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LOS FORZADORES DEL BLOQUEO JULIO VERNE

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I

EL DELFÍN

Las primeras aguas de un río que, espumaronbajo las ruedas de un vapor, fueron las del Clyde.Fue en 1812. El buque se llamaba El Cometa, y hacíaun servicio regular entre Glasgow y Greenock, conuna velocidad de seis millas por hora. Desde aque-lla, época, millones de steamers y de packet–boats hanremontado o descendido la corriente del río esco-cés, y los habitantes de la gran ciudad comercial de-ben estar singularmente familiarizados con losprodigios de la navegación a vapor.

Sin embargo, el 3 de diciembre de 1862, unamultitud enorme, compuesta, de armadores, comer-ciantes, industriales, obreros, marinos, mujeres y ni-

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ños, llenaban las calles de Glasgow y se dirigían alKelvindock, vasto establecimiento de construccio-nes navales, propiedad de los señores Tod y Mac–Gregor. Este último nombre prueba hasta lasaciedad que los descendientes de los famososHighlanders se han convertido en industriales y quetodos los vasallos de lo antiguos clans se habíantrocado en obreros de fábrica.

Kelvindock, está situado a corta, distancia, de laciudad, en la orilla, derecha, del Clyde, y bien prontosus inmensos astilleros fueron invadidos por los cu-riosos: ni una punta, del muelle, ni una tapia dewharf, ni un techo de almacén ofrecía el menor espa-cio desocupado. El mismo río estaba cuajado deembarcaciones y en la orilla izquierda hormigueabanlos espectadores en las alturas de Govan.

No se trataba, sin embargo, de una ceremonia,extraordinaria, sino sencillamente de la botadura, deni buque, y los habitantes de Glasgow debían estaracostumbrados a semejantes operaciones. El Delfín –éste era el nombre del vapor construido por los se-ñores Tod y Mac–Gregor–, ¿ofrecía acaso algunaparticularidad? No, por cierto. Era un gran buquede 1.500 toneladas, de planchas de acero, en el quetodo se había combinado para obtener una marcha

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superior. Su máquina, salida de los talleres de Lan-cefield era de alta presión y dotada de una fuerzaefectiva de quinientos caballos. Ponía en movi-miento dos hélice, gemelas, situadas a, ambos ladosdel codaste, en las partes delgadas de la popa ycompletamente independientes una de otra, nuevaaplicación del sistema de los señores Milwal y Du-dgeon, que da una gran velocidad a las naves y lespermito evolucionar dentro de un círculo excesiva-mente reducido. En cuanto al calado del Delfín, erapoco considerable, y no se engañaban los inteligen-tes al decir que debía estar destinado a navegar porparajes de escasa profundidad.

Pero estos detalles no podían justificar de nin-guna manera la aglomeración de público, porque, alfin y al cabo, El Delfín era una nave como otra, cual-quiera. ¿Ofrecía entonces la botadura algunas difi-cultades mecánicas? Tampoco. El Clyde habíarecibido en sus aguas buques de mayor tonelaje y ellanzamiento del Delfín debía verificarse de la maneramás sencilla.

En efecto, cuando la mar estuvo igual, en elmomento en que cesó el reflujo, comenzaron lasmaniobras: los martillazos resonaron con perfectauniformidad sobre las cuñas destinadas a levantar la

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quilla de la nave, por cuya maciza construcción notardó en correr un estremecimiento: poco a pocoempezó a levantarse y moverse, se determinó eldeslizamiento, y a los pocos instantes, El Delfínabandonó los rulos cuidadosamente ensebados yentró en el Clyde en medio de espesas volutas deespesos vapores blancos. Su popa chocó contra elfondo cenagoso del río, volvió a elevarse sobre ellomo de una ola enorme y el magnífico steamer,arrastrado por su propio impulso, habríase estrella-do contra los muelles de los astilleros de Govan sitodas sus anclas, cayendo a un tiempo con formida-ble estrépito, no le hubieran contenido en su carre-ra.

La botadura habíase verificado con éxito com-pleto: El Delfín se balanceaba tranquilamente en lasaguas del Clyde, y en el momento que tomó pose-sión de su elemento natural, todos los espectadoresrompieron en aplausos y hurras atronadores.

Mas, ¿por qué tales aplausos y aclamaciones?Seguramente, los espectadores más entusiastas ha-bríanse visto en un apuro para explicar su entusias-mo. ¿De dónde provenía, pues, el interés particulardespertado por aquella nave? Pura, y sencillamentedel misterio que encubría su destino. No se sabía a

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qué género do comercio iba a ser dedicado, y la di-versidad de opiniones emitidas por los grupos decuriosos acerca del particular hubiera asombrado,con razón, a cualquiera.

Los que estaban mejor informados, o mejor di-cho, los que presumían de estar enterados, asegura-ban que el steamer estaba destinado a desempeñar unpapel muy importante en la terrible guerra quediezmaba entonces a los Estados Unidos de Améri-ca; pero no se sabía nada más; nadie podía decir siEl Delfín era un corsario, un transporte, una naveconfederada o un buque de la marina federal, en fin,que sobre este extremo la ignorancia de los especta-dores era completa.

–¡Hurra! –exclamó uno, afirmando que El Delfínhabía sido construido por cuenta de los Estados delSur.

–¡Hip! ¡hip! ¡hip! –gritó otro, jurando que jamáshabría cruzado un buque más rápido por las costasamericanas.

En una palabra, que para saber con exactitud aqué atenerse, hubiera, sido preciso ser amigo íntimoo asociado de Vicente Playfair y Compañía de Glas-gow.

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Rica, inteligente y poderosa era la casa de co-mercio que tenía por razón social Vicente Playfair yCompañía, antigua, y honrada familia descendientede los lores Tobacco, que levantaron los mejoresbarrios de la ciudad. Aquellos hábiles negociantes,en cuanto fue firmado el acta de la Unión, fundaronlas primeras factorías de Glasgow para traficar conel tabaco de Virginia y de Maryland. Se hicieronfortunas inmensas en aquel nuevo centro comercial.Glasgow no tardó en hacerse industrial y manufac-turera; por todas partes se construyeron fábricas dehilados y fundiciones de hierro, y en pocos años lle-gó a su apogeo la prosperidad de la ciudad.

La casa Playfair permaneció fiel al espíritu em-prendedor de sus antepasados, y se lanzó a las ope-raciones más atrevidas, sosteniendo el honor delcomercio inglés. Su jefe actual, Vicente Playfair,hombre de unos cincuenta años, de temperamentoesencialmente práctico y positivo, aunque audaz, eraun armador de pura cepa. Fuera de las operacionesmercantiles, nada le impresionaba, ni el lado políticode las transacciones. Por lo demás, era honrado yleal a carta cabal.

Pero no podía reivindicar la idea de haberconstruido y armado El Delfín, porque esta gloria

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pertenecía a, Jacobo Playfair, su sobrino, guapo mo-zo de treinta, años, el más atrevido skipper1 de la ma-rina mercante del Reino Unido.

Cierto día, en Tontine–coffee–room, bajo losarcos de la sala de la ciudad, después de haber leídolos periódicos norteamericanos, Jacobo Playfairparticipó a su tío un proyecto arriesgadísimo.

–Tío Vicente –le dijo ruborizándose como uncolegial–, se pueden ganar dos millones en menosde un mes.

–¿Qué hay que arriesgar para ello? –le preguntósu tío Vicente.

–Un buque y su cargamento.–¿Nada más?–Sí la vida de la tripulación y de su capitán, pero

esa no importa.–Vamos a ver de qué se trata –repuso Vicente,

que era aficionado a este pleonasmo.–Es muy sencillo – repuso Jacobo Playfair –.

¿Ha leído usted La Tribuna, el New–York Herald, elTimes, L’Enquirer Richmond, L’American Review?

–Veinte veces, querido sobrino.

1 Nombre que se da en Inglaterra a los capitanes de la marinamercante.

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–¿Cree usted, como yo, que la guerra de los Es-tados Unidos durará aún mucho tiempo?

–Mucho tiempo.–¿Sabe usted cuánto perjudica esa guerra a los

intereses de Inglaterra, y a los de Glasgow en parti-cular?

–Y especialmente a los de la casa Playfair yCompañía –contestó el tío Vicente.

–Sobre todo a ésos –asintió el joven capitán.–Cada día pienso más, querido Jacobo, y no sin

una especie de terror, en los desastres comercialesque esa guerra puede acarrear. No quiere esto decir,sobrino mío, que la casa Playfair no sea fuerte, pero,sus corresponsales pueden quebrar. ¡Así se lleve eldiablo a todos los esclavistas y abolicionistas deAmérica!

Si desde el punto de vista de los grandes princi-pios humanitarios, que están siempre por encima delos intereses personales, Vicente Playfair hacía malen hablar así, le sobraba razón considerado elasunto bajo su aspecto comercial. El artículo másimportante de la exportación americana faltaba porcompleto en la plaza de Glasgow. El hambre de algo-dón (literalmente the cotton famine), empleando la enér-gica expresión inglesa, hacíase de día en día más

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amenazadora. Millares de obreros se veían obliga-dos a implorar la caridad pública. Glasgow poseía25.000 telares mecánicos que antes de la guerra delos Estados Unidos, producían 625.000 metros dealgodón hilado cada día, es decir, 50.000.000 de li-bras al año. Por estas cifras puede calcularse lostrastornos ocurridos en el movimiento comercial eindustrial de la ciudad cuando llegó a faltar casi porcompleto la materia textil. Las quiebras eran conti-núas, todas las fábricas suspendían sus trabajos y losobreros perecían de hambre.

El cuadro de esta espantosa miseria fue lo quesugirió a Jacobo Playfair la idea su atrevido proyec-to.

–Yo iría, a buscar algodón –pensó –, y lo traeríaaquí a toda costa.

Pero, como era tan «negociante» como su pro-pio tío Vicente, resolvió proceder por vía de cambioy proponer la operación como un negocio comer-cial.

–Veamos mi idea dijo.–Veámosla.–Es muy sencilla haremos construir una nave de

gran velocidad y de mucha cabida.–Adelante.

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–Lo cargaremos de municiones de guerra, devíveres y de vestuario.

Todo eso es fácil.–Yo tomaré el mando del buque desafiaré en

velocidad a todos los navíos de la marina federal.Forzaré el bloqueo de uno de los puertos del Sur...

–Venderás caro el cargamento a los confedera-dos que los necesiten –añadió el tío.

–Y volveré cargado de algodón.–Que te lo darán casi de balde.–Exacto, tío Vicente. ¿Qué le parece mi pro-

yecto?–Muy bueno; pero, ¿podrás pasar?–Pasaré, seguramente, si dispongo de un buen

buque.–Se construirá uno expresamente. Pero, ¿y la

tripulación?–Yo la encontraré: no tengo necesidad de mu-

chos hombres. Basta, los imprescindibles para lasmaniobras. No voy a batirme con los confederados,sino a burlarlos.

–Los burlarás –repuso el tío Vicente con reso-lución –. Pero dime, ¿a qué punto de las costas ame-ricanas piensas dirigirte?

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–Hasta ahora, tío, algunas naves han forzado elbloqueo de Nueva Orleáns, de Willmington y deSavannah, pero yo pienso entrar en derechura enCharleston. Ningún buque inglés ha podido anclaren su fondeadero, excepto la Bermuda; yo haré lomismo que ésta, y si mi buque cala poco, iría hastadonde los buques federados no podrían seguirme.

–La verdad es –repuso el tío Vicente –, queCharleston está abarrotado de algodón. Lo quemanpara desembarazarse de él.

–Sí –agregó Jacobo –. Beauregard está escaso demuniciones y pagará mi cargamento a peso de oro.

–¡Muy bien, sobrino! ¿Cuándo quieres partir?–Dentro de seis meses. Hay que esperar a las

noches largas, a las noches de invierno, para pasarcon menos dificultades.

–Se hará lo que deseas, sobrino.–Está –dicho, tío.–Está dicho.–Pues ni una palabras más, y punto en boca.–Punto en boca.He aquí explicado por qué, cinco meses después

el steamer El Delfín era lanzado al agua en los astille-ros de Kelvin–dock, y por qué nadie sabía su ver-dadero destino.

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II

EL APABEJO

El armamento del Delfín se llevaba a cabo conmucha rapidez: el aparejo estaba listo y sólo huboque ajustarlo. El Delfín llevaba tres palos de goleta,lujo poco menos, que superfluo, pues no contabacon el viento para escapar a los cruceros federadossino con las potentes máquinas encerradas en suscostados. Y hacía bien.

A fines de diciembre El Delfín verificó sus prue-bas en el golfo del Clyde. Sería difícil decir si quedómás satisfecho el constructor que el capitán. El nue-vo steamer cortaba el agua admirablemente y el pa-

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tentlog2 marcó una velocidad de 17 millas por hora3,velocidad nunca alcanzada por un barco inglés,francés o americano. Evidentemente El Delfín, lu-chando con los buques más rápidos, habría ganadomuchos cables de delantera en un match marítimo.

El 25 de diciembre comenzaron las operacionesdel cargamento. El steamer fue atracado al steam–boat–quay, un poco más abajo de Glasgow –Bridge, en elúltimo puente, tendido sobre el Clyde antes de llegara su desembocadura. Allí los vastos wharfs conteníanuna inmensa provisión de víveres, armas y muni-ciones que pasaban rápidamente a la sentina delDelfín. La naturaleza del cargamento denunció elmisterioso destino del buque, y la casa Playfair nopudo guardar por más tiempo el secreto. Por otraparte, El Delfín no había de tardar en hacerse a lamar. En las aguas inglesas no se había señalado nin-gún crucero americano, y, además, ¿hubiera sidoposible formar el rol y guardar silencio sobre eldestino de la tripulación? No se podía embarcar alos hombres sin decirles adónde se les quería llevar,

2 Instrumento que por medio de agujas que se mueven sobrecuadrantes graduados marcan la velocidad de un buque.3 7 leguas y 87/100. La milla marina equivale a 1.852 metros.

