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Macro y Cato, héroes de Roma, se enfrentan a un despiadado enemigo en laBretaña. Durante casi una década, el Imperio romano ha luchado parareivindicar su posesión de Britania. Pero la implacable oposición de lastribus indígenas, dirigidas por el fanático rey Carataco, finalmente haconseguido someter a las legiones romanas.Roma decide enviar a dos de los más valerosos y leales soldados delejército en auxilio de la campaña: al prefecto Cato y al centurión Macro.Desde un remoto puesto fronterizo de las montañas, se enfrentarán a losinfatigables ataques de las fuerzas bárbaras, pero también a un reto aúnmás mortífero y complicado si cabe: doblegar el control que mantiene en elfuerte romano el centurión Quercus, un hombre que inspira lealtad en sushombres por encima de sus vínculos con Roma y, gracias a ello, libra unaviolenta guerra personal. Quercus no se detendrá ante nada para quitarse deen medio a los dos intrusos. Así, con peligrosos enemigos en ambos lados,Cato y Macro luchan por sus vidas y por traer la paz a la más peligrosafrontera del Imperio.Autor de referencia en la narrativa histórica actual, en esta nueva entregade la serie Simon Scarrow nos traslada a Bretaña, una de las zonas másconflictivas del Imperio, y nos regala una novela llena de acción, aventura ehistoria.

Simon ScarrowCuervos sangrientos

Serie Águila - 12

Ad meus plurimus diutinus quod optimus amicus

MURRAY JONES

UNA BREVE INTRODUCCIÓN AL EJERCITO ROMANO

La Decimocuarta Legión, como todas las legiones, constaba de unos cinco milquinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres,dirigida por un centurión. La centuria se dividía en secciones de ocho hombresque compartían un habitáculo en los barracones, o una tienda si estaban encampaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; laprimera cohorte era doble. A cada legión le acompañaba un contingente decaballería de ciento veinte hombres, repartido en cuatro escuadrones, que hacíanlas funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, los rangosprincipales de la legión eran los siguientes:

El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treintay cinco años, y dirigía la legión durante un máximo de cinco años. Su propósitoera hacerse un buen nombre a fin de mejorar su posterior carrera política.

El prefecto del campamento era un veterano de edad avanzada quepreviamente había sido centurión jefe de la legión, y se encontraba en la cúspidede la carrera militar. Era una persona experta e íntegra, y a él pasaba el mandode la legión si el legado estaba ausente o hors de combat.

Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres de unosveinte años que servían por primera vez en el ejército para adquirir experienciaen el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en laadministración civil. El tribuno superior era otra cosa. Estaba destinado a altoscargos políticos y al posible mando de una legión.

Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión.Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buenadisposición a luchar hasta la muerte. En consecuencia, el índice de bajas entreestos superaba con mucho el de otros puestos. El centurión de mayor categoríadirigía la primera centuria de la primera cohorte, y solía ser un soldado respetadoy laureado.

Los cuatro decuriones de la legión comandaban los escuadrones decaballería, aunque existe cierta controversia sobre si había un centurión al mandoglobal del contingente montado de la legión.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función deordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar unavacante en el cargo de centurión.

Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habíanalistado por un período de veinticinco años. En teoría, un voluntario que quisieraalistarse en el ejército tenía que ser ciudadano romano, pero con los añosempezaron a reclutarse a habitantes de otras provincias, a los que se les otorgabala ciudadanía romana al unirse a las legiones. Los legionarios estaban bienpagados y podían esperar generosas bonificaciones del emperador de vez en

cuando (¡cuando tenía la sensación de que necesitaba reforzar su lealtad!).Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la

de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas, y aportaban al imperiola caballería, la infantería ligera y otras armas especializadas. Solo se lesconcedía la ciudadanía romana una vez cumplidos los veinticinco años deservicio. Las unidades de caballería, como la Segunda Cohorte Tracia, podíantener hasta mil hombres en sus filas, y se reservaban para comandantes capacesy con experiencia. También había cohortes mixtas con una proporción de untercio de efectivos montados y dos tercios de infantería, y solían utilizarse parapatrullar el territorio circundante.

Capítulo I

Febrero, año 51 d. C.

La columna de j inetes ascendió con gran esfuerzo por el sendero hasta la cimade la colina y, una vez allí, su líder refrenó el caballo y levantó una mano paraque sus hombres se detuvieran. La reciente lluvia había convertido la superficiedel camino en una extensión de barro pegajoso llena de hoyos y rodadas, y lasmonturas de la caballería resoplaban y relinchaban mientras vencían la succióndel lodazal en sus patas. El aire era frío, y solo se oía el chapaleo de los cascos delos caballos, que aminoraron la marcha hasta detenerse, lanzando resoplidos dealiento que se convertían en vapor. Su líder llevaba una gruesa capa roja encimade un peto reluciente, sobre el cual se cruzaban las bandas que señalaban surango. Era el legado Quintato, comandante de la Decimocuarta Legión, al quehabían confiado la labor de preservar la frontera occidental de la provincia deBritania, recién adquirida por el imperio.

Y no era tarea fácil, pensaba él con amargura. Habían pasado casi ocho añosdesde que el ejército desembarcó en aquella isla situada en los confines delmundo conocido. En aquel entonces, Quintato era un tribuno de poco más deveinte años, con un gran sentido de la disciplina y lleno de deseos de conseguir lagloria para sí mismo, para Roma y para el nuevo emperador, Claudio. El ejércitose había abierto camino tierra adentro a la fuerza, y había vencido a la poderosahueste reunida por las tribus nativas, a las órdenes de Carataco. Roma había idodesgastando a los nativos batalla tras batalla, hasta que al fin las legiones habíanaplastado a los guerreros cuando estos presentaron su última batalla frente a sucapital, en Camuloduno.

Aquel día dicha batalla había parecido decisiva. El emperador en personahabía estado allí para ser testigo de la victoria… Y para llevarse todo el mérito.En cuanto los cabecillas de la mayoría de tribus nativas cerraron sus pactos conel emperador, Claudio regresó a Roma para reclamar su triunfo y anunciar a laplebe que la conquista de Britania se había completado. Pero en realidad no eraasí. El legado frunció el ceño. ¡No era así ni de lejos! Aquella última batalla nohabía hecho mella en la voluntad de resistir de Carataco. Simplemente le habíaenseñado que era una temeridad enfrentarse a campo abierto contra las legionesde Roma. Sus guerreros sin duda eran valientes y estaban dispuestos a lucharhasta la muerte, pero no habían sido entrenados para enfrentarse al ejércitoromano en una batalla campal. Aquel día Carataco había aprendido la lección, ysu estrategia de combate se volvería más artera y hábil, recurriendo a la guerrade guerrillas para atraer a las columnas romanas y llevarlas hacia una

emboscada, y enviando partidas que se movían con rapidez a asaltar las líneas desuministros y puestos avanzados de las legiones. Habían sido necesarios siete añosde campaña para empujar a Carataco hacia la fortaleza que las tribus de lossiluros y los ordovicos tenían en las montañas. Eran tribus guerreras, incitadas porla furia fanática de los druidas y decididas a resistir el poder de Roma hasta suúltimo aliento. Habían aceptado a Carataco como su comandante, y este nuevocentro de resistencia había atraído a guerreros de toda la isla que albergaban unfirme odio hacia Roma.

El invierno había sido duro, y los vientos fríos y la lluvia helada habíanobligado al ejército romano a limitar sus actividades durante los largos y oscurosmeses brumales. Pero, hacia el final de la estación, las nubes bajas y las nieblasse alzaron de las tierras montañosas del otro lado de la frontera, y las legionespudieron renovar su campaña contra los nativos durante lo que quedaba deinvierno. El gobernador de la provincia, Ostorio Escápula, había ordenado a laDecimocuarta que penetrara en los valles boscosos y estableciera una cadena defuertes. Servirían como bases de abastecimiento para la ofensiva principal, quetendría lugar en primavera. Sin embargo, el enemigo había reaccionado con unavelocidad y ferocidad que habían sorprendido al legado Quintato, atacando a lamás fuerte de las columnas que este había enviado a su territorio. Dos cohortesde legionarios, más de ochocientos hombres… En cuanto empezó el ataque, eltribuno al mando de la columna envió un j inete al legado solicitando apoyourgentemente. Al amanecer, Quintato había salido de su base en Glevum alfrente del resto de la legión y, cuando se aproximaban al lugar donde estaba elfuerte, decidió adelantarse con una escolta para hacer un reconocimiento,apesadumbrado por el miedo a lo que pudieran encontrar.

Al otro lado de aquella ladera, estaba el valle que se adentraba en el territoriode los siluros. El legado aguzó el oído e intentó ignorar los sonidos de los caballosa su espalda. Pero no oía nada. No se oía el golpeteo rítmico y sordo de lashachas de los legionarios, que deberían estar talando árboles para la construccióndel fuerte. Ni tampoco los picos de los zapadores, que deberían estar despejandoun amplio cordón de terreno para la zanja que rodearía la empalizada. Ni vocesque resonaran en las laderas del valle a ambos lados o sonidos de lucha…

—Hemos llegado demasiado tarde —masculló para sus adentros—.Demasiado tarde…

Frunció el ceño, irritado por no haber podido guardarse la preocupación parasí mismo, y echó un vistazo rápido a su alrededor para ver si alguno de sushombres había oído sus palabras. Los miembros más próximos de su escoltapermanecían sentados en sus sillas con actitud impasible. No, se corrigió.Impasible no. Había inquietud en sus expresiones, sus ojos parecían afilarsemientras recorrían el paisaje circundante en busca de cualquier señal delenemigo. El legado inspiró profundamente para calmarse y extendió el brazo

hacia adelante, al tiempo que aflojaba la presión de los talones contra los flancosde su montura. El caballo avanzó moviendo nerviosamente unas orejas comodagas, como si intuyera el desasosiego de su amo. El camino se niveló, y al cabode un momento los j inetes que iban en cabeza tuvieron una clara perspectiva dela boca del valle.

El emplazamiento de la obra se encontraba a unos ochocientos metros pordelante de ellos. Había un amplio espacio abierto despejado de pinos, cuy ostocones parecían dientes rotos desperdigados por la tierra removida. El contornodel fuerte ya era visible, pero allí donde debería haber habido una zanjaprofunda, un terraplén y una empalizada, solo había caóticos montones demadera y carros quemados, y los restos de unas hileras de tiendas cuy a piel decabra había sido arrancada y pisoteada en el barro. También había cuerpos, dehombres y de algunos caballos y mulas. Habían desnudado a los cadáveres y,desde aquella distancia, la palidez de la carne hizo que el legado pensara engusanos. Se estremeció al pensarlo, y se quitó la idea de la cabeza a toda prisa.Oy ó que sus hombres tomaban aire al ver aquello, y que soltaban unas cuantasmaldiciones entre dientes mientras contemplaban la escena. Su caballo aminoróel paso hasta detenerse, y Quintato, enojado, clavó los talones en el animal e hizochasquear las riendas para obligarlo a ponerse al trote.

No había señales de peligro. El enemigo había terminado su trabajo hacíamuchas horas y se había marchado con la victoria y el botín. Lo único quequedaba allí eran las ruinas del fuerte, los carros y los muertos. Eso y los cuervosque se alimentaban de la carroña. Cuando los j inetes se acercaron por el camino,los pájaros alzaron el vuelo e inundaron el aire con sus estridentes gritos dealarma al verse obligados a abandonar su macabro festín. Volaron en círculo porencima de ellos como tiras de tela negra atrapadas en el viento de una tormenta,y su desagradable sonido llenó los oídos del legado.

Quintato aminoró el paso de su montura al llegar a las ruinas de lo que habríasido el portón principal. Las torres de madera del fuerte eran las primerasestructuras que se habían construido. Ahora eran simples armazoneschamuscados desde los que unas finas volutas de humo se alzaban contra el fondode colinas cubiertas de rocas y árboles, para mezclarse con las nubes grises queparecían abalanzarse desde el cielo. El foso se extendía a ambos lados hasta lasesquinas del fuerte, donde estaban los restos de las torres de los extremos. Con unchasquido de la lengua, el legado condujo a su caballo por las torres de entradaen ruinas. Al otro lado estaba el terraplén y el cordón de terreno abierto dentro delas defensas. Más allá, lo que quedaba de las hileras de tiendas, y el primero delos cadáveres amontonados juntos y enredados. Despojados de la armadura, lastúnicas y las botas, yacían retorcidos, magullados y bañados en la sangre quemanaba de las oscuras bocas de las heridas que los habían matado. Su carnehabía sido mancillada, y estaba llena de desgarrones y cortes más pequeños allí

donde los cuervos habían empleado el pico… Algunos de los cadáveres tenían lascuencas ensangrentadas porque los pájaros les habían arrancado los ojos, a otrosles habían cortado la cabeza y los muñones estaban cubiertos de sangrecoagulada, seca y ennegrecida.

Mientras Quintato contemplaba a los legionarios caídos, uno de sus oficialesde Estado May or fue acercando su caballo hasta él y lo saludó con un leve gestoy expresión grave.

—Al menos parece que algunos de nuestros hombres opusieron resistencia.El legado no contestó al comentario. Era fácil hacerse una idea de los últimos

momentos de aquellos hombres, luchando espalda con espalda mientras resistíanhasta el final. Después, tras haber rematado al último de los heridos, el enemigolos había despojado de las armas y el equipo. Lo que Carataco y sus guerrerospudieran utilizar lo conservarían; el resto lo arrojarían al río más próximo o loenterrarían, para evitar que los romanos lo devolvieran a los almacenes de laDecimocuarta Legión. Quintano alzó la mirada y la paseó por el fuerte. Habíamás cuerpos tendidos entre las tiendas destrozadas. Algunos desperdigados aquí yallá, otros en pequeños montones que evidenciaban el caos que se había desatadoen cuanto los guerreros enemigos habían irrumpido en las defensas a medioconstruir.

—¿Quiere que ordene a los hombres que desmonten y empiecen a enterrar alos muertos, señor?

Quintato se volvió a mirar al tribuno, y la pregunta tardó un momento enpenetrar en sus sombríos pensamientos. Le dijo que no con la cabeza.

—Déjalos hasta que llegue el resto de la legión.El oficial más joven puso cara de sorpresa.—¿Está seguro, señor? Me temo que dañará la moral de los hombres. Y y a

está bastante mermada.—Sé perfectamente cuál es el estado de ánimo de mis hombres, gracias —

repuso el legado con brusquedad. Pero se aplacó de inmediato.El tribuno había llegado desde Roma recientemente, con la armadura

reluciente y ansioso por poner en práctica los conocimientos militares que habíaadquirido de segunda y tercera mano. Quintato recordó que él no había sido muydistinto a ese hombre cuando se había unido a su primera legión. Se aclaró lagarganta, y se obligó a hablar en tono calmado.

—Deja que los hombres vean los cuerpos… —Muchos de los soldadosacababan de unirse a la Decimocuarta, reemplazos que habían llegado en losprimeros barcos que zarparon desde la Galia una vez pasadas las tormentas deinvierno—. Quiero que comprendan lo que les espera si alguna vez permiten queel enemigo les derrote.

El tribuno vaciló un momento, y al cabo asintió.—A sus órdenes.

Quintato espoleó suavemente a su caballo y continuó avanzando al paso haciael centro del fuerte. La destrucción y la muerte se extendían a ambos lados delancho camino embarrado que atravesaba las ruinas, y con el que una segundavía se cruzaba en ángulo recto. Entonces se topó con los restos de lo que habíasido la tienda de mando de la cohorte. Junto a ella había otro montón decadáveres desnudos, y el legado sintió que un escalofrío le recorría la espalda alreconocer el rostro de Salvio, el centurión superior de una de las cohortes. Elveterano de cabello gris yacía boca arriba, mirando ciegamente al cieloencapotado, con la mandíbula colgando y exponiendo sus dientes irregulares yamarillentos. Quintato reflexionó que ese hombre había sido un magnífico oficial.Duro, eficiente y audaz, y muy laureado, sin duda Salvio había mantenido losmás altos principios de su rango hasta el final. Tenía varias heridas en el pecho yen el vientre, y el legado tuvo la certeza de que cuando le dieran la vuelta notendría ninguna en la espalda. Quizá no le habían arrancado la cabeza en señal derespeto, pensó el legado.

Aún no había visto al tribuno, Marcelo, el hombre que comandaba al equipode construcción. Quintato se levantó en la silla de montar, pasó la pierna porencima de la grupa de su montura y se dejó caer al suelo con un fuerte chapoteo.Se acercó a los cadáveres, y buscó algún indicio del joven aristócrata cuyoprimer mando independiente había resultado ser el último. No tenía sentido mirarentre los cuerpos decapitados, y Quintato los evitó mientras buscaba. No pudoencontrar a Marcelo, ni siquiera después de dar la vuelta a algunos de los cuerpostendidos boca abajo. Dos de los muertos tenían profundos cortes en la cara y lacarne mutilada: el cráneo destrozado y los colgajos de cuero cabelludo hacíanimposible una identificación inmediata. La búsqueda de Marcelo tendría queesperar.

De pronto, el legado se dio cuenta de un detalle importante y se quedóinmóvil. Se irguió y deslizó la mirada por los restos del campamento para hacerun cálculo aproximado del número de cadáveres que había desperdigados por elbarro. No había ni rastro de ningún enemigo caído. Pero era de esperar… Losnativos siempre se llevaban a sus muertos para enterrarlos en secreto, allí dondelos romanos no los encontraran, de modo que les fuera imposible saber cuántasbajas habían sufrido.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó el tribuno, preocupado por la repentinareacción de su superior.

—Aquí hay muy pocos de nuestros hombres. Por lo que puedo ver, diría quefalta como una cuarta parte de ellos.

El tribuno miró a su alrededor y asintió.—Es cierto… ¿Y dónde están?—Debemos suponer que se los han llevado con vida —respondió Quintano

con frialdad—. Prisioneros… Que los dioses tengan misericordia de ellos. No

deberían haberse rendido.—¿Qué les ocurrirá…, señor?Quintano se encogió de hombros.—Si tienen suerte, los utilizarán como esclavos y los harán trabajar hasta la

muerte. Antes los llevarán de tribu en tribu, y los exhibirán ante la gente de lasmontañas como prueba de que Roma puede ser derrotada. Y mientras tanto, nodejarán de maltratarlos y humillarlos.

El tribuno se quedó callado unos instantes, y luego tragó saliva connerviosismo.

—¿Y si no tienen suerte?—Entonces se los entregarán a los druidas, y estos los sacrificarán para sus

dioses. Los despellejarán o los quemarán vivos. Por eso es mejor no caer en susmanos con vida. —Quintato captó un movimiento por el rabillo del ojo, y sevolvió para mirar hacia el camino que salía del portón. La centuria que iba a lacabeza del grueso principal había llegado a la cima de la colina y empezaba adescender por la ladera, esforzándose por mantener el paso en un camino cadavez más endiabladamente embarrado. Por un momento se abrió un breve claroen las nubes, y un fino haz de luz cay ó sobre la cabeza de la columna. Un brilloreluciente mostró la posición del estandarte del águila de la legión, y de losdemás estandartes que llevaban la imagen del emperador y la insignia ycondecoraciones de las formaciones menores. Quintato se preguntó si se suponíaque aquello era un buen augurio. De ser así, los dioses tenían un extraño sentidode la oportunidad.

—¿Y ahora qué, señor? —preguntó el tribuno.—¿Mmm?—¿Cuáles son sus órdenes?—Terminaremos lo que empezaron ellos. En cuanto llegue el contingente al

completo, quiero que se reparen el foso, la zanja y el terraplén… Luego se podrácontinuar el trabajo con la empalizada y el fuerte. —Quintato tensó la espalda ymiró las oscuras laderas del valle cubiertas de bosque—. Hoy esos salvajes hantenido su pequeña victoria. No podemos hacer nada al respecto. Estaráncelebrándolo en las montañas. Los muy idiotas… Esto solo servirá paraendurecer la determinación de Roma. Aplastaremos hasta el último vestigio deresistencia a nuestra voluntad. No importa cuánto tiempo lleve, puedes estarseguro de que Ostorio, y el emperador, no nos permitirán ningún descanso hastaque terminemos el trabajo. —Un atisbo de amarga sonrisa se dibujó en sus labios—. Será mejor que no nos acostumbremos a las comodidades del fuerte deGlevum, hijo.

El joven oficial asintió con seriedad.—Bien, voy a necesitar que se monte una tienda como cuartel general. Que

algunos hombres despejen el terreno y se pongan a ello. Envía a buscar a mi

secretario. El gobernador debe recibir un informe sobre esto lo antes posible. —Quintato se acarició la mandíbula mientras volvía de nuevo la mirada hacia loscuerpos del centurión Salvio y sus compañeros. Estaba abrumado, embargado dedolor por la pérdida de sus hombres y por el peso de saber que la próximacampaña iba a ser tan dura y sangrienta como la que cualquier romano habíaconocido desde que pusieron el pie en esta maldita isla.

Este es otro tipo de guerra. Los soldados de Roma tendrán que serabsolutamente despiadados si quieren quebrar el ánimo del enemigo. Soldadosque tendrán que ser dirigidos por oficiales que persigan al enemigo con unadeterminación implacable y una voluntad de hierro. Quintato reflexionó que, porsuerte, existían hombres así. Había uno en concreto del que la sola mención de sunombre bastaba para helar la sangre a sus enemigos. Con un centenar deoficiales como él, las dificultades de Roma en Britania terminarían enseguida. Senecesitaban hombres así en la guerra. Pero ¿qué sería de ellos en época de paz?Quintato se dijo que ese no era su problema.

Capítulo II

El río Támesis, dos meses después

—¡Por todos los dioses, cómo ha cambiado este sitio! —El centurión Macroseñaló con un gesto la extensión de edificios de la orilla norte del río. El carguerohabía cambiado de bordada para rodear un amplio meandro del Támesis, yahora la proa viró directamente contra la continua brisa y la vela empezó aagitarse en el gris del cielo encapotado.

El capitán hizo bocina con las manos y bramó por la ancha cubierta:—¡Dotación a la arboladura! ¡Arriad la vela! Unos cuantos hombres treparon

a toda prisa por las estrechas jarcias, y el capitán se volvió hacia el resto de latripulación:

—¡Armad los remos y preparaos! Los marineros, una mezcla de galos ybátavos, vacilaron un breve momento antes de emprender sus obligaciones congesto huraño. Macro no pudo evitar una sonrisa al observarlos y ver su mudaprotesta: una cuestión de forma más que de sustancia. Ocurría lo mismo con lossoldados que había conocido durante la mayor parte de su vida. Su mirada volvióa dirigirse al paisaje bajo y ondulante que se extendía a ambos lados del río. Lamay or parte de esos campos habían sido despejados de árboles, y unas pequeñasgranjas salpicaban la campiña. También había unos cuantos edificios másgrandes con tejados de tejas, prueba de que Roma estaba imprimiendo su selloen la nueva provincia. Macro interrumpió sus cavilaciones para mirar a sucompañero, que estaba a una corta distancia de él con los codos apoyados en labarandilla lateral del barco, viendo pasar la rizada superficie del río con lamirada ausente. Macro carraspeó sin mucha sutileza.

—He dicho que el lugar ha cambiado.Cato se movió, levantó la mirada y sonrió rápidamente.—Lo siento, estaba a kilómetros de distancia.Su compañero asintió.—Tus pensamientos están en Roma, sin duda. No te preocupes, muchacho.

Julia es una buena mujer y una magnífica esposa. Mantendrá el calor hasta queregreses.

Pese al hecho de que su amigo lo superaba en rango, entre ellos se habíaforjado una cómoda confianza a lo largo de los ocho años que habían servidojuntos. Al principio Macro había sido el oficial superior, pero ahora Cato lo habíasobrepasado: había ascendido al rango de prefecto, y estaba listo para asumir su

primer mando permanente de una cohorte de tropas auxiliares: la SegundaCohorte de caballería tracia. Al anterior comandante de la Segunda lo habíanmatado durante la última campaña, y el Estado Mayor imperial de Roma habíaelegido a Cato para que ocupara la vacante.

—¿Y eso cuándo será, me pregunto? —repuso el más joven con un tono deamargura en la voz—. Por lo que he oído, la triunfante celebración de laconquista de Britania por parte del emperador fue un tanto prematura. Lo másprobable es que sigamos luchando contra Carataco y sus seguidores hasta queseamos ancianos.

—¡Pues a mí me parece perfecto! —Macro se encogió de hombros—. Mejorvolver a hacer el trabajo honesto de un soldado en las legiones que todo esecuento clandestino que hemos tenido que aguantar desde la última vez queestuvimos aquí.

—Creía que odiabas Britania. Siempre estás dando la tabarra sobre la malditahumedad, el frío y la falta de comida decente. Si no recuerdo mal, dij iste que temorías por marcharte.

—¿Eso dije? —Macro fingió inocencia y luego se frotó las manos—. De todosmodos, aquí estamos. De vuelta a un lugar donde hay una campaña decente enmarcha y excelentes oportunidades de más ascensos y condecoraciones y, lomejor de todo, situaciones propicias para ampliar mi fondo de jubilación. Yotambién he estado escuchando rumores, muchacho, y se dice que se puedeconseguir una fortuna en plata en las montañas del oeste de la isla. Si tenemossuerte, en cuanto les demos una buena paliza a los nativos y entren en razón,estaremos muy bien situados.

Cato no pudo evitar sonreír.—Según mi experiencia, darle una paliza a un hombre rara vez lo induce a

ser razonable.—No estoy de acuerdo. Si sabes dónde darle, y lo fuerte que hay que darle,

hará lo que sea que necesites que haga.—Si tú lo dices… —Cato no tenía ganas de entrar en un debate de ese tipo. La

idea de estar separado de Julia oscurecía por completo su horizonte deexpectativas. Se habían conocido hacía unos años, en la frontera oriental delimperio donde su suegro, el senador Sempronio, había estado sirviendo comoembajador del emperador con el rey de Palmira. El hecho de entrar a formarparte de una familia senatorial suponía un considerable avance de posición socialpara un joven oficial de las legiones como Cato, pero también era motivo decierta preocupación para él, ante la más que probable posibilidad de que losmiembros de las antiguas familias aristocráticas lo despreciaran. Fuera comofuese, el senador Sempronio había reconocido el potencial de Cato y se habíaalegrado de que se casara con su hija. El día de la boda había sido el más feliz desu vida, aunque había tenido poco tiempo para acostumbrarse a ser un buen

esposo y yerno, pues poco después recibió sus órdenes de partir hacia Britaniadirectamente del secretario imperial. Narciso se hallaba bajo una crecientepresión por parte de la facción que había elegido al joven príncipe Nerón paraque sucediera al emperador Claudio. El secretario imperial se había alineado conlos que apoyaban a Británico, el hijo legítimo de Claudio, y estaban perdiendocada vez más influencia sobre el senil monarca del mayor imperio del mundo.Narciso le había dicho a Cato que le estaba haciendo un favor mandándolo tanlejos de Roma como era posible. Cuando el emperador muriera, la lucha por elpoder sería de lo más cruenta, y no se tendría clemencia con los del bandoperdedor…, ni con nadie relacionado con ellos. Si Británico perdía la lucha,estaba condenado, y Narciso con él.

Dado que Cato y Macro habían servido bien al secretario imperial, aunque aregañadientes y siempre sometidos a todo tipo de chantajes, ellos tambiéncorrerían peligro. Según Narciso, lo mejor era que, llegado el momento,estuvieran luchando en alguna frontera remota, lejos de la atención vengativa delos seguidores de Nerón. Si bien Cato había salvado la vida de Nerónrecientemente, también se había cruzado en el camino de Palas, el libertoimperial que estaba a la cabeza de la facción del príncipe. Palas no estabadispuesto a perdonar a aquellos que se interponían en el logro de sus ambiciones.La deuda que Nerón tenía con Cato no lo salvaría. Así pues, apenas un mesdespués de que se hubiera celebrado la boda en casa del padre de Julia, Cato yMacro fueron convocados en palacio para recibir sus nuevos empleos: para Cato,el mando de una cohorte tracia, y para Macro el de una cohorte en laDecimocuarta Legión, dos unidades que estaban sirviendo con el ejército delgobernador Ostorio Escápula en Britania.

Cuando llegó el momento de que Cato partiera había habido lágrimas. Julia sehabía aferrado a él, Cato la había estrechado con fuerza y había notado losestremecimientos de la joven, que hundía el rostro en los pliegues de su capa, yel roce de las trenzas oscuras que caían sobre sus manos. A Cato se le rompió elcorazón al ver el dolor de Julia por la separación, un dolor que él compartía. Perola orden había sido dada, y el sentido del deber que había unido a los ciudadanosde Roma y había hecho posible que vencieran a sus enemigos no podía eludirse.

—¿Cuándo volverás? —La voz de Julia quedó amortiguada por los pliegues delana. Alzó la mirada con los ojos enrojecidos, y Cato sintió que una oleada deangustia inundaba su corazón. Se obligó a esbozar una sonrisa.

—La campaña debería terminar pronto, amor mío. Carataco no puede seguirresistiendo mucho más tiempo. Será derrotado.

—¿Y entonces?—Entonces esperaré noticias del nuevo emperador y, cuando sea seguro

regresar, solicitaré un puesto civil en Roma.Julia apretó los labios un momento.

—Pero eso podrían ser años…—Sí…Ambos guardaron silencio unos instantes, y luego Julia habló de nuevo:—Podría reunirme contigo en Britania.Cato ladeó la cabeza.—Tal vez. Pero todavía no. La isla aún no es más que un lugar apartado

sumido en la barbarie. Hay pocas de las comodidades a las que estásacostumbrada. Y hay peligros, especialmente los aires malsanos del lugar.

—No importa. Ya he experimentado unas condiciones pésimas, Cato. Sabesque sí. Después de todo lo que hemos pasado, nos merecemos estar juntos.

—Lo sé.—Pues prométeme que enviarás a buscarme en cuanto sea seguro reunirme

contigo. —Lo agarró con más fuerza de la capa y lo miró fijamente a los ojos—.Prométemelo.

Cato sintió que su determinación de protegerla de los peligros eincomodidades de la nueva provincia se esfumaba.

—Te lo prometo, Julia.Ella lo soltó, retrocedió medio paso y asintió con expresión de doloroso alivio.—No me hagas esperar demasiado, mi querido Cato.—Ni un día más de lo que sea necesario. Lo juro.—Bien… —Julia sonrió, se puso de puntillas para besarlo en los labios y luego

retrocedió sin soltarle las manos; luego irguió la espalda, orgullosa—. Entonces,debes marcharte.

Cato la miró largamente una última vez, inclinó la cabeza, se alejó de la casadel senador y, con paso resuelto, enfiló la calle que iba en dirección a la puerta dela ciudad donde tomaría uno de los botes que bajaban por el Tíber, para reunirsecon Macro en el puerto de Ostia. Al llegar al final de la calle, volvió la vista atrásy la vio allí, en la puerta. Finalmente, se obligó a dar media vuelta para continuarsu camino.

El dolor de la separación no se había atenuado durante la larga travesía pormar hasta Masilia y el posterior trayecto por tierra hasta Gesoriaco, dondehabían embarcado en el carguero para emprender la última etapa del viaje aBritania. Resultaba extraño regresar a la isla después de tanto tiempo. Aquelmismo día, el carguero había pasado por el tramo de ribera donde, en el pasado,Cato y sus compañeros de la Segunda Legión se habían abierto camino hasta laorilla, luchando con una horda de guerreros nativos animados por los druidas quelanzaban maldiciones y hechizos a los invasores. Era un escalofrianterecordatorio de lo que tenían por delante, y el nuevo prefecto se temía quepasarían varios años antes de que considerara seguro enviar a buscar a su esposa.

—¿Es eso de ahí delante? ¿Londinio?Cato se volvió. Una anciana delgada de rasgos severos caminaba por la

cubierta hacia ellos, desde donde estaba la escotilla por la que se bajaba a losabarrotados compartimentos de los pasajeros. Llevaba la cabeza cubierta con unchal, y unos cuantos mechones de cabello gris se agitaban con la brisa. Cato lasaludó con una sonrisa, y Macro le dio la bienvenida sonriendo de oreja a orejacuando ella se puso a su lado en la barandilla.

—Tienes mucho mejor aspecto, mamá.—Por supuesto que sí —repuso ella con brusquedad—, ahora que este

condenado barco ha dejado de dar bandazos de acá para allá. Pensé que esatormenta iba a acabar hundiéndonos. Y, francamente, hubiera sido un descansoque lo hiciera. No me había encontrado tan mal en toda mi vida.

—Pero, mamá, no fue lo que se dice una tormenta —comentó Macro condesdén.

—¿Ah, no? —La mujer le dirigió un gesto con la cabeza a Cato—. ¿Y tú quécrees? Vomitabas tanto como y o.

Cato hizo una mueca. Las sacudidas y cabezadas del barco la pasada noche lohabían dejado en un estado de absoluto tormento, hecho un ovillo en el catre yvomitando en un cubo de madera. Ya no le gustaban las travesías por elMediterráneo ni en el mejor de los casos. El bravo mar frente a la costa de laGalia era una pura tortura.

Macro soltó aire con desprecio.—Pero ¡si apenas fue un pequeño vendaval! De hecho, para mí fue una

buena dosis de aire fresco. Me devolvió un poco de sal a los pulmones.—Mientras que a nosotros nos hizo echar hasta el hígado —replicó su madre

—. Preferiría morir antes que volver a pasar por eso. En fin, mejor norecordarlo. Como iba diciendo, ¿eso de ahí es Londinio?

Los dos soldados se volvieron para seguir la dirección que indicaba la mujer,y contemplaron los edificios distantes que bordeaban la ribera norte del Támesis.Se había construido un muelle con grandes pilas de troncos clavados en el lechodel río, que a su vez sostenían las vigas transversales para formar los huecos queluego se llenaron de piedras y tierra y, por último, se pavimentaron. Ya habíaalgunos barcos de carga allí amarrados, así como muchos otros anclados a unacorta distancia río arriba, esperando su turno para descargar la mercancía. En elmuelle, unos grupos de prisioneros encadenados estaban atareados llevando elcargamento desde las bodegas del barco hasta los edificios largos y bajos de losalmacenes. Por detrás de estos se extendían más edificaciones, muchas de ellasaún en construcción. La nueva ciudad iba tomando forma. A unos cien pasos dela orilla, divisaron el segundo piso de un gran complejo que se alzaba por encimade los demás edificios. Cato cay ó en la cuenta de que debía de tratarse de labasílica, el lugar donde se ubicaban el mercado, los tribunales y las tiendas,además de las oficinas y centros administrativos de las ciudades que Romafundaba.

—En efecto, eso es Londinio —respondió el capitán, que se reunió con suspasajeros—. Está creciendo más rápido que un absceso en el anca de una mulahispana. Y es igual de repugnante.

—¿Ah, sí? —La madre de Macro frunció el ceño.—Pues sí, señorita Porcia. Este lugar es una pocilga. Calles estrechas llenas

de barro, garitos con bebida barata y prostíbulos. Pasará un tiempo antes de quese normalice y se convierta en la clase de ciudad a la que está acostumbrada.

La mujer sonrió.—Bien. Es lo que quería oír.El capitán la miró con el ceño fruncido, y Macro soltó una risotada.—Ha venido para montar un negocio.El capitán escudriñó a la anciana.—¿Qué clase de negocio?—Tengo intención de abrir una posada —contestó ella—. Siempre hay

necesidad de bebida y otras comodidades, y me atrevería a decir que Londiniove cruzar por sus puertas a una gran cantidad de comerciantes, marineros ysoldados que llegan agotados después de una larga y agobiante travesía. Todosellos buenos clientes para el tipo de servicios que ofreceré.

—Bueno, clientela hay mucha, eso desde luego —asintió el capitán—. Peroes una vida dura. Y en una provincia como esta aún más. Los comerciantes quehacen sus fortunas aquí son hombres rudos. No creo que les haga mucha graciaque una mujer romana intente competir con ellos.

—Ya traté con « hombres rudos» en la posada que tenía en Rávena. Dudoque la gente de este lugar me cause más problemas que ellos. Especialmentecuando sepan que da la casualidad de que mi hijo es centurión superior de laDecimocuarta Legión. —Tomó del brazo a Macro y le dio un cariñoso apretón.

—Así es —confirmó—. El que se meta con mi madre se está metiendoconmigo. Y ninguno de los que lo ha intentado en el pasado ha salido muy bienparado.

El capitán se fijó en el musculoso físico del fornido oficial romano, y lascicatrices que tenía en la cara y en los brazos acabaron por convencerlo.

—Aun así, ¿por qué ha querido venir aquí, señora? Estaría más cómoda si seestableciera en Gesoriaco. Allí hay mucho comercio…

Porcia frunció los labios.—Es aquí donde está el dinero de verdad, al menos para aquellos que se

pongan manos a la obra enseguida. Además, ahora este chico es todo lo quetengo en el mundo. Quiero estar tan cerca de él como sea posible. ¿Y quién sabe?Cuando lo licencien tal vez se una a mí en el negocio.

A Macro se le iluminaron los ojos.—¡Vay a, qué buena idea! ¡Todo el vino y las mujeres que un hombre pueda

desear bajo un mismo techo!

Porcia le dio un manotazo en el brazo.—Pensándolo mejor… Vosotros los soldados sois todos iguales. La cuestión es

que haré mi fortuna aquí, en Londinio, y aquí es donde voy a quedarme hasta elfin de mis días. Lo que hagas con tu vida depende de ti, Macro. Pero yo lo tengoclaro: este es mi último hogar.

El carguero iba acercándose al embarcadero a un ritmo constante. Alaproximarse a la ciudad, los que iban a bordo percibieron el primer tufillo dellugar: un olor acre, a turba y a aguas residuales, que se mezclaba con el delhumo de madera y se pegaba al paladar.

—Puede que haya algo que decir a favor de la brisa marina al fin y al cabo—masculló Cato arrugando la nariz.

No había espacio para amarrar en todo el muelle, y el capitán dio la orden devirar hacia el final de la hilera de embarcaciones ancladas río arriba. Se volvióhacia sus pasajeros con expresión de disculpa.

—Tardará un poco en llegarnos el turno. Pueden permanecer a bordo siquieren, aunque puedo ordenar que algunos de mis muchachos los lleven a tierraen el esquife.

Cato se retiró de la barandilla y adoptó la actitud militar que había aprendidode Macro, irguiéndose cuan alto era y mostrándose resuelto.

—Desembarcaremos. El centurión y yo necesitamos presentarnos ante laautoridad militar más próxima lo antes posible.

—Sí, señor. —El capitán se dio cuenta enseguida de que la informalidad de latravesía había terminado. Saludó militarmente y se cuadró—. Me ocuparé de elloenseguida.

El hombre fue fiel a su palabra y, cuando el ancla se hundió ruidosamente enel río y la tripulación desarmó los remos, y a se habían subido de la bodega losequipos de los oficiales y los arcones y bolsas que pertenecían a Porcia. Elesquife, una embarcación pequeña de proa redondeada y manga ancha, se bajópor el costado. Dos hombres saltaron a él ágilmente y alzaron las manos parabrindar ayuda a los pasajeros. Solo había espacio para los tres; sus pertenenciastendrían que transportarse hasta la orilla en el segundo viaje. Cato fue el último y,al pisar la ligera embarcación, agitó los brazos frenéticamente para recuperar elequilibrio y acabó sentándose de golpe en la bancada. Macro le lanzó una miradade fastidio y chasqueó con desaprobación cuando los remeros ya tiraban de suspalas para llevar el esquife hacia el muelle. Ahora que estaban más cerca deLondinio vieron que la superficie del río estaba llena de los restos de las aguasresiduales que salían de los desagües situados a lo largo del muelle: trozos demadera rota entre otros restos flotantes, con un sinfín de ratas correteando depedazo en pedazo, buscando cualquier cosa comestible. Un tramo de escaleras demadera subía desde el río hasta un extremo del embarcadero, y los remeros sedirigieron allí. Cuando estuvieron al lado, el hombre más cercano desarmó su

remo y alargó el brazo para agarrar el calabrote viscoso que hacía de defensa.Continuó agarrado mientras su amigo deslizaba el lazo de un cabo por el poste deamarre.

—Ya estamos, señores, señora —dijo el hombre, que sonrió y los ayudó abajar. Con Cato en cabeza, subieron por la escalera hasta lo alto del muelle ymiraron hacia la vía atestada de gente entre los barcos y los almacenes. Unacacofonía de voces inundaba la fresca tarde de primavera, entre las quedestacaban los rebuznos de las mulas y los gritos de los capataces que hostigabana los prisioneros. Aunque la escena parecía caótica, Cato sabía que en cada unode los detalles de aquella escena había una prueba de la transformación de la islaque había desafiado el poder de Roma durante casi cien años. Para bien o paramal, el cambio había llegado a Britania, y, en cuanto se hubieran sofocado losúltimos focos de resistencia, la nueva provincia tomaría forma y se convertiríaen parte del imperio.

Macro se acercó a él, echó un breve vistazo a su alrededor y dijo entredientes:

—Bienvenidos otra vez a Britania…, el culo de la civilización.

Capítulo III

En cuanto el bote regresó con sus pertenencias, Macro se acercó a un grupo dehombres que se hallaban reunidos a la puerta del almacén más cercano.

—Me hacen falta mozos de cuerda —anunció dirigiéndose a ellos con su vozfuerte y clara, propia de una plaza de armas. Ellos avanzaron a toda prisa, yMacro eligió a varios de los hombres con aspecto más robusto, uno de los cualesllevaba una tira de cuero en torno a la cabeza para apartarse el grueso y ásperocabello rubio de la frente. Por debajo del cuero se veía una marca. Macro lareconoció de inmediato. La marca de Mitra, una religión del este que se estabaextendiendo cada vez más en las filas del ejército romano—. Si no me equivoco,tú antes eras soldado, ¿verdad?

El hombre inclinó la cabeza.—Lo fui, señor. Antes de que una lanza de los siluros me atravesara la pierna.

Me dejó cojo. No podía seguir el ritmo del resto de los muchachos. El ejército notuvo más remedio que licenciarme, señor.

Macro lo miró de arriba abajo. El hombre llevaba una capa militar raídasobre su túnica, y se sujetaba las botas con unas tiras de tela.

—Deja que lo adivine. Malgastaste la prima de la licencia y te has vistoobligado a esto.

El antiguo soldado asintió.—Es más o menos así, señor.—¿Cuál es tu nombre y unidad?—¡Legionario Marco Metelo Décimo, Segunda Legión Augusta, señor! —El

hombre se puso firmes, pero de inmediato hizo una mueca y bajó la mano paraequilibrarse el muslo.

—¿Así que la Segunda, eh? —Macro se acarició la mandíbula—. Es miantigua unidad. O tal vez debería decir nuestra antigua unidad. —Señaló a Catocon el pulgar—. Servimos a las órdenes del legado Vespasiano.

Décimo ladeó la cabeza con pesar.—Eso fue antes de mi… época, señor.—Una lástima. Muy bien, Décimo, estás a cargo de estos hombres. Nuestro

equipaje está allí abajo, en el muelle, al lado de mi amigo y de la mujer.Décimo miró hacia el otro lado de la calle y comentó con desdén:—Es un poco may or para él. A menos que tenga dinero… En tal caso nunca

son demasiado viejas.Macro apretó los dientes.—La mujer en cuestión es mi madre… ¡Y ahora muévete!Décimo se dio la vuelta rápidamente e hizo un gesto a los demás para que lo

siguieran. Mientras ellos levantaban los baúles y el equipo, Cato intentóorientarse.

—¿En qué dirección está la guarnición local?—No hay guarnición, señor. No hay fuerte. De hecho, ni siquiera hay

fortificaciones. Hace unos años había un fuerte, pero el lugar estaba creciendotan deprisa que se lo tragó. Allí es donde están construyendo la nueva basílica, enel emplazamiento del antiguo fuerte.

—Entiendo. —Cato suspiró con frustración—. Entonces, ¿dónde puedoencontrar a algún miembro del Estado May or del gobernador?

Décimo lo consideró.—Podría probar en las dependencias del gobernador, señor. Están a un lado

de la obra en construcción. De todas formas, allí lo encontrará a él.Cato se sorprendió.—¿Ostorio está aquí, en Londinio?—Sí, señor.—Pero la capital de provincia es Camuloduno.—Oficialmente sí, señor. Al fin y al cabo, Carataco era de allí, y es allí donde

el emperador Claudio ha prometido hacer erigir un templo en su honor. Pero estádemasiado al este. Pese a lo que puedan querer en Roma, parece ser que aquítodo el mundo ha elegido Londinio como la ciudad principal. Incluso elgobernador. Por eso lo encontrará aquí.

Cato asimiló la información y asintió.—Muy bien, llévanos a su cuartel general.Décimo inclinó la cabeza, se echó una de las mochilas al hombro gruñendo

bajo el peso de la armadura que contenía, y echó a andar cojeando hacia unacalle lateral.

—Sígame, señor.Londinio resultó ser tan desagradable como les había advertido el capitán del

carguero. Las calles eran estrechas, estaban abarrotadas de gente y, a diferenciade Roma, no pesaban restricciones sobre los vehículos rodados durante el día.Cato y los demás tuvieron que abrirse paso a la fuerza por las angostas víasatestadas de carros, caballos y gente. Como conocían bien las calles, Décimo ysus compañeros de carga avanzaron a toda prisa, y Cato temió perderlos de vista.Le hizo un gesto sutil a Macro para que apresurara a su madre por entre lamultitud. Por la forma de vestir y los rasgos de la gente con la que se cruzaban,Cato se dio cuenta de que la mayoría provenían de otros lugares del imperio, sinduda en busca de dinero fácil en la nueva provincia. El joven prefecto consideróque Porcia iba a enfrentarse a una dura competencia, y esperaba que el rango desu hijo bastara para proteger sus intereses de los timadores, ladrones y gánsteresque ya estaban tomando posesión de Londinio.

—¿Estás bien, mamá? —preguntó Macro.Porcia miró con frialdad a unos nativos que pasaban por la calle envueltos en

pieles y con tatuajes sinuosos en los brazos.

—Salvajes…Cato sonrió para sus adentros, y acto seguido frunció el ceño. Aún faltaba

mucho para que la gente de la isla aceptara el dominio de Roma. Puede queCarataco y sus seguidores estuvieran muy al oeste de Londinio, pero el ánimo delos miembros de las tribus que vivían en la ciudad y sus alrededores estaba muylejos de haberse quebrantado. Si alguna vez las legiones sufrían un serio revés,seguro que eso animaba a bastantes nativos a rebelarse abiertamente contraRoma. Y si el grueso principal del ejército del gobernador se concentraba en lafrontera, poco se podría hacer para evitar que los rebeldes arrasaran las partes dela provincia que los funcionarios de Roma y a habían clasificado comopacificadas en sus mapas.

—¿Dónde demonios están ese tal Décimo y su cuadrilla? —gruñó Macro, queaunque estiraba el cuello no podía ver gran cosa debido a su baja estatura.

—A unos veinte pasos por delante, más o menos —respondió Cato.—No pierdas de vista a esos cabrones. Lo que menos falta nos hace es que

nos roben el equipo nada más pisar tierra. No voy a volver a las legiones como sifuera un recluta aún verde y un niño de mamá, si puedo evitarlo.

Siguieron adelante con dificultad, haciendo todo lo posible para seguir el ritmode los mozos de cuerda que iban por delante de ellos. Salieron a una encrucijadallena de carros cargados con ánforas y muy pegados entre sí, y no vieron nirastro de los mozos al otro lado del cruce. A Cato se le cay ó el alma a los pies,desesperado y furioso al pensar que Décimo les había engañado.

—¡Eh! ¡Prefecto! Por aquí, señor.Se volvió hacia la voz y vio a Décimo y a sus compañeros a mano izquierda.

El antiguo legionario meneó la cabeza con expresión burlona.—Yo aquí con mi cojera y aun así los oficiales no pueden seguirme el paso.

¿Adónde vamos a ir a parar?Antes de que Cato pudiera intervenir y decirle que vigilara la lengua cuando

hablaba con un superior, el otro hombre levantó la mano y señaló hacia unaentrada grande situada a una corta distancia, siguiendo la calle en la queacababan de entrar. Cato vio que al otro lado del muro había unos andamios, y elalto armazón de madera de una grúa que se alzaba contra el cielo lleno de humo.

—Ahí la tiene, prefecto. Esa es la basílica. O lo que hay de ella.Sin esperar a que sus clientes respondieran, Décimo echó a andar de nuevo, y

esta vez el tráfico permitió que los recién llegados le siguieran el ritmo. Trassuperar el pequeño convoy de carros de vino, se encaminaron hacia la entrada yse dirigieron a los dos legionarios que montaban guardia. La superficie del arcose había enlucido y encalado, pero el enladrillado del muro que rodeaba elemplazamiento no estaba terminado aún.

—Decid a qué habéis venido —les pidió uno de los guardias sin alterarse,mientras paseaba la mirada por los dos hombres y la mujer mayor, valorando

apresuradamente su posición social. Los dos oficiales iban vestidos con unastúnicas nuevas y limpias, que cubrían con unas capas militares que habíanadquirido en Roma antes de partir. Aunque no llevaban ninguna insignia quemostrara su rango ni anillos ornamentados que indicaran riqueza, el porte de losdos hombres y las cicatrices visibles hablaban por sí mismos. Particularmente lalarga línea blanca que se extendía por el rostro de Cato desde la frente hasta labarbilla. El centinela se aclaró la garganta y moderó su tono—. ¿En qué puedoay udarle, señor?

—Prefecto Quinto Licinio Cato y centurión Lucio Cornelio Macro. —Señaló aMacro con un gesto de la cabeza antes de continuar hablando—. Acabamos dellegar de Roma para asumir nuestros mandos. Deseamos informar al EstadoMayor del gobernador y encontrar alojamiento.

—Aquí no encontrará mucho, señor. Hace dos meses derribaron el fuerte.—Eso tengo entendido. Pero imagino que Ostorio y su personal no trabajarán

a la intemperie, ¿no?—¡Ni pensarlo, señor! —El centinela se dio la vuelta y bajó la punta de la

jabalina para señalar los andamios que rodeaban un gran complejo de un solopiso—. Ese es el inicio del palacio del gobernador. Ordenó a los constructores queterminaran el suelo y se fueran. Aun así, consiguieron acabar el hipocausto antesde marcharse, por lo que dentro están todos muy cómodamente instalados. Adiferencia de aquellos de nosotros a los que han destinado a escoltar algobernador. Dormimos fuera, en tiendas.

—Es lo que hacen los soldados, muchacho. —Macro chasqueó la lengua—. Site resulta demasiado duro, quizá deberías haberte unido a una compañía deactores maricas en vez de alistarte en el ejército.

—¡Vamos! —Cato agitó el brazo hacia adelante y echó a andar por el caminoque se había despejado por la obra. Las pilas de troncos, los montones de ladrillosy tejas y las artesas para mezclar el cemento se extendían a ambos lados. Sehabían terminado los cimientos para varias estructuras grandes, y las paredes,que llegaban a la altura de la cintura, demarcaban el primer gran edificio cívicode la nueva provincia que dominaría el paisaje e inspiraría un temor reverencialen el corazón de todos los nativos que lo vieran. Centenares de hombrestrabajaban por toda la obra, con unos cuantos grupos de prisioneros encadenadosa los que utilizaban para llevar los materiales allí donde se necesitaban. Susgruñidos, el ruido de la madera que se serraba y el estrépito de las piedras que secortaban se mezclaban con los gritos de los capataces que daban instrucciones.

Macro meneó la cabeza en señal de aprobación, mientras cruzaban la zona.—Una vez terminado, esto quedará bastante bien.En el extremo más alejado de la obra, se había dejado un hueco en los

andamios para permitir el acceso al edificio a medio terminar que había detrás,y que servía de cuartel general del gobernador Ostorio y su Estado Mayor. Dos

miembros de su escolta montaban guardia en la entrada. Una vez más, Catoexplicó su propósito, y luego se volvió para pagar a los mozos de cuerda, quedejaron los bultos en la improvisada entrada. Tomó el monedero que llevaba enel cinturón, y aflojó el cordel.

—Será un sestercio, señor. —Décimo se dio unos golpecitos con el dedo en lafrente a modo de saludo informal—. Cada uno.

Macro arqueó una ceja.—¡Por los dioses, eso es un poco excesivo!—Es la tarifa corriente en Londinio, señor.Cato se volvió hacia uno de los guardias.—¿Lo es?El legionario asintió con la cabeza.—Muy bien. —Hurgó en el monedero, sacó unas cuantas monedas, las contó,

y se las entregó a Décimo y a los demás—. Parece ser que Londinio va a ser unaciudad cara para vivir. Podéis marcharos… Décimo, una cosa.

El exlegionario hizo un gesto a sus compañeros para que se adelantaran y sevolvió hacia Cato.

—¿Señor?Cato lo miró fijamente, intentando ver tras la ropa sucia y raída y el pelo

despeinado al hombre que una vez fuera soldado. Si Décimo decía la verdad, lasvicisitudes de la guerra habían interrumpido su carrera en el ejército. Lasmismas vicisitudes que habían creído conveniente perdonar la vida a Cato yMacro en todas las campañas y batallas desesperadas que habían soportado a lolargo de los años. A veces Cato tenía la sensación de que estaba tentandomuchísimo la suerte que le había tocado. Tarde o temprano, una lanza, tal vez unaestocada o una flecha, lo encontraría, igual que había encontrado a Décimo y ainfinidad de otros.

—¿Cuántos años has servido en Britania?Décimo se rascó el mentón.—Llegué hace más de cinco años de la base de entrenamiento de Gesoriaco.

Serví con la Segunda contra los deceanglos, antes de que me enviaran con undestacamento para reforzar a la Decimocuarta en Glevum. Después estuve dosaños en campaña contra los siluros…, hasta que me ocurrió esto. —Se dio unosgolpecitos en la pierna coja.

—Muy bien. —Cato asintió y se quedó un momento pensando antes decontinuar—. ¿Te gusta trabajar como rata de muelle?

—Lo detesto, señor, es una puta mierda. —Se volvió rápidamente haciaPorcia—. Lo siento, señora.

Porcia lo miró con ecuanimidad.—Pasé casi quince años conviviendo con un marinero de la flota imperial, de

modo que guárdate tus putas disculpas.

Macro miró a su madre horrorizado; se quedó boquiabierto, y cuando decidióque lo mejor era ignorar lo que había oído cerró la boca rápidamente.

Décimo se volvió nuevamente hacia Cato.—Pero ¿qué puede hacer un soldado inválido? Tuve suerte de recibir un pago

parcial de la prima de la licencia. Lo bastante para instalarme en una pensión,pero no lo suficiente para vivir de ello.

—Entiendo —repuso Cato—. Bueno, pues puede que tenga trabajo para ti. Noes nada demasiado pesado, pero podría entrañar cierto peligro. Si te interesa,vuelve aquí mañana al amanecer.

Por un momento, Décimo pareció sorprendido, luego inclinó la cabeza amodo de asentimiento y se marchó cojeando.

Macro se lo quedó mirando hasta que ya no podía oírle, y entonces se volvióhacia Cato.

—¿De qué iba todo esto?—Las cosas han cambiado desde la última vez que estuvimos aquí. El

gobernador nos informará, eso seguro, pero describirá la situación desde superspectiva. La mezcla habitual de confianza y de restar importancia a laamenaza que supone el enemigo. Ostorio es como cualquier otro gobernador.Intentará hacernos creer que su período en el cargo es un gran éxito, y querráque todas las cartas e informes que escribamos a casa lo reflejen. Así pues,puede que sea útil escuchar las opiniones de una de las mulas de Mario. Además,necesito un criado en el campamento para que se ocupe de mi equipo. Alguienen quien espero poder confiar.

—¿Confiar? —dijo Porcia con desdén—. ¿En ese vagabundo? A mí meparece un vulgar ladrón.

Cato le hizo un gesto de amistosa advertencia con el dedo.—No hay que precipitarse en juzgar a la gente. Las apariencias no lo son

todo. De ser así, todo el mundo se alejaría corriendo a más de un kilómetro de tuhijo.

—Ya lo hacen —gruñó Macro—. Si saben lo que les conviene.—¡Oh, venga ya! —Porcia le dio un suave palmetazo en el hombro—. Eres

como un gatito con disfraz de tigre. No creas que no me doy cuenta. Y Cato másaún.

Macro enrojeció, avergonzado. Detestaba hablar de sentimientos, e incluso lamera insinuación de que su naturaleza tuviera un lado sensible lo disgustabaenormemente. Los sentimientos eran para los poetas, artistas, actores y otrascategorías de mortales menores. Un soldado era distinto. Un soldado tenía quecontrolar tanto la cabeza como el corazón, y seguir cumpliendo con su deber. Ycuando estaba fuera de servicio, tenía que hacerse el duro tanto como pudiera.Claro que algunos soldados eran diferentes, admitió para sus adentros. Echó unamirada de soslay o a Cato, delgado, nervudo y, hasta hacía muy poco, con

aspecto excesivamente… juvenil. Tal vez ahora hubiera cierta dureza en sumirada, y la torpeza desgarbada de años anteriores sin duda había desaparecidoen gran medida. Se movía resueltamente y con economía de esfuerzos, que erael auténtico sello de un veterano. No obstante, Macro conocía lo bastante bien asu amigo como para saber que su mente siempre estaba inquieta, saturada de lasobras de los filósofos e historiadores que con tanto entusiasmo había estudiado deniño. Macro creía que Cato era un tipo de soldado muy diferente, y aceptó aregañadientes que el joven era aún mejor por ello.

Se aclaró la garganta con un carraspeo irritado antes de dirigirse a su amigo.—Bueno, la decisión es tuya. Pero ¿por qué no te compras un esclavo?

Puedes permitírtelo. Y con los prisioneros que el ejército ha tomado, seguro queen Londinio habrá alguna ganga.

—No quiero a un miembro de una tribu. Lo que menos falta me hace es unnativo resentido que me limpie la espada, y que me obligue a estar día y nocheguardándome las espaldas mientras lidio con el enemigo. No, tiene que seralguien que lo haga porque quiere. Y si Décimo fue soldado, ¿quién mejor queél? Será un buen indicador del ánimo de los hombres.

Macro lo consideró un momento y asintió.—Muy bien. Ahora busquemos algún lugar donde dejar el equipo. —Se

volvió hacia su madre—. ¿Estarás bien un ratito?—Lo he estado durante más de cincuenta años… Largaos, muchachos.Uno de los centinelas les señaló el edificio de administración que estaba

utilizando el gobernador, y cruzaron el patio con paso resuelto hacia la entrada.Las gruesas paredes de la estructura amortiguaban levemente los sonidos de laobra, pero una fina capa de polvo y suciedad cubría las losas, y los materiales deconstrucción se apilaban en torno a los márgenes del patio. Unos cuantosempleados administrativos iban de un despacho a otro llevando tablillasenceradas o brazados de rollos. Dentro del cuartel general, los braseroscalentaban el ambiente, y había una gran cantidad de hombres trabajando en laslargas mesas que llenaban la sala principal. Cato se aproximó a un tribunosubalterno, que se hallaba inclinado sobre su mesa leyendo un documento, y diounos golpes con los nudillos sobre el tablero. El hombre levantó la mirada con elceño fruncido.

—¿Sí?El prefecto hizo unas breves presentaciones.—Acabamos de desembarcar. Tengo que informar al gobernador y

necesitamos alojamiento hasta que salgamos para asumir nuestros mandos. Ytambién una habitación para una señora.

—¿Alojamiento? No hay mucho por aquí. Tuvimos que convertir el edificiode los establos de la parte de atrás en albergue. Hay unos cuantos lugares libres.Es bastante seco, y los compartimentos cuentan con los debidos catres.

—¿Y algún lugar donde alojarse en la ciudad?—Pueden probarlo. Les va a salir caro, y son lugares bastante lúgubres. Casi

todas las habitaciones se alquilan por horas…, ya entiende a qué me refiero,señor.

—Nos quedaremos en el establo —decidió Cato—. Nuestro equipo está en laentrada. Que algunos de tus hombres se encarguen de que se lleve a nuestro…esto… compartimento. El centurión Macro y yo necesitamos presentarnos algobernador Ostorio de inmediato. Si fueras tan amable de llevarnos hasta él…

El tribuno suspiró, dejó el informe que había estado leyendo, echó la sillahacia atrás arrastrándola pesadamente, y se puso de pie.

—Por aquí, señor. Me encargaré de su equipaje cuando regrese a mi mesa.Los condujo al fondo de la sala y por un pasillo bordeado de pequeños

despachos. Algunos de ellos estaban abarrotados de más empleados todavía, entanto que otros los ocupaban oficiales y funcionarios civiles asignados al EstadoMayor del gobernador.

La puerta del extremo del pasillo estaba entornada, y el tribuno hizo un gestoa Cato y Macro para que esperaran. Avanzó unos pasos y dio unos golpecitos enel marco de madera.

—Señor, han venido a verle dos oficiales. Acaban de llegar de Roma.Se hizo una pausa, tras la cual una voz aflautada que denotaba cansancio

respondió:—Ah, muy bien. Hazlos entrar. Que pasen, que pasen…

Capítulo IV

El gobernador Ostorio estaba sentado ante su mesa envuelto en una gruesa capade color escarlata. Al sistema del hipocausto se sumaba un brasero, lo cual hacíaque el ambiente de la habitación fuera sofocante. La mesa estaba cerca delfuego, y el gobernador se encorvaba sobre varios montones de papeles ytablillas. Cuando los dos oficiales entraron con paso firme y se detuvieron a unacorta distancia para saludar, Ostorio levantó la mirada con aire cansado. Cato vioque las arrugas se habían adueñado del curtido rostro del gobernador, cuyos ojosaparecían hundidos y bordeados de patas de gallo. Sabía que Ostorio se habíaganado una buena reputación como soldado y administrador, y que era uncomandante duro y agresivo. Resultaba difícil cuadrar eso con el individuo deaspecto frágil que estaba sentado frente a ellos.

—Presentaos —ordenó el gobernador con brusquedad, y acto seguido tosió yse llevó el puño a los labios hasta que la presión en los pulmones pasó—. ¿Y bien?

Como oficial de mayor rango, Cato fue el primero en hablar:—Prefecto Quinto Licinio Cato, señor.—Centurión Lucio Cornelio Macro, señor —añadió Macro.El gobernador miró a los recién llegados en silencio durante un momento.—Tendréis que entregar vuestra hoja de servicios a mi jefe de Estado Mayor.

Las leeré más tarde. Me gusta conocer la categoría de mis oficiales. Dados losproblemas a los que me enfrento aquí, no puedo permitirme cargar conpusilánimes. Supongo que os han asignado mandos específicos en mi ejército,¿no?

—Sí, señor —contestó Cato—. Voy a estar al mando de la Segunda Cohortede la caballería tracia.

—Una buena unidad. Una de las mejores que tengo. Lo ha sido desde que sehizo cargo de ella el comandante temporal. A decir de todos, el centurión Quertoha estado dándole duro al enemigo. Esperaré lo mismo de ti cuando tomes elmando. —Ostorio desvió la mirada hacia Macro—. ¿Y tú?

—Me han asignado a la Decimocuarta Legión, señor.—Entiendo… —El gobernador asintió lentamente con la cabeza y continuó

hablando—. En tal caso, ambos os uniréis a la columna principal que comanda ellegado Quintato. Es un oficial magnífico, pero no tolera a los que no están a laaltura del nivel que impone. Sea como fuere, ahora mismo necesito a todos loshombres que pueda conseguir. Y más que nunca oficiales, dado el ritmo al quelos hemos estado perdiendo. Me atrevería a decir que habrá una vacante entre loscenturiones superiores de la Decimocuarta para ti, Macro. De hecho, imaginoque serás uno de los que tenga más experiencia en la legión…, al menos mientrassigas vivo.

Macro sintió que lo invadía una oleada de irritación ante el comentario del

gobernador. No merecía que le hablaran como si fuera un perdedor, uncomandante de puesto avanzado de bajo nivel.

—Tengo intención de sobrevivir el tiempo suficiente para licenciarme ycobrar la gratificación que me espera, señor. Ningún bárbaro va a impedírmelo.Muchos lo han intentado en el pasado, y lo pagaron caro.

—Unas palabras audaces, centurión. —Una débil sonrisa asomó a los labiosdel gobernador—. Y dime, ¿exactamente qué es lo que te convierte en unadversario tan peligroso para nuestros enemigos en esta isla fría y abandonadaque Roma está empeñada en sumar al imperio?

Por un momento, Macro se quedó sin saber qué responder mientrasretrocedía mentalmente por los últimos años de su vida. La lucha en las calles deRoma, luego la campaña en el calor sofocante, la luz deslumbradora y el polvodel sur de Egipto. Antes de eso el desafío de la revuelta de esclavos en Creta…, yla defensa de Palmira contra una horda de partos. Y anteriormente tratar confanáticos rebeldes judíos y un traslado a la marina imperial en una campañacontra un nido de piratas que atormentaban a los buques mercantes en el marAdriático… Eso fue tras un largo período de servicio con la Segunda Legión, queprotegía la frontera del Rin, antes de que lo destinaran a unirse al ejército quehabía invadido Britania y aplastado a los ejércitos nativos dirigidos por Carataco.Se mirara como se mirara, era un notable período de servicio, y Macro se habíaganado el ascenso a centurión por méritos propios, a diferencia de algunos quedebían su posición a poderosos contactos familiares. No obstante, no estabadispuesto a hacer ostentación de sus méritos delante del gobernador. Se aclaró lagarganta.

—Estos últimos años he estado de servicio destacado, señor. Anteriormenteserví con la Segunda en el Rin, y luego aquí en Britania.

—¿Servicio destacado? Hoy en día eso es un eufemismo para referirse alespionaje. ¿Cuál era la naturaleza exacta de tu… esto… servicio destacado?

—No estoy en libertad de contarle los detalles, señor.—Pues dime al menos para quién trabajabas.Macro estaba indeciso y miró rápidamente a Cato, pero su amigo tenía la

vista clavada al frente con una expresión impenetrable, lo que no pasódesapercibido al gobernador. El centurión respiró hondo.

—Para el secretario imperial, Narciso.—¿Trabajabas para esa serpiente? —Ostorio entrecerró los ojos—. ¿Estáis

aquí porque lo ha ordenado él?La sugerencia enojó a Macro, que inspiró con los dientes apretados, pero

antes de que pudiera responder intervino Cato:—Si ese fuera el caso, señor, difícilmente divulgaríamos esa información. De

todas formas, le doy mi palabra de honor de que ya no servimos a Narciso, cosaque por lo demás hicimos por estar sometidos a ciertas presiones. Estamos aquí

como soldados. Para servirle a usted, al emperador y a Roma. Nada más.—¿Tu palabra de honor, eh? —Ostorio cogió un pañuelo y se sonó la nariz—.

Es un artículo de comercio del que últimamente Roma anda muy escasa. —Sereclinó en su asiento y se frotó la espalda—. No tengo muchas alternativas, demodo que te tomo la palabra. Pero te lo advierto, si tengo algún indicio de quecualquiera de los dos estáis aquí por alguna razón que no sea la de servir comosoldados, os arrojaré a los nativos y dejaré que se ocupen de vosotros. Losdruidas tienen formas muy interesantes de matar a sus prisioneros.

—Lo sabemos, señor. Lo hemos visto con nuestros propios ojos —respondióCato, que tuvo que resistir un estremecimiento al recordar su encuentro con losdruidas de la Luna Oscura, en la primera época de su vida en las legiones,cuando servía como un humilde optio en la centuria de Macro. Unas brevesimágenes de las víctimas expiatorias y del aspecto salvaje de los druidas pasaronprecipitadamente por su cabeza, y Cato se apresuró a apartar de sí esospensamientos.

—¿Y qué me dices de ti, prefecto? —El gobernador miró fijamente a Cato—.¿Has visto mucha acción? La cicatriz de tu cara parece contar parte de tu historia,pero eres un poco joven para haber llegado al rango que ocupas. ¿Tu padre essenador? ¿O eres hijo de algún liberto rico, ansioso de que su familia tengaventaja en el camino del honor? ¿Cuántos años tienes?

—Estoy en mi vigésimo sexto año, señor.—¿Veintiséis? Eres más joven de lo que pensaba. ¿Y qué miembro de tu

familia ha influido en tu rápido ascenso a prefecto?Cato había aceptado hacía ya mucho tiempo que sería víctima de su humilde

cuna durante toda su vida. No importaba lo buen soldado que fuera, ni que susuegro fuera senador, nunca le permitirían desprenderse del estigma de serdescendiente de un liberto que había sido esclavo en el palacio imperial.

—No tengo familia, señor. Aparte de mi esposa, Julia Sempronia, con quienme casé cuando alcancé mi rango actual. Su padre es el senador Sempronio.Pero nunca me he dirigido a él con el propósito de conseguir un ascenso.

—¿Sempronio? —El gobernador enarcó brevemente las cejas—. Lo conozco.Sirvió como mi tribuno en la Octava Legión. Un buen hombre. Muytrabajador…, y lo que es más, digno de confianza. Bueno, si él está dispuesto adejar que te cases y te acuestes con esa preciosa hija suya, es que debes deposeer ciertas cualidades. Pero me pregunto si tienes la experiencia que va con elrango de prefecto.

—He tenido el honor de servir junto al centurión Macro desde que ingresé enel ejército, señor. Mi amigo tiene tendencia a ser modesto sobre su experiencia.Basta con decir que, durante nuestro servicio, hemos luchado contra miembrosde tribus germanas, bótanos, piratas, judíos, partos y numidios. Conocemosnuestro trabajo.

Ostorio asintió con aire pensativo antes de responder.—Si eso es cierto, tienes un historial realmente envidiable, prefecto Cato. Me

alegra tener hombres así. Son más necesarios que nunca si queremos poner enorden nuestros asuntos aquí en Britania y convertir este páramo sangriento enalgo que tenga un leve parecido a la civilización. —Les hizo un gesto con la mano—. Descansad, caballeros.

Cato y Macro relajaron la postura mientras el gobernador ponía en orden susideas. Tras un breve silencio, volvió a dirigirse a ellos:

—Es importante que seáis conscientes de cuál es la situación aquí. No sé quéos contaron en Roma, pero cualquier noción de que simplemente estamosllevando a cabo una operación de limpieza antes de que la conquista de Britaniase haya completado es…, ¿cómo lo diría?…, un poco inexacta. Han pasado sieteaños desde que el emperador Claudio tuvo su triunfo para celebrar la conquista.Siete largos años… En todo este tiempo, hemos ido ampliando la frontera paso apaso y a marchas forzadas. Ni siquiera podemos confiar en las tribus que hemosconquistado, ni con las que hemos hecho tratos, no más de lo que uno se confiaríaal escupirle a una rata. Hace dos años, sin ir más lejos, cuando estaba a punto delanzar una ofensiva contra los siluros y ordovicos, di la orden de que desarmarana los ícenos para asegurarme de que tendríamos las espaldas a cubierto, a salvode una traición. Podría decirse que es una petición razonable para alguien que sedenomina tu aliado. Pero esos cabrones se sublevaron en cuanto conduje miejército a las montañas. No tuve más remedio que abandonar la campaña yregresar para encargarme de ellos. Los idiotas se habían escondido en uno de susridículos reductos. No tardaron en rendirse después de que irrumpiéramos en susdefensas. Todo terminó enseguida, pero me vi obligado a pasar el resto de lacampaña construyendo fuertes y caminos por su territorio para tenerlosvigilados.

Cato frunció los labios al recordar al orgulloso pero susceptible guerrero icenoque les había hecho de guía cuando Macro y él habían emprendido una misión enlo más profundo del territorio enemigo para el comandante del ejército que habíainvadido Britania. Podía imaginarse perfectamente lo indignado que se habríasentido Prasutago al recibir la orden de entregar sus armas. Las tribus nativas dela isla estaban gobernadas por una casta guerrera que consideraba el hecho deser desarmados como el insulto más grave a su quisquilloso sentido del orgullo.No era de extrañar que hubiera habido una revuelta.

—Mientras trataba con los ícenos —continuó explicando Ostorio—, Caratacose aprovechó del respiro para ganarse a las tribus de las montañas y convertirseen su caudillo. Cuando pude volver a centrar mi atención en él, había reunido aun ejército lo bastante numeroso como para desafiarme, y tuve que enviar unapetición a Roma para que me mandaran refuerzos. Ahora que los tengo, y a eshora de ocuparnos de Carataco y sus seguidores de una vez por todas.

Macro movió la cabeza con aprobación, saboreando la perspectiva de lapróxima campaña y la oportunidad de conseguir algún botín y posiblemente otroascenso. Aunque no le gustaba hablar de sus ambiciones, Macro, al igual quemuchos soldados, soñaba con convertirse en centurión jefe de una legión, unrango que confería muchos privilegios y mucho honor a los que lo poseían. Conél venía el ascenso social a la clase ecuestre. Solo los senadores eran máseminentes, aparte del emperador…, reconoció Macro. Si había muchosenfrentamientos en los meses venideros, seguro que las filas del centurionadomermaban, como siempre ocurría, puesto que ellos dirigían a las tropas desde elfrente y sufrían un índice de bajas desproporcionado. Si Macro sobrevivía, algúndía podría alcanzar el mando de la Primera Cohorte de la legión, y después deeso el puesto de prefecto de campamento, con lo que asumiría el mando directode la legión si el legado estaba ausente, resultaba gravemente herido o lomataban. El simple hecho de pensar en asumir semejante responsabilidad lollenaba de esperanza.

El gobernador suspiró y se acarició la incipiente barba gris del mentón. Dio laimpresión de que se encogía aún más mientras sopesaba la situación en silencio,antes de hablar de nuevo.

—Me estoy haciendo demasiado viejo para esto. En cuanto termine miperíodo en el cargo, me retiraré. —Las comisuras de sus labios se alzaronligeramente—. Regresaré a mi finca de la Campania, cuidaré de mis viñedos yenvejeceré junto a mi esposa. Ya he servido a Roma el tiempo suficiente, y lobastante bien como para ganarme al menos eso… ¡Pero hay trabajo que hacer!—Se obligó a erguirse en el asiento y volvió a centrar su atención en los dosoficiales que se hallaban frente a él—. Aunque me estoy preparando para lanueva ofensiva, aún existe una pequeña esperanza para la paz.

—¿Paz, señor? —Cato hinchó los carrillos—. ¿Con Carataco? Dudo que acepteninguna condición que Roma le ofrezca.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo podrías saberlo, joven?—Porque conozco a ese hombre, señor. Estuvimos cara a cara, y hablé con

él.Se hizo un silencio tenso mientras el gobernador miraba a Cato con los ojos

muy abiertos. Acto seguido, se inclinó hacia adelante.—¿Cómo puede ser eso cierto? A Carataco lo consume el odio que siente por

Roma y por todos aquellos que sirven en sus legiones. Rara vez hace prisioneros,y los que son capturados nunca vuelven a ser vistos por sus compatriotas. Demodo que, ¿cómo es que a ti te concedieron tan dudoso honor?

El tono del gobernador era inquisitivo, pero Cato hizo caso omiso delmenosprecio y respondió:

—Fui capturado por Carataco, junto con unos cuantos de mis compañeros,durante el segundo año de la invasión, señor. En cuanto llegamos al campamento

enemigo, me interrogó.—¿Por qué?—Quería saber más sobre Roma. Sobre lo que motivaba a sus soldados.

También quería recalcar que las tribus britanas eran orgullosas, y que susguerreros nunca se doblegarían ante aquellos que invadían sus tierras. Juró quepreferían morir antes que aceptar la vergüenza de la sumisión al emperador.

—Entiendo. ¿Y cómo es que viviste para poder contarlo?—Me escapé, señor.—¡¿Escapaste del campamento enemigo?!Cato asintió con un gesto.—Pues los dioses deben de serte propicios, prefecto Cato, porque nunca he

oído de ningún otro romano que pueda afirmar haber hecho lo mismo.Macro soltó una risita.—Y no sabe ni la mitad, señor. La diosa Fortuna ha tenido que emplearse a

jornada completa para que el prefecto Cato no se metiera en líos.Cato miró a su amigo con la ceja enarcada.—En ese aspecto, tú también eres un virtuoso.El gobernador carraspeó con irritación.—Estaba hablando de paz, caballeros. Ya han pasado varios años desde que os

tropezasteis con Carataco. Años de guerra constante. La lucha ha desgastado a losdos bandos, y me figuro que el hambre de conflicto de nuestro enemigo estarátan saciada como la mía. Además, en Roma hay quien se está impacientandocada vez más con la situación en Britania. Muy particularmente Palas, uno de losconsejeros más cercanos al emperador. Supongo que no lo conoceréis.

—Algo sé de él, señor —repuso Cato con cautela, tras lo cual el gobernadorcontinuó hablando.

—A juzgar por lo que dicen mis amigos en Roma, Palas es una estrellaemergente. Tiene una relación estrecha con la nueva esposa de Claudio y con suhijo, Nerón, quien bien podría ser el próximo emperador. Parece ser que Palasestá completamente a favor de retirar el ejército de Britania y abandonar laprovincia. No hay duda de que ha sido una empresa cara, y que Roma apenas vaa recuperar su inversión en oro y hombres. Tampoco hay muchas posibilidadesde sacar algo de valor duradero de Britania en cuanto hayamos agotado nuestraprovisión de prisioneros de guerra para el mercado de esclavos. En teoría estaisla tenía que estar llena de plata, estaño y plomo, pero ha resultado que, enrealidad, los y acimientos son mucho menos abundantes de lo esperado. Por loque tengo entendido, solo hay dos motivos por los que aún tenemos efectivossobre el terreno. En primer lugar, está el hecho de que algunos de los hombresmás ricos de Roma han prestado grandes sumas a los cabecillas de las tribus quese han aliado con nosotros. Resulta que Narciso se cuenta entre ellos, lo cualprobablemente sea la razón por la que tiene tanto interés en que nuestros ejércitos

permanezcan aquí, al menos hasta que le hayan devuelto el préstamo. El otromotivo tiene que ver con el mero orgullo. Si Roma se retira de Britania sin más,sería una humillación para el emperador, y seguro que nuestros enemigos enotras provincias fronterizas cobrarían ánimo al vernos fracasar aquí. Claro que,con un cambio de régimen, el próximo emperador podría justificar una retiradaen términos de corregir los errores de su predecesor. Así pues, caballeros, comopodéis ver el control de Roma sobre Britania dista mucho de ser una certeza.

El gobernador bajó la mirada y reflexionó un momento antes de continuar.—Muchos de nuestros camaradas han derramado sangre aquí, y muchos han

caído. Si nos ordenan abandonar Britania, el sacrificio no habrá servido paranada. Tal como yo lo veo, solo hay dos caminos si queremos que el sacrificio denuestros compañeros haya tenido un propósito: destruir por completo a las tribusque siguen oponiéndose a nosotros, o firmar con ellas una paz duradera. Encualquier caso, la paz en esta provincia debe conseguirse lo antes posible, antesde que suba al trono otro emperador. Solo de ese modo no habrá excusa pararetirarnos de Britania. Por eso he invitado a los reyes y jefes de todas las tribus alterritorio de los brigantes, al norte. Tengo intención de celebrar una reunión paradiscutir los términos que pongan fin al conflicto. He dado mi palabra de que segarantizará el paso seguro por nuestras fronteras a las tribus que todavía no hancerrado una alianza con nosotros.

Macro vaciló antes de plantear la pregunta obvia:—¿Tiene intención de cumplir su palabra, señor?—Por supuesto.—¿Aunque se presente Carataco en persona? Si lo capturásemos a él y a los

otros que nos están causando problemas, podríamos poner fin a la resistencianativa en menos que se hierven unos espárragos.

Ostorio suspiró y meneó la cabeza.—O podríamos agraviar a todas las tribus y proporcionarles una razón para

que se unieran de nuevo contra nosotros…, con la misma rapidez que el tópicoculinario que sugieres. Quizá sería mejor si te guardaras estas ideas para ti,centurión. Deja que piensen las cabezas más sensatas, ¿eh?

Macro apretó los labios y cerró los puños a la espalda, mientras asentía conun brusco movimiento de la cabeza como respuesta a la humillación. Se hizo unsilencio incómodo, hasta que Cato desvió la conversación hacia otros derroteros.

—¿Cuándo y dónde va a tener lugar esta reunión, señor?—Dentro de diez días, en una de sus arboledas sagradas, a unos cien

kilómetros al oeste de Londinio. Llevaré conmigo una pequeña escolta. —Depronto, miró a Cato y sonrió—. No hay una urgencia inmediata de que os unáis avuestras unidades… De todos modos, solo supone desviarse un poco del caminode Glevum.

—¿Nosotros? —Cato no pudo ocultar su sorpresa—. Pero nosotros somos

soldados, señor. No diplomáticos. Además, esperábamos asumir nuestros nuevosmandos de inmediato. Si la próxima campaña va a ser dura, antes de entrar enacción quiero llegar a conocer lo mejor posible a los hombres a los que voy adirigir.

—Eso no será necesario si podemos firmar la paz con nuestros enemigos. Ydado que ya conoces a Carataco, tal vez resultes útil durante las negociaciones.Vais a venir los dos conmigo.

—Muy bien, señor. Como ordene. Solo hay una cosa. ¿Qué le hace pensarque el enemigo estará dispuesto a firmar la paz con Roma?

Ostorio respondió con un frío tono de voz:—Porque si no lo hacen, dejaré perfectamente claro que, antes de terminar

el año, hasta la última aldea de todas y cada una de las tribus que se oponga anosotros será arrasada, y los nativos que queden con vida serán todos vendidoscomo esclavos… —El gobernador bostezó—. Y ahora debo descansar un poco.Esto es todo, caballeros. Sugiero que disfrutéis de los pocos placeres que puedeofrecer Londinio mientras podáis. Estoy seguro de que en el comedor deoficiales tendrán algunas sugerencias. Podéis retiraros.

Macro y Cato se cuadraron, saludaron y se dieron media vuelta paramarcharse. Ostorio miró por un momento el montón de registros e informes quetenía a sus pies, y acto seguido se levantó lentamente de su asiento y se acercócon rigidez al estrecho catre de campaña colocado junto a la pared. Se sentó enél, se tumbó de lado sin quitarse las botas y se tapó con la capa lo mejor quepudo, antes de sumirse en un agitado sueño.

* * *

—¿Qué opinas de él? —preguntó Macro cuando habían recorrido un corto trechodel pasillo al salir del despacho del gobernador.

Cato echó un vistazo a su alrededor, y vio que no había ningún funcionario lobastante cerca como para oír sus comentarios.

—Ya no puede más. Las obligaciones lo han agotado. Pero he oído que es uncomandante tan duro como el que más.

Macro se encogió de hombros.—El hecho de ser duro no te hace inmune a la edad. Lo sé muy bien. Yo y a

no soy tan rápido en combate como antes. Al final nos pasa a todos.Cato le lanzó una mirada.—Pues mientras luches a mi lado no dejes que te pase a ti. Lo que menos

necesito es a un vejete protegiéndome el flanco cuando estemos enzarzados conel enemigo.

—Eso es bastante ingrato, más aun teniendo en cuenta que tuve que hacertede niñera en tus primeras batallas cuando eras un recluta novato. —Macro se rio

y meneó la cabeza—. Nunca me hubiese imaginado que acabarías siendo todoun soldado.

Cato sonrió.—Aprendí del mejor.—Cállate, muchacho. Vas a hacerme llorar. —Macro soltó una risita. Luego

su expresión se endureció—. Ahora en serio. Tengo mis dudas sobre nuestronuevo general. Por la pinta que tiene ahora, unos cuantos meses en esta inhóspitacampiña acabarán con él. Justo en mitad de la campaña.

—No si puede negociar la paz con Carataco. O al menos con suficientes tribuspara dejarlo aislado.

—¿Qué posibilidades crees que hay de que Carataco quiera la paz?Cato recordó la pequeña choza en la que Carataco lo había interrogado.

Recordaba con demasiada claridad el brillo resuelto en los ojos del britano,cuando dijo que preferiría morir antes que inclinarse ante Roma.

—Si fuera de los que apuestan, te diría que son de cien contra uno.—Y yo diría que es un porcentaje muy generoso, amigo mío. —Macro

chasqueó la lengua—. Nos esperan momentos duros, Cato. Para variar.—No podemos hacer nada al respecto.—¡Claro que sí! —repuso Macro con una sonrisa burlona—. Ya has oído lo

que ha dicho: los placeres de Londinio se abren de piernas ante nosotros. —Suexpresión se tornó un poco preocupada—. Siempre y cuando no le digas nada ami madre, ¿eh?

Capítulo V

—Bueno, chicos, ¿qué os parece este lugar? —preguntó Porcia mientrasocupaban una mesa cerca de la chimenea de la posada.

Era la noche de su tercer día en Londinio, y la mujer estaba acompañada porsu hijo y por Cato. Estaba lloviendo otra vez, para variar. Un aguacero constante,sesgado por una fuerte brisa que azotaba las calles del villorrio, golpeteaba contralos pocos edificios con tejas y caía por los tejados de paja y juncos del resto.Anteriormente la posada había sido un enorme granero, antes de que loampliaran con construcciones anexas que formaban un pequeño patio frente a laentrada. Una verja daba a una calle ancha, que se extendía desde el muelle delTámesis hasta el emplazamiento del complejo de la basílica. Pese al tiempo quehacía, la calle estaba llena de gente que iba de aquí para allá, y el traqueteo delas ruedas de los carros y los rebuznos de las mulas se podían oír claramente porencima del sonido de la lluvia.

Macro se quitó la capucha de su capa militar y recorrió el antiguo granerocon una mirada rápida. La posada era cálida y seca, con el suelo pavimentado ygenerosamente cubierto de paja para absorber la suciedad de las botas ysandalias de los que entraban de la calle. A un lado estaba el mostrador de lataberna, donde se habían insertado los grandes tarros que contenían el estofado yel vino caliente que se servían a los clientes. Varias mesas largas con bancos aambos lados llenaban casi todo el espacio abierto. Pese a todas las reformas, aúnse percibía un leve olor acre de caballo en la atmósfera que se mezclaba con eldel trigo, pero a Macro no le importaba. Había olores peores que aquel.

—Está bastante bien —admitió—. Al menos comparado con la mayoría delos que hay en la ciudad.

Cato asintió con un gesto. Mientras esperaban la orden para unirse a Ostorio ya su Estado Mayor y formar parte de la delegación que se reuniría con loscabecillas tribales, habían visitado todas y cada una de las posadas que les habíarecomendado Décimo. En Londinio no había mucho más digno de ver. A pesarde sus recelos anteriores hacia el legionario licenciado, a Porcia le habíaresultado útil su consejo mientras inspeccionaba una serie de posadas y tanteabacon sutileza a sus propietarios para descubrir quién podría estar dispuesto avenderle el negocio.

Cato le hizo un gesto a una sirvienta que había detrás de la enorme barra, yella se acercó a toda prisa para tomarles nota. Era joven, apenas unaadolescente, regordeta y con no muy buen semblante, pero al menos hablaba unlatín razonable.

—Una jarra de vino para los tres. ¿De qué es hoy el estofado?La joven se encogió de hombros.—De lo mismo que todos los otros días: gachas de cebada y cebolla.

Cato forzó una sonrisa.—Suena bien. Pues tres cuencos, con pan. Supongo que es reciente, ¿no?—Se horneó el otro día, señor. Es bastante reciente.Sin esperar ningún otro comentario, la muchacha dio media vuelta y regresó

al mostrador a toda prisa para preparar una bandeja con el pedido.—¿Bastante bien? —preguntó Porcia de manera inexpresiva mientras miraba

fijamente a su hijo—. ¿No tienes nada más que añadir?—¿Qué quieres que diga? —gruñó Macro—. Es una posada como cualquier

otra.—Pues resulta que no —replicó la mujer agitando un dedo—. Esta es la que

quiero comprar. Gracias a Décimo, me enteré de que el propietario es unveterano de la Segunda Legión que y a se ha hartado de Britania y quiere venderpara regresar a Roma. Le he hecho una oferta y ha aceptado.

Macro echó otra mirada más prolongada al local.—¿Por qué esta?Porcia presentó rápidamente sus argumentos, y los fue contando con los

dedos mientras respondía.—En primer lugar, por la ubicación. Por aquí pasan clientes en abundancia, y

muchos de ellos trabajan en el cuartel general del gobernador, de modo quepueden permitirse pagar más por el vino y la comida. En segundo lugar, hayocho habitaciones en el patio que ya están alquiladas a viajeros. Y puedo añadirmás alojamiento en la parte de atrás. Cuando la provincia se establezca, seguroque esta ciudad crece de tamaño. Uno podrá hacer una pequeña fortuna con losque pasen por Londinio. Y en tercer lugar, en el lado opuesto del patio hay unospequeños almacenes que podríamos alquilar al gremio de las prostitutas. Unservicio extra que algunos de los clientes agradecerán, estoy segura. Aquí haymucho potencial, y el precio es muy justo. —Hizo una pausa—. Solo hay uninconveniente: lo que me queda del dinero que obtuve de la venta de mi local enArimino no va a cubrir la oferta que hice.

Macro se sujetó la cabeza con las manos y soltó un suave bufido.—Ya veo por dónde van los tiros, madre. Quieres que cubra lo que falta con

mis ahorros.—Pero no quiero que me lo des. Piensa en ello como en un préstamo, o

mejor todavía, como una inversión sólida. Puedo cubrir la mitad del precio. Túpagas el resto, yo te nombro socio pasivo… y puedes quedarte los cuatrodécimos de los beneficios —se apresuró a añadir.

Macro levantó la mirada bruscamente.—¿Cuatro décimos? ¿Y por qué no la mitad, si cubro la mitad del precio?—Porque yo voy a ser la que haga todo el trabajo duro. Cuatro décimos. Es

mi última oferta.Cato permaneció sentado sin moverse, observando el diálogo un tanto

impresionado por el buen sentido comercial de Porcia y su actitud implacablepara salirse con la suya. Estaba claro cuál de esas cualidades había heredadoMacro en abundancia.

—¡Espera un momento! —Macro alzó las manos—. ¿Y si decido que noquiero prestarte el dinero?

Porcia entrelazó sus finas manos e hizo un leve mohín.—¿De verdad le harías algo semejante a tu madre? Obligarme a comprar

una casa de comidas barata de mala muerte, que es lo único que puedopermitirme sin tu ayuda. ¿Matarme a trabajar por una miseria y luego morirvieja y sola?

—¡Por favor, sabes que las cosas no llegarían a ese extremo! —exclamóMacro con enojo—. Yo me encargaría de que se ocupasen de ti. Es lo mínimoque te debo.

—Exacto —asintió ella—, es lo mínimo que me debes. ¿Entonces?Macro inspiró profundamente y soltó el aire con un suspiro de exasperación.—Está bien. ¿Cuánto necesitas?—Cinco mil denarios. Eso es todo.El centurión se quedó boquiabierto.—¡Cinco mil den…! Eso es…, eso es… —Arrugó la frente, concentrándose

en el cálculo—. ¡La paga de varios años!—Puedes permitírtelo sin problemas.—¿Qué te hace pensar eso?—Eché un vistazo a ese cofre que guardas en el fondo de tu saco de lona.—Pero…, ¡si está cerrado!La mujer le dirigió una mirada compasiva.—Pasé quince años trabajando en un bar de Arimino, hijo mío. Aprendí

muchos consejos y habilidades útiles de mis clientes. Forzar una cerradura es lamenor de ellas. La cuestión más interesante es cómo se las ha arreglado uncenturión para conseguir semejante fortuna.

Macro cruzó una rápida mirada con Cato, y ambos sintieron que unestremecimiento de inquietud les recorría la espalda. Cuando estuvieron enRoma, habían ayudado a desenmascarar una conspiración en las filas de laGuardia Pretoriana. La plata formaba parte de un convoy de lingotes que losconspiradores habían robado al emperador y, por lo que al palacio imperialconcernía, seguía desaparecida. Cato había sugerido que debían devolverla, peroMacro había insistido fervientemente en que se la habían ganado y se negó. Demodo que al final se habían repartido las ganancias sin más discusión. Cato habíaentregado su parte a un banquero de Roma, pero Macro, que consideraba a losbanqueros unos parásitos corruptos, cambió la plata por monedas de oro parahacer más portátil su fortuna, y la llevaba siempre consigo. Era su pequeñosecreto…, hasta ahora. El centurión echó un vistazo apresurado a su alrededor

para ver si alguien podría haber oído el comentario de su madre. Luego se volvióde nuevo hacia ella.

—De acuerdo. Cinco mil. A cambio de la mitad de los beneficios.—He dicho cuatro décimos.—La diferencia a medias —dijo Macro, desesperado.—Cuatro décimos.Macro apretó los dientes, le lanzó una mirada fulminante a la mujer y acabó

asintiendo.—Mierda. Me rindo. ¡Pero a partir de ahora mantén las manos alejadas de

mis cosas!Su madre sonrió con dulzura y le dio unos cachetes en la mejilla.—Sabía que entrarías en razón. Y y a verás cómo, a su debido tiempo, le

sacarás un buen rendimiento. Te lo prometo.Macro le dio vueltas al tema. Su madre, al igual que la may oría de

propietarios de pequeños negocios, era tan experta en amañar las cuentas comoen cocinar comidas baratas para sus clientes. De todos modos, al menos Porciacontaría con los medios para ganarse la vida de forma independiente, y eso aMacro le venía bien, porque preferiría no tener que preocuparse por ella cuandomarchara a combatir al enemigo. En todo caso, si su madre lo hacía bien,obtendría un buen beneficio de su inversión.

La sirvienta regresó con el pedido. La jarra de vino y los cuencos de gachashumeaban. Dejó la bandeja en la mesa con un golpe sordo que hizo traquetear elcontenido, y les puso los cuencos delante de mala manera, junto con unossencillos vasos de arcilla y unas cucharas de bronce. La muchacha se sorbió lanariz y se la limpió con el puño de la manga larga de su túnica.

—Nueve sestercios.Antes de que Cato pudiera llevar la mano al monedero, Macro lo interrumpió.—Pagaré y o. ¿Por qué no? Por lo visto hoy toca que me desplumen…Hurgó en su monedero, sacó un puñado de monedas y las dejó de golpe en la

mano mugrienta de la camarera, que las contó rápidamente antes de volver almostrador. Porcia la observó con detenimiento y frialdad.

—Me da la impresión —comentó en voz baja— de que va a haber unoscuantos cambios cuando tome el mando de este sitio. Esa chica, para empezar,necesita que le enseñen a mejorar su aspecto y sus modales.

—Comamos —dijo Cato levantando la cuchara, impaciente por poner fin alintercambio de críticas entre Macro y su madre.

Estaban hambrientos y comieron en silencio, por lo que, inevitablemente,Cato se puso a pensar en Julia, allí en Roma. Pasarían años antes de que loeximieran de sus obligaciones en Britania. Y en algún momento tendría quepedirle que renunciara a las comodidades y placeres de su vida en Roma parareunirse con él aquí. No se hacía ilusiones sobre las condiciones de vida básicas

en una fortaleza fronteriza, o en una ciudad provincial como aquella. A él no lepreocuparía, pero temía que no hiera lo bastante bueno para Julia.

El sonido de unas voces provenientes del patio interrumpió sus pensamientos,y al cabo de un momento entraron dos oficiales. Cato los reconoció: los habíavisto en el cuartel general del gobernador. Tribunos subalternos que servían con laNovena Legión. Engulló la comida que aún tenía en la boca, se limpió los labioscon el dorso de la mano y los llamó:

—¿Queréis sentaros con nosotros?Los dos jóvenes vacilaron, y Cato les lanzó una de sus mejores sonrisas.—La bebida corre de mi cuenta.El más alto de los dos, con un cabello oscuro y fino, sonrió también.—Bueno, ¡y a que me lo plantea así!Se acercaron y se sentaron mientras el joven prefecto les presentaba a

Macro y a su madre.—Tribuno Marco Pelino —anunció el más alto, y señaló a su compañero con

la cabeza—, y este es Cay o Deciano. Te he visto en el cuartel general, ¿verdad?Eres el nuevo comandante de la cohorte de caballería tracia adscrita al legadoQuintato.

—Así es —respondió Cato. Buscó a la sirvienta con la mirada y señaló a susnuevos compañeros. Ella se movió a regañadientes y se inclinó debajo delmostrador para sacar más vasos—. Y mi amigo aquí presente asumirá el mandode una cohorte de la Decimocuarta.

—Apuesto a que sé cuál será —dijo Pelino con una risita—. Por lo visto leshan elegido cuidadosamente para el trabajo.

—¿Y qué trabajo es ese? —preguntó Macro.La sirvienta dejó dos vasos más, y el tribuno Deciano se sirvió de la jarra

mientras hablaba.—Hay un puesto avanzado, a cierta distancia dentro de territorio siluro, donde

los tracios han formado una brigada con una cohorte de la Decimocuarta. Todoforma parte del plan del gobernador de tener columnas fuertes que se adentrentanto como sea posible en territorio enemigo, para vigilarlo y cortar de raízcualquier intento de irrumpir en la provincia por parte de los muchachos deCarataco. Lo que ocurre es que hemos recibido informes de que hay problemascon la guarnición del fuerte.

—¿Qué clase de problemas? —preguntó Cato.—Ya sabe cómo es esto. Los legionarios y los auxiliares nunca se han tenido

mucho cariño. Los insultos y las peleas habituales están bien, pero los soldados deesas dos unidades la tienen tomada unos con otros de verdad.

—Esos idiotas solo necesitan a alguien que les dé una buena reprimenda —refunfuñó Macro.

Deciano sonrió con satisfacción.

—El comandante temporal parece estar haciendo un buen trabajorestableciendo la disciplina, mientras espera que un sustituto asuma el mando.Está claro que la guarnición seguirá necesitando mano firme. Cosa que imaginoserá el motivo por el que les han enviado a hacer el trabajo, a juzgar por susexpedientes. Hoy he visto los documentos. Impresionantes. Parece que son justolo que ellos necesitan. Especialmente cuando su columna va a ser una de las queestarán en la línea de combate de la ofensiva de Ostorio.

—Eso suponiendo que no consiga ganarse a los jefes tribales en la reuniónque ha convocado —terció Pelino.

—Creo que todos sabemos que eso no va a terminar bien —replicó su amigo—. Parece que lo único que quieren las gentes de este lugar es luchar. Cuando noestán liquidando romanos, se dedican a atacarse entre ellos. Ostorio pierde eltiempo, y debería estar dando leña. La única manera de que les entre el mensajeen sus malditas cabezas huecas es dándoles una buena paliza. —Deciano hizo unapausa y abrió mucho los ojos—. Y ya que hablamos de cabezas huecas, ¿habéisvisto a ese que estaba en el patio ahora mismo?

Porcia se inclinó hacia adelante con inquietud.—¿Cómo dices? ¿Un bárbaro aquí, en este local?—En efecto, señora. Él, su mujer y unos cuantos de sus brutos. Acaban de

llegar. Dado que van armados, sin duda van de camino a la reunión delgobernador. El tipo es un maldito gigante. No me gustaría enfrentarme a él encombate.

Macro inspiró por la nariz.—A mí me parece que cuanto más grandes son, más fuerte caen.—Bueno, pues necesitaría un hacha de leñador enorme para abatir a ese tipo.

En los últimos días, han pasado bastantes por Londinio. Provocaron muchorevuelo porque muchos de los lugareños que tenemos aquí hace años que no sepintan con añil. De hecho, algunos de ellos se han adaptado muy bien a nuestrascostumbres y forma de vestir.

Cato lo dudaba. Aunque pudieran aparentarlo y hacer todo lo posible paraaprender todo el latín que pudieran, aún se considerarían britanos por encima detodo durante muchos años. Sobre todo cuando las tribus de la provincia todavía seconsideraban reinos separados, ferozmente orgullosos de su herencia y de suindependencia. Eso cambiaría en cuanto terminara su condición de reino cliente.Era la misma técnica que Roma utilizaba en todas las nuevas provincias: llegar aacuerdos con los gobernantes locales que les garantizaban la protección de Roma,a cambio de la anexión pacífica de su reino en cuanto el gobernante delmomento hubiera muerto. Tal vez esto funcionara bastante bien en otras partesdel imperio, pero Cato sospechaba que acuerdos como esos no serían tan fácilestratándose de los belicosos guerreros de Britania. Se terminó el estofado y lo regócon un trago de vino templado, luego miró a Pelino fijamente:

—¿Cómo van los preparativos para la nueva temporada de campaña?El tribuno adoptó una expresión de cansancio ante la perspectiva de tener que

hablar de trabajo, pero Cato lo superaba en rango, y por consiguiente podíadirigir el curso de la conversación a su antojo.

—Casi terminados, señor. Los depósitos avanzados están llenos de suministros,los últimos refuerzos están de camino para reunirse con sus nuevas unidades, y seestá preparando a las monturas de la caballería para soportar condiciones duras.El gobernador quiere que estemos listos para marchar el primer día de buentiempo de primavera, suponiendo que el intento de conseguir un tratado de pazfracase… Cosa que ocurrirá, sin duda. Después, los dioses dirán. La zona en laque combatiremos es montañosa y con densos bosques. Nuestros exploradoressolo han descubierto unos cuantos senderos. Es un terreno ideal para lasemboscadas. Si Carataco es listo, se limitará a agotarnos con su táctica de ataquesrelámpago. Nuestra única esperanza es encontrar sus aldeas y arrasar lassuficientes para obligarlos a enfrentarse a nosotros en campo abierto. Entonces, sitenemos suerte, podremos acabar con Carataco y su ejército.

—No pareces muy optimista —dijo Macro.—Bueno, soy bastante optimista. Porque es lo que el gobernador nos ha dicho

que seamos en sus órdenes permanentes. No quiere que pongamos nerviosos alos refuerzos que se suman a nuestro pequeño y alegre grupo. Su planteamientoes no tolerar el derrotismo, y será duro con cualquiera de los subordinados que seatrevan siquiera a sugerir que esta vez no le daremos una paliza a Carataco. Demodo que sí, soy optimista. Pero, antes que eso, soy realista. Y yo diría que aquien crea que esto va a ser como un paseo por el foro le espera una sorpresa dela hostia… Me disculpará usted, señora.

Porcia suspiró con exasperación y rechazó la disculpa con un gesto de lamano. Parecía que iba a añadir algo, pero se detuvo de pronto y se quedó inmóvilmirando hacia la puerta de la posada. Cato se volvió para seguir la dirección desu mirada, y vio que dos corpulentos guerreros habían entrado en la taberna de laposada. Llevaban capas pesadas tej idas con un motivo a cuadros blancos ynegros, e iban con el pelo sujeto atrás, trenzado en una larga cola que les colgabapor la espalda. Unos tatuajes de líneas arremolinadas cubrían sus brazos velludos,y unas espadas largas colgaban de los cinturones que llevaban en bandolera.Entraron arrastrando los pies lentamente, y seguidos por varios más de suscompañeros, incluido un hombre enorme que tuvo que agachar la cabeza paraevitar la viga que hacía las veces de dintel en la puerta de entrada. A su lado ibauna mujer con la cabeza cubierta con la capucha de su capa. La sirvienta echóun vistazo al gigante, y salió a toda prisa por una puerta que había detrás delmostrador, llamando al dueño.

Mientras los recién llegados se dirigían al mostrador, el cabecilla del gruporecorrió la habitación con la mirada hasta posarla en el pequeño grupo de

romanos. El hombre tenía una expresión feroz, pero en ella fue asomando ungesto de desconcierto, al tiempo que miraba directamente a Macro y Cato.

—Joder, no me lo puedo creer… —Macro agarró a Cato del brazo—. ¡Miraquién es! ¿Lo reconoces?

—Por supuesto —contestó Cato en voz baja—. Prasutago.Se oyó un chirrido cuando Macro se levantó del banco y exclamó hacia el

otro extremo de la habitación:—¡Prasutago! Soy yo. Quiero decir…, nosotros. ¡Macro y Cato!Deciano casi se atragantó con el vino.—¡No me dirá que conoce a ese bruto!Macro ignoró al tribuno, avanzó dos pasos hacia el cabecilla del grupo y le

tendió la mano. Prasutago se quedó inmóvil un momento, tras el cual esbozó unasonrisa y asintió con la cabeza, pero sin ofrecerle su mano a cambio. Macro bajóla suy a y meneó la cabeza con asombro.

—No me lo puedo creer… Prasutago.—Hola, centurión. —La voz de una mujer interrumpió el silencio

sobresaltado de la posada. Macro se volvió, y vio que la mujer se había quitado lacapucha de la capa para dejar al descubierto unas gruesas trenzas de cabellocobrizo. Lo saludó con una sonrisa…, y con ojos centelleantes.

Por un instante, Macro perdió la capacidad de hablar, hasta que tragónerviosamente y se aclaró la garganta.

—Boadicea…

Capítulo VI

Pues resulta que soy la reina Boadicea —dijo acentuando el término.Amaneraba una actitud distante, pero la sonrisa que no pudo contener la delató.

—¿Reina? —Macro frunció el ceño—. No lo entiendo.—Soy la esposa de Prasutago, y por lo tanto reina de los ícenos. Supongo que

tú también has mejorado tu posición desde la última vez que nos vimos. Ya noeres el centurión que conocimos.

Macro negó con la cabeza.—Sigo siendo el centurión Macro, aunque más viejo de lo que era.Boadicea se apartó de la barra, se situó al lado de su esposo y le tomó la

mano.—Nos alegra volver a verte.Los dos oficiales romanos cruzaron la mirada con los jefes de la tribu de los

ícenos, y todos se quedaron callados un instante, dejándose llevar por losrecuerdos de peligros y apuros compartidos. Macro sintió una profunda sensaciónde pérdida mientras contemplaba a la mujer cuy o cariño había conocido, cuandoBoadicea solo era la hija díscola de un noble iceno. Finalmente, Prasutago ya nopudo seguir manteniendo su actitud distante y regia, y soltó un efusivo rugido dealegría, tras lo cual se precipitó hacia adelante y estrechó a Macro en un abrazode amistad con el que casi le rompió las costillas.

—¡Ja! ¡Me alegro de volver a verte, romano! Han pasado demasiados años.Macro apretó los brazos del gigante y se liberó del poderoso abrazo. Inspiró

profundamente antes de responder:—Veo que has aprendido un poco más de latín desde la última vez.—Está bien hablar el idioma de tu amigo —repuso Prasutago con un marcado

acento, pero con palabras fácilmente comprensibles. Entonces se volvió haciaCato, y le estrechó la mano con una sonrisa cordial—. Y tú, Cato, por lo que veosigues siendo igual de astuto y valiente. —Dio unos toques en la cicatriz quedescendía desde la frente de Cato—. La marca de un guerrero, ¿eh?

—Más bien la marca de uno que no supo esquivar una espada a tiempo —dijoCato con una sonrisa.

Su esposa se acercó y miró a Cato con semblante ligeramente preocupado.—La última vez que nos vimos no eras más que un jovencito impertinente.

Ahora tu aspecto se parece más al que Macro tenía entonces.—¿Cómo dices? —interrumpió Macro—. Entonces, ¿qué aspecto tengo ahora?Boadicea lo miró con detenimiento.—Tienes más arrugas y algunas canas, pero sigues siendo el mismo Macro

que conocí. Y más vale así. Me alegra ver a un viejo amigo… —Su tono sevolvió más serio—. Ahora más que nunca es necesaria la amistad. Las relacionesentre Roma y los ícenos son frágiles. Supongo que estaréis al corriente de nuestra

historia reciente, ¿no?—Nos enteramos de lo de la rebelión —dijo Cato—. Es una lástima…—¿Una lástima? —Prasutago enarcó las cejas—. Fue una tragedia. Una

traición del vínculo entre nuestro pueblo y Roma. Ostorio exigió que rindiéramoslas armas incluso después de haberle dado mi palabra de honor de querespetaríamos nuestra alianza con el emperador. Algunos las entregaron. Otros nolo hicieron y murieron empuñando la espada. —Prasutago agachó la mirada—.Fueron unos idiotas, pero unos idiotas valientes. Tal vez…

—Hiciste lo correcto. —Boadicea le dio un apretón en la mano—.Sobreviviste, y ahora sirves al pueblo iceno. Te necesitan.

Prasutago asintió levemente. Cato se dio cuenta de que su honor había sidoherido, pero no pudo evitar el impulso de averiguar los detalles de toda la historia.

—Y dime, ¿cómo llegaste a ser rey?—Fui uno de los pocos que no participó en la rebelión. Estaba demasiado

enfermo para luchar junto a mis hermanos. De modo que, cuando todo terminó,el gobernador me eligió para sustituir al viejo rey. Lo mataron en combate.

