los jesuitas; la expulsión

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El Espía Digital www.elespiadigtal.com 1 Los jesuitas; la expulsión Por José Alberto Cepas Palanca El dos de febrero de 1528, Íñigo de Loyola llegó a Paris para matricularse a la avanzada de dad de 37 años en el Collège Sainte-Barbe. Deseaba obtener un título universitario. Nacido en 1491, Íñigo siguió el camino habitual del hijo menor de una familia de su clase social. Cuando tenía siete años, dejó el castillo familiar de Loyola para servir, pri- mero como paje y luego como cortesano, en Arévalo, en la casa de Juan Velázquez de Cuéllar, el contador mayor de Castilla. Allí permaneció durante siete años. Y allí apren- dió a bailar, cantar, batirse en duelo, leer, escribir en castellano y hasta meterse en peleas. Al morir Velázquez en 1517, Ignacio entró al servicio de Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y virrey de Navarra. Cuando las tropas francesas del rey Francisco I invadieron Navarra en 1521, y avanzaban hacia Pamplona, Ignacio se encontraba entre los defensores de la ciudad. En una batalla, una bala de cañón le destrozó la pierna derecha y le hirió la izquierda. Las heridas eran graves y, a pesar de las diversas doloro- sas operaciones que le practicaron, lo dejaron cojo para el resto de su vida. Se recu- peró en su hogar; la casa solariega de Loyola. Una vez recuperado aceptablemente, dejó Loyola y se dirigió a Jerusalén. Íñigo o Igna- cio de Loyola y nueve seguidores de su idea, entre ellos Francés de Jasso (conocido como Francisco Javier), presentaron al Papa Paulo III un documento al que denomina- ron “Formula vivendi, que eran las normas y proyectos de vida creadas por ellos, con objeto de solicitar la creación de una nueva Congregación religiosa. Con la publicación de la bula el 27 de septiembre de 1540, nació oficialmente la “Compañía de Jesús”. Al año siguiente, el 19 de abril, los compañeros eligieron a Ignacio como su primer supe- rior general, cargo en el que permanecería hasta su fallecimiento acaecida en 1556. La Compañía, con el tiempo, se extendió y está extendida por todo el mundo: toda Europa, Albania, Rusia, toda América, Armenia, Siria, Indonesia, Filipinas, Australia, Timor Oriental, las Molucas, Argelia, Sudán, Ruanda, Madagascar, Rodesia, el Congo, Egipto, Etiopía, Mozambique, Angola, Cabo Verde, India, Corea, China y Japón. Aunque apenas contaba 12 años de existencia desde su fundación, la Compañía se erigía ya como la más vibrante y provocadora de las órdenes religiosas nacidas en el seno de la Iglesia católica. Pronto se afianzaría como una primera potencia en las aulas, púlpitos,

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Los jesuitas; la expulsión

Por José Alberto Cepas Palanca

El dos de febrero de 1528, Íñigo de Loyola llegó a Paris para matricularse a la avanzada

de dad de 37 años en el Collège Sainte-Barbe. Deseaba obtener un título universitario.

Nacido en 1491, Íñigo siguió el camino habitual del hijo menor de una familia de su

clase social. Cuando tenía siete años, dejó el castillo familiar de Loyola para servir, pri-

mero como paje y luego como cortesano, en Arévalo, en la casa de Juan Velázquez de

Cuéllar, el contador mayor de Castilla. Allí permaneció durante siete años. Y allí apren-

dió a bailar, cantar, batirse en duelo, leer, escribir en castellano y hasta meterse en

peleas.

Al morir Velázquez en 1517, Ignacio entró al servicio de Antonio Manrique de Lara,

duque de Nájera y virrey de Navarra. Cuando las tropas francesas del rey Francisco I

invadieron Navarra en 1521, y avanzaban hacia Pamplona, Ignacio se encontraba entre

los defensores de la ciudad. En una batalla, una bala de cañón le destrozó la pierna

derecha y le hirió la izquierda. Las heridas eran graves y, a pesar de las diversas doloro-

sas operaciones que le practicaron, lo dejaron cojo para el resto de su vida. Se recu-

peró en su hogar; la casa solariega de Loyola.

Una vez recuperado aceptablemente, dejó Loyola y se dirigió a Jerusalén. Íñigo o Igna-

cio de Loyola y nueve seguidores de su idea, entre ellos Francés de Jasso (conocido

como Francisco Javier), presentaron al Papa Paulo III un documento al que denomina-

ron “Formula vivendi”, que eran las normas y proyectos de vida creadas por ellos, con

objeto de solicitar la creación de una nueva Congregación religiosa. Con la publicación

de la bula el 27 de septiembre de 1540, nació oficialmente la “Compañía de Jesús”. Al

año siguiente, el 19 de abril, los compañeros eligieron a Ignacio como su primer supe-

rior general, cargo en el que permanecería hasta su fallecimiento acaecida en 1556.

La Compañía, con el tiempo, se extendió y está extendida por todo el mundo: toda

Europa, Albania, Rusia, toda América, Armenia, Siria, Indonesia, Filipinas, Australia,

Timor Oriental, las Molucas, Argelia, Sudán, Ruanda, Madagascar, Rodesia, el Congo,

Egipto, Etiopía, Mozambique, Angola, Cabo Verde, India, Corea, China y Japón. Aunque

apenas contaba 12 años de existencia desde su fundación, la Compañía se erigía ya

como la más vibrante y provocadora de las órdenes religiosas nacidas en el seno de la

Iglesia católica. Pronto se afianzaría como una primera potencia en las aulas, púlpitos,

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confesionarios, en los laboratorios y observatorios, en los salones y en las academias, y

en los más encumbrados bastiones del poder político.

La expulsión de los jesuitas de España de 1767 fue ordenada por el rey Carlos III, bajo

la acusación oficial de haber sido los instigadores de los motines populares del año

anterior, conocidos con el nombre de “motín de Esquilache”. Seis años después, el

monarca español consiguió que el papa Clemente XIV suprimiera la orden de los jesui-

tas. Fue restablecida en 1814 por Pío VII, pero los jesuitas serían expulsados de España

dos veces más; en 1835, durante la Regencia de María Cristina de Borbón, y en 1932,

bajo la Segunda República Española.

Antecedentes: Antijesuitismo en el siglo XVIII

La difusión del jansenismo fue una doctrina y un movimiento de una fuerte carga anti

jesuítica. Fue defendida por Jansenio, cuyas teorías estaban basadas en una interpre-

tación literal de los textos de Agustín. Sin embargo, se vio influida por el desarrollo

histórico y las peripecias de sus defensores. Así, el “jansenismo español” se mostraba

claramente diferenciado del francés del siglo XVII. La doctrina recibe el nombre del

flamenco Cornelius Janssens, obispo de Ypres (1585-1638), quien vivió las discusiones

teológicas de agustinos y jesuitas que tenían como origen el tema de la gracia y de la

predestinación.

Estas cuestiones no habían sido resueltas de modo satisfactorio por el Concilio de

Trento. Los dominicos secundaban a los agustinos. Éstos defendían que Dios predesti-

naba a los hombres a la salvación por un decreto absoluto de su omnipotencia, por

medio de la “gracia eficaz”. Los jesuitas mantenían una opinión contraria; daban mayor

libertad al hombre en el tema de la salvación. Dios conoce al hombre, sabe si el hom-

bre se salvará o se condenará. Esta polémica dio lugar al odio de escuelas, el “odius

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teologicus”. Jansenio se decantó por las ideas de los agustinos al afirmar que el estado

original es el estado natural del hombre; un estado de gracia y amistad con Dios, in-

mortalidad e integridad (verdadera libertad). Adán, en ese estado, era verdaderamen-

te libre y poseía la gracia (el auxilio de Dios) suficiente para evitar el pecado. Sin em-

bargo, la “gracia eficaz” no solo es el auxilio para evitar el pecado, sino el auxilio de

Dios para hacer el bien. Adán, en el paraíso tenía la gracia suficiente, pero no tenía la

“gracia eficaz”, porque para Jansenio la “gracia eficaz” es siempre vencedora. El que

posee la “gracia eficaz” no puede pecar. Después del pecado el hombre ha perdido la

libertad. Jansenio afirmaba además que para salir de esa situación después del pecado

no bastaba con la gracia suficiente, sino que era necesaria la “gracia eficaz”, es decir, el

auxilio sin el cual el hombre no puede no pecar; con la “gracia eficaz” el hombre se

dirige invenciblemente hacia el bien. Ahora bien, la libertad se mantiene porque la

gracia despierta en el hombre la voluntad de hacer el bien. Quien no actúa movido por

la “gracia eficaz”, peca infaliblemente.

