lo que queda del cuerpo
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Primer recopilatorio de relatos del autor Cristian Bertolo. Editado de forma independiente. Junio de 2013.TRANSCRIPT
Cristian Bertolo
LO QUE QUEDA DEL
CUERPO
Cristian Bertolo (Argentina, 1979) es un incansable aspirante a
cocinero mediático y a fotógrafo de guerra, a estrella peluda del
rocanrrol y a un completo don nadie por derecho propio. Vive en Barcelona, donde gestiona desde hace varios años un trámite de
arraigo bastante largo y tumultuoso con las costumbres locales.
Careciendo de todo interés en adaptarse al medio a estas alturas,
decide escribir un libro que relate aquellas gestas de la juventud perdida que le vienen a la memoria de vez en cuando, y devolverlas a
la vida en forma de pequeñas historias que perdurarán en la memoria
eterna de este libro cuando ya se haya desintegrado por completo LO QUE QUEDA DEL CUERPO.
Todos los derechos reservados. Cristian Bertolo, 2013.
Maquetación y diseño de portada: Cristian Bertolo.
Ilustración de portada: Adrian Iturburu (Psicopollution X)
http://adrianiturburu.wix.com/adrianiturburu#
Contacto:
[email protected] http://facebook.com/cristian.bertolo
http://radiomotherfucker.blogspot.com
Agradecimientos.
Algunos de los relatos que aparecen en esta antología fueron
publicados en varios fanzines y revistas digitales entre las que se
destacan: Creatura fanzine, Narrativas (Esp.), Dos Disparos, Cinosargo (Chile), Escrituras Indie y en la antología Una Mirada al
Sur (Arg. 2012), a los que agradezco por el apoyo constante que
mantienen incentivando y promoviendo a la creación independiente.
Muchas gracias a Rubén Bravo de Creatura por el apoyo y a Mr. Hank Vega de Dos Disparos por la buena onda. Al compañero Iturburu por
la conexión sideral. Debo agradecer también a todos los que de alguna
manera se me han cruzado en el camino alguna vez y han sido parte de mi historia. No me acuerdo mucho de cada uno pero seguro se
sentirán identificados en algún que otro pasaje, ellos saben quienes
son. También agradezco a toda la familia Yacof, a toda la familia
Molina y a toda la familia Bértolo por estar tan cerca a pesar de las distancias, a la familia Pedro Pascual, a Ramón, a Dora, y por
supuesto, y sobre todo, le agradezco a Ella.
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ENGENDROS DE SATÁN
Éramos cuatro los que nos juntábamos a la salida de la escuelita
cristiana que se daba todos los sábados a la hora de la siesta en el salón principal para actos, que a la vez servía como oficina de los
delegados administrativos del municipio en el barrio, los lunes,
miércoles y viernes, como así también de espacio funcional para las
asambleas que oficiaban los punteros de la unidad básica “Perón o muerte, carajo” todos los sábados por la noche o los 17 de octubre sin
falta, y también como sede barrial de los Alcohólicos Anónimos los
martes y jueves de 7 a 9 de la noche y de cogedero todas las madrugadas en época estival. Ahí nos conocimos, ahí nos unió el
caprichoso destino desde aquellos tiernos momentos a transitar un
largo camino juntos en adelante. Nos conocimos en la sociedad de fomento "Unión y Progreso" del barrio Villa Esperanza, nuestro
barrio.
Siempre nos juntábamos al finalizar la escuelita cristiana, a eso de
las seis de la tarde, con nuestros cuadernos anaranjados de tapa blanda debajo de los brazos, pasándonos algún cigarrillo de esos infumables
que se solían vender por unidad mientras íbamos charlando y
caminando a paso firme las tres cuadras hasta el quiosco de Calamaro. Muy tirados en el frente del quiosco nos pasábamos el resto de la tarde
comienzo chizitos, fumando y tomando una Coca-Cola de litro que
lográbamos comprar juntando varios vueltos de los mandados que les hacíamos a nuestras madres.
Éramos cuatro, como te decía: el gordo Marcelo, Saralegui, Patito y
yo. Nos unían muchas cosas, pienso, pero lo que nos unía muy
principalmente era que nuestros padres fueran cristianos evangelistas
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practicantes y nuestro total y completo rechazo a que nos obligasen a
asistir a esas penosas escuelas de religión típicas del conurbano bonaerense por ser nosotros cuatro los más jóvenes de las familias, y
por ende, los más influenciables y obligados a hacer lo que sus padres
digan para quedar bien a los ojos de Dios. Ese siempre fue nuestro argumento común para unirnos, nuestro común denominador aparte de
nuestro fanatismo por Los Tres Chiflados, las Andanzas de Patoruzú y
el fútbol. Cuando estábamos juntos podíamos hablar de las boludeces
que realmente nos interesaban empleando todas las malas palabras sin miramientos y podíamos echarle un ojo al culo de la hija de la
quiosquera de paso, que estaba rebuena y ni en pinturas nos daba bola.
Éramos nosotros los cuatro amigos más juntos y hermanados en plena lucha por nuestro legítimo derecho a no querer que nos
obligasen más a ir a la Iglesia todos los viernes y los domingos, a ser
parte de toda esa pantomima de la felicidad y el amor a Dios.
Atacábamos al cielo con nuestro propio fuego de esta manera. Odiábamos las cadenas de oración y esas panderetas de mierda, las
manos extendidas al cielo reclamando Piedad y todo ese lloriqueo en
supuestas lenguas extinguidas. Lo odiábamos con todas nuestras fuerzas. Teníamos doce años cuando nos conocimos, y al culminar
nuestro curso de la escuela primaria nos comprometimos en acudir a
matricularnos a la misma escuela secundaria juntos: la benemérita escuela industrial E.E.T. nº45 Comisionado Fierro de Merlo.
En el segundo año del industrial fue que tuvimos que entregar un
trabajo práctico de equipo y nos reunimos en lo de Saralegui para terminarlo. Lo acabamos muy rápido, era perfecto, nos iban a dar una
buena nota por aquel trabajo práctico. Al sobrarnos el tiempo y estar la
casa sola para nosotros, nos decidimos a probar nuestro primer cigarrillo de marihuana. Patito dijo que lo había confiscado de una
caja de zapatos en donde una prima suya, aparte de guardar todas las
postales y todas las tarjetas musicales chinas de feliz cumpleaños que existan en la faz de la tierra, ocultaba la marihuana. Patito la sacó del
bolsillo de la campera de jean ya armada como un largo brazo de
gitano, y casi sin darnos cuenta nos lo estábamos pasando encendido
de mano en mano y largando su tan conocido humo dulzón a
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mezclarse con el aire encerrado del comedor de los Saralegui desde
nuestras bocas y narices. Tosimos mucho los cuatro a las primeras caladas, pero después de eso todo fue fluyendo muy
satisfactoriamente. Entonces comenzamos a reír muy alocados y a
corretear por todos lados haciéndonos jugarretas. El gordo Marcelo se quedó sentado frente al televisor y no paraba de cambiar los canales,
se quedó con la mirada atolondrada y fija en el aparato mientras un
hilo de baba le iba resbalando de la comisura de los labios gruesos.
Saralegui y yo nos fuimos rumbo a la habitación de su hermano, cuatro años mayor que él. Patito nos siguió. La pieza estaba toda
cubierta de posters y recortes de revistas por todos lados, pegados con
cinta Scotch o con Boligoma en las paredes y en el techo. Salvo el piso de rústica cerámica, ningún vestigio del cemento que se escondía
tras el empapelado se dejaba ver bajo la luz amarillenta de la lamparita
de 40 que colgaba del centro del techo. Estupefactos ante nuestra vista
nos sentamos los tres en la cama y empezamos a hurgar directamente en sus cosas sin ningún escrúpulo. Revolvimos en sus revistas Pelo y
Generación X, en sus cassettes, todos pintarrajeados de birome con
prohibido esvásticas en millones de colores y formas, que en fila reposaban muy ordenados sobre un pequeño estante encima del
equipo de música doble cassettera, que acompañaba la cabecera
derecha del catre donde también se apoyaba una guitarra imitación strato color crema marca F.A.I.M a la que Patito le sacó unas notas
que había aprendido en el Ministerio de Alabanzas de la Iglesia.
Encendimos el equipo de música y Saralegui apretó el play de la
cassettera izquierda para ver qué era lo que estaba escuchando su hermano. Al comenzar la reproducción oímos los últimos acordes de
Rudy can´t fail terminando, el silencio, y después seguido las primeras
notas de Spanish Bombs. Nos quedamos mudos patitiesos los tres. La música nos envolvió, sonaba tan bien que ejerció un poder casi
hipnotizante sobre nosotros. Nos dominó en absoluto. Al terminar el
tema, Saralegui se acercó de nuevo al aparato y apretó pause. Se dio media vuelta y desde arriba nos miró a Patito y a mí; le brillaban los
ojos marrones. Los tres nos miramos descreídos; nos brillaban los ojos
marrones. Saralegui rebobinó la cinta hasta el comienzo y de nuevo
apretó el play. London Calling. Al otro día en la escuela me aparecí
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con una cinta que le robé a mi madre rogándole a Saralegui que me
copiase el cassette entero de los Clash sobre ese que había conseguido de predicaciones del pastor Guiraldes. Patito hizo lo mismo con una
cinta de Juan Ramón. Al gordo Marcelo lo tuvimos que obligar a
hacerlo, se lo perdió todo, pero nosotros tres nos íbamos a ocupar en influenciarlo, por suerte al final cedió.
Pasaron varios meses para que al fin nos decidiésemos en armar una
banda punk los cuatro. El gordo Marcelo en bajo, Patito a la guitarra, Saralegui a la batería y yo de cantante, en principio, utilizando
algunos equipos de la iglesia que no se usaban y nos prestaba el padre
de Saralegui, diácono del Ministerio de Alabanzas de la congregación, so pretexto de juntarnos para ensayar canciones de pop evangelista
que tocaríamos para los festejos del próximo aniversario de la Iglesia.
Comenzamos a ensayar a escondidas de nuestros padres, para que no
se enterasen, logrando improvisar una salita de ensayos en la casa deshabitada que tenía en el barrio la tía del gordo, la que vivía en
capital. No nos salía nada bien. Siempre íbamos a destiempo o se nos
rompían las cuerdas y los palillos en casi todos los ensayos. Éramos un completo desastre; éramos PUNK. Intentamos tocar las canciones
de los Ramones o de los Toy Dolls miles de veces hasta que al fin nos
salieron medianamente bien. Después de un tiempo de ensayos ya teníamos un muy respetable repertorio de ocho temas: tres de los
Ramones, tres de los Toy Dolls, uno de los Violadores y un último del
nuevo cassette de Flema: Hombre Vicioso.
Al terminar un ensayo, el de un lunes, creo no mal recordar, Saralegui dió el último sorbo al resto tibio del fondo de un tetra de
vino blanco Uvita mezclado con jugo de naranja Tang y dijo: “Ya es
hora de ponernos un nombre, estuve pensando anoche en Los Escupesangre, suena bien, ¿no?”. El gordo apoyó el bajo en la pared y
me dirigió una mirada aparentemente extrañado de como yo estaba
enrollando el cable del micrófono, como intentando pensar. “Está bueno, pero me parece medio blandito... que tal Los Nietos de Puta”,
respondió. A todo esto Patito ya había acabado de guardar su guitarra
eléctrica, y sentado sobre el amplificador barato con los codos
apoyados sobre sus huesudas rodillas, mientras daba las primeras
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caladas a un cigarrillo 43/70, nos lo dijo de una vez y como
completamente compenetrado en la descodificación de un mensaje en clave que trataba de destramar, como acabado recién de recibir por
medio de una anunciación divina y única la cual debía ser comunicada
al resto de la humanidad para su útil supervivencia ante el inminente cataclismo de los tiempos, una iluminación que solo él supo recibir e
interpretar: “Ya lo tengo: LA CONCHA DE DIOS”. Y se nos hizo la
luz. Sonreímos todos en señal de aprobación. Teníamos nombre.
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UN COMEMIERDA CON DEPRESIÓN POST-VACACIONAL
Hace un calor de morirse. Regreso a casa tarde como siempre, pero esta vez de una manera pesada y cansina, arrastrando los pies por la
calzada de la vereda, despegándome la camisa del cuerpo. Es increíble
lo caliente y pesado que está el ambiente. Son las diez de la noche y todavía se mantienen las temperaturas altas casi a los mismos valores
del mediodía. Estoy roto. Vuelvo a casa. Camino unos veinte metros
esquivando los contenedores de basura del mercado aledaño, que apestosos de olor a pescado insolado, minan el acceso a la puerta
principal del edificio donde vivo. De mi bolsillo saco el manojo de
llaves, lo manoseo y toda mi atención se centra en uno de los llaveros
que lo abultan: un diminuto cortaúñas con la inscripción “I LOVE LANZAROTE”. Respiro hondo. Estoy roto. Suspiro y cruzo la puerta.
