maugham, w. somerset - lord mountdrago

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LORD MOUNTDRAGOAutor: W. Somerset Maugham Libros PLAZA, Ediciones G.P. 1958 - Barcelona

El doctor Audlin lanz una mirada al reloj que haba sobre su escritorio. Eran las seis menos veinte. Le sorprendi que su paciente se retrasase, pues Lord Mountdrago se envaneca de su puntualidad. Con su modo sentencioso de expresarse, que confera a la observacin ms trivial el tono de un epigrama, sola decir que la puntualidad es un cumplido que se hace a los inteligentes y un reproche que se administra a los estpidos. Lord Mountdrago estaba citado para las cinco y media. No haba en el aspecto del doctor Audlin nada que llamase la atencin. Era alto y ms bien enjuto, estrecho de hombros y un tanto encorvado; su cabello era gris y ralo, y muy arrugado su rostro largo y cetrino. No tena ms de cincuenta aos, pero pareca ms viejo. Sus claros ojos azules demostraban cansancio. Cuando se haba

permanecido con l durante un rato se adverta que esos ojos se movan muy poco; quedaban fijos en el rostro del interlocutor, pero tan faltos de expresin que no producan desasosiego. Raramente se iluminaban; no proporcionaban indicios de sus pensamientos, ni se alteraban con las cosas que deca. Cualquier observador se hubiese sentido impresionado al ver que el doctor Audlin parpadeaba con mucha menos frecuencia que la mayora de los hombres. Sus manos eran un poco grandes, de dedos largos y afilados; suaves pero firmes, tibias pero no pegajosas. A menos que se hubiera observado detenidamente, nunca se hubiese podido decir qu era lo que llevaba puesto el doctor Audlin. Sus trajes eran oscuros, y su corbata negra. Su vestimenta haca ms plido su rostro cetrino y arrugado y ms descoloridos sus ojos claros. Produca la impresin de un hombre sumamente enfermo.

El doctor Audlin era psiquiatra. Haba abrazado la profesin por accidente, y la practicaba con recelo. Cuando la guerra estall, haca poco que haba obtenido el ttulo, y se hallaba realizando prcticas y adquiriendo experiencia en varios hospitales. Ofreci sus servicios a las autoridades, y poco tiempo despus se le envi a Francia. Fue entonces cuando descubri el don singular que posea. Poda aliviar ciertos sufrimientos mediante el toque de sus manos tibias y firmes, y con slo hablarles provocaba el sueo en hombres que padecan de insomnio. El doctor Audlin hablaba lentamente. Su voz careca de matices, y el tono de la misma no se alteraba con las palabras que pronunciaba; pero era una voz musical, suave y arrulladora. El doctor Audlin deca a los hombres que deban descansar, que no tenan por qu preocuparse, que deban dormir, y el descanso se introduca furtivamente en los cuerpos cansados, la tranquilidad expulsaba sus inquietudes como un hombre que consigue un lugar en un banco atestado, y un sueo suave y tranquilo caa sobre sus prpados como la leve lluvia de la primavera sobre la tierra renovada. El doctor Audlin descubri que al hablar a los hombres con su voz baja -y montona, al mirarlos con sus ojos inmviles y descoloridos, al acariciar sus frentes fatigadas con sus manos largas y firmes, poda mitigar sus perturbaciones, resolver los conflictos que los enloquecan y ahuyentar los odios que hacan de las vidas de tales hombres un tormento. En ocasiones realiz curaciones que parecieron milagrosas. Devolvi el habla a un hombre que, tras de haber quedado sepultado bajo tierra por una granada explosiva, se haba quedado mudo, y restituy el uso de sus extremidades inferiores a otro que haba quedado paralizado despus de estrellarse con un aeroplano. El doctor Audlin no poda comprender su poder. Era de ndole escptica, y a pesar de que se dice que en casos como el suyo lo primero que hay que hacer es creer en s mismo, nunca lo logr totalmente; slo el xito en sus actividades, manifiesto hasta para el

observador mas incrdulo, era lo que le obligaba a admitir que posea, alguna facultad, cuyo origen desconoca, oscura e incierta, que le permita hacer cosas de las cuales no poda ofrecer explicacin alguna. Cuando hubo terminado la guerra march a Viena, y luego se traslad a Zurich. Posteriormente se estableci en Londres para practicar el arte que haba adquirido de modo tan extrao. Haca ya quince aos que ejerca, y haba alcanzado en su especialidad una singular reputacin. La gente comentaba las curas sorprendentes que Audlin haba realizado, y si bien los honorarios del doctor eran elevados, tena ms pacientes de los que su tiempo le permita atender. El doctor Audlin tena en su haber algunos xitos extraordinarios; haba salvado a varios hombres del suicidio y del manicomio; haba aplacado dolores que amargaban vidas valiosas; haba transformado matrimonios desdichados en matrimonios felices; haba extirpado instintos anormales y liberado a no pocos seres de una odiosa servidumbre; haba proporcionado salud a enfermos del espritu... Haba hecho todo esto, y, sin embargo, en lo ms escondido de su mente subsista la sospecha de que l era poco ms que un charlatn. Se opona a su ndole el ejercitar un poder que no alcanzaba a comprender, y era un agravio para su honradez aprovecharse de la fe de la gente a la que atenda, cuando en realidad no tena fe en s mismo. Ya era suficientemente rico para poder vivir sin trabajar. Adems, el trabajo le agotaba; una docena de veces estuvo a punto de abandonar el ejercicio de su profesin. Conoca todo lo que Freud, Jung y los dems haban escrito. No se daba por satisfecho. Posea el ntimo convencimiento que las teoras de estos seores eran imposturas; y, sin embargo, all estaban los resultados, incomprensibles, pero evidentes. Y cunto no haba conocido de la naturaleza humana durante los quince aos en que los pacientes haban estado desfilando por la deslucida habitacin trasera de

Wimpole Street? Las revelaciones que haban sido vertidas en sus odos, algunas veces con demasiada complacencia, otras con rubor, con reticencia o con irritacin, haca tiempo que haban dejado de sorprenderle. Saba ya que los hombres eran mentirosos; saba cun extravagante era la vanidad que los dominaba; saba cosas mucho peores acerca de ellos; pero comprenda que no era de su incumbencia juzgar o condenar. No obstante, ao tras ao, a medida que estas terribles confidencias le eran transmitidas, su rostro se torn algo ms ceniciento, las arrugas se hicieron un poco ms profundas y sus plidos ojos aparecieron ms fatigados. Raramente rea, pero cuando, para descansar, lea una novela, sonrea de vez en cuando. Crean realmente los autores de aquellos libros que las mujeres y los hombres eran en verdad como los describan? Si supieran cunto ms complicados eran los hombres y mujeres, cunto ms inesperadas sus reacciones, qu irreconciliables elementos coexistan dentro de sus almas, y qu oscuros y siniestros debates los afligan! Eran las seis menos cuarto. De todos los extraos casos que se haba visto obligado a tratar al doctor Audlin, no poda recordar ninguno que lo fuera tanto como el de Lord Mountdrago: Una de las razones era la personalidad del paciente. Lord Mountdrago era un hombre talentoso y distinguido. Nombrado secretario de Asuntos Exteriores cuando an no haba cumplido los cuarenta, presenciaba ahora, al cabo de tres aos de desempear el cargo, el triunfo de su poltica. Se admita, en general, que este hombre era el poltico ms hbil del partido conservador, y nicamente el hecho de que su padre fuera par, a cuya muerte ya no podra Lord Mountdrago sentarse en la Cmara de los Comunes, haca imposible para l aspirar al cargo de primer ministro. Pero si en estos tiempos democrticos no puede pensarse en un primer Ministro de Inglaterra que se halle en la Cmara de los Lores, nada haba que impidiese a Lord Mountdrago continuar siendo secretario de Asuntos Exteriores en sucesivos

