mashu muchelaguito
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Mashu Muchelaguito EDWARD NUÑEZ
CONTENIDO:
La llegada de Mashu
La primera noche
Una mirada afuera
Agitando alas y volar
Las historias de Ukush
Un don especial
¡Qué aburrido ser un murciélago!
La huida
Un día de aventura
Los runas
El don
El espíritu de los murciélagos.
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La llegada de Mashu
Para todos los animales que vivían alrededor de las
escarpadas quebradas del hermoso valle del Cotahuasi,
esta noche sería solo una noche más. No había nada
fuera de lo común, solo unos cuantos de miles de
millones de estrellas inmóviles fulguraban en el cielo,
una habitual gran luna perfectamente redonda de color
blanco manchado y un paisaje inmenso en gris y negro,
adornado con la infinidad de formas fantasmales que
dejan las plantas y las rocas cuando la luz del sol se
pierde.
Una noche cuando el glugluteante sonido del agua
en las acequias y el “fuuuu fuuuu” del viento eran un
dulce arrullo, y todos los murmullos de la noche eran
tenues, pues no debían interrumpir el sueño de
aquellos que duermen.
Era solo una noche más tal vez, pero para la
familia Muchelaguito era la noche que tanto habían
estado esperando.
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Cleto Muchelaguito y Chepita Muchelaguito eran
una feliz pareja de murciélagos que habían estado
esperando el nacimiento de su primer hijo. Chepita
había llevado en su vientre una cría el tiempo
suficiente. Y sabía que la noche del alumbramiento
habíallegado, pues ya sentía las dolorosas, pero
emocionantes contracciones que anunciaban el arribo
del pequeño. Cleto acariciaba delicadamente con sus
alas el rostro y el vientre de Chepita y, con cada
caricia, la tranquilizaba intentando calmar con amor
aquellos malestares. Como los murciélagos viven
prácticamente colgados de cabeza y agarrados de las
rocas que forman los techos de sus cuevas, tenían que
ser muy cuidadosos para que el pequeño no cayera al
nacer. Cleto se acomodaba de muchas maneras para
ayudar cuanto podía a la feliz madre.
_¿Estás cómoda? _decía Cleto con ternura,
mientras daba una nueva caricia ahora en su espalda.
_¡Ya llega…, ya es el momento…! _respondía
Chepita y su rostro mostraba una combinación única
de gestos que expresaban el dolor y la inmensa
felicidad que sentía.
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_¡Sí, sí! ¡Ya está saliendo! ¡Ya puedo verlo! Solo
un poco más _dijo temblorosos Cleto alentándola y
acariciándola delicadamente.
_¡Es muy hermoso, el más hermoso de todos!
_exclamó emocionado el nuevo papá Cleto, mientras
veía como el recién nacido abrazaba torpemente a su
madre con las garritas de sus alas.
_¡Lo llamaremos Mashu! _dijo mamá Chepita
miraba a su primogénito con la dulzura única de una
madre. Y papá Cleto asintió.
El pequeñín había llegado, había tanta alegría y
emoción en la cueva que todos los murciélagos
empezaron a aplaudir y a lanzar chillidos de alegría.
Mashu Muchelaguito, la primera cría del clan de los
Muchelaguitos, había nacido.
La primera noche
“¡Agárrate mi pequeño!” dijo suavemente Chepita
y fueron las primeras palabras que le dedicaba asu
hijoen la oscuridad casi total de la cueva. El pequeño
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se sentía desconcertado con los nuevos ruidos y voces
que había a su alrededor, pero lo tranquilizaba mucho
oír esas palabras. Esa voz era mágica.
“¡Es mamá ¡”, explicaba papá Cleto. El pequeñín,
en la oscuridad, había estado tocando el rostro de
mamá Chepita. Pero, al escuchar a su padre, dirigió
sus alas hacia esa otra voz que tenía la misma magia
que la primera.
“¡Él es tu tata Cleto!”, decía ahora mamá
Chepita.
El pequeñín volvió a escuchar la dulce voz de su
mamá, recordó sus primeras palabras y se agarró
fuertemente con sus garritas.
Durante la noche y dentro de las cuevas no se ve
casi nada, entonces los sonidos y las caricias se
convierten en las mejores formas de comunicarse. Así,
con muchos mimos y suaves susurros, Mashu conoció a
sus padres. Su primera noche había sido tan agitada
que el pequeño murcielaguito estaba extenuado,
entonces se acurrucó entre el pelaje de su madre y se
durmió.
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Una mirada afuera
Mashu pasaba el tiempo explorando el techo
rocoso de su machay (así llamaban a la oscura cueva
donde había nacido). De vez en vez, se topaba con
otras crías, algunos murciélagos jóvenes, padres
buscando a sus hijuelos y uno casi ciego. Y, aunque
trataba de estar tranquilo, no podía evitar asustarse y
regresar raudo a abrazar a mamá Chepita. Se escondía
unos segundos entre sus alas, luego asomaba su cabeza
y finalmente volvía a salir buscando otra nueva
aventura.
Mientras Mashu jugaba y mamá Chepita lo
contemplaba con ternura, tata Cleto salía a comer.
Pasaba un tiempo en esta tarea y regresaba, se
aseguraba de que todo estuviera bien volvía a salir.
Cuando estaba satisfecho era el turno de mamá
Chepita, quien hacía lo mismo mientras tata Cleto
cuidaba al pequeño. Él, de vez en vez, sorprendía a su
Mashu con un apretón de sus fuertes alas.
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Mashu jugaba a escaparse de los estrujones
mientras pensaba que los abrazos de papá eran
diferentes a los de mamá, aunque ambos le
gustaban mucho. Claro, eso no impedía que esperara
con impaciencia la tibia leche que mamá Chepita lo
amamantaba a su regreso.
