misión profética de la iglesia card. john henry newman
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John Henry Newman
Misión profética de la Iglesia
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Copyright 2012 Jack Tollers
Breve advertencia del traductor
El trabajo que presentamos constituye un breve ensayo de Newman (ya viejo y católico desde hacía
muchos años) que insertó como prefacio a una reedición de un libro escrito cuando anglicano y en
el cual había intentado establecer una “Vía Media” entre el Anglicanismo y el Catolicismo. En
efecto, Newman quería tomar distancia del componente protestante en la Iglesia de su país y a la
vez no quería pasarse a la Iglesia de Roma por razón de lo que consideraba corruptelas, doblez y
poca honestidad entre los “Papistas”. De todos modos, pocos años después se convirtió al
catolicismo y como se explica en este ensayo, esto no significaba que había suprimido sus
objeciones de antaño. En efecto, aprovechando la reedición, Newman desarrolla una tesis harto
interesante: la Iglesia Católica puede incurrir en frecuentes errores, corruptelas y actuar con lo que
parece duplicidad((y sin embargo, seguir siendo la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica que
confesamos como cuerpo místico de Cristo. Es por esta razón que el trabajo nos parece actual y
relevante, ya que los cristianos del s. XXI que confesamos con orgullo nuestra condición de
católicos, no necesariamente somos tan estultos como para no ver lo que hay que ver, y sin por eso
faltar a nuestra profesión de fe.
Pero conviene advertir que este “Tercer Prefacio” fue escrito un poco al modo de las
“Retractaciones” de San Agustín por lo que incluye referencias al escrito original sobre la Vía
Media que no parecen tener mayor interés para el lector latino de nuestros días ya que se ocupan de
específicas dificultades de los anglicanos de su tiempo, razón por la cual, en aras de la mayor
claridad y transparencia del ensayo todo, me he tomado la libertad de expurgar algunos de sus
incisos (me apresuro en agregar que también suprimí el inciso nº 28 acerca de la canonización de
los santos por razones que sería muy largo ventilar aquí((por lo demás, el párrafo es corto y poco
aporta al ensayo en general. No sé si es enteramente lícito censurarlo así al gran Cardenal, pero por
las dudas, conste que no se hace a hurtadillas). Igualmente, en atención a que me tomado más
licencias de lo habitual al traducir este texto, el estudioso o lector más escrupuloso o quien quiera
citar este trabajo, hará bien en cotejarlo con el original que fue tomado de
http://www.newmanreader.org/works/viamedia/volume1/preface3.html
Jack Tollers
El oficio profético de la Iglesia
Cuando Nuestro Señor fue elevado a los cielos, dejó en el mundo a su Representante. Se trata de la
Santa Iglesia, su cuerpo místico y esposa: de institución divina, es el relicario del Paráclito que
habla a través de ella, hasta que llegue el fin del tiempo. La Iglesia, para usar palabras de un poeta
anglicano, es “El mismo, aquí abajo”, siempre y cuando los hombres sobre la tierra estén a la altura
de los elevados oficios que primordial y supremamente le pertenecen a Cristo.
Por la general hay acuerdo en que estos oficios((que le pertenecen especialmente en su carácter de
Mediador((son tres: los de Profeta, Sacerdote y Rey; y continuando su legado y en una medida
humana, la Santa Iglesia heredó este Triple Oficio. No sólo el oficio profético considerado
aisladamente, sino tres oficios que son indivisibles, aunque diversos, esto es, los de enseñar,
gobernar y administrar lo sagrado. Este es el punto sobre el que a continuación insistiré.
Sólo al pasar quiero agregar que no debe suponerse que en el argumento que sigue me he olvidado
del Papa, quien, como Vicario de Cristo, hereda estos tres oficios y los ejerce en y para la Iglesia.
Este es otro asunto; aquí hablo del Cuerpo de Cristo, y el Soberano Pontífice no sería cabeza visible
de este Cuerpo si en primer lugar no perteneciera a ese mismo cuerpo. No es que encarne al Cuerpo
entero, sino que constituye su parte principal; en lo que sigue dispondré de unas cuantas
oportunidades para demostrar que no me he olvidado de él.
Por tanto, la cristiandad está simultáneamente constituida por una filosofía, un poder político y un
rito religioso: como religión es Santa; como filosofía, es Apostólica; como poder político, es
Imperial, eso es, que la Iglesia es Una y Católica. Considerada como religión, su incumbencia
específica reside en la acción del pastor y la grey; como filosofía, las escuelas; y como gobierno, el
Papado y su Curia.
Si bien sustancialmente la Iglesia ha ejercido estas tres funciones desde su fundación misma, éstas
se fueron desarrollando hasta llegar a su plenitud una tras otra, a lo largo de los siglos. En primer
lugar, en los tiempos primitivos, se reconocía a la Iglesia como encargada de organizar el culto que
surgía y se extendía entre las capas inferiores de la sociedad, entre los ignorantes y dependientes,
además de ejercer influencia con el heroísmo de sus mártires y confesores. Luego se ocupó de las
clases intelectuales y cultivadas y creó una teología y escuelas varias. Por fin se asentó como una
entidad política entre los príncipes, y eligió a Roma como su sede.
La verdad es el principio rector de la teología y de la investigación teológica; la devoción y
edificación de los fieles constituye el principio rector del culto, y, en lo que concierne al gobierno,
rige la prudencia. El instrumento de la teología es el razonamiento; el del culto nuestra naturaleza
afectiva, y por otra parte el gobierno se vale del mando y la coerción. Pero considérese algo más: en
el hombre, tal como es, el razonamiento lo inclina al racionalismo, la devoción a la superstición y al
entusiasmo mientras que el ejercicio del poder siempre sufre la tentación de la ambición y la
tiranía.
Y si son arduos los deberes ínsitos a estos tres oficios cuando se despachan los asuntos que cada
uno de ellos de por sí requieren, mucho más arduo resulta administrarlos cuando se combinan entre
sí. Cada uno de estos tres oficios implica incumbencias con jurisdicción y fines propios; cada uno
tiene sus propios intereses a promover y alentar; cada uno se ve obligado a encontrar espacio para
los reclamos de los otros dos; y cada uno encontrará que su propio cometido se ve influenciado y
modificado por los otros dos((más todavía, a veces, en casos particulares, la necesidad de los otros
oficios se convierten en regla obligatoria para el propio.
*
En palabras de San Pablo, ¿quién podrá con todo esto? En efecto, ¿quién, incluso contando con el
auxilio divino, podrá administrar exitosamente oficios tan dispares e independientes, tan
divergentes y tan a menudo en conflicto entre sí? ¿Qué regla de conducta, excepto a la larga, muy a
la larga, puede resultar a la vez edificante, prudente y verdadera? Está claro que si la Iglesia elige
un curso determinado, actuando simultáneamente en el desempeño de sus tres oficios((que por su
misma naturaleza resultan tan contrarios entre sí ((forzosamente se ha de ignorar lo que sugiere uno
de los oficios considerado por sí solo cuando los otros dos aconsejan otro curso de acción. O a
veces, al revés, por seguir lo que aconseja uno de los oficios, no hay más remedio que tomar ese
rumbo en detrimento de los consejos de los otros dos. Por ejemplo, ¿qué conviene hacer, cuando se
juzga que si se proclama un punto en particular de la Teología tal como las Escuelas lo han
definido, resulta que una determinada porción de la grey se volverá menos religiosa y no más? ¿O
incluso, que tal definición dará lugar a sublevaciones y disturbios populares? ¿Y qué hacer cuando
por defender a un campeón de la libertad eclesiástica en un país, resulta que con eso se podría estar
alentando a un Anti-Papa o a una general persecución en otra nación? ¿Y qué resolver cuando la
alternativa está entre dejar sin definir una oportuna cuestión de fe o enfrentar la posibilidad de un
cisma?