gobiernos conservadores, y de tal manera dirigir por mucho tiempo la poltica internacional de su pas. Lord Mountdrago tena muy buenas cualidades. Era inteligente y laborioso. Haba viajado mucho y hablaba con fluidez varios idiomas. Desde su juventud se haba especializado en asuntos extranjeros y se haba familiarizado e informado a conciencia con respecto a las circunstancias y detalles polticos y econmicos de otros pases. Posea valor, discernimiento y decisin. Era un buen orador tanto en la tribuna como en la Cmara, claro, exacto y a menudo ingenioso. Era un brillante polemista, y su don para la rplica aguda era muy celebrado. Tena una agradable presencia: era alto y bien parecido, algo calvo y tal vez demasiado corpulento, pero esto le confera solidez y un aire de madurez que le convena. Cuando era joven haba practicado el atletismo, haba remado en Oxford, y era conocido por ser uno de los mejores tiradores de Inglaterra. A los veinticuatro aos se haba casado con una joven de dieciocho cuyo padre era duque y cuya madre era una rica heredera americana, de modo que su esposa tena tanta alcurnia como riqueza. De ella tuvo dos hijos. Desde haca varios aos vivan separados en la vida privada, pero unidos en pblico, en tal forma que las apariencias fueron salvadas, y la ausencia de toda otra relacin o compromiso en ambos priv a los murmuradores de la oportunidad de chismorrear. Lord Mountdrago era, en verdad, demasiado ambicioso, trabajador demasiado tesonero, y debe agregarse demasiado patriota, para poder ser tentado por placeres que pudieran interponerse en su carrera. En pocas palabras, le absorba demasiado el tener que hacer de s mismo una figura popular y triunfadora. Desgraciadamente, tena grandes defectos. Era de una pedantera y de una afectacin impresionantes. Esto no hubiera sorprendido si su padre hubiese sido el primero en ostentar el ttulo nobiliario. Que el hijo de un abogado, de un industrial o de un licorista ennoblecido atribuya una excesiva importancia a su

categora resulta comprensible. El condado que posea el padre de Lord Mountdrago fue creado por Carlos II, y la barona que ostent el primer conde provena de la Guerra de las dos Rosas. Durante trescientos aos los sucesivos poseedores del ttulo se haban vinculado con las familias ms nobles de Inglaterra. Pero Lord Mountdrago se mostraba tan pagado de su cuna como un nuevo rico de su dinero. Nunca desdeaba una oportunidad para dejarlo bien sentado ante los dems. Posea exquisitas maneras cuando quera, pero nicamente lo haca con personas que consideraba como sus iguales. Se conduca con frialdad insolente hacia aquellos a quienes consideraba como sus inferiores sociales. Era rudo con sus criados y altivo con sus secretarios. Los funcionarios subordinados de las oficinas gubernamentales con los que haba estado sucesivamente vinculado, le teman y le odiaban. Su arrogancia era espantosa. Saba que era mucho ms inteligente que la mayora de las personas con las que deba tratar, y no titubeaba en ponerlo de manifiesto ante las mismas. Careca de tolerancia para con las fragilidades de la naturaleza humana. Se senta nacido para mandar, y se irritaba con las personas que esperaban que l escuchase los argumentos que deseaban exponer o con aquellas deseosas de conocer los motivos de sus resoluciones. Era inconmensurablemente egosta. Consideraba que todo servicio que se le prestase era una obligacin debida a su alcurnia e inteligencia, y, por consiguiente, inmerecedor de gratitud alguna. Nunca lleg a concebir que pudiera tener la obligacin de hacer algo por los dems. Tena numerosos enemigos a quienes despreciaba. No conoca a nadie que mereciese su ayuda, su cordialidad o su compasin. Careca de amigos. Sus superiores recelaban de l porque dudaban de su lealtad; era impopular dentro de su partido porque se mostraba imperioso y descorts; y, sin embargo, tan grande era su mrito, tan evidente su patriotismo, tan slida su inteligencia y tan brillante su actividad poltica, que sus correligionarios tenan que

soportarlo. Y lo que haca posible tal actitud era que, en las oportunidades en que poda mostrarse simptico, cuando se hallaba con personas a las que consideraba sus iguales, o cuando deseaba cautivar, en sus relaciones con dignatarios extranjeros o mujeres de calidad, consegua ser ameno, ingenioso y corts. Sus modales recordaban entonces que por sus venas corra la misma sangre que haba corrido por las de Lord Chesterfield. Poda referir algo con agudeza, poda mostrarse natural, sensible y hasta profundo. Sorprenda su

sensibilidad y la amplitud de sus conocimientos. Poda considerrsele entonces como la mejor compaa del mundo, y uno olvidadaba que el da anterior haba sido insultado por el que Lord Mountdrago era, muy capaz de no tenerle en cuenta al otro da. Poco falt para que Lord Mountdrago no fuera cliente del doctor Audlin. Un secretario llam cierto da por telfono al doctor y le dijo que su excelencia deseaba consultarle y vera con agrado que el doctor se trasladara a su casa a las diez de la maana del da siguiente. El doctor Audlin contest que le era imposible ir a casa de Lord Mountdrago, pero que tendra el placer de verle en su consulta dos das despus a las cinco y media de la tarde. El secretario recibi el mensaje y al punto volvi a llamar para decir que Lord Mountdrago insista en recibir al doctor Audlin en su casa particular, y que el doctor poda fijar sus honorarios. El doctor Audlin repuso que vea a los pacientes nicamente en su consulta, y que a menos que Lord Mountdrago estuviera dispuesto a visitarle all, lamentara no poder asistirle. Al cabo de un cuarto de hora le llamaron de nuevo para decirle que su excelencia ira, no a los dos das, sino al da siguiente a las cinco de la tarde. Cuando a Lord Mountdrago se le hizo pasar no avanz, sino que permaneci en el umbral y mir insolentemente al doctor de arriba abajo. El doctor Audlin advirti que su visitante estaba airado. Le mir fijamente, en silencio, con los ojos inmviles. Vio a un hombre alto y robusto, de cabello grisceo, cuyas entradas sobre la frente le daban

nobleza al rostro, de rasgos regulares y firmes y de expresin altanera. Algo en su fisonoma recordaba a uno de los Borbones del siglo XVIII. -Parece que es tan difcil verle a usted, doctor Audlin, como ver a un primer ministro. Yo soy un hombre extremadamente ocupado. -Quiere usted sentarse? - dijo el doctor. Su rostro no delataba que las palabras de Lord Mountdrago le hubiesen afectado de modo alguno. El doctor Audlin se sent en su silla frente al escritorio. Lord Mountdrago continu en pie, y su frente se ensombreci. -Creo un deber decirle que soy el Secretario de Asuntos Exteriores de Su Majestad - dijo con acrimonia. -Quiere usted sentarse? - repiti el doctor. Lord Mountdrago hizo un ademn que poda indicar que estaba por girar sobre sus talones y salir de la habitacin. Pero si sa fue su intencin, evidentemente recapacit. Y tom asiento. El doctor Audlin abri un libro grande y cogi la pluma. Escriba sin mirar a su paciente. -Qu edad tiene usted? -Cuarenta y dos aos. -Casado? -S. -Cunto hace que est casado? -Dieciocho aos. -Tiene hijos? -Tengo dos hijos. El doctor Audlin registraba los datos a medida que Lord Mountdrago contestaba bruscamente a sus preguntas. Luego se recost en la silla y mir a su visitante. No habl; se limit a mirar, seriamente, con sus ojos plidos e inmviles. -Por qu ha venido a verme? - pregunt finalmente.