Me duelen la cabeza, los brazos, las piernas, y por supuesto el culo.
Trabajé muy duro. El elevador está roto. De nuevo. El hall huele a un encerrado mezclado con colillas de cigarrillo nacional mojado que
acentúan mi desolada percepción acerca de aquella dificultosa
situación en la que me encontraba. Debo subir por la escalera hasta el
cuarto piso, contando el entresuelo son cinco los niveles. Peor no pude encarar aquel suplicio. Con resentimiento y bronca, dedico una
gruñida acompañada de un brusco insulto acerca de la concha de la
madre del pacomanolo que rompió el elevador esta vez. Como una bolsa de huesos intento, de a poco, escalar peldaño por peldaño las
empinadas escalas de mármol reventado que enlozan la escalera
comunitaria. Una vez dentro de mi lata de sardinas, el 4º B, mi mujer, que toda estirada en el sofá desvencijado de nuestro austero living se
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dejaba llevar por el inútil aire que escupe nuestro ventilador de pie a
su cara, me recibe como siempre lo hace: con una amplia sonrisa de mil dientes y un amoroso beso de labio inflado, que creo, fueron las
mejores manifestaciones humanas que recibí en el transcurso del día.
Ella me gusta, lo sabe. Me desplomo sobre el sofá y le robo un poco de aquella ventolera bochornosa que solo le entibiaba la cara. Suspiro
de nuevo. Estoy roto. Me cuenta como le fue en el día pero yo estoy
en otra. Estoy roto. Me levanto como puedo, a duras penas. Elijo unos
calzoncillos bóxer de algodón que me calzaré después de darme la ducha reparadoramente helada que estaba saboreando a flor de piel en
mi cabeza mientras el autobús que me traía de vuelta a casa se
adentraba en el siniestro suburbio donde resido, a la que sin remilgos me entrego por completo a su frescor. El agua no sale tan fría como yo
esperaba, y la presión de la ducha hace notar la racionalización de la
misma por parte del servicio sanitario municipal ante la escasez. Al
salir del cuarto de baño, despido a mi chica hasta mañana después de apretar el botón que hace girar el plato que me calienta con rayos
ultravioletas algo de comer. Ella se levanta muy temprano todos los
días, siempre espera a que vuelva del trabajo para irse a dormir. Estoy solo. Estoy roto. En la tele no pasan una mierda. Ding. El microondas
anuncia que mi desastrosa cena está medianamente al punto. Como
siempre, saco una lata de cerveza que muy hábilmente mi mujercita guardó para mí en el congelador, la abro, y de solo escuchar el filoso
ruido que hace mi dedo empujando la pestaña que abre la lata, me
entran unas ganas de mear psicológicas que no me contengo. La birra
estaba helada. Dios bendiga a esta mujer y a toda su descendencia. Me mando a la boca como puedo los primeros bocados del masacote
reseco y a medio calentar que adorna mi plato. No lo puedo ni
masticar. Lo desecho y me concentro en la cerveza. El aire que tira el ventilador es caliente. Me rasco las bolas y me huelo los sobacos.
Hace minutos que salí de darme una ducha fría, mejor dicho, tirando a
tibia, y ya mi cuerpo destilaba algo de sudor que olía semejante al de un bebé, pero cagado. Estoy roto. Al acabarme la birra me entran
ganas de mear en serio, y un poco de cagar. Me siento en la taza del
váter, meo copiosamente, agarro un ejemplar de la revista dominical
de El País de hace cinco semanas y me pongo a ojearlo deteniéndome
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en los pies de página de las fotos que lo adornan. Se me escapa un
pedo húmedo. Dos. Comprimo un poco el vientre, solo un poco, y de un tirón descargo toda la artillería que latía en mis tripas. Huele muy
mal todo aquello. Hay una entrevista que parece muy interesante a
Vargas Llosa y un artículo encabezado con una enorme foto de un amanecer en la isla de Lanzarote. Vargas Llosa habla sólo mierda.
Lanzarote. Hace una semana estaba en Lanzarote. Aprieto una vez
más el músculo del abdomen explotando una nueva tanda tan sonora y
viciada como la anterior, que cae pesadamente desde mi irritado colon al agua del retrete. Estoy roto. Hace una semana estaba en Lanzarote
de vacaciones. La pasamos muy bien mi mujer y yo. Me suda la
frente, me tiemblan levemente las rodillas, se me duermen las nalgas sentado ahí. La menestra de verduras que comí al mediodía del menú
que se ofrece a los empleados en el comedor de personal de mi trabajo
tuvo la culpa. La culpa la tuve yo, mejor. Cada vez que como de la
menestra de verduras que preparan en el comedor de personal para el mediodía, en una u otra ocasión, durante la tarde, tengo que poner una
sirena para que se aparten de mi paso ligero hacia el baño de la planta
donde trabajo, como si estuviera persiguiendo algún malhechor en las calles de San Francisco que está a punto de hacer estallar una bomba
que destruirá el centro de convenciones donde el presidente de la
nación da un discurso acerca de cómo encarará la crisis económica y expulsará a todos los inmigrantes ilegales. O al revés, como si yo
fuese el perseguido. Me mata la mierda de comida que nos sirven a los
empleados, todas fritangas o congelados. Y encima te cobran por lo
que comes. Tienen un morro que se lo pisan. El trabajo de hoy fue extremadamente duro y comí de aquella menestra porque no había
nada mejor. Estoy roto. Me limpio el culo y tiro de la cadena. Vaya
peste. De pasada, arrastrándome hasta la cocina para limpiar el plato manchado y sacudirle al mantel las migas, enciendo el ordenador para
ver que mierda pasa. Nada. Ante mi aburrimiento, decido escribir todo
esto que lees. Me siento un poco mejor, más liviano, pero igual bastante roto. Hace una semana estaba en Lanzarote. Lanzarote. Y
ahora como mierda.
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EL DIARIO A DIARIO
A las 7 y 13 de la mañana del martes, Martín se lo entrega en la mano a Marcos con una sonrisa de drogado, que ligero y pensando en
la puntualidad del transporte público y en el café con leche de la
cafetería de la oficina, ni se percata de que lleva el cierre del pantalón abierto y de que Martín se dio cuenta y no le dirá nada.
Con el diario debajo del brazo atraviesa el parque que oxigena el
barrio de bloques a toda velocidad, de norte a sur, hasta la parada de autobuses de la avenida, donde Marcos para al 41 con un ademán y
accede a su interior subiendo por los escalones, detrás de una pareja
de ancianos; valida su abono mensual y no responde al saludo de buen
día del conductor. Sobre sus rodillas, el periódico se despliega por primera vez mientras el paisaje urbano se va tornando más
claustrofóbico y pujante según se acerca al centro de la ciudad.
Atravesando la Gran Vía, a la altura de la plaza principal, Marcos levanta la mirada y aprieta el timbre solicitando parada en la próxima
y baja; no sería hasta dentro de quince minutos que por fin se daría
cuenta de que llevaba la farmacia abierta, un compañero le avisaría en
el elevador a la novena planta, Marcos se ruborizaría pidiendo disculpas y se subiría de un tirón la cremallera justo antes de saludar
al antipático jefe de planta con un forzado buen día, ¿qué tal está?
En el autobús, una joven pareja de chinos se sienta a las 7:45 en el asiento doble que acababa de ser abandonado por Marcos, recogiendo
la joven el matojo de papeles doblado al medio con grandes titulares
impresos en letras de molde que adornan la portada, lo abre observando las fotografías con gran detenimiento. Como no entiende
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nada de lo escrito, se limita ella a observar las fotos tratando de
adivinar su contenido informativo mientras el autobús va culminando su trayecto doblando en las últimas esquinas. Al llegar a destino, el
conductor abre todas las puertas dejando bajar al pasaje; la pareja
china se apea, caminan muy tomados de la mano hasta el depósito de importaciones donde trabajan (ella es contable, él, el hijo del dueño,
ocho años menor que ella, que lleva diez en España y todavía no ha
aprendido a pronunciar ni una frase completa en el idioma local)
ubicado en una zona de fábricas y depósitos de ropa, adentrándose ambos en una calle ancha que oficia de única arteria principal por
donde los camiones que portan los pesados contenedores del puerto
entran y salen. La joven china abandona el periódico sobre la mesa de la pequeña oficina que ocupa en la importadora de ropa, al lado del
ordenador y de los gruesos legajos de la contabilidad. A eso de las 12
del mediodía una mosca negra y gorda sobrevuela el diminuto
despacho de arriba hasta abajo en caída libre y en zig zag, irritando la concentración de la joven contable con su zumbido desconcertante y
sucio. El periódico vuela por los aires hasta caer sobre un montón
espeso de cajas, que son la entrega de ropa interior que en ese preciso momento está siendo cargada en el camión de Julito (hijo de Pepa y
Francisco, marido de Marta y padre de Jordi y Micaela) no acertando
siquiera a pasarle fino al fastidioso insecto asqueroso, que seguiría haciendo de las suyas con la paciencia de la joven contable china por
el resto de la tarde, aun después de haber rociado una gran cantidad de
insecticida matamoscas que la harían también estornudar y toser
ininterrumpidamente. Cargan la última caja y Julito arranca el motor del camión, pone
primera y encara la calle de acceso por la que esa misma mañana bien
temprano bajó, hasta la rotonda, dobla a la derecha en la segunda salida y accede a la autovía con la tercera puesta. Manteniéndose en el
carril derecho y viajando a 90 km/h atraviesa cinco ciudades y dos
peajes hasta llegar a su destino, a eso de las dos de la tarde, justo para la hora de la comida y del resumen deportivo. Al abrir la puerta trasera
de la caja del camión, ve el periódico que yace en el suelo, algo
arrugado y polvoriento por el largo tramo sobre ruedas. Julio lo recoge
y observa sus fotos de la portada por encima, le quita el polvo y
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arregla sus pliegues. Descarga todo el contenido del camión, cierra el
portón con el candado y enfila para el bar donde come su menú de todos los días, con entrante, segundo plato y postre a ocho euros.
Saluda a los parroquianos y al que atiende, se sienta en la esquina de
la barra y hace su pedido. Despliega la primera página del periódico, lee unos instantes y sigue con las demás paginas hasta acabar leyendo
el horóscopo del signo de capricornio en la última, al costado de los
gráficos de la predicción del tiempo y la programación de la tele,
mientras acaba de masticar y tragar el último bocado del jugoso melón que había ordenado para postre y le pide la cuenta a un tal Manolo, el
dueño de la fonda. Paga, enciende un cigarrillo y se va.
A las 5 y 48 de la tarde, Joaquín (el sargento jubilado de la nacional que se pasa varias horas todos los días de la semana, incluidos
festivos, frente a la maquinola del Jackpot dándole a los botones y
quejándose de lo mal que lo lleva el gobierno socialista) intenta
llevarse la taza de café a la boca sin éxito durante su pausa, absorto ante la violencia de uno de los titulares que acaba de leer. El pocillo se
le resbala de la mano y cae de una manera aparatosa estallando en
muchos pedazos y manchando el suelo del bar con líquido negro. Al recuperar la conciencia tras pocos segundos, Joaquín solo atina a
cubrir el desastre con el periódico que leía.
