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LO IMPOSIBLE POSIBLE: APARIENCIAS EXTREMAS PARA
UNA ARQUITECTURA EN REINVENCIÓN
Laura Muñoz Pérez
Universidad de Salamanca
Superar con éxito -entendido éste como la plena y expansiva supervivencia de su
especie- cientos de miles de años de existencia sobre la superficie terrestre es fruto, en
el ser humano, no sólo de su fortaleza, inteligencia o capacidad de raciocinio sino,
fundamentalmente, de su afán de superación y su constante necesidad de plantear y
resolver retos con la máxima eficacia y, siempre que sea posible, coronarse de gloria
con ellos. Además los triunfos, aunque también los fracasos, resultan ser poderosos
incentivos, multiplicando en el hombre las ansias por insistir, por perseverar en el
avance. Ello explica que la sociedad actual sea exponencialmente más desarrollada que
ninguna otra hasta el momento y que, por añadidura, custodie un enorme potencial de
expansión. En efecto, cuanto mayores y más acuciantes son nuestras aspiraciones por
evolucionar y mejorar, más caminos se dibujan en el horizonte, nuevas y futuras
aplicaciones se divisan ante nuestros ojos y mayor es la ambición y el interés por
hacerlas realidad. Es obvio que no es el hombre un animal acomodaticio. La capacidad
de reinvención humana permanece intacta desde los albores de la raza y hacer lo
imposible posible, como sugiere el título de esta comunicación, afecta a aquellos
ámbitos de la vida que requieran de ese esfuerzo; esto es, prácticamente todos ellos. Así
pues, el arte en sus distintas manifestaciones, al ser exponente de la creatividad del
hombre pero también de los diferentes contextos sociales, históricos o económicos en
los que se ejecuta, ha ido evidenciando y dejando a la posteridad expresiones de su
posibilidad de sorprender, epatar y conmocionar, en la medida en que se ha rehecho, ha
renacido y se ha reinventado. Buscar ejemplos prácticos de esta capacidad no es
complejo. Muchos de ellos, como la fotografía o el cine, por citar sólo algunos, forman
ya parte de la historia de la humanidad mientras que otros, más cercanos al tiempo
presente, son los que ahora están revelando que las cualidades de superación,
indagación y experimentación del hombre siguen intactas por más que, también como
en otras épocas, haya quienes aseguren que nada hay nuevo bajo el sol, que todo está ya
imaginado.
Para ilustrar gráficamente aquello que venimos sugiriendo, en esta comunicación
se ha optado por recurrir a la arquitectura, imbuida de un halo de popularidad, éxito
mediático, polémica y singularidad como pocas veces antes en su historia. Las dos
últimas décadas, comparadas con las inmediatamente anteriores, confirman la línea
evolutiva ascendente, en complejidad, variedad y espectacularidad, en la que vive
inserta la constructiva contemporánea mundial. De hecho, aquello que era, en efecto,
imposible hace pocos años, es ahora palpable, visible y vivible, lo que no hace más que
confirmar la idea desarrollada con anterioridad sobre el constante enfrentamiento del
hombre con retos que logra superar con holgura y considerables victorias. Bien es
verdad que, para conseguir triunfos edilicios completos, se hace necesario conjugar el
trabajo experimentado del autor con la adaptación de la obra a unas necesidades
precisas, los recursos técnicos disponibles y, en la actual sociedad de la individualidad y
el ego, sobradas dosis de originalidad identificada, hoy por hoy y en un alto porcentaje
de los casos, con radicalidad estética, sello de marca que hace inconfundibles los
proyectos de Frank Gehry, Santiago Calatrava, Rem Koolhaas, Renzo Piano o Zaha
Hadid, por citar sólo algunos nombres resonantes. Ejemplificar pues una arquitectura
que se reinventa en relación a sus antecedentes y que concibe edificios extraordinarios
resulta sencillo, con exponentes recientes que, además, y a pesar de lo que pueda
parecer por su omnipresencia en los medios de comunicación, no siempre son obra de
los grandes popes de la constructiva actual, entendiendo por tales a aquellos que mayor
resonancia mediática alcanzan en el día a día cotidiano. Ése es el caso del Eyebeam
Institute de Nueva York (2001-2006), obra de Elizabeth Diller y Ricardo Scofidio; el
UFA Cinema Center de Dresde (1996-1998), construido por Coop Himmelb(l)au; el
BMW Welt de Múnich (2001-2007), trabajo del mismo estudio; la Casa Elipse de
Tokio (2001-2002), ejecutada por Masaki Endoh y Masahiro Ikeda; la Escuela de
Bellas Artes de Toronto, inaugurada en 2004 y realizada por William Alsop; el Palacio
de los Deportes de Santander (2003), de Julián Franco y José Manuel Palao; la
Biblioteca Jaume Fuster de Barcelona (2001-2005), de Josep Llinás; la Casa Cocoon
de Wye River [Australia] (2003), imaginada por Michael Bellemo y Cat MacLeod o la
Estación de Autobuses de Casar de Cáceres (2004-2005), ideada por Justo García
Rubio.
