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PORQUE LLEGUE A SER EDUCADOR Las decisiones que cambian la historia de los pueblos o de las personas, se toman generalmente en momentos de caos, cuando hay necesidades apremiantes, en instantes en que la vida o la supervivencia están amenazadas seriamente. Las múltiples dificultades por las que he pasado a lo largo de mi vida, me han brindado las oportunidades para sortearlas y salir avante en cada una de ellas. Por eso la decisión de ingresar a una universidad la tomé en un mes de mayo del año 1996, en momentos en que la crisis económica afectaba a todos los miembros de mi familia. Veía con incertidumbre el futuro. Tenía ya mis dos hijos mayores: María Carolina y Juan Alberto, quienes crecían rápidamente y exigían comida, vestuario, seguridad en salud y ya dentro de muy poco educación. Con un salario mínimo como única entrada familiar, producto de mi trabajo en una finca de unos buenos amigos; ayudado por las escasas siembras de verduras y algunas aves, nos veíamos en muchas ocasiones incapaces de ahorrar para el futuro. “Con este salario pingue no creo que pueda dar educación a mis hijos recuerdo que analicé una tarde luego de culminar las labores diarias en la finca. Me miré las manos callosas y rasguñadas por las espinas del pasto, los espinos, cuerdas y moros que a diario encontraba a mi paso en el trabajo. Olía a chucha y pecueca como todo campesino que se esfuerza en el trabajo y produce demasiados sudores que, por mas que se bañe y se rocíe loción, terminan produciendo esos olores nauseabundos característicos de los obreros rasos. Reflexioné ante mi situación paupérrima, pues en la alacena el mercado ya escaseaba y contaba con unos pocos pesos en el bolsillo. “Si yo no estudio, será imposible dar a mis hijos la educación que se merecen. Tengo que ser yo quien me capacite para encontrar un trabajo adecuado y bien remunerado”

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Paso por la educacion

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PORQUE LLEGUE A SER EDUCADOR

Las decisiones que cambian la historia de los pueblos o de las personas, se toman generalmente en momentos de caos, cuando hay necesidades apremiantes, en instantes en que la vida o la supervivencia están amenazadas seriamente. Las múltiples dificultades por las que he pasado a lo largo de mi vida, me han brindado las oportunidades para sortearlas y salir avante en cada una de ellas. Por eso la decisión de ingresar a una universidad la tomé en un mes de mayo del año 1996, en momentos en que la crisis económica afectaba a todos los miembros de mi familia. Veía con incertidumbre el futuro. Tenía ya mis dos hijos mayores: María Carolina y Juan Alberto, quienes crecían rápidamente y exigían comida, vestuario, seguridad en salud y ya dentro de muy poco educación. Con un salario mínimo como única entrada familiar, producto de mi trabajo en una finca de unos buenos amigos; ayudado por las escasas siembras de verduras y algunas aves, nos veíamos en muchas ocasiones incapaces de ahorrar para el futuro. “Con este salario pingue no creo que pueda dar educación a mis hijos” recuerdo que analicé una tarde luego de culminar las labores diarias en la finca. Me miré las manos callosas y rasguñadas por las espinas del pasto, los espinos, cuerdas y moros que a diario encontraba a mi paso en el trabajo. Olía a chucha y pecueca como todo campesino que se esfuerza en el trabajo y produce demasiados sudores que, por mas que se bañe y se rocíe loción, terminan produciendo esos olores nauseabundos característicos de los obreros rasos. Reflexioné ante mi situación paupérrima, pues en la alacena el mercado ya escaseaba y contaba con unos pocos pesos en el bolsillo. “Si yo no estudio, será imposible dar a mis hijos la educación que se merecen. Tengo que ser yo quien me capacite para encontrar un trabajo adecuado y bien remunerado”

Recuerdo ahora esos pensamientos que hoy me tienen soñando con un futuro más próspero. Pero no solo fueron los pensamientos, sino la decisión de cambiar mi destino.