El camarero Antonio, el del turno tarde, un hombre justo, calvo y cachetón, trae el equipo de limpieza, levanta la papeleta un poco
mojada de marrón y la desecha en la papelera de detrás de la barra, la
cual vacía a eso de las diez de la noche, cuando cierra, dentro del
pequeño cubilete municipal que se afirma en la esquina de la calle, donde un desempleado sin techo la encuentra a las 10:37 de la noche y
cree encontrarle un buen uso si se deshace de algunas páginas
manchadas. El indigente, tambaleándose y con toda su vida cargada como un
pesado y confuso equipaje sobre sus espaldas, camina cinco calles
abajo, rumbo oeste, hasta llegar al recoveco que le oficia de refugio donde descansa su bolsa de huesos todas las noches a resguardo de los
entrometidos y las inclemencias del tiempo. Desenrosca la gastada
esterilla, se recuesta y tapa su cara con el resto del periódico. Al otro
día, bien temprano, el indigente sin nombre despierta con los primeros
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ruidos de la calle a eso de las seis de la mañana, se incorpora con
cierta dificultad, recoge su petate y avanza hacia la plaza más cercana para pedirle a los tempraneros algunas monedas que le paguen un
desayuno. Junta un euro entre toda la calderilla a eso de las 9 y 20,
compra un pan de baguette, guarda el cambio en uno de los bolsillos de la raída chaqueta y se sienta en un banco de la plaza a contemplar
como las luces de la mañana primaveral lo entibian todo con su luz
clara de media mañana. Entre mordisco y mordisco ojea las primeras
páginas un poco pegoteadas del periódico gratuito de ayer. Una noticia que atraviesa sus sienes como un golpe de bala ahoga su
discernimiento. Atónito traga saliva, deja caer el periódico sobre sus
piernas todavía aferrándolo por sus extremos. Descreído, atontado por la resonancia de cada palabra en su cabeza que le comunicaba de
aquella catástrofe universal tan directa, inminente y brutal, endereza
su lectura releyendo la noticia, para ratificar, asegurar, que lo que leyó
era cierto y no fue producto de algún estado alterado de la percepción causado por la resaca de vino cabezón que soportaba. Y bien cierto
que era lo que leyó, no era una ilusión. Surcando con la mirada los
indicios de la fecha, el indigente sin nombre se da cuenta de que el periódico que había encontrado en el cubo de basura municipal la
noche anterior anunciaba las noticias del día de mañana, o sea, de ese
mismo día, miércoles, y que una de aquellas noticias en particular no era buena para absolutamente ningunos de los vivos y ocurriría a las
22 y 38, hora local, y recién al día siguiente todo el mundo se
enteraría; si es que quedaba alguno en pie. Algo debía hacer. No supo
qué.
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NEXUS, PLEXUS, SEXUS, VENUX
Fue todo un acontecimiento el arribo de los técnicos que estaban
instalando la televisión por cable en mi barrio. Cuando estos hombres se colgaban de los postes de la luz un gentío se les agolpaba debajo a
todas horas. Pibes con guardapolvos blancos de la escuela,
desempleados o amas de casa que pasaban por ahí de camino al
mercado paraban para ver atónitos como hacían la labor del tendido, algunos les traían bebidas frescas y viandas para el almuerzo, les
daban charla amena, algunas canarias los invitaban a tomar mate
después del trabajo cuando no estaban sus padres o sus maridos en casa. Todas las especulaciones a pie de vereda apuntaron a que se
trataba del finalmente feliz primer paso para la concreción de las
distintas promesas electorales de mejoras en el barrio que nunca se cumplieron, como el tendido del agua corriente, el de las cloacas o el
asfaltado de las calles de tierra. No se trataba de nada de eso, pero la
sensación de los vecinos era que de todos modos no nos sentiríamos
tan aislados del mundo en ese lodazal de almas suburbanas si disponíamos de setenta canales con los que entretener la modorra
mientras esperábamos que el plan de pavimentación por fin se
concretase en algún día de Perón de nuestra era. Mi viejo, por supuesto, contrató el servicio de cable al igual que la
mayoría de las familias vecinas, que no querían ser menos. Mi vieja
veía muchas telenovelas y el canal Crónica de noticias por los resultados al instante de los sorteos de las quinielas matutina y
vespertina de las loterías nacional y provincial; mi viejo los canales de
deporte y algunos de películas, como HBO (antes del PPV), Cinemax,
Cinecanal, a veces arriesgando horas de sueño para quedarse con mi
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madre hasta tarde haciéndole compañía porque pasaban una que le
gustaba. Yo veía Mtv y el Cartoon Network la mayoría de las veces, hasta que una vez la curiosidad me llevó a apretar el botón de la
sintonía fina que tenía el control remoto para ver de qué se trataba el
canal 18, ya que el 19 en la revista de programación figuraba como el canal donde se podían ver los clásicos de futbol de los domingos,
previa adquisición de un aplique especial que se conectaba en la
entrada de la antena del televisor y los descodificaba. Parecía que con
el 18 pasaba lo mismo, pero era otro tipo de descodificador el que se necesitaba, uno distinto al del fútbol, que se podía conseguir llamando
a la empresa del cable o comprándolo de trampas a los vendedores
ambulantes de las estaciones de ferrocarril o en las casas de electrónica, sin garantía de que funcionase.
Estaba solo en casa y muy aburrido haciendo tiempo hasta que
llegara mi madre del mercado para hacerme la comida y me largase al
colegio, puse el 18, según la lista de canales el Canal Venux (sólo adultos), le di al botón del ajuste de sintonía una vez, se aclaró la
imagen de mil rayas horizontales a quinientas, le di dos veces más y
nada se veía pero se oían gemidos muy exagerados, dos veces más y listo, en un interferido blanco y negro pude ver claramente como una
rubia en cuatro patas estaba recibiendo una buena dotación de verga
por detrás, sin audio. La imagen pálida de su cara girada a la cámara, viéndola con ojos pesados, abriéndole su boca muda al compás de las
embestidas, escarchada su espalda de sudor, las manos del macho
agarrándola por la cintura atrayendo con firmeza su culo al pubis,
maquinal, frenéticamente, profundo y ancho; ella me veía a mí viéndola. Se me puso dura al instante, me la saqué y en dos meneos
acabé un metro de leche. En ese instante fue que por la ventana del
comedor vi entrar a mi madre al jardín de delante con las bolsas de la compra. Me guardé la chota todavía dura y justo antes de que entrase
por la puerta de la casa y lo viese todo ya había limpiado la cerámica
del piso con un repasador de la cocina. No me faltaron las oportunidades de repetir la experiencia, pero al
principio me resultaba bastante idiota el hecho de tener que subir y
bajar la sintonía para poder intercalar las imágenes casi nítidas en
blanco y negro con el audio, por suerte muchas de las películas iban
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subtituladas y me podía enterar de lo que pasaba en los pobres
guiones. Pero el guión no importaba, me di cuenta, así como que el sexo era un campo fértil plantado de árboles donde crecen frutos de
distintos tamaños y formas y sabores que sólo se deben degustar sin
recato ni escrúpulo, de manera salvaje y primitiva. Esas mujeres eran las musas drogadas que habitaban mis velas, los hombres, los dioses
desvestidos a los que nunca se les enfocaba la cara porque no
importaba lo feos que fuesen, sólo sus vergas de dioses. Me mataba a
pajas y soñaba con ser como ellos, brutos y libres como los orgasmos. Mis amigos decían que si me pajeaba mucho me saldrían pelos en las
palmas de las manos o que me quedaría mongólico de ver tanto porno.
No pasó. Lo que sí pasó fue que años más adelante una del barrio me dio bola y por fin tuve mi primera oportunidad de mostrar todo lo que
había aprendido los últimos años viendo el Canal Venux, en vivo y en
directo. Tan decepcionado por la primera experiencia, volví a mi casa
y esperé a quedarme solo de nuevo para poner la tele, en el canal18, y hacerlo como realmente se debía para poder consolar a mis todavía
desconocidas fantasías de voyeur.
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BLUES DE LA LIBERTAD
Se me acercó la Libertad una vez. Te lo juro. Y la sentí tan próxima
como a una caricia de madre. Se me acercó por detrás mientras estaba parado de cara a un tímido sol en la esquina de la plaza. Se me acercó
como una sombra de Mayo, suave y a traición, seductoramente suave
y creciente al girar en torno a las campanadas que avisaban de la hora
del té y la salida de la oficina. Esperando estaba yo, viendo la manera de llegar lejos como aquellas
nubes que lejanas en el horizonte iban viniendo hacia mí por encima
de las moles de lo concreto. Venían maquinalmente negras y pomposas como un poema sacro. Esponjosas y negras como vello
púbico, como una veta de bronce en bruto.
Se me acercó por detrás y me dijo al oído: “Allí donde el viento me sople te sabré desembocadura de turbio río, que de las lágrimas se
mezcla al mar, donde las penas de la vida líquida se trasmutan en
placeres inmortales, allí donde tu noche te será eternamente blanca,
te dibujará un rubor en las mejillas y todo lo que de ahí en adelante quieras te será concedido, salvo cualquier deseo de avanzar descalzo,
eso es sólo cosa de dioses y de hombres…”
Me di la vuelta espantado. Sentí un frío filo de daga en mi espalda que bajó estremecedoramente clavándome su filosa punta desde las
cervicales hasta las temblorosas rodillas. Tambaleante y enfebrecido,
giré en torno a mi metro cúbico, y apenas sosteniendo mi estupor no encontré nada, sólo pude divisar una masa informe que ondeaba
confusa como un arroyo suburbano alrededor de mí y de las cosas,
como un ecosistema de alimañas y basuras flotando en la superficie a
merced de una corriente estancada, girando estrambóticamente
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abrasada a mi polarizada vista como un enjambre de bolsas camiseta
de supermercado que plateando bajo el inestable sol, tan brillantes y cochinas, parloteaban y se mezclaban con las aves residentes que iban
picoteando un mendrugo de pan salado rechazado al costado de los
cubos de basura municipales. Un sudor frío empapó mis sobacos.
La inmensa nube púbica enchapada de negro azabache fue
aproximándose hasta donde me encontraba, desplazándose lenta pero
certeramente, hasta posarse justo encima de mi cabeza, cubriéndolo al sol con una amarga sombra impenetrable. Iba destilando un repulsivo
olor a calamidad al irse acercando hacia mí. Un olor a tierra mojada
con sangre y sudor de lejos, de muy lejos, como si desde medio oriente viniera, o quizá de más lejos aún, tratando de digerir en sus
entrañas una existencia magra y ácida de pólvora, carne de cañón,
opiáceos y oro negro, de los cuáles se dio de alimentar a su fastuoso
paso por todo aquello, lo vasto de los conflictos. Olor a purga era, al que estruendosamente le siguió una cortina de
negro líquido gástrico que cayó en baldes lavando así su estómago
sobre mi cabeza y todo lo demás. Todo empapado después de la primera ducha, vencido y confundido, me senté en un reborde de
escalera para recobrar fuerzas. Me encontraba muy agotado y turbado,
jadeando desesperadamente. Sucio, sucio, sucio. Perturbadoramente sucio. Una vez más respiré, muy hondo esta vez, conteniendo todo el
aire que pudieran soportar mis pulmones y lo mantuve en el fondo,
“Veré hasta donde llego”, me dije…
No pasó mucho tiempo hasta que expiré.
VIVO
La Libertad de verdad se me acercó una vez, amigo, te lo juro. Y la
gente corrió desesperadamente buscando refugio de la intensa lluvia que caía a baldazos. Gatos y perros cayeron esa tarde de mayo en
Plaça Catalunya. Sí… ahí mismo… En esa esquina de la plaza donde
pasas todos los días a la misma hora y no te das cuenta de nada.
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LO QUE QUEDA DEL CUERPO
Llegamos al estadio a una ridícula hora del mediodía, creo que a eso
de la una, para poder estar entre los primeros que ingresen al campo y así poder ubicarnos bien cerca de las vallas cuando toque el cabeza de
cartel, del lado del bajista, para poder ver bien a las bandas sin que las
avalanchas de gente nos pasen por encima y nos manden a la concha
de la lora. Debíamos ser los primeros, pero no lo éramos, ya había unos
cuantos pibes sentados en la entrada de las populares desarmando muy
lentamente las carpas y doblando las bolsas de dormir en las que pasaron la noche a la intemperie de avenida Figueroa Alcorta, todos
despeinados y con camisetas de Ac/Dc, de Riff, de Rata, de Maiden,
de Motley Crue, de Hermética, de "Sol sin Drogas"; muy pocas chicas se veían, y las pocas que habían iban muy sexys, vestidas de negro y
con tachas en las muñequeras y cadenas y con los pelos teñidos de
todos colores, marcando unos culos divinos en esos pantalones tan
estrechos y negros y sucios que llevan las metaleras. Te enamorabas de todas. Cualquiera que fuese tan osada de afirmar con su imagen
que le gustaba el rock ya era una diosa para nosotros, una diosa que
nunca, ni en pinturas, nos daría bola a unos pajeros granosos como Bobby y yo. Además, la mayoría de las que veías en los conciertos
iban muy bien resguardadas por sus novios o por sus hermanos, que
no les quitaban los ojos de encima por si se desbocaban y quedaban como unas putitas delante de los amigos o por si algún pelotudo como
nosotros se les querían arrimar por detrás en el pogo para tocarles el
culo.
