasta el final. Ahora bien, ¿existe una tal finalidad en la historia al final de sus cosas, de sus hombres y de sus circunstancias? Si es que existe, al final de todas las cosas, un fin al-canzable, sería mejor que este fin no se cumpliera nunca, pues un fin cumplido despojaría a la vida de su finalidad. La búsqueda infinita de la verdad sería entonces mucho mejor que la posesión eterna de la misma. Escatología, en cuanto que es reflexión sobre lo último, será el astuto método de mantener el fin y de prorrogarlo una y otra vez, para que permanentemente se nos vaya mostrando como fin en lo provisional.

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¿No se estancaría la vida histórica si cumpliese al­guna vez su finalidad? Para una vida que consigue su pleno sentido mediante finalidades y objetivos, la vi­sión del cielo produce escalofrío, ya que no presenta más que un infinito aburrimiento sin finalidad.

La escatología cristiana no ha concebido jamás el fin de la historia como una jubilación o el día de la paga o como finalidad cumplida, sino absolutamente a modo de una cosa sin finalidad, como canto de alabanza in­finitamente gozoso, rueda de los redimidos en torno a la plenitud trinitaria de Dios y armonía total de alma y cuerpo. No espera un cielo metaterreno para almas des­poseídas de cuerpo, sino un nuevo cuerpo penetrado por el espíritu y libre de la represión de la ley y de la muerte. Nunca describe la alegría existencial de la nueva creación salvada y libre con los colores de una vida tarada por las penas, los trabajos y las culpas. Sus des­cripciones evocan, como tan bellamente ha dicho Ernst Bloch, lo que para todo el mundo ha sido la niñez: risa despreocupada, admiración extasiada de la riqueza y bondad de Dios y nueva inocencia. Pinta el final de la historia con categorías estéticas.

Esto no quiere decir que el hombre, al final de su di­fícil proceso evolutivo, se ha de convertir en un niño. El infantilismo no es la solución de sus problemas. Ló que quiere decir es que se ha de hacer como un niño. Tal es el futuro del homo faber. Sin duda que el fin de la historia serán un novum y en realidad totaliter aliter, si ha de surgir de la salvación de una vida que está siem­pre necesitada aquí de salvación. Para describir esto no basta la negación de lo que aquí, en la vida presente, se experimenta como negativo. Las analogías de este absoluto-distinto indescriptible han de ser tomadas de aquella vida del niño que precede al mundo del homo faber. Las imágenes de la novedad futura no proceden

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ber, la complacencia en el juego, que es el punto de conjunción del Dios libre y del hombre liberado. El hombre jugará allí con «el cielo y la tierra, el sol y todas las criaturas», dijo Lutero.

Todas las criaturas conocerán el placer, el amor y la alegría y reirán contigo y tú con ellos, incluso corporalmente19.

La reflexión cristiana sobre el final menciona, además del futuro, la eternidad. «Eternidad» se ha hecho pala­bra difícil de entender para los que viven un ritmo cada día más acelerado. «Eternidad» suena a intemporali-dad e incorporeidad. «Eternidad» procede, al parecer, de la cosmovisión griega donde los dioses viven en la eternidad y los hombres en el tiempo pasajero.

En un mundo no acabado y en el que aún existe la risa y el llanto, la eternidad se puede entender como un futuro que, sin dejar de ser futuro, es sin embargo pre­sente. En cuyo caso la eternidad es más bien un hoy que invariablemente es más que solamente un hoy 20. En este sentido la eternidad se experimenta en la alegría, ya que la más alta experiencia temporal de la alegría es su propia intensidad. Banalmente expresado equivale a decir que para el hombre feliz no pasa el tiempo ni las horas. El júbilo reflejado en los himnos habla de una alegría «sin tiempo». La «eternidad» es in-finita en esta experiencia, pues en la alegría no se sabe «encontrar el fin». El «tiempo» es, a su vez, experiencia de dolor, la experiencia eterna del tormento. El dolor dice: «¿no se acabará esto nunca?». El dolor se hace infinito. Existe una gran diferencia entre lo que se ha llamado «infinito»

19. WA 36, 600; 45, 356. 20. Cf. Fr. Rosenzweig, Der Stern der Erlosung. Heidelbergx

31954, 176 s. También en Tomás de Aquino la eternidad parece en el tiempo como futuro atrayente y deseado.

(un-endlich) y lo «indefinido» (end-los). La alegría lla­mada «celestial», índice de las «alegrías celestiales» tan difícilmente imaginables, tiene ya sabor de eternidad; en cambio, los tormentos del infierno no se pueden llamar «eternos», sino solamente infinitos. A juzgar por la experiencia, eternidad y tiempo no son dos catego­rías que dividan dos mundos, ya que en realidad están unidas con la alegría y el dolor. De esta forma tiene sen­tido esperar en la eternidad cuando decimos «tú me enseñarás el camino de la vida, la hartura de tus bienes junto a ti, las eternas delicias junto a tu diestra» (Sal 16, 11). Quien siente en el dolor la infinitud del tiempo puede amar la eternidad que presiente en la alegría infinita.

5. ¿Es Dios BELLO?

Sobre la «gloria de Dios» y «glorificación del hom­bre» no hablan demasiado los léxicos teológicos mo­dernos. El Lexicón für Theologie und Kirche, católico, remite al artículo «Ehre Gottes» (gloria de Dios), en el que se prueba con distinciones jurídicas que Dios no procura su honra con espíritu egoísta. El Religión in Geschichte und Gegenwart, protestante, en su artículo «Ehre» (gloria), trata exclusivamente de la honra del hombre. Y, no obstante, kabot y doxa son términos fun­damentales en el antiguo y nuevo testamento. El único teólogo en la tradición protestante continental que se ha atrevido a llamar «bello a Dios» es Karl Barth 21.

Dios nos ama como un Dios que es digno de amor. Esto es lo que expresamos cuando decimos que Dios es bello.

21. K. Barth, Kirchliche Dogmatik II, 1, 734, 739.

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Barth habla de la belleza de Dios para explicar la gloria de Dios:

No podemos desconocer que Dios es glorioso en el modo como irradia alegría y que es todo lo que es no sin la be­lleza, sino justamente en su belleza.

¿Qué es lo que contribuye a la comprensión de la gloria de Dios? Al dominio de Dios responde con toda claridad, en nuestra comprensión tradicional, la obe­diencia del hombre. Que Jesús es el Señor es verdad en la medida en que existen hombres dispuestos a obe­decerle. Mas esta manera de entender el dominio y la obediencia convierte el dominio divino en magnitud ética y es protagonizada únicamente en la seriedad de la existencia moral, ya por la obediencia ya por la pro­testa. ¿Responde, sin embargo, realmente este subrayar la nueva obediencia a la libertad para la que, según Pablo, Cristo ha librado a los que estaban esclavizados por la ley?

El concepto complementario de dominio de Dios estriba, según el uso bíblico, en la gloria de Dios. Es el despliegue fastuoso de Dios, de su belleza y de su amabilidad. A esto corresponde, por parte del hombre, la admiración, la veneración y la alabanza y junta­mente la libertad que se manifiesta en el agradecimiento, el placer y la complacencia en lo bello. Le corresponde el amor a Dios, que no sólo se exterioriza moralmente en el amor al prójimo, sino también estéticamente en el juego festivo ante Dios mismo. El acento unilateral del dominio de Dios en la iglesia occidental, y concreta­mente en el protestantismo, ha colocado la existencia cristiana bajo categorías jurídicas y moralistas. Cristo es descrito en esta teología como profeta, sacerdote y rey, dejando apenas espacio para la transfiguración

58

de Cristo, centro de atención en la iglesia oriental, ni para la doxología. Las categorías estéticas de la nueva libertad han cedido ante las categorías morales de la nueva ley y de la nueva obediencia. Si la fe libera de la ley, de la culpa y de las ataduras del vivir sin Dios, muchos dirán inmediatamente que no basta una tal libertad de, que es preciso fijar la libertad para.

Andan buscando nuevas leyes y objetivos del obrar, mientras que Pablo tenía dicho en la carta a los gála-tas (5, 1) que Cristo «nos ha rescatado para la libertad» y no para nuevas leyes. Tal rescate para la libertad no significa liberarse de una ley para someterse a otra; es liberarse de trabajar a la fuerza y de no tener más remedio que trabajar. Nos hacemos libres no solamente de la ley vieja y extraña, sino también, por así decirlo, de la ley de la propia libertad. Esta libertad ante la obli­gación de actuar se expresa insuperablemente en la festiva alegría de la libertad.

En las tradiciones del antiguo testamento las refe­rencias a la gloria de Dios en determinadas teofanías apuntan un doble sentido 22. Se experimenta tanto el temor de Yahvé como la gloria de Yahvé. El kabod de Yahvé tiene rasgos acentuadamente míticos. El salmo 97 dibuja la gloria de Dios con truenos, rayos y fuego devorador. En el profeta Ezequiel aparece la glo­ria en forma de tormenta, nubes, rayo y ruido de aguas. El documento sacerdotal, más elaborado, lo representa claramente como sustancia ígnea radiante, insoportable para el hombre. «El que ha visto a Dios debe morir» (Ex 33, 20). Moisés tiene que esconderse en la grieta de una roca porque le fue permitido contemplar la be­lleza de Yahvé que pasaba de largo y seguir viviendo (Ex 33). Después de sus encuentros con Dios en el

22. Cf. el artículo doxa en ThW II, 240 s.

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monte su rostro despide un resplandor deslumbrante, ante el que los israelitas se llenan de temor, hasta tener que cubrir su rostro. Si la «gloria de Dios» en el antiguo testamento se puede llamar bella, lo es sólo en el sentido de las elegías a Duino del religioso Rilke:

Lo bello no es otra cosa que el comienzo de lo terrible que podemos soportar y admirar, porque desdeña tranquilamente el destruirnos.

