masscult y midcult

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copias

TALLE-R - SOC. De- 1-.b‘

__.,. CP ' -

COL. TO PA- .,....,......~..., SOC TS

MASSCULT Y MIDCULT

Dwight MacDonald

UJ 19 Autor IP

A i nDOSTIZIA

Titulo Or iginal /Y

1-e CÁ)LWPA . _

Hz_- - éDcr, q 15.6

Año. Eo LPais I /196C:It -Mberio Ca-Q-15(1' Información Cornplementaria e

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Durante casi dos siglos la cultura occi-dental ha representado en realidad dos culturas: la de tipo tradicional a la que de-finiremos como Alta Cultura, reflejada en los libros de texto, y la narrativa, fabrica-da para el mercado. Esta última puede ser definida como Cultura de Masas, o mejor Masscult, desde el momento en que no se trata verdaderamente de cultura. El Mass-cult es una parodia de la Alta Cultura. Por lo que se refiere a las formas más antiguas, los artesanos del Masscult están trabajan-do desde hace mucho tiempo: en la narra-tiva, se va desde las "novelas de enredo" del siglo XVIII hasta Edna Ferber, Fannie Hurst y los efímeros productos actuales de Burdick, Drury, Michener, Ruark y Uris; en la música, desde "Corazones y Flores" hasta el Rock and Roll; en el arte, desde las oleografías hasta Norman Rockwell; en arquitectura, desde el gótico victoriano a las modernas casas de estilo ranch; en el pensamiento, desde la Proverbial Philo-sophy, de Martín Tupper ("No te cases sin medios, porque de tal forma desafiarías a la Providencia — Pero no esperes más de lo preciso, porque el matrimonio es el DE-BER de la mayoría de los hombres") hasta Norman Vicent Peale. (Pensadóres como H. G. Wells, Stuart Chase y Max Lerner pueden alinearse más entre el Midcult que en el Masscult.) Y la enorme producción de los nuevos medios de comunicación como la televisión, la radio y el cinemató-grafo es casi enteramente Masscult.

El Masscult es un hecho nuevo en la historia. Y no sólo porque en la actualidad se produzca tanto arte de baja estrofa. La mayor parte de la Alta Cultura ha sido me-

. diocre, pues el talento siempre ha sido raro —basta con visitar las salas de cal-

, quier gran museo o intentar la lectura de algunos libros olvidados de los siglos pa-

:, sados. Puesto que las obras mejores es- tán todavía en circulación, se tiende a pen- sar en el pasado en dichos términos, pero en realidad esas obras no fueron más que

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los escasos confites de un "budin" de me-diocridad.

El Masscult es malo de una manera nue-va: no tiene siquiera la posibilidad teórica de ser bueno. Hasta el siglo XVIII, el mal arte. era de la misma naturaleza que el buen arte, se producía para el mismo pú-blico y aceptaba los mismos modelos. La diferencia consistía únicamente en el ta-lento individual. Pero Masscult es algo muy diferente: no es sencillamente un arte fracasado, es no-arte. Es, sin más, anti-arte.

Existe una narrativa de masas, pero • no un Stendhal de las masas; hay una

música destinada a las masas, pero no hay ningún Bach, o Beethoven por mucho que se diga... (observa André Malraux en "Arte, arte popular e ilu-sión popular", publicado en la Parti-san Rewiev de septiembre-octubre 1951). Es singular el hecho de que

• no exista un término apto para desig-nar el carácter común de lo que lla-mamos, según los casos, mala pintu-ra, mala arquitectura, mala música,

• etcétera. El término "pintura" indica únicamente un terreno de actividad

• en el que es posible el arte... Quizá tenemos un solo término porque du-rante mucho tiempo no ha existido la

• mala pintura. No existe una mala pin-tura gótica. Y no es que toda la pin-tura gótica sea buena; pero la dife-rencia que separa Giotto de sus más mediocres imitadores no es del mis-mo género que la que separa a Renoir de los caricaturistas de La Vie Pari-sienne... Giotto y Tadeo Gaddi están separados por el talento, Degas y Bonnat, por un cisma; Renoir y la pintura "de sugestión", ¿por qué es-tán separados? Por el hecho de que esta última, completamente sujeta al espectador, es una forma de publici-dad que tiende a venderse a sí mis-ma. Si existe un solo término.., es porque hubo un tiempo en que la dis-tinción entre las dos cosas no tenía

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ningún significado. Entonces los ins-trumentos tocaban verdadera música, porque no existía otra.

Pero ahora tenemos pianos que tocan el Rock and Roll y les sangiots longs des violons acompañan a cantantes sentimen-tales.

5--N El Masscult no ofrece a sus clientes una C 1257: - catarsis emocional ni tampoco una expe- Is.,,- ('' ríencia estética, porque estas cosas re- ' quieren un esfuerzo. La cadena de produc-

ción muele un producto uniforme cuyo humilde objeto no es ni siquiera la diver-sión, pues también ésta presupone vida y, por lo tanto, esfuerzo, sino que es sim-plemente la distracción. Puede ser estimu-lante o narcótico; pero debe ser de fácil asimilación. No exige nada de su público porque está "completamente sujeto al es-pectador". Y no da nada a cambio 1 .

Alguno de los productores de Masscult es bastante capaz. Norman Rockwell es técnicamente hábil, como lo era Meis-sonier —aunque Degas tenía razón para sintetizar con estas palabras la carga de caballería de Friedland, 1806: "Es todo de acero, salvo las corazas". O'Henry tenía más cualidades para contar una historia que muchos colaboradores de nuestras revistas culturales. Pero una obra de Alta Cultura, por mala que sea, es expresión de sentimientos, gustos, modos de ver idiosincrásicos, y el público reacciona, a su vez, de forma individual. Además, tanto el creador como el público aceptan ciertos criterios de valoración, que pueden ser más o menos tradicionales; a veces lo son tan poco que resultan revolucionarios, aunque Picasso, Joyce y Strawinsky cono-cieran y respetaran las conquistas del pa-sado en mayor medida que sus académi-cos contemporáneos; sus obras pueden entenderse como un heroico retorno a ci-mientos más antiguos y más sólidos, que habían sido obscurecidos por los perifo-llos a la moda de las académicas. Pero el Masscult es indiferente a cualquier criterio de valoración. No existe ninguna comuni-cación entre los individuos. El que consu-

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me Masscult podría, de la misma manera, comerse un helado, mientras que quien lo fabrica no se expresa a sí mismo en mayor grado que los "stylists" que diseñan las más recientes atrocidades de Detroit.

La diferencia se hace evidente si com-paramos a dos célebres escritores de no-velas policíacas: Erle Stanley Gardner y Ed-gar Allan Poe. Resulta imposible descubrir el menor acento personal en la enorme pro-ducción de Gardner —que acaba de fes-tejar su centenario, es decir, la centena de novelas publicadas con su nombre (también ha despachado varias docenas con pseudónimo). El estilo de su prosa oscila entre la incompetencia y la inexis-tencia; y en la mayoría de los casos no se puede hablar de estilo, ni bueno ni malo. Se diría que sus libros han sido manufac-turados, en vez de compuestos; están montados con el mínimo gasto de trabajo, con partes idénticas, tan sólo desplazadas en la pequeña medida necesaria para que se pueda cambiar el título de Perry Mason y la esposa curiosa a Perry Mason y la enfermera fugitiva. Obviamente, Gardner ha superado el problema de la producción —ha clasificado sus "capacidades natura-les": óptimo como abogado, bueno como hombre de negocios e insuficiente como escritor; esta valoración realista es la úni-ca clave para comprender la fertilidad de su cadena de producción— y la populari-dad de que goza indica que ha sabido re-solver perfectamente el problema de la distribución. Despacha un producto stan-dard, como el Kleenex, que atrae al más amplio público posible, precisamente por-que no está ligado a ninguna necesidad específica, ni por parte del productor ni por parte del consumidor. La obsesión que ejercen sobre nuestra civilización, preocu-pada sólo por los datos de hecho, los pro-cedimientos legales es, con toda probabi-lidad, el mínimo común denominador que ha hecho que las novelas tan poco nove-lescas de Gardner sean mercancías muy seguras.

Como Gardner, también Poe escribía para ganar dinero (el hecho de que no

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lograra ganarlo carece de importancia). La diferencia entre ambos, aparte el hecho de que Poe era un buen escritor, es que éste, cuando escribía de encargo, tenía una extraordinaria capacidad para usar la forma periodística de su tiempo para ex-presar su personalidad; y, como ha demos-trado Marie Bonaparte en su fascinador estudio, para desahogar sus ansias de neurótico (es prácticamente imposible imaginar a Gardner presa de algo tan in-dividual como una neurosis). Las recen-siones literarias, el relato macabro-román-tico, la poesía destinada al periódico, todo servía para su objetivo, y Poe inventó in-cluso una nueva forma literaria, el relato policíaco, que satisfacía las dos principa-les tendencias, singularmente diferentes, de su psicología: la fascinación del horror (El doble crimen de la Calle Morgue) y la obsesión por el razonamiento lógico o, como lo definía él, por el "raciocinio" (La carta robada). De tal forma que, aunque a veces sus obras resultan absurdas, rara-mente son estúpidas.

Es importante comprender que la dife-rencia entre Poe y Gardner, o lo que es lo mismo entre la Alta Cultura y el Mas-scult, no consiste únicamente en la popu-laridad. Han existido bastantes óptimas cosas populares: desde Tom Jones hasta las películas de Chaplin; The Education of Henry Adams fue el best-seller del ensa-yismo en 1919. Ni tampoco puede decirse que los relatos policíacos de Poe sean de lectura más ardua que los de Gardner, aunque yo opino que lo son para la mayor parte del público. La diferencia consiste en los requisitos del Masscult que ya he-mos señalado: la impersonalidad y la falta de criterios valorativos, y la "completa su-jeción del espectador". El mismo escritor, el mismo libro y el mismo capítulo pueden contener elementos del Masscult y de la Alta Cultura. En Balzac, por ejemplo, el más agudo análisis psicológico y la más aguda observación social se entremezclan sorprendentemente con el melodrama del tipo más inconsistente y barato. En Dic-kens, una soberbia comedia se alterna con

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el sentimentalismo más rancio, la gran prosa descriptiva con la teatralidad del género más, vulgar. Todos estos elementos estaban encerrados entre las mismas ta-pas, eran vendidos al mismo público de masas, y puede ocurrir incluso que fuesen considerados como igualmente buenos por sus respectivos autores —por lo me-nos no me consta que Dickens o Balzac tuvieran conciencia de cuando escribían en serio o de cuando se limitaban a soltar cualquier cosa. El Masscult constituye un problema más serio de lo que se suele creerse.

"¿Qué es un poeta?", se preguntaba Wordsworth. "Es un hombre que habla a los hombres..., un hombre satisfecho de sus propias pasiones y voliciones, y que goza más que los otros hombres con el espíritu vital que hay en él". Precisamente lo que el Masscult destruye en este diálo-go humano, este espíritu vital. Evelyn Waugh, tras una breve estancia en Holly-wood, expresó esta opinión: "Cada libro cuyos derechos se compran para hacer una película posee alguna específica cua-lidad, buena o mala, que le ha hecho dig-no de ser notado. La tarea de un escua-drón de escritores pagados espléndida-mente, y en desacuerdo entre sí, consiste en identificar dicha cualidad, aislarla y anularla". Este proceso se llama "lamer el libro", es decir, modelarlo, como se creía hacían las osas con sus amorfos ca-chorros para transformarlos en verdaderos oseznos; aunque en este caso específico el proceso se haya invertido, y el libro no ha sido modelado para hacerle asumir una forma, sino para hacérsela perder. Antes de que se pueda sacar de ella una película hollywoodiana como es debido, la obra de arte ha de ser destruida.

II

La cuestión del Masscult es parte inte-grante del más amplio problema de las masas. La tendencia de la moderna socie-dad industrial, tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética, consiste en

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transformar al individuo en un hombre de masa. Y ello porque las masas son, en el tiempo histórico, lo que la muchedumbre es en el espacio: una gran cantidad de personas incapaces de expresar sus cua-lidades humanas porque no están ligadas

r unas a otras ni como individuos ni como ) I' miembros de una comunidad.

,11193 En efecto, no están ligados de ninguna

)'' forma entre sí, sino sólo a un factor im- c` me ) personal, abstracto, cristalizante. En el

caso de las muchedumbres, tal factor pue-de estar representado por un partido de fútbol, por una liquidación, por un lincha-miento; en el caso de las masas, puede ser un partido político, un programa de televisión, un sistema de producción in-dustrial. El hombre de masa es un átomo solitario, uniforme, idéntico a los millones de otros átomos destinados a formar la "muchedumbre solitaria", como acertada-mente ha definido David Riesman a nues-tra sociedad. Una comunidad, en cambio, es un grupo de individuos ligados uno a otro por intereses concretos; algo pareci-do a una familia, en la que cada miembro tiene su lugar y función especiales, com-partiendo al mismo tiempo los objetivos económicos del grupo (balance familiar), las tradiciones (historia de la familia), los sentimientos (peleas familiares, bromas familiares), los valores (i" En nuestra fa-milia somos así"!). La escala de los va-lores debe ser bastante sutil y minuciosa, para permitir que "haya una diferencia" entre lo que haca cada uno —esta es la primera condición de una existencia hu-mana, opuesta a la de la masa. Lo que resulta paradójico es que el individuo en el ámbito, de una comunidad está mucho más íntimamente integrado en el grupo de lo que lo está el hombre de masa, y al mismo tiempo es más libres para desarro-llar su propia personalidad. En efecto, un individuo puede ser definido sólo en re-lación con una comunidad. Una persona sola en la naturaleza no es un individuo, sino una animal. Robinson Crusoe se sal-vó gracias a "Viernes". Los regímenes to-talitarios, que han tratado conscientemen-

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te de crear un hombre de masa, han des-trozado sistemáticamente cualquier lazo comunitario —familia, iglesia, sindicatos, asociaciones locales y regionales, e in-cluso los círculos de ajedrecistas o de esquiadores— y los han forjado de nuevo, con miras a enlazar directamente al indi-viduo atomizado con el poder central.

Las civilizaciones del pasado que yo admiro —la Grecia de Pendes, las ciuda-des-estado del Renacimiento italiano, la Inglaterra isabelina, por poner algún ejem-plo— han sido normalmente el producto de comunidades, y de comunidades nota-blemente exiguas, e incluso notablemente heterogéneas, desgarradas por facciones, despedazadas por apasionados antagonis-mos. Pero estas divergencias, fatales para la Conquista del poder sobre otros pue-blos —que es el principal objetivo del es-tado moderno— parecen haber constitui-do un estímulo para el talento. (¿Qué po-dría ser más letal que la sólita visión post-marxista del socialismo como igualdad y consenso? Mucha mayor intuición demos-tró Fourier cuando basó su utopía sobre intrigas, rivalidades y toda clase de dife-rencias, incluida la que definía como "ino-cente manía".) Una sociedad de masas, lo mismo que una muchedumbre, está apenas en embrión y es incapaz de crear. Los átomos que la componen no coexisten basándose en las preferencias o las tradi-ciones individuales, ni siquiera basándose en los intereses, sino de un modo pura-mente mecánico, como limaduras de hie-rro de diversas formas y dimensiones atraídas por un imán que actuase sobre la única cualidad que poseen en común. La moralidad de la sociedad de masas se de-grada hasta el nivel de sus miembros más primitivos —una muchedumbre cometerá atrocidades que poquísimos de sus miem-bros cometerían como individuos— y su gusto desciende hasta el nivel del menos sensible y del más ignorante.

Y, sin embargo, los técnicos del Mas-scult toman como norma humana a esta monstruosidad colectiva, a "las masas", al "público". Degradan al público tratándole

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dentro de ciertos límites; y 2) los esfuer-zos del Señor y Dueño del Masscult han tomado tal dirección porque a) también él lo "quiere" (no hay que infravalorar la ig-norancia y la vulgaridad de editores, pro-ductores cinematográficos, dirigentes de la radio y la televisión y otros arquitectos del Masscult); y b) la tecnología de la producción de "diversiones" de masas (y también en este caso son prudentes las citas) impone un esquema simplista, re-petitivo, de modo que sea más fácil decir que es el público quien lo quiere que de-cir la verdad, o sea que el público ve que se lo ofrecen y por eso lo qu'ore. El Co-nejo Blanco explica a Alicia que "Me gus-ta lo que tengo" no es lo mismo que "Tengo io que me gusta", pero los Cone-jos Blancos no han estado nunca bien vis-tos en Madison Avenue.

Por algún motivo, las objeciones al sis-tema de dar-al-público-lo-que-éste-quiere son tachadas a menudo de snobismo y de,h escaso espíritu democrático. Pero preci-samente porque yo creo en la potenciali-dad

de la gente común es por lo que criti-

co al Masscult. Porque las masas no son la gente, no son el Hombre de la Calle o el Hombre Medio, no son siquiera esa in-vención de la condescendencia liberal que se llama el Hombre Común. Las masas son, en cambio, el hombre como no-hom-bre, o sea el hombre en una especial re-lación con los hombres que hace imposi-ble que él funcione como hombre (una de las funciones humanas es la creación y el goce de la obra de arte). "El hombre de masa", en el sentido en que yo lo entien-do, es una construcción teórica, un extre-mo hacia el que nos vemos empujados, pero que no alcanzaremos nunca. Porque convertirse enteramente en un hombre de masa significaría no tener una vida priva-da, ni deseos, ni pequeñas manías, ni as-piraciones personales, ni siquiera adver-siones que no sean compartidas por nadie más. El comportamiento individual sería absolutamente previsible, como un pedazo de carbón, y los sociólogos podrían, final-

L. mente, compilar con confianza sus tablas.

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como un objeto al que hay que manejar con la misma falta de respeto con que los estudiantes de medicina seccionan un ca-dáver, y al mismo tiempo lo adulan y se-cundan sus gustos e ideas tomándolo como patrón de la realidad (en el caso de los sociólogos de cuestionario) o del arte (en el caso de los Señores y Dueños del Mas-scult). Cuando se oye a un sociólogo de cuestionario que habla de "dirigir" una investigación, nos damos cuenta de que él considera a la gente como un mero montón de reflejos condicionados, y que su interés dominante es el de saber qué reflejo será estimulado, y a través de qué pregunta. Al mismo tiempo, necesariamen-te, considera que la mayoría estadística es la gran Realidad, el secreto de la vida que intenta desvelar. Semejante en esto a un Señor y Dueño de Masscult, él está, desde el punto de vista profesional, desprovisto de valor, deseoso de tomar en serio cual-quier idiotez, con tal de que ésta esté sostenida por mucha gente (aunque, na-turalmente, desde un punto de vista per-sonal...). La aproximación a las masas del aristócrata resulta menos degradante para éstas, exactamente igual que es me-nos degradante para un hombre ser mal-tratado que ser tratado como una nulidad. Pero las plebes se toman un desquite dialéctico: la indiferencia con respecto a sus cualidades humanas significa postrar-se ante su cantidad estadística, de modo que un magnate de la industria cinemato-gráfica, el cual cínicamente "da al público lo que el público quiere" —es decir, que presume que quiere chapucerías—, suda luego tinta si el éxito de taquilla es infe-rior en un cinco por ciento a lo previsto.

Siempre que un Señor y Dueño del Mas-scult es censurado por la baja calidad de su producción, automáticamente respon-de: "Pero es lo que el público quiere, ¿qué puedo hacer yo'?" Se trata, a primera vista, de una defensa sencilla y concluyen-te. Pero, bien examinada, revela que: 1) en la medida en que el público "lo quiere", el propio público ha sido condi- cionado por dicha producción, al menos

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Todavía faltan algunos años para 1984, pero parece improbable que la antiutopía de Orwell pueda realizarse en aquellos días, ni siquiera en ningún día. Sin embar-go, el nazismo y el comunismo soviético nos demuestran hasta qué punto pueden llegar las cosas en política, lo mismo que el Masscult hace en el terreno del arte. Y conviene no complacerse demasiado en esta zona templada americana, a la que no afectan guerras ni ideologías. "Me pa-rece que casi toda la estirpe anglosajona, sobre todo, y naturalmente en América, ha perdido la facultad de estar compuesta de individuos. Los anglosajones se han convertido en insectos sociales, como las abejas o las hormigas". Así escribió, hace ya años, Roger Fry; ¿quién se atreverá a decir que su juicio era osado?

iii

Al igual que el capitalismo primitivo que Marx y Engels han descrito en el Manifies-to comunista, el Masscult es una fuerza dinámica, revolucionaria, que rompe las antiguas barreras de clase, de tradición y de gusto, disolviendo toda distinción cul-tural. El Masscult mezcla y revuelve todo, produciendo lo que podría definirse como cultura homogeneizada, tomando el nom-bre de otra conquista americana: el pro-ceso de homogeneización que distribuye los glóbulos de nata por toda la masa de la leche, en vez de permitirles aflorar a la superficie. La diferencia interesante estri-ba en el hecho de que la nata está siempre presente en la leche homogeneizada, mientras que, en cierto sentido, desapa-rece de la cultura homogeneizada. Y ello porque el proceso destruye cualquier va-lor, desde el momento en que el juicio de validez requiere discriminación, fea pala-bra en la América liberal-democrática. El Masscult es algo muy, muy democrático: rechaza la discriminación contra o entre cualquier cosa o cualquier persona. Todo es agua para su molino, y de él sale finamente molido.

Lite es una típica revista homogeneiza-

da, que se exhibe bellamente en las estan-terías de las librerías de nogal. de los ri-cos, en las mesitas, con superficie de cristal, de la pequeña burguesía y en las mesas recubiertas de hule de las cocinas de los pobres. Su contenido está entera-mente homogeneizado, igual que su difu-sión. El mismo número presentará una se-ria exposición sobre le energía atómica, seguida de una disquisición sobre la vida amorosa de Rita Hayworth; fotografías de niños hambrientos que hurgan en las in-mundicias de Calcuta y de pulidas mode-los que llevan sostenes adherentes; un editorial de felicitaciones en el ochenta cumpleaños de Bertrand Russell (UNA GRAN MENTE CONTINUA FASTIDIANDO Y HONRANDO A NUESTRA ERA) junto con una fotografía a toda página de una matrona que discute con un árbitro de beisbol; nueve páginas de color con re-producciones de Renoir seguidas por una fotografía de un caballo montaao sobre patines de ruedas; una portada que anun-cia con idénticos caracteres tipográficos dos artículos diferentes: UNA NUEVA PO-LITICA EXTERIOR DE JOHN FOSTER DULLES Y KERIMA: SU BESO EN LARGO-METRAJE ES LA SENSACION DE LAS PANTALLAS 2 . En cierto sentido, esta ten-dencia a mezclar todo parece avanzar en una única dirección, la consistente en de-gradar las cosas serias y en elevar las frí-volas. Los defensores de la sociedad ba-sada sobre el Masscult, como el profesor Edward Shils - de la universidad de Chicago —se trata, naturalmente, de un sociólo-go— consideran que los fenómenos como Lite son inspiradores de tentativas de una educación popular —mueve páginas de kenoir, perff PéTb–árrádo esta-el -cáballci`cón_lós,patines,3Ja impre-sidn_fi n al._ es :que _tanto___Renoir,_.r.dam, caballo, están dotados de talento. _ .

IV

Las razones históricas de la ascensión del Masscult son bien conocidas. Obvia-mente, no puede existir una cultura de ma-

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sas mientras no existieron las masas, en el significado que hoy atribuimos al tér-mino. La revolución industrial ha produci-do las masas. Ella desarraigó a las gentes de las comunidades agrícolas y las apiñó en las ciudades que crecieron en torno a las fábricas.. Ha producido bienes con tal abundancia, sin precedentes, que la po-blación del mundo occidental ha sufrido en los dos últimos siglos un incremento superior al de los .anteriores dos milenios —pobre Malthus, jamás un teórico bri-llante y original se ha visto desmentido tan de prisa por la historia! Y ha sometido a la propia gente a una disciplina uniforme cuyo único precedente está representado por el "socialismo esclavista" del antigua Egipto. Pero el Egipto de los faraones no ha producido un Masscult, como tampoco lo produjeron los grandes imperios orien-tales o la tarda Roma de la plebe prole-taria, porque las masas eran pasivas, inertes, sumergidas muy por debajo del nivel del poder político y cultural. Sólo a finales del siglo XVIII, en Europa, la ma-011-a-del-pueb10-erripYzó a desenvolver un papel activo tanto en la historia como en la cultura.