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Serían unos cien o más, la mayoría pibes del interior que venían a la
ciudad con el presupuesto muy ajustado y ningún lugar donde dormir cada vez que tocaba alguna banda internacional importante. Esa
misma noche tocaba Ac/Dc y los soportes eran muy importantes
también, estaban Divididos, Rata Blanca y Riff, otra vuelta de Riff, era una fecha del carajo.
Nos sentamos los últimos de la fila, en el suelo destrozado de la
vereda, detrás de un grupo de locos de pelo oscuro y largo que se reían
en voces guturales oscuras y etílicas. Todos parecían un avatar del otro: camisetas negras sin mangas, pantalones chupines reventados y
sucios, barba desprolija de varios días, tatuajes tumberos, el
estereotipo multiplicado por cuatro del joven macho suburbano metalero y peronista. Se olía muy dulce ahí cerca de ellos, sus
carcajadas nos entusiasmaban. Ni Bobby ni yo pronunciamos palabra
en el momento en que nos sentamos en el suelo y nos dimos cuenta de
que íbamos a ser parte de esta historia. Nos dejamos envolver por ese cómodo estar que nos reconfortaba, que nos llenaba los pulmones de
vida y nos empujaba a querer hablar con todo el que se nos cruzase.
Respirábamos el mismo aire, tan familiar y lleno de la rebeldía y la complicidad, que era el mismo que nos ahogaba con su humo de
cigarrillos en las salas de pool donde nos escondíamos las tardes que
escapábamos del colegio para ser nosotros mismos, inseparables y únicos, hermanos metaleros. Era ese el mismo aire contaminado por la
música fuerte de las disquerías de la avenida gris del centro de Merlo,
que nos llamaba a revolver en las bateas y a reservarle al del
mostrador lo que queríamos y a juntar peso por peso el dinero para comprar el cassette original, llegar a casa muy apurados, romper el
celofán que lo envolvía y abrir la casetera, colocarlo boca abajo y
empujar con el pulgar la tapa, apretar el play y que de esa manera todo se nos acabe, o comience, y sobre todo, que nos elevase a la
quintaesencia de lo que nuestros sueños nos tenían preparados para oír
ahí encerrados en nuestras piezas bajo dos llaves: Rock. Heavy Rock.
No tardaron los heavies suburbanos en comenzar la charla. Lo de
siempre, de dónde somos, cómo llegamos, qué buena tu remera de
“eisidisí”, loco, si teníamos unos pesos para comprar unas cajitas de
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vino en la Esso de tres cuadras más abajo, si queríamos comprarles
algo de faso. Para lo del vino accedimos, no así para lo del porro; Bobby se ofreció en acompañar a un tal “Papple”, el que iba a
comprar el escabio y estaba fascinado por la remera negra de Ac/Dc
que llevaba puesta yo, muy ajustada a la buzarda y arremangada hasta los hombros. Un personaje el Papple este, era el mayor de los cuatro
amigos y aparentemente fanático de Deep Purple, se lo deducía por su
constante citación a la banda en todo momento. Papple, loco, Papple
esto, Papple lo otro, Papple. Eran de San Justo. Papple al enterarse de que éramos de Merlo gritó un “aguannnnte el oeste, vieja…!!!” que
automáticamente nos hizo acomodarnos más cerca de aquel fuego
vivo que compartían los cuatro sentados en círculo. Los locos estaban fumando porro y tomando tetra y delirando, nos quisieron convidar,
pero solo aceptamos el último caldo ardiente del fondo salivado que
nos pasaron. Bobby y yo nos acabamos el último tetra chupando de un
pico baboso que arrancaron con los dientes y daba mucho asco. Juntamos las monedas y Papple y Bobby se fueron calle abajo a la
Esso, yo me quedé aguantando con el resto. Peto, Saverio y el Gringo
iban con un delirio que me incomodaba por no estar yo tan dado vuelta como ellos, eran las dos de la tarde y ya iban puestos hasta los
huevos, pero parecían buenos pibes, eran mayores que yo, veinte,
veintiún años, un par de ellos ya tenían hijos; eran albañiles, reponedores de supermercados, verduleros, operarios de fábricas,
desposeídos votantes, desprotegidos hijos y precoces padres de familia
con un futuro tan incierto como el mío. Habíamos nacido y crecido en
un lugar erróneo: el Gran Buenos Aires de los años ochenta y noventa; nosotros éramos hijos y nietos de gente que había tirado la toalla hacía
mucho tiempo y que no hacía otra cosa que obedecer y perder
resignados a ello todo el tiempo y de generación en generación, y nosotros debíamos seguir ese mismo patrón de vida: ser carne de
cañón, cabecitas negras, mano de obra barata y fácilmente
manipulable que forme parte de la gran masa anestesiada llamada populacho obrero obediente. Otra inútil generación perdida en las
calles de barro y el fútbol codificado.
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Volvió Bobby con las cajas de vino en dos bolsas, Papple se quedó
meando detrás de unos muros y venía tambaleándose detrás con el pelo largo en la cara, meta cagarse de risa, algunos pibes más llegaban
y se acomodaban cerca nuestro sumándose a la cola. Éramos tantos
tomando de todas las cajas de vino que ni nos dimos cuenta y nos pusimos bastante pedo. A las cinco abrieron las puertas, éramos ya
unos cuantos en la cola para entrar, Bobby sacó la última caja de vino
Bordolino y se la pasó a Papple, que dándonos la espalda se tomó su
tiempo en abrirla de un mordisco y a darle el primer sorbo diciendo que esta era la “especial”.
-Hay que terminar la “especial”, los ratis no permiten pasar a nadie
con nada, loco. Ni cintos ni nada. ¿Bobby te llamás vos? Pasásela al gordo.
-Me llamo Ernesto.
-El gordo te llama Bobby todo el tiempo.
-El gordo es un pelotudo. Entre risas nos apiñamos contra los de delante, unos pibes de Junín
que viajaron toda la noche y no nos dieron mucha bola. Le di un trago
largo al vino caliente y se lo pasé a Peto que iba detrás de mí. Sentí un ardor que me calcinaba la laringe y la boca del estómago como una
erupción interna, no había comido nada esa tarde; a pasos de pingüino
la fila se iba acortando, la gente cantaba, todos le cantábamos a los caretas muy fuerte para que nos oigan.
-Que pedo tengo, boludo- dijo Bobby.
-Yo también- dije.
Bobby y yo no estábamos acostumbrados a beber seguido pero algunas veces aspirábamos algo de Poxi-Ran a la salida de las clases
de gimnasia para flashearla un poco. Probamos marihuana una vez
pero no nos gustó como nos pegó, yo creí que me iba a morir de una sobredosis, Bobby que lo perseguía una multitud de pájaros. Bobby y
yo no éramos como otros pibes más zarpados que conocíamos del
barrio, que hasta le daban a la merca y al ácido. Era muy fácil de caer en la trampa si no venías mejor cuidado por tus padres, con algo de
cariño y esmero, aunque sea un poco. Yo era un pibe muy
influenciable y muy nene de mamá por ser hijo único; rebelde sin
causa me decían, oveja descarriada, pero muy consiente de mis faltas
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a pesar de cometerlas sin miramientos y a veces a propósito sólo por
hacerles la contra a mis viejos. Me gustaba mucho la joda como a todos, pero siempre tenía un pie inconscientemente en la tierra que no
me dejaba seguir adelante hasta niveles más peligrosos. Mi vieja
siempre aseguró que yo tenía a “mi ángel de la guarda”, a “mi santo protector” cuidándome la espalda porque ella se encargaba de
prenderles una vela para que no me quitasen ojo de encima cuando
andaba por ahí afuera haciendo de las mías a su espalda. Pobre vieja.
Peto le pasó la caja de vino al Gringo y Bobby se la pasó a Saverio,
que después de darle un buen trago se la pasó a Papple y de nuevo a
mí, que me acabé el fondo cerrando los ojos y apretándome la nariz para poder tragar mejor todo ese resto de taninos y otros minúsculos
materiales de dudosa consistencia que quedaban en el fondo. Estaba
reloco, estaba ciego del pedo que llevaba.
-Eh, gordo, ¿qué te pasa? No me seás mantequita, eh…- me gastó Papple.
Nos sonreímos en una mueca bobalicona que yo no entendía y
seguimos avanzando a paso de plomo. Muchos pibes pedían monedas para comprar la entrada, otros te dejaban en la mano unos papeles
fotocopiados con fechas de bandas que ni cristo ni el diablo conocían.
Nada de mochilas ni cintos ni cámaras ni objetos punzantes. Antes de ser palpado por uno de los cerdos de la federal pude ver la gran pila de
mochilas confiscadas y todos los cintos y las cámaras y los objetos
punzantes que no dejaban pasar tirados a un costado del acceso.
Papple y el gringo se le cagaron de risa al rati en la cara, yo me mantuve a duras penas inmóvil a mi turno del cacheo, pensando en
contener la risa cuando el gordo hijo de puta cornudo y de bigotes me
tanteara las pelotas, lo cual hizo, provocándome algún gesto que me delatara borracho y me pidiera ver los documentos y se diera cuenta
de que era menor de edad y no me dejase entrar en las condiciones en
las que estaba. Pasamos todos con éxito, corrimos inútilmente para adentrarnos aún más y salimos al ras del campo abierto al cielo,
cubiertos de sudor escarchado en los lomos. Era ese amplio territorio
el fondo de un cráter inmenso que escondía un verde valle bajo la
superficie de plástico que protegía el césped donde se jugaba al fútbol.
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Mil gradas rodeaban al campo. Inmenso, delante de nosotros, el
escenario. BALLBREAKER. En ese entonces es que comenzó a ocurrir.
Fase 1. Euforia, paranoia.
Sentí la mandíbula desencajarse y apretar, estirarme los músculos de
la cara formándome una mueca que imaginaba horrenda. Los globos
oculares se me secaron. Tenía frío, tenía calor. Nos acercamos delante, cerca de la rampa de la izquierda por donde siempre se ponen los
bajistas y nos sentamos en el suelo, al instante nos pusimos todos de
pie, Saverio sacó un porro, lo encendió y se lo pasó a Peto, le dio dos secas y me lo pasó. Yo no entendía nada. Me senté, me estiré en el
suelo, di unas vueltas sobre mí como un tronco y después simulando
las agujas del reloj. Los cuatro de San Justo se cagaban de risa a más
no poder, Bobby con ellos. -Gordo, estás reloco. Dejá de hacer payasadas. Rescatate un poco,
fiera.- dijo.
No me podía contener. Una electricidad mandaba calambres a todos mis músculos ordenándoles funciones que no tenían nada que ver con
las normales. Me empecé a retorcer en el suelo como una babosa a la
que le echaron un puñado de sal encima. Mi mente estaba completamente vacía, solo actuaba según impulsos epilépticos. Me
ayudaron a levantarme y le amagué un puñetazo a Peto. No le gustó,
se me venía al vuelo y menos mal que lo pararon Papple y el Gringo
sino me mataba, una mano bien puesta de ese gorila me hubiese dejado la cara caliente y fuera de juego por un buen rato. Peto estaba
furioso, y yo le arengaba burlándome de él. Bobby, a mi lado, no sabía
dónde meterse, intentaba callarme y terminé agarrándomelas con él por traidor, porque no quería hacerme la segunda y cagarlos a palos a
esos negros cabeza. Todos los que estaban por ahí habían formado un
círculo alrededor de nosotros, en cualquier momento venían los de seguridad y nos sacaban de una patada en el culo a cada uno. Bobby
me hizo una llave al cuello y me sacó de en medio ayudado por unos
más para llevarme aparte, más hacia la pista de atletismo, para que me
calmase de una puta vez. Me tiró al suelo no sé cómo ni con qué
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fuerza y me puso una rodilla en el pecho inmovilizándome el torso del
que viboreaban anfetamínicas mis atacadas extremidades.
Fase 2. Paranoia, visiones.