Tenía claro desde muy pequeño que el estudio es el único camino hacia la superación, pero las indecisiones me iban dejando rezagado de ese progreso que anhelaba. Eran ya diez años los que habían pasado desde que obtuve el titulo de bachiller. Tuve muchas intenciones de ingresar a la universidad, pero diversas circunstancias no me lo habían permitido. Una de ellas la falta de dinero, pero la más grave fue la de no intentar iniciar. Siempre me decía: “El año entrante voy a estudiar” y de año en año el tiempo fue pasando sin que decidiera dar ese paso.

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Cuando mi hija nació, la idea se disipó creo que casi en su totalidad. Veía difícil estudiar, porque los gastos ya eran mayores. Arriendo, alimentación, servicios, vestuario y otras inversiones me imposibilitaban ahorrar dinero para pagarme una carrera. Hoy creo que esas eran barreras estúpidas, solo obstáculos que la mente crea para justificar la mediocridad. Reconozco que mi trabajo en esa época era muy duro y estaba lejos de los centros urbanos donde están las universidades. Me desempeñaba como obrero en unas minas de carbón ubicadas en Cundinamarca, en los municipios de Tausa, Sutatausa, Cucunubá y Cogua. Trabajaba al contrato picando el mineral a veces a 600 metros bajo tierra. Es un trabajo muy peligroso dados los inconvenientes que se pasan en el interior de un túnel al que se entra pero no se sabe como será la salida. Los gases del carbón pueden ocasionar explosiones, los derrumbes que a veces ocurren y que se deben prevenir colocando madera a medida que se va extrayendo el carbón, las aguas que van calando en el cuerpo produciendo reumatismos que deben tratarse a tiempo para no adquirir enfermedades degenerativas y cuidarse de las góndolas o coches que sacan el carbón cuando suben, pues el cable a veces se revienta y el coche lleno de mineral baja en caída libre destrozando todo lo que esté a su paso. Mi buena estrella me protegió en muchas ocasiones de esos accidentes y gracias a Dios salí bien librado. Solo tengo una secuela de una lámpara de batería que funciona con un ácido como el de las baterías de los carros. Tenía una avería y el ácido se me regó en la espalda ocasionándome una llaga que casi no sana. Una cicatriz me dejó este incidente y es el único recuerdo ingrato de la minería. También mi calvicie, porque en seis años en esa labor mi pelo se cayó por el uso de detergentes fuertes para quitarme el mugre que deja el polvillo del carbón.

En 1986 terminé mis estudios de bachillerato en el Colegio Cooperativo Juan José Neira (hoy Institución Educativa Juan José Neira) de mi natal Gachantivá. Teníamos que asistir en doble jornada y al medio día caminar 45 minutos hasta la casa a almorzar y regresar luego a seguir estudiando. Con mucho sacrificio caminábamos por lodazales espantosos en invierno y caminos polvorientos en el verano. Las ganas de superación eran nuestra motivación para no desfallecer. Muchos de mis compañeros de escuela se quedaron rezagados. Finalmente fui el único de esa primera promoción de grado quinto de la escuela de Igua de Pardos que terminó el bachillerato, y por ende el único profesional. Teníamos que pagar pensión en el colegio, muy poco, pero dadas las

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dificultades para conseguir el dinero, esa cantidad se tornaba gigantesca. Aguantar el año con un par de zapatos, unos tenis, dos pantalones y tres camisas que terminaban descoloridas de tanto lavarlas. Pero logré terminar esa aventura quijotesca, una verdadera proeza con la ayuda de mis padres, del medico Francisco Páez y su esposa doña Pepita (QEPD), con el apoyo incondicional del Padre Juan Norberto Forero, sacerdote del pueblo y rector del colegio. En el año 1994 pensaba retirarme un año para trabajar y continuar el siguiente, entonces el padre Forero me mandó que fuera al colegio que me necesitaba urgente. Mi sorpresa fue grande cuando me dijo: “quiero que siga estudiando porque usted es bueno. Puede que salga un loco o un abogado” hasta el momento he sido más loco que abogado. La ayuda de este sacerdote fue definitiva para coronar de esa etapa vital para el futuro de cualquier joven