-He odo hablar de usted. Tengo entendido que lady Canute es paciente suya. Ella me ha dicho que usted le ha hecho mucho bien. El doctor Audlin no respondi. Sus ojos permanecan fijos en el rostro de su interlocutor, pero tan vacuos de expresin que se hubiera pensado que ni siquiera lo vea. -No puedo hacer milagros - dijo al cabo. La sombra de una sonrisa revolote un instante en sus ojos -. El Real Colegio de Mdicos no lo aprobara si los hiciera. Lord Mountdrago ri entre dientes. Pareci disminuir su

hostilidad. Habl en un tono un poco ms amable. -Tiene usted una reputacin verdaderamente notable. La gente parece creer en usted. -Por qu ha venido usted a verme? - repiti el doctor Audlin. Esta vez le toc a Lord Mountdrago guardar silencio. Pareca como si le costase trabajo responder. El doctor Audlin esperaba. Al cabo, Lord Mountdrago pareci hacer un esfuerzo y dijo: -Gozo de perfecta salud. Como cosa rutinaria me hice examinar das pasados por mi mdico particular, Sir Augusto Fitzherbert, del que tal vez haya usted odo hablar. Me dijo que fsicamente soy como un hombre de treinta aos. Trabajo mucho, pero nunca me canso. Adems, mi trabajo me gusta. Fumo muy poco, y bebo en forma sumamente moderada. Hago suficiente gimnasia y llevo una vida muy arreglada. Soy un hombre perfectamente sano, fuerte y normal. No me sorprender que le parezca a usted tonto y pueril que venga a consultarle. El doctor Audlin comprendi que deba acudir en su ayuda. -No s si puedo hacer algo para ayudarle. Lo intentar. Tiene usted alguna zozobra? Lord Mountdrago frunci el entrecejo. -La tarea en que estoy empeado es importante. Las resoluciones que estoy obligado a adoptar pueden fcilmente afectar al bienestar

de la nacin y hasta a la paz del mundo. Es indispensable que mi juicio se halle equilibrado y que est despejado mi cerebro. Considero como un deber eliminar toda causa de preocupacin que pudiera disminuir mi eficiencia. El doctor Audlin no le haba quitado los ojos de encima. Haba visto mucho. Haba descubierto tras el porte pomposo y el orgullo arrogante de su paciente una angustia que no poda disipar. -Le ped que tuviera la amabilidad de venir a este lugar porque s por experiencia que es ms cmodo para cualquiera hablar

abiertamente en el ambiente poco atractivo de una consulta mdica que en un medio habitual. -Muy poco atractivo, por cierto - afirm con acritud Lord Mountdrago. Hizo una pausa. Resultaba evidente que aquel hombre tan seguro de s mismo, cuya mente rpida y resuelta no experimentaba nunca ninguna perplejidad, se encontraba turbado en aquellos momentos. Sonri con el propsito de mostrar al doctor que se senta cmodo, pero sus ojos traicionaron su desasosiego. Cuando volvi a hablar lo hizo con una cordialidad desacostumbrada. -Todo el asunto es en s tan trivial que apenas puedo decidirme a molestarle a usted. Temo que me diga que soy un necio y que le hago perder su valioso tiempo. -Hasta las cosas que parecen ms triviales pueden tener su importancia. Pueden ser sntomas de un trastorno profundamente arraigado. Y en cuanto a mi tiempo, se halla enteramente a disposicin de usted. La voz del doctor Audlin al decir esto era baja y grave. La monotona con que hablaba resultaba extraamente sedante. Al fin, Lord Mountdrago decidi ser franco. -ltimamente he tenido unos sueos sumamente molestos. S que es tonto prestarles atencin, pero si he de decirle la verdad, temo que hayan afectado a mi sistema nervioso.

-Podra usted describirme alguno de esos sueos? Lord Mountdrago sonri, pero su sonrisa, que trat de ser indiferente, fue slo lastimosa. -Son tan estpidos que me cuesta mucho contrselos. -No se preocupe. -Pues bien, tuve el primero de ellos hace alrededor de un mes. So que me hallaba en una recepcin ofrecida en la casa de los Connemara. Se trataba de una recepcin oficial. Asistiran el rey y la reina y, claro est, deban usarse condecoraciones. Yo llevaba puestas mi cinta y mi estrella. Penetr en una especie de guardarropa para dejar el abrigo, y vi a un diputado gals llamado Owen Griffiths. Si he de decirle la verdad, me sorprendi verle. Es un ser muy vulgar, y me dije a m mismo: Verdaderamente, Lydia Connemara extrema las cosas. A quin invitar la prxima vez? Me pareci que Owen me miraba con cierta curiosidad, pero yo no me di por enterado de su presencia. En efecto, esquiv a aquel individuo y sub la escalera. Supongo que usted nunca ha estado all. -Nunca. -No; es de esa clase de casas a las que usted probablemente nunca ira. Es una mansin vulgar, pero tiene una hermosa escalera d mrmol. Los Connemara se hallaban en la parte alta de la misma recibiendo a sus invitados. Cuando le estrech la mano, lady Connemara me mir sorprendida y trat de ahogar la risa. Pero yo no le prest atencin; es una mujer tonta y mal educada, y sus maneras no son mejores que las de su antepasada a quien el rey Carlos II hizo duquesa. Debo confesar que los salones de recepcin de los Connemara son majestuosos. Pas a travs de ellos saludando con la cabeza y estrechando la mano a numerosas personas. Luego vi al embajador alemn que hablaba con uno de los archiduques austriacos. Tena inters en cambiar unas palabras con l, y, por lo tanto, me acerqu y le tend la mano. En cuanto el archiduque me vio lanz una sonora