Comenzó Divididos con todo. Estaban presentando disco nuevo y
baterista nuevo y la estaban rompiendo. El 38, Paisano, ¿Qué tal?,
Azulejo, Rasputín, los temas iban pasando y yo estaba descargando
una adrenalina inhumana con tanto bombazo. Estaba siendo atacado por una fuerza increíble que intentaba apoderarse o desquitarse de mi
cuerpo en una lucha descarnada por el poder. Me sentía poseído por
mil demonios. Nadie se me acercaba a un metro a la redonda. Lanzaba puños al aire como un karateka gordo y sucio de sudor y golpes
mientras Mollo le arrancaba con los dientes los mejores ruidos a su
Fender y Arnedo se ensañaba con las cuatro cuerdas del Jazz Bass y
Araujo marcaba ese ritmo de truenos que sonaba demoledor en Voodoo Child y en el gran tema final para el destrozo: Paraguay. Se
despidieron y me desplomé como abatido por un rayo, Bobby me
socorrió, le pidió algo de agua a unas pibas para tirarme en la cara, me preguntó si estaba bien, me levantó y nos fuimos otra vez al costado,
vimos a los de San Justo cerca, no nos dieron ni bola, pasó un
cocacolero y le compramos una coca aguada de cinco pesos que la acabamos en cuatro tragos, yo me sentí un poco mejor, Bobby parecía
estar lo más bien, parecía estar muerto. El cadáver de Bobby sentado
al lado mío me contaba todo lo que había ocurrido y yo asentía por
miedo a incordiar a un cadáver. El cadáver de Bobby hablaba y yo vi a mi alrededor a un montón de cadáveres que no hablaban y no quería
incordiar su silencio por tenerles miedo y porque eran muchos y
estaban esperando a que cometiese algún movimiento en falta para abalanzarse sobre mí y hacerse de mis carnes y tripas. Un súbito
ataque de pánico se apoderó de mí, de repente me levanté y me fui
corriendo sin rumbo como una gallina asustada a la que le va a caer un hachazo en el cuello, intentando de esta manera escaparme de los
muertos que me perseguían mudos. Me caí de bruces. Muy dolorido
en los codos y en el hombro derecho, con raspones calientes en las
rodillas, me levanté como pude y seguí intentando abrirme paso entre
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la gente-cadáver que iba siendo más y más cuando comenzó Rata
Blanca.
Fase 3. Visiones, somnolencia.
A los Rata Blanca sólo los pude oír, muy distorsionados y opacos,
dentro de uno de los baños asquerosos de concreto y mohín centenario
del lado de las tribunas. Fue el lugar más seguro que pude encontrar
para refugiarme del acecho de los cadáveres. Me encerré en uno de los cagaderos franceses, me mantuve de cuclillas todo el tiempo y
tratando de no pisar los restos de vida de los que estuvieron antes en la
misma posición y no atinaron a embocar en el agujero del agua, dejando que la influencia de la gravedad en la caída los aplastase
coagulados al costado del plato. Apestaba muy fuerte a cloacas
reventadas ahí dentro. Estaba todo escrito en las paredes con dibujos
de chotas de todos los tamaños y con números de teléfono con descripciones de chotas; la puerta del cubículo era bastante débil pero
hermética, lo suficiente como para mantenerme a buen escondite por
un tiempo prudencial hasta que decidiese como ejecutar la siguiente movida. Me temblaba el cuerpo de terror, me tapaba la boca con las
dos manos para que no me oyesen el más mínimo suspiro, para que mi
presencia fuese imperceptible. Me iban a matar de la manera más cruel y despiadada si me encontraban. De repente se me durmieron las
piernas y el pánico fue el que dominó al resto de mi cuerpo cuando caí
con el culo sobre el mismo agujero barroso donde descansaban los
restos de lo que parecía haberse perdido tras una batalla nuclear en las tripas del monstruo paquidermo que estuvo antes y lo excretó reducido
a una masa indefinible de materia cancerígena y despojos putrefactos
que estaban taponando los caños maestros del Monumental de River Plate. Me quedé encajado un buen rato en el agujero del retrete
francés, no sabía cómo iba a salir de esa situación tan asquerosa y
salvarme el pellejo. Me parecía que cuanto más trataba de salir más me hundía en el pozo. Desesperado, pataleando al aire y vencido
como una cucaracha que va a morir, grité. De un golpe a la puerta se
me aparecieron a contraluz un montón de cabezas peludas y grasientas
que automáticamente comenzaron a moverse y a emitir unas
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carcajadas y gritos que me aturdieron a tal punto que del susto por
haber sido descubierto de muerte me desmayé. Cuando volví en mí estaba tirado boca arriba a un costado de la pista de atletismo, sobre
un pequeño trozo de césped donde me pude fregar un poco la mierda
que tenía pegada en todo el culo gordo de los pantalones y en las manos y en las zapatillas. Reconocí a la gente más real al levantar la
vista, más viva e inofensiva, sólo disfrutando del concierto que estaba
dando Riff. Me pude levantar a duras penas y me mantuve en mi sitio
por un largo instante, con la mirada fija en el escenario que era muy muy pequeño de tan lejano que brillaba delante de mí. El sonido que
se percibía desde tan lejos era malo a causa del viento que venía del
Río de la Plata y se lo llevaba. Ruedas de metal, Mucho por hacer, La espada sagrada, clásico tras clásico pasaba y yo no entendía nada ahí
de pie y oliendo a mierda seca y con un dolor de cabeza del carajo. Me
senté de nuevo en el césped, me recosté de lado y por knock out
técnico me quedé dormido cuando Pappo anunciaba que volvería con Riff y que grabarían un disco, justo antes de que Peyronel marcara los
tres y arremetieran con Pantalla del Mundo Nuevo.
Fase 4. Lo que queda del cuerpo.
Unos de chaleco rojo me despertaron de unas cachetadas y poniéndome un frasquito con un olor repugnante debajo de la nariz,
me preguntaron si me encontraba bien y me dejaron una botella de
agua y unos condones en cada mano antes de palmearme la espalda y
desaparecer entre la multitud, que ya era mucha y totalmente fuera de control. Estaba tocando Ac/Dc. Me despabilé cuando Angus estaba
dándole al solo que reconocí al instante de Highway to Hell. Todos
estaban saltando como locos. Explotaron las bombas, salió humo por todos lados y sacaron los cañones para introducir a For Those about to
Rock, we salute you, que comenzó lento, denso y metálico y siguió
apoteósico e inmortal hasta el final, que fue a puro cañonazo, a gritos, a humo blanco, a papelitos de colores volando por los aires, a mas
gritos, al saludo final de la banda al completo reverenciando a su
entregado público y a las luces del frente que se encendieron
iluminando las salidas del estadio, que ya comenzaba a ser desalojado
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cuando caí en la cuenta de que me lo había perdido todo y de que era
el tipo más pelotudo que existía en la tierra. Vomité flemas rabiosas.
Cuando logré recordar dónde habíamos quedado Bobby y yo en
encontrarnos por si nos perdíamos a la salida ya quedaba muy poca gente en el campo y mucha basura por recoger. La cabeza la tenía
latiendo como un bombo, los sobacos empapados y la remera de
Ac/Dc arrugada y sucia, los pantalones manchados de marrón seco. Al
acercarme tambaleando hasta el punto de encuentro la gente se me apartaba inmediatamente del camino por el intenso olor a mierda que
expulsaba. Llegué y no vi a nadie. Después de esperar un rato decidí
volver a casa solo. Bastaba seguir a la inmensa manada peluda y sudada que iba para General Paz y subirme a cualquier cosa que me
llevase a Liniers. Era un quilombo de gente para tomar el veintiocho y
los colectivos truchos no aparecían, había mucho loco suelto pasado
de rosca hinchando las pelotas, las chicas estaban todas sudadas y con las pinturas de ojos corridas, me enamoré perdidamente de una que
estaba clavada a Cecilia Dopazo, pintada con chorrete de labios y con
las pupilas muy dilatadas. Me la banqué y decidí esperar con las manos en los bolsillos a que vinieran más veintiochos, rascándome la
cabeza de la chota y relamiéndome con la Dopazo, que al final tomó
un colectivo que iba rumbo norte. Cuatro horas más tarde llegué a casa, con mucho cuidado de no hacer ruido para que no se despertasen
mis viejos, sobre todo mi viejo, que le tocaba laburar en la fábrica ese
domingo para acabar un pedido importante de pinceles y tenía que
levantarse temprano; encendí la luz de la cocina y me dirigí a mi cuarto en puntas de pie aprovechando la tenue luz reflejada en el piso
de cerámica brillante, que me era más que suficiente para desplazarme
sin inconvenientes por el pasillo hasta mi pieza, abrir el armario, sacarme la ropa sucia de mierda, meterla en una bolsa, en dos bolsas,
agarrar una muda limpia del cajón, mi pijama, y dirigirme al baño para
quitarme toda esa peste de encima con una ducha bien caliente. Cuando terminé volví a mi cuarto, al abrir la puerta el olor a mierda
casi me volteó de un sopapo, abrí la ventana con sigilo tratando de que
chillase el óxido lo menos posible, levanté un poco la persiana y tiré el
envoltorio afuera, saque la cabeza y vomité, eché un poco de Axe
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Marine al aire, me acosté, se me puso dura y me la toqué un rato
pensando en la Dopazo, acabé en mi media de las acabadas y me dormí como un yunque.
Abrí un ojo bastante pasado el mediodía, mi viejo estaba sentado comiendo un churrasco que me olía a kerosene y viendo en la tele a
Los Benvenuto a un volumen descomunal. Me levanté, eché una
meada, me lavé la cara con agua fría e hice acto de presencia en el
comedor. Mi madre me regaló unos ojos celestes de complicidad que me invitaron a sentarme a la mesa y a no preocuparme de
absolutamente nada porque todo estaba bien y ya se había encargado
del paquete de ropa sucia que había dejado afuera, al pie de mi ventana junto a un charco de vomito medio seco. Me trajo la sopa y
me acarició un poco el pelo de la nuca tal como otras madres
comprensivas les relamen las nucas a sus cachorros. El viejo miraba la
tele. Quise recordar algo de lo que había pasado la noche anterior entre cuchara y cuchara pero no podía. “Franccella se las coge a
todas, el personaje del puto es un cago de risa.” El viejo rió y miró la
hora del reloj pulsera, apuró el café y se las tomó muy apurado de no llegar tarde para fichar en el turno vespertino de la fábrica. Me venían
flashes muy disipados de la noche anterior, intentaba deducir qué fue
lo que me había ocurrido para que se me fuese la cabeza de ese modo. Revolvía y revolvía y no encontraba la causa, a Bobby lo recordaba
bastante bien igual que a los pibes de San Justo, y más o menos
estábamos todos bastante pedo y nada más, un pedo aguantable,
digamos. Me pasé el resto de la tarde viendo la tele encerrado en mi pieza y tratando de recomponerme de la brutal resaca sin prestarle
atención a toda la tarea que tenía pendiente de acabar para el colegio y
que no me había dignado a tocar. Me había perdido uno de los conciertos más grandes a los que pude asistir y no recordaba nada,
prácticamente nada.
El lunes me lo encontré a Bobby en el colegio y me contó que me
había dado un ataque de pánico y algunas cosas más, que era un forro
porque lo largué duro en medio del concierto, que conoció a una piba
de Morón con Rata Blanca y que se la transó cuando tocaron Mujer
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Amante. Se había vuelto completamente loco, dijo que se había
enamorado. Al poco tiempo las cosas entre Bobby y yo comenzaron a interesarnos menos, él hablaba todo el tiempo de Natalia esto, Natalia
lo otro y comenzamos a distanciarnos, ya no era lo mismo de antes,
nos aburrimos el uno del otro. Él empezó a verse más seguido con Natalia y menos conmigo y cuando nos quisimos acordar ya se había
acabado el año 1996. Me llevé a examen tres materias a Diciembre y
dos a Marzo, eran recuperables. Dos de las de Diciembre las liquidé
antes de navidad, me quedaba una y las de fines del verano, cualquiera de esas tres que aprobara y pasaba a quinto año, el último año de la
escuela secundaria, el último año de todo aquel tiempo perdido de
instrucción inservible. Después de Navidad me presenté a rendir física sin haber estudiado un carajo. Hacía un calor que derretía la pintura
desconchada del aula, apelmazaba el aire, encendía los sobacos,
bloqueaba los pensamientos, empapaba las espaldas. Por aquella
época no había sistemas de aire acondicionado instalados en las aulas, abrían las ventanas que daban a la calle y una tormenta de calor
pampeano lo invadía todo. Estábamos algunos sentados y repasando
fórmulas y números antes de que apareciera la profesora, una momia peronista de la época de la vuelta de Pocho, reconvertida en
menemista, madre de tres hijos menemistas y mujer de un menemista
que fue el único hombre que le dio por el culo, una completa inútil que odiaba su trabajo enseñando a cabecitas negras y no lo escondía y
que iba a evaluar a un gordito listo y cabecita que se iba a copiar en su
menemista cara de yegua. Para tal caso me conseguí la cartuchera tipo
sobre con cierre de otro compinche para llenarla de papelitos escritos con las fórmulas y algo de teoría. Antes que nadie elegí sentarme en
un lugar estratégico del aula, ocupando un pupitre individual junto a la
pared resguardando mi flanco derecho, por la mitad de la fila, para no despertar sospechas si me sentaba al fondo de todo como hacían los
estúpidos. Unos cuantos me tapaban cuando apareció la conchuda y se
sentó con el culo gordo y roto por un menemista en la silla de su escritorio y abrió el libro de asistencias y tomó asistencia con voz de
pito y entregó los montones de cuestionarios fotocopiados a cada
primero de las filas para que se los pasasen a los compañeros de
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detrás. Había encontrado el sitio perfecto para poder copiarme seguro
de que no me viese. -Álvarez, siéntese acá por favor- señaló el pupitre que estaba justo
frente suyo.
