máxima segunda

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Máxima Segunda. Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque. Y así, puesto que muchas veces las acciones de la vida no admiten demora, es verdad muy cierta que si no está en nuestro poder el discernir las mejores opiniones, debemos seguir las más probables; y aunque no encontremos más probabilidad en unas que en otras, debemos, no obstante, decidirnos por algunas y considerarlas después, no ya como dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino como muy verdaderas y muy ciertas, porque la razón que nos ha determinado lo es. Y esto fue bastante para librarme desde entonces de todos los arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las consciencias de esos espíritus endebles y vacilantes, que se dejan ir inconstantes a practicar como buenas las cosas que luego juzgan malas. Consideramos, en lo particular, que esta es una de las máximas más bellas de Descartes, pues en ella bosqueja, según nuestra perspectiva, las cualidades que deberá poseer, en la acción concreta de la vida cotidiana, un hombre inteligente: capacidad de análisis para discernir lo conveniente y tomar decisiones; firmeza de carácter para mantenerse en ellas; seguridad en sí mismo y ausencia de culpa o remordimiento por las decisiones tomadas durante su vida, las cuales, en consecuencia, lo habrán llevado a actuar de determinada manera. Es cierto que, en lo que respecta a la vida diaria, no puede haber vacilaciones. Ahí no debe haber duda alguna. Un hombre debe estar preparado para que, cuando su circunstancia vital lo ponga ante la necesidad de tomar una decisión, tenga la claridad

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Máxima Segunda.

Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque. Y así, puesto que muchas veces las acciones de la vida no admiten demora, es verdad muy cierta que si no está en nuestro poder el discernir las mejores opiniones, debemos seguir las más probables; y aunque no encontremos más probabilidad en unas que en otras, debemos, no obstante, decidirnos por algunas y considerarlas después, no ya como dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino como muy verdaderas y muy ciertas, porque la razón que nos ha determinado lo es. Y esto fue bastante para librarme desde entonces de todos los arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las consciencias de esos espíritus endebles y vacilantes, que se dejan ir inconstantes a practicar como buenas las cosas que luego juzgan malas.

Consideramos, en lo particular, que esta es una de las máximas más bellas de Descartes, pues en ella bosqueja, según nuestra perspectiva, las cualidades que deberá poseer, en la acción concreta de la vida cotidiana, un hombre inteligente: capacidad de análisis para discernir lo conveniente y tomar decisiones; firmeza de carácter para mantenerse en ellas; seguridad en sí mismo y ausencia de culpa o remordimiento por las decisiones tomadas durante su vida, las cuales, en consecuencia, lo habrán llevado a actuar de determinada manera.

Es cierto que, en lo que respecta a la vida diaria, no puede haber vacilaciones. Ahí no debe haber duda alguna. Un hombre debe estar preparado para que, cuando su circunstancia vital lo ponga ante la necesidad de tomar una decisión, tenga la claridad mental suficiente para discernir qué es lo más conveniente de hacer.

Ahora bien, como la vida no presenta jamás una sola opción sino que, por lo regular, presenta toda una gama de posibilidades de ser y hacer, es claro que a primera vista, todas las opciones aparecen como probables o como dudosas, pero entre todas esas opciones que aparecen como probables es necesario elegir una, la que sea y, una vez escogida, entonces tener la firmeza de carácter para seguirla como la más verdadera, no permitiendo, en modo alguno que, comentarios contrarios a la decisión que se haya tomado, hagan titubear nuestro estado de ánimo y nos hagan cambiar de decisión sencillamente porque no haya sido del agrado de quienes nos rodean.Las consideraciones de esta segunda máxima son muy pertinentes para aplicarlas en el mundo actual pues, por lo regular, hay en el hombre una

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ausencia muy marcada de madurez que le impide tomar decisiones y que lo lleva a estar siempre pidiendo sugerencias o consejos a los demás cuando tiene que enfrentarse a determinadas situaciones de su vida. Esta conducta puede aparecer, a primera vista, como una actitud de humildad que presuntamente engrandece al hombre, pero, en realidad, su irresolución no es otra cosa que el producto de una terrible ausencia de fortaleza de espíritu, de desarrollo del pensamiento y seguridad en sí mismo. Además, un hombre que acude siempre a pedir consejo ante una situación difícil que no requiera de conocimientos especializados o técnicamente muy sofisticados, prácticamente está dejando que otra persona tome la decisión por él y eso, además de evidenciar su incapacidad intelectual y moral, representa, al mismo tiempo, una manera de no responsabilizarse de la decisión tomada, pues siempre tendrá, en caso de error, la alternativa de culpar al otro. Esto, por supuesto, obstaculizará en gran medida su crecimiento como ser humano, pues se estará privando de la posibilidad de reconocer y aprender de sus propios errores.

Me parece que esta regla moral de Descartes es bastante aplicable a nuestro tiempo, pues sencillamente nos está diciendo: “Tienes que tomar tus propias decisiones, las que sean, pero que siempre sean tus decisiones. Si al final del proceso resulta que la decisión que tomaste no fue la mejor, habrás avanzado mucho más en el conocimiento de la vida y las circunstancias que si te hubieses mantenido irresoluto y esperando a que otro tomara la decisión por ti”.

