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1 1 Más vale asegurarse Por Robert Denton III Hiruma Shizuyo no levantó su campamento hasta que las sombras del reseco paisaje dejaron de coincidir con aquello que las proyectaba. Incluso su propia sombra era alta y ramificada, como un roble defectuoso despojado de su corteza. Así jugaban las Tierras Sombrías. Examinó sus provisiones y contó su reserva de flechas, todas ellas con bendiciones de papel atadas a sus astiles. Dejó todo en el carro y soltó al buey para que regresase sin ella a la Muralla. Mientras lo miraba alejarse, sus dedos rozaron el único objeto del que no podía prescindir: el suave colgante de jade que le colgaba del cuello. Se pasó el día colocando cuerdas trampa con campanillas y clavando antorchas en el suelo agrietado alrededor del campamento. Memorizar el terreno resultaba inútil, ya que cambiaría en cuanto mirase a otro lado. Los únicos puntos de referencia consistentes serían los que había dejado. Shizuyo encendió las antorchas cuando el sol tocó el horizonte al oeste, y su nariz se arrugó ante el olor a aceite de pescado y pino. Dolorida después de llevar puesta la armadura durante todo un día, encendió una hoguera junto a su tienda de campaña y plantó su tetsubō como si fuera un estandarte. Una advertencia. Luego se sentó mirando hacia el sur y esperó. Apenas se oía el viento al pasar bajo el pequeño resquicio de pálida luna añil. Más allá de la esfera de luz de su fogata nada se movía, ni siquiera los escasos matojos de hierba muerta. Des- pués de un rato, sacó una baraja de cartas de su bolsa y las barajó. Cogió una carta del fondo de la baraja. Desde la carta le devolvió la mirada un dibujo a tinta de una lombriz solitaria llena de espinas con un espacio blanco en forma de diamante que formaba una boca inhumana. Tsumunagi”, dijo. “Se esconde en los suministros. Matar con fuego o ahogar con aceite de jade “. La siguiente carta de la parte infe- rior reveló una enorme criatura llena de músculos y tendones, con una enorme boca llena de dientes donde debería haber estado la cabeza. “Oni de Kanu. Enfrentamiento a dis- tancia. Usa flechas de jade, o aprovecha la estrechez de la tráquea.” Otra carta. Un cascarón segmentado y una masa de patas de cucaracha rema- tadas por manos humanas.

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Más vale asegurarsePor Robert Denton III

Hiruma Shizuyo no levantó su campamento hasta que las sombras del reseco paisaje dejaron de coincidir con aquello que las proyectaba. Incluso su propia sombra era alta y ramificada, como un roble defectuoso despojado de su corteza.

Así jugaban las Tierras Sombrías.Examinó sus provisiones y contó su reserva de flechas, todas ellas con bendiciones de papel

atadas a sus astiles. Dejó todo en el carro y soltó al buey para que regresase sin ella a la Muralla. Mientras lo miraba alejarse, sus dedos rozaron el único objeto del que no podía prescindir: el suave colgante de jade que le colgaba del cuello.

Se pasó el día colocando cuerdas trampa con campanillas y clavando antorchas en el suelo agrietado alrededor del campamento. Memorizar el terreno resultaba inútil, ya que cambiaría en cuanto mirase a otro lado. Los únicos puntos de referencia consistentes serían los que había dejado.

Shizuyo encendió las antorchas cuando el sol tocó el horizonte al oeste, y su nariz se arrugó ante el olor a aceite de pescado y pino. Dolorida después de llevar puesta la armadura durante todo un día, encendió una hoguera junto a su tienda de campaña y plantó su tetsubō como si fuera un estandarte. Una advertencia. Luego se sentó mirando hacia el sur y esperó.

Apenas se oía el viento al pasar bajo el pequeño resquicio de pálida luna añil. Más allá de la esfera de luz de su fogata nada se movía, ni siquiera los escasos matojos de hierba muerta. Des-pués de un rato, sacó una baraja de cartas de su bolsa y las barajó. Cogió una carta del fondo de la baraja. Desde la carta le devolvió la mirada un dibujo a tinta de una lombriz solitaria llena de espinas con un espacio blanco en forma de diamante que formaba una boca inhumana.