-¿Huh…? -Acá, Álvarez, frente mío. ¿Qué hace tan escondido por ahí?
Glups.
La muy hija de puta no me quitó ojo de encima por lo menos en
media hora. Estaba escribiendo en unos ficheros y en todo momento sentía su mirada de cuervo de a refilones en los hombros, sentía su
respiración de fumadora hinchándole los pulmones y desinflándoselos,
yo mantuve la cabeza baja como compenetrado y fingiendo que escribía el examen, no tenía ni puta idea de cómo iba a salir de esta.
Esperé un rato y la vacaburra aflojó con el asedio. Igual me
encontraba maniatado y con la hoja en blanco y no podía hacer nada
para remediarlo hasta que apareció la hija de puta de geografía y le pidió un momento para decirle algo muy rápido. Era mi turno de
mover. Ni bien despegó el culo gordo de la silla abrí la cartuchera,
estaba todo el cuestionario resuelto y las fórmulas que necesitaba para solucionar las ecuaciones. Comencé a copiarme sin tapujos, muy
rápido, me sudaba la frente y sentía una hilera de hormigas
corriéndome desde las plantas de los pies hasta el espinazo, me sonaron las tripas de hambre, lo tenía todo resuelto. En eso se dio
vuelta y me vio.
-Álvarez.
-… -Álvarez.
-…
-¡Álvarez…! -¿Qué?
-¿Que tiene en esa cartuchera?
-¿A usted que le parece, señora? Lápices.- algunos rieron. -No se haga el listo y démela.
-No
-Déjela sobre la mesa.- señaló encima de su escritorio.
-No le doy nada.
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-Démela le digo.
Se volvió hacia mí de un impulso repentino que le hizo temblar las carnes fláccidas de los jamones embutidos en la tela de verano, dio un
paso y detuve en seco su aproximación arrojándole la cartuchera a la
cabeza, golpeó en su frente y cayó al suelo, la recogió, la abrió, levantó la mirada y volvió a revisar el contenido, con ojos de
sanguinaria venganza peronista me dijo:
-Esto está muy mal, Álvarez.
Le pidió a la de geografía que le hiciese el favor de llamar a la vicerrectora en ejercicio para contarle lo ocurrido y llegar a una
resolución sancionadora. Me pidió que abandonase el aula y esperase
ahí afuera no muy lejos. Yo obedecí. Vino la vicerrectora a paso marcial, una musaraña arrugada con cara de culo y pocas pulgas, que
se decía, fue amante del Charro Moreno, el famoso delantero de la
Máquina de River de los años 50 y que mucho tiempo tuvo una casa
quinta en el barrio Tobal, vecina a la que ella ocupaba con sus padres siendo una adolescente inquieta y calenturienta. Se la conocía
solterona empedernida, una mujer estricta educada en la vieja escuela
de las doctrinas militares de su padre, un conocido coronel que participó en la revolución libertadora que derrocó a Perón; ultra
patriota y frígida, una mujer de hierro a la que todos los profesores y
celadores temían no importunar con boludeces ni con quejas idiotas. Comía siempre sola en el aula de profesores, vestía fuera de moda, su
cara parecía de porcelana vieja, blanca y estriada, anudada siempre en
un gesto rancio de superioridad. Su oficina despacho era como un
búnker, oscuro, siempre iluminado con luz artificial e impenetrable. Estuvieron las dos viejas cuchicheando, sacudiendo la cabeza,
buscándome con la mirada todas las imperfecciones que me vinieron
de fábrica. -Me va a tener que acompañar a rectoría, Álvarez.- dijo la más vieja
al salir.
Abrió la puerta del búnker, se sentó y no me invitó a sentarme enfrente de ella, me soltó un sermón sobre un montón de mierda que
no me importaba un carajo y fue al grano. Estaba todo hecho, era el
fin. Me perdonó la vida. Dijo:
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-Ya tiene dieciocho amonestaciones del año. Las que le
corresponden por esto que ha hecho son quince, el máximo son veinticinco para que le eche como a un perro. Pero no lo voy a hacer.
Le completo veinticuatro y no quiero que aparezca más por acá,
¿entendido? Hablaré con sus padres para que le encuentren otro colegio. Puede
retirarse.
Bajé las escaleras, atravesé el patio techado, donde había unos
pelotudos rindiendo educación física, para subir las escaleras, meterme en el pasillo que daba a la entrada principal del edificio y
salir. Un fuerte rayo de media tarde me calcinó la frente al pisar la
vereda. Me sentía como nuevo. Me pasé el resto de la tarde jugando a los fichines y volví a casa, mi viejo había vuelto del laburo y estaba
hecho una furia chupando un mate caliente y aguado que mi vieja le
cebó muda, la tele estaba apagada, no volaba una mosca. Hubo
discusión y amenazas no muy subidas de tono, ya lo tenían todo resuelto desde antes que volviese del colegio, probablemente desde
hacía varios días, quizás meses. Me iría a vivir con mis abuelos a
Luján, al medio del puto campo. No me aguantaban más y pensaron que pasando una temporada con mis abuelos, y bajo la atenta y
castradora tutela de mi abuelo paterno, un alemán cansado de la vida y
ex-agente de la Gestapo, quizás se me enderezarían las ideas y me daría por fin cuenta de que mi vida iba a ser tal igual de injusta y
apática como la de mi infeliz padre y la del infeliz padre de mi padre,
tarde o temprano, porque era ley de vida y debía ser así. Grave error,
ellos no tenían idea de que en Luján había miles de pibes como yo que les importaba todo un carajo y no querían vivir como los infelices de
sus padres.
En esa temporada que pasé en Lujan no hice otra cosa más que meterme en problemas, terminar la secundaria de milagro en la
nocturna, armar una banda de punk, deshacerla, bajar doce kilos,
chocarle la camioneta a mi abuelo volviendo pedo de Moreno, ir a más conciertos, cumplir los dieciocho, por fin, y darme cuenta de que
todo seguía igual y de que el tiempo comenzó a pasar muy rápido
desde entonces y seguía estando todo igual y debía hacer algo, así que
me desvirgué con una gorda fisura que nada tenía que ver con Cecilia
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Dopazo y frecuenté una barra de amigos con los que iba a conciertos
under de punk y hardcore del oeste y con los que tomé a conciencia por primera vez vino de caja mezclado con pastillas de Reinol, como
hacían todos los punkis antes de entrar al boliche. Recuerdo que uno
de los pibes fue el encargado de ejecutar la sublime mezcla, comentando que antes debía triturar las pastillas para que se pudiesen
disolver más rápido y no se alojaran enteras en el fondo, porque si no
al que las tomase se le iría la cabeza de tal forma que quedaría con la
baba colgando y queriendo cagarse a trompadas con todo el que se le cruzase antes de caer en un bajón malo como la mierda y dormirse. Se
me vinieron los de San Justo a la cabeza, Papple, el último trago de
vino “especial” antes de entrar al estadio y lo poco que recordaba del flash con los cadáveres y la mierda del baño. Bobby. ¿Qué había sido
de mi amigo Bobby? Lo último que supe de él desde que me había ido
de Merlo fue que se había juntado con Natalia, tuvo un hijo y a los
dieciocho estaba laburando en un taller de chapa y pintura por dos mangos, se hizo una casita en el fondo de la casa de sus suegros y ya
no escuchaba heavy porque se había hecho evangelista.
Tiré la cabeza para atrás de una carcajada que nadie comprendió y me mandé un buen trago a la salud de la Virgen de Luján y de los
santos protectores.
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BORN ON THE BAYOU
Vaya a saber uno a dónde iba ese pibe. Los ojos fijos en la ruta de
tierra que en perspectiva terminaba en un punto allá lejos al final de la llanura pampeana, las manos firmes sosteniendo el volante; eran las
tres de la tarde de un atómico día de Enero y el tren delantero
destrozado de la pick up F100 hacía vibrar toda la carrocería ni bien
pasaba los 50km/h. El sudor se le pegaba al cuello terroso, la remera negra la llevaba arremangada hasta los hombros; iba con la ventanilla
baja y el cortaviento apuntándole al pecho cuando encendió un Phillip
Morris que consumió de tres secas. Algún tipo de cosa debía hacer con su vida. Estiró el brazo y encendió la radio, algunos cuises se
atravesaban como petardos de cuneta a cuneta buscando las
humedades delante suyo, estaba todo sembrado de verde soja a su alrededor y hasta el infinito, todo el mundo plantaba soja por ese
entonces. Los viejos del pueblo decían que estaban en un pozo, en una
depresión que abarcaba toda la zona de la cuenca del río Salado y por
eso era que no llegaban las ondas de radio o de la televisión abierta, que pasaban como un avión a chorro por encima de nosotros, por eso
todo el mundo tenía torretas instaladas en los techos, para poder captar
señales de Buenos Aires que estaba increíblemente a solo cien kilómetros. Las únicas radios que se sintonizaban eran las locales y
eran muy malas, pasaban cumbias o hits de los brasileros que estaban
de moda y los musicalizadores eran penosos, salvo uno, que a veces estaba los sábados después de comer y ponía algo decente. Hablaba
poco al aire, más bien presentaba los temas y listo; su voz era nasal y
engreída, que distorsionaba con algún artilugio que la volvía
irreconocible. Nadie en el pueblo sabía quién era él porque nadie lo
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escuchaba, hay que tener en cuenta que a la hora de la santa siesta ni
mandinga andaba por la calle con ese calor, aparte pasaba rock y a muy pocos en el pueblo les gustaba el rock. Mucho polvo enturbiaba
el interior recalcitrante de la cabina en cada bache que se comía, en los
más grandes y profundos bajaba a segunda frenando y le metía el guascazo al acelerador para poder salir, haciendo corcovear a la vieja
Ford del 74 tosiendo tierra negra de las cubiertas pantaneras; más
adelante ponía tercera y seguía la huella de la ruta recta al interior del
medio de la nada. Nadie se le había cruzado en la última media hora desde que salió del pueblo, la espalda del algodón la sentía húmeda al
contacto candente con el respaldo de cuerina desgarrado del
conductor, el parasol lo llevaba bajo para que no le encandilase el sol de frente; una foto de sus padres mal recortada sobresalía del sobre
interno, vio la cara de su padre con la misma expresión de hijo de puta
de siempre, la sonrisa de perro cimarrón y su cabeza de dóberman, los
mismos ojos y frentes castañas que era lo único que compartían en apariencia; la mujer a su lado era su madre, cuando todavía estaba a su
lado; era una foto vieja, tendría ocho años. Entonces el loco de la
radio presentó un tema de Creedence con la voz de walkie talkie y de pronto pisó el pedal del freno haciéndole sonar los gastados discos a
las ruedas de delante, lo devoró una densa nube de polvo rezagada con
camioneta y todo cuando paró en medio de la desolada ruta de tierra. Se bajó y encendió otro Felipe estirando un poco las piernas y
cacheteando el aire, se despegó la remera del cuerpo y se la anudó a la
cabeza; cubriéndose los ojos contempló toda la extensión de la llanura
sembrada de soja, las chicharras pedían más calor a los gritos, con el lomo caliente volvió a la cabina para subir el volumen de la radio, en
algún lado habría algo muerto porque olía a muerto. Tenía que
hacerlo, ya no había vuelta atrás. El tema de Creedence acabó cuando acabó el cigarrillo en la última pitada, se subió de nuevo y arrancó
como chiquetazo poniendo primera, encorvado sobre el volante; el
punto lejano a donde le dirigía la ruta le parecía un confín, creyó que nunca llegaría con dieciocho años, que daría vueltas alrededor de la
esfera de la vida y que jamás volvería al punto de partida por años y
años. Le importó una mierda todo eso. Entonces sonrió y apagó la
radio en los comerciales de las tres y media, intuyendo que a esas
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horas su padre se habría levantado de la siesta y estaría preguntándose
dónde estaban su hijo y su camioneta.