No debe olvidarse, pues es fundamental en el camino trazado, lo importante que
las nuevas tecnologías y materiales resultan en la consecución de estos logros, pues en
muchos casos han logrado eliminar las barreras físicas y mentales que los arquitectos se
auto-imponían ante cierta clase de retos. En este sentido, y aunque resulta un ejemplo
manido y recurrente, se hace preciso mencionar el Museo Guggenheim de Bilbao
(1990-1997), concebido por Frank Gehry a partir del programa informático Catia -
creado por Dassault Systems para, en origen, contribuir al perfeccionamiento del diseño
de los aviones caza-, el cual logró arrasar muchos de los prejuicios existentes hasta
entonces sobre la plasticidad de un edificio, que no un objeto, y sometido por tanto a
una funcionalidad específica. Merced al juego de curvas y contra-curvas imposibles que
la tecnología le ofreció, Gehry fue capaz de experimentar sin límite con los volúmenes,
imponer al fin un diseño más escultórico que arquitectónico al espacio, buscar después
la viabilidad física de la obra con los materiales y técnicas disponibles, a continuación
materializar el museo y, por último (siendo precisamente éste el aspecto más criticable y
criticado del conjunto), adecuarle una función museística que ya iba implícita en la
construcción antes que su diseño.
Desde que en los medios arquitectónicos empezó a hacerse evidente la fuerza del
impacto estético, crítico y popular que estaba suponiendo la intervención española del
autor de California, muchos han sido los arquitectos que, al rebufo de la extrema
libertad y originalidad vislumbrada tras el diseño del Guggenheim bilbaíno, han
encaminado su constructiva hacia una estética radical y grandilocuente la cual, en más
de una ocasión, no se ha visto acompañada de un desempeño óptimo de las funciones
específicas de cada caso. En esa pretensión ha habido quienes han preferido redibujar y
reinventar el uso de materiales tradicionales como el hormigón armado, la madera, el
ladrillo, la piedra (granito, basalto…) o el metal (plomo, acero, titanio…) mientras otros
han optado por tratar de aplicar, primero experimentalmente y después con mayor
asiduidad, los nuevos compuestos surgidos de las últimas investigaciones tecnológicas,
caso del metacrilato, el plástico o el etfe (etiltetrafluoretileno).
Entre los primeros ejemplos podemos apuntar algunos paradigmas significativos,
como el Auditorio Parco della Musica de Roma (1994-2002), obra de Renzo Piano; la
Casa de la Música de Oporto (1999-2005), de Rem Koolhaas; el Parlamento de
Escocia, situado en Edimburgo (1999-2004), de Enric Miralles y Benedetta Tagliabue;
el Centro Rosenthal de Arte Contemporáneo de Cincinnati (2001-2003), de Zaha
Hadid; la Chesa Futura de Saint Moritz (2000-2002), de Norman Foster o algunas de
las obras de Frank Gehry [el Centro Ray y María Stata, del Instituto de Tecnología de
Massachusetts (1998-2003) o el Centro de Artes Escénicas Richard B. Fisher de
Nueva York (2000-2003)], Santiago Calatrava [el Auditorio de Santa Cruz de Tenerife
(1991-2003) o el Museo de Arte de Milwaukee (1994-2001)] o Daniel Libeskind [el
Imperial War Museum de Manchester (2000-2002), el Museo Judío de Berlín (1989-
1999), el Museo Félix Nussbaum de Osnabrück [Alemania] (1996-1998)…], por citar
sólo algunos. Como queda evidenciado, prácticamente ninguno de los más resonantes
nombres del mundo arquitectónico reciente puede sustraerse a los atractivos que los
avances de la modernidad plantean en materia de diseño. Asimismo, otro tanto se
aprecia al analizar los ejemplos que pertenecen al segundo bloque del que antes
hablábamos, debiendo hacer referencia a muestras ilustrativas y hasta hace pocos años
insospechadas (de hecho, algunas son aún descritas como extraterrestres amistosos
[Jodidio, 2005: 130]), lo que confirma su singularidad, rareza y extravagancia, provoca
el asombro de cuantos las contemplan, mantiene en vigor el delicado debate sobre la
conciliación entre historia y vanguardia y, en esa medida, logra convertirlas en los
nuevos focos de atracción de los marcos urbanísticos en que se erigen. Ése puede ser el
caso de la Kunsthaus (fig. 1) de la (hasta entonces tradicional) localidad austriaca de
Graz (2002-2003), obra salida de la explosiva mente de Peter Cook y Colin Fournier; el
Pabellón Polideportivo Wukesong de Pekín (2004-2008), imaginado por Burckhardt
& Partner; el Centro Nacional de Natación de la misma ciudad, el famoso cubo de
agua olímpico (2004-2008), nacido en el estudio PTW; el Centro Nacional del Espacio
de Leicester (2001), de Nicholas Grimshaw o las experiencias de Herzog & de Meuron
con el plástico translúcido y el etfe, singularizadas en el Estadio St. Jakob de Basilea
(1996-2001) y en el Allianz Arena de Múnich (2002-2005).