La Ilustración a lo largo del siglo XVIII, dejó desfasados ciertos aspectos del ideario je-

suítico, especialmente, según el historiador Antonio Domínguez Ortiz, “sus métodos

educativos, y en general, su concepto de la autoridad y del Estado, una monarquía ca-

da vez más laicizada y más absoluta que empezó a considerar a los jesuitas no como

colaboradores útiles, sino como competidores molestos”. Además continuaron los

conflictos con las órdenes religiosas tradicionales, como la inclusión en el Índice de

Libros Prohibidos de la “Historia Pelagiana” del cardenal agustino Noris, gracias a la

influencia que tenía la Compañía en la Inquisición, o como el rechazo que produjo la

publicación de la obra “Fray Gerundio de Campazas” del padre Isla, en la que el jesuita

satirizaba a los frailes. La llegada al trono del nuevo rey Carlos III, en 1759, supuso un

duro golpe para el poder y la influencia de la Compañía, pues el nuevo monarca, a dife-

rencia de sus dos antecesores, no era nada favorable a los jesuitas, influido por su ma-

dre, la reina Isabel de Farnesio, que “siempre les tuvo prevención”, y por el ambiente

anti jesuítico que predominaba en la corte de Nápoles, de dónde provenía. Así que

Carlos III rompiendo la tradición de los Borbones nombró como confesor real al fraile

franciscano Joaquín de Eleta.

El “motín de Esquilache” de 1766

El llamado motín de Esquilache de 1766 se inició en Madrid y el desencadenante fue

un decreto impulsado por el secretario de Hacienda, el “extranjero” marqués de Esqui-

lache (Leopoldo de Gregorio era italiano), que pretendía reducir la criminalidad y que

formaba parte de un conjunto de actuaciones de renovación urbana de la capital —

limpieza de calles, alumbrado público nocturno, alcantarillado—. En concreto, la nor-

ma objeto de la protesta exigía el abandono de las capas largas y los sombreros de

grandes alas (chambergo), ya que estas prendas ocultaban rostros, armas y productos

de contrabando, imponiéndose el tricornio a la francesa.

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El trasfondo del motín era una crisis de subsistencias a consecuencia de un alza muy

pronunciada del precio del pan, motivada no solo por una serie de malas cosechas sino

por la aplicación de un decreto de 1765 que liberalizaba el mercado de grano y elimi-

naba los precios máximos —los precios tasados—. Durante el motín, la casa de Esqui-

lache fue asaltada —al grito de “¡Viva el rey, muera Esquilache!”— y a continuación la

multitud se dirigió hacia el Palacio Real donde la Guardia Real tuvo que intervenir para

restablecer el orden —hubo muchos heridos y cuarenta muertos—.

Finalmente Carlos III apaciguó la revuelta prometiendo la anulación del decreto, la des-

titución de Esquilache y el abaratamiento del precio del pan. Sin embargo, el motín se

extendió a otras ciudades y alcanzó gran virulencia en Zaragoza. En algunos lugares,

como Elche o Crevillente, los motines de subsistencias se convirtieron en revueltas

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antiseñoriales. En Guipúzcoa, la revuelta fue llamada “machinada” (en vasco, revuelta

de campesinos). Todas estos motines fueron muy duramente reprimidos y el orden

restablecido. Los nobles y eclesiásticos, en especial los jesuitas, afectados por las re-

formas, habían hecho causa común con el pueblo llano. Pero el pueblo no reconoció la

buena administración de Esquilache en las reformas de la villa de Madrid, que incluye-

ron saneamiento y alumbrado, además de mejoras notables en el trazado urbano que

han perdurado y permitieron que a Carlos III se le llamase, con el transcurrir del tiem-

po, “el mejor Alcalde de Madrid”.

También estableció por vez primera la administración de rentas y aduanas en América,

más concretamente en la Luisiana y Cuba, así como servicios permanentes de inten-

dencia para las tropas allí desplazadas.

El proceso que conduce a la expulsión

El fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, furibundo antijesui-

ta, aprobado y ayudado por una sala reducidísima y previamente seleccionada de con-

sejeros, el 29 de enero de 1767 fue encargado de abrir una “Pesquisa Reservada” para

averiguar quién o quiénes habían sido los instigadores de los motines fundamental-

mente entre gran parte de los obispos españoles: No hubo filtraciones sobre su conte-

nido, ni de la ratificación real de dicho decreto el 20 de febrero siguiente. Es curioso

que no se filtrase ni un solo rumor de las altas jerarquías al pueblo. Tampoco trascen-

dió el contenido de un pliego cerrado (impreso en la Imprenta Real, perfectamente

incomunicada, ya que las autoridades pusieron centinelas armados donde se imprimía)

que el conde de Aranda (Pedro Pablo Abarca de Bolea) remitió a los jueces ordinarios y

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tribunales superiores de todas las poblaciones en las que había establecimientos jesui-

tas (más de 120), en el que se hallaban las instrucciones reservadas para la expulsión, y

que no podía ser abierto hasta la misma noche del primero de abril. El secreto estaba

motivado por la intención de paralizar cualquier maniobra de protesta por parte de los

numerosos simpatizantes de la Compañía, sobre todo, dentro del estamento nobiliario

y de las clases populares. También se quería evitar que los jesuitas pudiesen huir, en-

ajenar sus bienes, deshacerse de sus archivos y de sus papeles comprometedores,

puesto que las órdenes reales incluían la confiscación de los bienes, lo que se conoce

como las “temporalidades” de la Compañía.

Campomanes, en seguida dirigió su atención hacia los jesuitas a partir de la evidencia

de la participación de algunos de ellos en la revuelta. Movilizó por el país una red de

espías a sueldo. Así fue como reuniendo material procedente de diversas provincias,

obtenido, según Domínguez Ortiz, mediante “la violación del correo, informes de auto-

ridades, delaciones, confidencias de soplones recogidas con gran misterio, en las que

se señalaban amistades o concomitancias de amotinados con jesuitas, frases sueltas,

hablillas y chismes”.

Con la documentación acumulada —según Domínguez Ortiz, “de tan sospechoso ori-

gen y tan escasa fuerza probatoria, que a lo sumo podía acusar a individuos aislados”—

Campomanes elaboró su “Dictamen” que presentó ante el Consejo de Castilla en enero

de 1767 y en el que acusó a los jesuitas de ser los responsables de los motines con los

que pretendían cambiar la forma de gobierno. En sus argumentos inculpatorios, con-

tinúa Domínguez Ortiz, recurrió también a “todo el arsenal anti jesuítico elaborado en

dos siglos”, como “la doctrina del tiranicidio, su relajada moral, su afán de poder y ri-

quezas, su manejos en América (en referencia a las misiones jesuíticas guaraníes) y las

querellas doctrinales”. Incluso se afirmó que se quería atentar contra la vida del rey (la

doctrina del tiranicidio). Se aseveró que los jesuitas habían preparado el ambiente,

escribiendo sátiras contra el gobierno. Se decía que uno de los motivos era la pérdida

del confesionario real y se indicaba que ridiculizaban al rey, al señalar que estaba

amancebado con la mujer de Esquilache.