carcajada. Me sent profundamente afrentado. Me mir severamente de arriba abajo, pero l ri con ms fuerza. Estaba a punto de increparle cuando se produjo un repentino silencio. Comprend que haban llegado el rey y la reina. Volv la espalda al archiduque y me alej. Entonces, de pronto, advert que no llevaba pantalones. Me encontraba en calzoncillos cortos de seda y tena puestas unas ligas rojas. No era extrao, pues, que lady Connemara se hubiera sorprendido y que se hubiese redo el archiduque! No puedo decirle lo que sent en aquel momento. Fue una agona espantosa. Despert baado en sudor fro. Ah! No se imagina el alivio que experiment al comprender que no haba sido ms que un sueo. -Es una clase de sueo bastante frecuente - dijo el doctor Audlin. -Estoy de acuerdo. Pero al da siguiente ocurri algo extrao. Me hallaba en el vestbulo de la Cmara de los Comunes cuando Griffiths pas lentamente junto a m. Deliberadamente baj la vista a mis piernas y luego me mir a la cara, y estoy casi seguro de que me hizo un guio. Me asalt un pensamiento ridculo. Haba estado en la recepcin de los Connemara la noche anterior, haba presenciado mi horrible exhibicin y habla gozado con mi ridculo. Pero, claro est, yo saba que esto era imposible, porque no haba sido ms que un sueo. Le lanc una mirada penetrante y fra. Pero el tipo sonrea burlonamente con todo desenfado. Lord Mountdrago sac el pauelo del bolsillo y se enjug las palmas de las manos. Ya no trataba de ocultar su turbacin. El doctor Audlin no le quitaba los ojos de encima. -Cunteme otro sueo. -Fue a la noche siguiente, y result an ms absurdo que el primero. So que me hallaba en la Cmara. Se desarrollaba un debate sobre poltica internacional, que no solamente el pas sino todo el mundo haba esperado con la mayor ansiedad. El Gobierno haba resuelto llevar a cabo en su poltica un cambio que afectaba

vitalmente al porvenir del Imperio. El momento era histrico. Por supuesto, la Cmara se encontraba atestada de gente. Todos los embajadores se hallaban presentes. Las galeras estaban abarrotadas. Sobre m haba recado la obligacin de pronunciar el importante discurso de la tarde. Lo haba preparado cuidadosamente. Un hombre como yo tiene enemigos (mucha gente no puede ocultar su resentimiento por el hecho de haber yo alcanzado la posicin que tengo a una edad en que hasta los hombres ms capacitados se dan por satisfechos con situaciones de relativa oscuridad), y haba resuelto que mi discurso no solamente estuviese a la altura de las circunstancias, sino que tambin hiciera enmudecer a mis detractores. Me estimulaba al pensar que tena todo el mundo pendiente de mis labios. Me puse de pie. Si usted ha estado alguna vez en la Cmara sabr cmo hablan los miembros unos con otros durante el debate, hacen crujir papeles, revuelven y hojean informes... Cuando comenc a hablar, el silencio que reinaba era sepulcral. De pronto, vi a ese odioso patn de Griffiths, el diputado gals, en uno de los bancos opuestos; aquel tipo me sac la lengua. No s si usted ha odo alguna vez esa vulgar cancin titulada Una bicicleta para dos. Fue sumamente popular hace muchos aos. Para demostrarle a Griffiths todo mi desprecio, comenc a cantarla. Y cant completa la primera estrofa. Hubo un movimiento de sorpresa, y cuando hube concluido, en los bancos opuestos gritaban: Eh Eh! Oiga! Oiga! Levant la mano para imponerles silencio y cant la segunda estrofa. La Cmara me escuch en medio de un silencio ptreo, y tuve la sensacin de que la cancin no caa muy bien. Me senta irritado, porque tengo una buena voz de bartono, y estaba resuelto a que se me hiciera justicia. Cuando comenc la tercera estrofa, los miembros de la Cmara comenzaron a rer. En un segundo, la risa se extendi; los embajadores, los extranjeros de la Galera de Forasteros Distinguidos, las damas de la Galera de Seoras, los reporteros, todo el mundo bramaba, se

apretaba los costados, se revolva en sus asientos. Todos fueron dominados por la risa, a excepcin de los ministros que se hallaban en el Banco Frontal1 situado detrs de m. Permanecan petrificados en medio de aquel tumulto sin precedentes. Les lanc una mirada, y de pronto tuve conciencia de la enormidad de lo que haba hecho. Me haba transformado en el hazmerrer de todo el mundo. Con dolor comprend que deba presentar la renuncia de mi cargo. Despert y advert que era tan slo un sueo. La altivez de Lord Mountdrago haba desaparecido mientras narraba lo que quedaba dicho, y al terminar se hallaba plido y trmulo. Pero haciendo un esfuerzo recobr la calma. Violent sus labios temblorosos con una sonrisa. -Todo ello resultaba tan fantstico que no pudo menos que divertirme. No pens ms en ello, y cuando me dirig a la Cmara a la tarde siguiente me senta muy animado. El debate era montono, pero yo deba estar presente, y me puse a leer ciertos documentos que reclamaban mi atencin. Por una razn cualquiera levant la vista, y not que Griffiths estaba hablando. Dicho individuo tiene un desagradable acento gals y un aspecto poco atrayente. No poda concebir que tuviera nada que decir que valiera la pena de ser escuchado, y me dispona a volver a mis papeles cuando de pronto Griffiths cit dos versos de Una bicicleta para dos. Sin poderlo evitar le mir, y vi que sus ojos estaban clavados en m y que en su rostro haba una mueca de amarga burla. Me encog ligeramente de hombros. Resultaba cmico que aquel pequeo y desdeable diputado gals me mirara de tal forma. Era una extraa coincidencia que citase dos versos de la lamentable cancin que yo haba cantado completamente en mi sueo. Volv a leer mis papeles, pero no voy a negarle que hall difcil poderme concentrar en ellos. Me senta algo perplejo. Owen Griffiths se haba hecho presente en mi primer sueo, el que se desarroll en la1

Lugar reservado en el Parlamento ingls para ministros o ex ministros.

casa de los Connemara, y posteriormente tuve la sensacin de que el gals conoca el triste papel que yo haba hecho. Era una mera coincidencia que hubiese citado aquellos dos versos? Me pregunt si sera posible que l tuviera los mismos sueos que yo. Pero, por supuesto, la idea resultaba ridcula, y decid no pensar ms en ello. Hubo un silencio. El doctor Audlin miraba a Lord Mountdrago, y Lord Mountdrago miraba al doctor Audlin. -Los sueos de los dems son muy aburridos. Mi mujer suea de vez en cuando y se empea en contarme minuciosamente enloquecedor. El doctor Audlin sonri desmayadamente. -Usted no me aburre. -Le contar otro sueo ms que tuve pocos das despus. So que iba a un prostbulo de Limehouse. Nunca he ido a Limehouse ni creo haber estado en un prostbulo desde que sal de Oxford. Sin embargo, la calle y el lugar donde entr me resultaban tan familiares como mi propia casa. Penetr en un saln. No s si se trataba de bar o de un reservado. A uno de los lados haba una chimenea y un amplio silln de cuero, y al otro un pequeo sof. A lo largo del saln se hallaba el mostrador del bar. Junto a la puerta haba una mesa de mrmol, y cerca de ella dos sillones. Era un sbado por la noche. El lugar estaba atestado de gente, y aunque profusamente iluminado, lo llenaba un humo tan denso que me haca arder los ojos. Yo estaba trajeado como un patn, llevaba una gorra a la cabeza y un pauelo anudado al cuello. Me pareci que la mayor parte de la gente que se hallaba all estaba borracha, y el hecho se me antoj ms bien divertido. Un gramfono o una radio tocaba no s que cosa, y frente a la chimenea dos mujeres ejecutaban una danza grotesca. Un pequeo corro las rodeaba, riendo, aplaudiendo y cantando. Me levant para echar un vistazo, y un hombre me dijo: Tome una copa, Bill ! Sobre la mesa sus sueos al da siguiente. Lo considero