“Tsumunagi”, dijo. “Se esconde en los suministros. Matar con fuego o ahogar con aceite de jade “.

La siguiente carta de la parte infe-rior reveló una enorme criatura llena de músculos y tendones, con una enorme boca llena de dientes donde debería haber estado la cabeza.

“Oni de Kanu. Enfrentamiento a dis-tancia. Usa flechas de jade, o aprovecha la estrechez de la tráquea.”

Otra carta. Un cascarón segmentado y una masa de patas de cucaracha rema-tadas por manos humanas.

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“Gokimono. Una vez fue humano. Se siente impulsado a apagar luces. Matar con… “Desde fuera del campamento se oyó el canto de un carricerín. Al final del trino podía escu-

charse una voz humana, un lúgubre grito sin palabras. Shizuyo levantó la vista. No vio ningún movimiento, aparte de la temblorosa sombra de su tetsubō. Se acercó más.

Otra carta. Un humano salpicado de manchas caminando vestido con una armadura asti-llada, y uno de sus ojos convertido en un hueco vacío.

“Hyakuhei. Un cadáver animado. “Miró fijamente a las llamas danzantes. “Matar como mata-rías a un hombre”.

Shizuyo ignoró el dolor sordo de su espalda y el ardor bajo sus párpados mientras examinaba las trampas bajo un sol matutino teñido de un morado enfermizo. Una noche tranquila vestida con su armadura había dejado sus extremidades cargadas y rígidas. Su cuerpo gritaba de sueño, pero dormir no sería seguro hasta la hora más alejada de la Hora del Buey, la hora a la que a veces se llamaba la Hora de Fu Leng.

Sólo una de las trampas había cogido algo: una temblorosa mata de pelo blanco y marrón con orejas delgadas. El conejo estaba enredado en la soga, indefenso. Lanzó una mirada suplicante a Shizuyo.

Ella entrecerró los ojos.La liebre se movió, como si intentara liberarse una última vez. La mujer lanzó un golpe hacia

abajo con su tetsubō. Se oyó un crujido húmedo, como el de una calabaza kabocha aplastada. Exhaló hasta que desapareció cualquier remordimiento.

Más valía asegurarse.

Shizuyo llevaba identificadas treinta y cinco criaturas de su baraja demoníaca cuando el sonido de una campanilla rompió el silencio. En la oscuridad más allá de la fogata, una de las antorchas se apagó.

La mujer encordó su arco y recogió sus flechas. A lo lejos, algo se deslizó hacia la luz de la siguiente antorcha. Antes de que la luz se apagara pudo vislumbrar a duras penas unas extremi-dades de cucaracha acabadas en manos humanas.

Su aliento se congeló con un jadeo. La criatura venía del sur, la dirección de la caravana.Sus dedos tocaron el colgante. El jade podía matarlo. Sólo hacía falta un toque...No. No si era él.Shizuyo preparó una flecha y apuntó hacia la siguiente antorcha. Contó hasta cinco, y luego

disparó. La antorcha se apagó. Algo gritó.Otra flecha lo acertó al llegar a la siguiente antorcha. Cuando llegó a la siguiente, vio cómo los

astiles de las flechas sobresalían de sus brillantes placas quitinosas. Quedaban cinco antorchas. Luego iría a por la fogata. Y luego...

Otra flecha. Luego otra. Una y otra vez. Se había revuelto, iba cada vez más rápido, cada vez estaba más cerca. Su silueta se iba haciendo más grande contra el cielo nocturno, apagando las estrellas con su oscuridad. El corazón de Shizuyo, que palpitaba a toda velocidad, se estremeció

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al disparar la última flecha al tiempo que la última de las antorchas, situada a unos cien pies de distancia, se apagaba de repente.

Un chillido. Un golpe sordo. Silencio.Shizuyo cogió un tronco de la fogata y lo llevó hasta el cuerpo inmóvil de la horrible criatura.

Las flechas se habían clavado profundamente, y las bendiciones que habían llevado escritas eran ahora jirones de papel en blanco. No pudo recuperar ninguna.