Las tradiciones israelitas no han cultivado especial­mente tales acontecimientos. Son, en efecto, irrepeti­bles. Las tradiciones de estos encuentros con Dios po­nen de manifiesto insistentemente la «palabra de Dios», pero no las circunstancias acompañantes visibles, en las que esto sucedió. Cuando, por el contrario, los pro­fetas anuncian el futuro dominio de Dios en términos de juicio y promesa, todos estos anuncios del Dios, que dividen en dos la historia y predicen el futuro, desem­bocan últimamente en la teofanía sensible de Dios, esto es, en la gloria de Dios que llena todos los pueblos.

Los anuncios históricos, declarando la voluntad de Dios en oráculos y mandatos, apuntan a la glorificación de Dios definitiva y universal, en la que él mismo estará presente con el ser de una nueva creación. La escucha de la palabra de Dios se ha de centrar, pues, en la contem­plación definitiva de su gloria futura. En esta perspec­tiva escatológica la esperanza de la visión de Dios tiene origen no solamente griego, sino también israelita. No lo enseñará el uno al otro, pues lo verán todos, como es, cara cara, se dice en Jer 31, 34.

En el nuevo testamento doxa significa también glo­ria divina, esplendor divino, poder divino y resplandor visible divino. Con la doxa se describe tanto la divini­dad del Padre como la de Cristo. Por la gloria del Padre,

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resucita Jesús de la muerte vergonzosa (Rom 6, 4). Hasta lo más íntimo de la doxa del Padre ha sido resu­citado y exaltado (1 Tim 3, 16). Dios le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria (1 Pe 1, 21). Si para el antiguo testamento la gloria de Dios es el conjunto que integra el futuro esperado de Dios (Is 40, 5), la resurrección de entre los muertos del Crucificado implica y significa la resurrección para el futuro de Dios.

Lógicamente han podido aplicarse a Cristo las mis­mas expresiones de gloria. Si ha resucitado para la glo­ria de Dios que ha de venir, esta gloria suya y de su des­tino se introduce, a su vez, en la miseria de este tiempo. Si ha resucitado para el futuro de Dios, este futuro pe­netra, a su vez, por él en el presente. De ahí que el lu­gar de «Dios de la gloria» (Hech 7, 2) pueda susti­tuirse por «señor de la gloria» (1 Cor 2, 8). El esplendor de la gloria divina se refleja en el rostro de Cristo e ilu­mina a su través los corazones de los hombres, a la ma­nera como el Creador hizo salir la luz de las tinieblas el primer día de la creación (2 Cor 4, 6).

Según los evangelios sinópticos en el nacimiento de Jesús y en su transfiguración, se hace visible el esplendor divino, mientras que rara vez utiliza el término doxa al hablar del Jesús terreno. Lo reservan para las apariciones del Resucitado. Juan ha sido el que por primera vez identificó totalmente el Cristo glorificado con el Jesús te­rreno, de forma que se pueda hablar también de la doxa del Jesús terreno. Es cierto que para Juan el conoci­miento de la gloria de Jesús es asunto de fe y no de vi­sión inmediata; pero precisamente esta fe contempla la gloria de Cristo, de modo paradójico, en su pasión y muerte. La crucifixión de Jesús es, no obstante lo que tiene de vergonzoso, su glorificación. Su abatimiento es su exaltación. Esto quiere decir que Dios se gloría en

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aquel que se hizo esclavo por todos, muestra su des­lumbrante resplandor en el que sufrió una muerte de abandono por todos los abandonados, muestra su ho­nor haciendo de la vergüenza de Jesús en la cruz su propia vergüenza. Esto cambia radicalmente nuestras ideas sobre la gloria de Dios. Los señores se cubren con el esplendor de la riqueza, los reyes con el honor de su autoridad, las naciones incluso buscan su gloire; pero Dios muestra su gloria en los débiles, su honra en el abatimiento y su esplendor en la cruz de Cristo.

La gloria de Dios no es el esplendor de un omnipo-der metaterreno, sino la belleza del amor que se ha va­ciado de sí mismo sin perderse y que puede perdonar sin perder nada de sí mismo. Ahora bien, si en el rostro del que ha sido crucificado por la ley y los poderes de este mundo resplandece la gloria de Dios, es que tal ley y tales poderes dejan de ser dominadores y no hay por qué temerlos ni por qué respetarlos más. El que ha sido abatido por ellos, es decir, el que ha muerto en la horca de los malhechores, se transforma en el Al­tísimo. La gloria del Dios crucificado conduce conse­cuentemente a la revolución de todos los valores y des­hace el poder de lo que se había divinizado a sí mismo.

La fe tiene que agradecer su libertad a este recono­cimiento del Dios crucificado. En Cristo crucificado re­conoce el derecho divino a la gracia de Dios que justi­fica lo carente de tal derecho. En él reconoce también el poder creativo de Dios, que hace amable lo odioso. Y reconoce, asimismo, la belleza de Dios que alegra a los tristes. Su esperanza se endereza, a consecuencia de esto, hacia la participación plena de la gloria de Dios. Así como es justificado de fe en fe (Rom 1, 17), así es también transformado de gloria en gloria (2 Cor 3, 18). Si, en virtud de la fe, puede levantar su cabeza del polvo porque se acerca la redención, también «con el rostro

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cubierto» es reflejo de la gloria de Dios, sin tener que ocultarlo por miedo o por vergüenza. Está, en efecto, lleno de la «esperanza de la gloria» (1 Cor 1, 27). Sobre esta base la tradición dogmática ha entendido la justi­ficación de los impíos como el principio de su glorifi­cación y la glorificación como la plenitud de su justi­ficación.

¿Qué se entiende por esta glorificación del hombre? La primera carta de Juan subraya que no ha apa­

recido aún lo que seremos, pero que cuando él, Dios mismo, aparezca, seremos iguales a él (3, 2). De la fi­liación divina de la fe resulta, pues, la igualdad con Dios. Con lo cual no se expresa apoteosis alguna del hombre, que se coloca en lugar de Dios, aunque cier­tamente exprese su transformación definitiva, mediante la visión cara a cara, en el Dios contemplado, hasta una semejanza total. El «eritis sicut Deus» de la ser­piente en el paraíso se cumple realmente merced a la esperanza de la fe cristiana, pero a partir de Dios. La restauración de la pura creaturidad del hombre se trasciende en una más estrecha comunidad con Dios, como se puede presentir aquí en la comunidad con Cristo. Que esto no ha de entenderse exclusivamente en sentido espiritual lo subraya Pablo cuando habla de la trans­formación de este «cuerpo de abatimiento» en el nuevo «cuerpo de gloria» (Flp 3, 21).

Si después de este breve excurso, al hilo del uso bí­blico del término «gloria», replanteamos la cuestión bajo el punto de vista de la relación entre ética y esté­tica, debemos señalar que en la experiencia de Dios y en la vida de fe ambas resultan inseparables. El poder de Dios se siente, al mismo tiempo, como gloria y su belleza como soberanía. Su gloria no se puede reducir a su dominio ni su dominio a su gloria. Lo uno inter­preta, más bien, lo otro y lo defiende de malentendidos.

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Lo bello es lo que contagia la alegría en Dios. Por esto se conjuntan admirablemente la nueva obediencia y la nueva canción en la correspondiente actitud y respuesta del hombre. Sin el libre juego de la fantasía y de la do-xología la nueva obediencia degenera en legalismo. La vida cristiana consiste entonces en evitar las cosas que no está permitido hacer. Sin la obediencia corporal, o sea, sin los cambios corporales, sociales y políticos, las dulces canciones y las fiestas de la libertad se con­vierten en frases hueras. «No se tiene derecho a cantar gregoriano, si no se grita en favor de los judíos», repro­chaba con razón Bonhoeffer durante las persecuciones judías del Reich de Hitler a una iglesia que interior­mente se había refugiado en la liturgia. A Bonhoeffer le gustaba mucho cantar gregoriano y quizá por eso gritaba tan irritado en favor de los judíos condenados al silencio, porque quería cantar con ellos alguna vez en libertad.

«El que ha visto a Dios debe morir». «Es terrible caer en manos del Dios vivo», se dice. Por tanto a Dios sólo se le puede «ver» muriendo con él y naciendo de nuevo de él. Si la comunidad de fe con Cristo consiste en ser bautizados con Cristo en su muerte, esto quiere decir que aquella muerte se repite. Si la comunidad de fe con Cristo significa vivir con Cristo, aquella contemplación se nos anticipa en el renacimiento a la esperanza. La glo­rificación del hombre comienza con la experiencia del amor de Dios que nos justifica. Por esto, el creyente contempla ya a Dios, aunque bajo el modo de la es­peranza y de la conversión. Participando del sufrimiento visible de Cristo en el mundo toma parte de la gloria invisible de Cristo. El que así muere y entrega su vida, ve a Dios. Es lo que justifica la inversión cristiana del verso de Rilke, aunque suene desatinadamente: «pues lo terrible no es otra cosa que el principio de lo bello».

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La contemplación de Dios en la imitación del Cru­cificado se hace viva por la permanente penitencia y el cambio constante de circunstancias. No es posible con­seguir esa contemplación si se prescinde de esto. La penitencia permanente es el morir diario del hombre viejo y la renovación del hombre interior, del hombre nuevo. Esto es doloroso, pero no es más que el reverso de la alegría de la esperanza. La transfiguración no es para presentarla sobre una montaña, aparte del mundo. Tampoco la transfiguración de Jesús aconteció en el camino de la cruz en Jerusalén. La transfiguración del rostro cubierto se pone de manifiesto en la transfor­mación que se opera con el dolor y con la lucha, por medio de la autotransformación y del cambio de las circunstancias, para que el hombre, junto a los demás hombres, se sitúe a la altura del futuro.

