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Cuatro relatos, a cual más interesante, protagonizados por el infaliblePoirot.

Asesinato en Bardsley Mews: En la noche de Guy Fawkes, el estallido delos petardos oculta el sonido de un disparo y el cuerpo de Miss Allenaparece sin vida.

Un robo increíble: En una reunión de alta sociedad, desaparecen los planosde una nueva y secreta bomba.

El espejo del muerto: Sir Gervas Chevenix-Gore, conocido como el últimobarón, ha muerto en circunstancias extrañas. Poirot deberá demostrar queno se trata de un suicidio.

Triángulo de Rodas: Un clásico triángulo amoroso deviene en un complejoasesinato.

Agatha Christie

Asesinato en Bardsley MewsHércules Poirot - 18

LIBRO PRIMEROAsesinato en Bardsley Mews

Capítulo I

—Una limosnita, señor…Un chiquillo de cara tiznada sonrió al primer inspector Japp para ganarse su

voluntad.—¡Ni soñarlo! —exclamó el policía—. Y además escucha bien, muchacho…Y le dirigió un breve sermón. El asustado golfillo, emprendiendo la retirada,

dijo a sus jóvenes amigos:—¡Cáscaras, pues no es un « poli» camuflado!Y la pandilla puso pies en polvorosa, cantando:

Recuerden, recuerdenel cinco de noviembre.Pólvora, traición e intriga.No veo razón para que esa traicióndeba ser nunca olvidada.

El compañero del primer inspector, un hombrecillo menudo, de cierta edad,cabeza de huevo y grandes bigotes que le daban un aire marcial, sonreía para sí.

—Tres bien, Japp —comentó—. ¡Ha sido un buen servicio! ¡Le felicito!—¡El día de Guy Fawkes es un buen pretexto para mendigar! —dijo Japp.—Una tradición interesante —repuso Hércules Poirot—. Se siguen lanzando

fuegos artificiales… bum… bum… bum… mucho después de que han olvidadoal personaje que conmemoran y su doctrina.

El hombre de Scotland Yard estuvo de acuerdo.—Supongo que la mayoría de esos muchachos ignoran quién fue en realidad

Guy Fawkes.—Y sin duda alguna, dentro de poco habrá confusión de ideas. ¿Es en su

honor o todo lo contrario el disparo de feu d’artifice del cinco de noviembre? ¿Fueun pecado o una noble gesta el echar abajo el Parlamento inglés?

Japp rio.—Ciertamente que muchas personas dirían que lo primero.Dejando la calle principal, los dos hombres se adentraron en la relativa

tranquilidad de los Jardines de Bardsley Mews. Habían cenado juntos y ahora se

dirigían al piso de Hércules Poirot.Mientras caminaban oían de vez en cuando las detonaciones de los cohetes

que seguían estallando, y periódicamente una lluvia de oro iluminaba el cielo.—Buena noche para cometer un crimen —observó Japp con interés

profesional—. Por ejemplo, en una noche como esta nadie oiría un disparo.—Siempre me ha extrañado que los criminales no aprovecharan más esta

ventaja —repuso Hércules Poirot.—¿Sabe una cosa, Poirot? Algunas veces desearía que usted cometiese un

crimen.—¡Mon cher!—Sí. Me gustaría ver cómo lo hacía.—Mi querido Japp: si yo cometiera un crimen, usted no tendría ni la más

remota oportunidad de verlo… ni siquiera de saber que lo había cometido.Japp rio de buen grado y con afecto.—Es usted endiabladamente orgulloso, ¿no le parece? —añadió en tono

indulgente.

A las diez y media de la mañana siguiente sonó el teléfono de Hércules Poirot.—¿Diga? ¿Diga?—Hola, ¿es usted Poirot?—Oui, c’est moi.—Le habla Japp. ¿Recuerda que ayer noche volvimos a casa por los jardines

de Bardsley Mews?—Sí.—¿Y que hablamos de lo sencillo que resultaría disparar matando a una

persona en medio del estruendo de los cohetes y petardos?—Desde luego.—Bien, hubo un suicidio en esa zona. En la casa número catorce. Se trata de

una joven viuda… una tal señora Alien. Ahora voy para allí. ¿Le gustaríaacompañarme?

—Perdóneme, pero ¿es corriente enviar a una persona de su categoría por uncaso de suicidio, mi querido amigo?

—Es usted muy sagaz. No… no es corriente. A decir verdad, el médico opinaque hay algo raro en todo esto. ¿Quiere acompañarme? Tengo el presentimientode que usted habrá de intervenir.