Hasta aquel momento habían existido solamente la Alta Cultura y el Arte Popu-lar. Dentro de ciertos límites, el Masscuit es una continuación del Arte Popular, pero las diferencias son más conspicuas que las semejanzas. El Arte Popular creció, principalmente, desde abajo, corno pro-ducto autóctono forjado por el pueblo para satisfacer sus propias exigencias, aunque a menudo siguió las directrices de la Alta Cultura. El Masscult desciende de arriba. Está fabricado por técnicos al ser-vicio de los hombres de negocios, técni-cos que hacen intentos a diestra y sinies-tra y que, si algo obtiene un éxito de ta-quilla, pretenden obtener ganancias de productos similares, como hacen los ex-pertos en investigaciones de consumo con un nuevo cereal, o un biólogo de orienta-ción pavloviana que tropieza con un refle-jo que, en su opinión, se puede condicio-nar. Una cosa es satisfacer el gusto popu-

lar, como hace Robert Burns, y otra muy distinta, explotarlo, como hace Hollywood. El Arte Popular era una institución del pueblo, un huerto privado protegido por una cerca que lo aislaba del gran parque formal de los señores 3 . Pero el Masscult derriba la cerca, integrando a las masas en una forma degradada de Alta Cultura y convirtiéndose así en instrumento de dominio. Si careciéramos de otros datos sobre los que basarnos, bastaría el Mas-scult para pintar al capitalismo como una sociedad clasista, en vez de la armónica comunidad que debería ser, si creemos lo que dicen los partidos en época de elec-ciones.

Todo esto es válido, e incluso con más razón, para la Unión Soviética. Su Mas-scult es peor y al mismo tiempo más pene-trante que el americano, hecho del que, a-~41K-rib-11OWdamos-ciiirita porque el Masscult soviético está exactamente en los antípodas, al apuntar, como apunta, más a la propaganda y a la pedagogía que a la distracción. Pero, al igual que el ame-ricano, está impuesto desde arriba y ex-plota, en vez de satisfacer, las exigencias de las masas —aunque, naturalmente, por razones políticas en vez de comerciales. La calidad es todavía más baja. El edifi-cio del Tribunal Supremo americano es pomposo y de mal gusto, pero no en la enloquecida medida de la mayor parte de la arquitectura soviética; las películas so-viéticas posteriores a 1930, con algunas raras excepciones, son mucho más insípi-das y toscas que las americanas. Hay que leer los periódicos soviéticos serios que se ocupan de arte y filosofía para darse cuenta de lo primitivo que es su nivel. Y en cuanto a la Prensa popular, es como si Heartst y el coronel McCormick fuesen propietarios de todos los periódicos ame-

, ricanos. Por otra parte, mientras que en-tre nosotros los individuos aislados pue-den simplemente volver las espaldas al Masscult y ocuparse de su trabajo, tal es-

, capatoria no es posible en la Unión So- ., viética; los organismos de la cultura oficial

controlan todas las vías de salida, y un

r

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libro como El doctor Zlvago tiene que ser sacado de contrabando y publicado en el extranjero.

V

El Masscult hizo su primera aparición en la Inglaterra del siglo XVIII, donde, de-talle significativo, comenzaba justo enton-ces la revolución industrial. El cambio im-portante consistía en la sustitución del pa-trón individual por el mercado. El proceso se había iniciado en la época isabelina, cuando periodistas como Nashe y Greene apenas lograban subsistir con la venta de sus artículos, y cuando el teatro dependía en parte de los subsidios de nobles me-cenas, y en parte del pago de las entra-das. Quienes constituyeron el primer cuer-po de profesionales del Masscult, de una cierta consistencia, fueron los asalariados de Grub Street *, dispuestos a poner ma-nos a la obra a baladas, novelas, libros de historia, enciclopedias, textos filosóficos, reportajes o cualquier otra cosa que los editores considerasen del agrado del pú-blico. En los años de su indigente juven-tud perteneció también a este escuadrón el doctor Johnson, y su carta a Lord Ches-terfield (que no se había ocupado de Johnson en los tiempos de la compilación del diccionario y que, una vez realizada la obra intentó acaparar una dedicatoria) fue la perfecta expresión de dicho cambio.

"Han pasado ya siete años, señor, desde que esperé en vuestras antecá-maras y vi como se me cerraban las puertas de vuestra casa; un período durante el que he avanzado en mi trabajo en medio de dificultades, de las que es inútil que me lamente, lle-gando, finalmente, a tenerlo en el umbral de la publicación, sin un solo gesto de asistencia, una sola palabra de ánimo, una sola sonrisa de bene-volencia. Tratamiento éste que no me esperaba, desde el momento en que no había tenido nunca un protector...

"¿Acaso es un protector, señor, el

que observa con desinterés a quien invoca ayuda mientras está ahogán-dose, y que cuando ha tocado tierra se afana por ayudarle? El interés que os habéis complscido en demostrar con respecto a mis trabajos, habría sido agradecido si se hubiera mani-festado antes. Pero ha tardado tanto que ahora me es indiferente, y ya no puedo alegrarme con él; porque soy un solitario, y no puedo distribuirlo a otros, soy conocido, y no lo deseo.

"Deseo que no sea cínica rudeza el no reconocer obligaciones donde no se ha recibido ningún beneficio, o el no querer que el público me conside-re como deudor a un protector de aquello que la Providencia me ha con-cedido hacer por mí mismo... Porque hace tiempo que me he despertado de aquel sueño de esperanza en el que con tanta exultación me gloriaba, señor...

"El humildísimo y devotísimo servi-dor de Vuestra Señoría,

Samuel Johnson."

Esta Declaración de Independencia, es-crita once años antes de la americana, lle-gaba a una conclusión parecida: Samuel Johnson consideraba al noble lord tan su-perfluo para su existencia, como los co-lonos americanos consideraban superflua a su Majestad Británica.

Hay que añadir que, aunque fracasado como mecenas, lord Chesterfield reaccio-nó como un gran señor. En lugar de aba-tirlo, los rudos tonos de la carta de Sa-muel Johnson hicieron las delicias del experro conocedor que él era. Cuando el librero Dodsley fue a visitarlo poco tiempo después, encontró la carta abierta sobre una mesa para la delicia de los visitantes de su Señoría. "Me la leyó", escribe Dods-ley, "y dijo: "Este hombre posee una no-table fuerza", me hizo observar los frag-mentos más duros y observó lo bien ex-presados que estaban". Boswell conside-raba que la reacción de lord Chesterfiel

. era de una "elegante doblez"; pero en

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realidad nabía más que eso. La antigua sociedad aparecía con un "agudo" de gusto aristocrático, bastante distinto de nuevas fuerzas culturales que la estaban superando.

La literatura británica del siglo XVIII co-mienza, en efecto, con una nota de opti-mismo y se concluye con la duda e inclu-so con la deseperación; en ambos casos se trata de una reacción ante el mismo fe-nómeno: el enorme incremento del públi-co. "Desde 1700 a 1800 los lectores se ampliaron desde un público que compren-día sobre todo aristócratas, eclesiásticos e investigadores hasta uno que englobaba también empleados, artesanos, obreros y campesinos... La publicación anual de nuevos libros se cuadruplicó" 4 . En un pri-mer momento casi todos, con las notables excepciones de Pope y Swift, considera-ron tal incremento simplemente como Un Bien —los victorianos cometieron el mis-mo error en lo referente a la instrucción popular. Los nuevos lectores evoluciona-rían en contacto con la buena lectura, y de ello resultaría un público más amplio, pero no diferente cualitativamente. El éxi-to inicial del Spectator, de Addison y Steele, fue un hecho estimulante. Publi-cado como cotidiano en 1711-1712, alcan-zó en seguida una tiráda de 3.000 ejem-plares, mucho más que la que han ,alcan-zado algunas de nuestras más respetadas revistas culturales, con una población va-rias veces superior. (Como un verdadero ejemplo de director de distribución, Ad-dison estimaba que, considerando el nú-mero real de lectores en los cafés, el pe-riódico era leído en conjunto por unas 60.000 personas.) •

Pero, hacia la mitad del siglo, un perió-dico similar, el Rambler, de Johnson, no superó nunca los 500 ejemplares y tuvo que suspender su publicación. Se diría que el nuevo público había leído el Spec-tator porque no había nada peor que leer. Los editores de la Grub Street se apre-suraron a llenar el vacío, entró en vigor la ley de Gresham, y la falsa moneda elimi-nó de la circulación a la buena (aunque

por el motivo opuesto de la aplicación ori-ginal de la ley, puesto que en lo referente a la moneda la gente hace circular la falsa porque prefiere la buena y en consecuen-cia, la conserva, mientras que en lo que respecta a los libros la gente lee el malo porque le gusta más que el bueno). En 1790, un librero llamado Lackington se ex-presaba en tono lírico a propósito del cam-bio ocurrido:

Los campesinos más pobres e in-cluso la pobre gente del campo, en general, que antes de aquel período transcurrían las veladas invernales contándose historias de brujas, es-pectros, duendes, etc., acortan ahora las noches de invierno escuchando a sus hijos que leen cuentos, relatos, etcétera, y si ponéis los pies en sus casas podréis ver 'Tom Jones, Rode-rick Random y otros libros amenos alineados en las estanterías del toci-no... En suma, la gente de cualquier clase y condición ahora LEE.

Lírico, fascinante, democráticamente es-timulante, pero muy pocos de los libros alineados en las estanterías del tocino eran del nivel de Tom Jones, y quizá los campesinos hubieran hecho mejor perma-neciendo fieles a las brujas y a los duen-des. Desde luego, el efecto producido so-bre el gusto literario era alarmante. A fina-les del siglo, incluso escritores que habían alcanzado éxito entre el nuevo público, como Fielding, Johnson y Goldsmith, apa-recían preocupados por el constante in-cremento de la ola de chapucerías.

El público de masas estaba asumiendo una forma precisa y se iniciaba una ten-dencia paralela en la crítica literaria, que se alejaba cada vez más de los "stan-dards" objetivos y se encaminaba hacia una nueva aproximación subjetiva, en la que el problema no era, ya la bondad de la obra literaria, sino su futura populari-dad. No se trata de que el creador sea nunca independiente del tiempo y el lugar en que vive; las exigencias del público

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han condicionado siempre su trabajo en gran medida. Pero antes de 1750 dichas exigencias estaban también ellas discipli-nadas por ciertos "standards" de excelen-cia, aceptados tanto por el público limi-tado de los conocedores informados, como por los artistas que trabajaban para ellos. Hoy en día, en los Estados Unidos, las exigencias del público —que se ha trans-mutado, partiendo de un restringido grupo de conocedores, en un vasto grupo de ig-norantes— se han convertido en los cri-terios principales del éxito. Solamente las revistas culturales se preocupan de los "standards" cualitativos. La Prensa comer-cial, incluidas la Saturday Rewiev y la New York Times Book Rewiev, considera a los libros como si fueran mercancías, va-lorándoles en base a las reacciones del público. El ejemplo extremo lo proporcio-na la crítica cinematográfica de los dia-rios. En ella, el humilde esfuerzo del "crí-tico" —en realidad habría que definirlos como "recensores"— consiste únicamen-te en decir al lector qué películas le gus-tarán con toda probabilidad. Sus gustos personales se omiten, como absolutamen-te privados de importancia.

Con la presciencia de un "snob" genial, Alexander Pope escribió The Dunciad me-dio siglo antes de que la marea de la vul-garización empezase a adquirir fuerza. Su blanco era la Grub Street (léase: Madison Avenue o también Sunset Boulevard) y sus anti-héroes Theobald y Cibber, el pri-mero un abogado que se las daba de eru-dito, el segundo un actor a quien su va-nidad inducía a escribir libros serios. Tales dunces, es decir estúpidos, que lograban despachar impunemente sus imposturas, simbolizaban la confusión introducida en el mundo de las letras por la expansión del público. Dos siglos después, ahora que la Diosa de la Obtusidad ha extendido su reino hasta el punto de que se da por des-contado que la mayor parte de la produc-ción actual es un feudo personal suyo, re-sulta asombrosa la pasión vengativa de Pope, tal y como se expresa en los versos finales:

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¡Ya llega! ,IYa llega!, ¡He aquí el trono luctuodo de la Noche primera y5 del antiguo Caos! Ante él, se desvanecen las nubes de oro de la

[Fantala. Y todos sus cambiantes arcobris se mueren. El Espíritu arroja en vano sus lábiles fuegos. El meteoro se desplome y en su relámpago expira.

* * *

Así, al advertir su aproximación, ante su secreto [poder,

Un arte tras el otro se va, y todo es noche. • * * *

¡Helo aquí! Tu temido Imperio, Caos, se ha [restaurado;

La ,luz muere ante tu esterilizador verbo; tu mano, gran Anarca, hace caer la tela y la oscuridad universal todo lo envuelve.

Magnífico, pero exagerado. Con toda la mejor buena voluntad del mundo, no he-mos sido capaces de hacer caer el telón; las tinieblas distan aún mucho de ser uni-versales. La naturaleza del hombre es dura y está llena de imprevistos recodos, y to-davía hay en ella muchas reservas de resistencia. Pero, en cierto sentido, la his-toria ha superado las peores fantasías de Pope. Con la Revolución Francesa, las masas han aparecido por primera vez en la escena política, y no hace mucho que han comenzado a ocupar un papel de pri-mer plano también en lo cultural. La Grub Street ya no era una calle periférica, y los autores de tipo tradicional se hicieron, cada vez más, literalmente excéntricos —o sea, alejados del centro—, hasta que , a finales del siglo XIX, el ,movimiento de u 5(0, que se han derivado la mayor parte de la obras duraderas de nuestro tiempo se se re M-1-94, paró del mercado y se encontró en oposi ción sistemática a él.

Este movimiento era, naturalmente, la "vanguardia", cuyos precursores fueron Stendhal y Baudelaire y los pintores im-presionistas, cuyos pioneros comprendían a Rimbaud, Whitman, Ibsen, Cézanne, Wag-ner, y cuyos maestros clásicos fueron fi-guras como Strawinsky, Picasso, Joyce, Eliot y Frank Lloyd Wright. Quizá "Movi- miento" sea un término demasiado preci-

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so; los representantes de la "vanguardia" no estaban ligados por ninguna doctrina estética, ni siquiera por la conciencia de ser una vanguardia. Tenían en común sólo el hecho de que preferían trabajar para un público restringido que simpatizaba con sus experimentos porque era bastante re-finado para entenderlos. Mediante un ac-to de voluntad dictado por la necesidad (la necesidad de sobrevivir como creado-res, antes que como técnicos), cada uno de ellos rechazó la tendencia histórica de la cultura occidental posterior a 1800 y recreó la antigua y tradicional situación en la que el artista se comunicaba con sus iguales, en vez de dirigirse a los inferiores. Posteriormente se hicieron famosos, e in-cluso los supervivientes llegaron a ser ri-cos —la vanguardia es una de las grandes aventuras afortunadas de este siglo—, pero su trabajo creador se desarrolló en un clima muy diferente.

VI

Los dos primeros grandes "best-seller" que sancionaron el triunfo de la Grub Street fueron lord Byron y sir Walter Scott. Ambos se aprovecharon del romanticismo, un nuevo credo en el que el relieve dado a los sentimientos subjetivos en contraste con la forma tradicional se adaptaba per-fectamente a la democratización del gusto que empezaba a afirmarse. Pero los dos autores diferían de manera interesante. Cada uno de ellos representaba un espe-cial aspecto de Masscult, Scott la cadena de producción y Byron la atención conce-dida a la personalidad del propio artista. Dos aspectos antitéticos aunque, comple-mentarios: la literatura se convertía en una rama de la industria y, a medida que esto ocurría, se advertía el deseo del extremo opuesto, es decir, de la individualidad. O, mejor aún, de una mercancía en cierto sentido más tosca, de la Personalidad.

Para nosotros resulta difícil comprender el efecto ejercido por las novelas de Scott sobre sus contemporáneos. Por su varie-dad y su vasta simpatía humana se las

comparaba con las obras de Shakespeare. "Una gran mente sin igual, que natural-mente produce los efectos más extraordi-narios sobre la totalidad del mundo de los lectores", fue el juicio de Goethe. Pero Croce, en su Letteratura europea del XIX secolo señala el defecto radical, fatal, de las novelas de Waverley. "Son demasia-das". También tiene varias cosas que de-cir sobre la monotonía del estilo de Scott y sobre el "método mecánico" con el que construía sus personajes. ¡Pero el punto fundamental es la cantidad! "(Era) un pro-ductor industrial, atento a proveer el mer-cado con objetos cuya demanda era tan aguda cuanto legítimo era su deseo... ¿No es sano exigir imágenes de virtudes, de valor, de sentimientos generosos... e in-tentar obtener también instrucción en tor-no a las costumbres y los acontecimien-tos históricos? Scott poseía el genio para llevar a buen término la empresa comer-cial que satisfacía dicho deseo... Se tiene la impresión, al leer su biografía, de estar leyendo la vida de un héroe de la indus-tria." Y, en efecto, el aspecto más intere-sante lo constituye su enorme productivi-dad, sus cuantiosas ganancias, su prócer estilo de vida, su heroica lucha para sa-tisfacer las exigencias de sus acreedores después de la quiebra. "Nada se nos dice de su vida interior, de sus amores, de su religión, de sus ideas; y menos que nada de su desarrollo y de sus luchas espiritua-les", continúa Croce. Tales argumentos se ajustarían a la perfección a los biógrafos de Ford, de Carnegie, de Rockefeller o del actual jefe de la U. S. Steel Corporation.

Se tiene la impresión, al leer las obras de los mejores novelistas populares del siglo XIX, de que las exigencias del mer-cado los sometían a una presión excesiva. Así ocurre con Dickens, con Balzac, con Mark Twain. Hoy en día, la presión pro-ductiva se manifiesta más bajo la égida de la física que de la estética. En la tempora-da 1955-1956 un programa televisivo hoy olvidado, que se titulaba "Matinée", envió a las ondas cada semana cinco originales de una hora de duración cada uno, es de-

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cir un total de 260 en un año; para alimen-tar el vientre incandescente de semejante Moloch, fueron necesarios 100 autores, 20 directores y 4.000 actores. El ritmo con que la televisión consume el talento cómi-co fue descrito por Fred Allen, autorizada víctima; pero basta con seguir una come-dia televisada para darse cuenta de hasta qué punto es cierto. Una gran casa edito-ra, como la Doubleday, debe deshornar centenares de títulos al año para mante-ner en funcionamiento la máquina; al ser fijos los gastos generales, cuantos más li-bros se produzcan menor es el costo de producción, y el miedo que desvela a los editores por la noche, radica en que las máquinas puedan detenerse un solo ins-tante. Cuando se recurre al control de la natalidad, de ordinario éste va en menos-cabo de los manuscritos originales y dota-dos de buenas cualidades. Puede estarse seguro de que una cosa suficientemente banal encontrará una acogida más cortés, basándose en el supuesto de que un libro malo puede marchar, mientras que uno bueno, decididamente no marcha. Podría esperarse que la cantidad de porquería fracasada que los editores publican todos los años provocase alguna duda sgbre la validez de esta concepción —si la simple banalidad fuese una garantía de éxito, to-das las películas de Hollywood tendrían que ingresar montones de dinero—, pero, quién sabe por qué, nadie aprende esta lección. Quizá habría que indagar sobre los gustos personales de los editores 5 .

Byron era tan romántico y casi tan tra- bajador como Scott, pero en todo lo de- más las afinidades son escasas. Su vida fue tan desordenada como respetable fue la de Scott, su personalidad tan rebelde como la de Scott fue convencional. Preci- samente esta personalidad fue la que le aseguró seguidores entre las masas: fue el primer bohémien, el primer represen- tante de una vanguardia, el primer beatnik. Si Scott fue el artista como empresaria Byron fue el artista como rebelde, y desde el punto de vista del Masscult hay menos diferencia de la que se cree entre estos

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dos extremos. Byron, en efecto, era una formidable competencia. Scott comenzó como poeta romántico, pero cuando Byron empezó a publicar, se retiró estratégica-mente hacia la prosa y se dedicó a escri-bir novelas a lo Waverley. Fue una deci-sión astuta. Marmion y La dama del lago carecían de toda nota personal, aunque fuesen hábiles ejercicios del género ro-mántico-histórico; difícilmente los lectores lograban "identificarse" con Roderick Dhu, mientras que Childe Harold y Manfredo eran no sólo identificables, sino que logra-ban expresar la personalidad, todavía más identificable, de su autor.

La fama de Byron fue diferente de la de Chaucer, Spenser, Shakespeare, Mil-ton, Dryden o Pope, porque se basaba so-bre el hombre —o sobre lo que 'el público pensaba que era el hombre— en vez de sobre su obra. Sus poemas no eran consi-derados como objetos artísticos en sí y por sí, sino como expresión de la perso-nalidad de su creador. De la misma mane-ra, Clark Gable se interpretaba siempre a si mismo, en vez de representar cualquier papel específico; su exacto contrario es Lawrence Olivier, capaz de personificar con estilo y pasión cualquier personaje, desde Enrique V al arruinado cantante y bailarín de The Entertalner. Naturalmente, no era el verdadero Byron, sino una per-sona inventada de cuerpo entero, que se adaptaba a la perfección a la idea que de un poeta tenía el público contemporáneo. Goethe se reveló, con respecto a Byron, tan obtuso como respecto a Scott lo exal-tó como un gran poeta, pero añadió la co-nocidísima reserva: "Cuando piensa, es un niño." La verdad era exactamente lo con-

. trario: como "gran poeta", Byron era In- ' nal —¿quién lee ya, hoy, su poesía "se- , . ria"?—, pero no era precisamente un niño

cuando pensaba o sea (y se intuye que con un cierto alivio), cuando abandonaba

.11 la ficción de la pasión romántica y dejaba libre cauce a su temperamento realista

• dieciochesco, como ocurre en los diarios

, y en las cartas, o en Beppo y en Don Juan. Existían dos Byron, el fanfarrón público de

El Corsario o la Peregrinación de Childe Harold, y el hombre que en privado se bur-laba de estas actitudes románticas; esta fractura entre las dos personalidades esta-ba destinada a convertirse en característi-ca. Inmediatamente acude al pensamien-to Mark Twain, con su pose pública de ge-nial filósofo familiar y su infierno privado de desesperación nihilista.

VII

O también se piensa en John Barrymo-re, cuya semblanza y cuyas proezas se-xual-románticas fueran tan famosas como las de Byron, y a quien su persona de Masscult mantuvo encadenado a la rueda de las infinitas encarnaciones " de Gran Amante, ahogando su talento real, consis-tente en una espléndida dicción y en una notable presencia escénica (como en su Hamlet), en una sensibilidad de actor (como en la película A Bill of Divorce-ment), y en el don de saber recitar el re-pertorio ligero (un don singularmente aná-logo al olfato de Byron para lo burlesco), que brillaba en algunas escenas de sardó-nica y graciosa burla dispersas en pelícu-las de farsa como The Man From Blan-kley's y Siglo XX.

Desde el momento en que en el ámbito de la sociedad de masas los individuos no están ligados los unos a los otros, sino sólo a algunos principios abstractos orga-nizadores, los mismos individuos se en-cuentran a menudo en un estado de ago-tamiento, pues tal falta de contactos es innatural. Así, el Masscult intenta propor-cionar distracciones al cansado hombre de negocios o al cansado proletario. Este género de arte se halla necesariamente distanciado del individuo, ya que está ex-presamente estudiado no para influir so-bre lo que le diferencia de cualquier otro individuo —es decir, sobre lo que a sus ojos es de más vital interés—, sino para actuar sobre los reflejos que comparte con cualquier otro. De tal manera, el indi-viduo se encuentra aislado.

Pero los hombres advierten la necesi-

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dad de estar en contacto con otros hom-bres. El medio más sencillo para lanzar un puente sobre este abismo o más bien para fingir que se lanza, consiste en subra-yar fuertemente la personalidad del artis-ta; el individuo sepultado en el público de masas puede estar en contacto con el in-dividuo que hay en el artista, desde el mo-mento en que ambos son, pese a todo, personas humanas. Así, si por un lado el Masscult es extremadamente impersonal, por otro lado es extremadamente personal. De tal modo, el artista es carismático y sus obras se convierten en expresión de este carisma, en lugar de ser, como ocu-rría en el pasado, creaciones objetivas.