haba unos vasos colmados de un lquido oscuro que segn parece llaman cerveza negra. El tipo me alarg un vaso, y yo, no deseando ponerme en evidencia, me beb su contenido. Una de las mujeres que estaban bailando se separ de la otra, se acerc a m y, apoderndose del vaso, dijo: Eh! Qu te has credo? Esa cerveza es ma. Yo contest: Oh! Lo siento mucho. Este caballero me la ofreci, y, naturalmente, pens que le perteneca. La mujer dijo entonces: Bueno, muy bien, compaero. No importa. Vamos a bailar. He estado siempre demasiado ocupado para poder prestar mucha atencin a asuntos de esa ndole, y viviendo tan a la vista del mundo como yo vivo habra sido insensato hacer nada que pudiera dar origen a un escndalo. Lo que mejor reza en favor de un poltico, y lo que mayormente facilita su xito, son antecedentes intachables en lo que se refiere a mujeres. No tolero a los hombres que arruinan completamente sus carreras a causa de ellas. Me limito a despreciarlas. Alc los ojos. All estaba Owen Griffiths. Intent incorporarme violentamente, saltar del silln, pero aquella horrible mujer no me lo permiti. No le hagas caso. No es ms que un entrometido, dijo. No te detengas... Conozco a Molly. Con ella habrs empleado bien tu dinero, me dijo Owen. Como usted comprender, me senta tan vejado de que me viera en aquella situacin como furioso porque se dirigiera a m llamndome amigo. Apart de un empujn a la mujer, me puse de pie y me encar con l. No le conozco, y no quiero conocerlo, dije. Yo te conozco muy bien, contest Griffiths. Y, dirigindose a la mujer, aadi: Te voy a dar un consejo, Molly: procura que te pague, porque si puede te estafar. En la mesa que tena junto a m haba una botella de cerveza. Sin decir una palabra, la cog por el gollete y asest con ella un golpe en la cabeza de Griffiths. Hice un movimiento tan violento que me despert.

-Un sueo de esa clase no resulta incomprensible - dijo el doctor Audlin -. Es el desquite que la naturaleza se toma sobre personas de carcter intachable. -El relato es estpido. No se lo he contado por lo que es en s. Se lo he contado por lo que ocurri al da siguiente. Necesit con urgencia averiguar algo y fui a la biblioteca de la Cmara. Consegu el libro que necesitaba y comenc a leer. No advert cuando me sent que Griffiths se hallaba sentado en la silla que estaba junto a la ma. Entr otro laborista y se dirigi a l: Hola, Owen! Tiene usted mal aspecto. Y Owen contest: Me duele horriblemente la cabeza. Siento como si me la hubiesen abierto de un botellazo. El rostro de Lord Mountdrago estaba ceniciento por la angustia. --Comprend entonces que la idea que se me haba ocurrido y que haba rechazado como absurda, era acertada. Comprend que Griffiths soaba lo mismo que yo. -Pudo tambin haber sido una coincidencia. -Cuando habl no pareca dirigirse a su amigo, sino a m. Me mir con sombro resentimiento. -Podra usted darme alguna indicacin que explique por qu ese mismo hombre aparece en todos mis sueos? -Ninguna. Los ojos del doctor Audlin no se haban apartado del rostro de su paciente, y, as, comprendi que menta. Tena en la mano un lpiz, y con l traz maquinalmente unas lneas sobre el papel secante. A menudo tardaba mucho en conseguir que la gente dijese la verdad, y, sin embargo, sus pacientes saban que a menos que fuesen completamente sinceros l no poda hacer nada por ellos. -El sueo que acaba de relatarme ocurri hace ms de tres semanas. Ha tenido otros desde entonces? -Todas las noches. -Y apareci ese Griffiths en todos ellos?

-S. El doctor Audlin dibuj ms lneas en su papel secante. Quera que el silencio, la penumbra, la luz tenue de la pequea habitacin produjeran sus efectos sobre la sensibilidad de Lord Mountdrago. Lord Mountdrago se ech atrs en la silla y desvi la cabeza para no ver los graves ojos del mdico. -Doctor Audlin, debe usted hacer algo por m. Me encuentro al cabo de mi resistencia. Me volver loco si esto contina. Siento miedo de ir a dormir. He estado en vela dos o tres noches. Me he quedado levantado leyendo, y cuando senta, que me venca el sueo me pona la chaqueta y paseaba hasta quedar exhausto. Pero me hace falta dormir. Con todo lo que tengo que hacer es imprescindible que me encuentre en perfectas condiciones; es menester que mantenga el dominio absoluto de mis facultades. Necesito descanso; el sueo no me reporta descanso alguno. Apenas me duermo comienzan mis sueos. Ese pequeo sujeto grosero y vulgar aparece siempre en ellos, mirndome con sorna, mofndose de m, desprecindome. Es una persecucin monstruosa. Le aseguro, doctor, que no soy el hombre de mis sueos; no es justo juzgarme por ellos. Pregunte usted a quien quiera. Soy un hombre honrado, recto y decente. Nadie puede decir nada de mi moralidad, pblica o privada. Toda mi ambicin es servir a mi pas y conservar su grandeza. Tengo dinero y posicin social. No estoy expuesto a muchas de las tentaciones de los hombres inferiores, y, por lo tanto, no es un mrito en m ser incorruptible; pero s puedo proclamar que ningn honor, ninguna ventaja personal, ninguna consideracin hacia m mismo, me induciran a desviarme en lo ms mnimo de mi deber. Lo he sacrificado todo para llegar a ser el hombre que soy. Mi meta es la grandeza. La grandeza est a mi alcance, y estoy viendo menguar mi fibra. No soy ese ser vil, despreciable, cobarde y lujurioso que ha visto ese ente horrible. Le he contado tres de mis sueos. Pues bien, apenas pueden darle idea de

lo que me ocurre; ese hombre me ha visto hacer cosas tan bestiales, tan espantosas, tan bochornosas, que aun cuando me fuera la vida en ello no las contara. Y ese hombre las recuerda. Apenas puedo afrontar la burla y el disgusto que veo en sus ojos, y hasta vacilo antes de hablar porque s que mis palabras pueden parecerle nada ms que un embuste. Me ha visto hacer cosas que ningn hombre de algn pundonor hara jams, cosas por las cuales los hombres son desterrados de la sociedad de sus semejantes y condenados a largas penas de prisin; me ha odo hablar de un modo obsceno; me ha visto no solamente ridculo sino repugnante. Ese hombre me desprecia y ya no se preocupa de ocultarlo. Le aseguro que si usted no puede hacer algo para acudir en mi ayuda, o me mato yo o lo mato a l. -Yo no le matara si me hallase en su lugar - dijo serenamente el doctor Audlin con su voz sedante -. En este pas, las consecuencias de matar a un semejante son terribles. -Pues no me colgaran, si es eso lo que usted piensa. Quin sabra que yo lo haba matado? Aquel sueo que tuve me ha enseado la forma de hacerlo. Le he contado que al da siguiente de haberle golpeado en la cabeza con una botella de cerveza, Griffiths sufra una terrible jaqueca. El mismo lo asegur. Eso demuestra que puede sentir con su cuerpo despierto lo que le ocurre a su cuerpo entregado al sueo. No ser con una botella con lo que le d la prxima vez. Alguna noche, cuando est soando, habr de encontrarme con un cuchillo en la mano o con un revlver en el bolsillo (y deber ser as, porque lo deseo intensamente), y entonces aprovechar la