—Entiendo. Ahora veo que al menos una de las decisiones de Ostorio fueacertada. —Cato se volvió y señaló su mesa con un gesto—. ¿Os apetece bebercon nosotros? La señora es la madre de Macro, y los otros dos compañeros delejército.

—¿La madre de Macro? —Boadicea arqueó una ceja—. Vaya, es alguiencon quien me encantaría hablar.

Pero Prasutago miraba con frialdad a los dos tribunos y negó con la cabeza.—Otro día, amigos míos. Cuando podamos hablar con libertad.Al oír aquellas palabras, Pelino se sonrojó y se puso de pie. Se dirigió a Cato.—Gracias por el vino, señor. Nos esperan de vuelta en el cuartel general, y si

no le importa tenemos que marcharnos.El otro tribuno pareció sorprendido, pero entonces lo entendió y asintió con la

cabeza. Se despidieron de Porcia con una inclinación, y dejaron la posada sinsiquiera mirar a los gobernantes ícenos. Se hizo un silencio tenso, hasta queBoadicea lo rompió:

—Supongo que sabéis lo de la asamblea de las tribus, ¿no?—Sí. Formaremos parte del séquito del gobernador.—Entiendo. —Su voz pareció perder un poco de cordialidad—. En tal caso, os

veremos allí, o quizás en algún punto del camino.—Lo estamos deseando. Y ahora, ¿qué me decís de ese vaso de vino?

Tenemos que ponernos al día de muchas cosas.Boadicea estaba a punto de responder, cuando su marido intervino de nuevo:—En otro momento. En algún lugar menos… romano. Vamos. —Tomó a

Boadicea del brazo y la condujo suavemente hacia la puerta. Prasutago gruñóuna orden a sus guerreros, y estos se fueron retirando de la posada, se reunieron

con ellos y el pequeño grupo salió y cerró la puerta.Macro se encogió de hombros con tristeza.—¿Así tienen que ser las cosas entre nosotros? ¿Ahora que acabamos de

encontrarnos con ellos otra vez?—El tiempo pasa factura de muchas formas, viejo amigo —dijo Cato con

cariño.Macro lo fulminó con la mirada.—¿Viejo? Vete a la mierda. Volvamos con nuestro vino. Al menos ahora no

tenemos que compartirlo con esos tribunos gorrones.Volvieron al banco y se sentaron enfrente de Porcia. Cato levantó la jarra,

frunció el ceño al notar lo poco que pesaba y la sacudió. Se oy ó un débil sonidode líquido en su interior. Volvió a llenar la copa de Macro, echó lo que quedaba enla suya y la levantó para brindar, en un esfuerzo por devolver un poco de alegríaal ambiente.

—Brindo por vuestro nuevo negocio. Estoy seguro de que será un gran éxito,a juzgar por la cantidad de clientela de paso que parece que cruza por esa puerta.

Porcia levantó su copa con poco entusiasmo.—El éxito sería may or si algunos de ellos se quedaran a beber algo.Cato echó un vistazo a los posos que quedaban en su copa.—O incluso si pagaran una o dos rondas.—A ver, ¿dónde están esos alborotadores? —exclamó una voz que venía del

mostrador. Cuando Cato se volvió a mirar, vio que un hombre fornido de pelocano salía de la puerta que llevaba al almacén. La sirvienta se asomó por detrásde él con inquietud. El posadero recorrió con la mirada la sala en la que susclientes bebían tranquilamente, y luego se volvió hacia la muchacha—. ¿Y bien,dónde demonios están?

Ella retrocedió encogida hacia la puerta, y el hombre le asestó un fuertemanotazo en la cabeza.

—¡Deja de hacerme perder el tiempo, zorra estúpida! ¡Entra ahí y echacarbón a la lumbre!

La chica se tambaleó a consecuencia del golpe, y luego se encorvó y fuecorriendo a hacer lo que le había ordenado su amo.

Cato señaló al hombre con un gesto de la cabeza.—Supongo que ese es el propietario y vendedor de la posada, ¿no?—Así es. —Cuando cruzó la mirada con él, Porcia le hizo señas al posadero

—. Creo que es hora de cerrar el trato, ahora que mi querido hijo ha accedido ainvertir en mi nuevo negocio.

—¿Invertir? —repitió Macro con ironía—. Más bien parece que me hanatracado.

Porcia no hizo caso de las quejas de su hijo y sonrió al posadero que seacercaba a su mesa. El hombre se movía con la seguridad de quien estaba

acostumbrado a mandar y no toleraba que ningún subordinado causara el másmínimo problema. Estaba empezando a perder pelo, pero aún conservaba lafortaleza física que lo había llevado a superar más de una batalla. Cato no teníaduda de que aquel tipo podría solucionar las cosas rápidamente con cualquiercliente que se descontrolara en su local, y cuando estuvo lo bastante cerca comopara ver bien sus rasgos, el joven prefecto tuvo un pequeño sobresalto desorpresa y exclamó a modo de saludo:

—¡Centurión Cayo Tulio!El posadero aminoró el paso, miró a sus clientes entrecerrando los ojos con

desconfianza, y entonces su expresión cambió de pronto y sonrió con expresiónradiante.

—¡Qué me jodan si no son Cato y Macro! ¿Qué demonios estáis haciendoaquí vosotros dos? Creía que hacía años que habíais dejado la Segunda Legión.

—Y así fue —respondió Macro con una amplia sonrisa—. Pero por lo visto,muchacho, habéis estado teniendo algunas dificultades con los lugareños ynecesitáis recurrir a los servicios de unos cuantos soldados de verdad parasolucionarlo.

—¡Venga ya! —Tulio le dio un manotazo en el hombro a Macro—. Nos lashemos arreglado bastante bien sin que aparecierais vosotros dos a alborotar lascosas. De todos modos, esto es toda una sorpresa, y siempre me alegro de ver aantiguos compañeros. Saben los dioses que quedamos pocos. —Se volvió a mirara Porcia—. Ah, es usted, señora. ¿Está con ellos? —Guiñó un ojo—. ¿O ellos conusted?

Porcia lo miró con frialdad.—Si se supone que eso hace gracia, no se la veo. Resulta que el centurión

Macro es mi hijo.Tulio se volvió a mirar a Macro con expresión de asombro.—Entonces, ¡¿tienes madre?!Tomó un taburete y se sentó.—¡Tulia! —gritó—. Trae otra jarra de vino. ¡Del bueno! Espera… ¡El galo

servirá! En fin, ¿qué me contáis? ¿Cómo es que habéis vuelto a esta cloaca? Noserá porque os gusta el tiempo que hace por aquí…

—¿Cloaca? —Porcia le clavó la mirada—. ¿Por eso vendes? Puede quetengas que rebajar el precio en mil o dos mil.

Tulio agachó la cabeza y reconoció su torpe comentario.—Vendo porque quiero retirarme a un lugar cálido en la Campania, señora.

En realidad, Londinio no tiene nada de malo. Se puede hacer un buen dinero aquí.¿Cómo iba a querer engañar a la querida madre de uno de mis antiguoscompañeros de armas? Además —añadió endureciendo levemente el tono—,creía que habíamos cerrado un trato.

—No. Yo hice una oferta. Tú dij iste que lo considerarías. Y ahora, viendo tus

ganas de vender, estoy reconsiderando la oferta que hice. Creo que nueve mil esun precio más razonable.

Tulio no pudo ocultar su sorpresa ante la aspereza de su tono.—Joder, tiene usted una vena dura e implacable. No hay duda de que es tu

madre, Macro… El precio sigue siendo diez.—Nueve.—Y quinientos.Porcia se mordió el labio brevemente.—Nueve mil quinientos.Tulio frunció el ceño.—Bueno, ya que es familia de Macro, trato hecho. Pero salgo perdiendo. —

Se escupió en la palma de la mano y la tendió. Porcia se la estrechó deinmediato, antes de que tuviera oportunidad de cambiar de opinión, y sellaron deeste modo el trato. Llegó la sirvienta con otra jarra de vino, la dejó en la mesa yse retiró a toda prisa. Tulio sirvió un vaso para cada uno, lleno hasta el borde, yalzó el suyo.

—¡Por la Segunda Augusta!—¡Por la Segunda! —corearon Macro y Cato, y apuraron sus copas. El vino

era mejor de lo que Macro se había esperado, y tomó la jarra de inmediato paravolver a llenar los vasos.

—Tómatelo con calma —dijo Porcia con firmeza—. Ahora esto forma partede mis existencias. La próxima jarra tendrás que pagarla, ¿me oyes?

Tulio sonrió con aire triste.—Dura como una roca. En fin, supongo que vosotros dos habéis venido para

reforzar las filas de las legiones en la nueva campaña de Ostorio.—En efecto —dijo Cato. Macro va a ir a la Decimocuarta como centurión

superior.—¡Pfftt…, la Decimocuarta, un hatajo de maricas! Creo que no sirven ni

para lamerles las botas a los de la Segunda.Macro fue cauto a la hora de criticar la reputación de su nueva unidad,

porque estaba seguro de que desarrollaría de forma natural un orgullo por laDecimocuarta. Apretó los labios, se sirvió un poco más de vino y masculló:

—Ya veremos.Tulio se volvió hacia Cato.—¿Y qué me dices de ti? ¿Vas a unirte a la gente de Macro? Estoy seguro de

que no le vendría mal tener a un centurión como tú.Cato tuvo un momento de incomodidad.—No. A mí me han destinado a una unidad distinta. A la cohorte de caballería

tracia. Me han dado… el mando.Tulio puso cara de asombro.—¿A ti? Entonces… ¡debes de haber llegado a prefecto! ¡Joder, eso sí que es

una sorpresa! La última vez que nos vimos solo eras un centurión subalterno… —Hizo una pausa y se movió en su asiento con aire avergonzado—. Maldita sea…Bien hecho, muchacho. Quiero decir…, señor.

—Eso no es necesario —repuso Cato—. Estamos fuera de servicio. Quierodecir que… ahora estás fuera del ejército.

—Puede ser, pero todavía tengo respeto por el rango. Y por el hombre que loostenta. Prefecto Cato… ¡Ahí es nada! Es fenomenal. Por los dioses que debes dehaber visto mucha acción y haberte cubierto de gloria para que te ascendieran aprefecto. O eso, o es que te has tirado a la parienta del emperador. ¡O quizá se teha tirado Claudio a ti! Por lo que he oído, es un viejo cachondo.

Macro apuró la copa y levantó un dedo.—Basta ya. Cato se ganó el rango por las malas. Lo sé. Vi cómo lo hacía.—En tal caso, ¡bien por él! —admitió Tulio—. Y ahora venís a parar aquí los

dos, a la tumba de la ambición, o eso dicen.—¿Y qué significa eso?—Significa que aquí no hay gloria que obtener. Ya no. Se han terminado las

grandes batallas. Carataco y los suyos se han retirado a las montañas. Lamay oría de nuestros muchachos están metidos en pequeños fuertes, vigilandocon cautela a los nativos e intentando que no los maten cuando salen de patrulla.De vez en cuando logramos perseguir a unos cuantos de esos cabronespintarrajeados, hasta que se esconden y los perdemos. Pero al ritmo que van lascosas, me atrevería a decir que Roma seguirá luchando por domar a estosbritanos mucho después de que se haya olvidado que aquí hubo una invasión.¿Queréis mi consejo? Solicitad un traslado en cuanto tengáis oportunidad.

—Te equivocas —replicó Macro—. Ostorio está a punto de darles una últimaoportunidad de someterse a Roma, luego los atacará con todo lo que tiene… —Yaempezaba a arrastrar las palabras.

Tulio se rio.—¿De verdad? ¿Acaso crees que es la primera vez que un gobernador intenta

machacar a esos cabrones? ¿Qué te hace pensar que tiene más posibilidades determinar el trabajo que Aulo Plautio intentó antes que él?

Macro agitó un dedo hacia Cato y se dio una palmada en el pecho.—Porque esta vez nosotros vamos a luchar por él. ¡Por eso!Cato entrecruzó los dedos y meneó suavemente la cabeza.Macro había empezado a entusiasmarse con el tema, y levantó el puño con

emoción.—¡Carataco se va a enterar, y a lo verás! Lo haremos sangrar hasta el

tuétano, y le daremos la paliza que se merece como el canalla que es. Todohabrá terminado antes de las Saturnales.

—¿Quieres apostar por eso? —le preguntó Tulio con malicia.—¡Por supuesto que sí! —Macro asintió moviendo enérgicamente su

enrojecido rostro.—¡Macro! —exclamó Porcia con brusquedad—. ¡No!Antes de que su hijo pudiera reaccionar, se notó una corriente fría cuando se

abrió la puerta y un funcionario del cuartel general entró en la posada. Fuemirando a su alrededor, hasta que divisó la mesa en la que estaban sentados Catoy los demás, en el preciso momento en el que Macro miraba por encima delhombro para bramar:

—¡Cierra de una vez esa maldita puerta!—Lo siento…, señor. —El funcionario empujó la puerta y el cerrojo encajó

en su lugar, tras lo cual se dirigió hacia la mesa y se cuadró—. Perdone,prefecto, pero el gobernador le manda saludos y dice que ambos tienen que estarlistos para sumarse a él mañana por la mañana, cuando salga haciaDurocornovio.

—Está bien —asintió Cato—. Allí estaremos. Puedes irte.El hombre inclinó la cabeza y se marchó. Cato se puso de pie.—Vamos, Macro. Tenemos que encontrar a Décimo y preparar nuestro

equipo. Lo mejor es que nos retiremos temprano.—A la mierda. Estoy disfrutando de una copa con Tulio, aquí presente.

Vendré cuando acabe.Por un instante, Cato consideró ordenar a su amigo que fuera con él. Pero

sabía que con eso solo conseguiría ponerlo de mal humor. Mejor dejarlo beberhasta que se hartarse y volviera a sus dependencias contento y borracho.Además, la inevitable resaca de su amigo a la mañana siguiente leproporcionaría cierta paz y tranquilidad durante el camino a Durocornovio.

Capítulo VII

Al día siguiente, poco después de amanecer, Porcia fue a despedirse de ellos.Cato había proporcionado a Décimo plata suficiente para comprar tres mulas,

dos para llevar el equipaje y una para que la montara el sirviente. El gobernadorhabía autorizado el suministro de dos caballos para Cato y Macro. No huboninguna escena lacrimógena de despedida a las puertas de la ciudad,simplemente porque todavía no se habían construido y Londinio se ibadesvaneciendo en medio de una población de chabolas que se extendía a amboslados del camino que llevaba al oeste. Temiendo por la seguridad de su madreentre los ciudadanos de aspecto bárbaro de aquella comunidad de arrabal, Macrodetuvo su caballo, esperó a que hubiera pasado el último de los hombres de lapequeña columna y le dio un breve beso en la frente. Deseó no tener la cabeza apunto de estallar. Tampoco le gustaba la fuerte sensación de náusea que tenía, yque amenazaba con humillarlo delante de sus compañeros si acababa vomitando.

—Es mejor que nos separemos aquí —dijo Macro—. No sé hasta qué puntome fío de esta gente.

Hizo un gesto con la cabeza hacia algunos de los habitantes que se habíanlevantado temprano y observaban a los romanos conduciendo sus caballos por elcamino lleno de rodadas.

—Estaré bien. —Se apartó la capa para dejar al descubierto una cachiporraque llevaba colgando del cinturón de la túnica—. Un recuerdo de mis días enArimino.

—Intenta no matar a demasiados nativos —bromeó Macro para intentaralegrar los ánimos en su despedida—. Deja algunos para mí. Al fin y al cabo, esmi trabajo.

Porcia esbozó una sonrisa, puso la mano en la mejilla de su hijo y lo mirófijamente.

—Cuídate, y cuida bien de Cato. No hagas ninguna estupidez. Te conozco. Sécómo eres. No corras riesgos innecesarios. ¿Entendido?

Macro asintió.La mujer suspiró y meneó la cabeza.—Quizás algún día tengas un hijo. Entonces lo entenderás… Entenderás lo

que siento. Y ahora vete. Antes de que me hagas llorar.—Eso está por ver —dijo Macro con voz cansina—. Eres dura como una

roca.—¡Vete!Sin decir ni una palabra más, y sin más vacilación, Porcia bajó la mano, dio

media vuelta y enfiló nuevamente el camino de regreso hacia el corazón deLondinio. Macro se la quedó mirando un buen rato, pero ella no volvió la vistaatrás.

—Dura como una roca… —repitió él entre dientes.Solo al perderla entre el gentío tiró de las riendas de su montura y avanzó con

paso resuelto para alcanzar al resto de la escolta del gobernador. Mientras pasabacon su caballo, la mayoría de los nativos, habiendo saciado su curiosidad, dabanya media vuelta y volvían a sus rudimentarias chozas. Macro alcanzó pronto algrupo, porque el gobernador no había dado la orden de montar a sus hombreshasta que hubieron dejado atrás la última de las cabañas y salieron a campoabierto.

Cato había aprendido a montar siendo un recluta, y había practicado un pocoen los años posteriores, pero aún no se sentía totalmente cómodo en la silla, y elcaballo que le habían dado tenía cierta tendencia a dar sacudidas y tironesnerviosos al menor atisbo de movimiento en la periferia de su visión. Ostoriocabalgaba algo por delante de sus hombres, pero de vez en cuando miraba porencima del hombro a Cato, que comprendió perfectamente su propósito: elgobernador estaba poniendo a prueba a su nuevo comandante de caballería paraver cómo manejaba una montura difícil. Por consiguiente, Cato se concentró enmantener a raya a la bestia e intentar anticiparse a sus reacciones al entorno,para asegurarse de que no se desbocaba ni se encabritaba, y de que no lo pusieraen una situación embarazosa.

El camino era desigual, con frecuencia poco más que un sumideroembarrado, pero allí donde el suelo era especialmente blando los ingenieros delejército habían calzado troncos con tierra apisonada para que proporcionaran unasuperficie estable a las columnas en marcha, los j inetes y el tráfico rodado.Aunque no llovía, el cielo estaba nublado, y cúmulos de niebla llenaban lashondonadas del paisaje. Como no había sol para disiparlas, seguro quepermanecerían allí durante casi todo el día. Cato entendía perfectamente por quéera esa la impresión de la isla que prevalecía en las mentes romanas. El aire conaroma a campiña era fresco, y suponía un alivio después del sofocante hedor deLondinio. Estaban a finales de abril, y las ramas desnudas de los árboles yarbustos mostraban ya algunos brotes. Las flores más primerizas y resistentessalpicaban el paisaje de colores vivos. Poco después, la ciudad no tardó enquedar atrás, y solo un débil matiz marrón en el ondulante horizonte señalaba supresencia.

El joven prefecto no tardó en dominar el peculiar temperamento de sucaballo, de modo que pudo prestar un poco de atención a sus compañeros. Habíahabido una breve ronda de presentaciones en el cuartel general del gobernadorantes de ponerse en marcha, pero Cato había olvidado la mayoría de susnombres. Sin embargo, estaba familiarizado con ese tipo de hombres. Aparte deOstorio, había diez legionarios escogidos que actuaban como su escolta personal.Veteranos duros con una buena hoja de servicios y en los que se podía confiar:hombres que darían su vida por proteger al gobernador. Luego estaban los

tribunos. Seis oficiales subalternos que pasarían por una sucesión de empleos enla administración civil, y que quizás algún día se vieran recompensados con elascenso al senado. A partir de ahí, a unos pocos elegidos se les concedería elpuesto de gobernador de una de las provincias de Roma. Ostorio Escápula habíasido uno de esos hombres: uno de los pocos que llegaban a gobernador. Habíadedicado su vida a los ideales gemelos de Roma y a dar lustre a su apellido. Catopensó que sin duda aquel hombre había albergado la esperanza de domar Britaniacomo final adecuado para su larga carrera. Qué lástima que las tribus nativastuvieran ideas distintas al respecto.

El último miembro del grupo era un traductor nativo, aunque con su cabellocastaño bien cortado, la túnica roja y la capa, fácilmente podría pasar porromano. Lo único que señalaba su verdadera herencia era el brillo de laornamentada torques que llevaba en torno al cuello. Marcomio, la versiónlatinizada de su nombre nativo, tenía más de treinta años, era delgado e iba bienacicalado. Estaba claro que había abandonado las costumbres de su gente.

Cato cabalgaba detrás de los tribunos, en tanto que Macro se había rezagadopara unirse a los hombres de la guardia personal del gobernador y entablarconversación con ellos. Su alegre charla se mezclaba con el retumbo sordo de loscascos de los caballos, mientras la pequeña columna seguía el camino a través delas verdes colinas del territorio de los atrebates. Había abundantes cultivos ypequeñas granjas, y unas cuantas villas, con sus modélicos campos másregulares, desperdigadas entre los bosques restantes de viejos robles y árbolesmás pequeños. De vez en cuando, pasaban junto a algunos de los aldeanos quetrabajaban la tierra. Cato se fijó con aprobación en que Ostorio los saludaba conuna sonrisa, y sus oficiales seguían su ejemplo. Nunca pudo comprender laactitud altanera y despótica de muchos romanos hacia las gentes que habíanconquistado. La manera más rápida de romanizar a una población era fomentarlas buenas relaciones. La manera más rápida de ponerse a malas con ellos erainsultarlos y tratarlos como a inferiores, una política que solo provocaba amargoresentimiento, cuando no resultaba en franca revuelta.

Después de unos ocho kilómetros de recorrido, Ostorio tiró suavemente de lasriendas y aminoró el paso hasta situarse junto a Cato. El camino habíadescendido en pendiente hasta un valle poco profundo, lleno de una niebla queenvolvía a los j inetes y dibujaba formas vagas en los árboles y arbustos a amboslados. Intercambiaron un saludo con la cabeza, tras lo cual el gobernador empezóa hablar.

—Antes de salir, informé a mis tribunos y a la escolta, pero quieroasegurarme de que tanto tú como el centurión Macro estéis al corriente. Comopodrás suponer, esta es una ocasión decisiva. Nuestra última oportunidad deconseguir la paz con Carataco y sus seguidores. Por supuesto, no hay ningunagarantía de que él aparezca. Sin embargo, doy por hecho que habrá algún jefe

que comparta sus opiniones, y que sin duda le informará. La gran mayoría yason sólidos aliados. Hay que admitir que otros son más reticentes. Aun así, creoque habrá más voces que se alcen a favor de la paz que por la guerra, y al menosesta reunión servirá para poner énfasis en el aislamiento de los que todavía semuestran belicosos. Dicho esto, no doy nada por sentado. Tú y tu subordinadotrataréis a los delegados nativos con cortesía y respeto en todo momento. ¿Estáclaro?

—Sí, señor.—Y esto también incluye a los druidas que pueda haber presentes.—¿Druidas? Creía que eran nuestros enemigos más acérrimos, señor. Desde

luego, este era el caso la última vez que Macro y y o servimos aquí.—Bueno, siguen odiándonos a muerte, pero si no permitimos que asistan no

hay ninguna posibilidad de paz. Espero que se les pueda convencer para queentren en razón.

Cato chasqueó la lengua.—Los druidas que yo conocí eran fanáticos, señor. Gustosamente preferirían

morir antes que ceder ni un palmo ante Roma.Ostorio se volvió a mirarlo con expresión irritada.—Como y a te he dicho antes, prefecto, eso fue hace varios años. Los

hombres cambian. Incluso los enemigos más implacables pueden hartarse dematarse unos a otros y desear la paz.

—La mayoría de hombres, sí, señor. Pero ¿los druidas?—Este es el tipo de conducta que debes dejar de lado. Es el motivo por el que

te estoy diciendo esto. No puede haber ningún malentendido entre nosotros,prefecto Cato. Te comportarás como te he dicho, y con todos los que asistan a lareunión, incluidos los druidas… No, particularmente con los druidas. Y eso vatambién por el centurión. No toleraré que ninguno de los dos cause problemas. Esmás que una orden: es « la orden» .

—Sí, señor.—Bien. Esto mismo se aplica a Carataco, si es que acaba apareciendo. O a

cualquiera que represente a los siluros o a los ordovicos.—Lo entiendo, señor.—Pues sé tan amable de asegurarte de que el centurión Macro también lo

entienda.Dicho esto, el gobernador espoleó a su caballo para retomar su posición a la

cabeza de la pequeña columna. Cato lo observó con recelo. Daba la impresión deque Ostorio podría estar exponiéndose demasiado en su deseo por conseguir lapaz. Aunque pudiera convencer a Carataco de que depusiera las armas, elgobernador debía de saber que los términos de una paz semejante seríaninaceptables para Roma si pudieran interpretarse como una lección de humildadpara el emperador y sus legiones. Por mucho que Cato compartiera el deseo de

Ostorio de poner fin a las hostilidades, sabía que el resultado más probable seríala reanudación de la amarga lucha. Cosa que a Macro le venía estupendamente,reflexionó Cato con una sonrisa forzada. Su amigo parecía crecerse con laexpectativa de librar batalla. En ella estaba en su elemento, como pez en el agua.Sería interesante ver cómo su amigo sobrellevaba las órdenes del gobernador.

Cato refrenó a su caballo y esperó a que Macro y los legionarios loalcanzaran. El centurión parecía haberse recuperado de la resaca, y estabacontando una historia mientras mantenía agarrado un odre de vino que le habíapasado uno de los hombres.

—… y yo dije: « Es una pena que ella solo tenga una pierna» . ¡Y no lo pilló!Los demás estallaron en carcajadas cuando Cato llegó a la altura de su

amigo.—Ese es viejo. Al menos debe de ser la décima vez que lo oigo.—Los chistes son como el vino, mejoran con el paso del tiempo —repuso

Macro, y enganchó las riendas al pomo de la silla para poder levantar el odre yechar un trago rápido.

—¿Te parece prudente?Macro chasqueó los labios y se encogió de hombros.—Un traguito para curar la resaca, y a sabes.—Me pregunto qué diría tu querida madre.—Ni te lo imaginas. Bueno, ¿qué haces aquí, visitando a los reclutas?—Transmitir órdenes del gobernador. Quiere que demostremos nuestro

mejor comportamiento delante de los lugareños. Por lo que y o en tu lugar no ledaría demasiado al vino.

—No hay problema, puedo manejarlo cuando quiero. Ahora mismo soloestoy echándome unas risas con los muchachos. Puedes confiar en que cuandollegue el momento interpretaré bien mi papel. ¿Te he decepcionado alguna vez?

—Decepcionarme, lo que se dice decepcionarme, no. Me metiste en unascuantas peleas en tus buenos tiempos. Hay un momento y un lugar para eso. Demomento, tenemos que ser buenos chicos. Ciudadanos modélicos.

—Si hubiera querido ser un ciudadano modélico nunca me hubiera alistado enel ejército.

—Tenemos órdenes, Macro. No hay más que hablar.Macro asintió con expresión adusta y se rezagó para devolverle el odre de

vino a su propietario, tras lo cual volvió a reunirse con el prefecto, que ibamirando con cautela de lado a lado mientras la columna atravesaba la inquietanteniebla. El centurión no pudo evitar soltar un resoplido irónico.

—Solo espero que las tribus tengan el mismo interés por el buencomportamiento. Este sería un buen lugar para una emboscada. Podríanatacarnos por todos lados antes de que nos diéramos cuenta.

—Gracias por esta idea tan reconfortante. —Cato aguzaba el oído y la vista

para captar cualquier movimiento o sonido sospechoso, pero no se oía nada,aparte de la conversación amortiguada entre los tribunos y el ruido continuo ysordo de los cascos de sus caballos. Por encima de ellos, el cielo se despejó unpoco y el sol apareció en forma de un disco pálido que proporcionaba luz, aunquepoco calor.

Pasaron varias horas, y la sensación de estar atravesando las nubes solo sedisipó brevemente cuando el camino llegó a la cima de una baja colina, antes dedescender de nuevo hacia otro valle y más niebla. Cuando el sol alcanzó su cénit,el gobernador detuvo la columna para dejar descansar a los caballos y permitir asus hombres un breve respiro de las sillas de montar. Dos de los legionariosavanzaron a paso ligero para sostener las riendas de los caballos de los oficiales,mientras estos estiraban las piernas.

Ostorio sonrió a Cato.—¿Qué tal sienta pisar de nuevo suelo britano? No hay sitio igual en todo el

imperio para hacer que se te erice el vello de la nuca, ¿verdad?Cato recordó que las nieblas y neblinas de Britania podían envolver el paisaje

durante días, haciendo estragos en la imaginación de algunos hombres. No eraalgo que atormentara en exceso a Macro, por supuesto, pero a él le provocabauna sensación de tensa inquietud. Estaba a punto de responder a Ostorio cuando looy ó. El débil sonido de unos cascos golpeando contra el suelo del camino.

Ostorio dejó de sonreír de inmediato, se apartó del camino y miró más alláde los hombres de su guardia personal, que estaban junto a sus monturas,escudriñando la niebla en silencio.

—Centurión Macro, saca a esos hombres del camino, y también a ese criadotuyo. La mitad en cada flanco, a quince metros de distancia, y espera mi ordenantes de actuar. El resto de vosotros, montad y formad a cada lado del camino.

Mientras los soldados ocupaban sus posiciones, Cato y los demás subieron alas sillas y formaron una línea perpendicular al camino. Ostorio se quedóescuchando y fue el último en montar. Luego hizo avanzar a su caballo parasituarse en medio del camino a una corta distancia por delante de sus oficiales.Cato vio que el gobernador bajaba la mano al pomo de su espada, y que ladejaba allí apoy ada mientras esperaba. El sonido de los caballos que seacercaban ya se oía con mucha más claridad, y uno de los tribunos subalternosque estaba junto a Cato se aclaró la garganta con nerviosismo.

—¿Cuántos cree que son…?Cato no estaba seguro de a quién iba dirigida la pregunta, pero sabía que el

joven oficial necesitaba que lo tranquilizaran. En sus primeros años de servicio,había oído el sonido de los caballos tantas veces que podía intentar adivinar decuántos j inetes se trataba:

—Yo diría que no más de diez.El tribuno asintió y, siguiendo el ejemplo de su comandante, apoyó la mano

en el pomo de su espada. Cato se fijó en el temblor nervioso de los dedos deloficial. Recordó sus primeros días en el ejército, y el miedo que sentía en losmomentos previos a la batalla, cuando el combate parecía inminente. Ahorasabía que aquel miedo acababa desapareciendo, pero aún sufría la persistenteangustia de fallar a sus compañeros, sobre todo a Macro. Eso y el terror a recibiruna herida que lo incapacitara y lo convirtiera en objeto de lástima y ridículo. Sumontura lo distrajo de sus pensamientos cuando se asustó de pronto e intentóretirarse de la línea. Cato hincó los talones con firmeza, y apretó los dientesmientras se esforzaba por calmar al animal y lograr que volviera a su posición.Cuando lo consiguió, el sonido de los cascos ya se oía mucho más cerca.Entonces una forma oscura surgió de la penumbra y, al cabo de un instante, seoyó un grito en un idioma tribal. El j inete frenó su montura bruscamente, yaparecieron varios más por detrás de él. La mayoría formaron a ambos lados deél, y otros detrás. Cuando todos estuvieron alineados, sonó una voz en el mismoidioma que pedía que se identificaran, y Ostorio levantó la mano derecha parasaludar y respondió:

—¡Romanos!La respuesta llegó en forma de un brusco refunfuño, al cual siguió la calma y

el silencio. Un débil sonido metálico sonó cerca de Cato, y al mirar a un lado vioque la espada del tribuno salía de la vaina.

—¡Guarda eso, idiota! —le ordenó entre dientes—. No hacemos nada sin unaorden del gobernador.

El tribuno guardó la espada a medio desenvainar, cerró el puño con fuerza yvolvió a abrirlo.

—¡Avanzad para que os reconozca! —gritó Ostorio. Hubo una pausa tensa,hasta que uno de los britanos hizo avanzar su caballo y salió de entre la niebla,que reveló a un hombre robusto con una capa ribeteada de piel bajo la cual sedistinguía el brillo apagado de una cota de malla. El pelo le caía sobre loshombros, y cuando estuvo más cerca el gobernador bajó la mano e inclinó lacabeza a modo de saludo—: Rey Prasutago.

—Gobernador Ostorio —respondió una voz grave y retumbante—. Por unmomento, pensé que quizá se trataba de una emboscada.

—¿Quién iba a tenderos una emboscada aquí, en un territorio quecontrolamos?

—Todos tenemos nuestros enemigos. —Prasutago se volvió, hizo señas a suséquito para que se acercaran y estos avanzaron al trote para reunirse con sulíder, en tanto que Ostorio ordenaba a Macro y a la escolta que volvieran alcamino. Los j inetes ícenos miraron a su alrededor con desconfianza cuando loslegionarios aparecieron por ambos lados. El gobernador hizo avanzar poco a pocoa su montura y estrechó el brazo de Prasutago.

—Sería un honor que os unierais a nosotros para hacer el resto del viaje a

Durocornovio.—También sería un honor para mí, si os unís a nosotros.Ostorio guardó silencio un instante, tras el cual asintió.—Muy bien, estaré encantado de aceptar su invitación.La tensión disminuy ó, y Cato oyó que el tribuno que estaba a su lado

resoplaba largamente mientras se relajaba en la silla de montar.Poco después, el ampliado grupo de j inetes salió de entre la niebla cuando el

camino ascendió suavemente hacia otro mucho más transitado, el cualtranscurría por lo alto de la cadena de montañas bajas que se extendían hacia eloeste. Las nubes empezaron a dispersarse, y el sol brillaba intermitentementedesde unos claros de cielo azul proy ectando sombras que se deslizaban por elpaisaje. El gobernador cabalgaba junto a Prasutago, con quien de vez en cuandointentaba entablar conversación. Los guerreros ícenos los seguían. Tras ellos ibala reina Boadicea, flanqueada por Cato y Macro, y a continuación el resto de losromanos.

—Esperaba que pudiéramos alcanzaros —admitió ella—. Después de lasusceptibilidad que reinaba anoche en la atmósfera de esa posada, quería tener laocasión de mostrarme un tanto más amable.

A diferencia de su esposo, ella había aprendido el idioma de los romanossiendo muy joven, gracias a un mercader contratado por su padre, quien habíaprevisto la necesidad de poder entablar conversaciones con la gran potencia quehabía llegado a las costas de la Galia y que había estado lista para invadir Britaniadurante muchos años antes de dar el paso decisivo.

—Ha pasado mucho tiempo —continuó diciendo—. Pero no has cambiadomucho, Macro. Sigues siendo el guapo granuja de siempre.

El centurión soltó un gruñido evasivo. Le resultaba difícil reencontrarse conuna mujer con la que había tenido una relación íntima que ahora era imposible.También había habido afecto, pero en gran parte había sido puro deseo. Lapresencia de Prasutago, con quien Boadicea se había prometido la última vez queMacro la había visto, dificultaba aún más las cosas. Ahora ella era su esposa, y élera el rey de los ícenos. Era una situación endiabladamente incómoda, y Macrono estaba seguro de cómo debía abordarla. Estaba claro que de ninguna manerapodía volver a tratarla como antes. Pero también le resultaba difícil tratarla conla formalidad que correspondía a su nueva posición. Y ahora, el acercamientoamistoso de Boadicea no estaba mejorando la situación, precisamente.

—Pero tú, Cato, ahora pareces todo un curtido veterano, y esa cicatriz esmuy atractiva. Te da un aspecto un tanto salvaje.

—Es lo que dice mi mujer.—¡Y además estás casado! No debería sorprenderme. ¿Quién es la

afortunada?—Se llama Julia.

—¿Y dónde está?—En Roma.—¡Oh, vay a! No debe de ser fácil para ninguno de los dos. ¿Por qué no la has

traído aquí contigo?Cato no respondió de inmediato. Quería explicarse, decir que Julia estaba

acostumbrada a las comodidades y lujos que le proporcionaba su padre y que, adecir verdad, temía que se amargara al verse obligada a vivir en Britania, con suclima inhóspito y sus tribus más inhóspitas aún. Se aclaró la garganta y dijo:

—Prefiero que Julia se quede allí donde esté más contenta.—¿En serio? —Boadicea le dirigió una mirada curiosa—. Yo habría pensado

que donde más contenta estaría una mujer es al lado de su esposo.—Para las mujeres romanas es distinto.—Quieres decir que el matrimonio romano no es tan divertido.—Poseen un gran sentido del deber. Están preparadas para esperar a que sus

esposos regresen del servicio activo y tener la casa lista para ellos.—Ah, claro —asintió Boadicea—. Ya veo por qué tu Julia preferiría hacer

eso. Me refiero a que no querrá soportar demasiadas emociones en su vida,¿verdad?

Cato se irritó. No le gustaba que se metiera de esa forma en los detalles de sumatrimonio. Ya lo estaban acosando suficientes dudas en ese sentido. Decidiódarle la vuelta a la situación.

—Bueno, ¿y tú qué me cuentas? ¿Te complace tu nuevo papel? ¿Y aPrasutago?

La sonrisa de Boadicea se desvaneció, y la mujer dirigió la mirada a losanchos hombros de su marido, que cabalgaba a la cabeza del grupo.

—Hace tan solo dos años que se convirtió en rey.—Menuda suerte la de Prasutago —terció Macro.—Ni mucho menos. Tuvo que elegir entre el exilio o aceptar el título. Aparte

de ser el adlátere de Roma, Prasutago ha tenido que aceptar la presencia de unalínea de fuertes a lo largo de la frontera de nuestro territorio, y permitir la librecirculación de las patrullas romanas. Y lo que es aún peor, Ostorio se haempeñado en que pague también las deudas del antiguo rey, Bodominio, quehabía pedido prestada una fortuna a algunos prestamistas romanos. Ahora nuestragente está hasta el cuello de impuestos para pagarles a ellos, y estamos obligadosa proporcionar quinientos jóvenes al año para que sirvan en vuestras cohortesauxiliares. Si así es como va a tratar Roma a las tribus de Britania, solo escuestión de tiempo antes de que haya una revuelta generalizada, te lo aseguro.

—Los ícenos están pagando el precio de desafiar a Roma —dijo Macro sinalterarse—. Eran una sola tribu. ¿Qué esperaban conseguir?

—La única tribu que se rebeló. Pero no los únicos que se sienten agraviados.Nuestros vecinos, los trinovantes, lo tienen aún peor desde que el gobernador

fundó una colonia de veteranos en Camuloduno. A vuestros hombres les han dadoel territorio circundante, y ellos se han apropiado de aún más tierras por sucuenta. Cualquiera que intente quejarse recibe una paliza. Incluso han llegado amatar a algunos. Luego está el templo dedicado a Claudio que se estáconstruyendo en el centro de la ciudad. No tenía ni idea de que fuera un dios —comentó con desprecio—. No se parecía mucho a un dios cuando lo vi durante subreve visita a Camuloduno.

—Ten cuidado —le advirtió Cato—. Esta clase de comentarios son peligrosossi Roma se entera. Los inmortales tienen formas muy desagradables de recordara los demás su mortalidad.

—Puede que así sea, pero las amenazas tienden a perder su efecto cuando sepresiona demasiado a la gente. Los trinovantes ya están ofendidos por el hechode que se les hayan arrebatado tierras. Pero para empeorar aún más las cosas lescobran impuestos para pagar la construcción de un templo absurdo. ¿Te loimaginas? ¿Qué te chupen la sangre con la intención de que proporciones la platapara pagar un monumento al símbolo de tu propia opresión? Si esta es la pazromana, me temo que a tu gobernador le va a costar muchísimo convencer a lastribus de su valor. No veo que vaya a salir nada bueno de este encuentro.

—¿Y por qué habéis venido? ¿Por qué Prasutago ha aceptado la invitación a lareunión de las tribus?

—¿Invitación? —Boadicea soltó una risa amarga—. Yo más bien emplearía eltérmino « llamamiento» . Como el amo llama a su esclavo, o a su perrito faldero.Hemos venido porque el precio de no hacerlo sería que los ícenos se ganaran aúnmás el desprecio de vuestro gobernador. Supongo que será lo mismo para lasotras tribus que tienen la suerte de ser aliadas de Roma.

—El busca la paz —insistió Cato—. Ostorio quiere poner fin al conflicto enesta provincia.

Boadicea se volvió hacia él con una mirada fulminante.—¿Es que no escuchas? Acabo de explicarte lo que significa la paz para las

tribus que ya están bajo el yugo de Roma. Y si, por alguna deformación delsignificado de la palabra, eso es la paz romana, entonces dime, Cato, ¿laaceptarías de buen grado si fueras un nativo de esta isla?

Capítulo VIII

Al tercer día de camino, en la creciente oscuridad del atardecer, la pequeñacomitiva de romanos e ícenos dejó el camino de Durocornovio y se acercó alpuesto avanzado de Cunetio, a unos ocho kilómetros de los círculos sagrados,lugar donde iba a celebrarse la reunión de las tribus. La pequeña guarniciónestaba formada por media centuria de galos a las órdenes de un optio, que pusosus humildes dependencias a disposición del gobernador. El resto de sus hombresdesalojaron los barracones para cedérselos a los integrantes de la comitiva. Lossoldados se verían obligados a pasar la noche en los almacenes y establos o a laintemperie. El optio había sido informado de la reunión, y le habían dicho quepermaneciera en el puesto avanzado y evitara todo contacto con los nativos quepasaran por allí. Ostorio estaba dejando pocas cosas al azar en su empeño porevitar otra dura y amarga campaña.

—Hemos hecho lo que se nos ordenó, señor —confirmó el optio—. Loshombres no han salido del fuerte desde hace cinco días.

—Bien. ¿Has visto pasar a alguna de las delegaciones tribales?—Sí, señor. A muchas. Y creo haber visto también a algunos druidas…—¿Sabes distinguirlos? —preguntó Macro.El optio lo pensó brevemente y asintió con un gesto.—Los miembros de las tribus vestían con colores vivos. Los otros llevaban

unas capas sencillas. Aunque no había muchos… Pero tenían un aspecto distintoy se mantenían apartados de todos los que recorrían el camino.

Macro se volvió a mirar a Cato.—¿Druidas? No puedo decir que me alegre la perspectiva de otro altercado

con los de su calaña.Ostorio se volvió hacia ellos.—No habrá ningún altercado con los druidas, ni con nadie. ¿Está claro? Todos

los asistentes tienen libertad para ir y venir de los círculos de Avibario durante unperíodo de diez días. Voy a pedir la cabeza de cualquiera que cause algúnproblema mientras dure la tregua.

—Sí, señor —contestó Macro con una inclinación—. Pero ¿y si la otra parteno respeta el acuerdo? ¿Cuáles son las reglas para entablar combate?

—No hay que desenvainar arma alguna a menos que sea en defensa propia.Por tanto, solo estará justificado si atacan ellos primero —declaró Ostorio confirmeza y mirando a todos sus oficiales. Los ícenos ya habían ocupado losbarracones asignados y solo había unos cuantos fuera, observando en silencio algobernador mientras se dirigía a sus hombres—. Si es necesario luchar,esperaréis mi orden antes de actuar. Que los dioses ayuden a quienquiera que noobedezca mis órdenes en este respecto.

Dejó que su amenaza calara hondo antes de volver a hablar en un tono más

moderado:—Ya deberían haber llegado todas las partes. Mi intérprete, Marcomio, se

adelantará y confirmará si, en efecto, es este el caso. De ser así, la primerareunión tendría lugar esta misma noche. Como el emplazamiento es un lugarsagrado para los nativos, esperaremos aquí hasta que nos hagan saber que estánlistos para que acudamos a la reunión. A partir de ahí estamos en manos de losdioses, caballeros.

Macro se inclinó hacia su amigo y susurró:—Sí, pero ¿de qué dioses, los nuestros o los suyos?—Hasta entonces —prosiguió Ostorio—, sugiero que descanséis un poco. Esta

noche necesitaréis estar completamente alerta. Podéis retiraros.Mientras Ostorio se dirigía a las dependencias del optio con paso resuelto, los

tribunos y su guardia personal se alejaron hacia la entrada de sus barracones.—¿Vienes? —preguntó Macro—. Uno de los guardaespaldas tiene una jarra

de vino decente. Dije que jugaría a los dados a cambio. ¿Te apuntas?Cato no se decidía. Sería una diversión agradable pasar aquellas pocas horas

con Macro y los demás, pero al mismo tiempo era prefecto, una diferencia derango que ni él ni los legionarios de la escolta del gobernador podían pasar poralto, ni siquiera estando fuera de servicio. Le dijo que no con un gesto.

—Necesito un poco de tiempo para pensar.Macro sonrió.—Vuelves a echar de menos a tu mujer.—La echo de menos continuamente, Macro. Y me temo que aún seguiré

haciéndolo durante un tiempo.—Pronto tendrás muchas cosas con las que distraerte. —Macro le dio un leve

puñetazo en el hombro y se dirigió a la puerta de los barracones. En cuanto suamigo hubo desaparecido en el interior, Cato subió a la torre de guardia delpuesto avanzado y miró hacia el oeste, donde el sol se hundía ya en el ondulantehorizonte. A unos cuantos kilómetros de distancia en aquella dirección, seencontraban los círculos de piedra sagrados y, cerca de allí, los campamentos delos que habían viajado desde sus territorios. Y entre ellos…, algunos druidas. Catosintió un escalofrío que le recorrió la espalda al recordar a los sacerdotes de laLuna Oscura. Macro y él habían combatido contra ellos la última vez queestuvieron en Britania. Temibles y fanáticos, no había crueldad extrema de la queno se sirvieran en la lucha contra Roma. El joven prefecto estaba seguro de que,si habían decidido sumarse a la reunión de las tribus, no se cansarían de instar alos demás a aniquilar a toda fuerza romana. Intentarían convencer incluso a lastribus que en estos momentos eran aliadas de Roma. Aquel era el verdaderopeligro de los próximos días: la posibilidad de que el intento de Ostorio de llegar aun acuerdo pacífico pudiera terminar en un levantamiento general contra loslegionarios y auxiliares del ejército en Britania, que se encontraría entonces en

inferioridad numérica en la isla. Lo más peligroso de todo era la remotaposibilidad de que Carataco en persona se presentara ante las tribus y losconvenciera de que se unieran a él en la guerra contra el invasor. Cato seestremeció al pensarlo.

—¿Tienes frío?El prefecto se volvió rápidamente y vio a Boadicea, que le sonreía desde la

escalera que daba acceso a la torre.—Un poco. Ha sido un día muy largo y estoy cansado.Boadicea subió los dos últimos peldaños. Cuando entró en la torre de guardia,

Cato ya volvía a tener los nervios controlados. La mujer se situó a su lado ysiguió la dirección en la que el romano había estado mirando hacía un momento.

—Pues me parece que aún va a ser más largo —dijo—. Y más agotador.Creo que el gobernador Ostorio comete un error. Nunca debería haberconvocado una reunión de este tipo. Ninguna promesa que pueda hacer satisfaráa las tribus que son hostiles a Roma, y desde luego no creo que hay a ninguna quesus amos en Roma estén dispuestos a cumplir.

Cato se temía que ella tuviera razón, pero no dudaba de la sinceridad de losesfuerzos del gobernador por evitar más derramamiento de sangre.

—Es posible.—¿Y por qué estamos aquí, entonces?Cato echó un vistazo en derredor para asegurarse de que nadie pudiera oír sus

palabras.—Porque Ostorio es un anciano enfermo, desgastado por las cargas de su

empleo. Lo que desea más que nada es volver a casa con su familia y disfrutarde lo que le queda de vida con paz y comodidad. Puede que no sobreviva a otracampaña. Me temo que este lugar lo ha quebrantado.

—Pues debería marcharse. Y llevarse consigo a sus legiones.A Cato le sorprendió la vehemencia de su tono. Los dos últimos días había

reinado una atmósfera más cordial entre los ícenos y los romanos.—Sabes que eso no puede ocurrir.—En tal caso, todos deberemos vivir con las consecuencias —respondió ella

en voz baja, y luego esbozó una sonrisa forzada—. Pero y a basta de esto. Losviejos amigos, los viejos camaradas, deben dejar de lado estas ideas. Hemoscompartido peligros y placeres, y existe un vínculo entre nosotros que no seromperá con facilidad. Dime, ¿Macro todavía está molesto de que tomara aPrasutago como esposo? En su momento intenté explicarle que no tenía muchasalternativas al respecto.

—Macro es Macro. No está en su naturaleza albergar esta clase deresentimiento. Siente un gran afecto por ti, eso seguro, pero tú te comprometistecon otro hombre, y él experimentó un dolor y una furia pasajeros y luego dejóatrás el asunto. Así es como elige vivir. De manera que dudo que albergue

ninguna animadversión hacia ti ni hacia Prasutago.—¡Ojalá pudiera ser tan filosófica!Cato se echó a reír.—Por lo que a Macro respecta, dudo que sea una cuestión de filosofía. Si de

verdad quieres buscarle las cosquillas, llámalo filósofo a la cara y verás.Boadicea se rio brevemente y luego adoptó un aire reflexivo.—De todos modos, me gustaría pensar que no desechó su cariño por mí con

tanta facilidad como das a entender.El prefecto captó la pena en su voz y, con una punzada de culpabilidad, se dio

cuenta de que nunca había considerado la posibilidad de que su amigo pudierainspirar semejantes sentimientos en Boadicea. Macro era un soldado magníficocomo el que más, y un amigo leal. Pero no poseía muchas otras cualidades, y aCato le resultaba difícil imaginar que pudiera resultar atractivo a una mujer queno se ganara la vida tumbada de espaldas. Hizo una mueca ante aquel innoblepensamiento. Macro era su más íntimo amigo. Cato se sentía tan cercano a élcomo un hermano…, o como un hijo.

Un estallido de luz llamó su atención hacia una montaña baja que había en elhorizonte, donde el resplandor licuado del sol brillaba contra un cielo despejado.

—Es precioso —murmuró Boadicea.—Así es —coincidió Cato; pero su cabeza seguía rumiando. Era imposible

definir la base de una buena amistad. Y lo mismo podía decirse del amor, por lovisto. Estaba claro que Macro poseía alguna cualidad inefable que atraía aBoadicea. Tal vez podía decirse lo mismo de todo el mundo; toda persona teníaalguna cualidad o algún rasgo que atraía a otra persona…

—¡Mira! Boadicea levantó la mano y señaló al oeste. Cato dejó de lado suintrospección y vio un brillante parpadeo en la penumbra, no lejos de la montañatras la cual se había puesto el sol. Luego apareció otro, y siguieron apareciendomás hasta que las llamas temblorosas parecieron formar una elipse pocopronunciada, con una línea que salía de un lado. Uno de los centinelas de laguarnición había visto también las fogatas y dio la alarma golpeando la punta desu jabalina contra un pequeño caldero de bronce que había junto al portón delfuerte. Al cabo de un momento, el optio se despertó y a voz en cuello ordenó asus soldados que se situaran en la empalizada. La puerta del barracón máspróximo se abrió estrepitosamente, y Macro salió corriendo, con el casco conpenacho en una mano y la armadura de malla colgando del otro brazo. Tras élsalieron el resto de romanos, y el último de ellos se dirigió hacia Ostorio en elpreciso momento en que Prasutago y sus guerreros salían en tropel de susaposentos y subían a toda prisa a la muralla interior de turba y al adarveentablado situado tras las puntiagudas estacas de la empalizada. El centinelacontinuó dando la alarma un momento más, hasta que Macro le gritó:

—¡Deja de armar tanto follón, joder! Cuando se desvaneció la última de las

poco melodiosas notas, Macro dejó el casco en el suelo y empezó a ponerse lacota de malla no sin esfuerzo:

—¡Rinde tu informe, hombre! ¿Qué fue lo que viste? Antes de que elcentinela pudiera responder, Cato tomó aire y gritó desde la torre de guardia: —¡Hogueras al oeste!

Cuando el último de los soldados se hubo situado en la empalizada, Ostoriosubió al adarve respirando con dificultad. Las hogueras, que ya eran muchas,estaban bien situadas para que resultaran claramente visibles. Todos se quedaronmirando en silencio, hasta que uno de los tribunos subalternos dijo lo que todosestaban pensando:

—¿Qué es eso? Parece… como un ejército en marcha.Ostorio tosió para aclararse la garganta.—Me imagino que es… Avibario.—Sí, romano —afirmó Prasutago, cuy a voz grave se oy ó claramente—. Lo

es. —Alzó la mirada hacia la torre de guardia, y frunció el ceño al ver allí a sumujer. Al cabo de un momento, la estructura se balanceó ligeramente cuando elenorme guerrero iceno trepó por la escalera y se apretujó junto a Cato yBoadicea en la plataforma. Hubo un seco intercambio de palabras en la lenguaícena, tras el cual Prasutago se colocó entre su esposa y el prefecto y miró hacialas distantes hogueras.

—Esos fuegos marcan el límite de las piedras sagradas. Cuando el sol seapaga, el fuego ilumina el mundo… Cuando los sacerdotes dan la orden.

—¿Sacerdotes? —Cato tomó aire bruscamente—. Quieres decir druidas.Prasutago se limitó a asentir.El prefecto se llevó la mano al pecho inconscientemente, allí donde un druida

lo había herido hacía siete años. Ahora solo tenía una cicatriz, pero de prontosintió que se le helaba la carne bajo la tela de la túnica.

—¿Y qué significa eso, Prasutago?—Preparan el terreno para la reunión. Hay rituales que deben celebrar, y

sacrificios. Deben aplacar a los espíritus y complacer a nuestros dioses.—¿Qué clase de sacrificios? —preguntó Cato en voz baja, pero Prasutago no

le respondió. Aguzó la vista para intentar distinguir más detalles.Finalmente, el rey iceno continuó hablando en su rudimentario latín.—Pronto enviarán a buscarnos.—¿Ya?Prasutago se encogió de hombros.—¿Por qué no? ¿Tienes alguna otra cosa que hacer? —Le dirigió una

elocuente mirada a su esposa.Boadicea puso mala cara.—Estábamos hablando de la última vez que estuvimos juntos. Los cuatro, mi

rey.

—Eso fue hace mucho tiempo. Mucho tiempo. Muchas cosas han cambiado.Eres mi esposa, y también la reina de los ícenos.

—¿Y qué pasa con la amistad? —preguntó Cato—. ¿Eso ha cambiado?—¿Es amigo un hombre que quita y quita hasta que no deja nada?Cato sonrió.—Estás hablando de Roma. Pero ¿qué pasa con Macro y conmigo? ¿Qué te

hemos quitado nosotros? ¿Por qué no deberíamos ser amigos, como fuimos unavez?

Prasutago enarcó las cejas con expresión sorprendida, y contestó confranqueza:

—Porque sois romanos.—¡Hay movimiento! —Soltó de pronto el tribuno que había hablado

anteriormente—. Se acerca un j inete.—Gracias, tribuno Deciano —repuso el gobernador con sequedad—. Puede

que me esté haciendo viejo, pero no estoy ciego.El comandante del puesto avanzado se volvió hacia él.—¿Cuáles son sus órdenes, señor?—Que tus hombres se mantengan en sus posiciones en la empalizada. Con

buena presencia y alerta, ¿eh?Como la clase de soldados a los que nunca pillarán por sorpresa.El optio sonrió.—Sí, señor.El gobernador miró a Prasutago, que aún estaba en la torre.—Puede que sea una buena idea que tú y tu séquito permanezcáis fuera de la

vista, en vez de dar la impresión de que estáis aquí, bajo mi protección.Prasutago apretó los dientes y refunfuñó:—Los ícenos no necesitan protección.—Por supuesto que no —repuso Ostorio en tono tranquilizador—. Solo es una

cuestión de forma. Es mejor que tus iguales no malinterpreten el hecho de queestés aquí, y saquen conclusiones precipitadas.

Prasutago vaciló un momento, pero de inmediato lanzó una orden a susguerreros, se deslizó hasta la escalera y empezó a bajar de la torre. Tras unabreve mirada de disculpa hacia Cato, Boadicea fue tras él. Los miembros de suséquito bajaron a toda prisa hasta la base del terraplén de turba y se situaronfuera de la vista del j inete que se acercaba al puesto avanzado. El suave golpeteosordo de los cascos llegó hasta los oídos de los que estaban en el adarve, y luegoel j inete aminoró el paso. Se hizo un silencio tenso mientras el hombre seacercaba al puesto avanzado lo suficiente para poder dirigirse a los que estabanen su interior. La borrosa sombra se detuvo a unos quince metros del foso, y unavoz se dirigió a ellos en uno de los dialectos nativos.

—¿Dónde está mi condenado intérprete? —preguntó Ostorio en voz baja—.

¡Marcomio, ven aquí, maldita sea! ¡Rápido!El intérprete se abrió paso a empujones entre los tribunos para reunirse con el

gobernador.—¿Qué ha dicho?—Pregunta por usted, señor.—Pregúntale cómo sabe que estoy aquí.Hubo un breve intercambio, tras el cual Marcomio transmitió las palabras:—Dice que nos han estado vigilando de cerca desde que pasamos por Caleva,

señor. A nosotros y al contingente de ícenos. Los demás han estado esperando aque llegáramos para empezar las ceremonias, señor. Ahora nos pide…, ytambién al rey Prasutago, que lo sigamos hasta los círculos sagrados.

—¿Quién es? —quiso saber Ostorio—. ¿Cómo se llama ese hombre?Cato tenía mejores vistas desde la torre de guardia, y distinguió

perfectamente las vestiduras oscuras y el pelo largo y descuidado del j inete.Supo la respuesta antes de que el intérprete pudiera contestar al gobernador.

—Es un druida, señor. Y dice que su nombre solo lo conocen sus seguidores,como es su costumbre. Y él… esto… solicita que traigáis a vuestros hombres y losigáis de inmediato.

—¿Solicita? Sospecho que lo ha expresado de un modo más contundente.Necesito que lo traduzcas con toda la precisión que te sea posible, sineufemismos. Dime las palabras exactas que utiliza y deja que y o me ocupe delos matices.

—Sí, señor.—Pues dile que iremos enseguida. —Ostorio se volvió hacia sus oficiales—.

No olvidéis lo que he dicho. Nadie hará ni dirá nada sin mi orden expresa.—¿Y si le ocurre algo, señor? —preguntó el tribuno Deciano.—En tal caso, creo que podréis confiar en vuestro instinto. —Ostorio sonrió

con ironía—. La línea de mando está clara. Si caigo, el prefecto Cato es el oficialsuperior presente. Recurrid a él.

Varios de los hombres alzaron la vista hacia Cato, que también estaba bajandode la torre. Aunque comprendía perfectamente su deber, la perspectiva de versede pronto al mando en lo que solo podía ser una situación desesperada le provocócierta inquietud.

Los caballos, acostumbrados a la rutina de que los desensillaran y les dierande comer al final del día, relincharon y resoplaron a modo de protesta cuandovolvieron a ponerles primero el sudadero, y luego las pesadas sillas y el resto delos avíos. Décimo se quedó con las mulas, aliviado de no tener que cabalgar consus dos amos. Ya había caído la noche, cuando las puertas del puesto avanzado seabrieron y el gobernador salió al frente de la columna para reunirse con suacompañante druida. Este último no se había movido, y aguardó a que Ostoriofrenara su montura a una corta distancia de él. Hubo una pausa, y luego el druida

chasqueó la lengua e hizo avanzar a su caballo al paso en dirección a la comitiva.Cato y Macro iban en sus monturas por detrás del gobernador y su intérprete, yapenas podían distinguir los rasgos del druida, que ahora miraba fijamente aOstorio con altanería, cual si pasara revista a las tropas. De cerca, con esecabello descuidado y las vestiduras oscuras, parecía aún más salvaje, como siperteneciera a otro mundo.

—Si se cree que va a asustarme con este rollo de las miraditas, lo tiene claro—dijo Macro entre dientes—. De no ser por las órdenes, ese cabrón se iba aenterar de lo que es bueno.

—Aún es pronto, Macro —susurró Cato—. Si no me equivoco al juzgar lasituación, tendrás tu oportunidad.

El druida desvió entonces la atención del gobernador, dio la vuelta y fueavanzando lentamente hacia la cola de la columna. Ostorio mantuvo la mirada alfrente, no quería que el escrutinio del druida hiciera mella en su dignidad patricia.Cuando este pasó junto a Macro y Cato, el centurión le guiñó un ojo con descaro,y el druida respondió refunfuñando lo que parecía una maldición. El hombrecontinuó avanzando, y pasó junto a los tribunos que, siguiendo el ejemplo de sucomandante, se esforzaban por no parecer demasiado nerviosos. Entonces sedetuvo frente a Prasutago y su séquito. Se hizo un largo silencio, y el druidaolisqueó el aire, arrugó la nariz con gesto de repugnancia y escupió en el suelodelante del rey iceno. A continuación, le dirigió unas pocas palabras.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ostorio con calma a su intérprete.—Ha dicho que los ícenos han pasado demasiado tiempo en compañía de los

romanos. Y… bueno, que están empezando a apestar como ellos.Macro se rio en voz baja.—Eso tiene gracia, viniendo de un bárbaro de culo peludo saltador de

ciénagas.Cato le lanzó una mirada.—Shhh…De pronto, el druida soltó un grito estridente para que su greñuda montura

diera la vuelta, y regresó en un trote corto y rápido a la cabeza de la columna.Ahí se detuvo una vez más, le hizo un gesto a Ostorio para que lo siguiera, y sealejó del puesto avanzado en dirección a las distantes hogueras, poniendo denuevo a su caballo al trote. La atmósfera nocturna se llenó del golpeteo sordo delos cascos de las monturas y el tintineo de la armadura de los j inetes.

—Va demasiado rápido —se quejó el tribuno Deciano—. Es una locura con looscuro que está.

—Si él puede hacerlo, nosotros también —le dijo Cato.La hierba que pisaban no tardó en dar paso a la tierra apisonada de un

camino, y Cato cayó en la cuenta de que debían de haberse reincorporado a laruta de Caleva, cosa que atenuó un poco su preocupación por la seguridad de los

caballos.Por delante de ellos, el camino atravesaba un pequeño bosque y luego

ascendía hacia la cima de una colina. El druida, más familiarizado con la ruta, sehabía detenido para permitir que lo alcanzaran, y, cuando su montura aminoró elpaso y coronó la cima, Cato vio las piedras sagradas de Avibario en el valle pocoprofundo de abajo. El espectáculo lo dejó sin aliento. Una avenida de hogueras,de unos ochocientos metros de longitud y unos quince metros de anchura, seextendía por una franja de terreno llano. Enseguida distinguió los pilares depiedra, iluminados por el refulgente resplandor roj izo de las fogatas situadasespaciadamente entre ellos. Al final de la avenida había un círculo de tierra,dentro del cual se alzaban aún más piedras, y más hogueras que ardían en lo altodel montículo. Allí donde la avenida penetraba en el terraplén, había una entradaabierta con una gran puerta de roble, y en el lado opuesto del círculo se alzabandos obeliscos monumentales con una losa que descansaba sobre ambos. Frente aestos dos grandes obeliscos, había también un gran altar de piedra que, a pesar deestar iluminado con la luz de las llamas, apenas resultaba visible por la sangre quelo había manchado a lo largo de incontables años. Una continua hilera de figurasrecorría la avenida hacia la entrada. El druida señaló el extremo más cercano dela avenida, donde cientos de personas y caballos se arremolinaban en una zonaabierta, y acto seguido espoleó a su montura y siguió adelante.

Bajaron por una suave pendiente y no tardaron en alcanzar a la multitud, queal ver al druida y a los que lo seguían se hizo a un lado al instante. Mientrasavanzaban entre los nativos, Cato fue consciente de los cientos de miradas que losveían pasar. Sin embargo, nadie dirigió exclamaciones de saludo ni lanzó gritos dehostilidad al gobernador y su séquito. En vez de eso, un pesado silencio losenvolvió mientras cabalgaban hacia el principio de la avenida. Una vez allí, eldruida se detuvo y se deslizó por la grupa de su caballo hasta el suelo. Variosjóvenes acudieron a toda prisa para tomar las riendas de los recién llegados y, encuanto el gobernador romano y los demás estuvieron listos, el druida los instó aseguirle con un gesto de la mano y una orden brusca, y así entraron en laavenida.

La mayoría de los asistentes a la reunión ya habían entrado en el círculo, ysolo la cola de la anterior procesión permanecía en la avenida de piedra y fuego.El druida caminaba con rapidez, pero Ostorio conducía a sus hombres a un pasomás sosegado, pues se negaba a dejar que aquel bárbaro condicionara lasolemne aparición de la comitiva romana. Cuando el druida volvió la vista atrás yvio que se había abierto un hueco, enseñó los dientes con expresión de furia. Sedetuvo y esperó, resignándose a partir de ese momento al paso marcado por losromanos. Cato era sensiblemente consciente de las figuras que tenían a amboslados, y que apenas eran visibles dado que los observaban desde la oscuridad,más allá del resplandor de las hogueras. El silencio y el espectacular escenario se

alzaron sobre él como un mal presentimiento.—Esto no me gusta —masculló justo en ese momento Macro, que llevó la

mano hacia el pomo de su espada sin ser consciente de ello. Al darse cuenta, seobligó a dejar el arma tranquila—. Si hay problemas, estaremos a un largotrecho de los caballos, y eso si consiguiéramos salir a la fuerza.

—Si hay problemas, ni siquiera podremos salir del círculo —dijo Cato.—Gracias. Vas a ser una verdadera inspiración para los hombres de tu

cohorte.—Una amarga verdad es mejor que la más dulce de las mentiras, amigo

mío.—¡Pffftt! —soltó Macro con desdén, y siguieron caminando en silencio sin

dejar de mirar a uno y otro lado con recelo.Al final se aproximaron a la entrada del gran círculo, y Cato vio que estaba

tachonada de lo que parecían unas perlas enormes. Hasta que no estuvieron máscerca, no se dio cuenta de que eran calaveras colgadas en estacas.

—¡Por el dulce Júpiter…! —murmuró el tribuno Deciano—. ¿Qué es estelugar? ¿Un templo o un matadero?

—En realidad, es un poco de ambas cosas —le respondió Marcomio con vozqueda—. Nuestros dioses exigen sacrificios de sangre de vez en cuando.

Deciano miró al intérprete con expresión de repugnancia.—Malditos bárbaros… —susurró.—Nadie os pidió que vinierais, romano.—Pues menos mal que lo hicimos. Ya es hora de poner fin a estas

atrocidades…Ostorio volvió la cabeza con enojo.—¡Silencio ahí! Mantened la boca cerrada.Cruzaron las puertas, de casi cinco metros de altura y hechas de roble. Cato

calculó que debía de haber más de un centenar de calaveras clavadas en lamadera, y casi le pareció percibir a los espíritus de los muertos, siniestros yhostiles, mirando a los extranjeros que habían venido a Britania sin haber sidoinvitados. El círculo, de unos cien pasos de diámetro, se abrió ante ellos. Losmiembros de las tribus ya habían ocupado sus lugares en torno al perímetro. Eldruida señaló hacia el otro lado del círculo, a la izquierda del altar, donde habíaun espacio abierto, y dirigió unas breves palabras al intérprete.

—Dice que tenemos que ponernos allí, señor. Y los ícenos tienen que ponersea nuestro lado.

Ostorio asintió.—Muy bien.Todas las caras se volvieron hacia los recién llegados, y los observaron

detenidamente mientras cruzaban la tierra apisonada del corazón de aquel lugarsagrado.

—¿Han venido las tribus de las montañas? —preguntó Cato a Marcomio—.¿Los ordovicos y los siluros?

El intérprete recorrió con la mirada a los miembros de las tribus que sealineaban bordeando el círculo. Cato se había fijado en las sutiles diferencias queexistían en la forma de vestir y en los peinados de cada tribu.

Marcomio dijo que no con la cabeza.—Y tampoco hay rastro de Carataco. Lo cual no es ni mucho menos

sorprendente, dado las ganas que tenéis los romanos de ponerle las manosencima.

—El gobernador dio su palabra de que todos tenían asegurado susalvoconducto. Incluso Carataco.

—Esta clase de garantías suelen incumplirse con facilidad.Cato miró a Ostorio.—Al menos algunos romanos no las incumplen.Una figura surgió de entre los pilares de piedra situados detrás del altar.

Vestido de negro desde los hombros hasta los pies, el druida llevaba un tocado delque sobresalía una cornamenta similar a las ramas desnudas de un árbol eninvierno. Mientras los romanos y los ícenos ocupaban sus lugares, el druida quelos había traído se apresuró a reunirse con los demás junto al altar. El silencio sehizo más evidente cuando todos estuvieron en sus lugares, y solo entonces lafigura coronada con los cuernos subió al altar y levantó las manos lentamente. Alextender los dedos, sus enormes uñas sin recortar, bajo el rojo resplandor de lashogueras que ardían en lo alto del terraplén, parecieron las garras de una bestiamitológica. A continuación empezó a hablar, o más bien a salmodiar, con unsonsonete agudo al que los otros druidas se sumaban a intervalos.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Macro a Marcomio en un susurro.—Es una plegaria para que todos los aquí reunidos demuestren sabiduría y

hagan la voluntad de los dioses de sus tribus. El Sumo Druida pide que los espíritusde los dioses hablen a través de nosotros… Lo pide a cambio de la ofrenda.

Cato miró fijamente al intérprete:—¿Qué ofrenda?Antes de que Marcomio pudiera responder, apareció otra figura por entre los

pilares, un chico, apenas un adolescente, vestido con una túnica blanca y unaguirnalda de muérdago en torno al cuello. Se acercó lentamente al altar, con losojos desmesuradamente abiertos y los labios temblorosos.

Capítulo IX

Detrás del chico iba un hombre con una capa vivamente estampada. Tenía unamano apoy ada en el hombro del muchacho, y la otra le colgaba inerte a uncostado. Parecía esforzarse por contener su dolor. Cuando el chico llegó al altar,el hombre avanzó, le dio un beso en la frente con ternura y se quedó un momentoinmóvil, hasta que el druida dio una orden con brusquedad. El hombre se apartó,encogido y atemorizado, y abrió la boca como si quisiera gritar algo al chico…Pero no tuvo tiempo de emitir sonido alguno: dos druidas lo agarraron por losbrazos y lo sujetaron para que no se moviera.

—¿Qué está ocurriendo, por el Hades? —gruñó Macro—. Será mejor queesto no sea lo que creo que es. Marcomio, explícamelo.

—Este es el sacrificio exigido por los dioses. Un niño sin tacha. El hombre quelo ha acompañado hasta el altar es su padre.

—¿Cómo? ¿Qué padre participaría en este jodido espectáculo de terror?—Es un honor que te elijan, romano. El chico va por propia voluntad, ¿acaso

no te has dado cuenta? Y el padre será respetado por su gente cuando todotermine.

—¿Cómo puede ser nadie respetado por llevar a su hijo al matadero?Había una furia e indignación genuinas en la voz de Macro, y Cato conocía lo

suficientemente bien a su amigo como para temer que, en cualquier momento,pudiera salir disparado para poner fin al ritual sin pensar en las consecuencias.

—Macro, por lo que más quieras, contrólate —el prefecto cogió a su amigopor el brazo—. No podemos hacer nada. No podemos cambiar lo que va aocurrir.

—¡Eso ya lo veremos! —masculló Macro, soltándose de un tirón.—No. —Cato se puso delante de su amigo para impedirle ver el altar—.

Quédate donde estás. Es una orden.Macro lo miró sorprendido.—¿Una orden? Cato…, muchacho, no puedes hablar en serio.El joven prefecto tuvo una sensación de náusea que le retorció el estómago al

oír el tono suplicante en la voz de su amigo. Una parte de él quería decirle aMacro que entendía su aversión, y que compartía el deseo de poner fin a aquellamacabra ceremonia. Sin embargo, como soldados que eran no podían ignorar lasórdenes que habían recibido. Aquella reunión era demasiado importante… No,tenía que proteger a su amigo, y evitar que cometiera una locura. Se dio la vueltahacia dos de los hombres de la guardia personal del gobernador.

—Sujetadlo. Si se resiste o grita, dejadlo inconsciente.Uno de los legionarios le miró sorprendido.—¿Señor?—¡Haced lo que os he ordenado! —espetó Cato con ferocidad—. ¡Ahora!

Antes de que haga que nos maten a todos.Los legionarios agarraron de inmediato a Macro y lo sujetaron con firmeza.

El centurión estaba tan atónito que fue incapaz de reaccionar. Se quedó mirandofijamente a Cato.

—¿Por qué…?—No podemos salvar al chico, amigo mío.—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ostorio mientras se abría paso entre

sus hombres hacia el alboroto. Los legionarios dudaron un instante, y Macro seliberó de una sacudida. El gobernador los miraba consternado—. Cerrad la bocay estaos quietos, maldita sea… —dijo en un susurro—. Prefecto, ¿qué estáocurriendo, por el Hades?

Cato se volvió a mirar a su superior.—Ya está solucionado, señor. ¿No es cierto, Macro?Los ojos de Cato miraron suplicantes a su amigo, y por un momento el

centurión le lanzó una mirada de odio, pero finalmente bajó la cabeza y hundiólos hombros con aire desesperado. Cato volvió a ponerse delante de él, de modoque no pudiera ver lo que ocurría en la hondonada. El chico tenía problemas paratrepar al altar. El prefecto no sabía si era porque estaba demasiado asustado odemasiado débil. El druida que dirigía la ceremonia avanzó, agarró al chico porla cintura, lo aupó al altar y, con actitud enérgica, hizo que se tumbara con losbrazos extendidos. Luego obligó al chico a mirar a un lado, de modo que sucabeza quedara orientada hacia el centro del círculo, alzó los brazos a los cielos,inclinó su cabeza astada hacia atrás y empezó a recitar de nuevo su monótonasalmodia. Su voz era sonora y melódica, y pronunciaba las palabras sagradas conuna cadencia regular. Repitió una frase, y los demás druidas se sumaron a él;luego lo hicieron el resto de los miembros de las tribus, e incluso el chico, tendidoen el altar, con los ojos muy abiertos mientras sus labios se movían como situvieran voluntad propia. El volumen fue aumentando gradualmente, hasta que elcanto fue tan ensordecedor que Cato tuvo la sensación de que aquella trágicasalmodia asaltaba sus oídos para meterse en su cabeza, haciendo vibrar todo sucuerpo.

Luego, cuando parecía que los cantos no podían ser más fuertes, el sumosacerdote se inclinó y volvió a erguirse con una daga de hoja estrecha agarradacon las dos manos. La levantó lentamente, y el metal bruñido de la hoja reflejóel resplandor de las llamas. Todas las miradas estaban clavadas en el espectáculoque tenía lugar en el altar. Cato miró a Macro, y vio que tenía la mandíbulaapretada y que con la mano izquierda aferraba su puño derecho como si quisieraimpedir que este se dirigiera al mango de su espada. Cuando Cato volvió lamirada hacia el altar, el canto cesó bruscamente. Dio la sensación de que a losnativos les hubieran arrancado el aire de los pulmones en el mismo instante. Elsilencio fue tan sobrecogedor como lo había sido el runrún de la salmodia hacía

un momento, y solo se oía el suave murmullo distante de una brisa ligera y eldébil crepitar de las hogueras…

Y entonces, con un alarido agudo e inhumano, el druida clavó la hoja contoda la fuerza salvaje que lo impelía. La punta penetró en la túnica blanca,clavándose en el corazón del chico con tanta fuerza que sus brazos y piernas sesacudieron violentamente. Un grito ahogado pareció salir de sus pulmones comoen un estallido. Luego se le fue la cabeza hacia atrás, con la boca abierta,mientras gemía brevemente y se retorcía bajo la daga que lo tenía clavado alaltar. La sangre enseguida empapó la tela y encharcó la superficie de piedra,hasta que una mancha oscura empezó a gotear por el borde y a descender en unhilo por el lado del altar. El muchacho quedó inmóvil, y los nativos empezaron aentonar un susurro sibilante para señalar su muerte: « Sa… sa… sa» .

—Hijos de puta morbosos… —refunfuñó Macro—. Enfermos salvajes demierda…

Cato le lanzó una advertencia entre dientes. Mientras la multitud que secongregaba en torno al círculo seguía con su monótona salmodia de muerte, eldruida se puso a trabajar con el cuchillo para abrir el pecho del muchachomuerto, y el prefecto vio que unas volutas de vapor se alzaban en el aire helado.Luego el druida se inclinó hacia adelante, metió la mano y arrancó un pedazo decarne ensangrentada que alzó en el aire para examinarlo con detenimiento. Catose dio cuenta de que era el corazón del chico, y las náuseas hicieron que se leformara un nudo en la garganta. Tras una prolongada y dramática demora, eldruida bajó el órgano, recorrió a los presentes con la mirada y anunció algo.Hubo un audible suspiro de alivio por parte de los miembros de las tribus.

—El Sumo Druida dice que el corazón es bueno y fuerte, y que será unamagnífica ofrenda para los dioses —explicó Marcomio a los romanos en vozmuy baja. El druida se dio la vuelta hacia un pequeño brasero que ardía cercadel altar, y arrojó el corazón a las llamas. El fuego llameó brillantemente alinstante, y una densa nube de humo llena de centelleantes pavesas se elevó en elcielo nocturno. « Algún juego de manos» , se dijo Cato. De un modo u otro, eldruida había arrojado algo al fuego junto con el corazón. De todos modos, elefecto fue impresionante, y sin duda hizo mella en el público, que se habíaencogido de manera instintiva con el breve fogonazo de luz. Luego Cato se diocuenta de que el Sumo Druida había desaparecido al mismo tiempo, tal como sise lo hubiera tragado la tierra. Un murmullo de preocupación se alzó entre lospresentes, hasta que el adusto druida que había escoltado a los romanos y a losícenos hasta allí avanzó y levantó las manos para acallar a la multitud.

—Dice que la reunión de las tribus puede dar comienzo.El gobernador asintió y se preparó, mientras el druida continuaba dirigiéndose

a la multitud y Marcomio le iba traduciendo sus palabras:—… Según le parece, les habéis pedido que vengan aquí para discutir las

condiciones de una paz duradera entre Roma y los reinos tribales de Britania.Algunas tribus y a han jurado lealtad a Roma, mientras que otras aún ofrecenresistencia. Incluso sin Roma, hay rencillas entre unas cuantas tribus que han sidomotivo de largas disputas y conflictos. Recuerda a todos los presentes que estánen el terreno sagrado de los druidas, y que solo ellos tienen derecho a derramarsangre dentro del círculo. Además, Roma ha prometido la libre circulación detodos los aquí reunidos, tanto aliados como enemigos, por lo que no tiene quehaber peleas ni desafíos al honor durante el tiempo que dure la reunión.Cualquiera que incumpla estas condiciones se deshonrará enormemente a símismo, pero también a su gente, y con ello cosechará la ira de los dioses para ély sus descendientes. Si alguno de los presentes se niega a aceptar estascondiciones, es libre de marcharse ahora…

El druida guardó silencio y esperó alguna respuesta, pero nadie se movió.—Muy bien. En tal caso, invito al gobernador de esa parte de nuestro

territorio a la que actualmente llaman la provincia de Britania a que se dirija a lastribus.

El druida inclinó la cabeza en dirección a Ostorio, y retrocedió hasta situarsea un lado del altar. El gobernador le hizo un gesto a su intérprete para que loacompañara, y se dirigió al centro del círculo con paso resuelto. Todos guardabansilencio, y Ostorio llegó a su posición, se detuvo y recorrió con la mirada losrostros que le observaban. No hubo exclamaciones de apoyo, abucheos ni gritosde furia. Solo silencio. El gobernador se aclaró la garganta y empezó a hablar, ysu intérprete se puso a transmitir su mensaje a los asistentes en el rítmico idiomacelta.

—Soy Ostorio Escápula, pretor de Roma, gobernador de Britania ycomandante de todas las fuerzas navales y terrestres actualmente estacionadasen la isla. Os doy la bienvenida. A todos vosotros. Incluso a los que representan alos siluros y ordovicos, enemigos declarados de Roma y de todo lo que estarepresenta. —El gobernador hizo una pausa dramática, que el intérpreteagradeció sobremanera—. Han pasado casi ocho años desde que las legionesdesembarcaron en estas costas. Durante los primeros meses, derrotamos alejército más formidable que las tribus pudieron concentrar contra nosotros a lasórdenes de Carataco. Y no solo una vez, sino tres. Desde entonces, nada se hainterpuesto al poder de Roma. Ni vuestros ejércitos, por valientes que seanvuestros guerreros, ni vuestros castros, por formidables que antes os debieranparecer. No podéis derrotarnos en batalla, por valerosos que seáis. Nuestrossoldados están mejor entrenados y mejor equipados. Han triunfado sobre losguerreros más magníficos de Cartago, Grecia y la Galia. Hemos combatido enlas montañas más altas y penetrado en los bosques más oscuros de Germania, yningún río ha sido tan ancho o caudaloso como para impedirnos tender un puentepara cruzarlo en cuestión de días. Nada se interpone en nuestro camino, no

importa el tiempo que pueda llevar. En cuanto nuestros emperadores ordenan elavance de sus ejércitos, solo puede haber un resultado: la victoria. Así son lascosas. A Roma se le da bien la guerra. El precio por desafiarnos es que vuestrasciudades, aldeas y granjas ardan hasta los cimientos, que vuestros guerreros seanmasacrados, y que se lleven a vuestras mujeres e hijos encadenados para sersometidos a la esclavitud…

» Sin embargo, aunque se nos dé bien la guerra, también se nos da bien la paz.Roma aporta orden y riqueza a aquellos que nos abrazan como aliados y aceptannuestra protección. Sí, hay impuestos, pero es el precio de vivir en paz. Aceptadnuestras ley es, nuestras costumbres, y con el tiempo llegaréis a comprender queel sistema romano es vuestro futuro y lo que más os conviene.

Un guerrero de uno de los contingentes tribales, un hombre alto y decomplexión fuerte, se adelantó unos pasos. Habló con amargura, señalando algobernador con el dedo para poner énfasis en lo que tenía que decir.

—Ese es Venucio, de los brigantes —susurró el intérprete al oído delgobernador—. El esposo de la reina Cartimandua.

—Entonces, ¿es rey?—No, señor. Es la reina la que gobierna la tribu. Él es su consorte, y no

comparte su simpatía por Roma.—Entiendo. ¿Y qué tiene que decir el consorte?—Está enojado por… la altivez de sus palabras, y porque se atreva a decirle a

las tribus que adopten el sistema romano aquí, en el suelo que ha sido sagradopara las tribus desde tiempos inmemoriales. Le acusa de obligarnos a renunciar anuestros dioses.

Las palabras de Venucio provocaron unos murmullos de enojo, y Ostoriolevantó la mano y pidió silencio. Cuando el rumor se desvaneció, volvió a hablara través de su intérprete.

—Roma no tiene ninguna intención de privaros de vuestros dioses ni devuestros lugares sagrados. Sois libres de aferraros a vuestras creencias. O deelegir las nuestras, como queráis. Podéis abrazar nuestras costumbres o vivir talcomo lo hacéis ahora. La decisión es vuestra. Pero sí debéis aprender a vivir bajonuestras normas y leyes. Es el precio que hay que pagar para poner fin alamargo conflicto de estos últimos años, y también a los ataques continuados ypequeñas guerras que estallaban entre vuestras tribus. Un precio muy pequeñopara tan alta prebenda.

Venucio escuchó las palabras y respondió de inmediato, con el mismo tonoenojado de antes.

—Dice que es la costumbre que tienen las tribus. ¿Cómo se supone que va ademostrar su valía un guerrero, si no es guerreando? Un brigante debe demostrarsu valentía y su habilidad en combate. Si le arrebatas eso, le arrebatas supropósito en la vida.

Ostorio replicó con firmeza:—En tal caso, los guerreros deben buscar un nuevo propósito. Deben

aprender a ser granjeros, o presentarse voluntarios para servir a Roma en lasfilas de nuestras fuerzas auxiliares. Ese es su único futuro. Debéis aceptar laverdad. Vuestros guerreros deben renunciar a las viejas costumbres y a luchasestériles, o morir en combate contra las legiones.

Venucio se rio con aspereza.—Dice que no le das alternativa.—Al contrario. Le estoy ofreciendo la elección entre la vida o una muerte

certera.Cuando se tradujeron las palabras del gobernador, hubo voces de protesta y

gritos enojados por todo el círculo, y Cato temió que su superior corriera peligrode exacerbar los ánimos de los líderes tribales. Entonces otro nativo salió alespacio abierto. Levantó la mano y exigió la atención de los demás. Era unhombre de constitución robusta, pero había engordado demasiado y la papada lecolgaba pesadamente bajo una mandíbula ribeteada con una barba muy bienrecortada. Aunque iba vestido con una capa de lana y unas calzas, debajo llevabauna túnica de estilo romano y el cabello mucho más corto que los demásmiembros de las tribus. Se dirigió con aire de seguridad al centro del círculo, yesperó hasta que obtuvo silencio antes de dirigirse a los allí reunidos.

—¿Quién es ese payaso, en nombre del Hades? —preguntó Macro.—Me lo puedo imaginar —dijo Cato—. Cogidubno, de los regni.—¿El que se vendió a nosotros incluso antes de que se pusiera el primer pie en

suelo britano?—El mismo.Macro vio las expresiones de desprecio en los rostros de muchos de los otros

nativos.—No puedo evitar desear que no hable a nuestro favor.El hombre del centro del círculo habló con voz profunda y clara, en tanto que

sus palabras se traducían.—En primer lugar, me gustaría ofrecer mi sincera gratitud al gobernador por

brindarnos esta oportunidad de forjar una paz duradera… Todos me conocéis.Soy el rey Cogidubno. Quiero hablar sin rodeos, decir la verdad. Yo también fuieducado como guerrero, y también he dirigido a mis hombres en combate. Notengo ninguna necesidad de demostrar mi valía para respaldar mis palabras. Hevenido aquí para apoy ar los argumentos del gobernador Ostorio Escápula. Roma,en efecto, ha resultado ser un poderoso amigo y aliado para mí y mi pueblo.Puedo jurar que nos hemos beneficiado de la llegada de Roma, y lo que esverdad para los regni puede serlo para cualquier tribu que acepte la mano deamistad que tiende el gobernador.

—¡Traidor! —exclamó una voz en latín, que de inmediato repitió el grito en el

dialecto nativo.Cogidubno frunció el ceño y, al igual que todos los demás, se volvió hacia el

origen de la acusación. Hubo un movimiento en las filas de los nativos, y unguerrero corpulento se abrió paso a empujones hasta el frente. Llevaba una capacon una capucha que entonces se quitó, dejando al descubierto su largo cabellorubio. Enseguida se formó un coro de murmullos excitados. Marcomio meneó lacabeza con gesto sorprendido.

—Señor, ese es Carataco…

Capítulo X

El viejo enemigo de Roma avanzó a grandes zancadas y se detuvo frente aCogidubno a poco más de la distancia de una espada. Miró de arriba abajo al reyde los regni, como si quisiera constatar para los presentes su desprecio por lavestimenta romana del traidor. A continuación habló, y su voz llegó con claridadhasta los límites de la multitud, mientras Marcomio traducía para los romanos.

—Desde luego que os habéis beneficiado. Todos sabemos lo del magníficopalacio que te están construyendo los romanos. Una caseta de lujo para el perritofaldero favorito del emperador. Eso es lo que eres. Un engendro mestizo, mitadbritano y mitad romano, que suplicas delicadas migajas de la mesa de tu amo.Has vendido tu honor a cambio de riquezas superfluas, Cogidubno, para tu eternavergüenza.

Cogidubno abrió la boca para protestar, pero cuando el otro hombre dio unpaso amenazante hacia él se lo pensó dos veces y retrocedió hacia los suy os.Carataco lo fulminó con la mirada unos instantes, luego hizo un ampliomovimiento con la mano, como si ahuyentara a un molesto insecto, y se dirigió ala multitud.

—Todos me conocéis —dijo dándose un golpe en el pecho—. Todos sabéisque he luchado contra los romanos desde el principio. Nunca he cedido ante elenemigo, nuestro enemigo… Y es por nuestra libertad por lo que he luchadodurante tanto tiempo. Mientras los estandartes del águila de las legiones sigansobrevolando nuestras tierras, solo podremos ser esclavos. Así están las cosas. Elgobernador romano dice que debemos cambiar. Que debemos olvidar quiénessomos y convertirnos en parte del imperio romano…, su imperio. ¿Tan fácilresulta renunciar a todo lo que somos? —Volvió a golpearse el pecho con lamano, esta vez con más fuerza—. ¡Yo soy Carataco, rey de los catuvellaunos! Yaunque mi reino ya no existe, lo llevo aquí, en el corazón. Mi pueblo, nuestrahistoria, todos los honores que hemos ganado en batalla, todo está aquí, en estecorazón, y vivo para ver el día en que los romanos sean arrojados de nuevo almar, como y a ocurrió antes, la primera vez que su gran general, Julio César,intentó robarnos nuestra tierra. Ese día llegará, lo creo con la misma conviccióncon la que creo en nuestros dioses. —Apuntó a Ostorio con el dedo—. Elgobernador romano nos dice que debemos renunciar a las viejas costumbres omorir en combate. Nos ofrece una sencilla elección entre salvar nuestro honor osometernos a la esclavitud…, como perros. ¡Yo he elegido el honor y la libertad!

Hizo una pausa para que sus palabras tuvieran el efecto buscado. Algunos delos presentes lo vitorearon, pero muchos siguieron mirándolo en silencio mientrasél continuaba.

—El gobernador nos dice que nuestra lucha solo puede terminar con nuestraderrota. Y es cierto que nos derrotaron en las primeras batallas, pero nuestra

voluntad de resistir sigue viva. Hemos desafiado a Roma durante muchos años.Ahora hemos abandonado el campo de batalla para hacer otra clase de guerra.Una guerra con la que hemos conseguido diezmar sus puestos avanzados, quemarsus suministros y eliminar a sus patrullas. Estamos desgastando a las poderosaslegiones romanas de manera lenta pero segura, consumiéndolas poco a poco.Mientras tanto, nuestros efectivos no han dejado de crecer, permitiéndonos llevara cabo acciones aún más audaces contra nuestro enemigo común. Y comoprueba de ello os entrego este presente.

Se dio la vuelta e hizo una señal con la mano hacia el lugar que ocupaban lossiluros. Dos hombres que sujetaban a un tercero se abrieron paso entre lamultitud. El prisionero llevaba puesta la capucha de la capa y se tambaleabacomo si estuviera borracho, y los otros dos lo condujeron a rastras hasta el centrodel círculo, en medio del silencio de todos los presentes. Los tres hombres sedetuvieron frente a Carataco, que se inclinó para retirar la capucha y dejar aldescubierto un rostro delgado y demacrado: dos cicatrices oscuras atravesaban ellugar donde antes habían estado los ojos. Al notar que le quitaban la capucha, elhombre se estremeció, abrió la boca y dejó escapar un gemido gutural depánico, como el de un animal desconcertado al presentir la muerte.

—Le han cortado la lengua —susurró Macro entre dientes—. Quienquieraque sea…

Cato tragó saliva.—Pronto lo sabremos.Carataco ordenó que soltaran al prisionero, y luego le dio un empujón,

haciéndolo avanzar a trompicones unos cuantos pasos hasta que cayó a cuatropatas con un gemido amortiguado de dolor. El hombre empezó a gatear deinmediato, arrastrándose a tientas por el suelo duro para alejarse de la áspera risade Carataco y sus compañeros. El líder de los catuvellaunos se volvió haciaOstorio y su séquito, e hizo un ademán ostentoso.

—Os lo devuelvo. Lo hicimos prisionero hace unos meses, junto con algunosotros a los que hemos despachado desde entonces. A este hombre lo fuimospasando de aldea en aldea, y fue seriamente maltratado durante el proceso. Unalástima, pues estoy seguro de que hubiera tenido un futuro prometedor…, si sehubiera quedado en Roma. Pero era necesario para demostrar que los soldadosde las legiones son de carne y hueso como el resto de nosotros, y que sucumbencon la misma facilidad al corte del cuchillo. Incluso los hombres como vuestrocélebre centurión Querto, de quien nos ocuparemos a su debido tiempo. Porahora, nos hemos cansado de utilizar a este tribuno para divertirnos, y y a es horade que vuelva con sus compañeros. ¿No es verdad, tribuno Marcelo?

Se acercó al indefenso cautivo por detrás, y le dio un empujón con la bota endirección al gobernador. El prisionero cayó de bruces. Se oyeron unas cuantasrisas crueles en algunos sectores de las tribus allí reunidas. Otros miraban

horrorizados, temiendo la inevitable ira de los romanos cuando reaccionaran aaquella atrocidad. El gobernador Ostorio apretó los labios y se esforzó porcontrolar su furia. Luego se volvió hacia sus hombres y les dijo en voz baja ytono gélido:

—Ayudadle. Sacadlo de aquí…Macro fue el primero en moverse. Avanzó con paso resuelto y la mandíbula

tensa, y Cato fue tras él. El centurión se inclinó y tomó al tribuno por el brazo consuavidad. El hombre se encogió y se echó atrás de forma instintiva con ungruñido ininteligible.

—Vamos a levantarlo, señor… —dijo Macro con voz queda, aunque se sintióprofundamente asqueado al ver las purulentas cicatrices de aquel rostrodesfigurado que se volvió hacia él sin ver nada. Cato agarró a Marcelo del otrobrazo, y entre los dos lo levantaron y lo llevaron con los demás tribunos y laescolta, que miraban a su compatriota con expresión horrorizada.

—Ya ha terminado todo, señor… —continuó diciendo Macro—. Ya está devuelta con los suyos…

Cato hizo una seña a dos de los guardaespaldas.—Ocupaos del tribuno. Llevadlo al puesto avanzado de inmediato, y

encargaos de que traten adecuadamente sus heridas y le den de comer.El legionario asintió, y él y su compañero relevaron a los dos oficiales y se

llevaron al tribuno fuera del círculo. Macro se los quedó mirando un momento, ysin apartar la mirada de ellos masculló:

—Si alguna vez me ocurre esto, júrame que me cortarás el cuello.—¿Y tener que responder ante tu madre?Macro miró a su amigo con expresión sombría.—Le evitarás tanto sufrimiento a ella como a mí, Cato. Prométemelo.—Como quieras… —asintió Cato.—¡Júramelo!El brillo intenso de los ojos de Macro sorprendió al joven prefecto.—Lo juro por mi vida, amigo mío.Macro soltó aire largamente.—Yo haré lo mismo por ti.Cato enarcó una ceja al ver la buena disposición de Macro a poner fin a su

vida. Pero al recordar la imagen del rostro destrozado del tribuno sintió un gélidoretortijón en la boca del estómago al imaginarse ocupando su lugar, regresando acasa mutilado e inútil, y cargando para siempre con las miradas de horror,repugnancia y lástima que deformarían los rasgos de Julia cuando lo viera. Él nopodría verla, pero lo notaría en su voz…, lo intuiría. Pensó que quizá Marcelotuviera también una mujer esperándole en Roma, condenada a soportar deverdad lo que él solo estaba imaginando.

Carataco se había hecho a un lado para permitir que se representara su

dramática escena. Cuando se llevaron al tribuno, volvió a ocupar el centro delcírculo y continuó dirigiéndose a los presentes.

—Ese hombre estaba al mando de casi un millar de legionarios. Todosmurieron o fueron capturados en un solo asalto. Si somos capaces de aplastar auna columna tan poderosa como esa, me resulta difícil compartir la certeza delgobernador cuando dice que Roma ganará este conflicto. No hay ni un solopuesto avanzado en la frontera con los territorios de los siluros y los ordovicos queesté a salvo de mi ejército, ni un solo convoy de suministros pasará por allí sin seracosado; tampoco hay ningún camino seguro para los romanos y sus aliados. Asíserán las cosas a partir de ahora, hasta el día en que hayamos minado la voluntadde nuestro enemigo de continuar la batalla. Ni siquiera la poderosa Roma puedesoportar eternamente la pérdida continuada de hombres y de moral. ¡Y yo osdigo a todos que nuestra voluntad de defender nuestra tierra natal y de luchar pornuestra libertad es may or que su voluntad de conquista! Al final, la victoria seránuestra…

Carataco lanzó una mirada desafiante a Ostorio cuando sus seguidoresempezaron a vitorearlo. Cato observaba aquel momento detenidamente, y vioque, además de las tribus de las montañas, algunos de los brigantes se estabansumando a las aclamaciones, así como guerreros de las otras tribus del norte yoeste de la isla. El gobernador avanzó para hacer frente a Carataco, y los gritosse fueron apagando poco a poco. Cuando Ostorio habló, y a no había ni rastro deltono razonable que había utilizado antes. Su voz era fría y firme.

—El tormento que habéis infligido a uno de mis oficiales no quedará impune.A partir de ahora, ejecutaré a diez de tus seguidores por cada uno de mishombres que mates o hagas prisionero. Lo mismo sucederá con cualquier otratribu que sea tan insensata como para unirse a tu malhadada causa. Ahora medoy cuenta de que mi oferta de paz ha sido un esfuerzo malgastado. Se haterminado el tiempo de hablar. En cambio, juro por mi vida, y por todos losdioses que venero, que no descansaré hasta que seas derrotado y llevado a Romajunto con tu familia, donde la humillación que ha sufrido el tribuno Marcelo osserá diez veces devuelta, a ti y a todos los que comparten tu sangre. Y jurotambién que no descansaré hasta aplastar a las tribus de las montañas. Losordovicos y siluros serán exterminados sin piedad. Solo perdurará su recuerdo,para que sirva de recordatorio a todas las demás tribus de esta isla del precio quese paga por desafiar a Roma.

—¡Así aprenderá ese cabrón! —Macro asintió con gesto de aprobación.Carataco se echó a reír.—Jura cuanto quieras, romano. Eso no cambia nada. Continuaremos

desafiándoos y matando a vuestros hombres, hasta quebrar vuestro espíritu.Cuando Ostorio iba y a a responder, otra figura entró en el debate. Prasutago

avanzó y esperó a que reinara el silencio antes de hablar. Marcomio escuchó su

frase inicial, y tradujo sus palabras para los oficiales romanos.—El rey iceno dice que ya ha habido suficiente derramamiento de sangre.

Ha habido demasiados muertos en los dos bandos. Es hora de poner fin alconflicto. Dice que es cierto que la paz romana implica un precio, pero esteprecio, por costoso que sea de momento, es mejor que el continuo sufrimiento delos afectados por la lucha contra Roma. Conoce por propia experiencia la calidadde los soldados de las legiones. Ha combatido a su lado, y sabe que no pueden servencidos y que nunca se rendirán hasta que hay an alcanzado la victoria. —Mientras traducía, Marcomio cambió sus palabras y empleó la primera persona—. Te ruego, Carataco, que aproveches esta oportunidad de deponer tu espada yabrazar la paz, y seguir el ejemplo de los ícenos.

—¿Seguir vuestro ejemplo? —Carataco soltó un resoplido de mofa—. ¿Eltuyo, que te has convertido en rey después de que hay an matado al último noblecon las pelotas necesarias para resistir a Roma? ¿Y cuánto tiempo tardaron losvalientes ícenos en volverse contra los romanos, para empezar? Años, después deque hubieran vendido sus almas al emperador a cambio de sus monedas de plata.Tu gente aprendió demasiado tarde el precio de su perfidia. Su ay uda llegódemasiado tarde la primera vez que nos enfrentamos a las legiones. Demasiadotarde para suponer una diferencia cuando servía para algo. Y ahora vivís bajo ely ugo de la bota romana. Igual que los débiles trinovantes, que ahora hacen derenuente anfitrión de una colonia de veteranos, y que se ven obligados a soportarduros impuestos para pagar el coste de un templo en honor al emperador Claudio.¡Y luego se atreven a asegurar que nos dejan libertad para adorar a los diosesque queramos! —Bajó ligeramente la voz—. Prasutago, tu gente sufre la mismacarga. Tus guerreros se vieron obligados a rendir sus armas…, ¡incluso tras haberfirmado una alianza con los romanos! Estás indefenso ante la voluntad de Roma.¿Qué va a impedir que os traten como esclavos? ¿Crees que los ícenos van asoportar la situación eternamente? Algún día se hartarán y se sublevarán. Y esedía…, rey Prasutago, verán claramente tu traición. Dices que quieres salvarvidas y vivir en paz. La verdad es que tuviste que elegir entre el deshonor y laguerra… Y que elegiste el deshonor…, pero tendrás guerra. Tan seguro como lanoche sigue al día. —Se dio la vuelta y apuntó con un dedo acusador a todos losgobernantes y tribus que habían hecho tratos con Roma—. Cuando vuestrosguerreros y miembros de la tribu se hayan hartado de la paz romana, os barreráncomo si fuerais paja. ¡Pereceréis en las llamas junto a vuestros amigos romanos!¡Pensad en ello! Si entráis en razón, buscadme en las montañas.

Miró con aire desafiante a los gobernantes allí reunidos, y luego se acercó aOstorio y a sus oficiales y les habló en latín. Su acento había mejorado muchodesde que había mandado llamar a Cato a su choza muchos años atrás.

—La guerra continúa. No podéis derrotarnos. Salvaos y abandonad esta islaahora. Solo entonces podremos tener paz. La paz que existe entre iguales.

Ostorio dijo que no con la cabeza.—Tengo órdenes. El emperador ha hablado, y su palabra es la ley. Britania se

convertirá en parte del imperio.—Entonces no hay más que decir. —Carataco miró a los oficiales que

estaban detrás de Ostorio—. Tened cuidado, acabaréis como vuestro gobernador.Viejo y exhausto persiguiendo lo imposible. Britania será vuestra tumba. —Cuando posó la mirada en Cato, hizo una pausa y frunció el ceño—. Yo teconozco…

—Ya nos hemos visto antes, señor. Cuando fui tu prisionero. Cuandoluchábamos en las marismas del oeste.

El comandante de los rebeldes pensó un momento, y luego abrió los ojossorprendido al recordarlo.

—¡Sí! Parecías mucho más joven por aquel entonces. Ahora tus cicatricesseñalan los años de guerra que has soportado.

—Igual que tú.Carataco sonrió brevemente.—Ni te lo imaginas. Si no recuerdo mal, cuando fuiste mi prisionero

hablamos largo y tendido.—Así es, señor. Esperaba convencerte de que abandonaras la lucha.—Y aquí estamos, años después. Eres más viejo, pero no más sensato…, por

lo que parece.Ahora fue Cato quien sonrió.—Estaba pensando lo mismo de ti, Carataco.La expresión del líder de los rebeldes se congeló por un momento, y al cabo

sonrió con tristeza. Le estrechó el antebrazo a Cato.—Bien dicho. Es una lástima que tengamos que ser enemigos.—Pues no permitas que lo seamos, señor.—Ya es demasiado tarde para eso. Roma debería habernos tratado como a

aliados, en lugar de intentar ser nuestros amos. Si alguna vez coincidimos encombate, te mataré sin pena ni remordimiento.

Cato frunció los labios.—Tal vez. O quizá la próxima vez que nos encontremos será usted mi

prisionero.Carataco miró fijamente al joven prefecto. Por un momento, su rostro se

ensombreció. Luego soltó el brazo de Cato y echó a andar cruzando el círculohacia la entrada, al tiempo que llamaba a sus seguidores. Macro se lo quedómirando mientras se alejaba y le dijo a su amigo entre dientes:

—Parece ser que se ha terminado el tiempo de hablar. Ahora tenemos entremanos una lucha hasta el final.

Cato respondió apesadumbrado: —Esta ronda de negociaciones ha estadodestinada al fracaso desde el principio. Ya era demasiado tarde. Carataco quiere

una guerra, y ha venido aquí a provocarla… Y Ostorio está muy dispuesto adársela. Esto no ha sido más que una pérdida de tiempo. Ahora está a punto deconvertirse en una pérdida de buenos soldados y guerreros.

Capítulo XI

Nada más regresar al puesto avanzado con su grupo, el gobernador despidió a suséquito y se retiró a las abarrotadas dependencias del optio para departir con susoficiales. La reunión con las tribus había sido mucho más breve de lo que Ostoriotenía previsto, y no había posibilidades de que se reanudara al día siguiente.Después de que Carataco y los romanos se hubieran retirado, otros contingenteshabían seguido su ejemplo, y algunos se pusieron en marcha de inmediato haciasus territorios natales a pesar de que ya había caído la noche. Estaba claro que losintentos de acordar unas condiciones para la paz en la isla habían fracasado.

—Si Carataco quiere continuar la guerra, eso es lo que tendrá —anuncióOstorio a sus oficiales, apretujados en torno a la pequeña mesa que, junto conuna silla y un camastro, constituían el único mobiliario—. No voy a regresar aLondinio. En vez de eso me dirigiré al cuartel general del ejército en Cornovioroen cuanto amanezca. Deciano, tú cabalgarás de vuelta a Londinio e informarás ami Estado Mayor de mi decisión. Tienen que preparar mi equipo y reunirseconmigo cuanto antes. Y comunica a los comandantes de la Novena y Segundalegiones que daré comienzo a la campaña lo antes posible, y que ellos serán losresponsables de garantizar la seguridad de la provincia detrás de la zonafronteriza. Prefecto Cato, tú y Macro os dirigiréis a Glevum e informaréis allegado Quintato.

—Sí, señor.—Caballeros, mis planes están hechos, solo queda ponerlos en práctica tan

rápida y completamente como sea posible. No habrá clemencia para aquellosque se alíen con Carataco. Mis órdenes son que hacer prisioneros no es unrequisito. Las mujeres y niños que no matemos se llevarán a la retaguardia y sevenderán a los tratantes de esclavos de los depósitos. Todos los poblados hostilesque encontremos tienen que ser incendiados y arrasados. Lo que le dije antes aCarataco iba en serio. Los que se alcen en armas contra Roma tienen que seraplastados. ¿Está lo suficientemente claro?

Sus oficiales asintieron con la cabeza.—Pues lo mejor será que os retiréis a descansar y procuréis dormir cuanto

podáis. Las horas de sueño van a ser un lujo en los días venideros. Podéisretiraros.

Los oficiales saludaron, salieron de la habitación en fila y se adentraron en lanoche. Macro vio que la pequeña guarnición estaba en alerta y distribuida a lolargo de la empalizada. El optio debía de haber hablado con alguno de loshombres de la guardia del gobernador, y sin duda se había enterado de loocurrido en el círculo sagrado. No querría correr riesgos, y había ordenado a sushombres que doblaran la guardia durante la noche. Los legionarios de la escoltase habían acomodado en torno a la lumbre en la que cocinaba la guarnición, y

comentaban en voz baja lo que habían presenciado. Su inquietud se hacíaevidente por la disposición que habían adoptado en torno a la pequeña hoguera:sabían lo que se avecinaba. A un lado, un sirviente estaba lavando las heridas deMarcelo con delicadeza. El tribuno solo llevaba un taparrabos, y comía su raciónde gachas con dificultad, emitiendo una especie de borboteo cuando se esforzabapor tragar. Mientras comía, el sirviente limpiaba la mugre de su cuerpolastimosamente macilento. Los cortes y magulladuras evidenciaban el tratobrutal al que había estado sometido el tribuno. Cato se acercó a su ensimismadoamigo, y miró también hacia la escena que estaba contemplando el centurión.

—¿Qué va a ser de este pobre diablo? —preguntó Macro.—Estoy seguro de que tiene familia en Roma. Cuidarán de él…, lo mejor que

puedan.Macro se lo quedó mirando unos momentos más.—Hubiera sido más compasivo matarlo. Jodidos bárbaros. No son mejor que

los animales.—Es posible, pero son listos. Todo aquel que vea a Marcelo en su viaje de

vuelta a casa va a saber lo que les ocurre a los soldados capturados por elenemigo, y eso afectará a su moral. Y aún hará más mella en Roma, lejos delcampo de batalla. Un joven aristócrata como Marcelo, mutilado y reducido a loque es ahora, va a ser un importante tema de conversación. Añadirá peso a laspalabras de los que argumentan que no deberíamos expandir nuestro territorio aBritania, e incluso que tendríamos que abandonar del todo la provincia. Caratacosabe cómo dejarlo claro de manera elocuente, y cómo asegurarse de que caletan hondo como sea posible. Matar a Marcelo hubiera sido malgastar unaoportunidad.

Macro miró a su amigo.—Por los dioses, eres tan insensible como ese salvaje.—No, solo comprendo el razonamiento que hay tras sus actos. Mi única

preocupación es que podría ser que Ostorio estuviera haciéndole el juego alenemigo. Si arremete a fuego y espada contra las tribus de las montañas, puedeque acabe de convencer a algunas de las que hasta ahora se han mantenido a unlado. Además, hay un problema más amplio. Nuestros hombres seacostumbrarán a tratar con dureza a los nativos, y resultará difícil refrenarloscuando los cambien de destino después de la campaña. Eso suponiendo queconsigamos dar caza a Carataco y obligarlo a presentar batalla.