En 1771 aparece una nueva polémica que avivó aún más el enfrentamiento en el seno

de la jerarquía eclesiástica española: el caso del catecismo de François Mesenguy. Este

catecismo fue publicado en Francia con gran éxito. Era de corte claramente jansenista;

negaba la infalibilidad del Papa y pretendía el poder de un Concilio para contrarrestar

esa falibilidad. Era por tanto marcadamente antijesuita. Clemente XIII lo condenó y

envió un breve a España con la condena. Carlos III, en principio, pensó obedecer al

Papa, pero el nuncio en España, junto al inquisidor general, Quintano Bonifaz, se ade-

lantó y publicó el breve sin la aprobación real. El rey entró en cólera y aprovechó la

ocasión para imponer el “exequatur” (conjunto de reglas conforme a las cuales el or-

denamiento jurídico de un Estado verifica si una sentencia judicial emanada de un tri-

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bunal de otro Estado reúne o no los requisitos que permiten reconocimiento u homo-

logación). Se enfrentó a Roma y expulsó al inquisidor de la Corte.

Estas medidas regalistas (el regalismo es el conjunto de teorías y prácticas sustentado-

ras del derecho privativo de los reyes de Europa Occidental medieval sobre determi-

nados derechos y prerrogativas exclusivas de los reyes, inherentes a la soberanía del

Estado, especialmente de las que chocaban con los derechos del Papa como supremo

soberano de los reinos católicos, pero con gran influjo jansenista, y en las que habían

sido prohibidos los autores jesuitas o de su escuela) significaron un duro golpe para los

jesuitas y el clero ultramontano (término utilizado para referirse al integrismo católico,

es decir, aquellas personas o grupos que sostienen posiciones tradicionalistas dentro

del catolicismo romano).

Por si fuera poco, otra cuestión va a agravar la situación ganando partidarios para el

antijesuitismo. Fue el asunto del proceso de beatificación de Juan Palafox y Mendoza,

obispo de Puebla de los Ángeles, en México (1756). Palafox se había caracterizado por

sus simpatías hacia los jansenistas y su repulsa por la Compañía de Jesús. En Italia lu-

chaban los jansenistas por su beatificación, oponiéndose con contundencia los jesuitas.

En España no se hablaba del tema. Los intelectuales jansenistas italianos escribieron a

España para recabar apoyo para su propósito, especialmente en círculos cercanos al

gobierno.

Con la llegada de Carlos III al trono y la subida al poder de los manteístas (nombre que

en España, durante el Antiguo Régimen, recibían los estudiantes pobres que vestían

ropas talares en las universidades) y sobre todo, Manuel de Roda y Arrieta (ministro

de Gracia y Justicia de Carlos III), la situación iba a cambiar totalmente. El confesor Real

era el padre Eleta (que era de Osma, como Palafox). Roda comentó al confesor que los

italianos iban a beatificar a un obispo nacido en Osma. Eleta se convirtió en el máximo

defensor de la beatificación de Palafox, ganándose la enemistad de los jesuitas. Los

ánimos se enconaron de nuevo. Es cierto que la beatificación no se llevó a cabo, pero

levantó tal polvareda que algún autor ha visto en esta polémica una causa de la expul-

sión (Blanco-White – escritor, teólogo y periodista - dice que Eleta se hizo antijesuita

sólo por la cuestión de Palafox, y se lo transmitió a Carlos III).

El ambiente siguió siendo intranquilo por otra polémica: la que giró en torno al culto

del Corazón de Jesús. Éste nació a finales del siglo XVII en Francia y que había sido

promocionado por San Juan Eudes y por Santa Margarita. Se difundió con gran rapidez

a comienzos del XVIII. Se fundaron congregaciones con el nombre de Hermanos del

Sagrado Corazón de Jesús. En España, los jesuitas introdujeron la devoción, y el padre

Hoyos se encargó de propagar el culto por el país. Felipe V influido por el confesor je-

suita se hizo muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús; incluso solicitó un oficio en su

favor. Roma no veía este culto con malos ojos, pero no quería oficializarlo. Por ello

paralizó los trámites. Aunque no concedió la misa, en España siguió extendiéndose el

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culto. Pronto aparecieron también sus detractores: los obispos de corte rigorista y filo

jansenista no lo consideraban serio y lo veían propio del fanatismo religioso y supersti-

cioso que alejaba a los cristianos de la religión interiorizada.

Hacia 1765 los partidarios del Sagrado Corazón, sabiendo del pro jesuitismo de Cle-

mente XIII, volvieron a escribirle para solicitar la gracia de la misa de oficio que había

demandado Felipe V. Pero el gobierno español había cambiado con respecto a los

tiempos de ese monarca. El gobierno informó a la Santa Sede que el único que podía

solicitar tal acción era el rey Carlos III y que no hiciese caso a los obispos. El asunto se

paralizó. Pero todavía la oposición entre clero jesuita y clero antijesuita se va a acen-

tuar más a partir de 1758 por la aparición, ya anteriormente comentada, de la

obra “Fray Gerundio de Campazas”, escrito por el jesuita padre Isla. La aparición del

libro incrementó la discordia. Isla era un hombre de gran brillantez, ingenioso, dichara-

chero y con gracejo singular. Ingresó en la orden, a los 15 años. Se le despertó una vo-

cación literaria que se manifestó en el género de la polémica literaria. Utilizó el género

epistolar, que es el que más se adaptaba a su voracidad crítica. La Compañía no le en-

cargó la labor pastoral sino que le permitió escribir. Se sumó a los ya grandes proble-

mas jesuíticos.

Misiones guaraníes

Como remate a las ya graves dificultades de la Compañía de Jesús, se añadió el moti-

vado por la misiones en América del Sur. Las misiones más trascendentales y llamativas

de los jesuitas en Sudamérica fueron las célebres “reducciones” guaraníes (la célebre

película “La Misión” de Roland Joffé relata los hechos reales), que dieron origen al mito

del Estado o República jesuita, que a la postre acabó resultando nefasto para el futuro

de la Compañía.

Aunque los jesuitas fundaron misiones en México, California, Ecuador y cerca del lago

Titicaca, los establecimientos más conocidos fueron los guaraníes, que se localizaron

en una zona extensísima (la del Paraná) situada entre Paraguay, Bolivia, Uruguay, Brasil

y Argentina. Era una región cuyas características permitían las fundaciones. Los indios

eran sedentarios, su principal actividad era la agricultura, y podían ser reducidos a en-

comiendas o esclavizados por los “bandeirantes”, bandas de mestizos brasileños y por-

tugueses de Sao Paulo, armados, que se dedicaban a capturar esclavos. La Compañía

se instaló en esta zona hacia 1550-1551, siendo el padre Manuel de Lobrega quien

inició la evangelización.

Carlos V fue reticente a conceder permiso a los jesuitas para ir a América. Feli-

pe II también fue remiso. Pero en 1565 aparecieron las primeras reducciones de carác-

ter oficial. En 1609 se fundó la primera misión al norte de Iguazú, y en 1615 existían ya

ocho reducciones o poblaciones para indígenas y misioneros con hinterland propio lo

que les servía para proveerse de bienes de subsistencia, para poder preservar a los

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indios de la explotación de españoles o portugueses y para poder adoctrinarlos católi-

camente, manteniendo a los indios alejados de la sociedad colonial y las corrupciones

que ésta entrañaba (también evitaban así problemas con los encomenderos).

En 1611 se publicó la real orden de protección de las reducciones. Cada reducción con-

taba con una iglesia y cabildo propio con total autonomía para gobernarse siempre

que existiera allí un representante del rey. Se prohibía el acceso a las reducciones a

españoles, mestizos y negros, y se garantizaba a los indios que nunca caerían en manos

de encomenderos. Sin embargo, pese a estas reales órdenes, no estuvieron libres de

las incursiones portuguesas.