oportunidad. Lo matar de una pualada como a un cerdo; lo matar a tiros como a un perro. Lo digo de corazn. Y entonces quedar liberado de esta persecucin diablica. Ciertas personas hubiesen pensado que Lord Mountdrago estaba loco. Al cabo de todos los aos en los cuales el doctor Audlin haba tenido a su cuidado las almas enfermas de tantos hombres, saba cun estrecha es la zona divisoria

entre los que llamamos cuerdos y los que llamamos insanos. Saba con cunta frecuencia en hombres que segn todas las apariencias eran sanos y normales, aparentemente desprovistos de imaginacin, que cumplan con las obligaciones de la vida diaria en forma meritoria y para beneficio de sus semejantes podan descubrirse, cuando se ganaba su confianza, cuando se les arrancaba la mscara que usaban en el mundo, no solamente horribles anormalidades, sino caprichos tan extraos, extravagancias mentales tan fantsticas, que no se poda menos de considerarlos locos. Si se los encerrara en un manicomio, todos los manicomios del mundo seran pocos. De todos modos, a un hombre no se le puede diagnosticar porque tenga sueos extraos y porque esos sueos le hayan destrozado los nervios. El caso era singular, pero no pasaba de ser una exacerbacin de otros casos que el doctor Audlin haba atendido. Sin embargo, tena sus dudas acerca de si los mtodos de tratamiento que tan a menudo haba encontrado eficaces seran de algn provecho en aquella ocasin. -Ha consultado usted a algn otro mdico? -pregunt Audlin. -Tan slo a Sir Augusto. Pero le dije sencillamente que sufra de pesadillas. Me dijo que esto se deba a un trabajo excesivo, y me recomend un viaje por mar, lo cual es absurdo. No puedo abandonar el ministerio de Asuntos Exteriores precisamente ahora, cuando la situacin internacional reclama una constante atencin. Soy

indispensable, y ello me consta. De mi actuacin en las presentes circunstancias depende todo mi porvenir. Sir Augusto me recet calmantes. No hicieron efecto alguno. Me dio tnicos. Resultaron peor que intiles. Es un viejo tonto. -No hay ninguna razn que justifique la presencia de ese hombre en sus sueos? -Me ha hecho esa pregunta antes. La he contestado.

Era cierto. Pero el doctor Audlin no haba quedado satisfecho con la respuesta. -Hace un instante hablaba usted de persecucin. Por qu querra Owen Griffiths perseguirle? -No lo s. Los ojos de Lord Mountdrago se desviaron un tanto. El doctor Audlin tena la certidumbre de que su paciente no deca la verdad. -Le ha causado usted dao alguna vez? -Nunca. Lord Mountdrago no se movi, pero el doctor Audlin tuvo la extraa sensacin de que su interlocutor se encogi dentro de su piel. Tena frente a s a un hombre fuerte, orgulloso, que produca la impresin de que consideraba una insolencia las preguntas que se le hacan, y, sin embargo, y a pesar de todo, detrs de aquel aspecto haba algo cambiante y despavorido que haca pensar en un animal aterrorizado cogido en una trampa. El doctor Audlin se inclin hacia adelante, y mediante el poder de su mirada oblig a Lord Mountdrago a que le mirara a los ojos. -Est usted seguro? -Completamente seguro. Parece usted no comprender que nuestras sendas llevan rumbos diferentes. No deseo insistir en ello, pero debo recordarle que soy un Ministro de la Corona y que Griffiths es un oscuro miembro del partido laborista. Naturalmente, no existen relaciones sociales entre nosotros. Es un hombre de origen muy humilde. No es la clase de persona que yo pudiera conocer, dentro de todas las probabilidades, en ninguna de las casas que frecuento. Polticamente, nuestras posiciones respectivas se hallan tan separadas que no hay posibilidad alguna de que podamos tener nada en comn. -No puedo hacer nada por usted a menos que me diga toda la verdad. Lord Mountdrago enarc las cejas. Su voz son spera.

-No estoy habituado a que se dude de mis palabras, doctor Audlin. Si usted piensa hacerlo, creo que seguir ocupando su tiempo puede resultar tan slo una prdida del mo. Si tiene usted la gentileza de hacer saber a mi secretario cules son sus honorarios, l se cuidar de que se le enve a usted un cheque. A pesar de todo, por la expresin que poda notarse en el rostro del doctor Audlin, se hubiera podido pensar que, simplemente, no haba odo lo que Lord Mountdrago haba dicho. Continu mirndole a los ojos, y su voz se mantuvo grave y baja. -Le ha hecho usted algo a ese hombre que l pueda considerar como un dao? Lord Mountdrago titube. Desvi la mirada, y luego, como si en los ojos del doctor Audlin hubiera una fuerza a la que no poda resistir, volvi a mirarle. Contest malhumorado: -Es un sujeto bajo y de nfima categora. -As es exactamente como usted lo ha descrito. Lord Mountdrago suspir. Estaba vencido. El doctor Audlin saba que el suspiro significaba que finalmente su visitante dira lo que hasta entonces haba ocultado. Ya no tena necesidad de insistir. Baj los ojos y volvi a dibujar vagas figuras geomtricas en el papel secante. El silencio dur dos o tres minutos. -Tengo el propsito de decirle todo lo que pueda ser para usted de alguna utilidad. Si no he mencionado esto antes ha sido tan slo porque carece de importancia y porque no creo que tenga relacin alguna con el caso. Griffiths obtuvo un acta en las ltimas elecciones, e inmediatamente comenz a resultar un engorro. Su padre es minero, y l mismo trabaj cuando nio en una mina. Ha sido maestro de escuela y periodista. Es uno de esos intelectuales engredos y a medio sazonar, con esas ideas y esos proyectos impracticables que la educacin obligatoria ha producido en el seno de la clase trabajadora. Es un hombre huesudo, de rostro ceniciento.