En 1987 salí de mi pueblo buscando nuevos horizontes. Mi prioridad era estudiar Comunicación Social y Periodismo o en su defecto licenciatura en matemáticas. En octubre de ese año presenté documentos en la Universidad Externado en Bogotá. La entrevista me la hizo un señor muy conocido en la radio por un programa de concurso en el que el público hacía una pregunta y tres personajes muy “sabelotodo” la respondían. Si fallaban entonces el participante se ganaba un premio. Este periodista, director de la facultad en la Externado llamado José de Recasens me hizo tres preguntas que respondí de rapidez cuando leí la intención de cada una de ellas

1. ¿Qué hace su papá? La respuesta fue “mi papá es un hacendado que tiene más de dos mil cabezas de ganado” claro que el tenia una finquita pequeña y las dos mil cabezas de ganado eran veinte reses cada una con cien garrapatas. El viejito anotaba mis respuestas y me miraba con cara de desconfianza mientras yo reía y meditaba: “este viejito marica seguro se come el cuento”

2. ¿Tiene usted familiares que sean sacerdotes? ¡Si claro! Mi primo Juan Norberto Forero quien próximamente será obispo de Chiquinquirá. Esa era una verdad, el hombre siempre ha tenido pinta y clase para ser obispo. Hace unos diez años el papa Juan Pablo II lo nombró obispo Emérito

3. ¿Por qué quiere estudiar esta carrera? Porque siempre me ha gustado, se me facilita escribir artículos y hacer entrevistas, me apresuré a responder y afirmé con seguridad: “el periodismo es mi pasión y sueño con ser un gran comunicador en el futuro”

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Cundo salí de la entrevista comprendí que esa era una universidad para ricos, que una persona como yo no tendría cabida en esa sociedad. Me quedó gustando ese campus universitario tan hermoso, con sus inmensos prados y jardines. Nunca volví a averiguar el listado de los aspirantes. Seguramente no quedé en esa lista

En noviembre de ese año 1987 presenté documentos en la Universidad Pedagógica Nacional para estudiar Licenciatura en Matemáticas. Tenía un buen resultado del ICFES, Eso creía al menos, ya que había obtenido el mejor puntaje en mi colegio. 296 puntos. A pesar de eso, no quedé seleccionado. Ahí empezaron a morir mis ilusiones de ser profesional

En noviembre de ese año decidí hacer mi maleta y marchar a Bogotá a buscar trabajo. El dolor más grande fue dejar a mi madre, esa mujer que lo dio todo por mi y que siempre me decía: “yo quiero que usted sea lo que yo no pude ser” ella era analfabeta, mi abuelo Zacarías no la mandó a la escuela porque en ese tiempo los papás necesitaban quien cocinara, viera ganado y trabajara en el campo. Así que solo le dije a mi “Maruja” me voy cuando tenia la maleta en mi espalda. Ella no lo creyó y se quedó esperanzada que era una chanza. Después me enteré de su sufrimiento y no era para menos. Era yo quien le ayudaba a ver el ganado, los marranos, las ovejas y todo lo demás. Nunca permití que lavara ni planchara mi ropa. Siempre estaba pendiente de su salud. Pero si me quedaba con ella, nunca iba a surgir y eso no estaba en mis planes. Siempre pensé que la podría ayudar mejor si conseguía un buen empleo y lograba ser profesional

Mi hermana y comadre Gilma Inés, la mayor de mis ocho hermanos vivos me dio albergue en su casa, digo la casa del suegro. Ahí tuve comida y posada gratis por mucho tiempo. Logré conseguir un empleo en la Editorial Salvat, una empresa española que se dedica al negocio de las enciclopedias y libros de diversa índole. Mi labor consistía en vender a crédito estas colecciones de libros y para eso me asignaron en un grupo de vendedores al que asignaban un barrio de la capital. Una vez en el barrio el jefe de área asignaba a cada uno de los vendedores una manzana. En esa manzana debíamos entrevistar a todas las personas, preferiblemente los dueños de esa casa y procurar venderles los libros. Era un libreto muy interesante que uno debía colocar en escena y lograr el objetivo. Al principio me daba demasiado temor golpear, luego de la primera entrevista no logré vender nada. Así pasó una semana en la que me fui en blanco. En la segunda semana ya