Entre 1628-1631 los indios capturados por los “bandeirantes” superaron los 60.000.

No se debe dejar de tener presente que el miedo a la esclavitud fue una de las claves

del éxito de las reducciones (más que el carácter persuasivo de los jesuitas). Ante esta

situación, los miembros de la Compañía organizaron estas reducciones con pertrechos

claramente defensivos (planta cuadrada rodeada de empalizadas y fosos, con milicias

armadas de indios adiestrados y cuerpos de caballería para la defensa, con plaza en el

centro y la iglesia, de la que partían todas las calles). La organización misionera no sólo

se limitaba a tareas doctrinales, sino que organizaba la vida económica y política fun-

dada en la sólida preparación de los jesuitas que iban allí, que poseían conocimientos

prácticos en arquitectura, medicina, ingeniería, artesanía.

Los jesuitas respetaban la organización familiar de los indígenas. Su lucha se centró

principalmente contra la poligamia. Incluso a la hora de organizar las fiestas de los ma-

trimonios, se respetaba el ceremonial tradicional indígena, practicándose posterior-

mente el ceremonial católico. Tras el matrimonio se les dotaba a los cónyuges de casa

y tierra. Los jesuitas respetaban a los caciques dándole acceso al cabildo de la reduc-

ción, que era la institución de gobierno con sus alcaldes mayores, oidores, etc. Este

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consejo se elegía por votación entre los recomendados por los salientes. Uno de los

miembros del cabildo era jesuita. También había un corregidor, nombrado por el Con-

sejo de Indias. Existía un director espiritual jesuita y un director ecónomo de la reduc-

ción, con una legislación a todos los niveles. La relación entre las reducciones era se-

mejante a la de una confederación. En lo que se refiere a la forma tributaria de distri-

bución de la tierra, ésta se dividía en tierra de Dios, comunal del pueblo y las parcelas

individuales de los indígenas.

La tierra de Dios la conformaban las mejores tierras, tanto agrícolas como ganaderas, y

era trabajada por turnos, por todos los indios. Los beneficios de esta tierra de Dios se

dedicaban a la construcción y al mantenimiento del templo, el hospital y la escuela. Los

beneficios de la propiedad comunal también se destinaban para pagar a la Real

Hacienda y los excedentes servían para fomentar la propia economía. Las parcelas in-

dividuales proporcionaban a los indios su sustento familiar, y si conseguían exceden-

tes, éstos pasaban al silo común para ser consumidos en momentos de necesidad o

vendidos en situaciones de bonanza.

Para evitar el absentismo, los jesuitas propusieron un horario de trabajo rígido, de seis

horas laborables diarias, que era ciertamente cómodo si lo contrastamos con las doce

horas que tenían que trabajar los indios en las encomiendas. Pese a la diferencia de

horas, hemos de hacer constar que los rendimientos eran mucho más elevados en las

reducciones que en las encomiendas. Se recogían hasta cuatro cosechas de maíz; tam-

bién cultivaban algodón, caña de azúcar, la hierba mate (que en el siglo XVIII cultivaban

los jesuitas, y se llegó a convertir desde principios de este siglo en el primer producto

exportable hacia el resto de las áreas coloniales).

También desarrollaron la ganadería, permitiendo a su vez la realización de trabajos

artesanales (sobre todo, el cuero y su exportación). Todos estos factores favorables

impulsaron el comercio de las reducciones a través de las grandes vías fluviales. Como

hecho significativo, cabe destacar que dentro de las reducciones no existía la moneda,

sino que se practicaba el trueque.

En el comercio exterior sí se utilizaba moneda, que se atesoraba para comprar los artí-

culos que no se producían en la misión. Con su gran desarrollo, las reducciones guaran-

íes se transformaron en fuertes competidoras de las ciudades cercanas (como Asun-

ción o Buenos Aires). En éstas, comenzó el malestar y el mito de las grandes riquezas

atesoradas en las misiones. Llamaba la atención que comprasen artículos de oro y pla-

ta para magnificar el culto. Es posible que no sea del todo equivocado este mito, por-

que existían conexiones entre las reducciones y los colegios jesuitas de toda América, y

se sabe que los bienes de los colegios, seminarios y las tierras que los sustentaban,

pudieron ser comprados gracias al dinero de las reducciones. También se decía de los

padres de la Compañía mantenían circuitos de capitales y actuaban de depósito de

muchos seglares. La situación estratégica de las reducciones, entre las posesiones de

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españoles y portugueses, se convirtió en tema peligroso y una de las causas de su rui-

na, porque las milicias de las reducciones eran un obstáculo serio para el avance por-

tugués hacia el sur. Durante el reinado de Felipe V, la monarquía apoyó a los jesuitas

por estas razones. Pero lentamente los constantes choques de España contra Portugal

y la necesidad de concretar los límites entre ambos países vieron en las reducciones un

gran obstáculo. Los jesuitas esgrimieron su obediencia al Papa, resistiéndose a aceptar

los acuerdos entre Lisboa y Madrid.

En 1767 había 30 reducciones con una población de 110.000 nativos. Aunque los dos o

tres jesuitas que habitaban en ella tenían la última palabra, la autoridad inmediata del

gobierno pertenecía a un consejo de los nativos, que ostentaba el poder legislativo,

ejecutivo y judicial. Las “reducciones” no eran pequeños asentamientos puesto que

cada “reducción” tenía molinos de harina, panaderías, mataderos, y otras instalaciones

semejantes, con abundante suministro de agua y un buen sistema de alcantarillado. La

iglesia, la construcción más importante en cualquier “reducción”, era el lugar donde se

celebraban las liturgias, perfectamente preparadas. A mediados del XVIII (máximo es-

plendor), el desarrollo urbano de las “reducciones” igualaba o superaba en mucho al

de las ciudades cercanas con la excepción de Buenos Aires y Córdoba. La pena más

dura era de diez años de cárcel. La pena de muerte no existía, algo insólito en aquella

época.

Como las “reducciones” funcionan de hecho con independencia de los gobernadores e

incluso de la jerarquía, estas autoridades las miraban con recelo, envidiando su pros-

peridad, por lo que trataban de arrebatar su control a los jesuitas. Cuando se propagó

el rumor infundado de que estos explotaban en secreto minas de oro y fábricas de

pólvora, aumentaron las presiones para que se adoptasen medidas. Los colonos espa-

ñoles, además, se sentían agraviados por la competencia económica de la venta de los

productos de las “reducciones· que funcionaba más eficazmente que la de ellos, y se

quejaban de que los indígenas pagaban menos impuestos.

La crisis estalló en 1750. Ese año, Madrid y Portugal firmaron el célebre Tratado de

Límites de Madrid, impulsado por el ministro José de Carvajal, (presidente del Consejo

de Indias) en el que se estableció que Portugal devolviera a España la provincia de Sa-

cramento a cambio del territorio cercano al río Paraguay, donde había siete reduccio-

nes con más de 30.000 indios que tenían que abandonar sus hogares y trasladarse a

territorio español. Los jesuitas denunciaron la injusticia de las medidas, la violación de

los derechos de los indios y la práctica imposibilidad de un traslado tan masivo de per-

sonas a través de selvas y terrenos escabrosos sin grave peligro para sus vidas. Sus pro-

testas no fueron atendidas. Los jesuitas se negaron a abandonar las reducciones ini-

ciándose la guerra guaraní entre las tropas hispano-portuguesas y los indios, capita-

neados por algunos jesuitas. La guerra no finalizó hasta 1756. Tras ella, las reducciones

nunca volverían a recuperarse.