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pues cuando uno arriesga su pellejo, quiere saberpor qué lo arriesga.

Sin embargo, el peligro no retrajo a nadie El sa-lario era bueno y a cada tripulante se le reconocíauna participación en los beneficios; así es que fue-ron muchos los marineros que quisieron figurar enel rol del Delfín. Jacobo Playfair pudo, pues, elegirbien y a su entera satisfacción, de manera que a lasveinticuatro horas la lista de la tripulación era detreinta nombres de marineros que hubieran hechohonor al yate de Su Muy Graciosa Majestad. Se fijóla partida para el 3 de enero. El 31 de diciembre ElDelfín estaba ya listo. Sus sentinas se hallaban aba-rrotadas de municiones y víveres y su bodega decarbón. Nada le retenía ya.

El 2 de enero el skipper se hallaba a bordo dan-do el último vistazo a la nave para asegurarse de quetodo estaba en orden, cuando se presentó en la es-calera del Delfín un hombre diciendo que deseabahablar con el capitán. Uno de los marineros le con-dujo a la toldilla.

Era un hombrón de anchas espaldas, colorado-te, de aire sencillo, que no ocultaba, empero, ciertasagacidad e inteligencia. No parecía, estar muy al co-rriente de las costumbres marítimas y miraba en

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torno suyo como el que no está habituado a pisar lascubiertas de los buques. Sin embargo, se daba, laimportancia de un viejo lobo de mar y balanceaba elcuerpo al modo de los marineros.

Cuando llegó a presencia del capitán, le miró fi-jamente preguntando:

–¿El Capitán Jacobo Playfair?–Yo soy –respondió el skipper –. ¿Qué desea?–Embarcarme a bordo de su buque.–Ya no hay puesto, la tripulación está completa.–¡Bah! un hombre más no estorba, al contrario.–¿Eso crees? –preguntó el capitán mirando con

fijeza a su interlocutor.–Estoy seguro de ello –respondió el solicitante.–¿Quién eres? –interrogó el capitán.–Un rudo marinero, un hombre fuerte y decidi-

do, se lo aseguro. Dos brazos vigorosos como losque tengo la dicha de poseer, no son de despreciar abordo de una nave.

–Pero hay más buques que El Delfín y otros ca-pitanes que no son Jacobo Playfair; ¿por qué hasvenido, pues, aquí?

–Porque sólo a bordo del Delfín y a las órdenesdel capitán Jacobo Playfair quiero yo servir.

–Pues no te necesito.

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–Siempre se necesita un hombre vigoroso; síquiere usted probar mis fuerzas con tres o cuatrohombres de los más robustos de la tripulación, es-toy dispuesto.

–No es necesario. ¿Cómo te llamas?–Crockston, para servirle.El capitán retrocedió un paso para examinar

mejor aquel hércules que se le presentaba de unamanera tan curiosa. Su complexión, su figura, su as-pecto, no desmentían sus palabras y sus alardes derobustez. Debía estar dotado de una fuerza pococomún y a la primera ojeada se comprendía que erahombre de pelo en pecho.

–¿Por dónde has navegado? –le preguntó Pla-yfair.

–Un poco por todas partes.–¿Sabes lo que va a hacer El Delfín?–Por eso precisamente he venido.–Pues bien, que Dios me condene si dejo esca-

par a un hombre, de tu temple. Ve a buscar al se-gundo de a bordo, el señor Mathew, y que teinscriba.

Dicho esto, Jacobo Playfair esperaba ver a suhombre girar sobre sus talones y dirigirse a la proa,pero se engañó: Crockston no se movió.

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–¿No me has entendido? –le preguntó el capi-tán.

–Sí, señor –repuso el marinero –; pero todavíano he concluido: tengo algo que proponerle.

–No me fastidies más –dijo bruscamente. Pla-yfair –; no tengo tiempo que perder en baldías con-versaciones.

–No lo molestaré mucho –replicó Crockston –.Con dos palabras despacho. Quería decir a ustedque tengo un sobrino.

–¡Valiente tío tiene ese sobrino! –exclamó Pla-yfair.

–¿Eh? ¡Cómo! –dijo Crockston.–¿Acabarás? – dijo el capitán con impaciencia.–Enseguida. Quién enrola al tío debe enrolar

también al sobrino.–¿De veras?–Sí señor; es la costumbre el uno no puede ir a

ninguna parte sin el otro.–¿Y quién es tu sobrino?–Un muchacho de quince años, un novato, al

que estoy enseñando el oficio. Tiene muy buenavoluntad y promete ser un excelente marinero.

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–¿Crees acaso maestro, Crockston, que El Delfínes una escuela de grumetes? –exclamó Jacobo Pla-yfair.

–No hable usted desdeñosamente de los gru-metes, pues uno de ellos llegó a ser el almirante Nel-son y otro el almirante Franklin.

–¡Voto a sanes! Tienes una manera de hablarque me hace gracia –repuso Jacobo –. Trae tambiéna tu sobrino, y acabemos; pero te advierto que si elmozo no es como lo pinta el tío, el tío tendrá quehabérselas conmigo. Vuelve antes de una hora.

Crockston no se lo hizo repetir dos veces: salu-dó torpemente al capitán del Delfín Y bajó al muelle.Una hora después estaba de regreso a bordo, acom-pañado de su sobrino, un muchacho de catorce aquince años, flaco y pálido, tímido y asombrado,que no tenía de su tío ni sombra, de las cualidadesmorales y físicas del robusto Crockston. Este tuvoque animarle con algunas palabras.

–¡Vamos –le dijo –, un poco de valor! ¡No noscomerán, muchacho! Además, todavía estamos atiempo de irnos.

–¡No, no! –replicó el chiquillo –. ¡Que Dios nosproteja!

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Aquel mismo día el marinero Crockston y susobrino Juan Stiggs fueron inscriptos en el rol de latripulación del Delfín.

Al día siguiente, a las cinco de la mañana, activá-ronse los fuegos del buque y de nuevo retembló elpuente bajo las vibraciones de la caldera, y el vaporse escapaba silbando por las válvulas. Había llegadoel momento de zarpar.

A pesar de la hora intempestiva, una muche-dumbre inmensa se agrupaba en los muelles y enGlasgow–Bridge. Iban a saludar por última vez alatrevido steamer. Vicente Playfair fue también paraabrazar a su sobrino, pero, en aquella circunstancia,se portó como un viejo romano de los buenostiempos. Su continente, fue heroico: los dos sonorosbesos que dio al joven capitán indicaban un alma degran temple.

–Anda, Jacobo – le dijo –; anda ligero y vuelvemás ligero aún. Sobre todo no dejes de aprovecharla ocasión: vende caro, compra barato y merecerásaún más la estimación de tu tío.

Después de esta recomendación, tomada delManual del Perfecto Comerciante, el tío y el sobrino sesepararon y todos los visitantes abandonaron el bu-que.

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En aquel momento, Crockston y Juan Stiggs, sehallaban reunidos en el castillo de proa, y el primerodecía al segundo:

–¡Esto marcha! ¡esto marcha! Antes de diez ho-ras estaremos en alta mar, y auguro bien de un viajeque empieza de esta manera.

Por toda respuesta, el muchacho estrechó lamano a Crockston.

Jacobo Playfair daba entretanto las últimas ór-denes para la partida.

–¿Tenemos presión? – preguntó a su segundo.–Sí, capitán –respondió mister Mathew.–Está bien: larguen las amarras.La maniobra fue ejecutada inmediatamente. Las

hélices se pusieron en movimiento. El Delfín se pusoen marcha, pasó por entre las naves del puerto y de-sapareció bien pronto a los ojos de la multitud quelo saludaba con sus últimos hurras.

La bajada del Clyde se verificó fácilmente. Sepodría decir que aquellas riberas habían sido hechaspor la mano del hombre, y hasta por mano maestra.Después de sesenta años, gracias a las dragas y a untrabajo constante, había ganado el río quince pies deprofundidad y triplicado su anchura, entre los mue-lles de la ciudad. No tardó en perderse entre los

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humos y la bruma el bosque de chimeneas y demástiles. La distancia apagó el ruido de los martillosde las fundiciones y de las hachas de los astillerosque se perdía en lontananza. A la altura del pueblode Partick, las casas de campo y de recreo substitu-yeron a las fábricas. El Delfín, moderando su mar-cha, navegaba entre los diques que contienen el ríoencajonándolo al veces en pasos muy estrechos, in-conveniente de poca importancia, pues en un ríonavegable importa, mucho más la profundidad quela anchura. El steamer, guiado por la mano de un ex-celente piloto del mar de Irlanda, se deslizaba sinvacilar entre las boyas flotantes y las columnas depiedra y de los biggings4 coronados por fanales quemarcan el canal. Pronto dejó atrás el anejo de Ren-frew. El Clyde se ensanchó entonces al pie de lascolinas de Kilpatrick y delante de la bahía deBowling, en el fondo de la cual se abre la boca delcanal que une a Edimburgo con Glasgow.

Por fin, a cuatrocientos pies, en los aires, el cas-tillo de Dumbarton dibujaba su silueta, apenas per-filada, entre la bruma, y pronto, en la orillaizquierda, las naves del puerto de Glasgow oscilaron

4 Pequeños montículos de piedras.

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bajo la acción de las olas agitadas por El Delfín. Al-gunas millas más allá quedó atrás Greenock, la pa-tria de Jacobo Watt. El Delfín se hallaba en ladesembocadura del Clyde, a la entrada del golfo porel cual vierte sus aguas en el canal del Norte.

Allí sintió las primeras ondulaciones del mar yganó las costas pintorescas de la isla de Arran.

Por último, dobló el promontorio de Cantyre,que atraviesa el canal, reconoció la isla de Rathlin yel práctico volvió en el bote a su pequeño cutter quecruzaba al largo. El Delfín, devuelto a la autoridad desu capitán, tomó por el norte de Irlanda una rutapoco frecuentada por las naves y no tardó en perderde vista las últimas tierras europeas: se hallaba enmedio del Océano.

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III

EN EL MAR

E1 Delfín llevaba muy buena tripulación, no ma-rinos de combate ni de abordaje, sino hombres quesabían maniobrar muy bien, que era lo que necesita-ba. Aquellos muchachos eran todos resueltos, peromás o menos negociantes: iban en busca de la for-tuna, no de la gloria. No tenían pabellón que ense-ñar y defender a cañonazos: toda la artillería de abordo consistía en dos pequeños pedreros para lasseñales.

El Delfín navegaba velozmente; respondía a lasesperanzas de los constructores y del capitán, ypronto salió de los límites de las aguas británicas.No se veía ningún buque: la gran ruta del Océano

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estaba libre. Por otra parte, ningún buque federaltenía derecho a atacar a una nave en la que ondeaseel pabellón inglés; únicamente podía, seguirla paraimpedir que forzara el bloqueo. Por eso, para no serseguido, Jacobo Playfair habíalo sacrificado todo ala velocidad.

De todos modos, hacíase muy estrecha guardia abordo. A pesar del frío, un hombre permanecía to-do el día en la arboladura registrando el mar paraseñalar si se veía alguna vela en el horizonte. Cuan-do cerró la noche, el capitán Jacobo dio órdenesprecisas a mister Mathew.

–No deje usted demasiado tiempo a los vigíasen las barras –le dijo –. El frío les puede aterir, y noes posible hacer buena guardia en esas condiciones.Hay que relevarlos con frecuencia.

–Así se hará, capitán – respondió mister Ma-thew.

–Le recomiendo Crockston para ese servicio. Elhombre alardea, de tener muy buena vista, y hay queponerlo a prueba. Inclúyale en el cuarto de la maña-na, para que vigile las brumas matinales. Si ocurrealguna novedad, avíseme usted enseguida.

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Dicho esto, Jacobo Playfair entró en su cama-rote. Mister Mathew mandó llamar a Crockston y letransmitió las órdenes del capitán.

–Mañana a las seis –le dijo –, ocuparás el puestode observación en las barras de trinquete.

Crockston, por toda respuesta, dio un gruñidode los más afirmativos; pero el segundo no habíatenido aún tiempo de volver las espaldas, cuando elmarinero profirió unas palabras ininteligibles, y aca-bó diciendo:

–¿Qué demontre querrá decir eso de barras deltrinquete?

En aquel momento fue a reunirse con él su so-brino Juan Stiggs, en el castillo de proa.

–¿Qué pasa, Crockston? – le preguntó.–¿Que qué pasa? –repitió el marinero con for-

zada sonrisa –. Pues que este endemoniado barco sesacude las pulgas corno un perro que sale del río, ytengo el estómago algo revuelto.

–¡Pobre amigo mío! –exclamó el muchacho mi-rando a Crockston con expresión de profundoagradecimiento.

–¡Cuando pienso que a mi edad no me permitoel lujo de sentir el mareo! – prosiguió el marinero –.Pero, en fin, se hará lo que se haya de hacer... Son

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esas dichosas barras de trinquete las que me fasti-dian...

–Querido Crockston, es por mí...–¡Por usted y por él! –interrumpió Crockston –.