En los últimos años de su vida, John Barrymore, completamente alcoholizado, proporcionó un ejemplo-límite de este prin-cipio.

Hace seis meses (se lee en un ar-tículo de Time, del 6 de noviembre de 1939), que se ha puesto en escena, en Chicago, un espectáculo sobrema-nera desagradable. Hasta la semana pasada se representaba aún. Se había convertido en una especie de institu-ción. Habían asistido a él más de 150.000 personas y se había registra-do un ingreso bruto de más de 250.000 dólares. El teatro estaba ven-dido con tres semanas de antela-ción...

La explicación de todo esto era... que interpretaba el espectáculo el gran John Barryrnore —del vez en cuando enfermo, de vez en cuando achispado, pero siempre presente... "Eh, sí", dice el portero, "él llega to-das las tardes, vivo o muerto"... Dice lo primero que se le pasa por la cabe-za. Cuando Barrymore está cargado, My Dear Children puede durar hasta media noche. Una vez que desde la calle llegó el sonido de una sirena de los bomberos, Barrymore barbotó: "Esperemos que lleguen a tiempo de apagar el incendio." Otra vez que descubrió entre el público a Ned

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bparks, Barrymore se acercó al pros-cenio y aulló: "Ahí está ese viejo bas-tardo de Ned Sparks." Una vez que no lograba oír al apuntador entre bas-tidores, gritó: "¡Venga, di esas frases un poco más fuertes!" (etc.). En una ocasión, incapaz de tenerse en pie, interpretó toda la comedia sentado. Otra vez, cuando no se las arreglaba siquiera para recorrer el trecho entre el camerino y el escenario, dijo: "Traedme un sillón de ruedas, imitaré a Lionel."

El público acepta todo. Van a que-jarse a la taquilla sólo en las raras ocasiones en que Barrymore recita su papel tal como está escrito en el guión.

En aquel tiempo, Barrymore ya no dis-frutaba de su personalidad romántica; y, sin embargo, hacía su caricatura, desde el momento en que las añadiduras ad libi-tum no eran en absoluto divertidas —salvo la frase sobre su hermano Lionel. Vivía sencillamente de sus rentas, vendiendo obligaciones seguras (su reputación ro-mántica), y una vez que las hubiera liqui-dado todas (es decir, una vez que el pú-blico hubiese comenzado a pensar en él como el "gran John Barrymore" del pasa-do, sino como en el triste borrachín del presente), habría tenido que declararse en quiebra. Afortunadamente para él, mu-rió antes de que esto ocurriese.

Por otra parte, Barrymore gustaba al público de masas en este estadio final de desintegración, precisamente porque pro-baba que no era mejor que cualquiera de ellos, e incluso de que era peor. En la fase "genial" del período del Masscult existe esta extraña ambivalencia. Las masas con-ceden un valor absurdamente alto al genio personal, al carisma del intérprete, pero exigen también un secreto desquite: debe entrar en el juego —en su juego—, debe distorsionar su propia personalidad para adecuarse a su gusto. Byron lo hacía cuando llevaba una camisa con el cuello abierto y se aseguraba de que sus rizos

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estuvieran convenientemente revueltos. Lo hizo Robert Frost cuando celebró una con-ferencia de Prensa, no hace mucho tiem-po, en el momento de tomar posesión en la Librería del Congreso como consejero poético, y dijo a los periodistas que ha-bían acudido que su trabajo podría ser definido como "Poeta a la expectativa", confiándoles además que deseaba algún buen cuadro para colgarlo en su despa-cho: "Quiero arrancar este puesto de la categoría de las cosas de cuatro perras". Incluso el austero New York Times se sin-tió obligado a titular el artículo relativo a esto: POETA A LA EXPECTATIVA HACE UNA VALORACION. En este caso especí-fico, no cuenta el hecho de que Frost sea un buen poeta; él es también un actor es-pontáneo, y lo que cuenta es preguntarse por qué nuestro mejor poeta considera oportuno condescender con sus dotes me-nores, haciendo el bufón como un segun-do Carl Sandburg. El caso más interesante de todos es el de Bernard Shaw, que com-binaba arrogancia y servilismo del modo más asombroso, como cuando escribía tarjetas a sus admiradores para explicar-les que ojalá no se hubiera molestado en responderles.

En el Masscult (y en su hijo bastardo, el Midcult) todo se convierte en mercan-cía, que hay que despachar por tantos o cuantos dólares, que hay que usar para algo que no es, desde Davy Crockett hasta Picasso. Una vez que un escritor llega a ser un Nombre, es decir una vez que ha escrito un libro que, por razones más o menos válidas, tiene éxito, el mecanismo del Masscult (o del Midcult) empieza a "construirlo", a embalarlo como un objeto vendible en muchas piezas idénticas, en grandes cantidades. Puede dejarse arras-

- trar por la inercia y continuará así toda su - vida; los editores le entregarán conspi-

cuos anticipos sólo por tener su Nombre en sus listas; su carisma llegará a ser tal que la gente pagará 250 dólares o más para que les dirija la palabra (en realidad,

- sólo por verlo); los directores de los perió- dicos le compensarán profusamente por

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artículos sobre temas de los que nada sabe. Artistas y escritores han manifestado siempre una tendencia a repetirse, pero el Masscult (y el Midcult) hacen altamen-te rentable este hecho, y en la práctica penalizan a quienes no se atienen a él. Me cuentan que hace algunos años un ar-tista abstracto de primera fila se quejó a un amigo de encontrarse cansado del gé-nero que le había hecho célebre y expresó el deseo de intentar algún otro camino; pero su marchante insistía en que una orientación nueva resultaría desastrosa desde el punto de vista comercial, y el ar-tista, que tenía hijos que enviar a la uni-versidad, se sintió obligado a condescen-der. Comparemos, por ejemplo, la carrera literaria de James T. Farrell y la de Nor-man Mailer. El primero conquistó fama con la trilogía de Studs Lonigan en los albores de los años treinta, y los muchos libros que escribió después no han hecho más que repetir una fórmula anteriormente encontrada; pese a que sus libros más re-cientes no han recibido muchas alabanzas de los críticos, Farrell está considerado aún como uno de los mayores escritores americanos, y goza de todos los benefi-cios y emolumentos correspondientes; Farrell es una mercancía standard que se vende tan bien como Jello. Mailer, en cambio, aun siendo también un Nombre, que ingresa beneficios y emolumentos abundantes, han contrariado a editores y público al no querer repetirse. La fama acompañó a su primera novela, Los des-nudos y los muertos, en 1948, pero Mailer ha insistido en su deseo de desarrollarse, o al menos de poder cambiar, desde en-tonces, y sus tres libros siguientes tienen muy poco en común en cuanto a estilo y contenido, con su primer gran éxito. Des-de el punto de vista del Masscult (o Mid-cult), él ha arriesgado una inversión segu-ra para satisfacer sus propios intereses personales. "Cuando un escritor pone sus manos sobre algo seguro", observó una vez Somerset Maugham, el cual debía sa-ber lo que decía, "se puede esperar" que permanezca aferrado a ello toda su vida,

como un perro que roe un hueso". Esto no implica que James T. Farrell se man-tenga deliberadamente aferrado a su hue-so por motivos de beneficio o de prestigio, ni que Norman Mailer cambie sus huesos por motivos idealistas. Con toda probabi-lidad, la verdad es que al primero le gusta de verdad morder su viejo hueso, mientras que el segundo, quizá porque es más vivo y de talento más rico, ha querido intentar algo nuevo. Pero el resultado es que Far-rell ha recorrido un largo camino con muy poco carburante, mientras que Mailer re-presenta aún hoy un verdadero problema para sus editores.

VIII

Consideramos ahora al Masscult, prime-ro desde el punto de vista del consumo y, después, desde el de la producción.

En su calidad de mercancía que se ven-de bien, el Masscult presenta dos ventajas sobre la Alta Cultura. Una ha sido ya to-mada en consideración; el público poste-rior a 1750, al que le faltaba el gusto y el conocimiento de la antigua clase de los mecenas, no sólo está satisfecho con la mala producción de masas, sino que, en general, se siente más a sus anchas con ella (aunque, en ocasiones imprevisibles, reacciones positivamente ante cosas de buena calidad, como ocurrió con las no-velas de Dickens y con las películas de Chaplin y Griffith). Esto ocurre porque di-chos productos están standardizados, y son de más fácil consumo, puesto que se sabe siempre lo que va a ocurrir —imagi-némonos un western en el que el héroe salga derrotado del emocionante desafío, o un cuento ambientado en una oficina en el que la taquígrafa que parece un ratón pierda su batalla contra la rubia rapaz. Pero la standardización tiene un aspecto más sutil, que se podría llamar La Reac-ción Controlada. Como ha observado Clement Greenberg en "Vanguardia y

• Kitsch", un artículo publicado hace mu-chos años por la Partisan Review, la espe-cial cualidad técnica del Kitsch —un tér-

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mino que comprende tanto al Masscult como al Midcult— es que "predigiere el arte para el espectador, y le ahorra el es-fuerzo, le proporciona un atajo para llegar a los placeres del arte, evitando lo que es necesariamente difícil en el arte genuino", incluyendo las reacciones del espectador en la obra, en vez de obligar a éste a que encuentre por sí solo las respuestas. Aquel inevitable recurso de todos los ma-trimonios provincianos, titulado I Love You Truly, es, con mucho, más "romántico" que el más bello de los Lieder de Schu-bert, porque sus repetidos y tiernísimos tremoli y glissando aclaran que algo muy tierno está sucediendo, incluso para el oyente menos dotado desde el punto de vista musical. Es la cancioncilla la que les instila un sentimiento; o, como ha ob-servado T. W. Adorno a propósito de la música popular: "La composición escucha por el oyente". De la misma manera, Libe-race es un pianista mucho más "musical" que Serkin, cuyo instrumento no está adornado con antiguos candelabros y cuya posición ante el teclado es tan prác-tica como "artística" la de Liberace. Más aún, el gótico de las universidades ameri-canas, cuya fase más decididamente pin-toresca (y costosa) puede admirarse en Yale, es más rigurosamente gótico que el de Chartres, cuyos constructores ni si-quiera sabían ser góticos, con lo que per-dieron muchas ocasiones de obtener efec-tos pintorescos 6 . Y Boca Ratón, el barrio para millonarios que Addison Mizener pro-yectó en Palm Beach en la época de la Gran Expansión de los años veinte, resulta tan agresivamente Misión Española que se dice que un ex-embajador americano en España murmuró estupefacto: "Es más es-pañol que todo lo que yo he visto en Ma-drid". La misma Ley de Reacción Contro-lada garantiza también que una pin-upx girl de Petty con los vestidos pegados al cuerpo por el viento sea más "sexy" que una mujer desnuda, pues la exageración de los senos y de los muslos corresponde a los detalles góticos pornográficamente exagerados de Harkness. Más sexy aun-

que no más sexual, porque la relación en-tre estos dos términos es similar a la que existe entre sentimentalismo y sentimien-to, entre modernista y moderno o entre manufacturado y artístico.

La producción del Masscult es un asun-to más sutil de lo que pudiera creerse. Ya hemos visto, en el caso de Poe, que un escritor serio producirá arte incluso cuan-do intente trabajar por encargo, por el simple hecho de que no puede por menos de profundizar en su propia obra. El des-dichado protagonista del relato de James The Next Time intentaba y volvía a inten-tar la prostitución de su talento, y escribir un best-seller para mantener a su familia, pero siempre creaba una obra maestra sin provecho; con toda la mejor buena volun-tad del mundo, era sencillamente incapaz de mantenerse a un nivel bastante bajo. Y esto es verdad también en el sentido inverso: un escritor de cuatro perras pro-ducirá chapucerías incluso cuando intente ser serio. La mayor parte de estos ejem-plos serán examinados a continuación, cuando hablemos del Midcult, pero tam-bién el Masscult tiene sus pequeños dra-mas. Recientemente, cuando me encon-traba en .Hollywood, Stanley Kubrick, uno de los más inteligentes directores de las nuevas promociones, me confesó: "El mo-tivo de que las películas de Hollywood sean a menudo tan malas no es que los que las hacen estén cínicamente ávidos de dinero. La mayoría de ellos hacen lo mejor que pueden; desean, de veras, ha-cer buenas películas. El defecto no está en sus corazones, sino en su cerebro". Esta afirmación se confirmó en la película a causa de la cual yo me encontraba en Hollywood, para escribir sobre ella, una desagradable parodia de Miss Lonely-hearts, de Nathanael West, puesta en es-cena y producida por Dore Shary con las intenciones más nobles.

Se diría que existen dos condiciones fundamentales para una afortunada pro-ducción de Kitsch. Una es, que el produc-tor debe creer en lo que hace. Un buen ejemplo lo proporciona Norman Rockwell,

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que desde 1916 en adelante ha dibujado más de trescientas portadas para el Satur-day Evening Post. Cuando un ilustrador, colega suyo, le hizo observar que su tra-bajo era sólo un medio para ganarse la vida —"Haces tu trabajo, cobras el che-que y nadie cree que eso sea arte"— Rockwell se quedó horrorizado: "Oh, no, no, desde luego que no. ¿Cómo puedes decir tal cosa? Cualquiera que tenga con-ciencia no puede limitarse a soltar ilus-traciones. Debe poner en ellas todo su talento, todos sus sentimientos". Creo que decía la verdad, porque he tenido ocasión, hace poco, de ver una exposición intere-santísima de las técnicas de Rockwell, or-ganizada por una banca local. El traza de-cenas y decenas de cuidados y competití-simos bocetos a pluma, además de una serie de detalles al óleo, para cada porta-da del Post; si el genio consistiera de ver-dad en una "infinita capacidad para ator-mentarse", Norman Rockwell sería un ge-nio. Lo malo el que el resultado final de toda su meticulosa habilidad es sólo una portada del Post, relamida y estereotipada tanto en la ejecución como en el conte-nido. "He aquí una portada de revista", dice el actor Mort Sahl, "en ella se ve a un chaval que se deja cortar el pelo por primera vez, sabéis, y hay un perro que lame su mano, y su madre que llora, y es la noche del sábado en el pueblecito na-tal, y la gente baila por las calles y la Cam-pana deja Libertad repica, y, bueno, ¿se me ha olvidado algo?". Pero Rockwell es sincero, hasta el punto de preguntarse de continuo si vive a la altura de su talento. En los años veinte, según una semblanza trazada por el Post, atravesó una crisis tan cómica como patética;

Algunos de sus colegas, que cha-poteaban en el modernismo, le dije-ron que debería aprender algo a pro-pósito de simetría dinámica, y sus ar-gumentos le preocuparon... Rockwell hizo las maletas y salió para París. Tomó lecciones y compró Picassos para colgarlos en su estudio e inspi-

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rarse en ellos. Vuelto a América, se dispuso a aplicar a las portadas del Post lo que había aprendido. Cuando el director del periódico, George Ho-race Lorimer, examinó los primeros nuevos productos de Rockwell, los descartó y dio al artista una paternal lección sobre la importancia de ser uno mismo, haciéndole observar, en-tre paréntesis, que era decididamente mejor el ver impresa la propia obra en las portadas del Post que embal-samada en los museos. Aceptando la lección, Rockwell le dio la razón y volvió a ser -él mismo. Ahora habla de su temporal aberración como de "mi período James Joyce-Gertrude Stein".

La obra misionera de Lorimer fue com-pletada por una chica de Stanford, con quien Rockwell se casó pocos años des-pués, una graciosa y sensible mujercita que, dentro de la más pura tradición ame-ricana, "le ayudó a encontrar el equilibrio y a conservarlo". A lo que parece, el tra-bajo no fue exactamente hercúleo, y la mujercita obtuvo un gran éxito. Hace al-gunos años, cuando fue entrevistado con

• vistas a una semblanza para publicar en , el New Yorker, Rockwell se reveló deci-

didamente insolente:

Mi credo es que pintar cuadros de cualquier género es una precisa for -ma de expresión, y que la ilustración es la principal forma pictórica para comunicar ideas y contar historias en-

, tretenidas. La crítica afirma que toda verdadera pintura tendría que ser, en primer lugar, una serie de problemas técnicos de luces, sombras, propor-

• ciones, colores y espacio. Yo digo que, si somos capaces de contar una historia en una pintura, y si un núme-ro razonable de personas aprecia

I nuestro trabajo, eso es arte. Quizá no sea la forma más elevada de arte; pero en cualquier caso es arte, y esto es lo que a mí me gusta hacer. Siento que hago algo cuando pinto un cua-

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dro que atrae a la mayor parte de la gente. ¿Este es un estado democráti-co, sí o no?

La respuesta a la última frase, usando el lenguaje de las portadas de Rockwell, sería: "Eh, claro, sí que lo es". Y, sin em-bargo, pese a este credo que todo artista popular debería hacer imprimir en rojo y negro y colgar sobre su mesa de dibujo junto al poema de Kipling lf, Rockwell continúa preocupándose. Ha tenido otra crisis hace un par de años, cuando conta-ba sesenta y cinco, y ha vuelto a pregun-tarse sobre lo que hubiera podido hacer "si no se hubiera comercializado"; ha vuelto a hablar de Picasso como del "más grande de todos"; se ha retirado durante un año con el fin de pintar algún cuadro Serio (con la excepción de seis únicas portadas del Post), con resultados que desconozco. Ha escrito incluso una auto-biografía que, actualmente, está siendo publicada por entregas en el Post.

La segunda condición para obtener éxi-to en el Masscult es que el escritor, artis-ta, director de periódico, director de cine o actor ha de encerrar en sí una buena porción de hombre de masas, como ha ocurrido con Zane Grey, Howard Chandler Christy, el señor Lorimer del Post, Cecil B. De Mille y Elvis Presley. Esto está es-trechamente ligado con la sinceridad —¿cómo puede tomar en serio su trabajo si no posee ese toque instintivo, esa bana-lidad interna?— Al igual que Rockwell, puede saber perfectamente que el arte es bueno y honorable y digno de respeto, y puede rendirle homenaje. Pero una cosa es saber y otra sentir. Un empresario de periódicos como Henry Luce —indudable-mente, el peor de todos— tiene el mismo tipo de ociosa curiosidad por los Hechos, y el mismo género de entusiasmo de tra-tante de caballos hacia ideas más bien ele-mentales (repásense, a este propósito, los editoriales de Life) que los que tienen mi-llones de sus lectores. Cuando yo trabaja-ba para él en Fortune, a comienzos de los años treinta, me llamaron la atención tres

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cualidades que él poseía como director de periódico: su perspicacia para reconocer lo que era o no era "noticia", su profunda dedicación a la empresa, y su limitada pre-paración cultural pese a, o quizá a causa de, haber frecuentado la universidad de Yale. Todas estas tres cualidades están estrechamente ligadas con su éxito: un director de periódico más refinado no ha-bría conseguido marchar al mismo paso que sus millones de lectores, y a uno más idealista le habría faltado la fuerza moral para atraerlos; Luce reconocía a primera vista la "noticia" porque lo que les inte-resaba a sus lectores le interesaba tam- bién a él 7 .

IX

Como ya he observado en este ensayo, la separación entre Arte Popular y Alta Cultura en compartimentos -estancos co-rrespondía a la línea trazada en otros tiempos entre la plebe y la aristocracia. La eliminación de esta línea, aunque de-seable políticamente, ha producido infe-lices resultados culturales. El Arte Popular poseía auténticas cualidades, pero el Mas-scult es, en la mejor de las hipótesis, un reflejo vulgarizado de la Alta Cultura, y, en la peor, un Incubo cultural, un Kultur-

katzenjammer. Y mientras que en otra época la Alta Cultura podía dirigirse sola-mente al cognoscens, ahora debe tener en cuenta al Ignoscens, incluso cuando le vuelve las espaldas. Y esto porque el Mas-scult no es simplemente una formación pa-ralela a la Alta Cultura, como lo era el Arte Popular; sino que es su competidor. El problema se deja sentir especialmente en los Estados Unidos, donde las separa-ciones de las clases son particularmente débiles. Si existiese una élite cultural cla-ramente definida, las masas podrían tener su Kitsch y las clases altas su Alta Cultura, y todos estarían felices y contentos. Pero una porción notable de la población ame-ricana se ve crónicamente obligada a ele-gir entre la televisión -y los antiguos maes-tros, entre la lectura de Tolstoi y una no-

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vela policíaca, o sea que el esquema de su vida cultural es tan "abierto" que re-sulta poroso. Esta posibilidad de elección es estimulante para una afortunada mino-ría; pero la mayoría es sólo un motivo de confusión y lleva, en la mejor de las hipó-tesis, a ese compromiso de middlebrow llamado Midcult.

El momento crucial de la cultura ameri-cana fue la Guerra Civil, cuyos frutos des-truyeron la tradición de la Nueva Inglate-rra casi en la misma medida en que la Revolución de Octubre rompió la conti-nuidad de la cultura rusa. (Puede ocurrir que algunas desagradables semejanzas entre la cultura y las sociedades actuales de los Estados Unidos y de la Unión So-viética se deban, al menos en parte, a ta-les movimientos sísmicos, bastante más drásticos que cualquier acontecimiento de la historia europea, incluida la Revolución Francesa.) La cultura de la Nueva Inglate-rra quedó sencillamente fuera de la histo-ria, limitándose a ser patrimonio de la nobleza provinciana, sin que ninguna otra cultura ocupase su puesto; se vio ahoga-da por el desarrollo de la industria de ma-sas, por la expansión hacia el oeste, y, so-bre todo, por una masiva inmigración de países de lengua no inglesa. La gran me-táfora del período fue el crisol; la tragedia fue que todo se fundió completamente en la gran caldera. Habría podido desarrollar-se una cultura pluralista, enriquecida por las contribuciones de polacos, italianos, serbios, griegos, hebreos, finlandeses, croatas, alemanes, suecos, húngaros y de todos los demás que llegaron a Estados Unidos entre 1870 y 1910. Con un senti-miento confuso hay que leer los versos, extrañamente condescendientes, de Em-ma Lazarus grabados en la Estatua de la Libertad:

Dadme vuestras cansadas, vuestras [pobres,

Vuestras confusas masas ansiosas de [respirar libremente,

Los miserables desechos de vuestras [fértiles orillas,

Enviad a mí a los náufragos, a los [desamparados:

Yo alzo mi lámpara ante la puerta de [oro.

Porque los que llegaban eran precisa-mente los pobres y los náufragos, los pe-rros vagabundos de Europa, y, precisa-mente, por esta razón estaban todos demasiado deseosos de olvidar lenguas y costumbres del viejo mundo, a las que consideraban como señal de inferioridad. Desarraigadas de sus tradiciones, obliga-das a aceptar los trabajos más humildes con la paga más baja, las masas de Euro-pa eran inducidas a considerar que su única esperanza de elevación consistía en el "americanizarse", lo que significaba ha-cerse asimilar por el nivel cultural (y eco-nómico) más bajo. Eran, de todas formas, consumidores de Kitsch. Hace medio si-glo, cuando el resultado era aún incierto, Randolph Bourne escribía:

"Lo que decididamente no desea-mos es que estas peculiares cualida-des se pierdan en un flujo uniforme, insípido e incoloro. Ya tenemos dema-siadas insipideces —masas de indivi-duos de sangre mezclada...—. Nues-tras ciudades están llenas de gentes de sangre mezclada que conservan los nombres extranjeros; pero que han perdido el sabor extranjero. Esto no significa que... se hayan america-nizado verdaderamente. Significa que, al quitarse de encima ese poco de cultura natal que poseían, la han sustituido con la cultura americana más rudimentaria —la de los periódi-cos de cuatro perras, del cine, de las cancioncillas, del omnipresente auto-móvil...

Exactamente de la misma manera que tendemos a desintegrar estos nú-cleos de cultura nacionalista, tende-mos también a crear hordas de hom-bres y mujeres privados de una patria espiritual, fuera de la Ley culturales privados de gusto, privados de cual-

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quier patrón de medida que no sea el de la muchedumbre. Los condena-mos a vivir en el nivel más rudimenta-rio de la vida americana 8 ."