Ciertamente, todo esto fue anticipado por la Mente divina cuando le encomendó a su Iglesia tan
compleja misión; y al prometerle infalibilidad en su magisterio formal, indirectamente también la
protege de serios errores en materia de culto y acción política. Con todo, este auxilio, importante
como es, no implica que la Iglesia cuente con una garantía que la aseguraría enteramente de todos
los peligros que encara al tener que resolver los problemas que en cada época se ve obligada a
confrontar. Sólo si se le hubiese conferido a las autoridades eclesiásticas el don de la impecabilidad
habrían podido asegurarse de no caer en errores en su conducta política, en las palabras que
pronuncian y las decisiones legislativas y judiciales que toman, o en el juicio efectuado en
fastidiosas cuestiones de disciplina eclesiástica. Pero tal don no le ha sido otorgado. En
consecuencia, por bien que desempeñe en general sus funciones, siempre será fácil para sus
enemigos armar un caso, más o menos bien o mal fundado, de mala praxis por parte de las
autoridades eclesiásticas, siempre se las puede acusar de mantener equívocos, dilaciones,
ambigüedades y crónicos conflictos, de administración excesivamente morosa en los tres
departamentos de su deber((su gobierno, sus devociones, y sus escuelas. Y con igual facilidad se
podría acusar a sus gobernantes, sus teólogos, sus pastores y a la grey católica en general.
Las dificultades propias del asunto, tal como lo acabo de mostrar, suministra abundante munición a
quienes quieren impugnar a la Iglesia de Roma mientras que a la vez se concitan vívidas
representaciones de inconsistencias, hipocresía, y general engaño, cargos éstos que se encuentran
formulados en tantos escritos Protestantes.
*
Ahora bien, aquí sostengo que la Teología es el principio fundamental que regula a la Iglesia toda.
La teología deriva de la Revelación, y la Revelación constituye la idea inicial y esencial del
Cristianismo. En efecto, la Revelación es la causa formal, el objeto y la expresión del Oficio
Profético, y como tal, creó a los otros dos: el Real y el Sacerdotal. Y en cierto sentido ejerce sobre
ellos un poder jurisdiccional ya que siempre se requiere su intervención cuando se trata de
mantener dentro de los límites de la Iglesia a sus constitutivos populares y políticos; y esto en razón
de que las convicciones populares y las necesidades políticas resultan más connaturales a los
hombres, aunque también siempre se ven más inclinados a excesos y corrupciones, y ante los
límites de la doctrina siempre parece que se están esforzando por ir más allá de lo que conviene. De
una parte, algunos Papas tales como Liberio, Virgilio, Bonifacio VIII y Sixto V, inducidos por los
poderes seculares de su tiempo, parecen haber deseado((aunque sin éxito((ir más allá de los límites
fijados por la Teología; y por otra parte, se ha dado el caso de individuos cargados de destempladas
devociones que de tiempo en tiempo aparecen formando asociaciones, o anunciando cierto eventos,
o imaginando milagros de manera tan desconcertada que el Santo Oficio o el Index se han visto
obligados a intervenir. No hace tanto que el actual Papa, en pleno ejercicio de su ministerio
profético, advirtió a los fieles que no depositen su confianza en ciertas ociosas profecías que
circulaban por entonces, desautorizó ciertos supuestos milagros y prohibió nuevos y extravagantes
títulos con que se pretendía adornar a la Santísima Virgen.
*
Y sin embargo, la Teología no puede siempre salirse con la suya; es demasiado severa, demasiado
intelectual, demasiado exacta para resultar en todo tiempo suficientemente ecuánime o compasiva
como pueden requerirlo ciertas circunstancias; es más, a veces se enfrenta a conflictos o
sublevaciones, o tiene que aceptar una tregua o una solución de compromiso por razón de la fuerza
de ciertas emociones religiosas o simplemente por la necesidad de ciertos intereses eclesiásticos. Y
todo eso, algunas veces, en materia importante.
Ya me he referido al dilema que ha ocurrido más de una vez en la historia de la Iglesia, cuando se
tiene que tomar una decisión entre dejar un punto de fe en determinado momento sin definir y de
ese modo indirectamente dejar abierta la posibilidad a que se extienda un cisma. En semejante caso,
la función profética se ve temporariamente restringida, auto-censurada, por razones de caridad y
espíritu de paz.
En otro caso, que nos resulta familiar, puede ocurrir que las nociones populares y las escolásticas
en la misma Iglesia inviertan sus papeles, ocurriendo que la Teología se expresa con simpatía y
compasión ante costumbres religiosas severas en extremo. Me refiero, por ejemplo, al caso en que
las Escuelas hablan con unánime sentir a favor de la libertad de conciencia como prerrogativa de
cada individuo mientras que un voto de obediencia puede en algún caso hacer posible que un
Superior Religioso atropelle tal sagrada libertad de pensamiento.
*
Pero quiero detenerme en ciertas ilustraciones que involucran cuestiones más difíciles. La verdad es
el principio sobre el que se apoya toda tarea intelectual, toda investigación teológica y es el motor
mismo de la búsqueda; pero cuando de Religión se trata, el principio de la edificación de la grey,
acentuado por la aguda percepción de que deben evitarse los escándalos, tiene tanto poder como la
Verdad. Todo lo nuevo y extraño resulta repulsivo para el alma devota y a veces se le antoja tan
abominable como la falsedad para quién tiene un temperamento más científico. Para los que
carecen de preparación, toda novedad parece error desde el preciso momento en que se percibe lo
nuevo como refractario con sus concepciones. De aquí que algunas nociones asimiladas por la
religión del pueblo parecen tener rango y fuerza análoga a las más lúcidas conclusiones, dicta,
deducciones, y cláusulas de las Escuelas e incluso, pueden imponerse sobre éstas cuando la materia
no parece excesivamente grave. Es por esta razón que en cualquier religión que incluye entre sus
filas a grandes y muy diferentes clases de adherentes, por fuerza habrá siempre y hasta cierto punto
una doctrina exotérica y otra esotérica.
La historia de las versiones latinas de las Escrituras nos suministra una ilustración familiar de este
tipo de conflicto entre la fe popular y la instruida. La versión Galicana del Salterio((un trabajo de
San Jerónimo cuando joven((de tal modo influyó sobre la sociedad occidental, que aún hoy en día
la usamos, en lugar de recurrir a su versión más precisa que Jerónimo tradujo del Hebreo años
después. Allí hay un ejemplo en donde un uso devocional se impone sobre la exactitud escolástica
en un asunto secundario. Con su segunda versión Jerónimo fue acusado de “perturbar la paz de la
Iglesia y hacer tambalear los fundamentos de la Iglesia” y a lo mejor tal alarma tenía justificación.
Como fuere, la versión Galicana es la que seguimos usando a diario.
*
Aquí también se ve cómo hay necesario contraste entre la investigación en materia religiosa y la
investigación en cuestiones puramente seculares. En los tiempos que corren los hombres de ciencia
enfatizan el deber de la honestidad en la búsqueda de la verdad((entendiendo a “la búsqueda de la
verdad” como mera recolección de hechos indiscutibles (facts). Está de moda en estos días
proclamar como gran virtud la búsqueda inflexible y sin temor de los hechos tal como se revelan al
investigador. Y por tanto, cuando una conclusión científica se contrapone con la Revelación, se
considera como serio desvío y se imputa como seriamente falto de ética a quien se muestra
dubitativo y no muda de parecer instantáneamente adoptando inmediatamente puntos de vista algo
oscuros que se contradicen con lo que siempre enseñó y creyó. Pero el contraste entre los casos es
fácil de ver. El amor y la búsqueda de la verdad en una cuestión religiosa, si son genuinos, por
fuerza han de ir acompañados de un cierto temor a equivocarse, sabiendo que ese error bien puede
constituir pecado. Quien investiga en jurisdicción religiosa lo hace bajo gran responsabilidad, por la
gravedad de los asuntos que tiene en mira, y por sus consecuencias. En cambio, cualesquiera sean
los méritos, e incluso las virtudes, de los investigadores de hechos históricos o datos físicos, no
importa cuán grande su talento, su cauteloso método, su experiencia, su desapasionamiento y
equidad, no se valen de tales herramientas de trabajo como un asunto de conciencia, sino porque
resultan expeditivos, o porque les parece honesto, o conveniente, o de uso habitual, recurrir a ésta o
esta otra metodología de trabajo. Y, en caso de que con el tiempo se revelaran como falsos sus
descubrimientos, no tienen, ni tampoco tienen por qué tener, los remordimientos de un católico, que
cae en la cuenta de que ha estado violentando los textos de la Escritura, que los ha malinterpretado
o dejado de lado, sobre la base de una hipótesis que presumió verdadera, pero que ahora resulta
insostenible.