Pero, ni una palabras más sobre esto, Juan. Tenga-mos confianza en Dios, que no ha de abandonar-nos.

El viejo marino y el muchacho volvieron a lacámara de tripulación, pero el tío no se durmióhasta que vio a su sobrino tranquilamente, acostadoen la estrecha litera que le había sido destinada.

A las seis de la mañana del día siguiente,Crockston se levantó para ir a ocupar su puesto.Subió a cubierta y el segundo le repitió la orden detrepar a la arboladura, y vigilar bien.

Al oír estas palabras, el marino pareció vacilarpero, enseguida, tomando su partido, dirigióse haciala popa del Delfín.

–¿Adónde vas? – le gritó mister Mathew.–Adonde usted me manda – respondió

Crockston.–Te he dicho que subas a las barras de trinquete.–Pues allá voy – repuso, imperturbable, el mari-

no, continuando hacia la toldilla.

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–¿Te estás burlando? – exclamó el segundo conimpaciencia –. ¿Vas a buscar las barras de trinqueteen el palo mesana? Me parece que no sabes si quieralo que es tomar un rizo. ¿A bordo de qué gabarrahas navegado, amiguito? ¡A las barras de trinquete,estúpido, a las barras de trinquete!

Los marineros de servicio, que acudieron al oírlos gritos del segundo, no pudieron por menos quereír a carcajadas al ver la perplejidad dé Crockstonque volvía hacia el castillo de proa.

–¿De manera – dijo mirando al palo, cuya ex-tremidad, absolutamente invisible, se perdía en lasbrumas de la mañana –, de manera que es precisoque trepe allá arriba?

–Sí – respondió mister Mathew –, ¡y a escape!¡Por vida de San Patricio! ¡Un buque, federal podríameter su bauprés en nuestro aparejo antes que estebribón llegara a su puesto! ¿Acabarás?

Crockston, sin despegar los labios, se encaramópenosamente a la borda; después comenzó a trepar,como quien no sabe hacer uso de sus pies ni de susmanos, y al llegar, tras no pocos esfuerzos a la cofa,en lugar de seguir subiendo con ligereza, se quedóinmóvil, agarrándose a la jarcia, como sobrecogidopor el vértigo. Mister Mathew, estupefacto de tama-

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ña torpeza, y sintiendo que la ira comenzaba a do-minarle, le mandó bajar a cubierta.

–Este bribón – dijo al contramaestre –, no hasido marinero en su vida. Johnston, registre su ma-leta.

El contramaestre, desapareció para cumplir laorden recibida.

Crockston, entretanto, bajaba penosamente, yhabiendo perdido pie, agarróse a una cuerda, arriadaen banda que cedió, y el pobre hombre cayó rodan-do sobre cubierta.

Malandrín, bestia, marino de agua dulce –le dijoel segundo de a. bordo a modo de consuelo –. ¿Quéhas venido a hacer al Delfín? ¡Has querido hacertepasar por un excelente marinero, y no sabes siquieradistinguir el trinquete del mesana! Pues bien, ya teajustaré las cuentas.

Crockston guardaba silencio, encogiéndose dehombros, como dispuesto a recibir resignado todolo que viniera. El contramaestre no tardó en volverde la cámara de la tripulación.

–Mire usted – dijo al segundo –, lo que he en-contrado en la maleta de ese sujeto: una cartera llenade cartas sospechosas.

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–Démelas –repuso mister Mathew –. Las cartasestán timbradas en los Estados Unidos del Norte...«M. Halliburtt, de Boston» ¡Un abolicionista! ¡unfederal!... ¡Miserable! ¡eres un traidor!.. ¡Has venidoa bordo para traicionarnos! Pero no tengas cuidadola cosa está clara, y vas a probar las uñas del gato denueve colas5. Contramaestre, aviso usted al capitán.Entretanto, que los otros vigilen a este bribón.

Crockston, al oír estos cumplidos, ponía cara depocos amigos, pero no despegó los labios. Le ha-bían atado al cabrestante y no podía mover los piesni las manos.

Algunos minutos después Jacobo Playfair salíade su camarote y dirigíase al castillo de proa. MisterMathew lo puso al corriente de todo.

–¿Qué tienes que responder a eso? – le pre-guntó el capitán conteniendo a. duras penas su cóle-ra.

–Nada, – respondió Crockston, –¿Qué has ve-nido a hacer a bordo?

–Nada.–¿Qué esperas entonces de mí?–Nada.

5 Disciplina compuesta de nueve correas, muy usada en la

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–¿Quién eres ? Un americano, según seduce deésas cartas.

Crockston no contestó.–Contramaestre, – añadió Jacobo Playfair –, que

le den cincuenta, zurriagazos a este individuo paradesatarle la lengua. ¿Serán bastantes, Crockston?

–Ya veremos – dijo sin pestañear el tío del gru-mete Juan Stiggs.

–¡Adelante, muchachos! –ordenó el contra-maestre.

Dos vigorosos marineros despojaron aCrockston de la chamarreta de lana. Levantaban yael terrible instrumento e iban a, descargarlo sobrelas espaldas del paciente, cuando se precipitó en elpuente, pálido como un muerto, el muchacho Stiggs.

–¡Capitán! –gritó.–¡Ah! el sobrinito – dijo Playfair.–Capitán –repitió el muchacho, haciendo un

violento esfuerzo sobre sí mismo –, lo que Crocks-ton no ha querido decir lo diré yo. No ocultaré loque él no ha querido revelar. Sí, es americano, y losoy yo también; los dos somos enemigos de los es-

marina inglesa.

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clavistas, pero no hemos venido a bordo para, hacertraición al Delfín y entregarlo a los buques federales.

–Entonces, ¿qué les ha traído aquí? – preguntóel capitán en tono severo, y examinando con aten-ción al grumete.

Este vaciló un instante, antes de responder, –yal fin dijo con voz segura:

–Capitán, quisiera hablarle a solas.Mientras Juan Stiggs pronunciaba esta palabras;

Jacobo Playfair le contemplaba con cuidado: la caraaniñada y amable del grumete, su voz singularmentesimpática, la blancura, y delicadeza de sus manos,apenas disimuladas bajo una capa de brea, sus gran-des ojos, cuya animación no podía, extinguir su dul-zura, todo el conjunto de la persona del muchachohizo entrar en sospechas al capitán. Cuando JuanStiggs formuló su petición, Playfair miró fijamente aCrockston, que se encogió de hombros; despuésclavó en el sobrino una mirada, interrogadora, queaquél no pudo sostener, y le dijo únicamente:

–Ven.Juan Stiggs siguió al capitán a la toldilla, y allí,

Jacobo Playfair, abriendo la puerta de su camarote,dijo al grumete, que estaba pálido de emoción:

–Tenga la bondad de pasar, señorita.

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Al oírse llamar así, el supuesto Juan enrojecióvivamente y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

–Tranquilícese, miss – añadió el capitán con, to-no afable –, y sírvase decirme a qué feliz casualidaddebo el honor de tenerla a bordo de mi buque.

La joven vaciló un instante antes de responderpero, tranquilizada por la mirada del capitán, se de-cidió a, hablar.

–Señor – dijo –, deseaba, reunirme con mi pa-dre en Charleston. La ciudad está cercada por tierray bloqueada por mar, y desesperaba, de poder entraren ella, cuando supo que El Delfín se proponía for-zar el bloqueo. Entonces decidí embarcarme en subuque señor, y le ruego que me perdone lo haya he-cho sin su consentimiento, pues seguramente ustedno me lo hubiera permitido.

–Cierto –respondió Playfair.–Hice, pues, bien en no pedírselo –replicó la jo-

ven con voz más segura.El capitán se cruzó de brazos, dio una vuelta

por el camarote, y dijo luego:–¿Cómo se llama usted?–Jenny Halliburtt.

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–Su padre, si no recuerdo mal las señas de lascartas encontradas en la maleta de Crockston, es deBoston.

–Sí, señor.–¿Y un hombre del Norte se halla en una ciu-

dad del Sur en lo más recio de la guerra de los Esta-dos Unidos?

–Mi padre ha sido hecho prisionero, señor. Sehallaba en Charleston cuando se dispararon losprimeros tiros de la guerra civil y las tropas de laUnión fueron desalojadas del fuerte Sumter por losconfederados. Las opiniones de mi padre le hacíanodioso a los esclavistas, y con menosprecio de to-dos los derechos fue encerrado en una cárcel pororden del general Beauregard. Yo estaba entoncesen Inglaterra, en casa de, un pariente que acaba demorir, sola, y sin más apoyo que el de Crockston, elmás fiel servidor de mi familia, y he querido reunir-me con mi padre para participar de su suerte.

–¿Qué era, pues, mister Halliburtt? – preguntóel capitán.

–Un leal y valiente periodista – repuso Jennycon orgullo –, uno de los más dignos redactores de

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La Tribune6, el que con más intrepidez ha defendidola causa dé los negros.

–¡Un abolicionista!–exclamó Playfair –. ¡Uno deesos hombres que so pretexto de abolir la esclavitudcubren su Patria de sangre y ruinas!

–Señor – repuso Jenny Halliburtt, palideciendoal oír insultar a su padre –, le ruego que no olvidoque soy yo aquí la única que puede defenderle.

Vivo rubor cubrió las mejillas del capitán, y unacólera, mezclada de vergüenza se apoderé de él. Ibatal vez a responder groseramente a, la joven, perologró contenerse, y abriendo la puerta, de su cama-rote gritó:

–¡Contramaestre!El contramaestre se presentó enseguida.–Este camarote – le dijo Playfair –, será desde

este momento el de miss Jenny Halliburtt. Que seme prepare una cama en el fondo de la toldilla. Nonecesito nada más.

El contramaestre, miró estupefacto al grumete, aquien daban un nombre femenino, pero el capitán lehizo una seña y salió apresuradamente a cumplir laorden recibida.

6 Periódico que defendía la abolición de la esclavitud.

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–Está usted en su casa, miss – añadió JacoboPlayfair, y se retiró.

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IV

ASTUCIAS DE CROCKSTON

Toda la tripulación supo bien pronto la historiade miss Halliburtt, pues Crockston no se hacía rogarpara contarla. Por orden del capitán le habían desa-tado del cabrestante, y el gato de siete colas habíavuelto a su escondrijo.

–¡Lindo animal, sobre todo cuando no araña! –dijo Crockston. Inmediatamente que se vio librebajó a la cámara de los marineros, tomó una maleta,pequeña y la llevó a miss Jenny. La joven volvió arecobrar sus vestidos de mujer, pero no salió delcamarote, no se dejó ver más en la cubierta.

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En cuanto a Crockston, habiendo reconocidotodos que era tan marinero como un mozo de cua-dra, quedó exento de todo servicio a bordo.

Entretanto, El Delfín atravesaba velozmente elAtlántico cuyas olas rompía con su doble hélice.Toda la maniobra consistía en vigilar activamente.El día siguiente en que desapareció el incógnito demiss Jenny, el capitán Playfair se paseaba por la tol-dilla, sin haber hecho nada por volver al ver a la jo-ven y reanudar la conversación.

Mientras paseaba, Crockston se cruzaba a cadainstante con él y le miraba haciendo un gesto de sa-tisfacción. Evidentemente, quería entablar conver-sación con el capitán y clavaba en él los ojos con talobstinación, que acabó por hacerle perder la pacien-cia.

–Vaya, ¿qué quieres todavía? – preguntó Pla-yfair, dirigiéndose al americano –. Estás dandovueltas en torno mío como un nadador en derredorde una boya. ¿Va a ser esto el cuento de nunca aca-bar?

–Dispense usted, capitán–repuso Crockstonguiñando un ojo –. Tengo algo que decirle.

–¡Pues acaba de una vez!

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–Es muy sencillo... Tenía que decirle que en elfondo, es usted un buen hombre a carta cabal.

–¿Nada más que en el fondo?–Y en la superficie también.–Para nada necesito tus cumplidos.–No son cumplidos: los haré cuando haya usted

terminado su obra.–¿ Hasta que haya terminado el qué?–Su obra, capitán.–¿De manera que tengo una obra que cumplir?–Exacto. Ha recibido usted a bordo a una joven

y a mí, y eso está muy bien. Ha cedido usted su ca-marote a miss Jenny Halliburtt, y eso está mejor. Meha librado usted de las uñas del gato, y no es posiblepedir más. Nos va a llevar usted a Charleston, y esoes el colmo de la bondad. Sin embargo, todavía faltaalgo.

–¿Cómo? ¿Todavía más? – exclamó Playfair,asombrado de las pretensiones de Crockston.

–Sí, señor –repuso éste en tono zumbón –. Elpadre está prisionero allá abajo.

–¿Y bien?–Pues que hay que ponerlo en libertad.–¿Poner en libertad al padre de miss Halliburtt?

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–Eso mismo. Se trata de un hombre digno, deun buen ciudadano, y vale la pena de que se hagaalguna cosa por él.

–Crockston –dijo Playfair arrugando el entre-cejo –, me parece que eres muy amigo de chanzas,pero te advierto que no estoy de humor para bro-mas.

–Se engaña, usted, capitán –replicó el americano–. No me chanceo; hablo muy en serio. Lo que lepropongo le parecerá absurdo al primer momento,pero cuando haya usted reflexionado verá que nohay más remedio que hacerlo.

–¿Pretenderás, acaso, que sea yo quien ponga enlibertad a mister Halliburtt?

–Estoy seguro de que lo hará usted. No temaque si se la pide usted, el general Bauregard le nie-gue la libertad del señor Halliburtt.