Los temores de Bourne se han hecho realidad. La propia naturaleza de la indus-tria de masas y de su retoño, el Masscult, ha hecho imposible una cultura pluralista. El crisol se ha limitado a producir "el flu-jo uniforme, insípido e incoloro". Lo mis-mo puede decirse de los americanos pre-dominantes, los de estirpe anglosajona: éstos no pidieron a los inmigrantes que aceptasen nada que ellos mismos no es-tuvieran dispuestos a aceptar. Viene aquí muy bien pensar en la viñeta de Matthew Josephson, en la que se ve a Henry Clay Frick sentado en un sillón estilo Renaci-miento, bajo un Rembrandt, leyendo el Sa-turday Evening Post. Los americanos a que antes nos referimos se preocupaban de construir vías férreas, de colonizar el Oeste, de desarrollar la industria, de per-feccionar los monopolios y de otros asun-tos de orden práctico. ¡Pioneros, oh pione-ros! Y el cansado pionero prefirió Harold Bell Wright a Henry James.

X

Vivimos ahora en un período más refi-nado. El Oeste ha sido conquistado, los in-migrados se han integrado perfectamente, se han construido fábricas y vías férreas, hasta el punto que, a partir de 1929, el pro-blema ya no es la producción, sino el con-sumo. La semana de trabajo se ha acorta-do, los salarios reales han aumentado y ja-más en la historia un número tan grande de hombres ha alcanzado un tenor de vida tan alto como en los Estados Unidos a partir de 1945. El número de los inscritos en la Universidad supera actualmente los cuatro millones de unidades, el triple del de 1929. Dinero, tiempo libre y saber, los requisitos de la cultura son más abundan-tes y están más equitativamente distribui-dos de lo que nunca estuvieron.

En estos tiempos más avanzados de la

Alta Cultura se ve amenazada por un pe-ligro, constituido no tanto por el Masscult' como por un especial híbrido nacido de las relaciones contra natura de este últi-mo con la primera. Ha visto así la luz una cultura , media, que amenaza con absorber a sus dos progenitores. Dicha forma inter-media —que llamaremos Midcult— posee las cualidades esenciales del Masscult —la fórmula, la reacción controlada, la falta de otro patrón de medida que no sea la popularidad—, pero las esconde púdi-camente tras una hoja de parra cultu-ral. En el Masscult el truco queda al des-cubierto complacer a las masas a toda costa. Pero el Midcult encierra una doble trampa: finge respetar los modelos de la Alta Cultura mientras que, en la práctica, los diluye y vulgariza 9 .

El enemigo que acecha tras las mura-llas es fácilmente identificable. Lo que hace peligroso el Midcult es su ambigüe-dad. Porque el Midcult se presenta como formando parte de la Alta Cultura. No ya como cosa de círculos restringidos, no ya como ese snobismo especial de los lla-mados intelectuales, que sólo hablan en-tre sí, sino como la gran corriente vital, amplia y clara, aunque quizá no tan pro-funda. También vosotros podréis mirarlo por sólo 16,7 dólares, nada de pago anti-cipado, basta con rellenar el cupón y reci-biréis a domicilio, durante un año, seis ejemplares encuadernados, profusamente ilustrados, de Horizon: A Magazine of the Arts, "con toda probabilidad la más bella revista del mundo... se esfuerza por servir al amplio progreso cultural del hom-bre moderno, por explorar las innumera-bles moradas del filósofo, del pintor, del historiador, del arquitecto, del escultor, del satírico, del poeta... para lanzar un puen-te entre el mundo de los investigadores y el mundo de los lectores inteligentes. Es un dinero bien gastado. Rellenad el cupón de inmediato". Horizon tiene unos 160.000 suscriptores, cifra que supera las tiradas de conjunto, tras muchos años de esfuer-zos, de Kenyon, Hudson, Sewanee, Parti-san, Art News, Arts, American Scholar,

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Dissent, Commentary y de una media do-cena de otras importantes revistas crítico-culturales americanas.

El Midcult no constituye, como pudiera creerse a primera vista, un mejoramiento del nivel del Masscult; más bien se trata de una corrupción de la Alta Cultura, que presenta, con respecto al Masscult, una enorme ventaja: aunque también está "completamente sujeta al espectador", por usar la frase de Malraux, es capaz de ha-cerse pasar por verdadera cultura. Midcult es la versión revisada y corregida de la Biblia que se publicó hace algunos años bajo la égida de la Yale Divinity School, versión que distribuyó ese ingente monu-mento de la prosa inglesa que es la Biblia del rey Jacobo, con objeto de hacer el texto "claro y comprensible para el lector de hoy", lo cual equivale a hacer pedazos la abadía de Westminster para construir luego con sus fragmentos Disneylandia. Es Midcult la sección cinematográfica del Museum of Modern Art que rinde homena-je a Samuel Goldwyn porque se presume que sus películas son (apenas un poqui-to) mejores que las de otros productores hollywoodianos —aunque constituya un enigma semántico el motivo por el que és-tos han sido definidos como "producto-res", cuando su función consiste en impe-dir la producción del arte (y véase la suer-te corrida en Hollywood por los diversos Griffith, Chaplin, von Stroheim, Eisenstein y Orson Welles). Es Midcult el venerable y venerado Atlantic —que en el siglo pa-sado publicaba a Emerson, Lowell, Ho-wells, James y Mark Twain—, el cual os-tenta en la portada de un número reciente una enorme fotografía de Dore Schary, que últimamente ha trasladado desde Holly-wood a Broadway su orgulloso sentimenta-lismo, representado, en dicho número de la revista, por una homilía titulada "A un joven actor", artículo que, sintetizando a Jefferson, Polonio y el doctor Norman Vin-cent Peale, concluye así: "Comportaos co-mo buenos ciudadanos no sólo en vuestra profesión, sino en la totalidad del mundo en que vivís. Indignaos ante la injusticia,

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sed benignos ante el éxito, valientes en el fracaso, pacientes para esperar la buena ocasión y resueltos en la fe y en el honor." Es Midcult el Club 'del Libro del Mes, que desde 1926 proporciona a sus asociados textos de los que lo mejor que se puede decir es que podrían ser peores, es decir, que los lectores reciben John Hersey y Gene Stratton Porter. Es Midcult el paso de Rodgers y Hart a Rodgers y Hammers-tein, de las alegres y ásperas estrofas de Pal Joey, espontánea expresión de un lu-gar real llamado Broadway, al falso folklo-re de Oklahoma y al sentimentalismo bara-to de South Pacific ".

Es Midcult, o lo era, "Omnibus", subven-cionado por una gran fundación cultural con, el fin de mejorar el nivel de las trans-misiones de televisión, quien inició sus tra-bajos anunciando que se "dirigía directa-mente al público americano medio, ni high-

brow ni lowbrow, al público de los lecto-res del Reader's Digest, de Lite, del La-

dies' Home Journal, al público que consti-tuye la espina dorsal de toda empresa co-mercial, como lo es de América"; y des-pués demostró su buena fe insertando en íos programas a Gertrude Stein y Jack Benny, Chejov y la estrategia futbolística, Beethoven y los campeones de patinaje. "Omnibus" fue un fracaso. Por una u otra razón, el nivel de las transmisiones televi-sivas no ha mejorado todavía.

XI

trPero quizá la mejor manera de definir

I Midcult consista en analizar algunos oductos típicos. Los cuatro ejemplos ue he elegido son El viejo y el mar, de mest Hemingway; Nuestra Ciudad, de

Thornton Wilder; J. B., de Archibald Mac Leish, y John Brown's Body, de Stephen Vicent Benet. Han sido otros tantos éxitos del Midcult; cada uno de ellos ha ganado el premio Pulitzer y ha sido elogiado por la crítica, que debería saber elegir mejor, y han alcanzado la popularidad no tanto entre las masas como entre las clases cul-tas. Desde el punto de vista técnico, son

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obras lo bastante de vanguardia para im-presionar al middlebrow, pero sin preocu-parle. En cuanto al contenido, son "centra-les" y "universales" en la línea de ese ar-te falsamente solemne que los franceses llaman pompier, refiriéndose a los brillan-tes yelmos dorados, cubiertos de plumas de sus bomberos. Thornton Wilder, el más hábil de los cuatro, ha logrado realmente, de un solo golpe, ser ultrasencillo y gran-dioso. "Hay cosas que todos sabemos, pero que no tomamos a menudo en con-sideración", dice su director, chupando la pipa con aire meditabundo. "Sabemos to-dos que existe algo eterno. Y este algo no son las casas, no son los nombres, no es la tierra y no son ni siquiera las estrellas... Cada uno sabe en lo más hondo de su co-razón que hay algo eterno, y que este algo tiene que ver con los seres humanos. Nos lo han dicho todos los grandes hombres que han vivido en la faz de la tierra desde hace cinco mil años, y sin embargo nos sorprenderíamos al ver cómo la gente pier-de siempre de vista este hecho. Hay algo eterno en todo ser humano." La última frase es un resumen en siete palabras, en cuanto a forma y contenido, del Midcult. Estoy de acuerdo con todo lo que Thorn-ton Wilder dice, pero lucharé hasta que-

, darme sin aliento contra su derecho a de- cirlo de ese modo.

El viejo y el mar fue (justamente) publi-cado por primera vez en Lite, en 1952. En 1953 ganó el premio Pulitzer y contribuyó en 1954 a hacer ganar el Nobel a Hemin-gway (el jurado citó la "maestría estilísti-ca del arte de la narrativa moderna"). Es-

, tá escrito con esa artificiosa prosa bíblica a la que ha recurrido Pearl S. Buck en La buena tierra, estilo que parece ejercer un bmaligno ae mn cbai én tna mi a i eBnutco k lsoogbr ór e o bl ot esn e mi d- r un

,‘ premio Nobel. Los personajes son sólo dos, y no están individualizados porque la individualización excluiría el Significado Universal. En efecto, ni siquiera tiene un nombre, son sencillamente "el viejo" y "el muchacho"—, en mi opinión, ha debido ser un error el identificar el pez con un

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marlin, aunque, a decir verdad, general-mente es citado como "el gran pez". El diálogo es, al tiempo, pintoresco (demo-cracia) y majestuoso (literatura). "Duer-me bien, viejo", cita el Muchacho; o bien, alternativamente: "Despiértate, viejo." Es también muy poético como el parlamento del muchacho: "Recuerdo la cola que ba-tía y atronaba... y el ruido que yo hacía mientras lo prendía a mazazos, como cuan-do se derriba un árbol, y el olor dulce de la sangre que me cubría." (Incluso el viejo se asombra ante este ritmo: "(De verdad te acuerdas?, le pregunta.) En el célebre diálogo sobre el béisbol tenemos una fusión de Literatura & Democracia:

"El gran Di Maggio se ha encontrado a sí mismo... No es posible que pier-dan los Yankees."

"Pero a mí me dan miedo los In-dians de Cleveland."

"Ten fe en los Yankees, hijo mío. Piensa en el gran Di Maggio."

Y todo esto ha sido escrito por el hom-bre que, en la práctica, ha inventado el diálogo realista.

Resulta deprimente comparar este rela-to con The Unfeated, una historia de toros que Hemingway escribió en los años vein-te, cuando, como hubiere dicho él, hacía "off-side". El tema de ambos relatos es el mismo: un hombre anciano, de quien se burlan como de un superviviente, tiene una última ocasión; pierde (el pez es devorado por los escualos, el torero es cogido por

, el toro), pero su derrota es una victoria - moral, porque ha demostrado que su yo-

!untad y su valor están intactos. El con-' traste comienza en seguida, desde la pri-

mera frase:

"Manuel García subió la escalera que llevaba a la oficina de don Miguel Retana. Dejó la maleta y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Manuel, desde el pasillo, sintió que había al-guien en la habitación. Lo sintió a través de la puerta."

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"Era un viejo que pescaba solo en una barca de vela en la Corriente del Golfo, y ya hacía ochenta y cuatro días que no capturaba un pez. En los primeros cuarenta días lo había acom-pañado un muchacho, pero cuando pasaron cuarenta días sin que cogiera un solo pez los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba ya decidida y definitivamente salao, que es la peor forma de desgracia, y el mu-chacho les había obedecido yéndose a otra barca que capturó tres hermo-sos peces en la primera semana. Era muy triste para el muchacho ver cómo el viejo llegaba todos los días con la barca vacía, y bajaba siempre a ayu-darle a transportar los sedales enre-dados o el gancho y el arpón y la vela recogida en el mástil. La vela es-taba remendada con sacos de harina y cuando estaba arriada parecía la bandera de una derrota perenne."

El contraste continúa —disciplinada y hábil atenuación en comparación con el zumbido de la parábola-pastiche, verbosa y sentimental ("La bandera de una derro-ta perenne" excita fácilmente nuestra sim-patía). Y todos esos "y".

The Undefeated sólo tiene 57 páginas, frente a las 140 de El viejo y el mar, y no sólo ocurren más cosas, sino que se intu-ye que han ocurrido más de las que en él se expresan, mientras que El viejo y el

mar suscita la impresión exactamente opuesta. The Undefeated tiene cuatro per-sonajes, cada uno con su nombre y cada uno bien definido por sus propias palabras y acciones; El viejo y el mar no tiene per-sonajes, sino solamente dos tipos Eternos, Universales. En efecto, durante las tres cuartas partes del libro no hay más que uno, puesto que el muchacho no participa ya en las expediciones de pesca. Quizá Kafka habría logrado sacar algo bueno, pero con la manera realista de Hemingway la peripecia resulta monótona. "Luego co-menzó a tener pena del gran pez", y cosas de este género. De vez en cuando, el au-

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tor, se diría que a la desesperada, le hace conversar con los peces y con los pája- ros. El viejo habla incluso con su mano:

; ¿Qué tal, mano?" En The Undefeated la

. emoción brota naturalmente del diálogo y , de la acción, pero en El viejo y el mar,

desde el momento en que escasean tanto el uno como la otra, el autor se ve obliga-do a evocar la emoción artificialmente. A veces refiere las improbables meditacio-nes del pescador: "Es un pez grande y de-bo vencerlo, pensó... Gracias a Dios, no son tan inteligentes como nosotros, que los matamos; aunque sean mucho más no-bles y más capaces." A veces el autor nos advierte: "Era demasiado sencillo para preguntarse cuándo había alcanzado la

" humildad. Pero sabía que la había alcanza-do." (Un individuo humilde, que sepa que ha alcanzado la humildad, me parece una contradicción.) Esta insistencia autopubli-citarla (error elemental contra el que no

, me cansaba de poner en guardia a mis alumnos de técnica narrativa en la North-western University) contrasta singularmen-te con el método lacónico, sucinto, que hizo célebre al joven Hemingway. "Yo soy un viejo raro", dice el protagonista al chacho. Demuéstralo, viejo, no te limites

- a decirlo. Nuestra ciudad es un producto artesa-

nal extraordinariamente hábil. Pienso que = en la práctica es capaz de adaptarse a

cualquier tipo de interpretación, y que precisamente por esto es puesta en esce-na tan a menudo por los aficionados de provincias. Con esa sensibilidad literaria que ha permitido fabricar cada uno de sus libros según un módulo diferente, milagro de versatilidad imitativa, Thornton Wilder nos proporciona aquí la definitiva exposi-ción de la nostalgia de los midbrows por la vida de las pequeñas ciudades, lo mis-mo que Norman Rockwell ha hecho para los lowbrows con las portadas del Post. La combinación de pintoresco, terrenal, inge-nioso, patético y sublime (todo ello de forma blanda) de Nuestra ciudad, encuen-tra su exacto paralelo en Rockwell, y las situaciones son curiosamente similares:

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enamorados jugueteando en la soda foun-tain, mujeres que intercambian chismo-rreos por encima de los setos, pequeños y dignos funerales bajo los pinos, y el edi-tor del pueblo, el médico de la familia, el héroe del equipo de béisbol del institu-to, todos siguiendo su bien trazado surco. Lo que confiere cierta línea al trabajo, ele-vándolo al nivel del Midcult, son las esce-nas y los trajes puramente imaginarios, además de las intervenciones del persona-je del director, expedientes éstos que Thornton Wilder ha tomado del teatro chi-no (siempre toma sus expedientes de al-guna parte). Brecht se ha servido de expe-dientes semejantes para obtener su "efec-to de distanciamiento", es decir, para im-pedir que el público se deje hipnotizar por la ilusión escénica; una idea original y, en consecuencia, perturbadora. Thornton Wil-der, sin embargo, no se propone ningún fin de subversión artística; al contrario, Nuestra ciudad resulta tan hipnótica, en el significado teatral tradicional del término, como East Lynne. La obra gira precisamen-te sobre el director, un simpático escupe-sentencias con la pipa en la boca, pun-zante y al mismo tiempo bonachón; sólo un highbrow podría resistirse a su encan-to (o, naturalmente, un lowbrow). He aquí su comentario sobre el cementerio local:

"Este es, sin duda, un punto impor-tante de Grover's Corners. Está en la cima de una colina, una colina ven-tosa —con mucho cielo y muchas nu-bes, y a menudo mucho sol y luna y estrellas... Sí, un sitio precioso este de aquí arriba. Laureles silvestres y lilas... He aquí las viejas lápidas —1670, 1680. Gente decidida que re-corrió un largo camino para ser inde-pendiente. Es verano, y hay algunas personas que pasean, riéndose de las grotescas palabras grabadas en las lápidas. No hacen nada malo... Allí duermen algunos veteranos de la Guerra Civil. Sobre sus tumbas, es-tandartes de hierro. Muchachos de New Hampshire... habían intuido que

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era preciso mantener junta toda la Unión, aunque no hubiesen visto ja-más a más de cincuenta mil. Todo lo que sabían era su nombre, amigos míos: los Estados Unidos de América. Y por ese nombre fueron a la muer-te... Sí, un buen cúmulo de dolores se ha aplacado, por así decirlo, aquí abajo."

Supongo que hace muchos años que no existe nadie tan melifluo y de ideas tan estrechas como el director de Thornton Wilder. Ni una sola persona, digo. Excepto, quizá, Eddie Guest, de Detroit.

J. B. se parece a Nuestra ciudad en el planteamiento escénico —nada de esce-nas, acción simbólica acompañada de co-mentarios—, pero en casi nada más. Mien-tras que el lenguaje usado por Wilder es familiar, aquí es ampuloso, los comenta-rios no están puestos en boca de cual-quier sabio local, sino de Dios y Satanás en persona, y el tema tratado se refiere nada menos que a las relaciones del hom-bre con Dios. Es Profundo y Apasionado, trata de la Agonía del Hombre Moderno y ha sido ampliamente discutido, a menudo por el autor, en los rotativos del Midcult 1 1. Archibald MacLeish mezcla técnica tea-tral y poesía de vanguardia ("La muerte es un hueso que balbucea"), con escenas de vida familiar ("J. B. pescando con el tene-dor un hueso de pollo en el plato de Re-beca: '¡Buena chica!"), violencia ("Cua-tro muchachos en automóvil. Han muerto — Dos eran los tuyos"), melodrama ("¡No! ¡No me toques!" ), y un mensaje sobrema-nera inconcluyente.

Durante cerca de dos horas se discur-sea sobre el problema de Dios y del hom-bre, sin llegar a una decisión, y en la últi-ma escena el problema se escamotea y se le ofrece al público un nuevo juguete, que los espectadores conocen ya por otros trabajos puestos en escena en Broadway, es decir, el Amor:

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Sóplame sobre las brasas del corazón. Lo círios en la iglesia se han apagado. Las luces se han apagado en el cielo. Sóplame sobre las brasas del corazón. Y después veremos...

Robert Brustein en The New Republic y Gore Vidal en la Partisan Rewiev han di-cho no hace mucho bastantes cosas, muy interesantes, a propósito de la tendencia de los dramaturgos americanos a introdu-cir , el amor como deus ex machina para resolver como por arte de magia los pro-blemas planteados en las anteriores dos horas de espectáculo, en las que el amor ha brillado por su ausencia; por ello, me limito a destacar el hecho. El profesor de retórica de Harvard ha cometido muchos errores en J. B., pero uno de ellos, en par-ticular, le ha sido fatal: el haber interpelado en sus versos algunos fragmentos del Libro de Job. Es cierto que Elia Kazan, que puso en escena la obra con la apropiada vulga-ridad, redujo en considerable medida el efecto de dichos fragmentos bíblicos, ha-ciéndolos recitar ante el micrófono por una voz ampulosa que recordaba la más colorida manera de Westbrook Van Voo-rhees sobre la Carrera del Tiempo. Pero, aún así, el contraste entre la oscura y apa-sionada elevación del Libro de Job y el estilo entre forzado y débil de Archibald MacLeish resultaba penoso. Realmente es demasiado pasar de:

¿Eres Tú quien ha conferido fuerza al caballo? ¿Eres Tú quien ha revestido su cuello de trueno? Dice entre el clamor de las: trompetas, ¡ah, ah!

a:

¡Job no lo tomará! ¡Job no lo tocará! ¡Job lo arrojará al rostro de 'Dios salpicándoselo con la mitad de sus entrañas!

El hábil autor de Nuestra Ciudad no ha-bría cometido nunca una gaffe de este gé-nero.

Y, para terminar, las 377 páginas de or-gía americana de Vincent Benet, muy admirado en su tiempo y todavía hoy uti-

lizado ampliamente en las escuelas como combinación de Historia y Literatura. La Invocación de apertura toca en seguida el teclado justo, patriótico aunque refinado:

Musa americana, cuyo fuerte y vario corazón

..',' tantos hombres han intentado comprender,

"--. pero que Sólo han empequeñecido con su arte...

}Y Y yo te he visto y oído en el árido y tumultuoso horno de la calle ciudadana donde la luna apergaminada estaba plantada en el

V[cielo

a y el aire cansado se caía muerto por la calina.

Los cuatro últimos versos tienen ecos de Eliot, lo mismo que el fragmento relati- y-

; vo a la carga de Pickett pretende parecer- se a Homero:

4

.:.- Así atacaron con fuerza, ágiles, procediendo a modo [de gamos.

Así murieron y fueron golpeados. Así el hierro [traspase> sus carnes.

No falta siquiera la manera de las bala- . • das de Kipling:

Trece hermanas a la orilla del mar construyeron una casa llamada Libertad y cerraron la puerta con una gruesa llave. Nadie podía entrar si no era un hombre libre.

(Oyelo bien, hijo mío.)

Ni se desdeñan los modelos poéticos más humildes:

Era el blanco corazón del abedul... Sus claros senos puntiagudos eran dos jóvenes victorias en el oscuro vacío y cuando tendía las manos sobre la cabeza y soltaba en ondas la cabellera hasta los muslos, su cuerpo brillaba como profundas fuentes bajo el

[sol.

Vincent Benet es un maestro de la reac-ción controlada: imposible no identificar la emoción que se propone suscitar. A ve-ces solemne, a veces alegre, siempre ten-dente al virtuosismo como un violinista de night-club. ¡Toca, gitano, toca! No hay pe-ligro de que nos sorprenda algo imprevis-to. Los Wingate son aristócratas del Sur y son orgullosos y generosos, y viven en

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una casa blanca con muchas, muchas co-lumnas. Abe Lincoln ha desaparecido, tris-te, amable y "duro como una viga de no-gal americano". John Brow es fuerte, sencillo, fanático — y "sabía cómo morir". Robert E. Lee representa, en cambio, un problema, desde el momento que con él no se ha creado ningún cliché nacional. Vincent Benét comienza de modo cauto: "Era un hombre, y como tal conocía / Amor, separación, pena, alegría y muer-te." Pero al final no ha encontrado todavía un terreno firme: "Quería algo. Esto debe bastar / Ahora cabalga de nuevo a lomos de Traveller hacia el oeste." Una figura desconcertante.

El juicio final sobre los Estados Unidos es ambiguo: "el monstruo y la reina dormi-da". Porque, aunque por una parte Vincent Benet no quiere vender a América demasia-do a las claras, por otra tampoco quiere caer en el ridículo — el escritor del Mid-cult está siempre preocupado por el sar-casmo y el sentimiento de superioridad de los intelectuales, aunque finja despreciar-los. La ambivalencia se hace ligeramente frenética en los versos finales: "Así, cuan-do la muchedumbre ladradora / Y profe-tas viejos y jóvenes / Proclaman con gran-des voces su extraña desesperación / O se abandonan a la adoración / Dejadles aplaudir o condenar su imagen, / Pero manteneos al margen, vosotros y vuestra alma... / Y si al final tenéis precisamente que decir una palabra, / No digáis, como ellos: / 'Es fatalmente mágica y maldita' / Ni tampoco 'Bendita sea', sino sólo 'Está aquí". El miedo americano a las ideas (los profestas que claman) y también de la conciencia (Si tenéis precisamente que decir una palabra) raramente ha encon-trado una expresión más ingenua. O el ex-pediente americano para eludir estos terrores: atenerse estrictamente a los he-chos; es decir, solamente "Está aquí" Por-que las ideas pueden llevar a sacar con-clusiones.