—Desde luego que iré. ¿Dijo usted que en el número catorce?—Exactamente.

Poirot llegó al número catorce de los Jardines Bardsley Mews casi al mismotiempo que el automóvil que conducía a Japp y otros tres hombres.

Era evidente que el número catorce acaparaba la atención general, y lo

rodeaba un enorme círculo de personas… chóferes, sus esposas, mandaderos,desocupados, señores bien vestidos e innumerables chiquillos, todos con la bocaabierta y mirada de asombro.

Un policía de uniforme estaba en la entrada para contener a los curiosos.Jóvenes de aire avispado deambulaban atareadísimos con sus cámarasfotográficas y se abalanzaron sobre Japp al verle descender del coche.

—Ahora no puedo decirles nada —cortó Japp apartándolos para dirigirse aPoirot—. ¿De modo que y a está usted aquí? Entremos.

Penetraron rápidamente en el interior de la casa, y la puerta cerrose trasellos, dejándoles ante una escalera parecida a la de los barcos.

Un hombre asomó la cabeza desde arriba, y reconociendo a Japp dijo:—Es aquí arriba, inspector.Japp y Poirot subieron la escalerilla.El hombre que les había hablado abrió una puerta a la izquierda y les hizo

pasar a un pequeño dormitorio.—Pensé que le agradaría conocer los datos más importantes, inspector.—Cierto, Jameson —replicó Japp—. ¿Cuáles son?El inspector Jameson tomó la palabra.—La difunta es la señora Alien, inspector. Vivía aquí con una amiga… la

señorita Plenderleith. Miss Plenderleith estaba en el campo y regresó estamañana. Abrió ella misma con su llave y sorprendiose al no encontrar a nadie.Por lo general viene a las nueve una mujer para hacer la limpieza. Subió primeroa su habitación, que es esta, y luego fue a la de su amiga, que está al otro lado deldescansillo. La puerta estaba cerrada por dentro. Estuvo llamando y golpeándolasin obtener respuesta. Al fin, alarmada, telefoneó a la policía. Eso fue a las diezcuarenta y cinco. Vinimos en seguida y forzamos la puerta. La señora Alienestaba tendida en el suelo con un balazo en la cabeza. En la mano tenía unaautomática… una « Webley» , calibre veinticinco, y… aparentemente se trata deun caso claro de suicidio.

—¿Dónde está ahora la señorita Plenderleith?—Abajo, en la sala, inspector. Es una joven fría y eficiente, con mucha

cabeza.—Luego hablaré con ella. Ahora será mejor que vea a Brett.Acompañado de Poirot, atravesó el descansillo para dirigirse a la otra

habitación, donde les recibió un hombre alto y de cierta edad.—Hola, Japp, celebro verle por aquí. Este caso es muy curioso.Japp se aproximó a él, mientras Hércules Poirot echaba un rápido vistazo a su

alrededor.Se trataba de una habitación mucho más grande que la que acababan de

abandonar. Tenía un mirador y en tanto que la otra era puramente dormitorio,aquella estancia parecía más bien una especie de saloncito.

Las paredes eran de un tono plateado y el techo verde también plata y verde.Había un diván tapizado de seda verde con profusión de coj ines dorados yplateados. Un canterano antiguo de nogal, una cómoda de la misma madera yvarias sillas modernas cromadas. Sobre una mesita baja, de cristal, veíase ungran cenicero repleto de colillas.

Poirot, con delicadeza, olfateó el aire. Luego fue a reunirse con Japp, queestaba contemplando el cadáver.

Tendido sobre el suelo, como si hubiera resbalado de una de las sillascromadas, estaba el cadáver de una mujer joven, tal vez de unos veintisiete años.Era rubia y de facciones delicadas e iba apenas maquillada. En el lado izquierdode su rostro había una masa de sangre coagulada. Los dedos de su mano derechaestaban crispados sobre una pequeña pistola, y vestía un sencillo vestido verdecerrado hasta el cuello.

—Bueno, Brett, ¿cuál es su opinión? —Japp miraba el cadáver.—La posición es correcta —indicó el médico—. Si se mató ella misma es

probable que cayera en esta posición. La puerta estaba cerrada por dentro, asícomo la ventana.