Si, por tanto, la praxis de la transfiguración y de la visión de Dios es penitencia y cambio en la imitación de Cristo, no por esto han de ser logros dolorosos que haya que imponerse. La penitencia es alegría como nos ha mostrado exegéticamente Julius Schniewind23. Lo que libera al hombre de su viejo ser, no son las exigen­cias de lo nuevo y del cambio sino que es la alegría de lo nuevo lo que lo hace libre y lo levanta sobre sí mismo. Si se entiende la penitencia como un retorno del alma a su pasado malo y deprimente, naturalmente que esto tiene que ver con nuestra confesión, contrición y «saco y cenizas»; pero si la penitencia es conversión al futuro, su concreción será alegría, nueva confianza en sí mismo y amor. También aquí puede uno entristecerse, pero cabe aceptar el pasado sin perder la propia conciencia, porque se puede ser otro y situarse por encima de uno mismo.

23. J. Schniewind, Die Freude der Busse (1940). Gottingen 1956.

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La ida de Enrique iv a Canosa no fue penitencia. La tradición penitencial de occidente acentuó demasiado el morir del hombre viejo y se hizo legalista. Y esto pasaba no sólo en la iglesia. A ella no le fue posible de­mostrar ni teórica ni prácticamente el evangelio de la alegría de Dios y de la liberación de los hombres. Pero si la penitencia, en cuanto conversión al futuro, es la alegría de la libertad, entonces ha de ser posible, par­tiendo de esta alegría, operar un cambio en la situación injusta y opresora de las circunstancias políticas y so­ciales. Debería tenerse en cuenta no sólo el imperativo moral, sino la posibilidad de sentir la alegría en él. El legalismo lo corrompe todo, hasta la revolución de la libertad.

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4. El juego humano de los libertos

¿Cómo se convierte el hombre en hombre? Esta es la pregunta de los hombres que han perdido su huma­nismo o que aún no lo han encontrado. Queremos ha­cer coincidir en un diálogo a dos hombres y dos caminos que históricamente no se conocieron: Martín Lutero y Karl Marx, cristianismo reformador y humanismo revolucionario.

El hombre se hace a sí mismo hombre. El hombre es lo que él hace de sí mismo, dice la doctrina aristo­télica de la virtud. El ejercicio hace al maestro. A fuerza de hacernos el justo repetidas veces nos convertimos en justos. Practicando el humanismo nos hacemos verda­deros hombres.

Según este concepto, en principio tan esclarecedor, lo humano y lo inhumano dependen del hombre. El es la permanente posibilidad de sí mismo. Se puede auto-rrealizar. Se puede incluso transformar. Con todo, si­gue siendo el sujeto de sus posibilidades, aunque des­graciadamente la realidad no sea así la mayoría de las veces.

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¿Es el hombre realmente libre frente a su realidad inhumana? ¿No realiza también la posibilidad de ser humano mediante su inhumanidad fáctica? ¿No defi­nen su realidad las posibilidades que le quedan? ¿No pierde su libertad cuando se deja arrastrar por la falta de libertad? ¿Cómo puede surgir de un no-hombre un hombre verdadero?

1. LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE

La fe divina del cristiano en el evangelio, que supera la ley, anula la simplicidad de la doctrina aristotélica sobre la virtud, aunque suene tan natural 1. Si el hombre es lo que él hace de sí mismo, su ser hombre está some­tido a su hacer. Su hacer está, a su vez, sometido a la ley. La ley, por su parte, exige de él la justicia y esta justicia es inasequible desde el momento en que se hace injusto. Por este procedimiento se convierte en esclavo de una ley que le ofrece el humanismo, pero no se le humaniza, que exige^de él la libertad, pero que no le hace libre. Si el hombre es lo que él hace de sí mismo, deja de ser libre frente a sus propias obras, puesto que depende de ellas y les está sometido. En el fondo lo ha­cen a él y no él a ellas.

Lutero llamó blasfemia el afirmar que «nuestras obras nos crean o que seamos criatura de nuestras obras... Si fuera así, seríamos nuestros propios dioses, creadores o realizadores» 2. El principio de la doctrina aristo­télica sobre la virtud se convierte en una blasfemia si se aplica a su relación con Dios, que es para el hombre

1. Me atengo en lo que sigue a la exégesis que hace de Lutero H. J. Iwands, Glaubensgerechtigkeit nach Luthers Lehre: ThEx heute (München) 75 (1941).

2. WA 39, I, 48.

la relación que funda la base de su existencia. Lutero rechazó, por tanto, la antropología del hombre que se realiza a sí mismo y le opuso la antropología cristiana en una fórmula breve: «el hombre se justifica por la fe» (hominem justificad fide)3. Esta fórmula quiere decir que ningún camino del hacer conduce de la realidad inhumana a la realidad humana del hombre, pues nin­gún camino conduce del hacer al ser. Lo que se es en el fondo precede a lo que se hace y en este hacer se ma­nifiesta. No es su propio hacer lo que fundamentalmente le transforma. El cambio fundamental acontece, ante todo, por lo que Dios obra creativamente en él. El acontecimiento de la justificación del pecador hace de una vida injusta una vida justa. La donación del amor es lo que primordialmente convierte a un ser falto de amor en un ser amado. Así como la creación no tiene precedentes, ni condiciones ni soportes —ex nihilo o de libértate Dei, según la expresión de la teología tra­dicional— así también la justificación del impío acon­tece por la vocación creadora de Dios a un nuevo ser. El hombre «nace de nuevo», dice el lenguaje bíblico. Renace por la palabra del amor. En consecuencia, la fe no es una virtud que se pueda aprender, sino que más bien se asemeja a un proceso genético. La confianza en Dios engendra la fe confiada del hombre. Tales ex­presiones muestran cómo el lenguaje abandona la es­fera de la productividad del hombre y toma sus analo­gías de la generatividad, de suerte que se distinga el hacer del ser.

Si el nuevo ser del hombre es «engendrado» por la palabra de Cristo, que nos llama, nos justifica y nos in-

3. Disputatio de homine, en WA 39, I, 175 s. Cf. E. Wolf, Menschwerdung des Menschen?: Peregrinatio II (1965) 119 s., especialmente 133 s.

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funde confianza, se descubre en ello una inversión de la relación entre hacer y ser. «No haciendo lo que es justo nos convertimos en justos, sino que por ser justos hacemos lo que es justo», dice Lutero contra Aristóteles. La persona es la que hace las obras y no las obras a la persona. La persona es creada por Dios, es concebida por el amor de Dios. De ahí que muera definitivamente el que había amado el mundo de la ley y de las obras, y también el mundo del pecado y de la muerte. Hasta el emperador pierde con la muerte su derecho. A un muerto no se le puede pedir ya nada. Pero vive en el nuevo mundo de Dios «donde no existe ley, ni pecado, ni conciencia, ni muerte, sino alegría plena, justicia, paz, vida, salvación y gloria» 4. Y obra desde este im­perio de la libertad, mientras exista en el mundo de la muerte.

Esto significa que la persona humana es liberada de la servidumbre de las obras (necessitas operum). El hombre no tiene por qué crearse a sí mismo. El nuevo ser recibido de Dios lo pone mucho mejor de manifiesto en las obras libres. Ha dejado de ser el Dios infeliz y orgulloso, creador de sí misino. Ha dejado de ser cria­tura de sus obras. Trasciende todas sus obras y se man­tiene libre frente a ellas. A semejanza de Dios, se oculta tras de sus obras. La exteriorización de su vida y su actividad no es la que cristaliza en «obras», hasta el punto de tener que suscribirlas siempre con un «esto lo he hecho yo», para erigirse con ellas un monumento. No tiene por qué identificarse con ellas hasta conver­tirlas en su ídolo. Queda descargado de erigir su pro­pio monumento.

4. WA 40, 1,45.

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2. OBRAS LIBRES

La experiencia de la justificación y de ser amado por Dios constituye no solamente esta libertad del hombre frente a sus obras, sino también las «obras libres». Si el hombre es aceptado y amado gratuitamente en la fe por Dios, sus obras serán como las de Adán en el paraíso. «Tales habrían sido las obras libres, las que se hacen no por otra cosa que por agradar a Dios y para conseguir piedad», escribe Lutero en el tratado sobre La libertad del cristiano 5.

Obras libres son, por tanto, las liberadas de finali­dad y de obligado cumplimiento. También ellas acon­tecen «gratuitamente», como la gracia misma, para com­placer a Dios y por amor al prójimo. Liberadas del egoís­mo y del buscarse a sí mismo, se realizan en el olvido de sí, de un modo espontáneo y como un juego. No es necesario forzarlas. Se entienden desde sí mismas.

La moral de la fe es el amor que se entiende desde sí mismo, que no precisa ser conquistado a la fuerza. Todo lo que desde siempre se ha descrito en lenguaje cristiano como santificación a modo de justificación, obediencia nueva según la fe, ley nueva, comportamiento cristiano o piedad, tiene que ser expresado con catego­rías absolutamente distintas de las de servidumbre bajo las leyes que dirigen e imponen la acción. La así llamada nueva obediencia es únicamente nueva, cuando deja de ser obediencia y se convierte en un hacer libre, pleno de fantasía y de amor. La así llamada nueva ley es solamente nueva, cuando deja de ser ley y se convierte en el juego del amor que obra rectamente cuando hace lo que quiere. La fe no es caer bajo el dominio de Cristo

5. De libértate christiana, capítulo 22.

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como antes lo estábamos bajo la ley, sino que nos in­troduce, como liberación, en la libre hermandad de Cristo.