No era extraño para Mashu ver que sus padres
trabajaran de noche y en las primeras luces del sol,
por la madrugada, retornaban para dormir.
Él hacía lo mismo: jugar de noche y dormir de día,
pero siempre dentro de su cueva.
Una mañana Mashu se despertó un poco inquieto,
tenía muchas ganas de saber que había afuera de su
cálida cueva. Entonces, al ver que sus padres dormían
profundamente, intentó _sin hacer ruido alguno_ llegar
hasta la entrada. Muy travieso, se fue acercando con
sigilo hacia el ingreso. El corazón le palpitaba
aceleradamente y sentía una fuerte presión en la boca
del estómago.
De pronto, su cuerpecito sintió el viento helado
del exterior. ¡Había llegado!, y quería ver
desesperadamente todo lo que había allí afuera.
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Asomó su pequeña cabeza y vio una inmensa luz
que lo cegó. Era tan fuerte que le causó un extraño
dolor en sus pequeños ojos negros. En ese momento
sintió mucho miedo, pero su curiosidad por ver qué
había afuera era mayor.
Así que, tembloroso y asustado asomó nuevamente
su diminuto rostro, descubrió que sus ojos ya no le
dolían tanto, y se aventuró a salir unos metros. Se
sorprendió con la inmensidad de colores y formas que
vio, afuera todo era tan grande que Mashu quedó
pasmado y con la boca abierta, tanto que no se dio
cuenta de las dos gotas de saliva que se le cayeron.
Sorbió otras dos que estaban a punto de caer y se
sacudió avergonzado.
De pronto, vio unos extraños seres. Se dio un
gran susto al descubrir que ellos no tenían alas, sino
cuatro horribles y gruesas patas. Dos de ellas las
usaban para caminar sobre el suelo. Mashu quedó
patidifuso, nunca había visto seres como esos. Eran
raros, no volaban y caminaban sobre el suelo haciendo
un raro equilibrio sobre esas patas inferiores. Mashu
dedujo que aquello sería imposible para los murciélagos.
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Lo que vería luego lo paralizaría aún más. El
rostro de esos seres estaba pelado. Tenían una
diminuta nariz y los dos ojos muy juntos en el mismo
lado de su cabeza, además se movían balanceándose
ligeramente de lado a lado y hacia adelante. Aún no
terminaba de recuperarse de la impresión cuando vio
cómo esos feos seres, utilizando una de las garras de
sus patas superiores, agarraban un delgado, largo y
filudo diente con el que, de un solo golpe, cortaban
unos altos y hermoso troncos verdes que caían
haciendo estrepitosos sonidos. Estos destructores seres
eran lentos pero eficaces, tumbaban sin dudar todos
los indefensos troncos que encontraban a su paso.
Mashu parecía escuchar sus lamentos y su corazón se
llenaba de una inmensa tristeza.
El pequeño regresó presuroso a su cueva y ya
adentro se echó a llorar. Al calmarse pensó que no
debía contarle a nadie lo que había visto, le daba un
poquito de vergüenza decir que aquello lo había hecho
llorar. Además, nadie le creería, así que decidió
guardarlo como un secreto (¡su primer secreto!), y se
sintió mejor ahora que un murcielaguito con un secreto
y eso lo hacía más importante que antes.
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Mashu, después de todo, gozó mucha de aquella
aventura. Había disfrutado del abrigado interior de su
cueva, pero ahora el exterior le había dejado mucha
curiosidad y una ansiedad inmensa.
Agitando alas y volar
Los días pasaron, Mashu crecía y se hacía fuerte,
su suave y plomiza pelusa había cambiado por un pelaje
corto y más oscuro.
Durante el día, en la oscuridad de la cueva, apenas
podía distinguir a tata Cleto y mamá Chepita agitar
sus alas. Pero en la nochecasino podía verlos, había
decenas de sombras negras moviéndose y volando en la
penumbra. Era extraño, pero, por alguna razón que
Mashu no entendía, aunque no los viera con nitidez,
siempre sabía dónde estaban.
Mashu pronto aprendió a mover sus alas. Era
incansable, las agitaba todo el tiempo, las movía tanto
que algunas veces sentía ganas de desprenderse de la
roca a la cual estaba sujeto. Una noche, abrió las
garritas de sus patas y en vez de caer, voló. Y voló
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tan entusiasmado que no dejó de volar los siguientes
días. Volaba en la noche, en la tarde y a veces hasta
en la mañana (aunque a esa molestara a los oros
murciélagos que dormían profundamente). Voló tanto
que pensó que nunca dejaría de volar.
La noche siguiente a su proeza, tata Cleto le dijo:
“¡Vamos a salir! Ahora que puedes volar quiero
que nos acompañes”.
Una vez más, Mashu sintió el miedo apretándole
el estómago. Recordó la travesura de aquella mañana y
esos extraños seres que derrumbaban esos troncos
verdes con aquel filudo diente. Sin poder oponerse al
deseo de sus padres voló tras ellos casi con los ojos
cerrados por el nerviosismo.
Salió de la cueva solo por un segundo, porque el
miedo lo hizo retomar inmediatamente. Pero Mashu se
armó de valor, se asomó nuevamente, observó y se
dio cuenta de que, esta vez, en el exterior, era de
noche y la oscuridad hizo que se sintiera más
tranquilo. Afuera era tan oscuro como adentro de su
cueva, solo que esta era una cueva muchísimo más
grande, la cueva más grande del mundo.
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Buscó y buscó con la mirada pero esos seres con el
diente en sus garras, ya no estaban. Tampoco los
grandes troncos.