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Los motivos y causas

Gracias sobre todo al descubrimiento del documento del “Dictamen” del fiscal Cam-

pomanes, en el que queda claro que no se trató de un problema religioso, hoy están

completamente descartadas tanto la tesis liberal de que la medida fue tomada para

permitir el triunfo de “las luces” sobre el “fanatismo” representado por los jesuitas,

como la tesis conservadora elaborada por Menéndez Pelayo de que la expulsión era el

fruto de la “conspiración de jansenistas, filósofos (portavoces de ideales ilustrados),

parlamentos, universidades y profesores laicos contra la Compañía de Jesús”.

Las razones expuestas en el documento de Carlos III son múltiples: la tendencia del

gobierno por hacer recaer en los jesuitas la responsabilidad del motín de Esquilache, el

acoso internacional, con los ejemplos de Portugal y Francia (de donde también fueron

expulsados), la discrepancia entre el absolutismo político de Carlos III por derecho di-

vino y el populismo atribuido a los padres de la Compañía o los intereses económicos

(los que apoyaron la tesis de Campomanes en el “Tratado de la Regalía de Amortiza-

ción”), sociales (enfrentamiento entre colegiales y manteístas) y políticas (intento de

identificar a los jesuitas con los opositores al gobierno de Carlos III, y aun las discre-

pancias entre las órdenes religiosas y de los obispos con los padres de la Compañía)

contribuyen a comprender la dramática decisión del monarca, afirman los periodistas

Antonio Mestre y Pablo Pérez García.

Estos historiadores, además relacionan la expulsión con la política regalista llevada a

cabo por Carlos III, aprovechando los nuevos poderes que había otorgado a la Corona

en los temas eclesiásticos el Concordato de 1753, firmado durante el reinado de Fer-

nando VI, y que constituiría la medida más radical de esa política, dirigida precisamen-

te contra la orden religiosa más vinculada al Papa debido a su “cuarto voto”, de obe-

diencia absoluta al mismo. Así la expulsión “constituye un acto de fuerza” y el símbolo

del intento de control de la Iglesia española. En ese intento, resulta evidente que los

principales destinatarios del mensaje eran los regulares. La exención de los religio-

sos era una constante preocupación del gobierno y procuró evitar la dependencia dire-

cta de Roma.

Por eso, dado que no pudo eliminar la exención, procuró colocar a españoles al frente

de las principales órdenes religiosas que como dijo el conde de Floridablanca en su

Instrucción reservada, había que evitar que “se elijan a los que no son gratos al sobe-

rano y si, en cambio, a los agradecidos y afectos”. Así el padre Francisco Vázquez, exal-

tado anti jesuita, fue puesto al frente de los agustinos, mientras Juan Tomás de Boxa-

dors (1757-1777) y Baltasar Quiñones (1777- 1798) fueron los generales de la orden

dominicana. Por lo demás, intentaron conseguir de Roma un Vicario General jesuita

para los territorios españoles, cuando el general era extranjero. La inspiración de estas

medidas se debía a la doctrina política denominada “regalismo”. La expulsión de una

orden obediente al papa como la jesuita era económicamente apetecible, porque re-

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forzaba el poder del monarca y porque, tras la expulsión de una orden religiosa, venía

luego la correspondiente desamortización de sus bienes, que el Estado, podía adminis-

trar como creyera oportuno.

La expulsión

El presidente del Consejo de Castilla, el conde Aranda, formó un Consejo extraordina-

rio que emitió una consulta en la que consideraba probada la acusación y proponía la

expulsión de los jesuitas de España y sus Indias. Carlos III para tener mayor seguridad

convocó un consejo o junta especial presidida por el duque de Alba e integrada por los

cuatro Secretarios de Estado y del Despacho – Grimaldi, Juan Gregorio de Mu-

niain, Múzquiz y Roda - que ratificó lo propuesta de expulsión y recomendó al rey no

dar explicaciones sobre los motivos de la misma.

Tras la aprobación de Carlos III, a lo largo del mes de marzo de 1767, el conde Aranda

dispuso con el máximo secreto todos los preparativos para proceder a la expulsión de

la Compañía.

Tras la expulsión, el rey pidió la aprobación de las autoridades eclesiásticas en una car-

ta que se envió a los 56 obispos españoles, de los que en su respuesta sólo seis se

atrevieron a desaprobar la decisión y cinco no contestaron. El resto, la gran mayoría,

aprobó con más o menos entusiasmo el decreto de expulsión. “Dicen los jesuitas que

no son mis vasallos sino de su general y del Papa, pues allá se los mando”, sentenció

Carlos III con cierta sorna. Y es que la principal reacción a la Ilustración vino de la Igle-

sia. Un erudito jerónimo, fray Fernando de Cevallos, definió en “La falsa filosofía o el

ateísmo, deísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Esta-

do contra los soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legíti-

mas” (1774-76) las líneas del conservadurismo radical que triunfaría a comienzos del

siglo XIX.

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La Compañía de Jesús fue expulsada de España a principios de abril de 1767, entre la

noche del 31 de marzo y la mañana del 2 de abril. Fue una operación tan secreta, rápi-

da y eficaz como la del extrañamiento de los moriscos en 1609, o incluso más. La

práctica totalidad de los historiadores están de acuerdo en afirmar el carácter sorpre-

sivo y drástico de la expulsión. Pese a que corrían malos tiempos para la Compañía

(recordemos que los jesuitas fueron acusados de instigar la oleada de motines del año

anterior, el motín de Esquilache), nadie en su seno podía imaginar que iba a producirse

tamaño acontecimiento.

Los jesuitas eran conscientes del acoso que venían sufriendo, pero no tuvieron noticia

alguna de la medida que Carlos III se disponía a tomar hasta el momento mismo de su

aplicación.

El 2 de abril de 1767, las 146 casas de los jesuitas fueron cercadas al amanecer por los

soldados del rey y allí se les comunicó la orden de expulsión contenida en la Pragmáti-

ca Sanción de 1767 que se justificaba: “Por gravísimas causas relativas a la obligación

en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia de

mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo, usan-

do la suprema autoridad que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la

protección de mis vasallos y respeto a mi Corona”. Pese a la imprecisión, el decreto

parece acusar a los jesuitas de perturbar el orden público, de manera que aparecen

condenados como enemigos políticos. El primer artículo de la Pragmática refuerza esta

idea cuando el monarca tranquiliza al resto de órdenes religiosas, y en las que pone su

confianza, y muestra su satisfacción y aprecio por su fidelidad, su doctrina, su obser-

vancia de las reglas y, sobre todo, por su abstracción de los negocios de gobierno. Por

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el contrario, el edicto dejó bien claro cuál iba a ser el destino de los expulsos, y qué iba

a ocurrir con sus bienes y temporalidades.

En lo que respecta al patrimonio, apuntaba que todos los bienes pasarían a manos del

Estado para ser dedicados a obras pías (dotación de parroquias pobres, fundación de

seminarios conciliares, creación de casas de misericordia), de acuerdo con el parecer

de los respectivos obispos. Por otra parte, en cuanto a los jesuitas, el articulado era en

general bastante severo.

Pese a ello, contenía algunas concesiones de orden humanitario, algo que no había

ocurrido en Portugal o Francia. Entre ellas destaca el hecho de que una parte de las

“temporalidades” confiscadas sería dedicada a componer pensiones individuales que

los expulsos recibirían de modo vitalicio para su manutención. Esta porción sería de

100 pesos anuales para los sacerdotes y, de 90, para los coadjutores.