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MIEDO Y ASCO EN EL EIXAMPLE ESQUERRA
Las noticias hace mucho que dejaron de ser buenas por aquí. Las
estadísticas afirman que uno de cada cinco está en el paro. Los salarios reales van a la baja, el sistema fiscal es progresivamente
regresivo y las prestaciones sociales muy restrictivas. La consecuencia
de todo ello: cada vez más desigualdad y cada vez más pobreza,
incluso, entre aquellos que cuentan con trabajo como yo. También es que uno de cada cinco puede estar afectado por una
enfermedad psíquica como la paranoia o la esquizofrenia sin siquiera
saberlo. Está comprobado que mucha gente esconde impulsos psicópatas que cree pasajeros pero que cada vez son notoriamente más
constantes y violentos en la imaginativa a causa de los problemas
anímicos que le acarrean al individuo estos tiempos de salvaje crisis económica y negatividad que vivimos. Tengo treinta y cuatro años y
no creo que se me esté yendo la chaveta de ese modo, aunque muchas
veces pienso en el futuro y es nada. Nada.
Cierro el diario como matando a un bicho repugnante que me mosqueó la mañana del puto lunes. Asqueado lo arrojo todo por la
ventana comunitaria. Asqueado regreso al baño y vomito algo del
desayuno y de nervios. Asqueado me tiro en el sofá y busco el control de la tele, el del TDT y el de la memoria externa. Aprieto el botón rojo
del ON a cada uno. Asqueado cambio Mujeres, hombres y viceversa,
una reposición de Callejeros Viajeros en la concha de tu madre y la gala de la noche anterior de Splash. Un asco de televisión de mierda.
Descuelgo la chupa y me la pongo de un portazo bajando la escalera.
Noto que la calle se mueve debajo de mis pies como una cinta de
caminar muy rápida, aprieto el play del Mp3 y siento como que voy en
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nivel diez con pendiente a cuarenta y cinco grados. Me jadean los
bronquios en el esfuerzo. Todo mi cuerpo se oxigena de un aire impuro de ciudad que huele a opio. Es la hora punta de la media
mañana y solo se ven algunos viejos meando a los perros en las
muchas persianas bajadas de los alrededores y marujas tirando de los caros de la compra, ruidosos camiones de reparto doblando en las
esquinas, unos barrenderos fumando y manguis, muchos manguis.
Hay unos cuantos coches aparcados en la zona verde de la Escuela
Industrial juntando mugre, hojas secas y bolsas rotas del Mercadona. Hace mucho frío y el ambiente está que parece que va a llover pero
que no. Veo en los contenedores cercanos a los supermercados a gente
metida a medio cuerpo buscando algo para comer o vender. En el quiosco de revistas hay más diarios deportivos que diarios
independientes. En los bancos de la rambla de Avinguda Tarradellas
algunos indigentes aguantan el frío con un vino de caja. Son cinco.
Uno de ellos lee un libro tirado en el suelo un poco apartado del resto. Paro mi aturdida carrera detenido por la curiosidad. Me acerco a un
árbol cercano cubriéndome la cara a contraluz para verlo mejor.
Estaba estirado a lo largo sobre una esterilla hecha con cartones de embalaje, el petate mugriento a su costado, tenía puesta una chaqueta
muy pesada de color verde oliva y un pantalón de montaña lleno de
arañazos. Me acerco un poco más y reconozco la cara poceada de Bukowski en la portada del libro. Entonces me siento en el espacio
libre del largo banco y me lo quedo mirando a escasos dos metros.
Quise verle de costado por impulso de la duda, así pude ver que su
gesto de profunda compenetración en la lectura me era familiar, llevaba gafas redondas de monturas muy finas como yo, la barba muy
crecida debajo de la nariz de caballo, encrespada, canosa y desprolija
como la mía cuando me la dejo crecer, un poco pelo grasoso se le escapaba por debajo de la gorra de lana negra de I Love Barcelona.
Respira relajado, no le presta atención a nada que no sea su lectura.
Gira la cabeza de golpe y me ve, mirándolo descaradamente desde el extremo. Me sonríe con pocos dientes. Parece feliz.
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NO TODO POR LA PATRIA
"Soldados, el país está en estado de alerta roja. Hay saqueos y
protestas asolando las calles de las principales ciudades, a estas alturas, ya tomadas por los insurrectos que no quieren replegarse bajo
ningún concepto, manteniéndose unidos en continua lucha callejera
contra las autoridades policiales que no dan abasto. Son miles los
subversivos, no pueden contra ellos. El caos reina en la capital en estos momentos. Allí, los rebeldes han tomado todos los edificios
públicos aun soportando los duros embistes de los agentes
antidisturbios en varias oportunidades. No aflojan. Tienen tomados la bolsa de valores y el congreso de los diputados, están acampando en
todas las plazas y los parques municipales. Están desbocados. El
presidente ha declarado el estado de sitio por cadena nacional con el ministro de defensa a su lado, lo cual nos compromete a prescindir de
gran parte de nuestra tropa de tierra y aire en la misión de mantener el
orden en nuestro territorio. Estamos combatiendo en todos los flancos,
en todas las ciudades más importantes. Son duros esos hijos de puta, pero caerán. Eso se los aseguro. Caerán. Pero lo peor nos acaba de
suceder como unida nación: nos quieren invadir desde el exterior. Los
traidores están al acecho en nuestras fronteras, esperando el momento indicado para arrasarnos como un asesino rapaz lo hace en plan de
salto de ejecución, expectante por nuestro total agotamiento interno
para echarnos el zarpazo que nos hunda definitivamente. Nos están observando y quieren nuestra cabeza en un plato. Nos quieren ocupar,
invadirnos sistemáticamente. Hemos sido traicionados por nuestros
aliados del norte, nos dejaron sin el amparo que prometieron en los
tratados bilaterales de alianzas políticas. Nos dejaron en bolas ante
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nuestra mierda. Y ahora nos quieren invadir aliándose con nuestros
enemigos acérrimos. Por eso, es que se me ha encomendado la noble misión de reclutar a la más destacable estirpe de soldados voluntarios
de este país para defender nuestras fronteras. Y les digo, ustedes son
de los mejores de su generación. Ustedes son el futuro. Son los brotes verdes que esta fértil nación dio a nacer para que sean los duros
árboles que compongan las columnas donde se apoyará el futuro
limpio y ordenado de esta patria y su raza, carajo. Estoy muy
orgulloso de ustedes. Son unos buenos patriotas. Unos buenos hijos. Los amo” (el coronel Saunders acaricia la cara del recluta adolescente
que se encuentra algo nervioso frente a él, le mira a los ojos, un
reprimido deseo en el gesto se le acaba por materializar en una fina humedad que le carga los párpados, reprime un gemido de niña,
continúa). “Por eso, queridos compatriotas, he de instarles a
sacrificarse por la patria, a pelear por ella. Por nuestra integridad
como nación independiente, por nuestra gente, por nuestras familias y por nuestras instituciones, por nuestros próceres. Y sobre todo, por
nuestro futuro como nación. Todo por la patria, carajo. TODOS POR
LA PATRIA. Bien, ahora deseo saber quiénes de ustedes serán los postulantes que formarán parte del frente contra ofensivo que se
iniciará en el norte dentro de dos días“ (en esa zona ocurren las más
destacables revueltas y los peores ataques que se vienen llevando a cabo, es la zona donde está la ciudad capital, donde más débil se traza
la frontera ante la presión del enemigo, de donde regresan los más
pesados camiones frigoríficos que reparten los cuerpos de los soldados
caídos en combate hacia todos los puntos cardinales del país, es la zona roja) ”¿Quiénes serán los hijos pródigos, los héroes de esta
nación; los puros, que voluntariamente sientan el llamado a defender a
su puta patria del acecho del enemigo exterior? Que den un paso al frente, carajo. ¡¡¡QUE DEN UN PASO AL FRENTE...!!!” (el patio de
entrenamientos se vació casi al llegar a los diez agónicos segundos,
que fue lo que duró el lapso de tiempo desde que el coronel Saunders gritó la imperativa y hasta que se dio cuenta de que lo habían
abandonado por completo a su suerte; parpadea; se oye un estallido a
lo lejos seguido de una ráfaga de ametralladoras; después, el silencio;
un rotundo silencio polvoriento que le atasca la mirada hacia el
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edificio de techo color verde oliva y paredes repintadas de cal que
puebla cercano su vista al arbolado y montañoso horizonte que se le extiende delante; era este edificio una construcción prefabricada
alargada y tubular muy similar a un criadero de gallinas, situada a
varios metros de su solitaria estampa compungida por la desesperación; oye algunos pájaros cantar cerca de aquel edificio
donde descansaba la tropa, atraviesan el cielo como flechas estos
pequeños seres, como flechas que no se dirigen hacia ninguna parte
más que al cielo rojo que habitan los minotauros y las serpientes de cascabel; divisa largas columnas de humo negro que se elevan hasta lo
más alto, muy cercanas al cuartel; por primera vez en su vida tiene
miedo; aparece el teniente Waters con un mensaje urgente para él en la mano, trae noticias, no son buenas)
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SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
Un gran filósofo alquimista se levantó un día muy aturdido bien temprano por la mañana. Un extraño sueño le interrumpió el
descansar en plena madrugada después de haber pasado un día agitado
entre conjuros, fórmulas matemáticas y filosóficas y ese estresante y rutinario gorgoteo de las ollas. Tan temprano, rozando la aurora el
horizonte y con la mandíbula tan desencajada, se levantó dando un
salto olímpico, se lavó la cara y enfiló hacia su laboratorio como un rayo, pisando atolondradamente la túnica de dormir en casi cada paso
que daba. Se sentó frente a su atril de escritura, en donde descansaba
un gran volumen en el que anotaba sus estudios, sus reflexiones y
ecuaciones, y compungido por la revelación obtenida en el sueño, al tiempo que masajeaba su larguísima barba gris rastreando y
rebuscando nerviosamente entre las amarillentas páginas, dio al fin
con la que estaba grabada en su memoria. Un poco carcomida en las esquinas, estaba escrita desde hace ya muchos años tal vez por su
mismo maestro o quizá algún anterior mentor; no estaba datada, pero
era notorio que escrita con firme pulso por un zurdo, sin titubeos ni
tachones. Se trataba de una iluminación instantánea, nítida también, libre de todo prejuicio y corrupción; un mensaje venido desde las
mismas entrañas de una meditación exhaustiva, desde un trance que
pudo haber durado siglos tal vez, pero notoriamente inconcluso. Mientras con un dedo siguió la inspirada caligrafía, con la otra mano,
empuñando una pluma, esbozó fórmulas en su cuaderno de ensayos
hasta que logró dar con la inmensa conclusión. No cabían dudas, y el todo inconmensurable se redujo por fin a un simple grupo de palabras.
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Desdichadamente satisfecho, notando la gran pérdida de todo su
tiempo y prácticamente toda su vida y la de sus predecesores en una empresa tan ambiciosa y compleja como es el análisis de la existencia
del hombre y la materia, los extraños enigmas del cosmos y su
grandioso sentido de ser en relación con el todo. Muy aturdido, cerró violentamente el gran libro y lo arrojó contra la pared, lo pateó, lo
pisoteó y escupió sobre él al tiempo que arremetió fuera de sí contra
todo su laboratorio, amargamente feliz por el privilegio de tal
revelación, volteando el contenido de las grandes ollas, estrellando los finos cristales contra el suelo, despotricando de la matemática y de la
ciencia e inutilizando todo su instrumental de precisión ya inservible a
estas alturas. Toda la empresa científica en pos del análisis de la creación toda, ya caduco, inservible, reducido a una nimia fórmula
desvelada en sueños. Esta explosiva verdad arrasaría con todo lo
previamente establecido de un fulminante rapapolvo, barrería con toda
la verdad o la mentira preconcebida, con la mística y las certezas. El filósofo alquimista arremetió de esta forma contra la decepcionante
ceguera del pensamiento racional que había estudiado y aprendido con
tanto amor, tanta curiosidad y empeño desde muy joven. Se sentía tremendamente satisfecho y feliz por haber sido él el que dio con la
solución, aunque con un insoportable sinsabor en la comisura de los
labios producto de la impotencia: le fue transmitido en sueños. Y la solución era tan magnífica y tan ridícula y simple que le asustaba.