Aguantó la respiración mientras finalmente acercó su antorcha improvisada al lugar en el que su última flecha sobresalía del ojo de su rostro humano.

No era él.Tiró la antorcha sobre el cadáver y regresó al campamento.

Shizuyo se despertó alarmada. Las cenizas flotaban contra el cielo del mediodía. Ladró una maldi-ción. Una mañana entera desperdiciada, ya no había tiempo para reemplazar las trampas usadas. Convirtió la carreta en leña mientras el sol recorría un camino carmesí hacia la cordillera occiden-tal. Luego encendió el resto de las antorchas. No tardó mucho, a pesar del dolor de sus huesos.

Las horas pasaron en silencio, y la fogata se fue consumiendo lentamente. La luz de la lum-bre hizo brillar su colgante de jade al girarlo. Su mente conjuró la imagen onírica de la liebre, con su cuerpo tendido y desesperación en los ojos. Sacudió la cabeza y la visión desapareció. Quizás había sido una liebre real. Quizá no. La única forma de asegurarse era utilizar su jade.

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Oyó un tenue sonido de campanillas. Una de las trampas que quedaban, lejos de las antor-chas restantes. Otra vez. Frunció el ceño. Cogió su tetsubō y se adentró en la oscuridad.

La trampa había sido activada, pero no había cogido nada. Sus dedos trazaron la forma de unas marcas de garras en la tierra, y se quedó paralizada al entender su significado.

Se giró y corrió de vuelta a la fogata, pero llegó demasiado tarde. Su tienda había quedado convertida en una maraña ennegrecida en en el interior de una columna de fuego, y sus provisio-nes crepitaban en las llamas. Apretó los dientes al oír unas risas agudas. Siluetas trasgoides dan-zaban alrededor de las llamas, y sus alargadas sombras se entrelazaban. Bakemono. Tres de ellos. Uno tiró sus cartas al fuego junto con el resto de las antorchas. Se volvió a reír.

Se acercó hasta él y lo aplastó con su tetsubō. La criatura quedó en silencio.Los dos restantes se giraron, y su mirada desencajada se movió de Shizuyo a su camarada

muerto.Gritaron.Sus dedos se deslizaron de la empuñadura del tetsubō cuando uno de los trasgos cargó hacia

ella, empujándola hacia atrás. Su armadura se rompió y sus pulmones se vaciaron de aire. Unas garras arañaron su mejilla mientras la criatura chillaba, una y otra vez. Su mano se lanzó hacia su cadera, pero la vaina de su wakizashi estaba vacía. Apretando los dientes, aferró a la criatura y la lanzó a la hoguera. La noche se llenó de gritos.

Comenzó a levantarse, pero el último trasgo le saltó al pecho. Su espada destelló en manos de la criatura, y sus estocadas penetraron su armadura. Trató de coger su tetsubō, pero sólo llegó a rozar la empuñadura. El trasgo arqueó el lomo y levantó la espada sobre su cabeza, preparándose para lanzar un golpe mortal. Rugió triunfante.

El colgante de jade. No tenía alternativa. Lo arrancó del cordón y lo metió en las fauces de la criatura.

El trasgo se estremeció, y comenzó a chillar mientras se arañaba el rostro, como si tuviera en la boca un carbón ardiendo. Shizuyo se lanzó hacia su tetsubō con energías renovadas. Lo hizo girar sobre su cabeza y lanzó un golpe hacia abajo. La cabeza del duende se partió como un huevo.

Su respiración era irregular, entrecortada. El colgante se había vuelto negro, y rezumaba de la mandíbula destrozada de la criatura.

Le golpeó el rostro de nuevo. Y una vez más. Una y otra vez, hasta que sólo le quedaron fuer-zas para maldecir a las Fortunas.

Al atardecer, otro movimiento llamó su atención: una delgada silueta que cojeaba lentamente hacia los restos carbonizados de su campamento, protegida por una capa azul marino destrozada y manchada. Humano.

La mujer se levantó mientras observaba su lento avance, al tiempo que su corazón latía al compás de sus pesados pasos.

La figura no alzó la vista hasta que el sol casi había desaparecido. El crepúsculo pintaba el pai-saje con tonos púrpura. Se detuvo a poca distancia. Abrió sus labios agrietados.