El gobierno decidió no pasar estipendio alguno ni a los novicios, ni a los estudiantes,

con la intención de que decidiesen dejar la Compañía y abjurar de su jesuitismo, de

modo que pudiesen permanecer en España. En el exilio no percibirían un solo peso

hasta que se ordenasen sacerdotes. Las pensiones habrían de ser entregadas en dos

pagas semestrales, por medio del Banco del Giro (banco público creado por la Repúbli-

ca de Venecia en 1524, existiendo hasta 1806, fecha en que dicha República desapare-

ció), a través del embajador español en Roma. El resto del articulado hacía referencia

explícita a la cuestión que más inquietaba a la Monarquía, una vez expulsada la Com-

pañía: el deseo de borrar su memoria. Y para conseguir tal pretensión, acallar la voz de

los simpatizantes y eliminar todo tipo de objeción pública al decreto, Carlos III fijó du-

ros castigos que serían aplicables a cuantos mantuviesen correspondencia con los je-

suitas, y a todos los que hablasen o escribiesen públicamente contra la decisión real o

sobre la Compañía (a favor o en contra).

Volviendo a la cuestión de las instrucciones de los comisionados, éstas preveían con

detalle todas las medidas que habían de adoptar para acometer con éxito el desalojo.

Y según dichas directrices pasaron a la acción. Tras conocer la misión que tenían que

llevar a cabo, los comisarios se dirigieron hacia los diferentes establecimientos jesuitas.

Una vez allí, irrumpieron en sus dependencias y ordenaron a los superiores que convo-

casen a todos los moradores de las casas en las salas capitulares. Después, ordenaron a

los notarios que diesen lectura del decreto de expulsión. Tras dicho acto, tomaron las

medidas oportunas para conseguir controlar las casas. Acto seguido, comprobaron los

nombres de los concurrentes, para comprobar si había algún jesuita ausente. Luego,

procedieron a requisar los caudales y a inventariar los diferentes bienes. A continua-

ción, dispusieron los medios necesarios para el traslado de los jesuitas a las distintas

“cajas” o puertos de embarque, y antes de que hubiesen transcurrido 24 horas desde

el momento de la presentación del decreto, las diferentes comitivas partieron. Los

jesuitas de la provincia de Castilla fueron a Santiago de Compostela; los de Aragón a

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Salou; los de Toledo a Cartagena, y por último los de Andalucía fueron dirigidos hasta

el Puerto de Santa María. La tropa los acompañó durante el trayecto.

En las ciudades por las que pasaron, las autoridades civiles se encargaron de mantener

el orden y de evitar cualquier manifestación popular en contra del extrañamiento. La

incomunicación de los jesuitas a lo largo del viaje fue total. Únicamente quedaron en

España los procuradores de las diferentes casas de la Compañía, a fin de finalizar los

inventarios ante los agentes del fisco.

Una vez acabada esta labor, partieron inmediatamente al exilio. Al no ser suficientes

los barcos españoles para trasladar a los expulsos, el gobierno se vio obligado a contra-

tar naves extranjeras. Todos los barcos fueron acondicionados para el viaje, habilitán-

dose en ellos lugares para dormir y hornillos para preparar las comidas.

A pesar de que los historiadores han trazado paralelismos más o menos trágicos entre

las expulsiones de los moriscos y de los jesuitas, hay diferencias considerables entre

ambas. La de los jesuitas no fue un hecho celebrado indiscriminadamente por todos

los españoles. Un amplio sector del pueblo (las capas más bajas) lamentó el suceso,

porque eran conscientes de que no había motivos religiosos para llevar a cabo la ex-

pulsión. Además, Carlos III trató con bastante respeto a sus enemigos políticos; les dio

pensiones vitalicias, aunque la inflación las hiciera poco valiosas.

Asimismo, permitió a los jesuitas llevarse sus efectos personales y el dinero que tuvie-

ran (aunque la premura con que se efectuó la operación hizo que los jesuitas casi no

pudiesen coger siquiera lo imprescindible). No les permitió, en cambio, llevar libros.

Pese a que se vivieron escenas no exentas de dramatismo, durante el trayecto terres-

tre los jesuitas no sufrieron ni se perpetraron actos violentos contra ellos. Los profesos

salieron desde el primer momento, por solidaridad. Partieron incluso jesuitas muy an-

cianos, de salud muy quebrantada (como el padre Isla o el padre Idiáquez). También

marcharon profesos muy próximos a la nobleza, como los hermanos Pignatelli. No obs-

tante, la cohesión del grupo fue perdiéndose progresivamente durante la estancia en

Córcega, sobre todo ante unas condiciones que se asemejaban a las de un campo de

concentración.

Carlos III actuó en un plan de plena legalidad, tirando de la regalía de derecho, ante la

inexorable amenaza jesuita sobre las tierras españolas. El rey actuó sin contar con el

permiso de Clemente XIII. Sí tuvo la delicadeza de avisar al pontífice de la decisión to-

mada, inmediatamente después de ejecutarla. El monarca se cuidó mucho de indicarle

que los exiliaba a los Estados Pontificios. Tampoco lo sabían los jesuitas. Clemente XIII

respondió diplomáticamente, y fue muy poco piadoso ante quienes habían sido duran-

te siglos sus más acérrimos defensores (recordemos el “cuarto voto” de obediencia al

Papa). Ahora bien, cuando el Papa supo que los expulsos iban a los Estados Pontificios

contestó con dureza a Carlos III mediante una bula, diciendo que no los iba a recibir en

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sus territorios. Cuando los expulsos llegaron a Civitavecchia, esperando ser recibidos

con los brazos abiertos, vieron cómo eran recibidos por los cañones del Papa, negán-

doles la entrada. El Papa arguyó argumentos razonables, pero de corte materialista: los

Estados Pontificios atravesaban momentos de aguda carestía, y no podían soportar la

presencia de los jesuitas. Temía alteraciones de orden público. El Papa también estaba

harto de los jesuitas portugueses y franceses que malvivían a expensas del erario pon-

tificio. A pesar de que esta negativa trastornó seriamente a la diplomacia española,

ésta actuó raudamente para encontrar un lugar donde dejarlos.

Jerónimo Grimaldi, ministro de Estado de Carlos III, planteó dejarlos por la fuerza en

los Estados Pontificios, pero el rey se negó. Entonces, se planteó la posibilidad de des-

cargar a los jesuitas en la isla de Elba. Pero apareció la opción de dejarlos en la isla de

Córcega. Pero en ella había un ambiente de gran tensión. Córcega pertenecía a la so-

beranía de la República de Génova, y se había levantado por la independencia, enca-

bezada por el rebelde Pascual Paoli (1725-1807), que respondía a las características del

despotismo ilustrado. Francia apoyaba a Génova, que no tenía fuerzas suficientes para

hacer frente al levantamiento.

En todas las ciudades porteñas de Córcega había una guarnición francesa. Por lo tanto,

la situación era una especie de polvorín, pues el interior de la isla ya estaba dominado

por los rebeldes. La diplomacia española tenía que pactar con Francia, con Génova o

con Paoli si Génova se negaba a admitirlos (lo que enfrentaría a los españoles con el

rey francés).

Entre los jesuitas comenzó a extenderse la desesperación tras el fracaso del desembar-

co en Civitavecchia. Además, los patronos de los barcos sólo habían sido contratados

para el viaje al citado puerto, y tenían compromisos comerciales posteriores. Muchos

jesuitas pasaron a otros barcos, en los que se hacinaron aún más. Marcharon finalmen-

te hacia Córcega. Llegaron a Bastia, donde las tropas francesas les impidieron el des-

embarco. Los barcos estuvieron rodeando la costa corsa durante varios meses, afron-

tando el calor del verano y las frecuentes tormentas. Una vez llegaron a buen puerto

las negociaciones, los jesuitas pudieron desembarcar en los distintos “presidios” de

Córcega, hecho que se produjo entre julio y septiembre de 1767. Allí pasaron poco más

de un año, en unas condiciones lamentables.