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comencé a despegar y logré cuatro ventas y durante ese mes mantuve ese promedio que me dio buenos dividendos económicos. Mal contados eran cuatro salarios mínimos lo que había ganado, además de premios adicionales como discos, zapatos, un reloj, una licuadora, vajilla y otras cosas. Me ilusioné tanto con ese trabajo que soñaba ascender rápidamente. Realmente me sentía a gusto con mi labor. Recibía clases de ventas en la mañana, al medio día y en la tarde. Me enseñaron a ser proactivo, optimista, a ver la vida de otra manera. Era capaz de vender lo que fuera y en poco tiempo alcancé fama en la oficina de ser un gran vendedor

Hay cosas en la vida que cambian a las personas. En mi caso fue el amor hacia una compañera. Una chica hermosa, gran vendedora y con sueños como los míos. Nos enamoramos y fue tanto el sentimiento que nos escapábamos en las tardes a tomar y bailar en una taberna o discoteca y terminábamos en un motel barato. Poco a poco nuestras ventas se fueron al piso y los ingresos disminuyeron notoriamente. Ocho meses después de haber ingresado a la empresa, renuncié para salva a mi compañera pues la orden era despedirnos a los dos. Sin pena ni gloria salí de esa organización que me brindó mucho y a la que le debo ser una persona optimista.

Seis meses más aguante en la ciudad, buscando trabajo pero solo ofrecía el salario mínimo y labores pesadas. Decidí orientar mi vida hacia otro lugar y profesión. Gracias a un amigo de nombre Gustavo, con quien jugaba ajedrez y conversábamos mucho en la portería de un edificio que el cuidaba, logré encontrar una salida a mi situación. Me hablo de las minas de carbón en Tausa, me dio unas indicaciones de como llegar, por quien preguntar y como era el trabajo. Mi hermana no me aguantaba en su casa, mis demás hermanos no se interesaron en mi situación y entonces decidí el 10 de enero de 1989 marchar hacia las minas de carbón. Después de pasar por Zipaquirá me bajé del bus en el sitio llamado Tierra Negra y seguí caminando hacia un lugar conocido como “la pluma” En el camino preguntaba a cuanto tiempo quedaba ese sitio. La primera persona me dijo que a media hora. Más adelante, unos cuarenta minutos después volvía y preguntaba - a cuanto estoy de la pluma- la misma respuesta: a media hora. Total que gasté más de tres horas en llegar al lugar. Afortunadamente encontré a la entrada de la mina al señor Luis Torres, aquel nombre que Gustavo me había dado.

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El hombre me recibió con amabilidad y me dio trabajo sin mayores preguntas. Recordaba el libro de Fernando Soto Aparicio, “La Rebelión de Las ratas” la descripción de Timbalí era para mi esa población. Una zona desértica, con gentes ennegrecidas por el polvo de aquel carbón que extraían de las entrañas de la tierra. Grietas en todo el sector, mujeres que se ganaban la vida lavando ropas o cocinando a los mineros. Niños que no iban a la escuela sino que la pasaban escogiendo y sacando impurezas al carbón, niñas como Mariena que esperaban un hombre que las sacara a vivir así fuera en un rancho viejo. La verdad, esa zona me produjo gran tristeza al inicio de mi estadía.

Recuerdo que al día siguiente de estar en esa mina, de haber tenido la osadía de entrar bajando unos 250 metros y pasar a un nivel horizontal de unos 100 metros y estar solo, enfrentado con un pico y una pala contra el mineral que tenía un espesor de 1,80 metros; en un instante me senté a descansar y vinieron a mi mente los recuerdos de mi madre, de mi colegio, de mis hermanos, del trabajo en Bogotá donde a diario vestía de saco, corbata y zapatos finos. Verme avocado a semejante destino, negro como mecánico o como un afro descendiente, ese cuadro me ablandó el corazón y lloré amargamente. En ese momento mi sueño era ganarme unos pesos y poder devolverme a la ciudad o a mi pueblo para ayudarles a mi madre y a mi papá que necesitaban de mi presencia. Pero las ganas le pueden al miedo y encontré en Jorge Laverde un minero boyacense de El Cocuy, una mano aliada. Este compañero me enseño a trabajar el carbón, a hacerle el “urgue” como dicen allá a abrir una grieta angosta y profunda para permitir que el aire entre y ablande el mineral. Después de esto, el carbón suelta con facilidad. En pocos días logré picar veinte toneladas en la semana con lo que me quedaban 10.000 pesos libres. Así fui aumentando mi producción y tenía con que salir a Ubaté a comprar ropa, jabón, loción, champú, ropa y otras cosas para sentirme bien