—Tuve la impresión de que estaba ansioso por combatir —repuso Macro—.Hizo muchos aspavientos con la derrota de la columna de Marcelo, y dijo quesolo era el principio.

—Sí, así es. De modo que es muy posible que eso sea lo que quiera quecreamos.

Macro resopló irritado.

—¿Entonces, cuál crees que es su intención exactamente?—No estoy seguro. Si penetramos en las profundidades de las montañas

buscando a su ejército, o su principal fortaleza, alargaremos nuestras líneas decomunicación y las haremos vulnerables a los ataques. A mí me parece que noabandonará su antigua táctica. Atraernos para que avancemos, y así atacarnuestra retaguardia. No cabe duda de que ha conseguido enfurecer y provocar aOstorio.

—O tal vez se está volviendo demasiado confiado y busca una batallaplanificada en condiciones favorables.

Cato se encogió de hombros sin demasiado convencimiento.—Aún hay otra posibilidad.—¿Y es? —inquirió Macro armándose de paciencia.—El espectáculo que dio fue tanto para nosotros como para sus propios

seguidores. Está llevando a cabo una larga guerra. Y la lucha va a poner al límitesus recursos y la fuerza de voluntad de sus seguidores. Tanto o más que la denuestro bando. La diferencia sustancial es que nuestros soldados tienen disciplina.Son legionarios, hombres entrenados para la guerra. En cambio, los guerrerostribales con los que cuenta Carataco se mueven por inspiración: su líder debedarles razones para combatir. Me pregunto hasta qué punto puede contar conellos. Solo permanecerán a su lado si los obsequia con victorias y el placer delcombate. Si los vamos desgastando y se lo ponemos difícil no exponiéndonosdemasiado, va a verse obligado a presentar batalla mientras aún tenga suficienteshombres dispuestos a seguir su espada.

—Pues esperemos que sea eso lo que ocurra. No me apetece pasarme lospróximos años persiguiendo sombras a través de montañas y bosques.

—Desde luego… —Cato reflexionó un momento—. Y al menos uno denuestros oficiales parece tener las ideas claras. Ese tal centurión Querto hadejado huella en Carataco. Espero contar con él cuando tome posesión delmando de los tracios.

Macro se rascó el mentón.—Puede que a Querto no le guste tanto la idea. Se está haciendo un nombre,

y tú vas y te entrometes. Podría ser una situación difícil de manejar.—No si es la mitad de buen oficial de lo que eres tú, Macro. —Cato estiró los

hombros y bostezó—. Será mejor que descansemos un poco, ¿no te parece?Fueron a buscar las alforjas al establo y se dirigieron a su alojamiento.

Dentro del pequeño barracón, había una única lámpara de aceite queproporcionaba la luz justa para moverse en la oscuridad. Los tribunos ya sehabían acomodado en sus jergones, envueltos en sus gruesas capas militares.Había unos cuantos que aún estaban despiertos cuando Macro y Cato se abrieronpaso hasta el rincón del fondo y extendieron sus finos rollos de burda tela rellenosde crin.

—Os lo aseguro —murmuraba Deciano a sus compañeros—. Esta campañava a ser un desastre. Esa gente son bárbaros indómitos. Son peor que los animalessalvajes…

Se hizo una pausa, tras la cual otro tribuno añadió: —Yo no pienso acabarcomo Marcelo…

—Deberíamos dejar a esos cabrones en sus montañas —continuó diciendoDeciano—. Construir una línea de fuertes y cercarlos. Eso sería lo mejor.

Macro se tumbó en su jergón y carraspeó: —Tribuno, si no te importa, megustaría echarme; dormir. Y no será fácil si vais a pasaros la noche aquí sentados,asustando a las mujeres.

En la penumbra, Cato apenas fue capaz de distinguir al tribuno abriendo laboca para responder, pero a juzgar por el silencio que siguió entendió que se lohabía pensado mejor. Poco después se tumbó, se subió la capa hasta la barbilla yse acurrucó. Macro chasqueó la lengua suavemente, se movió para ponerse enuna posición cómoda y unos instantes después, empezó a roncar como unbendito. Cato sabía que solo había una breve oportunidad de lograr dormir antesde que Macro empezara a roncar de verdad. Durante el viaje desde Roma, habíaaprendido un truco para despejar la mente y quedarse dormido. Se imaginabaque construía una pequeña villa en las faldas de los montes Albanos, cerca deRoma. Habitación por habitación… Generalmente, antes de llegar al triclinio yaestaba dormido. Sin embargo, si alguna vez llegaba a esa parte sabía que leesperaba una noche agitada. En aquella ocasión, el largo día sobre la silla demontar y la tensión nerviosa de la asamblea se hicieron notar, y Cato se quedódormido antes de haber completado ni siquiera el atrio… Y afortunadamentemucho antes de que el grave retumbo de Macro inundan el barracón einterrumpiera el sueño de los más nerviosos de los tribunos acurrucados a lo largode la pared opuesta. Había más de medio día de dura cabalgada hasta laencrucijada de caminos donde el gobernador y su séquito continuaron endirección norte por el camino de Cornovioro y se separaron de Macro y Cato,que continuaron hasta Glevum. Cuando frenaron sus monturas en lo alto de unapendiente poco pronunciada, los dos amigos, acompañados por Décimo,contemplaron la escena que tenían por debajo de ellos. La Decimocuarta Legiónhabía construido un gran fuerte en el terreno bajo cerca del río Severn y, comoera habitual, un extenso barrio civil se había establecido a una corta distancia dela zanja exterior, más allá del alcance de un arco. La may oría de edificios sehabían construido al estilo nativo, chozas redondas de zarzos y barro con techo depaja y juncos. Una pequeña abertura en el vértice del techo servía para dejarsalir el humo del hogar del interior. Algunas de las estructuras eran algo mássólidas, erigidas por comerciantes de la Galia que habían seguido a sus clientescuando las legiones habían sido trasladadas al ejército que había invadidoBritania. El barrio civil, o vicus, era el lugar donde los soldados que estaban fuera

de servicio podían satisfacer su apetito de vino y mujeres…, y también donde, sila legión permanecía en el lugar mucho tiempo, algunos de los soldados tomabanesposas y creaban una familia. Dichas situaciones eran extraoficiales, dado quelos legionarios tenían prohibido contraer matrimonio formal mientras servían,pero era una costumbre arraigada y, al fin y al cabo, los soldados eran humanos.

Además del fuerte, había dos fortificaciones más pequeñas para las unidadesauxiliares, la caballería y la infantería adscritas a la Decimocuarta Legión. Elconjunto, del que se alzaba una fina nube de humo de leña, tenía aspecto de unaciudad modesta en ciernes. En la otra orilla del río, el paisaje era llano y abierto,y Cato divisó en la distancia la masa gris de la hilera de montañas que señalaba lafrontera con el territorio de los siluros. Unas nubes se cernían sobre las montañasy ocultaban los densos bosques de las laderas que había más allá.

—No es una perspectiva muy atray ente —comentó Macro—. Pero al menosy a no vamos escondiéndonos por ahí haciéndole el trabajo sucio a Narciso.

—Creo que vas a descubrir que, dada la situación, eso no sirve de muchoconsuelo. —Cato chasqueó la lengua para que su caballo iniciara el descenso porel ancho camino embarrado que conducía al portón oriental del fuerte. La rutapasaba junto a unas cuantas pequeñas granjas en las que había algunos nativossembrando semillas de trigo y cebada, que se cosecharían en verano. Estaban tanacostumbrados a ver pasar a los soldados que nadie prestó apenas atención a lostres j inetes. Solo un niño pequeño, acuclillado en el barro junto a su madre,levantó la mirada bajo un flequillo de cabello oscuro y de repente sonrió aMacro. La espontaneidad de la expresión del niño conmovió al curtido centurión.

—¡Mira, Cato, nadie parece odiarnos! —Macro le devolvió la sonrisa al niñoy le guiñó un ojo.

Cato meneó la cabeza.—Dales tiempo. Ese no tardará en empuñar una espada.—Hoy eres la alegría de la huerta, ¿eh?Cato no respondió. En vez de eso, puso su caballo al trote y, con un suspiro

desganado, Macro y Décimo hicieron lo mismo. El asistente acercó su mulahacia Macro y le dijo entre dientes:

—Perdone que se lo pregunte, señor, pero ¿el prefecto es así con frecuencia?Ya sabe, ¿tan pesimista?

—¡Oh, no! —Macro se echó a reír—. Solo cuando está de buen humor.El niño los observó un momento más, hasta que la sonrisa desapareció y

volvió a centrarse en las sencillas figuras de paja que tenía agarradas en suspuños diminutos. Soltó un leve gruñido, las llevó la una contra la otra y lasmachacó.

Mientras avanzaban por el vicus, Macro le echó un vistazo por encima y llevóa cabo la valoración profesional que todo soldado que se precie haría, evaluandola clase de placeres que podría proporcionar aquel poblado improvisado, y

tomando nota mentalmente de visitar el lugar en cuanto tuviera ocasión.Dos legionarios montaban guardia en la rampa que cruzaba el foso y llevaba

al portón principal del fuerte. Aquella mañana, Cato se había puesto el peto queDécimo había pulido adecuadamente, por lo que el metal reluciente y el lazorojo que llevaba atado en el abdomen indicaban su rango con claridad. Al verlo,los centinelas se cuadraron al instante. Tras ellos, el optio al mando de la guardiallamó a toda prisa al resto de la sección, que formó a ambos lados de la entradamientras Cato conducía su caballo al paso por la rampa y le devolvía el saludo alsuboficial.

—¿Está el legado Quintato en el campamento?—Sí, señor. Está… en el cuartel general. —Vaciló un momento, y luego

preguntó—. ¿Su autorización, señor?Cato metió la mano en las alforjas y sacó la pequeña tablilla encerada que

llevaba el sello del gobernador, y en la que se detallaba su nombre, rango y elpropósito del viaje. El optio la examinó rápidamente y se la devolvió.

—Muy bien, señor. Pueden pasar.Cruzaron el portón y entraron en el fuerte. Los barracones de madera se

extendían perfectamente alineados a ambos lados de la ancha avenida quellevaba al grupo de edificios grandes del cuartel general, donde estaban lasdependencias de los oficiales superiores y los almacenes de la DecimocuartaLegión. Los soldados que no estaban de servicio se hallaban sentados frente a losbarracones de sus secciones, limpiando la armadura o jugando a los dados. Otrosse estaban equipando, preparándose para el cambio de guardia o para salir depatrulla. Algunos de los barracones estaban vacíos porque sus antiguos ocupanteshabían sido destinados a la guarnición de los puestos avanzados. Se oía el leverepiqueteo de los martillos de la armería, y un destacamento de soldados deservicio de limpieza se dirigía hacia las letrinas con cubos, cepillos y palas.Macro sonrió al encontrarse en un entorno que le resultaba tan familiar como unhogar.

—Parece que a Quintato le gustan las cosas bonitas y ordenadas.—Un tipo pulcro —añadió Décimo agriamente.—Lo cual es solo la mitad de la esencia del ejército. No puedes salir a matar

bárbaros en nombre de Roma, a menos que vay as con el aspecto apropiado.Los guardias de servicio de la guardia los condujeron al cuartel general de la

Decimocuarta, donde Cato y Macro dejaron a Décimo con los caballos y mulas,mientras ellos entraban en las dependencias para presentarse al legado. Pese a lainminente campaña, reinaba una atmósfera de calmada eficiencia en aquellugar, donde los funcionarios administrativos se inclinaban sobre sus registros yllevaban y traían mensajes de los oficiales superiores. El legado Quintato estabacon el intendente de la Decimocuarta cuando su secretario anunció su llegada.

—Un momento —respondió Quintato con brusquedad por detrás de su mesa,

y volvió a centrar su atención en el intendente, que permanecía frente a él tiesocomo un roble—. El granero debería airearse e inspeccionarse a diario. Esresponsabilidad tuy a. Si hubieras cumplido con tu obligación, hubiéramosahuy entado a las ratas antes de que echaran a perder un millar de modios degrano. Ahora tenemos que compensarlo.

—Se espera que el próximo convoy de grano llegue a final de mes, señor.Enviaré un mensaje diciendo que necesitamos más para reemplazar las pérdidas.

Quintato meneó la cabeza.—Demasiado tiempo. Quiero que se reemplace dentro de los próximos cinco

días.El intendente se quedó boquiabierto.—Pero…—Sin excusas. Encárgate de ello. Si no puedes hacer un trato con una unidad

de reserva, tendrás que comprárselo a los nativos. Puedes retirarte.El intendente saludó y dio media vuelta, antes de abandonar la habitación con

una expresión preocupada en el rostro. Quintato dejó escapar un suspiro defrustración, y acto seguido clavó su penetrante mirada en los dos oficiales queestaban de pie dentro de su despacho.

—¿Y bien?Cato hizo las presentaciones, y ambos le entregaron las tablillas en las que se

detallaban sus historiales de servicio. El legado miró un momento a sus visitantescon curiosidad, antes de leer sus historiales y asentir con satisfacción.

—Me alegra ver que habéis servido aquí antes. Y además tenéis muchaexperiencia en combate, aunque hay uno o dos intervalos vacíos en el historial.

—Estábamos esperando un nuevo destino, señor —respondió Cato—.Esperábamos en Roma con media paga.

—Un desperdicio de vuestro talento. Cruzados de brazos mientras algúnfuncionario imperial de culo gordo se toma su tiempo para buscaros un nuevoempleo. Malditos burócratas, ¿eh? —Una sonrisa comprensiva asomó a suslabios, pero desapareció de inmediato—. Ahora ya estáis aquí.

Sin duda estáis deseando asumir vuestros mandos y lanzaros de lleno contra elenemigo.

Macro sonrió ampliamente.—Me ha leído el pensamiento, señor.—Si no es eso lo que estabais pensando, entonces no me servís de nada. No

toleraré a nadie que no haga lo que le corresponde, caballeros. No importa cuálsea su rango. Nos enfrentamos a una dura oposición, y quiero resultadosinmediatos. ¿Está claro?

—Sí, señor. —Cato asintió.—Resulta que he sido afortunado…, diría incluso que muy afortunado, de

tener al centurión Querto a mano para que asumiera el mando del puesto

avanzado de Bruccio mientras esperábamos vuestra llegada. Querto haaprovechado toda oportunidad de presentar batalla al enemigo. Ha quemado másaldeas y matado a más siluros que ningún otro hombre de este ejército. Y elenemigo ha acabado por temerle. Según algunos de los prisioneros que hemoscapturado, lo llaman el Cuervo Sangriento, y la simple mención de su nombre y ales infunde terror.

—El Cuervo Sangriento… —repitió Macro, y miró a Cato con la cejaenarcada—. ¿Los prisioneros dijeron por qué lo llamaban así, señor?

—Está bastante claro. La cohorte tracia lleva un cuervo en su estandarte.Imagino que lo de sangriento se debe a los métodos que utilizan Querto y sushombres. Por lo visto, la cohorte ha acabado adoptando ese nombre para launidad. Ahora se hacen llamar los Cuervos Sangrientos.

Cato sintió un frío cosquilleo en la base de la espalda.—¿A qué métodos se refiere, señor?El legado vaciló un momento antes de responder:—El centurión Querto ha ascendido de la tropa. Fue reclutado en Tracia,

aunque su familia es de las montañas de la Dacia de los Cárpatos, lejos de todo loque nosotros reconoceríamos como civilización. De manera que algunos podríanconsiderar que sus métodos son… algo más que cuestionables. Pero, por otrolado, el puesto avanzado se encuentra en el corazón del territorio siluro, y sinduda uno tiene que combatir a los bárbaros en las condiciones que exigen elterreno y los salvajes que allí habitan si queremos conseguir la victoria… Yhablando de victoria… —El legado alargó el brazo y sacó un largo rollo depergamino que extendió sobre la mesa. Cato vio enseguida que era un mapa. Lasmarcas indicaban la posición de las fuerzas romanas, donde el terrenocircundante estaba bien detallado, pero algunas partes grandes del mapa estabanen blanco, bajo las inscripciones de los nombres de las tribus de los siluros yordovicos.

El legado dio unos golpecitos en el mapa con el dedo.—Glevum. Tengo a mis órdenes a la Decimocuarta, a dos cohortes de

caballería auxiliar y a cuatro cohortes de infantería. Un tercio de mi columnaestá destinada en los fuertes que hemos construido, o que están en proceso deconstrucción. Nuestro trabajo consiste en controlar los valles y actuar como elyunque sobre el que el grueso principal del ejército romano golpeará como unmartillo. El martillo es la columna principal, a las órdenes del gobernador. Él estáestacionado más al norte, aquí, en Comovioro, con la Décima Legión y docecohortes de auxiliares. Cuando esté listo para marchar, Ostorio tiene intención deatacar con fuerza a los ordovicos, y luego dirigirse al sur para ir contra los siluros.Si todo sale como está planeado, Carataco y sus fuerzas quedarán atrapados entrenosotros y el gobernador, y serán aplastados.

Cato estudió el mapa y, aunque le preocupaba el desconocimiento de gran

parte del terreno por el que tendrían que marchar las fuerzas romanas, vio que laestrategia del gobernador tenía sentido. Asintió.

—Parece un plan razonable, señor.Quintato enarcó una ceja.—Me alegro mucho de que estés de acuerdo, prefecto. Estoy seguro de que a

Ostorio le complacerá saber que cuenta con tu aprobación. En cualquier caso,primero tiene que encontrar a Carataco. El cabrón ha demostrado ser másescurridizo que una anguila. Lo único que sabemos con seguridad es que ahoramismo se encuentra en territorio de los ordovicos.

Cato se ruborizó, consideró replicar al legado, pero decidió que sería mejormantener la boca cerrada y no arriesgarse a más impertinencias por sumomento de orgullo desmesurado.

—Tu trabajo…, suponiendo que cuente con tu aprobación, es controlar elvalle en el que se encuentra Bruccio. —El legado señaló un punto en el mapa—.Tienes que patrullar el valle y mantenerlo libre de enemigos. Si lo considerasadecuado, puedes extender un poco más tu campo de acción. El último informeque recibí de Querto llegó hace más de un mes. Decía que había incendiadovarias aldeas nativas más al oeste y al sur, y afirmaba haber matado a más de unmillar de enemigos. Él también ha sufrido bajas considerables, y he decididoenviar una columna de apoyo al fuerte en cuanto llegue de la Galia la últimaremesa de refuerzos.

Macro chasqueó la lengua.—¿No se ha sabido nada desde hace un mes, señor? En este tiempo podría

haber pasado cualquier cosa. Es posible que hay an atacado el fuerte…—De ser así, creo que el enemigo ya nos lo habría hecho saber. Carataco

siempre se empeña en pregonar cualquier buena noticia para su bando. No, creoque Querto aún está muy metido en el juego.

Cato estaba examinando el mapa, y vio que Bruccio se encontraba muy alinterior del territorio siluro. Calculó que a casi cien kilómetros de Glevum. Y amás de sesenta kilómetros de distancia del fuerte romano más próximo. Decidióque estaba en un lugar muy expuesto. Demasiado expuesto. Cualquier convoy desuministros que se dirigiera a Bruccio tendría que cruzar los pasos a través de lasmontañas, y después marchar por valles de espesos bosques: un terreno perfectopara las emboscadas.

—¿Con qué frecuencia se reabastece el fuerte, señor?—No se reabastece.Cato frunció el ceño.—¿Cómo es eso, señor? Habrá que reabastecerlo, ¿no? Debe de haber varios

centenares de hombres en Bruccio. Por no mencionar los caballos.Quintato se encogió de hombros.—Los primeros convoyes lograron llegar. Muy bien escoltados. Luego los

siluros se nos echaron encima, y ya no pudimos hacer llegar nada más a laguarnición. Le envié un mensaje a Querto diciéndole que tenía permiso parareplegarse antes de que se quedaran sin suministros. Contestó que él y sushombres vivirían de lo que les diera la tierra y el saqueo. Fue su última palabrasobre el tema, de modo que debe de haber encontrado la forma de arreglárselas.

—Cuesta creerlo, señor —dijo Macro—. Está rodeado por el enemigo.Seguro que podrían hacerlos morir de hambre si se lo propusieran.

—Pues que yo sepa no lo han hecho. Sea como sea, el centurión haconseguido aprovisionar a sus hombres, eso es lo que parece, al menos. Cuandolleguéis al fuerte podréis comprobarlo por vosotros mismos. Vais a descubrir queQuerto puede enseñaros muchas cosas. Y si sois sensatos, prefecto, le haréis casoen muchas cosas.

La crítica implícita enojó a Cato, que se esforzó por no demostrarlo. Él era unsoldado profesional que había servido a su emperador con lealtad y eficaciadurante muchos años. Sabía muy bien que era sensato escuchar a sussubordinados, sobre todo a uno tan evidentemente competente como el centuriónQuerto. El prefecto contuvo su irritación una vez más.

—Por supuesto, señor.—Bien. Entonces podéis salir al alba. Os asignaré una escolta para que os

acompañe hasta el fuerte. Un escuadrón del contingente montado de la legióndebería bastar. Después de que hayas tomado el mando en Bruccio, quiero uninforme más detallado de los efectivos y condiciones de las dos cohortes, asícomo de los progresos que estén haciendo contra los siluros. Eso si es seguroenviar a un j inete de vuelta a Glevum. Y ahora, si me disculpáis, caballeros,tengo mucho trabajo para preparar al resto de mi columna ante la inminentecampaña. Que la buena fortuna os acompañe.

Señaló la puerta con un gesto, y Cato y Macro saludaron y salieron deldespacho del legado. Fuera, en el pasillo, mientras se dirigían de vuelta al patiopara reunirse con Décimo, Macro comentó en voz baja:

—Tengo mis dudas sobre ese tal centurión Querto. Da la impresión de quepodría causarnos problemas.

Cato lo pensó un momento.—Está jugando según sus propias reglas, eso seguro. Pero, como ya has oído,

le está dando duro al enemigo. Eso es lo que quieren el legado y el gobernador.Solo espero que podamos mantener su eficacia cuando asuma el mando.

Macro inspiró profundamente.—No sé por qué, pero no creo que el centurión Querto vaya a ser muy

cordial. Ya lleva meses dirigiendo las cosas a su manera. ¿Qué te hace pensarque se alegrará de cederte las riendas?

—Es un soldado, y hace lo que le dicen.Macro frunció los labios.

—Espero que tengas razón, amigo, lo espero de verdad.

Capítulo XII

Poco después del alba empezó a llover, y Glevum desapareció tras un velo grisde llovizna cuando los j inetes llegaron a las primeras colinas que rodeaban elvalle. Cato se detuvo un momento, se encorvó bajo su capa, y espoleó a sumontura hacia el camino que conducía a la distante hilera de montañas,poniéndose de nuevo al frente del escuadrón que los escoltaba. La noche anterior,Macro y Décimo habían visitado el vicus y habían compartido unas cuantasjarras de vino barato en una de las sencillas posadas. Cato se había quedado en elcuartel, buscando en los archivos toda la información que pudiera encontrarsobre su nueva unidad y sobre el oficial que estaba temporalmente al mando deella. La actuación de los tracios había sido loable desde que los habían destinado aBritania, pero en los últimos meses aún había sido mejor, pues habían acabadocon más enemigos que en los ocho años anteriores.

En cuanto a Querto, en los registros no había nada que revelara más de lo queQuintato ya le había contado, salvo por una queja sin importancia del anteriorcomandante de los tracios. Tras una escaramuza en las orillas del Severn, elprefecto Albino había dado la orden de que Querto escoltara a sus cautivos hastaGlevum. Nunca llegaron al fuerte. Según el centurión tracio, todos habíanescapado la primera noche de marcha, y acabaron muriendo en el intento.Ninguno sobrevivió. No se mencionaba ninguna medida disciplinaria al respecto,y al cabo de unos días el prefecto murió al caer de su caballo y romperse elcráneo contra una roca.

La cohorte de legionarios que constituía el resto de la guarnición de Brucciotenía un historial igual de competente y poco espectacular, hasta su reciente éxitode los últimos meses, cuando los resultados habían empezado a mejorar deforma creciente. El único aspecto curioso era que ninguna de las dos unidadeshabía informado de ninguna falta de disciplina desde que el centurión Querto loshabía dirigido a las montañas. Era habitual que este tipo de infracciones formaranparte de los informes que se enviaban regularmente al cuartel general de lalegión. Pero, tras los primeros informes, solo había breves resúmenes del númerode enemigos muertos y de las poblaciones incendiadas. Y nada más desde hacíamás de un mes.

Cato, sus compañeros y la escolta cruzaron el puente de troncos que losingenieros de la Decimocuarta habían tendido sobre el río Severn, y luegosiguieron la ruta que transcurría junto a la orilla. Allí había menos indicios denativos que en cualquier otro punto de su viaje por la nueva provincia. Unascuantas granjas pequeñas salpicaban el paisaje. Sus habitantes, unas gentes deaspecto salvaje vestidas con pieles y harapos, cuidaban unas cuantas cabras ytrabajaban unos pequeños campos de la rica tierra junto al río. Cada ochokilómetros, los j inetes se encontraban con uno de los pequeños fuertes construidos

para proteger la ruta. En cada uno de ellos había una guarnición de veinte otreinta auxiliares, que se resguardaban tras un muro de turba coronado con unasólida empalizada de madera. Un centinela montaba guardia escudriñando elpaisaje circundante desde una pequeña torre, que se alzaba por encima de laexigua fortificación.

Al final de la jornada, llegaron a un fuerte grande en Isca, guarnecido conuna cohorte de galos. Después de llevar las monturas y los animales de carga alos establos para pasar la noche, Cato y sus compañeros se unieron al decurión almando de la escolta de caballería en el comedor de la cohorte. Se trataba de unaúnica estancia con dos mesas y un pequeño mostrador, donde un comercianteflaco vendía vino malo a un precio elevado a sus clientes forzosos. Aquel lado delSevern era territorio siluro, y ninguno de los seguidores habituales de loscampamentos del ejército romano había sido lo bastante valiente como paraestablecerse en un vicus al otro lado de las empalizadas del fuerte.

Macro y Décimo se habían quitado de encima la resaca con la cabalgada deldía, y el centurión pidió de mala gana un poco de vino al comerciante, con esaactitud de quien sabe que se están aprovechando de él.

—¿Cinco sestercios por esta mierda que parecen meados? —gruñó Macro,que después del primer sorbo frunció los labios y los apartó del borde de la copa—. Un puto escándalo, eso es lo que es.

—No es tan malo, señor. —Décimo alzó la copa y bebió otra vez.Macro lo miró agriamente.—Nunca es tan malo cuando no has tenido que pagar ni una gota. Tendría que

deducirte de la paga el vino que consumes.—Entonces usted aún tendría que beber más meados de estos, señor. —

Décimo fingió sentirse herido—. De hecho, debería agradecerme que le ay udecon él.

—¿En serio? —Macro entrecerró los ojos un momento, y luego se volvió amirar a Cato—. ¿Tú qué opinas?

—¿Eh? —Cato alzó la mirada con expresión ausente—. Lo siento, ¿qué hasdicho?

—El vino. Pruébalo y dime qué opinas.Cato miró la copa de cerámica de Samos y la olisqueó. El olor no era muy

distinto al del vinagre, pero estaba impregnado con algo parecido a una mezclamuy vieja de queso de cabra y aguas residuales. Aun así, Cato tomó un sorbopara complacer a su amigo, y cuando aquel líquido pestilente fluyó por su lenguahizo una mueca. Dejó la copa bruscamente y dando un golpe en la mesa.

—¿A esto le llamas vino?—Nuestro amigo de detrás del mostrador no tiene ningún reparo en hacerlo.

Ese vinatero de mierda… Estoy pensando en tener unas palabras con él.—¿Y de qué serviría? Esto es lo más bueno que puede encontrarse a esta

distancia de la frontera.Macro puso cara de horror.—¡Espero que no, por todos los dioses! ¿Qué diablos deben de estar bebiendo

en Bruccio, en nombre del Hades?El comentario dio que pensar a Cato, que se dirigió al decurión que había

estado bebiendo en silencio, claramente preocupado. El prefecto se aclaró lagarganta.

—Te llamas Trebelio, ¿no?El decurión volvió la cabeza y asintió.—Sí, señor.—No pareces estar disfrutando mucho de nuestra excursión a las montañas.

Al menos el vino evitará que pienses en ello. Bebe.Trebelio tomó un sorbo obedientemente y sin alterar el gesto.—Parece que hay a quien le gusta… —comentó Macro.Décimo se rio.—Ya se lo he dicho, señor. No es tan malo. Se acostumbrará a estas cosas en

esta parte de Britania. Aquí uno puede encontrar lo peor de todo: el tiempo, elvino e incluso las mujeres son las más ásperas que encontrará en todo el imperio.Es extraño que Claudio y sus consejeros piensen que se pueda sacar algo buenode este maldito lugar. Si quiere saber mi opinión, nunca deberíamos haberinvadido estas islas, tendríamos que haber dejado a los bárbaros en paz. Siquieren vivir en chozas de barro, adorar a los condenados druidas y pasarse lavida peleándose entre ellos, pues que lo hagan. Si el emperador hubiera pasadode Britania, yo aún tendría bien la pierna.

Macro se lo quedó mirando.—¿Acaso te he preguntado? No. Ya sabías cómo eran las cosas cuando te

alistaste. Vas adónde te mandan, y no te paras a hacer preguntas. Matas a quiente dicen que mates y ya está. El riesgo que corres es que los cabrones te pillenprimero. Y si no te gusta, más te valdría ser uno de esos maricas que vanmetiendo mano bajo las túnicas y que se pasan la vida leyendo filosofía. —Macro dirigió una mirada rápida a Cato—. A excepción de los presentes.

—Gracias, Macro —repuso Cato con irritación, tras lo cual volvió a centrarseen el decurión—. ¿Cuánto hace que sirves en la Decimocuarta?

—Veinte años, señor. Llegado el verano.—¿Y cuánto tiempo lleva sirviendo con la Decimocuarta la caballería tracia?—¿Esos? Parecen ser un elemento fijo, señor. Desde que estoy en la legión.Cato sonrió.—He visto muchas unidades auxiliares en mis años de servicio. Algunas

buenas, otras malas… Aunque nunca he servido con la caballería tracia. ¿Cómoson?

El decurión se sorbió la nariz.

—No apestan, como muchos de sus compatriotas. Los germanos son peor.Pero al menos con los germanos sabes a qué atenerte. Con los tracios esdistinto… Sí, tienen una vena cruel, y a lo creo. Aunque son unos j inetesendiabladamente buenos. Me alegro de que estén de nuestro lado, eso es todo.

—Entiendo. —Cato tomó la jarra y le llenó la copa al decurión—. ¿Y qué medices del centurión Querto?

El decurión se puso en guardia y respondió con cautela.—No sabría decirle, la verdad. Los tracios tienen tendencia a ser reservados.

Me he cruzado con él alguna vez en la plaza de armas, cuando hemos estado demaniobras de entrenamiento. Es un hombre fornido. Es grande como un armario,y sus agallas están en proporción con su tamaño.

—Hay que tener mucho cuidado con lo que se come —terció Macro.Cato le lanzó una mirada de desaprobación, y luego volvió a hablar con el

decurión.—¿Qué más?—Lo que ya he dicho. Es valiente, y sus hombres lo seguirían a cualquier

parte sin pensarlo.—Así pues, ¿es… inspirador?—Podría decirse así, señor. Depende de a qué tipo de inspiración se refiera.

Es un luchador nato, de los que preferirían morir antes que ceder ni un palmo. Elproblema es que quiere lo mismo de aquellos a los que dirige. En cierta ocasión,en la plaza de armas lo vi golpear a un soldado hasta dejarlo sin sentido porque noera capaz de hacer que su caballo saltara una zanja. Digamos que se toma ladisciplina muy en serio. Y la lealtad. He oído que se supone que era una especiede príncipe en su tierra natal. —Trebelio miró a su alrededor, y se acercó más aellos—. Eso, y también que es una especie de sacerdote. De los que conocen… lamagia. La clase de magia que necesita sacrificios de sangre.

—¿Magia? —repitió Cato lentamente—. No he visto magia de verdad en todami vida.

Macro ladeó la cabeza.—No emitas juicios precipitados. Al fin y al cabo, alguien le ha echado una

maldición a este condenado vino, eso seguro.El decurión frunció el ceño unos instantes, luego apuró la copa y la apartó con

un gesto de agradecimiento.—Será mejor que me ocupe de los caballos, señor. Necesitarán comer antes

de la segunda guardia.Se levantó del banco y abandonó el comedor. Macro se lo quedó mirando y

murmuró con ironía:—¿Ha sido por algo que he dicho?—Es mejor no burlarse de las creencias de nadie, señor —sugirió Décimo

con delicadeza.

—¡Oh, vamos! —Macro se rio—. ¿Magia? ¿Sacerdotes? ¿Sacrificios? Son unmontón de patrañas. Cualquiera con medio cerebro sabe que los únicos dioses depeso son los dioses romanos. Por eso Roma domina el mundo.

—Creía que Roma dominaba el mundo porque nuestros soldados son mejoresque los de los demás —dijo Cato—. En cualquier caso, está claro que nodominamos ni a la mitad de las tribus de esta isla.

Décimo pareció querer añadir algo, pero cerró la boca y bajó la mirada a sucopa. Se quedó en silencio un momento, y al cabo dijo en voz baja:

—Algunos dioses son falsos. Quizá la mayoría. Pero hay uno que espoderoso. Uno que viene de Oriente. Y promete una vida en el paraíso a todos losque elijan seguirle.

Macro se echó a reír.—¡Ya he oído antes esta clase de tonterías! ¿Te acuerdas, Cato? ¿En Judea?

Esos idiotas que se hacían llamar sirvientes de un hombre errante sagrado.Espero que no te estés refiriendo a él, Décimo.

El antiguo legionario dijo que no con la cabeza.—Nunca he oído hablar de ninguna tontería de Judea. Estoy hablando del dios

Mitra, señor. A él me refiero.—Mitra… —Macro se rascó la barba incipiente de su mentón—. Tengo

entendido que es una especie de culto en algunas unidades. Personalmente no leveo el atractivo. ¿Qué tiene que ofrecer que no tenga Júpiter, eh? Creer en Mitrano es mejor que esas estupideces que decía Trebelio sobre nuestro amigo tracio.

Décimo frunció los labios.—Creo que hay algo más que eso, señor.Macro señaló la marca que Décimo tenía en la frente.—Ya veo por qué. Pero estás perdiendo el tiempo, te aviso. Júpiter es el

mejor y más grande, y el resto de los nuestros se mean en los dioses decualquiera.

—Tal vez es lo que piensa ahora, señor. Pero igualmente rezaré a Mitra paraque le muestre el camino correcto.

Macro se encogió de hombros.—Reza cuanto quieras. No voy a cambiar una mierda. Yo mismo echaré una

maldición a cualquiera que diga otra cosa.Cato suspiró y volvió a ocupar su mente con el asunto del centurión Querto.

Era evidente que el hombre poseía cierta calidad como guerrero y como líder, yque estaba cumpliendo sus órdenes de una forma plenamente satisfactoria parasus superiores. Un hombre así no renunciaría a su posición con entusiasmo, nisiquiera de buena gana. Bruccio estaba lo bastante lejos de Glevum como paraque Cato tuviera que depender de su propia autoridad para asumir el mando delfuerte y de su guarnición. La perspectiva resultaba sumamente incómoda, ycuantas más vueltas le daba, más retadora le parecía.

* * *

A la mañana siguiente, se internaron en el camino que cruzaba las montañas delos siluros y serpenteaba por el amplio valle por el que fluía el río Isca. Era un ríoancho y espejado, crecido por la lluvia que había caído durante los primerosmeses del año y por la nieve de las cimas de las montañas que se había fundidoen los arroyos y afluentes del río principal. La ruta se hallaba protegida poralgunos de aquellos pequeños fuertes cuyos centinelas escudriñaban nerviosos elsombrío paisaje que los rodeaba por detrás de las empalizadas. Los ingenieroshabían talado árboles a ambos lados del camino, con el fin de impedir que laespesura pudiera proporcionar cobijo para una emboscada contra cualquierpatrulla o columna de suministros que atravesara el valle. Al otro lado de la zonadespejada los árboles se alzaban de nuevo, y las sombras bajo sus ramas eranoscuras e impenetrables. A lo lejos, donde el terreno se hacía más empinado, lalinde de los árboles daba paso a rocosas pendientes de hierba alta y matojos quese doblaban con el viento que atravesaba los desfiladeros de las montañas.

El camino empezó a serpentear por entre afloramientos rocosos y colinas, yla conversación de los j inetes se apagó cuando el opresivo paisaje y la posibilidadde que el enemigo los estuviera observando empezaron a hacer mella en suánimo. Cato, que se había abrochado el casco, cabalgaba junto al decurión a lacabeza de la columna, y se fijó en las miradas inquietas que Trebelio dirigía auno y otro lado.

—¿Crees que aquí estamos en peligro? —le preguntó Cato en voz baja.—Hace varios días, una patrulla cayó en una emboscada no muy lejos de

aquí, señor. Perdieron a la mitad de sus hombres, antes de poder llegar al puestoavanzado más próximo. En cualquier caso, el enemigo se ha vuelto más audazúltimamente. Los siluros han hecho algunas incursiones en la zona fronteriza, y sehan arriesgado hasta el Severn en varias ocasiones.

—Bueno, si han tendido una emboscada aquí una vez, sería una estupidezhacerlo de nuevo, allí donde pudiera esperarse. Deberíamos estar a salvo.

El decurión lo miró.—Espero que tenga razón, señor.Cato se encogió de hombros e ignoró los temores de aquel hombre.—¿Cuánto crees que falta para llegar a Bruccio?—Medio día de cabalgada hasta el último puesto avanzado. Luego debería

llevarnos otro día cruzar el desfiladero que lleva hasta el valle. A unos cuantoskilómetros de allí, encontrará el fuerte.

—Eso está bien.Trebelio esbozó una sonrisa.—Para mí estupendo. Me muero de ganas de salir de estas malditas montañas

y volver a los brazos de mi mujer, en Glevum.

—¿Ah, sí? Eres un tipo con suerte.—Supongo que sí. No es una chica elegante de Italia. Ni siquiera es de la

Galia. Garwhenna es una chica del lugar, medio silura. Quizá para algunos no seanada del otro mundo, pero es fuerte y leal. Y me ha enseñado un poco su idioma.Resulta útil cuando comercio con los lugareños en busca de comida.

—Me lo imagino.Se quedaron en silencio un momento, hasta que el decurión señaló una curva

en el camino a unos cuatrocientos metros por delante, allí donde un peñascorocoso se alzaba a un lado del valle.

—Hay un pequeño fuerte justo más allá, señor. Si le parece bien, nosdetendremos para dejar descansar a las monturas, y le pediré al optio el informesobre sus efectivos y su situación en cuanto a los suministros.

—Muy bien —respondió Cato con aire ausente. La lluvia había amainado yse había convertido en una llovizna brumosa, y estaba deseando disfrutar de unpoco de cobijo y calor antes de reanudar la marcha. Entonces oyó un ruidoamortiguado por encima del golpeteo de los cascos sobre el camino rocoso. Sussentidos reaccionaron al instante, y aguzó el oído. Por un momento, se preguntó sino se lo habría imaginado. Tal vez se le estaba empezando a pegar la inquietuddel decurión. Pero mejor prevenir que curar. Cato dio un tirón a las riendas ylevantó la mano derecha.

—¡Alto!Junto a él, el decurión frenó su montura, el resto de la columna se detuvo

pesadamente, y el silencio del paisaje circundante se cerró en torno a ellos.Macro hizo avanzar su caballo para acercarse a su amigo y al decurión.

—¿Qué pasa?—He oído algo. Por delante de nosotros…Macro escuchó atentamente y luego meneó la cabeza.—Yo no oig…Entonces volvió a oírse claramente: el toque grave y prolongado de un

cuerno, amortiguado por la llovizna y por el gran peñasco que se alzaba frente aellos. Hacía mucho tiempo que Cato no oía aquel sonido, pero era inconfundible.Aquel sonido estridente era el de un cuerno de guerra celta.

Capítulo XIII

—¡Es una emboscada! —Exclamó Trebelio con unos ojos desmesuradamenteabiertos de miedo, al tiempo que escudriñaba la línea de árboles a ambos ladosdel camino, a poco más de un disparo de jabalina—. ¡Tenemos que salir de aquí,señor!

—¡Espera! —le ordenó Cato—. ¡Cálmate! Eres un oficial, joder. —Se volvióa mirar a Macro—. Quédate aquí. Que los hombres dejen las mochilas y sepreparen para luchar. Hazlo con el menor ruido posible. El decurión y y o nosadelantaremos para ver qué está pasando.

—¿Nosotros dos solos, señor? —Trebelio parecía horrorizado. Cuando Cato lofulminó con la mirada, el decurión se esforzó por calmar los nervios y asintió—.Sí…, por supuesto, señor.

—Pues vamos. —Cato espoleó su montura y avanzó a medio galope. Trasvacilar un momento, el decurión lo siguió, y Macro se volvió hacia el escuadróne inspiró hondo para dar las órdenes a voz en cuello. Sin embargo, recordó larecomendación de su amigo a tiempo, y habló en voz baja y ronca.

—Bueno, muchachos, vamos a hacer esto sin demasiado ruido, ¿eh? Dejadlas mochilas y preparaos para lo peor…

Cuando el sendero empezó a rodear el pie del despeñadero, Cato puso elcaballo al trote y luego se detuvo. El sonido del cuerno se oía con más claridad, ytambién percibió unos gritos en la lejanía. Alzó la mirada hacia el peñasco, y vioque en aquel punto apenas llegaba a los quince metros de altura. Además, unaparte de la pared se había desmoronado, y las rocas que habían caído junto alcamino hacían posible trepar hasta lo alto.

—Toma mi caballo —ordenó Cato, que se deslizó de la silla y empezó atrepar por las rocas para subir hasta lo alto del despeñadero.

El decurión miró a su superior, alarmado.—¿Adónde va, señor?—A reconocer el terreno… —Cato se detuvo y miró hacia abajo por encima

del hombro—. Y a ti no se te ocurra moverte de aquí.No aguardó la respuesta de su subordinado. Continuó subiendo, comprobando

con cuidado dónde se agarraba y que las rocas aguantaran el peso de sus botasmientras se iba abriendo paso hacia lo alto. Aunque fue una escalada corta, Catorespiraba ya agitadamente cuando se encaramó al resquebrajado borde queparecía a punto de desmoronarse, y se deslizó por el suelo para alejarse y estarseguro de que no cedía bajo su peso. Luego se puso de pie con cautela, y cuandoel cuerno volvió a sonar miró en la dirección de la que provenía el sonido. Al otrolado del despeñadero, el sendero continuaba descendiendo por el valle hacia unaltozano, en lo alto del cual había un puesto avanzado romano. En torno a él,formando un vago círculo, había aproximadamente un centenar de figuras

armadas con lanzas y escudos. Algunas de ellas llevaban casco, pero la may oríaiban con la cabeza descubierta y el pelo largo y oscuro sujeto atrás. MientrasCato observaba, algunas figuras más surgieron de entre los árboles a una cortadistancia de allí: transportaban un sólido madero a modo de ariete. Se dirigíandirectamente al fuerte, y su intención estaba perfectamente clara. Cato seaseguró de que no hubiera más enemigos a la vista, volvió a bajar hasta dondeaguardaba Trebelio, tomó las riendas de su caballo y montó.

—¡El enemigo está atacando el puesto avanzado, si queremos salvarlos, nohay tiempo que perder!

Cato llevó su caballo hasta donde pudiera verlo Macro y le hizo señas paraque avanzara. Al cabo de un momento, los hombres del escuadrón habían llegadoal pie del despeñadero y esperaban órdenes. Libres de la carga de las alforjas yde las redes con el forraje, los caballos se habían animado y resoplaban conexcitación raspando el suelo con los cascos. Décimo, montado en su mula, fue elúltimo en llegar, armado con un escudo redondo y con su vieja espada delejército, que colgada de la correa que llevaba en bandolera.

—El enemigo está intentando capturar el puesto avanzado que hay másadelante —explicó Cato mientras su mente se anticipaba para trazar rápidamentesu plan—. Están centrados en nuestros compañeros auxiliares, de modo que nonos verán llegar hasta que sea demasiado tarde. Quedarán atrapados entrenosotros y la guarnición. Cuando rodeemos este despeñadero, quiero que forméisen línea y sigáis el paso que os marque. Debemos caer sobre ellos al mismotiempo para que la carga tenga toda la fuerza posible. Cualquiera que intenteadelantarme o se quede rezagado estará con la mierda hasta el cuello.Concretamente, servicio de letrina durante un mes.

Algunos de los soldados se rieron de su chiste malo, el resto, incluido Trebelio,sonrieron entre dientes, y Cato supo que no le defraudarían.

—Cuando dé la orden de atacar, abríos en abanico y caed sobre ellos contodas vuestras fuerzas. Dispersadlos y arrolladlos. No tengáis compasión hastaque quede claro que el enemigo ha perdido el ánimo de luchar. —Recorrió con lamirada los rostros que tenía frente a él, para cerciorarse de que lo habíanentendido. El entusiasmo de sus expresiones le dijo todo lo que necesitaba saber.Cato hizo dar la vuelta a su montura, y llevó la mano a la empuñadura de suespada corta. Tenía intención de procurarse un arma más larga de caballeríacuando llegaran a Bruccio.

—¡Preparad armas!Macro, Décimo y Trebelio desenfundaron sus espadas al mismo tiempo, en

tanto que los demás alzaron las lanzas. Deslizaron las correas del escudo quellevaban al hombro, y agarraron las riendas relajadamente con la manoizquierda cuando se colocaron los escudos para proteger ese lado de sus cuerpos.No habría muchas posibilidades de utilizar las riendas en el combate que se

avecinaba; los hombres se aseguraron de estar bien sentados en los arzones de sussillas, y se prepararon para controlar sus monturas con los talones y los muslos.

Cato bajó la punta de su espada.—¡Al trote! ¡Adelante!La columna avanzó con una sacudida y el tintineo de los bocados, los

resoplidos de los caballos y las bruscas órdenes de sus j inetes. Macro espoleó a sucaballo hasta situarse al lado de su amigo.

—Allá vamos otra vez, en línea y preparados para el abanico de los cojones.Cato no apartó la mirada del camino, pero no pudo evitar una medio sonrisa.

Cuando rodearon la base del despeñadero y salieron a campo abierto, vio que elenemigo estaba a apenas unos centenares de pasos de distancia, avanzando entropel hacia la zanja que rodeaba el fuerte. Algunos arrojaban lanzas, otroslanzaban piedras, y los auxiliares respondían desde la empalizada con jabalinasligeras y proyectiles de honda. Ya habían caído varios enemigos. Pero el grupoque llevaba el ariete había llegado ya hasta el portón, y cuando su arma golpeólos maderos del puesto avanzado se oy ó un estrépito en todo el valle.

—¡Formad en línea de abanico! —gritó Cato, y los hombres que iban detrásde él ajustaron el paso para alcanzarlo y se situaron en los flancos hasta queestuvieron todos en fila curva, a apenas unos doscientos pasos del más próximode los guerreros siluros. Pero estos ya los habían visto. Algunos rostros sevolvieron hacia ellos, y los gritos triunfantes y burlas de hacía un momento seconvirtieron en voces de alarma. Los que llevaban el ariete dejaron de atacar elportón, lanzaron el ariete al suelo y se alejaron del fuerte con vacilación.

El momento de sorpresa había pasado. El cabecilla siluro dio unas órdenes agritos a sus hombres, que se volvieron hacia los romanos que se acercaban yempezaron a formar una línea. Cato vio que la oportunidad de aplastar alenemigo en la primera carga se le escapaba de las manos. Si lograban formarfilas y presentar las lanzas, lo más probable era que pudieran mantenerse firmescontra los j inetes. Aun así, era fundamental que Cato y sus hombres cargaran almismo tiempo para asegurar el máximo impacto. En un suspiro tuvo que sopesarmentalmente las opciones, calcular la distancia que quedaba, el tiempo necesariopara atacar y la probabilidad de que sus hombres se dispersaran y de que susmonturas galoparan a velocidades distintas. Cato inspiró bruscamente, apuntó alos nativos con la espada y bramó la orden:

—¡A la carga! ¡A la carga!Macro repitió su grito, apretó los dientes y sus labios mostraron una sonrisa

feroz mientras agitaba la espada por encima de la cabeza, aferrando las riendascon la mano izquierda. Trebelio y su escuadrón profirieron su grito de guerra yalzaron las lanzas listos para atacar al enemigo. Décimo iba en la retaguardia,con las piernas colgando casi hasta el suelo mientras golpeaba el flanco de sumula con el lado plano de la espada. El animal no dejaba de rebuznar, pero

seguía adelante con furia. Cato oía el silbido del viento en sus orejas y el fríocortante de la llovizna en la cara. Su corazón palpitaba como loco mientrasapretaba los muslos contra los flancos de su caballo y se inclinaba ligeramentehacia adelante. El olor acre del pelaje del animal se pegó a su paladar, y unababa apestosa le salpicó la mejilla. Por delante, pudo ver cómo algunos de losnativos se mantenían firmes, afirmaban los pies en el suelo, se agachaban unpoco y bajaban las puntas de sus lanzas y espadas en dirección a los j inetes quecargaban. Otros se habían unido en pequeños grupos, y unos cuantos corrían paraponerse a cubierto entre los árboles mientras su líder les lanzaba insultosenojados, antes de darse la vuelta para enfrentarse a los romanos con unaexpresión de furia que desfiguraba sus rasgos. El hombre del carnyx soplaba elinstrumento con todas sus fuerzas para infundir coraje a sus compañeros, y losmás resueltos respondieron con una fuerte exclamación de desafío.

Un rápido vistazo a ambos lados hizo patente que la extensa formación dej inetes se había vuelto irregular, y Cato cogió aire rápidamente y gritó:

—¡Mantened la formación!Solo los más cercanos a él pudieron oír la orden e intentaron ajustar el paso,

pero antes de que Cato pudiera decir algo más, cay eron sobre el enemigo. Elprefecto vio una sucesión de rostros borrosos grabados con furia y miedo,algunos de ellos con dibujos pintados con glasto en la piel, y luego oy ó un golpesordo a su izquierda cuando el primero de los caballos se precipitó contra ungrupo poco compacto de nativos y chocó contra un escudo. El caballo soltó unrelincho estridente, y su j inete hincó la lanza y atravesó con ella el cuello de unode los hombres a los que su montura había derribado. Cato alcanzó a ver a otrossiluros rodeando al caballo, arremetiendo con sus espadas y lanzas, pero suatención se desvió de pronto hacia la línea de hombres que tenía justo delante y,tras ellos, a su cabecilla, que lanzaba gritos de ánimo a sus guerreros. Aquelloshombres parecían más disciplinados que sus compañeros e iban mejor armados,con escudos ribeteados de bronce; algunos de ellos incluso llevaban casco yarmadura de romanos, sin duda saqueados de los soldados que habían matado enotros enfrentamientos.

Uno de los hombres de Trebelio cargó directamente contra sus lanzas, pero elcaballo se asustó con las puntas y viró bruscamente, y el j inete tuvo queesforzarse por mantenerse en la silla. Cato apenas tuvo tiempo de tirar de lasriendas y virar a la derecha para evitar caer sobre las lanzas siluras. Másromanos cargaron contra el objetivo, acuchillando al enemigo mientras llevabansus caballos de un lado a otro para evitar convertirse a su vez en blancos fáciles.La voz de Macro se oía por encima de los golpes sordos y el estrépito de lasarmas.

—¡Acabad con ellos, muchachos! ¡Matadlos! ¡Matadlos!Cato cerró la boca de golpe y apretó los dientes cuando eligió al hombre

situado en el extremo de la línea, un guerrero musculoso con un flequillo dehirsuto pelo oscuro sobre un rostro crispado por sus gruñidos. Manejaba una lanzapesada con ambas manos, y vio a Cato en aquel preciso momento, por lo quehizo girar la punta de su arma, encorvó los hombros y se preparó. Cato hundió lostalones, y su caballo avanzó con una sacudida, un movimiento repentino que pillódesprevenido al enemigo y lo hizo retroceder instintivamente un paso, al tiempoque Cato hacía descender su espada corta dibujando un arco salvaje en el aire.Con aquel arma, no podía esperar alcanzar el cuerpo de ese hombre, por lo queintentó golpear el asta de su lanza. El nativo tiró de su arma hacia atrás, y laespada de Cato solo alcanzó el extremo con un fuerte e inofensivo golpe seco.Los dos hombres intentaron zafarse de inmediato para ser los primeros en atacar,pero Cato fue más rápido, espoleó a su montura y volvió a arremeter. Esta vez elfilo atravesó los nudillos y dos dedos de la mano del guerrero, y este soltó unaullido de furia mientras la sangre manaba a chorros de sus muñones. Apartóbruscamente la espada de Cato, y, a pesar de que con ello se exponía al alcancedel romano, le lanzó una estocada con la lanza.

Pese a su entrenamiento en batalla, la montura hizo ademán de encabritarsey el golpe no alcanzó el costado de Cato, sino que penetró en el flanco del animal.El caballo agitó violentamente las patas delanteras empujado por el dolor, y unode los cascos golpeó al guerrero, lo lanzó al aire y lo tiró de espaldas. La lanzaestaba alojada en las costillas del caballo, que volvió a alzarse agitandoviolentamente la cabeza. Cato sintió una punzada de terror mientras hacía todo loposible por controlar a su montura, tirando con fuerza de las riendas mientrasgritaba:

—¡Vamos, tranquilo!Presa del dolor, el caballo ignoró por completo la orden desesperada, siguió

adelante tambaleándose y se metió en la línea enemiga, hasta que tropezó en elterreno desigual y cayó pesadamente hacia la derecha, con lo que la lanza sehundió aún más en su costado antes de que el asta se partiera con un fuertechasquido. Cato soltó las riendas e intentó saltar del caballo a tiempo. Notó que seseparaba del cuero de la silla, el suelo subió hacia él y se estrelló contra la hierba.El golpe lo dejó sin aliento, y vio un trozo fugaz de cielo gris antes de que su carase hundiera en la hierba y el barro. Pudo levantar la cabeza lo justo para ver elrostro del hombre al que había herido a no más de un paso de distancia, con losrasgos deformados por el dolor y lanzando una maldición a su atacante. EntoncesCato notó un golpe tremendo en la espalda que lo hundió aún más en el suelo.Intentó zafarse del enorme peso del caballo, que se retorció sobre él por uninstante cuando el animal dejó escapar un largo relincho aterrorizado agitando loscascos en el aire.

Cato sabía el daño que podía hacer un caballo herido con los cascos, y seagazapó en el suelo todo lo que pudo, notando la dolorosa presión en la pierna

derecha, inmovilizada por el animal moribundo. Entonces se dio cuenta de quey a no tenía la espada en la mano. Levantó la cabeza rápidamente, vio el mangoen la hierba delante de su cara…, y más allá el brillo resuelto en los ojos delguerrero, que también había quedado atrapado por el caballo herido de muerte.El otro hombre fue el primero en reaccionar, y consiguió agarrar el arma con lamano herida. Cato extendió la mano izquierda bruscamente para sujetar confirmeza la muñeca del guerrero, antes de que pudiera utilizar la espada. Elcaballo los tenía inmovilizados a ambos, mientras luchaban desesperadamentepara conseguir hacerse con el arma. Cato se retorció, consiguió que su otra manoentrara en acción, agarró con ella los muñones ensangrentados de los dedos delguerrero y apretó con todas sus fuerzas. Un grito de dolor hendió el aire, y elhombre soltó el arma que intentaba asir con los dedos que le quedaban. Cato learrancó el mango a su enemigo y cogió el arma con su mano derecha. Entonceslanzó un tajo contra el pecho del guerrero, que al intentar desviarlo con las manossufrió más heridas. El prefecto blandió de nuevo la hoja, se afirmó en el suelo, lahincó en su objetivo con todas sus fuerzas y notó cómo la punta penetraba en elpecho de aquel hombre. Tiró de la espada para liberarla, y arremetió de nuevo.Su enemigo soltó un gruñido explosivo, se desplomó de espaldas y se quedómoviendo los labios, emitiendo unas débiles palabras mirando al cielo,presionando con ambas manos las heridas que borboteaban sangre por entre susdedos.

El prefecto se dejó caer sobre el codo, con la respiración agitada, sin dejar deapuntar al otro con la espada manchada de rojo. Estaba claro que y a norepresentaba una amenaza. Intentó echar un vistazo para ver cómo iba elcombate, pero la altura de la hierba y el cuerpo tembloroso del caballo leimpedían ver nada. Por todas partes se oía el sonido metálico de las hojas, elcruj ido de las armas contra los escudos y el más suave ruido sordo de la carne yel hueso al ser atravesados, a los que se sumaban los gritos de dolor, furia ytriunfo. A Cato le dolía mucho la pierna derecha. Bajó la mirada, y vio que latenía atrapada bajo la pesada masa de cuero de la silla. Intentó liberarla, pero eldolor era insoportable y Cato no pudo más que volver a apoy arse en el codomaldiciendo con amarga frustración. El guerrero volvió la cabeza y sonrió conburla al ver la situación de Cato, pero justo en ese momento un chorro de sangresalió como un estallido de sus labios, el hombre tosió asustado, abriendo mucholos ojos, y las gotas de sangre salpicaron a Cato en un lado de la cara. El siluro sedebatió lastimosamente mientras la sangre le llenaba los pulmones y se ahogaba.

—¡Joder! —masculló Cato con ferocidad para sus adentros—. No voy amorir aquí.

Intentó liberarse otra vez, afirmando la bota izquierda contra la grupa delcaballo, al tiempo que tensaba los músculos para intentar soltar la piernaatrapada. Pero era inútil. El peso del animal moribundo caía de lleno sobre su

pierna, y hacía que fuera imposible liberarse. Finalmente, el prefecto se dejócaer otra vez sobre los codos.

—Mierda…, mierda…, mierda…No podía hacer nada, de modo que empuñó la espada por si tenía que

utilizarla y esperó a que alguien viniera a por él, y a fuera amigo o enemigo.

* * *

Macro arremetió con la espada e hizo una mueca cuando el filo se hundióprofundamente en la cabeza de su oponente y le partió el cráneo con un sonidoparecido al de un huevo enorme al cascarse. El cuerpo del siluro se convulsionó,y el guerrero dejó caer la espada. Un instante después, el hombre se desplomabajunto a su arma, parpadeando como un loco mientras la sangre y los sesossaltaban de su cabeza destrozada. Macro se irguió en la silla y paseó la miradapor los hombres que luchaban a su alrededor. No había ningún enemigo lobastante cerca como para suponer una amenaza directa, por lo que evaluó lasituación a toda prisa.

El enemigo había roto la formación, y ahora tenía lugar una serie deenfrentamientos por todo el terreno que se abría ante el fuerte. Había muchoscuerpos tendidos en el suelo, y Macro vio que habían caído quizás una terceraparte de los hombres de Trebelio. El resto se hallaban en inferioridad numérica,y, ahora que el impacto inicial de la carga había pasado, los guerreros silurosestaban empezando a dominar la situación, puesto que superaban con creces ennúmero a los romanos. Mientras Macro observaba, varios de los guerreros,dirigidos por su jefe, habían rodeado al portaestandarte del escuadrón. Élmantenía el asta pegada al cuerpo, y arremetía contra cualquier nativo que sepusiera al alcance de la larga hoja de su espada. Pero había demasiadosenemigos, y uno de ellos, más osado que sus compañeros, dio un salto haciaadelante, le arrebató las riendas al portaestandarte y dio un salvaje tirón para queel caballo girara la cabeza y desequilibrara al j inete. El jefe se acercó y lanzóuna estocada contra el costado del romano, mientras otro hombre arrancaba elasta del estandarte y lo sostenía en alto con un grito de alegría. El centurión vio laexpresión mortificada en el rostro del portaestandarte, que utilizaba las fuerzasque le quedaban para hacer virar a su montura con las rodillas y arremeter conla espada contra la espalda del guerrero que había capturado la insignia delescuadrón. El nativo se desplomó, el estandarte cayó al suelo y, acto seguido, suscompañeros se lanzaron sobre el romano, lo derribaron de la silla y lomasacraron sin piedad.

Macro vio que Trebelio y cuatro de sus hombres estaban muy cerca delestandarte caído, se llevó la mano a la boca para hacer bocina y gritó:

—¡Decurión! ¡Salva el estandarte!

Trebelio se volvió y vio a Macro, que señalaba con el dedo en dirección a lossiluros que habían matado al portaestandarte y que ya se marchaban con sutrofeo. Su éxito había animado a sus compañeros, y Macro vio que el combatependía de un hilo. Se dio la vuelta en dirección al fuerte.

—¡Vosotros, cabrones, vamos! ¡Salid de ahí dentro y ay udadnos!El comandante de la guarnición ya había interpretado la situación

correctamente y, en el preciso momento en el que las palabras de Macro salíande sus labios, las puertas se abrieron y los auxiliares salieron en formacióncompacta y a paso ligero hacia la escaramuza. Macro sintió que lo invadía unaoleada de alivio, volvió a levantar la espada y miró en derredor buscando unnuevo oponente. Entonces cayó en la cuenta: no había ni rastro de Cato. Sintióuna gélida punzada de preocupación, y empezó a buscar a su amigodesesperadamente.

—¡Cato! ¿Dónde demonios estás?Entonces vio algo rojo que se agitaba en la hierba, a unos cincuenta pasos de

distancia: la fina crin del penacho del casco del prefecto. Macro dio un bruscotirón a las riendas para que el caballo diera la vuelta en dirección a su amigo.Cerca de él se veía el bulto de un caballo, y el centurión se dio cuenta deinmediato de que Cato debía de estar atrapado debajo. A una corta distancia deél, uno de los nativos acababa de rematar a un legionario con la lanza y liberó lapunta ensangrentada de un tirón. Miró en derredor, y el mismo penacho rojollamó su atención. Blandió la lanza con una expresión decidida y cruel, y echó acorrer en dirección a Cato.

—¡No, maldita sea, ni se te ocurra! —gruñó Macro al tiempo que espoleaba asu caballo.

* * *

Cato presintió que un hombre se acercaba antes de verlo y, al volverse, vio la altafigura que caminaba hacia él a través de la hierba silvestre. Llevaba una gruesacapa marrón sobre una túnica negra, y unos calzones sujetos con una correa. Losextremos de una torques de plata relucían en su garganta, y su pelo, empapadopor la llovizna, colgaba lacio sobre sus hombros. Cato vio todo esto en un instante,tras el cual dio otro tirón para intentar liberar la pierna, gruñendo con el esfuerzo.El caballo se había desangrado y yacía inerte, un peso muerto sobre la piernaatrapada debajo. Cato se volvió de lado, se enderezó todo lo que pudoapoy ándose en el codo, levantó la espada y apuntó al guerrero que se acercaba.

El hombre vio que tenía una presa fácil y sonrió con crueldad, al tiempo quealzaba la lanza y se disponía a atacar al oficial romano indefenso. Cato apretó losdientes y le lanzó una mirada fulminante, decidido a no mostrar ningún miedoante su inminente muerte. Solo lamentó por un instante que tuviera que ser de esa

forma, sacrificado como una cabra atada, de un modo tan ignominioso yvergonzoso. Esperó que en Roma, cuando informaran a Julia de su muerte, no lerevelaran los detalles, de modo que ella pudiera llorarle como el héroe que Catoquería ser. « No así… No de este modo…» .

El guerrero siluro echó la lanza hacia atrás para arremeter contra el romano,y Cato tensó el brazo. La cabeza de la lanza, en forma de hoja ancha que se ibaestrechando en la punta para infligir una herida lo may or posible, descendió conun destello. Cato calculó bien el momento de la parada, no se arriesgó a lanzar elbrazo demasiado pronto y fallar el golpe; el filo de la espada golpeó la cabeza dela lanza con un fuerte ruido metálico, y la punta se desvió de su garganta parapasar por encima de su hombro y junto a su oído, tan cerca que oy ó el susurro ynotó la ráfaga de aire en su piel.

Su oponente soltó un gruñido de frustración y echó la lanza hacia atrás paraintentarlo de nuevo. Esta vez apuntó a la espada de Cato, lanzó un violento golpehorizontal y golpeó la hoja hacia un lado con tanta fuerza que Cato estuvo a puntode soltar el arma. El dolor del impacto le recorrió el brazo. A continuación, elhombre esgrimió de nuevo el extremo de la lanza y propinó un golpedeliberadamente fuerte a un lado del casco del romano. Aturdido, el prefecto sedesplomó, impotente. El guerrero dejó escapar un rugido de triunfo, y levantó lalanza una última vez para asestar el golpe mortal.

—¡No, no lo hagas! —bramó Macro.El guerrero vaciló y se volvió para defenderse. Ya tenía el caballo encima. El

centurión se arrojó de la silla sobre el siluro, y ambos cayeron al suelo uno allado del otro. El golpe fue fuerte, y ambos perdieron sus armas al rodar por lahierba. Macro agarró la daga de su cinturón e intentó clavársela a su enemigo,pero solo consiguió rasgar la burda tela de su capa. El grosor de la tela salvó alhombre, porque solo la punta de la hoja penetró en su carne. Cuando Macroarremetió de nuevo, el siluro rodó para apartarse y recibió una herida superficialen el hombro. La constitución robusta del centurión le daba ventaja en combatescuerpo a cuerpo como aquel, y se puso de cuclillas con rapidez para caerpesadamente de rodillas sobre su adversario. Al mismo tiempo, agarró al hombredel pelo y le ladeó la cabeza de un tirón para exponer su garganta. Echó el codohacia atrás, dispuesto ya a apuñalar a su enemigo debajo de la barbilla, cuandooyó a su amigo:

—¡Macro! ¡Espera! —gritó Cato.—¿A qué coño quieres que espere? —repuso él con un gruñido.—Lo quiero vivo para interrogarlo.Macro inhaló profundamente con gesto de frustración, asintió y dijo entre

dientes:—Entonces vamos a apagarte la luz, amigo.Giró el puño, y con el pomo de la daga le propinó un golpe en la cabeza que

lo dejó inconsciente. El guerrero siluro soltó un gruñido, y cuando su cuerpo dejóde resistirse Macro soltó su cabellera, con lo que la cabeza del nativo golpeócontra el suelo con un ruido sordo. El centurión enfundó la daga, luego recuperósu espada y se volvió a mirar a Cato con los brazos en jarras.

—¿A qué estás jugando ahí abajo? ¿Durmiendo en horas de trabajo?—Muy gracioso —gruñó Cato—. En realidad, tengo un pequeño problema,

Macro. ¿Te importaría?Cerca de ellos se oy ó el susurro de la hierba, y una sección de auxiliares,

encabezados por su optio, se acercaron a Macro a paso ligero. El optio se detuvoy saludó apresuradamente.

—Cay o Léntulo, señor.Macro los miró agriamente.—Muy oportuno, optio. Os perdisteis el combate. Pero al menos podéis hacer

algo útil: sacad este maldito caballo de encima del prefecto.El optio y sus hombres dejaron las lanzas y los escudos en el suelo y tiraron

del cadáver del animal para retirarlo. Cato apretó los dientes, porque elmovimiento reavivó el dolor de la pierna.

—¡Con cuidado! —espetó. La bota quedó libre, y el prefecto se incorporópara examinarse la pierna. Los tachones metálicos del cuero de la silla le habíanagujereado la carne por debajo de la rodilla, allí donde el borde de los calzonesdejaba la piel al descubierto. La sangre manaba copiosamente, y Cato soltó unamaldición mientras se levantaba con esfuerzo. Tenía la pierna entumecida, y alintentar dar un paso se tambaleó. Macro lo agarró del brazo y lo sujetó.

—¿Está bien, señor?—¡Oh, sí, estupendamente! ¿Cuál es la siguiente pregunta estúpida?Macro bajó la mirada a la pierna de su amigo con expresión preocupada.—¿Hay algo roto?Cato dijo que no con la cabeza y se enderezó para ver qué había sucedido con

el combate. El enemigo había sido derrotado. Una gran cantidad de cuerposyacían desparramados por el suelo, junto con unos cuantos caballos. Trebelioestaba reuniendo a los supervivientes de su escuadrón, y Cato vio que apenas lamitad de los que habían cargado con él estaban aún en las sillas. Otros estabanheridos, encorvados sobre sus monturas. Unos cuantos caballos se habíanquedado sin j inete y andaban por ahí, piafando nerviosos. Alcanzó a ver tambiéna los últimos miembros del grupo de guerreros siluros, que desaparecían en lassombras bajo los árboles, y Cato calculó rápidamente que el enemigo habíaperdido al menos una treintena de hombres. Los auxiliares se abrían paso porentre los cuerpos, rematando a los que aún vivían. El prefecto asintió consatisfacción. Había sido una lucha rápida y violenta, pero habían salvado elpuesto avanzado y el enemigo había recibido una dura lección.

Macro le dijo que el escuadrón de Trebelio había perdido el estandarte.

—Quizá podamos darles alcance…—No…Cato consideró que sería una temeridad salir en persecución del enemigo y

adentrarse en el bosque para intentar recuperarlo. Sin duda acabaría siendo undesperdicio de vidas inútil. Haber perdido el estandarte le acabaría saliendo caroal decurión cuando regresara a Glevum. El ejército no toleraba excusas enrelación a la pérdida de uno de sus estandartes, aunque fuera de la más pequeñade sus unidades. Quedaría deshonrado, como mínimo lo degradarían a la tropa, yla mancha en su historial no se borraría nunca. Pero mejor eso que perder lo quequedaba del escuadrón en un intento por recuperar su honor. Quizá recuperaranel estandarte con el tiempo, cuando los siluros hubieran sido aplastados y susterritorios se hubieran sumado a la provincia de Britania. Macro le mirabafijamente.

—Dile a Trebelio que meta a sus hombres dentro del fuerte, antes de quehaga una estupidez.

Macro asintió.—Entiendo.Cato ordenó a dos de los auxiliares que lo ayudaran a llegar a la puerta, y

otros dos se llevaron al guerrero inconsciente. En cuanto hubieran acomodado alos heridos y se ocuparan de su pierna, habría tiempo de sobras para ver quéinformación podían sacarle a su prisionero.

Capítulo XIV

Trebelio dio un paso atrás frente al prisionero y se limpió la sangre de los nudilloscon un trapo.

—Creo que ya está listo para ser interrogado, señor.Cato asintió desde la silla de tijera en la que estaba sentado en el comedor de

oficiales del puesto avanzado. Le habían limpiado y vendado las heridas leves dela pierna, pero durante su breve lucha con el lancero había sufrido una gravetorcedura en la articulación de la rodilla, y le dolía muchísimo al caminar. Demodo que uno de los auxiliares le había fabricado una sencilla muleta para quepudiera moverse hasta que la rodilla se recuperara. Resultaba un inconveniente,reflexionó Cato, pero en cosa de un par de días estaría recuperado. Lo cual eramás de lo que podía decirse del guerrero siluro, que estaba pagando muy caro suintento de acabar con la vida del prefecto cuando no podía defenderse.

El prisionero estaba desnudo hasta la cintura. Tenía las manos atadas a laespalda, y le habían pasado el asta de una lanza por detrás, a través del hueco delos codos. Al asta habían atado una cuerda, el otro extremo de la cual se habíalanzado por encima de la sólida viga que iba de un extremo a otro del comedorde oficiales, de modo que tirando de la cuerda pusieron de pie al prisionero hastaque solo tocaba el suelo de puntillas. Acto seguido Trebelio había« administrado» al siluro una serie de golpes continuados en el estómago y lacara. No tan fuertes como para provocarle una herida que lo incapacitara, pero sílo suficiente para causarle un dolor y miedo considerables. El decurión habíaexplicado que se había capacitado como frumentario, un interrogador, y,viéndolo trabajar, Cato supo que había aprendido bien su oficio. Macro estabasentado a una mesa cercana, encorvado sobre un cuenco humeante de gachas decebada mientras observaba los procedimientos. En la mesa había una jarra devino, dos copas, y otro cuenco para el prefecto, que este aún no había tocado.

—Muy bien. —Cato carraspeó—. Pregúntale de dónde vino su grupo deguerra. Quiero saber dónde está su poblado.

Trebelio tradujo la pregunta lo mejor que pudo al idioma nativo. El siluromiró a Cato y lanzó un escupitajo de sangre y saliva en su dirección, tras lo cualmasculló brevemente. El decurión le levantó la cabeza con una mano y lepropinó un fuerte bofetón.

—Eso bastará —dijo Cato—. ¿Qué ha dicho?Trebelio le soltó el pelo al siluro, y al hombre se le fue la cabeza hacia

adelante.—Ha dicho que nos jodamos, señor.Macro bajó la cuchara de bronce y puso cara de indignación.—¡Qué descortesía! Os aseguro que la perspectiva de poner una lengua

limpia en las bocas de los bárbaros como él hace que todo valga la pena.

Decurión, dile que, si no nos muestra un poco de respeto, iré y me follaré a suhermana. Y a su madre, y también a sus hijas. Mierda, me follaré hasta a susperros de caza campeones hasta dejarlos medio muertos si no empieza acooperar un poco. —Macro agitó la cuchara—. Díselo.

Hubo un breve intercambio de palabras, y el decurión sonrió ampliamente.—Dice que por qué iban a follar sus perros contigo cuando aún hay cerdos en

el mundo.Macro lanzó una mirada feroz, pero al cabo de un momento estalló en

carcajadas y meneó la cabeza.—Este tipo tiene pelotas… Al menos por el momento —añadió en tono más

áspero.Cato le hizo un gesto a su amigo para que dejara de hablar.—Dile que acabará contándonos lo que quiero saber de un modo u otro.

Puede hacérselo fácil, o podemos continuar con esto durante el resto del día y lanoche. Tanto tiempo como se nos antoje, hasta que obtengamos lo que queremos.No es ninguna vergüenza hablar ahora y ahorrarse mucho dolor.

Trebelio lo tradujo y le pegó un puñetazo en el vientre al siluro para darmayor énfasis a las palabras del prefecto, pero el nativo soltó un gemido,respirando agitadamente, y apretó los dientes con aire desafiante. Cato ordenó aldecurión que continuara, y Trebelio arremetió metódicamente contra elprisionero con una serie continuada de golpes en el estómago, cabeza y costillas.El siluro lo soportó sin mediar palabra, solo gemía de dolor y tomaba aire demanera brusca y superficial cuando su torso tatuado le dolía demasiado pararespirar con normalidad.

—Esto no nos lleva a ninguna parte —decidió Cato un rato después—. Serámejor que intentemos abordarlo de otra manera. Decurión, bájalo y tráele unpoco de agua y pan.

Trebelio se limpió las gotas de sudor de la frente.—Si quiere podría intentarlo aplicando un poco de calor, señor. Un hierro

candente en el culo suele ser de lo más efectivo.Cato dijo que no con la cabeza.—Ahora no. Quizá más tarde, si nos hace falta. Vamos a intentar que hable

con otros métodos. Bájalo. Busca a Décimo y dile que traiga un poco de comiday agua, y un poco más de vino para mí y el centurión.

Trebelio desató la cuerda, y el siluro se desplomó en el suelo y soltó ungruñido cuando el golpe lo dejó sin respiración. Antes de salir del cuarto para ir apor agua y comida, el decurión le quitó el asta de lanza al prisionero de un tirón yle liberó los brazos. El siluro quedó tendido de lado, jadeando, hasta que recuperóel aliento y se sentó en el suelo. Luego fue arrastrándose hasta la pared, serecostó en ella y fulminó con la mirada a los dos oficiales romanos.

Macro se terminó la sopa y empujó el cuenco a un lado. Se limpió los labios

con el antebrazo.—¿Sabes, Cato? No creo que le caigamos muy bien a este tipo.El prefecto esbozó una sonrisa.—Venimos hasta aquí para compartir los beneficios de la civilización —

continuó diciendo Macro—, y así nos lo agradecen. A veces me pregunto si estosbárbaros merecen nuestras atenciones. ¿Qué tienes pensado hacer cuandoTrebelio haya terminado su trabajo?

Cato se dio unos golpecitos en el empeine de la bota con el extremo de lamuleta.

—Yo más bien pienso que este va a representar un verdadero reto para lasartes del decurión. Es un tipo duro, de eso no hay duda. Quizá tengamos quellevárnoslo con nosotros. Atarlo encima de una de las mulas e intentar volver ainterrogarlo cuando lleguemos a Bruccio. Estoy seguro de que Querto tendrá uninterrogador en la guarnición.

El siluro alzó la mirada de golpe, aunque solo por un instante. Cato vio elmiedo en su expresión antes de que el prisionero apretara la mandíbula y lomirara con odio.

—¿Lo has visto, Macro?—¿El qué?—Cómo ha reaccionado cuando mencionaste el nombre de Querto. Parece

ser que la reputación del centurión entre las tribus locales es tan infame como noshan contado.

Se abrió la puerta del comedor de oficiales, y Trebelio la sostuvo mientrasDécimo entraba cargado con una sólida bandeja de madera en la que había unajarra, tres sencillos vasos de cerámica de Samos, una cantimplora y un pequeñopedazo de pan. Dejó la bandeja sobre la mesa, echó vino en los vasos y se lospasó a los oficiales.

—Dale un poco de agua —le ordenó Cato—. Y ofrécele pan.Décimo asintió, se acercó al prisionero con cautela y se arrodilló a su lado.

Destapó el odre de agua y lo sostuvo en alto para que el prisionero lo viera. Elsiluro vaciló y, un instante después, asintió con un brusco gesto de la cabeza yabrió los labios para que el romano pudiera inclinar la boquilla hacia su boca.Bebió con avidez, empapándose el pecho de agua. En cuanto hubo terminado, seapartó y esperó a que Décimo le pusiera el pan en las manos. Hizo un esfuerzopara llevarse el pan a la boca, le dio un mordisco y masticó. Cato dejó quecomiera, y luego se volvió a mirar a Trebelio.

—Pregúntale cómo se llama.—¿Cómo se llama? —Macro frunció el ceño—. ¿Y para qué necesitas

saberlo? No tienes pensado hacerte su amigo íntimo.—Macro, deja que me ocupe de esto. —Cato le indicó al decurión que

tradujera su pregunta. El siluro miró un momento al prefecto con recelo,

mientras sopesaba los pros y los contras de decir su nombre, luego tomó unadecisión y dio su respuesta.

—Dice que se llama Turro.—Entiendo. —Cato asintió y se dio unos golpecitos en el pecho—. Prefecto

Cato. Este gruñón de aquí es el centurión Macro.Dado que Trebelio había estado golpeando al prisionero durante la última

hora aproximadamente, Cato decidió que no se ganaría nada presentando aldecurión. En cambio, continuó hablando para intentar encontrar una grieta en ladura fachada del prisionero. El hombre tenía aspecto de rondar los treinta años, yCato intentó adivinar.

—¿Tienes mujer, Turro? ¿Familia?Después de que el decurión lo hubiera traducido, el siluro tomó otro bocado

de pan pausadamente y masticó con lentitud para ganar un poco de tiempo. Catose lo permitió, y Macro, impaciente por la actitud del prefecto, se apoy ó contrala pared y se cruzó de brazos. Al final el hombre tragó el último bocado de pan ymovió la cabeza en señal de afirmación.

—Sa…Cato le dirigió una leve sonrisa.—Yo tengo esposa, en Roma. Se preocupa por mí. No veo la hora de que

termine esta campaña para poder volver con ella. O tal vez venga ella aquí parareunirse conmigo, en cuanto se hay a establecido la nueva provincia y tengamospaz.

Turro escuchó la traducción y respondió.—Dice que si los romanos volvieran al otro lado del mar y dejaran esta isla a

sus gentes, todo el mundo podría regresar con su familia.Cato meneó la cabeza con tristeza.—Desgraciadamente, no es tan sencillo. La may oría de las tribus y a se han

convertido en nuestras aliadas y han aceptado el gobierno de Roma, junto contodos los beneficios que este conlleva. Unos beneficios que tienen un precio, loreconozco. No podemos abandonar a nuestros nuevos amigos a la suerte quereserva para ellos Carataco y sus guerreros, que sin duda se vengaría de lo que élconsidera una traición. Además, la reputación del emperador depende de quetraigamos la paz a Britania, sea cual sea el coste, o el tiempo que se tarde. Ydeberías saber que, cuando Roma se propone conseguir algo, lo consigue, y nadiepuede interponerse en su camino. Díselo, Trebelio.

El siluro escuchó, y luego asintió con aire pensativo antes de responder.—Dice que los romanos y los siluros tienen mucho en común. Ninguno de los

dos está dispuesto a ceder a la voluntad del otro. Será una guerra larga.Cato se encogió de hombros.—Puede ser. Pero lo dudo. Nuestros soldados son los mejores del mundo

conocido. No hay duda en cuanto al resultado, Turro. Créeme. Si los siluros

continúan siguiendo a Carataco, serán conducidos por una senda que termina enla destrucción. Y por el camino solo hay sufrimiento, para ambos bandos. Seríamucho mejor afrontar la realidad, y que los guerreros de los siluros buscaran lapaz con Roma. Entonces podré regresar con mi esposa y tú, Turro, podrás volvercon tu familia. Eso estaría bien, ¿no?

El prisionero sonrió y contestó en tono pesaroso. El decurión tradujo larespuesta:

—Dice que, aunque coincidiera contigo, vuestros deseos nunca influirán enlos de vuestros líderes. El emperador y Carataco continuarán con este conflictohasta que hayamos derramado hasta la última gota de nuestra sangre. Así pues,debemos seguir luchando.

—Tú no —gruñó Macro—. Para ti la lucha ha terminado, ricura. De un modou otro.

Cato hizo caso omiso de su amigo y centró su atención en el prisionero. Elúltimo comentario del siluro le provocó un leve estremecimiento de satisfacción.De modo que estaba desencantado con su líder. Sin duda habría otros comoTurro, muchos otros. Miembros de otras tribus que habían respondido alllamamiento a las armas de todo corazón, pensando que sería una causa másgloriosa que la habitual sucesión de disputas tribales y conflictos menores.Carataco sabía cómo arengar a los guerreros, y las orgullosas tribus de lasmontañas habían respondido con entusiasmo. Pero en lugar de marchar a labatalla los habían arrastrado a una prolongada guerra de desgaste que se habíahecho más enconada con el transcurso de los meses. A diferencia de los soldadosdel ejército romano, los siluros eran granjeros y pastores. Era muy probable queansiaran regresar con sus familias al calor de sus hogares, en lugar de andaracechando romanos soportando la lluvia y los vientos gélidos de las montañas.Cato decidió que era el momento de aprovechar su pequeña ventaja. Forzó unasonrisa mientras se dirigía a Trebelio.

—Pregúntale por qué tiene miedo del centurión Querto.El decurión pareció sorprendido por la pregunta, pero se encogió de hombros,

se volvió hacia el prisionero y la tradujo. Turro dejó de masticar de golpe, tragócon nerviosismo y se quedó mirando al suelo.

—Eso le ha llamado la atención —dijo Macro. Cruzó la habitación y clavó labota en el muslo del prisionero—. Habla.

El nativo encogió las piernas, las pegó al cuerpo, se encorvó como un perroazotado y empezó a hablar en voz baja y angustiada.

—Dice que Querto es un demonio. Que ha incendiado muchos poblados yque mata a todo ser viviente que se cruza en su camino. Hasta el último niño,perro y cordero. Es malvado y cruel, adora a dioses oscuros y hace sacrificiosde sangre en su nombre. No hay maldad que no haya infligido a los siluros.Cuando cabalga hacia la batalla, lleva consigo las pieles de los más grandes

guerreros a los que ha derrotado. Bebe la sangre de aquellos a los que mata, y secome su carne. Los que van con él son esclavos de su voluntad y siguen suejemplo. Adondequiera que van dejan una estela de muerte y devastación a supaso. Son…

Trebelio, un tanto confundido, pidió al prisionero que repitiera las últimaspalabras y, tras un breve intercambio, se volvió hacia los dos oficiales:

—La palabra latina que más se aproxima es « bárbaros» .—¿Bárbaros? —Macro se echó a reír—. ¡Bárbaros! ¿Los de nuestro bando?

¡Será descarado el cabrón! Trebelio, hazte a un lado, le voy a dar yo jodidosbárbaros.

—Basta ya, Macro —lo interrumpió Cato—. Déjalo en paz.El prefecto observó al prisionero con aire pensativo. Estaba claro que el

centurión Querto se había ganado una reputación aterradora entre los siluros. Yeso era bueno. Si podías infundir miedo en el corazón de un enemigo antes de quese enfrentara a ti en batalla, el combate estaba medio ganado. Claro que aquelhombre estaba exagerando los detalles. Era de esperar, cuando un rumor sealimenta de otro. Sin duda los métodos del centurión eran duros, y aprovechabaal máximo el factor sorpresa para lograr sus victorias sobre el enemigo, pero elresto eran tonterías. Historias de pesadilla. De todos modos, eso daba ventaja aCato sobre su prisionero. Miró a Trebelio, y le dijo en tono áspero:

—Pregúntale otra vez dónde está su aldea. Dile que si no me da la ubicaciónnos lo llevaremos a Bruccio y dejaremos que Querto se haga cargo delinterrogatorio.

Al oír la traducción, Turro se encogió como si le hubieran dado una patada, yCato vio que la posibilidad de caer en manos del centurión Querto lo aterrorizabade verdad. El siluro juntó las manos, se arrastró levemente hacia Cato y lesuplicó.

El decurión transmitió las palabras del prisionero con un semblante de fríasatisfacción:

—Le suplica que no lo haga. Que no lo lleve a Bruccio. Que lo lleve aGlevum en lugar de allí. Prefiere ser un esclavo antes que enfrentarse aQuerto… Luego ha rogado a sus dioses que lo salven o algo así.

Cato se inclinó hacia adelante e hincó la muleta en el pecho del prisionero.—¡Pues dime dónde está tu aldea! Dímelo, y tienes mi palabra de que no os

pasará nada ni a ti ni a tu gente. Os convertiréis en esclavos, pero escaparéis a laespada y el fuego. ¡Vamos, dímelo!

Turro emitió una especie de lamento con la garganta y dijo que no con lacabeza, debatiéndose entre el terror de enfrentarse al enemigo que lo perseguíaen sus peores pesadillas y la vergüenza de traicionar a su tribu. Apretó los dientes,inclinó la cabeza, se encogió de nuevo y volvió a retraerse.

Trebelio chasqueó la lengua.

—¿Quiere que siga con el interrogatorio, señor? Puede que ahora que le hametido miedo baste con otra paliza para que se venga abajo.

Cato lo pensó un momento. Pese al terror que sentía, aquel hombre no iba adelatar a su familia. Existía la posibilidad, por remota que fuera, de que losromanos fueran atacados antes de llegar a Bruccio. Sin duda el prisionero seaferraría a dicha esperanza… Hasta que llegaran al fuerte. Entonces no podríaevitar las consecuencias de su decisión de negarse a hablar. El prefecto meneó lacabeza.

—No. Levántalo. Llévalo fuera y átalo bien hasta mañana. Asegúrate de queno pueda hacerse daño. Será mejor que le digas al optio que ordene a loshombres de guardia que le echen un vistazo de vez en cuando. Muy bien, hemosterminado.

Trebelio saludó, y a continuación tiró del prisionero para levantarlo.—Vamos, guapo, es hora de echar un sueñecito.El decurión se llevó a Turro del comedor de oficiales y cerró la puerta al

salir.Cato hizo un gesto con la cabeza a Décimo, que estaba acuclillado en un

rincón masticando una tira de carne seca.—Quiero hablar con el optio al mando de este puesto avanzado.Décimo se puso de pie con dificultad y salió Cojeando de la habitación. Reinó

un breve silencio, hasta que Macro señaló el cuenco de comida que habíanpreparado para Cato.

—¿Te importa?El guiso se había enfriado, formando una masa pegajosa con una fina capa

de grasa sobre la superficie. Cato meneó la cabeza otra vez.—Por supuesto que no.Mientras Macro atacaba su segundo plato, su amigo se acarició el mentón y

consideró la situación en la que se encontraban.—Cuanto más nos acercamos a Bruccio, más extrañas parecen ser las cosas.

Aunque solo fuera cierto la mitad de lo que ha dicho nuestro amigo Turro, vamosa correr un gran riesgo. ¿No te parece muy conveniente?

Macro levantó la vista del plato, deteniendo la cuchara a medio camino de laboca: unos pequeños grumos marrones cayeron de ella.

—¿Conveniente, en qué sentido?—No puede decirse que hiciéramos muchas amistades en Roma antes de

marcharnos. En realidad, Narciso nos estaba haciendo un favor al hacer que nosdestinaran a Britania lo antes posible.

—Y aquí estamos, ¿qué problema hay?—Lo que ocurre es que « aquí» resulta ser un fuerte aislado que no puede

estar más lejos, rodeado de guerreros enemigos y comandado por un hombreque parece ser un maníaco sediento de sangre. Me da la sensación de que nos

han tendido una trampa que solo puede acabar mal, Macro.—¿Quién nos la ha tendido?—¿Quién crees tú? Tiene que ser Palas. —Cato recordó al empalagoso liberto

griego que servía como consejero imperial. Con el emperador cada vez másviejo y débil, sus sirvientes se estaban posicionando para aprovecharse de lasituación cuando el sucesor de Claudio ocupara el trono. Palas se había alineadocon la nueva esposa del emperador, Agripina, y con su hijo Nerón. Este últimoya sería emperador si no fuera porque Cato y Macro salvaron a Claudio de unatentado contra su vida. Cato suspiró—. Pusimos fin al complot de Palas contra elemperador, y quiere su venganza, así como atar todos los cabos sueltos.

—Es una lástima que nada de eso lo salpicara. —Macro resopló—. Ese astutocabrón griego salió impune.

—Cierto, pero nosotros sabemos lo que hizo. Mientras sigamos vivos, Palasnos verá como una amenaza potencial. No puede permitirse que revelemos loque sabemos, aunque pocos iban a creernos. ¿Qué podría ser mejor para él queenviarnos a un lugar peligroso?

—¿No te olvidas de algo? Dudo que el fuerte se hubiera construido siquieracuando Narciso nos mandó aquí. Y tu predecesor murió poco antes de eso. Esimposible que las noticias pudieran haber llegado a Roma antes de quepartiéramos.

—Da igual. Los detalles no tienen mucha importancia. Es muy posible que,cuando Palas se enteró de que íbamos destinados a Britania, enviara un mensajea uno de los agentes que tiene aquí con órdenes de procurar ponernos en peligro.Estoy seguro de que Palas tiene a un hombre entre el personal del gobernador…,si no es el propio gobernador. Sea como sea, han conseguido enviarnos a un lugardonde haya muchas posibilidades de que nos maten. Bruccio cumpleperfectamente los requisitos, y la muerte del anterior prefecto hizo que no fueranecesario reasignarlo a un nuevo destino. De momento, a Palas le ha salido muybien su maniobra…

—Si es que esa maniobra, como la llamas tú, realmente existe —comentóMacro sin demasiado convencimiento—. Francamente, amigo, creo que tepreocupas por nada. El hecho de que nos mandaran a Bruccio no es más quecuestión de suerte, una carambola del destino.

Cato lo miró.—¿De verdad lo crees así? ¿Después de todas las maquinaciones que hemos

visto durante los últimos años? Ya sabes cómo funcionan las cosas en palacio.Décimo regresó con el optio y los interrumpió. Entraron en el comedor de

oficiales, el suboficial cerró la puerta y saludó a sus superiores.—Optio Manlio Acer, señor. Quería verme.Cato asintió con un movimiento de la cabeza.—Descansa, optio. Siéntate.

El suboficial pareció brevemente sorprendido por la informalidad que lemostraba alguien con un rango nada menos que de prefecto, pero tomó asientoen el banco de enfrente.

—Este es el último puesto avanzado antes de llegar al fuerte de Bruccio,¿verdad? A partir de aquí no hay nada. Ni siquiera un puesto de señales.

El optio movió la cabeza en señal de asentimiento.—La cuestión es que no se ha recibido ningún informe de Bruccio desde hace

más de un mes. ¿Has oído algo?—Oído no. Pero hace unos diez días vi una patrulla que se dirigía al final del

valle, señor. Un escuadrón de caballería tracia. Se quedaron mirando unmomento, y luego desaparecieron entre los árboles.

—¿Pero no recibisteis ningún mensaje? ¿Ni os pidieron suministros?El optio dijo que no con la cabeza.—Es raro, ¿no te parece? —insistió Cato.—Raro ni se acerca a describirlo, señor. Antes de que Querto tomara el

mando, el prefecto solía enviar dos escuadrones y dos centurias de legionarios aldepósito para escoltar al convoy de suministros hasta el fuerte cada diez días,siempre con regularidad. Tras la muerte del prefecto, la rutina continuó duranteun tiempo, pero luego empezaron a pasar muchos días entre los viajes deabastecimiento. Al final, dejamos de recibir peticiones para el reabastecimientoy la escolta.

Macro miró al optio.—¿Por qué no enviasteis a una patrulla a investigar?—No es mi trabajo, señor. Mis órdenes consisten en vigilar este lado del paso,

e informar a Glevum si vemos al enemigo.—Pues resulta que no es suficiente, ¿verdad? —preguntó Macro con

mordacidad—. Tardaste mucho en venir a ay udarnos antes, y ahora esto. Noestoy impresionado con tu trabajo.

Acer juntó las manos y se frotó los nudillos de una con el pulgar de la otra.—Señor, tengo menos de cuarenta hombres. Estamos en el corazón del

territorio enemigo. Si corremos riesgos innecesarios, morimos.—Para eso te alistaste, Acer. Para eso nos alistamos todos. No es una excusa.El optio abrió la boca para protestar, pero vio el brillo gélido en los ojos de

Macro y optó por agachar la cabeza con semblante avergonzado. Cato decidióque no serviría de nada socavar al optio, y volvió al tema que les ocupaba.

—Si no ha habido ninguna petición de suministros, significa que Querto y sushombres están viviendo de la tierra.

—O que han sido aniquilados —sugirió Décimo con preocupación—. Si no seha sabido nada de ellos, ¿qué otra cosa podría haber pasado?

Macro lo corrigió:—El optio dice que vio a una de sus patrullas hace diez días.

—Exactamente —coincidió Cato—. Así pues, debemos suponer que el fuertey su guarnición están intactos. En cualquier caso, pronto lo sabremos. Si podemossalir al alba, deberíamos llegar al fuerte al atardecer.

—¿Va a continuar, señor? —preguntó Décimo.—Por supuesto. Tengo órdenes de asumir el mando del fuerte.—Pero las cosas no están bien, señor. Ni de lejos. Sería una locura seguir

adelante. Al menos hasta que no sepa en qué nos está metiendo.—A pesar de todo, continuaremos hasta Bruccio.—Yo no, señor. Yo no voy a dar ni un paso más. Por la mañana voy a

regresar a Glevum, y desde ahí a Londinio.Macro sonrió.—¿Tú solo? ¿A pie, con tu pierna coja? Me parece que es más arriesgado que

continuar hasta Bruccio.—Me llevaré… una de las mulas.—¿Una de nuestras mulas? Me parece que no, Décimo.El veterano se volvió a mirar a Cato.—Puede dejarme una, señor.Cato le dijo que no con la cabeza.—Tenemos que llevar a un prisionero, así como nuestro equipaje. Pero si te

ayuda a cambiar de opinión, te daré cien denarios más si te quedas con nosotroshasta el otoño.

Macro saltó sobresaltado.—¿Cien? ¿Estás loco?Cato levantó la mano para hacerlo callar y no desvió la atención de Décimo.—Si es tan peligroso como crees, te necesitaré a mi lado. Y cuando todo esto

termine, con esos cien denarios podrías establecerte muy bien en Londinio. ¿Quédices?

Décimo adoptó una expresión consternada mientras sus temores luchabancon su avaricia. Al final, miró a Cato con amargura.

—De todos modos, parece que no tengo alternativa. No puedo quedarmeaquí. No puedo regresar a Londinio. El único camino es hacia adelante. Deacuerdo, que sean cien denarios. Acepto.

Cato esbozó una sonrisa.—Muy generoso por tu parte. Y ahora será mejor que te ocupes de nuestros

jergones. El centurión Macro y y o dormiremos aquí. Luego descansa un poco.Mañana será un día largo.

Décimo asintió con tristeza y salió del comedor. En cuanto se hubo marchado,Macro dejó escapar un suspiro y masculló:

—Me alegra ver que Décimo está dispuesto a quedarse con nosotros…Aunque los cien denarios ayudaron.

—Ya sabes cómo va. El dinero manda. —Cato enarcó una ceja—. Y en

realidad, prácticamente lo hace a gritos.El optio Acer lo miró.—Quizá su sirviente tenga razón…, señor.—¿Y eso?—No sé cómo decirlo, señor.—Bueno, pues intenta decirlo con palabras, hombre —gruñó Macro—. Antes

de que pierda la paciencia.El suboficial se encogió, pero luego respiró hondo y se armó de valor para

hablar.—No sé qué les han contado sobre lo que ha estado pasando en Bruccio,

señor, pero, a mi entender, la cosa nunca ha ido del todo bien desde que seconstruyó el fuerte. El último prefecto era…, bueno, un poco débil. Dejaba casitoda la dirección de la guarnición en manos de Querto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cato.—Se lo oí decir a los soldados que pasaban por aquí de camino a la base de

suministros. Eso, y más cosas. —El optio bajó la voz—. Dicen que Quertogobierna el fuerte con mano de hierro, y reparte los castigos más duros por lasmínimas infracciones. Dijeron que había ordenado que golpearan a uno de losoptios hasta matarlo por cuestionar su orden de no hacer prisioneros después deun ataque en una aldea local.

Macro tomó aire.—La buena disciplina es una cosa. Pero esto es ir demasiado lejos.Cato le lanzó una mirada.—¿Tú crees? Continúa, Acer. ¿Qué más has oído?—Durante un tiempo, el prefecto hizo la vista gorda, pero al final se enfrentó

a Querto. Le dijo que había presentado una solicitud para que lo trasladaran aotra unidad. Eso fue poco antes del accidente del prefecto.

Macro entrecerró los ojos.—¿Qué estás sugiriendo, optio?Acer tragó saliva con nerviosismo.—Solo les estoy contando lo que sé, señor. Pueden sacar sus propias

conclusiones. —El suboficial se cuadró y miró a Cato—. Ya he dicho suficiente,señor. Debería ocuparme de los centinelas. Después del ataque de esta tarde, hedoblado la guardia. No quiero que vuelvan a sorprenderme.

—Muy bien —asintió Cato—. Puedes marcharte.En cuanto se fue, Macro hinchó los carrillos y soltó aire.—Ahora están todos igual. Querto ha asustado a los de nuestro bando tanto

como al enemigo. Quizá tengas razón. Tal vez en todo esto haya algo más de loque yo creía.

—Pronto lo sabremos. Si todo va bien, mañana llegaremos a Bruccio. —Catoestiró la espalda y bostezó—. Y al fin conoceremos al centurión Querto en

persona.

Capítulo XV

—La cima del desfiladero debería estar justo delante… —dijo Trebelio en vozbaja, como si temiera que pudieran oírles.

Los rodeaba una niebla tan densa que ocultaba las paredes rocosas que sealzaban a ambos lados. El traqueteo de los cascos de los caballos sobre lasláminas de pizarra parecía adquirir un volumen desconcertante mientras losj inetes iban ascendiendo por el sendero que zigzagueaba hasta el altiplano. Lamontura de repuesto de Cato era una bestia sosegada y apacible que se llamabaAníbal. Por suerte, su temperamento no se parecía en nada al de su tocayo, y nocausó problemas a su j inete romano. Según los cálculos de Cato, era media tarde.Una ligera llovizna impregnaba el aire y cubría de gotas menudas las capas delos j inetes. Habían atado al prisionero a lomos de una de las mulas, y su espaldatatuada relucía con la humedad. La calma y el silencio de aquel inhóspito entornoponían nerviosos a los hombres del escuadrón, que iban mirando de un lado a otrodesconfiados mientras conducían sus monturas por la pendiente del sendero. Catose arrebujó más en la capa, e intentó no temblar.

—¿Y qué hay al otro lado del desfiladero? —le preguntó al decurión.—Un pequeño altiplano. Luego el camino baja hasta el valle y va directo al

fuerte, a unos ocho kilómetros de aquí. No tiene pérdida.—Entonces, ¿ya has estado allí?—En una ocasión, poco después de que lo construy eran.—¿Cómo es la distribución del terreno?Trebelio hizo una pausa mientras recordaba los detalles.—Está bien situado, sobre un pequeño barranco por el que fluye una rápida

corriente. El risco describe una curva que rodea un lado del fuerte, y luego hayun terreno escarpado frente a las otras dos caras, que cuentan con el foso y elterraplén habituales. Es una posición formidable, y haría falta un gran ejército eincluso un tren de asedio decente para irrumpir en ese lugar.

—¿Tiene unas buenas vistas del valle?El decurión asintió.—Eso también. Aunque con una niebla como esta no es que sirva de mucho,

y las nieblas son frecuentes en estas montañas. —Meneó la cabeza—. No alcanzoa entender por qué coño querría alguien vivir aquí, ni siquiera unos bárbaroscomo los siluros. —Se volvió a mirar a Cato—. En cuanto lleguemos a la cimadel desfiladero, voy a regresar a Glevum, señor.

—Lo sé.Se hizo una breve pausa, tras la cual Trebelio continuó hablando.—Ya les hemos escoltado más allá de lo que exigían mis órdenes, señor.—Ya lo sé. No tienes que justificarte ante mí, decurión. Estaremos bien.—Sí, señor. —El decurión dio un talonazo e hizo avanzar a su montura para

retomar su posición al frente de la pequeña columna.Siguieron cabalgando en silencio, hasta que Macro situó su caballo junto a

Cato y murmuró:—Espero que realmente estemos bien. Si los amigos siluros del chico risueño

siguen por aquí, no creo que tengamos muchas posibilidades cuando Trebelio ysus muchachos den media vuelta.

—Si el enemigo le tiene tanto miedo a Querto como parece tenerle nuestroprisionero, no creo que vayamos a correr ningún peligro una vez entremos en elvalle. En cualquier caso, no por parte de los siluros.

Macro le lanzó una mirada inquisitiva.—¿Y qué se supone que significa eso?—Ya oíste lo que dijo Acer sobre el anterior prefecto. Por lo visto, debería

tener cuidado de no acabar igual.Macro echó un vistazo a su alrededor con aire preocupado, antes de

responder con voz queda:—¿De verdad crees que Querto se atrevería a hacer algo así? ¿Cargarse a su

comandante en mitad de una campaña?—¿Se te ocurre mejor momento para hacerlo? Con el enemigo cerca y las

bajas acumulándose, ¿quién iba a cuestionar una muerte más? Siempre y cuandoel asesino tenga cuidado de no resultar demasiado evidente, podría librarse decualquier acusación. A juzgar por lo que se dice, el centurión Querto es unhombre con una vena cruel, y no permite que nadie se interponga en su camino.

—Puede que sea cierto —repuso Macro pensativo—. Pero, aun así…—¿Aun así qué? —replicó Cato secamente—. Sabemos de hombres que han

hecho cosas peores, Macro. Cosas mucho peores.—Y yo que pensaba que solo teníamos que guardarnos las espaldas mientras

estuviéramos en Roma. —Macro soltó una maldición entre dientes—. ¿Qué coñonos pasa, Cato? Allí donde acabamos tenemos que andar con cien ojos. Es comosi estuviéramos malditos o algo así. Creía que al volver a Britania habíamosdejado todo eso atrás.

Continuaron un rato en silencio por el camino que se iba allanando, hasta queel hombre que hacía las veces de explorador y cabalgaba unos metros másadelante dio una voz. Trebelio ordenó a la columna que se detuviera deinmediato, y llamó al j inete para que informara.

—¡Algo por delante, señor, en el camino!—¿Qué es?—No puedo distinguirlo bien. Había un hueco en la niebla, ahora ha

desaparecido otra vez. —La voz del hombre dejó traslucir su nerviosismo, yMacro agitó las riendas para que su caballo avanzara.

—Ya me he hartado de tanta tontería. Vamos.Por un momento, Cato sintió una chispa de irritación por el hecho de que su

amigo tomara la iniciativa antes de que él pudiera reaccionar. Dio un talonazo enlos flancos de Aníbal, y fue detrás de Macro. Cuando pasaron junto al decurión,Macro le hizo una seña.

—Tú también, machote.Los tres oficiales avanzaron al trote unos cien pasos siguiendo el camino,

hasta que vieron aparecer por entre la niebla arremolinada la figura delexplorador que, con la lanza lista en la mano, escudriñaba las inciertas sombrasde más allá.

—¿Qué has visto? —preguntó Macro cuando frenó su caballo junto al soldado—. ¡Suéltalo, muchacho!

—Había algo en el camino, señor.—¿Algo? —gruñó Macro—. Intenta ser más específico. ¿Algo o alguien?El soldado tragó saliva.—Me pareció ver a un hombre, señor, plantado en el camino. Solo fue un

momento, luego la niebla se hizo más densa.—¿Él te vio?—No estoy seguro. No parecía moverse. Ni siquiera cuando le di el alto

reaccionó. Y tampoco respondió, señor.—Entiendo. —Macro miró un momento hacia adelante entrecerrando los

ojos—. Y desde entonces nada. ¿Ningún indicio de movimiento? ¿Ningún sonido?—No, señor. Nada.Macro se volvió a mirar a Cato.—¿Qué le parece, prefecto?Cato notó que se le aceleraba el pulso y contuvo el impulso de ponerse a

temblar que crecía en la base de su espalda. Su pierna herida aún le producíaescalofríos. Tal vez incluso tuviera algo de fiebre. Tragó saliva y respondió contoda la firmeza de la que fue capaz:

—Creo que deberíamos ir a comprobarlo nosotros mismos, centurión. —Sevolvió hacia el decurión—. Trebelio, si oy es algo, ven de inmediato con tushombres. ¿Entendido?

Trebelio asintió, pero no se ofreció para unirse a sus superiores, queavanzaron al paso con sus caballos.

La niebla se cernía sobre el paisaje como un velo que se agitaba con elmenor soplo de aire. Era una niebla densa que aquí y allá se aclaraba en algunaszonas para luego volver a cerrarse. Una calma sobrecogedora y una sensaciónde amenaza caía sobre los dos j inetes por todos lados. Un caprichoso soplo de lasuave brisa reveló entonces el camino por delante, y vieron surgir de la nieblauna forma delgada a unos cincuenta pasos de distancia. Los dos detuvieron loscaballos de inmediato.

—¿Qué es eso? —Macro entrecerró los ojos—. Tú tienes mejor vista que yo.¿Eso es un hombre?

—Creo que sí, pero no se mueve.Cato decidió que, si era un hombre, había algo raro en su postura. Inspiró

profundamente y gritó:—¿Quién anda ahí?No hubo respuesta, y seguía sin percibirse ninguna señal de movimiento, por

lo que, después de un corto intervalo, Cato hizo avanzar a su montura al paso,seguido de cerca por Macro.

—Esto no me gusta —masculló el centurión—. ¿Y si es otra emboscada?—Si lo es, están haciendo todo lo posible para no pillarnos por sorpresa.Pese a su tono calmado, a Cato le palpitaba el corazón en el pecho y tenía las

manos sudorosas por la inquietud mientras avanzaba el primero por el camino.Miró a ambos lados, aguzando la vista y el oído por si percibía algún ligeromovimiento, pero todo estaba igual que antes. Poco a poco, mientras seacercaban, la figura que tenían delante se fue perfilando y adquiriendo nitidez.No había duda de que era un hombre, y al final pudieron ver por qué no se habíamovido ni respondido cuando Macro le dio el alto. Estaba desnudo y había sidoempalado en una sólida estaca de madera clavada en medio del camino. La pielpálida y moteada del hombre estaba cubierta de dibujos nativos, y su cabeza yextremidades colgaban inertes. Al acercarse más, Cato vio que la estaca leatravesaba la ingle, y que la madera estaba cubierta de una mancha oscura quetambién se encharcaba en el suelo en torno a la base del palo.

—¿Qué demonios es esto, en nombre del Hades? —preguntó Macro en vozbaja.

—Un mojón, diría y o. Querto está marcando el límite de su territorio, yadvirtiendo a aquellos que osen entrar en el valle.

—¿Advirtiendo a quién? ¿Al enemigo o a nosotros?—Yo diría que a ambos. ¿Por qué si no iba a ponerlo aquí, donde pueda

encontrarlo una de nuestras patrullas? —La última palabra se le atoró en lagarganta al divisar otro cuerpo en una estaca, a cierta distancia a un lado delcamino, y luego otro más enfrente, formando una línea perpendicular a la rutaque conducía al valle de más allá—. Hay más, Macro, mira…

Los señaló, y su amigo soltó una maldición. Se quedaron mirando los cuerposun momento, hasta que Macro dio media vuelta e hizo bocina con la mano.