Lo que resulta evidente es que, tanto en una como en otra vertiente, la posibilidad
y potencialidad de su desarrollo corre pareja al amplio abanico de opciones que las
aplicaciones informáticas están incorporando a los estudios de construcción, no sólo en
el nivel formal del diseño sino también en el relativo a cuestiones más específicamente
técnicas como el cálculo de resistencias, el soporte de torsiones, los niveles de
iluminación natural, los balances de los costes de producción y mantenimiento, la
previsión de ahorro energético y económico, la implantación de fuentes de energía
alternativas, el desarrollo de un plan eco-eficiente de funcionamiento sostenible,
etcétera.
Si bien ya se ha podido intuir lo útiles que los avances de la sociedad del
desarrollo resultan al devenir de la arquitectura reciente, vamos a ejemplificar cada una
de las dos tendencias antes comentadas con sendas y elocuentes muestras de lo que la
conjunción entre innovaciones técnicas y tecnológicas junto a la creciente sensación de
libertad conceptual del autor puede llegar a hacer germinar.
El Centro Comercial Selfridges de Birmingham (figs. 2 y 3) es una prueba
preclara de cómo el metal (en este caso el aluminio) y el hormigón, ambos materiales
asentados, de sólida trayectoria y, por ello, considerados clásicos de la constructiva, son
capaces de transformarse, gracias a la inventiva de los artistas y a la inestimable
colaboración de la programación informática, en exponente paradigmático de aquello
que en arquitectura hemos dado en llamar, a lo largo de esta comunicación, lo imposible
posible. El estudio Future Systems (nombre ya elocuente del sesgo de modernidad que
desea imprimir como sello en sus obras este equipo) está formado por los británicos Jan
Kaplicky y Amanda Levete. Ambos, al recibir el encargo de crear en Birmingham una
nueva sede de la cadena británica de grandes almacenes, optan por idear una imagen
original y rompedora de la marca a través de este edificio, convertido ya en nuevo
emblema de Selfridges y también en un intenso foco de atracción popular hacia lo que
ha devenido en característico hito urbano de la ciudad inglesa, al lograr imponer su
optimista personalidad al resto del contexto –fabril e industrial en franca decadencia-
desde su inauguración en 2003. Para materializar estos propósitos los arquitectos
confían en una gigantesca estructura amorfa de hormigón, de aspecto blando, sinuoso y
fluido que, cubierta con un revestimiento continuo de quince mil discos de aluminio
pulidos y esmaltados sobre un fondo de color azul Klein, evoca la imagen de un
organismo acuático en movimiento (aunque para algunos recuerda la suavidad de la piel
de las serpientes, para otros la iridiscencia de los ojos de las moscas y para muchos la
refulgencia de los vestidos de chapa metálica creados, en la década de los sesenta, por el
modista español Paco Rabanne). Dado que estas placas de aluminio no cubren de
manera uniforme el edificio, sino que se aproximan en las partes cóncavas y se alejan en
las convexas, la idea de agitación y fluctuación queda remarcada. Como es evidente,
para lograr dar rienda suelta a semejante alarde de creatividad el equipo ha contado, en
primera instancia, con el entusiasmo del director del centro, amante de la arquitectura
extrema, pero también con el apoyo, la facilidad y variedad de opciones que ofrece a la
constructiva actual la programación informática, encargada de estudiar y recrear, antes
de construirla, la imagen final y global del edificio, para poder apreciar en ella el
movimiento conseguido en la fachada-cubierta continua gracias a los juegos que, sobre
la misma, dibujan la luz, las sombras y los tonos cambiantes. Sólo así se logra
representar la idea organicista, de desentumecimiento y flexibilidad, que transmite un
edificio cercano al paradigma de la escultura móvil. En este quehacer los autores han
recibido el asesoramiento del equipo de ingenieros Ove Arup si bien, como ellos
mismos reconocen, no se ha tratado tanto de un alarde de creación compleja como de la
relectura, en clave actual, de la tecnología y los materiales habituales, en aras a
desarrollar una imagen contemporánea. Aun sin negar que, tal y como sus propios
autores ratifican, quizá no sea el edificio un reto insalvable para los medios técnicos de
los que se puede disponer en el siglo XXI, lo que es irrefutable es la imagen futurista
que proyecta, abundando de hecho las comparaciones del Centro Comercial Selfridges
con un aparato extraterrestre salido de la mente febril de un escritor o guionista de
ciencia ficción.