—¿Madre?

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Sus ojos, ambarinos como los de su padre, se iluminaron. Su capa destrozada cayó al suelo cuando comenzó a correr. —¡Madre! ¡Gracias a los dioses! Pensé que nunca volvería a verte.

Ella entrecerró los ojos.Se detuvo lentamente, la confusión pintada en su rostro. La empuñadura del tetsubō de Shi-

zuyo presionó contra su palma.—¿Madre? ¿Qué estás...? —sacudió la cabeza—. ¡Soy yo, madre! ¡Hiruma Kenjirō! ¡Tu hijo!”Ella no reaccionó.Sus ojos ambarinos miraron al suelo. —Nunca llegamos al castillo Hiruma. Soy el único que

queda. Estaba decidido a sobrevivir, a volver a ver a Yukino. Ella está bien, ¿verdad? —sonrió débilmente—. Nos casaremos en primavera. ¿Recuerdas? Insististe en que fuese en primavera...

Shizuyo sentía como si su pecho fuese una cuerda demasiado apretada. El ruido de los insec-tos era ensordecedor. El sol se derramaba sobre las cumbres. No reconoció la sombra de Kenjiro. No reconoció la suya propia.

La sonrisa del joven desapareció. —L-llévame con los shugenjas Kuni —balbuceó—. ¡Estoy bien! Puedo demostrarlo —le lanzó una mirada suplicante—. Madre...

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Shizuyo le lanzó un golpe con su tetsubō contra la cara. El cráneo del joven se aplastó como una concha hueca. Cayó.

La sombra de la mujer se extendió sobre el cadáver. El cuerpo se estremeció, como si intentara mirar desde el ahora vacío hueco de un ojo. Su

grito húmedo rompió la noche.El tetsubō cayó de nuevo. Después de aquello, el único sonido fue el del corazón estremecido

de la mujer.

Shizuyo acunó unas cuentas de jade mientras la shugenja Kuni de rostro pintado de rojo y blanco le arrancaba un negro cabello y, manteniéndolo tenso, se lo llevaba a su aleteante nariz. El Maestro de Caballería Hida Tsuru se sentó ante ella con los brazos cruzados. Ella se detuvo un momento ante las puertas del patio. Sus pulmones parecían estar a punto de estallar por su res-piración contenida.

—¿Está hecho?Ella asintió.—¿Estáis segura?Levantó la vista, carente de expresión. —Me aseguré —el viento transportaba motas de ceniza

por el cielo rojizo. En algún lugar ardía una pira funeraria.La Kuni cogió las cuentas y miró sus palmas durante un largo instante. No se estremeció.

Finalmente, la dejó ir. —No hay rastro de la Mancha, Tsuru-sama. Aun así, debería estar en cua-rentena en el altar durante siete días de purificación.

—Haced los preparativos.Después de que la shugenja se marchase, Tsuru ofreció a Shizuyo un delgado pergamino. Ella

lo aceptó con dedos entumecidos. En el pergamino estaba escrito el nuevo nombre de su hijo, el nombre que usarían para recordarlo. Su antiguo nombre había quedado mancillado.

—Mis condolencias —dijo él—. Pondremos una placa en recuerdo suyo. Aunque la caravana nunca llegó a su destino, deberíais estar orgullosa. Murió sirviendo al Clan del Cangrejo —se levantó para marcharse.

—Era igual que él.Se detuvo.Shizuyo vaciló. —Tenía su voz. Sabía... cosas —una vez más, su mirada se encontró con la de

él—. Incluso me llamó “madre”.—A eso juegan las Tierras Sombrías. Usa los rostros de nuestros seres queridos para sembrar

la duda en nuestros corazones. Pero esa criatura era un impostor. No podía haber sido humano —arrodillándose de nuevo, Tsuru le puso la mano sobre el hombro—. Después de todo, si el pino que ardía dentro de las antorchas lo repelió, si retrocedió ante vuestras flechas y ardió al tacto de vuestro jade, no pudo haber sido vuestro hijo —el hombre le dirigió una sonrisa de seguridad—. De eso, al menos, podéis estar segura.