Supongamos en su defensa que fue desafiado a admitir o negar aquello que había afirmado, y eso,
sin demora; aun así, habría sido mucho mejor si hubiese esperado un poco, como los hechos han
demostrado((mucho mejor, aun cuando a la larga resultó que tenía razón. Es posible que Galileo
estuviese en lo cierto en su conclusión de que la tierra se mueve; puede que considerarlo hereje por
eso haya estado mal; pero no hay nada de malo en censurar abruptos, revolucionarios,
sorprendentes, perturbadores descubrimientos que aún no han sido debidamente
verificados((descubrimientos inoportunos para divulgar en un tiempo en que los límites de la
verdad revelada no han sido enteramente fijados. Un hombre debiera estar muy seguro de lo que
dice, antes de arriesgarse a contradecir la palabra de Dios. En cambio, resultó prudente y no
deshonesto darle largas al asunto de aceptar lo que finalmente terminó siendo conclusión verdadera.
He aquí un ejemplo en que se ve cómo la Iglesia obliga a los expositores de la Escritura a tener
todo tipo de consideraciones para con el sentido religioso popular.
*
Me he visto obligado a reconsiderar este asunto. Aquella desconfianza respecto de cualquier
novedad en materia religiosa que es el instinto de la piedad, también responde, en el caso en que se
perturba a la grey, a la caridad. Se cuenta que el descubrimiento de Galileo escandalizó y asustó a
la Italia de sus días. Sostener que la tierra giraba en torno al sol revolucionó el sistema de creencias
convencional en lo que respecta al cielo, al purgatorio, al infierno, y obligó a que algunas
afirmaciones categóricas de la Escritura fueran interpretadas figuradamente. El Cielo ya no estaba
arriba y la tierra abajo; los cielos ya no se entendían literalmente como abiertos o cerrados; ya no
era indiscutible que el purgatorio y el infierno se localizaban bajo tierra. Todo un catálogo de
verdades teológicas se vio seriamente cercenado. ¿Adónde fue Nuestro Señor cuando la Ascensión?
Si existe una pluralidad de mundos, ¿cuál es la especial importancia de éste? Y todo el universo
visible con sus espacios infinitos, ¿está destinado a desaparecer? Ya nos acostumbramos a estas
cuestiones y nos hemos reconciliado con ellas; y por eso mismo, no somos jueces idóneos para
calibrar el grado de desorden e inquietud que las hipótesis de Galileo, en cuanto fueron conocidas,
produjeron en las almas de los buenos católicos de su tiempo, ni tampoco cuán necesaria resultaba
la caridad, especialmente entonces, al dilatarse la decisión de darle una formal acogida a nuevas
interpretaciones de la Escritura conciliable con estos descubrimientos hasta que las imaginaciones
se familiarizaran y se acostumbraran a esas nociones.
*
En cuanto a las medidas específicas que se tomaron por entonces, es poco lo que sé, y a osadas me
tiene sin cuidado: no caen bajo la lupa de la presente argumentación; sólo me interesa el principio
que las rige. Todo lo que digo es que no todo saber es apropiado para todo el mundo; una
determinada proposición puede ser todo lo verdadera que se quiera y sin embargo, en determinados
tiempos y lugares puede igualmente resultar “temeraria, ofensiva para píos oídos, y escandalosa”,
bien que no “herética”, ni “errónea”. Debemos tener presente las muy enfáticas advertencias de
Nuestro Señor y de San Pablo en el sentido de no escandalizar a los débiles y de pocas luces. El
Apóstol se extiende sobre el particular. Dice que, aun cuando resulta lícito comer ciertas carnes, no
se puede tomar tal licencia cuando la caridad hace ver que en tal caso se le infligiría injuria
espiritual a otros. “Cuidad, empero, de que esta libertad vuestra no sirva de tropiezo para los
débiles [...] Por lo cual, si el manjar escandaliza a mi hermano, no comeré yo carne nunca jamás,
para no escandalizar a mi hermano” (I Cor. VIII: 9, 13).
Ahora bien, al decir esto, bien sé que “hay un tiempo para todo”, y que no sólo “hay un tiempo de
callar”, sino que también hay “un tiempo para hablar”, y que, en ciertas situaciones de la
sociedad((tales como la nuestra ahora((la peor de las caridades, la más provocativa e irritativa regla
de acción, es aquella que aconseja no hablar en alta voz, no decir lo que es en sí y callar lo que
corresponde denunciar. En tales circunstancias denunciar públicamente lo que está mal constituye
el triunfo de la Religión mientras que el acomodo, el esconder las verdades a proclamar, o barrer
bajo la alfombra((equivalen a cooperar con el espíritu del error. Mas no siempre es así. Hay
tiempos y lugares, en los cuales, al contrario, es deber del maestro, cuando preguntado, contestar
con toda franqueza y decir la verdad((aunque ni siquiera entonces debe decir más de lo
estrictamente necesario, no sea que, si se extendiera en consideraciones, sus aprendices fueran a
malinterpretar sus dichos puesto que lo mejor es enemigo de lo bueno y a veces resulta más sabio y
más caritativo decir menos que no más. Reconozco que esta regla de conducta no es la más
confortable y que dejarla de lado constituiría un alivio para la mayoría de los hombres((si no por
otra cosa, por lo menos por lo difícil que resulta aplicarla apropiadamente, de tal modo que el
precepto de San Pablo puede interpretarse en determinado caso como llevando agua a molinos
contrarios, como que corresponde hablar de más y de menos. Y sin embargo, difícilmente se puede
negar que en lo que dice el Apóstol hay un gran principio para regir nuestra conducta, y, en
consecuencia, de allí se infiere un gran deber.
*
A decir verdad, reconocemos el deber de callar, e incluso lo que puede llamarse evasión, no sólo en
materia religiosa, sino en cualquier otra. Está muy bien que los que se ocupan de ciencias
complejas, que trabajan en encumbradas cuestiones lejos del vulgo, del estridente ir y venir de las
multitudes ocupadas en asuntos cotidianos((que estos hombre de ciencia se ocupen exclusivamente
de sí mismos y practicar la barata virtud de proclamar su devoción por lo que ellos llaman la verdad
(siendo que sólo se refieren a hechos). Pero la libertad de soltar abrupta e imprudentemente, sin
tiento ni concierto, lo que les venga en gana, no sólo está prohibido por la Iglesia, sino por la
sociedad en general. Que si dispusieran de tal ilimitada libertad y la ejercieran sin restricción
ninguna, la disolución de la sociedad sería cosa segura. La veracidad, como otras virtudes, tiene
necesidad de medio. Ciertamente que la verdad por sí misma constituye regla de la convivencia
social((mas no toda la verdad. Cada clase, cada profesión, tiene sus secretos; el abogado de la
familia, el médico, el político, tanto como el sacerdote, tienen obligación de guardar secretos. A
menudo el médico no se anima a decirle toda la verdad a su paciente, no sea que fuera a destruir la
posibilidad de su recuperación. Los estadistas en el Parlamento, supongo, disputan entre sí con
argumentos de segunda mano((las reales razones por las que sostienen una u otra posición,
constituyen secretos de Estado a los que sólo acceden el Rey o el Canciller. En cuanto al mundo de
la cortesía, que, seguramente, no es gran cosa((creo que una escritora del siglo pasado ilustró en
uno de sus cuentos cómo la convivencia social sería imposible si todos se dijeran la verdad a todos,
si todos dijeran qué piensan de los demás. Desde el tiempo en que el Creador arropó a Adán
después de la Caída, escondernos en alguna medida parece consecuencia necesaria de nuestra
actual condición.