De un proyecto que, como confirman sus artífices, no tiene mayores intenciones
revolucionarias que las de, partiendo y aprovechando conocimientos y usos históricos,
releer la constructiva tradicional y demostrar al colectivo arquitectónico que no es
necesario disparar los presupuestos para lograr una obra rompedora y vanguardista,
pasamos a un ejemplo de radicalidad estética que, en este caso, no se conforma con
reinventar las formas, las texturas y las apariencias sino que, en esa lucha, recurre a
materiales insólitos, hasta hace poco tiempo inéditos en materia edilicia y ahora una
atractiva incorporación proveniente del mundo de las investigaciones tecnológicas.
Hablamos del etfe, un polímero ligero, translúcido, resistente y flexible similar al teflón
que, según cómo se trate, esto es, cómo se hinche con el aire del interior, permitirá
ofrecer imágenes dispares, redondeadas en unos casos o facetadas y geométricas (a base
de hexágonos y pentágonos, como en un balón de fútbol [Davies, 2002: 32]) en otros
pero siempre abombadas y mullidas. Uno de los arquitectos que ha encaminado sus
investigaciones recientes hacia la experimentación con etfe es el londinense Nicholas
Grimshaw, autor del futurista Eden Project de Saint Austell (figs. 4 y 5), en Cornualles
(1998-2005), formado por un conjunto abigarrado de cúpulas semiesféricas que
recuerdan a un montón de burbujas de jabón posadas en un terreno hundido (Jodidio,
2004: 200). Dado que la obra nace con la intención de convertirse en un escaparate de
la biodiversidad global (Jodidio, 2000: 179), qué mejor recurso que optar por una
estructura metálica recubierta de etfe, material que garantiza unas óptimas condiciones
de visibilidad, luminosidad y permeabilidad además de ser mucho más ligero que el
vidrio (se calcula que, en extensiones idénticas, pesa el uno por ciento de un cristal). A
ello hay que añadir el hecho de que nos referimos a un compuesto altamente resistente
lo que, en definitiva, contribuye a multiplicar la altura de las burbujas y, en
consecuencia, optimiza la inversión, al lograr el máximo volumen posible en la
superficie disponible. El resultado es sorprendente, nacido de la imagen proyectada que
es una mixtura entre la construcción futurista de invernaderos desarrollada en la década
pop de los sesenta y la no menos ficticia de los laboratorios extraterrestres que
proliferan en las películas de marcianos de serie B. Sin embargo, y pese a la tendencia
desafortunada y frecuente visible en la arquitectura actual de construir obras grandiosas
que, en la práctica, resultan poco efectivas, los críticos coinciden en afirmar que, en este
caso, la máxima belleza de la construcción no proviene de su originalidad e innovación
sino de su eficacia, al desempeñar a la perfección el papel para el que ha sido concebida.
La radicalidad estética de los diseños que se han citado (y de otros muchos,
imposibles de abarcar en estas páginas) depende en buena medida, como se ha
comprobado, de las innovaciones técnicas y tecnológicas que los avances en materia
electrónica e informática han aportado al mundo de la arquitectura, al liberar aquellas
trabas físicas que, en su lucha contra las leyes de la gravedad, los autores han tratado de
romper durante generaciones. Sin embargo, una parte singular de la capacidad de
reinvención que demuestra la constructiva actual depende además del papel que juegan
sus artífices, conscientes de la importancia de su cometido, de su trascendencia
mediática pero también de la fatuidad de su quehacer, en tanto en cuanto la sociedad de
consumo convierte a la arquitectura en un bien más, con una fecha de caducidad tras la
cual la obra deja de aportar las dosis de frescura, sorpresa o novedad necesarias para
mantenerla en el candelero informativo. En efecto, el arquitecto contemporáneo es
consciente de la funcionalidad de su diseño (o lo debería, pues es condición sine qua
non de la arquitectura), del contexto en el que éste ha de ubicarse y de las circunstancias
que lo rodean, todo lo cual condiciona en definitiva su apariencia física. Pero, además,
comienza a desarrollarse entre ciertos estudios la certeza de que es la suya una
intervención que, nacida con presunción de permanencia, en realidad está madurada
para un tiempo concreto, sin pretensiones de inmortalidad y sí con plena convicción de
su temporalidad, lo que carga las tintas en el carácter extremo del diseño pues, desde
este punto de vista, si el edificio no convence a usuarios, aficionados o ciudadanos, el
plazo máximo durante el cual habrán de soportarlo será de diez, veinte o, a lo sumo,
unos cincuenta años. Un ejemplo de esta manera de forjar y materializar la arquitectura
es el que singulariza al equipo holandés Meyer en Van Schooten, encargado de crear la
sede del grupo bancario ING, en Amsterdam (fig. 6), entre 1998 y 2002.