XII

El enemigo está claro. Los tres conso-ladores de J. B" son hombres que tienen ideas —ideas freudianas, ideas marxistas, ideas teológicas— y cada uno de ellos es presentado como un repelente santurrón. (En los años treinta, MacLeish habría tra-tado mejor al marxista.) Thornton Wilder es moderado:

El Belicoso, desde el fondo de la sala: ¿No hay nadie en esta ciudad que se dé cuenta de las injusticias so-ciales y de las iniquidades indus-triales?

El señor Webb (director del "Grover's Corners Sentinel" ): Oh, por supues-to que sí, todos se dan cuente-es una cosa terrible. A lo que pa-rece, pasan la mayor parte del tiem-po hablando de quién es rico y de quién es pobre.

El Belicoso: Y entoces, ¿por qué no hacen algo?

El señor Webb: Bueno, no lo sé. En mi opinión intentamos, como cualquie-ra, hacer de forma que los dirigen-

: tes y sensibles suban a la cima, y que los perezosos y pendencieros caigan en picado. Pero es difícil probarlo... ¿Alguna otra pregunta?

Una señora» en un palco: ¡Eh, señor Webb, ¿existe cultura y amor a la belleza en Grover's Corners?

El señor Webb: Bien, señora, no gran cosa — al menos en el sentido que usted le da... Pero quizá este es el momento de decirle que aquí no nos faltan placeres de cierto tipo: nos gusta el sol que surge por la mañana tras las montañas, y todos nos interesamos mucho por los pá-jaros [etc.] .Pero de esas otras co-sas, tiene usted razón, señora, no hay muchas. Robinson Crusoe y la Biblia; y el Lago de Haendel, los conocemos todos; y también la Ma-dre, de Whistler-más allá de eso, no vamos.

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uno pierde un poco la paciencia con el hábil señor Webb.

Su demiurgo es el director. Este es el perfecto pragmático americano, popula-chero y descontractado porque las cosas son así, y si alguien quiere cambiarlas, es asunto suyo, sólo que (pausa, chupa me-ditabundo la pipa) no hay muchas probabi-lidades de lograrlo, y además no habría gran diferencia luego (otra vez la pipa), las cosas no cambian demasiado en Gro-ver's Corners. No hay una sola posición lo suficientemente banal como para que no la adopte. "Este es el final del primer acto, amigos míos", anuncia al público. "Podéis salir a fumar, ahora" — y añade con un toque genial: "los que fumen, cla-ro". En cualquier caso, no hace nada malo.

XIII

1 La especial amenaza de Midcult consis-

te en el hecho de que explota los descu- brimientos de la vanguardia. Esto es algo nuevo. El predecesor histórico del Midcult, : if

el Academicismo, se le parecía en que era Kitsch para una élite, exteriormente Alta '7" Cultura, pero en realidad un artículo fabri- 1 cado exactamente como los productos cul-turales más baratos destinados a las ma-sas. La diferencia estriba en que el Aca-demicismo se oponía de forma intransi-gente a la vanguardia. Comprendía pirV-tores como Bouguereau, Alma-Tadema y Rosa Bonheur; críticos como Edmund Gosse y Edmund Clárence Stedman; com-positores como Sir Edward Elgar; poetas como Alfred y Stephen Phillips; escritores como Rostand, Stevenson, Cabell y Joseph Hergersheimer 12 . El Academicismo, a su modo espantoso, por lo menos se oponía al Masscult. Tenía sus modelos, los viejos modelos, y educaba a los nouveaux riches, algunos de los cuales acabaron por estar tan bien educados que llegaron a apreciar la vanguardia, dándose cuenta de que re-cogía y continuaba el espíritu dé la tradi-ción que los AcadémidoWmataban. Puede considerarse el Academicismo como un

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Ni tampoco va más allá de eso la come-dia. Los que ponen en duda los valores de Grover's Corners, New Hampshire, 1901, son presentados como individuos grotes-cos, mientras que el director Webb es pre-sentado como la norma. Una actitud que podría justificar con la definición de rea-lismo histórico —aunque los directores de periódicos provincianos de hace cincuen-ta años fueran, a menudo, idealistas ani-mados por un espíritu de cruzada—, pero naturalmente Thornton Wilder no se inte-resa en absoluto por la situación real de Grover's Corners en 1901. "Nuestra ciu-dad no quiere ser un cuadro de vida en una población del New Hampshire", escri-bió en el prefacio a la edición de 1957, "ni una especulación sobre las condicio-nes de vida después de la muerte (un ele-mento que me he limitado a derivar del Purgatorio de Dante). [Ese "limitado" es un verdadero toque de maestro. N. del A] Es un intento de descubrir el inestable valor de los pequeños acontecimientos de nuestra vida cotidiana". Esto es una ver-dad a medias, lo cual significa que es fal-sa en parte. No es que Thornton Wilder sea insincero. Si lo hubiera sido, no habría lo-grado escribir una obra maestra del Mid-cult como Nuestra ciudad, exactamente como Norman Rockwell no habría logrado dibujar todas aquellas portadas del Post. Pero si se compara Nuestra ciudad con un intento similar de descubrir un valor "en los pequeños acontecimientos de nuestra vida cotidiana", es decir, con el Wines-burg, Ohio, de Sherwood Anderson, se percibe de inmediato la diferencia entre una obra de arte y un trabajo sincero de Kitsch. Lo que hace realmente Thornton Wilder no es tan personal o tan universal como él se cree. Wilder construye un mito social, el cuadro de una edad de oro que es un paradigma del presente. Tiene lo mejor de ambos tiempos: el pasado está velado por la nostalgia del presente, mien-tras que el presente está dulcificado por el hecho de ser comunicado en términos de un pasado remoto y seguro. ¡Pero, qué mito ni qué edad de oro! A este respecto

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aspecto de las dificultades de crecimien-to entre las que se debate la Alta Cultura, como la crisálida restrictiva de la que pue-de salir algo nuevo. El mismo hecho de que ha sido destruido tras algunos dece-nios confirma el parangón — ¿quién se ocupa de Alma-Tadema, hoy, quién lee a Hergersheimer?

El Midcult es un rival mucho más peli-groso para la Alta Cultura, porque encie-rra en sí una gran parte de vanguardia. Las cuatro obras examinadas antes eran en su época más avanzadas y refinadas que las novelas de John Galsworthy. Son, por así decir, los productos de represen-tantes fracasados de la vanguardia, los cuales saben cómo usar el lenguaje mo-derno al servicio de la banalidad. Sus au-tores se expatriaron todos, en los años veinte — el propio Vicent Benet fechó su epopeya americanesca "Neuilly-sur-Seine, 1928". Precisamente el hecho de que no sean conscientes de ningún cambio de vía, de que todavía se consideren como exponentes de la vanguardia, es lo que hace que sus obras sucesivas sean tran atractivas desde el punto de vista del Mid-cult. "Hacia el final de los años veinte co-mencé a perder el placer de ir al teatro", comienza Thornton Wilder en el prefacio a la edición de 1957 de Three Plays. Ex-plica que, mientras que Joyce, Proust y Mann contaban aún con toda su fe, ya no lograba tenerla en el teatro, y prosigue: "Empezaba a darme cuenta de que el tea-tro no sólo era inadecuado, sino también evasivo; no quería ejercer sus más pro-fundas potencialidades... Tendía a ser per-suasivo. Lo trágico no poseía calor; lo có-mico no tenía mordiente; la crítica social no lograba endosarnos ninguna responsa-bilidad. Me entregué a buscar el punto en que el teatro había abandonado el buen camino, en que se había... convertido en un arte menor y en una diversión sin con-secuencias." Y este punto, descubrió Thornton Wilder, era "el escenario como una caja", con escenas y decorados rea-lista, y el proscenio que separaba a los autores del público. Lo descubrió, esta-

mos de acuerdo, pero los trabajos teatra-les que llevó a su escenario de vanguar-dia fueron evasivos, persuasivos, sin ca-lor trágico ni mordiente cómico, y espec-tacularmente carentes de crítica social. The Skin of Our Teeth, por ejemplo, es te-máticamente tan amplia como Nuestra ciu-dad era modesta dado que trata de toda la historia del género humano, pero su es-píritu y su diálogo son igualmente popula-cheros; y la conclusión, expuesta por la camarera, Sabina, es idéntica: la vida con-tinúa y, por usar el lenguaje del persona-je correspondiente a Sabina en Nuestra ciudad, no hay nada que hacer. "Aquí se acaba", dice Sabina mientras cae el telón. "Debemos seguir adelante años y años. Volved a casa. El final de este drama no se ha escrito aún. ¡El señor y la señora Antrobus! Tienen la cabeza plena de ideas y son tan confiados como el primer día." Una débil acusación — pero el Midcult es especialista en débiles acusaciones. Sus dulces se comen eternamente, pero eter-namente quedan intactos.

The Skin of Oour Teeth se puso en es-cena por primera vez en 1942, en el mo-mento más delicado de la guerra; su men-saje: —la adaptabilidad y la tenacidad del género humano en los momentos más ca-tastróficos— fue bien aceptado por todos. "A mi modo de ver, su vitalidad se mani-fiesta sobre todo en los momentos de cri-sis", escribe el autor. "Se ha acusado a menudo a esta obra de ser una fantasía li-bresca sobre la historia, sembrada de exangües frases escolásticas. Pero el ha-ber asistido a su representación en Alema-nia poco después de la guerra, en las igle-sias y las cervecerías destruidas que ser-vían de teatros, con un público para el que la entrada significaba renunciar a una comida... ha sido una experiencia que no definiría precisamente como Iría. Estoy muy orgulloso del hecho de que este año [1957] se ha representado por primera vez, con notable éxito, en Varsovia. La obra debe muchísimo al Finnegans Wake, de James Joyce." Pe'llatiTnente, la cali-dad libresca del drama es una de las co-

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sas que más me gustan, y el diálogo es a menudo bueno; en efecto, desde el punto de vista del espectador, The Skin of Our Teeth es excelente, fascinadora y genial; su único defecto es que todas las veces que pretende ser seria, lo que ocurre a menudo, se hace pretenciosa y molesta. No pongo en duda la afirmación del autor sobre la acogida que la obra recibió en la Alemania posbélica —Thornton Wilder go-za de más fama en el extranjero que en su propia patria— y estoy de acuerdo con el hecho de que el público reaccionaba posi-tivamente porque el drama parecía hablar a los espectadores del cataclismo históri-co que acababan de superar. Pero creo que este hecho, aunque normal, es depri-mente. El homenaje a Finnegans Wake es un gracioso acto de reparación con res-pecto a una hipótesis avanzada quince años antes desde las páginas de la Satur-day Review por los señores Campbell y Robinsen —autores de A Skeleton Key to Finnegans Wake—, los cuales habían se-"(1 -alado una posibilidad de plagio; en mi opinión, lo que resulta admirable es la ha-bilidad del autor para transmutar en térmi-nos de Midcult una obra de vanguardia tan impenetrable. Admitida una cierta can-tidad de impudencia, parece que no exis-ten límites para tal género de alquimia al revés.

XIV

A partir de 1900, América ha caminado, desde el punto de vista cultural, en una dirección que en conjunto parece ascen-dente. Ella Wheeler Willcox cede su pues-to a Stephen Vincent Benét, el Day Dreams de Maxfield Parrish es sustituido en la pa-red del cuarto de estar por los Girasoles, de Van Gogh, o incluso por un grabado de Picasso. Las desaforadas• acrobacias bí-blicas de Billy Sunday se aplacan en la manera más civilizada de Billy Graham, aunque aún no se ha dicho con qué bene-ficio para los sentimientos religiosos. En la crítica literaria, el ingenuo entusiasmo de un William Lyon Phelps se ha modulado en

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la más compuesta apreciación de un Clif-ton Fadiman o de un Granville Hicks. El di-funto , Arthur Brisbane solía expresar sus opiniones en breves y toscos párrafos se-parados por arteriscos (han sido compa-rados a las pausas que un filósofo de café hace para escupir con aire meditabundo en el serrín) en los que trataba temas como la posibilidad o imposibilidad de que un go-rila lograse vencer a un peso pesado en una lucha en toda regla; hoy, sin embargo, no sería capaz de mantener una sección periodística, ni siquiera en las páginas de la Prensa Hearst, cuya tirada contribuyó a aumentar hace cincuenta años. Arthur Bris-bane ha sido suplantado por tipos como el doctor Max Lerner, del Post de Nueva York, el cual es capaz de adaptar las teo-rías freudiarias al estudio de la vida sexual de Elizabeth Taylor y Eddie Fisher. El doc-tor Lamer ha sido, en tiempos, director editorial de la Encyclopaedia of Social Sciences; más recientemente ha compila-do un clásico del Midcult, titulado Ameri-

can asa Civilization, en el que ha amasado 1036 páginas de datos e interpretaciones, sin ofender a ningún grupo religioso, ra-cial, político o social. Se nos ocurre pen-sar con cierta solemnidad en lo que habría combinado con el problema de Brisbane de la lucha entre el hombre y el gorila; si no, yerro, al final Brisbane concluía que la victoria sonreiría al gorila; con toda proba-bilidad, el doctor Lerner optaría por una conclusión más cauta; el esquema huma-nista de su actitud le induciría a dar la victoria al peso pesado, pero se preocupa-ría de explicar, que su conclusión no lleva consigo ninguna inferioridad intrínseca: se trata simplemente de una cuestión de am-biente social. También los gorilas son se-res humanos:

Una tibia corriente de Midcult se está difundiendo por todas partes. El psico-análisis es expuesto comprensiva y su-perficialmente en los rotativos. Institucio-nes como el Museum of Modern Art y la American Civil Liberkes„,Union, en tiempos frágiles y de vangdáhíiá, álNlian converti-do en'próspera1 y respetableáf'pero se di-.

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ría que en el proceso se ha perdido algo, quizá su raison d'étre. Las películas de Hollywood ya no son tan horribles como antes, pero tampoco son tan buenas; el nivel general del gusto y de la habilidad artesana ha mejorado, pero ya no existen grandes excepciones como Griffith, von Stronheim, Chaplin, Keaton; la última ex-cepción estuvo representada por Orson Welles, y Citizen Kane es una película de hace veinte años. Un despierto periodista, Vance Packard, ha fabricado dos "best-seller" resumiendo los más sensacionales descubrimientos de los sociólogos ortodo-xos, embelleciendo el resultado con un so-lemne moralismo y sirviéndolos con títu-los seductores: Los persuasores ocultos,

1 Los cazadores de prestigio. El modernismo de la Bauhaus se ha vertido, de forma vul-

-•gartkádi-, erial-desing de las aspiradoras, los tostadores de pan, los "supermarkets" y los "snack-bars".

El problema es, naturalmente, si todo esto es simplemente un defecto de creci-miento —o bien, por usar un lenguaje más oficial, una expresión de movilidad so-cial—. ¿No es quizá exacto que las clases sociales que ascienden atraviesan siempre una fase nouveau riche en la que imitan las formas culturales sin captar su esen-cia? Estas clases, a su debido tiempo, ¿no

. serán asimiladas por la Alta Cultura? Es cierto que esto ha solido ocurrir en el pa-sado. Pero, en mi opinión, existe ahora una diferencia. Antes del siglo pasado, en general, los modelos eran aceptados por todos, y las nuevas clases que subían se esforzaban por conformarse a ellos. Pero ahora, a causa de los efectos desintegra-dores del Masscult, descritos en la prime-ra parte de este ensayo, los modelos no son aceptados ya en líneas generales. El peligro estriba en el hecho de que los va-lores del Midcult, en vez de ser transito-rios —"el precio del progreso"— pueden convertirse a su vez en un modelo perma-nente, degradado.

No veo porque .el Midcult no va a poder instaurarse cotno norma de nuestra cultu-ra. ¿Para qué luchar con la poesía verda-

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dera cuando el profesor de retórica de Harvard es capaz de suministrarnos sus efectos en píldoras — actúa dos veces más rápidamente y tiene como conclusión "Soplemos sobre las brasas del corazón"? ¿Para qué leer obras de sociología cuando el señor Packard nos da su jugo sin nin-guna fatiga?

XV

Toda esta línea de pensamiento puede ser tachada de antidemocrática. Pero una objeción de este orden no es relevante. Como escribe T. S. Eliot en Notes Toward the Definition of Culture:

Estas son las que yo considero con-diciones esenciales para el crecimien-to y la supervivencia de la cultura. Si chocan con cualquier apasionada creencia del lector —si, por ejemplo, el lector encuentra inadmisible el he-cho de que cultura e igualitarismo de-ban estar en conflicto, si le parece monstruoso que alguien goce de "ventajas de nacimiento— no le pe-diré que abjure de su fe. Me limitaré a pedirle que deje de rendir homena-je superficialmente a la cultura. Si el lector dice: "La condición social a la que aspiro es justa (o es equitativa, o es inevitable); y si ello debe llevar a una ulterior deterioración de la cul-tura, nosotros debemos aceptar tal de-terioración"—, entonces no puedo di-sentir, de ninguna manera, de él. Po-dría incluso, en determinadas circuns-tancias, sentirme en la obligación de apoyarlo. El efecto de este gesto de honestidad sería que la palabra cultu-ra dejaría de ser absurda.

El hecho de que la palabra en cuestión sea ahora absurda —pedante, untuosa, gastada por el abuso— demuestra hasta qué punto nos hemos masificado. Las grandes culturas del,,,pasádo han sido to-das una cuestión4O élltes, 'Montadas so-bre pequeñas .'tomunidades dompuestas

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por la clase superior que tenían ciertos modelos en común y que estimulaban la creatividad mediante un (informado) en-tusiasmo y la disciplinaban mediante una (informada) crítica.

La vieja vanguardia del período 1870- 1930, desde Rimbaud a Picasso, ha de-mostrado todo esto con especial claridad, porque no se fundaba sobre la riqueza o sobre los derechos de nacimiento, sino sobre el gusto común. Y por común no se entiende uniforme —se daban casos de vivísimos y dolorosísimos choques—, sino un respeto compartido por todos hacia ciertos modelos, y el acuerdo sobre el hecho de que a menudo el arte vivo avan-za contra corriente de las ideas general-mente aceptadas. La actitud de la vieja vanguardia consistía, en suma, en una par-ticular mezcla de conservadurismo y re-volucionarismo que no tenía nada en co-mún con el tibio conformismo del Mass-cult. Era una comunidad de élite, y por "snob" que fuera, a ella podía agregarse cualquiera que apreciase en bastante me-dida tales extrañas cosas. El significado de la vanguardia estribaba en que se ne-gaba en redondo a entrar en competencia dentro de los mercados culturales pre-constituidos. Realizaba un esfuerzo deses-perado para delimitar una zona en cuyo ámbito el artista serio pudiese continuar actuando, para volver a erigir esas barre-ras entre el cognoscens y el ignoscens en las que se habían abierto brechas con la aparición del Masscult. El intento iba con-tra toda la marcha de la historia, y nues-tros sociólogos culturales, si hubieran sido consultados —en un anacronismo— por Yeats o Strawinsky, habrían logrado pro- barles con irrefutables tablas y estudios de investigación que el intento en cuestión no tenía ninguna esperanza de llegar a un resultado. Porque éste era, sociológica- mente hablando, absurdo. Pese a ello, el intento fue un éxito, quizá porque artistas, escritores y músicos no son competentes en estadística —y nosotros les debemos la mayor parte de las principales creacio- nes de los últimos setenta años.

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La vieja vanguardia se ha acabado y no ha dejado herederos. Continuamos vivien-do de las rentas de su capital, pero la co-munidad se ha roto y los modelos ya no son respetados. La crisis se deja sentir particularmente en América. Nuestros creadores están demasiado aislados, o de masiado integrados. La mayoría de ellos ahonda graciosamente en el Midcult, reco-nociendo que hay que formar parte de la "vida de nuestro tiempo", sea cual fuere lo que esto significa (en mi opinión, sería ya bastante ambicioso el esforzarse por formar parte de la propia vida), temerosos de ser acusados de "snobismo", camarilla, negativismo, o, lo peor de todo, de practi-car "el arte por el arte" (¿,y por qué me-jor?). Algunos se rebelan, pero su obra tiende a la excentricidad desde el momen-to en que no tiene contacto con el pasado y no obtiene en el presente el consenso de una "intelligentzia" bastante amplia. Los dos grupos actuales más eminentes, los "action paitenrs" y la academia literaria beatnik, difieren de la vieja vanguardia en dos interesantes aspectos. Están al mar-gen de la tradición: la obra de Joyce y Pi-casso, por ejemplo, revela un extraordina-rio conocimiento de las (y sensibilidad hacia las) conquistas del pasado, mientras que la de los beata y de los actionIsts no revela. Y, además, han sido víctimas de demasiada publicidad, intempestiva; cuan-to más intentan ser un revulsivo para el público del Midcult, más a menudo se ha-bla de ellos en las páginas de la cadena Luce; son "diferentes", poderosa palabra publicitaria cuya fascinación revela hasta qué punto se ha hecho monótono el pa-norama del Midcult.

El hatillo del beatnik es el equivalente moderno de la bohardilla del poeta, excep-to en lo que se refiere a la creación poéti-ca. El mecanismo perfectamente aceitado de nuestra explotación cultural proporcio-na a los que son Diferentes conferencias preparadas, entrevistas, becas, elogios y fans de ambos sexos (la derivación del término fans de "fanáticos" es mucho más clara en estos ambientes que no entre los

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moderados "hinchas" del béisbol, quizá porque estos últimos poseen una prepara-ción técnica que raramente se encuentra entre otros). El mecanismo los halaga y les. empuja a extremismos, puesto que, cuanto más fanáticos resultan sus esfuer-zos, más felices son sus admiradores dél Midcult. "Pour épater les bourgeols" era la consigna insolente de la vanguardia del siglo XIX, pero ahora la burguesía ha des-cubierto en sí misma la pasión de ser epa-tada. "A ser posible", aconseja Kerouac a los jóvenes autores, "escribid en estado de 'inconsciencia', de semitrance", mien-tras que un conocido compositor avanza-do ha escrito una pieza para Doce Ra-diosm, que se interpreta sintonizando cada aparato con una emisora diferente, y un escultor ha expuesto una.docena de gran-des cantos rodados arrojados sin ningún orden sobre una mesa de madera, y un pintor ha enviado a una exposición una tela completamente negra cubierta por otra tela desnuda y tosca. Y, como resul-tado, se oyen respetuosos murmullos: ¡Esencial! La vanguardia del período heroi-co trazaba, en general, una línea de sepa-ración entre experimento y absurdo — la principal excepción estuvo representada por Gertrude Stein. Intentos como los re-feridos antes estaban limitados a las da-daístas, que se servían de ellos para sati-rizar la cultura Académica respetable de sus días. Pero los trucos dadá se han con-vertido ahora en las ofertas serias de lo que se podría definir como la lumpert-vah-guardia.

XVI

Llegados aquí, puede ocurrir que surja, y debería surgir, una interrogación sobre el notable cambio cultural que ha tenido lugar a partir de 1945. Desde un punto de vista estadístico, podría sostenerse con vá-lidos argumentos que en los últimos quin-ce años se ha registrado un interés por la Alta Cultura, mucho más difundido que en cualquier otro momento de nuestra his-toria. La causa de dicho fenómeno es la

misma que ha determinado el desarrollo del Midcult, es decir, el incremento siem-pre creciente del bienestar, del tiempo li-bre y de la instrucción a nivel universita-rio. Todos estos factores, y especialmente el tercero, han sufrido un extraordinario incremento a partir de 1945. Aunque la po-blación comprendida entre los dieciocho y los veintiún años ha aumentado sólo en un dos por ciento en el último decenio, las inscripciones en la Universidad se han casi doblado. Hay un número de gradua-dos similar al número de diplomados que había cuando yo me inscribí en la Univer-sidad a finales de los años veinte. Esta enorme población universitaria —a la que se añaden varias centenas de millares de profesores— es el factor más importante de nuestra situación cultural de hoy. Es superior, con mucho, tanto en sentido ab-soluto como en el relativo, a la de cual-quier otro país. Algunas de sus potencia-lidades encuentran realización, pero la más importante, el sustentar una cultura viva de alto nivel, está aún en embrión y quizá no vea nunca la luz. Porque ello significa-ría trazar esas líneas de separación entre Masscult y Alta Cultura que ha borrado la aparición de Midcult. Y en el Midcult hay algo condenadamente americano.