*
Esta es, entonces, una de las causas por las que conviene considerar cómo actúa la Iglesia en su
doble o triple oficio, tal como lo acabo de explicar. Muchas creencias y prácticas populares han
sido permitidas, pese a los dictámenes de los teólogos, no fuera que “al recoger la cizaña” se fuera a
“desarraigar el trigo también”. En el Antiguo Testamento se ve actuar esta disciplina del arcano,
esta economía en la revelación, cómo la verdad se va develando gradualmente en cada edad, al
pueblo elegido. Lo más notable en esta clase de acomodos, está en los largos siglos en que se sufrió
la poligamia, el concubinato y el divorcio. En cuanto al divorcio, Nuestro Señor se lo dice
expresamente a los Fariseos, que “Moisés, por la dureza de vuestros corazones, permitió repudiar a
sus esposas”; y sin embargo éste era un quebrantamiento de la ley natural y primordial que estaba
en vigencia al principio, con igual rango que la ley que prohíbe el fratricidio. San Agustín parece ir
más lejos aún cuando dice que no sólo hubo tácita tolerancia de Dios para con el pueblo de Israel
respecto de prácticas moralmente imperfectas, sino que también hubo caso de expresos
mandamientos ordenados en consonancia con el estado de imperfección del pueblo en aquel
tiempo. “Sólo el Dios Verdadero y Bueno”, dice en respuesta a un maniqueo que objetaba ciertos
actos divinos registrados en el Antiguo Testamento, “sólo El sabe qué mandamientos han de
ordenarse para ciertos hombres en particular. El que ordena ciertas cosas lo hace porque sabe, de
acuerdo al corazón de cada cuál, qué y de qué modos cada individuo debe padecer. Y así, a un
partido se le dijo que debía infligir padecimientos y al otro, se le mandó padecerlos”.
En efecto, éste es el gran principio de la Economía, tal como lo sostuvo la Escuela de Alejandría y
que cuenta con apoyo en varios lugares de la Escritura. Así, en la cuestión del Dios Unico y
Omnipotente, la ley mosaica((par contre tan tolerante en asuntos de bárbara crueldad((se mostró
inflexible y sin condescendencia ninguna para con los niveles éticos de su tiempo; en efecto, el fin
mismo de aquella Dispensación fue el de denunciar a la idolatría, y la espada era la herramienta
para asegurar al monoteísmo; mas en los asuntos en que no se comprometía la misión del pueblo
elegido, y entre los pueblos paganos, se toleró incluso algún grado de idolatría con algo que parece
sanción divina, como si un sentimiento más profundo latiera por debajo. Así José en tiempo de los
Patriarcas recurrió a la copa de los adivinos y casó con la hija del sacerdote de Heliópolis. En
épocas posteriores, Jonás fue enviado para predicar penitencia al pueblo de Níninive sin darles
siquiera una pista de que debían abandonar a sus ídolos, mientras que los marineros con quienes el
profeta debió compartir un tormentoso viaje, aunque idólatras, reconocieron con gran devoción y
religioso temor al único Dios de los cielos y la tierra. Nuevamente, cuando Balaam construyó sus
siete altares y ofreció sus sacrificios y preparó sus adivinanzas, significativamente el texto dice que
Dios “salió al encuentro” de Balaam y “puso en su boca una palabra” sin reprenderle su idolatría y
magia. Y cuando Naamán pidió perdón a Dios “prosternándose en el templo de Remón”, el profeta
se contenta con decirle “Vete en paz”. Por su parte, San Pablo le dijo a los bárbaros y cultivados
idólatras de Listra y Atenas que Dios, “en las generaciones pasadas permitió que todas las naciones
siguiesen sus propios caminos” y en otras épocas “pasó por alto los tiempos de la ignorancia”.
*
A partir del tiempo en que predicaron los Apóstoles, se termina el período de semejante tolerancia
en cuestiones de fe y moral. La idolatría es un pecado contra la luz; y así como constituiría seria y
prácticamente imposible felonía en un católico, de igual modo resulta casi inconcebible hasta en el
más ignorante sectario que reclama el nombre de cristiano. Con todo, el principio y uso de la
Economía tiene su lugar, y todavía resulta un deber recurrir a ella entre los católicos, bien que no
respecto de los principios esenciales de la Revelación. Como católicos, aún estamos obligados a
mostrarnos pacientes y mantenernos callados en muchos casos, estando como estamos en medio de
innumerables errores, excesos y supersticiones de parte de nuestros hermanos. Incluso respecto de
aquellos que no son católicos, a veces consideramos un deber observar la regla del silencio incluso
cuando se pone en duda una verdad tan seria como la de “extra Ecclesiam nulla salus”. En efecto,
esta verdad debe ser sostenida contra viento y marea, mas ¿quién nos reprochará como culpables de
duplicidad si ante un Protestante en su lecho de muerte, a pesar de que seguimos creyendo que es
rigurosamente cierto, sin embargo consideramos que de todos modos no corresponde perturbarlo en
aquella hora con instancias a que se convierta al catolicismo? ¿Quién nos reprobará que ante uno
que aparentemente de buena fe no quiere aceptar la fe católica, si nos limitamos a relegar el asunto
a la misericordia de Dios, conformándonos con asistirlo como mejor podamos en sus devociones,
antes que elegir aquel momento para perturbarlo con una controversia que podría violentarlo,
disipar sus pensamientos, poner en duda cuanta fe tiene despertándole cuantos prejuicios y
antipatías abrigaba respecto de la Iglesia Católica? Y sin embargo alguien podría argumentar que
nos estamos comportando con doblez, que en teoría creemos una cosa y en la práctica hacemos
otra.
*
Pongo lo que sigue bajo la misma regla al considerar cómo la Iglesia ocasionalmente se comporta
respecto a sus hijos((la regla es la misma que rigió en sus tratos con los paganos, es el mismo
principio que guió a Moisés, a San Pablo, a los Alejandrinos o San Agustín, aunque se aplique a
otros asuntos. Indudablemente, las Escuelas se rigen por exigencias considerablemente más
estrictas que las que siguen sus hijos en muchos países en determinados tiempos; pero también, la
Iglesia((como los profetas de antaño((sin culpa de su parte, no puede imponer semejantes cánones.
La naturaleza humana es la misma en todo tiempo y lugar y así como era entre los Israelitas de
entonces, así resulta ahora en el mundo en general, bien que en un país determinado puede que la
gente se comporte mejor que en otro. Pero admítase que en algunos países ocurre que la verdad y el
error en materia religiosa pueden estar de tal modo mezclados que no se pueden separar el uno del
otro. Ya me he referido a la parábola de Nuestro Señor sobre el trigo y la cizaña. Por ejemplo,
fíjense en el ejemplo de las reliquias: teólogos e historiadores contemporáneos bien pueden
demostrar que ciertas reconocidas reliquias, aunque hayan sido originalmente de algún hombre
venerable, en realidad no pertenecen al Santo al que la devoción popular las atribuye; y a pesar de
esto, bien puede un obispo homologar la veneración pública por las tales reliquias que el pueblo
infundadamente le profesó. Y así, sin comprometerse con la cuestión de la autenticidad de la
leyenda milagrosa atribuida a este crucifijo o a aquella imagen, bien puede que mire el asunto con
tolerancia((y aún con satisfacción((al considerar estos mitos como ocasión de desbordes populares
de la devoción por Nuestro Señor o su Santísima Madre. Tal vez no esté seguro de que la leyenda
sea genuina, y no garantiza su veracidad; sólo se conforma con aprobar y alabar el pío entusiasmo
de las buenas gentes que los legendarios relatos suelen despertar. Fuere cierto que su fe y devoción
hacia Cristo se hubiese originado en tales leyendas, que creyesen que El es Dios porque se dice que
ocurrió algo que no ocurrió, entonces ningún hombre honesto, con sólo ser conciente de semejante
cosa, sencillamente no tomaría parte de estos jubilosos aniversarios. Pero el pueblo sabe que la
Iglesia atestigua que hubo y hay milagros en cada época y aun cuando no esté segura de que en un
caso particular haya habido tal ocurrencia, tampoco está en condición de descartarlo de plano. Y su
caso sería análogo al de los eclesiásticos a comienzo del siglo si Napoleón les ordenara celebrar un
Te Deum por la victoria de Trafalgar((bien podrían tener reservas respecto de su conveniencia, mas
no habría modo de sustraerse al festejo nacional. Algo así ha de ser el sentir de la Iglesia cuando
participa en manifestaciones religiosas populares sin someterlas a crítica histórica y teológica: debe
elegir entre dos alternativas; si eligiera una, estaría “apagando la mecha humeante” poniendo en
peligro la fe y la lealtad de una ciudad o una región por razón de una precisión intelectual
completamente fuera de lugar y que nadie le pidió.