El resultado no decepciona a las expectativas más sorprendentes y permite
observar una obra larga y estrecha asentada sobre pilares en forma de V, más altos en la
parte situada en dirección a la ciudad y más bajos hacia la zona verde que flanquea uno
de sus lados. En esta configuración queda clara la intención del grupo de llamar la
atención del ciudadano, vinculando lo constructivo con lo teatral, publicitario,
escenográfico y sensitivo. En este caso no son pocas las voces que comentan que, dada
la presencia de los pilares en V y la distinta altura de las partes del edificio, éste parece
que va a empezar a caminar, como si se tratara de uno de los vehículos fantásticos que,
disparando sus rayos láser, avanza pesadamente en la película La Guerra de las
Galaxias. El paralelismo visual entre este titán arquitectónico y los que George Lucas
mostraba en sus películas no es casual; responde a un propósito que trata de incidir en el
carácter lúdico, divertido y desenfadado de la arquitectura. Como hemos comentado, la
conciencia de que es éste un producto perecedero, por la competencia establecida, el
carácter caprichoso de los clientes y las posibilidades que alienta la economía de
mercado, lleva a Meyer en Van Schooten al extremo de desacralizar la actividad
constructiva, incluso a des-realizarla, dándole un matiz transitorio, como las maquetas
de cartón piedra de los largometrajes. Sin embargo, a fuer de ser justos con el resultado,
se hace imprescindible señalar que fueron los propios promotores de la obra los que
especificaron a los arquitectos que el edificio no debía durar más de cincuenta o cien
años, lo que ellos entendieron como el axioma de que nada es eterno ni tiene por qué
serlo y, en la medida en que seamos conscientes de lo efímero de nuestro paso por el
mundo, la libertad para jugar, experimentar y restar importancia a las cosas se extenderá
a todos los ámbitos de la vida, incluido al de la edificación, más que nunca auténtica
arquitectura efímera. Por lo demás, esta manera de concebir el arte trajo, en el momento
de su inauguración y por su alto grado de innovación, numerosos réditos a la empresa,
que vio incrementada su popularidad y propaganda, así como a los diseñadores,
premiados por los críticos y especialistas en la materia.
Con el edificio ING de Amsterdam ha quedado apuntada la idea de que, cuanto
más escuetos son los límites vitales de una obra, mayor es su capacidad de reinvención,
al ser nuestra temporalidad la que da máxima conciencia del escaso margen de
experimentación del que disponemos en nuestro paso por el mundo. Como es lógico, en
la medida en que se reducen esos mínimos existenciales, aumenta el deseo de
sorprender, de maravillar y de que, si bien quizá el hecho se diluya pronto en el olvido
de la historia, su evocación se perpetúe y marque un hito en la memoria de quienes lo
recuerden. Aplicando esta máxima a la arquitectura, aquellos ejemplos en los que se
juegue con un marco cronológico pequeño serán los que, exponencialmente, mayor
desconcierto puedan llegar a provocar entre los propios diseñadores, los espectadores y
los estudiosos pues, antes que como edificios consolidados, habrán de ser estudiados
desde la óptica del prototipo y el experimento. Así pues, en esta categoría es preciso
aludir a la arquitectura perecedera de los pabellones y las exposiciones temporales la
cual, no hay que olvidarlo, nace con apenas funciones específicas o definidas más que
las meramente expositivas y lúdicas, lo que amplifica aún más los juegos formales
vividos en ella, en la medida en que no hay un estricto sometimiento a una utilidad
concreta. The Body Zone (2000) de Branson Coates y The Mind Zone (1999) de Zaha
Hadid, ambas en el londinense Millennium Dome; el Serpentine Gallery Pavilion
2002 erigido en los jardines de Kensington (Londres) por Toyo Ito o el Forum
Arteplage Biel (1999-2002), diseñado por Coop Himmelb(l)au para la Expo’02 de
Yverdon, en Suiza, responden a la tipología citada, una de cuyas manifestaciones más
sorprendentes del último lustro tuvo como escenario, precisamente, la señalada cita
helvética. En efecto, la llamativa aportación de Himmelb(l)au hubo de competir en
espectacularidad y atractivo popular con el Blur Building, nacido de la imaginación de
la pareja formada por Elizabeth Diller y Ricardo Scofidio. Entre 1998 y 2002 el estudio
trabaja, de cara a la muestra internacional, en un edificio calificado de surrealista en la
medida en que pretende convertir en tangible y real un espacio en forma de nube sin
perder la identidad básica de éstas, residente en su carácter etéreo, volátil y frágil. Así
pues, y en colaboración con el equipo Extasia, el dúo desarrolla, sobre las aguas del lago
Neuchâtel, un enclave de forma cambiante e indefinida que, cual bruma, flota cerca de
la orilla. Para lograr tan inédito efecto se trabaja con un complejo sistema que toma el
agua del lago para después filtrarla y vaporizarla como una fina neblina a través de un
sistema de pulverizadores de alta presión integrados en la estructura del pabellón. Dicha
estructura, reforzada por una transparente caja de seis lados de cristal (incluidos techo y
suelo) que protege del frío y la humedad, se pierde en la opacidad de la niebla, siendo
ésta la única experiencia que viven los visitantes, trasladados a un paréntesis espacio-
temporal que anula la sensación de realidad y ofrece una vivencia ¿arquitectónica?