–¿Y si me la niega?–Entonces –repuso Crockston imperturbable –,

emplearemos los grandes medios y nos llevaremosal prisionero a despecho de los confederados.

–¿De manera – exclamó Playfair, al que la cóleraempezaba a dominar–, de manera que además depasar a través de las escuadras federadas y de forzarel bloqueo, tendré que fondear bajo el cañón de los

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fuertes para libertar a un señor a quien ni siquieraconozco, a uno de esos abolicionistas que detesto, aun emborronador de cuartillas que derraman tintaen vez de sangre suya?

–¡Bah! Un cañonazo más o menos... –dijoCrockston.

–Escucha, amiguito –replicó el capitán –; si tie-nes la desgracia de volver a hablarme de este asunto,irás a parar al fondo de la sentina, para que apren-das a morderte la lengua.

–Dicho esto, Playfair despidió al americano, quese alejó murmurando:

–No estoy descontento del resultado de la con-versación: le he hablado que era lo importante. Yasabe lo que me interesaba que supiera... ¡Esto mar-cha, Crockston, esto marcha!

Cuando Playfair dijo «un abolicionista que de-testo», sin duda fue mucho más allá de lo que pen-saba.

No era partidario de la esclavitud, pero no po-día admitir que la cuestión de la servidumbre fueralo predominante en la guerra civil, a despecho de lasformales declaraciones del presidente Lincoln.¿Pretendía, acaso, que los Estados del Sur – ochode treinta y seis –tenían derecho a separarse, puesto

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que se habían unido voluntariamente? Tampoco.Detestaba a los del Norte, y esto era todo. Los de-testaba; como antiguos hermanos separados de lafamilia, de verdaderos ingleses, que hablan juzgadooportuno hacer lo que él, Jacobo Playfair, aprobabaa los Estados confederados. Estas eran las opinio-nes políticas del capitán del Delfín; pero la guerra leperjudicaba, personalmente, y no podía querer a losque la mantenían. Se comprende, pues, que acogierade mal talante la proposición que se le hiciera desalvar a un antiesclavista y de ponerse en contra delos confederados, con los que se proponía traficar.

Sin embargo, las insinuaciones de Crockston nodejaban de preocuparle. Quería desecharlas de sumente, pero volvían a presentársele, y cuando a lamañana siguiente, miss Jenny subió un instante alpuente, no se atrevió a mirarla cara a cara.

Y era una lástima, porque aquella joven de ca-bellera rubia y de mirar inteligente y dulce, merecíaque se fijaran en ella; pero Jacobo se sentía cohibidoen su presencia, comprendía que aquella encantado-ra criatura poseía un alma, fuerte y generosa, educa-da en la escuela de la desgracia; comprendía en fin,que su silencio para con ella encerraba una negativa,a los más vivos deseos de la muchacha. Por lo de-

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más, miss Jenny, aunque no buscaba a Jacobo, tam-poco le evitaba, y durante los primeros días nocambiaron una palabra. Miss Halliburtt salía muypoco de su camarote, y seguramente no hubiera di-rigido jamás una palabra al capitán del Delfín siCrockston no hubiera intervenido con una de susestratagemas.

El buen americano era un fiel servidor de la fa-milia Halliburtt: había sido educado en casa de suamo, y su adhesión no tenía límites. Su buen sentidoigualaba a su valor. Tenía una manera particular dever las cosas, una filosofía particular respecto a losacontecimientos; no se desanimaba nunca y sabíasalir airoso de las circunstancias más graves.

Al excelente hombre, se le había metido en lacabeza salvar a mister Halliburtt, emplear para con-seguirlo la nave del capitán Playfair y al capitánmismo y regresar a Inglaterra en El Delfín. Tal era suproyecto, aunque la joven sólo deseaba reunirse consu padre y participar de su suerte mientras estuvieraprisionero. En consecuencia, Crockston trató pri-mero de convencer al capitán, y con ese propósito leatacó; pero el enemigo no se rindió, al contrario.

–Será preciso –penso entonces –, que la propiamiss Jenny decida al capitán. Si seguimos así du-

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rante toda la travesía no adelantaremos nada. Es ne-cesario que hablen, que discutan, que disputen, hastaque riñan, pero que hablen. ¡Qué me ahorquen sidurante la conversación no es el propio capitán elque propondrá lo mismo que ahora rehusa!

Pero cuando observó que la joven y el capitánse evitaban, comenzó a preocuparse.

–Es preciso acabar de una vez –se dijo.Y al cuarto día entró en el camarote de miss

Jenny frotándose las manos con visible satisfacción.–¡Buenas noticias! –exclamó –. ¡Buenas noti-

cias! ¿A que no adivina usted lo que me ha pro-puesto el capitán? ¡Es un hombre excelente!

–¡Ah! –respondió la joven, cuyo corazón pal-pitó con violencia –. ¿Qué te ha propuesto?

–Libertar a mister Halliburtt, arrebatarlo de lasmanos de los confederados y llevarlo a Inglaterra.

–¿Es eso cierto? – exclamó miss Jenny.–Tal como lo digo. ¡Qué gran corazón tiene, ese

Jacobo Playfair! Ya ve usted lo que son los ingleses:o malos de remate o la bondad personificada. ¡Ah!puede contar con mi gratitud: me dejaría hacer pe-dazos por él por darle gusto.

Al oír las palabras de Crockston sintió la jovenuna alegría inefable. ¡Libertar a su padre! Ella mis-

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ma no se había atrevido a concebir ese proyecto. ¡Yel capitán del Delfín arriesgaría su nave y toda la tri-pulación!

–Creo miss Jenny, que merece que le dé ustedlas gracias.

Más que las gracias –profirió la joven –. ¡Unaamistad eterna!

E inmediatamente salió del camarote para ir aexpresar al capitán Playfair los sentimientos queembargaban su corazón.

–¡Esto marcha! ¡esto marcha! –murmuró elamericano –. ¡Esto va que vuela!

Jacobo Playfair se paseaba por la toldilla, y co-mo es de suponer, quedóse sorprendido, por no de-cir estupefacto, al ver a la joven que se acercaba a élcon los ojos llenos de lágrimas de agradecimiento, ytendiéndola la mano, le decía:

–¡Gracias, señor, gracias por su abnegación queno me hubiera atrevido jamás a esperar de un ex-tranjero!

–Miss –dijo el capitán, que no comprendía nipodía comprender, no sé...

–Sin embargo, va usted a correr muchos peli-gros por mi, comprometiendo quizá sus intereses.¡Y había hecho usted ya tanto admitiéndome a bor-

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do de su buque y concediéndome una hospitalidad ala que no podía tener ningún derecho!

–Perdone usted, miss Jenny, pero le aseguro queno sé a qué se refiere... Me he portado con ustedcomo debe portarse todo hombre bien educado, miconducta no merece tanta gratitud ni que me dé us-ted las gracias.

–Señor Playfair –repuso la joven –, es inútil fin-gir: Crockston me lo ha contado todo.

–¡Ah! ¿Crockston se lo ha contado todo? Puesentonces comprendo mucho menos que haya ustedabandonado su camarote para venir a decirme unascosas.

Al hablar así el capitán se hallaba en una situa-ción embarazosa: se acordaba de la manera, nadaafable, con que había acogido las proposiciones delamericano; pero miss Jenny no le dio tiempo paraexplicarse, afortunadamente para él, pues le inte-rrumpió diciendo:

–Señor Playfair, yo no abrigaba otro propósitoque el de reunirme con mi padre cuando me embar-qué en El Delfín para ir a Charleston donde, porcrueles que sean los esclavistas, no habían de negara una hija el triste consuelo de encerrarla en la mis-ma prisión del autor de sus días. Esta era toda mi

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esperanza; nunca me hubiera atrevido a confiar enel regreso; pero, puesto que su generosidad quierolibrar a mi padre de su prisión, puesto que quiereusted intentarlo todo para salvarle, debo testimo-niarle, mi profundo agradecimiento y rogarle queme permita estrecharle la mano.

Jacobo Playfair no sabía qué decir ni qué hacerse mordía los labios, sin atreverse a tomar la manode la joven. Crockston le había «comprometido» demodo que no pudiera volverse atrás. Sin embargo,no pensaba ni remotamente contribuir a la libera-ción de mister Halliburtt ni empeñarse en tanarriesgado asunto. Pero, ¿cómo destruir las espe-ranzas de aquella pobre hija? ¿Cómo convertir enlágrimas de dolor las lágrimas de gratitud que bro-taban a raudales de sus ojos?

Así, el joven trató de responder con evasivas,para conservar su libertad de acción y no soltarprenda para el porvenir.

–Miss Jenny –dijo –, crea usted que lo haría to-do en el mundo por...

Y al tomar la pequeña mano de la joven, sintiócon aquella dulce presión que el corazón se le de-rretía y perdía la cabeza: le faltaron palabras paraacabar de expresar su pensamiento, y balbució:

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–Por usted... miss Jenny... ¡por usted!Crockston, que no los perdía de vista, se frotaba

las manos murmurando:–¡Esto va saliendo a pedir de boca! ¡Esto mar-

cha, esto vuela!¿Cómo hubiera salido Playfair de tan embarazo-

sa situación? Difícil sería decirlo. Mas afortunada-mente para él, aunque no para El Delfín, la voz delvigía gritó en aquel momento:

–¡Eh! ¡Oficial de cuarto!–¿Qué hay? – contestó mister Mathew.–Una vela a barlovento.Jacobo Playfair se separó vivamente de la joven

y corrió a los obenques de mesana.

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V

LAS BALAS DEL «IROQUÉS» Y LOSARGUMENTOS

La navegación del Delfín había sido hasta enton-ces muy feliz y rápida. Ni una sola nave se habíavisto antes de aquella vela anunciada por el vigía,.

El Delfín se hallaba, entonces a los 32º, 15’ delatitud y 57º 43’ de longitud Oeste del meridiano deGreenwich, es decir, a los tres quintos de su carrera.Hacía cuarenta y ocho horas que se extendía sobreel Océano una espesa niebla que empezaba a la sa-zón á levantarse. Aquella niebla favorecía al Delfínporque ocultaba su marcha, pero impedía observaruna gran extensión del mar y estaba expuesto a na-

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vegar bordo a bordo, por decir así, de los buquesque quería evitar.

Esto era precisamente lo que había sucedido:cuando la nave fue señalada, se encontraba a pocomás de tres millas a barlovento.

Cuando Playfair llegó a las barras, distinguióperfectamente a través de la bruma una corbeta fe-deral que marchaba a todo vapor con rumbo al Del-fín, a fin de cortarle la ruta.

Cuando el capitán la hubo examinado atenta-mente, bajó al puente y llamó a su segundo.

–Señor Mathew – le preguntó–, ¿qué piensa us-ted de esa nave?

–Pues que se trata de un buque federal que sos-pecha de nuestras intenciones.

–En efecto, no cabe duda posible acerca de sunacionalidad –respondió Jacobo Playfair–. Mireusted.

En aquel instante la corbeta izaba, el estrelladopabellón de los Estados Unidos del Norte anun-ciando su presencia con un cañonazo.

–Nos invita a izar nuestra bandera – dijo misterMathew –. Pues bien, vamos a enseñársela.

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–¿Para qué? – repuso Jacobo Playfair. Nuestropabellón no nos cubriría, ni impediría que esa genteviniera a hacernos una visita. No, vamos adelante.

–Y deprisa, – observó mister Mathew–, porquesi no me engaño, he visto ya a esa corbeta en algunaparte, en los alrededores de Liverpool, donde vigi-laba los buques en construcción. ¡Que pierda minombre sino se lee Iroqués en la tabla de su taffrail!

–¿Tiene buena marcha?–Una de las mejores de la marina federal.–¿Lleva cañones?–Ocho.–¡Bah!–No se encoja usted de hombros, capitán –re-

plicó muy seriamente su segundo–. De esos ochocañones hay dos giratorios, uno de sesenta en elcastillo de proa, y otro de ciento sobre cubierta, yambos rayados.

–¡Cáspita! Son Parrotts que tienen tres millas dealcance.

–Sí, y más aún, capitán.–Pues bien, señor Mathew, sean los cañones de

100 o de 4 y alcancen tres millas o quinientas yar-das, todo es lo mismo cuando se corre bastante para

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evitar sus proyectiles. Mande usted que activen losfuegos.

El segundo transmitió al ingeniero7 las órdenesdel capitán, y bien pronto un gran penacho de humobrotó de las chimeneas del steamer.

Estos síntomas no parecieron ser del gusto de lacorbeta, pues hizo al Delfín señal de que se pusiera alpairo. Pero Jacobo Playfair desdeñó la indicación ycontinuó su rumbo.

–Ahora –dijo –, veremos lo que hace el Iroqués.Se le presenta una buena ocasión de probar sus ca-ñones de 100 y comprobar su alcance.

–Está bien –dijo mister Mathew –; no tardare-mos mucho en recibir un saludo nada grato.

Al volver a la toldilla, encontró el capitán a missHalliburtt sentada tranquilamente junto a la borda.

–Miss Jenny – le dijo –, probablemente trataráde darnos caza la corbeta que se ve allá a barloven-to, y como sin duda, nos hablará con la boca de suscañones, le ofrezco el brazo para acompañar a usteda su camarote.

7 Nombre que dan en la marina inglesa al maquinista.

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–Gracias, señor Playfair – repuso la joven mi-rando fijamente al capitán –, pero como no he vistonunca un disparo de cañón...

–Sin embargo, miss, como a pesar de la distan-cia pudiera alcanzarnos una bala...