Tata Cleto volaba muy cerca de él y ahora era su
voz la que lo aliviaba. Volaron juntos por horas, Tata
Cleto le mostraba los arbustos y las plantas, las rocas
y los cerros, las pampas y toda la vida silvestre de la
Reserva del Cactus, un lugarcito hermoso dentro de
Judiopampa, un maravilloso lugar.
Tata Cleto, interrumpiendo sus pensamientos, le
dijo:
“Pronto aprenderás a encontrar alimento por
aquí”, y luego murmuró “aunque cada vez es más
difícil encontrarlo…”
Mashu no entendió, él sabía que en casa era
mamá quien lo alimentaba con tibia y deliciosa leche.
Se quedó confundido, pero no preguntó. Seguro su
tata estaba equivocado, como era tan grande, tal vez
él no entendía las cosas de los pequeños
murcielaguitos.
Las historias de Ukush
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La vida en la machay era divertida. Mashu tenía
muchos amigos y con ellos jugaba todo el tiempo.
Algunos días los visitaba Ukush, el anciano ratón, quien
les contaba maravillosas historias de los fascinantes
animales silvestres que vivían en las punas. Les hablaba
de una grandiosa ave de inmensas alas que se ponía
una chalina blanca en el cuello y volaba casi sin
moverse. También de seres con cuatro patas, de
pequeñas colas y cuellos largos con un pelaje muy
caliente y en extremo acolchado. Ukush hablaba de las
proezas que realizaban muchos animales de la región.
Narraba las aventuras de zorros y cóndores, pero
nunca contaba historias de murciélagos. Cuando Mashu
le preguntaba por ellos, Ukush afirmaba no recordar
ninguna historia interesante, pero le prometía una
pronto.
Mashu esperaba unos días y luego, ansioso, lo
buscaba con la esperanza de que hubiera recordado
alguna. Ukush se acariciaba los bigotes, miraba hacia
arriba, a la derecha, luego a la izquierda, cerraba los
ojos, pujaba un poco, se golpeaba con sus dedos
índices las sienes y… “No recuerdo ninguna”, decía
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finalmente apenado. Mashu agachaba su cabeza lleno
de vergüenza y cólera.
Ukush sabía todo tipo de historias. A veces
narraba que había días, cuando el agua caía del cielo,
en que aparecían, como fantasmas, unas inmensas luces
que iluminaban todo. Y se escuchaban terribles y
estruendosos sonidos que aterrorizaban hasta a los
grandes runas. Todos los que escuchaban a Ukush se
asustaban tanto con esas historias que nadie se atrevía
a preguntar quiénes eran los “grandes runas”
Mashu escuchaba con asombro cada historia,
cuidando siempre de no dejar caer gotas de saliva. Y
es que se concentraba tanto, que no se daba cuenta
que su boquita quedaba abierta y por allí se escurrían
algunas. Mashu disimulaba tapándose la boca y
fingiendo un pequeño bostezo.
Cada vez que llegaba Ukush, el pequeño murciélago
era el primero en la fila. Y al final de cada relato,
gritaba emocionado: “¡No hay nadie mejor que los
animales de la puna!”.
Pero una noche, Ukush llegó asustado. Cuando
todos los pequeños se le acercaron esperando una
nueva historia lo vieron desencajado y moviendo de
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lado a lado la cabeza. Miraba a los costados, se mordía
las uñas y temblaba.
“¡Eeen eeel exteteteterior están popopor llegar
días terribles!”, dijo tartamudeando. “¡Los runas están
por destruir todo! ¡Están aquí! ¡Están aquí! ¡Ellos me
vieron y casi me matan!”, gritó espantado.
Los murciélagos adultos se percataron del alboroto
y, con serias miradas, lo obligaron a callar. Luego
algunos bajaron y se lo llevaron para intentar calmarlo.
Mashu quedó tan angustiado que le sudaron las
garritas. Ese día no hubo historia.
Un don especial
Él ya no tan pequeño murcielaguito andaba por
esos días muy molesto. No dejaba de pensar que en el
exterior había seres maravillosos con grandes poderes.
Llegó a pensar que todos los animales tenían un don
especial, pero lo enojaba creer que eso no pasaba con
su familia. Parecía que ellos no tenían nada especial.
Sin embargo, recordó que en la oscuridad del
interior de la cueva, apenas se podía ver a los demás
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murciélagos. Se divisaban solo como sombras volando y
trepando por entre las hendiduras de la cueva. Pero si
todas las sombras eran idénticas, “¿Cómo harían los
papás para no confundirse de familia?”, se preguntaba
el pequeño. Tata Cleto y mamá Chepita siempre
llegaba directamente hacia donde él estaba, sin
importar donde se encontrara (a veces Mashu se
escondía para desubicarlos, pero siempre lo
encontraban). “¡Eso era lo especial de los
murciélagos!”, pensaba. Pero se decepcionaba pronto
diciendo: “¡Vaya!, que talento es ese de encontrar a
sus propios hijos”.
En estos días, antes de dormir, el pequeño
lamentaba ser un común murciélago. Él quería ser tan
maravilloso como aquellos animales de los que hablaba
Ukush.
¡Qué aburrido ser un murciélago!
_¡Siempre es lo mismo! _reclamó Mashu un día,
cuando tata Cleto le pidió salir de la cueva
nuevamente.
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Habían salido juntos varios días y ya se sentía
hastiado y aburrido.
_¡Vamos, hijo! _insistió.
_¡¿Por qué nosotros solo salimos en la noche?!
_reprochó Mashu encogiendo los hombros_ ¡Somos los
animales más aburridos de toda la región!
_Así ha sido siempre para los murciélagos _dijo
cadenciosa mamá Chepita, mientras le peinaba el
pelaje.
Mashu inconforme, salió tras su padre. Le gustaba
volar, pero sentía que hasta volar se estaba volviendo
aburrido; surcar los cielos sin rumbo todas las noches
era molesto.