—¡Decurión! ¡Trae a tus hombres! Es seguro.Cato le lanzó una mirada sorprendida.—¿Seguro?—Estos tres no van a suponer una gran amenaza, ¿verdad?Cato miró los cadáveres.—No, ellos no.Se oyó el estrépito sordo de los cascos sobre las piedras sueltas de pizarra, y

Trebelio y el resto de la columna aparecieron por entre la niebla y se detuvieron

frente a la hilera de estacas. Aunque la may oría de aquellos soldados habíanexperimentado los horrores de la guerra, Cato vio que los hombres más próximosa él empalidecían. El prisionero, que iba colgando sobre el lomo de una de lasmulas de Décimo, alzó la mirada y abrió los ojos con terror al ver a los hombresempalados. Empezó a hablar atropelladamente, en un tono suplicante ydesesperado.

—¡Décimo! —gritó Macro—. Hazlo callar.Décimo asintió con un gesto. Hizo dar la vuelta a su mula para acercarse al

prisionero y alzó el puño con gesto amenazador. Turro se encogió, cerró la bocade golpe y miró al romano con recelo.

—¿Quiénes son? —preguntó Trebelio.—Siluros, supongo. —Cato señaló las pinturas del hombre más próximo—.

Podemos averiguarlo enseguida. ¡Décimo! Trae aquí al prisionero.Las mulas avanzaron al trote. Al ver los tres cuerpos, Turro se quedó con la

boca ligeramente abierta y empezó a temblar.—Pregúntale si son de los suy os.Trebelio tradujo la pregunta, y Turro asintió moviendo la cabeza con

preocupación.—Entonces esto es obra de Querto, seguro —dijo Macro—. Es lo único que

tiene sentido.Estaba a punto de continuar, cuando el hombre empalado que estaba más a la

derecha emitió un débil gemido. Las cabezas de los j inetes se volvieron hacia lafigura, y Cato vio que se movía levemente, esforzándose por poner los piescontra la áspera madera de la estaca.

—¡Por Mitra! —A Décimo le tembló la voz—. ¡Está vivo!Cato pasó la pierna por encima del arzón de la silla, se deslizó hasta el suelo y

se dirigió hacia aquel hombre caminando sobre la hierba. Macro le siguió,mientras los demás se quedaban mirando. Cuando llegó hasta él, Cato vio que eraun guerrero joven, de no más de veinte años y de extremidades delgadas. Supelo, apelmazado y pegado a la cabeza por la lluvia, le caía sobre los hombros.Tenía los ojos medio abiertos, y los puso en blanco al tiempo que soltaba un débilpero penetrante gemido de dolor. Cato vio que intentaba apoyar los pies contra laestaca para levantar su peso, pero las plantas resbalaban irremediablementesobre la madera húmeda, y la ingle se asentaba de nuevo en la punta con unhorrible cruj ido húmedo. El dolor de aquel tormento debía de ser insoportable.De pronto, el prefecto lo entendió: el joven guerrero no intentaba librarse de laestaca, solo esperaba poner fin a su sufrimiento hundiendo más la punta en susórganos vitales. Cato apenas pudo reprimir las náuseas. Miró a Macro paraordenarle que pusiera fin al sufrimiento del siluro, pero al ver el rostroconsternado del centurión se dio cuenta de que no sería una orden justa. Si esoera lo que quería, no tenía derecho a obligar a su amigo a hacerlo. Apretó los

dientes y desenvainó la espada. Tras una breve vacilación, se armó de valor parallevar a cabo aquella horrenda tarea, avanzó y alzó la punta del arma hasta quetocó la carne desnuda del hombre, justo por debajo de la caja torácica. El siluroabrió los ojos de par en par, llevó la mirada hacia Macro y luego la bajó y laposó en Cato. Este se fijó en que el joven tenía los ojos de un azul intenso:prefería centrarse en su mirada, pues intentaba desesperadamente desviar laatención de otros detalles.

El siluro masculló algo entre sus labios agrietados, unas palabras quepronunció en voz baja y tono suplicante, tras lo cual asintió con la cabeza e hizouna mueca, obligado por el terrible dolor que le causaba incluso un movimientotan leve como aquel.

Cato tensó el músculo, echó la espada hacia atrás una corta distancia y lahundió en la piel suave por debajo de las costillas, hasta que la punta penetróhacia arriba y llegó al corazón. El siluro echó la cabeza hacia atrás y soltó unfuerte grito ahogado. Su cuerpo se tensó cuando el prefecto retorció la hoja, aizquierda y derecha, para luego retirarla de un tirón. Un chorro de sangre saliódetrás de la espada y salpicó el suelo por debajo de la estaca, donde una volutade vapor apenas visible se alzó en el aire. El siluro empezó a temblarviolentamente y a respirar con jadeos irregulares y entrecortados a medida quese iba debilitando, hasta que al final su cuerpo quedó inerte y la cabeza cayócontra el pecho. El cadáver colgaba de aquella estaca como una lonja de carneen una carnicería. Cato se esforzó por mantener la expresión neutra mientras seagachaba para limpiar la hoja de la espada en una mata de hierba. Quitó toda lasangre que pudo, y luego se irguió y volvió a meter la espada en la vaina con unfuerte golpe seco. Al darse la vuelta, vio que todo el grupo le observaba.

—Ya hemos terminado aquí. Es hora de seguir adelante.Hubo una pausa, y al cabo Trebelio se aclaró la garganta.—Disculpe, señor, pero aquí es donde mis hombres y y o damos media

vuelta.—¿De qué estás hablando?—Aquí empieza el valle, señor. Como usted mismo ha dicho, estos cuerpos

señalan el territorio que controla el fuerte. A partir de aquí estará a salvo hastaque llegue a su nuevo puesto de mando.

Cato se quedó mirando al decurión, y vio que disimulaba muy mal su miedo.—Puede que tengas razón, pero preferiría que tú y tus hombres nos

escoltarais hasta que tengamos el fuerte a la vista antes de dejarnos. Solo paraque puedas informar al legado de que hemos llegado de una pieza y nodesaparecimos en algún punto del camino. No sé si me entiendes.

Trebelio asintió moviendo lentamente la cabeza.—Le entiendo, señor. Pero, como ya he dicho, voy a volver atrás.Aquello fue demasiado para Macro, que se volvió hacia el decurión con una

mirada feroz.—¡Más bien nos abandonas, cobarde! ¿De qué tienes miedo? —Macro hizo un

gesto en dirección a los cuerpos que colgaban de las estacas—. ¿Acaso crees queestos cabrones van a bajar de un salto y a darte una buena paliza? ¡Por todos losdioses, Trebelio, échale un par!

El decurión apretó los dientes y respondió en tono frío y apagado:—No soy ningún cobarde. Llevo luchando en esta maldita isla los últimos

ocho años, como la mayoría de mis hombres aquí presentes. Me quedan cincoantes de licenciarme. De modo que obedezco las órdenes al pie de la letra. Y misórdenes dicen que mis hombres y y o teníamos que escoltarle a usted y alprefecto hasta este valle. Así lo hemos hecho.

—Pues voy a darte nuevas órdenes —interrumpió Cato—: te ordeno que nosescoltes hasta Bruccio.

El decurión no respondió, en vez de eso se quedó mirándolo con actituddesafiante. Cato decidió enfocarlo de otro modo. Continuó hablando en tono másrazonable.

—Mira, Trebelio. Ya sabes lo que te espera cuando llegues a Glevum. Van ahacerte responsable de la pérdida de tu estandarte en el puesto avanzado. Sivienes con nosotros hasta Bruccio, te doy mi palabra de que intercederé por tiante el legado.

El decurión consideró la oferta, pero meneó la cabeza con pesar.—Lo siento, señor. No voy a seguir. Y aunque accediera a hacer lo que me

pide, dudo que alguno de mis muchachos quisiera seguirme.Cato se lo quedó mirando fijamente un momento, dándole la oportunidad de

cambiar de opinión, pero Trebelio le aguantó la mirada y guardó silencio. Elprefecto soltó un suspiro de frustración y decidió hacer un último intentoapelando a la disciplina. Se dirigió a su montura, tomó las riendas y se encaramóa la silla.

—Bueno, pongámonos en marcha.La respuesta a su orden fue el silencio. Ninguno de los hombres se movió.Cato notó que se le aceleraba el pulso, y de pronto el aire frío dio la impresión

de serlo aún más. Trebelio le sostuvo la mirada inexpresivamente, y sus hombrespermanecieron en sus sillas dispuestos a seguir su ejemplo.

—¡Ya habéis oído al prefecto! —gritó Macro—. ¡Formad en columna ypreparaos para avanzar!

—No…, señor —respondió Trebelio con voz lo bastante alta para que leoyeran sus hombres—. Nosotros recibimos órdenes del legado. Ordenes que sinduda tenían una razón de ser que no cuestionaré de ningún modo. Ni usted ni elprefecto pueden cambiar eso. ¡Columna! ¡Media vuelta y en formación!

—¡Ah, no, de eso ni hablar! —gruñó Macro al tiempo que agarraba laespada. Se oyó un suave roce cuando la hoja empezó a salir de la vaina.

Cato dio un tirón apresurado a las riendas, situó su caballo entre Macro y eldecurión y dijo entre dientes:

—No lo hagas, Macro… Trebelio y sus hombres están aterrorizados. Siintentas amedrentarlo puede pasar cualquier cosa.

—Pero…—Olvídate de ellos. Es una orden.Macro frunció el ceño un instante, acto seguido se encogió de hombros con

frustración y volvió a deslizar la espada en su sitio.—Al menos alguien obedece las órdenes por aquí…Se quedaron mirando a Trebelio y sus hombres, que se apresuraron a formar

en columna de a dos. Cuando estuvieron preparados, el decurión se volvió en lasilla para saludar a sus superiores.

—Deberían procurar llegar a Bruccio antes del anochecer. Buena suerte.Cato lo saludó con la cabeza, en tanto que Macro tensó la mandíbula y

masculló:—Que te jodan a ti también.Trebelio levantó el brazo.—¡Columna, adelante!Los j inetes pusieron los caballos al trote y emprendieron de nuevo el camino

hacia el desfiladero. El último de ellos no tardó en desaparecer en la niebla, yCato y los demás siguieron oy endo el ruido de los cascos de los caballos duranteun rato más, hasta que se hizo el silencio y se quedaron solos. Décimo miró enderredor con preocupación y se mordió el labio.

—¿Y ahora qué, señor? No es demasiado tarde para irnos con ellos.—Piensa en la recompensa —respondió Cato con delicadeza. Miró el cadáver

del joven siluro—. No tiene sentido continuar aquí.Macro asintió.—La conversación es un poco limitada, la verdad. Solo espero que

encontremos pronto a alguien vivo, y que sea de nuestro bando. Toda esta nieblay este silencio están empezando a cabrearme.

—¡Qué mejor razón para ponerse en marcha! —dijo Cato con una sonrisa.El prefecto chasqueó la lengua y condujo a su caballo hacia el camino

evitando pasar junto al cadáver, y Macro y Décimo espolearon a sus monturaspara situarse junto al prefecto. El viejo legionario dio un tirón a la cuerda atada alas mulas, que profirieron un rebuzno amortiguado y avanzaron tras ellos. Elprisionero mascullaba plegarias a sus dioses mientras seguían adentrándose en laniebla. El camino descendía a lo largo de poco más de kilómetro y medio hasta ellecho del valle. En ese punto, una suave brisa empezó a disipar el velo de nieblagris leve y gradualmente, y pudieron distinguir las laderas que surgieron a amboslados. Décimo fue el primero en darse cuenta, y utilizó la fusta contra la grupa dela mula para acercarse más a los dos oficiales.

—Señor, alguien nos viene siguiendo…Cato y el centurión aminoraron el paso hasta detenerse, y se volvieron sobre

las sillas de montar. Los tres miraron atrás por un momento, aguzando el oído. Alcabo, Macro suspiró intensamente.

—Son imaginaciones tuy as, Décimo. El único peligro que corres en este lugares la posibilidad de cagarte de miedo.

Décimo le dijo que no con la cabeza.—¡Shhh! Escuche.—¿Qué crees haber oído? —preguntó Cato tras un breve silencio.—Un caballo… Caballos. Estoy seguro, señor.—Bueno, pues yo no oigo nada.—Lo que yo decía —terció Macro con desdén—, se está asustando por nada.Entonces oyeron un débil relincho a cierta distancia por detrás de ellos. Se

quedaron los tres helados, y Cato notó un gélido cosquilleo recorriendo suespalda.

—¿Por nada, eh? —murmuró Décimo—. Se lo dije, señor. ¿Qué hacemos?¿Salimos corriendo? ¿Buscamos un lugar para escondernos? Si nos alcanzan, seasegurarán de hacernos lo mismo que Querto les hizo a sus compañeros. O algopeor.

Macro lo miró y enarcó una ceja.—¿Peor? Creo que debo de haber subestimado tu imaginación… ¿Qué opinas,

Cato, deberíamos dar media vuelta y afrontar lo que venga?—No. No tenemos ni idea de cuántos son. Lo mejor será seguir adelante y

hacerles pensar que aún no los hemos descubierto. Décimo, mantente atento. Site parece que se acercan más, dímelo enseguida. Buscaremos un lugar paraponernos a cubierto sobre la marcha. Ya no podemos estar muy lejos de Bruccio.Puede que incluso nos topemos con una patrulla. Vamos.

Continuaron por el camino, Cato y el centurión vigilando los flancos y elfrente, mientras Décimo volvía la vista atrás nerviosamente cada pocossegundos. Los j inetes que iban tras ellos no parecieron hacer ningún intento deacercarse más, y si no fuera por algún que otro relincho apagado o el débilgolpeteo de los cascos contra la piedra y la turba, costaba creer que no estuvieransolos en aquel paisaje etéreo y amenazador, territorio del frío, la humedad y lassombras. Cuando habían recorrido unos ochocientos metros más, Macro puso sucaballo a la altura del de Cato y dijo en voz baja:

—Hay más a la izquierda…Cato asintió con la cabeza.—Los he visto hace un momento.—¿Y no has dicho nada?—No quería asustarte.—Ja… ya veo… —entonó Macro con rostro inexpresivo mientras ambos

mantenían la cabeza al frente sin dejar de mirar a la izquierda para no perderlosde vista. El terreno era más llano, y el valle se extendía a ambos lados bajo laniebla cada vez más fina. A unos cuatrocientos metros a su izquierda, había unazona con árboles. Un pequeño bosque. Avanzando entre la maleza vieron una filade j inetes, diez en total. Estaban demasiado lejos para distinguirlos con detalle.Cato tuvo un repentino presentimiento y miró a su derecha. Otro grupo de j ineteslos estaba siguiendo a una distancia similar.

—Me temo que hemos caído en una trampa, Macro, o debería decir quehemos cabalgado hacia ella. Mira allí.

—Hizo un gesto sutil, Macro volvió la cabeza y soltó una maldición entredientes.

—¿Por qué no atacan? —preguntó Macro—. ¡No me dirás que no se dancuenta de que tienen ventaja!

Cato valoraba rápidamente sus opciones. No había otra salida más que seguiravanzando. A menos de un kilómetro por delante, el camino entraba en un bosqueque se extendía un buen trecho por el lecho del valle. Si podían llegar al bosquecon ventaja suficiente respecto a sus perseguidores, quizá lograran salir delcamino y esconderse entre los árboles.

—¡Señor! —Décimo lo llamó en voz baja—. ¿Lo ha visto? ¡Están por todaspartes!

—Ya los veo —respondió Cato con calma—. Tú no hagas caso. No hagasnada hasta que yo dé la orden.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Macro.Cato no respondió. Calculó la distancia que quedaba y la dirección que

tendrían que tomar los perseguidores para alcanzarlos. Habría que dejar atrás alas mulas. Esas bestias tal vez eran fuertes y resistentes, pero también demasiadolentas. Como era habitual en él, Cato consideró todas las alternativas, inclusoabandonar a Décimo a su suerte, para que Macro y él tuvieran al menos unaposibilidad de escapar. Pero, como también solía hacer, desechó aquella idea alinstante. Dictara lo que dictara la lógica, existía un código de conducta que éljamás había traicionado. Un código honorable que iba más allá de los queostentaban el mando. No, sacrificar a Décimo no sería algo propio de él.

Cato aminoró el paso de su caballo para ponerse a la altura de su sirviente yle dijo en voz baja:

—Cuando yo lo diga, Décimo, baja de la mula y salta a la grupa de micaballo.

—¿Y el prisionero? —preguntó Macro.—Lo dejaremos atrás con las mulas. Si estos j inetes son siluros, con un poco

de suerte se detendrán para liberarlo, y eso nos dará un poco más de tiempo.—¿Qué piensas hacer, muchacho? —preguntó Macro.—Cabalgaremos a toda velocidad hacia aquella línea de árboles. Ellos se

verán obligados a cabalgar campo a través para seguirnos, y perderán un pocode terreno. Si llegamos hasta los árboles con ventaja suficiente, podremos salirdel camino y despistarlos en el bosque.

—Es una locura —protestó Décimo—. Nos darán caza como a perros.—Puede ser. Pero yendo dos en mi caballo, nos atraparían enseguida en

campo abierto. Tendremos más posibilidades de escapar de ellos en el bosque.Décimo tensó la mandíbula, miró al prefecto y dijo con amargura:—Debería haberme quedado en Londinio…Macro escupió a un lado.—Empiezo a pensar lo mismo.—¡Silencio! —ordenó Cato—. Estad preparados para cuando dé la señal.Cuando se encontraban a unos centenares de metros de la linde del bosque,

Cato se fijó en que los j inetes se estaban acercando por ambos lados. Decidió quehabía llegado el momento de actuar. Inspiró profundamente, frenó el caballo y ledijo a Décimo con firmeza:

—Es el momento. ¡Sube!Décimo se deslizó de la silla de su mula, y Cato le ofreció la mano para

ayudarlo a trepar a la silla detrás de él. En cuanto el hombre estuvo bienagarrado en el arzón trasero, el prefecto espoleó a Aníbal.

—¡Adelante, Macro! ¡Tan rápido como puedas! ¡Yo te seguiré!El centurión empezó a palmear la grupa de su montura, se inclinó hacia

adelante y la condujo en dirección a los árboles distantes. Las mulas, asustadaspor aquella acción repentina, rebuznaron y trotaron tras los caballos durante uncorto trecho, hasta que la carga del bagaje y el prisionero las obligaron aaminorar la marcha. Al ver que no podían seguir el ritmo de los caballos,terminaron por detenerse y se quedaron allí, vacilantes, en fila a lo largo delcamino, abandonadas a su suerte.

En cuanto se dieron cuenta de lo que tramaba su presa, los j inetes de ambosflancos se lanzaron al galope y se dirigieron hacia el claro que había antes de lalínea de árboles, allí donde el camino penetraba en el bosque, con la intención decortar el paso a los romanos. Macro ya se había adelantado una corta distancia, yCato estuvo tentado de llamarlo para que no los dejara atrás. Fue una ideaabsurda e indigna de él, y la desechó al instante, al tiempo que apretaba losdientes e hundía los talones para obligar a su montura a aumentar el ritmo,levantando piedras pequeñas y terrones de hierba a su paso. El frío y elentumecimiento desaparecieron con la ansiosa y acalorada emoción de lapersecución, y los detalles del mundo que lo rodeaba saltaban ante sus ojosmientras los poderosos músculos del caballo galopaban hacia la seguridad de losárboles.

—¡Vamos, Cato! —gritó Macro por encima del hombro—. ¡No te quedesatrás!

Los j inetes que los perseguían se encontraban ya tan cerca que sus gritospodían oírse incluso por encima del estrépito de los cascos que retumbaban en elvalle. Pero Cato no pudo distinguir las palabras, y se inclinó un poco más en lasilla, obligando a Décimo a agarrarse con más fuerza. Los árboles se les vinieronencima por ambos lados, y el camino entró en el bosque. La ruta continuaba máso menos recta durante un centenar de metros, luego describía una curva en tornoa un grupo de robles altos y desaparecía de la vista.

—¡Macro! —El fuerte impacto del galope del caballo hacía que a Cato leresultara difícil gritar sus órdenes—. ¡En cuanto pasemos… esos robles… sal delcamino… a la derecha!

Macro asintió con la cabeza, y los dos caballos siguieron el estrecho caminoruidosamente. Cato se arriesgó a mirar atrás, pero no vio a sus perseguidores.Entonces, cuando ya estaban a una corta distancia de la curva, oyó un gritoexcitado, se volvió de nuevo y vio que el primero de sus perseguidores ya habíallegado al sendero del bosque, a apenas cien pasos de distancia. Cato pensófugazmente que aún tenían suficiente ventaja para que su plan saliera bien, yespoleó más aún a su caballo. Cuando enfiló la curva, vio que Macro ya estabarodeando las zarzas y ramas caídas al pie de los viejos robles y desaparecía de suvista. Cato notaba los flancos de su caballo contra las pantorrillas, hinchándose ycayendo como fuelles mientras el animal avanzaba con dificultad bajo el peso delos dos hombres. Ya estaba aminorando la velocidad, a pesar de que el prefectole animaba a seguir desesperadamente. Llegaron a los robles, y Cato se inclinóhacia un lado mientras el caballo tomó la curva al galope, pero cuando sedisponía a forzar al animal para lanzarse hacia el bosque, vio a Macro a no másde diez pasos delante de él, parado en medio del camino y espada en mano,mientras su montura resoplaba y golpeaba el suelo con los cascos. Cato dio unfuerte tirón a las riendas, con lo que su caballo se encabritó bruscamente hacia laizquierda y rebotó contra el cuarto trasero del otro animal con un relinchoasustado. La violenta parada arrojó a Décimo hacia adelante, y golpeó a Cato detal modo que a punto estuvieron de salir volando por encima de Aníbal.

El prefecto se irguió de inmediato.—Macro, ¿qué diablos…?Entonces los vio. A no más de quince metros por delante de ellos, el camino

se hallaba bloqueado por más j inetes que miraban a los romanos en silenciodesde sus sillas. Llevaban unas capas negras, y el pelo les caía lacio hasta loshombros. Todos ellos iban armados con una lanza y un escudo ovalado. Eso fuetodo lo que Cato pudo observar, antes de que el sonido de unos cascos que seaproximaban rápidamente por detrás desviara su atención.

—Estamos jodidos… —gimió Décimo mientras Cato bajaba la mano ydesenvainaba la espada.

—¡Cállate! —gritó el prefecto, que acercó su caballo al de Macro.

—A la mierda el plan —dijo el centurión con una sonrisa forzada—. ¿Y ahoraqué? ¿Nos abrimos paso a la fuerza?

Cato dijo que sí con la cabeza.—Es lo único que podemos hacer. ¿Preparado?Ambos agarraron con firmeza las empuñaduras de sus espadas y apretaron

las piernas contra los costados de las monturas, preparándose para cargar. Catooyó un roce sordo cuando Décimo desenvainó también su arma.

Tras ellos se oy ó un repentino retumbo de cascos y gritos de alarma cuandosus perseguidores llegaron a la curva, se toparon con el obstáculo y se detuvierondesordenadamente. Cato decidió que aquel era el momento de atacar, mientrasreinaba el desconcierto entre al menos algunos de sus oponentes. Ya estabatomando aire para soltar su grito de batalla, cuando una voz grave hendió el airecon un grito autoritario. Una figura surgió de entre las filas de hombres quebloqueaban el camino por delante. Hizo avanzar a su magnífico caballotranquilamente, y luego lo hizo girar de forma que quedara perpendicular alcamino, con el cuello enhiesto, las orejas erguidas y el aliento saliendo de susollares en forma de vapor. A Cato le latía el corazón tan rápido que estaba segurode que sus dos compañeros sin duda podían oírlo. Miró fijamente al hombre queles hacía frente. Al igual que los demás, llevaba el pelo sujeto hacia atrás con unacinta ancha, de modo que su negra melena se abría en una ancha cola. Tenía unafrente prominente, y sus ojos oscuros y hundidos centelleaban sobre una barbaespesa que le cubría la mandíbula. Aunque llevaba capa, Cato vio que suconstitución era enorme, y que sus brazos desnudos eran como jamonescubiertos de vello oscuro. El guerrero los miró impasible, mientras los suyosesperaban que les diera una orden, con las lanzas preparadas para abatir a los tresromanos que habían osado adentrarse en el corazón de aquellas agrestesmontañas.

Hubo una pausa que hizo que cada instante persistiera en los aguzados sentidosde Cato, que captó todos los detalles visuales, todos los sonidos y olores de lo quepodrían ser los últimos minutos de su vida. Luego la figura se recostó hacia atrásen la silla y apoyó la mano izquierda en la cadera.

—¿Quiénes sois? —preguntó en latín.—Romanos —contestó Macro.—No me digas —replicó en un tono un tanto divertido—. Bueno, pues es una

lástima. Había esperado dar ejemplo con algunos más de esa escoria de siluros…¿Qué estáis haciendo aquí?

Cato se irguió en la silla y envainó la espada.—Soy el prefecto Quinto Licinio Cato. Este es el centurión Lucio Cornelio

Macro. Me han enviado para asumir el mando del fuerte de Bruccio. Supongoque sois tracios de la guarnición.

El hombre asintió.

—¿Y quién eres tú? —preguntó Macro, que bajó la espada pero la mantuvofirmemente agarrada al costado.

El hombre chasqueó con la lengua e hizo avanzar su caballo hacia losromanos. Se detuvo de nuevo, justo delante de ellos, y levantó la cabeza. Sus ojososcuros se clavaron en Cato.

—Soy el centurión Querto.

Capítulo XVI

La niebla y a se había disipado del todo cuando los j inetes salieron del bosque ysiguieron el camino por el terreno abierto. Las nubes aún cubrían el cielo, y el solno era más que una débil presencia entre el velo gris que se cernía sobre elpaisaje. Una suave llovizna se sumaba a la incomodidad de Cato y suscompañeros mientras cabalgaban con los auxiliares tracios. En cuanto huboexaminado la autorización de Cato para asumir el mando, el centurión Querto dioórdenes para que fueran a buscar a las mulas y al prisionero. Luego reagrupó asus hombres, y condujo la columna en dirección al fuerte. Cuando llegaron aterreno abierto, envió a dos j inetes por delante a explorar, mientras él serezagaba para situarse junto a Cato y Macro.

—¿Te importa decirme de qué iba todo eso? —dijo Macro—. Ahí atrás,cuando tú y tus hombres nos dabais caza.

Querto frunció los labios, de modo que desaparecieron tras el pelo de subarba antes de responder:

—Esto es territorio siluro. O lo era hasta que establecimos el fuerte. Mitrabajo es llevar la guerra al enemigo. Una de mis patrullas os vio, antes inclusode que entrarais en el desfiladero. Con la niebla no pudieron acercarse losuficiente para identificaros como romanos. De todos modos, hace tiempo que novemos a ningún romano que no sea de nuestra guarnición.

—Eso tengo entendido —dijo Cato—. Tampoco has enviado ningún informe aGlevum desde hace tiempo. En el cuartel general, incluso hubo quien estuvo apunto de daros por desaparecidos a ti y a tus hombres.

—No tanto como para evitar que os enviaran aquí, por lo que veo.Cato y Macro cruzaron una rápida mirada.—¿Por qué has estado tanto tiempo sin ponerte en contacto con el cuartel

general? —le preguntó Cato.—Estamos rodeados por el enemigo. Si envío a un hombre con un informe, lo

más probable es que los siluros lo capturen. En cuyo caso pierdo a un hombre yde todos modos el informe no llega. Así pues, no tiene sentido. Si tuviera algoimportante que decirle al legado, me aseguraría de que la noticia le llegase sindemora. Como no ha sido así hasta este momento, sigo con mis órdenes dehostigar al enemigo. Por esa misma razón os he tendido esta emboscada con unode mis escuadrones. Estaba convencido de que erais siluros. Por cierto, caísteisde lleno en la trampa. Aunque tenía la impresión de que erais más de tres, sincontar al prisionero de ahí atrás.

—Nuestra escolta dio media vuelta en el desfiladero que conduce al valle —explicó Cato—. Allí donde encontramos a tres siluros que habían sidoabandonados para que murieran empalados. Supongo que eso es obra tuy a.

—Me gusta que el enemigo sepa lo que puede esperar si se atreve a cruzarse

en mi camino. Hay otros avisos como esos en cada una de las rutas que llevan alvalle. Y también dejamos algunos cada vez que asaltamos una aldea o nosenfrentamos con uno de sus grupos de guerreros.

—¿Por qué?Querto se volvió para lanzarle una mirada fulminante.—Es evidente. Asusta al enemigo.Macro soltó una risa seca.—Y también asusta a nuestros muchachos.—Pues mejor que mejor. Así se apartan de mi camino —replicó con el ceño

fruncido—. No necesito que nadie interfiera en mi trabajo.—¿Tu trabajo? Querrás decir tus órdenes. Se supone que tienes que hostigar al

enemigo, no librar una batalla personal.Querto se encogió de hombros y volvió la vista al frente.—Mi valle, mis reglas. Siempre y cuando haga lo que quiere el legado.—Sí, bueno, pues ahora yo estoy al mando —terció Cato con cautela—.

Puede que cambien algunas cosas en Bruccio.—Ya veremos…—Y y a que hablamos del tema, dado que soy el nuevo prefecto, vas a

llamarme señor, centurión Querto.El otro hombre lo miró, y apenas se molestó en disimular su desprecio al

responder:—Como quiera, señor.Cato sintió que un puño gélido le atenazaba el corazón. Una nube negra y

amenazadora pareció rodear al oficial tracio. Cato prefería ser prudente. Nopodía negar que estaba bastante asustado, y no tenía ningún deseo deproporcionar a ese hombre la oportunidad de deshacerse de cualquiera que ledisputara el control de sus hombres. Decidió que lo más sensato sería hacer queQuerto fuera consciente del panorama general.

—Me imagino que habrás sufrido unas cuantas bajas desde que se construyóel fuerte.

—Algunas. Principalmente los hombres más débiles.—Entonces te alegrará saber que, en cuestión de días, una columna de

reemplazo marchará desde Glevum para unirse a nosotros.Querto le dirigió una mirada penetrante.—¿Más romanos?Cato asintió.—En su mayor parte legionarios. Aunque los que sepan montar bien podrían

reemplazar a algunos de los hombres que perdiste, si lo decido así.Fue un sutil recordatorio de que el oficial tracio regresaría a su unidad, y

cedería el mando total de la guarnición a Cato.—Cuando lleguemos al fuerte espero un informe completo de tu período al

mando, junto con un inventario de suministros y una lista actualizada de losefectivos —continuó diciendo Cato—. También quiero a las dos cohortesformadas para inspección mañana al amanecer.

Querto no respondió, y Cato notó que enrojecía de furia. Se aclaró lagarganta y dijo con claridad:

—¿Has oído mis órdenes, centurión?—Sí, señor.—Pues sé tan amable de responder en el futuro.—Sí, señor —dijo Querto de manera inexpresiva—. Si esto es todo, tengo que

ir a verificar la situación con mis exploradores.—Pensé que habías dicho que este valle era tu territorio —comentó Macro—.

Y que para eso servían los hombres a los que empalaste para que el enemigo losviera, para ahuyentarlos.

—Es lo que hacen. Y los ponen nerviosos, y también sirve para recordar amis hombres la clase de guerra en la que combatimos. Ese es el destino decualquiera que permita que lo hagan prisionero. Una lección que creo que inclusovosotros dos deberíais aprender. Y cuanto antes mejor. —Miró a Macro con elceño fruncido—. Aun así, hay algunos guerreros enemigos que tienen… digamosque más carácter, y de esos podemos esperar cualquier cosa.

Espoleó a su montura y avanzó a medio galope hacia el frente de la columna,para reunirse con los exploradores que se encontraban un poco más adelante.Cato y Macro se lo quedaron mirando mientras se alejaba, con la capaagitándose en torno a su cuerpo como un remolino de cuervos.

El prefecto echó un vistazo a su alrededor. Los tracios le devolvían la miradacon firmeza, como si no les importara estar bajo el escrutinio del nuevo prefectoa cargo del fuerte de Bruccio. Muchos de ellos llevaban tatuajes en la cara, unosdibujos oscuros y arremolinados, muy distintos de los ornamentados dibujosazules que preferían los britanos. Las capas y túnicas que llevaban estaban muyraídas y manchadas, y el equipo era una mezcla del reglamentario de las tropasauxiliares, armas capturadas a los siluros y algunos ejemplos de diseño másexótico que Cato supuso que provenían de su Tracia natal.

Décimo iba al final de la columna, cabalgando al borde del camino para noperder de vista a Cato y Macro y estar tranquilo. Detrás de él, atado al arzón deuna de las otras mulas, iba el prisionero siluro con una expresión de gransufrimiento grabada en el rostro. Cato se volvió a mirar a su compañero y le dijoen voz baja:

—¿Qué estás pensando, Macro?Su amigo le respondió en tono quedo.—El centurión Querto no se lo está tomando bien.—Ya lo creo.Macro hizo un gesto discreto en dirección a los hombres que cabalgaban

detrás de ellos.—Y en mi vida he visto gentuza semejante, ni siquiera entre algunas de las

unidades auxiliares de aspecto más lamentable del ejército. Es cierto queparecen bárbaros, como dijo el prisionero. Cuesta distinguirlos de los nativos.

Cato asintió.—Tal vez sea esa su intención. Querto está y endo un paso más allá, y está

haciendo que sus hombres tengan un aspecto aún más terrorífico que los siluros.—Pues a mí no me asustan los disfraces —declaró Macro con firmeza.—A ti no hay muchas cosas que te asusten, me alegra decir.Macro sonrió ante el cumplido, pero su expresión volvió a endurecerse.—Aun así, no me gusta la situación. Tendremos que vigilar a Querto muy de

cerca. Es probable que ya esté pensando en cómo puede despacharnos sin llamardemasiado la atención del cuartel general.

—Pienso exactamente lo mismo —dijo Cato—. Y mientras él continúesembrando el miedo en los corazones de las tribus locales, el legado estarásatisfecho. Tendremos que ir con pies de plomo.

Macro asintió.—Hay otra cosa que me preocupa. Si esta gente es un ejemplo de los

hombres de la guarnición del fuerte, ¿con qué más tendremos que lidiar? No va asentarles muy bien la instrucción, y menos aún que los obliguemos a irimpecables.

—No.Cato notó cómo una gota de lluvia le caía en la mano con la que sostenía las

riendas y levantó la vista al cielo. Una franja de nubes negras se acercaba porencima de las montañas, llevada por el viento. Se puso la capucha de la capa, yse encorvó dentro de los gruesos pliegues de la tela. Cay eron más gotas, y lalluvia no tardó en cerrarse en torno a los j inetes, silbando y salpicando el suelo yconvirtiendo la superficie del camino en un brillante río de barro.

—¿Sabes? —se quejó Macro—. En momentos como este, es cuando mepregunto si no hubiera sido mejor dejar estos campos Elíseos particulares a lasgentes del lugar. ¿Para qué coño quiere Claudio añadir este infierno miserable alimperio?

—Ya sabes cómo va esto, Macro. No nos corresponde hacer las preguntas.Estamos aquí porque estamos aquí, y no hay más.

Macro se rio.—Al fin estás aprendiendo.

* * *

La lluvia siguió cay endo sin descanso durante el resto de la tarde. Cuando la luzpálida empezaba a desvanecerse, el paisaje de la parte alta del valle dio paso a lo

que una vez fueron tierras de cultivo. Unas granjas abandonadas se extendían aambos lados del camino. Aún quedaban en pie algunos grupos de chozas vacías,sin humo que saliera de sus hogares. Otras habían sido devastadas por el fuego, ysolo quedaba de ellas unas feas ruinas ennegrecidas que se alzaban del suelocomo los dientes podridos de una vieja bruja. En torno a ellas estaban los camposabandonados, cubiertos de malas hierbas y de cebada silvestre. Cerca delcamino, en la crecida hierba, Cato vio restos de animales, pieles resecascolgando sobre el hueso, tendidos allí donde los habían sacrificado. Tambiénhabía cadáveres humanos, rostros ajados y oscurecidos, cuy a piel se habíapegado a las calaveras con las cuencas de los ojos vacías. Más pruebas deltrabajo de Querto y sus hombres.

El camino llegó a la orilla de un río estrecho y seguía su curso cauce arriba.La lluvia estallaba contra la superficie del agua como una ducha de monedas deplata. Unas cuantas millas más adelante, cuando los últimos vestigios de luzdiurna empezaban y a a desvanecerse, los j inetes vieron por fin el fuerte deBruccio. Cato se irguió en la silla y miró fijamente hacia adelante. Por ladescripción que le había hecho antes Trebelio, y a tenía cierta idea de con qué ibaa encontrarse, y vio que, en efecto, habían elegido muy bien el emplazamiento.El curso del río rodeaba la baja colina sobre la que se había alzado el fuerte, yproporcionaba una defensa natural por tres de sus lados. Un atacante tendría queabandonar toda idea de asaltar los muros de turba que dominaban las escarpadaspendientes que caían hasta la ribera. El cuarto lado del fuerte estaba protegidopor un foso frente a la empalizada.

—Impresionante —admitió Macro—. Si lo ha visto, Carataco no tendrámuchas esperanzas de tomar Bruccio.

Cato asintió. Por valientes que fueran los nativos, carecían de conocimientossobre armas de asedio. Por ese motivo habían depositado tanta fe en los castrosque habían construido en abundancia. Sin embargo, si bien habían resultadoefectivos en los conflictos entre las tribus de la isla, no tenían muchasposibilidades contra las balistas y los onagros de las legiones romanas. Estosúltimos habían derribado con facilidad las empalizadas y puertas de los castros,uno tras otro, mientras que las balistas habían azotado los muros y abatido a todoslos guerreros que tuvieron la osadía suficiente de resistir y mantener su desafío alenemigo. Después de eso, sencillamente había sido cuestión de formar en testudopara aproximarse a las brechas de las defensas, lanzarse al ataque y arrollar a losdefensores que quedaran.

Hasta el momento, los britanos solo estaban empezando a descubrir manerasde contrarrestar la superioridad que los soldados de Roma tenían en el campo debatalla o en el arte del asedio. Carataco había tenido que sufrir varias derrotasantes de aprender a evitar las batallas a campo abierto con las legiones y a sacarpartido del ritmo pesado de la maquinaria de guerra romana. Ya hacía varios

años que había dedicado sus energías a atacar las líneas de suministro de laslegiones, haciendo rápidas incursiones al otro lado de la frontera y retirándoseantes de que los romanos pudieran reaccionar. Había resultado ser una estrategiaefectiva y provechosa, y además los j inetes regresaban a sus poblados cargadoscon el botín que habían conseguido asaltando villas y tendiendo emboscadas a lascolumnas de suministro y patrullas incautas. Los romanos, por su parte, trashaber perdido la iniciativa, solo podían responder a los ataques enviandocolumnas que corrían hacia el escenario de esos ataques cuando ya erademasiado tarde para intervenir. Con el tiempo, sin embargo, el gobernadorOstorio acabó por darse cuenta de que la larga guerra contra las tribus nativassolo llegaría a su fin si no había ningún refugio seguro para Carataco y susguerreros. Sin la derrota de los siluros y los ordovicos, nunca habría paz en lanueva provincia de Britania.

* * *

Ahora que el fuerte y a estaba a la vista, Querto y sus exploradores se detuvierony aguardaron a que el resto de la columna los alcanzara, tras lo cual continuaronpor el camino hacia los accesos del fuerte. Como cabía esperar, ante lasempalizadas no había las típicas chozas de los civiles que seguían a las legionesallá a donde fueran, y tampoco se había construido ninguna casa de baños. Solose alzaban unos almiares protegidos con techo de brezo, que servían de reservade alimento para los caballos. Estos, a su vez, estaban protegidos por una modestaempalizada con dos centinelas en la entrada. El camino giraba en ese punto, ysubía hacia la puerta principal de Bruccio.

—¿Qué son esas… cosas? —preguntó Macro al tiempo que señalaba cuestaarriba.

Cato se volvió en la silla, hizo visera con la mano para protegerse de la lluviay miró en la dirección que Macro había indicado. Desde las puertas del fuerte, ya ambos lados, el camino se hallaba bordeado por una hilera de postes bajos,situados a intervalos de unos tres metros a lo largo de una distancia de unosdoscientos pasos. En lo alto de cada poste había algo parecido a una tosca esfera.A Cato se le revolvió el estómago cuando imaginó lo que eran. Unos pasos másallá, pudo confirmar lo que había temido. Cabezas. Una avenida de trofeoshorripilantes en distintos estados de descomposición, con las expresionespetrificadas de dolor y terror del momento de su muerte, relucientes bajo lalluvia, con el agua goteando por los mechones de pelo que colgaban del cuerocabelludo.

Cato tragó saliva y se esforzó por controlar la oleada de asco que amenazabacon abrumarlo. Entonces, cuando alzó la vista hacia el fuerte para apartar lamirada de aquella escena digna del mismísimo Hades, vio más cabezas a lo largo

del muro: miraban al valle como si quisieran advertir a cualquier espectador queaquello se había convertido en un lugar de muerte y oscuridad. « Una oscuridadpropia de un alma humana negra como la mismísima noche» , pensó Catomientras cabalgaba en silencio junto a Macro y pasaban entre las cabezascercenadas de las víctimas de Querto y sus hombres.

Al llegar al paso elevado que cruzaba el foso exterior, se gritó una ordendentro del fuerte y las puertas empezaron a abrirse, los goznes chirriaron ycruj ieron bajo el peso de los sólidos maderos. Querto se detuvo e hizo dar lavuelta a su caballo en el camino para situarse frente a los dos oficiales que ibantras él. La lluvia había empapado su capa y su oscura cabellera, de modo queparecían fundirse en una sola mancha de un brillo apagado como la brea. Unaamplia sonrisa separó la barba de Querto, que con un gesto de la mano señaló lasombría apertura bajo las torres de entrada.

—Centurión Macro, prefecto Cato…, bienvenidos a Bruccio.

Capítulo XVII

Llamaron a la puerta, y Décimo entró al cabo de un momento y saludó con unainclinación.

—Señor, ya ha llegado el último de los oficiales. Están esperando en el salón.—Muy bien. —Cato se levantó de su silla de tijera de detrás de la mesa—.

Ay údame con la armadura.—Sí, señor. —Décimo cruzó el despacho del comandante y se dirigió hacia el

soporte de madera del que colgaban las armas y la armadura de Cato. Apenashabían pasado dos horas desde su llegada al fuerte. Al prisionero lo habíanllevado al cuartel de la guardia, y Décimo había ocupado su tiempo en deshacerel equipaje del prefecto y el centurión en el alojamiento que les habían asignadoen el edificio del cuartel general. No había sido necesario que Querto retirara suscosas, puesto que nunca había querido ocupar las habitaciones que habíanpertenecido al predecesor de Cato. Las escasas posesiones del anterior prefectono se habían tocado, y Décimo había llamado a los dos administrativos delpersonal del cuartel que quedaban para que se las llevaran a uno de losalmacenes. Aquellos funcionarios eran veteranos de edad avanzada con el pelocano, demasiado débiles para ocupar su lugar en las filas junto a sus compañerosmás jóvenes y más aptos para el combate.

Antes le habían explicado a Cato que, desde que Querto había tomado elmando, al resto del personal administrativo del cuartel lo habían sacado de detrásde las mesas para sumarlo a las tropas que el centurión dirigía contra las tribus delos alrededores. Los registros y demás archivos de las dos cohortes de laguarnición se habían abandonado, y hacía tiempo que el edificio del cuartelgeneral no se utilizaba para tales tareas. Solo quedaban ellos dos como únicosfuncionarios administrativos, y sus funciones se limitaban a los pocos trabajosque su comandante temporal se dignaba asignarles.

Cato se había cambiado la túnica y las botas que había llevado durante elviaje desde Glevum. En su lugar, se había puesto una túnica limpia, un jubón decuero adornado con tiras en los hombros y unas botas de piel blanda que eranmás cómodas y prácticas que las resistentes botas de soldado que prefería llevaren combate. Puso los brazos en cruz, mientras Décimo encajaba el peto y elespaldar de su coraza y empezaba a abrochar las hebillas. Cuando huboterminado un lado, el sirviente dio la vuelta arrastrando los pies y empezó eltrabajo en el otro, carraspeó y se dirigió a su superior:

—Esto no es lo que me esperaba, señor —empezó a decir con cautela.—No es lo que ninguno de los dos se esperaba —repuso Cato con ironía—. El

centurión Querto tiene unas ideas bastante personales sobre los deberes delcomandante de una guarnición y oficial del ejército romano.

Décimo soltó un gruñido y continuó con la siguiente hebilla.

—Nunca he visto nada parecido a este lugar, señor. Es más, no quiero volvera ver nada parecido jamás. Todas esas cabezas… Y los cuerpos abandonados enel foso. No está bien. Y esos soldados suyos…, es como si estuvieran en trance,maldita sea. Ninguno de ellos quiso siquiera dirigirme la palabra mientrasmarchábamos hacia el fuerte. Se limitaron a ignorarme, aunque pude ver ciertamirada en sus ojos. Como si…, como si tuvieran miedo de hablar demasiado.

—¿En serio? Quizá lo único que hacían era acatar una buena disciplina.Décimo abrochó la última hebilla y retrocedió un paso.—¿Eso es lo que piensa, señor?—No tengo que decirle lo que pienso a mi asistente, Décimo. Y tampoco creo

que sea adecuado que expreses tales opiniones sobre un centurión superior. ¿Estáclaro? —Cato no quería reprender a Décimo, pero tenía que saber que existíanunos límites que había que respetar, a menos que te dieran permiso paracruzarlos. El prefecto continuó hablando en tono más relajado—. Esa es laversión oficial, en circunstancias normales. Pero la situación aquí dista mucho deser normal. Por el momento, debemos andarnos con pies de plomo con elcenturión Querto. Necesito que tú seas mis ojos y mis oídos entre la tropa de laguarnición. Averigua qué ha estado pasando aquí. Mira a ver si alguno de loshombres sabe algo sobre la suerte que corrió mi predecesor, el prefecto Albino.Pero ten cuidado, Décimo. Se prudente.

—Lo seré, señor. Dado que no me dejó alternativa a la hora de venir aquí, miobjetivo es salir de Bruccio de una pieza y ganarme lo que me prometió.

—Suponiendo que viva lo suficiente para pagar mi deuda.Décimo se lo quedó mirando.—¿Tanto peligro cree que corremos, señor?Cato lo miró con expresión sorprendida.—Por supuesto que sí. Estas montañas y valles son la cuna de los guerreros

más duros e implacables de Britania.Nos odian con pasión, y lucharán hasta el final… Sí, Carataco y sus

seguidores están dispuestos a todo. Y es posible que no solo tengamos quepreocuparnos del enemigo. No voy a mentirte, Décimo. Yo tampoco he vistonunca nada parecido a este lugar. Tendré que andarme con cuidado. Y tú yMacro también. Mantente alerta en todo momento, ¿entendido?

—Sí, señor.—Bien. Espero estar siendo demasiado cauteloso y que las cosas no sean tan

malas como parecen. Quizá dentro de unos días nos reiremos de todo esto.—No sé por qué, pero lo dudo, señor.—Ya veremos. Ahora, la banda.Décimo tomó del soporte la tira de tela de color rojo intenso y la colocó sobre

la coraza rodeando el abdomen del prefecto, la anudó por delante y remetió losextremos de manera que quedara distendida y colgara formando unas ondas

decorativas.—¿Qué tal estoy? —preguntó Cato.Décimo frunció los labios.—Si estuviéramos en otra parte, diría que muy bien. Pero aquí parece fuera

de lugar, señor.Cato no respondió, se limitó a señalar su espada y Décimo le colocó la correa

por encima del hombro, acomodó la vaina a la derecha y luego subió el cuello dela túnica para asegurarse de que la coraza no rozara la piel del prefecto en ningúnpunto. Retrocedió para admirar su obra, y forzó una sonrisa.

—Parece a punto de presentarse ante el mismísimo emperador, señor.—Una última cosa. —Cato no soportaba la vanagloria, pero consideró que

afirmaría su posición en el fuerte si los oficiales se daban cuenta de que su nuevocomandante no era un niñato sin carácter que había llegado directamente de unacasa confortable en Roma—. Allí, en ese arcón. El arnés con las medallas.

Décimo hizo lo que le decía, y sacó el conjunto de discos pulidos sujetos alcuero reluciente del arnés. El prefecto se sintió complacido al ver la mirada defranca admiración en los ojos del veterano cuando le colocaba el arnés sobre elpeto. Cato lo sujetó en su sitio mientras su sirviente le abrochaba la hebilla a laespalda.

—Habrá visto mucha acción, señor. No te dan estas cosas solo porpresentarte.

—No, es cierto. —Cato sonrió brevemente—. En cuanto a lo de la acción, hevisto más que suficiente. Aunque me da la impresión de que voy a ver muchamás, y pronto, si los dioses se salen con la suy a.

—Los dioses no sé, señor, pero estoy seguro de que es lo que Carataco tieneen mente para nosotros. Y si no es él, será el centurión Querto.

—Ahora me corresponde a mí decidirlo —replicó Cato con firmeza. Inspiróhondo y se volvió hacia la puerta; se detuvo un momento para poner las ideas enorden y serenar su mente. Acto seguido, tomó el portadocumentos de cuero quecontenía su autorización para asumir el mando de la guarnición y se dirigió a lapuerta con paso resuelto. Salió al pasillo, y se encaminó al salón principal deledificio del cuartel general acompañado del sonido de sus botas resonando en lasparedes.

* * *

Cuando Cato entró en el salón, los centuriones y optios de la unidad tracia y de lacohorte de infantería de la Decimocuarta Legión estaban sentados en una seriede bancos. Unas lámparas de sebo colocadas en unos soportes de hierrodispuestos en las paredes iluminaban el espacio, y un enorme brasero que ardíaen un extremo lo calentaba.

En cuanto entró Cato, Macro se puso de pie rápidamente y gritó:—¡Oficial al mando presente!Los otros hombres vacilaron, hasta que Querto se levantó con lentitud y los

demás siguieron su ejemplo. Cato rodeó la habitación hasta llegar al espacio quehabía frente a los oficiales, y le indicó a Macro que estaba preparado.

—¡Descansen!Los oficiales tomaron asiento, y Cato les dejó un momento para acomodarse

mientras paseaba la mirada por los hombres que ahora comandaba. Habíasupuesto que habría una diferencia notable entre el aspecto de los oficiales de lacohorte de caballería tracia y los de la legión, pero enseguida se dio cuenta deque no era así. Todos iban sin afeitar, con el pelo sin cortar y sujeto hacia atrás alestilo del centurión Querto. Solo a dos de los centuriones de la Decimocuarta y asus respectivos optios se les reconocía como romanos, con el cabello corto y lastúnicas y botas reglamentarias. A Cato se le cayó el alma a los pies al verlo, ysupo que se enfrentaba a un reto may or de lo que había pensado. Tomó aire,agarró la autorización, y se dirigió a los hombres con las manos a la espalda.

—Buenas noches, caballeros. Si este fuerte es como cualquier otro, yahabréis tenido noticia de mi llegada, pero, para que conste, soy el prefecto Cato,nombrado para comandar la guarnición de Bruccio. —Sostuvo elportadocumentos en alto, abrió la tapa del tubo y sacó la autorización que llevabael sello del emperador. La alzó para que todos pudieran verla, y luego la devolvióal estuche de cuero. Señaló a Macro—. El otro oficial recién llegado es elcenturión Macro, que va a asumir el mando de la Cuarta Cohorte de laDecimocuarta. Antes de dar comienzo a la reunión, me gustaría saber más sobrelos hombres que voy a comandar. De uno en uno.

Antes de que Cato pudiera elegir al primero, Querto y a se había levantadocon los brazos cruzados.

—Muy bien. Soy el centurión Sícaro Querto, de Dacia. Era un príncipe entremi gente, hasta que me vi obligado a huir después de que mi padre fueraasesinado. Me crie en Tracia, donde fui reclutado para el regimiento decaballería y me enviaron a servir al Rin. Allí estuve, hasta que el regimientorecibió órdenes de unirse al ejército que se estaba reuniendo para la invasión deBritania. En las campañas que siguieron, fui ascendido a optio, y poco más tardea centurión. Fui dos veces condecorado por el valor en combate. A la muerte delprefecto Albino, me convertí en comandante de la cohorte, y del fuerte deBruccio, y desde entonces hemos llevado la guerra al interior del territorio siluro,hemos quemado decenas de aldeas y hemos matado a miles de enemigos. Hehecho que Roma sea una palabra temida en los territorios que se extienden entreGlevum y el mar. El enemigo sabe cómo me llamo, y mi nombre infunde terroren los corazones de todos los que lo oy en. —Extendió los brazos y apretó lospuños—. ¡Soy Querto, el que destruye a todo aquel que se atreva a interponerse

en mi camino! ¡Nadie puede derrotarme!Los demás oficiales empezaron a dar patadas en el suelo en señal de

aprobación, y el centurión disfrutó de sus elogios hasta que bajó los brazos ytodos guardaron silencio otra vez. Querto se volvió a mirar a Cato con una fríasonrisa de satisfacción.

—Estos oficiales son mis hermanos. Están al mando de mis escuadrones decaballería. —Los fue señalando de uno en uno—. Fermato, Crémax, Estelano,Píndaro, Mitrídates y Miro. Guerreros valientes todos ellos. Esos de ahí —señalóa los centuriones legionarios con un gesto— son de infantería. Los centurionesPublio Severo y Cayo Petilio. Su tarea es defender el fuerte, dado que es lo únicopara lo que están capacitados.

Los dos centuriones enrojecieron de furia y vergüenza, pero no se atrevierona responder al insulto que se les había dirigido. Querto les lanzó una mirada dedesprecio, hasta que volvió nuevamente la vista hacia Cato y ladeó levemente lacabeza.

—Llevamos meses haciendo la guerra contra los siluros sin ningunainterferencia por parte del legado de Glevum. Yo no solicité a nadie para quereemplazara al prefecto Albino. Con todo respeto, señor, su presencia aquí no esnecesaria, ni deseada. Debería regresar a Glevum. Dígale al legado que estoyllevando a cabo sus órdenes, y que continuaré haciéndolo hasta que los silurossolo existan en el recuerdo.

Cato vio que Macro empalidecía mientras escuchaba aquel torrente deinsolencia, y temió que su amigo interviniera. Se situó entre los dos y clavó lamirada en Querto.

—Centurión, no eres tú quien dice quién es necesario aquí y quién no. Tú,igual que yo, estás sujeto al reglamento del ejército romano. Ambos hemosjurado al emperador obedecer a aquellos que sitúe por encima de nosotros sincuestionarlo. A mí me han ordenado asumir el mando aquí, y tú vas a reconocermi autoridad para hacerlo. Ambos conocemos los severos castigos que se aplicana los que se niegan a obedecer las órdenes recibidas. En esta ocasión, comoreconocimiento del éxito de tus operaciones, pasaré por alto tu insubordinación, yla atribuiré al celo con que te has visto obligado a combatir al enemigo. Pero novolveré a tolerar un comportamiento semejante por tu parte. ¿Queda entendido?

Querto lo miró con una expresión divertida que solo sirvió para enojar yalarmar aún más a Cato. El centurión tracio inclinó la cabeza con sorna.

—Como desee el prefecto…—Así sea. Siéntate —dijo Cato con firmeza y, para su alivio, el tracio hizo lo

que se le ordenó. El prefecto aguardó un instante para que la tensión delmomento se relajara un tanto—. Pese a los éxitos que habéis cosechado en losúltimos meses, hay que tener en mente el objetivo del gobernador. El propósitode construir fuertes como el de Bruccio es restringir los movimientos del

enemigo y hostigar a las tribus con la intención de obligar a Carataco aconcentrar sus fuerzas para enfrentarse a nosotros. Es en este punto cuando elgrueso del ejército romano podrá avanzar contra el enemigo e intentar obligarloa presentar una batalla decisiva. Si aplastamos a los siluros y los ordovicos,Carataco dejará de ser lo que es. Ninguna otra tribu estará dispuesta a dejar quelos conduzca a una nueva derrota. Y dado que no hay ningún otro comandantecapaz entre los nativos, la amenaza contra los intereses romanos en Britaniaquedará resuelta de una vez por todas. Mi tarea consiste en procurar que laguarnición de Bruccio haga su papel en este plan conjunto. No toleraré a ningúnoficial ni soldado que no entienda y acepte su deber. Esta guarnición forma partedel ejército romano, y me encargaré de que se ajuste al nivel que se espera delos soldados romanos. El primer paso de este arduo camino será una inspeccióncompleta de todos los soldados de la guarnición, mañana al amanecer. Tambiénquerré las listas de efectivos, inventario de equipo, suministros de víveres para loshombres y forraje para los caballos.

Dichos registros se mantendrán al día, y se mandarán las copias pertinentes alpersonal del cuartel general. A partir de ahora, va a haber cambios en elfuncionamiento de la guarnición, y sería sensato que cooperarais tanto como seaposible. —Hizo una breve pausa—. Hasta mañana por la mañana, caballeros.Podéis retiraros.

Una vez más, los oficiales aguardaron a que Querto tomara la delantera. Estese puso de pie y se volvió hacia ellos.

—Ya habéis oído al prefecto. ¡Retiraos!Se alzaron obedientemente, y empezaron a salir del salón en fila. Mientras

tanto, Cato hacía todo lo posible por contener la ira que le ardía en el pecho.Esperó hasta que solo quedaron un par de oficiales y Querto, y entonces lo llamó.

—Centurión Querto. Un momento, si eres tan amable.Querto se encogió de hombros, dio media vuelta y se sentó en uno de los

bancos de más atrás, mientras los últimos oficiales desaparecían por el pasilloechando miradas interrogativas por encima del hombro. Macro se quedó dondeestaba.

—¿Quiere que me quede y o también, señor?—No es necesario, centurión. Puedes marcharte.—¡Sí, señor! —Macro se cuadró con brío y salió marchando del salón.Cuando se hubo cerrado la puerta, Cato centró su atención en el fornido

tracio. Ahora que se había quitado la capa y estaba allí sentado solo con la túnica,Cato vio que tenía una constitución aún más robusta de lo que había creído. Aquelhombre poseía un físico comparable al de los mejores luchadores de la arena deRoma, y sus facciones amenazadoras bastaban para proveerlo de un porteirresistiblemente intimidatorio. Cato tuvo que recordarse una vez más queostentaba un rango superior al de ese hombre, y que era necesario asegurarse de

que se respetaba. Miró al tracio entrecerrando un poco los ojos.—¿Qué está pasando aquí?—¿A qué se refiere, señor?—¡No te hagas el tonto conmigo, Querto! Los soldados parecen salvajes, y

los cuerpos y cabezas que has ordenado exhibir en la empalizada… Sobrepasa loque se considera aceptable. No es civilizado.

—Ahórreme sus buenos sentimientos, prefecto. Estamos en guerra. Noestamos jugando a la guerra. —Señaló la armadura y las medallas pulidas deCato con un gesto de desprecio—. Aquí no hay sitio para los valores civilizados.Roma ha estado luchando contra las tribus de las montañas durante los últimosseis años, y de todos es sabido que los resultados han sido muy pobres. Heperdido a muchos compañeros en la lucha, hombres a los que estaba muy unido.Los verdaderos salvajes son las gentes que habitan estas tierras. Odian a Romacon fanatismo, y los druidas los empujan a ello. Hasta que no sean aniquilados, ysus druidas con ellos, no habrá paz romana en esta provincia. Llevocombatiéndolos el tiempo suficiente para saber que seguirán luchando hasta laúltima gota de su sangre. Y las derrotas solo servirán para endurecer sudeterminación. Solo hay una manera de quebrar su espíritu y poner fin a esto.

—¿Y cuál es?El tracio se inclinó hacia adelante, y sus ojos se clavaron en los de Cato con

una mirada penetrante.—No hay que tener clemencia. Hay que demostrarles que podemos ser aún

más salvajes, crueles e implacables que el más siniestro de sus druidas. Yo lesdoy miedo. Tanto miedo que pensarán en mí con terror cada minuto del día, ytambién estaré rondando sus sueños con visiones de sangre y fuego.

—¿Ese es el motivo de la horrible exposición que rodea el fuerte?—Por supuesto, y también el motivo por el que animo a los hombres a

adoptar un aspecto aún más bárbaro que el del enemigo.—En cuanto a eso, te felicito por tu logro —repuso Cato con mordacidad—.

Pero hay algo más, ¿verdad?Querto se quedó un momento sin responder, y luego miró a Cato y esbozó

una sonrisa.—Tiene razón, prefecto. Mi táctica y el aspecto de mis hombres solo son

parte del plan. Lo más importante es que los soldados piensen y actúen comosalvajes cuando llegue el momento. Eso es algo que no puedes ordenarles quehagan sin más. Deben hacerlo sin pensar. Deben convertirse en individuos másbárbaros que los salvajes contra los que luchan. Solo entonces podemos ganar. Yestamos ganando. Cada aldea que destruimos, cada hombre, mujer y niño al quematamos, cada cuerpo mutilado que exponemos, sirve para debilitar ladeterminación de nuestro enemigo. —Hizo una pausa y bajó la voz—. Alprincipio, cuando construimos el fuerte, los siluros nos atacaban todas las noches.

Tendían emboscadas a nuestras patrullas, masacraban a nuestros grupos deforrajeros, y nos provocaban con las cabezas de nuestros compañeros. Cuandoasumí el mando, incendiamos sus granjas, destruimos sus poblados y losexpulsamos a todos del valle…, a todos los que no pasamos a cuchillo. Luegoempezamos a hacer lo mismo en los valles circundantes, y nos aseguramos deque comprendieran quién era el responsable de su sufrimiento. Corrió la vozsobre nuestras acciones, y no tardamos en encontrarnos con pueblos enteros quehabían sido abandonados. El miedo es como cualquier otra enfermedadcontagiosa, se propaga de uno a otro, debilita el ánimo y la capacidad de resistir.Estamos a punto de quebrar su espíritu combativo definitivamente. Lo sé. Nollevará más de otro mes. Entonces vendrán a nosotros de rodillas, suplicando lapaz sin condiciones.

Cato escuchó en silencio, asimilándolo todo. Pensó que, en cierto modo,aquello daba cierto sentido a lo que había visto, pero sabía que Querto estabaocultando algo. Además, eso no excusaba su desafío a la autoridad. Y por encimade todo, aún estaba la cuestión de las circunstancias en que el anterior prefectohabía muerto.

—Supongo que este… éxito tuyo ha tenido un precio. ¿A cuántos hombres hasperdido desde que asumiste el mando aquí?

—No más de los que Roma puede permitirse.—¿Cuántos?—No he llevado los registros de efectivos.—Pero debes de tener una idea —insistió Cato.Querto juntó las manos.—Hay un precio para el éxito en la guerra. Un precio que se paga con las

vidas de los hombres. A mi cohorte le ha costado más de la mitad de sus soldados.Compensé las bajas con los legionarios que se ofrecieron voluntarios para ocuparsus puestos. Y he de decir que, aunque hay muchos que así lo hicieron, hay otrostantos que no. Hombres como Petilio y Severo, que no tienen agallas para untrabajo como este. Ellos se quedan defendiendo el fuerte cuando yo conduzco alresto a combatir al enemigo. Pero ahora andamos cortos de legionarios. Está bienque podamos esperar refuerzos. Hombres suficientes para terminar lo queempecé. —Le brillaron los ojos ante dicha perspectiva.

—Ahora estoy yo al mando, Querto. Yo decidiré lo que va a pasar en lospróximos días.

El tracio lo observó con frialdad.—Haría bien en dejarme continuar con mi trabajo…, señor.—¿Es una amenaza? —preguntó Cato mientras resistía el impulso de dejar

que la mano se le fuera al pomo de la espada.Querto se quedó callado un momento, y al cabo dijo que no con la cabeza.—Estamos en el mismo bando. Trabajamos para el mismo fin. Sencillamente

es una cuestión de método, y creo que el mío funciona. Deje que se lodemuestre. Venga con nosotros en la próxima incursión, y júzguelo usted mismo.Tengo entendido que se encontró a un grupo de guerra siluro atacando el puestoavanzado del valle de al lado.

—Sí. ¿Y cómo te has enterado exactamente?—Uno de mis exploradores lo vio. Me informó de ello, y salimos para dar

caza a los siluros. En vez de a ellos les encontramos a ustedes. Y a su prisionero.En cuanto lo haya interrogado y tengamos la ubicación de su aldea, podremosdarles un castigo ejemplar.

—Preferiría que lo interrogara el centurión Macro.—¿Está capacitado en técnicas de interrogatorio?Cato se permitió una leve sonrisa.—El…, bueno, aprendió con el tiempo. Macro puede soltarle la lengua a

cualquiera, si alguien puede hacerlo. Pero eso puede esperar a mañana.Querto asintió con aire pensativo.—Como quiera, señor.—Seré sincero contigo, centurión. No estoy seguro de qué pensar sobre tus

actividades de los últimos meses. Necesito considerar la situación. Seguiremoshablando mañana, después de la inspección.

—Los hombres no necesitan una inspección, señor.—Eso ya lo decidiré yo —replicó Cato con un bostezo.El tracio se puso de pie.—¿Esto es todo?—Aún no. Quiero que se retiren las cabezas de las murallas del fuerte, antes

de mañana.Querto inclinó la cabeza a modo de levísimo saludo, dio media vuelta y

abandonó el salón. En cuanto se quedó solo, Cato se dejó caer en la silla, apoyó lacabeza en las manos y cerró los ojos. El oficial tracio le suscitaba una antipatía ydesconfianza instintivas. No obstante, el hombre había argumentado bien susmétodos extremos, y quizá tuvieran cierto mérito. Empezaba a notar losesfuerzos de la larga cabalgada desde Glevum, y le costaba pensar. Necesitabaun buen descanso. Un sueño reparador que despejara su mente para el díasiguiente, que sin duda sería duro.

Contuvo otro bostezo y se puso de pie, estiró los hombros y notó un agradablecruj ido en una articulación. Salió de la sala, y no vio señales de Macro en elpasillo. Se sintió vagamente intranquilo por el hecho de retirarse a su cuarto sinsaber si su amigo estaba sano y salvo en aquel fuerte desconocido, con suguarnición de soltados intoxicados por la sed de guerra de Querto. Pero decidióque Macro era lo bastante duro para cuidarse solo. Fue andando lentamente hastasus dependencias, y cerró la puerta. Vaciló un instante, y luego corrió el pestillopara cerrar bien. A continuación, y solo como medida extraordinaria, arrastró un

cofre con documentos y lo colocó frente a la puerta, antes de dirigirse aldormitorio.

Allí se quitó la espada, se despojó como pudo del arnés, se desabrochó laarmadura y lo dejó todo en el suelo, junto al catre. Luego se sentó en él y setendió en el fino colchón relleno de crin, y cerró sus cansados ojos con alivio. Porun momento, repasó la conversación que había mantenido con Querto, antes deempezar a adormilarse.

La última imagen que se filtró en sus pensamientos fue la del joven siluroempalado en la entrada del desfiladero que conducía a aquel valle de muerte.Cato frunció el ceño ante aquella imagen, y supo que era un presagio de visionespeores que estaban por venir. Y entonces se sumió por fin en un sueño atribulado.

Capítulo XVIII

—¡Eh, oy e! —Macro llamó al otro centurión mientras salía tras él del edificio ala oscuridad del pequeño patio, frente al cuartel general del fuerte. Una únicaantorcha ardía en un soporte sobre la puerta de entrada, y los demás oficiales y ase habían marchado—. ¡Severo!

El hombre se detuvo y se volvió hacia Macro, que le sonrió ampliamente.—¡Sabía que eras tú! ¡Por todos los dioses, hombre! ¿Cuánto tiempo ha

pasado? —Macro se acercó a él con paso resuelto y le estrechó los hombros. Elcenturión estaba delgado y tenía un aspecto demacrado. Un fino y áspero cabellogris llenaba su cabeza, y su calva coronilla relucía con un brillo apagado a la luzde la llama de la antorcha—. Has cambiado, Severo. Casi no te reconocí. ¿Qué leha pasado a ese legionario atlético con esa magnífica cabellera rubia? ¿El querompía los corazones de todas las mujeres del lugar en el victus de la fortaleza dela Segunda Legión?

—Se ha hecho viejo, y ha perdido fuelle —respondió Severo en voz baja.Miró más allá de Macro, hacia el pasillo que llevaba al salón—. ¿El prefecto va aentretener a Querto mucho tiempo?

—Conociendo a Cato, aún estarán hablando un buen rato.Severo pareció aliviado, y le brindó una sonrisa cansada a Macro.—Bueno, al menos tú no has cambiado mucho. Sigues siendo el mismo toro

de siempre, con un pelo tan rizado y áspero que podrías cepillarte las botas conél.

—Entonces, ¿tú también me reconociste?—En cuanto te vi en el salón.—¿Y cómo no dij iste nada? Dudo que actualmente queden muchos de la

sección de entrenamiento original. Joder, me alegro mucho de ver una caraconocida en esta pesadilla de lugar.

La sonrisa de Severo se desvaneció.—Es una pesadilla, sin duda.—Y ese tal Querto es una buena pieza. Un verdadero asesino.Severo miró fijamente a Macro.—Y no sabes ni la mitad. Por eso no dije nada cuando te reconocí en el salón.

Ya corro bastante peligro sin llamar la atención…—¿Peligro? ¿A qué te refieres, Severo?El otro hombre miró en derredor con preocupación, pero nada se movía en

las sombras del patio. Estaban solos.—Mira, Macro, tenemos que hablar. Pero aquí no. Vamos a tu lado del fuerte,

lejos de estos cabrones tracios. Todavía me quedan unas cuantas jarras de vinogalo. Compartiré una copa contigo.

—Estupendo. ¡Vamos! —Macro le dio una palmada en el hombro—.

Tenemos que ponernos al día de muchas cosas. Me vendrá bien tomar una copaantes de asumir el mando de la cohorte.

Salieron del cuartel general y torcieron hacia la calle que dividía el interiordel fuerte en dos. A mano izquierda, Macro vio que algunos de los demásoficiales se dirigían a los barracones alargados, a un lado de los cuales tenían sualojamiento los soldados de caballería, mientras que al otro estaban los establosde sus monturas. Él y Severo torcieron a la derecha, hacia los barracones máspequeños de la cohorte de legionarios. Mientras caminaban por el fuerte, Macrovio indicios de abandono. Las malas hierbas asomaban en los callejones quehabía entre los edificios de madera y barro. Algunos sumideros se habíanatascado, y se estaban formando unos pequeños charcos de agua maloliente. Nose oía ninguno de los sonidos habituales que Macro asociaba a los fuertes quehabía conocido durante la mayor parte de su vida. En los barracones reinaba elsilencio, sin las risas estridentes de los hombres que compartían una copamientras jugaban a los dados. Tampoco había soldados limpiando su equipo ysentados en taburetes frente a los barracones de cada sección. Casi no se veía anadie en absoluto. Al llegar a la zona asignada a la cohorte de legionarios,pasaron junto a una estructura de madera con una gran cruz. Macro le echó unvistazo, pero no dijo nada y siguió charlando con su compañero.

—Me alegra ver que ambos hemos llegado a centurión —comentó Macro—.Me costó bastante tiempo, y la dosis habitual de buena suerte. ¿Y tú qué mecuentas? Te trasladaron fuera de la Segunda muy rápidamente, si no recuerdomal.

Severo asintió.—Estaban retirando efectivos del Rin para engrosar las filas de las legiones

destinadas a la campaña del otro lado del Danubio, en Escitia. De donde, porcierto, es natural nuestro comandante. Como puedes imaginar, mantengo ensecreto esa parte de mi carrera.

—Él ya no es el comandante. Ahora el fuerte tiene un nuevo prefecto.Severo le dirigió una rápida mirada.—¿Eso crees? Dudo que Querto vaya a ceder el control de la guarnición tan

fácilmente.—No tiene elección. Ya sabes, la cadena de mando.Severo se rio con amargura.—Creo que vas a descubrir que las cosas funcionan de un modo un poco

distinto en Bruccio. —Severo lanzó una mirada a su alrededor, y cambió de temarápidamente—. Dime, ¿qué fue del resto de los muchachos de la sección,después de que yo dejara la Augusta?

Macro se rascó la barbilla mientras recordaba a sus antiguos compañeros.—Póstumo se ahogó cuando su barco volcó en una patrulla por el río. A

Lúculo lo mordió un perro de caza. La herida se gangrenó y lo mató. Barco, ese

cabrón grandote, ¿te acuerdas…? A él lo eligieron para la guardia personal dellegado, luego Calígula se fijó en él y lo trasladaron a la Guardia Pretoriana. Loúltimo que supe fue que había obtenido un ascenso a centurión en la flota deMiseno. Acúleo se hizo administrativo en el cuartel general, y lo licenciaron poramañar los libros. A Pisón lo mataron en una escaramuza con unos germanos quese habían negado a soltar el dinero de los impuestos, y Mario, bueno, esto teresultará difícil de creer: a Mario lo mató una mula de una coz.

Ambos se rieron, hasta que Severo miró a su compañero con cautela.—Oí algo sobre tu ascenso a centurión. Tengo entendido que te convocaron en

Roma para ser condecorado y ascendido por Claudio en persona.—Sí —contestó Macro enseguida—. Solo fue un poco de ceremonia, unos

cuantos meses de permiso en la ciudad y de vuelta al Rin.—Ah. —Severo puso cara de decepción—. Oí rumores de que fue algo más

que eso.—Ya, ¿y tú cómo acabaste aquí? —Macro desvió la conversación con torpeza

—. En Bruccio, el verdadero culo del imperio.Severo se encogió de hombros.—Vas adónde te mandan. Ostorio está decidido a seguir adelante y aplastar el

último centro de resistencia a Roma. De manera que ha estado construyendo unaserie de fuertes grandes como este, lo bastante resistentes como para contenercualquier ataque y con hombres suficientes para complicarles la vida a las tribusde los alrededores. Los fuertes están aislados, pero ese era un riesgo que elgobernador estaba dispuesto a correr. Al fin y al cabo, solo se trata de nuestrasvidas.

Macro echó un vistazo en derredor.—Algunos fuertes están más aislados que otros.—Dímelo a mí.—Más bien esperaba que me lo contaras tú.—Aquí afuera no —dijo Severo en voz baja.Levantó la mano, y señaló el extremo de un barracón a unos veinte pasos de

distancia.—Ese es el mío. Hogar de la Segunda Centuria, Cuarta Cohorte,

Decimocuarta Legión. O lo que queda de mi centuria. Las dependencias delcomandante de la cohorte están allí, al final de la calle.

—¿Quién es el centurión de más rango ahora mismo?—Sería yo. Tendría que ser Estelano, pero se ha pasado a los tracios. Lo

cierto es que solo quedamos Petilio y yo. Y apenas tenemos hombres suficientespara completar las filas de dos centurias.

—¿Dos centurias? —Macro enarcó las cejas. La dotación completa de unacohorte de la legión era de cuatrocientos ochenta hombres, organizados en seiscenturias de ochenta soldados. Apenas quedaba una tercera parte de dicha

cantidad—. ¿Qué le ocurrió al resto?Habían llegado a la puerta del alojamiento de Severo, que indicó a Macro que

entrara. Un ordenanza estaba sentado junto a la pequeña chimenea,calentándose, y se puso de pie de un salto cuando entraron los oficiales.

—Tito, alimenta el fuego y tráeme una jarra de vino de mis reservas. —Sevolvió hacia Macro—. ¿Has comido?

Macro le dijo que no con la cabeza.—Pues tráenos un poco de pan. ¿Queda algo de queso?—No, señor. Se comió lo que quedaba hace dos días. Y lo mismo con el pan.

Hay galleta, señor.Severo suspiró.—Pues galleta, y trae más de ese dichoso cordero seco.El ordenanza inclinó la cabeza, y luego se concentró en el fuego y apiló con

cuidado algunos leños partidos sobre las brasas.—¿Hay problemas con los suministros de comida? —preguntó Macro.—No, si te gusta el cordero seco o salado y la galleta. Querto ha recurrido a

vivir de los nativos como parte de su esfuerzo por cortar ataduras con Glevum.Significa que comemos lo que Querto y sus hombres saquean de sus aldeas.Dado que acaban de sembrar las semillas hace poco, solo queda lo que losnativos reservaron para el invierno.

—Bueno, yo tengo tanta hambre que me comería cualquier cosa. Y no pocased.

—Afortunadamente, en ese sentido puedo proporcionarte algo un poco másinteresante que la cerveza nativa, que, por otro lado, es lo único que hay en elmenú.

—¿Cerveza?—Así la llaman. Francamente, he olido meados de caballo más apetecibles

que eso. Pero a Querto le gusta que los soldados la beban. Considera que unadieta sencilla los ay uda a tener la mente concentrada en matar.

El ordenanza terminó de alimentar el fuego y salió de la habitación. Macrotenía muchas ganas de que Severo respondiera a su anterior pregunta.

—Parece que ha habido mucho de eso en los dos bandos. Dime, ¿qué leocurrió al resto de la Cuarta Cohorte?

—Empezamos a perder hombres en cuanto llegamos al valle e iniciamos lostrabajos de construcción del fuerte. Nada serio, solo las escaramuzas habitualescuando los nativos se lanzaban sobre nuestras partidas de leñadores. Luego,cuando el fuerte estuvo terminado, el prefecto empezó a enviar patrullas al valle.Teníamos órdenes de atacar solo a hombres armados. Al resto había que dejarlostranquilos. Incluso nos animaban a comerciar con ellos. —Severo sonrió—. Porlo visto el prefecto tenía la curiosa idea de que hay más formas de construir unimperio que utilizando la simple fuerza.

—Sí, y o también he conocido hombres como esos. —Macro suspiró—. Conunas ideas muy extrañas sobre cómo llevar a cabo el trabajo de un soldado.

—Exactamente. La cuestión es que los siluros se contentaban con tenderemboscadas y hostigar a las patrullas, luego escondían las armas y volvían ameterse en sus aldeas como si nada hubiera pasado, y nosotros teníamos queaceptarlo. Excepto Querto. Él se negaba. Su unidad había estado combatiendo alos siluros durante años, y él aducía que conocía su forma de pensar y que elplanteamiento del prefecto no solo era una pérdida de tiempo, sino también unsinsentido. Quizá tuviera razón. Él debería saberlo. Unos cuantos años atrás, antesde que fuera ascendido para comandar la unidad, fue capturado junto con lossupervivientes de un escuadrón que dirigía. Por lo visto los siluros los retuvierondurante varios meses, y mataron a unos cuantos…, hasta que entregaron el restoa los druidas para un sacrificio. Querto consiguió escapar después de haber vistocómo quemaban vivos a sus compañeros. Así que supongo que tiene una ligeraidea sobre la forma en que viven y piensan los siluros. En cualquier caso, eso loconvenció de que nunca podremos ganarnos a esa gente. Y lo que es más, creeque solo podrán ser derrotados si volvemos su barbarie contra ellos y hacemosque los siluros tengan tanto miedo a los romanos como nosotros se lo tenemos alos druidas.

Macro resopló.—¿Y esa es su estrategia?Severo continuó hablando en voz más baja.—Eso es solo la mitad de la historia. Querto sabía que aquellos que le seguían

tenían que estar comprometidos con su forma de hacer la guerra. Por eso haanimado a sus hombres a cambiar de aspecto y volver a las viejas costumbres deTracia. Empezó a cambiar su entrenamiento, obligándolos a concentrarse solo enmatar y en rendirle una obediencia absoluta. Un día trajo a unos prisioneros deun poblado situado en el extremo más alejado del valle. Habría unos veinte entotal, entre hombres, mujeres y unos cuantos niños. Los hizo atar a unas estacasen el campo de entrenamiento que hay bajo el fuerte y, acto seguido, ordenó asus hombres que los utilizaran para practicar el tiro con la jabalina. Uno de lossoldados se negó, Querto desenfundó la espada y lo mató allí mismo. Yo no lo vi,pero según me han dicho no mostró ninguna emoción al hacerlo, y simplementeles dijo a sus hombres que les ocurriría lo mismo si alguna vez dudaban siquierade obedecer una orden.

—Mierda… Eso es llevar las cosas un poco demasiado lejos.—Lo mismo pensaba el prefecto Albio.Los interrumpió el regreso del ordenanza, que dejó una jarra, dos vasos y una

fuente de madera en la que había dispuesto unas cuantas tiras de cordero seco yun puñado de galletas de harina de cebada. Hizo una inclinación con la cabeza,salió de la habitación y cerró la puerta. Severo aguardó hasta que oy ó que los

pasos del hombre se alejaban, y entonces continuó.—El prefecto hizo llamar a Querto y, según me han dicho, le advirtió que no

volviera a hacerlo. Le dijo que Roma no asesinaba a sus prisioneros, y que tantolos soldados como los oficiales estaban sujetos a una disciplina que no podíatransgredirse sin más. Pero no lo sancionó ni lo degradó, se limitó a decirle queinformaría al legado para que se tomaran medidas disciplinarias si volvía aocurrir algo así. ¿Puedes creerlo? De manera que Querto decidió que, enadelante, no tomarían prisioneros. Se cargaba a todo siluro que encontrara en elacto, ya fueran campesinos, mujeres o niños, pero el prefecto se enteró yanunció que, a partir de entonces, acompañaría a Querto en las patrullas.

—Deja que lo adivine —dijo Macro—. La patrulla de la que el prefectonunca regresó.

Severo asintió con la cabeza.—La versión oficial es que atacaron una aldea y el prefecto murió en

combate al caer del caballo. Fue la primera aldea que quemaron hasta loscimientos, y en la que pasaron a cuchillo a todo ser vivo…, para vengar lamuerte del prefecto, dijo Querto. Esta fue la pauta a partir de entonces. Aldeatras aldea, granja tras granja. Hasta que los únicos que quedamos en el vallefuimos nosotros. Entonces, a principios de este año, empezó a actuar en los vallescircundantes. Perdió algunos hombres durante el proceso, por supuesto, peroofreció a los legionarios la oportunidad de unirse a los tracios. Para entonces lacomida empezaba a agotarse, y como los legionarios se quedaban solo a protegerel fuerte, Querto dijo que no necesitaban tanta comida como los auxiliares.Luego el motivo fue que no se la merecían, ya que no corrían ningún riesgo. Unhombre puede pasar con el estómago vacío hasta cierto punto, y muchos denuestros muchachos se fueron con él de buen grado. Las únicas condiciones eranque obedecieran su voluntad completamente y que adoptaran el mismo aspectoque los tracios. Eso es lo que les ocurrió a Estelano y Fermato.

Macro puso unos ojos como platos.—¿Son… oficiales romanos?—Lo eran. Una tercera parte de la cohorte tracia está formada por antiguos

legionarios. Había otro requisito antes de que los soldados pudieran considerarseseguidores de Querto. —Severo sirvió un vaso de vino para cada uno y se quedómirando el líquido oscuro de la suya—. Querto les decía que tenían que tomar lacabeza de uno de sus enemigos y beberse la sangre.

Macro lo miró fijamente.—Joder, estás de broma…—Ojalá lo estuviera. Por todos los dioses, ojalá estuviera de broma. Pero es

verdad.Pese a los horrores que había visto en las campañas en las que había luchado

a lo largo de los años, Macro notó que se le hacía un nudo en la boca del

estómago, un nudo fuerte y frío, helado…—No puede ser cierto.—Pronto lo verás con tus propios ojos. Tú y el nuevo prefecto. Aunque él no

durará mucho.Macro dirigió la mirada al otro lado de la mesa.—¿Cato corre peligro?—Por supuesto que sí. Si intenta tomar alguna medida contra Querto, estará

firmando su sentencia de muerte.—¡Pero él es el prefecto, joder! —protestó Macro—. Nombrado para asumir

el mando por el emperador en persona.Se hace lo que él dice. Si Querto intenta algo, Cato hará que lo castiguen. O

que lo arresten.—¿En serio? ¿Y quién ejecutará esa orden?Macro meneó la cabeza con gesto incrédulo.—Esto es el puto ejército. Se da una orden y los soldados se lanzan a

obedecerla.—Ah, sí, es el ejército, sin duda. Pero en este fuerte el ejército pertenece a

Querto. ¿A quién crees que obedecerán los tracios si hay un enfrentamiento entretu prefecto y Querto? Y lo mismo se puede decir de la mayoría de legionariossupervivientes. Ninguno de ellos se atreve a desmarcarse. Ya no… Supongo quehabrás visto la cruz junto a la que hemos pasado antes. Tras la muerte del últimoprefecto, hubo algunos oficiales y soldados de esta cohorte que se negaron aaceptar a Querto como a su nuevo comandante. Le hicieron frente delante detoda la guarnición. Querto hizo que sus hombres los arrestaran poramotinamiento, y luego los crucificaron uno a uno y los dejaron allí hasta quemurieron. Uno a uno…, mientras el resto esperaba en los calabozos su triste final.Desde entonces, nadie se ha atrevido a desafiarlo. Y lo que es aún peor, se haprometido una recompensa a quien aporte información sobre cualquiera que estéurdiendo un motín. Como puedes imaginar, eso les ha cerrado la boca. —Severoapuró su vaso de vino—. No deberías haber venido, Macro. Pero ¿cómo ibas asaberlo? Nadie lo sabe fuera de este valle, salvo esos pobres desgraciados de lossiluros.

Macro se quedó un momento en silencio.—¿Por qué nadie ha intentado informar al legado de lo que está ocurriendo en

Bruccio?—Los legionarios tienen prohibido abandonar el fuerte, salvo que sea

formando parte de una patrulla tracia. Cuando asumió el mando, Querto anuncióque cualquiera que se marchara sería considerado un desertor, y por tantoejecutado.

—¿Alguien ha intentado llegar a Glevum?—Uno de los optios. No se había alejado ni ocho kilómetros del fuerte cuando

una de las patrullas tracias lo alcanzó.—¿Y qué pasó? —preguntó Macro en voz baja.—Querto cumplió su palabra. —El centurión tomó una tira de carne y

ablandó la punta hasta que desprendió un bocado. Mientras masticaba miró aMacro, sentado al otro lado de la mesa frente a él—. Pasasteis junto al optio alllegar al fuerte. Su cabeza está en una de esas estacas, y lo que queda de sucuerpo en el foso exterior.

Reinó el silencio mientras Macro asimilaba todo aquello, y luego meneó lacabeza con incredulidad.

—Esto es una locura. Una completa locura. Hay que contárselo al legado.Severo parecía tener dudas.—Siempre y cuando estemos siguiendo sus órdenes de tomar la ofensiva

contra los siluros, ¿por qué iba a preocuparse? Querto está siendo de lo máseficaz… El legado tiene los resultados que deseaba. No, por lo que a Quintatoconcierne, todo marcha según lo planeado y no hay problemas en Bruccio. ¿Porqué si no iba a enviaros aquí a ti y al prefecto Cato solos? Puedes olvidarte derecibir ayuda por ese lado.

—Entonces tenemos que tomar medidas. Alguien tiene que hacer algo alrespecto.

—Puedes intentarlo si quieres, Macro. Pero a mí no me involucres. Te heavisado de lo que ha estado ocurriendo aquí porque eres un antiguo compañero.Pero no estoy dispuesto a ir más lejos.

—¿No vas a apoy arme?Severo se quedó inmóvil y, al cabo de un momento, se encogió de hombros

con aire de impotencia.—Yo no puedo hacer nada. Al menos por ahora. Tengo la esperanza de que

Carataco tire la toalla. Es la única forma de que salga de aquí con vida. SiCarataco derrota a Ostorio y expulsa a los romanos de los territorios de losordovicos y los siluros, volverá su atención hacia nosotros. Teniendo en cuenta loque Querto les ha hecho a las tribus de los alrededores de Bruccio, puedes estarseguro de que el corazón de Carataco no albergará mucha compasión cuando seocupe de los supervivientes que pudiera haber de la guarnición.

Macro se reclinó en su asiento e inspiró profundamente. Nunca hubierapodido imaginarse una situación como esta. Luego pensó en Cato, y el corazón ledio un vuelco. ¡Había dejado a Cato a solas con Querto! Hizo ademán delevantarse y golpeó el borde de la mesa. Severo tuvo que extender la manorápidamente para evitar que se volcara la jarra.

—¡Eh! Ten cuidado, Macro. ¡Que el vino es mío, joder!—¡A la mierda el vino! —gruñó Macro—. ¡El prefecto está en peligro!—No… No lo está. Al menos de momento. Piénsalo detenidamente, Macro.

Siéntate y piénsalo bien.

Señaló el banco en que había estado sentado Macro, y este vaciló unmomento hasta que se permitió volver a sentarse.

—Continúa.—Al principio, Querto intentará ganarse al nuevo prefecto. Si puede hacerlo,

evitará cualquier conflicto y será libre de seguir adelante como hasta ahora. Sushombres lo siguen porque asumió el mando de la guarnición siguiendo las normasal pie de la letra. Si intenta asesinar a Cato, o hacerse con su puesto, eso dividirá alos hombres. Con esto no quiero decir que no intente simular un accidente. Sobretodo si el nuevo prefecto pretende arrebatarle el control de la guarnición.Siempre y cuando Cato tenga bien cubiertas las espaldas, estará a salvo. Perodeberá tener mucho cuidado con cómo trata con Querto y sus tracios. Lo mismopuede aplicarse a ti, mi viejo amigo.

Antes de que Macro pudiera responder, se abrió la puerta dejando ver a unafigura oscura en la calle. Los dos centuriones se la quedaron mirandointranquilos, y la figura soltó una risa seca, tras lo cual fue a situarse bajo elcálido resplandor del fuego. Macro vio que se trataba de uno de los oficiales de lacohorte tracia.

—Esto es muy acogedor. ¡Y además hay un pequeño banquete!Severo tragó saliva con nerviosismo.—Estelano… ¿Qué quieres?Estelano los miró con frialdad.—Gracias. Sí, encantado.Cerró la puerta, cruzó la habitación y se sentó en el banco.—¿No hay otro vaso? Pues tendré que arreglarme con esto. —Agarró la

jarra, la inclinó en el aire hasta que tuvo el pico sobre sus labios rodeados debarba, y se echó a la boca un chorro del líquido escarlata, que fue tragando conavidez, hasta que volvió a dejar la jarra en la mesa de golpe y chasqueó loslabios—. ¡Qué bueno!

Severo le lanzó una mirada feroz.—Te lo repito, ¿qué quieres?—Solo he venido para ver al nuevo comandante de la Cuarta Cohorte. —Le

tendió la mano a Macro—. Centurión Marco Estelano, trasladado a la Segunda dela caballería tracia. Encantado. No tuve ocasión de presentarme antes, en elcuartel general. Se me ocurrió venir a saludarte.

—Ya lo veo —respondió Macro sin alterar la voz y haciendo caso omiso de lamano que le tendía—. Aunque debo decir que no pareces un centurión muyverosímil.

Estelano mostró una amplia sonrisa entre la barba.—¿Lo dices por el atuendo? Es idea de Querto. Nos da a todos un aspecto

salvaje y terrorífico. ¡Grrrrrr! —Hizo una mueca y se echó a reír.Macro ni pestañeó.

—Sí, me imagino que tal vez haga cagarse de miedo a un niño pequeño enuna noche oscura. Pero a mi entender, pareces el cepillo de la letrina.

La sonrisa en el rostro de Estelano se desvaneció.—¿Perdona?Macro sonrió.—Ya sabes, esa cosa con la que me limpio el culo.Estelano frunció el ceño, clavó una mirada fulminante en Macro y luego, de

repente, volvió a sonreír.—Ah, eres un tipo duro. Seamos realistas. Cualquier soldado de las legiones

que vive lo suficiente para estar al mando de su propia cohorte tiene que ser untipo duro. Tú y yo estamos cortados por el mismo patrón, Macro. Yo era elcomandante de la Cuarta antes de presentarme voluntario para servir con Querto.

—Eso me han dicho. —Macro alargó la mano con aire despreocupado, tomóun pliegue de la capa oscura del otro hombre entre el índice y el pulgar y la frotósuavemente—. No sé por qué, pero dudo que estemos cortados por el mismopatrón. Yo llevo el uniforme de un oficial romano, no los harapos de un perrobárbaro.

Estelano recuperó la capa de un tirón y se apartó de él.—Esta actitud no es necesaria, amigo mío. Solo vine para darte la bienvenida

a Bruccio. Nos hacen falta buenos soldados, ahora más que nunca. Querto diceque el enemigo está a punto de desmoronarse. En cuestión de uno o dos meses,estarán acabados. De modo que me alegra tu llegada, y la del prefecto, y másaún la de la columna de refuerzos que tiene que llegar. Sangre nueva. Justo lo quenecesitamos para darles una lección a esos siluros hijos de puta.

—Parece que y a les han dado unas cuantas lecciones… Y lo mismo puededecirse de los hombres del fuerte.

Estelano miró a Severo, quien bajó rápidamente la vista a su vino y mantuvola boca cerrada.

—Da la impresión de que alguien ha estado contándote historias, centuriónMacro. La verdad es que por aquí hacemos las cosas de forma un poco distinta.Algunos tienen dificultades para aceptarlo, y harían bien en guardarse susopiniones. Sin embargo, en cuanto veas las cosas por ti mismo y lo comprendas,estoy seguro de que le darás todo tu apoyo a Querto, como hacemos casi todoslos demás. Si no, al menos no te interpongas en su camino. Es mi consejo.

Macro se obligó a esbozar una sonrisa.—Y te lo agradezco, Estelano. Y ahora, si me disculpas, estoy cansado.

Necesito retirarme a mi alojamiento, deshacer el equipaje y acomodarme parapasar la noche. Quiero estar fresco para la inspección de mañana, cuando elnuevo prefecto se presente ante la guarnición como su nuevo comandante.

—Ah, sí… El prefecto Cato, comandante del fuerte de Bruccio. Unos títulosmagníficos, desde luego. Pero un título es poco más que meras palabras, Macro.

Que esta sea la primera lección de tu nuevo puesto, si sabes lo que te conviene.¿Qué tal montas?

El brusco cambio de tema pilló desprevenido a Macro.—Tan bien como es necesario que monte cualquier legionario —contestó con

embarazo.—Con eso basta. A Querto le vendría bien otro buen oficial para la cohorte

tracia.—Pues dale las gracias por la oferta. Pero de momento estoy al mando de la

Cuarta Cohorte de la Decimocuarta Legión.Estelano sonrió con frialdad.—De momento…—Tengo intención de hacer de la Cuarta la mejor cohorte de la legión.

Hazme un favor, Estelano. Di a los romanos que se han unido a Querto que aquítodavía hay sitio para ellos. Al menos hasta que llegue la columna de refuerzo.Después, enviaré un informe a Glevum manifestando que todo legionario quesirva con los tracios ha renunciado a los privilegios, la paga y los incentivos quevan con el servicio en las legiones. Tal vez quieras considerar la oferta para timismo.

—Me parece que no.—¿No? —Macro se puso de pie—. Es una lástima. Estaba seguro de que, bajo

toda esta espectacular mata de pelo apestoso, se ocultaba un romano decente.Por lo visto me equivocaba. Que tengas una buena noche…, tracio.

Estelano entrecerró los ojos bajo su tupido entrecejo, pero no dijo nadamientras el nuevo comandante de la Cuarta salía del comedor. Una vez fuera,Macro inspiró profundamente y se dirigió a los barracones del final de la calle.Había desembarcado en Britania emocionado por la perspectiva de volver aejercer su profesión en las legiones. Había sido como volver a casa… Todas lasimágenes, los sonidos, los olores y la rutina de la vida al servicio de Roma queantes le eran tan familiares. Ahora que estaba allí, en Bruccio, ese sueño semofaba cruelmente de él. Porque en vez de en su sueño se había encontrado enla más sombría de las pesadillas, donde la muerte era una sombra constantecerniéndose sobre tu espalda.

Capítulo XIX

Durante la noche hubo tormenta, y la lluvia azotó las tablillas de madera deltejado y corrió en riachuelos por las estrechas calles entre los grupos debarracones. Pero fue amainando y, antes del alba, dejó de llover. El sol se alzó enun cielo que era como un mosaico de azul y nubes dispersas. La guarnición salióal terreno llano situado por debajo del fuerte, y formó frente al montículo detierra que servía de tarima para que el comandante pasara revista. El sueloestaba empapado, y las botas de los soldados y los cascos de las monturas de lacaballería no tardaron en convertir el camino desde el portón en un cenagal.Unas cuantas de las estacas habían caído en el barro con el peso de las cabezas, yQuerto había puesto a trabajar a un pequeño grupo para que volvieran aplantarlas bien.

Cato y Macro salieron del fuerte antes de que Severo hiciera lo mismo con laprimera centuria, y los dos oficiales se dirigieron al montículo para observar decerca los procedimientos. Los legionarios formaron por centurias, en filas decuatro en fondo, en el centro de la improvisada plaza de armas. Aunque sabíaque su nueva unidad no contaba con todos sus hombres, Macro se sintióamargamente decepcionado al contemplar el par de centurias supervivientes. Elnúmero de efectivos dejaba en ridículo al grupo abanderado, donde los seisestandartes se sumaban al portaestandarte de la cohorte y a los hombres quellevaban las trompas curvas de latón sobre los hombros.

En cambio, la cohorte tracia parecía contar con todos sus efectivos, y alineó adiez escuadrones de j inetes que se distribuyeron equitativamente a cada flancode los legionarios, de modo que había cinco escuadrones en cada ala. Elportaestandarte de la unidad hizo avanzar su montura hasta la derecha de la línea,y desplegó una bandera roja con un cuervo negro que aferraba una pequeñacalavera en las garras. El ejército de Cato parecía lamentablementedesequilibrado mientras los hombres formaban allí en silencio. El último en llegara la explanada fue el centurión Querto. Bajó a caballo, y pasó junto a laformación erguido en su silla mientras los inspeccionaba con un aire de altaneríaposesiva. Luego hizo dar la vuelta a su caballo y lo condujo lentamente hasta elmontículo, donde desmontó con despreocupación y le pasó las riendas a unordenanza antes de subir por la rampa de la tarima.

—Me alegro de que estés con nosotros —dijo Macro al tiempo que el traciose situaba a la derecha de Cato.

Querto no respondió, y se limitó a ocupar su posición a la derecha delprefecto con las manos juntas y relajadas a la espalda. Soplaba una ligera brisaque agitaba las crines de los caballos, las capas oscuras de los tracios, la banderade los Cuervos Sangrientos y los penachos de los cascos de los oficiales.

Cato sacó el tubo de cuero y extrajo el documento que lo autorizaba a asumir

el mando. Después de la conversación que había mantenido con Querto la nocheanterior, y otra con Macro antes del alba, estaba inquieto. Si el centurión tracioelegía este momento para desafiarlo, delante de los hombres a los que habíadirigido durante meses con mano de hierro, Cato no se hacía ilusiones en cuanto alo que le podía pasar. Si tenía suerte, lo arrestarían y lo encerrarían en el cuartode seguridad que había bajo el cuartel. Por tanto, había decidido obrar concautela: antes de tomar cualquier medida, quería conocer a sus hombres yestablecerse en el fuerte. Prefería esperar el momento oportuno, hasta quedescubriera algún punto débil en el mando de Querto.

Cato desenrolló el documento y empezó a leer.—Yo, Tiberio Claudio Druso Germánico, primer ciudadano, sumo sacerdote

y padre de la nación, por la presente proclamo que Quinto Licinio Cato ha sidonombrado prefecto de la Segunda Cohorte de caballería tracia. Al susodichoQuinto Licinio Cato se le ha encomendado mantener el honor de la cohorte,obedecer a los oficiales superiores a él y jurar que dedicará su vida alemperador y al senado y pueblo romanos. —Cato hizo una pausa para ponerénfasis a lo que seguía—. Este nombramiento se ha efectuado por decretoimperial, y se recuerda a los oficiales y soldados que se hallen a las órdenes deQuinto Licinio Cato que están obligados por el juramento que hicieron al alistarsea obedecer a aquellos que tengan autoridad sobre ellos como obedecerían a suemperador, sin cuestionar las órdenes, bajo pena de sufrir todo el rigor de la leymilitar. Lo cual asevero de propio puño.

Cato dio la vuelta al documento y lo sostuvo en alto para que todos pudieranver el sello imperial en la parte inferior. Aguardó un momento, bajó de nuevo laautorización, volvió a enrollarla y la metió en el tubo de cuero. A continuación,miró a los hombres que tenía delante durante unos instantes, antes de empezar sudiscurso.

—Ya sabéis cómo me llamo. Sabéis cuál es mi rango, y puede que sepáis quehe venido desde Roma para asumir este mando. Pero es lo único que sabéis demí. Algunos de vosotros habéis servido a las órdenes de varios comandantesdistintos. La mayoría de ellos habrán sido los hijos de familias nobles de Roma,ricas y con buenos contactos. Algunos de vuestros comandantes quizás hayanascendido desde la tropa. Yo provengo de esta segunda tradición. Me incorporé ala Segunda Legión cuando estaba destinada en el Rin. Allí fue donde luché miprimera batalla, contra bárbaros de las tribus germanas. Después de eso, laSegunda se unió al ejército formado para invadir Britania. Estuve aquí en eldesembarco y en todas las batallas antes de que Carataco fuera derrotado frentea su capital de Camuloduno. Desde entonces, he combatido a los durotriges, a losdruidas de la Luna Oscura y a muchos otros enemigos de Roma.

» Así pues, caballeros, tenéis ante vosotros a un soldado que se ha ganado elderecho a ser vuestro prefecto y comandante de la guarnición de Bruccio. No

soy ningún aristócrata consentido. He experimentado el frío gélido del servicio deguardia en una noche de invierno, igual que vosotros. He sentido el azote de lavara de vid de un centurión, igual que vosotros. Sé lo que es marchar día tras díacon la armadura completa, cargado con el equipo y las raciones, y luego tenerque levantar un campamento cada noche. Sé qué puedo esperar de los hombresque tengo a mis órdenes porque yo he estado en vuestro lugar, he vivido ycombatido como vosotros y tengo las cicatrices que lo demuestran. —Guardósilencio un momento, y luego prosiguió—. Espero un alto nivel de los hombresque comando, y no quedaré satisfecho con menos. La campaña contra los silurosy los ordovicos ha sido encarnizada estos tres últimos años. Miles de compañerosy a han perdido su vida en la lucha, pero su sacrificio no ha sido en vano. Elgobernador Ostorio ha reunido un poderoso ejército que dará el golpe decisivocontra el enemigo antes de terminar el año. Hoy, aquí, nosotros participaremosen esa gran batalla. Participaremos de esa victoria. ¡Nos ganaremos la gloria y elbotín que nos corresponde, y añadiremos guirnaldas y medallas a nuestrosestandartes de batalla! —Desenvainó la espada y la alzó en el aire—. ¡Honorpara la Segunda Tracia! ¡Honor para la Decimocuarta Legión!

Macro repitió su grito, al igual que los legionarios formados en la plaza dearmas, pero las oscuras figuras sentadas en las sillas de montar permanecieroninmóviles y en silencio.

Cuando los débiles vítores de los legionarios se apagaron, Querto se movió,desenfundó su espada de caballería de hoja larga, la alzó apuntando directamenteal cielo y su voz retronó por toda la plaza de armas.

—¡Honor a los Cuervos Sangrientos!Inmediatamente, todos los j inetes levantaron las lanzas de golpe formando un

bosque oscilante de puntas relucientes, y su clamor resonó en los oídos de los tresoficiales que se encontraban en la plataforma. Querto repitió el grito una y otravez, y sus hombres respondieron con unos rugidos frenéticos. Macro miró a Catoy vio que tenía la mandíbula tensa y apretada, y una expresión de amargoresentimiento. Cruzaron una rápida mirada, y Macro sintió una punzada depreocupación por su amigo.

Al final, Querto bajó la espada, envainó el arma y sus hombresenmudecieron de inmediato, con lo que reinó un silencio inquietante. Mientras eltracio volvía a su lugar junto al prefecto, Cato tragó saliva, dio un paso adelante yse volvió hacia los otros oficiales.

—Con esto prácticamente terminan las formalidades, caballeros. Solo quedauna última cuestión antes de que inspeccione a los hombres. —Cato hizo unapausa, consciente de que lo que iba a decir dejaría estupefacto a Macro, pero eraun paso necesario en las circunstancias actuales. Los vítores de los tracios dehacía un momento no hicieron más que confirmar su decisión. Se aclaró lagarganta—. He decidido nombrarte mi segundo al mando, centurión Querto. Los

soldados te escuchan y los conoces bien. ¿Aceptas?Miró fijamente a Querto, hasta que al fin el tracio frunció los labios y

respondió con una leve sonrisa:—Acepto, señor.—Bien. Confío en que llevarás a cabo tus responsabilidades de manera

eficiente y con obediencia.—Por supuesto. Puede tener la seguridad de que le brindaré el beneficio de

mi experiencia y consejo mientras esté al mando de la guarnición, señor.—Te lo agradezco. Y ahora, me gustaría inspeccionar a los hombres. Di a los

tracios que desmonten y formen en dos líneas.—Sí, señor. —Querto le ofreció un saludo y acto seguido dio media vuelta,

bajó de la plataforma y se acercó a sus hombres con paso resuelto y dandoórdenes a gritos.

Cato se lo quedó mirando, plenamente consciente de la silenciosa presenciade Macro a su lado.

—Imagino que te estás preguntando el motivo de mi decisión…—No soy quien para hacerlo, señor —respondió Macro con sequedad—.

Usted es el comandante de la guarnición. Usted da las órdenes.Cato asintió para sí y se sintió irritado por el impulso de explicarse ante

Macro. Su ascenso al rango de prefecto después de dos años de puestostemporales le había dado una autoridad superior a la de su amigo. Tenía que sermoderado con sus momentos de amistad, y sobre todo a la hora de pedirleconsejo al único hombre al que había considerado un amigo íntimo. Cato tuvouna breve sensación de pérdida al pensar en los años que había compartido elmismo rango que Macro. Ahora había perdido ese sentido de igualdad. Más aún,se dio cuenta de que ambos lo habían perdido, y comprendió que Macro loestaría lamentando tanto como él. Resultaba tentador permitirse un momento deintimidad, pero Cato reprimió sus emociones con determinación y se maldijo porser tan débil como para dejar que lo distrajeran de las obligaciones y peligros delmomento presente. Había sido muy difícil elegir a Querto como segundo. Habíaconsiderado enfrentarse a aquel hombre, despojarlo del mando y poner fin a suintolerable desafío de la disciplina del ejército. Pero si intentaba amilanar aQuerto en estos momentos, lo más probable era que la mayoría de los hombresde la guarnición apoy aran al tracio. Y si eso ocurría, Macro y él estarían engrave peligro. Hasta que llegaran los refuerzos, Cato sabía que tenía que hacercreer a Querto que podía controlar a su nuevo prefecto. En cuanto contara con elrespaldo de hombres suficientes que no le debieran lealtad al tracio, entoncespodría poner a Querto en su sitio.

—Los hombres están listos para la inspección, señor —apuntó Macro.—Muy bien. —Cato se irguió y marchó hacia las filas de soldados que

aguardaban. Querto estaba con el grupo abanderado de su cohorte, bajo el

cuervo negro de su estandarte. Esperó hasta que el prefecto hubo pasado,entonces echó a andar junto a Macro, y ambos siguieron al comandante de laguarnición a lo largo de la primera línea de soldados. Cato captaba con ojoexperto hasta el último detalle de los hombres que tenía delante. Los soldados decaballería de la cohorte tracia hubieran roto el alma de cualquier centuriónlegionario responsable de su instrucción. Las capas negras que llevaban estabansalpicadas de barro y manchadas de mugre, y ninguno de ellos había siquieraintentado remendar los bordes raídos ni los pequeños desgarros. Llevaban el pelorevuelto y descuidado, y la may oría lucían tatuajes en la cara. Aunque Catohabía visto a algunos de aquellos hombres el día anterior, el impacto decontemplar a la cohorte entera resultaba desconcertante desde un punto de vistaprofesional. Llevaba tiempo suficiente en el ejército como para esperarse ciertascosas de la apariencia de los soldados, así como de su rendimiento, y reconocerel vínculo entre ambas cosas. Pero el aspecto bárbaro que presentaba la cohorteera inquietante de por sí, y Cato pudo entender perfectamente el efecto que podíatener en un enemigo que se había acostumbrado a la impecabilidad del ejércitoromano. La aparición de Querto y sus hombres de entre la niebla que cubría elpaisaje montañoso infundiría el terror en sus víctimas.