—¿Dice usted que es correcta? Entonces, ¿qué es, pues, lo curioso?—Eche usted una mirada a la pistola. No la he tocado… espero que vengan a

tomar las huellas, pero podrá ver fácilmente lo que quiero decir.Poirot y Japp se arrodillaron para examinar el arma de cerca.—Ya comprendo a qué se refiere —dijo Japp levantándose—. Está en la

curva de su mano. Parece que la sostiene… pero en realidad no es así. ¿Algomás?

—Sí. Tiene la pistola en la mano derecha. Ahora fíjese en la herida. El armafue colocada junto a la cabeza, precisamente encima de su oreja izquierda… laizquierda. ¿Se fija?

—¡Hum! —repuso Japp—. Es cierto. ¿No es posible que disparara su pistolaen esa misma posición con la mano derecha?

—Yo diría que es completamente imposible. Se puede colocar el brazo en esaposición, pero dudo de que se consiguiera disparar.

—Entonces resulta bastante evidente. Alguien la mató y luego trató de hacerque pareciera un suicidio. Aunque, ¿cómo se explica que la puerta y la ventanaestuviesen cerradas?

El inspector Jameson fue quien contestó a su pregunta.—La ventana estaba cerrada por dentro, inspector, pero aunque la puerta lo

estaba también, no hemos conseguido encontrar la llave.Japp hizo un gesto de asentimiento.—Sí. Eso fue un gran fallo. Quienquiera que hay a sido, cerró la puerta al

marcharse con la esperanza de que no se notase la falta de la llave.—C’est béte, ça!

—Oh, vamos, Poirot, no debe juzgar a los demás con la luz de su brillanteintelecto. A decir verdad, es un detalle que pudo muy bien pasar inadvertido. Lapuerta está cerrada. Se abre por la fuerza… encuentra a una mujer muerta…con la pistola en la mano… un caso claro de suicidio…: se encerró para matarse.No tiene por qué buscar la llave. Fue una suerte que la señorita Plenderleithavisara a la policía. Pudo hacer que un par de chóferes abrieran la puerta… yentonces la cuestión de la llave hubiera pasado por alto.

—Sí, creo que tiene razón —repuso Hércules Poirot—. Hubiera sido lareacción natural de muchísimas personas. La policía siempre es el últimorecurso, ¿no es cierto?

Sus ojos no se apartaron del cadáver.—¿Hay algo que le llame la atención? —le preguntó Japp en tono

intrascendente, aunque sus ojos expresaban interés.Hércules Poirot meneó lentamente la cabeza.—Miraba su reloj de pulsera.E inclinándole lo tocó apenas con la punta de un dedo. Era una joya muy

bonita, sujeta por una cinta negra de moaré a la muñeca de la mano que sosteníala pistola.

—Es muy lindo —observó Japp—. ¡Debió costar mucho dinero! —Miróinterrogadoramente a Poirot—. ¿Le sugiere alguna cosa?

—Es posible… sí.Poirot dirigiose al canterano. Lo abrió, bajando la tapa delantera. El interior

estaba dispuesto de modo que hiciera juego con el resto de la habitación.En el centro había un enorme tintero de plata, y ante él un bonito secante de

laca verde. A la izquierda de este veíase una bandejita de cristal verdeconteniendo un portaplumas de plata… una barra de lacre verde, un lápiz y dossellos. A la derecha del secante, un calendario movible que indicaba el día de lasemana, el mes y la fecha. Había también un cacharrillo de cristal por el queasomaba una elegante pluma de ave color verde, que al parecer interesó aPoirot. La sacó para observarla, pero no estaba manchada de tinta, lo cual eraprueba de que solo constituía un elemento decorativo… nada más. Elportaplumas de plata sí que parecía haber sido utilizado. La mirada de Poirot seposó en el calendario.

—Martes, cinco de noviembre —dijo Japp—. Es la fecha de ay er, y por lotanto la que corresponde.

Se volvió hacia Brett.—¿Cuánto tiempo lleva muerta?—La mataron a las once y treinta y tres minutos de la noche de ay er —

replicó el doctor sin vacilar. Al ver la cara de asombro de Japp sonrió—. Losiento, amigo mío. He querido hacer como los médicos de las novelas. A decirverdad, lo más que puedo precisar son las once… con un margen de una hora

antes y otra después.—Oh, pensé que se le habría parado el reloj de pulsera… o algo así.—Desde luego, está parado, pero a las cuatro y cuarto.—Y supongo que no pudo ser asesinada a esa hora…—Puede tener plena seguridad.Poirot dio la vuelta al secante.—Buena idea —dijo Japp—; pero no ha habido suerte.El secante mostraba una blancura impoluta. Poirot fue revisando las hojas de

recambio, pero estaban todas sin estrenar.Entonces dedicó su atención al cesto de los papeles.Contenía dos o tres cartas hechas pedazos y varias circulares. Solo estaban

partidas por la mitad y era fácil reconstruirlas. Una petición de un donativo parauna sociedad de ay uda a los excombatientes; una invitación para un refresco quedebía celebrarse el tres de noviembre, y una nota de una modista. Las circulareseran un anuncio de una tienda de pieles y un catálogo de unos almacenes.