Tata Cleto lanzaba agudos chillidos y volaba de
sombra en sombra.
_¡Sígueme y haz lo mismo! _dijo rápidamente_
¡Verás que divertido es y qué deliciosas sorpresas tiene
la naturaleza para ti! _agregó.
Mashu, obligado, lo intentaba con pocas ganas y
sin entender nada, pero cada vez que llegaba a un
nuevo lugar solo encontraba frías rocas y ásperos
troncos. A él eso no le parecía “deliciosas sorpresas”,
sino un feo y cansado juego.
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_¡Qué aburrido estoy! _murmuraba mientras se
paraba en otra roca saliente.
Cerca, tata Cleto hacía ruidos extraños con la boca
y saltaba de sombra en sombra. De pronto, Mashu, ya
desesperado por la desilusión, gritó encaprichado:
_¡Me quiero ir! ¡Tengo hambre! ¡Vámonos,
vámonos, vámonos!
_¡Debes esperar solo un poco más! _respondió
mamá Chepita con firmeza_. ¡Aún no hemos terminado
tu padre y yo!
Mashu, sin prestar atención a lo que le dijo su
mamá, se abalanzó sobre ella y quiso amamantarse en
el aire. Así, haciendo maniobras aéreas, logro prenderse
de los pechos de su madre, quien por el golpe y los
jalones gritó de dolor, perdió el control del vuelo y se
desplomó hacia el suelo. Afortunadamente, tata Cleto
reaccionó a tiempo y logró evitar que mamá Chepita
se estrellara contra el suelo.
Tata Cleto estaba furioso se acercó a Mashu, lo
cogió por la espalda con sus fuertes garras y lo llevó
toscamente a la cueva.
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“¡No volverás a salir de aquí hasta que aprendas a
comportarte!”, le dijo muy enojado y lanzó una feroz
mirada que hizo bajar la cabeza a Mashu. Luego salió.
El pequeño Muchelaguito volvió a llorar, pero esta
vez de enojo. “¡No es justo!”.
Pasaron dos días sin que Mashu saliera al exterior.
Se pasaba el tiempo callado, molesto y lejos de pedirle
a su mamá que lo perdone, solo se le acercaba para
tomar un poco de leche y luego se alejaba sin decir
nada. A veces cuando quería salir miraba a su padre, lo
veía también molesto y no se atrevía a decirle nada.
“¡No soporto más!”, se dijo sacudiendo la cabeza,
“¡Mañana al amanecer huiré! ¡Aquí ya nadie me
quiere!” y luego refunfuñó en voz baja: “¡Me
avergüenza ser un aburrido murciélago! ¡Son tan
simples. Mañana me iré y aprenderé a hacer las
maravillosas cosas que hacen los animales de los que
habla Ukush!”, concluyó decidido.
La huida
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Era una nublada mañana en Judiopampa cuando
comenzó a clarear. Mashu Muchelaguito, sin hacer el
menor ruido, se dirigió hacia un resquicio de su machay
y se acercó suavemente para acostumbrarse a la luz.
Recordó que la primera vez, al asomarse de golpe, ella
le había causado, dolor en sus pupilas. Pero esta vez
estaba preparado.
Primero entrecerró los ojos y sacó lentamente la
nariz, esperó un momento y repitió la acción, así
varias veces hasta que sus ojitos se acostumbraron al
resplandor del sol y pudo salir sin lastimarse.
Rápidamente observó a su alrededor y, antes de
dejarse vencer por el miedo que le hacía dudar de la
fuga, salió volando hacia unos arbustos cercanos que
proyectaban una fresca sombra.
“¡El mundo, al fin!”, gritó. “¡Ahora ya nada me
detendrá! ¡Tal vez me quede a vivir aquí para
siempre!”.
Un día de aventura
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El pequeño estaba tan emocionado por la nueva
experiencia, que su pequeño corazón palpitaba
desenfrenado. Se acomodó bajo la sombra del arbusto
y, por entre las ramas, se puso a contemplar el
inmenso cielo azul. A lo lejos pudo divisar una gran
águila volando en círculos.
“¡Qué esplendorosa es!”, pensó Mashu, mientras
miraba como Anka, el águila, observaba desde el cielo a
una vizcacha que dormitaba bajo el sol.
Según las historias de Ukush, las águilas podían
ven con gran precisión animales pequeños desde grandes
distancias. En ese momento, Mashu comprobó la
veracidad del anciano ratón. Anka pareció detenerse en
el aire como si flotara, movió sus alas de una manera
tan particular que Mashu no pudo evitar imitarla, y se
lanzó con gran velocidad y exactitud sobre el
maltrecho roedor al que se lo llevó entre sus garras.
“¡Eso si es impresionante!”, se dijo con asombro.
“¡Yo también debo hacerlo!”, pensó con mucha
confianza.
Voló lo más alto que pudo y se dio cuenta de
desde muy arriba, nada era visible para él. No tenía
los ojos de Anka, así que tuvo que bajar hasta unos
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dos o tres metros por encima del suelo. Entonces, por
fin, pudo notar a una cucaracha negra que caminaba,
lenta, por entre las yaretas. Mashu la eligió como “su
presa”, pues una cucaracha estaba más acorde con su
tamaño.
Decidido, pero algo torpe, intentó mover las alas
como el águila y se desplomó, veloz, sobre “su
víctima”. El bicho que ya se había percatado del
inocente ataque, rápidamente se ocultó tras unos
ichus y ¡pataplum, cataplum!, el pequeño murcielaguito
se dio contra el suelo.
“¡Auchi, auchi!”, se quejó magullado. Después del
tremendo porrazo tuvo que pasar algún tiempo
sobando sus golpes y sacándose pedazos de hojas secas
y mucha tierra de entre los pliegues de sus alas. Había
fracasado, pero no se desanimó, al final era solo su
primer intento.