Se detuvo frente a un hombre alto y flaco.—Enséñame tu espada.—Sí, señor. —Se apoy ó la lanza en el hombro y sacó la hoja larga de la

vaina. La espada salió con suavidad, y el hombre la sostuvo en vertical para queCato la viera claramente. El metal relucía, y no había indicios de las marcas ymanchas de óxido de un arma mal cuidada. Cato levantó la mano paracomprobar el filo con los dedos, y vio que estaba tan bien afilada como podíaesperarse. Asintió con la cabeza.

—Muy bien. Ahora ábrete la capa.El soldado de caballería hizo lo que le ordenó Cato, que vio que los aros de

hierro de su cota de malla tenían el brillo apagado que denotaba querecientemente se les había aplicado arena y se habían frotado con fuerza con unabadana. Pese al aspecto de sus hombres, estaba claro que Querto insistía en quecuidaran bien de sus armas y armaduras. Cato ordenó a aquel hombre queenfundara la espada, luego examinó a algunos otros al azar, y observó conaprobación que cuidaban muy bien de su equipo. A continuación, se centró en lasmonturas. Los caballos eran grandes y recios, como los que se criaban en laGalia e Hispania para el ejército. Ya habían soltado casi todo el pelaje deinvierno, pero no les habían cepillado los flancos para dejar las manchas de barroque ocultaban las marcas identificativas de la grupa. Sin embargo, eso estaba enarmonía con el aspecto salvaje de la cohorte. Aun así, las sillas y los arreosestaban en buenas condiciones, y los caballos parecían estar bien alimentados yen forma.

Cato se volvió hacia Querto.—Supongo que se han ido adaptando a las duras condiciones.—Sí, señor. Hice que los entrenaran y ejercitaran desde finales de invierno.

Están en buena forma y listos para la batalla. Ya tuvieron una muestra aprincipios de mes.

—Entiendo. Eso está bien. Los hombres y las monturas están en buen estado,centurión, pese a su apariencia. Puede que este sea un asunto que requiera miatención a su debido tiempo.

—¿Qué importa su aspecto, siempre y cuando maten al enemigo…, señor?Cato alzó la voz para que los que estaban alrededor pudieran oírlo

perfectamente:—Importa porque lo digo yo.Querto frunció el ceño un instante.—Muy bien, señor.Cato era consciente de la necesidad de no imponerse demasiado pronto, y se

dirigió a Macro.—Y ahora los legionarios de tu cohorte.—Sí, señor —asintió Macro.Recorrieron el espacio entre las dos unidades, y el centurión Severo se unió a

ellos cuando empezaron la inspección de los legionarios. Cato vio que la mayoríade ellos estaban excesivamente delgados, y mientras caminaba lentamente porentre las filas percibió su recelo. A diferencia de los tracios, estos hombres ibanpulcramente ataviados, con los cascos bruñidos, los escudos en buenascondiciones y las armas exactamente igual de letales que las de sus compañerosmontados. Pero no podían ocultar su nerviosismo.

—¡Tú! —Cato señaló con el dedo a un soldado que se inclinaba levementehacia adelante y apoyaba el peso en el borde del escudo—. ¡Ponte recto! —Sedetuvo delante de él y lo miró con dureza—. ¿Cómo te llamas?

—Cayo Balbo, señor.—¿Y así es como te presentas en la formación? ¿Has estado bebiendo?—No, señor.—¿Y por qué pareces un viejo borracho que apenas se sostiene?Balbo hizo una mueca y se obligó a enderezarse, apretando los dientes.

Severo se acercó a Cato y le dijo en voz baja:—Está enfermo, señor. La may oría lo están. Enfermos o débiles. Lo cual no

es sorprendente, pues pasan casi todo el tiempo con medias raciones. O conmenos, cuando los suministros escasean entre los ataques a los pobladosenemigos.

Cato inspiró hondo mientras consideraba la situación. Otro de los retos a losque se enfrentaba en su trato con Querto. Pero quizás aquel sería más fácil deresolver. No tenía sentido que Querto y su cohorte salieran a caballo y dejaran el

fuerte en manos de unos soldados que no estaban ni mucho menos en condicionesde defender Bruccio… Aunque era muy probable que el tracio contara con quelos siluros no osarían penetrar en el valle vigilado por los horripilantes trofeos delos salvajes guerreros que se habían abierto camino a la fuerza hasta el corazónde su territorio, y que habían construido un fuerte casi inexpugnable.

—¿Cuántos soldados hay demasiado enfermos para presentarse a la revista?—preguntó Cato.

Severo consultó rápidamente su tablilla encerada.—Quince hombres de la Primera Centuria y doce de la Segunda, señor.—Y ninguno de las demás centurias.—No hay más centurias, señor. Hace diez días reuní lo que quedaba de la

cohorte en dos centurias. Los enfermos están en las listas de estas dos unidades.Tendría que haber unos diez más, pero di la orden de que solo los que aúnpudieran mantenerse en pie vinieran a formar.

Cato señaló a Balbo con un gesto.—Este casi no puede ni tenerse en pie. Que lo saquen de la plaza de armas y

se lo lleven a la enfermería. Tiene que descansar y comer hasta que hay arecuperado fuerzas —alzó la voz para que todos le oy eran—. ¡Y lo mismo vapara el resto!

Severo dirigió una mirada a Querto, que estaba con sus oficiales riendo ycharlando de manera informal.

—Las órdenes vigentes son que a los legionarios no hay que darles másración que la especificada, señor.

—Pues ahora y o especifico una nueva ración para ellos —replicó Cato conirritación—. No podemos tener soldados tan débiles que no puedan defender elfuerte.

—En tal caso, ¿puede darme la orden por escrito, señor? Tendré que presentarmi autorización para que el intendente me dé raciones de más. Es… uno de lostracios, señor.

—¡Joder! —masculló Macro—. Esto ya empieza a ser demasiado. Hay queponer en su sitio a esos cabrones de auxiliares, señor.

Cato se quedó callado un momento, y luego asintió con la cabeza.—Me ocuparé de ello en cuanto termine la revista. ¡Centurión Severo!—¿Señor?—Envía a Balbo a la enfermería. A él y a cualquiera que esté demasiado

débil para ocupar su puesto en la línea de batalla. Centurión Macro, tu cohortepuede retirarse.

—Sí, señor. —Macro saludó, se volvió hacia los soldados y tomó aire—.¡Segunda Cohorte, Cuarta Legión, podéis retiraros!

Los legionarios se pusieron firmes, dieron media vuelta al unísono y soltaronuna ruidosa patada en el suelo con el pie derecho, tras lo cual rompieron filas y

se dirigieron hacia el fuerte. Macro esperó un momento antes de dirigirse a Cato:—Pasaré por el cuartel general a recoger la autorización para el incremento

de las raciones, señor.—Por supuesto. Me reuniré contigo allí de inmediato. En cuanto hay a

despachado a Querto y sus hombres.Macro saludó, llamó a Severo por señas y se encaminaron hacia el fuerte.

Cato regresó con la cohorte tracia y dio permiso a Querto para que sus hombresse retiraran. Cuando los j inetes se alejaron con sus monturas, el prefecto llamó asu comandante.

—Hay una cosa más. El prisionero siluro. Hay que interrogarlo.—Ya me he encargado de ello, señor. Mis muchachos se ocuparon anoche.Cato lo miró con frialdad.—Dije que el centurión Macro se ocuparía del interrogatorio. No te ordené

que lo hicieras.—Tomé la iniciativa, señor. Me pareció que cuanto antes hiciéramos hablar a

ese cabrón, mejor.—Entiendo. ¿Y reveló la ubicación de su poblado?Querto sonrió.—Se portó como un ángel. Nos dio instrucciones muy precisas, así como la

cantidad de hombres de armas.—Muy bien. —La furia que Cato sintió por el hecho de que el tracio hubiera

llevado a cabo el interrogatorio se desvaneció al contemplar la oportunidad que lebrindaba la información proporcionada por el prisionero—. En tal caso, podemospreparar una expedición punitiva cuanto antes.

—Se lo diré a los hombres.—Yo encabezaré el ataque, y el centurión Macro se unirá a nosotros. Tengo

ganas de ver a mi nueva cohorte en acción.La sonrisa de Querto desapareció rápidamente.—Eso no es necesario, señor. Mis chicos y y o ya sabemos lo que tenemos

que hacer. Déjemelo a mí y nos ocuparemos de los siluros.—Ya lo he decidido, centurión. Te veré en el cuartel general a mediodía para

planear el ataque. Trae contigo al prisionero. Quizá pueda proporcionarnos másdetalles si son necesarios.

Querto enarcó las cejas.—¿Algún problema, centurión?—Es que ya no tenemos al prisionero.—¿Qué quieres decir? ¿Se ha escapado?—No, sigue aquí. Pero decidí que ya nos había dado toda la información que

nos hacía falta.—Eso ya lo juzgaré y o —dijo Cato con firmeza—. ¿Dónde demonios está?Querto levantó la mano y señaló hacia el camino que llevaba al fuerte.

—Está justo allí.Cato se volvió a mirar.—¿Y por qué está ahí afuera? No lo veo. ¿Dónde está?—Allí. En la última estaca.Cato sintió que un frío terror le helaba la carne. Se obligó a mirar a la avenida

de cabezas empaladas, la más próxima de las cuales aún goteaba sangre. Se lehizo un nudo en el estómago al reconocer los rasgos magullados del joven al quehabían capturado hacía dos días.

—Turro…

Capítulo XX

Dos días después, poco antes del alba, Cato estaba tendido sobre una cama dehelechos en la ladera de una colina escarpada. Observaba un poblado siluro. Lanoche había sido fría, y la humedad pegajosa del rocío había hecho que sepasara la última hora temblando, antes de que el brillo del sol naciente asomarapor la cima de las montañas del este. Por primera vez desde hacía muchos días,el cielo estaba despejado y tenían por delante una jornada de buen tiempo. Catohabía dejado su capa escarlata con el resto de los hombres acampados entre losárboles, y se había puesto una capa negra para no destacar en el paisaje cuandoamaneciera. A su lado, Querto escudriñaba en silencio el pacífico escenario quetenían por debajo. A derecha e izquierda, se extendían las laderas boscosas de lacadena de montañas. Había un valle amplio, de poco más de kilómetro y mediode ancho, cubierto de ondulantes tierras de cultivo sembradas de surcos, entre lasque se intercalaban corrales de piedra en los que los rebaños de cabras y acíaninmóviles en el suelo, proporcionando calor a las crías nacidas a principios deprimavera y que ahora dormían apretadas contra sus madres. Había variosgrupos de chozas redondas, la mayor de las cuales ocupaba un altozano en elcentro del valle que dominaba el paisaje circundante. Cato calculó que la chozaprincipal tendría más de quince metros de ancho, y una fina columna de humosalía perezosamente por la abertura del tejado de paja y juncos. Había dosguardias apoy ados en las paredes de adobe a ambos lados de la entrada. Otrosdormían en torno a los restos de las hogueras que aún humeaban en el terrenoabierto frente a la choza. Cerca de la choza principal, había varios edificiospequeños.

—Ese es nuestro primer objetivo —dijo Querto en voz baja al tiempo queseñalaba la choza principal—. El jefe del poblado y su séquito. Al menos tiene aun centenar de hombres ahí abajo. Son muchos para una aldea de este tamaño.Debe de haber recibido visitas. También habrá más en las granjas. Quizás otrocentenar de hombres en la flor de la vida, pero dudo que muchos de ellos hayanempuñado alguna vez nada más peligroso que un garrote o un hacha.

—Hasta una hoz puede hacerte llorar. —Cato reprimió una sonrisa amarga alrecordar la grave herida que una vez le infligió un druida que empuñaba una hoz.De vez en cuando, la cicatriz aún hacía que sintiera la piel tirante a un lado delpecho. Apartó de sí aquel recuerdo—. Dime, ¿cuál es tu plan de ataque habitual?

Querto estudió brevemente el terreno antes de contestar.—El otro extremo del valle se abre al lecho del río. He enviado cuatro

escuadrones para que rodeen las colinas por detrás y atajen por el campoabierto, de modo que puedan bloquear cualquier intento de huida en esadirección.

Cato lo miró con dureza.

—Es la primera noticia que tengo al respecto. ¿Cuándo diste las órdenes?—Anoche. Cuando usted y el centurión Macro dormían.—¿Y por qué no me lo has dicho al despertarme? Como prefecto de la

cohorte debería saberlo.Querto le sostuvo la mirada sin perder la calma.—Como dijo antes de que saliéramos, señor, quería observar la táctica que he

desarrollado para mis ataques. Por consiguiente, supuse que no quería tomarparte activa en las decisiones de esta operación. No había necesidad de decírselo.

Cato se quedó callado un momento.—Si tengo que entender tu táctica, Querto, necesito conocer todos los detalles.

Asegúrate de que en el futuro se me informe de todas las decisiones. ¿Está claro?—Sí, señor.—Muy bien. Continúa.El tracio inspiró profundamente y prosiguió:—En cuanto esté cubierta la principal ruta de escape, lanzamos nuestro

ataque contra el jefe y su séquito. Bajaremos cabalgando desde los árboles, ycargaremos contra el altozano en cuanto se dé la alarma. Cuando eso ocurra, mishombres harán todo el ruido que puedan. Eso ayuda a que el enemigo se caguede miedo. Caemos sobre el jefe y su séquito con toda la rapidez que sea posible,atacamos con dureza y no hacemos prisioneros. Si no tienen a nadie que les guíey ningún estandarte en torno al que reagruparse, el resto de hombres del vallenormalmente intenta rendirse. Algunos habitantes de la aldea tratarán de escapar,pero se encontrarán con los cuatro escuadrones desplegados en su camino.Avanzamos sobre ellos, matamos a todo el mundo y reducimos los edificios acenizas. Habrá algunos que logren eludirnos y esconderse; esperarán a que noshayamos ido, y entonces saldrán de sus agujeros e irán corriendo a las tribus máspróximas a contarles lo ocurrido a sus aliados. Ellos enviarán una patrulla paraverlo con sus propios ojos, e informar de que los supervivientes decían la verdad.—Querto separó los labios con una sonrisa lobuna—. Y así es como infundo elterror en el enemigo. Así es como la leyenda de los Cuervos Sangrientos seextiende por el territorio de los siluros y llena de terror a esos cabrones…

El tono de su voz escondía algo oscuro, y Cato le dirigió una rápida mirada.Allí había odio y algo más. Pero no había tiempo de reflexionar al respecto. Elenemigo no tardaría en despertarse, y la cohorte tracia debía lanzar su ataquepara sacar el máximo provecho del elemento sorpresa. Sin embargo, había unasunto que Cato estaba decidido a resolver antes de que se iniciara el ataque.

—Tu plan es válido. Solo quiero hacer un cambio.Querto se volvió bruscamente hacia él.—Dijo que había venido a observar. No a interferir.—Dijera lo que dijera, soy el comandante de la cohorte y las órdenes las doy

yo, y cuando te dirijas a mí me llamarás señor.

Querto le devolvió la mirada haciendo todo lo posible por mantener unaexpresión neutra.

—Sé lo que me hago, señor. He utilizado esta táctica muchas veces sinproblemas. No es necesario cambiar nada.

—Eso lo decidiré yo —declaró Cato con firmeza.—¿Ah, sí? —Querto retrocedió del borde de la pendiente arrastrándose antes

de ponerse de rodillas. Cato se fijó en que, para ser un hombre tan corpulento, semovía con una agilidad sinuosa. Con aire despreocupado, Querto se echó un ladode la capa hacia atrás para mostrar su espada. Se quedaron los dos inmóviles unmomento, y Cato miró al centurión con desafío. Al cabo, Querto se rio y se pusode pie, de modo que descolló sobre la figura tendida de su comandante—. ¿Y quées lo que cree que debería cambiar, señor?

Cato se apoy ó en los codos para incorporarse, miró por encima del hombro yse sintió incómodo y vulnerable. Se echó hacia atrás para no ser visto desde laschozas del valle de abajo, y se puso de pie con dificultad para dirigirse al tracioen mayor igualdad de condiciones, observándolo por si veía algún indicio detraición.

—Llevaremos a cabo tu plan tal como lo has planteado, pero quiero hacerprisioneros. En cuanto hayamos quebrado su resistencia, nos llevaremos vivos alos que se rindan.

—¿Y por qué íbamos a hacer algo así?Cato sabía que no tenía ninguna necesidad de dar explicaciones a un

subordinado, pero había un brillo peligroso en los ojos del otro hombre y noquería forzar un enfrentamiento… Aún no.

—Los prisioneros proporcionan información sobre el enemigo, y valen unbuen dinero. —Había una tercera razón: que Cato no aprobaba la matanza demujeres, niños y otros no combatientes. Pero estaba seguro de que el hecho dedecirlo solo serviría para exponerse al ridículo ante Querto.

—Son el enemigo, señor. Incluso los niños. ¡Son todos unos bárbaros salvajes!—Escupió—. ¿Por qué dejar que las liendres crezcan para convertirse en piojos?Lo mejor es acabar con ellos de un solo golpe.

—No los mataremos porque, cuando esta campaña termine, ellos formaránparte del imperio y pagarán sus impuestos. Me temo que al emperador no leharía ninguna gracia la perspectiva de pasar a cuchillo a aquellos que algún díaacabará gobernando.

—El emperador no está aquí, y no tiene ni idea de lo salvaje que es estagente. Nunca se los podrá civilizar, solo se les puede matar como alimañas queson. —Querto hablaba con los dientes apretados, como si le doliera algo, y susojos ardían de furia—. Merecen ser exterminados, ¡hasta el último de ellos!Aldea tras aldea, hombre tras hombre, incluso su ganado, sus cerdos, ovejas yperros. No debemos dejar que nada sobreviva.

Por un momento Cato se sorprendió por la vehemencia que mostraba eltracio, y entonces supo lo peligroso que era ese hombre. Notó un escalofrío, yque un frío gélido se extendía por sus entrañas. Tragó saliva e intentó hablar contoda la calma de la que fue capaz:

—¿Por qué? ¿Por qué los odias tanto?Querto miró a Cato por debajo de sus pobladas cejas.—¿Acaso no lo sabe?—¿Por qué tendría que saberlo? Si hay un motivo, explícamelo.El tracio bajó la cabeza, y Cato ya no pudo seguir viendo tan claramente su

expresión.—Romano, yo conozco a los siluros. He vivido entre ellos. Fui su prisionero.

Me trataron peor que a un perro. Me ataron y me atormentaron haciéndomepasar hambre y sed, y me azotaban por simple diversión. Se burlaban de mí. Sereían a mi costa… Me humillaron. Y no solo sus guerreros, sino también susmujeres y sus hijos. ¿Cree que los niños son inocentes? Piénselo mejor. Delespermiso para hacer lo que quieran, y no habrá nada de lo que no sean capaces.Nada. Mire. —Se remangó la manga derecha y levantó el brazo. Cato vio quehabía un tosco entramado de blancas cicatrices. Querto forzó una sonrisa—. Melo hicieron con las puntas de las lanzas calentadas al fuego. En los brazos, laspiernas, en la espalda y en el pecho. Niños… Deben morir con el resto. Noconsentiré que sea de otro modo.

Cato sintió cierta compasión por el sufrimiento de aquel hombre. Macro yJulia habían sido prisioneros de un gladiador rebelde y su banda de seguidores y,aunque rara vez habían hablado de ello, Cato sabía que la experiencia los habíamarcado a ambos. Pero él creía firmemente que ese tipo de experiencias nojustificaban un comportamiento como aquel. No había excepciones. Retrocediómedio paso y respondió con delicadeza:

—Te estoy dando una orden, centurión Querto. Haremos prisioneros.—¡No! —Querto se agazapó, como una bestia acorralada, y llevó la mano a

la empuñadura de su espada—. ¡Ellos mueren! ¡Todos! Y mataré a cualquieraque tenga clemencia con ellos.

—Entonces tendrás que matarme. —Cato lo dijo sin pensar, y su estupidez lehorrorizó. Fue subiendo los dedos por el muslo en dirección a su espada.

—¿Matarle? —Querto se rio—. ¿Cree que no podría?A Cato le palpitaba el corazón como si tuviera un martillo en el pecho.—No sería el primer romano al que has matado, ¿verdad?—Ni de lejos, prefecto. —Se oyó el débil roce de la hoja que empezaba a

desenvainar.Cato llevó la mano a su arma, pero resistió el impulso de sacarla de la vaina.—Ya basta, Querto. Piensa en lo que estás haciendo. Me amenazas con un

arma y, por los dioses, juro que haré que te crucifiquen.

—Bueno, ¿qué está pasando aquí? —lo interrumpió una voz. Cato miró a suizquierda, y vio aparecer a Macro de la penumbra, abriéndose paso con cuidadopor entre los jóvenes árboles que crecían a lo largo del borde de la hondonada. Seoy ó un leve gruñido de frustración en la garganta de Querto, que enfundó elarma y adoptó una postura más erguida. Cato hizo lo mismo, con el corazón aúnpalpitante en el pecho. En un descabellado momento de arrebato, pensó engritarle a Macro que le ay udara a matar a Querto allí mismo, mientras tenían laoportunidad. Pero existía el peligro de que pudiera herir de muerte a alguno delos dos. Además, ¿qué pasaría si regresaban al campamento sin el tracio?Cualquier historia que se inventaran resultaría sospechosa, y los hombres deQuerto enviarían a alguien a buscar a su líder. Cuando encontraran el cuerpo losdestrozarían a los dos. Cato se dio cuenta de que aquel no era el momento deactuar. Se volvió hacia su amigo, e intentó parecer calmado.

—Macro, ¿qué haces aquí?—Tardaba mucho, señor. Estaba preocupado. Vine para asegurarme de que

no le hubiera ocurrido nada… A ninguno de los dos.Si a Cato le quedó claro lo que quería decir, también le quedó claro a Querto,

que alzó la vista al cielo y apretó los labios antes de decir:—Será mejor que sigamos con esto, señor. Antes de que el enemigo se

despierte.—Sí. —Cato asintió, sin apartar la mirada de Querto—. Volvamos al

campamento. Ve tú delante.Querto se puso en marcha de inmediato, empezó a subir la colina a grandes

zancadas para salir de la hondonada, rozando las finas ramas de los árbolesjóvenes con sus anchos hombros y esparciendo el rocío a su paso. Cato seapresuró a seguirlo, y Macro se puso a su lado y se acomodó a su ritmo.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó en voz baja.—Perfectamente.—Da la impresión de que aparecí en el momento oportuno. ¿Qué estaba

pasando?—Una diferencia de opiniones. Nada más.Macro se quedó callado un momento.—Una diferencia de opiniones con ese hijo de puta tracio es probable que

implique la muerte de un hombre. Será mejor que lo vigiles de cerca.—Ya lo hago, créeme.Tuvieron que esforzarse para seguir el ritmo del tracio. Dejaron atrás los

árboles jóvenes, y se adentraron entre los altos pinos que cubrían la ladera. Unaluz pálida se extendía por el cielo y daba un tono lechoso a los árboles. Quertoavanzaba con rapidez por delante de ellos, y de vez en cuando echaba un vistazoatrás, pero no aflojó el paso para permitir que lo alcanzaran ni intentó adelantarsey dejarlos atrás. Pareció conformarse con mantener una distancia prudencial

entre ellos. Poco después, llegaron al claro en el que los cuatro escuadrones decaballería tracia habían pasado la noche sin fogatas para calentarse. Los hombresy a habían ensillado sus monturas y estaban reunidos en pequeños grupos,hablando en voz baja, con las lanzas apoy adas en el hombro y los escudosposados en el suelo.

En cuanto vislumbraron a su líder, se dirigieron a toda prisa a sus caballos,agarraron las riendas y esperaron órdenes. Querto se encaramó a la silla yexclamó tan fuerte como crey ó prudente:

—¡Montad!Cato y Macro tomaron sus caballos de manos de uno de los soldados que los

guardaba y montaron. Situaron sus monturas en posición, entre el portaestandartey los que tocaban los cuernos. Querto permanecía erguido en la silla, a una cortadistancia de ellos, supervisando a los ciento veinte hombres de su fuerza principal.Cuando todos estuvieron bien colocados en sus sillas y el único sonido que se oíaera el de los caballos al masticar el freno y el roce de sus cascos contra el suelo,Querto asintió con satisfacción.

—¡Preparados para avanzar!Hizo dar la vuelta a su caballo en dirección al estrecho sendero que salía del

claro, y chasqueó la lengua. El animal avanzó al trote, y Cato, Macro y losdemás lo siguieron. Tras ellos fueron los escuadrones formados en columna,hasta que no se oyó más que el golpeteo de los cascos y el tintineo de los bocadosy frenos. Al cabo de unos cien pasos a través de los árboles, el sendero se unía alantiguo camino que se adentraba en el valle, y Querto enfiló la suave pendiente ala cabeza de la columna. Los árboles ocultaron el paisaje durante un corto trechohasta que, de pronto, se encontraron cabalgando al descubierto. En los pastos, aambos lados, un grupo de robustas reses se dieron la vuelta y echaron a correr alverlos aparecer de repente.

A cosa de un kilómetro y medio de distancia, Cato vio el altozano en el que lachoza del jefe dominaba el valle. Delante de él, un sendero pasaba cerca de unode los grupos de chozas más pequeñas que constituían el poblado tribal. Más allá,el camino transcurría junto a unos cuantos corrales y las cubiertas de cuero delos silos, y luego descendía hasta un río de rápida corriente. Al otro lado de unvado, el sendero subía por la ladera del altozano.

Querto levantó el brazo con el que manejaba la espada y gritó:—¡A medio galope!Espoleó a su caballo, y el animal dio una patada y se empinó ligeramente,

tras lo cual avanzó con una sacudida a un paso más rápido. Los hombres que ibandetrás de él hicieron lo mismo, y el retumbo sordo de cientos de cascos inundó laatmósfera en torno a Cato. Un rostro apareció en la entrada de una de las chozasmás próximas al camino, el de un hombre que se asomó con unos ojos comoplatos. Lanzó un grito de alarma, y desapareció otra vez en el interior. Al cabo de

un instante, la columna pasó ruidosamente junto a aquella choza, y Cato vio quede otra un poco más alejada salía una mujer con un niño pequeño aferradocontra el pecho. La joven echó un vistazo al estandarte, dio media vuelta y selanzó a la carrera alejándose de la aldea en dirección a los árboles. Aparecieronmás figuras que huían en todas direcciones. Uno de los j inetes cambióbruscamente de dirección, pero un oficial se fijó en él de inmediato y le ordenó avoz en cuello que volviera a unirse a la columna.

El vado apareció por delante y, un instante después, Cato atravesó lacorriente, que estalló en un caos de gotas plateadas mientras los caballosarremolinaban el agua al cruzar el río. Querto aminoró el paso en la otra orilla yextendió el brazo a un lado.

—¡Formad en línea!El grupo de abanderados, con Cato y Macro incluidos, formaron en el centro

de la línea, y los escuadrones se repartieron a ambos lados.—¡Allí arriba! —Macro levantó el brazo y señaló la ladera—. Nos han visto.Varios hombres habían salido en tropel de las chozas y bajaban por la

pendiente gesticulando, llamando a las armas a sus compañeros.La línea estuvo formada en pocos segundos. Cuando el último de los hombres

de los flancos hubo situado su montura en posición, se oyó el toque agudo de uncuerno, cuy o sonido fue retomado por otro más alejado al cabo de un instante.

—Se han despertado —gruñó Querto—. No hay tiempo que perder. Vamos aatacar. —Desenvainó la espada y la alzó en el aire—. ¡Cuervos Sangrientos!¡Cuando dé la orden! ¡A la carga!

Capítulo XXI

Querto bajó rápidamente la espada e hizo avanzar su caballo, al tiempo que unrugido feroz salía de su garganta. Sus hombres retomaron el grito, y Macrotambién, en tanto que Cato apretó la mandíbula y respiró rápida yprofundamente mientras arengaba a su montura con la espada desenvainada,utilizando la hoja plana para golpearle la grupa. La línea de j inetes fueadquiriendo velocidad rápidamente a medida que se alejaban de la orilla del ríoy cruzaban la alta y frondosa hierba, adornada de rocío y salpicada de flores deun vivo color amarillo. Detrás de los j inetes el sol se alzaba por encima de lascolinas, y los primeros rayos bañaban el valle con una pálida luz dorada.

Los caballos fueron adquiriendo velocidad hasta ponerse a galope tendido, yCato notó el rugido del aire en los oídos mientras su cuerpo se sacudía ybalanceaba siguiendo el ritmo de los impactos del caballo que galopaba debajode él. Agarró las riendas con más firmeza, apretó los muslos contra los flancos desu montura y se inclinó hacia adelante manteniendo su mano armada baja yextendida hacia un lado, donde no pudiera herirlo accidentalmente, ni a él ni aMacro, que iba a su derecha. A ambos lados, los tracios sostenían las lanzas enuna vertical inclinada hacia adelante por el mismo motivo, y Cato vio queestaban acatando la disciplina; ni un solo hombre había perdido la línea ni habíabajado la punta de su arma todavía. El estruendo de los gritos excitados de Macrole llenaba los oídos. Los caballos más rápidos empezaron a adelantarselevemente, y Querto ordenó a sus hombres que mantuvieran la formacióngritando a voz en cuello para que le oyeran por encima del estrépito.

A unos ciento cincuenta pasos por delante, los guerreros siluros seapresuraban hacia la choza del jefe para formar un perímetro defensivo.Agarraron a toda prisa las primeras piezas de armadura y armas queencontraron. La mayoría de ellos llevaba escudo, unos escudos grandes, planos yredondos, con unas caras pintadas con elegancia que representaban animalessalvajes. Con la otra mano asían lanzas, espadas o hachas. Cuando la suavependiente empezó a nivelarse, Cato vio que el jefe salía de su choza, una figuraalta y corpulenta, con la coronilla calva y bordeada de un pelo pelirrojo peinadohacia atrás con dos trenzas. Sus hombres le habían dado tiempo suficiente paraponerse una cota de malla, y les estaba dando órdenes a gritos con un hacha debatalla de mango largo en la mano derecha.

Cuando los Cuervos Sangrientos llegaron a la cima del altozano, las chozas delexterior los obligaron a rodearlas desordenadamente, con lo que los j inetesempezaron a maldecir y los caballos a relinchar, apiñados unos contra otros.Seguían saliendo hombres de las chozas, y, cuando Cato se aproximaba a laentrada de una de ellas, la cortina de cuero se retiró de repente y un siluroprotegido con un escudo lanzó una estocada con una lanza de caza contra los

j inetes que pasaban. La punta penetró en el costado del caballo delportaestandarte, que iba justo delante del prefecto. Un relincho agudo hendió elaire, y el animal se hizo a un lado de golpe y arrancó la lanza de manos delguerrero. El extremo del arma golpeó contra el lado de la choza y se partió conun fuerte chasquido, y el trozo astillado salió volando hacia Cato. Él agachó lacabeza justo a tiempo, y notó el golpe de la madera, que rebotó en la partesuperior de su casco. A continuación, levantó la vista y se retorció en la silla paraasestarle una estocada al atacante. La espada que había sacado de los almacenesdel fuerte tenía más alcance que el gladio al que estaba acostumbrado, pero elguerrero retrocedió de un salto y la hoja solo alcanzó el marco de madera de lapuerta. Cato recogió el brazo y la choza quedó atrás.

A su derecha, vio que Macro alcanzaba a un siluro bajo y corpulento quellevaba una túnica marrón. El hombre se volvió a medias, justo a tiempo de vercómo la hoja de Macro hendía el aire y le daba en la cabeza, cortándole la carney destrozándole la mandíbula. El guerrero se desplomó y se perdió de vista bajolos caballos. Se oyó un breve grito de dolor que murió con él, aplastado en elsuelo.

—¡Matadlos a todos! —gritó Querto con una expresión de maníaco en susrasgos. Sus hombres repitieron el grito, mientras acababan con los pocos nativosque habían respondido demasiado tarde a la llamada para unirse con suscompañeros frente a la choza del jefe. Otro hombre salió de la misma chozaprincipal, un tipo alto y de constitución robusta. Iba protegido con armadura y uncasco bajo el cual asomaba un cabello rubio que le caía por encima de loshombros. Llevaba lanza y escudo, y se abrió paso a empujones entre otros dospara ocupar su lugar en la línea de combate. Había algo en sus facciones quellamó la atención de Cato. Tenían algo que le resultaba vagamente familiar. Perono tenía tiempo de pensar en ello más de un instante.

Los Cuervos Sangrientos avanzaron en tropel, cruzaron el espacio abierto conun retumbo de cascos, pisoteando los restos de fogatas y levantando remolinos deceniza y brasas encendidas. Algunos de los tracios se precipitaron entre Macro yCato, obligándolos a separarse, y Cato se vio desplazado a unos veinte pasos a laizquierda de su amigo y del resto del grupo de mando en el preciso momento enque los primeros j inetes bajaban las puntas de sus lanzas y se abalanzaban alataque contra la línea de guerreros siluros. Se oyeron toda una serie de ruidosmetálicos y golpes sordos cuando las armas entrechocaron y alcanzaron losescudos. Los gritos de batalla murieron en los labios de los hombres cuando seenzarzaron en combate, esgrimiendo las armas con furia mientras se asestabantajos y estocadas unos a otros. Cato vio que delante de él se estaba abriendo unhueco entre dos j inetes, y tiró de las riendas para conducir a su montura haciaallí, con la espada en alto, lista para atacar.

Un guerrero enemigo apareció frente a él de un salto, enseñando los dientes

entre el denso vello oscuro de su barba. Levantó el escudo e hincó una lanzacontra el cuello de su caballo. Aníbal se encabritó y se apartó, agitandoviolentamente las patas delanteras, en tanto que Cato echaba todo su peso haciaadelante y aferraba las riendas con firmeza para evitar caer de la silla. Uno delos cascos golpeó la punta de la lanza del guerrero y la empujó hacia abajo, y elhombre retrocedió unos pasos para evitar el peligro de las coces. El caballo sedejó caer de nuevo, y Cato se esforzó por mantenerse erguido, justo a tiempo deparar otra estocada por parte del siluro. Su hoja larga resonó con el golpe, y elprefecto torció el brazo para desviar la punta de la lanza, luego azuzó a su caballopara que avanzara contra el guerrero enemigo, golpeó contra su escudo con unruido sordo y echó al hombre hacia atrás. Cato no le dio tiempo a recuperar elequilibrio e hizo descender su espada, haciéndola llegar tan lejos como pudo. Elfilo cortó el aire con un silbido y alcanzó a aquel hombre en el hombro, decoradocon elaborados dibujos de glasto. La hoja hendió la carne y llegó a la clavícula,que se partió con la fuerza salvaje del golpe. El guerrero lanzó un grito de dolor,retrocedió tambaleándose y dejando caer el escudo. No obstante, todavía fuecapaz de levantar la lanza, aun a través del velo rojo de su dolor, y lanzó la puntahacia Cato.

El prefecto dio un tirón salvaje a las riendas, y Aníbal se volvió bruscamentea la derecha, con lo que la punta de la lanza golpeó ruidosamente el escudo. Catose retorció en la silla e hizo descender la espada otra vez, incapaz de dar muchafuerza al golpe. Pero bastó para que el Siluro retrocediera dando traspiés, con lasangre que manaba de la herida del hombro corriéndole por el pecho. Soltó lalanza, colocó firmemente la mano sobre la carne desgarrada, dio media vuelta yse alejó del combate tambaleándose. Cato lo dejó marchar y, al ver que no habíaninguna amenaza inminente, echó un vistazo a su alrededor. Los auxiliares habíanpenetrado en las filas poco densas del enemigo, y los combatientes luchaban enpequeños focos frente a la choza grande. Macro iba junto a Querto, y ambos selanzaron contra un grupo de siluros y se quedaron entre ellos, dispersando alenemigo y matando a unos cuantos guerreros más que se sumaron a los quey acían ya en el suelo, muertos o heridos.

El jefe, su compañero alto y varios de sus hombres habían formado unapretado círculo para resistir a los tracios. Mientras Cato observaba, uno de losCuervos Sangrientos hizo avanzar su caballo y lanzó un golpe con la lanza. Lapunta golpeó contra un escudo y, cuando el tracio recuperaba el arma, el hombrealto de pelo rubio avanzó corriendo y alcanzó al j inete en el costado con una pica.La fuerza del golpe bastó para derribarlo de la silla, y el cuervo cay ó al suelo alotro lado del caballo. De inmediato, un siluro fornido armado con un hacha dio unsalto hacia adelante e hizo descender su arma con ambas manos. La cabeza delhacha se estrelló en la espalda del auxiliar, que quedó tendido en el suelo. Otrogolpe detrás de la cabeza le partió el casco de hierro y le destrozó el cráneo.

Cato vio entonces que el portaestandarte estaba a un lado, atrapado contra lachoza por un grupo de siluros que utilizaban las espadas para asustar al caballomientras se abalanzaban sobre el tracio para matarlo. A todos los soldados delejército romano les inculcaban la vergüenza de dejar que el estandarte cay eraen manos enemigas, de modo que, automáticamente, Cato volvió su caballohacia la choza y avanzó. Pasó rozando a unos j inetes que se habían quedado unpoco apartados del combate. Cato blandió su espada ensangrentada y les ordenóa voz en grito:

—¡Seguidme!No esperó a ver si le habían obedecido o no, y concentró su atención en el

enfrentamiento entre los siluros y el portaestandarte. Uno de ellos y a habíaherido al caballo, y la sangre caía por el pelaje del animal y salpicaba el suelo.Otro hombre hizo un amago hacia el j inete, con lo que le obligó a volverse yafrontar el peligro. De inmediato, otro se precipitó hacia él desde el otro lado, leasestó un tajo en la pantorrilla y retrocedió de un salto. El portaestandarte lanzóun grito de dolor, sus labios se separaron dibujando una mueca en su rostromientras se movía de un lado a otro, desesperado por mantener alejados a todossus oponentes.

El ruido del caballo de Cato al acercarse hizo que el más próximo de lossiluros se volviera a mirar y se diera la vuelta hacia la nueva amenaza,afirmando los pies en el suelo mientras se cubría el cuerpo con el escudo yalzaba la espada dirigiendo la punta hacia el romano que se le venía encima. Pordetrás de aquel hombre, Cato vio que el portaestandarte lo miraba a los ojos. Surostro tenía una expresión extraña, fría y calculadora. Acto seguido, soltó el astadel estandarte, y la imagen del cuervo negro sobre la tela roja ondeó mientrascaía al suelo.

—Qué demonios…Horrorizado, Cato vio que el portaestandarte agarraba las riendas y alejaba el

caballo de la choza. Uno de los enemigos cayó sobre el estandarte con un grito detriunfo. Dejó el escudo y recogió el estandarte, poco antes de ver que el caballode Cato se dirigía hacia él a toda velocidad. El guerrero soltó un grito rápido, hizoun gesto a sus compañeros y salió corriendo con su preciado trofeo.

Cato se inclinó hacia adelante en la silla, sostuvo la espada con el brazoextendido a un lado y cargó contra el siluro que tenía más cerca. Cortó el airecon la espada, pero su enemigo se apartó ágilmente y acto seguido avanzó paralanzar su contraataque, una estocada dirigida con mucha fuerza contra la cinturadel prefecto. El movimiento nervioso de su caballo echó a perder el intento, y lapunta rebotó a un lado del peto de Cato. El romano propinó entonces otro tajo quegolpeó el escudo del siluro y lo alejó. Ambos se detuvieron un instante,evaluándose mutuamente, y entonces el compañero del siluro avanzó parasumarse a la pelea. Más allá, el tercer hombre escapaba con su trofeo, rodeando

la parte trasera de la choza. Cato oyó el sonido de unos cascos por detrás de él,solo podían ser los hombres a los que había ordenado que le siguieran, y siguióatacando a los siluros que se habían vuelto hacia él. Hizo avanzar su montura yarremetió una y otra vez contra sus escudos, con unos golpes sordos que hicieronsaltar astillas de la superficie de madera pintada, y consiguió hacer retroceder auno de los guerreros, alejándolo de su compañero.

—¡Ocupaos de ellos! —gritó Cato, y espoleó su caballo para dirigirse a laparte de atrás de la choza. En aquel momento, lo único que importaba erarecuperar el estandarte. Mientras su montura se ponía al galope, oy ó a susespaldas el entrechocar de las armas cuando los tracios se lanzaron contra los doshombres. Su caballo rodeó ruidosamente la curva de la choza, y Cato pudo ver alsiluro que sostenía el estandarte frente a él como si fuera un ariete y bajabacorriendo por la pendiente alejándose del combate. A unos cincuenta pasos másadelante, el prefecto vio que había un gran cercado de mimbre entramado quecontenía unos veinte o treinta caballos, algunos de los cuales y a estabanensillados. Un joven mozo de cuadra siluro se había encaramado a la entrada dela cerca, y miraba cuesta arriba hacia los sonidos de la batalla con cara depreocupación. Volvió a entrar enseguida, y reapareció al cabo de un momentocon una horca, apuntando con las puntas de la herramienta en dirección a Cato.El hombre que llevaba el estandarte seguía corriendo, y cuando se volvió a mirara su perseguidor su expresión victoriosa se tornó de alarma al ver que el romanoiba pisándole los talones.

Cato apretó las piernas contra los costados de su montura y preparó la espadamientras se acercaba a su presa. La hoja se alzó, se detuvo mientras el prefectocalculaba el momento de asestar el golpe y luego cay ó. En el último instante, elsiluro intuy ó el golpe, se arrojó a un lado y rodó sobre la hierba aferrado confuerza al estandarte de los Cuervos Sangrientos.

—Mierda… —masculló Cato al tiempo que tiraba de nuevo de las riendaspara dirigir el caballo hacia el guerrero, que se levantó y corrió a toda velocidadhacia el cercado gritando órdenes al joven de la entrada. Cato puso el caballo aun constante medio galope para convergir con el guerrero, pero era demasiadotarde para interceptarlo y matarlo antes de que llegara a la puerta. En cuantoconsiguió llegar allí, el siluro se dio la vuelta. El pecho se le movía agitadamentepor el esfuerzo, pero el hombre atacó a Cato con la punta del estandarte. Lapersecución había terminado, y el prefecto detuvo su montura a una cortadistancia de los dos hombres. Se dio cuenta de que el joven de la horca teníamiedo. Sus ojos se abrían de par en par, y las puntas de su precaria armatemblaban. Cato acercó el caballo poco a poco, apuntó al joven con la espada ymovió la hoja hacia un lado.

—¡Márchate! ¡Sal de aquí!Aunque las palabras no eran en su idioma, el significado quedó muy claro y

el joven empezó a moverse hacia un lado arrastrando los pies, hasta que unaorden brusca por parte de su compañero lo detuvo. Cato oy ó ruido de cascos pordetrás de él, y al echar un vistazo a la pendiente vio que los dos tracios bajabancabalgando hacia el cercado. Se animó al verlos. Ahora sería imposible que seperdiera el estandarte. Pero entonces aminoraron el paso y se detuvieron a unoscien pies de distancia.

—¿A qué estáis esperando? —les gritó Cato—. ¡Conmigo! ¡Ya!Ninguno de los dos se movió, y sus monturas permanecieron quietas en la

larga hierba mientras sus j inetes miraban a Cato en silencio.El prefecto sintió que la furia ardía en su pecho. « ¡Pues vaya con la

cacareada reputación de los Cuervos Sangrientos!» , pensó con amargura. Estabay a a punto de volver a gritarles, cuando el siluro del estandarte lanzó un rugido ycargó contra él. Cato no tuvo mucho tiempo para reaccionar, y se volvió parapresentar su escudo mientras sostenía la espada por encima de la cabeza. Elguerrero tenía los ojos muy abiertos, y apretó los dientes mientras preparaba loshombros y arrojaba todo su peso detrás del golpe. La punta alcanzó la parte bajadel escudo y astilló la madera, penetró entre las tiras laminadas, salió por el otrolado, y alcanzó al caballo justo por delante de la rodilla de Cato. El animal se hizoa un lado de una sacudida, y Cato lanzó una estocada contra la cabeza delguerrero. El siluro se agachó, recuperó el estandarte de un tirón, echó a caminarhacia atrás y se preparó, luego le gritó algo a su compañero. El joven avanzó convacilación, y fue desviándose a la izquierda poco a poco con la intención deflanquear a Cato.

—Joder… —dijo él entre dientes mientras se volvía a uno y otro lado paraintentar no perder de vista a ninguno de sus dos contrincantes. Se arriesgó a echarun vistazo cuesta arriba, hacia los dos tracios que seguían esperando, y unescalofrío le recorrió la espalda. Ya no cabía duda de que esos dos seguíanórdenes de Querto. Centró nuevamente la atención en el enemigo. La principalamenaza era el guerrero. Si Cato podía acabar con él, seguro que el joven daríamedia vuelta y huiría. Por otro lado, el nerviosismo de aquel muchacho lo hacíaimpredecible. Tanto podía arrojarse contra Cato como un animal salvaje comosalir huyendo ante el menor peligro. El prefecto se volvió hacia él de manerainstintiva y se inclinó para golpear la horca. El joven no fue lo bastante rápidopara esquivar el golpe, y la hoja partió una de las puntas de la horca y empujó laherramienta hacia el suelo. Inmediatamente Cato propinó un débil revés, con elque la punta de la hoja rasgó la túnica del joven y le hizo una leve heridasuperficial en el pecho. El muchacho gritó más de sorpresa que de dolor,retrocedió tambaleándose aterrorizado y soltó la horca. A continuación se volviódando traspiés, y finalmente echó a correr, alejándose de Cato y del cercado,hacia alguna de las chozas que había a unos cuantos centenares de pasos dedistancia.

El otro siluro lanzó un insulto desdeñoso al joven que se marchaba, y luegoarremetió de nuevo con el estandarte de los Cuervos Sangrientos. En esta ocasiónapuntó más alto, y Cato levantó el escudo para bloquear el golpe, pero en elúltimo instante su oponente desvió la punta hacia un lado, de modo que eltravesaño de hierro de lo alto del estandarte pasó bajo el borde del escudo.Luego, con un rápido giro de muñeca, enganchó el travesaño en el escudo y tirócon todas sus fuerzas. El escudo dio una sacudida en la mano de Cato, y el bordesuperior le dio en la barbilla. Notó el sabor de la sangre en la boca, volvió a notarun tirón del escudo y lo soltó. Estandarte y escudo salieron volando hacia elguerrero, que perdió el equilibrio y cayó en la hierba. Antes de que el hombrepudiera recuperarse, Cato se inclinó en la silla, tiró una estocada al cuello de suoponente y lo clavó en el suelo, retorció la hoja y la liberó de un tirón. La sangresalió a borbotones de la herida, y el siluro se agarró la garganta con las manosmientras escupía sangre, gorgoteaba y se esforzaba por respirar. Cato, seguro deque el guerrero estaba acabado, bajó del caballo para recuperar tanto su escudocomo el estandarte de los Cuervos Sangrientos. Deslizó la correa del escudo poruno de los arzones de la silla, y montó de nuevo sosteniendo el estandarte en alto,de modo que la tela lastrada revelaba claramente la imagen del cuervo. Se sintióaliviado de haber evitado la vergüenza de que la unidad fuera humillada por lapérdida del estandarte.

Volvió el caballo hacia la pendiente, y vio que los dos tracios sacudían lasriendas y conducían sus caballos cuesta abajo. Cato los miró frunciendo el ceño,y estaba ya a punto de pedirles explicaciones cuando se dio cuenta de que habíaalgo raro en su actitud. Lo miraban con frialdad mientras se acercaban, luegobajaron las lanzas y las sostuvieron a un lado, dispuestos a atacar…

Dispuestos a matar a su prefecto.

Capítulo XXII

Habían caído casi todos los enemigos, y los supervivientes se hallaban agrupadosen torno a su jefe y el hombre alto de pelo rubio, que había combatido tan biencomo el mejor soldado que hubiera visto nunca Macro. Movía los pies conagilidad, y propinaba golpes diestros y letales con su lanza. Ya había matado ados de los tracios y herido a un tercero, sin haber sufrido ni un rasguño a cambio.En torno a él había otros diez o doce siluros, algunos de ellos heridos, pero todoscon los escudos alzados y las armas apuntando a sus enemigos.

Hubo una breve pausa mientras los j inetes se replegaban para formar unamedia luna en torno a los siluros, que habían retrocedido y se hallaban deespaldas a la entrada de la choza del jefe. Miraban con recelo a los tracios, con elpecho palpitante.

Macro vio que estaba cerca de Querto y se dirigió a él.—Es hora de decirles que se rindan. ¿Conoces su idioma lo bastante bien

como para pedírselo?Querto se volvió hacia Macro con el ceño fruncido.—Lucharán hasta el final o morirán. No habrá prisioneros.Macro fue acercando su caballo al del tracio.—Sí, los habrá. Ya oíste al prefecto. Capturaremos a todo aquel que se rinda.

Solo serán un objetivo legítimo los que no lo hagan.Querto refunfuñó y clavó una mirada fulminante en los hombres que había

frente a la choza.—Son las órdenes —insistió Macro con firmeza—. Diles que depongan las

armas.Por un momento, dio la impresión de que el otro se negaría. Pero al cabo

asintió, tomó aire y se dirigió al enemigo. Mientras el hombre rubio respondía,Macro se irguió en la silla y miró en derredor buscando a Cato.

« ¿Dónde demonios está? —masculló para sus adentros—. A veces creo quees un peligro dejar suelto a ese muchacho…» .

Entonces recordó que había visto fugazmente a su amigo rodeando la chozadel jefe en persecución de un guerrero. Macro miró otra vez a Querto, quienseguía intercambiando palabras con el jefe de los guerreros. Vio que los siluros serelajaban un poco y se miraban unos a otros mientras proseguía la conversación.Macro consideró que su rendición era prácticamente segura, y que y a no eranecesario que permaneciera junto a Querto. Tiró de las riendas, se abrió pasoentre los j inetes y se fue trotando hasta la parte trasera de la choza, siguiendo ladirección que había visto tomar a su amigo poco antes. Pasó junto a un cuerpotendido en el suelo y siguió dando la vuelta. Al llegar a lo alto del declive, sintióuna oleada de alivio al divisar el penacho rojo del casco de Cato, y vio que elprefecto tenía el estandarte de la cohorte tracia en una mano y el escudo en la

otra. A una corta distancia delante de Cato, había dos de los tracios quecabalgaban hacia él con despreocupación. Macro estaba a punto de lanzar ungrito para llamar a su amigo, cuando las palabras murieron en su garganta. Losdos tracios habían puesto sus monturas a medio galope y cargaban contra Catocon las lanzas en ristre.

—¿Qué coño es esto? —se dijo Macro entre dientes. De pronto, como sirecibiera un mazazo, se dio cuenta de que su amigo estaba siendo atacado por suspropios hombres, clavó los talones en su montura y le dio una palmada en lagrupa—. ¡Vamos!

El caballo avanzó de un salto y bajó por la pendiente al galope. Macro vio quelos tracios se acercaban más y más a su amigo. Cato los miraba fijamente eintentaba manejar el escudo para valorar cómo le protegería mejor del ataquede dos hombres a la vez. En el último momento, espoleó a su caballo y bajó elestandarte como si fuera una lanza, y fue a por el j inete de su derecha. Los treshombres chocaron, y se oyó el golpe sordo de una lanza que rebotó en el escudo.Luego hubo un entrechocar de armas cuando Cato y el hombre de su derechaintercambiaron unas furiosas lanzadas y paradas. El estandarte no estaba pensadopara utilizarse como pica, y a Cato le resultaba difícil de manejar mientrasluchaba por su vida. Además, sus posibilidades de sobrevivir se veían mermadaspor la necesidad de no apartar la vista de la izquierda, al tiempo que rechazabalos ataques del otro tracio. Macro se dio cuenta de que su amigo no podríaaguantar mucho más, y azuzó a su caballo violentamente. Se oyó entonces ungrito de frustración cuando a Cato se le escapó el estandarte de entre los dedoscon una sacudida y cayó en la hierba. Llevó la mano atrás rápidamente, e intentóagarrar la espada mientras uno de sus oponentes se iba acercando más a su ladodesprotegido para asestar el golpe mortal. En el último momento, el prefectoestrelló el escudo en la cara del hombre de su izquierda, al tiempo que esquivabala lanza levantada del otro asaltante, metía las manos por debajo de su escudo ylo agarraba de la capa y de la túnica en un intento desesperado de desmontar altracio. Forcejearon, Cato estaba y a medio fuera de la silla, en tanto que el otrotracio encaraba ya su montura hacia la espalda del prefecto para atacarlo pordetrás.

Pero entonces oy ó el galope del caballo de Macro, y el segundo tracio vaciló,lanzó una fugaz mirada hacia el centurión y, por instinto, hizo virar su monturapara afrontar la inesperada amenaza. Macro sostuvo el escudo en alto y seencorvó para que lo cubriera hasta las mejillas. No había tiempo para pensar, porlo que simplemente apretó la mandíbula y cabalgó directamente hacia elhombre. El tracio comprendió las intenciones de Macro en el último segundo, yespoleó a su caballo para intentar apartarse. Era demasiado tarde, y la monturade Macro chocó violentamente con él. El impacto derribó al otro caballo que, conun relincho agudo y aterrorizado, cayó de costado y rodó de espaldas, agitando

violentamente las patas en el aire. El j inete soltó un grito de pánico antes de queel peso del caballo que se le venía encima lo dejara sin respiración y le aplastarael pecho y las extremidades.

Cato seguía peleando con el otro hombre, intentando agarrarlo del torso conuna mano, en tanto que con la otra aferraba la muñeca de su brazo armado y seesforzaba por mantener la punta alejada de su cuerpo.

—¡Aguanta, muchacho! —gritó Macro mientras recuperaba el control de sumontura que, asustada, intentaba rehuir el enfrentamiento.

El tracio que luchaba con Cato dio un fuerte tirón a las riendas, con lo que sucaballo se apartó un tanto y tiró del prefecto, amenazando con arrancarlo de lasilla. Cato se aferró desesperadamente, consciente de que, si se soltaba y ledejaba espacio al tracio para que utilizara la lanza, estaba muerto. Cuando yaparecía que iba a caer bajo el caballo del otro, Cato le soltó de pronto la muñecay agarró el mango de su daga. La desenfundó tan deprisa como pudo, y acuchillóal tracio en el muslo y la ingle. El hombre profirió unos aullidos de dolor y furia,soltó la lanza y lanzó un puñetazo en la orejera del casco del prefecto, y acontinuación un fuerte golpe en el tabique nasal. Cato notó un cruj ido, sintió undolor agudo y empezó a sangrar por la nariz. El tracio gruñó y alzó el puño paragolpear de nuevo, pero pareció congelarse en el gesto: al alzar la miradainstintivamente, Cato vio el destello de una espada que se hundía en el ángulo delcuello del hombre y notó que su sangre caliente le salpicaba la cara. El traciomiró a Cato con la boca abierta y una expresión de sorpresa en los ojos, que se lepusieron en blanco antes de que se desplomara en la silla con un apagadogorgoteo. La espada ensangrentada volvió a brillar tras ser retirada de un tirón, elhombre profirió un último gemido y su caballo se hizo a un lado con una especiede contoneo, arrastrando consigo a Cato hasta que este consiguió arrancar la dagade la pierna del tracio y soltó la capa. Cay ó al suelo, arrojando la daga a un ladopara no aterrizar encima de ella. El golpe fue fuerte y lo dejó sin aliento, peroCato tuvo suficiente tino para hacerse un ovillo en el suelo mientras los cascos delcaballo golpeaban la hierba a su alrededor.

—Ya está, muchacho… —le dijo la voz preocupada de Macro.Cato se arriesgó a echar un vistazo, y vio el penacho transversal del casco de

un centurión que le tapaba la luz cada vez más intensa del cielo del amanecer.Sintiéndose a salvo, rodó para levantarse y se puso de pie de forma insegura,mientras se limpiaba la sangre de la nariz con el dorso de la mano. Macrorecuperó el estandarte que estaba tirado en la hierba, y lo clavó firmemente en elsuelo. Luego se volvió a mirar a los dos tracios. El caballo que se había caído sehabía vuelto a levantar y permanecía a cierta distancia de su j inete, como sidesconfiara de él. El hombre se retorcía débilmente, respirando con dificultad. Elotro tracio se balanceó un momento en la silla y luego se deslizó por un lado hastacaer al suelo. Su montura se alejó dando unos cuantos saltitos, se detuvo y bajó la

cabeza para olisquear a su j inete.Macro se volvió nuevamente hacia Cato.—¿Te importaría explicarme de qué coño iba todo esto?El prefecto todavía no había recuperado el aliento y lidiaba con el dolor de su

nariz rota. Levantó la mano, y respondió con una voz engolada debido a la sangrede la nariz:

—Un… momento…—Estaban decididos a matarte, muchacho. Lo vi todo. No hay duda.Cato asintió y se acercó al hombre que Macro había derribado. Se inclinó y

vio la terrible herida, allí donde la espada de Macro había penetrado inclinada ensu cuello, destrozando la clavícula y tal vez los pulmones, antes de detenerse auna profundidad de unos veinte centímetros. La sangre salía a borbotones de laherida, se le encharcaba en el pecho, rebosaba y caía sobre la hierba mientras eltracio apretaba los dientes con la mirada fija en el pálido cielo. Cato se arrodilló asu lado.

—¿Por qué me atacasteis?El tracio parpadeó, volvió la vista hacia Cato pero no respondió. El prefecto se

acercó más a él.—¡Dímelo!Sus labios esbozaron una leve sonrisa burlona.—Este cabrón necesita que lo azucen un poco —dijo Macro. Rodeó a su

amigo y se quedó de pie junto a la cabeza del tracio. Levantó la bota y la pusosobre la herida de aquel hombre, al principio con suavidad, pero inmediatamenteincrementó la presión hasta que el tracio gritó de dolor y se retorció. Macromeneó la bota contra la herida, con lo que los clavos de la suela se clavaron en lacarne y el hueso ensangrentados. Solo entonces aflojó.

—Responde a la pregunta del prefecto, o te doy un poco más.—¿Por qué me atacasteis? —repitió Cato.El tracio jadeaba, luchando contra las oleadas de dolor que le provocaba la

herida. Se pasó la lengua por los labios mientras reunía fuerzas para responder.—Lo hice… por el centurión.—¿El centurión? ¿Querto?El hombre asintió con un leve movimiento de la cabeza.—La cohorte… le pertenece a él… no a ti. Nunca a ti.—¿Él te ordenó que lo hicieras?El tracio se desplomó otra vez sobre la hierba y empezó a temblar de forma

incontrolada mientras se desangraba. Cato lo agarró del pañuelo del cuello,empapado de sangre, y tiró bruscamente para levantarle la cabeza.

—¿Querto os ordenó que me matarais? —le gruñó al hombre.El tracio puso los ojos en blanco y se atragantó con su propia sangre, que le

borboteó por la comisura de los labios, pero aún fue capaz de pronunciar una

última palabra con voz débil.—Querto…—¿Qué? —preguntó Cato—. ¿Qué pasa con Querto? ¡Habla!Pero era demasiado tarde. Al tracio se le fue la cabeza hacia atrás, inerte, y

Cato lo miró con furia una última vez, tras lo cual soltó el pañuelo y retiró lamano con enojo.

—¡Hijo de puta!Mientras Cato se levantaba, Macro retiró la bota y se la limpió en la hierba. El

centurión se quedó mirando el cadáver y chasqueó la lengua.—Hay que reconocer que Querto inspira lealtad en sus hombres.—¿Lealtad? —Cato escupió la palabra con amargura—. ¿Lealtad a qué? A

Roma no, desde luego. Solo a ese cabrón enfermo que quiere bañarse en sangre.Macro miró a su amigo.—Lo decía con ironía.Se quedaron mirando mutuamente, hasta que Cato sonrió con nerviosismo,

contento de soltar la tensión del momento. Macro sonrió de oreja a oreja.—¿Has visto? Creo que debe de hacer demasiado tiempo que ando contigo,

Cato. La ironía… bueno, está claro que no era algo que me saliera con facilidad.En fin, ¿qué está pasando, en nombre del Hades? ¿Crees que estos cabronesactuaban por su cuenta o seguían órdenes de Querto?

—¿A ti qué te parece? Él está detrás de esto. Me quiere muerto, igual que alúltimo prefecto, para así poder seguir dirigiendo Bruccio como su pequeñoreinado.

Macro infló los carrillos y soltó aire.—Se está arriesgando mucho. Un prefecto muerto parece un accidente, mala

suerte. Dos parecen una conspiración. —Se interrumpió y meneó la cabeza—.Joder… Conspiración. Se cierne sobre nosotros como un maldito nubarrón.Pensaba que cuando volviéramos al ejército íbamos a llevar una buena vida. Noesto… ¿Estás seguro de que esto es cosa de Querto?

—Estoy seguro. Me tendieron una trampa, Macro. Incluso el portaestandartedebía de estar involucrado. Dejó que los siluros lo capturaran, a sabiendas de quey o los perseguiría y me alejaría del combate. En cuanto me separé del resto dela cohorte, estos dos vinieron detrás de mí. Primero se mantuvieron al margen,esperando que el enemigo tuviera la oportunidad de matarme primero, y luegointervinieron para terminar el trabajo. Todo muy bien pensado. Yo habría tenidouna buena muerte intentando salvar el estandarte, y Querto tendría una historiaque poder vender, tanto a ti como al cuartel general, llegado el momento. —Catoasintió con seriedad—. Es astuto como una serpiente.

Macro empujó al tracio muerto con la puntera de la bota.—¿Qué hacemos? Ha fallado en su intento y tú sigues vivo. ¿Ahora qué? ¿Le

hundimos un cuchillo entre los omóplatos a Querto? Ese cabrón se merece eso y

más.Antes de que Cato pudiera responder, oyeron el ruido de unos caballos que se

acercaban y, al levantar la vista, vieron que Querto bajaba por la pendiente haciaellos, a la cabeza de uno de sus escuadrones. Macro preparó la espada y se dio lavuelta de cara a ellos con expresión adusta. Cato se situó a su lado, y llevó lamano al pomo de su espada.

—Macro —le dijo en voz baja—, corremos un grave peligro. Deja que habley o.

Su amigo asintió sin dejar de mirar con recelo a los j inetes que seaproximaban.

Querto frenó su montura a una corta distancia de ellos, y sus hombres sedetuvieron ruidosamente a ambos lados del centurión. Hubo unos breves instantesde silencio, durante los cuales Cato escudriñó el rostro del oficial tracio y vio enél la fría mirada de frustración que confirmó sus sospechas. Querto señaló elestandarte con un gesto.

—Así pues, lo ha salvado. Salvó el honor de la cohorte.—Salvé el estandarte —repuso Cato deliberadamente. A continuación, señaló

los cuerpos de los tracios—. Pero no pude salvar a estos hombres.Querto miró a los muertos, y luego sus oscuros ojos se clavaron nuevamente

en Cato.—¿Qué ocurrió? —preguntó en tono apagado.—Intentaron quitarle el estandarte a ese siluro. Los mató a ambos antes de

que yo pudiera intervenir.Macro se movió a su lado; la explicación lo había pillado desprevenido. Cato

rezó fervientemente para que su amigo mantuviera la boca cerrada durante lospróximos instantes. Querto movió lentamente la cabeza en señal de asentimiento.

—Entonces, murieron como héroes.—Se diría que sí…Al fin el tracio hizo un gesto para señalar el rostro de Cato.—Está herido, señor.—No es nada. —Cato dio media vuelta para acercarse a su caballo y se

encaramó a la silla. Macro vaciló un momento, le lanzó una mirada fulminante aQuerto, y luego siguió el ejemplo de su amigo. El prefecto recorrió entonces elvalle con la mirada, y vio las figuras distantes de los hombres y mujeres de latribu que corrían para salvar la vida, agarrando de la mano a sus hijos ydirigiéndose hacia los árboles a ambos lados del valle. Se limpió la sangre de loslabios. Ya empezaba a coagularse en la nariz, y tan solo seguía manando unpequeño hilo de sangre. Se aclaró la garganta.

—Centurión Querto, ordena a tus hombres que reúnan a los prisioneros. Solotienen que matar a aquellos que se resistan. Hay que llevar a los prisioneros, asícomo a nuestras bajas, a la choza del jefe de la tribu. ¿Está claro?

Querto movió la cabeza en señal de afirmación.—He dicho: ¿Está claro, centurión?—Sí, señor.—Eso está mejor. Pues ocúpate de ello enseguida.—Sí, señor. —Querto hizo dar la vuelta a su caballo y dio órdenes a sus

hombres a voz en cuello. Los j inetes se pusieron en marcha de inmediato parainformar a los demás escuadrones, y Cato y Macro cabalgaron de nuevo hacia loalto de la ladera. Querto hizo señas al resto de sus hombres, y estos formaron enfilas detrás del prefecto y su compañero. En cuanto llegaron al altozano, Cato sedirigió a la zona abierta frente a la choza grande, y vio a una veintena deenemigos desarmados y sentados en el suelo, vigilados por varios de losauxiliares tracios. Entre los prisioneros se encontraba el gigante rubio, quellamaba la atención no solo por su estatura, sino también por su cabello claro,pues la mayoría de siluros lo tenían oscuro. Lo habían despojado de su armadura,del escudo y del casco, y ahora Cato pudo ver sus rasgos con más claridad. Frenóel caballo a una corta distancia, y se quedó mirando a aquel hombre.

—¿Ves a ese de ahí, Macro? —Cato lo señaló—. Me resulta muy familiar. ¿Loreconoces?

Macro miró y se encogió de hombros.—No puedo decir que sí.Cato frunció el ceño.—Yo lo he visto antes. Hace poco. Estoy seguro…Cato condujo su caballo hacia aquel hombre, y se detuvo a unos dos metros

de donde estaba sentado. El guerrero alzó la mirada con gesto desafiante.—¡En pie! —ordenó Cato, y le hizo una seña con la mano.El hombre no se movió, y Macro se acercó al trote con el rostro colorado.—¡Ya has oído al prefecto! ¡Ponte en pie, jodido perro sarnoso!Lentamente, y con toda la dignidad que podía conservar en esa situación, el

guerrero se levantó, se puso derecho y miró a sus captores con expresióndesdeñosa.

—¿Quién eres? —le preguntó Cato—. Tú no eres siluro.—Soy de los catuvellaunos —respondió el hombre en latín con un leve

acento.—¿Y qué haces aquí entonces? Tu tribu se rindió a nosotros hace años. —Cato

se obligó a mostrarse frío—. Lo cual te convierte en un prófugo.—¿Prófugo? No soy ningún prófugo. Juré luchar contra Roma hasta mi último

aliento. Como muchos de los miembros de mi tribu, decidí seguir a Carataco.Al oír mencionar el nombre del líder enemigo, Cato sintió un

estremecimiento cuando recordó la primera vez que había visto a ese hombre: enel círculo de piedra, entre el séquito del rey rebelde que se había enfrentado aRoma desde el primer momento en que las legiones habían desembarcado en

suelo britano. Al igual que muchos de los catuvellaunos, tenía el cabello claro,pero otro detalle le llamaba la atención a Cato… Su constitución y su rostro lerecordaban al mismísimo Carataco.

—¿Cómo te llamas?—¿Cómo me llamo? —El guerrero frunció los labios con desprecio—. Mi

nombre es para mi pueblo y para los hombres que luchan a mi lado comohermanos.

—¿Ah, sí? —Macro sonrió con crueldad—. Señor, si no es capaz depronunciar su nombre, creo que ya no necesitará más la lengua. Deje que lecorte la lengua a este cabrón.

Macro agarró la daga, la desenfundó y la sostuvo de forma que el guerreropudiera verla con claridad. Cato guardó silencio un momento, y dejó que lasanguinaria petición de Macro surtiera efecto. Vio que el guerrero apartaba lavista de la daga, y que su máscara se desvanecía y revelaba un atisbo del miedo.

—Dime tu nombre… —le ordenó Cato—, mientras aún conserves la lengua.El guerrero levantó la vista, recobró la compostura con orgullo y devolvió la

mirada a sus captores. —Soy… Maridio.—Maridio… —repitió Cato—. Guerrero de los catuvellaunos y, si no me

equivoco, hermano del rey Carataco.

Capítulo XXIII

—Bueno, ¿y qué hacemos con él, con este tal Maridio? —preguntó Macromientras se calentaba las manos en el enorme brasero del despacho de Cato.Aunque no faltaba mucho para que llegara el verano, unos vientos fríos azotabanlas montañas siluras, sumándose a la frecuente lluvia y a las eternas nieblas.Fuera de las paredes del edificio del cuartel general un viento racheado en lanoche hacía traquetear los postigos de la ventana del despacho de Cato. Décimoles había llevado un sencillo guiso para comer. El maestro de caballerizas de lacohorte tracia había considerado que algunos de los caballos heridos en elreciente ataque no estaban en condiciones de seguir prestando servicio, y loshabían sacrificado para aprovechar la carne. La guarnición de Brucciodisfrutaría durante unos días del complemento de carne fresca en su dieta, antesde que volvieran a darles las gachas de costumbre.

Cato se sirvió un vaso de posea, la bebida habitual de los legionarios queconsistía en vino barato rebajado con agua.

—Tuvimos una suerte loca al capturarlo.—Cierto —coincidió Macro con sentimiento—. Pero ¿qué estaba haciendo en

ese poblado, para empezar?Cato tomó un sorbo y se quedó un momento pensando.—Es probable que lo enviara Carataco. Quizá para reclutar más hombres. O

tal vez para que viera de primera mano el efecto que Querto estaba teniendo ensus aliados, y al mismo tiempo intentar reunidos para su causa. No podemossaberlo con seguridad, a menos que nos lo diga él.

—No ha soltado ni una palabra. He hecho que algunos de los muchachos deSevero le den un buen correctivo, pero ese cabrón es tan duro como aparenta.Todavía no le hemos sacado nada útil. Quizá tengamos más suerte esta noche.

—Eso espero. Le he dicho a Querto que esta noche envíe a algunos de sushombres para el interrogatorio.

Macro levantó la mirada rápidamente.—¿Para qué involucrarlo?—Soy el prefecto de la cohorte tracia, así como el comandante del fuerte.

Necesito asegurarme de aprovechar cualquier oportunidad de recordárselo, tantoa él como al resto de sus… de mis hombres.

Macro suspiró con aire cansino.—Dudo que los tracios tengan más suerte que mis chicos. Aunque puede que

su aspecto les dé algo de ventaja a la hora de meterle miedo a Maridio, y o no meharía muchas ilusiones.

—Bueno, si no podemos hacerle hablar, tal vez nos sirva de rehén másadelante…, eso suponiendo que entre él y Carataco perviva algún sentimientofraternal. En cualquier caso, habrá que llevarlo a Glevum. Es demasiado

importante para retenerlo aquí.Macro asintió y pasó a abordar otra cuestión.—¿Y qué hacemos con el resto de prisioneros? No podemos tenerlos en

Bruccio.En la última incursión de hacía ocho días, tan solo habían capturado a unos

cincuenta siluros en el valle. Fueron muchos más los que habían optado por morirluchando o habían muerto a manos de los tracios antes de poder decidir. Cuandola columna había regresado al fuerte de Bruccio, habían metido a los cautivos enuno de los barracones vacíos y habían cerrado bien las puertas. Les daban decomer unas raciones escasas todos los días, y permitían que cada mañanavaciaran los cubos de la letrina. La guarnición ya había consumido gran parte dela comida saqueada en la aldea, y no tardarían en empezar a reducir laslimitadas reservas que se guardaban en el granero del fuerte.

—También he tomado una decisión respecto a ellos —respondió Cato desde elotro lado del sencillo tablero de caballete que le servía de mesa de trabajo. Sereclinó en su asiento, mientras Décimo tomaba un cuenco de la bandeja quellevaba y lo depositaba en la mesa frente a su comandante, junto con unacuchara de bronce—. Los escoltaremos hasta Glevum. Enviaré a cuatroescuadrones de los tracios para que vigilen a los prisioneros. Querto estará almando.

Macro levantó la mirada de su cuenco para dirigirla a su amigo.—¿Qué te hace pensar que estará de acuerdo con eso?—Porque será una orden. Lo arreglaré de manera que, si se niega, tendrá que

hacerlo delante de toda la guarnición. Entonces veremos a quién obedecen lossoldados.

Macro suspiró.—Detesto ser y o quien te lo diga, pero los tracios lo respaldarán a él, casi sin

excepción.Cato asintió.—Espero que tengas razón. Por eso estamos esperando a que aparezca la

columna de refuerzo. En cuanto dispongas de todos tus efectivos, tendré hombresmás que suficientes para inclinar las cosas a nuestro favor. Si elijo el momentoadecuado, Querto tendrá que ceder o enfrentarse a un número superior desoldados. Se ha pasado de la raya, pero no tanto como para que no vea que puederectificar. Mi intención es darle una oportunidad.

Macro se quedó callado un momento, luego replicó con voz tensa:—Por el amor de todos los dioses, Cato, ¿por qué? Ese cabrón intentó hacer

que te mataran.El prefecto juntó las manos y apoy ó la barbilla en ellas mientras consideraba

la protesta de su amigo. Macro tenía razón. El tracio era peligroso, y lo empujabauna obsesión que Cato a duras penas podía comprender. En aquella manera

extrema que tenía de hacer la guerra había algo más que la simple tendenciasanguinaria de su raza. Querto quería venganza, lo consumía el deseo de destruira los siluros, y de eliminar de la faz de la tierra hasta la última criatura viva queposeyeran. No obstante, el efecto del horror de la campaña de los tracios en elenemigo, las cabezas, los cuerpos en descomposición y los restos quemados delas aldeas había resultado impresionante. Los siluros temían a los hombres de lacohorte. Solo con ver la bandera del Cuervo Sangriento echaban a correr parasalvar la vida. Quizás el miedo fuera la mejor de las armas, caviló Cato. Nadapodía resistirse a él, ni la mejor armadura ni la más alta empalizada. Solo uncoraje de igual intensidad tenía alguna posibilidad contra una estrategia basada eninfundir un terror como el que provocaban Querto y sus hombres. Así pues, elcenturión de los cuervos había conseguido que el terror fuera la herramientabélica suprema…

Una parte de la mente de Cato rehuy ó aquella línea de pensamiento. Elcálculo frío de hacía un momento le hizo sentir desprecio por sí mismo. Él no eraQuerto. Nunca podría serlo. Pero, al mismo tiempo, sabía que era perfectamentecapaz de una crueldad semejante. La diferencia entre él y el tracio era que Catodecidía no ser cruel… Aunque tal vez eso fuera solo la excusa que se ofrecíapara justificar su cobardía moral. Levantó la vista y miró a Macro,preguntándose si debía compartir sus dudas con él. Por lo que a su amigoconcernía, Querto se había condenado a sí mismo en cuanto había intentadohacer que mataran a Cato. No importaba nada más. Macro tenía tendencia atomar una ruta más directa a la hora de juzgar a la gente.

—Si podemos convencer a Querto de que salga de Bruccio y escolte a losprisioneros hasta Glevum —empezó a decir Cato—, nos libraremos de élmientras nosotros nos hacemos con el control absoluto de la guarnición. Nosaseguraremos de que no pueda retomar su dominio cuando regrese. Si lo intenta,podré actuar según las reglas, y hacer que lo arresten por insubordinación, oincluso por amotinamiento. Se cumplirá el debido proceso legal.

—¿Qué coño te pasa, Cato? —se quejó su amigo—. ¿Acaso se cumplía el« debido proceso legal» cuando intentó apuñalarte por la espalda, eh? Cuando tuenemigo juega sucio, tú haces lo mismo. No tienes más que decirlo, y le clavaréuna espada en las entrañas a ese cabrón sin derramar ni una jodida lágrima porese hijo de puta. Ese es mi estilo de « debido proceso legal» .

Por un momento, Cato quedó desconcertado por las palabras de su amigo.—Bueno… Sí, desde luego.Se hizo un breve silencio, durante el cual Cato dejó que su amigo se calmara

un poco antes de continuar hablando. Décimo aprovechó la ocasión paracarraspear. Cato lo miró.

—¿Puedo irme ya, señor?Cato asintió.

—Ve y come algo.—Gracias, señor. —Décimo se volvió hacia la puerta y, cuando estaba a

punto de abandonar la habitación, Macro lo llamó.—Oy e, Décimo, mira si queda un poco de ese pan siluro en las provisiones de

los oficiales. Si hay, tráenos una hogaza a cada uno.—Sí, señor —respondió Décimo, que salió del despacho y cerró la puerta sin

hacer ruido.Cato no tenía mucho apetito: sus preocupaciones lo agobiaban.—A mí me bastará con el estofado.—Como quieras. Si no quieres el pan, me comeré el tuy o.Macro atacó su estofado, y sorbió ruidosamente el líquido humeante de la

cuchara mientras Cato removía el suyo con aire pensativo.—Debemos tener cuidado, Macro. Nunca hemos estado ante una situación

como esta.Mientras hablaba, Cato recordó la marcha de regreso desde la aldea de los

siluros. Macro y él se habían asegurado de permanecer dentro de la columna, díay noche, uno siempre vigilando mientras el otro dormía. Querto había intentadoacabar con la vida de Cato una vez, y seguro que entre sus seguidores había máshombres dispuestos a hacer lo que él les ordenara, aunque fuera asesinar a unoficial superior. En cuanto llegaron al fuerte, Cato había dado órdenes para que laguardia del cuartel general la formaran solo soldados de la cohorte delegionarios. Hombres a los que el centurión Severo había elegido por ser dignosde confianza.

—Tienes toda la razón —repuso Macro—. ¡Y yo que creía que trabajar paraesa rata babosa de Narciso era peligroso! Los dioses se están divirtiendo de lolindo con nosotros.

—Me pregunto quién se ríe… No, hablo muy en serio, Macro. MientrasQuerto permanezca aquí en el fuerte y desafíe mi autoridad, corremos un gravepeligro. Si vamos a ocuparnos de él, debemos hacerlo paso a paso. Ahora vamosa esperar el momento oportuno, hasta que aparezcan los refuerzos. En cuantolleguen, podremos hacer que las cosas vuelvan a ser como deberían. Querto notendrá más alternativa que aceptarlo.

—¿Y luego qué? ¿Lo pasado, pasado está? Intentó matarte, maldita sea.—¿Qué pruebas tenemos? ¿Qué puedo hacer sin tener pruebas?Macro abrió la boca para protestar, pero frunció el ceño y meneó la cabeza.—Tonterías. Otra vez el « debido proceso legal» , supongo.Cato asintió.—Tal como están las cosas, no puedo presentar cargos contra Querto. Ni por

intentar matarme, ni por el asesinato del anterior prefecto. Además, no solo setrata de ocuparse de Querto. ¿Recuerdas que te mencioné que el hecho de estaraquí podría tener algo que ver con Palas? ¿Que era muy posible que hubiera

querido enviarnos a algún lugar donde hubiese muchas posibilidades de que nosmataran?

Macro señaló a su alrededor con la cuchara.—¿De verdad crees que es difícil encontrar un lugar así en este rincón del

imperio?—No estamos en el imperio. Estamos mucho más allá de la frontera de la

provincia. Lo bastante lejos como para no obtener ayuda si nos metemos enproblemas. Y tenemos problemas. Si intentamos tomar un atajo al ocuparnos deQuerto, puedes estar seguro de que el agente que Palas tiene aquí en Britania, seaquien sea, nos acusará del crimen. Uno no sale impune del asesinato de uncenturión superior, ni de tomar medidas disciplinarias contra él sin tener laspruebas adecuadas. Lo más probable es que cualquier cosa de este estilo nosacabara estallando en la cara. Sobre todo si hay alguien esperando la menorexcusa para hundirnos en la mierda. Como y a he dicho, tenemos que andarnoscon sumo cuidado. Si hay que hacerlo, debemos deshacernos de Querto de unamanera que pueda justificarse. ¿Lo entiendes, Macro?

El centurión suspiró profundamente.—No hay derecho, Cato. Creía que habíamos dejado atrás todas estas cosas.

Pensaba que íbamos a volver a las legiones para hacer de soldados como esdebido, y dejar las tretas para aquellos a los que les gustan. —Meneó la cabeza,tomó otra cucharada del estofado sin alegría y añadió entre dientes—: No hayderecho, te lo digo y o.

Cato no pudo evitar una sonrisa irónica.—Vamos, hombre, ¿de verdad pensaste en algún momento que iba a ser tan

fácil?

* * *

Décimo abrió la puerta del comedor de oficiales y se asomó para echar unvistazo antes de cruzar el umbral. Ya era tarde, por lo que allí no había nadie y elfuego de la chimenea ardía sin mucha intensidad, proporcionando un brillo cálidoque iluminaba el modesto cuarto. Soltó un suspiro de alivio por no tener que estaren la misma habitación que alguno de los oficiales de la cohorte tracia. Cerrórápidamente la puerta tras él, y se dirigió a la entrada que llevaba al almacéndonde se guardaba la comida de los oficiales. Los artículos comunes sealmacenaban en la estantería que había a un lado, mientras que enfrente habíaunos estantes con el nombre de los oficiales, donde cada uno de ellos guardabasus provisiones privadas. « No es que haya mucha cosa en ninguna de lasestanterías» , pensó Décimo chasqueando la lengua. En la aldea no habíanencontrado mucho que valiera la pena llevarse, solo unas pocas porciones dequeso de cabra, algunas jarras de su cerveza dulce y las hogazas de pan planas y

duras cuyo sabor era tan poco apetitoso como su aspecto. Décimo tomó doshogazas de las provisiones comunes, e hizo la marca en la tablilla encerada quecolgaba de un clavo junto a la entrada del almacén. Oyó que se abría la puertadel comedor de oficiales, y que se cerraba al cabo de un momento; tragó salivacon nerviosismo y, al salir de la despensa, vio la imponente figura del centuriónQuerto, de pie frente a la puerta. El brillo del fuego proyectaba una sombra quese agitaba levemente tras él, e iluminaba sus rasgos morenos con un resplandorroj izo, de modo que parecía aún más grande que a plena luz del día. Sus ojos seclavaron en el criado del prefecto, pero no dijo nada.

Décimo se acercó con vacilación, y señaló la puerta con un gesto de lacabeza.

—Si me disculpa, señor.—Todavía no —dijo Querto en voz baja y cavernosa—. Tengo hambre.

Tráeme un poco de queso y pan. Y una jarra de cerveza.—Señor, iba a llevar esto al despacho del prefecto.—Después.—El prefecto y el centurión Macro están esperando que regrese lo antes

posible, señor.—En cuanto hay a terminado contigo, podrás irte. Ahora, alimenta el fuego y

tráeme la comida.Décimo vaciló un momento. El tracio frunció el ceño, y el sirviente dio

media vuelta apresuradamente y dejó las hogazas en una mesa. Se acercó alfuego, tomó unos leños de los que había apilados en un rincón y los amontonóescalonados sobre las brasas; a continuación cogió el soplillo y avivó las llamascon cuidado, hasta que empezaron a consumir los leños inferiores. Durante todoese tiempo sintió la presencia del oficial tracio, que había tomado asiento en elbanco más próximo y le observaba en silencio mientras trabajaba.

—Con eso bastará —dijo Querto—. Ahora la comida.Décimo se irguió rápidamente y se dirigió a la despensa, donde amontonó lo

requerido en una fuente de madera y regresó para servírselo al centurión.—Aquí tiene, señor. Y ahora, si no hay nada más…—Hay algo más. —Querto arrancó una punta del pan y masticó sin parar

hasta que tuvo la boca lo bastante vacía para hablar—. Te llamas Décimo, segúntengo entendido.

Décimo movió la cabeza en señal de afirmación, pero no le gustaba que eloficial tracio supiera nada de él, aunque solo fuera su nombre.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?—N-no, señor.—Eso está mejor. Pues bien, Décimo, quizá puedas ayudarme.—Por supuesto, señor.—¿Estás contento sirviendo al prefecto?

Décimo se mordió el labio.—¿Contento, señor? No lo había pensado.—Oh, estoy seguro de que sí. Me resultaría difícil creer que estuvieras

contento en un lugar tan remoto y salvaje como Bruccio. Tienes un aire a antiguosoldado. La cojera sugiere que te declararon no apto para el servicio. ¿Tengorazón?

Décimo asintió, y al ver que el ceño del oficial tracio se arrugaba se apresuróa contestar en voz alta:

—Sí, señor. Serví en la Segunda Legión. Antes de conocer al prefecto estabaen Londinio trabajando en los muelles.

—¿Y abandonaste las comodidades de Londinio para venir aquí?—El prefecto me ofreció un buen pago por servirle. En aquel momento, me

pareció buena idea.—Pero apuesto a que ahora y a no te parece tan buena. —Querto esbozó una

sonrisa—. Me imagino que estarás pensando que no hay cantidad de plata por laque valga la pena estar en un lugar como este.

Décimo decidió que tal vez fuera mejor quitar importancia a la situación, yescaparse lo antes posible del oficial tracio.

—Estoy seguro de que podría imaginarme plata suficiente como para hacerque cualquier cosa valiera la pena, señor.

—Seguro que sí —respondió Querto en voz baja.Décimo carraspeó.—Si esto es todo, señor, será mejor que me vay a. No puedo permitirme

hacer esperar al prefecto y al centurión Macro.—Antes de que te vayas, Décimo, hay una cosa sobre la que me gustaría que

pensaras. —Querto se inclinó hacia adelante y clavó sus ojos oscuros en elveterano. Décimo sintió que se le helaba la sangre—. Te gusta la plata, por lo queeres un hombre de los que me gustan. ¿Y si te ofreciera el doble de lo que te pagael prefecto para que trabajaras para mí?

—¿Señor?—Vamos, Décimo. No creerás que el pan y la cerveza son las únicas cosas

que los Cuervos Sangrientos sacan de las aldeas que atacamos. En estas montañashay gran cantidad de filones de plata, esa es una de las razones por las que elemperador está tan ansioso por hacerse con el territorio de los siluros. Hemosrecogido un pequeño tesoro en plata, y he prometido repartirla a partes igualescon todos los oficiales y soldados que estén en el ajo. ¿Por qué no ibas a podersacar tajada tú también? Siempre y cuando sirvas a mis necesidades. Veo que tetienta… ¿Por qué no ponértelo más fácil? ¿Y si te pago el triple de lo que te haprometido el prefecto?

—Mil sestercios, eso fue lo que me prometió Cato.—¿Tan poco para un buen hombre como tú? El prefecto es un tacaño. ¿Qué

me dices? ¿Tres mil sestercios es una buena suma?Décimo puso unos ojos como platos ante la perspectiva de poseer semejante

fortuna, y Querto insistió.—Claro que también podrías quedarte con lo que él ha prometido pagarte.

Bastaría para asegurar tu porvenir. Y lo mejor de todo es que lo único que tienesque hacer es seguir sirviendo al prefecto. Por lo que a mí concierne, por tres milsestercios en plata solo tendrías que mantener los ojos y los oídos bien abiertos, einformarme de todo lo que diga que tenga que ver conmigo y con mi cohorte.Eso es todo. ¿Qué me dices, Décimo?

El sirviente guardó silencio mientras las ideas bullían en su cabeza.—Necesito pensármelo, señor.Querto observó al otro hombre un momento, y al cabo asintió.—De acuerdo. Pero quiero tu respuesta mañana. Hay otra cosa que tienes

que saber. Si descubro que has repetido alguna parte de esta conversación, haréque me traigan tu cabeza. Ya verás que es mucho más seguro, así como másgratificante, serme leal en este fuerte. ¿Entendido?

—Sí, señor. —Décimo tragó saliva nerviosamente.—Pues puedes marcharte. Recuerda, una sola palabra fuera de lugar y eres

hombre muerto.—Lo entiendo, señor. —Décimo asintió y salió del comedor de oficiales con

toda la firmeza de la que fue capaz. Una vez fuera, cerró la puerta, se apoyó enla hoja sin poder contener apenas el temblor en sus piernas, y luego recorrió atoda prisa la corta distancia calle abajo hasta el cuartel general.

Capítulo XXIV

Sacaron a Maridio a rastras de su celda con los brazos atados a la espalda, y lollevaron a la pequeña sala del cuarto de guardia. Le habían quitado toda la ropamenos las calzas, y su pecho y su cara estaban llenos de heridas. Tenía un ojo tanhinchado que apenas veía por él. Apestaba a su propia inmundicia, e iba cubiertode suciedad y sangre seca.

—Ponedlo en el gancho —ordenó Querto, y sus hombres arrastraron alguerrero hasta situarlo bajo la viga del centro de la habitación.

Un gancho de hierro sobresalía de la viga. Mientras uno de los traciossujetaba a Maridio para que no se moviera, el otro trajo una barra de madera depoco más de un metro de largo con un trozo de cuerda firmemente atado enambos extremos. Echó los brazos del prisionero hacia atrás, y metió la barraentre ellos de codo a codo, luego pasó la cuerda por el gancho y la ajustó hastaque la barra quedó paralela al suelo. Maridio hizo una mueca al notar la tensiónen los hombros.

Cato y Macro observaban los preparativos desde un banco que había a unlado de la estancia. El centurión de la Decimocuarta estaba sentado con laespalda apoyada en la pared, las piernas extendidas y los brazos cruzados,aparentemente impasible ante el sufrimiento del prisionero.

Cato, sin embargo, no era tan indolente. Por lo que a él concernía, elinterrogatorio del prisionero era un mal necesario, y tenía ganas de queterminara lo antes posible.

Uno de los interrogadores tracios se volvió a mirar a Querto y declaró:—Está listo, señor.Antes de que Querto pudiera responder, Cato se inclinó hacia adelante y

espetó:—Es a mí a quien dirigirás tus comentarios, soldado, si quieres evitar un cargo

de insubordinación.El tracio miró a Querto, y este asintió con discreción. El soldado se cuadró.—Sí, señor. El prisionero está preparado para el interrogatorio, señor.—Muy bien. Podéis empezar —respondió Cato.—¡Sí, señor!El soldado se situó frente al prisionero, en tanto que su compañero se puso

detrás de Maridio y le propinó una brutal patada en la parte trasera de las rodillas.El prisionero cayó, y sus hombros se vieron obligados a soportar todo el peso desu cuerpo. Maridio soltó un tenso grito de tormento, y echó la cabeza hacia atráscerrando los ojos y apretando la mandíbula, intentando dominar el dolor. Elsoldado que tenía delante se acuclilló ligeramente, echó el puño hacia atrás y selo estrelló a Maridio en el vientre, dejándolo sin aire en los pulmones y jadeandopara recuperar el aliento. Siguió otro golpe, y otro, y fueron cay endo a un ritmo

constante sobre su estómago y su pecho, hasta que los gritos de dolor dieron pasoa unos jadeos y gemidos amortiguados.

Cato se acercó a Macro y murmuró:—¿Esto es estrictamente necesario? ¿Otra vez?Macro movió la cabeza en señal de afirmación.—Ya viste cómo fue la cosa con ese siluro, Turro. Los crían muy duros en

Britania. Por eso tenemos que pasar algún tiempo ablandándolos antes de llegar alas preguntas. En la mayoría de los casos, funciona bastante bien, pero Maridioestá resultando ser todo un reto. Quizá Querto y sus chicos tendrán éxito allídonde Severo no lo consiguió. —Macro se quedó un momento en silencio, y suestómago rugió. El centurión lanzó un guiño a su amigo—. Es una lástima que notuviera tiempo de terminarme esa última hogaza de pan. Décimo se tomó todo eltiempo del mundo para traérnoslas, el condenado. Tengo hambre.

—¿Hambre? —Cato se maravilló. El espectáculo que tenía delante no leestimulaba ni mucho menos el apetito, pero claro, reflexionó, a Macro no habíanada que se lo quitara.

Los golpes continuaron durante un rato más, hasta que Querto avanzó y, conun gesto de la mano, indicó a sus hombres que se apartaran.

—Esto bastará por ahora, muchachos. Dadle un respiro antes de continuar.Los soldados de la caballería tracia retrocedieron y se sentaron a una mesa

en un rincón de la sala, mientras Querto cogía un taburete y tomaba asientodelante del prisionero. Por un momento reinó el silencio, y lo único que se oía erael sonido de la respiración irregular de Maridio por encima del débil ulular delviento, que soplaba en rachas en torno a las paredes del cuarto de guardia.

Cato se puso de pie, cruzó la habitación y se quedó de pie al lado del oficialtracio. Su mirada se posó un momento en la cabeza del prisionero, antes deempezar.

—Sé que entiendes el latín. Igual que tu hermano. Los dos lo habláis confluidez. Debisteis de tener un buen maestro.

—Nuestro maestro fue un prisionero romano… Lo matamos en cuantosupimos lo suficiente para poder… pasar sin él.

—¿Por qué decidisteis aprender nuestro idioma?Maridio respiró profundamente y alzó la mirada: un brillo malévolo refulgió

en su ojo bueno.—Nuestro padre nos enseñó que el primer paso para derrotar a tu enemigo es

entenderlo. Y yo entiendo todo lo que necesito saber sobre Roma.—¿Ah, sí? —Cato esbozó una sonrisa—. ¿Y qué es lo que entiendes de

nosotros?Maridio se pasó la lengua por los labios resecos, y lo pensó un momento antes

de responder.—Que tenéis un apetito insaciable por las tierras, las propiedades y la libertad

de otros. Peináis la tierra, creáis un erial y lo llamáis civilización. ¡Menudacivilización! —resopló—. Sois un pueblo codicioso. Sois como una enorme ygorda sanguijuela que chupa la sangre de este mundo. Vuestros soldados matan,violan e incendian todo lo que se encuentran por delante. Como esta escoriatracia a los que pagas para que te hagan el trabajo sucio. No son guerreros, nisiquiera son hombres, solo escoria.

Querto se inclinó hacia adelante y, con aire despreocupado, le propinó unfuerte revés. Maridio gimió, parpadeó y meneó la cabeza.

—Modera esa lengua que tienes en la boca —le advirtió Querto—, o mismuchachos se encargarán de arrancártela para servirla en un plato y obligarte acomerla.

—Que te jodan…Querto apretó el puño, pero Cato intervino antes de que pudiera lanzar el

golpe.—No. Es suficiente, de momento.Volvió serenamente la mirada hacia el prisionero, y habló de nuevo.—Dices que tenemos apetito por las tierras de otros, pero dime, Maridio, ¿en

qué se diferencia eso de las guerras en las que tú, tu hermano y tu padre osenzarzasteis para conquistar a las tribus que rodeaban a los catuvellaunos?Corrígeme si me equivoco, pero tu tribu aplastó a los trinovantes y se apropió desu capital. También les habéis arrebatado territorio a los cantiacos, los atrebates,los dobunnos y los coritanos. —Cato hizo una pausa y se encogió de hombros—.A mí me parece que no hay mucha diferencia entre las ambiciones de loscatuvellaunos y las de Roma, solo que resulta que a mi gente se le da muchomejor.

Maridio frunció el labio y lanzó un escupitajo en la bota de Cato.—¡Qué te jodan!Cato se miró la bota.—Y por lo visto, resulta que también somos un poco más refinados e

imaginativos en nuestro uso del lenguaje y la invectiva.—¡Eso, joder, que se entere este hijo de puta! —añadió Macro con énfasis y

cierta ironía.Cato contuvo una mueca y centró de nuevo su atención en el prisionero.—Bien, pues ahora que y a hemos dejado de fingir que existe una autoridad

moral en este conflicto, solo queda la cuestión de quién va a ganar. A estas alturasy a debes de saber que Roma triunfará. Tenemos más y mejores hombres, y másrecursos de los que Carataco puede ni siquiera soñar con poseer. Lo único que élpuede hacer es retrasar la derrota. En sus manos están todas las muertes, deambos bandos, que tengan lugar antes de que acabe por rendirse. No puedevencernos, solo prolongar el sufrimiento y la destrucción hasta la inevitablederrota. Seguro que tú puedes verlo, Maridio.

El prisionero se encogió de hombros.—Mejor ser derrotados y morir como guerreros, que vivir como esclavos.—¿Esclavos? ¡Qué va! A ti y a tus hermanos no se os tratará de forma distinta

a como se ha tratado al rey Cogidubno, que tuvo la sensatez de convertirse ennuestro aliado desde el principio.

—¿Ese gordo cobarde? —dijo con desprecio—. A ojos de todas las demástribus de Britania se ha condenado a sí mismo, a su linaje y a su pueblo.

—De todas las tribus no, ni mucho menos. Los regni solo son una de las docetribus que han hecho las paces con Roma.

—¡Pues malditas sean también! —gritó Maridio.Nadie dijo nada durante unos instantes. Macro bostezó.—Todo esto es muy interesante, señor, pero no nos está ay udando. Está igual

de loco que el resto. Averigüemos lo que nos hace falta y acabemos con esto.Cato levantó una mano para hacer callar a su amigo.—Te doy una última oportunidad antes de proseguir con el interrogatorio,

Maridio. Aunque admiro tu coraje y tu orgullo, esto no hace más que prolongarel sufrimiento de tu gente.

El prisionero soltó una carcajada seca.—¿Qué te hace tanta gracia?—Ellos no son mi gente. Son los siluros y los ordovicos. ¿Qué me importa a

mí su sufrimiento?—¡Muy bonito! —comentó Macro.—Siguen siendo personas —continuó diciendo Cato—. Se merecen algo

mejor de aquellos que los gobiernan. Se merecen la paz.—¿La paz romana?Cato hizo caso omiso de la pulla.—La paz. Y eso es lo que les ofreceremos cuando Carataco sea derrotado.

Solo necesito saber la posición de su ejército y cuántos hombres tiene. No meimporta cómo consiga la información, pero la conseguiré.

El prisionero lo miró con el ceño fruncido y sacó la barbilla con gestodesafiante.

—Que te jodan, romano.Macro suspiró.—¿Qué, otra vez?Cato se hizo a un lado con expresión cansada y le hizo un gesto con la cabeza

a Querto.—Tus hombres pueden continuar.El tracio retiró un poco el taburete e hizo una seña a sus hombres. El soldado

de caballería encargado de golpear al prisionero se puso de pie y fue a situarsedelante de Maridio, mientras hacía cruj ir sus dedos y giraba el cuello paradesentumecer sus músculos. Cato pensó que parecía un boxeador antes de entrar

en combate. El soldado afirmó las botas en el suelo, en tanto que Maridioapretaba la mandíbula y entrecerraba los ojos preparándose para más golpes.

De pronto, se abrió la puerta del cuarto de guardia y todas las miradas sevolvieron hacia ella cuando el oficial de guardia, uno de los optios de Severo,entró y saludó a Cato.

—Señor, permítame informarle de que uno de los centinelas dice haber vistomovimiento por debajo del fuerte.

—¿Movimiento? —Cato frunció el ceño—. ¿A qué te refieres? Sé másconcreto, hombre.

El optio era joven, solo un año o dos may or de lo que había sido Cato cuandoobtuvo dicho rango. Su preocupación resultó evidente cuando dudó una vez másmientras intentaba ordenar las ideas.

—Rinde y a tu informe, optio. —Cato se obligó a hablar con calma—. ¿Qué eslo que ha visto exactamente el centinela?

—Dice que hay unos hombres delante del fuerte.—¿Los vio? ¿Cuántos eran?—Oy ó voces, señor. Y caballos. Entonces envió a otro soldado a buscarme.—¿Y tú dónde estabas?El optio inspiró rápidamente.—En la letrina, señor.Cato se tragó su irritación. Sin duda el optio había estado pasando el rato con

algunos compañeros, tal como hacían muchos soldados, con la tradicional yacogedora camaradería del barracón de las letrinas. Era mucho más cómodopasar el rato y disfrutar de las bromas estando caliente y seco en la letrina quepasar la noche patrullando las ventosas empalizadas del fuerte. Pero eso no erauna excusa. El optio estaba de guardia. Si necesitaba ir a mear podía haberlohecho al pie de la empalizada. Y si tenía que cagar, pues hubiera tenido queesperar a terminar el servicio.

—Ya hablaremos de eso más tarde —dijo Cato con sequedad—. ¿Tú oíste oviste algo cuando subiste a la empalizada?

—N-no estoy seguro, señor.Macro perdió la paciencia.—¿Sí o no? ¿En qué quedamos?—Me pareció oír voces, señor. —El optio pasó la mirada de Cato a Macro, y

la volvió nuevamente al prefecto.Querto se echó a reír.—Parece que este idiota tiene mucha imaginación. El río está crecido. He

visto a muchos hombres confundir el sonido de una corriente rápida al pasarsobre las rocas con voces, caballos o lobos, luego su imaginación y su miedohacen el resto. No creo que sea nada. Optio, vuelve a tus obligaciones y castiga a

tu centinela. Quizás una semana limpiando tu mierda en la letrina le curará losnervios.

—Espera —interrumpió Cato—. Pareces muy seguro de lo que dices,centurión.

—¿Y por qué no iba a estarlo? Los siluros tienen demasiado miedo paradejarse ver por el valle. No ha habido ni rastro de ellos en ningún lugar próximoal fuerte desde hace meses. Tu hombre se está asustando por nada. Creía que loslegionarios eran de pasta más dura.

Macro se enfureció.—No hay mejor combatiente que un legionario. Harías bien en recordarlo,

tracio.—Es posible, pero está claro que hay centinelas mejores. Optio, dile a tu

hombre que recobre la compostura y deje de amilanarse por un par de ratas.—Ahora te has pasado de la ray a —gruñó Macro, que dio un paso hacia

Querto al tiempo que deslizaba la mano hacia la empuñadura de su espada—.Retira eso o te hundiré los dientes en la garganta, tan hondo que estaráscagándolos un mes.

Querto se levantó y miró a Macro con una sonrisa divertida que apenas torcíasus labios. Pero sus ojos expresaban tal frialdad mortífera que Cato temió por lavida de su amigo. Se interpuso entre los dos para evitar que la confrontaciónllegara más lejos, y se dirigió al optio que seguía junto a la puerta, nervioso.

—Optio, este fuerte está en pleno territorio enemigo, y es el bastión romanomás alejado de la frontera. Eso significa que no corremos riesgos. Si tú ocualquiera de tus hombres creéis que hay algún peligro, tenéis que informar deinmediato. ¿Has ordenado que llamen a la centuria de Severo?

El oficial subalterno meneó la cabeza.—No…, señor.Cato tuvo que contener su enfado. Aquel hombre era un inepto, pero no podía

entretenerse en castigarlo. Solo serviría para retrasar las cosas.—Pues hazlo inmediatamente. Quiero a Severo y a sus hombres en las

empalizadas ahora mismo. Y adviértele que lo haga en silencio. Puedes irte.El optio se cuadró, saludó y salió precipitadamente, aliviado de escapar de la

mirada severa de su comandante. Cato se volvió hacia los otros oficiales de lahabitación.

—Lo más probable es que no sea nada, como tú dices, Querto, pero no voy acorrer ningún riesgo en cuanto a la seguridad del fuerte. Vamos a ver lo que pasacon nuestros propios ojos. —Cato hizo una pausa, y dirigió un gesto al prisionero—. Vosotros dos, devolved al prisionero a su celda.

Fuera, el fuerte se hallaba tranquilo y silencioso, y solo se oía el leve ulular dela brisa fría entre los barracones. El cielo estaba despejado en su mayor parte ysalpicado de estrellas. La luna creciente era vagamente visible tras un grupo de

fantasmales nubes plateadas, pero aún tardaría unos días en proporcionar la luzsuficiente para iluminar el valle que se extendía frente a las empalizadas. Cato sedetuvo a escuchar brevemente, pero no oy ó que se hubiera dado la alarma niningún otro sonido inquietante desde el exterior del fuerte. Por un momento, sepermitió animarse un poco mientras caminaba al frente de los demás oficialeshacia la puerta principal, que daba a la ladera que descendía hasta la zona deentrenamiento del valle. Procuró andar a un paso tranquilo para aparentar toda laserenidad posible delante del tracio. Cuando llegaron a la puerta, oyeron a Severoque daba órdenes en tono apagado, y el ruido sordo de las botas de los legionariosque salían apresuradamente del barracón para ir a ocupar sus puestos en laempalizada.

La torre de entrada era una construcción de madera y barro, y un braserosituado a una corta distancia del puesto de observación proporcionaba calor yalgo de iluminación a los hombres que estaban de servicio. Los oficiales entraronen la torre y subieron por la escalera que salía a la plataforma situada porencima del portón. Unos sólidos postes de pino formaban el parapeto, y elcentinela de guardia dio media vuelta hacia los oficiales, se puso firmes y plantóla jabalina en el suelo.

—¿Eres tú el que informó de que había movimiento? —le preguntó Cato conbrusquedad.

—Sí, señor —respondió el soldado con decisión.—Pues rinde tu informe.El centinela asintió, se volvió hacia el parapeto, se apoyó la jabalina en el

hombro y señaló la oscuridad, más allá de la zanja defensiva.—Oí voces allí abajo, señor, en la zona de la plaza de armas, y también vi

moverse a alguien.—¿Viste a alguien? ¿Estás seguro de eso?El centinela vaciló un instante, pero se reafirmó de inmediato.—Sí, señor. Sin duda era un hombre agachado en la hierba, a una corta

distancia de la zanja.Querto soltó un resoplido desdeñoso, al tiempo que se apoyaba en la baranda

de madera que recorría la parte superior del parapeto y escudriñaba laoscuridad.

—Yo no veo ni oigo nada… ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te parecióver algo?

—Fue justo antes de decírselo al optio, señor.—¿Y desde entonces, nada?—No, señor —admitió el legionario.Querto chasqueó la lengua en señal de desaprobación y se volvió a mirar a

Cato, que, bajo la débil luz de las estrellas, distinguió la expresión de desprecio enel rostro del tracio.

—Parece que al final yo tenía razón…, señor.Cato no respondió, se acercó al parapeto y miró hacia la plaza de armas

agudizando los sentidos. Al otro lado del foso, el terreno parecía fundirse en unamasa oscura; a duras penas distinguía el tenue contorno de los almiares, y esoporque sabía dónde estaban. Macro se puso a su lado y guardó silencio, mientrasbuscaba también algún indicio de peligro.

—¿Qué le parece, señor?Cato desvió la mirada al oír el ruido de los legionarios que se desplegaban a lo

largo de la empalizada, a ambos lados de la torre de entrada. Aunque les habíanordenado que ocuparan sus puestos con el mayor silencio posible, el ruido sordode las tachuelas de las botas contra la madera del adarve y el tintineo y golpeteoapagados del equipo le parecieron muy fuertes en la quietud de la noche. Cato sedebatía entre la necesidad de mostrarse cauteloso y el miedo de parecer idiotadelante de Querto por haber hecho salir a Severo y a sus hombres por la simplesospecha de un centinela. Miró al legionario, y distinguió su rostro curtido y seexpresión de confianza. Tenía más de treinta años, y su actitud y su porte eran losde un veterano. Cato decidió que aquel hombre no era de los que daría la alarmasin tener un buen motivo. Se volvió hacia Macro.

—Yo no veo nada. Pero este hombre sí lo ha visto, y mantendremos a lossoldados en sus puestos hasta el alba.

—Sí, señor —repuso Macro en tono de alivio—. ¿Y qué hay de la otracenturia y de los tracios?

—¿Ha ordenado despertar a mis hombres solo por un centinela nervioso? —Querto meneó la cabeza.

—No son sus hombres, centurión, sino los míos —replicó Cato con firmeza—.Todos y cada uno de los soldados de este fuerte están bajo mi mando. Incluido tú.Te agradeceré que lo recuerdes.

Querto se quedó callado un momento, y luego encogió sus anchos hombros.—Como quiera. Aunque mi deber es aconsejarle. Yo conozco a los soldados,

el fuerte y este valle mucho mejor que usted, y yo digo que ahí fuera no haynada. El enemigo está demasiado acobardado para atreverse a aparecer delantede Bruccio… Una tendencia que, por lo visto, parece estar extendiéndose pornuestras filas.

El comentario iba dirigido al centinela, pero el veterano no mostró ningunareacción ante el insulto.

—Tomo nota de tu « consejo» , centurión —dijo Cato con sequedad. Se volvióa mirar a Macro. Había tomado una decisión—. Da la orden para que el resto dela guarnición se mantenga en estado de alerta.

Macro asintió.—Sí, señor.Se dirigió a la escalera, bajó por ella y salió con paso ligero hacia los

barracones. Cato se volvió hacia el centinela.—Déjanos un momento a solas, soldado.El veterano levantó el escudo y se trasladó a la esquina opuesta de la

plataforma de la torre. En cuanto Cato tuvo la seguridad de que el soldado nopodía oírles, se volvió hacia el tracio.