Comencemos con las estadísticas posi-tivas. A partir de 1945 hemos asistido a los siguientes fenómenos: el desarrollo de las ediciones económicas "de calidad", ven-didas al público a 95 centavos y que con-tienen, a un tercio o menos del costo de la edición original, de todo, desde los mitos griegos hasta los mejores ensayos, estu-dios críticos y novelas contemporáneos; la venta de los discos de música clásica corresponde actualmente a un cuarto de las ventas totales de discos, y está a la altura, en cuanto a volumen de dólares, a la de los discos de Rock and Roll; la pro-liferación, de una punta a otra del país, de orquestas sinfónicas (existen actualmen-te unas 1.100, el doble de las existentes en 1949, y cada ciudad de--50.000 habitan-tes posee una), museos locales (2.500 contra los 600 de 1930) y compañías líri-

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cas (existen actualmente 500, con un in-cremento de siete veces sobre las existen-tes en 1940); el extraordinario éxito obte-nido por el grupo Pro Musica Antigua de Noah Greenberg, especializado en músi-cas medievales y del primer Renacimiento, que es un hecho especialmente interesan-te; el incremento sufrido por los llamados cinéma d'essai, desde 12 en 1945 a más de 600 en 1962; la existencia hoy en día de unos 5.000 teatros locales y el desarro-llo, en los últimos diez años, de un flore-ciente teatro off-Broadway; y, por último, el comienzo, hace muy poco, de lo que se podría definir como un cine off-Hollywood —películas a bajo costo producidas y fi-nanciadas al margen de las industria, co-mo Shadows, Pulí My Daisy, Jazz en un día de verano, The Savage Eye y la ver-sión cinematográfica de The Connection.

Todo esto está muy bien, estupendamen-te, incluso. Porque no se trata de Midcult, sino, en la mayor parte dos casos, del pro-ducto adulterado 13 . Los libros contienen el texto íntegro, la música es interpretada como se debe y según la partitura original, las obras de arte expuestas son las mejo-res que existen, las películas suelen ser interesantes (aunque se advierta una mez-colanza de Brigitte Bardot, pero hay que vivir), las obras teatrales puestas en esce-na off-Broadway son habitualmente serias, y a veces lo son también las de los teatros locales

Y no acaba ahí todo lo que se podría decir. Con toda probabilidad, ganarse la vida con obras literarias, pinturas o com-posiciones musicales serias no es hoy más fácil de lo que ha sido antes, pero a partir de 1945 se ha visto salir a la luz una noví-sima categoría de lo que los sindicalistas llaman "beneficios marginales". El apoyo institucional dado al poeta, al escritor, al artista y al compositor va en la actualidad mucho más lejos que los puestos de ense-ñanza, y consiste en: 1) financiación por parte de fundaciones culturales; 2) pre-mios y reconocimiento concreto por toda clase de grupos interesados por las artes y las letras; 3) honorarios de conferencias

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(lo primero que se nos ocurre es cómo la gente logra tener tiempo para hacer nada); 4) lujosos festejos con ocasión de reuniones culturales Este-Oeste, Norte-Sur, Aquí y Allá en todas partes del globo; 5) becas Fullbright y de otras fundaciones; 6) honorarios como consejeros proporcio-nados a aspirantes literarios con ocasión de esos ambiguamente definidos "congre-sos de escritores". Como observó Wallace Markfield en el New Leader del 18 de mar-zo de 1957: "Ninguna generación.., ha he-cho el Buen Negocio con tanta prudencia y habilidad. Esto no significa que se hayan entregado a las cámaras de gas de la Ma-dison Avenue o de Lucelandia". Lejos de esto: es más probable que en su escruti-nio aparezcan la Kenyon Reiwiev en vez

del Printer's ink. Sobre ellos se derraman las prebendas de las fundaciones, los en-cargos remunerados de las mejores re-vistas y casas editoras, las sinecuras de la investigación. Casi nunca están desocu-pados; más aún, se ven literalmente asal-tados por las financiaciones." De la misma forma, los bohémiens del Greenwich Villa-ge se las arreglan estupendamente ven-diendo sandalias de cuero y bisutería de plata a los turistas, igual que los indios de Nuevo Méjico. En la actualidad, todos viven en reservas.

Esto, por lo que se refiere al aspecto po-sitivo de nuestro boom cultural. El princi-pal aspecto negativo cosiste en el hecho de que hasta ahora nuestro Renacimiento, a diferencia del original, ha sido pasivo, un asunto de consumo más que de crea-ción, una caza del lector a escala conti-nental. Las ediciones económicas de cali-dad venden, normalmente, los Grandes Nombres ya codificados de las ediciones normales. Los discos y las 1.100 orquestas sinfónicas tocan a Mozart y Strawinsky, en vez de a Elliot Carter. Los museos expo-nen sobre todo viejos maestros o maestros modernos como Matisse, con un Jackson Pollock si se atreven a llegar a tanto. Los nuevos teatros ponen eb escena viejas obras: off-Broadway ha hecho cosas es-pléndidas con Chejov, Shaw, Ibsen, O'Neill,

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comparación entre la Enciclopedia de Dide-rot y las ediciones americanas posteriores a 1920 de la Británica — aunque, natural-mente, la aserción de Ortega y Gasset no podría nunca ser confirmada (o desmen-tida), si no por otra razón porque "un

. hombre de cultura" no constituye una ca-tegoría científica. Como todas las catego-rías importantes.

XVIII

En Inglaterra, las líneas de separación cultural están trazadas todavía con cierta claridad. La BBC, por ejemplo, transmite tres programas distintos: el programa Lige-ro (Masscult), el Nacional (Midcult) y el definitivo con movimiento táctico como Tercer Programa (Alta Cultura). Es cier-to que los diarios están divididos más o menos como los estadounidenses: tres buenos periódicos (Times, Guardian y Te-legraph) con tiradas relativamente bajas, y una gran cantidad de periódicos malos con altas tiradas. Los periódicos populares no solamente se difunden mucho más que los nuestros —el Daily Mirror y el Daily Ex-press tienen una tirada de unos cinco mi-llones cada uno, el doble que el Daily News de Nueva York, que tiene la mayor tirada de los Estados Unidos— sino que además son mucho peores. Hay que ir a Londres para darse cuénta de hasta qué punto pue-de ser vulgar y sin sentido la Prensa po-pular. Pero si las masas tienen sus dia-rios, las clases cultas tienen un tipo de pe-riódicos que no existe en América, y, a mi modo de ver, la banalidad de la Prensa de masas y la alta calidad de la Prensa culta son el resultado de la más neta definición de las separaciones culturales allí exis-tentes.

Los Estados Unidos son un país de lec-tores de grandes rotativos. Para quien vuelve del extranjero hay dos ostentacio-nes de la abundancia americana que le chocan sobremanera: los "supermarket" y los quioscos de perió-dicos.,

No existen equivalentes 'británicos de

i• las revistas americanas del Mielcult como

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Brecht, Beckett y Shakespeare, pero si se exceptúa algún ejemplo de Teatro del Ab-surdo no ha dado casi nada significativo de dramaturgos hasta ahora desconoci-dos. En suma, hemos llegado a ser habi-lísimos en el consumo de la Alta Cultura, con tal de que lleve el sello de PRIMERA CALIDAD emitido por las autoridades com-petentes, pero falta entre nosotros aquel género de público refinado que apoyaba las conquistas de la vanguardia clásica, un público capaz de valorar y discriminar con su cabeza.

Para esta empresa, mucho más difícil, necesitaremos algo que no podemos obte-ner con nuestros cuatro millones de 'estu-diantes universitarios: una comunidad cul-tural. La expresión es pomposa, pero no logro encontrar otra más precisa. Es ex-traño pensar en la cantidad de trabajado-res de la mente que tenemos, y qué pocos intelectuales verdaderos; en cuantos espe-cialistas cuyos conocimientos e intereses están limitados a su "campo" particular, y qué pocos "genéricos", por llamarles de alguna forma, dotados de intereses vastos y no profesionales. Hace un siglo, lord Melbourne, un intelectual no precisamen-te especializado, y en muchos aspectos bastante ignorante, observaba: "Un hom-bre puede dominar las lenguas antiguas y modernas y, pese a ello, sus maneras no estarán dulcificadas y armonizadas. •La elegancia, la gracia, el sentimiento, que él contempla de continuo, no logran insertar-se en sus pensamientos ni insinuarse en sus expresiones —sigue siendo igualmen-te rudo. y tosco, y grosero, y a menudo mucho peor: un analfabeto y un iletrado." Una de las citas preferidas de Melbourne era la observación de Jaques en Como gustéis, cuando el rústico "clown" cita a Ovidio: "¡Oh, conocimiento mal guardado — peor que Júpiter en una casa con te-cho de paja!" Se podría citar también la observación de Ortega y Gasset a propósi-to de la "barbarie de la especialización": "Hoy, que hay más científicos que nunca, hay menos hombres de cultura que, por ejemplo, en 1750." Sería interesante una

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el Atlantic y la Saturday Rewiev, o de los rotativos de masas como Lite y el Saturday Evening Post o Look, o publicaciones así, como Esquire y el New Yorker (que entran en parte en el ámbito de las revistas cul- torales). Hay, en cambio, bastantes revis- tas femeninas de gran tirada, quizá porque la forma de periodismo de los periódicos femeninos es tan antigua y esencial que incluso los ingleses la han alcanzado.

El único tipo de revista que no tenemos ya en los Estados Unidos, desde que los semanarios liberales tropezaron en los Procesos de Moscú, es el semanario serio de gran difusión. Los ingleses tienen por lo menos siete: el Spectator, el New Sta- tesman, el Economist, el Times Literary Suppiement, el Listener, el Observer y el Sunday Times. Los cuatro primeros tienen una tirada que va de 40.000 a 90.000 ejem- piares: el Listener tira, según creo, más de 200.000 ejemplares; editado por la BBC, se ocupa casi enteramente de las transmisiones —¿cuánto tiempo hará falta para que la radio y la televisión america- nas logren lanzar una publicación de esta clase? ¿Meses? ¿Años? El Observer y el Sunday Times (que no tiene nada que ver con el diario homónimo, que no sale el domingo) son revistas dominicales propia- mente dichas, con el formato de diarios; sus servicios especiales y sus amplias sec- ciones críticas poseen el nivel de los de los otros semanarios; su tirada supera, respectivamente, los 700.000 y el millón de ejemplares. (Se trata, en ambos casos, de fenómenos postbélicos, análogos a nuestro "boom" de las mediciones eco- nómicas de calidad). Estos semanarios ingleses tiene tiradas lo bastante altas co- mo para permitirles la autofinanciación y el pago pago de estipendios decorosos a sus colaboradores. Sus paralelos más próxi- mos en los Estados Unidos son, en lo refe- rente a la calidad, las revistas culturales, publicaciones trimestrales o bimestrales, con bajas tiradas (una media de 5.000 ejemplares; - 15.000 son ya un milagro), que padecen un déficit crónico y pagan

i:

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sueldos de hambre a redactores y colabo- , radores. .

Lo que entre nosotros ha de hacerse marginalmente, con la ayuda de "ángeles" personales o institucionales, en Inglaterra es la normal praxis periodística. Aunque la población que frecuenta la universidad al-canza porcentajes más bien bajos, en In-glaterra existe una comunidad cultural más amplia y cohesiva que entre nosotros. La venta de un libro de ensayos serios, de un escritor que no sea un Nombre, es con frecuencia más elevada que en los Estados Unidos, pese a que nuestra po-blación es tres o cuatro veces mayor. En América, un libro tiende a ser un best-sellar o nada, del mismo modo que el es-critor o es un hombre de éxito o es un fracasado; no existen vías intermedias porque no existe una clase intelectual. Puede ocurrir también que éste sea el motivo por el que en Inglaterra se publi-can más libros que entre nosotros: en 1958 han sido 16.700, contra los 11.000 de los Estados Unidos; es la diferencia entre artesanado y producción masiva, entre una cierta cantidad de consumido-res con ideas claras y un gran mercado de masas, amorfo.

Inglaterra posee también, culturalmente hablando, algo similar a un sistema de cla-ses actuante. Los "jóvenes airados", pre-cisamente, se la toman con él. No logro entender por qué. Un americano que viva en Londres estará encantado del vasto in-terés por las artes y las letras, por la viva cidad de la• atmósfera intelectual, por la sensación, que se desprende constante-mente de la Prensa y de los discursos, de un interés general hacia las cosas que a él también le interesan. Este "general", naturalmente, se refiere quizá sólo al cm-co por ciento de la población; pero en América las cosas no llegan a tanto; el in-terés a que me refiero, en nuestro país sólo es compartido por los amigos y los conocidos de la profesión. En Londres, en cambio, se encuentran -agentes de bolsa , que van a los conciertos, políticbs que han leído a Proust ".

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El estudioso dilettante inglés —"Oh, es sólo un hobby, ¿sabe?"— es una especie poco conocida entre nosotros. La mayor parte de los ingleses cultos parece intere-sarse por los problemas culturales como si fuese la cosa más normal del mundo, y muchos de ellos poseen un conocimiento personal, no profesional, de uno o dos terrenos —un interés desinteresado, por así decirlo— que es verdaderamente im-presionante. Nuestros licenciados no son capaces de "estar al corriente" de cosas de este estilo a menos que las estén ense-ñando; es más probable que su hobby sea un laboratorio casero montado con los úl-timos hallazgos de la técnica, en vez de los madrigales de la época de Jacobo I, y es probable que su equivalente de los semanarios británicos sea Times o News-week. Solamente en un terreno podemos competir con la erudícción dilettante de los ingleses: las páginas deportivas son nuestro equivalente del Times Literary Supplement; en ambos casos, unos exper-tos escriben para un público numeroso que se presume que capta sus finezas. Quizá en el deporte está nuestra aproxi-mación más inmediata a una tradición vi-va. Recientemente, los centenarios de Poe y de Melville han pasado sin indebidos en-tusiasmos por parte de la Prensa, pero Sports Illustrated ha dedicado cuatro pá-ginas al cincuenta aniversario de la fallida llegada a la segunda base de Fred ("Ca-bezadura") Merkle durante la disputa de un campeonato.

XVIII

Un índice de la desorganización de nuestra vida intelectual es el hecho de que, pese al notable incremento del con-sumo de Alta Cultura que se ha verificado a partir de 1945, no haya visto la luz un solo semanario cultural nuevo. Han surgido una cantidad de nuevos periódicos culturales, como New World Writing, la Evergreen Rewiev, Contact, el Second Coming, el Dial y el Noble Savage —quizá sería el ca-so de definirlos como periódicos culturales

de gran tirada, desde el momento en que aspiran a la misma amplia difusión que las ediciones económicas de calidad—, pero, al igual que los antiguos, son esen-cialmente antologías. Publican las mejo-res obras contemporáneas de narrativa, poesía, ensayística y crítica —o al menos las que sus redactores consideren mejo-res—; pero, aunque no fuera más que por-que son trimestrales, no logran dar vida a un núcleo de conciencia, como hacen los semanarios ingleses, desde el momen-to en que ello requiere: 1) un comentario de actualidad, por lo menos, mensual, y preferiblemente semanal; 2) un intercam-bio regular entre escritores, redactores y lectores, como ocurre en las columnas de-dicadas a la correspondencia, por los se-manarios ingleses. (El extraordinario des-arrollo de este último factor es una ulte-rior demostración de la existencia de una comunidad cultural; el tema más recóndito puede provocar un alud de cartas proce-dentes de clubs y presbiterios, bares y ofi-cinas, a la que al final pone diques el ritual Esta correspondencia debe cesar ya, del director.) Lo más parecido a un "nú-cleo de conciencia" en nuestras publica-ciones se registra en las publicaciones del Midcult, como Harper's, Atlantic, Reporter, la Saturday Rewiev, y es lástima que los directores y los redactores suelen infrava-lorar la inteligencia de los lectores —casi se podría decir que lo hacen por principio.

Una gran fuerza abstracta que do-mina nuestro actual periodismo es una visión conceptualizada del lector. [Escribió Mary McCarthy hace algu-nos años en la presentación de un pe-riódico mensual de comentarios polí-ticos, sociales y culturales que nunca se hizo realidad, porque no logramos encontrar el apoyo necesario]. El lec-tor, dentro del ámbito de dicha visión, es una persona más estúpida que el director del periódico; pero a quien el mismo directóí terriá-y,a la que tra-ta con condescendencia.\EI lector desempeña el mismo papel que el

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niño en el seno de la familia y en la escuela americana, el de un ser infe- rior; pero al que hay que propiciarse. La consigna es: qué querrán nuestros lectores... Si hoy por hoy un artículo es adulterado, ello no ocurre por res- peto a los prejuicios del director (lo cual daría como resultado, por lo . me-nos, un periodismo individualista y excéntrico), sino por deferencia ha-cia el nivel medio y la presunta estu-pidez de los lectores. El temor de ofender a cualquier hipotético idiota y el temor de provocar malentendidos han sustituido al temor a las represa-lias por parte de los anunciantes.

La redacción de la nueva revista no acepta esta visión del lector; no establece tal clase de distinciones en-tre el lector y sus componentes. E in-siste sobre esto, como fundamental premisa democrática: la única premi-sa sobre la que pueda instaurarse una libre comunicación entre seres huma- nos. No considera a Critic como una perenne empresa filantrópica; cree que en un país de 150 millones de ha- bitantes existen 100.000 personas que comprarán regularmente, una vez que hayan tomado conciencia de su exis-tencia.

Como ya he dicho, no logramos encon- trar la financiación necesaria y Critic no llegó a salir. Pese a ello, no creo que sea utópica la estimación de la posible tirada que hacía Mary McCarthy; una infravalo- ración masoquista del público capaz de apreciar un buen trabajo en cualquier te-rreno, incluso en el cinematográfico y en el televisivo, es típica del empresario cul- tural americano. Y, después de todo, al -

gunas buenas películas han sido éxitos de taquilla, y muchas películas malas, cocina- t das según las más seguras recetas, han sido un fracaso. Nunca se puede saber, y me parece mucho más democrático, co- mo observa ; la McCarthy, suponer que nuestro público está a nuestro mismo ni -

vel, que suponerlo compuesto por esos

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"hipotéticos idiotas" en que creen los jac• tanciosos de Hollywood o los revoluciona-nos de la Universities & Left Rewev [ahora New Left Rewie]*. Recientemente, a uno de mis amigos le rechazó un original una importante revista del Midcult. "Está pla-gado de aper9us especulativos", le escri-bió el director, "sólo que no es una pieza "periodística" del tipo que nos va a nos-otros. Lo que quiero decir es que es de. masiado especulativo. Personalmente, en-cuentro fascinante las especulaciones [lo soy siempre], pero sencillamente, éstas van más allá de la praxis de los problemas, que para nosotros, necesariamente, son cruciales". Naturalmente, una actitud de esta clase no es nueva ni se limita a nues-tro país. Basta con recordar el juicio que Edward Garnett dio en 1916 a la editorial Duckwoorth, de Londres, que tenía en es-tudio un manuscrito de un oscuro escritor irlandés:

Quiere decirlo todo, de cabo a rabo. Hay demasiados "Iongueurs", Trozos que el lector de la editorial puede incluso encontrar interesantes, pero que resultarían tediosos para el público medio de los lectores. Dicho público definiría al libro, tal y como es en su forma actual, como realista, antipático, sin atractivos. Nosotros de-cimos que está escrito con habilidad. El cuadro es "curioso", y suscita inte. rés y atención. Pero... el enfoque ha. brá que definirlo como "un poquito sórdido"... A menos que el autor no aplique control y sentido de las pro. porciones, no hallará lectores.

El libro en cuestión era: A Portrait of the Artist as a Young Man ("Dedalus"), Ed-ward Garnett pertenecía a una célebre fa-milia literaria inglesa y el episodio (véase Richard Ellmann, James Joyce, pp. 416- 19) indica los límites de mi anglofilia, ad- mitiendo que hubiera necesidad de ello. _

* Grub Street era ta calle en Club ,se asentaban

los antiguos «bohemios» londinenses., (Nota del traductor.)

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La primera edición del Portrait fue publi-cada, al fin, por un americano, B. W. Huebsch.

En ciertos aspectos, el paralelo más es-trecho que existe entre nosotros con los semanarios británicos lo constituye el New Yorker, que siempre se ha editado par-tiendo del supuesto de que los lectores tienen los mismos gustos que los redac-tores, por lo que no hay necesidad de tranquilizarlos o aplacarlos de alguna ma-nera; el lector es el hombre olvidado que está alrededor de! New Yorker, cuyos re-dactores insisten en cometer sus errores, fórmula ésta que funciona con éxito desde hace treinta años, quizá porque ha crista-lizado en torno a la revista una comunidad cultural propia. La "praxis del problema" no es "crucial" para el New Yorker, revis-ta de_ Middult, pero con una diferencia: también ella es fiel a una fórmula, monóto-na y restrictiva, pero dicha fórmula refleja los gustos de sus redactores, y no el temor a los lectores. Y como está editada de una manera más personal, permite que se realicen un número mayor de felices acci-dentes fuera de la fórmula, lo que no ha-cen sus compañeros del Middult ".

XIX

¿Qué hacer? Los conservadores como Ortega y Gasset y T. S. Eliot sostienen que desde el punto y hora en que la "rebelión de las masas" ha llevado a los horrores del totalitarismo y de la arquitectura a lo largo de las carreteras californianas, la única esperanza reside en volver a erigir las antiguas barreras de clase y volver a someter a las masas al control aristocrá-tico. Ellos consideran que popular es si-nónimo de sin valor y vulgar. Los radicales marxianos y los sociólogos liberales, por su parte, consideran que las masas son intrínsecamente sanas, aunque señuelos y víctimas de una explotación cultural —al-go parecido al "buen salvaje", de Rous-seau. ¡Si a_.las matas se les ofrecieran cosas de c'álidad, en lugar de Kitsch, con qué avidez se precipitarían sobre ellas!

¡Y cómo mejoraría el nivel del Masscult! Ambos diagnósticos me parecen equivo-cados, porque presumen que el Masscult es (desde el punto de vista conservador), o podría ser (desde el punto de vista li-beral), una expresión del pueblo, igual que el Arte Popular, mientras que en rea-lidad, y como he intentado demostrar en el presente ensayo, es una expresión de las masas, lo cual es muy diferente.

La propuesta conservadora de salvar a la cultura restaurando las antiguas separa-ciones de clase tiene un fundamento his-tórico más sólido que la esperanza liberal-marxiana de upa nueva cultura democráti-ca, sin clases. Sin embargo, políticamente, carece de significado en un mundo domi-nado por las dos grandes naciones de masas, los USA y la URSS, un mundo que, además, cada vez se hace más industriali-zado y masificado. Lo único práctico en lo que se refere a dicha separación sería hacer revivir el espíritu de la vieja van-guardia, o sea recrear una élite cultural —y no social, política o económica— que estuviera en contraposición tanto del Mas-scult como del Midcult. Lo cual puede ser posible en un sentido más modesto y li-mitado que en el pasado —y me prometo volver sobre este punto—, pero será es-pecialmente difícil en nuestro país, donde la confusión de las separaciones de clase, la falta de una constante tradición y los mayores medios de producción y distribu-ción de Kitsch, ya sea Masscult o Midcult, todo avanza en dirección contraria. A me-nos que nuestro país no se convierta en fascista o comunista continuarán existien-do islas en toda la extensión de las aguas, para quienes estén decididos a llegar a ellas y vivir allí; como ha demostrado Faulkner, un escritor puede utilizar a Hol-lywood sin ser utilizado por él, siempre que sus propósitos sean bastante firmes. Pero las islas no son continentes.