Pablo estableció el desafortunado paralelismo en­tre la servidumbre del pecado y la servidumbre de la justicia y con ello pasó en Rom 6 de una obediencia a otra; pero únicamente «por la debilidad de vuestra carne», como dice en el versículo 19. Era, por tanto, plenamente consciente de lo inadecuado del paralelismo. La libertad rescatada por la fe no consiste en un simple cambio de dominio, en el que se sustituyen los señores, permaneciendo idéntica la forma de dominio en su estructura y la servidumbre en su mentalidad. Si esta libertad consiste en un «cambio gozoso» (Lutero), con­siste también correlativamente en un relevo de la dicta­dura de la ley por la democracia del espíritu. La cons­titución de la libertad no se asemeja a la constitución de la servidumbre absolutamente en nada. El vino nuevo se corrompe en los odres viejos. Si Cristo es invocado como Señor por los liberados, su señorío no sigue siendo para ellos lo que anteriormente era y lo que actualmente es de todas formas, pues este Señor es el crucificado que se ha hecho siervo por todos. Él lava a los suyos los pies cansados, pero en modo alguno sus cabezas en sentido moral o ideológicamente sus^cerebros. Como salvador, alcanza con su pasión el poder sobre los redimidos; como liberador, se convierte en el autor de su libertad y, de esta forma, se convierte en autoridad. Su obedien­cia no es obediencia ciega, sino agradecimiento libre y uso consciente de la libertad en el amor creativo. Tales son las obras libres.

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3. CIRCUNSTANCIAS LIBRES

«Podríamos ser buenos en lugar de tan rudos, pero las circunstancias no son así», se dice en La ópera de los tres centavos. La persona hace las obras; en eso con­siste su libertad. El símil bíblico lo expresa diciendo que el buen árbol produce buenos frutos. No hay que obligarlo. Lo hace de suyo, únicamente para brillar con su riqueza en la pura alegría de su existencia. Pero ¿dónde está este árbol ?

El árbol dañado en el patio nos está indicando lo malo del terreno; mas los transeúntes le echan en cara sus taras. Y con razón.

(Bert Brecht).

No tiene la culpa de los malos frutos sólo la raíz mala del árbol, sino quizá también el mal terreno. En un patio sin luz no puede florecer bien el árbol. Su mundo circundante no le da ninguna oportunidad, lo deforma. Pero si se planta en un parque, se desarrolla y muestra su plenitud. «La nobleza del nacimiento divino es el sello de los hijos de Dios, la gloria de las realizaciones es la señal de los siervos», dijo muy bellamente en cierta ocasión Hans Ioachim Iwand 8.

¿No fuerza, sin embargo, al hombre la sociedad mo­derna de realizaciones a esta servidumbre? Goethe se percató certero en el Wilhelm Meister del final de la noble sociedad representativa y del comienzo de la época burguesa. Por eso aconsejaba no preguntar a los ciuda­danos «quién eres tú», sino «qué tienes», «qué puedes» 7. Vio claramente el paso de la sociedad de estamentos a

6. H. J. Iwand, Glanbensgerechtigkeit nach ' Luthers Lehre, 49-7. J. Habermas, Offentlichkeit. Neuwied 1962, 23.

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la nivelada sociedad de producción, el paso de la aris­tocracia a la meritocracia. Es ésta una sociedad en la que las categorías del obrar y del tener desnaturalizan las categorías del ser, como afirmó el «rabbí rojo», Moses Hess.

El hombre es socialmente aquello que rinde —fuerza de trabajo— y lo que puede rendir para sí mismo, esto es, un consumidor. La identidad de su yo la obtiene de lo que él tiene y puede tener. La experiencia de su yo es la experiencia de sí mismo como cosa, del cuerpo que posee, del dinero, de la casa, de los hijos, de la po­sición social, del poder y de los problemas que le preo­cupan. En vez de decir «no puedo dormir» dice «no tengo los calmantes adecuados», en vez de «amo a mi mujer», dice «tengo un matrimonio feliz». Es decir, que ya no es un «yo» en su existencia, sino que todo lo sitúa a categorías de tener o no tener. Prescindiendo de lo que tiene o no tiene, este hombre no es nada, carece de importancia, no se le conoce.

El hombre es aquello que produce, lo que de sí mismo hace. Con este principio aristotélico criticó Karl Marx la sociedad capitalista de los que tienen y no tienen. Si el principio vale para la antropología, es que la socie­dad ha robado al obrero su humanidad por la explo­tación y la alienación. Produce, en efecto, la ganancia para otros. Produce su propia pobreza e inhumanidad. Con el mismo principio postulaba Marx lógicamente una sociedad humana que produjera al hombre en sen­tido pleno y profundo como término permanente de su propia efectividad e hiciera posible al hombre realizarse como hombre en su riqueza.

Si tradujéramos la crítica que hace Marx de la socie­dad capitalista del tener al lenguaje de Lutero, tendría­mos que decir que esta explotadora sociedad de pro­ducción es la justicia de las obras institucionalizada.

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La imposición objetiva de la idolatría de los propios logros no es otra cosa que una blasfemia organizada. Si la comparamos con ella, la sociedad eclesiástica me­dieval de la justificación por las obras es un juego de niños. ¿Cómo puede producir el árbol, deformado por este mundo que le rodea, buenos frutos ? ¿Cómo puede vivir el hombre humanamente bajo el yugo de una im­posición tan inhumana?

4. AUTOTRANSFORMACIÓN Y TRANSFORMACIÓN

DE LAS CIRCUNSTANCIAS

La simple liberación por la fe de la personalidad íntima del hombre, que queda suelta de la coacción exterior de las obras, conduciría en la sociedad de producción a una escapada romántica a la interioridad del corazón, a no ser que estuviera unida a la humanización de las estructuras y de los principios por los que se rige esta sociedad. La liberación de la persona por la fe tiene que ir codo a codo con las obras libres y liberadoras del amor, como dijo Lutero.

Si son las circunstancias las que deforman el árbol, deberían cambiarse las circunstancias, de tal forma que ofreciesen al árbol las posibilidades objetivas de desa­rrollarse libremente. Si las circunstancias sociales obli­gan al hombre a acciones inhumanas, tienen que ser transformadas hasta hacer posibles las acciones hu­manas.

Naturalmente es una ilusión pensar que, en este caso, una sociedad anteriormente justa justificaría a los hom­bres que vivieran en ella y que una sociedad, quizá en otro tiempo libre, haría libres a los hombres que la for­masen. Ya la afirmación de que las circunstancias no libres producen necesariamente hombres serviles es falsa.

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En la servidumbre han existido siempre y existen hoy hombres que han demostrado y siguen demostrando sor­prendentemente desasimiento y libertad. De otra forma no se hubiera llegado nunca a la superación de la tira­nía social y política. Y, por el contrario, tampoco que­dan garantizadas las libertades exteriores por la liber­tad interna del hombre. Existen bastantes hombres, ni libres ni justos, en circunstancias relativamente li­bres y justas, que no saben aprovechar las posibilidades que objetivamente se les ofrece. La sociedad carente de libertad no produce automáticamente hombres sin libertad, aunque puede someterlos de tal forma bajo la opresión que se les haga cada día más difícil la libertad. Una sociedad relativamente libre no produce automá­ticamente hombres libres, aunque sí favorece su li­bertad.

El que los hombres aprovechen las posibilidades po­sitivas de la humanidad no depende tanto de las cir­cunstancias cuanto de ellos mismos. Sin embargo, no se puede describir con absoluto paralelismo la presión de la falta de libertad y el favor de la libertad. Si la opre­sión de la tiranía se hace excesivamente grande, existen a menudo factores negativos que no dejan al hombre ser hombre, para oponérsele como fuerzas personales.

El favor de los factores positivos, con relación a la libertad, no actúa de la misma manera. Reconoce los fueros de la libertad, pero no excluye la falta de libertad. No impide el abuso de la libertad. Por esto se puede de­cir con Esquilo que «la mitad de la virtud la pierde el hombre en la servidumbre», pero no se puede concluir al revés: «la mitad de la virtud la gana el hombre ya por medio de la libertad». Las causas masivas de la infeli­cidad humana se pueden aminorar. La presión de la servidumbre se puede desmantelar. Pero a esto no está unida la garantía de felicidad y libertad. Lo que el hom-

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bre deduce de aquí estriba entonces, y primordialmente a decir verdad, en él mismo. La liberación interior y la liberación exterior están relacionadas mutuamente. No se puede deducir una de la otra. Por eso, coinciden en la praxis revolucionaria o liberadora la autotransfor-mación y la transformación de las circunstancias, como dijo con razón Marx contra Fuerbach y el materialismo en su famosa tesis 3 8. La autotransformación y la trans­formación de las personas, sin cambiar las circunstancias, es una ilusión idealista que tienen que olvidar también los teólogos. Cambiar las circunstancias sin la auto-transformación del hombre es, a su vez, una ilusión materialista que tienen que olvidar también poco a poco los marxistas.

El librar a la persona de la ley del rendimiento obli­gado y el desmantelamiento de las vigencias objetivas y de los principios construidos en esta sociedad son dialécticamente idénticos. El liberar a la persona, por la fe y la esperanza practicadas en el amor al prójimo, de la coacción de las obras, lejos de contradecirse, coinciden en la vida. Para expresarlo otra vez teológica­mente, la imitación del Crucificado libera al hombre de las leyes y de los poderes de este mundo y lo hace libre. El iconoclasmo, llevado a cabo por la libertad, contra dioses, tabúes e ídolos de esta sociedad cambia las circunstancias.