–¡Bah! no me han educado como a niña miedo-sa. Estoy acostumbrada a todos los peligros enAmérica, y le aseguro que las balas del Iroqués nome harán bajar la cabeza.

–¡Es usted valiente, miss Jenny!–Admitiendo, pues, que no soy cobarde, le rue-

go me permita permanecer a su lado.–Nada le puedo negar, miss Jenny –respondió el

capitán encantado de la admirable serenidad de laamericanita.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras,cuando se vio una humareda blanca que salía de lasbordas de la corbeta, y antes que se hubiera percibi-do el estampido, un proyectil cilindro–cónico, gi-rando con espantosa rapidez y rasgando el aire sedirigió hacia El Delfín. Podía seguírsele en su mar-cha; que se operaba con cierta lentitud relativa, por-que los proyectiles salen de los cañones rayados conmenor velocidad, inicial que de las piezas de ánimalisa.

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Llegada a una veinte brazas del Delfín, la balacuya trayectoria se deprimía sensiblemente, rebotósobre las olas marcando su paso con una serie desurtidores; después, con nuevo empuje tocó la su-perficie líquida, remontóse, y pasó por encima delDelfín; pero le cortó el paso el brazo estribor de laverga de trinquete y se hundió a treinta brazas dedistancia.

–¡Cáscaras! – exclamó Playfair –. Es precisovolar, porque no tardará en llegar la segunda bala.

–¡Oh! – repuso mister Mathew –, se necesitatiempo para volver a cargar esas piezas.

–A fe mía que es muy interesante ver eso – dijoCrockston que, con los brazos cruzados, presencia-ba la escena con la mayor indiferencia. ¡Y pensarque son nuestros amigos los que nos envían seme-jantes regalitos!

–¡Hola! ¿eres tú? –exclamó Jacobo Playfair, mi-rando al americano de pies a cabeza.

–Sí, mi capitán – respondió Crockston sin in-mutarse–. Ya ve usted cómo tiran esos valientesconfederados. ¡Muy mal, por cierto!

El capitán iba a contestar con bastante acritud,pero en aquel momento un segundo proyectil se

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hundió en las aguas a poca distancia de la banda deestribor.

–¡Muy bien! – gritó Jacobo Playfair–. Llevamosdos cables de ventaja a ese Iroqués. Tus amigos an-dan como una boya, ¿verdad, Crockston?

–No dirá lo contrario – repuso el americano –, ypor primera vez en mi vida me alegro de eso.

Un tercer proyectil quedó mucho más atrás quelos dos primeros y en menos de diez minutos ElDelfín se puso fuera del alcance de los cañones.

–Esto vale más que todos los patent–logs delmundo, señor Mathew –dijo el capitán –; gracias aesas balas sabemos ya a qué atenernos acerca de larapidez de nuestro buque. Ahora, mande usted quemoderen el fuego. No hay que gastar carbón, inú-tilmente.

–¡Es un excelente buque el que manda usted,capitán! – díjole la hija de Halliburtt.

–Sí, miss Jenny; mi valiente Delfín hace diecisietenudos por hora, y antes que se ponga el sol habre-mos perdido de vista a esa corbeta federal.

Jacobo Playfair no exageraba respecto a las bue-nas condiciones de su buque, pues aun tardaría endeclinar el sol a su ocaso cuando los mástiles de la,

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nave americana, habían desaparecido en el hori-zonte.

Este incidente permitió al capitán apreciar bajoun nuevo aspecto el carácter de miss Halliburtt. Elhielo estaba ya roto: durante el resto de la travesíalas entrevistas fueron frecuentes y prolongadas entreel capitán del Delfín y su pasajera. Jacobo halló enmiss Jenny una joven valerosa, fuerte, reflexiva, in-teligente, franca en el hablar, como todas las ameri-canas, con ideas fijas sobre todo, y las omitía, conuna convicción que penetraba, en el corazón de Ja-cobo, sin saberlo. La hija de mister Halliburtt amabaentrañablemente a su patria, le seducía la idea de laUnión y se expresaba acerca de la guerra de los Es-tados Unidos con un entusiasmo del que ningunaotra mujer hubiera sido capaz. En más de una oca-sión Playfair no supo que contestarle. A menudo, elnegociante exponía sus opiniones y miss Jenny las ata-caba con no menos vigor, no queriendo transigir déninguna manera. En un principio Jacobo discutíapoco: trataba de defender a los confederados contralos federales, de demostrar que la razón y el derechoestaban de parte de los secesionistas y de demostrarque los que voluntariamente se habían unido podíansepararse con entera libertad. Pero la joven tampoco

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quiso ceder en este punto; demostró que la cuestiónde la esclavitud era la primordial, la cuestión capitalen la lucha de los americanos del Norte y los delSur, que se trataba más bien de moral y de humani-dad que de política, y Jacobo quedó completamentederrotado. Desde entonces, en vez de hablar escu-chaba siempre. No podríamos decir si le convencíantanto los argumentos de miss Halliburtt como le en-cantaba oírla; pero sí que hubo de reconocer entreotras cosas, que el caballo de batalla en la guerra delos Estados Unidos era la esclavitud y que había queresolver de una vez esa cuestión y acabar con losúltimos horrores de los tiempos bárbaros.

Por otra parte, según hemos dicho, las cuestio-nes políticas no preocupaban gran cosa al capitándel Delfín. Aunque hubiera tenido más fe en ellas lashubiera sacrificado a argumentos presentados bajoaquella forma y en tales condiciones. Pero el comer-ciante Regó a verse atacado directamente en sus inte-reses más queridos, esto es, respecto al tráfico a queestaba destinado su buque y a propósito de las mu-niciones que llevaba a los confederados.

–El agradecimiento, señor Playfair–decíale missJenny –no debe impedir que le hable con enterafranqueza; al contrario, es usted un excelente marino

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y un hábil comerciante, y la casa Playfair se cita co-mo modelo de honradez; pero en esta ocasión faltaa sus principios, no hace un negocio digno de ella.

–¡Cómo! – exclamó el capitán –. ¿No tiene qui-zá derecho la casa Playfair a hacer una operacióncomercial?

–A la que usted se refiere, no. Lleva municionesde guerra a los desdichados que están en plena re-belión contra el gobierno legítimo de su país; esprestar armas a una mala causa.

–No discutiré con usted, miss Jenny, el derechode los confederados: pero no puedo por menos dedecirle, que soy negociante, y que, con lo tal, sólome preocupan los intereses de mi casa. Busco la ga-nancia dondequiera que se presente.

–Eso es justamente lo censurable, –replicó lajoven –. La ganancia no justifica nada. Cuando ven-de usted a los chinos el opio que los embrutece esmenos culpable que ahora proporcionando a los re-beldes del Sud los medios de continuar una guerraCriminal.

–¡Oh miss Jenny! por esta vez no puedo darle larazón; es usted demasiado injusta...

–No, lo que digo es cierto y justo, y así lo reco-nocerá usted mismo cuando haya reflexionado so-

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bre el papel que representa usted en esta ocasión,cuando haya recapacitado sobre los resultados deque será usted responsable a los ojos de todo elmundo. Entonces me dará usted la razón en estepunto como en tantos otros.

Playfair no sabía qué contestar y, conociendoque la cólera empezaba a dominarle, separóse de lajoven, pues le humillaba su propia impotencia;mostróse enfadado como un chiquillo al que secontraría, pero volvió enseguida al lado de la jovenque le aturdía con sus argumentos acompañados detan seductoras sonrisas.

En una palabra, el capitán no era ya dueño de símismo.

No era el amo después de Dios a bordo de su buque.Así, con gran alegría de Crockston, los asuntos

de Halliburtt iban por buen camino. El capitán pa-recía decidido a arrostrarlo todo por libertar al pa-dre de miss Jenny, a comprometer El Delfín, sucargamento, y su tripulación y acarrearse las maldi-ciones de su tío Vicente.

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VI

EL CANAL DE LA ISLA SULLIVAN

Dos días después del encuentro con la corbeta,El Iroqués, sufrió El Delfín, a la altura de las Bermu-das una violenta borrasca. En aquellos parajes sonfrecuentes los huracanes: tienen una fama siniestra.En ellos colocó Shakespeare las escenas de susdramas La Tempestad, en el que Ariel y Caliban sedisputan el imperio de las aguas.

El ciclón fue espantoso. Jacobo Playfair pensóun momento en recalar en Mainland, una de lasBermudas, donde tienen los ingleses una estaciónnaval, lo cual hubiera sido un grave contratiempo;pero, afortunadamente, El Delfín se portó de unamanera maravillosa durante la tempestad, y después

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de un día entero de luchar con el huracán pudocontinuar su ruta hacia las costas norteamericanas.

Pero si Jacobo, Playfair estaba satisfecho de sunave, no lo estaba menos del valor y sangre fría dela joven. Miss Halliburtt pasó a su lado en el puente,las peores horas del ciclón, y el capitán, pensandoseriamente en el caso, llegó a persuadirse de que unamor profundo, imperioso, irresistible, se habíaapoderado de todo su ser.

–Sí –se dijo –, esa valiente muchacha es la ver-dadera ama de mi barco. Me trae y me lleva comolas olas a un buque sin gobierno. ¡Está visto que mevoy a pique! ¿Qué dirá mi tío Vicente? ¡Ah! Debili-dades humanas... Estoy seguro de que si miss Jennyme pidiera que echase al mar todo el cargamento decontrabando que llevo, lo haría sin vacilar ¡sólo porella!

Afortunadamente para la casa Playfair y Com-pañía, miss Jenny no exigió semejante sacrificio. Sinembargo, el pobre capitán estaba tan bien prendidoen las redes del amor, que Crockston podía leer ensu corazón como en libro abierto y se frotaba lasmanos hasta levantarse la piel.

–¡Ya le tenemos, ya le tenemos! – repetía, el fielservidor– y dentro de ocho días mi amo estará tran-

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quilamente instalado a bordo en el mejor camarotedel Delfín.

¿Cuando miss Jenny se dio cuenta de los senti-mientos que inspiraba, se dejó llevar de ellos hastael punto de corresponderlos? Nadie lo podría deciry Jacobo Playfair mucho menos. La joven mantenía-se muy reservada, bajo la influencia de su educaciónamericana, y su secreto permaneció sepultado pro-fundamente en su corazón.

A medida que el amor hacía tales progresos enel alma del joven capitán, El Delfín navegaba, con nomenos rapidez hacia Charleston.

El 13 de enero el vigía señaló tierra a diez millasal Oeste. Era una costa baja que casi se confundía alo lejos con la línea de las olas. Crockston examina-ba atentamente el horizonte, y a las nueve de la ma-ñana, señalando un punto luminoso, exclamó:

–¡El faro de Charleston!Si El Delfín hubiera llegado de noche, aquel faro,

situado en la isla Morris y elevando ciento cuarentapies sobre el nivel del mar, hubiese sido visto desdemuchas horas antes, porque la claridad de su fanalgiratorio se percibe a una distancia de catorce millas.

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Determinada la posición del Delfín, Jacobo Pla-yfair no tuvo que hacer más que una cosa: decidirpor qué punto penetraría en la bahía de Charleston.

–Si no encontramos ningún obstáculo –dijo –,dentro de tres horas estaremos al seguro en losdocks del puerto.

La ciudad de Charleston está situada en el fondode un estuario de siete millas de largo por dos deancho, llamado Charleston–Harbour, cuya entradaes muy difícil, pues la estrechaban la isla Morris alSur y la de Sullivan al Norte. En la época, en que ElDelfín debía forzar el bloqueo, la isla de Morris esta-ba en poder de las tropas federales, y el generalGillmore había hecho emplazar baterías que domi-naban la rada. La isla de Sullivan, por el contrario,pertenecía a los confederados que ocupaban elfuerte de Moultrie, situado en su extremidad; porconsiguiente, El Delfín no tenía otro remedio quepasar rasando las orillas del Norte para ponerse fue-ra del alcance de las baterías de la isla Morris.

Cinco pasos permitían penetrar en el estuario: elcanal de la, isla Sullivan, el del Norte, el de Overall,el canal principal y el de Lawford; pero este últimoestá vedado a los extranjeros, a menos que llevenabordo excelentes prácticos y que el buque no cale

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más de siete pies. En cuanto a los canales del Norte,y Overall, estaban dominados por las baterías fede-rales y no había ni que pensar en ellos. Si JacoboPlayfair hubiera podido escoger, seguramente hu-biera adoptado por el principal, que es el mejor, pe-ro había que amoldarse a las circunstancias ydecidió estar a las resultas de los acontecimientos.Afortunadamente el capitán del Delfín conocía muybien todos los secretos de aquella bahía, sus peli-gros, la profundidad de sus aguas en la bajamar ysus corrientes; era, pues, capaz de gobernar su bu-que con entera seguridad así que hubiera embocadouno de aquellos estrechos canales. La cuestión prin-cipal era entrar en ellos.

Pero esta maniobra exigía una gran experienciadel mar y un perfecto conocimiento de las cualida-des del Delfín.

Dos fragatas federales cruzaban entonces lasaguas de Charleston, y mister Mathew las señalóbien pronto a la atención de su capitán.

–Se preparan –dijo –a preguntarnos qué veni-mos a hacer a estos parajes.

–Pues bien, no se les contestará, –repuso Pla-yfair –, y se quedarán con las ganas de satisfacer sucuriosidad.