No terminaba todavía de limpiarse, cuando vio,
desde lo alto de una retama muy vieja, a Atuq, el
zorro andino, con la nariz clavada entre matas de
ichu. Recordó que Ukush contaba sobre el poder que
tenía su gran nariz para explorar con el olfato el
rastro de sus presas. Se acomodó un poco para
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observarlo y luego como era previsible, Mashu se puso
a imitar el movimiento de su hocico pegado al suelo.
Entonces Atuq, que se había quedado quieto por
unos segundos, inclinó lentamente sus cuatro patas,
acomodó ligeramente las dos posteriores balanceando
de manera divertida su trasero, esperó unos segundos
con ese movimiento y, finalmente saltó sobre un
pacpaco, un blanco polluelo de lechuza, que se
camuflaba detrás de un montón de ichu seco y piedras
semienterradas. Con el ave entre los dientes, el rojizo
zorro salió rápidamente hasta perderse entre las
ortigas y retamas enfiladas en una quebrada.
“¡Esto debe ser más simple!”, pensó Mashu y,
complacido con el estilo de Atuq, pegó su nariz al
suelo frío y empezó a olfatear. Luego de arrastrarse
sin ningún éxito, sintió un olor que le pareció
atractivo. “¡Es el de una mariposa!”, dijo. Aunque
sabía perfectamente que no fue el olfato el que le
hizo darse cuenta del insecto, sino que discretamente
se había estado ayudando con la vista. “¡Seguro que
Atuq también se ayuda!”, se justificaba.
Mashu intentó saltar y coger al insecto con la
boca, pero la mariposa, ágilmente y sin mostrar
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preocupación por el ataque, voló y se mezcló entre
unas flores de tola. Mashu se dio cuenta de era muy
torpe saltando, así que siguió olfateando y de vez en
vez miraba un poquito. Tardó mucho en volverla a
encontrar, pero solamente para verla escapar otra vez.
Entendió que no podía saltar ni atrapar nada de esa
forma.
“¿Quién puede encontrar algo así?”, gritó mientras
seguía innecesariamente olfateando el suelo. “¡Aquí hay
tantos olores que no sé cuál es cuál!”, gritó más
fuerte cuando ¡fla, fla, fla, fla!, la mariposa que había
estado parada en su propio lomo alzó el vuelo
alegremente. Parecía burlarse de los intentos de
Mashu y luego se perdió como una hoja que lleva el
viento. Atuq, que lo había estado observando desde
lejos, se regocijaba con tan divertido espectáculo.
Mashu, desanimado, voló lejos hasta encontrar un
poquito de agua clara, donde se paró a descansar. El
clima calentaba mucho el ambiente y eso le fastidiaba.
Se posó en el suelo muy cerca del agua, pues allí se
estaba más fresco. Entonces pudo ver a Yulu, la
parihuana serrana, quién se le acercó atraída por su
cara de molestia.
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_¿Qué te sucede? ¿Por qué esa cara? _preguntó a
Mashu que, entre sollozos, le contó sus peripecias y
fracasos.
_¡Son tan minúsculos tus problemas, pequeño! _Le
dijo Yulu, mientras se ponía pensativa. Luego
continuó_. Cuando toda la vida que conocemos por
aquí corre grave peligro, tú te pones de aventurero.
Mejor deberías pensar en irte, muy lejos, donde no
llegue la feroz mano de los runas.
-¿Los runas? ¿Quiénes son los runas ¿ ¿Por qué
todos temen cuando los mencionan? ¿Dónde están?
¿Cuándo llegan? _atropellaba Mashu con sus preguntas.
_¡Están en todas partes! Anoche los escuché
cuando, con sus manos filudas, echaban por tierra todo
lo que a su paso crecía. ¡Quizás estén aquí! _dijo Yulu
mientras estiraba el cuello tratando de ver más allá de
lo posible_. Todos deberíamos escapar. Ellos salen de
día y también en la noche, tienen unos ojos de fuego
que iluminan los caminos y las cuevas, las bestias los
obedecen tan mansamente que hasta viven con ellos
como esclavos. ¡Olvídate de tus problemas, busca a tus
padres y vete con ellos tan lejos como puedas!
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_Pero ¡no sé dónde estoy!, ¡no sé cómo volver a
casa! Y ahora tengo mucha hambre _ seguía quejándose
Mashu.
_No puedo señalarte el camino de regreso, eso
tendrás que resolverlo tú solo y lo más pronto que
puedas. Pero si lo que deseas es comer, ven que te
enseñaré como nos alimentamos las parihuanas.
Ella sabía que no le serviría de mucho, pero estaba
segura que Mashu aprendería de aquella experiencia. El
ave de larga patas y plumaje que combinaba todos los
tonos entre el blanco y el rojo, comenzó a explicarle:
_Nosotros caminamos sobre las aguas poco
profundas de las lagunas, luego introducimos el pico en
el fango para removerlo suavemente. Es entonces que
agudizamos nuestro sentido del tacto para percibir
todos los pequeños bichos que serán nuestro alimento.
Mashu nuevamente entusiasmado por este estilo,
pidió observarla primero antes de intentarlo. Volaron
hasta un lugar que a Yulu le pareció propicio, allí
coincidentemente, también se alimentaban otras
compañeras suyas.
Era un bellísimo paraje verde, con cristalinas aguas
heladas. Allí, frente a los ojos del pequeño
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murcielaguito, metió el pico en el fango y, luego de
unos movimientos apenas perceptibles, alcanzó un
renacuajo que mostró a Mashu antes de devorarlo.
Luego volvió al fango, atrapó algunos renacuajos más,
uno que otro gusano y hasta una rana pequeña.