8. «La doctrina materialista sobre el cambio de circunstancias y la educación olvidan que las circunstancias deben ser cambiadas por los hombres y el educador mismo debe ser educado; de ahí que tenga que explorar la sociedad en dos partes, de las cuales una está por encima de él. La coincidencia del cambio de circunstancias y de la actividad humana o autocambio sólo se pueden comprender y entender racionalmente como praxis revolucionaria»: Frühsch-riften, ed. Landshut. Stuttgart 1953, 339 s.

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5. ¿PUEDE CONVERTIRSE EL TRABAJO EN JUEGO CREADOR?

También en la visión marxista de una sociedad ab­solutamente humana, es decir, de la sociedad comunista, cesa el trabajo y es reemplazado por la autoactividad. El hombre humanizado no trabajará más, sino que ac­tivará su vida pluriforme y profunda. La explotación será superada por la socialización de los medios de pro­ducción. Cesarán la distribución del trabajo y la aplica­ción de cada hombre a determinadas y delimitadas pro­fesiones para ser reemplazadas por actividades múltiples, que se asemejan a la creación artística. También el fu­turo de la revolución marxista es la vita aesthetica. Si es que alguna vez pintó Marx —y es curiosamente no­table las pocas veces que lo hizo— el reino de la libertad, lo hizo siempre utilizando las categorías estéticas del juego, del artista y de las actividades figurativas de los hombres libres en sus ratos de ocio. Tomando como punto de partida el escapismo de Schiller hacia el reino de los sueños, en el que únicamente florece la libertad, Marx formuló su visión futura del hombre total y de la libre asociación de los hombres libres.

Para el marxista checo Vitezlav Gardavsky el amor se convierte en la palabra clave «que hace del trabajo una creación y de la creación la autorrealización del hombre». En el juego seriamente creador y libre del poder encuentra Gardavsky la más profunda realización de lo humano y también un punto de coincidencia en­tre cristianismo y marxismo 9. El marxista francés Roger Garaudy declara con una referencia muy al caso:

Esta creación tendrá las características de una creación estética... ¿Por qué tiene que obrar siempre el hombre

9 V. Gardavsky, Hoffnung aus der Skepsis. München 1970, 52 s.

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aguijoneado por la necesidad y la angustia, cuando los cris­tianos mismos se han imaginado un Dios, cuya creación no es una emanación necesaria sino un regalo inmerecido del amor?10.

Por lo demás, el viejo Marx se hizo un poco más precavido. «El trabajo no se puede convertir en juego como quiere Fourier», dice en El Capital. Pero los es­pacios para el juego de la libertad no se pueden am­pliar sobre la base de la automatización del trabajo en el reino de la necesidad. La humanización del hom­bre, en última instancia, no ha de llevarse ya a cabo en el trabajo, sino en la libertad.

Pero esto sigue siendo un reino de obligaciones. Cabal­mente al otro lado del mismo es donde comienza el des­arrollo humano de fuerzas que constituyen el fin de sí mis­mas, el verdadero imperio de la libertad11.

Entretanto se ha hecho mayor la resignación en este punto, pues la historia de la industrialización —incluso de la industrialización socialista— demuestra que de ningún modo más tiempo libre aporta automáticamente al hombre más libertad y más ocasiones de autorreali­zación. De aquí que Herbert Marcuse y otros neo-marxistas hayan tomado nuevamente las ideas de Fourier, afirmando contra Marx:

Yo creo que una de las nuevas posibilidades que lleva im­plícita la diferencia cualitativa entre sociedad libre y no libre consiste exactamente en encontrar el reino de la li­bertad en el reino de la necesidad, en el trabajo y no más allá del trabajo12.

10. R. Garaudy, Der Dialog. Rororo aktuell 944, 1966, 86. 11. Das Kapital III. Berlín 1959, 873, s. 12. H. Marcuse, Versuch über die Befreiung. Suhrkamp 329,

1969, 40 s. Das Ende der Utopie. Berlin 1967, 12 s.

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Si continúa la separación entre el imperio de la ne­cesidad y el imperio de la libertad, como creía el viejo Marx que era necesario afirmar, entonces tendrían que llevar los hombres en ambos reinos una vida radical­mente distinta. Pero esto contradiría la visión del «hombre integral».

El desarrollo moderno de las fuerzas productivas en las sociedades superindustriales ofrece, sin embargo, según Marcuse, la posibilidad de realizar la libertad aun dentro del reino de la necesidad, de transformar hasta la misma jornada laboral, de modo que queden suprimidas sus formas enervantes y entontecedoras, y el proceso de producción se convierta en un proceso de creación. Marcuse llama a este camino de Marx a Fou-rier el camino del realismo al surrealismo.

Todo esto constituye un esfuerzo por fraguar una utopía con categorías estético-eróticas. La creciente auto­matización de los procesos de trabajo exige del traba­jador, cada vez más, autonomía, imaginación produc­tiva y alegría en el experimento. Lo constituye en «vi­gilante y regulador» del trabajo más que en su siervo. Lo hace sujeto de libertad dentro todavía del reino de la necesidad.

De cualquier manera que esto se piense, la elimina­ción de la oposición entre necesidad y libertad, en aquel progreso cuantitativo del viejo Marx —«menos trabajo: más libertad»— oculta en el fondo «el escándalo de la diferencia cualitativa» entre una sociedad libre y otra no libre, como dice Marcuse de nuevo haciendo una interesante referencia a lo cristiano 13. ¿En qué radica este escándalo del que el mismo Marx terminó por apartarse ?

13. Das Ende der Utopie, 20.

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Marx permaneció, antropológicamente hablando, en el terreno de la doctrina aristotélica sobre la virtud, se­gún la cual el hombre es lo que hace de sí mismo, un creador de sí mismo, causa sui. De aquí que sólo pueda construir el reino humano de la libertad dentro del reino de la necesidad. El hombre es esencialmente un productor. Si esto es verdad, lo que importa es que produzca las circunstancias humanas para ser hombre. No obstante, con estas ideas Marx permanece dentro del ámbito de la sociedad capitalista productora y se mantiene en su primer principio. No rompe ideológica­mente con la «coacción de las obras» (necessitas operum), sino que quiere trastornar la función de esta coacción, para que el trabajo, sometido a la imposición extraña de finalidades, se convierta en una actividad con fin en sí misma. Que de la programación desde fuera se haga una autoprogramación.

Mas, si se pasa de la heteronomía a la autonomía, en consonancia con la ilustración burguesa, hay que tener mucho cuidado de que no permanezca el mismo nomos. El que se esté bajo una ley extraña o que esta ley se haga propia, de modo que a uno le parezca su propia ley, no supone en sus consecuencias gran diferencia. La pieza perseguida es siempre la misma, ya sea cazada por otro o comience a cazarse a sí misma. La misma autonomía puede ser legal. La misma autodetermina­ción puede convertirse en obligación de rendimiento. ¿Se puede expresar con esta legalidad el escándalo de la diferencia cualitativa entre libertad y falta de liber­tad? Si el paso del trabajo a la creación se concibe así, el juego creador sigue siendo un rendimiento inaudito que impulsa a los hombres a sacar a una luz lo humano que yace todavía en la oscuridad.

La alternativa protestante entre la justicia por las obras y la justicia por la fe era mucho más radical.

Ó

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Conocía aquel escándalo de la «diferencia cualitativa» entre las obras de la ley, que llevaron a Cristo a la cruz, y aquella justicia del Crucificado que hace justos por la fe «sin las obras de la ley». Si aplicamos esta idea refor­mista del hombre que es justificado por la fe, a la moderna sociedad de producción, esto significa que el hombre no solamente es liberado de la programación extraña y de la explotación, sino, más profundamente aún, que es liberado de la sugestión de que es aquello que produce.

Se libera entonces no solamnte de las adversas cir­cunstancias de producción, para conseguir otras mejo­res. No tiene por qué avergonzarse más de sí mismo y, consiguientemente, no precisa de justificarse ante sí mismo. Encuentra lo humano en el hecho de ser acep­tado y amado tal cual es. Lo libera de leyes extrañas y de sí mismo en cuanto que no tiene que «tomar la vida más en aquel doble sentido», sino que la puede vi­vir y dar libremente.

6. LA RELIGIÓN DE LA LIBERTAD

¿Puede ayudar la «religión» al hombre en orden a conseguir esta libertad de sí mismo ? En las ideas y sen­timientos religiosos, Feurbach vio a tenor de su lógica de productores justamente capitalista, únicamente pro­ductos del corazón humano. Marx consideró a la reli­gión como «un suspiro de la criatura oprimida», fun­dada únicamente en la necesidad y alienación real. La revolución estaba obligada a cargar con la herencia religiosa y a eliminar los deseos imaginarios religiosos superándolos en las necesidades reales y en los deseos concretos. Pero Huizinga, el historiador de la religión y de la cultura, y G. van der Leeuw han demostrado que la religión no procede de la necesidad, sino que más

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bien está fundada en el juego, en la representación y en la fantasía.

En las fiestas con los dioses los hombres no sola­mente conjuraban mágicamente a los dioses para que les socorriesen en la necesidad, sino que se representa­ban a sí mismos y a sus vidas ante lo absolutamente-distinto, correspondiéndole de nuevo como en el origen del tiempo. El hombre arcaico jugaba en lo religioso con sus cultos y sus fiestas. Se presenta en alianza con los dioses. Entendió la historia como la fiesta de los dioses. El hombre arcaico que, evidentemente, padecía una necesidad material más aguda que el hombre mo­derno.