Entre octubre y noviembre de 1768 fueron expulsados por los franceses, siendo lleva-

dos de nuevo hacia Italia. Aunque la situación era dramática, renovaron sus esperanzas

ante la posibilidad de recalar finalmente en Roma. Sin embargo, las conversaciones

entre Carlos III y Clemente XIII se agriaron. Tras duras discusiones, el Papa accedió a

que desembarcaran en Italia. Allí, los jesuitas se desperdigaron por poblaciones como,

Ravena, Forli, Ferrara y Bolonia (los que vinieron de América). En estas legaciones vi-

vieron hasta 1773-1774. No obstante, aún les quedaba por vivir un último y atroz va-

rapalo. A la muerte de Clemente XIII le sucedió en el solio pontificio Clemente XIV, un

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declarado antijesuita. El nuevo pontífice firmó la extinción canónica de la Compañía de

Jesús. Los jesuitas españoles, sobre todo los más cultos, al dejar de existir la Compañía,

se trasladaron a Roma y en la Ciudad Eterna encontraron trabajo como empleados de

los obispos o como preceptores de los hijos de los miembros de la nobleza. Su aporta-

ción a la cultura italiana fue muy importante y los italianos se beneficiaron de sus altí-

simos conocimientos. Fueron expulsados de España 2.641 jesuitas y de las Indias

2.630. Allí vivieron de la exigua pensión que les asignó Carlos III con el dinero obtenido

de la venta de alguno de sus bienes.

Las consecuencias

No obstante, el ruido que causó la expulsión fue ensordecedor. No sólo estaba en jue-

go el número de jesuitas, sino que se trataba del tema de la seguridad del Estado, el

progreso de las reformas y el tema de la educación en España.

En el campo de la espiritualidad, la expulsión supuso el fin de la influencia poderosa de

los jesuitas sobre las conciencias (sobre la familia real, sobre la nobleza -las clases

acomodadas se favorecían de la facilidad vital que ofrecía el laxismo moral que pro-

ponía la concepción jesuita, contraria al rigorismo que propugnaban otras órdenes,

como la franciscana o la dominica-, y sobre el pueblo -por medio de los ejercicios espi-

rituales).

En el campo de la educación, se privó de profesores a más de un centenar de colegios.

Se creó un vacío pedagógico difícil de solucionar a corto plazo, con severas consecuen-

cias. No obstante, la rápida reacción del gobierno evitó que éstas fueran terribles.

Convocó oposiciones a las cátedras y a las plazas de gramática, dotándolas con los bie-

nes confiscados a los jesuitas. Además, una cláusula impedía que los nuevos “benefi-

ciados” fueran eclesiásticos, lo que contribuyó al proceso de laicización de la educa-

ción. A nivel universitario se acabó con la “escuela jesuítica”, hecho deseado por las

otras corrientes. Asimismo, se prohibió por ley que las universidades impartieran teo-

logía suarista, según el maestro Francisco Suárez (teólogo, filósofo y jurista); así creían

que se terminaba con la infructuosa disputa teológica de escuelas. Se impuso una teo-

logía positiva y una moral de corte rigorista, dura y férrea. La Ilustración española ma-

nifestó así su componente regeneracionista (buscaba las fuentes del cambio en la Es-

paña del Siglo de Oro, en Vives, Quevedo, Erasmo). Es posible que se produjera una

pérdida en el nivel cultural por la sustitución del sistema y también en la enseñanza de

las Humanidades. El área de la investigación también lo sintió muy notablemente, tan-

to en el campo de las Humanidades (Isla, Luengo) como en el de las Ciencias. España

no podía permitirse el lujo de desprenderse de tales figuras.

En cuanto a las “temporalidades” de los jesuitas —es decir, los bienes de los jesuitas—

las fincas rústicas fueron vendidas en pública subasta, los templos quedaron a disposi-

ción de los obispos y los edificios y casas se convirtieron en seminarios diocesanos,

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fueron cedidos a otras órdenes religiosas o mantuvieron su finalidad educativa, “pues

todos eran conscientes del gran vacío que la expulsión dejaba en la enseñanza” —

como sucedió con el Colegio Imperial de Madrid reconvertido en los “Reales Estudios

de San Isidro”(posteriormente Instituto San Isidro)—. Según Antonio Mestre y Pablo

Pérez García, la expulsión de los jesuitas entrañaba un acto de profundas consecuen-

cias. Había que reformar los estudios y el gobierno lo aprovechó para modificar los

planes de estudio tanto en las universidades como en los seminarios. La mayoría de los

obispos, en aquellos lugares donde no se había cumplido el decreto de Trento, los eri-

gieron aprovechando las casas de los jesuitas para instalarlos. No es necesario advertir

que también en los seminarios obligó el monarca a seguir las líneas doctrinales que

había impuesto en las facultades de Teología y de Cánones de las distintas universida-

des.

En cuanto a las consecuencias de la expulsión para la política y la cultura españolas ha

habido interpretaciones dispares. Algunos autores creyeron ver en esa orden real el

inicio de la expansión del espíritu ilustrado, que se veía constreñido por la poderosa

acción regresiva y reaccionaria de los jesuitas. Para otros, aparte de que se perdieran

brillantes cabezas de nuestra ciencia, tampoco puede decirse que las otras órdenes

religiosas beneficiadas a corto plazo con la expulsión y con los bienes de los expulsos,

fueran más abiertas y progresistas en sus planteamientos religiosos o políticos.

Además, para hacer cumplir la orden que prohibía la difusión de las “perniciosas” doc-

trinas jesuíticas, el poder real vio fortalecido su poder censor y lo aplicó desde enton-

ces en otros temas, con lo que no hubo ningún avance en el terreno de la libertad de

pensamiento.

La expulsión de los jesuitas más importante fue la que tuvo lugar a mediados del siglo

XVIII en las monarquías católicas europeas identificadas como despotismos ilustrados y

que culminó con la supresión de la Compañía de Jesús por el Papa Clemente XIV, en

1773. Antes y después de esa fecha, los jesuitas también fueron expulsados de otros

estados, en algunos más de una vez, como es el caso de España (1767, 1835 y 1932).

La extinción de la Compañía de Jesús

El gobierno de Madrid contactó con Lisboa, París, Nápoles y Parma para presionar al

Papa y conseguir la extinción de la Compañía. Para los monarcas de la Casa de Borbón

éste sería el golpe definitivo a los jesuitas. El aparato propagandístico debía extenderse

por toda Europa, insistiendo en el carácter intrigante y perjudicial de los jesuitas; ello

debía estar avalado por una gran cantidad de firmas de eclesiásticos.

En 1769 el gobierno comenzó una labor destinada a ganarse al alto clero. Se pensó en

convocar un Concilio nacional para obtener una declaración conjunta contra la Com-

pañía, pero la convocatoria y discusión podía dar lugar a dilaciones, por lo que el rey

optó por solicitar de modo personal y secreto el dictamen de cada uno de los obispos.

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La carta era una especie de intimidación, conociendo el sentir del monarca y el gobier-

no. Por otra parte, los distintos monarcas borbones dieron orden a sus embajadores

para que presionaran diplomáticamente al Papa, llegando incluso a utilizar coacciones

veladas (amenazando con cerrar la nunciatura en Madrid, con resolver los pleitos en

los tribunales episcopales y no en la Curia romana, etc.).

Las medidas arreciaron en 1769 porque Clemente XIII falleció, siendo sustituido por

Clemente XIV, que no era defensor de la Compañía. En España, Carlos III envió como

embajador a Roma a un antijesuita, José Moñino, fiscal del Consejo de Castilla. Moñi-

no, aconsejado por Roda, primero se ganó la confianza de fray Buontempi, confesor

del Papa. También comenzó a buscar partidarios de la extinción en el colegio cardena-

licio.