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Los cruceros, entretanto, se dirigían a todo va-por hacia El Delfín, que continuaba su ruta, teniendocuidado de no ponerse al alcance de sus cañones.Pero queriendo ganar tiempo, Playfair mandó ponerla proa al Sudoeste, tratando de engañar a los bu-ques enemigos. En efecto, éstos creyeron que ElDelfín intentaba lanzarse a los pasos de la isla Mo-rris, donde las baterías, con un solo disparo, po-drían echar a pique a la nave inglesa, y dejaron queEl Delfín siguiera su rumbo hacia el Sudoeste limi-tándose a observarlo sin darle caza de cerca.

Durante una hora no cambió la situación res-pectiva de las naves. Jacobo Playfair, queriendo en-tonces engañar mejor a sus enemigos respecto a lamarcha del Delfín, ordenó moderar la velocidad ynavegó a media máquina. Sin embargo, a juzgar porlos torbellinos de humo que escapaban de sus chi-meneas, daban a entender que deseaba obtener elmáximum de presión y, por consiguiente, el de rapi-dez.

–¡Qué chasco se van a llevar cuando vean queescapamos de sus manos! – dijo Jacobo Playfair.

En efecto, cuando el capitán se vio bastante cer-ca de la isla de Morris y frente a una línea de caño-nes cuyo alcance no conocía, cambió bruscamente

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de dirección, hizo girar la nave sobre sí misma, viróal Norte y dejó a los cruceros a dos millas a sota-vento. Los federales comprendieron al fin la jugaday se lanzaron en persecución del steamer; pero ya erademasiado tarde: El Delfín, doblando su velocidadbajo la acción de sus hélices lanzadas a toda máqui-na, les dejó muy atrás, acercándose a la costa. Loscruceros federales, por hacer algo, le enviaron algu-nas balas; pero los proyectiles quedaron a mitad delcamino. A las once de la mañana, el buque de Pla-yfair, costeando la isla de Sullivan, gracias a su pococalado, entraba a todo vapor en el estrecho canal.Allí se hallaba al seguro, pues ningún buque federalse hubiera atrevido a seguirle en un paso que no te-nía más de once pies de profundidad en la bajamar.

–¡Cómo! – exclamó Crockston–. ¿No hay quehacer nada más difícil que esto?

–Amigo mío – respondió Playfair–, lo difícil noes entrar, sino salir.

–¡Bah! –replicó el americano–. Eso me tiene sincuidado. Con un barco como El Delfín y un capitáncomo el señor Playfair, se entra y se sale cuándo ycómo se quiera.

Mientras tanto, el capitán examinaba atenta-mente con el anteojo la ruta que debían seguir. Te-

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nía delante una carta de marear que le permitía mar-char sin temores ni vacilaciones.

Ya en medio del estrecho canal, que corre a lolargo de la isla Sullivan, Jacobo viró hacia el fuerteMoultrie, al O cuarto N, hasta que el castillo de Pi-ckney, que era fácil de reconocer por su color obs-curo y situado en un islote de Shute’s Folly, semostró al NNE. Al otro lado tenía la casa del fuerteJohnson, elevada a la izquierda y abierta al 2º alnorte, del fuerte Sumter.

En aquel momento partieron dos proyectiles delas baterías de la isla Morris, que se quedaron cor-tos. El Delfín continuó su marcha, sin desviarse unpunto, pasó delante de Moultrieville, situado en elextremo de la isla Sullivan, y desembocó en la bahía.

Pronto dejó a su izquierda el fuerte Sumter,quedando a cubierto de las baterías federales.

Este fuerte, célebre en la guerra, de los EstadosUnidos, está situado a tres millas y un tercio deCharleston y alrededor de una milla, de cada margende la bahía. Es un pentágono irregular, construidosobre una isla artificial, con granito de Massachu-setts, y costó diez años de tiempo y más de nove-cientos mil dollars.

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De este fuerte fueron desalojados Anderson ylas tropas federales, y contra él dispararon sus pri-meros tiros los separatistas. No puede calcularse lacantidad de hierro y plomo que los cañones federa-les vomitaron sobre él. Sin embargo, resistió du-rante cerca de tres años. Algunos meses después delpaso de El Delfín, cayó bajo las balas de 300 librasde los cañones rayados Parrott que el generalGillmore emplazó en la isla Morris.

Pero, cuando llegó Playfair estaba en todo su vi-gor, y la bandera de los confederados ondeaba en-cima de aquel enorme pentágono de granito.

Pasado el fuerte, aparecía la ciudad de Charles-ton acotada entre los ríos Ashley y Cooper, forman-do una punta hacia la rada.

Jacobo Playfair pasó en medio de las boyas quemarcaban el canal dejando al SSO el faro de Char-leston, visible por encima de los terraplenes de laisla Morris. Había izado el pabellón de Inglaterra ynavegaba con maravillosa rapidez por entre aquellospasos.

Cuando hubo dejado a estribor la boya de laCuarentena, avanzó libremente por la bahía. MissHalliburtt estaba en pie en la toldilla contemplando

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la ciudad donde su padre estaba cautivo, y los ojosse le llenaron de lágrimas.

Por fin el buque moderó su marcha, por ordendel capitán, rozó las puntas de las baterías del Sur ydel Este y no tardó en estar amarrado al muelle en elNörth–Commercial wharf.

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VII

UN GENERAL SUDISTA

En el muelle de Charleston se reunió una mul-titud inmensa que acogió al Delfín con hurras yaplausos. Los habitantes, bloqueados por mar, noestaban acostumbrados a recibir visitas de buqueseuropeos, y se preguntaban con estupor qué iba ahacer en sus aguas aquel magnífico barco que os-tentaba con orgullo el pabellón inglés; pero, cuandose supo el objeto porque había franqueado los pasosde Sullivan, cuando cundió la voz de que su carga-mento era contrabando de guerra, las aclamacionesredoblaron el entusiasmo no tuvo límites.

Jacobo Playfair se puso inmediatamente al hablacon el general Beauregard, comandante militar de la

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plaza, el cual recibió muy bien al joven capitán quelegaba en el momento más oportuno para proveer asus soldados del vestuario y municiones que tantonecesitaban. Se convino en que la descarga se haríasin pérdida de momento, y numerosos brazos acu-dieron en ayuda de los marineros ingleses.

Antes de saltar a tierra, miss Halliburtt hizo aJacobo las más apremiantes recomendaciones rela-tivas al prisionero. El capitán hablase consagradopor completo al servicio de la, joven.

–Miss–le dijo –, puede usted contar conmigo:haré hasta lo imposible por salvar a su padre, peroconfío en que no será preciso vencer grandes difi-cultades. Hoy sino veré al general Bauregard y, sinpedirle bruscamente la libertad de mister Halliburtt,sabré por él en qué situación se encuentra, si estálibre bajo su palabra o encarcelado.

–¡Pobre padre mío! – sollozó la joven–. No sa-be que su hija está tan cerca de él... ¡Ah! ¡que nopueda arrojarme en sus brazos!

–Un poco de paciencia, miss Jenny pronto leabrazará usted. No dude de que haré cuanto pueda,pero procediendo con circunspección y tino.

Fiel a su promesa, Jacobo, después de habertratado como negociante los asuntos de su casa, en-

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tregado el cargamento del Delfín y ajustada la com-pra, a vil precio, de una inmensa cantidad de algo-dón, hizo recaer la conversación sobre los asuntosdel día.

–Según eso –dijo al general Bauregard –, ¿creeusted en el triunfo de los esclavistas?

–No dudo ni por un momento de nuestra victo-ria respecto a Charleston; el ejército de Lee hará ce-sar muy pronto el cerco. Además, ¿qué se puedeesperar de los abolicionistas? Supongamos y es mu-cho suponer, que caigan en su poder las ciudadescomerciales de Virginia, de las dos Carolinas, deGeorgia, de Alabama, del Mississipí ¿qué sucederádespués? ¿Serán dueños de un país que jamás po-drán ocupar.? No, por cierto. Por mi parte, creo quesu victoria les pondrá en grave apuro.

–¿Está usted seguro de sus soldados? – pre-gunté el capitán–. ¿No teme que Charleston se cansede un sitio que es su ruina?

–¡No! no temo la traición. Además, los traidoresserían sacrificados sin piedad: yo mismo pasaría laciudad a sangre y fuego si sorprendiera en ella elmenor movimiento unionista. Jefferson Davis meha confiado Charleston, y Charleston está en manosseguras.

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–¿Tiene usted Prisioneros nordistas? – dijo Ja-cobo llegando a lo más interesante para él.

–Sí, capitán. En Charleston empezó el fuego dela escisión. Los abolicionistas que se hallaban aquí,quisieron resistir, pero, después de haber sido bati-dos, quedaron prisioneros de guerra.

–¿Y son muchos?–Unos cien.–¿Que andan libres por la ciudad?–Anduvieron hasta el día en que descubrí una

conjuración formada por ellos. Su jefe había llegadoa establecer comunicaciones con los sitiadores queestaban instruidos de la situación de la ciudad. Hice,pues, encerrar a esos huéspedes peligrosos, y mu-chos da esos federados sólo saldrán de la cárcel pa-ra subir al glacis deja ciudadela, donde diez balasconfederadas darán al traste con su federalismo.

–¡Cómo! ¿fusilados? –exclamó el joven capitán,sobresaltándose a pesar suyo.

–Sí, y su jefe antes que todos. Es un hombremuy resuelto y peligroso en una ciudad sitiada. Heenviado su correspondencia a la presidencia deRichmond y, antes de ocho días, su suerte se habráfijado irrevocablemente.

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–¿Quién es ese hombre?–preguntó Jacobo conla más perfecta indiferencia,.

–Un periodista de Boston, un abolicionista ra-bioso, el alma condenada de Lincoln.

–¿Cómo se llama?–Jonatás Halliburtt.–¡Pobre hombre!–dijoJacobo tratando de ocul-

tar su emoción –. Cualquiera que sea su delito me dalástima. ¿Y cree usted que será fusilado?

–Estoy seguro – respondió Bauregard–. ¿Qué levamos a hacer? La guerra es la guerra. Cada cual sedefiende como puede.

–En fin, no tengo nada que ver en este asunto;cuando esa ejecución se lleve a cabo, ya estaré muylejos.

–¡Cómo! ¿piensa ya marchar?–Sí, general, soy comerciante ante todo. Termi-

nado el cargamento de algodón, saldré al mar. Heentrado en Charleston, pero necesito salir. Esa es lacuestión. El Delfín es un buen barco, capaz de desa-fiar a la carrera a todos los buques federales, pero,por mucho que corra, más corre una bala, de aciento, y uno de esos proyectiles en su casco o en sumáquina, haría fracasar toda mi combinación co-mercial.

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–Como usted guste, capitán –repuso Beaure-gard–. Nada puedo aconsejarle. Cumple usted consu deber, y hace bien. Yo haría lo mismo en su lu-gar. Además, la estancia en Charleston es pocoagradable; una bahía en que llueven bombas no esun buen abrigo para un buque. Así, pues, puedezarpar cuando quiera. Pero, dígame, ¿qué fuerza, ynúmero tienen los cruceros federales que hay de-lante de Charleston?

Jacobo Playfair satisfizo lo mejor que pudo lacuriosidad del general y se despidió con la mayorcortesía. Después volvió al Delfín, muy preocupado ytriste.

–¿Qué diré a miss Jenny?–pensaba–. No puedodecirle la verdad. Mejor es que ignore los peligrosque la amenazan. ¡Pobre hija!

Aun no había dado cincuenta pasos fuera de lacasa del gobernador, cuando tropezó con Crocks-ton. El digno americano le acechaba desde su salida.

–¿Qué hay, capitán?Jacobo miró con fijeza a Crockston, y éste com-

prendió que las noticias no eran buenas.–¿Ha visto usted a Bauregard? –preguntó.Sí – respondió Jacobo.–¿Le ha hablado de mister Halliburtt?

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–No. Me ha hablado él.–¿Y qué?–Que... ¿se puede decir todo, Crockston?–Todo, capitán.–Pues bien, ¡el general Bauregard me ha dicho

que tu amo será fusilado antes de ocho días!En lugar de desesperarse, como hubiera hecho

otro cualquiera, el americano sonrió ligeramente yexclamó:

–¡Bah! ¿Qué importa?–¡Cómo qué importa! –exclamó Playfair. ¿No te

he dicho que mister Halliburtt va a ser fusilado?–Sí, pero antes de seis días estará a bordo del

Delfín, y antes de siete, el Delfín estará en medio delOcéano...

–¡Bien! –dijo el capitán estrechando la mano deCrockston–. Te comprendo, valiente. Eres hombrede resolución, y yo, pese al tío Vicente y al carga-mento del Delfín, me dejo hacer pedazos por missJenny.

–Nada de hacerse pedazos – respondió el ame-ricano –, porque con eso sólo los peces salen ga-nando. Lo esencial es salvar a mister Halliburtt.

–Será muy difícil, como comprendes.–No tanto.

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–Está estrechamente vigilado.–Es claro.–La evasión ha de ser casi milagrosa.–¡Bah! –dijo Crockston –; un prisionero esta

más poseído de la idea de salvarse que sus guardia-nes de la de conservarle preso. Luego un prisionerodebe siempre conseguir libertarse. Todas las proba-bilidades están en su favor. Mister Halliburtt, graciasa nuestras maniobras, se salvará.

––Tienes razón.–Siempre.–Pero, ¿cómo le las compondrás? Se necesita un

plan, es preciso tomar precauciones.–Pensaré.–Pero miss Jenny, así que sepa, que de un mo-

mento a otro puede llegar la sentencia de muerte desu padre...