Por supuesto, la dificultar está en determinar cuál es el punto en el que tales manifestaciones
religiosas se salen de cauce de modo tal que estaría mal homologarlas; estaría bueno que se pudiera
desembarazar de cuantos relatos históricos o hechos sospechosos aparecen aquí y acullá. Su
tolerancia puede a veces inducir a píos fraudes que son sencillamente malditos. Por cierto que una
autoridad eclesiástica no puede lícitamente aprobar milagros o profecías que tiene por falsos, ni
tampoco guardar silencio ante la contemporánea fabricación de tales mitos entre las buenas gentes.
Ni tampoco puede quedar dispensada del deber((cuando le toca en suerte heredar una de estas
supersticiones entre los suyos((de hacer cuanto pueda para aligerarla o disipar el error, aunque
semejante tarea resulte harto delicada para llevar a cabo sin hacer daño, y seguramente sólo podrá
hacerse de forma gradual. Se da el caso en que errores de hecho no hacen daño alguno, y que, en
cambio, su remoción sí.
*
Y como las autoridades locales y los pastores no son impecables en sus decisiones ni infalibles en
sus juicios, no estoy obligado a sostener que todas las medidas eclesiásticas y todos los permisos
otorgados en esta materia son dignos de alabanza y sirven como precedentes seguros. Pero en lo
que a la represión de supersticiones se refiere, no hay que olvidar que el mismísimo Señor en una
ocasión dejó pasar el acto supersticioso de una mujer con grandes padecimientos en razón del
elemento de enorme fe que latía por debajo. La mujer estaba bajo la influencia de lo que hoy
llamaríamos una corruptela de la vera Religión y sin embargo fue recompensada con un milagro de
verdad. Se acercó por detrás de Nuestro Señor y lo tocó, con la esperanza de que “la virtud saliera
de El”, sin que El lo supiera. Es obvio que tenía una especie de supersticiosa confianza en la virtud
del manto de Cristo y, bien considerada la cosa, seguramente creyó que le podía robar algo de esa
virtud, para hallarse luego desconcertada al comprobar que su maniobra había sido descubierta.
Cuando Nuestro Señor preguntó quién lo había tocado, “azorada y temblando” dice San Marcos, y
“sabiendo bien lo que le había acontecido, vino a postrarse delante de El y le dijo toda la verdad”,
como si hubiera algo para contarle al que todo lo sabe. ¿Cuál fue el juicio de Nuestro Señor?
“¡Hija! tu fe te ha salvado. Vete hacia la paz y queda libre de tu mal”. Está de moda hablar en
nuestros días del doble aspecto: ¿acaso no hay un doble aspecto en los tiempos primeros? ¿Acaso
no hay incidentes parecidos en el Evangelio tales como éste, como el milagro con los cerdos, la
piscina de Betesda, la restauración de la oreja de Malco, el cambiar el agua en vino, la moneda en
la boca del pescado y tantos más? ¿Y qué? ¿Acaso no tienen aspecto harto diferente del aspecto que
presenta la Cristiandad Apostólica tal como la presenta San Pablo y San Juan en sus Epístolas? ¿Me
van a decir que los hombres debían esperar hasta que llegase la Edad Media para quejarse de que la
teología del Cristianismo no se condice con sus manifestaciones religiosas?
*
Indudablemente, esta mujer, que no menos de tres Evangelistas colocan en lugar tan prominente,
entendía que si los vestidos de Cristo tenían virtud, ésta procedía de El; de igual modo que una
mendiga napolitana que charlotea frente a un crucifijo refiere, en lo profundo de su alma, a un
original que colgó una vez sobre la cruz, en cuerpo y sangre. Y aun si está la bastante confundida
como para asignarle virtud a este crucifijo en sí mismo, no hace más que la mujer en el Evangelio,
que prefirió confiar para su recuperación en un pedazo de tela que le pertenecía a Nuestro Señor,
antes que dirigirse derecho viejo a Su Propietario y pedirle honestamente su curación. Y con todo,
Cristo la alabó delante de la multitud, la alabó por lo que podría, no sin razón, designarse como un
acto idolátrico. Es que en Su nueva ley, Cristo estaba dilatando el sentido de la palabra “idolatría” y
había comenzado a aplicarla a pecados varios, a la adoración que se le tributa a los ricos, a la
avaricia, a la ambición, a la soberbia de la vida, idolatrías todas, a Su juicio, peores que la idolatría
de la ignorancia((y no tan escandalosas a los ojos de gente más educada.
¿Y no agregaré que este aspecto en las enseñanzas de Nuestro Señor resulta consonante con los
puntos principales de todos Sus discursos? Una y otra vez insiste en la necesidad de tener fe; pero
¿en dónde insiste en el peligro de la superstición, una enfermedad que, siendo como es el humanal
linaje, resulta segura compañera de la fe vivida y verdadera? Por cierto que, siendo como es la
naturaleza humana, bien podemos conceder un poco de superstición, como no el peor de los males,
sobre todo si es al precio de asegurar la fe. Desde luego no tiene por qué ser el precio; y la Iglesia
en su función magisterial, siempre se mostrará vigilante ante los embates de distorsiones tanto de la
razón como de la fe. Con todo, considerando, como cualquier anglicano lo permitirá, cuán
íntimamente vinculado está el sistema sacramental todo con el Cristianismo y cuán débiles y
confusas están las inteligencias de nuestro tiempo, parece que ha de pasar mucho agua debajo del
puente antes que el oficio Sacerdotal pueda ponerse a la par del Profético. Y es más: me atrevo
incluso a afirmar que no me sorprendería que aquella nación completamente libre de lo que se
conoce como supersticiones, en rigor es porque no tiene fe ninguna.
*
Debe recordarse que, mientras que la Iglesia Católica siempre se muestra extremadamente precisa
cuando enuncia una doctrina((sin permitir libertad alguna para disentir con ella (puesto que en tal
materia objetiva habla con autoridad infalible)((en cambio su tono cambia cuando se expide sobre
cuestiones devocionales puesto que se trata de asuntos personales y de naturaleza subjetiva. Aquí
no prescribe medidas, no prohíbe la elección de cada cual, y((salvo en la medida en que la doctrina
se vea implicada((tampoco resulta infalible en la adopción de determinados usos. Aquí hay otra
razón por la que los formales decretos de los concilios o las conclusiones de los teólogos difieren
tanto de la religión de las clases menos educadas. Esta última representa los caprichosos gusto del
pueblo mientras que aquella refleja los juicios críticos de cabezas despejadas y corazones santos.
El contraste se hace aun más manifiesto cuando, como a veces ocurre, la autoridad eclesiástica
toma partido por el sentimiento popular y en contra de una decisión teológica. Así ocurrió, como
bien sabemos, cuando el propio San Pedro se equivocó al defender ritos mosaicos como
consecuencia de la presión de cristianos judaizantes. En la oportunidad San Pablo lo enfrentó “por
ser digno de reprensión”. Una falta de este tipo, en la que incurrió el mismísimo Papa en materia de
rito o devoción, se repite de vez en cuando en la historia de santos y estudiosos eclesiásticos que no
fueron Papas. Un ejemplo de esto parece ser el caso de error de juicio en el que cayeron los
misioneros de la Compañía de Jesús en China, cuando adoptaron ciertas costumbres corrientes
entre los paganos de aquellos lares; y hay escritores protestantes que han entendido que en tal caso
hubo ejemplo de doblez en la conducta de los católicos((como si fuera ejemplo de un uso de la
religión bajo distintos aspectos, según lo conveniente en determinada región y según el momento.
Sin embargo, existe un modo religioso de acomodarse con los que uno convive y a quienes tenemos
obligadamente que intentar convertir, si es posible. Esto surge a las claras de la propia regla de
conducta de San Pablo quien sostuvo que se “hizo para los judíos como judío por ganar a los
judíos; para los que están bajo la Ley, como sometido a la Ley, no estando yo sometido a la Ley,
por ganar a los que están bajo la Ley [...] me he hecho todo para todos, para de todos modos salvar
a algunos”. ¿Y qué no diremos del principio del Evangelio de San Juan en donde el evangelista
bien puede representase como recurriendo al lenguaje de los clásicos paganos con el propósito de
interesarlos y ganarse a los judíos platonizantes? De igual modo, se lo podría acusar como a los
jesuitas de doblez y engaño al intentar convertir a los paganos de Oriente imitando sus costumbres.