Si esto es así, la religión pertenece —con palabras de Marx— no tanto al imperio de la necesidad, como suspiro de la criatura oprimida, cuanto al imperio de la libertad, es decir, la religión es juego del recuerdo, ex­presión de la alegría y fantasía de la esperanza ante Dios de aquella comunidad originaria y definitiva.

Mitos e imágenes religiosos son algo más que tran­quilizantes ideológicos de circunstancias insoportables o compensaciones de una miseria opresora; son sueños diurnos de comunidades humanas en las cuales el ab-soluto-distinto se hace presente siempre, en corres­pondencia inadecuada, anticipándonos ya la transfor­mación del más acá. En ellos se celebra ya aquel juego creador por el que suspira el hombre fatigado y trabajador cuando suspira por la libertad. Tenía razón «el comunista religioso» Wilhelm Weitling contra Marx, cuando el año 1843 escribió en el Evangelium der armen Sünders («Evangelio del pobre pecador»):

La religión no debe ser destruida, sino más bien utilizada para liberar a la humanidad. El cristianismo es la religión de la libertad14.

14. Das Evangelium des armen Sünders. Bern 1845, 17.

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5. La iglesia liberadora campo experimental del reino de Dios

¿Para qué existe la iglesia?, preguntan sorprendidos hoy muchos. Para unos es ésta una pregunta en trance de desaparecer. Han crecido en el cristianismo. Dejaron resbalar sobre sí sin gustarlas la enseñanza de la re­ligión y la preparación a la comunión. Se bautizaron y se casaron por la iglesia. Cumplen regularmente sus deberes religiosos, pero rara vez toman parte en la «vida de la comunidad», como suele decirse en los círculos intraeclesiásticos. Sólo en parte se identifican con la iglesia, en cuanto que les ayuda a cuidar de los niños, de los viejos y de los enfermos. Sólo a temporadas se identifican con la iglesia, cuando, por ejemplo, les gusta la liturgia de navidad o de semana santa.

Como en todas las grandes organizaciones, se ex­pande también en la iglesia universal, en las diocesanas y en las locales, la apatía de sus miembros. Se manifiesta en esa identificación sólo parcial o en el no sentirse en absoluto identificados. Muchas de las funciones que la iglesia ha venido ejerciendo hasta ahora en la vida de los hombres pueden realizarlas ellos mismos o pueden

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ser desempeñadas por otras instituciones culturales o sociales. Si para un hombre la iglesia queda privada de su función, se hace cuestionable su natural presencia en su habitat y en su distribución del tiempo. ¿Para qué existe la iglesia? ¿Ha de apoyar a una iglesia que nada le dice y que tan pocas cosas le puede dar?

Para otros es ésta una cuestión angustiosa. Están identificados plenamente con la iglesia y vienen a des­embocar en una crisis interior de identidad a la vista de su creciente insignificancia. Los que experimentan esta crisis interior suelen emprender dos caminos. Unos preferirían una iglesia más moderna, más adaptada, más actual y más importante y, en nuestro caso, puesto que la política decide el destino de los hombres, exigen un compromiso político radical de la iglesia en las cues­tiones que son tan vitales al pueblo y a la humanidad tan dividida hoy. Quisieran ver a la iglesia en la vanguar­dia política, en el camino hacia la justicia y la libertad, en el mundo de intereses conflictivos y de luchas por el poder. Su iglesia ideal es la que se convierte en defensora moral de un mundo mejor.

Los otros afirman, sin embargo, que una iglesia so­cial y políticamente actual y poderosa pierde su mis-midad interior, su proprium cristiano. No reconocen la iglesia de Cristo y la iglesia de sus padres en una igle­sia que sea, por ejemplo, una institución moderna so-cial-terapéutica. Se dan cuenta también de que el nú­mero de los que se sienten cristianos de iglesia se hace cada vez más pequeño. De esto no culpan ni a la iglesia ni se culpan a sí mismos, sino al espíritu moderno del tiempo. Presas del pánico proclaman al pequeño rebaño de los últimos fieles la decadencia escatológica de la humanidad ante Dios. Buscan refugio en los círculos que piensan igual y en ellos se apoyan mutuamente. Ha­cen de la necesidad virtud y convierten a la iglesia en

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una secta. Frente a la activa adaptación al mundo no es esto, sin embargo, algo distinto a una adaptación pasiva. Ante la creciente «invasión de la increencia», de la que se quejan, su propia fe se torna tímida. No tienen confianza en lo que creen. Luchan por el papa y la iglesia o por la Biblia y el credo. No quieren «ex­perimentos» ni nuevos ensayos ni diálogo con los no cristianos. Más que nada combaten a los que, proce­diendo de igual crisis de identidad, obran de distinta manera y contribuyen así al desgarramiento de la igle­sia. Crece la mentalidad de gueto.

1. «NECESIDAD DE LA RELIGIÓN»

Entre la autocerrazón ortodoxa y la propia tarea asimiladora se destruye la autoconciencia de la iglesia. La pregunta de para qué existe la iglesia encuentra mul­titud de respuestas a partir de multitud de necesidades diversas, pero ni una sola es clara y concluyente. Anti­guamente se consideraba a la iglesia como la corona de la sociedad. El estado y los demás organismos existían en razón de la iglesia, así como la iglesia misma existía en la tierra en razón de Dios y del culto. Después los estados y los organismos se desviaron de su finalidad religiosa de dar culto a Dios y, bajo la iniciativa de Maquiavelo, tomaron a su servicio la religión y las igle­sias. «Los jefes de un estado libre y de un reino tienen que mantener los importantes pilares de la religión». Así les resulta más fácil «conservar su estado religiosa­mente y, por ende, mantener en su reino el bien y la uni­dad», pues «la religión contribuye en gran manera a fomentar la obediencia en el ejército, la unidad en el pueblo y a hacer que los hombres estén a gusto», acon-

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seja Maquiavelo en su famoso tratado, y muy leído por príncipes y políticos, Sobre el estado 1.

Según Rousseau, cada estado necesita una «religión burguesa» como vínculo ideal y simbólico de la comu­nidad de sus ciudadanos. La religión no se interpreta ya a partir de su propia finalidad, sino que es juzgada y valorada únicamente según su utilidad para otros fines. La religión es inútil para mantener el respeto a la autoridad de los príncipes, jueces, maestros y padres. La religión es útil para proponer puntos de vista supe­riores, de carácter comunitario, en los conflictos de gru­pos y partidos. La religión es necesaria para apoyar el derecho y el orden, las costumbres y la moral. «De­jadle al pueblo la religión». La religión, por tanto, cesa de tener su propio fin en sí misma y se convierte en un medio para otros fines, fines impuestos por la moral y la política.

Si religión, iglesia y fe se sitúan bajo el punto de vista de la finalidad y de la utilidad de la sociedad, desapa­recen automáticamente una vez que estos fines se pueden conseguir por otros medios. Muerto el perro se acabó la rabia, es lo que se suele decir. No es precisa la fe en Dios para esclarecer los enigmas de la naturaleza o las complicaciones de la historia. Naturaleza e historia se pueden explicar etsi Deus non daretur, aunque no exis­tiese Dios. No es precisa la fe en Dios para llevar una vida honrada. Moral y responsabilidad ética son re­sultantes de las funciones desempeñadas por el grupo. No es necesaria la iglesia para establecer la autoridad en los distintos sectores de la vida. O se democratizan

1. Cf. para la historia del origen de la «religión política»: J. Moltmann, Theologische Kritik der politischen Religión, en J. Moltmann - J. B. Metz - W. Oelmüller, Kirche im Prozess der Aufklárung. München-Mainz 1970, 20 s. (traducción castellana en preparación: Ediciones Sigúeme, Salamanca).

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las responsabilidades o se establecen las autoridades sin religión.

La sociedad burguesa se emancipa de la tutela de la iglesia y los hombres que viven en ella exigen su ma­yoría de edad en el uso de su razón y de su voluntad. En los movimientos de emancipación de esta sociedad y en la exigencia de autonomía de los que la componen se hace cada vez más difícil responder a las preguntas: ¿para qué se necesita la iglesia? ¿para qué es útil la fe? De aquí que unos lamenten esta historia liberadora como apostasía de Dios y otros busquen afanosamente nece­sidades insolubles y problemas humanos, en los que puedan poner de manifiesto que la iglesia y la fe son to­davía necesarias.

2. LA RELIGIÓN TIENE SENTIDO EN SÍ MISMA

La crisis de identidad en el cristinaismo no es de hoy. Se viene discutiendo desde los comienzos de la Ilustra­ción europea. No hacemos más que actualizar ideas de aquella discusión que plantea Schleiermacher en sus Discursos sobre la religión a los intelectuales que la desprecian, escrito en 17992. Schleiermacher parte de que se ha abusado de la religión como medio para otras fi­nalidades y que esto constituye una religión falsa. Con ello se pretendía hacer asequible la religión a los inte­lectuales de su tiempo.

No temáis de que, a la postre, venga a dar en ese lugar co­mún de presentaros lo necesaria que es la religión para mantener el derecho y el orden en el mundo y para venir en ayuda de la miopía de la visión humana y de los estre-

2. Citado según la edición de la Philosophische Bibliothek de Félix Meiner. Leipzig s.a., 23.

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chos límites del poder humano, con el recuerdo de un ojo que todo lo ve y el de un poder infinito; o para mostraros cómo la religión es una compañera fiel y un saludable apoyo de la moralidad. ¡Bonita alabanza para la que es celestial, si sólo tiene que preocuparse de los avatares terrenos de los hombres! Para esto no merece la pena bajar del cielo.