—No toleraré que vuelvas a cuestionar mis órdenes.—Como dije, estaba ofreciendo consejo.—Hay mucha diferencia entre ofrecer un consejo y los comentarios

insolentes e insubordinados a los que te has acostumbrado. Eso se ha terminado.—Cato habló en voz baja, con los dientes apretados y la cara a no más de unpalmo de la del tracio. Pese a su intención de revelar sus cartas con prudencia, supaciencia había llegado al límite: estaba más que harto de la osadía de aquelhombre—. He visto todo lo que necesitaba ver del fuerte, de los soldados, de losoficiales y de la forma en que has llevado a cabo tu campaña contra el enemigo.Este no es el estilo de Roma. No es el estilo del ejército romano, y tampoco es miestilo. Soy yo quien está al mando, y a partir de ahora mis órdenes seobedecerán sin rechistar. Si vuelves a pasarte de la raya, centurión Querto, haréque te arresten y se presenten cargos. ¿Lo has entendido?

El tracio puso los brazos en jarras.—Al fin… Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de llegar a esto.

Empezaba a dudar que tuviera agallas. Igual que ese idiota, el prefecto Albio.Ahora hablaré yo. Conozco a los de su calaña. Jóvenes que han llamado laatención de un legado o un gobernador, y a los que han ascendido mucho más delo que se merecen. Yo ya era un guerrero cuando usted aún estaba mamando dela teta de su madre. Habrá participado en campañas y batallas, seguro, perousted, y todos esos otros oficiales romanos engreídos, han estado luchando parasometer a Britania durante hace casi diez años. Y el enemigo sigue ahí, riéndosede los romanos. —Se inclinó para acercarse más, y se dio unas palmadas en elpecho—. Se burlan de ustedes, pero a mí me temen. Sé cómo quebrar suvoluntad de luchar. Sus métodos han fallado. Los míos están teniendo éxito. Yharía bien en no meter la nariz en ello y dejarme a mí el mando de laguarnición…, señor. —Pronunció la última palabra con una ironía y un despreciomanifiestos.

Cato lo miró fijamente sin alterarse.—¿Tus métodos? Yo no veo ningún método en lo que has hecho aquí. Las

cabezas en las estacas, los cuerpos empalados, las aldeas incendiadas, lasmujeres y niños masacrados… No hay ningún método en eso. Solo la crueldadsedienta de sangre de un bárbaro más.

—Un bárbaro que conoce a su enemigo tan íntimamente como a sus propioshombres.

—¿Ah, sí?

Querto guardó silencio un momento, tras lo cual continuó diciendo en tonoapagado:

—Me considera un bárbaro…, bien, aprendí mis métodos en manos delenemigo. El enemigo es un pueblo cruel. La crueldad es el único idioma queentienden, de manera que decidí pagarles con la misma moneda, y con intereses.Y ahora es su espíritu el que se está quebrando, y no el de nuestras tropas. Sé loque me hago, prefecto. Y puedo hacerlo con o sin usted. Entiéndalo, y quizásobreviva para regresar a Roma algún día.

Antes de que Cato pudiera responder, el centinela extendió el brazo yexclamó:

—¡Señor! ¡Ahí abajo!Cato dio media vuelta y miró en la dirección que indicaba el veterano. Tardó

un instante en captar el movimiento, y entonces vio una figura que salía de lapenumbra, un hombre a caballo que cabalgaba al paso por el terreno desigualhacia la avenida de cabezas, y que luego dirigía su montura por el camino endirección al portón. La fugaz satisfacción que pudiera sentir Cato por el error dejuicio de Querto con respecto al centinela se desvaneció mientras escudriñaba alj inete que se aproximaba. Entonces, cuando el hombre se encontraba ya a nomás de treinta metros del foso, la media luna se desprendió al fin del tenue bancode nubes y bañó el paisaje nocturno con una débil luz grisácea. Bastó para poderdistinguir algunos de los detalles del j inete que se acercaba y de algunos hombresmás que se movían por la explanada de la plaza de armas. A Cato le dio unvuelco el corazón al ver a estos últimos. Luego volvió a fijar la atención en elj inete, que detuvo su caballo y se llevó algo a los labios. La estridente nota de uncuerno rompió el silencio de la noche. Con ello la intención del j inete estuvoclara: no pretendía sorprender a los del fuerte amparándose en la noche ni lanzarun ataque, sino parlamentar. El toque se repitió, y luego el j inete siguió adelante.

Querto se rio y se volvió hacia el centinela.—En cuanto esté a tiro, intenta darle con tu jabalina.—No —intervino Cato—. Él ha seguido las reglas, y nosotros también lo

haremos. Aparta la jabalina.El centinela apoyó el asta en el suelo y se concentró de nuevo en el j inete.—¿Reglas? —Querto respiró profundamente.Cato no le hizo caso y volvió la vista hacia el fuerte. Ya se había despertado

toda la guarnición, y la luz que brillaba en las puertas de los barracones iluminabaa los hombres que salían en tropel, arreglándose el equipo de camino a lospuestos que tenían asignados. Aparecieron unas pequeñas llamas cuando lossoldados corrieron a encender los braseros al pie de cada torre: allí prepararonlos fuegos con los que prenderían los haces de madera embreados que luego searrojarían para iluminar los aproches del fuerte.

—¡Vosotros, los del fuerte! —gritó una voz, y Cato fijó la mirada en el j inete

que se acercaba al puente cubierto de tierra que cruzaba la zanja.Cato hizo bocina con la mano.—¡Ya te has acercado suficiente! ¡Párate ahí!El j inete frenó su montura obedientemente y permaneció erguido en la silla,

mirando las siluetas oscuras de los hombres que había en lo alto de la torre deentrada, negras contra el telón de fondo de las estrellas. Por detrás y por debajode él, una antorcha cobró vida con un parpadeo, cerca de la plaza de armas.Cuando la llama prendió, se encendieron otras antorchas, y Cato vio una delgadahilera de hombres que se extendía por todo el terreno por delante del fuerte.

—¿Quién eres y qué es lo que quieres? —le gritó Cato.Hubo una pausa, tras la cual el j inete respondió con una voz grave que llegó

hasta el extremo de las empalizadas a ambos lados del portón principal.—Soy el rey Carataco, caudillo de las tribus libres de Britania.A Cato se le heló la sangre en las venas. Se inclinó más sobre la barandilla

para ver mejor al j inete. A la luz de las antorchas, el rostro de aquel hombre seveía con claridad suficiente para demostrar la veracidad de sus palabras.

—He venido a reclamar lo que es mío —continuó diciendo en un latín fluido—. Tenéis a mi hermano. Os ordeno que me lo entreguéis, si es que aún vive.

Cato apenas podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Y no solo por lasorpresa de que el mismísimo líder enemigo estuviera allí, ante las humildesempalizadas de un fuerte como el de Bruccio, sino por las implicaciones que ellopudiera tener en la más amplia campaña contra los rebeldes britanos. Si la noticiade la captura de su hermano había llegado a oídos de Carataco y este se habíadirigido al sur a toda prisa para negociar su liberación, el enemigo estaba sin sucomandante. Era una oportunidad magnífica para que el gobernador Ostorioatacara. La escalera cruj ió, y al cabo de un momento la cabeza de Macroapareció por la trampilla de la plataforma, con la respiración agitada por elesfuerzo.

—¿Lo has oído? —le preguntó Cato.—Sí. Ese cabrón tiene un buen par de pulmones. Dudo que haya un solo

hombre en el fuerte que no sepa que está justo ante nuestras puertas. —Macroechó un vistazo por encima del parapeto y meneó la cabeza con admiración—.Digan lo que digan sobre él, ese britano los tiene bien puestos.

—Deberíamos matarlo ahora mismo —gruñó Querto—. Antes de que eseloco pueda esconderse de nuevo en su madriguera.

Macro apretó la mandíbula.—Tiene razón. Mátalo.—No —replicó Cato con decisión.El comandante enemigo volvió a dirigirse a ellos.—He preguntado si teníais a mi hermano, Maridio. ¡Centurión Querto, habla

y respóndeme!

Antes de que el tracio pudiera responder, Cato se inclinó hacia adelante.—Yo soy el comandante de Bruccio y el prefecto de la cohorte tracia.—¿Prefecto? ¿Qué le ha pasado a ese canalla infame de Querto?Cato respondió alzando la voz todo lo que pudo para que la guarnición entera

pudiera oírlo.—Ahora está a mis órdenes.—¿Y quién eres tú, romano? ¿Cómo te llamas?El hecho de no responder no parecía suponer ninguna ventaja, de modo que

Cato inspiró profundamente y gritó:—Soy el prefecto Quinto Licinio Cato.—Prefecto Cato… —Hubo una breve pausa—. ¿Está vivo mi hermano?—Sí, está vivo.—Bien. En tal caso exijo su liberación inmediata.—¿Exige? —Macro soltó una leve risa seca—. Cabrón descarado. Dígale que

se vay a a la mierda, señor.—Mátelo —masculló Querto—. Antes de que sea demasiado tarde.Cato hizo caso omiso de los dos.—Maridio es mi prisionero. ¿Por qué debería soltarlo?Carataco guardó silencio un momento.—Porque, si no lo haces, romano, tomaré este fuerte, y juro por todos los

dioses de mi tribu que te mataré, a ti y a todos los hombres que tienes a tusórdenes. Y os daré el mismo trato que habéis dado a mis aliados. Todo aquel alque capturemos con vida será empalado en las empalizadas de Bruccio, yvuestras cabezas bordearán el camino desde aquí hasta Gobannio… Suelta aMaridio, y tienes mi palabra de que respetaré vuestras vidas, con la condición deque abandonéis el fuerte y marchéis de vuelta a Glevum.

—¿Se está riendo un poco o solo me lo parece? —susurró Macro al oído de suamigo—. Debe de estar de broma. ¿Cómo demonios cree que va a tomar elfuerte? Le haría falta un ejército para hacerlo.

Cato sintió que un frío le atenazaba las entrañas al contestar a su enemigo:—No voy a rendir el fuerte, del mismo modo que no soltaré a Maridio…, ni a

ningún otro prisionero.Carataco permaneció un momento en silencio, sentado en la silla.—Pues que así sea.Acto seguido se volvió, lanzó un grito en dirección al valle en su idioma

nativo, y los hombres que llevaban las antorchas avanzaron a todo correr.Macro estiró el cuello y aguzó la vista.—Pero ¿qué coño están haciendo? ¿Se han vuelto locos?—Van a los almiares…, creo.Las antorchas de los guerreros proyectaron un resplandor roj izo sobre los

almiares cuando los hombres se acercaron, y entonces la primera antorcha

describió un arco brillante en el aire y aterrizó en uno de ellos. Se arrojaron másantorchas a los demás almiares, y las llamas se alzaron de cada uno de ellos y seextendieron rápidamente hasta que ardieron en la oscuridad, creando grandescharcos de luz en el paisaje circundante… Y revelando las densas filas deguerreros, que se extendían por el lecho del valle a miles, todos en silencio.

—Por los dioses… —murmuró el centinela mirando aquella impresionantehueste.

Cato y los demás oficiales no dijeron nada mientras contemplaban al ejércitoenemigo con expresión grave. La anterior posibilidad de que Ostorio aprovecharala situación regresó para burlarse de Cato, que sonrió con amargura para susadentros. El comandante enemigo había traído consigo… a todo su ejército.

—¡Romanos! —gritó de nuevo Carataco—. ¿Podéis verlo? Tengo hombresmás que suficientes para aplastar Bruccio varias veces. Y así lo haré, a menosque entreguéis a Maridio y a los demás y depongáis las armas. Tenéis hasta elalba para tomar una decisión.

Hizo dar la vuelta a su caballo y cabalgó de nuevo entre las hileras de cabezasputrefactas. Tras él, la guarnición del fuerte observaba estupefacta la hordasilenciosa de guerreros bañados por el resplandor rojo como la sangre de losalmiares en llamas.

Capítulo XXV

Después de que Carataco desapareciera entre las filas de su ejército, Cato sequedó un rato mirando los almiares en llamas y a los miles de guerreros que sedesplegaban en el valle, aunque no vio indicios de que se prepararan para unasalto inminente. Dio la orden de que la guarnición pusiera fin al estado de alerta,en tanto que Severo y su centuria se prepararon para hacer la primera guardia.Al resto de los soldados se les permitió descansar al pie de las empalizadas, por siacaso se les necesitaba.

En cuanto se hubieron dado las órdenes pertinentes, los oficiales superioresfueron convocados al cuartel general. Nadie habló mientras esperaban a quellegaran todos. Macro había ordenado a Décimo que fuera a buscar comida yvino con agua, y se acomodó en un banco a un lado de la sala. Querto y susoficiales se sentaron en el otro extremo. Cato caminaba lentamente de un lado aotro entre ellos, mientras esperaba a Severo y a su compañero centurión, Petilio.Los dos oficiales legionarios habían apostado a sus hombres a lo largo del murodelantero, que era el que más expuesto estaba. A los tracios los destinaron a losotros tres muros, que se hallaban protegidos por el río y los peñascos quedescendían desde el fuerte.

Décimo llegó con un pequeño caldero de estofado de cordero y cebada,platos de campaña y cucharas. Traía también dos jarras y vasos de cerámica deSamos para los oficiales. Mientras lo disponía todo, llegaron los dos centurioneslegionarios y ocuparon su sitio al lado de Macro. Cato hizo un gesto con la cabezaa su sirviente.

—Sirve la comida, y luego ve a buscarte un equipo a los almacenes y únete ala centuria de Severo en la muralla.

En cuanto Décimo hubo terminado con sus obligaciones y se hubo marchado,Cato empezó a dirigirse a sus oficiales mientras ellos daban buena cuenta delestofado.

—Disfrutadlo. Creo que durante los próximos días habrá pocas oportunidadesde comer regularmente. A estas alturas, ya sabréis cuál es nuestra situación.Parece ser que hemos averiguado el paradero del ejército que el gobernadorOstorio ha estado intentando atrapar durante los dos últimos años. Otra cosa es siviviremos lo suficiente para informarle de este hecho. —Cato hizo una pausa,pero no hubo ninguna reacción a su intento de animar el sombrío ambiente.Respiró con aire cansado, y continuó dirigiéndose a sus oficiales—. Carataco haexigido que rindamos el fuerte y entreguemos a nuestros prisioneros. Porsupuesto, solo hay uno que le importa de verdad, su hermano Maridio. Siaccedemos, nos da su palabra de que se nos permitirá marchar de vuelta aGlevum ilesos.

—¿Su palabra? —interrumpió Querto—. Eso no vale nada. Él es igual que el

resto de salvajes que viven en estas montañas. No conoce el significado delhonor. No podemos confiar en él.

Cato asintió.—Y aunque pudiéramos, dudo mucho que la palabra de Carataco fuera

suficiente para influir en el ánimo de los siluros que lo siguen. Después delmagnífico trabajo que has estado haciendo en los valles que rodean Bruccio,estarán sedientos de venganza hacia ti, tus hombres y el resto de los que estamosaquí en el fuerte. Diga lo que diga su comandante, no quedarán satisfechos hastaque el último soldado romano esté muerto.

—Donde las dan, las toman —dijo Macro. Alzó su vaso hacia Querto—. Noshas metido en un buen lío, amigo mío.

El tracio frunció el ceño, y uno de sus oficiales hizo ademán de ponerse depie para desenfundar la espada, pero Querto extendió el brazo de golpe y loempujó para que volviera a sentarse. Se hizo un breve y tenso silencio, hasta queel centurión Severo dijo:

—¿Y si les ofrecemos a Querto, a condición de que nos permitan abandonarel valle al resto de nosotros?

Querto lanzó una mirada fulminante al oficial legionario.—Cobarde…Severo meneó la cabeza y replicó con enojo:—Si estamos en esta situación es por ti, por haber estado jugando a hacer el

bárbaro. Es a ti a quien quiere el enemigo. Como dice Macro, el culpable eres tú,y ahora puedes recoger lo que sembraste.

Macro se volvió hacia él.—Espera, Severo. Estaba bromeando. En ningún caso entregaría a uno de los

nuestros a esos perros siluros para que lo destrocen. Ni siquiera a él.Severo fue mirando a los demás, y al final posó la mirada en Cato.—¿Por qué tendríamos que dar nuestras vidas por él, señor?—Porque somos oficiales romanos. Si sacrificaras a Querto entregándolo al

enemigo, sería una mancha en tu honor que nunca desaparecería. Y no solo en eltuyo… Sería una mancha en el honor de la legión, para siempre. Nuncapermitiría algo así. De todos modos, he tomado una decisión. Vamos a defenderel fuerte. Es nuestro deber. Y resulta que también es nuestra única oportunidad desobrevivir, centurión Severo.

El oficial legionario abrió la boca para protestar pero, al ver el frío gesto en elrostro de su comandante y la mezcla de expresiones de furia y desprecio de losdemás, se hundió de nuevo en su asiento apoyando la espalda en la pared.

—Entonces estamos todos muertos… —murmuró con desesperación.—Aún no —dijo Cato—. Antes, Carataco y sus guerreros tienen que

conseguir entrar en el fuerte. Nuestro trabajo es procurar que no lo hagan.Bruccio está muy bien situado. Solo pueden atacarnos con facilidad por un solo

frente y, aunque nos superan en número, no hay suficiente espacio para quepuedan lanzar todo el peso de su ataque de una vez. Siempre y cuando tengamoshombres suficientes para guarnecer bien la torre de entrada y los muros a amboslados, podremos retener el fuerte.

—¿Y durante cuánto tiempo cree que podemos hacerlo, señor?—Durante todo el que sea necesario —contestó Cato—, hasta que alguien

consiga romper el cerco, o hasta que el enemigo ceje en su empeño de capturarel fuerte.

Severo soltó una risa triste.—¿Romper el cerco, señor? El fuerte está demasiado lejos para que alguien

venga a ayudarnos.—Eso no es cierto. —Macro reprendió a su subordinado—. En cuanto hay a

luz suficiente, podemos encender la almenara. Si hace buen tiempo, el humo severá desde Gobannio. Ellos darán la alarma, y el legado Quintato enviará unacolumna. Ya lo verás.

—No podemos utilizar la almenara —objetó Cato.Macro puso mala cara.—¿Por qué no?—Piénsalo. Por lo que sabe Quintato, el enemigo se halla a varios días de

marcha al norte, cerca de Ostorio y de su ejército. En cuanto divisen el humo denuestra almenara y le informen de ello, sin duda enviará una columna de apoy o,una columna que se dirigirá directa a una trampa. Carataco elegirácuidadosamente su posición, y dispone de hombres de sobra para aniquilar unafuerza destacada de la Decimocuarta. —Cato se encogió de hombros—. Nopodemos arriesgarnos a encender el fuego y atraer a nuestros compañeros a unamuerte segura. Es mejor que solucionemos esto luchando, o que encontremosalguna forma de hacer llegar un mensaje al legado para que nos envíe la ay udanecesaria… —Todos vieron que el prefecto enmudecía de pronto—. Mierda…

Macro enarcó una ceja con expresión preocupada.—¿Qué ocurre, señor?—La columna de refuerzo. Puede que ya esté de camino a Bruccio. Si llegan

mientras Carataco está aquí…Todos los presentes en la habitación comprendieron perfectamente el peligro,

y Macro fue el primero en hablar.—Si ven el humo de la almenara, sabrán que nos están atacando y darán

media vuelta.—Suponiendo que el cielo se mantenga lo bastante despejado para que lo

vean. Además, quizás hagan todo lo contrario, y vengan en nuestro apoyo.Macro frunció los labios.—En cualquier caso, tenemos que advertirles, señor. Tenemos que hacer

llegar un mensaje al legado.

—¿Cómo? —preguntó Cato—. Sospecho que, en estos momentos, Caratacoy a ha estrechado el cerco en torno a nosotros. Habría que ser muy valiente paraatreverse a abrirse paso entre las líneas enemigas. No voy a enviar a ningúnhombre a una muerte segura.

—¿Ni aunque se ofrezca voluntario? —preguntó Severo, esperanzado.—Ni aunque se ofrezca voluntario.Macro meneó la cabeza.—Señor, es un riesgo que tenemos que correr. Y no solo para salvar nuestros

pellejos. Ostorio tiene que saber cuál es la situación. Si se entera de que Caratacoy su ejército están aquí, puede marchar hacia Bruccio de inmediato. Es laoportunidad que ha estado esperando. La oportunidad de atrapar y destruir alenemigo de una vez por todas.

—Soy consciente de ello —repuso Cato secamente—. Sin embargo, aunquealguien lograra abrirse paso entre el enemigo y llegar a Glevum, el gobernadortardaría varios días en recibir el mensaje. Para entonces, lo más probable es queel asedio hay a terminado, de un modo u otro… —Cato paseó la mirada por lahabitación—. Caballeros, os he expuesto la situación con todo el detalle que hepodido. La cruda verdad es que tenemos que resistir aquí y rechazar a Caratacotanto tiempo como sea posible.

—¿Y qué hay de Maridio? —preguntó Querto—. ¿Qué hacemos con él?—Intentar utilizarlo. Cuando amanezca, haré que lo lleven a la torre de

entrada y se lo mostraré a Carataco. Le advertiré que le cortaremos el cuello asu hermano en cuanto intente lanzar cualquier ataque contra el fuerte.

Macro miró a su amigo, sorprendido.—¿Harías eso?—Amenazar con ello, sí. Matarlo, no. Es demasiado importante. El

gobernador Ostorio lo querrá vivo.Querto se inclinó hacia adelante.—¿Y si capturan el fuerte? ¿Entonces qué?Cato miró fijamente al centurión sin decir nada, y al cabo respondió:—Si llegamos a ese extremo, entonces daré la orden de que lo maten.—Podemos seguir otro camino, prefecto.—Estoy abierto a sugerencias, Querto. Habla.—Podríamos salir del fuerte a la fuerza. Marchar en orden cerrado, abrirnos

camino luchando por entre sus líneas y dirigirnos a Gobannio.Macro meneó la cabeza otra vez.—Eso es una locura. Son demasiados. Nuestra caballería no tendrá espacio

para desplegarse. Quedará cercada, y la aniquilarán si se queda con la infantería.—Miró a Querto con expresión de complicidad—. Claro que es posible que loslegionarios pudieran abrir un hueco, y eso daría una oportunidad de escapar a lacaballería. Supondría sacrificar a mis hombres. Pero vosotros quizá consiguierais

escapar. La cosa va más o menos por ahí, ¿verdad?Querto dirigió la mirada lentamente hacia Macro.—Si podemos salvar una unidad…, es mejor que perder dos. Es un cálculo

muy sencillo, centurión.Severo le lanzó una mirada fulminante desde el otro lado del cuarto.—Y tú me llamas cobarde…Cato dio un paso adelante y alzó la voz.—¡Silencio, caballeros! Nadie va a abandonar el fuerte. Nos quedaremos

todos aquí a luchar. No hay alternativa. Carataco tiene a miles de hombres ahídelante. Yo tengo, ¿cuántos?, Querto, ¿cuál es el último recuento de efectivos delos tracios?

—Doscientos treinta y ocho.—¿Y los heridos?—Veintisiete, cinco de ellos graves. El resto son heridos leves.—Ya no. Quiero a todo aquel que pueda tenerse en pie listo para ocupar su

puesto en la empalizada. ¿Y tú, Macro? ¿Los efectivos de tu cohorte?—Ciento cuarenta y ocho, y nueve heridos leves… Ciento cincuenta y siete

en total. Aunque la mayoría no están en óptimas condiciones debido a la pobrealimentación.

Cato hizo un cálculo rápido.—Cuatrocientos veinte, más o menos. Suficientes para retener el muro a

ambos lados del portón principal.—A duras penas —comentó Querto—. En cuanto empecemos a perder

hombres, llegará un momento en que no podremos detener a esos salvajes.Cato le lanzó una mirada fulminante.—Obviamente. Nos ocuparemos de ello cuando llegue el momento. Mientras

tanto, tenemos todos los motivos para pensar que podemos resistir. Podemoshacer durar la comida que tenemos durante al menos otros diez días. Incluso algomás, si recortamos las raciones de los prisioneros. El verdadero problema va aser el de los caballos. Con la pérdida de los almiares, tendrán que pasar con elforraje que hay a en el fuerte. ¿Querto?

El oficial tracio se rascó la barbilla.—En los establos hay una reserva permanente para tres días.—¿Tres días? —Cato lo consideró brevemente—. Muy bien, mantened la

ración completa de uno de los escuadrones. El resto de las monturas tendrán quepasar con media ración. Al cabo de dos días, reducidla a un cuarto. Si paracuando se agoten los suministros seguimos aún bajo asedio, tendremos queempezar a sacrificarlos. Al menos eso contribuirá a las raciones para lossoldados. La carne fresca les dará ánimos.

A Querto se le ensombreció el semblante, y sus oficiales se movieron en susasientos e intercambiaron unas miradas de enojo. Querto se puso de pie.

—Nadie va a matar a mis caballos. No sin mi permiso.Cato cruzó las manos a la espalda con aire despreocupado para que nadie

pudiera ver el tenso temblor en sus dedos. El tracio lo había desafiado una vezmás delante de todos los oficiales: había llegado el momento de imponerse operder la partida. Sin embargo, lo embargaba el miedo de no poseer autoridadsuficiente para obligar a Querto y a los oficiales de la cohorte auxiliar a acatar suvoluntad. Se obligó a hablar lenta, clara y enérgicamente.

—Ya he tolerado bastante tu comportamiento insubordinado, centuriónQuerto. La próxima vez que te dirijas a mí de esa forma haré que te arresten,pese a la necesidad que tengo de reunir hasta el último de los hombres que puedapara defender el fuerte. Es por ti y por culpa de tu maldito método que todos lospresentes nos hallamos en peligro… Así pues, si doy la orden de empezar asacrificar los caballos, se hará de inmediato y sin rechistar, empezando por eltuyo. ¿Entendido?

Un silencio que podía cortarse con el gladio se apoderó de la sala. Cato miró asu subordinado sin pestañear. El tracio, a su vez, lo miró con el ceño fruncido,hasta que al final apretó los dientes, asintió con la cabeza y retomó lentamente suasiento en el banco.

Cato sintió una oleada de alivio que le recorrió todo el cuerpo, y aguardó unmomento para que los demás reflexionaran sobre el hecho de que el traciohubiera cedido, tras lo cual continuó:

—Cuando el enemigo ataque, si es que lo hace, el centurión Severomantendrá la mitad de su centuria en reserva tras el portón principal. El centuriónEstelano se llevará a cincuenta de los tracios para cubrir las empalizadas lateralesy la parte trasera del fuerte. El resto defenderá el muro frente a la explanada delpatio de armas. ¿Entendido? —Cato fue mirando a sus oficiales, y estos asintieron—. Ya sabéis cuál es vuestra obligación. Tenéis las órdenes. No hace falta decirmás, caballeros. Centurión Querto, encárgate de que tus hombres se dividan endos guardias. Alternaréis con los legionarios. Asegúrate de mantenerlos alerta.

—Mis hombres saben cuál es su deber, señor —replicó Querto agriamente.—Me alegra oírlo. —Cato señaló la puerta con un gesto de la cabeza—. A

vuestros puestos entonces, caballeros.Querto y sus oficiales salieron en fila de la habitación seguidos por Severo y

Petilio. Cato cruzó la mirada con Macro, y alzó levemente la mano para indicarlea su amigo que se quedara. Macro cerró la puerta y dio media vuelta.

—¿Qué pasa?Cato le habló en voz baja:—Cuando empiece la acción, asegúrate de no perder de vista a Querto.

Después de lo que ocurrió en la aldea de los siluros, quién sabe lo que podríaintentar en el fragor de la batalla.

—No te preocupes, muchacho. —Macro se obligó a sonreír—. Si decide

empezar otra vez con sus jueguecitos, va a descubrir que yo juego muy en serio.—Se pasó un dedo por el cuello y se rio—. Ahora mismo no se me ocurre unamanera mejor de pasar el rato que clavándole una espada entre las costillas a esecabrón y retorcérsela de mala manera.

Cato enarcó una ceja.—Una idea encantadora. Pero no adelantemos acontecimientos. De

momento necesitamos a Querto, dada la influencia que ejerce en sus hombres.Nos ocuparemos de él cuando termine el asedio, suponiendo que sigamos vivospara entonces.

Macro frunció el ceño.—Una idea igual de encantadora. Joder, muchas gracias.Cato se echó a reír, y luego sonrió ante el momentáneo alivio de la tensión del

momento que le había procurado la cara de frustración de su amigo. Alargó elbrazo para coger el casquete de cuero y se lo puso en la cabeza, tras lo cual secolocó el casco y se abrochó la correa. Macro hizo lo mismo, pero terminó antesque su amigo y se fijó en la torpeza de sus dedos más inexpertos.

—Trae —le dijo con suavidad—, y a lo haré yo.Cato retrocedió un paso y le dijo que no con la cabeza, enojado consigo

mismo por dejar traslucir la preocupación que sentía.—Ya puedo y o.Se obligó a continuar atándose con mano firme las gruesas correas de cuero.—¿Crees que Carataco va a echarse atrás cuando amenaces con matar a su

hermano, llegada la mañana? —preguntó Macro.Cato bajó las manos e hizo una pausa.—No lo sé. Yo diría que ha traído a su ejército hasta aquí tanto para acabar

con Querto y sus ataques como para rescatar a Maridio. Si estuviera en su lugar,yo antepondría la necesidad de reforzar el apoy o de mis aliados a la vida de mihermano. Pero claro, yo nunca he tenido un hermano, de modo que quizá nopuedo comprender la intensidad de sus sentimientos por Maridio.

—Yo tampoco tengo ningún hermano, pero creo que, de tenerlo, querríasalvarlo si tuviera la oportunidad —comentó Macro con aire pensativo—. Y sifracasara, no descansaría hasta haberlo vengado.

—Entonces, quizá te parezcas más a Carataco de lo que crees. —La idea pillóal propio Cato por sorpresa. Quizás aquello fuera más cierto de lo que le gustaríapensar. Las personas como Macro y Carataco eran almas afines, hermanos dearmas sin tener en cuenta las causas por las que luchaban. Poseían ciertosatributos de valor, integridad y honestidad de sentimiento a los que Cato solo creíapoder aspirar y nunca alcanzar. Él se cuestionaba demasiado las cosas parapermitirse el placer de semejantes certezas. Se le encogió el corazón al percibirla intensa sensación de pérdida que le producía saber que él nunca podríacompartir la seguridad de criterio de la que disfrutaba Macro.

Macro, por su parte, parecía indignado.—¿Yo? ¿Compartir algo con ese cabrón? ¡Jamás! Eso es una tontería. —

Alargó la mano hacia el pestillo—. Joder, solo con pensarlo… Tengo que volver ala muralla.

Antes de que Cato pudiera decir más, su amigo ya había salido de lahabitación con aire resuelto y mascullando algo ininteligible para sus adentros.

—¡Para que luego digan del vínculo universal del guerrero! —Cato seencogió de hombros y salió detrás de su amigo.

* * *

La guarnición de Bruccio montó guardia durante toda la noche para vigilar losaccesos al fuerte. Se sacaron de los almacenes las reservas de jabalinas, y seapilaron al pie del muro. También se prepararon haces de leña bien atada ygenerosamente mojada con brea, para que prendieran con rapidez y pudieranser arrojados por encima de la empalizada e iluminar al enemigo. Las llamasparpadeaban en unos cuantos braseros repartidos por el adarve, y algunos de lossoldados se estaban calentando junto al escaso fuego, que daba un tono roj izo asus rostros. Las guardias cambiaron al toque de un cuerno del cuartel general,tras una breve serie de notas que se oyeron por todo el campamento. Losalmiares habían ardido en llamas un buen rato, bañando con su fulgor encarnadotanto el terreno más cercano al fuerte como a los guerreros enemigos que sehabían apostado en las cercanías. El fuego se extinguió después de medianoche,y solo quedaron unas brasas cobrizas que seguían brillando en la oscuridad.

Cato y Macro se situaron en la torre de entrada, y se turnaron para recorrerlas defensas y asegurarse de que los soldados estaban alerta. De vez en cuando,el prefecto se detenía y miraba hacia la noche, aguzando la vista y el oído paradetectar algún indicio de movimiento enemigo. Pero no percibió nada, salvoalguna que otra orden o breve intercambio de palabras amortiguadas queprovenían de la explanada de la plaza de armas. No había ningún indicio deactividad más allá de los otros muros del fuerte donde, en cualquier caso, elfragor del río sobre las rocas hacía imposible captar cualquier sonido. A suregreso a la torre de entrada, Cato dejó el casco a un lado y se sentó apoyándoseen la pared del cuarto de guardia. Se arrebujó en la capa y cerró los ojos. Frentea él, Macro roncaba profundamente, hasta que lo despertaron a la hora en que letocaba recorrer las defensas. Cato no podía dormir, pero quería demostrar a loscentinelas de la torre que poseía la seguridad suficiente como para echar unacabezada aún en presencia de sus enemigos. Sabía que eso causaría una buenaimpresión en los soldados, y que pronto correría la voz sobre la presencia deánimo del comandante del fuerte.

Pero aunque su cabeza reposaba inclinada y su pecho ascendía y descendía a

un ritmo relajado, su mente bullía mientras repasaba la disposición del fuerte ydel terreno sobre el que se alzaba. Luego intentó meterse en la cabeza deCarataco para determinar los puntos débiles de las defensas, y cómo y cuándopodría asaltar el fuerte. Cato consideró su reacción para cada una de lasposibilidades, y cómo desplegaría sus escasos efectivos para rechazar a la hordaenemiga. Un ataque continuado y simultáneo contra dos o tres lados del fuertesería muy peligroso. Eso no tardaría en obligar a Cato a recurrir a las reservas, einevitablemente alguna sección de los muros acabaría quedando expuesta aldisponer de pocos defensores. Solo había otra cuestión que atormentara suspensamientos más que esa idea. Carataco estaría sin duda resuelto a ocuparse delfuerte y de sus defensores lo más rápido posible, antes de que Ostorio pudiera darcon la ubicación de su ejército. Sí, la guarnición podía esperarse un ataqueinmediato en cualquier momento.

Como en respuesta a sus preocupaciones, Cato oy ó los pesados pasos de unasbotas sobre las tablas del suelo a su lado, y una mano le sacudió el hombro.Vaciló lo justo para dar la impresión de que lo despertaban de un sueño profundo,parpadeó y miró la forma oscura del optio de guardia, que se erguía sobre él yque a duras penas era visible con la tenue iluminación de la única lámpara deaceite que ardía en el cuarto de guardia.

—¿Qué pasa?—Disculpe, señor, pero uno de los muchachos dice que ha oído algo delante

de la puerta.Cato hizo un gesto hacia el otro extremo de la habitación, en dirección a la

forma corpulenta de Macro, que roncaba estruendosamente mientras dormía.—¿Ha oído algo por encima de eso? Asombroso… Ahora voy.Cato se levantó con rigidez y cogió el casco. Mientras se abrochaba el

barboquejo, se acercó a Macro y le dio suavemente en el costado con la punta dela bota.

Macro refunfuñó, se echó atrás chasqueando los labios y soltó un soñolientogemido. A continuación abrió los ojos y se incorporó, mientras se frotabaenérgicamente los rizos de su tupido cabello.

—¿Qué pasa?—Parece ser que el enemigo está avanzando.—Bien —murmuró Macro con decisión. Recogió el casco y se puso de pie—.

Pues vamos a echar un vistazo.En lo alto de la plataforma, los soldados de la sección comandada por el optio

estaban mirando cuesta abajo. El optio señaló una figura alta en la esquina.—Ese soldado, señor.Caía una leve llovizna, con la fuerza justa para producir un debilísimo silbo al

chocar contra la madera del fuerte. No había ni rastro de estrellas, solo uncúmulo de nubes oscuras, apenas discernibles, que cargaban el cielo. Los dos

oficiales se acercaron al centinela en silencio y se situaron a su lado.—Muy bien, muchacho —dijo Macro en voz baja—. ¿Qué está pasando?El legionario respondió sin volver la mirada.—Hace un momento oí un traqueteo. Como si el asta de una lanza se

enganchara en el borde de un escudo, señor.—Es una descripción muy precisa. ¿Estás seguro?—He oído ese sonido lo suficiente para saber reconocerlo, señor. Estoy

seguro.—Está bien. —Macro asintió y, a continuación, se asomó para escudriñar en

la penumbra junto a Cato. Ambos permanecieron inmóviles un momento, y alcabo Macro se irguió de nuevo y meneó la cabeza—. Fuera lo que fuera, ahoraya no se oye.

Cato no se movió. Aunque estaba escuchando, su cansada mente no parabade valorar posibilidades. Calculó que no quedaba más de una hora para el alba.La luz empezaría a volver al mundo mucho antes de eso. Era el mejor momentopara atacar. No había duda de que, en su may oría, los defensores del fuerte sehabrían pasado la noche sin dormir. Estarían tan cansados e inquietos que lamenor tontería les pondría aún más nerviosos y minaría su moral.

—He dicho que ahí no hay nada —repitió Macro pacientemente.Cato se volvió hacia él con expresión irritada.—Ya te he oído, centurión. Y te agradecería que te reservaras tus opiniones

hasta que te las pidiera.Macro inspiró profundamente e inclinó la cabeza.—A sus órdenes, señor.—Muy bien. —Cato echó un último vistazo cuesta abajo para asegurarse de

que el fuerte se hallaba a salvo de momento. Luego se volvió hacia Macro—.Quiero a Maridio aquí arriba en la torre con la primera luz del día. Se lomostraremos a Carataco. Haz que lo encadenen en uno de los establos máspróximos para que podamos ir a por él con rapidez si es necesario.

—Sí, señor.Macro saludó y se dirigió hacia el optio, que esperaba junto a lo alto de la

escalera que bajaba al cuarto de guardia. Cato se lo quedó mirando conarrepentimiento mientras se retiraba. No había sido su intención regañar así a suamigo, pero pasarse la noche despierto, aguzando ojos y oídos para detectar lamenor señal de peligro, no contribuía a mejorar su humor. Estaba a punto devolver a llamar a Macro con algún pretexto para poder disculparse, cuando oy óun débil zumbido que provenía de la explanada de la plaza de armas. El sonidoaumentó de volumen enseguida, y parecía provenir de una zona amplia situadajusto delante del fuerte. Otro soldado lo oy ó y estiró el cuello hacia allí. Desdealgún punto en la oscuridad se oy ó una brusca voz de mando y, tras intensificarsepor un instante, el ruido cesó y fue acompañado de un rápido murmullo de

gruñidos. Cato reconoció el sonido, y comprendió el peligro de inmediato.—¡Al suelo! —Se llevó las manos a la boca para hacer bocina, y gritó a

ambos lados de la torre de entrada—. ¡Agachaos!Al cabo de un instante, el aire se llenó del fuerte cruj ido de los proyectiles de

piedra que se estrellaban contra los postes y tablas de madera del parapeto a lolargo del muro y en lo alto de la torre de entrada. El terrible retumbo y golpeteode los proyectiles que alcanzaban su objetivo prácticamente ahogaba el silbido delos que pasaban de largo por encima de la empalizada y caían en el campamentosin apenas causar daños. Hubo varios impactos que sonaron más fuertes, yalgunos gritos de dolor cuando los proyectiles de honda alcanzaron a loscentinelas más expuestos.

Fuera, en la oscuridad, se gritó otra orden, y Cato reconoció la voz deinmediato: Carataco. Estalló un enorme rugido y, delante del fuerte, el suelopareció cobrar vida cuando miles de figuras se alzaron de la hierba alta hasta lasrodillas y salieron a la carga hacia la zanja del otro lado de los muros.

—¡Dad la alarma! —gritó Cato a voz en cuello, tan fuerte como pudo—.¡Guarneced el muro!

Capítulo XXVI

Más proy ectiles de honda traquetearon contra las empalizadas de madera con unestrépito ensordecedor que ahogó el sonido agudo de la larga trompeta de latónque resonaba por el fuerte llamando a los hombres a las armas. Los gritos delenemigo se fueron apagando cuando los hombres se precipitaron cuesta arribahacia la zanja exterior. Solo se oían unas cuantas voces que gritaban en laoscuridad, instando a sus guerreros a seguir adelante y sin duda colmando deinsultos a los defensores romanos. Cato se asomó por la esquina de la torre y vioque había caído un soldado en el parapeto. Macro se inclinaba sobre él yagarraba al legionario por la armadura de los hombros.

—¿Estás bien, soldado?Cato se dirigió hacia él agachándose cuanto podía, mientras el aire se llenaba

del suave zumbido de los proyectiles que volaban por encima de ellos. Unestertor lastimoso salía de la garganta del soldado. Cato solo pudo distinguir unasombra en el casco de aquel hombre, y alargó la mano para tocarla. En efecto,había una abolladura no muy honda, de la profundidad de una cuchara, allí dondeel casco había recibido de lleno el impacto de un proyectil de honda. Aunque nole hubiera roto la cabeza gracias a la protección que le ofrecía el casco, la fuerzadel golpe lo había dejado inconsciente.

—¡Llevadlo a la parte de atrás de la torre! —ordenó el prefecto a uno de loslegionarios agachados allí cerca, antes de salir corriendo a la parte trasera de lapuerta para comprobar cómo se estaba organizando la resistencia en el interiordel fuerte. Se habían atizado los fuegos de los braseros para asegurar que lallovizna no los apagara, y gracias a sus llamas vio cómo los soldados subían entropel por las escaleras de madera y se desplegaban a lo largo del muro. Loscenturiones y demás oficiales les gritaban que se movieran con rapidez, y quemantuvieran la cabeza gacha mientras ocupaban sus posiciones, con una rodillaen el suelo detrás de los escudos. Los legionarios ocuparon el adarve a amboslados del portón principal, y los tracios se repartieron por los dos flancos de laempalizada. En cuanto comprobó que la guarnición había reaccionado conrapidez, Cato se dio la vuelta, le hizo señas a Macro y se dirigió a la partedelantera de la torre. El sonido de los proyectiles seguía restallando contra losmaderos, pero Cato sabía que debía estudiar el avance del enemigo paraaveriguar su estrategia. Cobró ánimo y se levantó por detrás de una de lasalmenas entabladas, y bajó la mirada en diagonal hacia el foso.

La oscura pendiente era un hervidero de cuerpos, y los primeros enemigosya habían llegado al borde de la zanja y descendían a toda prisa hacia lassombras que llenaban el fondo. El prefecto pudo oír perfectamente el estrépito delos fragmentos de cerámica rota que solían colocarse en los fosos de los fuertesde todo el imperio, junto con otros obstáculos, para dificultar el avance de los

atacantes. Los gritos de dolor delataban a aquellos que se cortaban los pies o lasmanos con los afilados bordes, y los disparos de honda cesaron de pronto, sinduda porque el enemigo tenía miedo de alcanzar a los compañeros que seacercaban ya a las defensas.

Macro se puso de pie, se llevó una mano a la boca para hacer bocina y gritó alos que estaban en el adarve:

—¡Preparad las faj inas!Varios soldados levantaron los haces de leña y los apoy aron en el muro,

mientras otros acercaban las antorchas a los braseros y, en cuanto prendían, seapresuraban a reunirse arriba con sus compañeros.

—¡Encendedlas! —ordenó Macro—. ¡Y luego arrojadlas por encima delmuro!

Pese a la inflamable combinación de leña y brea, la llovizna hizo que costaraencender algunas de las faj inas. Aun así, hubo unas cuantas que prendieronenseguida y que chisporrotearon furiosamente. En cuanto estuvieron en llamas,los soldados que sostenían largas horcas de dos en dos atravesaron los haces, losecharon hacia atrás y aguantaron el peso hasta que se gruñó una señal y losarrojaron describiendo un arco por encima de las empalizadas. Las ramasrugieron ferozmente al caer en picado atravesando la oscuridad, golpearoncontra el suelo con un ardiente estallido de chispas y rodaron una corta distanciaantes de detenerse y proyectar una vacilante luz roj iza en derredor. Algunas delas faj inas se quedaron cortas y cayeron rodando en la zanja, entre los atacantesque se abrían paso por ella hacia la rampa, lo que provocó de inmediato los gritosde pánico de algunos de ellos, que se apartaban como podían, empujándose entresí para que los haces encendidos no les cayeran encima. Algunos no tuvieronsuerte, y se vieron de pronto envueltos en llamas y aullando aterrorizados. Con elresplandor de las faj inas, Cato vio a pequeños grupos de hombres que relucíancon la llovizna y que subían por la pendiente con dificultad, cargados con unastoscas escalas de asalto.

Se llenó de aire los pulmones y gritó:—¡Lanzad jabalinas!Los legionarios y los tracios se pusieron de pie en los adarves de la

empalizada y echaron el brazo hacia atrás, en posición de lanzamiento. Elobjetivo se encontraba a una corta distancia, y las puntas de hierro de las armasdescendieron sesgadas hacia la oleada de guerreros nativos que subían en tropelhacia el fuerte. No había necesidad de apuntar, y los soldados lanzaban sus armascon un gruñido explosivo. Las letales astas, que se distinguían momentáneamentea la luz de los fuegos de abajo, hendían el aire y se precipitaban entre la agitadaconcentración de enemigos. Cato vio a un hombre que fue alcanzado al borde delfoso a la derecha de la torre de entrada, la punta de hierro de la cabeza del armale atravesó el vientre. El guerrero se dobló en dos, soltó el hacha que llevaba y

cayó hacia atrás aferrando el asta de la jabalina.Más atacantes cay eron abatidos. Resultaba difícil fallar a tan corta distancia,

y con el enemigo ascendiendo trabajosamente hacia el pie de la muralla. Elprimero de los grupos con escalas llegó a la zanja. Los hombres bajaron a ellacon su pesada carga, la cruzaron y subieron por el otro lado. Plantaron la base enel suelo empapado y empujaron la parte superior contra la empalizada, cerca dela torre de entrada. Los guerreros empezaron a trepar por los peldaños deinmediato, animados por un noble con cota de malla que golpeaba la espadacontra el escudo presa de una frenética excitación. Cato se volvió a mirar aMacro y señaló abajo.

—¿Lo ves?Macro movió la cabeza en señal de afirmación.—¡Dale! —ordenó el prefecto, que confiaba en la destreza de su amigo con

la jabalina. Cato nunca se había sobrepuesto al peligro que representaba para losde su propio bando un mal lanzador como él, después de haber estado a punto deempalar a Macro con una jabalina en una ocasión, durante su primer combate enla frontera del Rin.

Macro agarró una de las armas apiladas en la parte de atrás de la torre ysubió al parapeto. Apuntó con el brazo izquierdo mientras echaba atrás el brazoarmado y su bíceps se tensaba poderosamente, preparándose para lanzar.Entrecerró un poco los ojos y, a continuación, soltó el brazo derecho haciaadelante con un gruñido animal de esfuerzo. La jabalina descendió describiendouna trayectoria plana y pasó rozando al líder nativo, el cual acababa de dar unpaso a un lado para animar a gritos a sus guerreros, totalmente ajeno al arma queatravesó el espacio donde él había estado hacía tan solo un instante.

—¡Cabrón! —chilló Macro, frustrado—. Espera. Voy a…Dio la vuelta para ir a buscar otra arma, pero Cato lo agarró del brazo.—Ya es demasiado tarde. ¡Mira!El primero de los guerreros enemigos ya había llegado a lo alto de la escala y

se estaba batiendo con un par de legionarios que le cortaban el paso. El nativollevaba un hacha de mango largo en la mano derecha y la blandía como un locomientras iba subiendo peldaño a peldaño. La pesada hoja del hacha golpeó elescudo de uno de los defensores, astilló la superficie y empujó al soldado haciaatrás. Al ver aquella arma feroz que cortaba el aire gélido, su compañeroretrocedió un paso de manera instintiva. Inmediatamente, el guerrero aprovechóla ocasión, pasó una pierna por encima de la empalizada y saltó al adarve conagilidad, donde empezó a asestar hachazos a diestro y siniestro, estrellandoruidosamente la cabeza de su arma contra los pesados escudos de los legionarios,y rechazándolos mientras un segundo hombre trepaba a lo alto de la escala. Másallá se estaban levantando más escalas a lo largo del muro, y los defensores sehallaban totalmente entregados a su esfuerzo por empujarlas hacia atrás. Si eso

fallaba, golpeaban desesperadamente las cabezas y hombros de los hombres quetrepaban por ellas y conseguían asomarse a la empalizada. Cato vio a Quertoque, a unos cincuenta pasos de distancia, le cercenaba el brazo a un enemigo queintentaba saltar al adarve. El tracio profirió un rugido de triunfo cuando elguerrero cay ó de la escala y, acto seguido, se volvió en busca de otro oponente.

Cato tomó aire y desenvainó la espada con excitación.—¡Macro, conmigo! Nos necesitan en la muralla.Bajó por la escalera de la torre, saltó el último trecho y corrió hacia la puerta

que daba al muro. A no más de tres metros de distancia, el compañero del tipoque llevaba el hacha se dejó caer en cuclillas sobre el adarve y se volvió a mirara Cato justo cuando este salía sosteniendo la espada al costado, listo para atacar.La luz de un brasero situado debajo proy ectó un vivo resplandor en la cara deaquel hombre, y reveló una barba hirsuta y unos mechones de cabelloempapado, bajo los cuales sus ojos brillaron mientras tanteaba a su oponenteromano. No dudó un instante más: lanzó un gruñido y acometió a Catososteniendo en alto una espada larga con la intención de partirle la cabeza a suoponente. El prefecto estaba alzando su espada confiado en parar un golpe tanburdo como aquel, cuando, de pronto, Macro apareció precipitadamente pordetrás de él y lo empujó hacia su enemigo sin querer. Cato trastabilló y, a puntode caerse, supo por instinto que si quería sobrevivir al próximo instante debíautilizar el impulso que llevaba. La espada del guerrero y a describía una curva enel aire y centelleaba como bronce fundido al reflejar la brillante luz del brasero.

—¡Mierda! —exclamó Macro entre dientes al tiempo que se echaba a unlado de un salto.

Cato se abalanzó con todo su peso por debajo del brazo extendido del guerreroy chocó contra su pecho. Un olor acre a sudor de alimaña inundó el olfato delprefecto. El golpe hizo retroceder un paso al nativo, que tropezó contra el bordeirregular de un tablón mal serrado y cay ó de espaldas. Cato extendió la piernaque tenía delante, tensó la rodilla para frenar el impulso y fue dando traspiéshasta detenerse sobre su oponente. El siluro aún sostenía su espada, y lanzó ungolpe desesperado que dirigió hacia la pierna de Cato. Aquel golpe hubiera heridode gravedad al prefecto, pero el extremo del arma se clavó en el interior delparapeto con un ruido sordo, sin llegar a su objetivo. Los dos hombres cruzaronuna breve mirada, y el nativo intentó recuperar la espada. Pero era demasiadotarde para él. Cato se inclinó hacia adelante y hundió su espada corta en lascostillas de aquel hombre, notó el impacto por todo el brazo hasta que oy ó elcruj ido de un hueso y la hoja penetró, venciendo la resistencia de la carne. Catoretorció la hoja bruscamente, como le habían enseñado a hacer siendo unrecluta. Apoy ó la bota en el pecho de su víctima, y sacó la espada de la herida deun tirón, con un sonido húmedo. El siluro soltó un grito ahogado y se desplomócon la boca abierta.

Cato tenía la escala delante y, un poco más allá, estaba el hombre del hacha.Una mano apareció por encima del parapeto y, al cabo de un instante, le siguióuna cabeza, unos hombros y la punta de una espada. El hombre vio a Cato almismo tiempo y soltó un grito de alarma. Entonces el prefecto agarró la escalapor arriba e intentó empujarla hacia un lado, pero el peso de los hombres quehabía en los peldaños era demasiado para él. El siluro, temiendo caer, se habíaaferrado a la escala con la mano armada para no perder el equilibrio, pero al verque no corría peligro sonrió con burla y echó la espada hacia atrás para lanzarleuna estocada a Cato.

Justo en ese momento, el prefecto percibió un movimiento borroso por elrabillo del ojo: de pronto, la espada de Macro apareció en su campo de visión, yse estrelló en la cara de aquel hombre, le partió el pómulo y le echó la cabezahacia atrás. El nativo gritó desesperado, soltó la escala para llevarse la mano a laherida, perdió el equilibrio y cay ó a las oscuras sombras del pie del muro. Sugrito alertó al hombre del hacha, que miró por encima del hombro y, al ver a losdos oficiales romanos, abrió desmesuradamente los ojos con expresión furiosa.

—¡Coge la escala! —gruñó Macro—. ¡Ese es mío!Cato no tuvo tiempo de responder, porque su amigo pasó bruscamente y con

decisión por su lado, agazapándose y a un poco para tantear al corpulento siluro,que se volvió hacia él volteando el hacha con una floritura, alardeando de sumaña con el arma.

El prefecto no lo pensó más: enfundó su espada a toda prisa y agarró losextremos de la escala, afirmó los pies, tiró de la tosca madera hacia un lado, ynotó que la escala cedía ahora con cierta facilidad, después de haber reducido elpeso de su carga. Poco a poco consiguió inclinarla, hasta que finalmente la soltó.La escala chocó contra la esquina de la torre de guardia, con lo que se sacudió deencima a otros dos hombres antes de acabar en la zanja de nuevo.

Mientras tanto, Macro le hacía una finta al del hacha para poner a prueba susreacciones. Su oponente hizo girar el hacha de inmediato, y agarró el mango conlas dos manos para parar el golpe.

—Tienes buenos reflejos —lo felicitó Macro en voz baja, que avanzóentonces para atacar de verdad con una estocada dirigida al vientre del nativo. Elsiluro apartó la hoja de un golpe con socarronería, y a continuación paró elsiguiente, que iba dirigido a su cara, dejó que la mano derecha se deslizarasuavemente por el asta del arma y lanzó un tajo en diagonal directo al hombro deMacro. Lo hizo con tanta rapidez, que el centurión solo tuvo tiempo de apartarsede un salto, y la hoja del hacha no lo alcanzó por menos de un dedo. Chocócontra la empalizada, a una corta distancia por delante de Cato, y el impacto lodejó sin aliento. El corpulento guerrero avanzó y le asestó un golpe en el pechocon el extremo del mango, que se estrelló en uno de los medallones de plata queMacro llevaba en el arnés, obligándolo a dar un paso atrás. El hombre hizo

ademán de volver a golpear con el pesado mango, pero Cato pasó como unaexhalación junto a su amigo y arremetió con su espada contra el pecho del siluro.Fue un golpe realizado con el brazo completamente extendido, y resultó en unaherida superficial, pero sirvió para que el del hacha se detuviera en seco y serevolviera a toda prisa ante la nueva amenaza. Macro tomó aireapresuradamente, y ocupó su lugar al lado de Cato.

—Este tipo está empezando a cabrearme.Cato asintió, con los dientes apretados y la mirada fija en el hombretón del

hacha. Arremetió de nuevo y, como su estatura y alcance eran superiores a losde Macro, obligó al nativo a ceder terreno. Macro dejó escapar un rugido y seprecipitó a la carga, y Cato hizo lo mismo. El movimiento repentino de los dosoficiales pilló por sorpresa al guerrero enemigo, y su vacilación acabaríacostándole la vida.

Macro golpeó primero: lo acuchilló en el hombro derecho, y la sacudida hizoque el hombre soltara la enorme hacha de guerra, que cayó a la tablazón deladarve; Cato atacó a continuación con una estocada que lo alcanzó justo debajode la garganta, le destrozó la tráquea y penetró unos quince centímetros hasta quela hoja salió por su mejilla. Cuando el prefecto le arrancó la espada, el hombreretrocedió tambaleándose, indefenso, y de pronto se detuvo con una sacudida yechó la cabeza hacia atrás cuando la punta de un venablo le atravesó el costado.Detrás del nativo apareció un legionario, que liberó su arma de un tirón, al tiempoque propinaba una patada al gigante para arrojarlo por la pendiente de tierra delas defensas, por la que cay ó rodando hasta detenerse, agarrándose el cuello conlas manos mientras se desangraba con un gorgoteo.

—¡Buen trabajo, soldado! —exclamó Macro con una amplia sonrisa—. ¡Loensartaste como a un cerdo!

El soldado respondió al cumplido con una sonrisa, y se volvió de nuevo haciael parapeto con la punta ensangrentada de la jabalina levantada, lista para caersobre el próximo que fuera tan imprudente como para intentar escalar laempalizada. Cato enfundó su arma sin prestar atención a la sangre que aún lamanchaba, y miró a lo largo de la muralla. En lo alto de las escalas aún teníanlugar unos cuantos enfrentamientos, pero ningún enemigo más había logradollegar al adarve del otro lado del parapeto. Asintió con satisfacción.

—De momento, todo va bien. Vamos. Volvamos a la torre.Subieron de nuevo al parapeto de la torre, desde donde podían tener una clara

visión general del ataque. Los soldados situados a la izquierda de la puertatambién estaban resistiendo contra los nativos que se arremolinaban delante delfuerte, iluminados desde atrás por las faj inas que ardían en el suelo. Mientrasobservaba, Cato vio que las llamas empezaban a extinguirse antes de lo que élhabía esperado, y levantó la mirada a la densa inmensidad del cielo nocturno; lalluvia caía con más fuerza y resonaba al golpear en su casco, añadiendo un leve

silbido de fondo a los sonidos de la batalla. En el terreno abierto tras la puertaprincipal, los hombres de la reserva esperaban con las lanzas y los escudosapoy ados en el suelo. Cato distinguió a Severo, que caminaba de un lado a otrofrente a sus soldados dándose golpecitos en la greba con la espada.Prácticamente pudo oler la preocupación de aquel hombre y, aun a su pesar,ofreció una breve plegaria a los dioses para que el centurión dirigiera bien a sussoldados si se los necesitaba para llenar cualquier hueco en la línea. El prefectomiró entonces a su derecha, y allí pudo ver a Querto, lanzando gritos de ánimo asus hombres. De vez en cuando se ponía de pie sobre la empalizada y, a plenavista del enemigo, profería un rugido desafiante. Cato admitió, con ciertaadmiración, que aquel era precisamente el ejemplo que los soldados necesitabanen un momento así.

Se volvió a mirar a Macro.—Esta lluvia no nos va a hacer ningún favor.—El enemigo lo tiene igual de mal que nosotros. O peor. Al menos nosotros

tenemos refugio.Cato meneó la cabeza.—No lo has entendido. Está empezando a apagar las faj inas. Si sigue

lloviendo así, no podremos encender la almenara cuando amanezca. Y aunquepudiéramos, apuesto a que las nubes engullirán el humo que hagamos.

Macro miró al cielo, y parpadeó cuando las gotas le cayeron en los ojos.—¿Es que no hay nada en esta maldita tierra que no esté contra nosotros?Antes de que Cato pudiera responder, le llamó la atención un movimiento en

la cuesta frente a la torre de entrada. Aguzó la vista, y distinguió lo que le parecióun gran grupo de hombres que subían sigilosamente por el sendero, apartándosede la zona iluminada. Se asomó para intentar ver mejor.

—¡Cuidado, señor! —le advirtió Macro—. ¿Quiere presentar un blanco fácil aesos cabrones de los honderos?

Como para subrayar sus palabras, justo en ese momento Cato oy ó un débilzumbido que le pasó por encima de la cabeza, muy cerca. Se sobresaltó y, con unsentimiento de culpabilidad, volvió a situarse tras las protecciones y observódesde allí. Mientras los nativos se acercaban, Cato percibió algo en la forma enque se amontonaban que le inundó las entrañas de una oleada de preocupación.Entonces cayó en la cuenta de lo que era.

—Tienen un ariete… ¡Macro! ¡Mira allí! —Señaló a los hombres que subíanpor el sendero, y que se dirigían directamente al estrecho paso elevado quecruzaba el foso.

Macro entrecerró los ojos, miró a través del brillo apagado de la lluvia y pusocara de fastidio.

—Lo que nos faltaba…Cato se volvió hacia los otros soldados que había en la torre.

—¡Recoged las jabalinas y venid aquí, ahora!Los legionarios agarraron los haces de jabalinas y formaron a lo largo del

frente de la torre.—Hay un grupo de hombres que se dirigen al paso elevado —les explicó el

prefecto en voz alta para que le oyeran por encima del estrépito del combate y lalluvia—. Llevan un ariete. No podéis permitir que lleguen a la puerta.

Los legionarios entendieron el peligro enseguida. Levantaron las jabalinasalzándolas por encima de la cabeza, y se cubrieron con los escudos paraprotegerse de los honderos. A continuación, apuntaron al enemigo que seacercaba y aguardaron la orden de Cato, en tanto que Macro ocupaba su posiciónentre ellos. El prefecto observó a los guerreros con detenimiento, y entoncespudo distinguir claramente el tronco largo y grueso que llevaban entre todos. Lomás probable era que lo hubieran talado en alguno de los bosques que crecían alo largo de la pared del valle. Cato pensó que al menos no habrían tenido losmedios necesarios para revestir el extremo con una pesada punta de hierro, peroaunque fuera un arma roma y toscamente serrada, al final acabaría destrozandola puerta igualmente. La cabeza del grupo se encontraba a no más de treintapasos del extremo del paso elevado, y el prefecto alzó el brazo.

—¡Preparados!El objetivo estaba lejos, y con la lluvia era probable que sus hombres no

tuvieran tan buen agarre en las armas. Cato dejó que el enemigo se acercara unpoco más. Quería que la primera descarga fuera lo más devastadora posible.

Se oyó un gruñido cuando uno de los legionarios no pudo más y lanzó su armacon todas sus fuerzas: la jabalina describió un arco hacia el enemigo y cayó alsuelo a unos cuantos pasos de distancia.

—¿Quién coño ha sido? —preguntó Macro que, enfurecido, se volvió a mirara lo largo del parapeto y, al localizar al culpable, lo fulminó con la mirada—.Estás arrestado, soldado. ¡En cuanto termine esta pequeña reyerta! ¡Y ahoratoma otra arma y espera la maldita orden!

El legionario agarró una jabalina de repuesto y apuntó.Cato vio que el enemigo iba escoltado por unos hombres que llevaban unos

grandes escudos redondos. Más allá, pudo ver a otro grupo más pequeño dirigidopor un guerrero alto, que se detuvo fuera del alcance de las jabalinas paraobservar el avance de los que llevaban el ariete. Cato asintió para sus adentros:solo podía ser Carataco. Por fin tenía clara la intención de su enemigo: mientrasmantenían ocupados a los romanos a lo largo del muro, el grupo del ariete podíabatir la puerta antes de que los defensores se dieran cuenta de las intenciones delos britanos. Cato admitió que hubiera sido un buen plan…, de no ser por la luzque aún despedían las llamas de las faj inas: eso les había permitido ver el ariete,y los romanos estaban listos y esperando.

El primer hombre había alcanzado el extremo del paso elevado, y Cato se

llenó los pulmones de aire, echó el brazo hacia adelante y rugió:—¡Lanzad jabalinas!Hubo un coro de gruñidos cuando los legionarios arrojaron sus armas desde la

torre, por encima del paso elevado y hacia el lugar donde las apretujadas filasdel enemigo formaban un blanco fácil. Las jabalinas de punta de hierropenetraron en carne y hueso con golpes sordos, y los gritos y gemidos de losheridos hendieron la oscuridad. El grupo se detuvo en seco, el ariete cayó alsuelo, y los que tenían los escudos los alzaron para protegerse.

—¡Otra vez! —ordenó Cato a sus hombres—. ¡Seguid lanzando, muchachos!Los legionarios agarraron más armas, apuntaron y lanzaron las jabalinas.

Cayeron más enemigos, incluyendo los de los escudos, puesto que la madera y elcuero con los que estaban hechos prácticamente no proporcionaba proteccióncontra el impacto de las mortíferas puntas de hierro. Macro gritaba de alegríamientras arrojaba un arma tras otra y animaba a los legionarios. Más allá de lamaraña de muertos y heridos, los supervivientes rompieron filas y se alejaron atodo correr camino abajo. Cato alcanzó a oír cómo el jefe enemigo les gritabacon enojo, y acto seguido vio perfectamente cómo daba una orden a voz encuello. Un instante después, los proy ectiles de honda surgían de nuevo zumbandode la oscuridad y se estrellaban en las protecciones del fuerte; algunos de ellosrebotaron estrepitosamente en los escudos de los legionarios, y uno de esosproyectiles desviados alcanzó a Cato en la orejera con un fuerte ruido metálico.Notó el golpe, pero por suerte el pequeño proyectil había perdido casi toda sufuerza y apenas le hirió.

—¡A cubierto! —ordenó cuando el fuerte traqueteo de los proyectiles seintensificó y uno de ellos alcanzó a otro legionario, que al recibir el golpe seincorporó medio noqueado, exponiéndose más aún a la andanada de piedras.Otro proyectil le dio en la cara y le pulverizó la nariz y la cuenca ocular, y de lacara del hombre salió un roción de sangre. El soldado se desplomó como un saco,y golpeó las tablas de madera con un ruido sordo y el traqueteo del escudo a sulado. Los demás legionarios se agacharon detrás del parapeto protegiéndose consus pesados escudos rectangulares, que les proporcionaban una protecciónadicional mientras un nuevo aluvión de proyectiles de honda traqueteaba contrala torre. Cato respiró con preocupación durante una breve pausa, tras la cual seatrevió a echar un vistazo por encima del muro. El enemigo había vuelto a tomarel ariete y estaba cruzando el paso elevado. Un fuerte chasquido en la maderaque tenía delante hizo saltar astillas por los aires junto al prefecto, que notó unpinchazo cálido en la mejilla y volvió a agacharse.

—Mierda… —Se llevó la mano a la cara, notó que le salía sangre y entoncestocó algo duro que le sobresalía de la carne. Apretó los dientes, pellizcó elextremo con fuerza, tiró de él para sacarlo y lo lanzó al suelo. El fuerte dolorpunzante se intensificó, pero Cato sabía que no tenía tiempo para entretenerse en

esas minucias.Macro se agachó a su lado con la respiración agitada.—Esos cabrones nos tienen inmovilizados, señor.Una voz gritó frente a la puerta, y un instante después empezó un breve y

rítmico canto. Al tercer compás, se oyó un estrépito de madera contra madera, yCato y Macro notaron que la torre temblaba bajo ellos. Los maderos de la puertaeran sólidos, y también las sujeciones, los goznes y la tranca, pero Cato sabía quelos golpes que podían aguantar eran limitados.

—Tenemos que retrasarlos todo lo posible. Yo me quedaré aquí y haré que loshombres continúen con las jabalinas.

—Será un trabajo duro.—No hay otra salida. Tenemos que machacar a los del ariete para intentar

salvar la puerta. Si la puerta exterior cede, solo quedará la interior. Cuando laperdamos, podemos darnos por muertos.

Macro asintió con la cabeza.—Quiero que tomes el mando de la reserva. Forma detrás de la torre de

entrada y abre la puerta interior. Si derriban la otra, arremete con todas tusfuerzas. Recházalos y quítales el ariete. Se procurarán otro enseguida, peroganaremos algo de tiempo. ¿Está claro?

—Sí, señor.—Pues a por ellos, centurión.Mientras Macro bajaba por la escalera, Cato se volvió hacia los legionarios

agachados tras el parapeto. Levantó la voz para que lo oyeran por encima delentrechocar de las armas, los gritos de los hombres y el continuo retumbo delariete enemigo.

—¡Muchachos, tenemos que mantener el ritmo con las jabalinas! Utilizadlascon rapidez, y no hagáis el tonto o presentaréis un blanco fácil. ¡Adelante!

Cato conocía el peligro de exponerse a los disparos de las hondas, peroigualmente sabía que tenía que dirigir a aquellos hombres con el ejemplo. Tomóuna jabalina ligera del montón que había en la parte trasera de la torre,procurando no mirar a los dos cadáveres que habían arrastrado hasta allí. Luegose preparó detrás del parapeto, sopesó el arma y la agarró adecuadamente,apretó la mandíbula con fuerza y se levantó con rapidez; cuando vio a los delariete, se inclinó hacia adelante y lanzó la jabalina hacia abajo, contra lasespaldas relucientes y el pelo lacio por la lluvia de los hombres que aferraban eltronco con decisión. Antes de volver a agacharse, vio fugazmente que habíaalcanzado a un guerrero entre los hombros. Un instante después, dos proy ectilesgolpearon contra la torre allí donde había estado hacía un momento. Una oleadade euforia recorrió su cuerpo, y alzó el pulgar con gesto triunfante hacia lossoldados.

—¡Un bárbaro más al que hemos enviado con sus dioses!

Capítulo XXVII

Macro levantó el escudo para protegerse al salir de la torre de guardia y sedirigió con paso resuelto hacia la media centuria formada a una corta distanciade allí. Al ver que se acercaba, el centurión Severo dejó de caminar de un lado aotro y se volvió hacia él con expectación.

—¡Firmes! —ordenó Macro, y los legionarios levantaron los escudosapresuradamente y presentaron sus jabalinas en una acción muy bien ejecutada,tal como si estuvieran en la explanada de entrenamiento. Macro asintió conaprobación antes de dirigirse al comandante de la unidad. Se fijó en la expresiónde congoja del otro hombre. En aquel preciso momento, el ariete se estrelló unavez más contra la puerta exterior, lo que hizo que Severo se encogiera y desviararápidamente la mirada hacia el sonido.

—No tardarán en atravesarla —declaró con inquietud—, luego la puertainterior…, y no podremos detenerles.

—¡Eso lo dudo mucho! —replicó Macro en voz lo bastante alta para que looyeran los demás legionarios—. Porque somos nosotros los que van a dar unabuena paliza a esos bárbaros hijos de puta. Bien, vosotros dos. —Señaló a loslegionarios situados en el extremo izquierdo de la pequeña formación—. Abrid lapuerta interior. Y hacedlo rápido.

Severo se quedó boquiabierto.—¿Abrir la puerta? ¿Qué diantres…?Macro forzó una sonrisa y continuó diciendo sin alterarse:—¡Vamos, esos cabrones están destrozando una de las puertas! ¡Que me

aspen si voy a permitir que le hagan un solo rasguño a la otra!Severo se lo quedó mirando como si estuviera loco, pero Macro no le dio

oportunidad de decir nada. Desenvainó la espada y se volvió hacia loslegionarios.

—Dejad las jabalinas. Este es un trabajo para las espadas, muchachos.Los hombres dejaron de inmediato las armas en el suelo, se prepararon con

las manos en los pomos de sus espadas cortas y esperaron órdenes.—¡Formad en columna de a cuatro! ¡Cerrad filas y escudos al frente!La lluvia había formado charcos en el suelo, y las botas de los soldados los

cruzaron con un chapoteo para ocupar sus posiciones. Los dos legionarios a losque había enviado a abrir la puerta ya habían sacado la tranca de sus soportes ytiraban hacia adentro de los pesados maderos. Las bisagras de clavija de maderagimieron, la puerta se abrió, y las oscuras fauces del corto pasillo que conducía ala puerta exterior quedaron a la vista de los legionarios. Una vez realizada sutarea, los dos hombres corrieron a reunirse con sus compañeros, Macro ocupó supuesto a la cabeza de la apretada formación y le hizo señas a Severo para que sesituara a su lado.

—Vamos a darles la cuña. Tú y yo en la punta. —Macro sonrió ampliamentey murmuró el credo del centurión—: ¡El primero en entrar en combate, y elúltimo en salir!

Severo asintió y sonrió débilmente.—El primero en entrar, el último en salir…La expresión de Macro se endureció mientras desenvainaba su espada y la

alzaba en el aire húmedo.—¡Primera Centuria, Cuarta Cohorte, desenvainad vuestras espadas!

¡Luchamos por la gloria de la Decimocuarta Legión!Los legionarios alzaron las espadas al aire y vitorearon. En lo alto del muro, a

ambos lados, los soldados que no estaban enzarzados en combate con el enemigose volvieron al oír el ruido, y Macro se animó al ver que los hombres de losCuervos Sangrientos se unían y retomaban el grito desde un extremo del muro alotro. Macro bajó la espada y señaló el pasillo con la punta: justo en ese instante,se oyó un fuerte cruj ido en la oscuridad cuando el ariete hizo pedazos uno de losmaderos de la puerta exterior.

—Avanzad a paso lento… ¡Adelante!Los legionarios echaron a andar hacia la abertura con los escudos alzados al

frente, de modo que cubrían a los hombres hasta los ojos. Cuando entraron en elpasadizo, el ariete golpeó de nuevo, rompió la maltrecha madera y desprendióotro pedazo. Al retirarse el ariete, Macro distinguió las formas tenues de losenemigos a través del hueco dentado. Vio también que la tranca estaba aúnintacta. Detuvo a sus hombres a dos pasos de la puerta, lo bastante dentro delpasillo para que el enemigo no los viera en la oscuridad.

El ariete golpeó de nuevo, acompañado por un estridente vítor por parte de losguerreros siluros, que intuían que la puerta se rompería de un momento a otro.Tras una nueva arremetida, otro pedazo de madero cedió con un cruj ido deastillas, y el siguiente golpe dio de lleno en la tranca, que saltó dentro de lossoportes que la sujetaban. Volvió a caer en su sitio, pero con la siguienteembestida cruj ió y empezó a partirse. Dos golpes más bastaron para completarel trabajo: la tranca se hizo pedazos, y un lado de la puerta se abrió hacia adentrobruscamente y reveló las apiñadas filas de guerreros enemigos que esperabanpara entrar como un solo hombre en el fuerte. Mientras Macro afirmaba los piese inspiraba profundamente, vio caer dos jabalinas más. Un guerrero se irguiódando una sacudida y profirió un aullido de dolor, mientras intentaba agarrar elarma que le había atravesado la espalda y se había hundido en sus órganosvitales. A continuación, cayó a la zanja desde el paso elevado.

—¡Por Roma! —bramó Macro, y el interior del pasillo de la torre de entradale devolvió el eco de su grito al instante—. ¡Avanzad!

Por delante de ellos, los hombres agrupados en torno al ariete alzaron lamirada y escudriñaron la oscuridad. Su contorno se distinguía claramente contra

el resplandor roj izo de las faj inas que aún ardían en el exterior. Antes de quepudieran reaccionar, Macro y sus legionarios salieron del pasadizo en cerradaformación y a paso ligero, como un letal ariete en cuña. El centurión estrelló suescudo contra el enemigo más próximo y lo mandó de vuelta con suscompañeros, luego lanzó una salvaje estocada de su espada corta, que penetró enel pecho de otro siluro. A su lado, Severo lanzó un tajo contra un hombro y abrióun corte profundo en toda la longitud del brazo, tras lo cual empujó su escudo yavanzó detrás de él. Los legionarios que seguían a los oficiales avanzaban a lafuerza por ambos lados, arremetiendo a cuchilladas contra sus enemigos. Lossiluros no se esperaban un contraataque como aquel justo en el momento de sutriunfo, y los que llevaban el ariete lo soltaron y lo dejaron caer en el pasoelevado, al tiempo que retrocedían alejándose del peligro y dejaban que suscompañeros armados se ocuparan de la lucha. Algunos reaccionaron conrapidez, y alzaron sus escudos redondos y cargaron contra los romanos que salíanpor la puerta rota.

Aquel era, sin embargo, el combate cuerpo a cuerpo para el que seentrenaban las legiones y en el cual destacaban, y en la densa concentración decuerpos que cubrían el paso elevado las puntas letales de las espadas cortassobresalían centelleantes de entre sus grandes escudos curvos, y se clavabanprofundamente en torsos y extremidades antes de que las liberaran de un tirón,provocando graves y terribles heridas que sangraban sin parar. Mientrasavanzaba dando grandes golpes con su escudo y tirando una estocada tras otra, elrostro de Macro, cerrado en una mueca feroz, no dejaba de recibir rociones desangre. En ocasiones sus golpes no alcanzaban a nadie. A veces se los paraban,pero la mayoría de ellos daba en el objetivo, y poco a poco empezó a notar lacalidez de la sangre que corría por encima de la guarda de su espada y bajabapor su mano mientras él seguía avanzando, conduciendo a sus hombres estocadaa estocada por el paso elevado. A su izquierda divisó el foso, con las pendientes yel fondo llenos de enemigos muertos o moribundos. Había más hombresapretujados en la estrecha franja de terreno entre la escarpa y la empalizada,ansiosos por trepar por las escalas y lanzarse contra los defensores. Macro oyógritar a Cato desde arriba:

—¡Bajad las jabalinas! ¡Esos son nuestros hombres!Macro no había pensado en el peligro de ser alcanzado por sus compañeros, y

dio las gracias a su amigo mentalmente mientras arremetía una vez más con laespada, pero su oponente empujó el escudo con desesperación y desvió el golpe.De pronto, hubo cierta agitación entre las filas de los siluros, y un guerreroenorme, vestido con pieles, se abrió paso a empujones hacia el frente blandiendouna gran hacha de guerra con sus poderosas manos. Sus compañeros lo miraroncon asombro, y se apresuraron a ponerse fuera de su alcance cuando el hachagiró y describió un violento arco por encima de su cabeza. El gigante profirió un

rugido salvaje y pareció centrar su atención en el casco con penacho de Severo,decidido a matar a los oficiales romanos para quebrar el ánimo de los soldadosque los seguían.

Severo se mantuvo firme, con el escudo levantado y la espada hacia atrás,lista para atacar. De hecho, no tenía alternativa. Las filas de hombres que ibandetrás de él hacían imposible cualquier intento de retirada. El gigante plantó unpie al frente y balanceó el hacha describiendo un amplio arco a la altura delpecho. Macro oyó el silbido de la cabeza del hacha al cortar el aire, y luego elestrépito cuando golpeó contra el borde del escudo de Severo, destrozando elribete de bronce y las capas de madera y cuero, que estallaron en pedazos bajola fuerza aterradora del impacto. El escudo destrozado saltó de los dedosentumecidos del centurión, y cay ó por un lado del paso elevado al foso. Elgigante soltó un grito de triunfo, y continuó blandiendo su arma con los músculosa punto de estallar. El hacha volvió a moverse, esta vez a una altura un pocomayor. Severo se agazapó para levantar la espada e intentar parar el golpe, peroal comprobar la fuerza de la embestida se dio cuenta de lo inevitable, abrió laboca y un último grito salió de sus labios.

—¡Noooo!La cabeza del hacha arrancó la espada de manos del centurión con un ruido

metálico, y el arma salió despedida dando vueltas por los aires; un instantedespués, el filo alcanzó al centurión en el cuello, partió carne y hueso e hizo saltarla cabeza, metida aún en su casco bruñido, de los hombros del oficial.

—Joder… —Macro se quedó momentáneamente atónito por aquella accióny, con una fría punzada de lucidez, supo que sería la próxima víctima de aquelhombre.

—¡Yo no, amigo! —gruñó al tiempo que se volvía hacia el gigante y selanzaba hacia adelante, agachándose para bajar su centro de equilibrio. Macroera consciente de que no había nada que pudiera resistir el impacto de un hachatan pesada como aquella. Tenía que acercarse al gigante, y conseguir que latemible arma fuera inútil. El guerrero siluro ya estaba dándose la vuelta hacia él,esgrimiendo el hacha y disponiéndose a lanzar un golpe. Macro atacó y levantóel escudo rápidamente, justo antes de chocar con el hombre. El borde superiordel escudo le dio en la mandíbula, le cerró la boca de golpe y cortó en seco subramido de guerra. Al mismo tiempo, Macro extendió su brazo armado y lanzóun tajo en diagonal. No era el golpe más efectivo, porque carecía deprofundidad, pero alcanzó a su contrincante en el costado, por debajo de lascostillas, penetró en los pliegues de su capa de piel y se hundió en la carne antesde que Macro recuperara la posición de su escudo, maravillado de la solidez desu oponente. Sin darle tiempo a reaccionar, afirmó las botas en el suelo y empujóal tiempo que sacaba su espada y volvía a lanzar otra cuchillada, y otra, oyendolos gruñidos del hombre a medida que los golpes lo dejaban sin aliento.

Consciente de que el hacha no le servía para atacar o defenderse desde tancerca, el gigante la arrojó al suelo y agarró el escudo de Macro por los lados eintentó arrancárselo de las manos.

—¡No, ni hablar, cabrón! —espetó Macro, que sujetó el asa con más fuerza.Por encima de él vio el rostro enrojecido por la furia del hombre, que descollabasobre su escudo. Macro se impulsó con los pies de manera instintiva y le lanzó uncabezazo al gigante con el casco, y el sólido metal que protegía el borde lerompió la nariz. El gigante soltó el escudo y retrocedió tambaleándose, mientrasla sangre le caía por la barba y empapaba los desgarrones de los pliegues de sucapa. Macro se detuvo un instante para recuperar el aliento, y se dio cuentaentonces de que había llegado al otro extremo del paso elevado. Ante él, el últimomiembro del grupo encargado de echar la puerta abajo había dado media vueltapara huir, dejando a una veintena de compañeros esparcidos por la tierraapisonada frente a la puerta rota, la may oría de ellos atravesados por jabalinas.

—¡Macro!El centurión se volvió, levantó la mirada y vio que Cato señalaba hacia abajo.—¡Macro, el ariete! ¡Coged el ariete y volved al interior!—¡Sí, señor!Macro dio entonces media vuelta y ordenó a dos de sus secciones que

enfundaran sus armas y agarraran los tocones de ramas que el enemigo habíaestado utilizando a modo de asas. Los soldados restantes formaron una pared deescudos en el extremo del paso elevado para proteger a sus compañeros. Y lohicieron justo a tiempo porque, a medida que el enemigo se alejaba de losromanos, una nueva lluvia de proyectiles de honda surgió de la oscuridad y cay ócon un traqueteo sobre la superficie de los escudos. Los soldados que llevaban elariete volvieron a entrar en el túnel de la torre con dificultad, gruñendo por elesfuerzo de transportar la carga, mientras Macro marcaba el paso con firmezapara que la pared de escudos se retirara al interior del fuerte.

Por encima de ellos, Cato soltó un suspiro de alivio. La captura del ariete lesharía ganar al menos varias horas. Aunque habían perdido la puerta exterior, lainterior aún aguantaba, y eso les daría tiempo suficiente para llenar el pasadizode tierra y rocas y hacerlo impracticable. Alzó la mirada al cielo, y percibió elprimer atisbo del amanecer entre la lluvia y las nubes, una débil franja gris queperfilaba las montañas del este. Ya distinguía con más detalle el combate en lasempalizadas situadas a ambos lados de la puerta, así como el terreno frente aella. Allí vio de nuevo a Carataco que, con los puños apretados y los brazos enjarras, contemplaba el fuerte con mirada feroz. El comandante enemigo sevolvió entonces hacia sus seguidores, y al cabo de un momento sonó el fuertetoque de un cuerno de guerra, cuy as notas graves se oy eron por todo el campode batalla. Uno a uno, los hombres que se encontraban en lo alto de las escalasluchando para afianzarse en la muralla dejaron de combatir y empezaron a

descender peldaño a peldaño. Los que estaban abajo retrocedieron con cautela,bajaron al foso, salieron trepando por el otro lado y regresaron a toda prisacuesta abajo, algunos de ellos con ánimos suficientes como para llevarse consigolas escalas de asalto. Carataco permaneció inmóvil un momento, y a Cato lepareció que su enemigo lo divisaba en lo alto de la torre. Entonces, el lídercatuvellauno alzó un dedo y lo señaló directamente a él, a modo de claraamenaza. No iba a rendirse. No hasta que el fuerte de Bruccio, su guarnición y sucomandante fueran borrados del mapa.

Carataco dio media vuelta y bajó andando despacio por la pendiente,volviendo al valle junto con el resto de su ejército.

Cato oyó cruj ir la escalera a su espalda, y Macro entró en la torre y seacercó a su lado.

—Hemos ganado el primer asalto… —dijo Cato en voz baja.Macro asintió.—Pero hemos perdido a Severo, y a unos cuantos más. ¿Lo viste?—Lo vi. —El prefecto bajó brevemente la mirada hacia el paso elevado,

donde el cadáver decapitado del centurión y acía tendido sobre el cuerpo de unode los siluros al que había matado una jabalina. Luego recordó cuál era su deberprincipal en una situación semejante.

—Da la orden de que los legionarios se retiren. Los tracios pueden montar elprimer turno de guardia en el muro. Que lleven a los heridos al dispensario, y querepartan raciones a los demás. Ah, y hazles saber que estoy orgulloso de ellos.Nos hemos asegurado de que el enemigo recuerde a la guarnición de Bruccio porlas razones adecuadas. Ahora saben que podemos ofrecer una buena resistencia,además de incendiar y masacrar.

Macro asintió, fue a dar media vuelta para marcharse, pero en el últimoinstante se detuvo, indeciso:

—¿Estás seguro de que quieres que les diga eso a los muchachos?Cato se acarició el mentón.—Tal vez la última parte no. Solo diles que estoy orgulloso de ellos. Orgulloso

de ser su comandante. Eso debería infundirles un poco de entusiasmo… Lo van anecesitar cuando Carataco vuelva a por nosotros.

Capítulo XXVIII

Rompió el alba sobre un escenario muy distinto al de la mañana anterior. De losalmiares no quedaba más que unos montones ennegrecidos de cenizashumeantes. En la pendiente frente al fuerte había zonas quemadas allí dondehabían ido a parar las faj inas que habían ardido hasta el final, y haces de leñachamuscada donde la lluvia había apagado otras. También había cuerposesparcidos por todo el foso y a lo largo del pie de la muralla. El enemigo habíasufrido las bajas más numerosas frente a la puerta principal, donde el suelo ygran parte del paso elevado estaban cubiertos de cadáveres, de los que las astasde las jabalinas sobresalían apuntando en todas direcciones como agujasclavadas con descuido en un acerico. En cuanto hubo luz suficiente para ver queel enemigo se había retirado hasta la explanada de la plaza de armas, a unosdoscientos pasos de distancia, y más allá en el valle, Cato envió una patrulla arecuperar de entre los cadáveres las jabalinas que aún pudieran utilizarse. Sinembargo, poco después, al ver que se acercaba un grupo de honderos, la patrullaregresó apresuradamente por la puerta destrozada para guarecerse en el fuerte,llevando los haces de jabalinas recuperadas bajo el brazo. Otra sección se habíaencargado de traer los cuerpos de dos legionarios muertos en el ataque contra elariete, así como el cadáver de Severo. No habían sido capaces de encontrar sucabeza. Mientras contemplaba el escenario desde la torre, Cato decidió queprobablemente uno de los nativos se la hubiera llevado como trofeo antes deretirarse cuesta abajo.

El campamento enemigo se extendía por el lecho del valle. Todavía no habíanconstruido ningún refugio, y los hombres dormían a la intemperie, en torno a lashogueras que se habían esforzado por encender en las horas posteriores a lasalida del sol. Había dejado de llover, pero el suelo estaba embarrado y la leñadisponible demasiado húmeda. Los únicos que habían regresado con leñafácilmente combustible fueron los nativos que se habían adentrado en los bosquesdel valle hasta penetrar en las zonas más resguardadas. Por el tamaño de sucampamento, Cato calculó que aproximadamente había allí unos diez milhombres, quizá varios cientos de ellos montados, a juzgar por el número decaballos que pastaban por el lecho del valle.

—Ellos eran al menos veinte veces más que nosotros… —murmuró Catopara sus adentros—. Ni siquiera Macro hubiera apostado por esa proporción.

El prefecto echó una mirada al terreno que rodeaba el fuerte, y vio pequeñosgrupos de hombres acampados en la otra orilla del río que serpenteaba rodeandoel terreno elevado en el que estaba construido el fuerte. Por esa zona habríapocas posibilidades de escapar. Haría falta ser muy valiente para cruzar la rápidacorriente a nado, esquivando las rocas en torno a las que se arremolinaba el agua.Y aunque fuera posible llegar nadando al otro lado del río, habría que eludir al

enemigo antes de intentar escapar del valle para llegar al puesto avanzadoromano más próximo y dar la alarma. Estaba claro que sería una misión suicida.

No obstante, si el cielo continuaba encapotado hasta ese extremo, tal vez sevieran obligados a enviar a un hombre. Unas nubes bajas y grises que parecíanquerer competir con la niebla encapotaban el cielo y ocultaban las cimas de lasmontañas que bordeaban el valle. Por lo que podía ver el prefecto, se habíanhecho más densas desde el amanecer, y la visibilidad parecía estar reduciéndosepaulatinamente. No serviría de nada encender la almenara. Era imposible quevieran el humo ni desde Gobannio ni desde ningún otro puesto avanzado. Por elmomento, la guarnición dependía de sí misma.

Cato contuvo un bostezo, decidido a no demostrar que estaba cansado, y sevolvió hacia el centinela que tenía más cerca.

—Avísame en cuanto el enemigo haga algún movimiento.—Sí, señor. —El legionario saludó y centró su atención en el ejército de

Carataco, mientras el comandante del fuerte bajaba por la escalera al interior dela torre. Al llegar abajo, vio que Macro supervisaba el bloqueo del pasadizo entrela destrozada puerta exterior y la interior. Se estaba echando abajo el extremo delbarracón más próximo, y los soldados llevaban los escombros al pasadizo y losapilaban dentro.

Macro lo saludó con un gesto.—Pronto habremos terminado. Esa gente no va a entrar por aquí.—Muy bien —respondió Cato con satisfacción. Un punto débil menos en las

defensas del que preocuparse.Macro bajó la voz y continuó diciendo:—¿Tienes ya el recuento de bajas?Cato suspiró. Un administrativo le había llevado el informe al final de la

primera hora del día.—Doce muertos, dieciocho heridos. La mayoría abatidos por los disparos de

honda. A partir de ahora, tenemos que procurar no exponernos innecesariamenteen el muro. Es demasiado arriesgado.

—¿Y qué no lo es en esta situación?—Cierto. —Cato se frotó la frente, y entonces vio a Décimo, aún con el

equipo de legionario, que se acercaba cojeando desde el cuartel general con unplato de campaña y un vaso en las manos, sorteando con cuidado los charcos y elbarro. Cuando el asistente alzó la mirada y vio a su comandante, aceleró el paso.

—Le he traído algo de comer, señor. Necesita mantener las fuerzas, de modoque aquí tiene estofado y un poco de posea.

Cato tomó el plato de campaña agradecido, y se dio cuenta de lo hambrientoque estaba tras el combate nocturno. El estofado estaba recalentado más quecaliente, y empezó a comer a grandes cucharadas.

Macro se relamió.

—¿Hay más de esto por ahí?Décimo lo miró.—Me temo que se ha terminado, señor.—Entiendo… —Macro se dio unos golpecitos en la nariz—. Espero que lo

hayas disfrutado tanto como parece hacerlo el prefecto.Décimo agachó la mirada con incomodidad, y se pasó la mano por la

comisura de los labios, convencido de que alguna huella lo había delatado.—Parecía una lástima dejar que se enfriara, señor.—No me cabe duda —gruñó Macro.Décimo se quedó mirando al suelo con preocupación unos instantes, hasta que

reunió el valor suficiente para hablar.—Señor, ¿hay alguna esperanza de que salgamos vivos de esta?El prefecto masticó un pedazo de carne y se lo tragó.—Siempre hay esperanza.Décimo hundió los hombros y asintió con resignación.Mientras se terminaba la improvisada comida, Cato estuvo observando las

expresiones de los soldados que pasaban por allí. Parecían cansados, perofirmemente decididos. Incluso había algunos que conversaban alegremente consus compañeros. Aquel primer éxito les había levantado la moral, aunque no lonecesitaban para llevar a cabo su cometido… No, ni mucho menos. Aquelloshombres eran legionarios de la Decimocuarta, profesionales endurecidos,acostumbrados a las penurias y al peligro, imbuidos de un fuerte sentido de latradición y de la necesidad de defender el honor de su legión. Interpretarían muybien su papel. Eran los auxiliares los que preocupaban a Cato. Su estado de ánimoparecía más incierto, un problema agravado por los excesos del centuriónQuerto. Aunque sus filas se habían engrosado con los legionarios transferidos dela otra cohorte de la guarnición, Cato tenía la sensación de que estaban máscrispados. Se habían acostumbrado a patrullar y asaltar el territorio enemigo:eran los que castigaban, y no los castigados. Esta clase de lucha estática, deresistencia, requería una determinación firme. Seguro que en los días veniderosambas unidades serían puestas a prueba hasta el límite.

Como anticipándose a sus pensamientos, Cato vio que Querto se acercaba a élpor el terreno abierto cercano al muro.

—Se acercan problemas —susurró Macro.—No necesariamente.—Tratándose de él, yo diría que necesariamente.Cato se irguió cuan alto era mientras el tracio se acercaba y saludaba a su

superior con un gesto informal de la cabeza.—Una noche dura, señor. Pero les hemos dado una paliza y los hemos echado

sin contemplaciones.—¿En serio? —Macro se rascó la barba incipiente del mentón—. Así pues,

¿crees que hemos ganado?—Al menos por el momento. No se atreverán a lanzar otro ataque frontal sin

planificarlo adecuadamente —afirmó Querto con seguridad—. Y menos ahoraque hemos demostrado, una vez más, que deberían tenernos miedo.

Macro miró a Cato y enarcó una ceja.—Somos todos héroes, ¿eh?El prefecto hizo caso omiso del comentario y se dirigió al tracio.—Supongo que tienes algo de que informar, ¿no?—Sí, señor. Mis caballos. Tenemos avena para alimentarlos durante unos

cuantos días, como y a sabe, pero necesitarán agua.—Por supuesto que sí. Hay de sobra en la cisterna del fuerte. Y también en el

pozo.Querto meneó la cabeza.—En un par de días vaciarán la cisterna. Y el pozo aún en menos tiempo.—Entiendo. Entonces tendremos que racionarles el agua y la comida.—Eso no es posible, señor. Podemos restringirles la comida, pero no pueden

pasar sin agua. No, si queremos que estén en condiciones de cabalgar.—¿Qué sugieres?Querto hizo un gesto hacia la parte posterior del fuerte.—Hay un pequeño sendero que baja serpenteando por aquel risco de allí. Es

lo bastante ancho para que se pueda conducir un caballo por él. Mis muchachospueden bajarlos por allí hasta el río para que beban.

El prefecto consideró la sugerencia.—Será mejor hacerlo de noche, aprovechando la oscuridad.—Es demasiado peligroso, señor. Si dan un mal paso en el sendero, caerán al

río. Solo podemos usar el camino a la luz del día.Cato suspiró con exasperación.—Pues ocúpate de ello. Asegúrate de proporcionar una escolta a los que

vayan, tal vez los siluros conozcan ese paso, e intenten tenderles una trampa.Cato consideró que la conversación había concluido, pero Querto no se

marchaba.—¿Hay algo más, centurión?—Solo me preguntaba qué tiene intención de hacer a continuación…, señor.—¿Hacer?—Soy el siguiente en la cadena de mando. Si usted cae, tendré que llevar a

cabo su plan.Cato esbozó una sonrisa.—Tengo intención de defender el fuerte.Querto hizo un gesto con la cabeza en dirección al campamento enemigo, sin

rastro de su anterior bravuconería.—Los hemos vencido una vez, pero no podremos hacerlo indefinidamente. Si

perdemos hombres al ritmo en que lo hemos hecho en este primer intento, solo escuestión de tiempo. Tras unos pocos asaltos más, tendremos que abarcar tantoque nos arrollarán.

—Te agradezco la valoración —repuso Cato con sequedad.—No podemos quedarnos aquí atrapados. Tenemos que salir, señor.—Eso no es posible. Por si no te has dado cuenta, estamos rodeados.—Pues tendremos que escapar. Mientras aún dispongamos de hombres

suficientes para hacerlo. —Querto alzó la mirada—. Si el tiempo se mantiene así,esta noche será oscura. Lo suficiente para ocultar nuestra huida.

—Y lo suficiente para que tropecemos unos con otros, si no con el enemigo.—¿Y si utilizamos a nuestros prisioneros como escudo? Carataco no permitiría

que sus hombres atacaran si hubiera algún peligro para su hermano y los demás.Cato meneó la cabeza.—Puede que no. Pero dado el sufrimiento que has infligido a los habitantes

del lugar durante los últimos meses, me atrevería a decir que Carataco tendráproblemas para contener a sus aliados. Lo único que quieren es masacrarnos yllevarse nuestras cabezas como trofeos. No, es demasiado peligroso. Ya hemoshablado de esto, Querto. Tendremos más posibilidades si aguantamos hasta quevengan en nuestra ayuda. Es mi decisión.

El tracio le dirigió una mirada gélida.—Es la decisión equivocada. —Antes de que Cato pudiera responder, el tracio

dio media vuelta y se marchó para reunirse con sus hombres, que descansabanen el terraplén que subía a la muralla.

Macro le lanzó una mirada fulminante mientras se alejaba.—El enemigo nos haría un favor si le dieran en la cabeza a este chulo de

mierda.Cato estaba demasiado cansado para hacer ningún comentario. Terminó lo

que le quedaba de guiso y apuró el vaso de posea. Se frotó la barbilla unmomento con aire pensativo.

—Creo que es hora de que pongamos en juego a Maridio y a los demásprisioneros.

Había empezado a llover otra vez, y a lo largo de la empalizada habíamontones de soldados que miraban con curiosidad a dos legionarios que bajabanuna escalera por la empalizada que daba al terreno cercano al paso elevado.Junto a ellos, Macro miró a Cato con preocupación.

—No creo que sea una buena idea, muchacho.Cato señaló con un gesto a los prisioneros apretujados tras la torre de entrada,

bajo la atenta mirada de varios legionarios.—Pero tal vez nos haga ganar un poco más de tiempo, amigo mío.—¿Qué te hace pensar que Carataco accederá?—Lo más probable es que no lo haga, pero se lo pensará. Y cada hora que

malgaste considerando el problema aumenta nuestras posibilidades de salir vivosde esta.

—No mucho. Tú mismo lo dij iste. Estamos aislados, y mientras estas nubespermanezcan sobre nosotros nuestro ejército no se dará cuenta de nada. —Macrocarraspeó y escupió la flema por encima del muro—. Es increíble la mierda detiempo que hace en esta isla. Solo un perro rabioso o un celta se aventurarían asalir con el vendaval que sopla a mediodía en este vertedero, te lo aseguro.

Cato sonrió, y su amigo siguió hablando en tono más serio:—Tú ten cuidado. Si hay el menor indicio de traición, das media vuelta y

vuelves corriendo a la escalera. Tendré a un grupo de soldados preparados paracubrirte con las jabalinas.

Cato guardó silencio unos instantes, y luego asintió.—Me parece bien. Pero que no estén a la vista. Esto es un arma de doble filo.

Si Carataco sospecha que quizás estemos intentando hacerlo caer en una trampa,perderemos cualquier posibilidad de salir de esto dialogando. Bueno, será mejorque salga ya.

Cato le hizo una seña con la cabeza al hombre que alzaba el cuerno, y eltracio alzó su instrumento curvo y tocó una nota grave que resonó por el valle. Encuanto el prefecto vio que algunos enemigos se habían dado la vuelta y mirabanhacia el fuerte, pasó la pierna por encima de la empalizada y buscó a tientas elpeldaño más cercano. Cuando hubo apoy ado bien los pies empezó a bajar. Unavez abajo, alzó las manos hacia el parapeto. Macro le tiró el asta de repuesto delestandarte. Le habían enganchado un banderín ancho de color rojo, y Cato losostuvo en alto y lo movió de un lado a otro por encima de la cabeza. Lo veríanfácilmente, y el banderín rojo y su capa militar resaltarían en la hierba y elbrezo de la pendiente. Bajó al foso con cuidado, y se abrió paso por entre loscuerpos allí tendidos. Algunos aún estaban vivos, gemían débilmente y letendieron una mano suplicante mientras pasaba. No podía hacer nada por ellos,por lo que cobró ánimo para ignorar su trágica situación y trepó por el ladoopuesto de la zanja. Acto seguido, descendió por la cuesta agitando su bandera,mientras las notas del cuerno seguían sonando. El murmullo intermitente de lalluvia hacía que el día pareciera aún más lóbrego a su alrededor.

—¡Ya se ha alejado suficiente, señor! —gritó Macro—. ¡Permanezca alalcance de las jabalinas!

Cato se detuvo. Continuó agitando el banderín, trazando lentos círculosmientras la lluvia lo empapaba. Por debajo de él solo veía claramente a losenemigos más próximos, el resto se volvían grises e indistintos bajo la lloviznaque llenaba el valle. Una cortina de hombres vigilaban el campamento, y Cato sefijó en que uno de ellos, al verlo, dio la vuelta y corrió hacia una chozaimprovisada hecha de ramas cortadas y brezo, situada en medio de aquellos quese esforzaban por refugiarse a campo abierto bajo sus pieles. Al cabo de un

momento, salieron de la choza unas cuantas figuras que contemplaron al oficialromano que se encontraba a unos cuatrocientos metros de distancia. Tras lo quepareció una rápida conversación, Cato vio que uno de aquellos hombres se dirigióresueltamente a una fila de caballos cercana, desató una montura blanca y subióa ella de un salto. Hizo dar la vuelta al animal en dirección a Cato, y la puso a unsuave medio galope. Los hombres de su ejército se quedaron donde estaban, yalgunos de ellos lanzaron unos vítores cuando pasó junto a ellos y luego atravesóla línea de centinelas para dirigirse hacia el fuerte. Aminoró la marcha alaproximarse a Cato. Acercó su caballo al paso hasta que estuvo a unos diezmetros de distancia, y entonces se detuvo al tiempo que echaba una miradarecelosa por el terreno circundante y hacia la empalizada del fuerte llena desoldados.

Cato apoyó el estandarte en el suelo.—¿Quieres hablar, romano? —le preguntó Carataco en su latín con acento.—Así es. —Cato hizo un gesto hacia los cuerpos que y acían en la pendiente,

cerca de donde estaban ellos—. El asalto de anoche le costó caro. Quierodisuadirle de que malgaste más vidas de sus hombres en unos ataques tan vanos.

—Agradezco tu preocupación —respondió Carataco de manera inexpresiva—. Pero tengo toda la intención de tomar tu fuerte y reducirlo a cenizas. —Hizoun gesto hacia el cielo, y una sonrisa asomó a sus labios—. Si el tiempo lopermite.

—No puede tomar el fuerte. Es una posición demasiado sólida, y no tiene trende asedio ni posee la pericia para fabricar las armas que requiere para batirnuestras defensas.

—Lo único que necesitamos es un ariete decente. Hasta un bárbaroincivilizado posee la inteligencia para construir uno, como ya has podidocomprobar.

—Sí, he podido admirar de cerca el rudimentario trabajo del ariete quecapturamos. Ahora el paso hasta la puerta está bloqueado, de modo que losarietes que decida hacer serán inútiles. Lo único que le queda es preparar ataquesfrontales. Y ya hemos visto cómo acaba eso.

—Sufrimos bajas —admitió Cartaco—, pero vosotros también, y sospechoque puedo permitirme perder más hombres que tú. Además, muchos de misseguidores tienen parientes en estos valles, y sus corazones arden en deseos devengar a los que habéis masacrado. Tengo intención de seguir atacando Brucciohasta que quede destruido y haya muerto hasta el último romano que hay dentrode sus muros.

Por un momento, Cato consideró explicarle que aquello era obra de Querto,pero se dio cuenta de que no supondría ninguna diferencia para unos hombresque consideraban a todos los romanos unos opresores brutales. Suspiró.

—Ya me temía que respondería así, señor. —Cato levantó el estandarte dos

veces, la señal que había acordado antes con Macro. Carataco se sobresaltó,receloso.

—¿Qué clase de truco es este?—No es ningún truco, se lo aseguro. Sabe que tenemos prisioneros, su

hermano Maridio entre ellos. Si mira allí, en el muro a la izquierda de la torre deguardia, los verá dentro de un momento.

Los dos se quedaron contemplando cómo una fila de hombres y unas cuantasmujeres caminaban junto al parapeto arrastrando los pies, bajo la vigilancia deMacro y algunos legionarios. Al frente de ellos iba la alta y orgullosa figura deMaridio. En cuanto vio a Carataco lo llamó, y Macro se acercó a él rápidamentey le propinó un bofetón.

—¡Mantén cerrada tu boca bárbara!Cato hizo una mueca al ver la violencia con la que se le había silenciado, y

vio que la expresión de Carataco se ensombrecía. Se aclaró la garganta, y sedirigió al comandante enemigo en voz alta.

—Quiero que sepa que, si lanza otro ataque contra mi fuerte, ejecutaré a diezde mis prisioneros, aquí afuera, a plena vista de su ejército, y colgaré sus cabezasen la torre de entrada para recordarle su locura. Y si eso no consigue detenerle,el próximo en caer será su hermano. Solo que en su caso me aseguraré de que sumuerte sea larga y dolorosa. Será crucificado en lo alto del muro. He oído que unhombre puede tardar tres días en morir en una cruz. Maridio, como y a sabe, esun magnífico guerrero. Fuerte y duro. Seguro que resistirá algo más que esoantes de morir. —Cato habló en un tono frío y calculador, decidido a ocultarcualquier indicio de lo mucho que le disgustaba la imagen que estabadescribiendo.

—Así pues, esta es la civilización que ofrece Roma —dijo Carataco condesprecio—. Vuestras costumbres vienen a ser poco más que la representaciónde crueles espectáculos. Tal como me habían enseñado.

Cato meneó la cabeza.—Esto no es la civilización. Esto es la guerra. Usted amenaza con matarme a

mí y a mis hombres. Mi deber es hacer lo que sea necesario para evitarlo. Nome deja alternativa.

—Entiendo. —Carataco entrecerró los ojos con expresión astuta, y miró aCato durante unos breves segundos—. Tengo la sensación de que tu corazón norespalda tus palabras, romano. ¿De verdad estarías dispuesto a llevar a cabo tuamenaza?

—Si vuelve a atacarnos, descubrirá que cumplo mis promesas. Y eso se lojuro. Ejecutaré a su gente en cuanto el primer siluro llegue al foso delante de mifuerte. Y morirán por mi propia mano. —Cato miró fijamente a los ojos de suenemigo, como si lo retara a creer otra cosa. Carataco le sostuvo la mirada, yluego la desvió por encima del hombro de Cato hacia su hermano y los otros que

estaban en el muro.—Dudo que tengas agallas para hacerlo.—Pues se equivoca.—En tal caso, déjame que te haga y o una promesa, romano —Carataco alzó

la voz para que los que estaban en la empalizada del fuerte pudieran oírleclaramente—. Si haces lo que dices y haces daño a los que tienes prisioneros,juro por todos mis dioses que tendré aún menos compasión contigo y con tushombres. Tomaré el fuerte y, si has matado a uno solo de tus prisioneros,capturaré vivos a tantos de vosotros como sea posible. Y luego haré que osdespellejen vivos, uno cada día, delante de sus compañeros. Y tú serás el últimode todos… Y ahora, te haré una oferta. La misma que antes. Entrega a tusprisioneros ilesos, y os permitiré salir libremente de este valle. No soy un hombrepoco razonable. Te daré un día para que lo consideres. Si rechazas mi oferta,volveremos a atacar. En tal caso, si has hecho daño a mi hermano o a los demás,ya sabes la suerte que te espera. No habrá más palabras entre nosotros. —Dio untirón a las riendas, hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó trotando cuesta abajo.Cato se lo quedó mirando un momento, embargado por el impulso de gritarle aMacro que sus hombres soltaran una descarga de jabalinas contra el comandanteenemigo. Con la muerte de Carataco, la coalición de tribus que aún se resistían aRoma se desmoronaría. Pero el momento pasó, y Carataco no tardó en quedarfuera de su alcance.

El prefecto suspiró con frustración por haber vacilado, aunque sabía quenunca sería tan indigno como para saltarse las reglas de parlamento. Caratacotambién lo había percibido, y Cato sintió una triste desesperación por no haberconseguido ocultar su verdadera naturaleza. Se apoy ó el estandarte en el hombro,y regresó al fuerte.

Capítulo XXIX

Las horas restantes del día se emplearon en preparar las defensas para elpróximo ataque. El repiqueteo de los martillos de la forja del fuerte se alzabasobre los barracones mientras Macro supervisaba la producción de abrojos, esaspequeñas piezas de hierro de cuatro puntas que con frecuencia se diseminabanpor el terreno frente a las líneas de batalla romanas, para dificultar el paso de lascaballerías y romper los ataques enemigos. Un abrojo que atravesara un pie o uncasco que lo hubiera pisado bastaba para lisiar a un hombre o a un caballo yapartarlos del conflicto. Los almacenes del fuerte no disponían de estos artilugios,y Macro tuvo que dar órdenes para que se fundieran las existencias de puntas dejabalina y bridas de repuesto, así como unas cuantas barras de hierro que estabandestinadas al comercio con los nativos antes de que Querto adoptara unaestrategia más contundente y rompiera todo mercadeo con ellos. Unas pequeñascolumnas de humo salían de la forja, pero la brisa que acompañaba a la lluvia lasdisipaba rápidamente, antes incluso de que las nubes bajas se las tragaran.