insólita en la que los cuerpos se intuyen como sombras. En la medida en que es ésta una
obra fugaz y cambiante –según la climatología y las horas del día-, a la que se accede a
través de una rampa (marcando así su ausencia de relación con el mundo exterior-real),
aparece ante los medios como un prodigio de inventiva formal pero es que, además,
sirve al universo arquitectónico para replantearse algunos de sus principios básicos,
como son las relaciones del edificio con su propio volumen, con el entorno que lo rodea
y con el usuario, extrañado ante la práctica inaudita de un hábitat impalpable, en el que
la conciencia material que imprime un suelo, una fachada o unas paredes se diluye en el
momento de atravesar lo inasible. Es evidente que este ensayo va más allá de lo
constructivo, pues no es frecuente que al usuario se le someta, como han subrayado los
especialistas, a una suerte de privación sensorial o sensación de suspensión física cuyo
único objetivo es alterar las convenciones espaciales y desafiar la continuidad
geográfica y temporal. El carácter experimental comentado en los ejemplos más
imposibles y extremos de la arquitectura efímera adquiere plena validez, pues no hay
que olvidar que la posibilidad de disfrutar de una sensación como la del Blur Building
se debe a que apenas hay algo más allá de su función representativa, de modo que no es
preciso plegarse a un contenido específico. De hecho hay que subrayar que, además de
esta caja mágica de vivencias únicas, el pabellón tan sólo cuenta con un bar en la terraza
de la parte alta desde el cual, por encima de la neblina, se divisa el paisaje del lago y sus
alrededores, al tiempo que se disfruta de una surtida carta de aguas minerales
procedentes de los más puros manantiales del planeta. Sin embargo, el hecho de que no
desarrolle una función más amplia no significa que la obra carezca de significado pues,
en efecto, a sus valores experimentales tanto a nivel arquitectónico como vivencial,
Diller + Scofidio le añaden el carácter paradigmático de una obra que, como ellos
mismos señalan, es de bajo impacto. La saturación visual a la que la sociedad
masificada y consumista somete al ciudadano también afecta al ámbito constructivo,
que parece impelido de una necesidad de velocidad, variedad, choque cromático y
confusión que acaba rebosando en edificios desbordantes, magníficos pero
megalómanos. Ante esta extendida situación de competitividad mundial, estos autores
desean aprovechar la tecnología y el diseño que otros emplean en explosiones de
formas, materiales y colores para crear un ámbito de pureza, un medio habitable,
amorfo, monótono, carente de profundidad, masa, tamaño, superficie y dimensión
(Jodidio, 2005: 175) que, pese a ello, consigue acaparar tanta atención por parte de los
medios especializados como el más atronador o estimulante ejemplo de arquitectura
actual.
Similar en impacto e igual de llamativo que los ejemplos ya observados es el caso
de aquellas obras que, aun no realizadas, son capaces de suscitar una viva corriente de
opinión hacia los planteamientos que proponen, fundamentalmente por la radicalidad de
un diseño responsable, en algunos casos, de su imposibilidad para materializarlo. No
olvidemos que arquitectura imposible, dificultad técnica y coste económico ingente son
términos con frecuencia relacionados, por lo que no es extraño entender la asiduidad
con la que ciertos de los más llamativos y recientes ejemplos de creación edilicia no
avanzan más allá de los límites de la maqueta o el programa informático que los crea, a
la espera de que las condiciones monetarias y materiales les sean favorables. En otros
casos, si bien menores en número, la radicalidad de la propuesta choca con los intereses
del promotor, que no ve reflejados sus deseos o necesidades, teme pecar de un exceso
de modernidad y, ante las dudas, careciendo del empuje preciso para arrostrar las
consecuencias de una decisión controvertida, opta por retrasar de manera indefinida la
ejecución del proyecto hasta que éste acaba desleído en el océano de lo que pudo ser.