–Eso se arregla no diciéndole nada.–Sí, que lo ignore; vale más para ella y para no-

sotros.–¿Dónde está encerrado mister Halliburtt? –

preguntó Crockston.–En la ciudadela –respondió Jacobo.–Perfectamente. Ahora vamos a bordo.–Vamos a. bordo, Crockston.

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VIII

LA EVASIÓN

Jenny, sentada en la toldilla del Delfín, esperabaimpaciente, y ansiosa la vuelta del capitán. Así queeste regresó, sus labios no pudieron articular ni unapalabra, pero sus ojos interrogaban a Jacobo Pla-yfair con mayor elocuencia.

Jacobo y Crockston sólo hicieron saber a la jo-ven los hechos relativo á a la prisión de su padre. Elcapitán dijo que, habiendo sondeado a Bauregardacerca de los prisioneros y no habiéndole halladomuy favorable a ellos, se había mantenido en pru-dente reserva para proceder según las circunstan-cias.

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–No estando mister Halliburtt libre por la ciu-dad, será más difícil su fuga; pero le juro, miss Jen-ny, que el Delfín no dejará la rada de Charleston sintener a bordo a su padre de usted.

–Gracias, señor Playfair –dijo Jenny–. Le doygracias con toda mi alma.

Al oír estas palabras, Jacobo sintió que el cora-zón le daba, saltos en el pecho. Se acercó a, Jennycon la mirada húmeda y las palabras temblorosa. Talvez iba a hablar, a confesar sus sentimientos, peroCrockston intervino.

–No es éste el momento de enternecerse –dijo –. Hablemos, y hablemos cuerdamente.

–¿Tienes algún plan, Crockston? – preguntó lajoven.

–Siempre tengo un plan –respondió el america-no–. Esa es mi especialidad.

–Pero, ¿es bueno?–dijo Jacobo.–Excelente; todos los ministros de Washington

juntos no podrían imaginar otro mejor. Es como situviéramos ya a bordo a mister Halliburtt.

Crockston hablaba con tanta seguridad y mani-fiesta, adhesión, que no había medio de dudar desus palabras.

–Te escuchamos, Crockston –dijo Playfair.

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–Usted, capitán, irá a pedir al general Beaure-gard un servicio que no le negara.

–¿Cuál?–Le dirá que tiene usted un pícaro, perdido que,

durante la travesía, ha excitado la tripulación a la re-beldía; le pedirá que durante su permanencia enCharleston, lo tenga encerrado en la ciudadela; perocon la condición de devolverlo al partir, para quepueda usted entregarlo a la justicia de su país.

–Haré todo eso –dijo Jacobo sonriendo– ¿y elgeneral aceptará gustoso?

–Estoy seguro de ello –repuso Crockston.–Pero me falta una cosa.–¿Qué?–El pícaro.–Está delante de usted.–¡Cómo! ese pillastre...–Soy yo, con su permiso.–¡Oh corazón noble y valiente!–exclamóJenny,

apretando con sus pequeñas manos las callosas delamericano.

–¡Crockston! ¡amigo mío! –dijo Playfair –, tecomprendo; y sólo siento no poder ocupar tupuesto.

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–Cada uno a su papel.– replicó Crockston. Enmi puesto se vería usted mucho más apurado queyo. Bastante tendrá que hacer luego para salir de larada, bajo el cañón de los federales y el de los con-federados; cosa que yo haría bastante mal.

–Continúa.–Una vez dentro de la ciudadela, –la conozco al

dedillo –, veré cómo me las compongo, pero me lascompondré bien. Entretanto, cargará usted su bar-co.

–¡Oh! los negocios me importan ya muy poco –exclamó el capitán.

–Nada de eso. ¿Qué diría el tío Vicente? Haga-mos marchar a la par los sentimientos y las opera-ciones mercantiles. Así evitaremos sospechas.¿Pueda usted estar preparado dentro de seis días?

–Sí.–Pues haga que el Delfín esté dispuesto a salir el

día 22.–Lo estará.El día 22, por la noche –fíjese bien –, vaya usted

en una embarcación con sus mejores hombres aWite–Pont, al extremo de la ciudad. Espere hasta lasnueve y verá aparecer a mister Halliburtt con este suservidor.

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–Pero, ¿cómo podrán huir los dos?–Eso es cuenta, mía.–Querido Crockston – dijo Jenny –, ¡vas a

arriesgar tu vida por mi padre!–No tema por mí, miss Jenny, no arriesgo nada.–¿Cuándo es preciso hacer que te encierren? –

preguntó Jacobo.–Hoy mismo. Estoy desmoralizando la tripula-

ción. Cuanto antes mejor.–¿Quieres dinero? puede serte útil.–¿Para comprar un carcelero? Nada, de eso. El

procedimiento es demasiado tonto, pues el carcelerosuele quedarse con el dinero y con el preso. Tengomedios más seguros. Es preciso poder beber en ca-so de necesidad.

–Y emborrachar al carcelero.–No; un carcelero borracho lo echa todo a per-

der. Tengo mi idea; déjeme hacer.–Toma diez dollars.–Es demasiado; pero le daré la vuelta.–¿Estás dispuesto?–Completamente dispuesto a ser un pillo redo-

mado.–Vamos, pues.

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–Crockston –dijo la joven con voz conmovida–¡eres el hombre más honrado que hay bajo la capadel cielo!

–No me extrañaría – repuso el americano sol-tando la carcajada. A propósito, capitán. Una reco-mendación importante.

–Veamos.–Si él general le propone ahorcar al tunante que

quiere usted encerrar, pues ya sabe que los militarestodo lo arreglan así...

–¿Qué?–Le dirá usted que necesita reflexionar.–Te lo prometo.Aquel mismo día, con gran asombro de la tri-

pulación, que no estaba en el secreto, Crockston,con esposas en las manos y cadenas en los pies, fuedesembarcado entre diez marineros, y media, horadespués, a petición del capitán Jacobo Playfair, elmalvado, atravesaba las calles de la ciudad, y, a pesarde su resistencia, era encerrado en la ciudadela, deCharleston.

Durante aquel día, y el siguiente se descargó conrapidez el Delfín. Las grúas del vapor elevaban sindescanso el cargamento europeo para hacer sitio alindígena. La población de Charleston asistía a aque-

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lla interesante operación, ayudando y felicitando alos marineros. Los sudistas los daban grandesmuestras de afecto, pero Jacobo Playfair no les dejótiempo de aceptar las atenciones de los americanos;no les dejaba a sol ni sombra, exigiéndoles una, ac-tividad de que los marineros del Delfín no sospecha-ban la causa.

Tres días después, el 18 de enero, empezaron aamontonarse en la sentina las primeras balas de al-godón. Aunque Jacobo ya no se ocupaba en ella, lacasa de Playfair y Compañía efectuaba una excelenteoperación, pues había comprado a ínfimo precio,todo el algodón que obstruía los almacenes deCharleston.

Entretanto, no se había recibido ninguna, noti-cia de Crockston. Jenny, aunque no decía nada, su-fría crueles angustias. Su rostro, alterado por eltemor, hablaba por ella, Y Jacobo procuraba tran-quilizarla.

–Tengo plena confianza, en Crockston – le de-cía.

–Es un fiel servidor; usted que le conoce mejorque yo, debe estar tranquila. Dentro de tres días po-drá usted abrazar a su padre.

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–¡Señor Playfair! –exclamó la joven–. ¿Cómopodremos mi padre y yo pagar su abnegación?

–Se lo diré cuando estemos en aguas inglesas –respondió el capitán.

Jenny le miró, bajó los ojos, que se llenaron delágrimas, y regresó a su camarote.

Jacobo esperaba que, hasta el momento en queel padre se hallara fuera de peligro, la joven ignora-ría su terrible situación; pero en este último día, laindiscreción de un marinero descubrió la verdad. Larespuesta del gabinete de Richmond había llegado lavíspera, por una estafeta, que había podido forzar lalínea del bloqueo. Contenía la sentencia de muertede Jonatás Halliburtt, que debía ser pasado por lasarmas al día siguiente por la mañana. La noticia ha-bía cundido por la ciudad, habiéndola llevado abordo uno de los marineros del Delfín. La comunicóa su capitán, sin sospechar que miss Jenny podíaoírla. La joven lanzó un grito desgarrador y cayó sinconocimiento sobre cubierta. Jacobo la transportó asu camarote y fueron necesarios los cuidados másasiduos para volverla a la vida.

Cuando abrió los ojos, vio al capitán que con undedo en los labios, le recomendaba silencio. La jo-ven se vio obligada A callar, conteniendo los arre-

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batos de su dolor, y el capitán, inclinándose hacia suoído, le dijo:

–Jenny, antes de dos horas su padre estará ensalvo, a su lado, o yo habré muerto en la empresa.

Después, salió de la toldilla, diciendo para sí:–Ahora es preciso apoderarse de él a toda costa,

aun cuando deba pagar su libertad con mi vida, y lade mi tripulación.

Había llegado la hora de obrar. La estiba, delDelfín había terminado aquella mañana; sus bodegasestaban llenas de carbón. Podía partir dentro de doshoras. Jacobo le habla hecho salir del North–Com-mercial wharf y colocar en plena rada; a fin de aprove-char la pleamar a las nueve de la noche.

Daban las siete cuando Jacobo se separaba deJenny. El capitán hizo empezar los preparativos demarcha. Hasta entonces, el secreto había permane-cido oculto entro él, Crockston y Jenny, pero enaquel momento juzgó oportuno poner a su segundoal corriente de la situación. Así lo hizo inmediata-mente.

–Estoy a sus órdenes –respondió Mathew, sinhacer la menor observación–. ¿A las nueve?

–Sí. Haga usted encender los fuegos y que seactiven.

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–Perfectamente.–Mande usted colocar un farol en el tope del

palo mayor. La noche está obscura y se levanta labruma. No conviene que podamos extraviarnos alregresar a bordo. Debe tomar también la precauciónde hacer sonar la campana desde las nueve.

–Se cumplirán sus órdenes.–Y ahora, señor Mathew –añadió Jacobo –,

mande arriar la lancha y que la tripulen los seis ma-rineros más robustos y mejores remeros. Parto aWhite–Point. Le recomiendo a miss Jenny durantemí ausencia. Dios nos proteja, señor Mathew.

–¡Dios nos proteja! –respondió el segundo.E inmediatamente mandó encender los fogones

y activar el fuego. En pocos minutos, el Delfín quedópreparado. Jacobo se despidió de Jenny y bajó a sulancha, desde la cual pudo ver los torrentes de ne-gro humo que se perdían en la obscura niebla delcielo.

Profundas eran las tinieblas; había caído elviento; silencio absoluto reinaba en la inmensa rada,cuyas aguas parecían dormidas. Algunas luces ape-nas perceptibles temblaban en la bruma. Jacobo sehabía ere puesto al timón y con mano segura dirigíasu embarcación hacia White–Point. El trayecto era

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de dos millas. Durante el día, Jacobo había tomadopuntos de orientación, de modo que le fue fácil lle-gar en línea recta al cabo de Charleston.

Las ocho daban en San Felipe cuando la, proa,de la lancha tocó en Withe–Point.

Faltaba una hora para el momento preciso fija-do por Crockston. El muelle estaba absolutamentedesierto; sólo el centinela de la batería del Sur y delEste se paseaban a veinte pasos. Jacobo devorabalos minutos. El tiempo no corría como deseaba su¡ni, paciencia.

A las ocho y media, se oyó ruido de pasos. Dejóa sus hombres con los remos preparados, y se lanzóhacia delante. Al cabo de diez minutos se encontrócon una ronda de guardacostas; eran veinte hom-bres, y Jacobo sacó un revólver de su cinturón, de-cidido a usarlo en caso de necesidad. Mas, ¿quépodía hacer contra aquellos soldados que descen-dieron hasta el muelle?

Allí, el jefe de la ronda se acercó a él y, viendo lalancha, preguntó a Jacobo:

–¿Qué embarcación es ésa?–La lancha del Delfín –respondió el joven.–¿Y usted quién es?–El capitán Jacobo Playfair.

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–Le creía en los pasos de Charleston.–Voy a zarpar; debía estar ya en camino, pero...–¿Pero?... – preguntó con insistencia el jefe de la

ronda.Una idea repentina, cruzó por la mente del ca-

pitán que respondió:–Uno de mis marineros está encerrado en la

ciudadela, y a fe mía, lo tenía olvidado. Afortuna-damente, me he acordado cuando aun era tiempo yha enviado a algunos de mis marineros a buscarle.

–¡Ah! ¿aquel tuno que quiero usted llevar a In-glaterra?

–¡Aquí también le hubieran podido ahorcar! –dijo el soldado riendo.

–Lo creo –repuso Jacobo –, pero vale más hacerlas cosas en debida forma.

–Vaya, buen viaje, capitán, y desconfíe de lasbaterías de la isla de Morris.

–No tenga usted cuidado, Creo poder salir co-mo he entrado.

–Buen viaje.Y la ronda se alejó, quedando silenciosa la playa.En aquel momento, dieron las nueve. Era el

momento señalado. Jacobo oía los latidos de su co-razón... Resonó un silbido... El capitán del Delfín

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respondió con otro, y después prestó atento oído,recomendando, con la mano, el más absoluto silen-cio a sus marineros. Apareció un hombre, envueltoen una ancha manta, mirando a uno y a otro lado.Jacobo corrió hacia él Mister Halliburtt?

–Yo soy – respondió el hombre de la manta.–¡Loado sea Dios! –exclamó Jacobo Playfair–.