—El problema es que no podemos fabricar los suficientes para que sirvan demucho —explicó Macro a su prefecto cuando este fue a comprobar susprogresos a media tarde. El calor era intenso en la forja, y el herrador y susayudantes iban desnudos de cintura para arriba. Sudaban a raudales con el horno,y se turnaban a los fuelles utilizados para mantenerlo a la temperatura adecuada.El hierro fundido se vertía en un molde preparado a toda prisa, que formaba unaspiezas en forma de V. Luego estas piezas se juntaban de tres en tres, y se unían agolpes cuando aún estaban al rojo vivo. El centurión se secó la frente y señalóuna cuba de madera casi llena de aquellas armas oscuras y puntiagudas—. Estoapenas cubrirá una décima parte de la longitud del foso delantero. Tenemosbastantes para esa zona, pero no para las otras zanjas. Y aunque nos quedamaterial para seguir produciendo más, no los terminaríamos hasta dentro decuatro, tal vez cinco días.

—Bueno, ya es algo —dijo Cato—. Para empezar, no los pondremos muyjuntos, y esperaremos que hieran a suficientes como para que entorpezcan alresto en el próximo asalto.

—Así pues, ¿crees que Carataco atacará, a pesar de tu amenaza?—Estoy seguro de que lo hará. Si y o estuviera en su lugar, lo haría sin

dudarlo.—¿Y cumplirás con tu amenaza? ¿Lo que dij iste que harías a los prisioneros?Cato inspiró profundamente y asintió.—Creo que no tengo alternativa. Al menos con el primer grupo. Luego puede

que Carataco tema causar la muerte de su hermano. Será un asunto feo, Macro.Un asunto muy feo. Pero habrá que hacerlo.

—No tienes que ser tú quien lo haga —comentó Macro con delicadeza—.

Limítate a dar la orden. Puede hacerlo otro. Si quieres lo haré yo. O pídeselo aQuerto. Estará encantado de matar a los prisioneros, dado que para empezar yano quería apresarlos.

—No. Tengo que ser yo —replicó Cato con resignación—. Carataco tiene quever que cumplo mis amenazas. También les hará bien a los soldados ver que soycapaz de ser tan cruel como ese tracio. No quiero que nadie dude de que, cuandodigo que mataré a alguien, lo haré. Es bueno para la disciplina.

Macro enarcó las cejas con expresión sorprendida.—Bueno, si estás seguro, muchacho…Cato sonrió a su amigo.—Solo me alegro de que Julia no esté aquí para verlo.—No te preocupes por ella. Sabe lo que significa ser soldado. Julia y a ha visto

más muerte de la que le tocaba en esta vida. Lo entendería.—Una cosa es matar en el calor de la batalla, y otra hacer algo así. Esto es

muy diferente.Macro se encogió de hombros.—Al final todo es lo mismo, da igual cómo lo disfraces.Cato le dirigió una mirada escrutadora.—¿Eso crees, en serio?—Lo sé. —Macro tomó un paño y se secó la cara—. Matar es matar, tanto si

lo llamas guerra como asesinato. Lo que pasa es que cuando algún cabrón de pezgordo ha hecho de la muerte una política, resulta más aceptable. ¡Intentacontarles eso a las víctimas! —Macro soltó una risa seca, y a continuaciónfrunció el ceño al ver que uno de los ayudantes del herrador se dejaba caer en untaburete e iba a coger una cantimplora—. ¡Tú, levanta ese culo! ¡Nada deholgazanear! Seguiremos con esto hasta que yo diga que se ha terminado.

El legionario se levantó con rigidez, agarró el martillo y las tenazas y cogiólas próximas dos piezas de hierro candente para fabricar otro abrojo.

—Será mejor que vuelva al trabajo, señor.—Muy bien. Asegúrate de descansar esta noche. Si Carataco lo intenta otra

vez antes del amanecer, quiero que estés fresco para el combate.—¿Y tú? ¿Dormirás?—Lo intentaré.Macro meneó la cabeza con una sonrisa triste y volvió a supervisar la

producción de aquellas armas pequeñas pero efectivas.Cato se sintió aliviado al abandonar el calor de la forja, y disfrutó del frío

cortante de la brisa del exterior. Las nubes aún estaban bajas en el cielo, yaunque no anochecería hasta dentro de una hora más o menos, la luz ya parecíaestar desvaneciéndose. Se dirigió hacia el barracón de los establos que se estabautilizando para retener a los prisioneros, y se preparó para la dura tarea que teníapor delante.

Cuando aún no había dado más que unos pocos pasos, vio a Querto que salíade entre el comedor de oficiales y uno de los barracones asignados a los tracios.El centurión lo vio enseguida y cruzó la calle hacia él a grandes zancadas.

—Señor, una cosa.Cato se detuvo y respondió secamente:—¿Qué pasa?—Necesito permiso para dar de beber a los caballos, señor. Como ya

mencioné antes. Los bajaré hasta el río de escuadrón en escuadrón, y apostaréun pelotón a ambos lados del río por si los siluros intentan algo.

Cato asintió. Era un plan bastante sensato.—Muy bien. Asegúrate de no correr riesgos. Al menor indicio de problemas,

vuelve a traer a tus hombres al fuerte de inmediato. Si Carataco intenta aislarnosdel río y nos quedamos sin agua, quizá tengamos que deshacernos de lasmonturas antes de lo que pensábamos.

Querto vaciló antes de responder:—A sus órdenes.El tracio dio media vuelta y regresó en dirección al comedor de oficiales.

Cato se lo quedó mirando un momento y luego murmuró:—Bueno, esto es lo que se llama un cambio de actitud…Tal vez aquel hombre estaba empezando a aceptar que ya no podía desafiar

su autoridad. Era una lástima que hubiera sido necesaria la desesperada situaciónactual para que Querto cediera, pensó Cato, pero al menos podría apartar de sumente ese problema… O no… Quizás iba todo demasiado rápido, le advirtió unavoz en su interior. Nunca hubiera imaginado que el tracio aceptaría su nuevacondición tan fácilmente. Cato se mordió el labio mientras veía alejarse alcenturión. « Maldito sea ese tipo» , pensó.

* * *

—Di a tu gente que se levanten —ordenó Cato a Maridio.Las condiciones en el establo eran todo lo tolerables que podían ser para unos

prisioneros en un fuerte bajo asedio. Los soldados eran necesarios en los muros,de modo que la tarea de vigilar a los siluros se había asignado solo a cuatrohombres. Los prisioneros tenían las manos a la espalda sujetas con grilletes, porlos que pasaba una cadena que los ataba a los sólidos postes que sujetaban lasvigas del establo. Era imposible que se soltaran y se volvieran contra losdefensores del fuerte. Sin embargo, en aquellas condiciones tampoco teníanposibilidad de utilizar la letrina, y la atmósfera del interior era apenas soportable.El hedor de la inmundicia humana llenaba aquel espacio tan reducido, que olíacomo un establo mal cuidado.

El príncipe de los catuvellaunos estaba sentado con la espalda recta, y

devolvió la mirada a Cato con aire desafiante. No hizo ningún intento deresponder a la orden. Cato se volvió hacia los legionarios que habían entrado alestablo con él.

—Levantadlos.Los legionarios avanzaron con resolución y obligaron a moverse a los

prisioneros, dándoles puntapiés con sus pesadas botas y pinchándolos con las astasde las jabalinas. El repentino arrebato de violencia provocó los gritos de protestay dolor de los nativos, pero hizo que se levantaran con mucha rapidez, y queformaran un grupo en el centro del establo que poco a poco fue guardandosilencio bajo la severa mirada de Cato, hasta que solo se oy ó el tintineo de lascadenas sujetas a los postes y los pasos arrastrados sobre la paja del suelo. Catolos miró y se fijó en la mugre endurecida de su ropa, piel y cabello. Había unoscuantos ancianos y mujeres entre ellos, y algunos niños asustados que seapretujaban contra sus padres. Su lamentable aspecto suscitó la compasión deCato de manera instintiva, pero se obligó a reprimir el sentimiento.

Necesitaba a diez. Diez que serían ejecutados al día siguiente si Caratacointentaba atacar el fuerte. Pero ¿a quién elegir? Cato tuvo una leve sensación denáusea en la boca del estómago. Aquel poder sobre la vida y la muerte lehorrorizaba. Sin embargo, fueron sus propias palabras las que habían hechonecesaria la elección. Debía afrontar las consecuencias del juramento que habíahecho ante el comandante enemigo. Pero ¿a quién debía escoger? ¿A losancianos? Ellos ya habían vivido toda una vida y tenían menos que perder. ¿A losjóvenes? Sería más fácil conducirlos al sacrificio, y sus muertes tendrían unimpacto mucho may or que la pérdida de los ancianos. Pero ¿por qué tendría queser may or el sentimiento de pérdida por una vida apenas vivida que por perder lariqueza de la experiencia? ¿Qué lógica tenía eso? Tal vez sería mejor escoger alos hombres en edad militar. Sus muertes deberían ser las que se sintieran másprofundamente en un conflicto, aunque solo fuera porque ellos eran los que máspodían contribuir a la capacidad de su nación para hacer la guerra, y sinembargo su ejecución sería la que menos pesaría en los corazones y en lasmentes de su gente.

Uno de los legionarios tosió, y Cato cayó en la cuenta de que llevaba un ratomirando ensimismado a los prisioneros. Se enojó consigo mismo por reflexionartan largamente sobre el destino de aquellas personas. La simple verdad era queno había una respuesta correcta a la cuestión de seleccionar a los que debíanmorir. Él era un soldado que tenía que llevar a cabo una tarea y, por lo demás, nohabía que profundizar mucho más en el tema. Cato dio un paso adelante y señalóal miembro de la tribu que tenía más cerca.

—Sacad a este y a otros nueve fuera del establo. Encadenadlos en la torre deentrada, a la vista del exterior.

—Sí, señor —dijo el optio a cargo del grupo de vigilancia.

—Y encerrad a Maridio en la caserna del sótano del cuartel general. Coloca auno de tus hombres en la puerta. Lo quiero bajo vigilancia continua. Esdemasiado valioso para dejar que le ocurra algo. Si intenta quitarse la vida, tuhombre será el responsable de las consecuencias. ¿Entendido, optio?

—Sí, señor.Cato echó un último vistazo a los prisioneros.—Adelante. —Dio media vuelta y se marchó. Eso era todo lo que hacía falta

para determinar el destino de diez personas, reflexionó, una decisión arbitraria yuna simple orden. Aquello debería haber supuesto para él una liberación de lacarga de la responsabilidad, pero no fue así. La decisión pesaba en su corazóncomo una roca enorme que le machacaba el alma hasta hacérsela polvo.

Ya oscurecía cuando Cato dejó a los prisioneros y realizó un último recorridopor el fuerte y el adarve con la intención de asegurarse de que sus hombresestaban prepararos para enfrentarse a lo que el enemigo pudiera intentar durantela segunda noche. Mientras recorría la muralla, miró hacia el río y vio quealgunos de los tracios estaban abajo, conduciendo una reata de caballos por elúltimo trecho del sendero que boyaba hasta la orilla. Había más hombres al ladode sus monturas, desplegados por las laderas y montando guardia por si seacercaba el enemigo. La inconfundible figura de Querto y a estaba en la ribera,abrevando a su caballo. Al mirar a la otra orilla, Cato vio que los nativos nopodían hacer nada para evitar que los tracios llevaran a cabo su cometido. Eso notardaría en cambiar, pensó. Seguro que Carataco apostaba honderos a lo largo dela ribera para hostigar a cualquier romano que intentara llevar a los caballos abeber al río.

Cuando terminó su recorrido por el adarve, Cato subió a la torre de entradauna vez más para comprobar la actividad del enemigo antes de regresar a sushabitaciones y comer algo rápido. Luego, cuando hubiera decidido la contraseñapara esa noche, descansaría unas cuantas horas. Había decidido confiar lasegunda guardia de la noche a Macro, en quien se podía confiar que daría laalarma a tiempo si Carataco intentaba lanzar otro ataque nocturno. La subida porla escalera le pareció agotadora, y solo entonces el prefecto cay ó en la cuenta deque llevaba casi dos días sin dormir. Ahora que pensaba en ello, nada le parecíamás agradable que la perspectiva de su sencillo camastro en los modestosaposentos del comandante de la guarnición.

La lluvia había cesado, y abajo en el valle la penumbra de la noche sehallaba salpicada del resplandor roj izo de las fogatas. Cato vio a un grupo dehombres que trabajaban duro cortando varios troncos al borde de la explanada dela plaza de armas. Aquello no lo inquietó excesivamente, hasta que su mirada seposó en otro grupo de guerreros que estaban atareados formando haces conárboles jóvenes y delgados y atándolos firmemente. Eran demasiado grandespara tratarse de haces de leña, y entonces se dio cuenta de que Carataco había

dado órdenes de hacer faj inas para tender un puente sobre la zanja. El enemigolas llevaría hasta allí en cuanto cay era la noche, las arrojarían al foso, y poco apoco construirían más pasos elevados para cruzar las defensas, pasos que lespermitirían llevar los arietes para batir otros tramos de la empalizada. Eraevidente que los siluros estaban decididos a llevar a cabo un nuevo ataque. Nadaiba a impedirles tomar Bruccio, reflexionó Cato. Hasta ahí había llegado su nuevopuesto de mando. Le había durado menos de un mes.

« Pero ¿en qué coño estoy pensando?» , se preguntó Cato de repente con unsusurro feroz. No tenía ningún derecho a ser derrotista cuando las vidas decentenares de hombres dependían de su liderazgo. Estaba siendo lamentable yvergonzosamente indulgente consigo mismo, y sintió asco y disgusto por suactitud. No era la primera vez que tenía la sensación de estar representando elpapel de prefecto, y lo que de verdad temía era que lo descubrieran sintiéndoseasí. Que otros hombres, los verdaderos soldados profesionales, vieran a través desu fachada. Y lo peor de todo era la perspectiva de que Macro lo reconociera alfin por lo que era. Perder el respeto de Macro le hundiría en la miseria. Catopensó que su amistad había sido extraña desde el comienzo. Al principio, Macrohabía desesperado al ver sus inútiles esfuerzos por aprender el oficio de soldado,pero con el tiempo Cato había demostrado suficiente coraje e ingenio paraganarse al veterano. Fue el sello de aprobación de Macro lo que le había dadoánimos para seguir luchando, para ascender desde la tropa…, para sobrepasarincluso a su mentor. Macro había sido más padre para él que el suy o propio.Había sido más que un hermano. Se dio cuenta de que aquel era el vínculopeculiar de los soldados. Un vínculo más poderoso que los lazos familiares, quizáno tanto como el amor, aunque era algo más esencial incluso, y más exigente.

Cato dejó escapar un suspiro exasperado. ¡Lo estaba haciendo otra vez! Lacostumbre de examinarse a sí mismo continuamente… Una costumbre que noservía para nada. Concluyó que divagaba de esa forma porque estaba agotado.Lo que necesitaba era descansar. Sí, le hacía más falta de lo que pensaba.

Cato dio la espalda al campamento enemigo, abandonó la torre y regresópenosamente a sus dependencias, donde Décimo le llevó un poco del pan quequedaba, duro y correoso, y un trozo de queso de cabra del que habíanarrebatado a los nativos en su última incursión. Era una comida pobre, y aunqueCato no tenía mucho apetito se obligó a comer, consciente de que necesitabasustento para enfrentarse a los desafíos del próximo asalto. La reunión de aquellanoche con sus oficiales solo se celebró por ceremonia, pues todos ellos conocíanbien cuáles eran sus obligaciones y no tenían mucho de qué informar. Cato losdespachó rápidamente y se retiró a sus habitaciones. Se permitió quitarse elcinturón de la espada y la coraza, pero se dejó las botas puestas por si un nuevoataque le obligaba a salir a toda prisa, y se sentó pesadamente en la cama.Alargó la mano para apagar la mecha de la pequeña lámpara de aceite que

proporcionaba una luz tenue a la habitación, se tendió y apoyó la cabeza en laalmohada cilíndrica rellena de paja. Luego se quedó mirando el tejado demadera, apenas visible en la penumbra. Una vez más, repasó mentalmente lasdefensas del fuerte, pero antes de llegar muy lejos cay ó en un sueño profundo ysin sueños y, por una vez, empezó a roncar tan fuerte como su amigo Macro.

* * *

El toque del cuerno tardó un instante en penetrar en la mente de Cato que, trasunos momentos de brumosa incomprensión, se movió. Se incorporó de golpe conuna punzada de pánico y deslizó las piernas por encima del camastro, agarró elcinturón de la espada y corrió hacia la puerta. Mientras cruzaba el pequeño patio,vio que los funcionarios del cuartel salían de sus alojamientos, y pudo distinguir laexpresión de desconcierto de sus rostros somnolientos gracias a la luz del braserodel centinela. Ya había indicios del amanecer en el cielo lejano, y Cato tuvo unarrebato de enojo. ¿Por qué demonios Décimo no le había despertado hacía unahora, como le había ordenado? Cato lo buscó entre los hombres que corrían conla intención de ordenarle que fuera a buscar su casco y armadura, pero no habíani rastro de su asistente y tampoco tenía tiempo de entretenerse en buscarlo. Losprimeros soldados y a salían en tropel de los barracones con el equipo en lasmanos, y corrían a ocupar sus puestos en la empalizada. No se oían ruidos decombate ni gritos de guerra procedentes del exterior del fuerte, solo los pasosapresurados de las botas y las órdenes que gritaban los oficiales de las doscohortes de la guarnición.

El prefecto se detuvo sin saber adonde dirigirse. Su instinto le decía quecorriera al muro desde el que se veía el campamento enemigo, pero el cuernosonaba en el muro de la zona posterior del fuerte. Por lo visto Carataco intentabauna aproximación diferente, y Cato corrió por la calle que llevaba al portóntrasero. Una característica común de los campamentos romanos era que seconstruían con cuatro portones, uno en cada lado del gran cuadrado que dibujabael fuerte, independientemente de su funcionalidad. Bruccio no era una excepción,aunque tres de las puertas se abrían a unas pendientes escarpadas. Oyó gritosmás adelante, y luego el traqueteo y roce metálico de las armas.

—¡Al portón trasero! —gritó Cato mientras corría—. ¡A la parte de atrás!Se fue repitiendo el grito, y las botas retumbaron en la oscuridad por detrás de

él y a cada lado, a medida que los soldados corrían entre los barracones endirección a la puerta trasera. Cato vio la torre de entrada, que se alzaba al final dela calle, iluminada por el brillo del brasero que ardía en lo alto. Debajo de ella searremolinaban unas formas oscuras, y Cato sintió un terror gélido al darse cuentade que el enemigo debía de haber entrado. ¡¿Cómo era posible?! Aquella era laguardia de Macro. Él no habría permitido que ocurriera tal cosa.

Entonces oyó a su amigo que gritaba por encima del ruido del combate:—¡Contened a estos cabrones!El prefecto desenfundó la espada de un tirón y se echó la vaina a un lado

mientras corría a toda velocidad hacia la lucha. A un lado, vio fugazmente a dos otres hombres que salieron de pronto de entre el último par de barraconessosteniendo unos caballos, y a una veintena más, tracios todos ellos, en torno a lapuerta interior, enzarzados en combate con unos cuantos hombres que defendíanel pasadizo. Entonces vio que los del grupo más pequeño llevaban escudos delegionario y cascos romanos. Uno de esos cascos incluso tenía la cresta decenturión. De modo que era eso… Carataco había utilizado equipo capturadopara abrirse paso al interior del fuerte mediante un engaño…

Macro gritó otra vez.—¡No los dejéis salir, muchachos!¿Salir? Cato se detuvo en seco. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué estaba pasando?

Cada vez acudían más hombres a la torre de entrada, algunos de ellos conantorchas que habían agarrado a toda prisa de las hogueras de la guardia queardían durante toda la noche. Con su luz, la escena se volvió algo más clara.Querto y un grupo de sus hombres intentaban abrirse paso a la fuerza entre lasección de legionarios que guarnecían la torre y el oficial de guardia, Macro. Lossoldados que iban llegando a la escena vacilaban sin saber qué hacer, ¿quépartido debían tomar en aquella lucha desigual? El centurión tracio levantó lavista con expresión salvaje y amedrentadora.

—¡Matadlos! —gritó a sus seguidores—. ¡Ahora, o somos hombres muertos!—Cato avanzó con paso resuelto y la espada preparada.

—¡Querto! —bramó—. Deponed las armas, tú y tus hombres. ¡Hacedlo ya!Los tracios que estaban en la puerta retrocedieron, indecisos; se apartaron de

los legionarios y se volvieron hacia el prefecto que se acercaba. En torno a ellos,formando un círculo cada vez más numeroso, estaban los legionarios y auxiliaresa los que la alarma había despertado. Cato entendió por fin lo que ocurría, y sedetuvo a una distancia prudencial de Querto.

—Estáis intentando desertar… ¡Centurión Petilio!—¿Señor? —respondió el oficial de entre la multitud allí congregada.—¡Lleva a tus hombres al portón de inmediato!—¡Sí, señor! ¡Legionarios! ¡Conmigo!Los soldados avanzaron apresuradamente y ocuparon posiciones entre los

tracios y el portón. La luz de las antorchas y a permitía ver a los mozos de cuadracon claridad, y Cato se sobresaltó al ver a su asistente entre ellos.

—¿Décimo? ¡En nombre de los dioses! ¿Qué estás haciendo?El criado se encogió bajo la mirada de su superior, y acto seguido soltó las

riendas de los caballos que estaba cuidando y avanzó poco a poco, pasando lamirada de Cato a Querto. A continuación, corrió tanto como le permitió su cojera

a unirse a las filas de los hombres situados a ambos lados del oficial tracio. Losdemás mozos siguieron su ejemplo y corrieron a reunirse con su líder. Entre ellosdistinguió a Maridio, con los brazos atados a la espalda. Cato los observó a todoscon furia, sin querer dar crédito todavía a la prueba de la traición que tenía antesus ojos. Se volvió hacia el portón.

—¡Macro!No hubo respuesta. Cato fue andando hacia Petilio y sus hombres.—¡Macro! ¡Di algo, hombre!—¡Está aquí, señor! —respondió un legionario mientras Cato se abría paso a

empujones hacia el pie de la torre. A través de la penumbra, vio a un legionariodespatarrado en el suelo, inmóvil. Había otro sentado con la espalda apoyada enla puerta y sujetándose un brazo herido, apretando la herida con una mano paracontener la sangre. Uno de los hombres se arrodillaba junto a una figura tendidade costado. A Cato le dio un vuelco el corazón mientras se agachaba. Macroparpadeaba y gemía débilmente, pero no había indicios de sangre en su cuerpo.

—Recibió un golpe en la cabeza, señor —dijo uno de los centinelas—. Vicómo pasaba justo antes de que usted llegara.

Cato sintió alivio. Se puso de pie de inmediato, llevado por la furia, se volvióhacia Querto y apuntó al tracio con la espada.

—¡Arrestad a ese hombre! ¡Arrestadlos a todos!—¿Señor? —El centurión Petilio parecía confuso.—¡Cobardes! —espetó Cato—. ¡Cobardes y desertores! Haz lo que te ordeno.

¡Arrestadlos!Petilio dio un paso hacia ellos.—¡Soltad las armas!Querto se rio con aspereza.—Me parece que no. Si os enfrentáis a mí, os enfrentáis a todos mis hombres.

¿No es verdad, muchachos? ¡Ya nos hemos hartado de este cachorro romano! Notiene derecho a estar al mando. ¡Este fuerte es mío! ¡Este fuerte pertenece a lostracios! —Alzó la espada al aire, y los hombres que lo rodeaban vitorearon contimidez, y luego lo repitieron con más entusiasmo.

Cato se fijó en que algunos de los que estaban en el círculo de soldados entorno a la torre de entrada se unían al clamor y empezaban a cruzar el terrenoabierto para situarse junto al que consideraban su comandante. Un escalofrío demiedo le recorrió la espalda ante el creciente peligro de la situación. Avanzó y sedirigió al círculo de hombres.

—¡Escuchadme! ¡Escuchadme todos!Los gritos se apagaron, y Cato extendió el brazo y señaló a Querto con el

dedo.—¡Este hombre, este cobarde, estaba a punto de dejar el fuerte y

abandonarnos a nuestra suerte!

—¡Mentira! —replicó Querto con brusquedad—. ¡Iba a enviar a mis hombresa pedir ayuda a Gobannio, y a que este romano se negó a dar esa orden! ¡Haráque muramos aquí! Yo, en cambio, os salvaré.

Cato señaló a Maridio.—¿Y entonces, qué está haciendo aquí el príncipe catuvellauno? Ibais a

utilizarlo como rehén para cruzar las líneas enemigas. ¿No es verdad?Querto entrecerró los ojos con expresión astuta.—Por supuesto. ¿Qué oportunidad iban a tener mis hombres sin él? Mejor que

sirva para algo útil, antes que dejar que se pudra encadenado.—Y supongo que tú ibas a quedarte aquí, ¿no? —preguntó Cato con cinismo.—Por supuesto. Mi sitio está aquí, al lado de mis compañeros. Dirigiéndolos

en la batalla.Cato frunció el labio.—¡Eres un mentiroso! Y un cobarde. La prueba de tu traición está aquí, junto

al portón: los hombres a los que atacaste para escapar del fuerte. Los hubierasmatado a todos y hubieras salido cabalgando y dejando la puerta abierta alenemigo. Sin duda con la esperanza de que nos aniquilaran, de modo que túpudieras regresar a Glevum y afirmar que habías escapado con un valiosoprisionero que entregarle al legado. Ahora lo entiendo todo.

—¡Tú no entiendes nada! —le gritó Querto. Extendió los brazos como siquisiera abrazar a sus hombres—. ¡Hermanos míos, ahora es el momento derecuperar nuestro fuerte de manos de este idiota arrogante! ¡Es él quien deberíaser arrestado! Él es el cobarde, el prefecto sin agallas para matar a su enemigohasta que no quedara de él ni sus perros de caza. No es digno de vuestra lealtad.Yo en cambio os he demostrado mi valía una y otra vez. ¡Seguidme, hermanos!¡Seguidme! ¡Y encadenad a este perro con la escoria silura!

Querto alzó la espada al aire, al tiempo que profería un grave rugido quecorearon sus más ardientes seguidores en la multitud allí reunida. A Cato lepalpitaba el corazón en el pecho. Sabía que su autoridad se le escapaba de entrelas manos con cada momento que pasaba. Debía actuar cuanto antes, mientrasaún hubiera una oportunidad de influir en los auxiliares tracios. Podía contar conla lealtad de los legionarios, pero se hallaban en inferioridad numérica. Si la cosaacababa en una refriega entre romanos, perderían. Solo podía hacer una cosapara salvar la situación. Debía aprovechar la oportunidad que Querto le habíabrindado sin darse cuenta.

Cato se irguió, avanzó y se situó en el espacio abierto entre los legionarios yQuerto y su grupo, donde todos pudieran verlo claramente. Levantó los brazos y,poco a poco, el ruido empezó a apagarse.

—El centurión Querto me acusa de ser un cobarde. Todos lo habéis oído. ¡Unromano no tolera semejante insulto por parte de nadie! Todos vosotros soissoldados valientes. Solo un oficial valiente merece vuestra lealtad. De modo que

vamos a ponerlo a prueba. ¡Veamos quién es el indicado para asumir el mandode los Cuervos Sangrientos! —Señaló directamente a Querto con la espada—. Lodesafío a que luche conmigo por el derecho al mando. ¡Si se niega, estarádemostrando ser el cobarde que digo que es!

Se hizo un silencio asombrado, y Querto avanzó para plantar cara a Cato conuna sonrisa fría.

—¿Lucharías conmigo?, —bajó la voz para que solo Cato pudiera oír suspróximas palabras—. Eres un maldito idiota, prefecto Cato… y ahora moriráspor ello.

Querto se quitó de encima su capa de piel, se desabrochó las correas lateralesdel peto y lo dejó caer al suelo para quedarse solo con la túnica corta, igual queCato.

Salvo que le sacaba casi una cabeza y era de constitución más robusta. Seapoy ó la hoja de la espada en el hombro.

—¿Quieres zanjar esto con la espada o con el gladio?Cato lo pensó con rapidez. La espada de caballería tenía un mayor alcance y

peso, pero a él lo habían instruido con el arma de legionario y había esgrimidouna en todas las campañas en las que había combatido.

—Antes de ser prefecto, fui legionario. Y lucharé como debe hacerlo unlegionario.

Querto le dirigió una sonrisa lobuna.—Como quieras. Empecemos. ¡Dejad espacio ahí! —gritó, y los tracios

retrocedieron para crear un espacio abierto de unos veinte pasos de anchura,iluminado por el vacilante resplandor de las antorchas que sostenían varios deellos.

El cielo se estaba tiñendo de un color pálido en lo alto, y Cato vio que lasnubes eran más tenues que en los días anteriores, y que incluso había un punto enel que parecía como si fuera a abrirse un claro que dejara ver el cielo. Ahoraque estaba en aquella situación a vida o muerte, se sintió invadido por una extrañacalma. Centró la atención en el tracio, se agachó un poco, y sostuvo la espada enposición.

—Solo puede haber un comandante en Bruccio —dijo con calma—. No sepuede dar ni pedir cuartel. Esto es una lucha a muerte, tracio.

—A muerte, romano —asintió Querto.Cato tragó saliva, inspiró profundamente y gritó:—¡Pues empecemos!

Capítulo XXX

El prefecto aún no había acabado de pronunciar la última palabra cuando Quertocargó contra él con la boca abierta mientras profería un rugido salvaje yensordecedor. Si se suponía que eso tenía que aterrorizar a Cato, la táctica falló.Él ni se inmutó, y sostuvo el gladio con la mano y el brazo firmes. El tracioesgrimió su hoja más larga describiendo un arco en diagonal hacia el cuello deCato, que lanzó el arma hacia un lado para desviar el golpe. El metal chocócontra el metal con estridencia, e hizo saltar una chispa brillante que se apagó deinmediato cuando la punta de la espada de Querto se hundió en el suelo sin causardaños. Cato trazó entonces un rápido revés con su arma dirigido al pecho de suoponente, en un esfuerzo por ser el primero en herir al otro, y se viorecompensado con el sonido de un rasgón cuando la punta desgarró la túnica delcenturión justo por debajo del dobladillo del cuello. Querto retrocedióapresuradamente, y levantó la espada para parar cualquier otro golpe.

El prefecto supo que, si quería aprovechar al máximo su arma, debíamantenerse cerca de su oponente, de modo que siguió atacando, tirandoestocadas y pequeños tajos violentos que obligaron al otro a pararlos y desviarloscon desesperación, mientras la arremetida lo empujaba hacia el círculo deespectadores. Estos se apresuraron a apartarse y se separaron, dejando aldescubierto la franja cubierta de hierba del terraplén que se elevaba a un lado dela torre de entrada. En aquel momento, haciendo acopio de su poderosa fuerza,Querto apartó la espada de Cato de un golpe, y acto seguido dirigió su hoja haciala cabeza del prefecto violentamente. Ahora le tocó a Cato retroceder, y lo hizocon facilidad, apoyado en las puntas de los pies para así poder utilizar losmúsculos de las piernas e impulsarse en la dirección en que necesitara hacerlo.Se abrió un hueco entre los dos luchadores, y el prefecto fue retrocediendo aúnmás hasta tener espacio y considerar su próximo movimiento. Ambos respirabanagitadamente, y Cato sentía palpitar la sangre en su cabeza como si hubieraestado corriendo una buena distancia. Se notaba las extremidades ligeras eimpacientes, como si tuvieran vida propia, y se sintió embargado por un arrebatode júbilo mientras seguía sin apartar la mirada del tracio.

Querto apretó los dientes, y las comisuras de sus labios se alzaron ligeramentecon una irónica expresión divertida.

—Eres todo un guerrero, ¿verdad, prefecto? Tienes más agallas de lo quepensaba —gruñó el tracio—. Pero eso no va a salvarte.

Cato avanzó un paso de un salto e hizo un amago, en parte para poner aprueba los reflejos de su oponente, y en parte para hacerlo callar. Querto seretiró ágilmente y sostuvo la espada apuntando al rostro de Cato, aprovechandosu más largo alcance para detenerlo en seco.

—¡No tan deprisa!

Cato volvió a situarse a una distancia prudencial, y tanteó a su enemigo. Eltracio era rápido además de fuerte, una combinación peligrosa, desde luego. Noobstante, adolecía de una arrogancia fanfarrona que aún podría jugar a favor deCato…, al menos si vivía lo suficiente para explotarla. Al mismo tiempo eraconsciente de la emoción inquieta en los rostros de los hombres que observabanel duelo. Al principio había reinado el silencio, pero ahora una voz gritó:

—¡Mata a ese niñato romano!Unos cuantos tracios más mostraron el apoyo a su líder a gritos, y sacudieron

los puños hacia Cato. Los legionarios, menos numerosos, reaccionaron enseguidacon exclamaciones de apoyo a su prefecto. Se fueron sumando más voces, hastaque ya no se oyeron más que gritos. A Cato le recordó al ambiente de unespectáculo de gladiadores, y dio gracias por no haber tenido que soportar nuncael miedo y la vergüenza de los que se veían obligados a luchar para el simpleentretenimiento de la plebe.

Querto fue recorriendo el contorno del círculo de espectadores observando asu oponente con cautela, hasta que se situó de espaldas a sus seguidores y Cato sevio obligado a ver sus expresiones hostiles. Los legionarios se esforzaban para quesus gritos de aliento se oyeran por encima del alboroto que armaban los tracios,pero hubo una voz que destacó por encima de todas:

—¡Ataque, señor! ¡Mate a ese perro tracio de una maldita vez!—¡Cállate, idiota! —intervino otra voz por detrás de Cato—. ¿Quieres que ese

perro tracio venga después a por ti?Cato sonrió con amargura. Así pues, incluso los legionarios, por mucho que

aborrecieran a Querto, eran prudentes en cuanto a las posibilidades de sucomandante de ganar aquel combate. Bueno, pues les demostraría que seequivocaban, decidió Cato. Demostraría que tenía derecho a comandar laguarnición tanto por la fuerza de las armas como por la autoridad del emperador.

Querto estaba calmado y relajado, como si despreciara a su rival, y entoncesle dio la espalda a Cato y se volvió hacia sus hombres con los brazos en alto paraagradecer sus aclamaciones. Ellos respondieron aumentando el volumen de susvítores, y Querto alzó los puños al aire repetidamente.

El prefecto apretó los dientes y se movió hacia la espalda de aquel hombremientras visualizaba por un momento la punta de su espada clavándose,atravesándole la espina dorsal y penetrando ladeada en su negro corazón. Losauxiliares gritaron una advertencia a su centurión, y Querto giró rápidamentesobre sus talones y se agachó. Soltó una risa forzada en beneficio de sus hombresy exclamó en voz alta:

—¿Ibas a atacarme cuando te estaba dando la espalda, verdad? ¡Y tú mellamas cobarde!

Mientras sus hombres respondían excitadamente a su insulto, Querto avanzócon confianza y esgrimió su espada con un ancho movimiento elíptico. Cato, sin

embargo, no se detuvo, no vaciló, sino que fue directo a buscar el contacto,desvió la espada contraria con un golpe violento y arremetió contra el pecho delotro. Querto paró la embestida con firmeza y avanzó, al tiempo que hundía laguarnición de la espada en el pecho de Cato y lo empujaba hacia atrás. Elprefecto se movió con el golpe para aminorar el impacto, pero aun así se quedósin aliento y el dolor le quemó las costillas. Al mismo tiempo, se vio obligado alevantar la espada rápidamente para parar un apresurado tajo dirigido a sucabeza cuando Querto intentó aprovecharse del fuerte golpe que le habíapropinado. La hoja se desvió con estrépito, pero Cato sintió de inmediato un doloragudo en el muslo, justo por encima de la rodilla, cuando la punta de la espadadel tracio le abrió una herida superficial en la carne.

Los dos contrincantes se separaron, y Querto soltó un grito de triunfo al ver lamancha roja en la rodilla del prefecto. Sus seguidores lo vitorearon, en tanto quelos legionarios enmudecieron y miraron a su comandante con preocupación,intentando determinar la gravedad de su herida. Cato se arriesgó a bajar lamirada rápidamente, y vio que la sangre le bajaba por la espinilla y resbalabapor encima de sus botas de cuero. Bajó y subió el cuerpo con cuidado, pero nonotó que aumentara el dolor ni tampoco sintió ese pinchazo revelador queindicaría un daño serio en los músculos. Aun así, estaba sangrando, y eso lodebilitaría si la lucha duraba demasiado. Apretó los dientes, avanzó de nuevo yfingió un leve traspié a la vez que soltaba un gemido de dolor.

Querto se rio secamente.—Estoy decepcionado, prefecto Cato. Me había esperado algo más de esta

contienda. Pero mírate. Delgado, débil y sangrando como un cerdo espetado.Podría dejar que te desangraras, pero quiero una buena muerte. Algo quedemuestre a los soldados que soy apto para ser su comandante.

Cato se apoyó en su pierna herida, alzó la mirada por debajo de su flequillooscuro y respiró profundamente. Se pasó la lengua por los labios, y dijo con vozronca:

—Tú no eres apto para estar en el ejército romano, no digamos para estar almando de uno de sus fuertes.

—Eso ya lo veremos.Querto se agachó levemente y se acercó con cautela. Cato lo dejó venir y

levantó su gladio, la punta osciló, y él irguió la espalda y se preparó para lucharpor su vida una vez más. Cuando Querto alzó la espada para asestar un golpe ylevantó el pie derecho para balancearse hacia adelante, Cato se precipitó hacia élrugiendo a voz en cuello. El tracio tuvo el tiempo justo de abrirdesmesuradamente los ojos por la sorpresa, antes de que la punta de la espada deCato se alzara con un destello, avanzara y penetrara en el hombro izquierdo delotro. Todos los presentes alzaron una exclamación de absoluto asombroso. Lahoja desgarró tela, piel y músculo hasta que golpeó contra el hueso. Querto soltó

un gruñido explosivo bajo el ímpetu del golpe y se tambaleó. El prefecto siguióempujando, arrojando su peso detrás de la espada y retorciendo la empuñaduramientras la hundía.

Pero Querto se había ganado su temible reputación en el campo de batallapor sus magníficas aptitudes, y se recuperó rápidamente, se arrancó la hoja deun tirón y giró para apartarse de Cato, con lo que el impulso del prefecto lo llevóunos cuantos pasos más allá del tracio, hasta que pudo detenerse y dar mediavuelta para hacerle frente de nuevo. Cato se precipitó hacia él de inmediato, ytuvo lugar un desesperado intercambio de golpes. Los soldados empezaron avitorear de nuevo, cada bando animando a su oficial, y ahora los legionariosgritaban casi tan fuerte como los auxiliares. Con un último y sonoro entrechoquede espadas, ambos retrocedieron ante el otro y se agacharon con el pechoagitado mientras intercambiaban miradas hostiles.

—Eres un cabrón astuto… —gruñó Querto—. Eso… tengo que reconocerlo.Cato guardó silencio y empezó a caminar lentamente describiendo un círculo.

La herida del hombro de su adversario era profunda, pero resultaba difícildistinguir la sangre que se filtraba por los pliegues de la túnica negra de Querto,salvo por el brillo de la tela allí donde se había empapado. Cato asintió consatisfacción. Aunque no era una herida mortal, sangraba mucho, y empeoraría siel tracio se esforzaba en moverse para luchar.

—¿Qué coño es esto? —preguntó una voz aturdida.Por el rabillo del ojo, Cato se dio cuenta de que Macro se ponía en pie con

inseguridad y con una mano en la cabeza. Se quedó mirando a los dos oficiales, yenseguida se hizo una idea de la situación.

—¡Destrípalo, muchacho! —bramó—. ¡Mata a ese cabrón!Querto profirió un gruñido enojado y arremetió de nuevo esgrimiendo su

hoja más larga a diestro y siniestro con golpes salvajes, obligando a Cato aretroceder. Apenas podía parar aquellos golpes enajenados, notando que la fuerzade los impactos sacudía su brazo con un doloroso hormigueo y amenazaba conhacerle aflojar la mano del mango.

Y entonces ocurrió.La espada de caballería del tracio se estrelló con todo su peso contra la

empuñadura del gladio de Cato, sus dedos se contrajeron, y el prefecto notó queel arma se le escapaba de la mano. Querto soltó entonces un rugido de triunfo yentró a matar. Cato saltó hacia un lado, y oyó el zumbido de la hoja cuando laespada pasó rápidamente junto a él y golpeó el suelo con un sordo ruidometálico. Caminó rápidamente hacia un lado, y su oponente echó la espada haciaatrás y volvió a acercarse con la punta a la altura de la cintura, dispuesto aasestar un último golpe mortal.

—No puedes escapar de mí —dijo Querto con desdén—. ¡Párate y acepta tumuerte como un hombre, no como un romano cobarde!

Cato tenía los brazos separados del cuerpo y las piernas bien afirmadas en elsuelo, listo para saltar en cualquier dirección en cuanto percibiera que suenemigo estaba a punto de atacar. Al mismo tiempo, sabía que Querto lo estabahaciendo retroceder hacia la torre. En torno a él no se oían más que los gritos delos seguidores tracios, que pedían su cabeza a voz en cuello. La calma que habíainundado su mente se había quebrantado. Ahora sus sentidos rivalizaban con suacelerada mente en una desesperada confusión de atisbos de los rostros que teníadelante, de la pureza del pedazo de cielo azul entre las nubes, de la visión de Juliamientras él le sonreía la mañana siguiente a su boda, de Macro riéndose acarcajadas al conseguir una tirada ganadora a los dados y del dulce olor del airetras un chaparrón de verano… Un hombre repasando a toda prisa la miríada detesoros de su vida, para deleitarse con ellos por última vez antes de que loreclamara la muerte.

Algo centelleó brevemente y cay ó en la arena a los pies de Cato. Él bajó lamirada, y vio que tenía una espada de caballería junto a las botas y, por instinto,recogió el arma con rapidez y notó la diferencia de peso y equilibrio encomparación con la espada corta de las legiones. Los músculos de su brazo setensaron con la carga, y vio que la expresión de Querto se endurecía al darsecuenta de que la victoria, que tan certera le había parecido hacía apenas unosinstantes, empezaba a escapársele de las manos.

—Ya basta de hacer el tonto —gruñó el tracio al tiempo que levantaba suarma—. Ahora vas a morir, escoria romana.

Retrajo los labios, y dejó ver sus dientes mientras se precipitaba directo aCato con el brazo armado extendido y la punta de la espada volando hacia elcuello del prefecto. Cato retrocedió un paso y se golpeó el talón contra losmaderos de la puerta. El dolor le subió por la pantorrilla. No podía retrocedermás ni había posibilidad de escabullirse echándose a un lado. Sabía que ya nopodía hacer nada aparte de resistir. Levantó la espada, como para intentar pararla hoja que hendía el aire hacia él llevando consigo todo el peso del tracio. Catotragó saliva con fuerza, notó que el miedo contraía los músculos de su cuello y…entonces, en el último instante, se tiró al suelo directamente a los pies de suoponente y alzó la hoja hacia su vientre. La espada del tracio centelleó porencima de su cabeza, y el golpe astilló la madera de la puerta. Cato recibió lapatada de una pesada bota a un lado de la cabeza, y con el impacto notóperfectamente cómo cruj ía su cuello. Entonces chocó contra el suelo, rodó sobresí mismo y giró el mango de la espada, que tembló cuando la punta se hundióprofundamente en la carne de Querto. Cato sostuvo el arma con firmeza paracontrarrestar la fuerza del empuje de su oponente, que le tiró de la mano y obligóa su muñeca a retorcer la hoja. Unas botas rasparon contra el suelo, y acontinuación reinó la calma.

A Cato le zumbaba la cabeza, pero fue consciente de que los gritos cesaban de

pronto. El golpe en la cabeza lo había aturdido, y tardó un momento en ver losrasgos de Querto, a no más de un paso de él. Tenía la mirada fija, con unos ojosde loco y la mandíbula colgando, dando boqueadas. Cato tuvo náuseas, la cabezaempezó a darle vueltas, y tuvo que cerrar los ojos con fuerza un momento.

—Está acabado… —murmuró una voz pastosa, y Cato intentó asentir,pensando en aceptar su destino. Notó unas manos por debajo de los brazos que lolevantaron para ay udarlo a ponerse de pie. Empezó a despejársele la cabeza ylas náuseas desaparecieron, de modo que se arriesgó a abrir los ojos. Un rostroconocido lo miraba con preocupación.

—¿Cato…, señor?Cato parpadeó y se obligó a responder como pudo.—Macro… ¿Estás bien?—¿Si yo estoy bien? —Macro soltó una sonora carcajada y se dio unos

golpecitos en la cabeza—. ¡Todavía no se ha fabricado el arma que atraviese estecráneo!

Cato asintió.—No me sorprendería que fuera cierto. ¿Que… Querto?—Lo que dije. Acabado. —Macro hizo un gesto hacia el suelo, y Cato bajó la

mirada y vio al tracio tendido de lado, con la espada de caballería enterrada casihasta la empuñadura en la ingle e inclinada hacia sus órganos vitales. Sebalanceaba de un lado a otro sobre un charco de sangre que se iba extendiendo, yrespiraba con dificultad emitiendo un leve lamento.

A Cato se le aclararon las ideas enseguida.—Bien.Entonces dirigió la mirada a los rostros de los hombres que rodeaban la parte

trasera del portón del fuerte. Algunos de los tracios parecían anonadados. Otrosestaban claramente enojados, y sus semblantes se ensombrecieron cuando loslegionarios empezaron a vitorear el nombre de Cato.

—Será mejor que le vean esa pierna, señor —dijo Macro, que se quitó elpañuelo del cuello, se agachó y le vendó la herida con cuidado.

Cato se esforzaba por mantener la cabeza centrada. Lo había hecho. Habíavencido al tracio. Delante de toda la guarnición. Había corrido un riesgo terrible,se había jugado la vida para poner fin a la lucha por la supremacía sobre laguarnición. Miró a los auxiliares con fría autoridad. Una figura dio un pasoadelante, y Cato volvió la vista hacia el hombre con un parpadeo y reconoció alcenturión Estelano.

—Disculpe, señor.—¿Qué quieres?Estelano señaló al moribundo con un gesto.—Mi espada, señor. Si me lo permite, voy a recuperarla.—¿Tu espada? —Cato arqueó una ceja—. Sí… Sí, por supuesto.

Estelano asintió y se acercó a Querto. Se quedó un momento de pie junto a él,vacilando; finalmente, empujó al tracio para dejarlo boca arriba y agarró elmango de la espada. Estelano apoy ó una bota en la ingle del hombre y liberó suarma. Un chorro de sangre oscura, casi negra, salió detrás de la hoja con unsonido de succión. El cuerpo de Querto se tensó, mientras él dejaba escapar unúltimo y ronco grito ahogado. Luego su cuerpo pareció aflojar toda su tensión,desvaneciéndose en la nada, hasta que la luz de su mirada se apagó y el traciomurió exhalando un leve suspiro. Estelano limpió la sangre de la hoja y envainósu arma, tras lo cual se puso firmes delante de Cato.

—A sus órdenes, señor.Cato asintió y le preguntó en voz baja:—¿Por qué?—¿Señor?—¿Por qué me arrojaste tu espada?Estelano frunció el ceño.—Lo llamó romano cobarde, señor. Eso no es cierto. No es cierto de ningún

oficial romano. En cualquier caso, tenía derecho a morir con una espada en lamano.

—Te lo agradezco.Estelano se lo quedó mirando un momento en silencio, y luego le dijo de

manera inexpresiva:—Hubiera hecho lo mismo por él, señor.—¿Por él? —intervino Macro en tono de desprecio—. ¿Por ese hijo de puta

tracio?Estelano dijo que sí con la cabeza.—Piense lo que piense de él, tenía el corazón de un guerrero y se merecía la

muerte de un guerrero.Los interrumpió el sonido del cuerno en el portón principal. Sonaba la alarma.

Todos se volvieron hacia el sonido, una serie de notas estridentes que se oían portodo el fuerte. Cato fue el primero en reaccionar.

—¡A vuestras posiciones! ¡Os quiero a todos en la muralla ahora!Macro agitó el pulgar en dirección al grupo de hombres que habían apoyado

a Querto.—¿Qué hacemos con ellos? Son unos malditos desertores.Cato los miró.—Ya nos ocuparemos de eso más tarde. De momento, necesito a todo el

mundo. Ordena que vuelvan a sus unidades.—¿Incluso a Décimo?El prefecto se volvió a mirar a su asistente. El hombre temblaba bajo la

mirada fulminante de los dos oficiales. Cato sintió una punzada de compasión poraquel hombre, esclavo del miedo hasta ese punto. Compasión…, y cierto grado

de empatía. Pero el miedo de que los otros descubrieran ese sentimiento detemor en él era mayor que el miedo al peligro, y eso hacía que Cato se obligaraa llevar a cabo las acciones que Macro atribuía a la valentía. Así pues, fue conuna mezcla de compasión y culpa que Cato meneó la cabeza en señal denegación.

—Mándalo de vuelta a mis dependencias.

* * *

Al llegar a la torre sobre el portón principal, el sol naciente bruñía el borde de lasmontañas del este y Cato pudo ver el valle en toda su extensión. El cielo se estabadespejando, y el nuevo día prometía ser seco y cálido, con solo una levísimabrisa. Unas condiciones perfectas para encender la almenara, pues el humo seríaclaramente visible a diez o doce millas de distancia. Abajo, el campamentoenemigo era un hervidero de actividad, en el que los hombres formabanapresuradamente en grupos de guerra y ensillaban los ponis de denso pelajepreferidos por los nativos. Los primeros grupos y a se dirigían hacia el final delvalle en dirección… ¡a Gobannio! Un pequeño ejército avanzó hacia el fuerte yse detuvo al pie de la pendiente. A Cato le quedó muy claro el propósito de dichafuerza: contener a la guarnición mientras el grueso principal se ocupaba de lo quefuera que los había despertado. Solo podía ser la presencia de soldados romanoscerca de allí. Aquella posibilidad animó a Cato por un instante, pero su intensaalegría se convirtió en gélido terror cuando cayó en la cuenta de lo que podíasignificar todo aquello. Aún había tiempo de evitar el desastre.

El prefecto se volvió rápidamente, corrió al otro lado de la torre y se asomópor la barandilla que daba al fuerte. Agitó el brazo para llamar la atención deloptio a cargo de la almenara, un enorme cesto de hierro lleno de leña empapadaen brea. A un lado estaba el montón de hojas secas que harían una gran cantidadde humo cuando las llamas hubieran prendido.

—¡Enciende la almenara! ¡Inmediatamente!Cuando vio que el optio había entendido sus órdenes, Cato volvió a centrar su

atención en la boca del valle, y maldijo a los dioses que hubieran consideradooportuno retirar las nubes y la lluvia del cielo precisamente la mañana en la quela columna de refuerzo que había salido de Glevum se estaba aproximando alfuerte, demasiado cerca y a para que la almenara los advirtiera a tiempo. Laintención del enemigo estaba muy clara. Carataco se estaba preparando paratender una emboscada a la columna romana. Los hombres de refuerzo seríansorprendidos por los guerreros enemigos en el peligroso desfiladero: una trampamortal. Los romanos serían totalmente ajenos al peligro hasta que fuerademasiado tarde. Por lo que a ellos concernía, las huestes de Carataco seencontraban mucho más al norte, concentrados en el laborioso avance del

gobernador Ostorio y su ejército. No tardarían en averiguar la verdad, reflexionóCato con amargura.

El prefecto sabía que solo había una mínima posibilidad de salvar a lacolumna, pero no iba a quedarse de brazos cruzados mirando cómo masacrabana sus compañeros.

Capítulo XXXI

—¿Por qué no me deja ir a mí, señor? —preguntó Macro con franqueza—. Estáherido, y los hombres le necesitan en el fuerte.

Cato le dijo que no con la cabeza mientras terminaba de abrocharse lasgrebas. Se irguió y sonrió a su amigo.

—Me nombraron prefecto de la Segunda Cohorte tracia, así comocomandante de la guarnición. Creo que ya es hora de que ejerza mi rango, ahoraque Querto y a no es un problema.

Se encontraban junto al portón lateral que se abría a la ladera más próxima alcamino que conducía al final del valle. Dos escuadrones de la cohorte decaballería se preparaban apresuradamente en el espacio abierto entre el muro ylos barracones y establos del fuerte. Cato solo podía disponer de sesenta j inetespara la tarea que tenía en mente. Si se llevaba más, Macro no tendría loshombres necesarios para defender Bruccio. El prefecto miró la densa columnade humo de la almenara que se alzaba en el aire. Subía de manera continuadauna corta distancia, pero el amanecer había traído consigo una ligera brisa y elhumo no tardaba en dispersarse formando difusas volutas grises. Si los soldadosde la columna de refuerzo estaban alerta, cabía la posibilidad de que vieran laseñal y acertaran a dar media vuelta mientras aún tuvieran una remotaoportunidad de escapar.

Macro se volvió a mirar a los tracios y chasqueó la lengua.—¿Qué cree que puede conseguir con sesenta hombres? —Miró a su amigo

con preocupación—. Es prácticamente un suicidio.—Espero que no llegue a eso —repuso Cato con un atisbo de sonrisa—.

Vamos mejor montados que el enemigo, y contamos con el elemento sorpresa.No se esperarán que salgamos a caballo para apoy ar a la columna de refuerzo.

—¿En serio? Me pregunto por qué demonios no habrán de esperarlo —repusoMacro con sequedad.

La sonrisa de Cato se desvaneció, y bajó la voz para que solo lo oyera Macro.—¿Acaso pretendes que nos quedemos al margen mientras masacran a

nuestros compañeros? Tengo que intentar ayudarles a abrir un camino para salirde la trampa. Tú harías lo mismo si estuvieras en mi situación, y lo sabes.

Macro no podía negar que eso era cierto, pero insistió en su argumento.—¿Qué lógica tiene, Cato? Sales a la carga para intentar rescatar a nuestros

muchachos, y hay una posibilidad entre cincuenta de que lo consigas. Lo únicoque harás será desperdiciar tu vida, y las vidas de tus hombres. La columna derefuerzo no tiene nada que hacer.

—No es así. ¿Estás dispuesto a hacer una apuesta de cincuenta contra uno?—Solo un idiota haría una apuesta así.Cato le tendió la mano.

—Pues llámame idiota. Apostaré diez sestercios.Macro le estrechó la mano e intentó parecer animado.—¡Hecho! Los diez sestercios más fáciles que he ganado jamás…A continuación, se hizo un breve e incómodo silencio mientras permanecían

con la mano estrechada y se despedían sin decir más. Cato retiró la suya y mirópor encima del hombro de Macro.

—Los hombres ya están listos. Tenemos que irnos, amigo. Asegúrate de tenera todas las centurias preparadas para mantener el portón abierto para nosotrossi…, es decir, « cuando» regresemos con los refuerzos.

—Estarán preparados. Yo mismo iré al frente.—Bien. Pues estaré deseando volver a verte muy pronto. —Cato comprobó

que tuviera el casco bien ajustado, respiró para calmarse y caminó con rigidezhacia su caballo, que le sujetaba uno de los tracios. Tomó las riendas de Aníbal, ledio unas palmaditas en el cuello y murmuró dirigiéndose a sus orejas comodagas—: Hoy pórtate bien por mí, y cuando yo te lo diga, corre como el viento.

El caballo resopló y sacudió mínimamente la cabeza, Cato esbozó unasonrisa, tomó las riendas y se encaramó a la silla intentando no hacer una muecapor el dolor con el que le recompensó la herida de la pierna. Tomó el escudoovalado que le entregó el mozo, y se colgó la correa al hombro. Pese a lacostumbre de que los oficiales superiores llevaran solo la espada, Cato habíaoptado por armarse con una lanza larga y pesada como la del resto de sushombres, y fue moviendo la mano por el arma hasta que encontró el punto deequilibrio. Colocó el extremo del asta en el pequeño ristre de cuero que colgabade la silla, e hizo que Aníbal diera la vuelta para situarse frente a sus soldados. Losescuadrones se hallaban en formación de dos en fondo detrás de sus oficiales, elcenturión Estelano y un tracio, el decurión Kastos, que miraron a su prefecto conexpresión seria, esperando la tradicional arenga breve antes de que los condujeraa la batalla.

Breve sí sería, pensó Cato: disponían de muy poco tiempo. Él hubierapreferido prescindir por completo de las formalidades y simplemente dar laorden de abandonar el fuerte, pero sabía que, tras la muerte tan reciente deQuerto, los hombres necesitarían que se dirigiera a ellos.

—¡Cuervos Sangrientos! —empezó diciendo—. Nuestros compañeros correnun gravísimo peligro. Carataco tiene intención de masacrarlos y de llevarse suscabezas como trofeos para ofrecérselas a sus aliados druidas. No es un finaladecuado para ningún soldado. El enemigo quiere humillarlos ante nuestros ojos,y con ello humillarnos también a nosotros por no poder intervenir. Pero no van asometernos, ni a nosotros ni a nuestros compañeros. Eso es lo único que nosimporta hoy. Nuestra tarea es sencilla. Cabalgaremos en su ayuda, y nosabriremos paso entre las filas enemigas para que nuestros compañeros puedanllegar al fuerte… Lo que haya ocurrido antes, ya no se puede cambiar. Tenemos

a nuestro alcance la oportunidad de ganar la gloria eterna para los CuervosSangrientos. Aquellos que vivan para recordar este día nunca olvidarán el honorque habrán compartido con sus hermanos, ni el respeto que les tendrá el resto delejército. —Hizo una pausa, un tanto frustrado por no ser capaz de dar uno de esosdiscursos enardecedores que había leído en los libros de historia de su juventud.Pero no había tiempo para ese tipo de retórica cuidadosamente ensay ada.Agarró la lanza y la sostuvo en alto—. ¡Por la gloria de Roma! ¡Por el honor delos Cuervos Sangrientos!

El centurión Estelano lo imitó y levantó la lanza por encima de su cabeza.—¡Por el honor de los Cuervos Sangrientos!El resto de los hombres repitieron el grito, y sus caballos golpearon y

rasparon el suelo con los cascos, impacientes, contagiados de la emoción de susj inetes. Cato se volvió a mirar a Macro, y le hizo un gesto con la cabeza.

—¡Abrid el portón! —gritó Macro, y los dos legionarios que esperaban juntoa la tranca la levantaron al instante para sacarla de los sólidos soportes de hierroy la dejaron a un lado antes de tirar de las puertas para abrirlas.

Cato hizo dar la vuelta a su montura y dirigió a Aníbal hacia el arco de la torrede entrada, al tiempo que gritaba:

—¡Adelante!Estelano dio la orden a sus hombres, y todos siguieron a su prefecto haciendo

avanzar a los caballos al paso en columna de a dos. Cuando Cato pasó junto aMacro, intercambiaron un breve saludo con una inclinación de cabeza. El otroescuadrón los siguió, cruzaron la puerta, el puente sobre el estrecho foso ytomaron el camino que descendía en diagonal por la pendiente a un lado delfuerte. Cato sabía que no los verían hasta que rodearan la pequeña colina en laque se alzaba el fuerte, y se conformó con dejar que la columna fuera al pasohasta allí antes de incrementar el ritmo. Notó que se le aceleraba el corazón, ytuvo que obligarse a no volver la vista atrás hacia la puerta y la seguridad delfuerte. A lo lejos, a poco más de kilómetro y medio de distancia, vio laretaguardia de la fuerza enemiga que se dirigía a interceptar a la columna derefuerzo. Mientras cabalgaba a un paso regular, decidido a dar la impresión deestar calmado y tener el control, Cato se sintió embargado de inquietud por elpeligro que tenía ante él.

Con suerte, el oficial que dirigía la columna tendría a unos cuantosexploradores protegiendo al grueso principal y, en cuanto se percataran de lapresencia del enemigo, los refuerzos cerrarían filas y confiarían en sus escudospesados y disciplina férrea para abrirse camino a la fuerza hasta el fuerte. Catoreflexionó que, por otra parte, el oficial bien podría ser uno de esos tribunosrecién acuñados que había llegado a la frontera con su confianza en lasupremacía romana y su desprecio por los bárbaros aún intactos. Uno de esosromanos que avanzaba a golpe de entrañas, hasta que la experiencia le ponía la

zancadilla. Algunos volvían a levantarse como podían, otros pagaban el precio desu arrogancia con la muerte.

El sendero desigual que llevaba al pie de la ladera empezó a nivelarse, y Catodivisó el extremo de la explana de la plaza de armas y el campamento enemigosituado más allá. Los verían en cualquier momento, si es que no lo habían hechoy a. Dio unos golpecitos con los talones para llamar la atención de su caballo.

—¡Vamos, Aníbal! ¡Adelante!El animal se agitó y apretó el paso a un trote ligero. Por detrás de él, Estelano

y luego Kastos repitieron la orden, y un débil retumbo ocupó el lugar del suavegolpeteo de los caballos al paso. Cato había escudriñado el terreno del valle antesde abandonar el fuerte, y había decidido dirigirse a un saliente rocoso desde elque se dominaba el extremo del desfiladero. El terreno que llegaba hasta él noofrecía mucha protección, pero daba la impresión de ser lo bastante despejadopara la caballería. Dio un suave tirón a las riendas para guiar a Aníbal en esadirección, y luego miró hacia el enemigo. Los que aún estaban en elcampamento y a habían visto a los j inetes, y gesticulaban señalando a los dosescuadrones que salían del fuerte. Al cabo de un momento, el primero de loscuernos dio el toque de alarma para alertar a sus compañeros, que seencontraban valle arriba. La última de las cuadrillas de guerra, a poco menos deun kilómetro por delante, tardó solo un momento en detenerse y dar mediavuelta. Vacilaron unos instantes, y Cato vio entonces que se desplegaban en líneapara hacer frente a sus hombres. Casi todos los guerreros enemigos iban armadoscon lanzas y escudos, pero algunos llevaban armas más rudimentarias y notenían armadura.

Cato condujo a los tracios hacia la línea enemiga a un trote regular. Másnativos se habían parado y se habían dado la vuelta para mirar, sin saber muybien cómo reaccionar ante la inesperada respuesta de la guarnición de Bruccio.Cato tuvo un instante de satisfacción al ver aquello. Todas las semillas deconfusión que pudiera sembrar servirían para entorpecer el ataque enemigocontra la columna de refuerzo. Los guerreros de Carataco llegarían de manerapoco ordenada, y tal vez con ello los refuerzos podrían desplegarse en orden debatalla y no ser sorprendidos en fila a lo largo de la línea de marcha. Con un pocode suerte, quizás hubieran visto y a el humo de la almenara y tomado las medidasnecesarias.

Otras tres cuadrillas de guerra se habían dado la vuelta para enfrentarse a lostracios, y se apresuraban a cruzar el terreno abierto para ocupar posiciones en losflancos de la línea. Cato no se puso nervioso al ver aquello, simplemente porqueno tenía ninguna intención de entablar combate con ellos. Sería un suicidio parauna fuerza de caballería tan reducida como la suya. Por bien montados yarmados que fueran, jamás se lanzaría contra una abrumadora concentración deinfantería como aquella. No, ese no era el plan del prefecto Cato. El verdadero

peligro lo presentaban los j inetes enemigos. Superaban ampliamente en númeroa los dos escuadrones y, lo que era aún más preocupante, al no tratarse decaballería pesada, serían capaces de adelantarlos. Si lograban atacar y entretenera los Cuervos Sangrientos el tiempo suficiente para que interviniera la infantería,todo terminaría rápidamente y la destrucción de los dos escuadrones solosupondría las primeras bajas romanas del día.

La línea enemiga no tenía más de cuatrocientos metros de distancia, y Catocalculó rápidamente que serían unos quinientos hombres. Levantó la lanza, yseñaló a la derecha de la línea, hacia el saliente de la montaña que daba aldesfiladero.

—¡A la derecha!Torció rápidamente en la nueva dirección, y sus hombres guiaron sus

monturas para seguirle. El enemigo, temiendo un intento de flanquear su línea,fue presa de la confusión, hasta que sus líderes los empujaron y consiguieron queformaran una tosca elipse, de la que sobresalían las lanzas y otras armas másrústicas. Los soldados de la caballería romana siguieron su línea de avance ypasaron tan cerca de los siluros que oyeron claramente sus gritos de guerra einsultos. Unos cuantos tracios les devolvieron los gritos de la misma manera,hasta que el centurión Estelano se volvió hacia ellos enfurecido.

—¡Cerrad la maldita boca o haré que os pongan bajo arresto en cuantovolvamos al fuerte!

Siguieron avanzando al trote y llegaron al terreno que subía hacia el salienterocoso. A su izquierda, estaba el camino que ascendía por el valle y atravesabauna estrecha franja de abetos antes de subir al collado situado entre las dosmontañas. Cato pudo ver que los grupos de guerreros enemigos avanzaban concuidado a ambos lados del camino para ocupar posiciones con la intención deatacar a la columna de refuerzo. Por delante de ellos, abría paso la caballería deCarataco. En cabeza iba un pequeño grupo de j inetes con llamativas capas,apiñados en torno al ondulante y largo estandarte de su comandante. Cato calculóque los j inetes enemigos se hallaban lo bastante lejos como para no presentar unpeligro inmediato para los Cuervos Sangrientos. Echó un vistazo atrás, y vio quelos guerreros a los que habían adelantado hacía un momento volvían adesplegarse y marchaban por la ruta que habían tomado los tracios desde elfuerte para cortarles la retirada. Ahora ya no podían echarse atrás, pensó Catocon pesimismo.

Los costados de Aníbal se agitaban por el esfuerzo de subir por la pendiente,pero el prefecto lo instó a seguir adelante y a mantener el ritmo, hasta que al finllegaron al saliente y el terreno se niveló formando una franja estrecha dearbustos y zonas de turba. Se volvió para mirar abajo, hacia el valle que habíandejado atrás. Los guerreros enemigos que pretendían impedir que los romanospudieran regresar al fuerte seguían subiendo por la cuesta hacia ellos. Al otro

lado de los abetos, Cato pudo ver más allá del collado, y se le aceleró el corazónal divisar a la columna de refuerzo, que parecía una fina cinta roja y centelleantepor los reflejos de los muy bruñidos cascos. Una pequeña fuerza de caballeríamarchaba en retaguardia, protegiendo los carros y carretas del tren de bagaje.Setecientos u ochocientos hombres en total, calculó Cato, acongojado. Él habíaprevisto que el legado Quintato enviaría al menos el doble de legionarios oauxiliares para escoltar a los refuerzos hasta el fuerte y luego regresar a Glevum.Pero, tal como estaban las cosas, la pequeña esperanza que había albergado deser lo bastante numerosos como para abrirse paso a la fuerza hasta Bruccioquedó frustrada.

Calculó que los refuerzos llevarían casi dos horas marchando, y que habríanrecorrido unos ocho kilómetros desde el campamento de la noche anterior. Almenos no habían intentado seguir marchando en la oscuridad para llegar aBruccio. De haberlo hecho, se hubieran tropezado con el enorme ejército deCarataco, que habría acabado con ellos sin que desde el fuerte se enteraran denada. No obstante, no parecían haber visto el humo que se alzaba desde laalmenara de Bruccio, o al menos no habían reaccionado al aviso. Tampocohabían visto a las cuadrillas de guerra britanas ocultas en los pliegues del terrenoal borde del ancho collado, ni a los que los esperaban en el camino que bajabahasta el valle. Avanzaban a ciegas hacia la trampa que Carataco les estabatendiendo.

Estelano fue avanzando poco a poco hasta situar su caballo al lado delprefecto, echó un breve vistazo a la escena que se extendía ante ellos y se volvióhacia Cato.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor?—Tenemos que advertirles del peligro. —Cato se torció en la silla—.

¡Trompetas! ¡Dad el toque de ataque! ¡Tan fuerte como podáis!Los hombres que llevaban los cuernos curvados de caballería se llevaron los

instrumentos a los labios y tomaron aire. Al cabo de un instante, la cortasecuencia de notas resonó por el valle y reverberó en los peñascos rocosos porencima de los tracios. Cato se incorporó en la silla y señaló más allá del saliente.

—Seguiremos cabalgando por aquí, y rodearemos a los enemigosemboscados antes de dirigirnos hacia la columna. Seguid tocando los cuernosmientras avanzamos.

—¡Sí, señor! —Estelano saludó.Cato alzó la lanza y la inclinó hacia adelante.—¡Segunda Tracia! ¡Seguidme!Las monturas avanzaron a lo largo del saliente con un suave trote retumbante

y luego siguieron la ladera. Mientras avanzaban hacia el desfiladero, Cato sintiócierto alivio al ver que la columna se había detenido. Distinguió a una centuria delegionarios al frente; el resto de los soldados llevaban los escudos ovalados de los

auxiliares. Pero no había indicios de que llevaran a cabo ningún replieguedefensivo. Maldijo en silencio al comandante por no ser más cauto, y espoleó aAníbal. A unos cien pasos más adelante, siguiendo la pendiente, vio a los primeroshombres de Carataco, que se estaban reuniendo para atacar. Por supuesto, lostoques de trompeta también los habían alertado a ellos, y Cato vio las motaspálidas de sus rostros mirando cuesta arriba. Consideró detenidamente ladisposición de las fuerzas enemigas y el terreno en el que iba a librarse lainminente batalla. Ya estaba claro que no tendrían muchas probabilidades deabrirse paso hasta el fuerte. La única opción que quedaba era retrocedercombatiendo hasta Gobannio. Si llegaban al puesto avanzado y Carataco optabapor sitiarlo también, sus fuerzas tendrían que dividirse para cubrir ambasfortificaciones romanas. Cato reflexionó que, llegado ese punto, Macro y el restode la guarnición tendrían más posibilidades de sobrevivir.

El toque de los cuernos celtas del grupo de j inetes que se apiñaban en torno aCarataco interrumpió sus pensamientos. Las demás cuadrillas de guerrarepitieron la nota rápidamente y, a continuación, el sonido de sus gritos salvajesresonó por la pendiente y llegó a oídos de Cato y sus hombres como el rugido deuna ola. Los guerreros surgieron repentinamente de sus escondites como sinacieran del suelo, y se precipitaron en tropel hacia el frente y los flancos de lacolumna romana. A Cato se le hizo un nudo en la garganta y vio que ninguno delos legionarios se movía.

—¿A qué diantre están esperando? —preguntó Estelano.Y entonces, como en respuesta a sus palabras, los soldados de la columna

empezaron a formar en torno al tren de bagaje, mientras el escuadrón decaballería de la escolta salía al trote hacia un lado para formar una línea. Catosabía que los soldados estaban bien entrenados, pero era evidente que había muypocas posibilidades de que completaran su maniobra antes de que los bótanosllegaran a la carga contra ellos.

—Mierda… —masculló para sus adentros, y se volvió en la silla para dar unaorden. No le quedaba más remedio que actuar. Ahora solo se podía hacer unacosa—. ¡Alto! ¡Desplegaos en línea y preparaos para cargar!

Capítulo XXXII

—¿Cargar? —repitió el centurión Estelano al tiempo que hacía dar la vuelta a sucaballo para mirar a su superior—. Señor, no podemos cargar por una pendientecomo esta. Es demasiado vertical y peligrosa. La mitad de nuestros hombres secaerán antes de llegar al desfiladero.

—Eso ya lo sé, maldita sea —espetó Cato—. Te agradeceré que no cuestionesmis órdenes, centurión. Y ahora haz formar a los hombres. Y seguid el paso quemarque yo. No quiero que nadie se adelante ni que se quede atrás. Llegaremos alcampo de batalla todos juntos. Es nuestra mejor posibilidad de sobrevivir. ¿Estáclaro?

Estelano apretó los dientes y asintió, tras lo cual se volvió para repetir laorden.

—¡Cuervos, formad en línea!Los dos escuadrones torcieron a la izquierda y se desplegaron a lo largo del

saliente rocoso. Cato miró abajo, y vio que había quizás unos trescientos metrosde terreno escarpado que tendrían que salvar antes de que se nivelara losuficiente como para poder dar la orden de lanzarse a la carga. No seprecipitarían en oleada por el terreno abierto, como en las cargas de caballeríade ejércitos menos disciplinados. La caballería romana había recibido unaestricta instrucción, y la carga consistía en un incremento de la velocidadcuidadosamente gradual y en orden de línea. Solo darían rienda suelta a susmonturas y las dejarían galopar los últimos cincuenta pasos antes de entrar encontacto con el enemigo. Aun así, habría que tener mucho cuidado en el avancecuesta abajo para mantener unida la formación.

Cato miró a ambos lados, y vio que los dos escuadrones estaban preparados:los soldados asían las lanzas y sujetaban los escudos cerca del cuerpo. Lasmonturas levantaban la cola, excitadas, y algunos caballos agitaban la cabeza alpercibir la tensión de los j inetes. Cato sostuvo la lanza en el aire.

—¡Mantened la línea! Cuando se dé la orden de cargar, no os detengáis hastaalcanzar a la columna… ¡Cuervos Sangrientos, adelante!

Aníbal empezó a bajar por la pedregosa pendiente echando el cuerpo atrás yaprovechando la fuerza de sus patas traseras para no precipitarse hacia adelante.Mientras descendían, Cato miró hacia adelante y vio que los enemigos másrápidos habían llegado ya a la altura de los soldados de refuerzo cuando estos aúnse estaban desplegando para formar en cuadro en torno al tren de bagaje. Loslegionarios se deshicieron con facilidad de los primeros siluros, pero cada vezeran más los que atacaban, de modo que los hombres del frente de la columna nopudieron completar el cuadro y solo pudo formarse una desordenada línea debatalla, que rodeó rápidamente los carros y carretas agrupados en medio. Elescuadrón de caballería de la columna, a una corta distancia de allí, se lanzó a la

carga, y pronto fueron envueltos por la horda de guerreros siluros que llegabanen tropel a la columna romana.

Los guerreros britanos que habían estado siguiendo de cerca a los CuervosSangrientos de Cato habían rodeado el desfiladero para proteger la retaguardia desu ejército. Ahora los esperaban al pie de la ladera, preparados para enfrentarsea sus oponentes. Entre ellos, el prefecto distinguió algunas de las capas oscuras delos druidas, que animaban a gritos a los guerreros y lanzaban maldiciones yhechizos a los j inetes que se acercaban. Cuando la pendiente empezó asuavizarse, Cato gritó por encima del hombro.

—¡Formad en cuña detrás de mí!Los comandantes de ambos escuadrones transmitieron la orden, y los

soldados de caballería ajustaron el paso para que la línea se transformararápidamente en una cabeza de flecha, con diez hombres cabalgando detrás, listospara llenar los huecos en la formación si caían sus compañeros. Iban a tener queatravesar la línea enemiga para dirigirse a la columna enzarzada en combate, yCato fue cambiando la dirección paulatinamente para dirigirse al flanco derechode los guerreros. En aquellos momentos, el enemigo se encontraba a no más deun centenar de pasos de distancia, y los más indisciplinados ya estaban soltandoflechas en su dirección. Los proy ectiles se quedaron muy cortos, y Cato hincó lostalones y dio la orden que todos esperaban ansiosos:

—¡A medio galope!Aníbal dio una sacudida debajo de Cato y se lanzó a una tranquila carrera. El

suelo retumbaba y el aire se llenó del tintineo de los bocados, el golpeteo sordo delos escudos y el cruj ido del cuero. El hueco entre los dos lados se estrechórápidamente, y el prefecto agarró el asa del escudo con más fuerza, levantó lalanza por encima de la cabeza y se preparó para atacar al enemigo. Vio susrostros por delante de él y ley ó sus expresiones: miedo, agitación y una absolutadeterminación. Inspiró con rapidez, y gritó tan fuerte como pudo para hacerse oírpor encima del estrépito:

—¡Cuervos Sangrientos…, a la carga!Los tracios repitieron el grito al tiempo que espoleaban a sus monturas y se

afirmaban bien en las sillas. Las notas agudas de los cuernos de caballeríapenetraron en la cacofonía del retumbo de cascos y los rugidos de guerra. Catose encorvó hacia adelante, con la parte izquierda del cuerpo protegida por elescudo, los músculos del brazo derecho tensos y listos para atacar al primer siluroque se le pusiera por delante. Cubrieron la distancia en lo que pareció un instante,y vio a dos hombres que se apartaban de un salto justo delante de él. Tiró unaestocada con la lanza al más cercano, pero el britano fue demasiado rápido y lapunta del arma solo hendió el aire. Cato la echó de nuevo hacia atrás, al tiempoque Aníbal se precipitaba sobre las filas enemigas. Otro hombre, este másvaliente, mantuvo su posición justo enfrente, y Cato ladeó la lanza en su

dirección. El siluro llevaba un escudo de cometa con un dibujo sinuoso, y sosteníauna espada larga por encima de la cabeza. El prefecto tiró de las riendas con lamisma mano en la que llevaba el escudo, hizo que Aníbal volviera la cabeza y elanimal relinchó cuando el bocado de hierro presionó su boca. Aníbal viró, y supecho se estrelló contra el escudo del guerrero y lo tiró al suelo. Cato clavó lalanza, y esta vez la punta alcanzó al hombre en el muslo. No era una heridagrave, pero sí lo bastante profunda como para hacer que gritara de dolor y sealejara tambaleándose. Cato hundió entonces el talón en el flanco del caballopara enderezarlo y siguió adelante. A ambos lados de él, los tracios chocaroncontra la línea enemiga y la atravesaron del mismo modo, lanceando aquí y allá.Cato vio que uno de sus hombres daba la vuelta y empezaba a perseguir a unbritano que huía, y le ordenó a voz en cuello: —¡Déjalos! ¡Sigue! ¡Sigue!

Espoleó a Aníbal y siguió adelante por la suave pendiente del desfiladero,donde vislumbraba los destellos de las armas y unos cuantos estandartes queondeaban sobre la hierba en lo alto de la cuesta. Los escuadrones tracios habíanroto la derecha de la línea enemiga y desbaratado la resistencia de los guerrerosque protegían la retaguardia del enemigo. Cato se volvió a mirar por encima delhombro, y se sintió aliviado al ver que la formación estaba intacta, aunque no tanclaramente definida como antes del impacto de la carga. Aun así, no habíahuecos, y no vio a ningún j inete enzarzado aún en combate con ningún miembrode la infantería enemiga. Lo invadió una oleada de euforia por haber roto la líneatan fácilmente, y se preparó para la verdadera batalla que se avecinaba.

La cuña subió hacia el desfiladero con un retumbo, y la enconada lucha sereveló frente a ellos con toda su desesperada brutalidad. Miles de guerrerosenemigos se apiñaban en torno a la hostigada columna, y Cato se dio cuenta deque no había sobrevivido ninguno de los hombres del escuadrón de caballería quehabía emprendido su carga desesperada poco antes. En una pequeña elevacióndel terreno, Carataco y su séquito permanecían sentados en sus caballos,observando el combate. Por un instante, Cato se sintió tentado por la idea dedirigir a sus hombres contra el general enemigo. Si pudieran matarlo, acabaríancon el corazón, y el cerebro, de la coalición de tribus que aún se oponía a Roma.Y entonces, por fin, habría paz en la nueva provincia de Britania. Pero antes deque pudiera reaccionar a su impulso y dar la orden, vio que Carataco y susseguidores bajaban del pequeño otero para unirse a la batalla al otro lado delatribulado perímetro romano.

Delante de él, el más próximo de los britanos se había vuelto hacia el sonidode los caballos tracios que se aproximaban. La fama y el aspecto salvaje de lacaballería tracia, que Querto tanto había promovido, pareció hacer mella en elenemigo. Algunos de los nativos se apartaron de inmediato de su camino yhuyeron para salvar sus vidas. Solo los guerreros más duros se revolvieron haciaellos, preparándose para resistir la carga. Cato miró más allá, y vio una

arremolinada concentración de enemigos que él y sus hombres tendrían queatravesar para llegar hasta la columna. ¿Y entonces qué? Escapar de aqueldesfiladero parecía imposible, y el prefecto descartó la idea. Para él solo debíanexistir el momento y el lugar presentes. Debía dirigir a sus hombres y seguirluchando tanto tiempo como fuera posible. Si los dioses le eran favorables, aúnpodría sobrevivir a esto. Si no, rezó brevemente para que su final fuera rápido yrelativamente indoloro.

Los flancos de Aníbal se agitaban por el esfuerzo de la prolongada carga, peroel caballo siguió adelante con valentía y derribó a dos hombres antes de que untercero asestara un tajo contra la testera de bronce que protegía la frente y losojos del animal. Por suerte, solo fue un golpe de refilón, pero el sonoro impactosobresaltó al caballo, e hizo que se empinara y coceara. Cato arrojó todo su pesohacia adelante y se esforzó por recuperar el control.

—¡Tranquilo, muchacho! Tranquilo… —le dijo en un susurro cerca de suoreja derecha, y Aníbal se dejó caer de nuevo y Cato lo hizo avanzar.

En torno a él, la formación en cuña se había quedado sin punta cuando lostracios penetraron en las filas de la infantería enemiga profiriendo sus gritos deguerra, al tiempo que hincaban sus largas lanzas a diestro y siniestro, clavándolasen las extremidades y los cuerpos de los britanos. Cato miró en derredor, y vioque algunas de las sillas estaban vacías y, cerca de él, otro hombre estabarodeado de guerreros que lo acuchillaban mientras él intentaba seguirmoviéndose y no presentar un blanco fácil a sus enemigos. Pero erandemasiados, y cuando el tracio alzó el brazo para tirar un golpe con la lanza, unhacha le dio en la espalda con un ruido sordo y, aunque no atravesó la cota demalla, le rompió los huesos de debajo. Se le cayó la lanza de entre los dedos, y alcabo de un momento lo arrancaron de la silla y Cato lo perdió de vista.

La voz del centurión Estelano se oía por encima del combate, tensa y ronca.—¡Seguid adelante, chicos! ¡Seguid adelante!Cato espoleó a Aníbal y siguió avanzando, sosteniendo el escudo en alto

mientras preparaba el brazo armado con la lanza. Un guerrero de edad avanzada,un tipo musculoso de largo cabello gris trenzado, salió de pronto de entre laaglomeración blandiendo un hacha, vio al oficial romano y se lanzó al ataque conlos dientes apretados y profiriendo un gruñido salvaje. Cato se inclinó haciaadelante e hincó la lanza. La punta dio en el blanco y se hundió profundamenteen la ingle de aquel hombre. El guerrero se dobló en dos, soltó el hacha y cay ó acuatro patas, Cato pasó de largo y buscó a su próximo enemigo con la mirada.Tan absorto estaba en el combate que, cuando se quiso dar cuenta, y a estaba casiencima de la línea romana. Se abrió un hueco entre los britanos, y allí estaban lossoldados blandiendo los pesados escudos rectangulares de las legiones. Catoinspiró profundamente y les gritó:

—¡Abrid filas! ¡Dejadnos pasar!

No hubo ninguna reacción; los ojos entrecerrados de los legionarios atisbabancon recelo por encima del borde de los escudos. A un lado se veía la cresta másfina de un optio, y Cato lo señaló con la lanza.

—¡Tú! ¡Di a tus hombres que nos abran paso!El optio le observó brevemente, y luego dio la orden a sus soldados con un

bramido. Cato vio, para su alivio, que los escudos se separaban, espoleó a Aníbaly entró por el hueco hasta el espacio que se abría detrás de los soldados romanos.Dio la vuelta de inmediato y blandió la lanza.

—¡Cuervos Sangrientos! ¡Cuervos Sangrientos! ¡Conmigo!Más hombres fueron entrando por el hueco a toda prisa, solos o en pequeños

grupos, luchando para librarse de los britanos y abrirse camino. Cato vio queprácticamente los dos escuadrones enteros lo habían logrado. Unos pocos habíanquedado separados de la formación, y vio que el último de ellos, a no más detreinta pasos de distancia, era arrancado brutalmente de su montura y caía enmedio de un remolino de guerreros enemigos, cuyas armas ensangrentadas sealzaron y descendieron una y otra vez sobre él. Los britanos se habíanrecuperado de la sorpresa de la carga de los Cuervos, y ahora renovaban susesfuerzos y atacaban con más furia aún a la columna romana.

Cato colocó el extremo de la lanza en el ristre y gritó:—¡Centurión Estelano! ¡Decurión Kastos! ¡Conmigo!—¡Aquí, señor! —Estelano se abrió paso con su caballo por entre los j inetes

apiñados en el hueco que había entre los legionarios y los carros.—¿Dónde demonios está Kastos?—Lo alcanzó una lanza en el pecho y cayó ahí atrás, señor.Cato asintió.—Pues tomaré el mando directo de su escuadrón.—¿Quién eres, en nombre del Hades? —lo interrumpió una voz y, al volverse,

el prefecto vio a un tribuno junto a uno de los carros cercanos. Un hombre alto ycorpulento, pocos años may or que él. Cato hizo dar la vuelta a su caballo y seacercó al carro.

—Prefecto Quinto Licinio Cato, comandante en Bruccio.El hombre lo saludó con la cabeza.—Tribuno Mancino, señor. De la Decimocuarta. ¿Qué demonios está

haciendo aquí?Cato hizo caso omiso de la brusquedad de su tono.—Tenía la esperanza de ayudaros a abriros camino hasta el fuerte. Pero

parece que andáis un tanto escasos de efectivos para hacerlo.Mancino meneó la cabeza con gesto irónico.—Pienso exactamente lo mismo. Pero el legado dijo que la escolta sería

adecuada. Al parecer, no fue su decisión más sensata.—Desde luego. ¿Cuál es tu plan?

—¿Plan? —El tribuno señaló la enconada lucha que tenía lugar en torno a loscarros. A los heridos los retiraban de la línea de combate y los dejaban apoy adosen las ruedas de los carros—. ¿Usted qué cree? —replicó con un deje de tensiónen la voz—. Luchamos por nuestras vidas. —Tras una breve vacilación, el tribunocedió el mando—: ¿Cuáles son sus órdenes, señor?

Cato miró a su alrededor, y vio que por el momento los soldados romanosestaban resistiendo. Se volvió a mirar a Mancino.

—Tenemos que salir de esto luchando. No podemos ir hacia adelante, porqueaún hay más enemigos en dirección al fuerte. Tendremos que dirigirnos aGobannio.

El tribuno frunció los labios.—Puede que no sea tan fácil, señor. Nos iba siguiendo una cuadrilla de guerra

desde poco después de salir de Gobannio. No se separaron de nosotros hasta estamañana, cuando desaparecieron de pronto. O eso creía yo.

—Bueno, pues ahora mismo es la única dirección que podemos tomar. —Catohizo una mueca cuando una flecha rebotó en su escudo y salió desviada volandopor encima de su casco—. Utilizaré a mis hombres para abrir paso. Mantén todolo cerca que puedas a la infantería, y empezaremos a avanzar. Vacía tres de loscarros para los heridos. El resto habrá que abandonarlos. Tal vez haya suerte, y laperspectiva de un botín fácil frene a algunos enemigos.

Mancino asintió y se volvió para gritar las órdenes a una de las secciones queesperaban en su pequeña reserva. Los soldados dejaron los escudos y empezarona descargar los tres últimos carros, abandonando el equipo de repuesto y lasraciones en el barro que las pesadas ruedas, los cascos de los caballos y las botasde los hombres de la columna habían revuelto. Luego empezaron a subir a losheridos en el primer carro. El prefecto sabía que no tardaría en llenarse con másheridos, y lo mismo ocurriría con los otros dos vehículos.

Mientras los legionarios preparaban los carros, Cato ordenó a Estelano queordenara formar a los tracios en la parte trasera del perímetro, en dirección aGobannio.

El optio a cargo de la reserva se acercó y saludó.—Señor, ¿qué hacemos con los animales de tiro? ¿Nos los llevamos con

nosotros o los matamos?Cato miró las mulas y bueyes enganchados a los carros que iban a dejarse

atrás. No tenía sentido dejar que el enemigo los aprovechara. La prácticahabitual era matarlos para que no fueran capturados. No obstante, quizá fueranmás útiles de otro modo… Dedicó un momento a pulir su plan, y a continuaciónse dirigió al optio.

—Que los desenganchen y los coloquen delante de los tracios. ¿Tienesforrajeras?

—Sí, señor.

—Pues sujeta una a los arreos de cada uno de los animales.—¿Señor? —El optio puso cara de sorpresa, pero luego asintió

obedientemente—. ¡Sí, señor!—Encárgate de ello. ¡Y tan rápido como puedas!El hombre se fue corriendo para llevar a cabo sus órdenes, y Cato hizo una

pausa para evaluar la situación de la batalla. Había perdido a algunos de sushombres. Quedaban poco más de cuarenta tracios. A la columna de refuerzo leestaba yendo algo mejor, gracias a la pared de escudos que finalmente fueroncapaces de presentar al enemigo. Ellos sufrirían muchas menos bajas que losbótanos, ligeramente armados, pero eso no iba a durar mucho. El precio que sepagaba por la ventaja de la armadura pesada era el agotamiento que causaba alos soldados. Era por ese motivo que los legionarios luchaban por turnos en lasgrandes batallas planificadas. Cato sabía que en el camino de regreso a Gobanniono iban a tener ni un respiro. Dentro de unas pocas horas, estarían exhaustos y seconvertirían en víctimas fáciles para sus ágiles enemigos.

Mientras esperaba que se llevaran a cabo sus órdenes, el prefecto volviómentalmente sobre la ruta que salía de allí. El camino transcurría a través deldesfiladero y descendía a otro pequeño valle más allá. En aquella zona, el paso seestrechaba y estaba bordeado por un denso bosque de pinos. Si podían llegarhasta allí, una retaguardia quizá pudiera resistir entonces al enemigo para que elresto de la columna escapara. O al menos para que pudiera sacar suficienteventaja y llegar a Gobannio sin más problemas.

Por encima de las cabezas de los combatientes, vio a Carataco y a su escolta,que arengaban a sus guerreros. Por un breve instante, tuvo la sensación de que elcomandante enemigo lo estaba mirando directamente a él, tan decidido comoantes a acabar con todos los hombres de la guarnición de Bruccio y con cualquierotro romano que se cruzara en su camino. Entonces Carataco espoleó a sucaballo, se dirigió a otra sección de su ejército y desmontó para entrar en elcombate.

El tribuno Mancino se acercó y se quedó al lado de Cato, observando eldesarrollo de la furiosa y desigual lucha que tenía lugar en torno a ellos.

—¿Para qué quiere los animales de tiro? —le preguntó Mancino.—Si hubieras leído a Tito Livio serías capaz de adivinarlo.—¿Tito Livio? —Mancino se encogió de hombros—. Lamento decir que no

estaba en mi programa de estudios, señor.—Pues es una pena. Tiene su utilidad. —Cato vio que los animales y los

tracios estaban en posición, y que ya se había dado la vuelta al último de los trescarros y estaba listo para emprender la marcha—. Estamos preparados, tribuno.Cuando yo lo diga, los animales saldrán en estampida y provocarán ciertadistracción. Mi caballería los seguirá e intentará abrir camino para la columna.Haz avanzar a tus hombres de inmediato. Que mantengan la formación cerrada

y presenten los escudos al enemigo. Si puedes salvar a los heridos, hazlo. Pero sise quedan fuera de la línea y no pueden ser rescatados, déjalos atrás. ¿Está claro?

—Claro, pero difícil de soportar, señor.—Pues mala suerte. No podemos permitirnos que la columna afloje la

marcha por nada. No si queremos tener alguna posibilidad de salvar al menos aalgunos de nuestros hombres.

—Lo entiendo, señor.—Bien. Pues vamos a lo nuestro. —Cato chasqueó la lengua y condujo a

Aníbal a través de los carros abandonados para ponerse al frente de las apretadasfilas de los tracios. Vio al optio que supervisaba a los que estaban atando lasúltimas forrajeras a las mulas y buey es, nerviosos y agrupados tras la línea deauxiliares que constituían la retaguardia del perímetro, y que pronto seconvertirían en la cabeza de vanguardia tras los escuadrones tracios.

—Optio, ¿llevas encima la caja de y esca?El hombre dio unos golpecitos en la bolsa que llevaba colgando en bandolera.—Sí, señor.—Pues enciende una llama enseguida. En cuanto la tengas, que tus hombres

prendan unos torzales de paja y peguen fuego a las forrajeras.El optio, sorprendido, enarcó las cejas, pero asintió obedientemente y se puso

a trabajar. Cato se abrió paso hacia el centurión al mando de la retaguardia.—¿Cuál es tu unidad, centurión?El oficial, un hombre moreno y de aspecto duro, saludó.—Cuarta Cohorte Hispánica, señor.—¿Y tú?—Centurión Fernando, señor.—Cuando dé la señal, quiero que tus hombres se hagan a un lado para dejar

pasar a los animales. Tendrán que moverse con rapidez, si quieren evitar que lospisoteen. Luego, seguid a la caballería, abriréis camino con nosotros.

—¡Sí, señor!Todo estaba preparado, y Cato regresó a su posición a la cabeza de los tracios.

Delante de él, el optio había encendido un pequeño fuego alimentado con unospuñados de forraje seco. En cuanto las llamas prendieron, hizo señas a sushombres para que se acercaran, y estos encendieron los torzales de pajafirmemente entrelazados y se apresuraron a regresar a sus puestos detrás de losanimales, donde esperaron la orden. Cato se acomodó en la silla y agarró lalanza.

—¡Encendedlas!A su voz de mando, los legionarios acercaron las improvisadas antorchas a las

forrajeras, y el seco material combustible empezó a arder de inmediato. Unasfinas volutas de humo se alzaron en el aire y las llamas se extendieron conrapidez. El calor y la luz deslumbradora alarmaron a los animales, que

empezaron a empujarse unos a otros. Cato aguardó un momento más, paraasegurarse de que estuvieran tan agitados que echaran a correr precipitadamenteen cuanto les abrieran el paso. Uno de los bueyes soltó un fuerte bramido demiedo y dolor, y golpeó el suelo con la pata delantera preparándose paraembestir.

—¡Ahora, Fernando!El centurión auxiliar inspiró rápidamente y gritó:—¡Cuarta Hispánica! ¡Abrid filas!La línea de batalla se separó cuando los hombres de la sección central se

replegaron y se apartaron. Se movieron con la rapidez suficiente para sorprenderal enemigo, que se quedó mirando al hueco con las armas en alto, como si sehubieran convertido de pronto en estatuas de bronce que representaban el fragorde una batalla. El buey bramó de nuevo, y las llamas de la forrajera empezarona chamuscarle la piel. Soltó un resoplido, y se precipitó hacia el hueco intentandoescapar del heno que ardía en su grupa. Los demás animales echaron a corrertras él para huir del mismo tormento, y salieron precipitadamente directos a lasapiñadas filas de los britanos. Para muchos de ellos, apretujados como estaban,era imposible apartarse del camino de la estampida, y el ímpetu de las bestiasaterrorizadas se llevó por delante a un gran número de nativos. El primero deellos cayó bajo los cascos soltando un grito de terror, y luego fueron más lospisoteados mientras los animales de tiro salían a todo correr de entre laformación romana. Nada podía interponerse en el camino de las mulas y bueyesdominados por el pánico. Sus rebuznos y bramidos llenaban la atmósfera amedida que las llamas, avivadas por sus frenéticos esfuerzos por huir, ardían trasellos y acrecentaban su pavor.

Cato esperó hasta que el último de los animales hubo salido, y entonces echóla lanza hacia adelante y dio la orden que todos esperaban.

—¡Cuervos Sangrientos! ¡Dadles una buena paliza!Sabía que no era la orden formal, pero era inequívoca, y sus hombres

lanzaron su grito de batalla, espolearon a las monturas y salieron a la carga através del hueco. Cato y el escuadrón del difunto Kastos salieron hacia laizquierda, Estelano y los demás hacia la derecha, e irrumpieron entre losdesperdigados y aterrorizados britanos clavando las lanzas una y otra vez,matando al enemigo que huía en desbandada. Cuando el último soldado decaballería estaba a punto de salir del perímetro de la columna, el tribuno Mancinodio la orden de avanzar y los soldados empezaron a moverse a un ritmo constantedetrás de la pared de escudos, siguiendo el camino que cruzaba el desfiladerohacia Gobannio. Los britanos siguieron su paso, arremetiendo como locos contralos escudos y arriesgándose a embestir de vez en cuando alguna extremidadexpuesta o hueco que se abría entre ellos. Por su parte, los romanos tambiénutilizaban sus espadas contra el enemigo. Algunos de ellos todavía conservaban

sus jabalinas, y aprovecharon su may or alcance con buen resultado, espetandocon ellas a los nativos que se acercaban demasiado a la hilera de escudos. Lossoldados de la columna dejaron un rastro de cuerpos a su paso, muertos ymoribundos, la mayoría de ellos britanos, pero también a algunos romanos, a losque masacraron en cuanto quedaron atrás.

Los animales se habían desperdigado, corriendo ofuscados en un esfuerzoinútil por escapar de las llamas que les chamuscaban el lomo, y entonces fueronCato y los tracios los que tuvieron que mantener abierta la línea de marcha.Fueron atacando de un lado a otro del camino, dispersando a los grupos deguerreros enemigos que intentaban resistir frente a la formación de cuadro queavanzaba poco a poco por el desfiladero. Como Cato había previsto, el enemigocay ó sobre los carros abandonados y los saqueó en busca de objetos de valor,piezas de armadura y armas. Carataco se vio obligado a cabalgar hacia susseguidores y conducirlos de nuevo al frente para que el combate se reanudaracon fervor.

Habían recorrido poco más de kilómetro y medio con escasas bajas cuandose aproximaron a la leve pendiente antes de que el valle se estrechara, y Catoestaba reorganizando a sus hombres para otra acometida contra el enemigocuando el centurión Estelano, que se había adelantado un poco, tiró de las riendasde repente y se quedó mirando cuesta abajo. Se volvió y, alarmado, le hizo señasa Cato.

—¡Señor! ¡Aquí! ¡Tiene que ver esto!Las cuadrillas de guerra enemigas se habían replegado y estaban observando

a los tracios con cautela, de modo que Cato aprovechó la breve tregua paraconducir su caballo hacia donde esperaba Estelano. En cuanto detuvo su monturajunto a él, el motivo de la consternación del centurión le quedó muy claro: elcamino estaba bloqueado por un rústico parapeto que se había levantado a todaprisa con rocas y árboles talados. Frente a la barricada y los árboles de amboslados, había una hilera de estacas toscamente afiladas que sobresalían inclinadasdel suelo, y que se extendían por la estrecha longitud del valle hasta los peñascos.Detrás de las defensas estaba el enemigo, con las armas preparadas, lanzandodesafíos. Cuando Cato, y unos cuantos tracios que le siguieron, se reunieron conel centurión, los abucheos de los britanos se incrementaron hasta quereverberaron burlonamente en las montañas de ambos lados.

Cato quedó momentáneamente desconcertado. No había visto que ningunacuadrilla de guerra se adelantara a la columna. Entonces cayó en la cuenta.Aquellos eran los hombres que habían estado siguiendo a Mancino desdeGobannio. Les habían seguido y hostigado con su presencia hasta asegurarse deque caían en la trampa, y luego habían empezado a poner en práctica el últimoelemento del plan de su comandante: cerrarles toda retirada posible. Cato nopudo más que admirar la astuta inteligencia del rey de los catuvellaunos. Una vez

más, había sido más listo que sus oponentes romanos.El momento pasó, y la admiración de Cato se convirtió en un terror gélido.

Ahora la posibilidad de sobrevivir era mínima. Tenían que abrirse paso, o nohabía ninguna duda de que todos morirían allí mismo.

Capítulo XXXIII

—Tribuno Mancino, tú y tus hombres tendréis que resistir aquí y no ceder terrenohasta que hayamos terminado el trabajo —explicó Cato—. Ya han caído untercio de los hombres. Necesitaré una centuria de los auxiliares galos paraatravesar la barricada. Eso te deja corto de personal. Estelano hará lo que puedapara proteger los flancos, pero todo dependerá de que el resto de la escolta y delos refuerzos de la guarnición sean capaces de rechazar al enemigo.

El tribuno asintió y acomodó la mano en el asa de su escudo.—Cumpliremos con nuestro deber, señor.Por detrás de ellos, en la dirección de Bruccio, los siluros y demás miembros

de las tribus britanas que seguían a Carataco se estaban concentrando en un granfrente que ocupaba toda la anchura del valle, y se preparaban para otraacometida contra los escudos de los romanos coreando sus gritos de batalla cadavez con más fuerza.

Cato sonrió al tribuno.—En este caso no bastará con cumplir con vuestro deber. Necesito que tú y

tus hombres seáis unos malditos héroes.Mancino le devolvió la sonrisa.—Los que van a morir…Cato meneó la cabeza.—No es exactamente lo que tenía pensado. Os veré a ti y a tus hombres al

otro lado de la barricada cuando hayamos conseguido cruzar.—Sí, señor. Buena suerte.Cato lo saludó con un gesto, y fue a reunirse con los auxiliares de la Primera

Centuria de la cohorte de Fernando. Habían formado en columna de a ocho ydiez en fondo, en orden cerrado. Cato había dejado su lanza y a Aníbal al cuidadode uno de los heridos leves, y desenvainó la espada mientras ocupaba su posiciónen la primera fila de la centuria. El comandante de la cohorte lo mirósorprendido y con aire indeciso.

—Señor, este ataque debería dirigirlo yo. Estos son mis hombres.—Y están llevando a cabo las órdenes que he dado yo. No voy a pedirles que

corran un riesgo que no afrontaría yo mismo.Fernando asintió, respetuoso.—Como quiera, señor.Cato agradeció el gesto.—Vuelve con el resto de tu cohorte. Algo me dice que el enemigo no

esperará mucho más antes de atacar otra vez.El centurión lo saludó con una inclinación, dio media vuelta y se fue a paso

ligero hacia sus hombres, alineados a la derecha de los legionarios que ocupabanel centro, en tanto que los refuerzos que iban destinados al fuerte ocupaban la

izquierda. Aparte de eso apenas había diez hombres en cada uno de losescuadrones tracios que se situaron al final de cada línea. Ellos contendrían elprimer ataque de Carataco y su horda, pero después la cosa estaría en manos delos dioses. El prefecto levantó el escudo redondo delante de su hombro izquierdoy lo golpeó dos veces con la espada para darse ánimos; luego levantó la brillantehoja y la sostuvo en horizontal.

—¡Adelante, a mi paso! —ordenó.Los auxiliares que estaban a su lado y tras él apretaron los dientes y tensaron

sus músculos, antes de ponerse a paso ligero con una expresión de determinaciónen el rostro. Eran perfectamente conscientes de que su supervivencia y la de suscompañeros dependía de que se abrieran paso por la barricada y de que luegomantuvieran abierta la brecha el tiempo suficiente para que el resto de lacolumna se retirara por el camino que cruzaba el cerrado bosque de pinos.

—¡Uno, dos! ¡Uno, dos! —Entonaba Cato repetidamente, y la densaformación avanzó pisando con fuerza hacia la hilera de estacas que seencontraba a menos de cien pasos más adelante. Más allá, los guerrerosenemigos alineados en las defensas improvisadas blandían sus armas ydesafiaban a su enemigo a acercarse y presentar combate. Cato oyó el toque delos cuernos de guerra a sus espaldas, al que siguió un enorme rugido cuando elgrueso de los britanos se precipitó hacia la delgada línea romana que protegía laretirada.

Los auxiliares fueron avanzando paso a paso por el camino hacia el enemigo,y Cato vio que un hombre trepaba a lo alto de la barricada y hacía girar unahonda de cuero por encima de su cabeza.

—¡Escudos en alto! ¡Formad en testudo!Las filas interiores de la formación levantaron sus escudos, una a una, desde

el frente, y detrás de los escudos la centuria se convirtió en un apiñado mundo depenumbra, jadeos, olor a sudor y plegarias murmuradas a los dioses. Los sonidosamortiguados del otro lado quedaron repentinamente ahogados por el fuertetraqueteo de los proy ectiles de honda que alcanzaron el objetivo y azotaron lasuperficie de cuero de los escudos. Cato bajó la cabeza hasta que solo pudoatisbar por el borde del escudo, y alzó la voz mientras continuaba entonando elpaso.

—¡Uno, dos!Uno de los auxiliares soltó un grito de dolor cuando un proyectil lo alcanzó en

la espinilla y le rompió el hueso. Abandonó la formación, y se cubrió como pudocon el escudo mientras otro soldado ocupaba su lugar. El bombardeo seintensificó cuando llegaron a la hilera de estacas y Cato dio el alto a laformación. Cuando ordenó a dos hombres que arrancaran la primera de lasestacas, otro auxiliar fue alcanzado por una piedra que rebotó en un escudo y ledio en la cara, rompiéndole el pómulo e inutilizándole un ojo. El hombre soltó un

breve gemido, pero mantuvo su posición.—Buen chico —le gritó Cato desde el otro lado.Retiraron la primera estaca, y luego otra. Los proy ectiles de honda, y

también piedras más grandes lanzadas a mano, seguían estrellándose contra losescudos. A continuación, se oyó un grito y el estruendo de un cuerno, por lo queCato se arriesgó a echar un vistazo por encima del escudo y vio a unos guerrerosenemigos que trepaban por la barricada y se precipitaban hacia los auxiliares.

—¡Ya vienen! ¡Preparaos!Al cabo de un momento, Cato notó el impacto contra su escudo. Retrocedió

un paso tambaleante, antes de dar un empujón brutal y restablecer la línea alfrente de la formación. Se les vinieron encima más golpes, y unas manos quequerían arrancarles los escudos aparecieron en los bordes, pero los auxiliaresresistieron e iban empujando sus espadas hacia el exterior, acuchillando a losguerreros que los rodeaban. Los dos hombres que se ocupaban de las estacas, acubierto gracias a sus compañeros, continuaron con su tarea, arrancándolas delsuelo con gruñidos de esfuerzo.

De pronto, se oy ó un cruj ido ensordecedor, saltaron astillas por todo elespacio de detrás de los escudos y un ancho haz de luz penetró en la penumbra.Cato se volvió, y vio que un enorme guerrero siluro, desnudo de cintura paraarriba y cuyo cuerpo musculoso estaba cubierto de sinuosos tatuajes azules,echaba hacia atrás un enorme martillo de guerra con intención de asestar otrogolpe. El primero había destrozado un escudo y se había hundido en el pecho delhombre que lo sostenía. Ahora el soldado estaba tendido en el suelo, parpadeandomientras la sangre borboteaba y salía a chorros de su boca. El martillo giró en elaire describiendo un arco brutal y golpeó de nuevo, con lo que hizo que otrosoldado saliera despedido hacia sus compañeros.

—¡Mierda! —exclamó Cato entre dientes cuando dos guerreros se metieron ala fuerza por el hueco.

Uno de ellos llevaba una lanza de caza que clavó en el estómago de otroauxiliar. El segundo guerrero entró corriendo aferrando un hacha pequeña con laque alcanzó en el brazo a otro hombre. Los demás soldados retrocedieron demanera instintiva, y la formación empezó a romperse.

—¡Mantened la posición! —rugió Cato.Justo en aquel momento, unos dedos se cerraron en torno al borde de su

escudo e intentaron arrancárselo de la mano. Cato arremetió con la espadacontra aquellos nudillos y se vio recompensado con un grito agudo de dolorcuando dos dedos salieron volando y el guerrero retiró rápidamente su maltrechamano. El prefecto vio cómo el gigante del martillo de guerra acababa con otrohombre utilizando un golpe por encima de la cabeza que aplastó el casco delauxiliar y el cráneo de debajo. Un estallido de sangre salió del rostro y las orejasde la víctima. Más enemigos se habían introducido a la fuerza en la formación.

Cato se dio cuenta enseguida de que no aguantarían, y que sería un suicidiocontinuar con su plan original.

Sintió una amarga punzada de frustración e inspiró profundamente.—¡Replegaos! ¡Replegaos!Mantuvo el escudo levantado mientras se retiraba paso a paso con cautela.