En varias ocasiones San Pablo actúa con igual disciplina económica, así como lo hizo la gran
Iglesia Misionera de Alejandría en los siglos sucesivos; sus maestros respetaron esta disciplina del
arcano como principio de su apostolado según lo que habían visto en la Escritura. Es este sentido,
recomiendo a aquellos anglicanos proclives a poner como ejemplo al período ante-niceno que
recuerden a Teonás, Clemente, Orígenes y Gregorio Taumaturgo.
*
La mención de las misiones y de San Gregorio me lleva a tratar otro aspecto de este asunto, es a
saber, los malentendidos y dificultades suscitados por el oficio real de la Iglesia y de cómo ha de
ejercer tal oficio. Se cuenta de este Padre de la Iglesia Primitiva, que fue apóstol de una inmensa
región del Asia Menor, y que cuando llegó encontró sólo diecisiete cristianos mientras que al morir
sólo quedaban diecisiete paganos. Este sí que hizo crecer a la Iglesia como sólo podría hacerlo un
gran obispo, pero ¿cómo lo logró? Dejando de lado la causa real, la bendición Divina y los dones
de este santo para hacer milagros, se nos cuenta que una de sus decisiones no resulta tan distinta de
lo hecho por los jesuitas en China. En efecto, Neander refiere que “habiendo observado que
muchos entre el pueblo bajo seguían apegados a la religión de sus padres por razón de los antiguos
juegos conectados con las fiestas paganas, se determinó a proveer a sus nuevos conversos con un
sustituto. Así, instituyó una festividad general en honor de los mártires, autorizando a las torpes
multitudes celebrarlos con banquetes análogos a los que se realizaban en ocasión de los funerales
paganos (parentalia) y en otras fiestas paganas”.
De hecho, Neander no está de acuerdo con la indulgencia de San Gregorio y no puede negarse que
la cosa no carece de riesgos, como, en efecto, tales economías suelen incluir. Para llevar a cabo
medidas como éstas se requiere acompañarlas con una aguda vigilancia de parte del maestro
cristiano. En el s. V, cuando ya la Iglesia no necesitaba recurrir a esta clase de expedientes, San
Pedro Crisólogo expresó este sentimiento diciendo, con motivo de los bailes paganos usuales en su
diócesis para las calendas de Enero, que “quien de tal modo se ríe y bromea con el diablo, no
triunfará con Cristo”. Pero imagino que San Gregorio instrumentaría simultáneamente ambas
medidas, tanto las más indulgentes como las tareas de vigilancia, como ha ocurrido en otros
tiempos y lugares a lo largo de la historia de la Iglesia. Incluso en nuestros días se permite a los
cristianos asistir a los carnavales, y si bien no se los recomienda, las autoridades eclesiásticas de
Europa continental se limitan a no asistir a tales celebraciones conformándose en cambio con
convocar a distintos ejercicios espirituales para esas fechas con la intención de proteger a los fieles
de los peligros espirituales propios de tales festividades.
*
San Gregorio no sólo era un predicador y un guía espiritual, sino que también era obispo, de modo
tal que su instrumentación de la economía de la que venimos hablando constituye un acto de su
función de gobernante, de su oficio real, tanto como de sus otras dos incumbencias, sacerdotal y
pastoral. Y lo mismo se puede decir de la mayoría de los ejemplos que vengo dando en los que la
Iglesia modera o suspende los requerimientos más estrictos de su propia teología. Ilustran a la vez
estos dos elementos de su constitución divinamente establecida: es que el temor, ya mencionado, de
“apagar la mecha humeante” y que constituye la preocupación de un guía de almas, opera en la
misma dirección de aquel celo propio de quien quiere extender el Reino de Cristo((y a veces tales
afanes equivalen a resistirse al rigor de una lógica teológica más apropiada para las aulas de los
estudiantes de las Escuelas que no para el mundo en general. En tales casos, vemos que dos de los
oficios, el real y el pastoral, comparten un interés común que contrasta con el oficio teológico. Mas
no siempre es así, y por tanto, pasaré ahora a dar ejemplos en los que sobresalen los requerimientos
imperiales y políticos de la religión mientras que los deberes teológicos y de culto se mantienen en
segundo plano.
*
Comencemos por observar que el carácter apostólico de velar por un magisterio ortodoxo y
proteger la santidad del culto, como incumbencias de la Iglesia, se ven rodeados de circunstancias
distintas a las que rodean su ejercicio de una real autocracia. Para cuestiones de doctrina, en general
basta la tradición y las costumbres populares mientras que una buena conciencia suele alcanzar para
tutelar el culto, pero la tradición y la costumbre no pueden por sí mismas asegurar la independencia
y auto-gobierno de la Iglesia. La Iglesia Griega es una clara muestra de esto, puesto que ha perdido
su vida política, mientras que poco se puede objetar a su doctrina o a sus rituales y culto en general.
Si la Iglesia ha de ejercer un oficio real, como testigo del Cielo, permaneciendo inmutable en medio
de los cambios en el orden secular, si en cada edad debe mantenerse fiel a ese testimonio, y
proclamar y confesar la verdad, si ha de prosperar con el concurso del poder civil o contra éste, si
ha de mantener sus recursos y su capacidad de autorrecuperación en medio de circunstancias
propicias o no, debe ser algo más que Santa y Apostólica: debe ser Católica. De aquí que, en
primer lugar, desde sus mismos orígenes, la Iglesia siempre mantuvo una estructura jerárquica y
una cabeza, con una unidad política, reclamando para sí una autoridad y bendiciones de carácter
divino, protestando ser la depositaria de los dones evangélicos y con el derecho de ejercer sobre la
grey un gobierno absoluto y casi despótico. Y luego, en lo que concierne a su obra en su condición
de estado soberano, constituye uno de sus deberes principales el de consolidar sus jurisdicciones,
agrandar su territorio, mantener e incrementar sus distintas poblaciones en este mundo que siempre
está muriendo, que siempre renace, y en el cual quedarse en situación estática equivale a retroceder
y descansar, fallar. Es deber suyo el de fortalecer y facilitar el intercambio entre una ciudad y otra,
entre una raza y otra, de tal modo que si se comete injuria a una, las demás lo sienten como ofensa
propia y así los actos de los individuos tienen la energía y el ímpetu de un solo cuerpo. A lo largo y
a lo ancho de sus extensos dominios, constituye su deber vigilar a los movimientos de todas las
clases, debe controlar a los eclesiásticos y a los laicos, a los religiosos y a los del clero secular, y
también mantenerse atenta a la sociedad civil y sus avatares políticos. Debe mantenerse como un
centinela en su torre de vigilancia, discerniendo a la distancia y proveyendo ante todos los peligros;
ha de proteger a los ignorantes y a los débiles, debe suprimir los escándalos, proveer a la educación
de los jóvenes, administrar bienes temporales, iniciar, o al menos dirigir todos los trabajos
cristianos, y todo esto con miras a la vida, salud y fortaleza de la Cristiandad y la salvación de las
almas.
De modo que resulta fácil entender que quienes tienen estos deberes de tanta extensión e
importancia necesariamente corren el riesgo de que se los acuse de ambición o algún otro motivo
egoísta, y que se les impute error de juicio, acciones violentas, o injusticia. Con todo, después de
decir esto, quiero arribar al fin de mi tesis, colocando al oficio Real de la Iglesia al lado de su oficio
Profético, dando ejemplo de colisiones y compromisos que han ocurrido como consecuencia de sus
respectivos deberes e intereses.
*
Por ejemplo, en los comienzos de la Iglesia había general consenso en que no debía recurrirse a la
fuerza para sostener a la religión. Así, San Atanasio dijo que “no corresponde a gente confiada en
lo que cree, que recurra a la fuerza para obligar a los renuentes. Porque la verdad no se predica con
espadas, ni dardos, ni recurriendo a soldados, sino por la persuasión y el consejo”. Y al principio
San Agustín tenía igual parecer. Pero su experiencia como obispo le hizo cambiar de opinión. Aquí
se ve cómo los intereses de la Iglesia en el desempeño de su oficio real ejerce influencia sobre la
teología.