Si la religión no es fin en sí misma y no tiene de suyo valor y objetivo, entonces es que carece en abso­luto de ellos. A la pregunta por su utilidad social y por su utilidad moral la religión no tiene nada que respon­der. Su dignidad consiste precisamente en que se des­preocupa de tales preguntas egoístas y ambiciosas. Sólo así se la puede entender y participar en ella. Los que la quieren defender mostrando su necesidad externa y su utilidad son en el fondo sus peores enemigos. Por eso opinaba Schleiermacher:

Lo que es amado y apreciado por sus ventajas externas puede que sea necesario para algo, pero no es necesario en sí mismo. Queda reducido a un deseo piadoso que no se realiza. Ningún hombre razonable le da más importancia que la que corresponde al valor de aquella otra cosa. Y para la religión este valor sería excesivamente pequeño. Yo, al menos, difícilmente ofrecería este precio, pues he de confesar que, a mi juicio, no hay que darle tanta impor­tancia a las acciones injustas que evita o a las buenas que hace 3.

La religión no interviene en el ámbito de los pro­cesos de explotación de la sociedad moderna. Si se la incorpora, acabará por disolverse y aniquilarse. Si,1, como frecuentemente se ha dicho, el mundo moderno del estado, de la economía, de la escuela y de la moral se ha liberado del influjo de la religión, de Dios, de la fe y de la iglesia, y empieza a funcionar por sí mismo,

3. Ibid.

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esto significa ciertamente, en su aspecto negativo, el término de la posición dominante de la religión, pero positivamente significa que religión, Dios, fe e iglesia se han liberado al fin de sus funciones auxiliadoras y que vuelven a encontrarse a sí mismas. No hay por qué asustarse de que desaparezcan las antiguas necesidades de la religión. Mejor sería reflexionar sobre las necesi­dades positivas que surgen de la nueva situación y que estriban cabalmente en la inversión agustiniana de la relación religión-vida.

3. LA INVERSIÓN AGUSTINIANA

Después de haber hecho uso de «Dios» durante tanto tiempo para gozar del mundo o al menos para seguir viviendo en él con honradez, no es preciso que ahora desaparezca Dios de ese mundo donde deja de ser utilizado en tal sentido. Una nueva reflexión de la fe puede producir la inversión de aquello que se goza y de aquello que se utiliza. Se utiliza entonces el mundo para gozar de Dios. Que desaparezca, lento pero seguro, de la vida de muchos y de la sociedad el Dios auxilia­dor, pero después de la muerte de este Dios se podrá hablar todavía de cómo unos aún podemos alegrarnos en el Dios libre y de cómo podemos gozarle 4.

Ya no necesitamos más a Dios como auxiliador, tapagujeros o solventador de problemas. Somos al fin libres, según Agustín, para la fruitio Dei et se invicem in Deo, para el disfrute de Dios y para el disfrute mutuo en Dios. En lugar del uso y del abuso se sustituye por

4. W. Hamilton, citado según S. Daecke, Der Mythos vom Tode Gottes. Stundenbücher 87, Hamburg 1969, 48 s. Cf. J. Molt-mann, Zukunft ais neues Paradigma der Tranzendenz: Internatio­nale Dialog Zeitschrift 2 (1969) 1, 6 s.

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el disfrute desinteresado de Dios. Si la teología deja de ser necesaria para una praxis filantrópica no tiene por qué desaparecer; puede ser cultivada, en definitiva, en orden a Dios y arrancando de la alegría infinita en Dios como corresponde a su propia naturaleza. Si la iglesia es liberada de las funciones sociales ejercidas hasta ahora, se hace naturalmente superflua en este ámbito. Pero resulta que, en el mundo del eterno retor­no de los mismos fines y procesos de aprovechamiento, lo único realmente atractivo es lo superfino.

En una sociedad industrial, superindustrial y, final­mente, con Herrmann Kahn, postindustrial, la econo­mía y la industria son cada vez menos interesantes. ¿Quién es capaz de mostrar un interés apasionado por procesos que se pueden automatizar y dirigir ciberné­ticamente? Al crecer la industrialización el hombre se liberará de trabajos mecánicos o impropios de él. Si crece el número de hombres que trabajan y se acorta la jor­nada laboral, será un problema quién va a ser el que podrá aún trabajar. No podrá mantenerse por más tiempo la tesis fundamental sobre la que hasta ahora se han construido la imagen del hombre y los sistemas de educación y de moral, y que afirmaban que el hombre se convierte en justo y respetable a través del trabajo.

El hombre estará más libre de trabajos que en épocas pasadas. Mas, ¿para qué se queda libre y cómo experi­mentará su libertad?¿La experimentará como miedo ante su propia superfluidad? ¿Pasarán sus labores sin dejar huella, sin dejar en la vida alguna señal personal? ¿Aca­bará vacía la vida en la que el trabajo ha dejado de tener importancia? ¿Entenderá el hombre el hecho de haber dejado de ser necesario como expresión de su propia insignificancia? ¿No será una amenaza la falta exterior de finalidad de su vida como lo es el sinsentido interior de la misma, o se valdrá de su automatizado mundo

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de trabajo para gozarse en la belleza de Dios y en el valor de su propia existencia?

Quien ha sido educado según el principio de que sólo el trabajo hace dulce la vida, ésta le resultará sin duda amarga. Quien identificó su propia valía con su utilidad social, encontrará su vida sin valor cuando ya no lo necesiten. Quien ha puesto el sentido de su vida en fi­nalidades, la carencia de fines le resultará un sinsentido.

Schleiermacher presentó la religión como plena de sentido en sí misma, pero exteriormente innecesaria y supo conjugar el autovalor de la religión con la crítica social del trabajo esclavizante.

Ahora suspiran millones de hombres de ambos sexos y de todas las condiciones bajo la presión de trabajos mecánicos e impropios... No hay mayor impedimento para la religión que el que nosotros tengamos que ser nuestros propios esclavos, pues esclavo es aquel que hace algo realizable por fuerzas muertas. Esperamos de la madurez de las cien­cias y de las artes que hagan útiles para nosotros estas fuer­zas muertas que transformarán el mundo corporal y lo manejable del espiritual en un castillo de hadas... Cada hombre empezará a ser un ciudadano libre, la vida será activa y contemplativa al mismo tiempo, el látigo del ca­pataz no se alzará contra nadie, todos tendrán paz y tran­quilidad para contemplar el mundo en sí mismo 5.

Hasta que llegue esa inversión agustiniana del uti­lizar a Dios en gozar de Dios queda mucho por andar y es dudoso que alguna vez las ciencias y las técnicas transformen el mundo en un «castillo de hadas», si se tiene en cuenta la destrucción técnica de la naturaleza. En el fondo son innecesarias las especulaciones sobre libertad y religión para pensar esta inversión, pues cua­lesquiera que sean las circunstancias exteriores, la in-

5. L. c, 144.

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versión radica en el núcleo de la fe cristiana. Si la fe cristiana es fundamentalmente liberación de las obras de la ley en favor de la libertad de los hijos de Dios, entonces es la fe misma la que debe presionar continua­mente para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad. Debe superar, en la fruición del Dios libre y de su propia libertad, la pregunta legalista y totalmente capitalista de para qué necesitamos de Dios y para qué sirve la fe.

No se cree libremente porque esto nos pueda servir psicológicamente. No se reza libremente, si a esto em­puja la necesidad. No se va a la iglesia, porque esto sirva para algo. No se estudia correctamente teología para poder después emplearla de un modo útil. Se cree en la medida en que lo que se nos ofrece es creíble. Se ora porque es un derecho primordial de los libres ha­blar con Dios. Se va a la iglesia porque nos complace su liturgia gozosa. En realidad se estudia teología por la curiosidad y el placer de la cosa misma.

4. EXPERIMENTOS CON EL REINO DE LA LIBERTAD

La iglesia se localiza cada día más, por un necesario apoyo del estado y de demás estamentos, en el ámbito de la prestación de servicios en la sociedad. En una so­ciedad dividida en funciones nunca o rara vez se conside­ra a la iglesia desde fuera, bajo el punto de vista político de «trono y altar», pero sí es bien vista como servidora en determinados sectores; dicho sociológicamente, la iglesia es bien vista en el campo de la prestación de ser­vicios.

Se exige su asistencia y su cuidado en la educación de los niños, en la visita a los enfermos, los viejos y los presos, y para la moral personal. Sus servicios son so-

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licitados en los momentos críticos individuales o en los momentos cumbre de la vida como el nacimiento, la madurez, bodas, enfermedad, conflictos matrimoniales y muerte. Se trata, por lo general, en estos sectores de ayudas en la vida que afectan a espacios relativamente libres de dominio y a tiempos bastante libres de trabajo. En la sociedad actual y, quizá también en la mejor de todas las posibles, se encuentran necesidades que se pueden llamar religiosas.

La crítica que hoy se hace a la iglesia se dirige de una manera especial contra el llamado «intervencionismo» en política, en los negocios y en la escuela, cuando esta intervención no es grata. Ahora bien, la ampliación de las necesidades religiosas en la vida privada hacen de la iglesia y de sus servidores algo tan necesario como lo era anteriormente en el sector del orden público. Es ne­cesario ver también críticamente que la sociedad moderna en trance de emancipación hace posible la libertad sólo para los trabajadores y los arrivistas, los sanos y los ca­paces de disfrute 6. Con sus ideales humanísticos de ma­yoría de edad y autonomía tiende paradójicamente a canvertirse en una sociedad segregacionista. Los niños van a los jardines de infancia, los viejos a las residen­cias de ancianos, los enfermos a los hospitales, los in­curables a los sanatorios, los delincuentes a las cárceles y centros de habilitación. El resto se queda solo.