Una vez acabado el destrozo y con una enorme sonrisa desdibujada
surcándole la cara corrió apresurado al cuarto de baño, se afeitó
decididamente la barba y ató su largo pelo pajizo en una coleta. Todavía sumido en un estado de confuso e insoportable éxtasis que
hizo vibrar todo su cuerpo de pequeños espasmos, con un sudor frío
que brotaba resbaladizo de sus temblorosas manos, volvió a su habitación, donde se encontraban su catre al ras del suelo junto a un
oxidado candelabro donde se erguía una vela a medio quemar, para
abrir, no sin alguna dificultad, los oxidados postigos de la ventana que daba a la calle dejando que un inmenso manantial de aire ocupara cada
uno de los rincones del cuarto húmedo de vapores en el tiempo y
refrescase su cara. Respiró hondo hasta llenar por completo sus
pulmones, que parecían resquebrajase como celofán al inhalar el
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amanecer. Se encontraba realizado, nerviosamente parte del aire. Ya
ningún tipo de pensamiento se le pudo cruzar por su mente en ese preciso momento, quizás solo la necesidad de compartir el hallazgo.
¿Pero cómo? Desde ésta última incertidumbre, cruzó la puerta una
vez más para dar con la sala de estar; vacía también, sin ningún tipo de mueble aparador ni ornamento colgando de las paredes, sin
ninguna comodidad visible salvo una mesa pelada con un jarrón de
frutas en el centro y una vieja silla de mimbre afirmada contra la
pared. Se sentó en el piso con las piernas cruzadas en posición de meditar. Encendió la laptop que ubicó sobre sus rodillas. Hubo
cobertura. Algunas rayitas verdes igual. ”No importa”, pensó, “es el
Wi-Fi del vecino de arriba y me es suficiente”. Entró en la página de Coñogordobook totalmente convencido ya de hacer su gran aporte a
la humanidad de esta manera. Se detuvo reflexionando, dudándolo por
un instante. “Tanta tinta gastada, tanto sudor y sangre. Haber visto u
honrado a tanto hermano justo muerto, a tanto maestro enloquecido por la causa del hombre y su fin en comunión con el cosmos. Serán
considerados mártires del charlatanismo a partir de ahora.”
¿Qué estás pensando? Ante el requerimiento de la pantalla no pudo contener su atribulada
conciencia y fue a por ello. El desde ese momento no más gran
filósofo alquimista, en tan solo un minuto, escribió su mensaje al mundo sabiendo que inmediatamente y a partir de ese mismo instante
nada sería igual, ni para él, ni para la humanidad, ni para toda la
creación. El gran secreto de la vida y su sentido estaban al alcance de
todos los que quisiesen aceptarlo como tal. Y sin lugar a dudas éste era. Y con su vida lo defendería si fuese necesario.
Plegó el aparato al finalizar y suspiró profundamente una vez más
dejando también que los primeros ruidos del mercado se colaran por la ventana refrescando su cabeza, al igual que a una finísima y despejada
raya solar que poco a poco iba apoderándose de todo el espacio
entibiándole la mirada con su reflejo; y luego de eso, doblando su cuerpo de tal manera que pudo levantar una nalga desde su posición
sentado en el suelo, dejó que su esfínter se relajara haciendo tronar un
sonoro pedo que retumbó en las cuatro míseras paredes de su aposento
por un largo segundo. Qué aliviado se sintió por fin, qué vacío y
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normal. De repente tuvo hambre. Se levantó de un salto y de una
tiznada olla sobre un mechero de carbón desayunó con ansias un cuenco de gachas preparadas con leche de la noche anterior. Al
terminar de comer, bajó hasta la calle y compró un ejemplar del
periódico del día, un paquete de Winston y un mechero de un euro en el quiosco de revistas. Le asombraron mucho el predominio de las
malas noticias en la portada y el precio desmesurado del tabaco.
Dobló debajo del brazo el periódico, abrió el paquete de tabaco
extrayendo un cigarrillo al que recolocó dándole vuelta y sacó otro, que encendió inhalando el fuerte humo gris de la primera calada,
tosió, y como uno más, caminando bajo la sombra de los edificios
suburbanos esa mañana tan temprano, enfiló hacia la oficina de empleo a unas tres calles de donde se encontraba, fumando y silbando
bajito, dejándose envolver por los ruidos y los olores de la calle del
mercado.
Al arribar, unas treinta personas a esas tempranas horas ya hacían cola para ser atendidos los primeros, también fumaban, hablaban entre
ellos o bostezaban lánguidamente con sus periódicos debajo del brazo.
La oficina no abriría hasta dentro de una hora y un agente de seguridad privada ya vigilaba la larga fila frente a la entrada. Y como
uno más, el que supo ser un gran filósofo alquimista, respirando el
mismo viejo aire de lo cotidiano por primera vez en su vida y absorto por la cruda realidad, se unió al desolado contingente siendo el último
de la fila.
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PROMOCIONES
Hay que tener pelotas para ser promotor o vendedor de lo que sea en
estos tiempos de crisis económica. Promotor de vinos, de planes de pensión o marchante de supositorios, sufren mucha presión por los
objetivos que les pautan las empresas y tienen que vender a como dé
lugar. Deben saberse el discursito de memoria hasta creérselo como la
verdadera oferta que se debe aprovechar porque es la única y exclusiva, que hasta ellos mismos ni dudarían de aprovecharla si
tuviesen la oportunidad de hacerlo y no pueden por cláusulas
contractuales, según dicen. Es lo que deben transmitir: esperanza, confianza, éxito.
Hay que tener en cuenta que no sólo su empleo corre riesgo si no lo
hacen bien o con un mínimo de empeño de su parte, sino que también las comisiones de venta que se puedan generar a causa de una
posterior venta del producto en cuestión los vuelve más ambiciosos y
descarados en los métodos de persuasión que emplean para tal caso, y
porque deben serlo, sus sueldos base son de risa y se ven presionados aún más a ser competitivos y originales y osados hasta con sus
mismos compañeros o jefes, a los que tampoco les importan una
mierda los clientes, sólo las comisiones de venta. No sé cómo aguantan toda esa presión. La gente es muy guarra con
ellos. Tal vez por eso es que me considero una de las personas más
extrañas que conozco, porque soy de los que los escucha hasta el final de su discurso, que siempre me encargo de la misma manera de
acabar, con un “gracias, pero no me interesa” bastante respetuoso
dentro de lo que a veces cabe. Me paro en la calle a escucharles el
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rollo o a seguirles el hilo respondiendo monosilábico por teléfono, si
dispongo de tiempo y humor, por supuesto, y al final los largo duros. Y no lo hago en plan de vacile, sino porque de alguna manera me
despiertan compasión. Quiero saber hasta dónde pueden llegar para
lograr una venta, como son los modernos métodos de lavado de cerebro consumista y si realmente me lograrían convencer de hacerles
caso y comprarles lo que me vendan. Los escucho, ninguno me
convence, pero los escucho. Respeto su trabajo. Hasta les demuestro
interés con alguna sonrisa forzada a veces si notan simpáticamente mi acento de procedencia.
La promotora, recién acabada de rechazar por vaya a saber uno cuantas veces en lo que va de la mañana, se me acercó ni bien entré
con unos ficheros en la mano y una brisa gélida que traje de la calle
colándosele por debajo de la incómoda falda ceñida del corto
uniforme amarillo y azul. Aún así de molesta me sonrió protocolariamente un poco pataleando de lo cagada de frío. El
australopitecus hispánicus que la había rechazado antes estaba delante
de mí, indeciso con el número de lotería de navidad que iba a comprar y yo me estaba tanteando con la mano las monedas para pagar el
paquete de tabaco en el bolsillo derecho del pantalón. Era mediodía,
había sol y el aire frío de la ciudad que hice entrar por la puerta corrediza olía a napalm.
-Hola, ¿qué tal? ¿Eres fumador?
-Sí.
-¿Fumas rubios o negros? -Fumo de liar.
Torció la cabeza de lado como encontrando una excusa perfecta o un
grano supurando líquidos impuros en mi mejilla izquierda. -¿Eres argentino o uruguayo?
Que atenta.
Que atenta. -Soy turco.
-¿Turco?
-Sí, es que al expresarnos los turcos en castellano nos sale de una
manera muy parecida al acento argentino. Curioso, ¿no?
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-No pareces turco.
-Sí que lo soy. ¿No te das cuenta por mi nariz? Préstale atención. Torció la cabeza hacia el otro lado, le oí las coyunturas del cuello
como acompañaban el movimiento de cabeza con un leve sonido de
traquidos encadenados, como de hielo quebrándose. Tenía los labios rajados y secos por el frío, la nariz roja y la sonrisa muy falsa. Entre
miles de dientes apretados siguió con la farsa.
-Ahora que lo dices, quizás tengas razón.
-¿Conocés algún turco? -No conozco a ningún turco.
-Pues ya conocés a uno.
-Y dime, ¿entonces fumas? -Si, claro. No vas a encontrar a un turco que no lo haga.
-¿Te interesaría probar los cigarrillos Puta Madre? Están liados con
hoja de tabaco orgánico 100% biodegradable y sin aditivos.
-Me interesa, fumo tabaco natural. -Ahh… mira, bueno, ¿rubios o negros?
-¿Son muestras gratis?
-No, no, el tabaco ya ha dejado de ser gratis. Por ley no se pueden regalar las promociones.
-En ese caso no me interesa.
Pareció haberse dado cuenta de que olvidó limpiarse el culo. El carcamal de la lotería al fin se decidió por un número muy chungo de
salir premiado y lo estaba pagando. En la pantalla de seguridad de la
caja me noté de un vistazo la incipiente calvicie que asola mi
coronilla, grabada en blanco y negro desde la esquina del techo del quiosco enfocando al mostrador, mi espalda y el impresionante escote
de la promotora a mi costado. La puerta de acceso se abrió
automáticamente sin que nadie entrase, sólo lo hizo una ráfaga del frío y el ruido de la calle y ese puto olor a napalm que lo invade todo.
Prosiguió con el método número dos sin abandonar la sonrisa, la
nariz le moqueaba una agüilla a punto de caer al vacío cuando intentó captar mi atención de nuevo; era rubia, de ojos marrones como la
mierda o el tabaco Burley, llevaba puesta una buena capa de base y el
escote sin nada puesto que lo sostenga tan pesado.
“Debe estar cagada de frío con ese vestido tan corto”, pensé.
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Sí, pensé eso.
-Mira, si compras un paquete de Puta Madre te llevas un mechero- me lo mostró.
-No me interesa.
-Tengo bolígrafos, anotadores.- me los mostró ya un poco nerviosa por la seguidilla de negativas. En su interior ya estaría considerando el
empleo de la siguiente estrategia de persuasión.
-No- respondí.
-Si compras un cartón puedes apuntarte a un concurso que tiene como premio una canasta con un completísimo lote de navidad de La
Concha de Tu Madre.
-No, gracias. -Tiene de todo, hasta un jamón de bellota y un set de cosmética de
Antonio Banderas. Está valorado en dos mil euros y se sortea a fin de
año.
-No. Entonces el pacomanolo delante de mí terminó su conversación con
la mujer que atiende el quiosco, se dio la media vuelta y se fue,
acomodándose la boina y dejando un leve rezumo de after shave sobrevolando su lenta estela. Sólo nos encontrábamos la promotora,
yo y la quiosquera, que andaba distraída acabando de apretar unos
botones de la máquina de las apuestas; y por un pequeño lapso de segundo, el más corto e íntimo, la promotora rubia del vestido corto
amarillo procedió a emplear el tercer y definitivo método de
persuasión.
-¿Y qué tal si te enseño las tetas?
Compré dos cartones de Puta Madre y rellené dos de los papeles
para el sorteo, me llevé un boli y hasta se despidió de mí con un sonoro beso en la mejilla derecha, la que estaba mejor afeitada y sin
granos, y nos deseamos un buen día. Ella me aseguró estar orgullosa
de haber conocido a un turco y me aconsejó volver pronto porque si no la industria tabacalera se iría a pique y un montón de gente se
quedaría sin trabajo si no fumo, incluida ella misma. Volví al otro día
a la misma hora y al mismo lugar y un argentino de traje y corbata con
cara de hijo de puta le estaba comiendo la cabeza a una maruja
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palurda para que le comprara unos cartones de Camel y participase en
el sorteo de no sé qué mierda de viaje a la Capadocia. De la rubia de las tetas grandes ni pista.
ÍNDICE
Engendros de Satán………………………………………………… 7
Un comemierda con depresión post-vacacional…………………… 12 El diario a diario……………………………………………………. 15
Nexus, Plexus, Sexus, Venux……………………………………… 19
Blues de la Libertad………………………………………………… 22 Lo que queda del cuerpo…………………………………………… 24
Born on the bayou………………………………………………….. 40
Miedo y asco en el Eixample Esquerra……………………………. 43 No todo por la patria……………………………………………….. 45
Sueño de una noche de verano……………………………………. 48
Promociones……………………………………………………….. 52
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