“¡Ahora es mi turno!”, se dijo Mashu y, aunque la
idea no le gustaba mucho, lo intentó con esmero.
Chapoteó en la orilla, metió la nariz y buscó entre
el lodo hasta casi ahogarse, pero su hocico no llegaba a
sentir nada en el fango. En seguida, y algo
desesperado, utilizó sus patas para tocar y palpar,
pero nada. Luego intentó con sus alas y finalmente
metió hasta la cola para tratar de sentir cualquier
cosa. Allí estaba semienterrado y moviéndose
ridículamente sobre el barro, en todos sus intentos
fallidos solo recogía piedras y ramitas.
Al final, muy agotado, desistió, y esta vez con
una desagradable irritación en todo su delicado
cuerpecillo. Así, lastimado voló hacia un árbol donde,
afligido, asustado y sin que nadie lo viera, despacito
lloró.
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Los runas
La tarde acentuaba los colores y mejoraba el
paisaje, contrastaba el azul del cielo con el blanco de
las nubes. El gris casi negro de la tierra húmeda
combinaba con el nítido verde de las plantas. Las
flores se matizaban solas con una infinidad de
encendidos tonos rojizos, amarillos y azules. El viento
frío acariciaba la forma agreste de los cerros y
despeinaba el pelo de Mashu.
De pronto, de manera inesperada, llegaron otra
vez esos seres extraños. Andaban erguidos y sobre dos
regordetas patas, cada uno con un pelaje multicolor y
produciendo variados sonidos, algunos eran melódicos y
dulces, otros graves y retumbantes. Se acercaron
haciendo desplazamientos uniformes y se detuvieron.
“Son los runas”, quiso gritar Mashu, pero se tapó la
boca con las garritas de sus alas.
Mashu había recordado las descripciones de todos
los seres de los que hablaba el viejo Ukush, y estos
tenían que ser los temidos runas. Los vio
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detenidamente y sus formas coincidían perfectamente
con aquellos relatos. En ese momento recordó también
aquella mañana cuando los vio con el filoso diente
entre sus garras echando por tierra esos troncos
verdes. Recordó también el tartamudeo de Ukush y
sus palabras: “¡los runas van ha destruir todo!”.
También a Yulu diciendo “…con sus garras filudas
echan por tierra todo lo que a su paso crecía…” Se
quedó helado, no movía ni un solo pelo, tenía pavor de
lo que aquellas malignas criaturas pudieran hacerle si
lo veían.
Pero, ninguno de los runas se percató de Mashu,
un poco porque él había logrado alejarse sin que lo
vieran (ahora estaba petrificado entre las rocas de una
ladera) y también porque, al parecer, ellos estaban
totalmente entusiasmados con sus tareas que no
parecían percatarse de nada de lo que pasaba en su
entorno.
Algunos se quitaron parte de su pelaje multicolor
y lo colocaron en el suelo para sentarse sobre él,
dentro de sus cuerpos tenían otro pelaje con nuevos
colores. Luego se pusieron a entonar melodiosos
sonidos que se acompasaban con sus movimientos.
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Al parecer estaban felices. Mashu sentía que estaba
viendo una fiesta, y eso le parecía extraño, pues
Ukush y Yulu le habían hecho pensar que eran seres
malvados, y sentía que los malvados no podían tener
fiestas. Todo lo que se relacionaba con los runas era
de lo más raro.
Del grupo se apartaron unos cuantos de estos
seres y tomaron, cada uno en sus extremidades
superiores, unos extraños palos que tenían en un
extremo una especie de asa que servía de agarradera y
en el otro extremo una lámina dura, redondeada y en
forma de una gran hoja, la que introducían repetidas
veces en el suelo para retirar grandes porciones de
tierra. Pronto hicieron un gran hueco de donde
extrañamente salía mucho humo y, con él, un aroma
agradable.
Los runas soltaron sus troncos y con sus
extremidades superiores escarbaban buscando entre la
tierra, al parecer, algunos alimentos que habían
escondido allí antes, pero como estaban tan calientes
se vieron obligados a utilizar nuevamente los extraños
palos para sacarlos.
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Mashu, sin moverse comenzaba a pensar que
aquellos runas no parecían monstruos destructores
como contó aterrorizado Ukush, más bien eran seres
divertidos y pacíficos. Entonces observó cómo
lentamente desenterraban unas chuletas, muchas papas
y algunos quesos que habían sido cocidos con aquellas
piedras calientes en la tierra. Se sentía el agradable
aroma a hojas de achira y chala. Los runas comieron
estos alimentos mezclándolos con ensaladas de lechuga,
cebolla y tomate, además tenían bandejas con mangos,
manzanas, tunas y mucho más.
“¡Qué tonto soy!”, murmuró entre dientes
recordando el hambre que sentía ahora que veía con
que gusto los runas devoraban sus revoltijos. “¡El
problema se termina si se sabe combinar!”, pensó.
Luego se movió lentamente y, aunque ya no
sentía tanto miedo, prefería pasar inadvertido, pues
aún había la posibilidad de que lo confundieran con
algún alimento y, luego de meterlo entre las piedras
calientes para que se cocine, lo engulleran como a esas
chuletas.
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Así, pausadamente, voló al otro lado de la
quebrada. Algunos runas lo vieron volar pero ninguno le
hizo el menor caso.
“Tengo tanta hambre que intentaré hacer mi
comida como lo hacen los runas. Al fin, ¡todo se puede
comer!”. Diciendo esto se puso a recoger muchas
flores secas de todos los colores, ramas multiformes,
agua y hasta plumas. Todo lo que pudiera parecerle
apetecible estaba bien para prepararse un delicioso
festín.