La alternativa a esta propuesta consis-te en mejorar el nivel general de nuestra cultura. Los que la_propUgrran,toman como punto de partida el supuesto 'de que en el curso de los dos últimos siglos se ha

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registrado un gran progreso en la difusión de la cultura —Edward Shils está seguro de ello, Daniel Bell lo cree probable— y que el problema fundamental es cómo in-crementar mucho más este progreso; és-tos tienden a considerar a los críticos del Masscult corno Ernest van den Haag, Leo Lowenthal y a mí mismo como combativos románticos de izquierdas o como soñado-res reaccionarios, o como ambas cosas. Quizá la más impresionante —y, desde luego, la más amplia— exposición de este punto de vista es la que figura en The Great Audience, de Gilbert Seldes. Seldes atribuye la culpa de la actual triste condi-ción de nuestro Masscult a: 1) la estupi-dez de los Señores y Dueños del Kisch (que infravaloran la edad mental del pú-blico); 2) la arrogancia de los intelectua-les (que cometen el mismo error y, de tal manera, por snobismo, se niegan a mejo-rar el nivel de los medios de comunica-ción de masas, y 3) la pasividad del pro-pio público (que no hace nada para ob-tener un Masscult mejor). Este diagnósti-co me parece superficial porque atribuye la culpa de todo a factores subjetivos, mo-rales: estupidez (los Señores y Dueños del Kitsch), perversidad (los intelectuales) o falta de voluntad (el público). En mi opi-nión —lo mismo que en el caso de la "responsabilidad" del pueblo alemán (o ruso) en los horrores del nazismo (o del comunismo soviético)— es injusto y nada realista atribuir la culpa de dichas catás-trofes a vastos grupos sociales. Burke te-nía razón cuando decía que no se puede acusar a la totalidad de un pueblo. Los individuos son apresados por los engrana-jes de un mecanismo que los obliga a adaptarse a su ritmo; sólo los héroes son capaces de resistirse, y se puede esperar que cada uno sea un héroe, pero no se puede exigirlo.

Yo veo al Masscult —y a su reciente retoño, el Midcult— como un sistema bie-la-cigüeñal; ¿quién puede decir, una vez puesto en movimiento, si el golpe o el contragolpe es el responsable de su ac-ción continuada? Los Señores y Dueños

del Kitsch venden cultura a las masas. Se trata de una cultura vulgar, degradada, que elude las realidades profundas (sexo, muerte, fracaso, tragedia) y también los placeres sencillos, espontáneos, desde el momento en que las realidades serían de-masiado reales y los placeres demasiado vivos para inducir lo que Seldes define como "el humor de consenso": una acep-tación de las Masscult-Midcult y de las mercancías que éstos despachan como sucedáneos de la inquietante e imprevisi-ble (y por lo tanto invendible) alegría, tragedia, espíritu, variedad, originalidad y belleza de la vida real. Las masas y no nos olvidemos de que este término englo-ba también a los cultos fans de El Viejo y el Mar, de Nuestra Ciudad, de J. B. y de John Brown's Body— , corrompidas por va-rias generaciones de este estado de co, sas, han llegado a su vez a exigir tales vulgares y cómodos productos culturales. Si fue antes el huevo o la gallina, la exi-gencia de las masas o su satisfacción (y el ulterior estímulo) es una pregunta aca-démica, que además carece de respuesta. El motor es rotatorio, y no da señales de pararse.

XX

"Nuestra aspiración fundamental, hoy, en los Estados Unidos", escribía Walt Whitman en 1871, "es la de una clase, y de la idea clara de una clase, de autores y literaturas locales, diferentes con mucho, superiores con mucho en la calidad a los hasta ahora conocidos, sacerdotales, mo-denos, adecuados a nuestras posibilida-des y territorios, que permeen a toda la masa de la mentalidad, del gusto, de la fe americanos, que le inspiren nueva vida, le confieran decisión, influyan sobre la política en mayor medida que el superfi-cial sufragio popular... ¿no sabes, pues, querido y honesto lector, que todos los hombres de nuestro país podrían saber leer y escribir, y poseer todos el derecho de voto —y que, sin embargo, podrían carecer totalmente de las cosas funda-

'11-10

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mentales?... Se va el sacerdote, llega el divino literata".

El divino literato se ha retrasado. Mas-scult y Midcult han invadido el país hasta tal punto que la esperanza de Whitrnan en una cultura democrática, , plasmada por una clase sacerdotal, tan sublime y tan popular al mismo tiempo que podría influir sobre las elecciones —esta noble visión parece ahora absurda. Pero es todavía po-sible una aspiración más modesta, la sub-yacente en la_ idea de Whitman de una nueva clase cultural y en su advertencia de que "podrían carecer totalmente de las cosas fundamentales" aunque todos pu-dieran leer, escribir y votar. Eso equivale a reconocer que en nuestro país se han desarrollado dos culturas y que es interés nacional mantenerlas separadas. Los con-servadores tienen razón cuando afirman que no ha existido nunca una cultura am-pliamente democrática de alto nivel. Esto no ocurre porque la clase dominante ex-cluya por la fuerza a las masas —esto es melodrama marxista—, sino simplemente porque la gran mayoría de los hombres de cualquier época (comprendida en ella la mayor parte de la clase dominante) no se ha preocupado nunca lo bastante de co-sas de este tipo, para hacerlas partes inte-grante de su vida. Por ello, dejemos a las masas su Masscult, y que los pocos que se ocupan de la buena literatura, pintura, música, arquitectura tengan su Alta Cul-tura, y no la confundamos con el Midcult.

Mihitman habría rechazado esta pro-puesta por antidemocrática, y, en efecto, lo es. Pero la carrera literaria de Whitman es un ejemplo típico: se esforzó por ser un bardo popular, pero las masas no se interesaron por su obra, y el primer reco-nocimiento, excepción hecha de la voz solitaria de Emerson, le vino de los pre-rafaelistas ingleses, grupo decadente y preciosista como ninguno. Si debemos crear una literatura "adecuada a nuestras posibilidades", el único público que el es-critor, artista„--compositar, filosófo, crítico o arquitecJo tiene que tomar en considera-ción es el de sus pares, esa minoría infor-

mada, interesada, a la que Stendhal defi-nía como "nosotros, los pocos afortuna-dos". Que la mayoría, si quiere, escuche a través de la puerta, pero ignoremos firme-mente sus gustos.

Hay un compromiso entre la propuesta conservadora y la liberal, que en mi opi-nión habría que tomar en consideración —no se trata de un intento de recrear la vieja vanguardia ni de mejorar el nivel ge-neral del Masscult y del Midcult—. Se basa en el reciente descubrimiento —pos-terior al 1945— de que no existe un Unica Gran Público, sino una serie de públicos más pequeños, más especializados, que, sin embargo, pueden ser comercialmente ventajosos. (Doy por descontado que cuanto menos diferenciado está el público, menores son las posibilidades de insinuar en él algo original y vivo, desde el mo-mento en que es válido el principio del mínimo común denominador.) Tal descu-brimiento ha determinado la venta de las ediciones económicas y de las grabacio-nes discográficas de "calidad", y el des-arrollo del cine de "arte", de los teatros off-Broadway, de las orquestas sinfónicas y de los museos y galerías de arte. El pú-blico de masas es divisible, como hemos descubierto —y cuanto más dividido está, mejor es,. - Hasta la propia televisión, la expresión más sensible y habitual del Masscult (a excepción de.los documenta-les periodísticos) podría ser mejorada con una medida de este tipo. Una posibilidad es la de una TV de pago, cuyo modesto concepto es que sólo los que pagan la suscripción pueden contemplar los pro-gramas, igual que ocurre con las revistas; Pero, igual que en las revistas, ten-drían que ser los redactores los que de-cidieran los programas, en vez de los anunciantes; una ganancia limitada, pero al fin y al cabo ganancia. Las redes de televisión se oponen a esta propuesta por motivos filantrópicos —no ven la necesi-dad de que el _ público tenga que pagar para obtener lo que ahora tiene gratis. Pero quizá la gente prefiere pagar el pan en vez de tener piedras sin pagar nada.

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En tanto que nuestra sociedad sea "abierta" —en el sentido atribuido a este término por Karl Popper—, es decir, a me-nos o hasta que no se cierre por una re-volución de masas estimulada por la ilu-sión de alguna "solución total" del tipo del comunismo ruso o del fascismo hitle-riano, la definición no importa realmente, siempre se darán accidentes a causa de la obstinación de algún aislado creador. Pero si estamos destinados a llegar a algo más, esto ocurrirá porque nuestro público de la Alta Cultura tomará conciencia de sí mismo y empezará a dar signos de cierto esprit de corps, pretendiendo niveles cua-litativos más elevados y separándose ale-gremente, implacablemente, de la mayor parte de sus conciudadanos, no sólo de las basuras del Masscult sino también del cómodo pantano Midcult.

En La Edad presente, Kierkegaard es-cribe:

Para que todo sea reducido al mismo nivel es necesario, en primer lugar, pro-curarse un fantasma, una monstruosa ab-tracción, algo omnicomprensivo que no sea nada, en espejismo— y este fantasma es el público.

El público es un concepto al que no se habría podido recurrir en la antigüedad porque el pueblo, en maese in corpore tomaba parte en cualquier situación que se presentase... y agemás el individuo es-taba personalmente presente y tenía que someterse de inmediato a la aprobación o a la desaprobación de su decisión. Sola-mente cuando el sentido de asociación en la sociedad no es ya bastante fuerte para dar vida a realidades concretas, la Prensa es capaz de crear esa abstracción, "el público", consistente en individuos irreales que no están y no podrán estar nunca unidos en una real situación u or-ganización, y que sin embargo son man-tenidos juntos como un conjunto.

El público es una multitud, más nume-rosa que toda la gente junta, pero es• un cuerpo que no puede nuncaser valorado; ni siquiera puede ser representado, por-que es una abstracción. No obstante,

cuando se está en una edad reflexiva [o sea que el individuo se ve a sí mismo so-lamente en cuanto reflejo de un cuerpo colectivo] y carente de pasiones, y se des-truye todo lo concreto, el público se con-vierte en todo y se presume que lo com-prende todo. Y... el individuo se ve re-chazado hacia sí mismo...

Un público no es una nación, ni una generación, ni una comunidad, ni una so-ciedad ni unos hombres particulares, por-que todas estas cosas son lo que son so-lamente por medio de lo concreto. Nin-guna persona aislada que pertenezca al público asume un empeño real; durante algunas horas del día, quizá pertenece a un público real en los momentos en que no es otra cosa; dado que cuando es real-mente lo que es, no forma parte del pú-blico. Compuesto de individuos de esta guisa, de individuos en el momento en que no son nada, un público es una espe-cie de gigantesco algo, un vacío abstrac-to y desierto que lo es todo y no es nada. Sobre esta base, cualquiera puede arro-garse un público, y de la misma manera que la Iglesia extendía sus fronteras asig-nando obispos in partibus infidelium, un público es algo que cualquiera puede pre-tender, e incluso un marinero borracho que dé un espectáculo con la linterna má-gica tiene dialécticamente el mismo de-recho a tener un público que el más gran-de de los hombres. El tiene un derecho igualmente lógico de poner a todos esos nada frente a su número individual.

Esta es la esencia de lo que yo he in-tentado decir.

' -La distracción se inserta en el actual siste-ma de producción, en el proceso de trabajo racio-nalizado y mecanizado al cual... están sujetas las masas... La gente quiere estar alegre. Una expe-rIencia artística plenamente concentrada y cons-ciente sólo es posible para aquellos a quienes la vida no impone una tensión que les haga buscar alivio en su tiempo libre, alivio al aburrimiento y al mismo tiempo a la fatiga. La totalidad de la esfe-ra de la diversión comercial barata refleja este doble deseo.» T. W. Adorno, Sobre la música po-pular.

2 La publicidad proporciona un espacio mayor

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to fundamental, es decir sobre los efectos del•mer-cado de masas sobre la literatura.

Otra posibilidad es' que todo editor y redactor queda cotidianamente enterrado por tal alud de tonterías que llegue a perder la cabeza. Como sebe bien cualquiera que haya enseriado un cursó de «técnica narrativa«, es derecho democrático de todo libre ciudadano americano nacido libre de ser un «escritor.. La cancelación de los «standars. cua-litativos en el mundo del Masscult no puede en-contrar expresión más clara que esta Inocente con-vicción. En 1956, por ejemplo, el Ladies Home Jour-nal recibió 21.822 inanucicritos no pedidos, de los que sólo dieciséis fueron aceptados. E incluso es-tos dieciséis afortunados habrían podido ser con-siderados por algún crítico como Indignos del gasto del papel y de la tinta con que fueron escritos.

6 Cuando vivía en el Harkness Memorial Oua-drangle, hace una treintena de años, advertí una cantidad de rajas en los finos vidrios de las ven-tanas de mi habitación, rajas que hablan sido ajus-tadas con tiras de plomo pintorescamente ondula-das. Puesto que el edificio era de construcción re-ciente. la cosa me pareció algo rara. Después des-cubrí que, tres la Instalación de las ventanas, un especial grupo de artesanos les había pelado re-vista; un artesano habla procedido a rajar delica-damente con un martillito uno de cada diez o veirv-te vidrios, y otro había repaiado los daños. Al cabo de pocos días, las ventanas' de Harkness habían

• sufrido una evolución que en sitios antiguos, como Oxford, había necesitado siglos. Me pregunto qué

• es lo que hacen en flarkness cuando, por casua-

' lidad, se rompe un vidrio. ' Viene al caso, aquí, un episodio referente a

los deis años que pasé en la redacción de Fortú-he. En 1931-32, me ocupaba de una revista literaria (en compañía de dos amigos destinados a conver-tirse, Junto conmigo, en redactores de la Partisan Rendev en 1938: F. W. Dupee y George L. K. Mo-rris), que tenía una tirada de unos seiscientos ejemplares. Pensando que a Luce podría gustarle e interesarle es'ta demostración de actividad cul-tural por parte de uno de sus colaboradores, le hice llegar un ejemplar de The Miscellany, que tal era el• desdichado título de la publicación. Su reac-ción fue que había traicionado a la Time Inc. «Pero,

• Henry., repliqué —en aquel tiempo, mucho antes de la publicación de Sports Illustrated e incluso de Uf., en la Time Inc. las relaciones eran todavía bu-

. cólicamente sencillas, y Luce era simplemente pri- .. ,; man Inter pares— «pero, Henry, no puede preten-

',' 5 , der que Fortune constituya el único interés de mi vida. Dedico a Fortune toda mi jornada de trabajo, de nueve a cinco, y me pagan por esto, y lo que hago con mi tiempo libre es asunto mío«. Esta fra-se afectó a Luce exactamente Igual qué el discur-so de su cínico colega habla afectado a Rockfiell.

1 Con, su habitual seriedad —Luce era, y estoy se-guro de que lo sigue siendo, -un hombre digno y honrado, y no el ogro descrito por la Prensa libe-

, Luce me expuso una filosofía enteramente di- :, ferente: Fortune no era simplemente un puesto de

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aún a los talentos homogeneizados de los directo- , res de periódicos, como cuando una fotografía a

toda plana de un peón boliviano vestido de harapos, que sonríe borracho de hojas de coca (masticadas, según nos explican los concienzudos enviados' del señor Luce, para aplacar las .dentelladas de un ham-bre crónica), se exhibe al lado de un anuncio pu-blicitario en el que aparece una graciosa, sonrien-te y bien vestida madre de familia americana en compañía de sus dos graciosos, sonrientes y bien vestidos niños (un varoncito y una mujercita, natu-ralmente, los niños están siempre homogeneizados en nuestra publicidad) que mira estática a un «clown sobre una pantalla de televisión, todo ello bajo un título con letras de caja que anuncia el Segundo Advenimiento: LA RCA VICTOR OS OFRE-CE UN NUEVO TIPO DE SUPERTELEVISION CON PANTALLA PANORAMICA. El peón encontraría, sin duda, interes'ante la comparación, si pudiera permi-tirse la compra de un ejemplar de Ufe, lo cual, afortunadamente para la Política de Buena Vecin-dad, es imposible.

Y, si ha sido influido a menudo por la Alta Cultura, ha cambiado las' formas y los temas de ésta, confiriéndoles su propio estilo. 'La única for-ma importante de Arte Popular que subsiste en los Estados Unidos es el Jazz, y la diferencie entre Arte Popular y Masscult puede captarse del modo más evidente comparando el tipo de cosas que de oyen en los festivales anuales de jazz de NeWport con el 'Rock and Roll. Aquéllos son musicalmente in-teresantes y emocionalmente reales, éstos no son ni 'lo uno ni lo otro. La asombrosa superviiencia del jazz, pese a los asaltos explotadores de medio siglo de empresas comerciales, se debe, en mi opinión, precisamente a su calidad de arte popu-lar. Igual que el aristócrata y el campesino se ,en-tienden mejor entre ellos que lo que ambos com-prenden al burgués, me parece muy significativo que el jazz sea la única forma de arte que atrae a los Intelectuales y a la gente corriente: En cuanto a los demás, que se diviertan con las musiquillas de South Pacific.

4 Esta cita, y la mayor parte del material conte-nido en este capítulo y el siguiente, se los debo a uno de los varios estudios interesantes sobre el Masscult de Leo Lowenthal, La controversia sobre el arte y la cultura popular en la Inglaterra del si-glo XVIII (escrito en colaboración con Marjorié Fiske), contenido en un volumen de título poco prometedor, Common Frontiers of the Social Seise-ces (Free 'Press, 1951). O. D. Leavis, en su Fiction and the Reading Public (Chatto & Windus, 1932), que sigue siendo hasta ahora el mejor libro sobre la deterioración cualitativa como resultado del des-arrollo del público de masas, sitúa este proceso un siglo después. Naturalmente, la fecha exacta de un gran cambio histórico como éste es cuestión de opiniones. Según lo que yo pienso, el libro de la Leavis exagera los méritos concretos de las no-velas y del periodismo popular anteriores a 1830. Pero todos podemos estar de acuerdo sobre el pun-

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trabajo, era una vocación digna del esfuerzo total de un individuo, y paga y horarios no significaban nada de nada. «Incluso su nombre, Fortune, fue encontrado por Fulano de Tal [uno de mis colegas redactores] una noche, ya muy tarde, en el metro de West Side entre las estaciones de las calles 728 y 79° [Luce era siempre exactísimo]. Nuestra profesión dura veinticuatro horas' sobre las veinti- cuatro del día, y no se sabe nunca• cuando puede • ocurrírsenos una idea, y si usted continúa pensan- do en esa maldita revistucha...» ¿Pero, Henry...» Era un callejón sin salida, desde el punto y hora que yo consideraba a Fortune como un medio, y él como un fin, un callejón sin salida al que no había encontrado aún una forma de evadirme cuando de- jé la revista, cuatro años después.

' De «Trans-National-America». Naturalmente, no todos los inmigrantes eran «masas confusas». Mu- chos, sobre todo los hebreos, eran perfectamente conscientes de la inferioridad de 4a vida cultural americana. En The SpIrit of the Ghetto (1902), Hut- chIns Hapgood cita las palabras de un inmigrado hebreo: «En Rusia, uno pocos hombres, realmente cultos e inteligentes, dan el la, y todos los demás los siguen. Pero en América es el público el que da el la, y el literato se limita a expresar las opi- niones del público. De forma que los intelectuales americanos no expresan Ideas tan válidas como lag expresadas por los rusos menos intelectuales que ellog. Los rusos imitan todos al mejor; los amen- canos Imitan lo que quiere la masa de la gente.» Una definición sucinta del Masscult,

' Naturalmente, esto no ocurre de manera tan consciente como podría decirse de mis aserciones. Los directores de la Saturday Rewiew o de Harper's o de Atlantic se indignarían sinceramente si ieye- sen esta descripción de su actividad, como lo ha, rían John Steinbeck, J. P. Marquand, Pearl S. Buck, irwin Shaw, Herman Wouk, John Hersey y otros re- presentantes de ese grupo notablemente numeroso de novelistas del Midcult que se ha desarrollado en América. Uno de los aspectos más simpáticos de Zane Grey era que, a lo que parece, nunca se le pasó por la cabeza la idea de que sus libros tu- viesen nada que ver con 'la literatura.

10 Un interesante documento del Midcult es el editorial publicado por el New York Times el 24 de agosto de 1960, al día siguiente de la muerte de Oscar Hammerstein II:

«... El teatro ha perdido a un hombre que aspira- ba a todo lo que la vida tiene de digno_ La preocu- pación del respeto racial de South Pacific, la sim- patía y el respeto hacia un excéntrico aunque am- bicioso monarca de El rey y yo, la indómita fe que aletea en Carrousel no eran hábiles expedientes teatrales: expresaban la fe que Hammerstein tenía en los seres humanos y en su destino...

Desde el momento en que era un hombre serio en lo hondo de su corazón, sus textos eran rara- mente fruto de 'la mera habilidad. En lugar de cons- truir frases ingeniosas, él realizaba un meditado In- tento de escribir de forma idiomática en la tradición popular del teatro musical, porque Harnmerstein

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era un escrupuloso artesane. Pero su estilo, apa-rentemente tan ingenuo, ha arrojado relámpagos de gloria en nuestra existencia 'Hay un claro,dora- do bochorno in « ' sobre el prado' , canta Carly en Okla- homa, y los caminos polvorientos de una Sucia ciu-dad parecen más frescos. 'Junio explota en todas partes', canta Carde y Nettie en Carrousel, y los rigores de nuestro invierno se desvanecen. Ha sido una suerte para nosotros que él haya tenido fuer-zag para emplear su genio ton fe y escrúpulo.»

El contraste entre fe (bien) y habilidad (mal) es típico del Midcult, corno lo es la aceptación del moralismo liberal como satisfactorio sucedáneo del talento. En efecto, el talento pone incómodos a los midbrows: «Desde el momento en que era un hom-bre serio en lo hondo de su corazón, sus textos eran raramente fruto de la mera habilidad.». La muerte de Hart no sirvió de estímulo a elegías edi-torialeg en el New York Times.

" El Midcult aspira sobre todo a la Universidad. Optimo ejemplo de ello ha sido la exposición fo-tográfica titulada «La familia del hombre», monta-da por •Edward Steichen con enorme éxito, hace ya algunos años, en el Museum of, , Modern Art. (Al verano siguiente, la exposición en cuestión fue el plato fuerte de la exposición americana en Moscú, como demostración de que un toque de Midcult emparenta a todo el mundo.) El título era típico —en realidad, debería haberse llamado Fotorama. Había un gran número de espléndidas fotografías, pero estaban subdivididas y colocadas con los títu-los más pretenciosos e Idiotas —cada sección Ile-vaba por título una cita de Whitman, Emerson, Carld Sandburg o algún otro santón— y el efecto general era el de una edición especialmente sun-tuosa de Life (Life on Life). Se insistía sobre el aspecto educativo —el público del Midcult quiere siempre que se le Explique todo— y las fotografías estaban dispuestas de tal manera que demostraban que, aunque existen Problemas Reales (el de la muerte, por ejemplo), después de todo, nuestro vie-jo mundo es un grande y hermoso lugar.

12 Una típica victoria del Academicismo sobre la vanguardia fue la que obtuvo la egcuela de ar-quitectura «Beaux Arts», dirigida por McKim, Mead y White, sobre la escuela de Chicago, dirigida por Louis Sullivan y que comprendía a Frank Lloyd Wright, a finales del siglo pasado. Un breve paseo por Park Avenue basta para ilustrar los tres esti-los. Academia: la loggia italiana del .Racquet & Ten-rife Club, las extravagancias corintias del Grand Central Building de Whitney Warren. Vanguardia: el Seagram Building de Mieg van .der Rohe y Philip Johnson, y el Lever Building de Skidmore, Owings y Merrill. Midcult: las cajas de vidrio —que imitan lo más barato posible los palacios Leaver y• Sea-gram— que crecen con la misma rapidez con que son demolidas las viejas casas de apartamentos de estilo Académico-Renacentista. No podemos lamen-tamos, desde luego, de la demolición de estas úl-timas por motivos estéticos o de anticuariado, pero tenían por lo menos un blanco «carácter», que falta del todo en sus sucesoras del Midcult.

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" Aunque ambas cosas se confunden a menudo, una cosa es llevar la Alta Cultura a un público más vasto, sin transformarla, y otra cosa es «populari-zarla» con charlas pagadas a la manera de Clifton Fadiman o de Mortimer J. Adiar, o con pastiches remendados como J. B. y .thon Brown's Body, o bien vulgarizándola como en la lucha que durante toda su vida desarrolló Stokowski para asimilar Bach a Tchaíkowsky, o como en la puesta en escena de obras de Shakespeare, de Stratford en Connecticut, que superan a las de Stratford en Inglaterra en cuanto habilidad teatral, aunque están muy lejanas por estilo e inteligencia.