Pese a ello, hablamos de obras concretadas en forma y fondo que, tanto o más que las
ejecutadas, ofrecen una lectura prístina de la deriva de la arquitectura actual, quizá
desequilibrada hacia lo extremo pero, más que en otros casos, prueba indiscutible de la
inventiva del arquitecto. Ése es el caso, por ejemplo, del Museo Guggenheim de
Guadalajara (México) ideado por el estudio Asymptote entre 2004 y 2005 como una
diáfana nave espacial que se asoma al abismo de un precipicio situado a las afueras de la
ciudad –aunque entonces se prefirió la opción de Enrique Norten- o del Museo
Guggenheim Temporal de Tokio cuyo concurso fue ganado por Zaha Hadid, dejando
en el camino propuestas insólitas como la de Jean Nouvel, quien sorprendió a los jueces
en 2001 con una llamativa –y, quizá por ello, poco factible- aportación, consistente en
un conjunto de pabellones de muestras cubiertos por una colina artificial de acero -
similar a un volcán surgiendo de la tierra- revestida de cerezos y arces que trataban de
evocar la sensibilidad nipona hacia lo natural. Pese (o como consecuencia) de su
originalidad y dificultad de mimetización con un entorno hostil dados sus altos niveles
de tecnificación y urbanización frente a un evidente deseo naturalista, la obra no es
votada como vencedora de la lid internacional convocada para elegir el recinto de las
exposiciones temporales de la franquicia museística.
En el camino recorrido a lo largo de esta comunicación, desde aquello que parecía
imposible y que se ha revelado factible hasta los nuevos retos, los más complejos, que
serán los siguientes a batir, de cuán importante es la imagen transmitida, la apariencia
extrema de lo imaginado, nos habla con mayor elocuencia un corpus de investigaciones
que rebasan la idea de lo revolucionario que en arquitectura se haya podido exteriorizar
hasta el momento. Nos referimos a aquellos proyectos (muchos nacidos de la
colaboración puntual de equipos de autores) que germinan no tanto con una voluntad
explícita de materialización (no, al menos, en primera instancia) sino con el deseo de
demostrar al público y a los medios especializados la extraordinaria capacidad de
reinvención del arquitecto y de su ciencia, cosa que se radicaliza en producciones
virtuales, planes para bienales o exposiciones de proyectos e, incluso, esculturas
franqueables, a escala arquitectónica. Se trataría, por tanto, de explorar ahora un camino
en el que el concepto constructivo o edilicio se difumina al bordear los límites de otras
disciplinas, de modo que la noción de arquitectura llega a perder su denominación, dada
su indefinición y, lo que es más notable, obliga no ya a replantearse los términos
presentes y próximos del diseño edificatorio (cosa que, en principio, ya debería haberse
observado a la luz de los ejemplos citados) sino lo valiosa que es la influencia de su
huella, de su estela, en el mundo creativo contemporáneo, aunque dichos contornos
parezcan borrosos en el maremágnum de creatividad y originalidad de la arquitectura
actual.