“¡Fuchi!”, exclamó Mashu luego de meterse a la
boca aquellos “potajes”. “¡Esto es muy desagradable,
no tiene nada de gusto!, ¡es incomible! ¿Cómo pueden
saborear esto los runas?”, concluyó decepcionado.
Finalmente se sentía totalmente derrotado y su
desilusión era tan grande que no podía controlar las
lágrimas que caían de sus ojos. “¡Cuánto extraño mi
casa!”, dijo llorando mientras recordaba a mamá
Chepita y su tibia leche, a tata Cleto y el
entusiasmo con el que le enseñaba el mundo, a sus
amigos y hasta las historias de Ukush. La tarde iba
cayendo y Mashu, con el estómago vacío, se acurrucó
entre sus alitas, se limpió con sus garras las dos
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últimas lágrimas que corrían por su cara, cerró sus
cansados ojos negros y lentamente se durmió.
El don
Un fuerte barullo lo despertó en una explanada
muy cercana, todos los animales de la puna estaban
reunidos. Rápidamente voló y se ubicó muy cerca de
ellos. Los vio muy angustiados y se oían temerosos.
Entonces, reconoció a Ukush que comentaba
nuevamente sobre los días terribles que venían y
proponía buscar una pronta solución. Vio entonces, en
el cielo, el ave inmensa de la chalina blanca.
Todos se referían a él como el gran Kuntur, el viejo
cóndor de las alturas. Llegó volando casi sin mover las
alas y se posó en la gran chanca, la roca más grande e
importante de Judiopampa. Miró a todos los
presentes con ojos desafiantes, extendió
majestuosamente sus alas y los hizo callar. Luego dijo
con voz prudente:
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_¡Traigo noticias malas! ¡Los sagrados cactus
columnarios de nuestros vecinos de Quechualla han
muerto! ¡Casi todos fueron destruidos! ¡Tal vez ahora
solo quede uno o dos!
Kuntur bajó la mirada en señal de respeto. Todos
los animales se conmovieron al oírlo. Sabían que en los
sagrados cactus se encontraba la fuente de vida de la
puna. Los padres narraban estas historias a sus hijos
desde muy pequeños, les contaban todo sobre su poder
y ahora Mashu comprendió el miedo de Ukush, de Yulu
y de todos. Los grandes troncos que caían cortados
por el diente filudo de los runas ¡Eran los sagrados
cactus columnario!
_¡Cuando el cactus muere, mueren también todos
los animales. Primero los pequeños y luego los grandes_
dijo Kuntur con voz grave. Desplegó nuevamente sus
alas y continuó_. Los runas han extendido su
destrucción por toda la región y ya han llegado aquí.
Si alguien no se les enfrenta, morirán todos nuestros
cactus y sin ellos, sin su fuente de vida… moriremos
también nosotros.
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_¡Nadie puede enfrentarse a los runas! _dijo con
sabiduría el anciano Tuku, el búho_. Ellos son los seres
más poderos del mundo.
El rumor de los presentes era más intenso, los
animales se estremecían y el miedo era mayor. Las
manifestaciones quejumbrosas se mezclaban con los
llantos tapados y la desesperación en las miradas.
Mashu sintió que el miedo recorría su espalda hasta
hacerle sacudir la nuca.
De pronto, un sonido familiar lo tranquilizó.
Agudizó sus sentidos y escuchó claramente: “¡Chip,
chip, chip, chip!”. Era tata Cleto que legaba con
decenas, cientos de murciélagos, formando en el cielo
una nube negra y desordenada de sombras oscuras que
chillaban mientras aterrizaban sobre los queñuales que
rodeaban aquel paraje. Cuando todos se ubicaron,
tanta Cleto se paró en la rama más alta y dijo:
_Anoche hemos visto a los runas cortando con
gran facilidad los últimos cactus sagrados de
Quechualla. En solo una hora fueron capaces de acabar
con cientos. Después de destruir casi todos los que
había en sus llanuras y cerros, han venido a nuestro
Judiopampa y ahora acabarán con los nuestros. ¡No
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podremos detener a los runas! Es cierta la afirmación
de Tuku. ¡Pero debemos y podemos remediar su
destrucción!
Todos los murciélagos alrededor asentían con la
cabeza lo que decía tata Cleto.
_Nosotros los murciélagos nos alimentamos del
néctar de las flores del gran cactus columnario. Al no
haber más cactus en Quechualla, todos nuestros
congéneres también han muerto. ¡En Quechualla, ya
no hay más cactus!, y… ¡ya no hay más murciélagos!
_continuó tata Cleto.
Se oyó el lamento de algunos en la oscuridad y
todos los murciélagos guardaron silencio en señal de
duelo.
_La fuente de vida está amenazada. ¡La puna no
puede existir sin el sagrado cactus columnario!
_sentenció.
El insistente rumor de los presentes asustaba más
y más a Mashu, quien oía sorprendido a su tata Cleto.
Nunca lo había visto de esa manera, estaba orgulloso
de él.
_Pero esta vez, ¡tenemos un plan! ¡Nosotros los
murciélagos intentaremos recuperar el cactus para la
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puna! _ dijo Cleto, mientras señalaba con el ala
derecha a sus compañeros. Ellos, muy serios, asintieron
con la cabeza.
_Hoy mismo, durante la noche, saldremos a buscar
todos los sagrados cactus que aún quedan sanos y
salvos, de ellos podremos obtener el espíritu mágico
que guardan secretamente sus bellas flores. Allí, en lo
profundo de cada una, se encuentra el secreto de la
vida en la puna. Viajaremos hasta Quechualla con
nuestra preciada carga impregnada en los hocicos, y lo
regaremos en la allpa pacha (tierra virgen). Si aún
queda algo de vida en ella, podrán nacer nuevamente
retoños del sagrado cactus columnario y la vida
regresará a sus campos.