Embárquese, usted enseguida... ¿Y Crockston?–¡Crockston! –repitió mister Halliburtt–. ¿Qué

quiere usted decir?–Quien le ha salvado y conducido hasta aquí, ha

sido su fiel criado Crockston.–El hombre que me acompañaba es el carcelero

de la ciudadela.–¡El carcelero! – exclamó Jacobo.No entendía nada y le asaltaban mil temores.–¡Ah sí, el carcelero! –dijo una voz muy cono-

cida –. ¡El carcelero duerme como una marmota micalabozo!

–¡Crockston! ¡Eres tú! ¡tú! –gritó mister Halli-burtt.

–Nada de conversación, mi amo. Todo se lo ex-plicaremos. Le va la vida. ¡A bordo, a bordo!

Los tres hombres entraron en la lancha.–¡Boga! –ordenó el capitán.

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Los seis remos entraron en sus escálamos.Y la lancha se deslizó como un pez sobre las

obscuras olas de Charleston–Harbour.brazas de la embarcación. Crockston oyó pasar

un cuerpo rápido que podía ser un proyectil.La campana del Delfín se había lanzado a vuelo.

La lancha se acercaba. Algunos golpes de remo hi-cieron que atracasen, y pocos segundos después,Jenny caja en brazos de su padre.

La lancha fue izada enseguida y Jacobo subió ala toldilla.

–Señor Mathew, ¿hay presión?–Sí, capitán.–Corte la amarra, y a toda máquina.Algunos minutos después, las dos hélices lleva-

ban el buque hacia el paso principal, separándoledel fuerte Sumter.

–Señor Mathew–dijo Jacobo –, no podemospensar en tomar los pasos de Sullivan, pues caería-mos bajo el fuego de los confederados. Acerqué-monos cuanto podamos ala derecha de la rada,aunque nos expongamos a recibir los proyectiles fe-derales. ¿Tiene usted un hombre seguro en el ti-món?

–Sí, capitán.

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–Mande apagar todas las luces. Demasiado nosvenden los reflejos de la máquina que no se puedenocultar.

El Delfín marchaba con suma rapidez; pero alacercarse a la derecha del Charleston–Harbour, ha-bía tenido que seguir un canal que le acercaba mo-mentáneamente al fuerte Sumter, y no se hallaba amedia milla de éste, cuando todas sus cañoneras seiluminaron a la vez, y un diluvio de hierro pasó pordelante del buque, resonando una espantosa deto-nación.

–¡Demasiado pronto, torpes! –gritó Jacobosoltando una carcajada –¡Fuerce, maquinista! ¡Espreciso pasar entre dos andanadas!

Los fogoneros activaron. Todo el Delfín gemía alos esfuerzos de su máquina, como si fuera a desha-cerse.

Resonó una segunda detonación y otra graniza-da de proyectiles silbó detrás del barco.

–¡Demasiado tarde, imbéciles! – exclamó el jo-ven capitán.

–Ya nos hemos librado de uno –gritó Crocks-ton desde la toldilla–. Dentro de algunos minutosno habrá que temer a los confederados.

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–¿Crees que no tenemos ya más que temer delfuerte de Sumter? – preguntó Jacobo.

–Nada,. Pero sí del fuerte Moultrie, al extremode la punta Sullivan, aunque sólo nos molestará porespacio de medio minuto. Que apunten bien, siquieren tocarnos. Nos acercamos.

–¡Bien! la posición del fuerte Moultrie nos per-mite entrar de lleno en el canal principal. ¡Fuego,pues, fuego!

En el mismo instante, como si Jacobo hubieramandado por sí mismo el fuego de las baterías, unatriple línea de relámpagos iluminó el fuerte. Oyóseun espantoso estrépito y se produjeron chasquidos abordo del buque.

–¡Nos han tocado! – exclamó Crockston.–¡Señor Mathew! – gritó el capitán a su segun-

do, que estaba en la proa –. ¿Qué hay?–El penol del bauprés en el agua.–¿Hay heridos?–No.–¡Pues al diablo la arboladura! Derechos al pa-

so, ¡adelante! ¡Gobierne hacia la isla!–¡Se han fastidiado los confederados! –gritó

Crockston– ¡Si hemos de recibir balas, que sean delNorte! ¡Se digieren mejor!

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No se habían evitado todos los peligros; el Delfínno podía cantar victoria, pues aunque la isla de Mo-rris no estaba aún: armada, con las temibles piezasque se establecieron en ella algunos meses más tar-de, sus cañones y morteros bastaban y sobraban pa-ra echar a pique buques como el Delfín.

El fuego de los fuertes Sumter y Moultrie habíadado el alerta a los federales de la isla, y a los bu-ques del bloqueo. Los sitiadores, aunque no com-prendían aquel ataque nocturno, que no parecíadirigido conque ira ellos, debían estar dispuestos aresponder.

Sobre esto reflexionaba, Jacobo al avanzar hacialos pasos de Morris, y tenía motivo para temer, puesal cabo de un cuarto de hora multitud de luces sur-caban las tinieblas cayendo una lluvia de granadasalrededor del buque, y haciendo saltar agua por en-cima de sus bordas; algunas llegaron a herir la cu-bierta del Delfín, pero por su base, lo cual le salvó deuna pérdida segura. En efecto, aquellas granadas,como se supo después, debían romperse en cienfragmentos y cubrir cada una, una superficie de 120pies cuadrados, con fuego griego imposible de apa-gar, y que ardía por espacio de veinte minutos. Unasola de aquellas bombas podía incendiar una nave.

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Afortunadamente para el Delfín, aquellos pro-yectiles de nueva invención, eran muy defectuosos;lanzados al aire, un falso movimiento de rotaciónlos mantenía inclinados y en el momento del choquecaían sobre su base, en vez de golpear con la puntadonde, estaba la espoleta de percusión. Ese defectode construcción salvó al Delfín, pues la caída deaquellas granadas de poco peso, no le hizo gran da-ño y continuó avanzando por el paso.

En aquel momento, a pesar de las órdenes deJacobo Halliburtt y su hija fueron a reunirse a él so-bre la toldilla. Jenny declaró que no se separaría delcapitán aunque éste se opusiera.

Mister Halliburtt, que acababa de saber cuánnoble había sido la conducta de Jacobo, le estrechóla mano sin poder articular una palabra.

El Delfín avanzaba con gran ligereza hacia altamar; le bastaba seguir el paso durante otras tres mi-llas para hallarse en el Atlántico; si el paso estabalibre en su entrada, se había salvado. Como Playfairconocía, maravillosamente todos los secretos de labahía de Charleston, dirigía su buque entre las tinie-blas con admirable seguridad. Podía esperar que suatrevida marcha le proporcionaría un feliz resultado,cuando el vigía, gritó :

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–¡Un buque!–¿Un buque? – gritó Jacobo.–¡Sí, por babor!La niebla, que se había elevado, permitía distin-

guir una gran fragata, que maniobraba para cerrar elpaso al Delfín. Era necesario a toda costa ganarle envelocidad, pidiendo a la máquina, un exceso defuerza impulsiva; si no todo estaba perdido.

–¡Toda barra a estribor! – gritó el capitán.Y se lanzó al puente colocado sobre la máquina.

Por orden suya, se detuvo el movimiento de unahélice, y por el impulso de la otra, el Delfín viró conrapidez maravillosa, en un círculo muy reducido.Así evitó correr hacia la fragata federal y avanzócomo ello hacia la entrada del paso. La cuestión erade rapidez.

Jacobo comprendió que en ello estribaba su sal-vación, la de Jenny y su padre, la de toda la tripula-ción. La fragata, llevaba considerable delantera. Lostorrentes de negro humo que brotaban de su chi-menea, revelaban que forzaba sus fuegos. Jacobo noera hombre capaz de darse por vencido.

–¿Cómo estamos? –preguntó al maquinista.–En el máximum de presión –contestó éste –.

El vapor se escapa por todas las válvulas.

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–¡Cárguelas! –Mandó el capitán.,Sus órdenes se ejecutaron a riesgo de volar el

buque.El Delfín marchó aun más deprisa; los émbolos

funcionaban con espantosa precipitación; todas lasplanchas de asiento de la máquina temblaban. Elespectáculo hacia estremecer los corazones mástemplados.

–¡Fuercen! –gritaba Jacobo–. ¡Fuercen siempre!–Imposible –respondió el maquinista–. Las vál-

vulas están herméticamente cerradas y los hornillosestán llenos hasta la boca.

–¿Qué importa? ¡se pueden atacar con algodónimpregnado de espíritu de vino! ¡Es preciso a todacosta, dejar atrás a la maldita fragata!

Al oír semejantes palabras, los más intrépidosmarineros se miraron, pero nadie vaciló. Se echarona la Cámara de la máquina algunas balas de algodón,y se desfondó en ella un barril de espíritu de vino.La nueva materia combustible se introdujo, no sinpeligro, en los incandescentes hornillos. El rugidode las llamas no permitía que los fogoneros se oye-sen. Pronto las planchas de los hornillos llegaron alrojo blanco; los émbolos iban y venían como los deuna locomotora; los manómetros marcaban una

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tensión espantosa; el barco volaba; sus junturas cru-jían; por sus chimeneas brotaban llamas mezcladascon el humo. Su velocidad era vertiginosa, insensatapero ganaba espacio sobre la fragata; la rebasaba, yal cabo de diez minutos estaban fuera del canal.

–¡Nos hemos salvado! –gritó el capitán.–¡Nos hemos salvado! –repitió la tripulación

batiendo palmas.Ya el faro de Charleston empezaba a desapare-

cer hacia el Sudoeste, palideciendo su brillo, y pare-cía que el Delfín se hallaba fuera de peligro, cuandouna bomba, disparada por una cañonera que cruza-ba al largo, zumbó en las tinieblas. Podía seguirse surastro a causa de la espoleta, que dejaba tras sí unalínea de fuego.

Aquél fue un momento de indescriptible ansie-dad todos callaban mirando con espantados ojos laparábola descrita por el proyectil; nada podía hacer-se para evitarla; después de medio minuto cayó conhorrible estruendo sobre la proa del Delfín.

Los marineros, horrorizados, se refugiaron en lapopa; nadie se atrevía a dar un paso, mientras la es-poleta crepitaba.

Pero un hombre, valiente, entre los valientes,corrió hacia aquel formidable artificio de destruc-

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ción: era Crockston. Tomó la bomba en sus brazosvigorosos, y mientras millares de chispas se des-prendían de la espoleta, la arrojó, haciendo un so-brehumano esfuerzo, por encima de la borda..

Apenas había llegado a la superficie del agua,estalló la bomba con espantosa detonación.

–¡Hurra! ¡hurra! –exclamó en coro la tripulaciónmientras Crockston se frotaba las manos.

Poco después el Delfín surcaba las aguas delAtlántico; la costa americana desaparecía, entro lastinieblas y los fuegos lejanos que se cruzaban en elhorizonte, indicaban que el ataque era general entrelas baterías de la isla Morris y los fuertes de Char-leston–Halrbour.

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X

SAN MUNGO

Al amanecer del día siguiente, había desapareci-do la costa americana. No se veía un buque. El Del-fín, moderando la velocidad terrible de su marcha, sedirigió más tranquilamente hacia las Bermudas.

Inútil es referir la travesía del Atlántico; duranteel viaje de regreso no ocurrió nada, digno de notar-se, y diez días después de la salida de Charleston, sereconocían las costas de Irlanda.

¿Qué pasó entre Jacobo y Jenny, que no hayanadivinado los menos perspicaces? ¿Cómo podíamister Halliburtt pagar a su salvador valiente y ge-neroso, sino haciéndole el más feliz de los hom-bres? Jacobo Playfair no esperó la llegada a las

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aguas inglesas para declarar al padre y a la hija la pa-sión que rebosaba de su corazón, y si hemos de darcrédito a Crockston, Jenny recibió semejante confe-sión con una alegría, que no trató de disimular.

Sucedió, pues, que el 14 de febrero del presenteaño, una multitud inmensa se hallaba reunida bajolas macizas bóvedas de San Mungo, la antigua cate-dral de Glasgow. Allí había un poco de todo: mari-nos, comerciantes, industriales, magistrados. Elvaliente Crockston servía de testigo a miss Jenny,que lucía elegante vestido de novia; el buen hombreresplandecía en su traje de color verde manzana conbotones de oro. El tío Vicente estaba orgulloso allado de su sobrino.

En una palabra, se celebraba la boda de JacoboPlayfair, de la casa de Vicente Playfair y Compañíade Glasgow, con miss Jenny Halliburtt de Boston.

La ceremonia se efectuó con gran pompa. Todoel mundo conocía la historia del Delfín, y todo elmundo creía, que el joven capitán recibía, una justarecompensa: sólo él la consideraba excesiva.

Por la noche hubo gran fiesta en casa del tío Vi-cente: gran baile, gran comida y gran distribución dechelines a la multitud reunida en Gordon–Street. En

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aquel memorable festín, Crockston, sin salirse de losjustos límites, hizo prodigios de voracidad.

Todos se alegraban de aquella boda: unos porver labrada su felicidad propia; otros por ver la aje-na, cosa que no siempre, sucede en ceremonias deeste género.

Así que se retiraron los convidados, Jacobo Pla-yfair fue a abrazar a su tío, que lo besó en los doscarrillos.

–¿Y bien, tío Vicente? –dijo el sobrino.–¿Y bien, sobrino Jacobo? – repitió el tío.–¿Está usted satisfecho del cargamento que he

traído a bordo del Delfín? – añadió el capitán Pla-yfair, señalando a su valiente esposa.

–¡Ya lo creo! – respondió el digno comerciante–. He vendido el algodón, con 375 por 100 de bene-ficio.

FIN