Pese a que, quizá para el público, se trata a continuación de referir nombres menos
conocidos y publicitados (pues, no en vano, es irrebatible la estrecha relación que, en la
sociedad de hoy, guardan éxito mediático y popularidad), la nómina de autores
interesados en dinamitar los márgenes conceptuales y físicos de la arquitectura es
inmensa, como lo es también su aportación a este recorrido por lo imposible posible
que, en este caso y, de momento, aún continúa siendo una quimera. En ese sentido, y
para ilustrar mínimamente estas afirmaciones, se hace preciso citar ahora diseños como
los de Asymptote (Museo Guggenheim Virtual [1999-2002], Parque Virtual para la
Bolsa de Nueva York [1998-1999] o Metamorph); MVRDV (Metacity/Datatown
[1998]); Greg Lynn, alma de FORM (Casa Embriológica); Kas Oosterhuis (Trans-
ports [1999-2001]); Dominique Jakob y Brendan MacFarlane (Casa H [2003]); Dennis
Dollens (Digitally-Grown Tower [2005]); el creador de los conceptos arquitectura
líquida y transarquitectura Marcos Novak (Allocortex [2005], Alloneuro [2005],
Allobio [2001]…) o Lars Spuybroek y Maurice Nio, fundadores de NOX, uno de los
estudios más punteros en innovación arquitectónica, con obras como la Son-O-House
[2000-2004] o la Soft Office [2000-2005]. Todos ellos son calificados, desde unos
medios expectantes y también algo suspicaces, como pioneros de la arquitectura virtual
razón por la cual, en su doble condición de precursores y exploradores, sus aportaciones
son aguardadas con igual mezcla de interés y escepticismo, a la espera de que
fructifiquen en proyectos materiales, vivibles y experimentables físicamente. Creación
multimedia, obras on-line, ciberespacio, espacio virtual, construcción programable y
maqueta digital son algunos de los conceptos que se manejan al intentar aprehender la
esencia de estos diseñadores, quienes se ven a sí mismos tanto como arquitectos como
artistas. En respuesta a la ambición de sus expectativas, se entiende la búsqueda –para
unos, pretenciosa; para otros, vanguardista y, para algunos, simple especulación- de
Marcos Novak (que resume la de algunos de sus compañeros), empeñado en perseguir
transmutaciones auténticas en espacios conceptuales imprevisibles, transiciones
escalonadas en estados completamente nuevos (Jodidio, 2004: 381).
Llegados a este punto de extremismo y transformismo arquitectónico es momento
de observar, de manera global, algunas de las consecuencias que la radicalidad estética
dibuja en el panorama edilicio de las próximas décadas. Un rápido repaso a los ejemplos
aquí expuestos y a muchos otros que quedaron en el tintero observa aspectos comunes
y, en algunos casos, preocupantes para la salud de esta disciplina. En efecto, la
recurrencia a las aplicaciones tecnológicas y técnicas en arquitectura sirve para acelerar
el contenido imaginativo y liberador de este arte, deviniendo en trabajos más y más
extremos, sorprendentes, extravagantes e imposibles, hasta el punto de que ciertos de
ellos ni siquiera nacen con la idea de verse materializados, dada su radicalidad. Así
pues, lo que en un principio es una inyección de novedad, variedad y frescura en este
contexto puede convertirse en un componente pernicioso para el mismo si lo
observamos desde aquellas otras invariantes de las que la constructiva no debería
desasirse, tales como el equilibrado coste económico de la obra, la adecuación de ésta a
su entorno y su función o la respuesta a las necesidades y peticiones ciudadanas. En
efecto, no es infrecuente notar la pésima fama que, para la arquitectura más extrema,
arrastran lastres como su elevado precio (que llega a disparar los presupuestos de
trabajo), su falta de conciliación con el marco urbano o rural en que se inscribe, las
deficiencias técnicas que un diseño volcado en la estética puede presentar y,
fundamentalmente, el aislamiento que viven estos proyectos respecto a quienes van a
disfrutarlos, para quienes su apariencia resulta, en ocasiones, incomprensible frente a los
estándares tradicionales del género. He aquí el conflicto más potente (y peligroso para
su devenir si no se valora lo suficiente) que atañe a estos trabajos insólitos; el choque
entre el deseo de aparentar que lo imposible es posible, demostrándolo con pruebas
fehacientes como, por ejemplo, las ejemplificadas en distintos puntos de este escrito, y
la realidad de que las quimeras puedan llegar a solidificarse en materia, para lo cual la
funcionalidad de la obra, que es la que precisa, determina y da sentido a la arquitectura
–entendida en su académica definición- se revela, desde la cabaña más rudimentaria y
hasta el rascacielos más virtuoso, como primera y última (que no única) razón de ser de
una disciplina que, pese (o quizá gracias) a ello, es evidente, esperanzador y afortunado
que mantiene aún virgen su capacidad para reinventarse una y otra vez.
Figura 1: Peter Cook y Colin Fournier, Kunsthaus (detalle de la cubierta),
2002-2003, Graz (Austria). (fotografía: A. Kollegger).
Figura 2: Future Systems, Centro Comercial Selfridges, 2003, Birmingham (Reino
Unido). (fotografía: S. Brivio).
Figura 3: Future Systems, Centro Comercial Selfridges
(detalle), 2003, Birmingham (Reino Unido).
(fotografía: S. Cadman).
Figura 4: Nicholas Grimshaw, Eden Project, 1998-2005, Saint Austell (Cornualles, Reino
Unido). (fotografía: P. Bock).
Figura 5: Nicholas Grimshaw, Eden Project (vista interior), 1998-2005, Saint Austell
(Cornualles, Reino Unido). (fotografía: M. Barkaway).
Figura 6: Meyer en Van Schooten, Sede del grupo
bancario ING, 1998-2002, Amsterdam (Holanda).
(fotografía: H. Van Iperen).
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