Todos los animales, los insectos y parecía que
hasta las plantas aplaudieron. Sus rostros mostraban
esperanza, se abrazaron, gritaron vivas alentando a los
murciélagos quienes, decididos, alzaban el vuelo y se
dispersaban por toda la puna de Judiopampa.
Cada uno de los murciélagos recogía con su hocico
todo el espíritu que los cactus guardaban celosamente
en sus flores. Eran como pequeñas bolillas de color
amarillo oro que brillaban como las estrellas.
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Esa noche trabajaron sin descanso, introdujeron
tantas veces sus narices en las flores que sus apéndices
nasales mágicamente se fueron alargando un poco más
en cada flor que visitaban, hasta ser lo
suficientemente largas como para encajar
perfectamente con la forma de aquellas flores.
Mashu voló tras ellos, sentía que tenía que
acompañarlos. Se acercó a su tata Cleto, él estaba
molesto por su huida, pero ahora tenía algo más
importante que hacer y no le dijo nada. La noche era
muy oscura, Cleto y todos los murciélagos trabajaron
sin parar, volando sin errar de flor en flor; en cambio
Mashu, que quería ayudar, no encontraba, se topaba
en la oscuridad con las rocas o ramas de los arbustos
silvestres, nunca con los cactus. En las tinieblas, no
podía saber dónde estaban las flores, no podía saber
dónde estaba nada.
“¡Solo chilla!”, le dijo tata Cleto. “Luego deja que
el don de los murciélagos salga de tu interior”.
Mashu entonces soltó un chillido que inundó el
oscuro lugar. Luego cerró los ojos y esperó. Fue
entonces que sus grandes orejas le permitieron
escuchar que el eco de su chillido regresaba de la
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oscuridad y le decían dónde estaban los queñuales, las
rocas, las grandes puyas y hasta donde estaban los
pequeños escarabajos checchadores que se escondían
entre los arbustos. Volvió a chillar y el eco ahora le
dijo dónde se encontraban las grandes flores del
sagrado cactus de la puna. Voló directo hacia ellas. Sin
dudar, introdujo su hocico y sintió en su lengua el
delicioso néctar. Entonces entendió. Allí estaba el
alimento del que hablaba papá, esa era la deliciosa
sorpresa que estaba esperando, bebió tanto néctar que
pensó que nunca más dejaría de beber.
Entonces recordó la misión, sacó su hocico y vio
que este se le había estirado un poco, ahora era un
murciélago narigudo como los otros, además ahora su
ya alargada nariz estaba llena de unas pequeñas
lucecitas de color amarillo oro que brillaban como las
estrellas. ¡Tenía el espíritu del cactus columnario!
Todos los murciélagos llevaban el mismo brillo
amarillo en sus alargadísimas narices. Ellos volaban
rumbo a Quechualla y Mashu los siguió. Al llegar, se
elevaron y comenzaron a soltar el espíritu del cactus
que caía como una inmensa lluvia de pequeñas y
brillantes estrellas fugaces del cielo. Al terminar de
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dejar su preciada carga, Mashu chilló otra vez y el eco
le señaló el camino por donde debía regresar. Entonces
terminó comprendiendo todo.
“¡Mis oídos ¡” ¡Son los oídos el don de los
murciélagos! ¡Allí está lo que tanto busqué! ¡Eso me
hace especial”, grito el pequeño entusiasmado.
Mashu chilló y chilló tantas veces que pensó que
nunca más dejaría de chillar.
La noche estaba terminando, habían pasado tantas
cosas importantes que Mashu no se percató de lo
rápido que habían transcurrido las horas. Entonces
escuchó unos chillidos familiares y, en la oscuridad, los
reconoció. Sus grandes orejas le permitían reconocerlo
todo y a todos: eran su tata Cleto y su mamá
Chepita.
Mashu los abrazó con fuerza mostrándoles todo el
amor que tenía para ellos, quería llorar y esta vez no
tendría vergüenza de hacerlo, les pidió perdón con
besos y los llenó de todo tipo de promesas (Mashu
sabía que algunas serían difíciles de cumplir, pero él
sabría hacerlo). Estaba tan conmovido que empezó a
reír y reía tanto que hizo también reír a sus padres y
a todos los que lo escuchaban. Aunque nada de eso
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salvó a Mashu de su castigo, él sabía que su familia,
los Muchelaguito, a partir de ahora serían, para él, los
seres más fantásticos de la puna.
El espíritu de los murciélagos.
La mañana trajo la calma a Judiopampa, en el
gran cañón de Cotahuasi, al igual que en Quechualla,
donde el sol alumbraba a los retoños de los cactus
columnarios que habían nacido en la noche y que
pronto llenarían de vida nuevamente sus campos y sus
laderas. El trabajo de los murciélagos había florecido
tanto al espíritu de los sagrados cactus que ahora los
suyos medían cinco, ocho y hasta diez metros.
Parecían elevarse imponentes, mostrando la
majestuosidad de la vida en la puna.
Mashu se encontraba en su machay, donde, al
igual que él, intentaba descansar todo el ejército de
murciélagos que había trabajado toda la noche no podía
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dormir sin imaginar a los runas destruyendo
nuevamente los sagrados cactus, tal vez desde ahora
tendrían que cuidarlos mucho más, y salir a repartir
por siempre el espíritu del gran cactus columnario en
la heladas pampas.
Mashu no tenía miedo, ahora tenía una larga
nariz. Y es que, desde esa heroica noche, ellos se
volvieron narigudos.
Apenas se durmió tuvo un sueño: veía a los runas
con alas de murciélago y con las narices alargadas,
volando en la cima de milenario volcán Solimana. Desde
allí, dejaban caer el espíritu del cactus como una lluvia
de brillantes estrellas fugaces del cielo.
Fin