De igual modo, con miras a una mayor unidad y fuerza de la Iglesia, los Papas desde los tiempos de
San Gregorio I se han empeñado en reemplazar y suprimir las formas de ritual que se hallaban
diversificados a lo largo y ancho de la Iglesia. Al llevar a cabo esta política eclesiástica, las
conveniencias del momento se han impuesto a decisiones teológicas y de culto.
Y aún más: acto sencillamente injustificables, tales como reales traiciones a la verdad de parte de
Liberio y Honorio, se tornan comprensibles y dejan de escandalizar si se tiene en cuenta que estos
Papas se sentían cabeza suprema de la Cristiandad y su primer deber, en su condición de tales,
residía en asegurar la paz, la unión y la consolidación de sus gobernados. Sus faltas personales en
cuanto a firmeza o claridad doctrinaria que ambos evidenciaron en su tiempo, bien pueden haberse
originado en una aguda percepción de que eran Obispos Ecuménicos y los únicos Pastores de la
Grey de Cristo frente al escándalo causado por disensiones internas además de la responsabilidad
que les cabía si por su culpa la Iglesia retrocedía en salud y fuerza.
*
Aunque estos dos Papas lo aplicaron erróneamente, el principio sobre la base del cual actuaron no
es en sí mismo insensato, y lo formularía de este modo: que ningún acto puede por sí mismo
constituir un error teológico cuando resulta absoluta e innegablemente necesario para la unidad,
santidad y paz de la Iglesia; y esto porque la falsedad nunca podría servir a esos fines así como que
sólo la verdad puede resultar conducente. Si uno pudiese estar enteramente seguro de la necesidad
que digo, el principio puede ser adoptado; aunque, por razón de la dificultad de aplicarlo
correctamente, sólo resulta admisible en circunstancias especialmente graves, con precedentes
singularmente luminosos en su favor, y sólo por parte de autoridades tan encumbradas como para
que resulte seguro. Si se recurrió malamente a él en los casos de los Papas que he nombrado,
igualmente se ha aplicado con éxito por otros que tomaron decisiones con las que ningún católico
tiene dificultar alguna en concurrir.
*
Un ejemplo más delicado de este argumento ex absurdo, como bien puede llamárselo, se halla en el
libro de Morino “De Ordinationibus”. Nos muestra que su aplicación fue decisivo en un momento
singular en el que Roma se vio obligada a resolver, durante la Edad Media, el caso de las
ordenaciones simoníacas, heréticas y cismáticas de aquel tiempo. En cuanto a las ordenaciones
sacerdotales efectuadas simonía mediante, parece que el Papa León IX, a propósito de los
desórdenes eclesiásticos de entonces, llamó a solemne Concilio en el cual se decidió en contra de la
validez de esas ordenaciones. Parece ser también que, en razón de ciertas complicaciones
eclesiásticas sucedidas a continuación((en la región de los hechos((a partir de la “incommoda hinc
emergentia” el Papa no pudo hacer cumplir la decisión del Concilio y se vio en cambio obligado a
sancionar una norma menos severa. Dando cuenta de este incidente, San Pedro Damián dice que
“cuando el Papa León declaró que todas las ordenaciones simoníacas eran nulas e inválidas, se
siguió un serio tumulto y resistencia de parte de una multitud de sacerdotes romanos quienes
hicieron saber, con el concurso de los obispos, que semejante acto llevaría a que las Basílicas se
quedaran sin clérigos y lo que es más, que las misas cesarían por completo, con lo que en todas
partes caería la religión cristiana en un descrédito absoluto ante el escándalo de los fieles.”
Semejante manera de resolver un punto de teología sólo resulta comprensible sobre la base del
principio que venimos desarrollando: que la aplicación de una conclusión quasi-doctrinal podría en
ciertas circunstancias afectar fatalmente a la constitución y existencia misma de la Iglesia. Que
además, en semejante caso, se neutralizarían los principios mismos sobre los que se encuentra
asentada, siendo que resulta inconcebible que su Señor y Creador hubiese previsto que el
desempeño de uno de sus oficios significara la destrucción de otro. En este caso, pues, quiso que un
punto de teología determinado cediera en su aplicación ante la prudencia debida a la catolicidad de
la Iglesia y la edificación de los fieles. Y esto por la lógica misma de los hechos que a veces se
impone sobre todas las leyes positivas y todas las prerrogativas, llegando con su muy efectiva
fuerza hasta las fronteras mismas de las verdades inmutables en materia religiosa, ética y teológica.
*
Este ejemplo, en el que se ve con tanta claridad cual es la causa última de una decisión de la Iglesia,
se ve confirmada por un caso paralelo de ordenación herética. Por caso, el Papa Inocente, en el s.
IV, escribiéndole a los obispos de Macedonia, homologó la validez de ordenaciones heréticas en
casos específicos, declarando al mismo tiempo que semejante concesión iba contra la tradición de
la Iglesia de Roma. Esta indulgencia se fundaba en la necesidad de terminar con un gran escándalo;
mas “por cierto” dijo el Papa, “que no fue así desde el comienzo, cuando estaban en vigor reglas
muy antiguas que, tal como fueron transmitidas por los Apóstoles y por hombres apostólicos, la
Iglesia Romana conserva y encomienda su guarda a sus sujetos.”
*
Nuevamente, en cuanto a ordenaciones cismáticas, recuérdese lo ocurrido con los Donatistas: en
esta ocasión Roma se mantuvo firme en su parecer tradicional y aparentemente San Agustín se
mostró de acuerdo. Pero en su mayor parte, los obispos africanos, en aquel tiempo acicateados por
las necesidades del lugar, se vieron obligados a tomar partido contrario y se mostraron temerosos
de sancionar el principio de que toda ordenación herética o cismática era nula. Con el aval de San
Agustín, se limitaron a condenar a Donato, el autor del cisma, pero aceptaron al resto, con sus
ordenaciones y todo, para evitar que quedando fuera de la Iglesia permanecieran como una espina
en su costado. “No era posible para San Agustín”, dice Morino, “arribar a ninguna otra decisión
considerando que veía diariamente cómo la Iglesia recibía a los Donatistas con sus ordenados”. He
aquí otra ilustración de las escuelas cediendo ante los requerimientos de la prudencia y cómo los
intereses de la paz y de la unidad son el modo más seguro de arribar a conclusiones doctrinales
(más seguro que métodos más directamente teológicos).
*
Las consideraciones que pueden arrimar fundamento a favor de estas ordenaciones irregulares
sobre la base de la prudencia en el caso, tienen aun más fuerza cuando se urge el reconocimiento de
un bautismo herético, lo cual también fue objeto de controversia durante el siglo inmediatamente
anterior. Siempre se sostuvo que el bautismo era la puerta de entrada al cristianismo y a los demás
sacramentos, y que una vez cristiano, se era tal para siempre. El bautismo imprime tal carácter al
alma que la separa sobrenaturalmente de las demás almas, identificándola con un nombre grabado
específicamente en una oveja en medio de la grey. Así, los herejes a lo largo y ancho del mundo, si
bautizados, resultan ser hijos de la Iglesia y están a la altura de ese título en la medida en que
predican la verdad de Cristo a los paganos. Esto, porque no hay secta que no conserve algún grado
de verdad, y ese grado de verdad puede y debe ser predicado a los paganos. Aquella exhuberante
proliferación de ritos extraños y estrafalarias doctrinas que de repente aparecieron en torno al
cristianismo en los primeros siglos, es una de las evidencias más notables de la maravillosa fuerza
de la idea cristiana y de su sutil pero penetrante influencia cuando cayó por primera vez sobre las
ignorantes masas: y aunque estas sectas tenían poca o ninguna razón para sostener que su bautismo
era verdadero, y aunque en muchas o la mayoría de ellas el mal que contenían ahogó lo poco y
débil de verdad que tenían, sin embargo ¿correspondía que la Iglesia rechazara su bautismo
simplemente sobre la base de que no había sido administrado por un católico? Un sencillo sentido
de la prudencia aconsejaba que debía reconocerse el bautismo en la medida en que se había
cumplido exactamente con su descripción por parte de Nuestro Señor cuando lo estableció como
rito de iniciación((a menos que la Escritura y la Tradición se opusieran directamente a semejante
homologación. Rechazar a estos bautismos sospechosos equivalía a circunscribir el número de sus
sujetos y atentar contra su catolicidad. Equivalía también a sacrificar a quienes, aunque al presente
estuvieran enceguecidos por las nieblas del error, conservaban suficiente verdad en su religión, por
latente que estuviese, como para abrigar esperanza de su conversión en el futuro. La Sede imperial
de Pedro, siempre vigilante por la extensión del Reino de Cristo, comprendió esto perfectamente; y
así como estaba claro que la tradición se mostraba contraria a la aprobación de ordenaciones
heréticas, sin embargo aparecía vigorosa y claramente a favor de la validez del bautismo herético.