Por razón de la mayor longevidad viven hoy día más generaciones al mismo tiempo y conjuntamente que en sociedades anteriores, en las que una generación se contaba ya con 30 años. Hoy son 60 ó 70. Cuanto más tiempo tienen que vivir juntas las generaciones, más celosas están de su separación y tanto más despla-

6. J. B. Metz, Gefáhrliche und befreinde Erinnerung. Zur Prásenz der Kirche in der Gesellschaff. Publik 41 (1970) 23.

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zan abiertamente los jóvenes y aprovechados a los demás de los centros vitales. ¿Quién representa la libertad re­primida de los oprimidos: la libertad de hacerse viejo, la libertad de ser niño, la libertad de estar enfermo, la libertad de recibir amor y pertenecer a la comunidad, la libertad de los viejos y de los niños, de los que sufren y soportan culpas? Aquel «mundo OK.», en el que no cabe nada más que desear, es una alucinación provocada por razones muy claras.

Quedan, pues, aún en la llamada sociedad emanci­pada suficientes necesidades y miserias en las que se puede practicar la libertad de la fe y la libertad del amor. Y puesto que esta sociedad ilustrada produce a ritmo tremendo nuevas miserias y nuevas represiones, la li­bertad del amor, practicada en trastiendas y sótanos, podrá ser un buen oponente. Si los cristianos y las ins­tituciones eclesiásticas practican verdaderamente la li­bertad de Cristo, que es la libertad de los que han per­dido la esperanza, tienen bastante que hacer en esta sociedad y nunca quedarán en paro.

Al mismo tiempo se amplía el sector en el que no existen propiamente más menesteres primarios y nece­sidades externas. Me estoy refiriendo al sector del tiempo libre, del relax, del entretenimiento y de la cultura, el sector de la asociación libre de objetivos. Las comuni­dades no saben qué hacer con estos sectores. Se rellenan con cursos teológicos y con actividades caritativas y so­ciales. Tal y como aparece la sociedad, de momento no hay nada que decir en contra. Pero Schleiermacher te­nía una visión distinta de estos espacios relativamente libres de dominio y de trabajo. En su Teoría del compor­tamiento asociativo (1802) tomó conciencia de que una sociedad libre, no obligada ni determinada por finalidad exterior alguna, de todos los hombres ilustrados, pro-mocionaría como siempre los primeros y más nobles

intereses. El fin de la emancipación fue para él la comu­nión de los hombres libres, en la que no tienen nada que hacer el dominio ni la dificultad, para hablar en tér­minos de Jürgen Habermas.

En esta asociación desinteresada Schleiermacher cre­yó ver realizado el objetivo de la Revolución francesa en el campo de la religión y del arte, a saber, fraternidad en el espíritu de la libertad sobre el terreno de la igual­dad. Asociación significa para él el libre juego del es­píritu, del diálogo y de las artes, de la fantasía produc­tiva y de la mutua alegría de los hombres. Aquí se cumplió para él la democracia, políticamente irreali­zable, pues así queda sustituida la supra e infraestruc­tura del mundo político por aquel intercambio del libre tomar y dar. Tal democracia asociacionista exis­tió solamente, como él mismo concede, en los círculos libres y en los salones de intelectuales y ricos. Como queda dicho anteriormente, Schleiermacher esperaba que las ciencias liberaran alguna vez a todos los hombres de la esclavitud de los trabajos mecánicos. En las actuales circunstancias la libre asociación sólo es posible «a unos pocos afortunados». Ellos son los que pueden anticipar ya aquel reino democrático de la libertad, en el que florece la verdadera religión. Para los menos afor­tunados representan de esta suerte el futuro por el que merece la pena trabajar.

De su visión no resultó ninguna crítica agresiva del mundo laboral, pero algo se esconde en ella que es im­prescindible. Si nos volvemos a ocupar críticamente de los crecientes espacios libres del hombre en la sociedad moderna constatamos, en primer término, cómo en modo alguno se pueden considerar en razón de espacios va­cíos de la libre humanidad. Los juegos libres del alivio y del relajamiento no son normalmente alternativas con relación a la actividad laboral. El relajamiento está de-

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finido por la tensión y el alivio por la carga. Normal­mente se repite en forma de juego durante el tiempo libre lo que se ha realizado penosamente en el trabajo y en el negocio, aunque naturalmente sin imposición y sin obligación. Los que trabajan con máquinas estri­dentes buscan su descanso montando motos ruidosas y profesores que gustan leer y escribir libros lo buscan en las novelas policíacas.

Ocurre que la asociación compensadora y relajante es, en realidad, casi siempre un reflejo del trabajo social de los hombres que se asocian. Por lo demás, ¿por qué hablan tanto de negocios, de universidad, de problemas económicos y de la educación de los niños? ¿No pueden «darle al interruptor» y hablar de algo completamente distinto? La asociación libre no es realmente libre, porque está llena de la fantasía reproductiva, con la cual busca liberarse de sus problemas prácticos, dis­cutiéndolos una vez más. Si fuese al contrario, los tra­bajadores leerían libros y los profesores montarían en moto y no sería fácil averiguar las profesiones de los componentes de un grupo por los temas de sus conver­saciones.

El paso de la reproducción del mundo laboral en el tiempo libre a la producción de nuevas situaciones en di­cho tiempo es difícil, pero tiene que ser dado, si queremos vivir realmente en la libertad. Las comunidades tendrán que llenar sus correspondientes espacios, libres de do­minio y de trabajo, con algo más que con actividades morales y sociales. Esto es ciertamente necesario, pero aún no libera. Tendrán que ensayar las posibilidades de una libertad creadora. Lo cual no significa servir a un descanso, originado en las fatigas de lo cotidiano, me­diante entretenimientos, asociaciones y juegos. Esto es importante, pero aún no libera. Se trata de ingeniar, en sustitución, modelos de libertad creadora. Se trata de

excitar la fantasía productiva de cara al futuro, tras la fantasía reproductiva elaboradora del pasado y de sacar a la luz la espontaneidad reprimida. Se trata de procurar una cultura, que no solamente ofrezca una compensación social, sino que prepare los cambios sociales, al darnos a conocer una hermandad que no se funde en la auto­ridad.

La liturgia misma puede convertirse en fuente de nueva espontaneidad. No tiene por qué seguir siendo un lugar de inhibiciones, vacilaciones y esfuerzos por comportarse decentemente. Las comunidades serán los campos experimentales del reino de la libertad en medio del ámbito de la necesidad.

Es natural que exista una demanda de ejemplos y recetas sobre «cómo llevar a cabo esto». Pero los ejem­plos y las recetas sólo servirían para impedir la espon­taneidad, que no es cosa factible, sino tan sólo libera-ble. Yo he visto los signos de unas iglesias liberadas y de unos campos experimentales del reino en la iglesia de la Ascensión de East Harlem, en la «liberated church» de San Francisco, en las comunidades negras de Kenia, en las comunidades alemanas en el destierro y en los grupos cristianos de las comunidades diocesanas que no se componían exclusivamente de jóvenes. Es nece­sario que cada cual ensaye para realizar su propia ex­periencia 7.

El existir-para-otro es una realidad. Dietrich Bonhoe-ffer utilizó esta fórmula para exponer el misterio de la sustitución vicaria de Cristo y de su muerte. El existir-para-otro es también el misterio del amor en aquellos que siguen al hombre de Nazaret. El existir-para-otro es la estructura fundamental de la iglesia de Cristo, que

7. Cf. Sister Corita, Footnotes and Headlines. A Play-Pray-Book. New York 1967.

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vicariamente intercede por los hombres y, en especial, en favor de aquéllos por los que nadie intercede. El existir-para-otro es necesario para la liberación y para la salvación de la vida humana oprimida y culpable. El amor hará que se extienda por todas partes una li­bertad concreta.

De estas ideas fundamentales proceden las fórmulas hoy en uso de «iglesia para el mundo» y de «iglesia para los demás». De éstas, a su vez, han brotado acciones como «pan para el mundo», «amnistía para los presos», «navidad solidaria», pastoral del teléfono, etc. El amor que sufre al ver sufrir al otro y promueve la felicidad de los otros es en realidad la forma actualmente obli­gada de la libertad en medio de la servidumbre-y del abandono; pero el existir-para-otro no es ni lo último, ni el objetivo, ni siquiera la libertad misma. Es el camino, eso sí el único camino, que conduce al existir-con-los-otros.

El que Cristo haya muerto por nosotros tiene su fin y su futuro en el hecho de que él está con nosotros y nosotros reímos, vivimos y reinamos con él. El existir-para-los-otros en el amor vicario tiene como finalidad el estar alguna vez con los otros en la libertad. Dar pan a los hambrientos en el mundo tiene como finali­dad el comer su pan con todo el mundo. Si no es ésta la finalidad, la asistencia es sólo una nueva forma de dominio. La «iglesia para los demás» acaba fácilmente en el antiguo paternalismo, si su último fin no es aquel reino en el que nadie tiene que defender a nadie, sino que cada uno se puede alegrar con el otro y con todos juntamente. El existir-para-otro es el modo de redención de la vida. El existir-con-el-otro es la forma de la vida misma salvada y libre.

Convendría, pues, que la iglesia no se comprendiese como medio para un fin, como iglesia para el mundo,

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sino que evidencie en sí misma también la existencia libre y redimida con aquel a quien todavía quiere ser­vir. La iglesia es en este sentido y sólo en este sentido fin en sí misma, no como iglesia jerárquica y burocrá­tica, sino como comunidad de los hombres libres. Bajo este aspecto la iglesia no sólo tiene funciones de ayuda a un mundo rodeado de dificultades, sino que posee un valor óntico demostrativo. En la libertad esperada y recordada de Cristo la iglesia presta un servicio de liberación a los hombres, demostrando a un mismo tiempo esta libertad y dejando traslucir el gozo de esta libertad.

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