Entre 1772 y 1773 las audiencias de Moñino ante el Papa se hicieron más frecuentes,

de modo que la voluntad del Papa comenzó a flojear. El 29 abril de 1773 la extinción

estaba más cerca. El propio papa Clemente XIV (proveniente de la orden franciscana),

presionado por la mayor parte de las cortes católicas (la única importante que no los

había expulsado era la austriaca), accedió a disolver la Compañía, muchos de cuyos

miembros se habían reubicado en los propios Estados Pontificios, mediante el breve

“Dominus ac Redemptor”, de 21 de julio de 1773, documento que se hallaba muy ins-

pirado por Carlos III a través de los buenos oficios de Moñino, y en el que el Papa decía

que a fin de restablecer la paz suprimía la Compañía por haber perdido su finalidad y

objetivos originales; los miembros podían ingresar en otras órdenes y se les asignaban

unos subsidios. Este breve era un documento curioso en el sentido de que no formula-

ba ninguna acusación concreta contra los jesuitas, pero afirmaba que la supresión era

necesaria en bien de la paz de Cristo. La Santa Sede recuperaba Avignon y Benevento y

Moñino ganaba el título de conde de Floridablanca. El historiador Teófanes Egido, rela-

cionando el regalismo con las ideas ilustradas de reforma, ha llegado a afirmar de mo-

do rotundo que la expulsión y posterior extinción formaban parte de un plan ambicio-

so que no llegó a fraguar: la eliminación de todas las órdenes religiosas. En este plan

estarían involucrados Roda, Floridablanca, Aranda, Campomanes y otros. La reforma

del clero regular se estaba proyectando desde los tiempos de Ensenada. Si esta refor-

ma se detuvo durante el reinado de Carlos III, bien pudo deberse a que el gobierno

concentró su atención en los jesuitas, ya que para lograr la expulsión se necesitaba el

apoyo del clero (muchos obispos eran regulares). Por eso el gobierno antes de 1767

defendió incluso las escuelas tomista y agustiniana contra la jesuítica. Pero tras 1773

los miembros del gobierno acosaron a tomistas y agustinos hasta el punto que en 1783

Campomanes, cuando quiso reformar la Universidad de Orihuela, intentó apartarla de

los dominicos (los dominicos sólo podían dar clase a los de su misma orden, y no a los

laicos). Muchos jesuitas marcharon a Rusia y Prusia, donde se les acogió muy bien. Allí

realizaron una obra importante de divulgación. Pero la mayor parte se quedó en Italia.

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En 1815, con la vuelta del absolutismo a España, y en los inicios de la Restauración en

Europa, se restituyó la Compañía gracias a las gestiones del jesuita San José de Pigna-

telli. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) fue de nuevo prohibida. Y también abolida

en 1868. La Compañía de Jesús estaba lejos de continuar su trayectoria sin sobresaltos.

Restauración

En el contexto de la restauración de 1814, el papa Pío VII emitió la bula “Solicitudo

omnium Ecclesiarum” (7 de agosto de 1814), que restauraba la Compañía de Jesús.

Inmediatamente fue reintroducida en España por Fernando VII.

La expulsión y supresión de la Compañía de Jesús en el siglo XVIII

A mediados del siglo XVIII los jesuitas fueron expulsados de las Monarquías católicas

más importantes:

- Del reino de Portugal (cuyo rey ostentaba el título de “Rey Fidelísimo”) en 1759, acu-

sados por el marqués de Pombal (1699- 1782, primer ministro del rey José I de Portu-

gal), de instigar un atentado contra la vida del rey independientemente de los roces

con España a causa de las “reducciones” guaraníes.

- Del reino de Francia (la “hija mayor de la Iglesia”, cuyo rey era “el Rey Cristianísimo”),

en 1762, bajo el gobierno del duque de Choiseul (secretario de Estado de Luis XV), y en

el contexto de la polémica entre jesuitas y jansenistas, se revisó la situación legal de la

Compañía tras un escándalo financiero, y se consideró que su existencia, además de

las doctrinas que defendían: “laxismo” (teoría a la que se exponen aquellos que abusan

en nombre de la ley, descuidando su espíritu); “casuismo” (arte de resolver “casos” de

conciencia o, como máximo, una “técnica jurídica” que permite determinar la frontera

entre lo lícito y lo ilícito desde el punto de vista moral) y “tiranicidio” (muerte a un ti-

rano) era incompatible con la monarquía.

- Del reino de España (la “Monarquía Católica”) en 1767, acusados por Campomanes

(ministro de Hacienda de Carlos III) de instigar el motín de Esquilache.

Simultáneamente a España, los jesuitas fueron expulsados del reino de Nápoles, y po-

cos meses después, en 1768, del ducado de Parma (ambos vinculados a la Casa de

Borbón, pero con otros soberanos). Las expulsiones afectaron a la presencia de la

Compañía de Jesús en los imperios coloniales de cada una de esas potencias (Portu-

gués, Francés, Español), donde previamente se había visto inmersa en serios conflictos

(reducciones jesuíticas, expulsión de los jesuitas de Brasil en 1754, cinco años antes

que en la metrópoli), que estuvieron entre las causas del movimiento anti jesuítico en

Europa.

Exilio

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Las expulsiones y posterior disolución de la Compañía de Jesús trajeron como conse-

cuencia el exilio de una gran cantidad de jesuitas en países oficialmente no católicos

que toleraban la presencia de súbditos católicos, como el reino de Prusia o el Imperio

ruso (que en 1772 habían llevado a cabo el reparto de Polonia, de población mayorita-

riamente católica). Ambos monarcas (Catalina la Grande de Rusia y Federico II de Pru-

sia) ignoraron el decreto papal, lo que permitió la continuidad de los colegios jesuitas,

y de hecho la reorganización de lo más selecto de la intelectualidad de la Compañía.

Expulsiones previas al siglo XVIII

En otros contextos históricos se habían producido expulsiones de los jesuitas de algu-

nos lugares:

En 1594, de Francia, por el rey Enrique IV.

En 1605, de Inglaterra, por la reina Isabel I.

En 1615, de Japón, por el shogun Tokugawa leyasu.

En 1639, de Malta.

Expulsiones posteriores al siglo XIX

En 1818 fueron expulsados de los Países Bajos, en 1820 de Rusia, en 1828 de Francia,

en 1834 de Portugal (en el contexto de las guerras liberales), en 1835 de España (en el

contexto de la guerra carlista y la desamortización), en 1847 de Suiza, en 1848 de Aus-

tria (en el contexto de la revolución de 1848), en 1850 de Colombia, en 1852 de Ecua-

dor, en 1872 del recién constituido Imperio alemán (en el contexto de la “Kultur-

kampf” ), en 1873 del reino de Italia (tras la culminación de la unificación italiana, “el

Risorgimento”, con la ocupación de Roma por Giuseppe Garibaldi y sus “camisas ro-

jas”), en 1874 del Imperio Austro-húngaro, en 1880 de la Tercera República Francesa y,

en 1889 de Brasil.

Expulsiones del siglo XX

En 1901 fueron expulsados de Francia y en 1910 de Portugal (en el contexto de la revo-

lución del 5 de octubre de 1910). En España, la Compañía de Jesús quedó en situación

de ilegalidad como consecuencia de la aplicación del artículo 26 de la Constitución de

la Segunda República Española de 1931 (relativo al “cuarto voto”, de obediencia al

Papa). El 23 de enero de 1932 se ordenaba consiguientemente su disolución (decreto

redactado por el presidente del gobierno Manuel Azaña y por el ministro de justicia

Fernando de los Ríos Urruti), dando un plazo de diez días a sus componentes pa-

ra “abandonar la vida religiosa en común y someterse a la legislación”.

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Personalidades que estudiaron con jesuitas

Algunas personalidades célebres que estudiaron en colegios de jesuitas: Descartes,

Voltaire, Cervantes, Quevedo, Calderón de la Barca, Rubens, San Francisco de Sales,

José Ortega y Gasset, Gabriel Miró, Miguel Hernández, Charles de Gaulle, Vicente Hui-

dobro, Alfred Hitchcock, Joseph McCarthy, Vicente Fox, Fidel Castro y James Joyce,

entre otros muchos.