No tarde mucho en conseguir novia. Para las mujeres, yo era un bicho raro, ya que la costumbre del minero es bañarse cada ocho días. Yo lo hacia diariamente, al terminar la jornada, me gustaba oler bien y eso a las chicas y señoras casadas les gustaba. Además he tenido la fortuna de ser muy alegre, de contar chistes y tocar guitarra con lo que tenía varias mujeres tras de mi. Una mujer casada me cautivó y nos jugamos unas aventuras deliciosas para burlar al marido. Desgraciadamente caí

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en el error de contarle a un minero que consideraba muy leal. Este no tardó en soltar la boca y el marido de Rosita se enteró. Seis meses después tuve que salir de esa zona porque el tipo me quería matar

Aventurando con un amigo de Santa Marta nos fuimos en un camión carbonero por los lados de la represa del Neusa rumbo a un páramo donde nos contaron que había minas. El señor del camión resultó ser el dueño de una mina, su nombre resultó ser también Luis Torres. Este señor nos dio trabajo en ese lugar donde la temperatura estaba bordeando siempre el bajo cero. El sol no se veía para nada y tocaba lava la ropa y dejarla al pie de la estufa. Me tapaba con siete cobijas y la última siempre amanecía mojada por la humedad que hacia en ese lugar. El trabajo duró solo un mes y nos llevó para un lugar un poco menos frío. Allí iniciamos una explotación en unas nuevas minas donde permanecí cerca de un año. Se ganaba buen dinero y podía ir cada ocho días a Bogotá donde mis hermanas. Les llevaba papa y leche de esa zona donde se produce por grandes cantidades. Por malos entendidos entre los dueños de la mina tuve que volver a la pluma con la misión de abrir un túnel para dar respiración a una mina que estaba acalorada y presentaba grandes peligros. Seis meses duré viviendo solo hasta que terminé la labor. Esa etapa fue muy importante porque leía mucho en la noche, tocaba mi guitarra y compuse muchas canciones.

Después de esa etapa estuve en otras minas cerca de ahí. En uno de mis viajes a Gachantivá a ve a mis padres, conocí a la madre de mis hijos. Nos fuimos a vivir a Zipaquirá donde nació María Carolina en el año 1994. En ese año la situación del carbón se puso difícil por el cierre de las exportaciones. Los exportadores colombianos la embarraron pensando que mezclando carbón del bueno con carbón de bajas calorías iban a compensar. No fue así y los europeos se dieron cuenta de la trampa y castigaron al país durante más de dos años. En ese tiempo los patios se llenaron de carbón, no había a quien vendérselo, escaseó el dinero y el trabajo se puso pesado. Ahí cuando por obra de Dios, recibí una llamada de un hermano que me ofrecía trabajo en una finca en Fusagasugá. No lo dudé y a los ocho días, finalizando diciembre de 1994 estábamos instalados en esa finca, iniciando una nueva etapa.

Las cosas empezaron a mejorar, pues no me preocupaba por pagar arriendos, servicios ni transporte. De la misma manera, teníamos la

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posibilidad de cultivar, e cosechar frutas de clima caliente, tener la leche de una vaca que había en la finca, huevos y otras cosas. El salario mínimo alcanzaba para lo necesario pero no permitía ahorrar. La llegada de otro hijo apretó la situación y todo se complicó. Ahí es cuando tomo la decisión de ingresar a la universidad y buscar nuevos horizontes. Una aventura de cinco años en los que debía luchar a brazo partido para sostener la carrera y alimentar a la familia

El día que fui a averiguar a la Universidad de Cundinamarca por las carreras que ofrecía, salí con unos folletos en la mano rumbo a la plaza de mercado. Ahí …..