El Papa Esteban tomó partido en oportunidad de una controversia memorable y lo sostuvo contra
casi todo el mundo cristiano de su tiempo. Fue una clara instancia del triunfo, bajo inspiración de la
Divina Providencia, de una elevada y generosa concepción de lo conveniente por sobre la
afirmación de una doctrina cristiana que desde el punto de vista lógico parecía inapelable. Desde
luego, como hemos dicho, fundó su decisión en una tradición, no sobre un argumento de
conveniencia, pero ¿por qué existía esa tradición y cuándo empezó? La razón de esta tradición
merece explicación y el Papa Esteban no ha de llevarse el crédito de las indulgentes y acogedoras
perspectivas que dieron fundamento a su decisión puesto que en realidad el crédito le pertenece a
sus antecesores. Ciertamente que contaba con éstos de su lado, ¿pero con quién más podía contar?
Los Cánones Apostólicos declaran que “aquellos que se bautizan por herejes no pueden ser
creyentes”. Los sínodos de Iconio y Synnada establecieron que “aquellos que proceden de los
herejes deben ser lavados y purificados de las contaminaciones de su antigua levadura”. Clemente
de Alejandría había dicho que “la Sabiduría proclama que las aguas extranjeras no le pertenecen”.
Firmilio había escrito que “sólo reconocemos a una Iglesia de Dios, y por tanto el único verdadero
bautismo es el que ella administra”. Por su parte San Basilio había dicho que “siempre pareció bien,
desde el principio, que debíase anular el bautismo de los herejes”. Tertuliano, en igual sentido: “No
tenemos el mismo bautismo que el de los herejes puesto que el de ellos es ilegítimo y, en esa
medida, no es bautismo en absoluto”. Y San Cipriano, que “sólo hay un bautismo cuando hay una
sola fe. Nosotros y los herejes no podemos compartir un bautismo en común, desde que tampoco
tenemos un Padre, o un Hijo, o el Espíritu Santo, en común. En su bautismo los herejes se
contaminan con sus aguas profanadas.” Por no hablar de San Cirilo, que dice “sólo se re-bautiza a
los herejes, puesto que su bautismo anterior no es bautismo alguno”. Y San Atanasio se pregunta si
el rito de los Arrianos es completamente vacuo y enteramente carente de provecho para contestar
que “aquel que de ese modo se bautiza, más bien queda contaminado que no redimido”. Optato dice
que “un bautismo manchado mal puede limpiar a un hombre, lo contaminado no puede limpiar”. Y
San Ambrosio, igual, que “el bautismo de los traidores no sana, no limpia, mas contamina”.
Un argumento de conveniencia crece en consistencia y eficacia con el paso de los años; ciento
cincuenta años después de San Esteban, su conclusión eclesiástica fue generalmente aceptada por
las Escuelas de Teología y contaba con cierta adhesión de San Agustín.
*
Por último, por grave que sea el contraste entre la decisión del Papa y la lógica de los autores
anteriormente citados, hubo, antes de su tiempo y contemporáneamente, un cambio aún más
dramático en las ideas y el tono de las escuelas teológicas: me refiero al relajamiento de los
cánones penitenciales por mediación de sucesivos Papas quienes, por mucho que esto alterara la
disciplina de la Iglesia y el curso ordinario de la vida cristiana, constituían decisiones que se
conformaban con las necesidades de una Iglesia considerada en perspectiva, tal y como la había
descripto Cristo antes. A medida que el cristianismo se extendió por entre varias de las clases del
imperio pagano y se filtró entre las familias, los círculos sociales y gente de diversas profesiones y
oficios en el orden secular, naturalmente sus exigencias éticas comenzaron a decaer y algunas
costumbres y prácticas del mundo encontraron su lugar en la grey. Y luego hubo escándalos que se
multiplicaron de tal forma que no se podía fácilmente excomulgar en masa a sus autores. Esto, digo
yo, no era sino la realización del profético anuncio de Nuestro Señor, que el Reino de lo Cielos
sería como una red que junta peces de todos tipo. ¿Y cómo iba a ser de otro modo si hubiera de ser
Católica siendo como es la naturaleza humana? Con todo, en el Sermón de la Montaña y otros
discursos de Nuestro Señor, se definió muy claramente un alto estándar moral y una elevada
exigencia en el comportamiento de Sus seguidores. Dadas las circunstancias, la Santa Sede y varios
obispos se inclinaron más bien del lado laxo de conformidad con lo que parecía aconsejar la caridad
y la prudencia. Esto produjo una indignada rebelión de parte de las comunidades más empeñosas y
estrictas, así como también de parte de aquellos cristianos que no entendían las razones de
semejante política de parte de las autoridades constituídas. Montano y su secta en Oriente
representa los sentimientos de la multitud en Roma y la escuela de Tertuliano, Novaciano y el autor
del “Elenchus”, gente capaz y estudiosa, tomaron partido por lo que consideraban la Vieja
Teología, lo que desembocó en el cisma Novaciano en tanto que los eruditos obispos Donatistas
adoptaron parecido temperamento en el Africa. Esta larga controversia ilustra variadamente como
colisionan los elementos constitutivos de la Iglesia((el tema de este ensayo. Las disputas atraviesan
los pontificados de Zefrino, Calixto, Cornelio, Esteban y Dionisio, hasta llegar al episcopado de
San Agustín; y termina con una universal aceptación de la decisión de la Santa Sede. La resolución
de las dificultades en el entuerto fue hallado en un reconocimiento más claro de la distinción entre
preceptos de la Iglesia y consejos evangélicos, entre pecados mortales y veniales y entre los dos
foros de la Iglesia, el externo y el interno((pero también en el desarrollo de la doctrina del
Purgatorio y el contemporáneo surgimiento de la institución monástica, tal como se cuenta en la
historia de San Antonio y sus discípulos.
*
Tanto respecto a la colisión y ajuste entre el oficio Real o político de la Iglesia y su ministerio
profético: para no terminar sin un ejemplo de una confrontación entre los oficios Real y Sacerdotal,
me referiré al lábaro de Constantino. El símbolo sagrado del abandono en el sufrimiento, del amor
que se sacrifica, de la gracia que da vida, de la paz celestial, se convirtió en manos del primer
emperador cristiano, con la aprobación de la Iglesia, en el estandarte desplegado en medio de las
batallas más sangrientas y se constituyó en el emblema de la victoria por medio de la espada.
*
En conclusión: cualquier cosa grandiosa se niega a ser reducida al gobierno de los hombres y de tal
manera sobrepasa las cosas humanas que no se la puede acomodar consistentemente con lo de aquí
abajo. ¿Quién es capaz de reconciliar entre sí los distintos atributos del Dios infinito? Y así como
El es, así son en grados diferentes Sus obras. Este mundo al que pertenecemos((¡cuán
contradictorio se muestra en cuanto intentamos medirlo y comprender su sentido último y su
alcance! ¡Y cuán llena de incongruencias resulta el alma del hombre y cuántos no son sus misterios
reflejados en los especímenes más elevados y distinguidos de la raza humana((sobre todo cuando se
considera el ensamblaje de opiniones, gustos, hábitos, poderes, fines y acciones! Por tanto, no
deberíamos sorprendernos si la Santa Iglesia también, aquella creación sobrenatural del Buen Dios,
ilustra la misma ley cuando se nos aparece por un lado como admirablemente consistente en la
unidad que exhibe entre su palabra y sus acciones y por el otro atravesada en su historia aquí y allá
por aparentes anomalías que, para comprenderse debidamente, necesitan y requieren de nuestra
parte un ejercicio de fe.
Finis