Los demás soldados cerraron filas y se ajustaron al paso que Cato iba marcando.El enemigo siguió hostigándolos, y el gigante dirigía su ataque haciendo girar suarma, que aplastaba a un auxiliar tras otro. Cato sabía que debía detenerlo antesde que quebrara el ánimo de los supervivientes de la centuria. Detuvo laformación, y aguardó a que el martillo volviera a alzarse para asestar otro golpepor encima de la cabeza. Cato se lanzó entonces hacia adelante, al tiempo queempujaba el escudo hacia arriba contra la cara del gigante. El golpe le rompió lanariz con un leve cruj ido, y Cato describió un corto arco invertido con la espadarodeando el borde del escudo y lo apuñaló en la axila. El golpe no llevaba lafuerza suficiente como para romper hueso y la hoja abrió un desgarrón pocoprofundo en su carne tatuada, pero Cato no aguardó para terminar el trabajo, sinoque retrocedió y continuó ordenando la retirada de la centuria. Vio que el giganteretrocedía tambaleándose, aturdido, mientras la sangre corría por su cara. Suscompañeros soltaron un gruñido de preocupación al verlo, y se apartaron de losescudos de los auxiliares el tiempo suficiente para que se abriera un espacio entrelos dos bandos. Había muchos más britanos que romanos tendidos en el suelo yeso, junto con la pared de escudos y las puntas letales de las espadas quesobresalían entre ellos, bastó para disuadir al enemigo de continuar hostigándolos.Se conformaron con abuchear a los romanos que se retiraban, hasta que uno desus jefes tuvo el tino de ordenar a gritos a sus hombres que volvieran a plantar lasestacas arrancadas.

Cato condujo a sus hombres fuera del alcance de las hondas, y luego lesordenó que formaran en línea para cubrir la retaguardia del resto de la columna.Cuando tuvo tiempo de volver su atención al combate por la línea de batallaprincipal, el enemigo y a se estaba replegando. Pero se lo habían hecho pagar tancaro como lo habían pagado ellos, y la línea romana era de tan solo uno en fondoen casi toda su longitud. Cato se dio cuenta de que el próximo ataque la romperíasin duda alguna. Corrió hacia el tribuno Mancino, al que un ordenanza le estabavendando una herida en el brazo.

—No podemos abrirnos paso —le informó Cato.—Ya lo vi. —Mancino resopló—. No podemos abrirnos camino hacia

Bruccio, y no podemos retirarnos hacia Gobannio. No nos quedan muchasalternativas, señor.

—No. —Cato señaló una pequeña loma cerca del centro del desfiladero—.Allí es donde tenemos que situarnos.

El tribuno consideró la posición y se encogió de hombros.

—Es un lugar tan bueno como otro cualquiera para una última batalla.—Será mejor que ocupemos posiciones antes de que Carataco vuelva a por

nosotros.Mancino asintió, y en cuanto el vendaje estuvo atado despachó al ordenanza

con un gesto de la mano. Llevaron los tres carros a lo alto de la loma, e hicieronuna pequeña barricada con ellos y con los animales de tiro, a los que les cortaronel cuello. Cato ordenó a Estelano que reuniera a los tracios, de los que aúnquedaban doce con vida, aunque habían salvado a tres monturas más.

—Nos quedaremos junto a los carros y llenaremos los huecos si el enemigose abre paso.

—¿Si el enemigo se abre paso, señor? —comentó Estelano enarcando unaceja.

Cato hizo caso omiso del comentario, y observó cómo los legionarios yauxiliares se apostaban en torno a la loma. El enemigo sabía que el final estabapróximo, y empezó a avanzar poco a poco mientras Carataco indicaba por señasal contingente destinado a bloquear la retirada que se sumara a la matanza. Elgigante ensangrentado, que se había recuperado del golpe en la cabeza, trepó porencima de la barricada y se fue abriendo camino por entre las estacas paradirigir a su grupo, que era un poco más numeroso que los romanossupervivientes, balanceando el martillo mientras caminaba.

El último de los soldados ocupó penosamente su posición en la loma y sevolvió de cara al enemigo. Muchos y a estaban heridos, y llevaban traposensangrentados atados a toda prisa en alguna parte de sus miembros. Los escudosestaban maltrechos, y algunos tenían el borde partido por el impacto de lasespadas y las hachas.

Estelano, que estaba sujetando a Aníbal, le ofreció la montura a sucomandante, y Cato se encaramó a la silla. Desde su posición elevada, en mediodel perímetro defendido por los legionarios, paseó la vista por el pequeño círculode soldados que esperaban hombro con hombro. Los heridos de los carros nopodían hacer más que mirar, impotentes. Algunos tenían espadas o dagas en lamano, aunque Cato no estaba seguro de si tenían intención de luchar hasta elúltimo aliento o terminar con su vida antes que afrontar la posibilidad de tormentoa manos de los britanos. Los portaestandartes de las dos cohortes estaban encimadel pescante de uno de los carros, donde las banderas de las unidades ondearíanpor encima de las cabezas de los soldados hasta el final.

Mancino se acercó a Cato y le tendió la mano.—Es una pena que nuestra relación haya sido tan corta, señor. Y una lástima

que no se quedara en el fuerte.Cato suspiró e hizo un gesto hacia el contingente de refuerzo.—Iban a sumarse a mi unidad. No podía quedarme de brazos cruzados y

dejar que los aniquilaran.

Mancino sonrió.—Si me lo permite, le diré que tiene una visión un tanto anticuada de lo que es

el deber de un comandante.—Es posible, pero el rango conlleva cargas, además de privilegios. —Cato se

llevó una mano a la boca para hacer bocina—. ¡Muchachos! Es lamentable queestemos aquí, pero ahora solo nos queda un deber que cumplir. Llevarnos pordelante a tantos de esos cabrones como podamos. Cada uno que muera ennuestras manos es uno menos con el que Roma tendrá que lidiar. Nos vengarán.Podéis estar seguros de ello. Eso será trabajo de nuestros compañeros. ¡Hagamosque se sientan orgullosos! En cuanto al enemigo, ¡vamos a demostrarle cómomueren los romanos! —Desenvainó la espada y la levantó por encima de lacabeza—. ¡Por Roma y por el emperador!

—¡Por Roma! —repitió Mancino, y el grito se propagó por toda la lomamientras los hombres se disponían a vender caras sus vidas.

Cato vio al comandante enemigo y sus compañeros cabalgando a la cabezade las filas de britanos que se aproximaban, y se preguntó si Carataco lesofrecería la oportunidad de rendirse. De ser así, sabía que no podía aceptar.Después de la cruel destrucción con la que Querto había castigado a los parientesde los siluros que estaban allí, no habría clemencia para los prisioneros romanos,y lo único que estos podían esperar era vivir lo suficiente para que les dieran unfinal doloroso y despiadado. Pero no, Carataco no daba muestras de que suintención fuera ofrecerles condiciones. Mientras se dirigía a sus hombres, habíaun inconfundible tono triunfal en las palabras que pronunciaba en su idiomanativo. Los guerreros enemigos se amontonaron en torno a la loma hasta que larodearon por completo y empezaron a acercarse. Sus gritos eranensordecedores, y sus rostros tenían grabadas expresiones de odio y triunfomientras agitaban los puños en el aire y mostraban sus armas y escudos hacia losromanos. Finalmente, cuando ya se encontraban a no más de unos pasos dedistancia, los siluros que estaban al frente parecieron verse poseídos de pronto porun primitivo y cruel instinto de venganza, y la sed de sangre se extendió por susfilas como si un rayo los uniera a todos y los lanzara al unísono contra elenemigo, estrellándose contra los escudos e intentando furiosamente abrir huecosentre ellos para atacar a los hombres que había detrás.

La línea aguantó la primera embestida. Los romanos luchaban por su vidacon una brutalidad desesperada que igualaba la de sus oponentes. Los cuerposcaían frente a los escudos, y los britanos tenían que trepar por encima de suscompañeros para llegar a los legionarios y auxiliares. Pero los defensores de laloma empezaron a caer, uno a uno, y con cada baja el círculo se estrechaba másen torno a los carros y el grupo de j inetes que había junto a ellos. Cato decidióconducir a sus hombres contra Carataco en una última embestida desesperada,con la esperanza de que un milagro le permitiera acercarse lo suficiente para

intentar acabar con la vida del comandante enemigo. Pero Carataco se quedóatrás, con sus hombres, observando la destrucción de lo que quedaba de lacolumna de refuerzo.

El prefecto dedicó unos instantes a pensar en la forma en que iba a morir. Eracierto que había sido una locura salir en auxilio de los hombres que entonces lorodeaban, pero no habría podido vivir con esa carga si no lo hubiera hecho.Además, la euforia que sintió tras vencer a Querto le había liberado de sustemores. No solo había derrotado al tracio, sino también al miedo de una muertecertera. Confiar su vida a su valentía y habilidad con las armas había resultadoliberador. Quizás había sido esa sensación de triunfo lo que le había empujadohacia aquel final. Eso, y la esperanza de que sus actos pudieran ayudar a salvar aesos hombres. Ahora que estaban condenados, decidió que haría que su sacrificiotuviera valor al menos para Macro. Si mataban a suficientes siluros, eso podríaminar su voluntad de continuar atacando el fuerte. Le proporcionaba ciertoconsuelo pensar que su último servicio en la vida sería de ayuda para el únicoamigo de verdad que había tenido.

A una corta distancia, el gigante que había desbaratado la formación deltestudo se abrió paso hacia el frente a empujones para intentar arremeter contraun legionario con su enorme martillo de guerra. El soldado levantó el escudo paraparar el golpe, pero el impacto lo destrozó e hizo caer al hombre de rodillas. Elsiluro propinó entonces un brutal puntapié a su oponente, que lo tumbó en el suelo.Acto seguido, le asestó otro golpe, que se hundió en su pecho y lo dejó inmóvilsobre la hierba manchada de sangre.

—¡Estelano! —le gritó Cato—. Acaba con ese.El centurión asintió con la cabeza, bajó la lanza e hizo avanzar a su montura.

El siluro alzó la mirada y, al ver a otra posible víctima de su hercúlea fuerza,profirió un rugido brutal y levantó el martillo volteándolo sobre sus hombros. Elarma se desplazó por el aire con un movimiento borroso, y alcanzó al caballo aun lado de la cabeza. Al mismo tiempo, Estelano tiró una estocada y su lanzaatravesó el grueso cuello del gigante y le salió por encima del omoplato. Soltó unrugido de dolor y furia, que se interrumpió bruscamente cuando la sangre le llenóla tráquea y la boca. El caballo, sin embargo, se tambaleó hacia un lado y, alcaer, rodó sobre el centurión y golpeó en la espalda a otros tres legionariosenzarzados en combate. El animal agitó las patas, con lo que abatió a otros doshombres y dejó una abertura en la línea romana. Los britanos se precipitaronhacia ella de inmediato e irrumpieron más allá del cerco de defensores de laloma. El gigante, que aún se mantenía en pie, se acercó con paso vacilante alcaballo, que continuaba coceando, y se inclinó para agarrar a Estelano del cuello.El centurión solo pudo mover un brazo para lanzar un golpe a la mandíbula delgigante, pero tuvo el mismo efecto que si hubiera estado dándole unas palmaditasa un perro. Un instante después, unas manos poderosas le retorcieron la cabeza

con un movimiento brusco y le rompieron el cuello; luego el britano, sangrandopor la boca, puso los ojos en blanco y se desplomó sobre su víctima.

Más guerreros subían por la loma en tropel, precipitándose por encima de loscuerpos y desplegándose al tiempo que se lanzaban contra los romanos. Elperímetro se venía abajo, por lo que los soldados combatían y a individualmente.Otros lo hacían espalda contra espalda o formaban pequeños grupos quearremetían con ferocidad contra los guerreros que se arremolinaban en torno aellos.

—¡Los estandartes! —gritó Mancino mientras retrocedía hacia los carros. Sevolvió a mirar a Cato—. ¡Salve los estandartes!

Cato vaciló un instante, debatiéndose entre su deber de luchar junto a suscompañeros y la deshonra en la que se sumirían todos si el enemigo capturabalos estandartes. Se volvió hacia los portaestandartes que estaban en el carro yenvainó la espada.

—¡Dádmelos!Los dos hombres se los entregaron, y Cato pasó el estandarte de los auxiliares

a uno de los tracios y se quedó con el de los legionarios, cuya base metió en elristre de cuero de la lanza. Un grupo pequeño de guerreros siluros se retiró delcombate que tenía lugar más abajo y empezó a correr cuesta arriba hacia loscarros.

—¡Salgan de aquí! —gritó Mancino al prefecto, y acto seguido echó a correrpara ir al encuentro del enemigo, tumbó a uno con el escudo y apuñaló a otro enel estómago. Liberó la hoja de un tirón y arremetió de nuevo hasta que se leecharon encima otros tres hombres que lo hicieron retroceder y lo arrojaron alsuelo. El tribuno gritó una última vez—: ¡Márchese, señor!

Cato hundió los talones.—¡Cuervos Sangrientos! ¡Seguidme!Bajó directo a la refriega con la intención de abrirse paso a la fuerza y

dirigirse a la burda barricada al amparo de los árboles, aprovechando que loshombres que bloqueaban el camino habían abandonado su posición para sumarsea la destrucción de la columna romana. Los doce j inetes se mantuvieron juntos,y aquellos que se cruzaron en su camino se apresuraban a apartarse y daban lavuelta para lanzarles tajos y cuchilladas cuando pasaban ruidosamente. Lossonidos del combate inundaban el aire, y en torno a ellos se extendía un furiosomar de armas centelleantes y chorros de sangre. Un joven con unos ojos comoplatos dio un salto hacia Cato con las manos por delante, en un intento de hacersecon el asta del estandarte, pero él le propinó una patada y la suela tachonada dela bota se estrelló en la cara del siluro y lo hizo salir despedido. Atravesaron loque quedaba de la línea romana, y se arrojaron hacia las filas de los britanos.

Por delante de ellos, un guerrero más astuto se situó a un lado de los caballosque se acercaban y atacó con su lanza de caza. Cato viró para apartarse, pero el

j inete que lo seguía no vio el peligro y la lanza quedó atrapada entre las patas delcaballo, que cayó de bruces y arrojó al j inete de la silla. El tracio salió volando,abalanzándose sobre un grupo de guerreros, a los que tiró al suelo, que deinmediato se le arrojaron encima como perros salvajes. Otro tracio fuealcanzado por un hacha que casi le cercenó la rodilla, pero el hombre dejóescapar un rugido desafiante, apretó los dientes, presionó el muslo con fuerzacontra la silla y siguió cabalgando. La concentración de enemigos era cada vezmenos densa, y Cato vio que casi habían conseguido salir de ella. Por delante seextendía un terreno abierto hasta la barricada, donde los pinos se unían al lado deldesfiladero cubierto de rocas. Hundió los talones en los flancos de Aníbal, y elcaballo torció en esa dirección. Los tracios le siguieron a toda velocidadarrollando a los últimos enemigos, y llegaron a terreno abierto. Los cascos de loscaballos provocaban un retumbo sordo al golpear contra el suelo de turba, y Catoespoleó más aún a Aníbal, en su desesperado intento por salvar los estandartes yconservar un poco de honor tras la masacre que estaba teniendo lugar por detrásde ellos.

Llegaron al extremo de la hilera de estacas y aminoraron el paso paraadentrarse en los árboles. Cato frenó a su caballo y volvió la vista atrás hacia laloma. El combate casi había terminado. Los siluros se arremolinaban sobre loscarros, arremetiendo contra los heridos indefensos que y acían en su interior. Yasolo aguantaban algunos pequeños focos de resistencia. Cato guio a Aníbal porentre los árboles para desaparecer en el bosque, antes de que el enemigo volvierala atención hacia el pequeño grupo de j inetes que había escapado. Las gruesasramas de los pinos filtraban la luz que, salvo por algunos haces dorados que lahendían aquí y allá, adquirió un tono verde apagado. El sonido del combate quedóamortiguado, y los j inetes empezaron a oír el canto de los pájaros en lo alto. Elsuelo estaba cubierto de pinaza y ramas de muchos años, y los caballoszigzagueaban con paso suave por entre los rectos troncos de los árboles,adentrándose en el bosque. Cato sabía que tenían que volver al camino lo antesposible y permanecer por delante del enemigo. Si se quedaban en aquel bosque,Carataco no tardaría en poder formar una batida con sus guerreros paraestrechar el cerco y acabar con ellos.

—Señor… —Uno de los hombres irrumpió en sus pensamientos, y Catolevantó la mirada.

El tracio señaló al hombre al que habían herido en la rodilla.—Tenemos que ocuparnos de Eumenes. No puede ir muy lejos con la pierna

en ese estado.Cato vio que el soldado de caballería herido sufría terriblemente, y que la

pierna le colgaba inerte del poco tej ido que aún mantenía unida la articulacióndestrozada. La sangre goteaba de su bota al suelo del bosque. Cato le dijo que nocon la cabeza.

—No podemos detenernos. Tendrá que arreglárselas hasta que pongamos unpoco de distancia entre nosotros y el enemigo.

—Señor, no puede cabalgar mucho más en estas condiciones.Cato sabía que era cierto. Igual que sabía que correrían un riesgo enorme si

se detenían para atender al herido. Una lástima. Tenían que salvar los estandartesy llegar a Glevum. Era fundamental que el gobernador Ostorio supiera lo antesposible cuál era el paradero de Carataco y su ejército. Se armó de valor yrespondió al j inete:

—Véndasela y luego alcanzadnos. Tiene que seguir cabalgando. Si no puede,debemos dejarlo atrás.

El tracio saludó con amargura y fue a ayudar a su compañero. Una vez dadala orden, Cato sacudió las riendas, agitó la mano para indicar a los demás quesiguieran adelante y se dirigió al camino de Gobannio.

Capítulo XXXIV

A media tarde, el cielo se había despejado de nubes y el sol brillaba sobre elfuerte de Bruccio. Macro había dado órdenes de que la almenara se mantuvieraencendida y, ahora que la brisa había cesado, la gran columna de humo se alzabapor encima del valle. En las horas transcurridas desde que Cato había salido conlos dos escuadrones por la puerta lateral, Macro había permanecido en la torredel portón principal, el punto más alto del fuerte. Primero observó a los j inetesmientras subían al saliente que recorría la montaña, hasta que se perdieron devista, y luego vio cómo la última de las cuadrillas de guerra desaparecía al otrolado de la cima del final del desfiladero, siguiendo a Cato y a los suyos. El restodel campamento enemigo se había acomodado para seguir con su vigilancia. Losexploradores observaban el fuerte desde una distancia prudencial, mientras suscompañeros empezaban la rutina diaria de salir en busca de comida, leña ymadera para la construcción de refugios. También estaban atareadosconstruy endo una especie de parapetos portátiles, que usarían a modo de escudopara protegerse de las jabalinas de los defensores cuando se diera la orden deatacar de nuevo el fuerte.

—Parece ser que esos muchachos bárbaros son capaces de aprender —murmuró Macro con ironía para sus adentros.

Su expresión retomó su seriedad inmutable cuando volvió la mirada de nuevohacia el desfiladero. Lo atormentaba no saber cómo estaba resultando ladesesperada acción de rescate que había emprendido su amigo. La guarniciónnecesitaba urgentemente a los hombres de la columna de refuerzos, y si llegabacon la escolta mejor que mejor. Bruccio podría resistir fácilmente cualquierasalto del enemigo, pero solo si las dos cohortes recuperaban todos sus efectivos.Macro dirigió la mirada a lo largo del muro, y fue dolorosamente consciente deque los hombres que quedaban a duras penas podrían aguantar. Contaba conmenos de doscientos efectivos. Si Carataco ordenaba un ataque antes de queregresara Cato, había muchas probabilidades de que los britanos desbordaran lasdefensas. Aguzó la vista hacia el desfiladero, y admitió para sus adentros que eraposible que Cato no regresara. Había pasado mucho tiempo desde que su amigodejara el fuerte, y Macro no podía evitar temerse lo peor.

Apretó el puño y golpeó la empalizada con frustración. Podía haber pasadocualquier cosa. Puede que hubieran ahuyentado a Carataco, o que la columna derefuerzo se hubiera visto obligada a retirarse a Gobannio. Podía ser incluso que labatalla aún prosiguiera con furia en los confines del desfiladero. Todavía no habíaningún indicio de cuál de aquellas tres posibilidades era la más probable. Seapoyó en la barandilla de madera, y cerró sus doloridos ojos para descansarlosun momento, consciente de que con lo poco que había dormido los últimos díasno aguantaría mucho más. Sentía los miembros entumecidos y pesados, y por

primera vez empezaba a preguntarse cuántos años más le quedaban de servircomo soldado. Macro había conocido a muchos veteranos que habían servidomucho más de los veinticinco años para los que se habían alistado. Mucho más delo que les convenía, francamente. Pero el ejército tendía a pasar por alto ladesventaja de su edad avanzada porque valoraba la inestimable experiencia quehabían acumulado sirviendo en las legiones.

Por lo que a Macro respectaba, él, al igual que muchos veteranos, habíasoñado con retirarse a una pequeña granja etrusca con unos cuantos esclavos quetrabajaran para él, y con pasarse las noches en la taberna local reviviendoexperiencias con otros veteranos. Ahora que la perspectiva se hacía cada vezmás inminente, se daba cuenta de que contemplaba aquella idea con desdén…,incluso con desesperación. La vida militar era lo único que conocía. Lo único quele importaba y que amaba de verdad. ¿Qué era la vida sin la rutina, lacamaradería y la emoción, que le sentaban como un guante?

Dejó vagar la mente un momento, y se sumió en el cálido y viciadoambiente de los recuerdos agradables, hasta que un pinchazo en la barbilla lodespertó con una sacudida y se espabiló de pronto, parpadeando. La cabeza se lehabía ido inclinando de tal modo que la carne bajo el mentón se le habíaenganchado con una astilla de la baranda. Se irguió bruscamente, horrorizado porla idea de haberse permitido quedarse dormido, aunque solo hubiera sido unmomento. Un legionario podía ser ejecutado por quedarse dormido estando deguardia. Macro se reprendió con amargura, diciéndose que el hecho de que él noestuviera de servicio no era excusa. Era imperdonable, y echó un vistazo por latorre para ver si alguno de los dos soldados que montaban guardia se había dadocuenta. Por suerte, tenían la atención centrada en el campamento enemigo, yMacro se permitió un breve suspiro de alivio. Nada de lo que él pudiera hacerafectaría el resultado de lo que fuera que estuviese ocurriendo en ese malditodesfiladero. Sería mejor permitirse un poco de descanso y algo de comer,mientras la situación en el fuerte estuviera en calma. Seguro que más tardenecesitaría las fuerzas que ahora pudiera recuperar.

Macro estiró los hombros con aire despreocupado y se dirigió a la escalera.—Estaré en el cuartel general. Si hay algún indicio del prefecto o de nuestra

columna, o de cualquier otra cosa, enviad a buscarme de inmediato.—Sí, señor. —Uno de los centinelas lo saludó con una inclinación de la

cabeza.Macro bajó por la escalera y, mientras salía de la torre, se desabrochó el

barboquejo. Se metió el casco debajo del brazo, se quitó el casquete acolchado yse rascó con placer el pelo apelmazado que se le había pegado a la cabeza. A loslegionarios los habían relevado del servicio durante la mañana, y estabantendidos o sentados en el terraplén de la muralla. Algunos conseguían dormir,mientras que otros conversaban en voz baja. Solo había un grupo jugando a los

dados junto a la esquina de la torre, donde su alboroto no molestaba a loscompañeros que descansaban.

Al entrar al patio del edificio del cuartel general, Macro intercambió unsaludo con el centinela. Aunque se necesitaran a todos los hombres para defenderlos muros, seguía siendo necesario asegurarse de que el cofre de la paga de laguarnición estuviera bajo vigilancia. Una vez en las dependencias delcomandante, Macro dejó el casco en una mesa y llamó a Décimo.

No obtuvo respuesta, ni tampoco oyó ruido de pasos, y Macro frunció elceño. Al asistente de Cato le habían ordenado regresar al cuartel general despuésde la pelea con Querto.

—¡Décimo! Maldito seas, hombre. ¿Dónde estás? —Los gritos del centuriónse oy eron claramente por todo el edificio. Con un gruñido de irritación, Macroechó un vistazo en el despacho del prefecto, pero no vio señales de vida y decidiódirigirse a la cocina, a ver qué podía encontrar para comer algo rápido. Cuandoentró en la habitación con su intenso olor a humo de leña, Macro percibió unasombra en el otro rincón, y se volvió para mirarlo bien.

—Joder… —susurró, inmóvil.Un cuerpo colgaba de un trozo de cadena, de la que dos eslabones pasaban

por un gancho de carne que había en una de las vigas. El hombre tenía la carahinchada, sus ojos parecían a punto de estallar, y una lengua púrpura sobresalíade su boca. Macro tardó un momento en reconocerlo, y meneó la cabeza conpena.

—Décimo… Cabrón estúpido.Mientras miraba fijamente el cuerpo que se balanceaba con lentitud en la

penumbra del rincón, la pena de Macro no llegó a abarcar la compasión. Lo quesintió fue un fatigado sentimiento de decepción hacia el criado por habersequitado la vida. ¿Por qué había optado por eso? ¿Por miedo al castigo por habertraicionado a Cato? ¿Por miedo a ser capturado por el enemigo cuando Brucciocayera? Fuera cual fuera la razón, Macro estaba seguro de que Décimo merecíaalgo mejor que el suicidio. Esa no era forma de morir para un hombre, y menospara uno que había sido soldado. No había ninguna justificación para semejantefinal. Macro no tenía tiempo para todas esas historias de nobles romanos que sequitaban la vida por el bien de Roma…, o de su linaje. Era mucho mejor morircon una espada en la mano, enfrentándote al enemigo y gritándole maldiciones ala cara mientras caías. Pero ¿esto? Macro soltó un largo suspiro. Esto era lo queelegía un cobarde… Por un instante, sin quererlo, se imaginó los últimosmomentos del asistente, y una vaga idea de la desesperación de aquel hombrelogró aferrarse a los pensamientos de Macro.

El centurión apartó aquellos pensamientos rápidamente. Esas cosas era mejordejárselas a las personas como Cato, se dijo mientras se dirigía a comprobar loque quedaba de las raciones en el estante que había sobre la encimera

prácticamente vacía. Encontró un pedazo de queso de los nativos y unos trozoscirculares y quebradizos de pan demasiado horneado. Era suficiente. Lo cogiótodo, retiró un taburete y se puso a comer sin más, negándose a dedicarle otramirada al cuerpo de Décimo.

Cuando apenas se había comido la mitad del queso, oy ó unos pasosapresurados por el pasillo que recorría toda la longitud de las dependencias delprefecto y terminaba en la cocina.

—¡Señor! ¡Señor!Macro masticó rápidamente para vaciarse la boca y tragó la comida.—¡Aquí!Un instante después, el centinela, casi sin aliento, apareció en la puerta.—Señor, el enemigo vuelve.A Macro se le hizo un nudo en el estómago.—¿Alguna señal de nuestros muchachos?—No, señor. Nad… —La respuesta murió en la garganta del centinela cuando

este vio el cuerpo. Se lo quedó mirando, ajeno a la expresión enojada de Macro.—¡Termina de rendir tu maldito informe! —le espetó Macro.—¿Qué…? —El legionario miró al centurión, que había roto el terrible

hechizo—. Sí…, lo siento, señor. Permítame que le informe de que los nativosestán volviendo del desfiladero. Vi a Carataco entre ellos, señor.

—Y ningún romano. ¿Estás seguro?—Sí, señor.—¿Ni prisioneros? —Todavía quedaba esa esperanza a la que aferrarse.—No distinguí a ninguno. Al menos antes de venir a informarle, señor.Macro se levantó y recogió lo que quedaba de su improvisada comida. Señaló

el cadáver con un gesto.—Baja eso y sácalo de aquí.Se dirigió a la puerta que salía al pasillo, y se detuvo en el umbral.—Pon a Décimo con los otros cadáveres. Más vale que le demos una

sepultura decente a este cabrón cuando todo esto termine.—Sí, señor. —El legionario asintió.Macro se lo quedó mirando.—Bueno, ¿a qué esperas? ¿Acaso quieres que la cocina empiece a apestar? Y

asegúrate de limpiar la porquería que tiene debajo.El legionario hizo una mueca, dejó la jabalina y el escudo junto a la mesa a

la que había estado sentado Macro, y fue a buscar un cubo de agua. Macrodirigió una última mirada al cadáver, meneó la cabeza y se marchó con pasoresuelto.

De camino a la puerta principal, su semblante adquirió una expresiónsombría. Si Carataco y sus fuerzas regresaban del desfiladero, podía darse porseguro que habían dado una buena paliza a la columna de refuerzo… Lo cual

significaba que la guarnición volvía a estar sola. Y con menos hombres quenunca para defender el fuerte. No era una perspectiva muy halagüeña, cavilóMacro. El único aspecto esperanzador de todo el asunto era que hubieran visto laalmenara desde más lejos, y que se hubiera enviado un mensaje al legadoQuintato para alertarlo de que la guarnición de Bruccio tenía problemas. Aun así,Glevum se hallaba a casi cien kilómetros de distancia… La Decimocuarta Legióntardaría al menos tres días en marchar al rescate de la guarnición… Y Macrosabía que no podrían resistir tanto tiempo.

Le dolían los músculos cuando subió a lo alto de la torre y se acercó alparapeto. El centinela que quedaba miraba fijamente hacia el valle, donde unagran columna de guerreros enemigos, con varios miles de efectivos, marchabapor el camino hacia el campamento. La bandera de Carataco ondeaba porencima del grupo de j inetes que iba en cabeza, y tras ellos iban las cuadrillas deguerra, una tras otra. Al ver que se acercaban, los hombres a los que habíandejado en el campamento salieron a vitorear el retorno de sus compañeros. El solse estaba hundiendo y a tras el borde de las montañas del oeste cuando losguerreros entraron en el campamento. Su resplandor roj izo inundaba el valle, yunas sombras alargadas se extendían por la hierba y el brezo en torno al fuerte.

Los soldados de la guarnición se alinearon en el muro principal y observaronen silencio. Macro distinguió unos cuantos caballos que las fuerzas enemigasllevaban a un lado. Las crines recortadas y las sillas eran de diseño romano, ysupo entonces que el intento de Cato de ay udar a los hombres de la columna derefuerzo había sido en vano. A Macro se le cay ó el alma a los pies al pensar quesu amigo había perecido junto con los demás hombres de los dos escuadrones detracios. Aguzó la vista, y recorrió las columnas de guerreros. Vio entonces quealgunos hombres iban apoy ados en sus compañeros, y otros más a los quetransportaban en parihuelas improvisadas hechas con ramas de pino y las capasrojas de los legionarios. Al fin, vio lo que esperaba ver. Una fila de prisioneroshacia el final de la columna. Una veintena de hombres más o menos, con lasmanos atadas a la espalda y sujetos en fila mediante unos trozos de cuerdaalrededor del cuello. Todavía llevaban la armadura puesta, y Macro vio que unode ellos llevaba el peto y la capa de un oficial, aunque se encontraba demasiadolejos como para estar seguro de su identidad. Se le aceleró el corazón ante laperspectiva de que pudiera tratarse de Cato, pero el breve momento de esperanzase enfrió al considerar la suerte que Carataco podría tener reservada a susprisioneros. Macro se dijo con amargura que, si el prisionero era Cato, mejorhubiera sido que muriera en combate.

Atardecía en el valle, y Macro dio la orden de que a la guarnición se le dieranraciones completas. No vio ningún sentido en dejar que los hombres continuaranpasando hambre. Lucharían mejor con el estómago lleno llegada la mañana. Enel campamento enemigo ya habían empezado a celebrar su victoria, y Macro

decidió que probablemente Carataco permitiría que sus hombres lo festejaran, yque el riesgo de otro ataque nocturno era muy pequeño. Aun así, hizo que lossoldados llevaran sus jergones al pie de la muralla, de modo que estuvieran cercaen caso de que tuviera lugar algún intento de atacar el fuerte.

Una a una, se fueron encendiendo las fogatas por el lecho del valle. Con la luzde las llamas, Macro vio que los guerreros enemigos bebían y comíancopiosamente. La guarnición de Bruccio incluso podía oír fragmentos decanciones y risas. La hoguera más grande ardía frente al refugio de Carataco, yel centurión lo distinguió con facilidad sentado con sus compañeros en el terrenoelevado de la plataforma de inspección que daba a la explanada de la plaza dearmas. Iba transcurriendo la noche, y no había indicio alguno de que lascelebraciones llegaran a su fin. La luna se alzó sobre las montañas y ocupó sulugar entre las estrellas. Entonces hubo un alboroto en la plaza de armas, y Macrovio unas figuras que se concentraban en torno a una hoguera más grande que lasdemás. Los britanos añadieron más leña aún, hasta que unas grandes lenguasamarillas y rojas lamieron la noche. Pronto fueron miles los que se apiñaban entorno al fuego.

—¡Centurión Macro!Macro se volvió hacia la voz y se asomó a la torre. A la luz de la luna,

distinguió vagamente a Petilio en el muro.—¿Lo ha visto, señor? Van a atacar. ¿Quiere que dé la alarma?Macro miro cuesta abajo. Si iban a lanzar un ataque, el enemigo no se estaba

molestando en absoluto en ocultar sus preparaciones. Entonces miró de nuevo alcenturión, que esperaba su respuesta.

—No hay necesidad de dar la alarma. Creo que Carataco y sus muchachossolo se están divirtiendo un poco. Dejemos descansar a los chicos. Al menos asíestarán más preparados de lo que lo estará el enemigo para enfrentarse a lo quetraiga la mañana.

Petilio guardó silencio un momento, y cuando contestó parecía un tantodecepcionado:

—Como quiera, señor… Espero que tenga razón.Las últimas palabras hirieron el orgullo de Macro, y a punto estuvo de

replicar con brusquedad a su subordinado, pero entonces cayó en la cuenta deque Petilio debía de estar aún más nervioso que él. No le haría ningún bien que susuperior le echara una bronca por una minucia como aquella.

—Duerme un poco, centurión. Yo los vigilaré un rato.—Sí, señor. —Petilio asintió, echó un último vistazo por encima del muro y

luego bajó por los peldaños de madera hasta el pie de la muralla y se sentó en sujergón, cruzó los brazos sobre las rodillas y bajó la cabeza.

Macro se apoy ó entonces en la baranda y observó a la multitud que secongregaba en torno al fuego. Estaba claro que algo iba a ocurrir, algo que

señalara el punto álgido de sus celebraciones. Entonces vio que un grupo pequeñosalía de la oscuridad y que la multitud se separaba ante él. Una figura alta convestiduras oscuras iba en cabeza. Tras él iban unos cuantos grupos de treshombres, cada uno de ellos con un prisionero inmovilizado entre dos britanos.Arrojaron a los prisioneros al suelo cerca del fuego, cinco en total. Llegaron másnativos, que llevaban unas estructuras de madera en forma de « A» . Ataron alprimer prisionero a la estructura con la cabeza en el vértice, y las extremidadesfirmemente atadas a lo largo de los maderos que formaban el ángulo. Cuando sehubieron terminado los preparativos, la figura vestida de oscuro hizo un gestohacia el fuego, y los hombres levantaron la estructura del suelo y la pusieronderecha. El prisionero empezó a retorcerse al ver el fuego, y solo entonces supo,al mismo tiempo que Macro, el destino que le esperaba. Varios hombressujetaban una cuerda enganchada en lo alto de la estructura, y fueron soltándolade manera que esta se inclinó hacia la hoguera. El silencio reinó entre la multitud,y al cabo de un momento se oy eron los gritos de dolor del hombre, querápidamente se convirtieron en alaridos desesperados. Los nativos soltaron unrugido cruel ante su sufrimiento. El soldado se movía nerviosamente, intentandosoltar las cuerdas que lo ataban a la estructura. El fuego prendió en su túnica, quese incendió, y el hombre quedó envuelto en llamas mientras sus gritos alcanzabanun nuevo tono de tormento y terror…, hasta que cesaron.

Macro se dio la vuelta porque ya no quería ver más. Se dejó caer en la torre,con la espalda apoyada en la dura madera de la empalizada, pero no podíaescapar a los sonidos escalofriantes de abajo: la escena se repetía con los otrosprisioneros. Alzó la mirada a las frías estrellas, y rezó a los dioses pidiendo lasalvación.

Capítulo XXXV

—No esperaba encontrarle aquí, señor.El legado Quintato contempló al individuo exhausto y manchado de barro al

que habían traído a sus dependencias poco después de que se hubiera retirado a lacama para pasar la noche. Se había puesto una túnica a toda prisa, y habíaacudido al despacho del comandante del fuerte de Isca para ver al hombre quehabía exigido que lo despertaran a tan avanzada hora.

—Prefecto Cato… Da la impresión de que las has pasado moradas.Cato estaba demasiado cansado para apreciar el lacónico comentario del

legado. Estaba tan agotado que a duras penas podía mantenerse en pie, perodebía rendir informe con toda la rapidez posible si aún había una posibilidad depoder salvar a Macro y los demás. No había bajado de la silla desde que salió deldesfiladero aquella mañana. Cabalgando junto con los tracios supervivientes,había salido del bosque a una corta distancia por delante de un grupo de j inetessiluros, que los habían perseguido hasta Gobannio. En aquella huida desesperada,se habían visto obligados a abandonar al herido. Sufría demasiado dolor paracontinuar, y ellos no podían llevárselo sin retrasarse ni arriesgarse a que losatrapara el enemigo. El hombre comprendió perfectamente la situación, sedespidió de sus compañeros, y desenvainó la espada antes de espolear a sucaballo por el camino para lanzarse contra sus perseguidores.

En Gobannio, a Cato le informaron de que el legado Quintato y su columnahabían avanzado hasta Isca. Cato dejó que los caballos descansaran una hora, yluego siguieron adelante, galopando durante toda la tarde hasta el atardecer yparte de la noche. Finalmente, vieron las fogatas distantes del campamento de laDecimocuarta Legión y de las cohortes auxiliares adscritas al mando del legado.Una patrulla de caballería los había divisado y, al ver el aspecto de los tracios, suprimera reacción fue tomarlos por enemigos. La presencia del prefecto fue loúnico que los había convencido de lo contrario. Cato exigió ver al legado deinmediato, y los escoltaron hasta el fuerte de Isca, en torno al cual habíaacampado el pequeño ejército. El prefecto dejó entonces los estandartes a cargode un tribuno del Estado Mayor del legado, y se dirigió de inmediato a lasdependencias privadas de Quintato para rendir su informe.

—Ha sido un día difícil, señor —respondió Cato con ironía—. Supuse queestaría en Glevum.

—Hace dos días recibimos órdenes de Ostorio para marchar y adentrarnosen territorio siluro. Parece ser que el gobernador ha perdido el contacto con elejército de Carataco, y sus patrullas no encuentran ni rastro de él. O se hadirigido al norte para que sus aliados brigantes se unan a él, o ha marchado haciael sur. Eso es lo que Ostorio quiere que averigüe.

—Pues ha ido hacia el sur, señor. Está asediando Bruccio. Es lo que he venido

a notificarle… Y también a informarle de la pérdida de la columna que me enviócomo refuerzo.

Quintato se lo quedó mirando.—¿Cómo dices? ¿Y la escolta? ¿El tribuno Mancino?—Los hemos perdido a todos, señor.—¡Imposible!—Les tendieron una emboscada en el desfiladero cercano al fuerte, señor.

Salí de Bruccio con algunos miembros de mi caballería con la intención deintentar avisarles y abrir una vía de escape para Mancino y sus hombres, peroquien tendía aquella trampa era el grueso del ejército de Carataco, y a puntoestuvimos de caer junto a ellos. A duras penas conseguí escapar con losestandartes, señor.

—¿Están a salvo? Bueno, algo es algo. Pero, por los dioses, he perdido casi milhombres.

—Y también perderá el fuerte, señor, a menos que lleve allí su columna deinmediato.

Quintato lo consideró un momento.—El fuerte es algo secundario, prefecto. La verdadera oportunidad es

alcanzar a Carataco y obligarlo a presentar combate. Si eso falla, puedo seguirlode cerca hasta que Ostorio llegue con su ejército y podamos atraparlo yaplastarlo entre los dos. —Le brillaron los ojos al pensarlo. Luego volvió a mirara Cato—. ¿Estás seguro de que es Carataco y de que tiene con él a todo suejército?

—Es él, sin duda alguna, señor. Ya lo he visto antes. Puedo reconocerleperfectamente. Y al menos tiene a diez mil hombres con él.

—Pues debe de ser cierto. Pero ¿por qué diablos quiere tomar Bruccio?—Por dos razones, señor. En primer lugar, porque la caballería tracia ha

estado haciendo estragos en territorio siluro durante los últimos meses.—Eso será obra del centurión Querto —comentó el legado asintiendo con la

cabeza—. Un magnífico oficial.Cato frunció brevemente los labios.—Sus métodos eran… poco corrientes, pero por lo visto sirvieron para

provocar a Carataco para entrar en acción.—Y supongo que querrás llevarte la parte del león por lo que respecta al

mérito, ¿no?—Nunca reclamaría ningún mérito por el trabajo de Querto, se lo aseguro,

señor. Pero lo más probable es que el motivo por el que Carataco fue tras laguarnición se deba a que capturamos a su hermano, Maridio. Es nuestroprisionero en el fuerte.

El legado sonrió.—Has estado ocupado, prefecto. Desde luego, parece ser que tanto tú como

el centurión Querto lo habéis hecho muy bien. Estoy seguro de que el gobernadorserá el primero en recompensaros generosamente a ambos si esto resulta en laderrota de Carataco. Claro que el principal beneficiado será Ostorio. Elemperador le concederá una ovación pública como mínimo. Un triunfoapropiado para una carrera tan larga al servicio de Roma.

—Yo no busco recompensas, señor. Y me temo que Querto tampoco va apoder aceptar ninguna.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no?—El centurión Querto está muerto, señor.—¿Muerto? ¿Cómo?Cato vaciló un instante.—Murió luchando, señor.El legado asintió.—No esperaría menos de él. Será vengado. Pero primero debemos marchar

hacia Bruccio sin pérdida de tiempo. Aguarda aquí, prefecto. Daré órdenes a miEstado Mayor de que tengan a los hombres preparados para levantar elcampamento con las primeras luces del día. —Se rascó la barba incipiente delmentón—. Son casi cincuenta kilómetros. Unos dos días de marcha. ¿A quién hasdejado al mando del fuerte?

—Al centurión Macro, señor.—¿Un buen soldado?—El mejor posible, señor.—Pues rezo para que lleguemos a tiempo de salvarlo, y a los demás. No

podemos permitirnos el lujo de perder buenos oficiales como él, y como Querto.—No, señor.El legado hizo un gesto hacia una jarra de vino que había en su mesa.—Sírvete mientras y o pongo las cosas en marcha. Volveré lo antes que

pueda. Necesitaré que me des más detalles.—Gracias, señor.En cuanto estuvo a solas, Cato se quedó inmóvil un momento, con la mente

embotada por el cansancio, pero no podía permitirse descansar todavía. Tomóuna de las copas de plata delicadamente decoradas del legado, y se sirvió unagenerosa cantidad de vino. Con la copa en la mano, se acomodó en un diván conun almohadón de crin y tomó un sorbo. Era un vino dulce, no exactamente delgusto de Cato, pero le hizo entrar en calor mientras fluía hacia su estómago.Resistió la tentación de apurar la copa y servirse otra. Necesitaba tener la cabezaen su sitio. Aún tenía que resolver ciertos asuntos con el legado antes de poder ir adescansar. Notó que se le cerraban los párpados y se puso de pie al instante, tandeprisa que llegó a derramar vino de la copa. La dejó en la mesa y se obligó acaminar sin parar de un lado a otro del despacho, pues no se atrevía a detenersey mucho menos a volverse a sentar. Tenía la sensación de tener la cabeza rellena

de lana, y le preocupaba que su mente no funcionara con la agudeza necesaria.El martilleo rítmico de un leve dolor de cabeza empeoraba aún más las cosas.

Pasó casi una hora antes de que Quintato regresara, completamente vestido yrecién afeitado, y Cato lo maldijo mentalmente por haberse tomado tiempo paraesta última tarea cuando debería haber vuelto allí para continuar con suconversación.

—Me alegra ver que aún estás despierto, prefecto. Pronto podrás descansarun poco. Le he dicho a mi esclavo personal que te prepare una cama en elcomedor de los tribunos. Allí también habrá comida caliente y bebida para ti.

Cato le dio las gracias con un gesto, y el legado regresó a su mesa y se sentó.Agitó la mano para indicarle a Cato que se sentara en el diván.

—Por favor.—Me quedaré de pie, señor.Quintato enarcó una ceja y se encogió de hombros.—Como quieras. Bueno, hay unos cuantos detalles que necesito aclarar. Dices

que Carataco tenía diez mil hombres, más o menos.—Es lo que calculé, señor.—Y de esos, ¿cuántos eran de caballería?Cato se esforzó por organizar sus ideas.—No más de quinientos.—¿Y la infantería? ¿Qué calidad tenía?—Una cuarta parte llevaba armadura. Ahora serán más tras la pérdida de la

columna y su bagaje. El resto llevan equipo ligero. Pero están muy motivados,señor. Rara vez he visto a hombres luchar con tanta dureza. Han sufridonumerosas bajas atacando el fuerte y la columna del tribuno Mancino, pero dudoque eso los contenga. Carataco sabe cómo sacar lo mejor de sus hombres.

—Puede ser, pero no estarán a la altura de la Decimocuarta Legión. Soloespero que permanezcan frente a Bruccio el tiempo suficiente para poder llegara la escena. Entonces acabaré con Carataco. Ese hombre ha sido una espina paraRoma durante demasiado tiempo. Si soy el elegido por los dioses para completarla tarea, quizá pueda compartir una ovación con Ostorio, ¿eh? —Quintato sonriócon timidez—. Nunca es malo ganarse el favor de la corte imperial, Cato.

—Según mi experiencia, es más sensato aún no tener nada que ver con lacorte imperial, señor.

Quintato le dirigió una mirada calculadora.—¿Hablas por experiencia?—Sí, señor.—Entiendo. Pues es una historia que vale la pena oír.Al principio Cato no respondió, sino que le devolvió la mirada con expresión

inescrutable.—Digamos que es fácil ganarse enemigos simplemente sirviendo al

emperador con lealtad y protegiendo sus intereses. Mi ascenso a prefecto fue larecompensa por un servicio así. Sin embargo, parece ser que lo que la vida te dacon una mano, te lo arrebata con la otra. Mi ascenso quedó compensado en labalanza al provocar la enemistad de un poderoso elemento de la corte.

—Sin duda te cruzaste en el camino de uno de esos libertos infernales quetiene. O eso, o en el de su nueva esposa y ese hijo suyo, Nerón.

Cato hizo caso omiso de su tentativa de sacarle más información.—Fue teniendo en cuenta dicha enemistad que aproveché la primera

oportunidad de abandonar Roma y asumir el mando de una unidad en unafrontera lejana. Esperaba poder dedicarme a una carrera militar y que meolvidaran, pero parece ser que esperaba demasiado. ¿Por qué si no iban a darmeel mando de la guarnición de Bruccio?

Quintato se acomodó reclinado en la silla y cruzó las manos.—No estoy seguro de seguir tu línea de pensamiento, prefecto.—Es muy sencilla, señor. El anterior prefecto murió en circunstancias

sospechosas. Lo más probable es que lo asesinaran.—Es una sugerencia muy grave.—El asesinato siempre es un asunto grave. Pero usted se conformó con no

investigar el asunto con demasiada atención, en tanto que le daba carta blanca alcenturión Querto para decidir a su antojo cómo hacer la guerra contra los siluros.

—No estoy seguro de que me guste el rumbo que está tomando estaconversación.

Cato se frotó la frente e hizo una mueca porque el dolor de cabeza estabaempezando a darle náuseas.

—Señor, no intento causar problemas. Solo quiero dejar las cosas claras entrenosotros. Si no le gusta lo que le digo, solo puedo asegurarle que a mí aún megusta menos que me persiga la mala voluntad de un enemigo que está lejos, enRoma. Por favor, tenga la cortesía de ser sincero, como lo estoy siendo y o.

El legado lo consideró un momento, y al cabo asintió.—Muy bien. Continúa. Pero puede que no quiera confirmar ni desmentir las

sugerencias que me plantees.—Lo entiendo, señor. —Cato tuvo que esforzarse unos instantes para poder

pensar con claridad, antes de seguir hablando—. Mi destino en Bruccio tenía lafinalidad de resolver dos problemas. En primer lugar, esperaban deshacerse demí mandándome aquí. Si el enemigo no se encargaba de ello, el centurión Quertohabía demostrado estar dispuesto y ser capaz de deshacerse de los comandantesque entorpecieran sus pretensiones. En segundo lugar, usted contaba con quesus… « métodos» provocaran a Carataco.

Difícilmente podrían llevar a cabo operaciones contra Ostorio mientras susaliados se veían obligados a soportar las masacres en masa a las que Querto seentregaba con tanto entusiasmo. Los siluros no tendrían más remedio que pedir la

paz o amenazarían con retirar a sus guerreros para proteger sus territorios.Carataco no podía permitir ninguna de las dos cosas. De modo que se vioobligado a dirigirse a Bruccio, donde en su momento le brindaría la oportunidadde enfrentarse a él. —Cato asintió con la cabeza—. Le felicito, señor. Es unasolución ingeniosa. Su talento está desperdiciado aquí en la frontera. Estoy segurode que estaría mejor empleado en Roma.

—Supongo que lo has dicho como un insulto.Cato suspiró.—Es una mera exposición de los hechos.El legado crispó el rostro, luego compuso el semblante y observó a Cato con

detenimiento.—¿Y qué te propones hacer al respecto? Debes de saber que puedo

sacudirme de encima semejantes acusaciones sin problemas. Sería tu palabracontra la mía.

—Lo sé.—¿Y qué quieres de mí entonces?—Que me dejen tranquilo, señor —respondió Cato de manera inexpresiva—.

No es culpa mía si tengo un enemigo en palacio. Conseguí ese premio sirviendo ami emperador. Desde que me alisté en el ejército, nunca he querido nada másque ser un buen soldado. Lo conseguí durante unos cuantos años, antes de que amí y a mi amigo el centurión Macro nos obligaran a emprender algunas tareaspara uno de los secretarios imperiales. Ahora, por primera vez en años, habíamosalbergado la esperanza de librarnos de su influencia y retomar la vida de soldado.Y somos buenos soldados. Soldados experimentados. No merecemos que se nosutilice como piezas en ese tipo de juegos. Eso es desperdiciar nuestro talento ynuestra lealtad hacia Roma. No quiero pasarme la vida preocupándome de sialguien va a clavarme un cuchillo en la espalda. —Cato hizo una pequeña pausa—. Así pues, esta es mi petición. Usted ya ha hecho su parte. Ha hecho el favorque le pidió alguien de Roma. Ya no les debe nada más. Si este es el caso, demesu palabra de que no intentará hacerme daño, ni tampoco a Macro. No tengoningún inconveniente en que se me ponga en peligro. Es el deber de un soldado.Si nos da esa libertad, serviremos a Roma, y a usted, con lealtad absoluta. Ytendrá motivos para agradecérnoslo. Si conspira contra nosotros, no solo serádeshonroso, sino algo peor. Será malgastar a buenos soldados.

Cuando Cato concluyó, un largo silencio reinó en la habitación, hasta queQuintato se aclaró la garganta.

—¿Este es el trato que me ofreces?—No es un trato, señor. ¿Qué sentido tendría? No tengo nada con que

negociar. Como he dicho, solo es una petición. Si me da su palabra de que nostratará como soldados, a mí me basta.

—¿Y confiarías en mi palabra?

—Sí. ¿Qué alternativa tengo? Usted, sin embargo, sí tiene elección, señor.Puede optar por ser un hombre de honor, un soldado profesional, o puede optarpor no ser mejor que el resto de ese nido de víboras que hay en Roma. —Cato seobligó a permanecer derecho y a sostener de frente la mirada del legado—.¿Tengo su palabra?

Quintato se rascó el mentón con aire pensativo.—Está bien. Te doy mi palabra de que no os trataré de forma distinta a los

demás soldados que están bajo mis órdenes. ¿Eso te basta?Cato reflexionó un momento y asintió.—No creo que hay a más que decir, señor. ¿Puedo retirarme a buscar esa

cama que mencionó?—Por supuesto.Cato lo saludó con una inclinación, dio media vuelta y salió de la habitación

medio andando y medio tambaleándose. El legado se lo quedó mirando ensilencio mientras se marchaba, y al cabo de un momento meneó la cabeza ymurmuró para sus adentros:

—Un joven extraordinario… Es una lástima que se haya granjeado enemigostan poderosos.

Capítulo XXXVI

El enemigo se contentó con permanecer en su campamento durante la mayorparte del día, y los soldados de la guarnición de Bruccio los miraban con unasensación de alivio. Los gritos de los hombres a los que habían quemado vivoshabían perturbado el sueño de muchos en el fuerte, y ni siquiera Macro, agotadocomo estaba, había podido dormir mucho. Los siluros no terminaron de celebrarsu victoria hasta bien pasada la medianoche, momento en que empezaron aacomodarse para dormir, dejando que las hogueras se extinguieran solas. Cuandoamaneció sin indicios de un ataque inminente, Macro dejó que casi todos lossoldados regresaran a los barracones para descansar. Una cuarta parte de ellospermanecieron de servicio, guarneciendo los muros y montando guardia por sidetectaban alguna señal de actividad enemiga. En cuanto hubo dado las órdenespertinentes, Macro se hizo un ovillo en el suelo de la torre y se rindió al cansancioque pesaba como plomo en sus miembros.

A mediodía lo despertó uno de los centinelas, tal como había ordenado, yMacro se levantó con rigidez para observar al enemigo, que aún dormía tras losfestejos de la noche anterior. Algunos jóvenes y niños recorrían los prados enpequeños grupos buscando leña. Era evidente que la comida escaseaba, puestoque desde un valle cercano habían traído al campamento una pequeña manadade reses y un rebaño de cabras, a los que ahora sacrificaban a una corta distanciadel refugio de Carataco. Arrastraron la primera de las reses muertas hasta laplaza de armas, y la cortaron en pedazos para asarla en una espita sobre unahoguera recién encendida. Se estaban encendiendo más fuegos para cocinar, y lacarne de los animales sacrificados se distribuía ahora por el resto delcampamento. A medida que transcurría la tarde, el olor de carne asada empezó allegar hasta los defensores.

Macro oy ó cómo le sonaban las tripas pensando en lo bien que sabría unapierna de ternera asada después de las escasas raciones que había estadosoportando en el fuerte. Consideró incluso hacer que sacrificaran algunoscaballos, pero desechó la idea. Sería malo para la moral de los traciossupervivientes. Cuando pareciera inevitable que el fuerte cay era, entonces haríaque mataran a los animales para negárselos al enemigo, pero solo entonces.Mientras tanto, solo cabría esperar gachas agrias y los últimos pedazos de quesoseco y pan rancio. Pensó con una sonrisa que, afortunadamente, el hambre teníala costumbre de hacer que hasta la más sosa y poco apetecible de las comidaspareciera un banquete.

Más avanzada la tarde, cuando el enemigo había terminado ya su festín, unpequeño grupo subió por la cuesta hacia la puerta principal. Anunciaron suaproximación haciendo sonar los cuernos, y Macro vio que se trataba deCarataco y de otros cuatro hombres. Uno de ellos llevaba la capa negra de los

druidas, en tanto que otro era uno de los prisioneros. Lo habían despojado de laarmadura y las botas, y solo llevaba una túnica hecha j irones. Lo sujetabanfirmemente dos guerreros fornidos que lo arrastraban hacia el fuerte, pues alprisionero le colgaba la cabeza contra el pecho y parecía inconsciente. Al oír loscuernos, el centurión Petilio subió a la torre y se reunió con Macro.Intercambiaron un saludo con la cabeza, y Petilio señaló por encima de labaranda.

—¿A qué están jugando ahora?—Pronto lo sabremos.Carataco se detuvo fuera del alcance de las jabalinas, y puso los brazos en

jarras para dirigirse a los defensores.—¡Romanos! Anoche fuisteis testigos de la suerte que corrieron algunos de

vuestros compañeros. Es una lástima que hayáis tenido que ver el espectáculodesde tan lejos. De haber compartido el calor de nuestras fogatas, hubieraisestado allí para oler cómo se les quemaba la carne y oír las plegarias queofrecían a vuestros dioses, suplicando clemencia. —Carataco hizo una pausa ymiró en derredor de manera teatral—. ¿Dónde están ahora? ¿Dónde está vuestroJúpiter? ¿Vuestro Marte? Parece ser que vuestros dioses han perdido el interés porvosotros. ¿O acaso temen el poder de nuestras deidades? En cualquier caso, laspalabras de los moribundos cayeron en oídos sordos. Como digo, es una pena queno pudierais compartir el entretenimiento con nuestra gente. Con tal propósito, hevenido a ofreceros un pequeño espectáculo solo para vosotros. Aquí, donde lopodáis ver y oír claramente. —Se acercó al prisionero y le levantó el mentón conbrusquedad, para que los defensores pudieran verle la cara.

—Este es el comandante de la columna romana que aniquilamos ayer —anunció Carataco.

Petilio soltó una maldición.—Mierda… Eso supone el fin del prefecto y de los tracios.El comandante enemigo continuó dirigiéndose a la guarnición:—Este hombre es el tribuno Cayo Mancino, un aristócrata orgulloso y

altanero. Sin duda es uno de esos romanos cuyo árbol genealógico se remonta aEneas. Una simple ejecución sería demasiado compasiva, teniendo en cuenta surango. Yo nunca he sido tan orgulloso como para no aprender de mis enemigos, ylos Cuervos Sangrientos han resultado ser unos maestros excelentes en estascuestiones. Habéis aterrorizado a mis amigos siluros, y ya que algunos creen quesois demonios, debo demostrarles que, al fin y al cabo, no sois más que mortales.Así pues, cuando capturemos el fuerte entregaré a todos los supervivientes a lossiluros para que hagan con ellos lo que quieran. El propósito de la lección de estaapacible tarde es enseñaros que se recoge lo que se siembra… —El generalenemigo miró los rostros que lo observaban desde el muro, y acto seguido se hizoa un lado y, con un gesto, le indicó al druida que iniciara la ceremonia.

La figura vestida de oscuro sacó un cuchillo y se acercó a Mancino, queparecía haberse recuperado de su sopor. El druida cortó el cuello de la túnica, yluego la desgarró hasta la ingle del tribuno. A continuación, hizo otro corte hastaque la tela estuvo rasgada de arriba abajo, exponiendo el frente del oficialromano.

—Dulce Mitra… —dijo Petilio entre dientes—. Van a destripar a ese pobredesgraciado.

Macro se volvió rápidamente hacia él.—¡Trae a Maridio aquí arriba, tan rápido como puedas!Petilio corrió hacia la escalera y bajó los peldaños de dos en dos. Al cabo de

un momento, Macro oyó sus botas que chapoteaban en dirección a losbarracones en los que estaba preso el príncipe de los catuvellaunos. Delante delfuerte, el druida hizo un corte poco profundo de un lado a otro del pecho deMancino. El tribuno se esforzó por liberarse, pero los dos guerreros eran hombresfuertes y lo sujetaron con firmeza, por lo que sus esfuerzos quedaron en nada. Lasangre fluyó y bajó por su pálida piel. El druida aguardó un momento y volvió acortar la carne de Mancino, esta vez unos dos o tres centímetros más arriba,donde el sacerdote pudiera ver más claramente su obra. En esta ocasión, elromano no pudo evitar soltar un grito, y el sonido penetró en el corazón deMacro. Hervía de furia contra su enemigo, pero también de impotencia por suincapacidad para ayudar al tribuno.

Cuando el druida empezó a hacer un tercer corte, Macro se apartó, corrió a laparte de atrás de la torre y miró hacia abajo, deseando que Petilio aparecieracon el prisionero. Sonó otro grito delante del fuerte, y Macro apretó la mandíbulacon una mueca silenciosa. Entonces vio aparecer a Petilio entre dos de losedificios de los establos, empujando a Maridio por delante de él. El prisionerosolo llevaba el taparrabos con el que lo habían dejado tras su interrogatorio dehacía unos días. Aunque tenía la cara y el cuerpo magullados, la hinchazón de susojos y labios había disminuido.

—¡Trae aquí arriba a ese hijo de puta, deprisa! —exclamó el centurión a vozen cuello.

Macro dio media vuelta y corrió de nuevo a la empalizada. Una vez allí, agitólas manos para llamar la atención de Carataco.

—¡Basta! ¡Dile a tu druida que aparte ese cuchillo!El comandante enemigo y sus compañeros miraron a Macro. A Mancino se

le iba la cabeza hacia atrás, al borde del desmay o, y dejó escapar un débilgemido.

—¿Qué pasa? —le respondió Carataco—. ¿Acaso pretendes interrumpirnuestro entretenimiento? Creía que los romanos estabais acostumbrados a esto.Que teníais más aguante. ¿Con tanta facilidad os acobardáis al ver sangre?

Macro no reaccionó a la mofa. Sabía que tenía que retrasar el tormento de

Mancino el tiempo necesario para que Maridio llegara a lo alto de la torre. Sumente bullía intentando encontrar la forma de salvar a Mancino.

—Escucha, salvaje de mierda, y a me he hartado de tus juegos. ¿Quieresjugar duro con tus prisioneros? Pues nosotros también podemos hacerlo. Si tudruida vuelve a acercar ese cuchillo al tribuno, juro por todos los dioses que lolamentarás durante el resto de tu puta miserable vida.

Carataco rompió a reír.—¡No malgastes saliva con amenazas vanas! Además, mi ejército quedaría

muy decepcionado si pusiera fin a este espectáculo. He prometido el tribuno a losdruidas para hacer una ofrenda de sangre a nuestros dioses. ¡Ya nada puedesalvarlo!

Macro oyó ruido en la escalera detrás de él, y vio que subían a Maridio a todaprisa. Se lanzó a la trampilla de acceso, tiró del britano para arrastrarlo a laplataforma y lo llevó hasta la empalizada. Allí le agarró el pelo con el puño y lelevantó la cabeza, para que Carataco y los demás pudieran verle perfectamentela cara.

—¿Reconoces a tu hermano, Carataco? —gritó Macro en dirección a lacuesta—. ¿Acaso creías que nos habíamos cargado a una joya tan valiosa? Sihaces más daño al tribuno Mancino, te igualaré corte a corte. —Sacó la daga dela vaina, y la sostuvo en alto para que la viera el comandante enemigo.

Hubo unos momentos de calma tensa, hasta que Carataco respondió:—No te atreverás. Como tú mismo has dicho, es un rehén demasiado valioso

para Roma.—¡No estamos en Roma, amigo! —replicó Macro—. Estamos en el culo del

mundo. Estamos tú, y o, y los dos hombres que tenemos prisioneros. Si hacesdaño al tribuno, y o se lo haré a Maridio. Eso es lo que va a pasar. ¿Lo entiendes?

Carataco se quedó unos instantes en silencio mientras miraba a su hermanomenor y al oficial romano que estaba a su lado. Entonces habló de nuevo:

—Si le haces daño a mi hermano, juro que tú y todos a los que atrape vivoscuando caiga el fuerte seréis sometidos a todo tipo de crueldad, tortura yhumillación antes de que se os permita morir. Y haré lo mismo con cadaprisionero romano que mi ejército capture hasta que os hay amos expulsado denuestras tierras, escoria romana. ¡Lo juro!

—¡Pues no sé si te has dado cuenta, pero eso y a lo has jurado un montón deveces, rey de los catuvellaunos!

El centurión Petilio, que estaba detrás de Macro, murmuró:—Lo dice en serio.—Yo también.El druida se volvió a mirar a Carataco y tuvieron una breve conversación,

tras la cual el druida alzó la voz, se dio la vuelta nuevamente hacia el prisionero yle propinó otro corte, esta vez le abrió la mejilla con un movimiento rápido del

cuchillo. Macro no vaciló. Se volvió hacia Maridio y lo acuchilló en la cara. Lasangre cay ó sobre las tablas de madera del suelo de la torre. Maridio soltó ungrave rugido de dolor.

—¡Que no se mueva! —ordenó Macro.Petilio y los dos centinelas agarraron de los hombros al prisionero, mientras la

sangre de un rojo intenso bajaba por su cuello y su pecho hirsuto.Carataco lanzó una furiosa maldición hacia el fuerte, avanzó unos cuantos

pasos y empezó a desenvainar su espada. Pero entonces se detuvo en seco, dejóque la hoja volviera a asentarse lentamente en la vaina y señaló a Macro con eldedo.

—¡Te mataré, romano! ¡Te mataré con mis propias manos, te arrancaré elcorazón y se lo daré de comer a mis perros!

Macro esbozó una sonrisa forzada.—Primero tendrás que tomar el fuerte, britano.—¡El fuerte será mío! No podréis resistir contra mí.—Ya lo veremos. Hasta entonces, llévate al tribuno de vuelta a tu

campamento y cuida de él. Lo querré ver vivo y en buenas condiciones todas lasmañanas. Si no es así, ejecutaré a tu hermano.

Carataco dejó escapar un afligido gruñido animal.—No está en mis manos, romano. Ahora el tribuno pertenece a los druidas…—Pues recupéralo.—¡No puedo!—¿Quién está al mando? ¿Tú, o ese pay aso de la capa negra?Carataco tuvo que esforzarse para reprimir su indignación.—Es el Sumo Druida de los siluros, el hombre elegido por nuestros dioses. No

me corresponde a mí darle órdenes.—Me importa una mierda. ¡Dile que se aleje del tribuno!Carataco se volvió hacia el druida, y ambos volvieron a hablar

acaloradamente. A continuación, con un gesto impaciente de su mano, el druidavolvió hacia Mancino, le clavó profundamente el cuchillo en el costado e hizoavanzar la hoja en diagonal por su estómago. El tribuno gimió y gritó a medias, ysus intestinos sobresalieron por la herida y empezaron a deslizarse por encima dela ingle. No contento con eso, el druida alzó de nuevo la hoja ensangrentada y sela hundió en el corazón a Mancino. Acto seguido retrocedió, alzó los brazos alcielo e inició un estridente canto.

Los guerreros soltaron los brazos del tribuno, y su cuerpo se desplomó en elsuelo.

—¡No! —Macro dio una sacudida en el parapeto de la torre—. ¡Cabrones!¡Jodidos bárbaros! ¡Hijos de puta! —Desenvainó la espada de golpe y la apuntóal cuello de Maridio. Miró a Carataco con ojos centelleantes—. ¡Mirad esto, yrecordadlo para siempre, britanos!

Y entonces, con toda la fuerza bruta que pudo reunir, Macro hincó la espadahacia arriba, atravesando el cráneo del prisionero. La hoja salió por el otro lado,haciendo estallar la coronilla, y una mezcla de cuero cabelludo, hueso y sesossalió volando por los aires. El cuerpo de Maridio se tensó como una roca, sesacudió violentamente y a continuación se desplomó contra el suelo de la torre, altiempo que Macro liberaba su espada de un tirón.

Se oyó el salvaje grito de ira de Carataco, y casi al mismo tiempo el resto desu ejército, que había estado observando desde su campamento, soltó un rugidode furia.

Macro se volvió y vio que Carataco desenvainaba la espada y se situaba juntoal cuerpo de Mancino. Entonces se puso a soltar una lluvia de golpes, tajando lacarne como un carnicero enloquecido. Macro apartó la mirada y cobró ánimopara lo que debía hacer. Inspiró profundamente, y dio un tajo en el cuello deMaridio. Le hicieron falta varios golpes, antes de que se partiera el último pedazode cartílago. Se pasó la espada a la mano izquierda, agarró la cabeza por el pelo,y la balanceó con el brazo extendido antes de mandarla volando por los aires.Rebotó en la pendiente, y luego rodó hasta detenerse a una corta distancia deCarataco.

Con la espada ensangrentada aún en la mano, Carataco se quedó mirando lacabeza, temblando, luego hincó la hoja en el aire apuntando directamente aMacro y gritó:

—¡Te mataré! ¡Os mataré a todos! ¡Mataré a todos los romanos! ¡A todos loshombres, mujeres y niños! ¡Echaré abajo este maldito fuerte con mis propiasmanos! ¡No viviréis para ver otro día! ¡Ninguno de vosotros! —Movió la espadaseñalando todo el muro del fuerte, y luego dio media vuelta, enfundó torpementeel arma y empezó a bajar por la pendiente hacia el campamento, agarrándose lacara con las manos mientras sus hombros se agitaban de pena. Uno de sushombres se agachó a recoger la cabeza de Maridio, mirando a los romanos condesconfianza, pues estaba en la zona de alcance de las jabalinas. Nadie le atacó,y tras recogerla corrió a reunirse con los demás, que se mantenían a unaprudente distancia de su comandante mientras lo seguían.

—Ahora sí que estamos jodidos —comentó Petilio en voz baja.Macro asintió.—Vendrán a por nosotros en cuanto oscurezca. Quiero a todos los hombres en

la muralla, bien alimentados y listos para luchar por sus vidas.Bajó la mirada hacia el cuerpo decapitado, que yacía sobre un charco de

sangre cada vez más grande.—Primero, deshazte de esto.Macro echó un último vistazo a Mancino, aunque aquel amasijo de carne en

nada recordaba al joven que fue. Ahora la misma suerte lo amenazaba a él.Macro apretó los labios con fuerza y meneó la cabeza. No. Él le negaría a

Carataco su diversión. Cuando llegara el final, caería luchando, espada en mano,escupiendo maldiciones al enemigo hasta el último latido de su corazón.

Los britanos iniciaron el asalto antes incluso de que el último resplandor delsol poniente se hubiera desvanecido en el cielo del oeste. En cuanto Caratacobajó al campamento, el enemigo empezó a reunirse. Se prepararon a toda prisanuevos haces de leña, que se amontonaron en altas pilas en la plaza de armas.Los nativos realizaban su trabajo en un silencio hosco que no era propio de ellos,y Macro tuvo claro que estaban decididos a vengar la muerte de Maridio. Con laluz cada vez más débil del anochecer, el ahora comandante en funciones delfuerte envió a buscar a sus oficiales supervivientes. El pequeño grupo de hombresse hallaba entonces frente a él, tras el portón principal.

Macro los miró y se sintió complacido al ver que ninguno de ellos parecíamostrar el menor indicio de miedo.

—Todos sabéis lo que se avecina. Carataco tiene intención de tomar el fuertecon el próximo ataque. Irán a la desesperada. Al enemigo le hierve la sangre, ypodemos esperar que aunque sufran numerosas bajas sigan adelante. En cuantoconsigan superar la empalizada y hacerse fuertes al otro lado del muro, el juegohabrá terminado para nosotros. Si eso llega a ocurrir, tal vez sería mejor morirque arriesgarse a ser capturado. Aseguraos de que vuestros hombres loentienden. Si queremos tener alguna posibilidad de sobrevivir a esto, necesitamosigualar su determinación. No voy a mentiros. Puede que rechacemos el primerataque, pero después de eso es difícil de decir. Si el fuerte cae, somos hombresmuertos. Y caerá… Somos muy pocos para defender la muralla. Ellos sondemasiados, y no es probable que recibamos ayuda del exterior. La únicadecisión que ahora debe preocuparnos es cómo moriremos: como soldados ocomo perros. —Macro hizo una pausa, y suavizó el tono para dirigirse al cirujanodel fuerte—. No quiero que capturen a nadie vivo. Si toman la muralla, haré queel trompeta toque cinco notas largas. Esa es la señal. Tú y tus ordenanzas osocuparéis de librar a los heridos de su suerte. ¿Entendido?

El cirujano asintió.—Sí, señor. Me encargaré de que sea rápido.—Buen chico. —Macro miró al oficial superior de la cohorte tracia—. Lo

mismo va por los caballos. Ten preparados a algunos de tus hombres. En cuantose dé la señal, tienen que dejarlos cojos. Será más rápido que matarlos e igual deefectivo.

—¿Por qué no los matamos ahora, señor? Mientras aún haya tiempo.Macro le dijo que no con la cabeza y sonrió.—A pesar de todo, nunca me rindo. Nunca. Incluso en estos momentos, puede

que haya una salida a todo esto. No admitiré la derrota hasta el final. Y si ese esel destino que los dioses han decidido para nosotros, entonces y solo entonces loaceptaremos. Y ahora, muchachos, ¡a vuestros puestos! —Extendió la mano y

entrechocó el antebrazo con todos los oficiales, antes de que se marcharan paradar las instrucciones pertinentes a sus hombres. Luego, con un fuerte suspiro,Macro volvió a subir a la torre, se puso el casco, se lo abrochó y se dispuso aesperar al enemigo.

Los siluros formaron frente a su campamento bajo la luz mortecina delatardecer, una oscura concentración de hombres y armas que contrastaba con elresplandor de sus hogueras. Durante un buen rato reinó el silencio, luego uncuerno tocó una nota grave que resonó en las montañas circundantes y en lamente de Macro como si las puertas del Hades se hubieran abierto, y una oleadade nativos avanzó sin proferir ni un solo sonido.

Macro hizo bocina con las manos y gritó a la guarnición:—¡Ya vienen! ¡Permaneced alerta!Los legionarios y los tracios subieron al adarve y se apostaron a lo largo de

todo el muro. Macro observó a los guerreros que acudían en tropel cuesta arriba.Hubo otro toque de cuerno, que esta vez fue recibido con un rugido ensordecedorpor parte de los britanos. Macro no pudo evitar una sonrisa cruel. AunqueCarataco había decidido atacar desde la oscuridad, sus hombres llegarían en unagran oleada y sería difícil no verlos. Sobre todo cuando se acercaran al fosoexterior.

—¡Antorchas! —gritó de nuevo.La orden fue cumplida de inmediato. Los defensores arrojaron unos

pequeños haces de leña ardiendo atados a unos trozos de madera, y el fuegobrilló a lo largo de todo el muro formando arcos poco pronunciados. Lasantorchas cayeron en la cuesta y rodaron una corta distancia. Sus llamasempezaron a proyectar charcos de luz, y Macro pudo ver a los primerosatacantes surgir de la oscuridad. Ascendían a la carga por la pendiente, directos ala empalizada, y el esfuerzo apagó sus vítores.

—¡Preparad las jabalinas!Los defensores alzaron sus armas, echaron los brazos levemente hacia atrás,

y aguardaron la orden.Macro esperó hasta ver que toda la línea de la pendiente estaba llena de

hombres que trepaban hacia la zanja exterior. Aguardó un momento más concalma, y cuando tuvo la certeza de que estaban a su alcance para que no sedesperdiciara ni una sola de sus armas, gritó una vez más:

—¡Lanzad! ¡Ahora, lanzad, lanzad!La orden fue recibida por un coro de gruñidos cuando los soldados arrojaron

sus armas a la oscuridad. El resplandor de las antorchas iluminó brevemente lasastas, que llovieron sobre las apretadas filas del enemigo. Macro vio que variosguerreros caían abatidos, y se oyeron gritos de dolor entre la horda que corríahacia el foso.

—¡Continuad lanzando, a discreción!

Sus soldados agarraban más y más jabalinas sin parar, y las lanzaban contrael enemigo que se aproximaba. Las últimas reservas del fuerte se agotarían conrapidez, pero Macro había decidido que era mejor utilizar todas las armasdisponibles mientras sus hombres aún tuvieran oportunidad de hacerlo. Losmortíferos proyectiles derribaron a una gran cantidad de guerreros antes de queel primero de ellos llegara al foso y se precipitara a su interior. Macro se diocuenta entonces de las intenciones del enemigo. Cada uno de los hombres llevabaun pequeño haz de leña. Los guerreros cruzaron el foso y treparon por lacontraescarpa, dejaron la carga que llevaban al pie del muro y se alejaron a todaprisa. Entonces surgió de la penumbra la primera de unas protecciones demimbre y madera que llevaron hasta el borde de la zanja, donde las fueroncolocando una junto a otra para formar trechos de muro improvisado queprotegiera a los atacantes. La continuada lluvia de jabalinas siguió cobrándosebajas, y los cuerpos de los muertos y heridos empezaron a acumularsedesparramados en lo alto de la cuesta y dentro del foso, delante del fuerte. Peroseguían viniendo más y más hombres: salían corriendo de detrás de lasprotecciones para añadir más material combustible a los montones cada vezmayores que habían alineado al pie del muro, y luego volvían atrás. La may orparte de los esfuerzos de los guerreros se concentraba en el exterior de la torre deguardia, en el pequeño túnel que quedaba entre el primer portón, ahorainexistente, y la segunda puerta, allí donde la guarnición había bloqueado conrocas y escombros el paso del destrozado portón exterior.

Un fuerte chasquido de astillas hizo que el comandante del puesto agachara lacabeza. Hubo más impactos a ambos lados, y Macro soltó una maldición entredientes. El enemigo había hecho avanzar a algunos honderos, que ahora estabanlanzando sus proyectiles desde una corta distancia por detrás de las protecciones.Se arriesgó a echar un vistazo rápido al muro que quedaba a la derecha de latorre de entrada, y vio que y a había caído un soldado, que estaba tendido deespaldas en la pendiente interior del terraplén. A otro lo alcanzaron cuandoapuntaba con su jabalina: al hombre se le fue la cabeza hacia atrás con un fuerteruido metálico, el arma se le cay ó de entre los dedos y se derrumbó en el suelo,inerte. Macro decidió que era demasiado peligroso seguir lanzando venablos conlos honderos tan cerca del muro. Tomó aire y gritó:

—¡Alto las jabalinas! ¡Poneos a cubierto!Los demás oficiales repitieron la orden, y los defensores bajaron las armas y

se agacharon detrás de la empalizada, mientras más y más proy ectiles lespasaban zumbando por encima y rebotaban con un traqueteo contra la maderadel muro. Los ordenanzas médicos del fuerte avanzaron a toda prisa para recogera los heridos y llevárselos a la enfermería, y Macro se preguntó cuántos hombresmás caerían durante la noche. Fuera como fuera, sabía que no podían permitirsedemasiados lujos, no en ese trance de vida o muerte, de modo que lanzó un grito

a los ordenanzas:—¡Vendadles las heridas, y luego devolved aquí a todo aquel que pueda

mantenerse en pie!El enemigo continuó apilando combustible contra el fuerte durante la primera

hora de la noche, mientras sus honderos permanecían atentos a cualquier señalde movimiento en la muralla y soltaban sus mortíferos proyectiles contracualquier romano que osara mostrarse. Macro se arriesgó a echar algún que otrovistazo para seguir los progresos del enemigo, y pudo ver durante un buen rato aCarataco que, junto al hombre que le llevaba el escudo, caminaba por detrás delas protecciones supervisando el trabajo de sus hombres. Finalmente, el líder delos rebeldes britanos gritó algo en dirección al campamento, y al cabo de unosmomentos surgieron unas pequeñas llamas parpadeantes que empezaron aacercarse al fuerte. Macro vio a algunos grupos de hombres que corrían con unoscubos hacia la madera apilada. Le llegó un fuerte olor a brea, y supo que a laguarnición se le estaba acabando el tiempo. El hedor de un humo acre se le pegóentonces al paladar, y el crepitar de la madera ardiendo se extendió por el muroa medida que se iban encendiendo las pilas de madera, una tras otra. El borde yla madera del parapeto quedaban claramente definidos contra el resplandor delfuego que ardía al pie de la torre de entrada, y una lengua amarilla de fuego sealzó hasta el campo de visión de Macro.

—Mierda. Mierda. Mierda… —masculló con los dientes apretados.Se oyó un grito de alarma abajo.—¡Esto se está llenando de humo! ¡Salid! ¡Salid!Macro se volvió a mirar, y vio que el grupo de soldados que estaba con él en

la torre lo miraban con preocupación. Él les sonrió con calma:—Es hora de moverse, muchachos. No me apetece convertirme en una

ofrenda ardiente para algún jodido dios bárbaro.Los legionarios corrieron a la escalera, bajaron por ella y se perdieron de

vista. Cuando Macro se levantó para hacer lo mismo, notó el calor punzante delas llamas que se alzaban frente a la torre de entrada. Se deslizó a la escalera y, albajar los peldaños, fue consciente de inmediato del humo que empezaba a llenarel cuarto de guardia. Las puertas que salían a la banqueta detrás de la murallaestaban abiertas, y el aire que entraba por ellas creaba una leve corriente de aireque alimentaba las llamas. Por las rendijas de los maderos de la torre se veíanunas finas tajadas de luz brillante, y el rugido de las llamas y el crepitar de lamadera ardiendo llegó hasta sus oídos. Macro tomó aire, y de repente se dobló endos y empezó a toser violentamente. Se dirigió como pudo a la puerta máscercana, salió de la torre de guardia y avanzó tambaleándose una corta distanciaa lo largo del adarve hasta que se agachó, aturdido.

Los ojos le escocían, y tardó un momento en recuperar el aliento y dejar deparpadear. Cuando volvió a levantarse, evaluó la situación rápidamente. Varios

fuegos ardían a lo largo de la muralla que daba a la pendiente que bajaba a laplaza de armas, y el más grande era el que rugía llameante frente a la torre deentrada.

—¡Señor!Macro se volvió hacia la voz, y vio al centurión Petilio por debajo de él, al pie

del terraplén. Petilio señalaba la torre de entrada.—¿Ordeno a una de las centurias que vaya a buscar agua?Macro lo pensó un momento, pero le dijo que no con la cabeza.—Se expondrían demasiado a los honderos. Además, la poca que queda en

las cisternas no serviría de mucho. Retira a los hombres de las seccionesincendiadas y haz que se reúnan ante el portón. El resto pueden quedarse dondeestán.

Petilio saludó y se alejó a toda prisa para llevar a cabo la orden de Macro. Élse quedó en el adarve un rato más, hasta que el dolor en los pulmonesdesapareció del todo. Entonces bajó al fuerte y se quedó junto al barracón máspróximo. Los fuegos ya se habían consolidado, y las llamas envolvían la esquinade la torre de entrada. Macro se dio cuenta de que no se podía hacer nada parasalvar la estructura. Las llamas la irían consumiendo gradualmente, y al final sevendría abajo. El fuego seguiría ardiendo durante algunas horas más antes deextinguirse. Llegado el amanecer, lo único que quedaría serían unas ruinashumeantes, y nada podría impedir que Carataco y su ejército se abrieran pasopor entre los restos chamuscados y cayeran sobre los soldados de la guarnición.Bien, pues los estarían esperando, caviló Macro. No se lo pondrían fácil a esosbárbaros britanos.

Cuando Petilio regresó con él, Macro le dijo que dejara a unos cuantoshombres de guardia y ordenara a los demás que bajaran y descansaran entre losbarracones.

—¿Y los caballos y los soldados de la enfermería, señor? —preguntó Petilioen voz baja.

Macro se quedó mirando las llamas unos instantes, antes de responder.—Nos ocuparemos de eso en el último momento. Es mejor no desanimar a

los hombres antes de tiempo. Daré la orden cuando crea que ha llegado la hora.—Sí, señor.—En cuanto te hayas ocupado de los hombres, ve y descansa un poco,

Petilio. Necesitarás de todas tus fuerzas para lo que viene.—Usted también debería hacerlo, señor.Macro le dio unas palmaditas en el hombro.—Estoy bien. —Agitó el pulgar en dirección a los incendios—. Hasta que todo

eso no haya quedado reducido a cenizas, no nos molestarán. Estaré en el cuartelgeneral un rato. Si surge algo, haz que me avisen.

Petilio asintió y se alejó con paso resuelto hacia la sección más cercana,

cuyos soldados estaban encorvados detrás del muro. Macro se encaminó alcentro del fuerte, y vio las expresiones de resignación en los rostros de loshombres junto a los que pasaba, iluminados por el resplandor roj izo de las llamas.No había duda del destino que afrontarían por la mañana, y Macro se sintiódemasiado cansado para animarlos con unas palabras de falsa esperanzamientras pasaba andando pesadamente entre ellos. Una vez en el despacho delcomandante de la guarnición, se sentó y sacó una tablilla encerada en blanco.Tomó un estilo, y redactó una carta para su madre. Los sentimientos que expresóeran sencillos y sinceros; arrepentimiento por los acontecimientos del pasado, yla esperanza de que se sintiera orgullosa porque hubiera muerto con honor. Fueuna despedida corta, y, cuando terminó las pocas líneas grabadas en la cera,Macro las releyó, cerró la tablilla y la ató. La llevó a la caserna del sótano, y lacolocó cuidadosamente debajo de uno de los arcones de documentos. Al salir delcuartel general, sintió una extraña calma interior, la sensación de que habíacumplido con todas sus obligaciones… Todas menos una.

* * *

El fuego siguió ardiendo durante las horas de la noche. Las llamas alcanzaron suapogeo, y luego empezaron a debilitarse lentamente. Poco después demedianoche, la torre empezó a cruj ir y se fue inclinando con un gemido hacia lacuesta del exterior, hasta que cayó estrepitosamente contra el paso elevado y elfoso, cosa que provocó los vítores del enemigo situado más allá. Al cabo de unrato, los gritos se pagaron y solo se oía el chisporroteo de las llamas que ibadisminuyendo paulatinamente. Algunas piezas de la estructura de madera de latorre de entrada aguantaron en pie durante un rato, como si quisieran recordarlea Macro su contorno. Pero al cabo también acabaron cay endo, y sederrumbaron sobre el montón que se iba consumiendo bajo las llamas. Cuando elprimer trazo de luz grisácea se extendió por el horizonte del este, Macro se pusoel casco, agarró el escudo y subió al adarve para unirse a uno de los legionariosencargados de vigilar al enemigo. El centurión echó un vistazo con cautela porencima del parapeto, y vio los parapetos de mimbre y madera, y a unos cuantosenemigos que miraban por detrás de ellas.

—El resto se replegaron hace un rato, señor —informó el centinela—. Estándescansando mientras arde el fuego.

Macro asintió.—No tardarán en volver.El centinela se quedó callado un momento, y luego comentó:—Mejor que todo se acabe rápidamente.—Siempre y cuando uno se lleve por delante a unos cuantos cabrones de

esos, ¿eh?

Intercambiaron una sonrisa cansada, y siguieron atentos a cualquier indiciode que el enemigo se estuviera preparando para lanzar su último asalto al fuerte.El amanecer se fue extendiendo poco a poco por el horizonte y la oscuridadempezó a retirarse, con lo que se reveló la cuesta bajo el fuerte, luego laexplanada de la plaza de armas y el valle más allá. Un paisaje casi carente devida y movimiento. Macro solo distinguía a unas cuantas figuras que rebuscabanen el suelo…

Entonces, de pronto, vio que se dirigieron a toda prisa al otro extremo delvalle, como si algo las hubiera alertado. Al final, retrocedieron incluso los queestaban detrás de las protecciones de mimbre, que formaron una pequeñacolumna y se alejaron marchando.

—¿A qué coño están jugando? —gruñó Macro con recelo, notando cómo se leerizaba el vello de la nuca.

—¡Señor, allí! —El centinela se irguió y señaló al este, hacia el final del valle.Macro se volvió y vio la cabeza de una columna de j inetes que coronaban el

desfiladero y descendían por el camino que conducía al fuerte. Por un momentono se atrevió a dar crédito a lo que estaba viendo. Era imposible… No pronunciópalabra, ni siquiera cuando los otros centinelas se alinearon en las secciones delmuro que aún estaban en pie y empezaron a dar gritos excitados, llamando a losdemás para que subieran y lo vieran con sus propios ojos. El centurión Petiliocorrió a reunirse con Macro, entrecerró los ojos y miró la columna que seacercaba poco a poco a ellos como un ciempiés gigantesco.

—¿Son de los nuestros…, señor?—¿De los nuestros? —Macro se rio con aspereza—. ¡Joder, pues claro que

son de los nuestros!

Capítulo XXXVII

El legado Quintato contempló los cuerpos esparcidos por el suelo y el foso, yluego desvió la mirada hacia los huecos ruinosos donde se habían incendiado latorre de entrada y varias secciones del muro. Arrugó la nariz al percibir el hedoracre de la madera y los cuerpos chamuscados, y se volvió hacia Macro.

—Debió de ser todo un combate, centurión.—Sí, señor —respondió Macro de manera inexpresiva.—Este es el tipo de acción que convierte en héroes a los hombres que luchan

en ella —continuó diciendo el legado—. Estoy seguro de que sacarás una buenatajada de todo esto cuando mi informe llegue al gobernador Ostorio y él lo envíea Roma. La guarnición de Bruccio se ha distinguido honorablemente, y habrácondecoraciones para prenderlas en los estandartes de tu cohorte, y de tus traciostambién. —Se volvió y le dirigió una sonrisa a Cato—. Los Cuervos Sangrientosse han ganado una reputación un tanto feroz. Por supuesto, eso se debe en granparte a los esfuerzos del centurión Querto. Es una pena que no viva para verlo.

—Sí, señor. Es una pena.—No importa. Estoy seguro de que su nombre perdurará.Cato asintió.—No tengo ninguna duda.Quintato centró de nuevo su atención en Macro.—Ya tienes tus órdenes. Asegúrate de que el fuerte quede completamente

destruido. No quiero que ningún remanente enemigo ocupe esta posición despuésde que abandonemos el valle. Esto es todo, centurión.

Macro saludó, dio media vuelta y regresó al interior del fuerte a través de labrecha. El legado se lo quedó mirando un momento y se encogió de hombros.

—Ese hombre es un duro combatiente, pero también un tipo un tanto hosco.Cato contuvo el enojo que le causó aquella descripción de su amigo.—El centurión está exhausto, señor. En su estado no podemos esperar que

brinde una conversación estimulante.Quintato dio media vuelta hacia él con brusquedad.—Defiende a tus oficiales por todos los medios, pero te agradeceré que no te

expreses con tanta insubordinación. Puede que el centurión y tú hay áis salido deesta como unos héroes, pero te advierto que no pongas demasiado a prueba mibuena voluntad. ¿Nos entendemos?

—Sí, señor. Claramente.—Muy bien. En cuanto tus hombres hayan completado la destrucción de

Bruccio, que se unan a la retaguardia. Me temo que no habrá tiempo para quedescansen. Debemos marchar con rapidez si queremos alcanzar a Carataco. Nopodemos permitirnos perder el contacto y dejar que nos vuelva a dar esquinazo.Ostorio no sería muy comprensivo con eso. —Quintato sonrió—. Aunque fue el

gobernador quien perdió su rastro la primera vez. Resultaría muy gratificanteponer fin a la leyenda de Carataco antes de que Ostorio llegue al escenario. De lomás gratificante, ya lo creo.

Cato sintió una punzada de irritación. Los hombres que comandaban unejército no tenían derecho a seguir con sus rivalidades políticas en el campo debatalla. Había vidas en juego, y un general tenía el deber, para con todos aquelloscuyos destinos controlaba, de centrar sus pensamientos en el resultadosatisfactorio de la campaña. Lo único que importaba era derrotar al enemigo.Quién se llevara el mérito por ello era irrelevante. O al menos debería serlo.Pero algunas veces daba la impresión de que la guerra solo era una continuaciónde la política, caviló Cato. Y más aún en Roma, donde los dos campos sesolapaban con mucha frecuencia en las carreras de los que se hallaban en lasmás altas esferas de la sociedad.

El legado Quintato contemplaba la columna de su ejército, que marchaba pordelante del fuerte en ruinas. Miles de hombres, mulas, caballos y carros cargadoshasta los topes con los avíos de guerra.

—Hemos desperdiciado demasiados años intentando traer la paz a estaprovincia. Ha habido pocas oportunidades de conseguir la gloria gracias a que elemperador afirmó que el lugar estaba conquistado pocos meses después de quedesembarcáramos aquí por primera vez. Pero hay un abismo entre la visiónoficial y la realidad sobre el terreno, ¿eh? Será un placer que me destinen a unafrontera donde uno pueda forjarse un nombre. Pero me estoy anticipando. —Quintato le quitó importancia con un gesto de la mano—. Primero debemosdestruir al enemigo por completo. Con Carataco derrotado, por fin podremosponer fin a la resistencia nativa en esta miserable isla.

—Eso espero, señor.El legado se volvió a mirar a Cato con el ceño fruncido.—¿Lo dudas?Cato elaboró su respuesta con cuidado.—Como ha dicho usted mismo, primero tenemos que derrotar a Carataco,

señor. Solo sabremos que todo ha terminado cuando eso haya ocurrido. E inclusoentonces, ha demostrado ser un enemigo con recursos. ¿Quién sabe? Puede queaún nos tenga reservadas algunas sorpresas. Hay otras tribus que no han rendidohomenaje a Roma. Y luego están los druidas, siempre dispuestos a provocar elodio hacia nosotros. —Se encogió de hombros—. Me temo que aún pasará untiempo antes de que Britania conozca la paz de verdad.

Quintato soltó un suspiro de impaciencia.—Tu espíritu de optimismo es cuanto menos asombroso, prefecto Cato. Estoy

seguro de que es una delicia tenerte cerca cuando hay que levantar la moral a loshombres.

—El optimismo es una cualidad muy digna de encomio, señor, pero, según

mi experiencia, las duras realidades de una situación rara vez hacen caso delbuen humor.

—¿Según tu experiencia? —El legado frunció levemente los labios conexpresión divertida—. Confío en que vivas lo suficiente para hacer justicia altérmino, joven prefecto.

Cato le sostuvo la mirada sin pestañear.—Yo también, señor.Quintato le hizo señas al soldado que sujetaba su caballo, y el hombre se

apresuró a acercar a la montura y le entregó las riendas al legado, tras lo cualinclinó la cabeza y le ofreció las manos al oficial para que pudiera subirfácilmente a la silla. Después de montar, Quintato miró a Cato desde su caballo,y su voz adoptó un seco tono de autoridad.

—Destruye el fuerte, reúne lo que quede de tus efectivos y únete a lacolumna.

—Sí, señor.Intercambiaron un saludo, Quintato puso su caballo al trote y bajó por el

sendero hacia la explanada de la plaza de armas por la que marchaba unacolumna de legionarios. Cato se lo quedó mirando un momento, preguntándose sipodía compartir el optimismo del legado en cuanto al inminente final de la guerracontra Carataco y aquellos que todavía se resistían a la fuerza bruta de Roma.Pese a sus reservas, quería albergar la esperanza de que la larga campañaterminara pronto. Si la paz romana llegaba a Britania, podría enviar a buscar aJulia para que se reuniera con él sin que corriera ningún peligro. Con el tiempo, amuchas de las unidades de la guarnición de la isla las cambiarían de destino, y talvez podría encontrar uno mejor para ellos. En algún lugar más cálido, máscivilizado. Levantó la mirada a los peñascos grises de las montañas, que sealzaban a ambos lados del valle, y se estremeció. Aquel era un lugar agreste yhostil, y resultaba difícil creer que pudiera domarse algún día. Lo más sensatosería no traer nunca a Julia a estas islas. Cuando los nativos al fin se rindieran, lomejor sería solicitar un nuevo puesto de mando más cerca de Roma. Aún no seatrevía a esperar un puesto en la capital. Al menos mientras todavía estuvieran enpalacio los que le tenían ojeriza… Sin embargo, reflexionó con ironía que eso noduraría mucho. Aquellos que urdían el destino de Roma al lado del emperadorrara vez duraban demasiado. No tardaría en haber un nuevo emperador. Era másque probable que fuera Nerón, el hijo adoptivo de Claudio, y Cato había salvadola vida del joven príncipe en una occisión. Si aquel joven lleno de vida seconvertía en emperador, habría una purga de la vieja guardia, y Cato sería librede regresar a Roma para reunirse con Julia y vivir en paz.

Con aquel agradable pensamiento en el corazón, dio la espalda a la columnade infantería que pasaba y se abrió paso con cuidado por la brecha junto a latorre de entrada en ruinas, para ir a buscar a su amigo.

La atmósfera del interior del fuerte estaba cargada del olor a maderaquemada y del hedor más acre de la brea. Los soldados, en pequeños grupos,preparaban montones de material combustible en las entradas de los barraconesy establos. Cato no pudo evitar observar la ironía de que los soldados romanoscompletaran la destrucción que sus enemigos no habían logrado.

Encontró a Macro en el cuartel general, supervisando la carga de los cofrescon la paga y los documentos de la guarnición en un carro. Se había asignado latarea a una sección de legionarios. Por lo visto, Macro aún no se fiaba de lostracios.

—¿Cómo va todo, Macro?El centurión saludó a su amigo, y acto seguido se pasó una mano por el pelo y

se rascó la nuca mientras ponía en orden las ideas.—Los enfermos y heridos y a se han unido al tren de bagaje. Junto con los

prisioneros siluros. Las monturas de la caballería se han retirado de los establos,además de todo el equipo que podamos transportar en los carros restantes. —Hizoun gesto con la cabeza hacia los cofres que se estaban cargando—. En cuantoesto esté solucionado, habremos terminado.

—¿Y nuestro equipo?Macro señaló el carro que había en el patio.—Ya está cargado.Cato asintió.—Bien. En cuanto el último de los carros hay a salido del fuerte, puedes dar la

orden de que se enciendan los fuegos.—Me alegraré de hacerlo.Cato miró a su amigo con expresión curiosa.—¿Te gusta la perspectiva?—¿Por qué no? ¿Por qué lamentar la pérdida de este lugar? —Macro paseó la

mirada por el patio frente al edificio del cuartel general—. Ha sido un verdaderoinfierno, y retiene demasiado el sentimiento de Querto. Es como si su sombraaún estuviera aquí. Supongo que no sería de extrañar. Ese cabrón no era de losque son bien recibidos en la otra vida. A mi parecer, Querto se merece todo uninfierno para él solo.

Cato estaba desconcertado. No era propio de Macro estar tan desanimado. Sedirigió a su amigo en tono suave.

—Macro. Querto está muerto. Lo maté. Se ha terminado.Macro meneó la cabeza lentamente.—Para mí no, muchacho. He servido durante veinte años en las legiones,

durante este tiempo he visto muchas cosas y he conocido a algunas malaspersonas, pero nada parecido a un demonio como Querto. Tenía el corazóntocado por las tinieblas.

—¿Las tinieblas? —Cato frunció los labios y lo consideró un momento antes

de continuar—. Supongo que sí…—¿Supones? —Macro se rio sin alegría—. A la mierda. Estaba loco. Querto

tenía una vena malvada más ancha que el Tíber. No era mejor que un animalsalvaje, y astuto como una serpiente. Había que matarlo. Pero me hubieragustado ser yo quien lo hiciera. No tú. —Miró a Cato con preocupación—. Esperoque no vaya a haber repercusiones.

—No las habrá, al menos durante un tiempo. Por lo que le dije al legado,supone que murió en batalla. Si me piden que redacte un informe completo, sesabrá la verdad, por supuesto. Pero estoy seguro de que se sabrá de todos modos.Había testigos. Llegará a saberse.

—Cierto, pero no habrá muchos de ellos que tengan palabras de elogio paraQuerto, dado que estuvo a punto de abandonarnos al resto a merced de Carataco.No seré el único que respalde tu versión. Ni mucho menos.

Cato le sonrió agradecido.—Ya lo sé. No tengo ninguna preocupación en ese sentido. —Su expresión se

tornó más pensativa—. Es una pena que tuviera que ocurrir. El método de Quertotenía cierto mérito.

—¡No lo dirás en serio!—¿Por qué no? El miedo es la mejor arma que puede desplegarse en la

guerra. Y no hay duda de que él infundió el miedo en el corazón del enemigo. Suerror fue infundirlo también en el de sus propios hombres.

—Le das demasiado mérito, Cato. Era un mal tipo. Eso es todo. Malo y loco,hasta la médula, y su enajenación afectaba a los demás. A sus hombres, a lossiluros…, incluso a mí. —Macro apartó la mirada de Cato al recordar las muertesde Mancino y Maridio. Hizo una mueca, como si le doliera algo—. No cometasel error de hablar bien de los muertos solo porque lo estén. Algunos no se lomerecen. —Macro miró más allá de Cato, hacia los hombres que acababan decargar el carro, y exclamó—: Muy bien, la maldita cosa ya está cargada, ¿a quéestáis esperando entonces? Sacad el carro del fuerte, llevadlo a la plaza de armasy aseguraos de que ningún cabrón ladronzuelo le ponga las manos encima.¡Moveos!

El conductor del carro chasqueó el látigo, las pesadas ruedas se pusieron enmovimiento con un retumbo y el vehículo y su escolta abandonaron el patio, sedirigieron al portón lateral y tomaron el camino que rodeaba el fuerte hasta laexplanada de la plaza de armas. El hechizo melancólico de hacía un momento serompió, y ambos se pusieron la máscara del rango.

—Esto es todo. —Macro se irguió—. El fuerte está listo para ser incendiado,señor.

Cato asintió.—Pues te esperaré fuera con el resto de los hombres. Adelante.Mientras se dirigía de nuevo hacia los restos quemados del muro frente a la

plaza de armas, Cato oy ó que Macro daba las órdenes a voz en cuello a losgrupos incendiarios. Cuando Cato llegó al pie de la cuesta y dio la vuelta paramirar, unas columnas de humo oscuro se arremolinaban hacia el cielo. Macro yunos cuantos de sus hombres salieron por una de las brechas del muro ydescendieron por el camino para reunirse con sus compañeros. Cato rechazó conun gesto de la mano al hombre que sujetaba su caballo. Tenía ganas de andar unrato. Los supervivientes de la guarnición formaron filas, el prefecto echó el brazohacia adelante para indicarles que avanzaran y se alinearon a la retaguardia de lacolumna.

Mucho más adelante, la caballería de Quintato iba pisándole los talones aCarataco y sus guerreros. No tardarían en verse obligados a darse la vuelta ycombatir. Cato sabía que tendría lugar una gran batalla que pondría a prueba elcoraje y la habilidad de los hombres de ambos ejércitos. Si Roma triunfaba,habría una posibilidad de paz en la nueva provincia. Si no, la amarga guerra sealargaría año tras año. La perspectiva deprimió a Cato. Más muerte. Mássufrimiento. Los nativos se aferrarían desesperadamente a la esperanza de que alfinal humillarían a Roma. Cosa que no ocurriría jamás, caviló pensativo Cato.Ningún emperador de Roma permitiría que sucediera, fuera cual fuera el precio.Era eso lo que Carataco y sus seguidores debían temer de verdad.

Una vez más, la cosa se reducía al miedo. Quizá, en ese sentido, Querto habíatenido razón desde el principio.

—Andamos un poco escasos —comentó Macro, que interrumpió lospensamientos de su amigo. Se volvió a señalar a la pequeña columna de hombresy caballos que iba tras ellos—. Las dos cohortes han sufrido muchas bajas.

—Cierto, pero el legado nos ha prometido prioridad con los refuerzos quelleguen de Londinio. Muy pronto volveremos a la línea de batalla.

Macro sonrió ante la perspectiva de formar a algunos nuevos reclutas.—De vuelta a la vida sencilla de un soldado de verdad. Al fin.—¡Así me gusta! —Cato miró a su amigo con una amplia sonrisa—. Les

haremos hacer instrucción hasta que no se tengan en pie, y cuando abordemos alenemigo nos harán sentir orgullosos. Tus hombres y los Cuervos Sangrientosserán las mejores cohortes de todo el ejército. No habrá ni una sola tribu enBritania que pueda hacernos frente.

Macro asintió.—Brindaré por ello.—La primera jarra corre de mi cuenta, en cuanto acampemos esta noche.—¿Por qué esperar? —Macro se apartó la capa y sacó la cantimplora—. Me

tomé la libertad de servirme un poco de lo que quedaba del falerno. No está mal.—Le ofreció la cantimplora a Cato—. Tú primero. El rango tiene sus privilegios.

Cato le dijo que no con la cabeza.—Y la amistad también. Después de ti, amigo.

Macro se rio, sacó el tapón y tomó un buen trago antes de pasarle lacantimplora a Cato. El prefecto pensó un momento, y luego levantó lacantimplora para brindar.

—¡Por Roma, por el honor y, sobre todo, por la amistad!

NOTA DEL AUTOR

Con frecuencia los libros de historia hacen referencia a la « conquista» deBritania por parte de Claudio en el año 43 d. C., aunque la palabra más acertadasería « invasión» . Hay un abismo entre los dos términos. Roma, la superpotenciadel mundo antiguo que más tiempo duró, había puesto los ojos en Britania cienaños antes de la campaña de Claudio, cuando Julio César se hallaba brutalmenteocupado grabando su nombre para la posteridad masacrando a los galos yapoderándose de sus territorios para la entonces República. La invasión deBritania, una tierra largamente considerada el colmo de la barbarie y elsalvaj ismo, cimentaría su reputación en las mentes del público romano. Y lo hizo,pese al hecho de que ninguna de sus dos incursiones implicó nada más que unbreve reconocimiento de la parte meridional de la isla. Al retomarlo allí dondeCésar lo había dejado, el emperador Claudio intentaba dar lustre a un reinado quese había iniciado con un comienzo muy inestable tras el asesinato de supredecesor y el hecho de que su propio ascenso tuviera lugar solo cuando laGuardia Pretoriana reconoció que volver a convertir Roma en una República lesprivaría de sus considerables privilegios.

En cualquier caso, la invasión siguió adelante, y, con la derrota del ejércitonativo dirigido por Carataco frente a su propia capital, el emperador se contentócon declarar la « misión cumplida» , con la misma temeridad, inexactitud yadornos de los que hizo gala el presidente Bush en 2003 con respecto a Iraq. EnRoma tuvo lugar la celebración de un Triunfo, y el emperador, disfrutando de laaprobación de sus súbditos, pasó a otros asuntos y dejó al ejército en Britaniapara rematar la conquista y colonizar la provincia, de modo que pudieracontribuir a los gastos que debía afrontar el Tesoro público.

Pero la conquista de la isla estaba muy lejos de ser completa, y se tardó unoscuantos años en crear una frontera desde The Wash hasta el río Severn, y luegootros más en expandirla más al norte y al oeste, al menos hasta las montañas delGales moderno. Y allí fue donde el avance romano se atascó. Las legiones y losauxiliares se enfrentaron a dos de las tribus más decididas y valientes, losordovicos y los siluros, dirigidos por un comandante que al final habíadesarrollado la táctica apropiada para enfrentarse a la máquina de guerraromana. En lugar de luchar con su enemigo en batallas bien planeadas yejecutadas, Carataco adoptó el tradicional recurso de la guerra de guerrillascontra un oponente más poderoso, atacando fuertes y columnas aislados yescabulléndose ante los efectivos concentrados de las legiones. En esto lo ay udóla geografía de Gales que, en aquella época, era una zona muy boscosa, ademásde poseer un interior montañoso. Un terreno perfecto para la clase de guerra quemenos les gustaba entonces a los romanos.

Como es habitual en semejantes conflictos, la guerrilla tenía la iniciativa, y

siempre y cuando pudiera eludir situaciones en las que el enemigo fuera capazde desplegar una fuerza aplastante, podría proseguir la resistencia. Atacando alelemento más vulnerable de las fuerzas nativas que dirigía Carataco, de la formaen la que el centurión Querto hizo la guerra a las poblaciones siluras, los romanospudieron retomar la iniciativa y obligar a los britanos a adoptar una posicióndefensiva, como ocurre en la descripción de Carataco en mi novela, cuando seve obligado a contestar a los ataques de los Cuervos Sangrientos.

Este tipo de táctica podría funcionar bien en un mundo donde no hubieramedios de comunicación rápidos para informar del daño « colateral» , y resultainteresante considerar el hecho de que la eficacia del poder militar convencionales inversamente proporcional al alcance y la duración de los masivos, y cada vezmás sociales, medios de comunicación que informan de sus actividades. Encambio, la medida de éxito de las fuerzas guerrilleras enemigas es directamenteproporcional a los mismos medios de comunicación. ¡Cómo deben envidiar losgenerales modernos la carta blanca que se les daba a sus antiguos predecesores!

Mientras tanto, volvamos con Cato y Macro. Tras ahuyentar a Carataco y suejército, ahora deben marchar con el legado Quintato para intentar localizar alejército nativo y obligarlo a dar la vuelta y presentar batalla. A pesar deloptimismo del legado, Carataco ha desafiado a Roma en más de una ocasióncuando sus generales habían creído haber aplastado por fin la voluntad deresistencia de los nativos. La conquista de Britania aún está un poco lejos, y lalucha a la que se enfrentan Macro, Cato y los soldados de Roma debe continuar.Nuestros dos héroes tienen por delante grandes desafíos que los pondrán a pruebaal máximo, ¡y regresarán para enfrentarse a Carataco en la próxima novela dela serie!

Simon Scarrow es un escritor inglés nacido en Lagos (Nigeria) en 1962. Suhermano Alex Scarrow también es escritor.

Tras crecer viajando por varios países, Simon acabó viviendo en Londres, dondecomenzó a escribir su primera novela tras acabar los estudios. Pero prontodecidió volver a la universidad y se graduó para ser profesor (profesión querecomienda).

Tras varios años como profesor de Historia, se ha convertido en un fenómeno enel campo de los ciclos novelescos de narrativa histórica gracias a dos sagas:Águila y Revolución.