Parece desnutrido, y su aspecto es siempre de lo ms desaliado. Todos sabemos que los parlamentarios de hoy en da no se preocupan mucho del vestir, pero los trajes de Owen Griffiths son una afrenta a la dignidad de la Cmara. Son ostentosamente rados, su cuello nunca est limpio, y su corbata jams est correctamente anudada; parece como si hiciera un mes que no se baa, y lleva las manos siempre sucias. El partido laborista tiene dos o tres miembros en el Banco Frontal que poseen cierto talento, pero el resto no cuenta mucho. En pas de ciegos, el tuerto es rey. A causa de que Griffiths posee cierta facundia y almacena un cmulo de informacin superficial sobre cierto nmero de tpicos, los whips1 partidarios suyos comenzaron a proponerlo para hablar cada vez que se presentaba una oportunidad. Result manifiesto que se haba aficionado a la poltica exterior, y se pasaba el tiempo hacindome preguntas tontas y agotadoras. No le oculto que me propuse desairarlo con todo el rigor que a mi entender mereca. Desde el comienzo aborrec su forma de hablar, su voz plaidera y su vulgar acento. Sus ademanes nerviosos y amanerados me irritaban profundamente. Hablaba ms bien cautelosamente, titubeando, como si le resultase una tortura y, sin embargo, se viera forzado a ello por alguna pasin interior, y a menudo sola decir algunas cosas sumamente desconcertantes. Confieso que de vez en cuando lograba una especie de rimbombante elocuencia. Posea cierta influencia sobre las desordenadas mentes, de los miembros de su partido, a quienes impresionaba su formalidad, y no se sentan, como yo asqueados por su sentimentalismo. Cierto sentimentalismo es moneda corriente en los debates polticos. El propio inters es el que gobierna a las naciones, pero stas prefieren creer que sus fines son altruistas, y el poltico queda absuelto si con palabra galana y frases torneadas consigue persuadir a los dems de que el arduo negocio que maneja en beneficio de su pas tiende en realidad a procurar el bien de la humanidad. El error que cometen tipos como Griffiths es el1

Diputados del Parlamento ingls que tienen el encargo de velar por la disciplina de su partido. (N. del T.)

de tomar esas palabras galanas y esas frases torneadas al pie de la letra. Es un manitico, un manitico pernicioso. El se llama a s mismo un idealista. Tiene en la punta de la lengua toda esa tediosa chchara con que la intelligentsia nos ha estado cargando durante aos. Obediencia pasiva... Confraternidad de los hombres... Ya conoce usted esa irremediable basura. Lo peor era que causaba impresin no solamente sobre su propio partido sino que hasta conmovi a algunos de los miembros ms necios e intelectualmente ms torpes de entre los nuestros. Hasta m llegaron rumores de que era probable que Griffiths lograse un ministerio cuando hubiera un Gobierno laborista; y llegu a or que se sugera que poda conseguir la cartera de Asuntos Exteriores. La idea era grotesca, pero no irrealizable. Cierto da tuve oportunidad de cerrar un debate sobre poltica internacional que Griffiths haba promovido. Este ltimo haba hablado durante una hora. Consider que era una buena oportunidad para darle su merecido, y por Dios que lo tuvo! Despedac su discurso. Seal lo viciado de su razonamiento y subray la deficiencia de sus conocimientos. En la Cmara de los Comunes el arma ms devastadora es el ridculo. Yo me burl de Griffiths y deshice cuanto haba dicho. Aquel da me hallaba en magnfica forma, y la Cmara se estremeci de risa. Las risas de los presentes me estimulaban, y me super a m mismo. La oposicin se mantena mustia y silenciosa, pero incluso algunos de ellos no pudieron evitar el rer una o dos veces. Ya sabe usted que no es intolerable ver a un colega, quizs un rival, transformado en objeto de burla. Y si alguna vez un hombre fue hecho objeto de burla, eso sucedi cuando yo pulveric a Griffiths. Estaba encogido en su asiento; vi palidecer su rostro, y un momento despus lo ocult entre sus manos. Cuando me sent le haba destruido. Haba destrozado su prestigio para siempre; tena las mismas probabilidades de obtener un ministerio cuando llegase un Gobierno laborista que el polica de

la puerta. Posteriormente supe que su padre, el viejo minero, y su madre haban llegado de Gales acompaados de varios partidarios suyos del distrito electoral, para presenciar el triunfo que ellos esperaban deba alcanzar. Fueron testigos nicamente de su completa humillacin. Griffiths gan en su distrito electoral por el ms estrecho margen de votos. Un incidente como aqul poda fcilmente costarle su acta. Pero esto no era asunto mo. -Podra tildrseme de vehemente si dijese que usted ha arruinado la carrera de ese hombre? - pregunt el doctor Audlin. -Supongo que no. -Es un dao muy serio el que usted le ha causado. -El mismo se lo busc. -Ha experimentado usted algn escrpulo de conciencia por lo ocurrido? -Pienso que tal vez si hubiese sabido que su padre y su madre estaban all le habra vencido con un poco ms de suavidad. Para el doctor Audlin ya no haba nada que pudiera agregarse, y comenz a tratar a su paciente en la forma que crey ms provechosa. Procur mediante la sugestin hacerle olvidar sus sueos cuando se despertaba; procur hacerle dormir tan profundamente que no pudiera soar. Hall que la resistencia de Lord Mountdrago era imposible de ser vencida. Al cabo de una hora lo dej marcharse. A partir de entonces haba visto a Lord Mountdrago media docena de veces. No haba podido mejorarle en nada. Los horribles sueos continuaron noche tras noche atormentando a aquel desdichado, y resultaba claro que su estado general empeoraba rpidamente. Estaba agotado. Su irritabilidad no tena lmites. Lord Mountdrago mostraba su enojo porque el tratamiento no daba ningn resultado, pero a pesar de ello lo continuaba, no solamente porque pareca ser su nica esperanza, sino tambin porque era un alivio para l tener alguien con quien hablar abiertamente. El doctor Audlin lleg, finalmente, a

la conclusin de que haba un solo camino por el cual Lord Mountdrago poda lograr su liberacin; pero conoca a ste demasiado bien, y tena la certidumbre de que nunca lo conseguira por su propia voluntad. Si Lord Mountdrago quera salvarse del desastre que le amenazaba deba dar un paso que resultara intolerable para su orgullo y su enorme engreimiento. El doctor Audlin se convenci de que era imposible demorarlo ms. Estaba tratando a su paciente mediante la sugestin, y tras varias visitas lo encontr ms sensible para su propsito. Por ltimo, se las compuso para hundirlo en un estado de somnolencia. Con su voz baja, suave y montona alivi sus nervios torturados. Repiti las mismas palabras una y otra vez. Lord Mountdrago descansaba inmvil, con los ojos cerrados; su respiracin era regular, y sus miembros se haban aflojado. Entonces el doctor Audlin, en el mismo tono apacible, dijo las palabras que haba preparado. -Ir usted a ver a Owen Griffiths y le dir que lamenta haberle causado tan enorme dao. Le dir que est dispuesto a hacer cuanto est en su mano para reparar todo el mal que le ha hecho. Tales palabras tuvieron sobre Lord Mountdrago el efecto de un latigazo que le hubiera cruzado la cara. Sali de su estado hipntico y se levant de un salto. Sus ojos llameaban de clera, y lanz sobre el doctor Audlin los peores insultos que ste haba odo nunca. Lord Mountdrago us un lenguaje tan obsceno que el doctor Audlin, que haba escuchado toda clase de groseras, algunas veces de labios de mujeres virtuosas y distinguidas, qued sorprendido de que su cliente las conociera. -Pedir disculpas a ese inmundo gals? Antes me matara. -Creo que es la nica forma de que usted pueda recuperar su equilibrio. El doctor Audlin no haba visto muy a menudo a un hombre presumiblemente cuerdo en tal estado de furor. Lord Mountdrago