Y es que, en verdad, conforme va pasando el tiempo el hombre tiene que ir adquiriendo la capacidad y fortaleza de espíritu como para tomar decisiones independientemente de la opinión que de él se hagan los demás porque, ya desde la antigüedad griega, se conocía que una señal inequívoca de la debilidad de un espíritu lo era el insaciable afán de pretender agradar a todos, incluso a costa de uno mismo. Es decir, un espíritu con fortaleza es aquel que tiene la suficiente humildad como para saber reconocer qué es lo que sí merece y exigirlo o para reconocer qué es lo que no merece y rechazarlo. Y en el caso de tomar el mismo las decisiones trascendentes para su vida, tener la capacidad para llevarlas a cabo con firmeza aunque a nadie le haya agradado su decisión.

Lo anterior es muy importante porque toca la parte última de la segunda máxima: “Debido a esto logré liberarme, desde entonces, de los arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las conciencias de esos espíritus débiles y vacilantes que hoy juzgan y practican como buenas algunas cosas que luego juzgan malas”. Y en efecto, esta parte de la máxima cartesiana contradice cabalmente cualquier intento cristiano de arrepentirse de lo que se ha hecho en el pasado, pues sólo los espíritus débiles pueden lastimarse por los errores cometidos, no así los espíritus altamente capacitados que tienen el poder para darse cuenta de sus errores y enmendarlos, pero nunca arrepentirse por lo que han realizado.

En apariencia, parece que aquel que reconoce un error y lo enmienda es alguien que se arrepiente pero, en definitiva, esto dista mucho de ser cierto. Veamos por qué: el arrepentimiento implica una connotación moral derivada de lo religioso que trae aparejado implica cierto grado de autoflagelación, pues conlleva en sí mismo, no sólo la certeza de que estuvo mal tomar una decisión que resultó equivocada, sino que la acción derivada

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de esa decisión rompe con el esquema de lo “bueno” o moralmente aceptable y en ese sentido acarrea, por necesidad, un complejo de culpa que lo lleva a pensar que no sólo se equivocó al decidir, sino que lastimó a otros o a “dios” mismo por soberbia al no obedecerle. Entonces, quien se arrepiente incluso por esa misma culpa puede nuevamente caer en el error, por la simple razón de que el arrepentimiento no es un acto racional, sino emotivo o irracional. El que se arrepiente es alguien que en realidad nunca estuvo seguro que la decisión tomada era la mejor, siempre estuvo pensando que quizás hubiese sido más acertado tomar otro camino. Por eso, cuando al final del proceso se da cuenta de su decisión equivocada no sólo sufre por haber errado en la decisión, sino también por las consecuencias de sus acciones.

En cambio, el que anda un camino o toma una decisión porque al faltarle los conocimientos, tenía la necesidad de elegir uno y lo ha seguido con firmeza como el más acertado y, una vez que ha llegado al fin, se percata que no era el mejor, sencillamente, de manera racional, valora la decisión que tomó y, al mismo tiempo, conoce que el andar ese camino le ha dado el pleno conocimiento para ahora seguir el adecuado, pero ni piensa que le falló a alguien ni siente que hizo algo “malo”. Sencillamente aprendió algo nuevo.

Este reconocimiento del error o equivocación que se cometió en la toma de decisiones se convierte, finalmente, en un acierto, puesto que lo rige la razón y no el sentimiento. No existe lugar, por tanto, ni para sentirse culpable ni menos para sentir remordimiento.

En otras palabras, es claro que sólo los hombres débiles de espíritu son capaces de sentir pena, culpa o remordimiento cuando han tomado decisiones que, finalmente, no resultan las mejores, ya que no sólo se auto lastiman por haber tomado una decisión equivocada y por las consecuencias derivadas de esa acción, sino que ni siquiera conocen que una de las condiciones de todo ser humano, debido a que es mayor la capacidad que abarca su voluntad para elegir que lo que almacena su conocimiento, es la de ser susceptible de cometer errores.

La debilidad del espíritu propicia el remordimiento y la autoconmiseración en el ser humano, pues siempre hay lugar para creer que las acciones llevadas a cabo en un pasado, aunque sea inmediato, fueron de lo peor y que se hizo daño a alguien. En realidad, lo que Descartes sugiere, aunque no sea esa su pretensión, es que un hombre necesita aprender a tomar decisiones aunque, en un principio, no esté seguro de que tal decisión será la mejor, pero una vez que ha sido tomada, seguirla precisamente como lo mejor que se haya podido elegir.

No es conveniente para la vida práctica cotidiana mantenerse irresolutos o a la expectativa de que otro tome la decisión por nosotros. Más bien, si seguimos a Descartes, es necesario arriesgarse a tomar nuestras propias decisiones aunque, al final, la opción que escogimos no haya sido la mejor; no obstante habernos guiado por nuestra propia intuición o por un porcentaje de probabilidades de éxito, habremos madurado y crecido como seres humanos al empezar a conocer y tener confianza en nuestras propias capacidades y ver el alcanza de nuestras limitaciones.

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Siguiendo esta máxima cartesiana es posible decir que cualquier intento de arrepentimiento es una señal inequívoca de la debilidad de un espíritu. Un hombre inteligente, maduro y seguro de sí mismo jamás se arrepiente absolutamente de nada que haya hecho, dicho o pensado antes. Para él todo lo pasado ha sido hecho de la mejor manera, en orden a su tiempo y espacio; es decir, en virtud de su circunstancia histórica. Esto no es óbice para que la circunstancia presente le pueda plantear un horizonte distinto que le permitirá valorar la posibilidad de cambiar la decisión y la acción asumidas en el pasado, pero ello jamás implicará, ni por un instante, sufrimiento o desilusión por lo que se hizo en el pasado. En otras palabras, sólo los pusilánimes tienen licencia para arrepentirse de las acciones equivocadas hechas en el pasado.