" En realidad, comprendo perfectamente por qué los «jóvenes airados» se la tomaban tanto con este sistema de clases. El Enemigo parece muy diferen-te según se considere desde dentro o desde fuera. Desde dentro, hay una escasez de democracia; des-de fuera, un exceso. Los «jóvenes airados» descu-bren en las separacione& culturales las reliquias de un pasado «snob»; yo descubro; en cambio, los diques contra la corrupción del Nlasscult y del N'Id-cult. Ellos ven los modelos como inhibiciones, yo, como definiciones. Ellos consideran letal a la tradi-ción, yo la considero vital. Puede ser que, en mi calidad de americano, idealice la situación británi-ca; pero espero no hacerlo 'de la forma tan absur-da en que ellos idealizan la nuestra. En 1959 di una conferencia sobre la cultura de masas en un sim-posio organizado por la Universities & Left %MeV en Londres: Esperaba que el público, compuesto por individuos bastante más jóvenes que yo, pre-sentase alguna objeción á mi falta de entusiasmo por el socialismo, aunque fuese una cosa penosa descubrir que hablaban del capitalismo y de la clase trabajadora en los términos simplista& que yo no había vuelto a oír desde que me había sepa-rado de los trotskistas; los problemas a los que dedicábamos nuestros pensamientos en los años treinta parece que sólo ahoia• se presentan en In-glaterra, y las ilusiones a las que nos vimos obliga-dos a renunciar están ahora de actualidad. Pero para lo que no estaba preparado fue para la reac-ción ante mis ataques a la cultura de masas ameri-cana. El público se resintió de ello en nombre de la democracia. Para mí, Hollywood era un ejemplo de la explotación, al mismo tiempo que de la sa-tisfacción, del gusto popular; pero para alguno de los participantes, que tomó la palabra después de mi, Hollywood era una genuina expresión de las masas. Parecía considerar como un gesto «snob», por mi parte, la critica contra nuestras películas y nuestra televisión desde un punto de vista serio. Puesto que critico a Hollywood hace ya treinta años, y que lo he hecho siempre con la concien-cia limpia del que ataca desde la izquierda, esta defensa proletaria de nuestra peculiar institución me dejó bastante desconcertado.

" El presente ensayo, en forma abreviada, fue escrito originalmente - para el Saturday Evening Post, y exactamente para la sección «Aventures de la mente». (la creación de dicha sección en el Post, hace ahora dos años —en ella han colaberado

Randall Jarrell, C. P. Snow y Clement Greenberg-- es un interesante síntoma del renacimiento post-1945. A George florece Latimer no se le pasó nun-ca por la cabeza que su revista necesitase algo de highbrow.) Los últimos tres párrafos a propósi-to del New Yorker, que aparecen exactamente igual que en la versión definitiva que sometí al Post, fueron responsables de que se rechazase la obra.

En el otoño de 1958, el Post me ofreció que co-laborase con un artículo para la sección, y como me ofrecían 2.500 dólares por 5.000 palabras y me prometía dejarme decir lo que quisiera, acepté. Un año 'Después —tras habernos puesto de •acuerdo sobre un sumario de cinco páginas— les mandé el ensayo. Plantearon quizá una docena de objecio-nes editoriales, que acepté todas, excepto una, como banales y justificadas. La única dificultad con-sistía en la proposición de que, por ser el New Yorker uno de los muchos periódicos del Midcult, debía criticarlo en los' mismos términos que a los otros. Puesto que no compartía su opinión —y, en efecto, había valorado al New Yorker de forma bas-tante diferente, aunque no sin críticas, en el nú-mero de noviembre de 1956 de Encounter— me re-sistí. A medida que la correspondencia se acumula-ba, se hacía evidente que en su opinión no emplea-ba mano dura con el New Yorker porque había tra-bajado en él: una suposición no irrazonable del todo para un tribunal, pero de la que en cierto sentido me resentí. Las frases' arriba citadas fue-ron mi última tentativa para «vender» a la revista. El intento fue rechazado y el artículo corrió la mis-ma suerte («en todos los demás aspectos, muy aceptable», me escribió al vice-redactor con el que trataba). Al final escribí a Ben Hibbs, el redactor jefe (qué nombre más perfecto, adecuadísimo a una de las futura § portadas de Norman Rockwell!) quejándome de que se me había concedido carta blanca en lo que referente a mis opiniones y que el Post no había respetado el pacto. Ben Hibbs no resultó muy comprensivo. «A nosotros nos intere-san los hechos, no las opiniones», replicó, añadien-do que, a menos que no arreglase el asunto del New Yorker la obra era «sospechosa de insince-ridad». El concepto que el señor Hibbs tenía de hecho y opinión me pareció equivocado, por lo que le respondí citando la definición que mi diccionario da de hecho ('una verdad conocida mediante efec-tiva experiencia y observación') y de opinión ('un juicio o estimación de una persona o cosa referen-te al carácter, a los méritos, etc'). Hibbs respon-dió a su vez, sugiriendo que interrumpiéramos la correspondencia. Y yo le replique declarándome de acuerdo, pero no pude resiátir a la tentación de disparar algunas flechas del parto, es decir: 1) en lo sucesivo, el Post haría •bien en asegurarse los servicios de una agencia de investigación de toda confianza —Sugería la Pinkerton— para conocer de antemano el carácter moral de los colaboradores de sus «Aventuras de la Mente»; 2) si, tras las presiones, hubiera aceptado su opinión sobre el New Yorker, este hecho habría debilitado su fe en la honestidad de mis opiniones; 3) el Post me de-

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trabajo, era una vocación digna del esfuerzo total de un individuo, y paga y horarios no significaban nada de nada. «Incluso su nombre, Fortune, fue encontrado por Fulano de Tal [uno de mis colegas redactores] una noche, ya muy tarde, en el metro de West Side entre las estaciones de las calles 72 y 79 [Luce era siempre exactísimo]. Nuestra profesión dura veinticuatro horas' sobre las veinti- cuatro del día, y no se sabe nunca cuando puede ocurrírsenos una idea, y si usted continúa pensan- do en esa maldita revistucha...» «Pero, Henry...» Erá un callejón sin salida, desde el punto y hora que yo consideraba a Fortune como un medio, y él como un fin, un callejón sin salida al que no había encontrado aún una forma de evadirme cuando de- jé la revista, cuatro años después.

todos los inmigrantes eran «masas confusas». Mu- chos, sobre todo los hebreos, eran perfectamente conscientes de la inferioridad de la vida cultural americana. En The Spirit of the Ghetto (1902), Hut- chins Hapgood cita las palabras de un inmigrado hebreo: «En Rusia, uno pocos hombres, realmente cultos e inteligentes, dan el la, y todos los demás los siguen. Pero en América es el público el que da el la, y el literato se limita a expresar las opi- niones del público. De forma que los intelectuales americanos no expresan ideas tan válidas como lad expresadas por los rusos menos intelectuales que ellod. Los l'USOS imitan todos al mejor; los amen- canos Imitan lo que quiere la masa de la gente.» Una definición sucinta del Masscult.

' Naturalmente, esto no ocurre de manera tan consciente como podría decirse de mis aserciones. Los directores de la Saturday Rewiew o de Harper's o de Atlantic se indignarían sinceramente si leye- sen es'ta descripción de su actividad, como lo ha- rían John Steinbeck, J. P. Marquand, Pearl S. Buck, Irwin Shaw, Herman Wouk, John Hersey y otrod re- presentantes de ese grupo notablemente numeroso de novelistas del Midcult que se ha desarrollado en América. Uno de los aspectos más simpáticos de Zane Grey era que, a lo que parece, nunca se le pasó por la cabeza la idea de que sus libros tu- viesen nada que ver con la literatura.

10 Un interesante documento del Midcult es el editorial publicado por el New York Times el 24 de agosto de 1960, al día siguiente de la muerte de Oscar Hammerstein II:

«... El teatro ha perdido a un hombre que aspira- ba a todo lo que la vida tiene de digno... ta preocu- pación del respeto racial de South Pacific, la sim- patía y el respeto hacia un excéntrico aunque am- bicioso monarca de El rey y yo, la indómita fe quealetea en Carrousel no eran hábiles expedientes teatrales: expresaban la fe que Harnmerstein tenía en los seres humanos y en su destino...

Desde el momento en que era un hombre serio en lo hondo de su corazón, sus textos eran rara- mente fruto de la mera habilidad. En lugar de cons- truir frases ingeniosas, él realizaba un meditado in- tento de escribir de forma idiomática en la tradición popular del teatro musical, porque Harnmerstein

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•De «Trans-National-America». Naturalmente, no

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era un escrupuloso artesana. Pero su estilo, apa-rentemente tan ingenuo, ha arrojado relámpagos de gloria en nuestra existencia. 'Hay un claro, dora-do bochorno sobre el prado', canta Carly en Okla-homa, y los caminos polvorientos de una sucia du-dad parecen más frescos. 'Junio explota en todas partes', canta Carne y Nettie en Carrousel, y los rigores de nuestro invierno se desvanecen. Ha sido una suerte para nosotros que él haya tenido fuer-zad para emplear su genio con fe y escrúpulo.»

El contraste entre fe (bien) y habilidad (mal) es típico del •Midcult, como lo es la aceptación del moralismo liberal como satisfactorio sucedáneo del talento. En efecto, el talento pone incómodos a los midbrows: «Desde el momento en que era un hom-bre serio en lo hondo de su corazón, sus textos eran raramente fruto de la mera habilidad.». La muerte de Hart no sirvió de estímulo a elegías edi-torialed en el New York Times.

" El Midcult aspira sobre todo a la Universidad. Optimo ejemplo de ello ha sido la exposición fo-tográfica titulada «La familia del hombre», monta-da por Edward Steichen con enorme éxito, hace ya algunos años, en el Museum of. . Modern Art. (Al verano siguiente, la exposición en cuestión fue el plato fuerte de la exposición americana en Moscú, como demostración de que un toque de Midcult emparenta a todo el mundo.) El título era típico —en realidad, debería haberse llamado Fotorama. Había un gran número de espléndidas fotografías, pero estaban subdivididas y colocadas con los títu-los más pretenciosos e idiotas —cada sección Ile-vaba por título una cita de Whitman, Emerson, Carld Sandburg o algún otro santón— y el efecto general era el de una edición especialmente sun-tuosa de Life (Life on Life). Sa insistía sobre el aspecto educativo —el público del Midcult quiere siempre que se le Explique todo— y las fotografías estaban dispuestas de tal manera que demostraban que, aunque existen Problemas Reales (el de la muerte, por ejemplo), después de todo, nuestro vie-jo mundo es un grande y hermoso lugar.

" Una típica victoria del Academicismo sobre la vanguardia fue la que obtuvo la edcuela de ar-quitectura «Beaux Arts», dirigida por McKim, Mead y White, sobre la escuela de Chicago, dirigida por Louis Sullivan y que comprendía a Frank Lloyd Wright, a finales del siglo pasado. Un breve paseo por Park Avenue basta para ilustrar los tres esti-los. Academia: la loggia italiana del Racquet & Ten-nis Club, las extravagancias corintias del Grand Central Building de Whitney Warren. Vanguardia: el Seagrarn Building de Mies' van der Rohe y Philip

, Johnson, y el Lever Building de Skidmore, Owings y Merrill. Midcult: las cajas de vidrio —que imitan lo más barato posible los palacios 'Leaver y , Sea-gram— que crecen con la misma rapidez con que son demolidas las viejas casas de apartamentos de estilo Académico-Renacentista. No podemos lamen-tamos, desde luego, de la demolición de estas úl-timas por motivos estéticos o de anticuariado, pero tenían por lo menos un blanco «carácter», que falta del todo en sus sucesoras del Midcult.

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" Aunque ambas cosas se confunden a menudo, una cosa es llevar la Alta Cultura a un público más vasto, sin transformarla, y otra cosa es «populari-zarla» con charlas pagadas a la manera de Glifton Fadiman o de Mortimer J. Adiar, o con pastiches remendados como J. 8. y .Ihon Brown's !lady, o bien vulgarizándola como en la lucha que durante toda su vida degarrolló Stokowski para asimilar Bach a Tchaíkowsky, o como en la puesta en escena de obras de Shakespeare, de Stratford en Connecticut, que superan a las de Stratford en Inglaterra en cuanto habilidad teatral, aunque están muy lejanas por estilo e inteligencia.

14 En realidad, comprendo perfectamente por qué los «jóvenes aírados• se la tomaban tanto con este sistema de clases. El Enemigo parece muy diferen-te según se considere desde dentro o desde fuera. Desde dentro, hay una escasez de democracia; des-de fuera, un exceso. Los «jóvenes airados» descu-bren en las separaciones culturales las reliquias de un pasado «snob»; yo descubro, en cambio, los diques contra la corrupción del Masscult y del MId-cult. Ellos ven los modelos como inhibiciones, yo, como definiciones. Ellos contideran letal a la tradi-ción, yo la considero vital. Puede ser que, en mi calidad de americano, idealice la situación británi-ca; pero espero no hacerlo 'de la forma tan absur-da en que ellos idealizan la nuestra. En 1959 di una conferencia sobre la cultura de masas en un sim-posio organizado por la Universlties & Left %Wel en Londres. Esperaba que el público, compuesto por individuos bastante más jóvenes que yo, pre-sentase alguna objeción á mi falta de entusiasmo por el socialismo, aunque fuese una cosa penosa descubrir que hablaban del capitalismo y de la clase trabajadora en los términos simplistag que yo no había vuelto a oír desde que me había sepa-rado de los trotskistas; los problemas a los que dedicábamos nuestros pensamientos en los años treinta parece que sólo Mima se presentan en In-glaterra, y las ilusiones a las que nos vimos obliga-dos a renunciar están ahora de actualidad. Pero para lo que no estaba preparado fue para la reac-ción ante mis ataques a la cultura de masag ameri-cana. El público se resintió de ello en nombre de la democracia. Para mí, Hollywood era un ejemplo de la explotación, al mismo tiempo que de la se-

, tisfacción, del gusto popular; pero para alguno de los participantes, que tomó la palabra después de

, mí, Hollywood era una genuina expresión de las masas. Parecía considerar como un gesto «snob», por mi parte, la critica contra nuestras películas y nuestra televisión desde un punto de vista serio. Puesto que critico a Hollywood hace ya treinta

' años, y que lo he hecho siempre con la concien-cia limpia del que ataca desde la izquierda, esta defensa proletaria de nuestra peculiar institución me dejó bastante desconcertado.

" El presente ensayo, en forma abreviada, fue escrito originalinente— para _el Saturday EvenIng Post, y exactamente para la sección »Aventuras4de la mente». (La creación de dicha sección en el Post, hace ahora dos arios —en ella han colabeado

Randall Jarrell, C. P. Snow y Clement Greenberg-- es un interegante síntoma del renacimiento post-1945. A George Plorace Latimer no se le pasó nun-ca por la cabeza que su revista necesitase algo de highbrow.) Los últimos tres párrafos a propósi-to del New Yorker, que aparecen exactamente igual que en la versión definitiva que sometí al Post, fueron responsables de que se rechazase la obra.

En el otoño de 1958, el Post me ofreció que co-laborase con un artículo para la sección, y como me ofrecían 2.500 dólares por 5.000 palabras y me prometía dejarme decir lo que quisiera, acepté. Un año oespués —tras habernos puesto de •acuerdo sobre un sumario de cinco páginas— les mandé el ensayo. Plantearon quizá una docena de objecio-nes editoriales, que acepté todas, excepto una, como banales y justificadas. La única dificultad con-sistía en la proposición de que, por ser el New Yorker uno de los muchos periódicos del Midcult, debía criticarlo en los' mismos términos que a los otros. Puesto que no compartía su opinión —y, en efecto, había valorado al New Yorker de forma bas-tante diferente, aunque no sin críticas, en el nú-mero de noviembre de 1956 de Encounter— me re-sistí. A medida que la correspondencia se acumula-ba, se hacía evidente que en su opinión no emplea-ba mano dura con el New Yorker porque había tra-bajado en él: una suposición no irrazonable del todo para un tribunal, pero de la que en cierto sentido me resentí. Las frases arriba citadas fue-ron mi última tentativa para «vender» a la revista. El intento fue rechazado y el artículo corrió la mis-ma suerte («en todos'los demás aspectos, muy aceptable», me escribió al vice-redactor con el que trataba). Al final escribí a Ben Hibbs, el redactor jefe (Iqué nombre más perfecto, adecuadísimo a una de las futuras portadas de Norman Rockwell!) quejándome de que se me había concedido carta blanca en lo que referente a mis opiniones y que el Post no había respetado el pacto. Ben Hibbs no resultó muy comprensivo. «A nosotros nos intere-san los hechos, no las opiniones», replicó, añadien-do que, a menos que no arreglase el asunto del New Yorker la obra era «sospechosa de insince-ridad». El concepto que el señor Hibbs tenía de hecho y opinión me pareció equivocado, por lo que le respondí citando la definición que mi diccionario da de hecho ('una verdad conocida mediante efec-tiva experiencia y observación') y de opinión ('un juicio o estimación de una persona o cosa referen-te al carácter, a los méritos, etc'). Hibbs respon-dió a su vez, sugiriendo que interrumpiéramos' la correspondencia. Y yo le replique declarándome de acuerdo, pero no pude resiátir a la tentación de disparar algunas flechas del parto, es decir: 1) en lo sucesivo, el Post haría bien en asegurarse los servicios de una agencia de investigación de toda confianza —Sugería la Pinkerton— para conocer de antemano el carácter moral de los colaboradores de sus «Aventuras de la Mente»; 2) si, tras las presiones, hubiera aceptado su opinión sobre el New Yorker, este hecho habría debilitado su fe en la honestidad de mis opiniones; 3) el Post me de-

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" Aunque ambas cosa l se confunden a menudo, una cosa es llevar la Alta Cultura a un público más vasto, sin transformarla, y otra cosa es «populari-zarla» con charlas pagadas a la manera de Clifton Fadiman o de Mortimer J. Adler, o con pastiches

remendados como J. B. y Jhon Srown's Body, o bien

vulgarizándola como en la lucha que durante toda su vida delarrolló Stokowski para asimilar Bach a

Tchaikowsky , o como en la puesta en escena de obras de Shakespeare, de Stratford en Connecticut, que superan a las de Stratford en Inglaterra en cuanto habilidad teatral, aunque están muy lejanas por estilo e inteligencia.

" En realidad, comprendo perfectamente por qué los «jóvenes airados» se la tornaban tanto con este sistema de clases. El Enemigo parece muy diferen-te según se considere desde dentro o desde fuera. Desde dentro, hay una escasez de democracia; des-de fuera, un exceso. Los «jóvenes airados» descu-bren en las separacionel culturales las reliquias de un pasado «snob»; yo descubro, en cambio, los diques contra la corrupción del Masscult y del Mid-cult. Ellos ven los modelos como inhibiciones, yo, como definiciones. Ellos contideran letal a la tradi-ción, yo la considero vital. Puede ser que, en mi calidad de americano, idealice la situación británi-ca; pero espero no hacerlo de la forma tan absur-da en que ellos idealizan la nuestra. En 1959 di una conferencia sobre la cultura de masas en un sim-posio organizado por la Universities & Left lievdeV en Londres. Esperaba que el público, compuesto por individuos bastante más jóvenes que yo, pre-sentase alguna objeción á mi falta de entusiasmo por el socialismo, aunque fuese una cosa penosa descubrir que hablaban del capitalismo y de la•clase trabajadora en los términos simplistad que yo no había vuelto a oír desde que me había sepa-rado de los trotskistas; los problemas a los que dedicábamos nuestros pensamientos en los años treinta parece que sólo ahoia se presentan en In-glaterra, y las ilusiones a las que nos vimos obliga-dos a renunciar " están ahora de actualidad. Pero para lo que no estaba preparado fue para la reac-ción ante mis ataques a la cultura de masa& ameri-cana. El público se resintió de ello en nombre de la democracia. Para mi, Hollywood era un ejemplo de la explotación, al mismo tiempo que de la so-

. tisfacción, del gusto popular; pero para alguno de los participantes, que tomó la palabra después de mi, Hollywood era una genuina expresión de las

;

masas. Parecía considerar como un gesto «snob», por mi parte, la crítica contra nuestras películas y nuestra televisión desde un punto de vista sedo.

1 Puesto que critico a Hollywood hace ya treinta años, y que lo he hecho siempre con la concien-cia limpia del que ataca desde la izquierda, esta defensa proletaria de nuestra peculiar institución me dejó bastante desconcertado.

1 " El presente ensayo, en forma abreviada, fue escrito originalmente parael Saturday Eventag

I Post, y exactamente para la sección «Aventuras de

3 la mente». (La creación de dicha sección en el

Post, hace ahora dos años —en ella han colabbrado

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Randall Jarrell, C. P. Snow y Clement Greenberg-- es un interesante síntoma del renacimiento post-

1945. A George florece Latimer no se le pasó nun-ca por la cabeza que su revista necesitase algo

de highbrow.) Los últimos tres párrafos a propósi-

to del New Yorker, que aparecen exactamente igual que en la versión definitiva que sometí al Post, fueron responsables de que se rechazase •la obra.

En el otoño de 1958, el Post me ofreció que co-laborase con un artículo para la sección, y como me ofrecían 2.500 dólares por 5.000 palabras y me prometía dejarme decir lo que quisiera, acepté. Un año oelpués —tras habernos puesto de •acuerdo sobre un sumario de cinco páginas— les mandé el ensayo. Plantearon quizá una docena de objecio-nes editoriales, que acepté todas, excepto una, como banales y justificadas. La única dificultad con-sistía en la proposición de que, por ser el New

Yoricer uno de los muchos periódicos del Midcult, debía criticarlo en los' mismos términos que a los otros. Puesto que no compartía su opinión —y, en efecto, había valorado al New Yorker de forma bas-tante diferente, aunque no sin críticas, en el nú-mero de noviembre de 1956 de Encounter— me re-sistí. A medida que la correspondencia se acumula-ba, se hacía evidente que en su opinión no emplea-ba mano dura con el New Yorker porque había tra-bajado en él: una suposición no irrazonable del todo para un tribunal, pero de la que en cierto sentido me resentí. Las frasea arriba citadas fue-ron mi última tentativa para «vender» a la revista. El intento fue rechazado y el artículo corrió la mis-ma suerte («en todos los demás aspectos, muy aceptable», me escribió al vice-redactor con el que trataba). Al final escribí a Ben Hibbs, el redactor jefe (jipé nombre más perfecto, adecuadísimo a una de las futuras portadas de Norman Rockwell!) quejándome de que se me había concedido carta blanca en lo que referente a mis opiniones y que

el Post no había respetado el pacto. Ben Hibbs no resultó muy comprensivo. «A nosotros nos intere-san los hechos, no las opiniones», replicó, añadien-do que, a menos que no arreglase el asunto del New Yorker la obra era «sospechosa de insince-ridad». El concepto que el señor Hibbs tenía de hecho y opinión me pareció equivocado, por lo que le respondí citando la definición que mi diccionario

da de hecho ('una verdad conocida mediante efec-tiva experiencia y observación') y de opinión ('un juicio o estimación de una persona o cosa referen-te al carácter, a los méritos, etc'). Hibbs respon-dió a su vez, sugiriendo que interrumpiéramod la correspondencia. Y yo le replique declarándome de acuerdo, pero no pude resiatir a la tentación de disparar algunas flechas del parto, es decir: 1) en lo sucesivo, el Post haría •bien en asegurarse los servicios de una agencia de investigación de toda confianza —sugería la Piekerton— para conocer de antemano el carácter moral de los colaboradores de sus «Aventuras de la Mente»; 2) si, tras las presiones, hubiera aceptado su opinión sobre el New Yorker, este hecho habría debilitado su fe en la honestidad de mis opiniones; 3) el Post me de-

156 LA SOCIEDAD DE MASAS

bía 1.500 dólares —había sido bastante previsor como para insistir sobre un anticipo de 1.000 dóla- Y SU CULTURA res a la entrega del manuscrito, pese a que los del Post parecieron escandalizados ante semejante es-píritu comercial— puesto que habían faltado a su promesa de libertad de expresión. Lo mismo que otras flechad del parto, puede ocurrir que éstas

4 hayan fastidiado al procónsul Hibb —no me contes- tó nunca— pero, al igual que ha ocurrido en la

1 historia, los romanos ganaron.

Edwards Shils

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1

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LOS GANSOS Y LAS GRULLAS , ' Un grupo de gansos y grullas descansaban

y jugueteaban en un prado, cuando apare-ció un tropel de cazadores que embezaron a-disparar sobre ellos. Las grullas, al adver-tir el peligro, alzaron el vuelo y escaparon. Los gansos, que eran mucho más besados, perdieron su vida. Cuando hay alguno revolución, siempre son los listos los que se escapan.

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Dorso de una caja de cerillas de Fósforos del Pirineo, S. A. 1