tena el rostro congestionado y desorbitados los ojos. Echaba espumarajos por la boca. El doctor Audlin lo observaba tranquilamente, esperando que la tormenta amainara por s misma, y un momento despus comprendi que Lord Mountdrago, debilitado por la tensin a que haba sido sometido durante tantas semanas, se encontraba exhausto. -Sintese - dijo entonces speramente. Lord Mountdrago se encogi completamente en una silla. -Cristo! Me siento agotado. Necesito descansar un minuto y luego me marchar. Permanecieron durante cinco minutos en completo silencio. Lord Mountdrago era un grosero y un fanfarrn, pero era tambin un caballero. Cuando volvi a hablar, haba recobrado el dominio sobre s mismo. -Temo haber sido demasiado rudo con usted. Estoy avergonzado de las cosas que le he dicho, y puedo tan slo manifestarle que tendra usted razn sobrada para negarse a seguir atendindome. Abrigo la esperanza de que no proceda as. Siento que las visitas que le hago me reportan mucho bien. Creo que es usted mi nica posibilidad. -No tiene que preocuparse en absoluto por lo que ha dicho. No tiene importancia. -Pero hay algo que no debe usted pedirme, y es que presente mis excusas a Griffiths. -He meditado mucho sobre su caso. No pretendo haber llegado a conocerlo completamente, pero creo que su nica posibilidad de alivio est en hacer lo que le he propuesto. Yo sostengo el perecer de que ninguno de nosotros es un solo yo, sino muchos, y uno de ellos se ha sublevado contra el dao que le ha infligido a Griffiths; ese yo ha adoptado en su mente la forma de Griffiths, y le est castigando por lo que con tanta crueldad llev a cabo. Si yo fuera un sacerdote, le dira que es su conciencia lo que ha asumido la forma y los rasgos de

ese hombre para acosarle, llevarle al arrepentimiento y persuadirle de que debe reparar el dao hecho. -Mi conciencia est limpia. No es culpa ma si destru le carrera de ese hombre. Lo aplast como a una babosa en mi jardn. No siento remordimiento alguno. Despus de estas palabras, Lord Mountdrago se march. Repasando sus anotaciones, el doctor Audlin reflexionaba sobre la forma de llevar a su paciente a ese estado de nimo que, despus de sus habituales mtodos de tratamiento haban fracasado, era a su entender lo nico que poda remediar su situacin. Mir el reloj. Eran las seis. Resultaba extrao que Lord Mountdrago no hubiese llegado. Saba que tena el propsito de ir porque uno de los secretarios haba llamado por telfono aquella maana pera decir que su excelencia ira a verle a la hora de costumbre. Alguna tarea urgente deba haberle retrasado. Este idea le llev a pensar en otra cosa: Lord Mountdrago estaba completamente incapacitado para trabajar, y mucho menos en condiciones para manejar importantes asuntos de Estado. El doctor Audlin se preguntaba si deba ponerse en contacto con alguien del Gobierno, el primer ministro o el subsecretario permanente de Asuntos Exteriores, y comunicarle que le mente de Lord Mountdrago sufra tal desequilibrio que resultaba peligroso dejar en sus manos asuntos de importancia. Era algo muy delicado de llevar a efecto. Poda provocar une innecesaria perturbacin y ver rotundamente desairada su espontnea solicitud. El doctor Audlin se encogi de hombros. Despus de todo - reflexion -, los polticos han hecho tal revoltijo del mundo durante los ltimos veinticinco aos, que supongo que no tendr le menor importancia que estn locos o cuerdos. El doctor Audlin llam con le campanilla. -Si acaso viniere Lord Mountdrago, dgale que tengo otra consulte a las seis y cuarto, y que, por lo tanto, no me ser posible verle.

-Muy bien, seor. -Han trado ya el diario de la tarde? -Ir e ver. Al cabo de un momento el criado le entreg el diario. En la primera pgina se vea un enorme titular: Trgica muerte del ministro de Asuntos Exteriores. -Dios mo! - exclam el doctor Audlin. Por una vez se alter su calma acostumbrada. Se sinti conturbado, horriblemente conturbado, y, sin embargo, la noticia no le sorprendi totalmente. La posibilidad de que Lord Mountdrago pudiera suicidarse se le ocurri varias veces, porque no le caba duda alguna de que haba sido un suicidio. El diario deca que Lord Mountdrago estaba esperando en una estacin del metro, de pie el borde del andn, y que cuando el tren entr en la estacin se le vio caer a los rieles. Se supona que haba sufrido un repentino desvanecimiento. El diario segua diciendo que Lord Mountdrago haba estado sufriendo durante varias semanas los efectos de un exceso de trabajo, pero que haba considerado imposible ausentarse mientras la poltica exterior reclamara su sostenida atencin. Lord Mountdrago era otra vctima del esfuerzo a que le moderna poltica somete a aquellos que desempean en ella los papeles ms importantes. En la pgina se insertaba tambin una nota sobre las condiciones, la laboriosidad, el patriotismo y la visin del estadista fallecido, seguida de varias conjeturas acerca de la eleccin que para nombrar sucesor hara el Primer Ministro. El doctor Audlin lo ley todo. Lord Mountdrago no le haba gustado nunca. La principal emocin que su muerte le produjo fue el disgusto hacia s mismo a causa de no haber podido hacer nada por l. Tal vez hubiese hecho mal en no ponerse al habla con el mdico del Lord Mountdrago. Se senta descorazonado, como ocurra siempre que el fracaso frustraba sus concienzudos esfuerzos, y le embarg una

repugnancia por la teora y la prctica de aquella doctrina emprica mediante la cual se haba ganado la vida. Manejaba fuerzas oscuras y misteriosas, cuya comprensin estaba quiz ms all de la posibilidad de la mente humana. Era como un hombre con los ojos vendados que buscara a tientas su camino hacia no saba dnde. Sin prestar mayor atencin, volvi las hojas del diario. De pronto dio un respingo, y nuevamente una exclamacin brot de sus labios. Sus ojos se haban fijado en una pequea nota casi al pie de una columna. Ley : Muerte repentina de un miembro del Parlamento. Esta tarde, el seor Owen Griffiths, miembro del Parlamento por... etc., se sinti repentinamente indispuesto en Fleet Street, y al ser llevado al Hospital de Charing Cross se comprob que haba fallecido. Se supone que la muerte fue provocada por causas naturales, pero, de todos modos, se proceder a realizar una investigacin. El doctor Audlin no poda creer lo que lea. Habra sido posible que la noche anterior Lord Mountdrago se hubiera en sus sueos hallado en posesin del arma, cuchillo o revlver que haba deseado, y hubiese matado a su atormentador, y que ese crimen fantasmal, del mismo modo que el golpe con la botella le produjo a Griffiths un horrible dolor de cabeza al da siguiente, hubiese tenido efecto cierto nmero de horas despus sobre el hombre despierto? O sera algo ms misterioso y horrible? Sera que cuando Lord Mountdrago busc alivio en la muerte, el enemigo a quien tan cruelmente haba perjudicado le hubiera perseguido hasta alguna otra esfera, para seguir all torturndolo? Era muy extrao. Lo sensato era considerar el hecho como una mera y singular coincidencia. El doctor Audlin hizo sonar la campanilla. -Dgale a la seora Milton que lamento no poder atenderla esta tarde. No me siento bien. Y era cierto: tiritaba como si hubiese sido atacado de calentura. Mediante una especie de sentido espiritual le pareci contemplar ante

s un helado y horrible vaco. La noche oscura del alma le envolvi en su seno, y experiment un extrao y primitivo terror, pero no saba qu.

FIN