—Nada —dijo Japp.—No, es extraño… —comentó Poirot.—¿Se refiere a que suele dejarse una carta cuando se trata de un suicidio?—Exacto.—¡Una prueba más de que no fue suicidio!Se dirigió a la puerta.—Ahora dejemos que mis hombres se pongan a trabajar. Será mejor que

baje a hablar con la señorita Plenderleith. ¿Me acompaña, Poirot?El aludido parecía continuar enfrascado en la contemplación del escritorio y

su contenido.Al salir de la habitación sus ojos se volvieron una vez más para mirar la

flamante pluma de ave de color verde.

Capítulo II

Al pie del estrecho tramo de escalones se abría la puerta que daba acceso a unamplio saloncito… y en aquella estancia, cuy as paredes estaban recubiertas deuna pintura rugosa de gran efecto, y de las que pendían grabados al aguafuerte yen madera, hallábanse sentadas dos personas.

Una, muy cerca de la chimenea y con las manos extendidas hacia el fuego,era una mujer morena, de aspecto inteligente, de unos veintisiete o veintiochoaños. La otra, de más edad y de amplias proporciones, llevaba una bolsa decordel y manoteaba y charlaba cuando los dos hombres entraron en lahabitación.

—… Y como ya le dije, señorita, el corazón me ha dado un vuelco tangrande que casi me caigo redonda al suelo. Y pensar que precisamente estamañana…

—Está bien, señora Pierce. Creo que esos caballeros son inspectores depolicía.

—¿La señorita Plenderleith? —preguntó Japp, adelantándose.La joven asintió.—Ese es mi nombre. Esta es la señora Pierce, que viene cada día a hacer la

limpieza.Y la señora Pierce volvió a tomar la palabra.—Y cómo le estaba diciendo a la señorita Plenderleith… pensar que esta

mañana, precisamente esta mañana, mi hermana Luisa Maud ha tenido unataque y yo era la única que podía atenderla… y como digo, la sangre tira ypensé que no le importaría a la señora Alien, aunque no me agradaría faltar amis señoras…

Japp la interrumpió con cierta astucia.—Desde luego, señora Pierce. ¿Quiere acompañar al inspector Jameson a la

cocina y hacerle un breve resumen de lo ocurrido?Una vez se hubo librado de la señora Pierce, que salió con Jameson charlando

por los codos, Japp dedicó su atención a la joven.—Soy el primer inspector Japp, señorita Plenderleith; le agradecería me

dijera todo lo que sea posible acerca de este asunto.—Desde luego. ¿Por dónde empiezo?

Su serenidad era admirable. No daba la menor muestra de pesar o sobresalto,como no fuera una ligera rapidez en sus ademanes.

—Usted llegó esta mañana. ¿A qué hora?—Creo que poco después de las diez y media. La señora Pierce, esa vieja

bruja, no estaba aún aquí…—¿Suele ocurrir a menudo?Jane Plenderleith se encogió de hombros.—Una o dos veces por semana aparece a las doce… o a ninguna hora.

Debiera estar aquí a las nueve. Como le digo, un par de veces por semana o« viene cuando le parece» , o alguien de su familia se pone enfermo. Todas esasmujeres son iguales… fallan de vez en cuando, y esta es de las peores.

—¿Hace mucho que la tienen?—Solo un mes. La última que tuvimos se llevaba todo lo que podía.—Por favor, continúe, señorita Plenderleith.—Pagué al taxista, entré mi maleta y busqué a la señora Pierce. En vista de

que no estaba, subí a mi habitación. Me arreglé un poco y fui al dormitorio deBárbara… la señora Alien… encontrando la puerta cerrada. Estuve llamando ygolpeando sin obtener respuesta. Entonces bajé a telefonear al puesto de policía.

—¡Pardon! —Poirot intervino con una pregunta rápida—. ¿No se le ocurriótratar de echar abajo la puerta… con la ayuda de algún chófer, pongo porejemplo?

Sus ojos se volvieron hacia él… eran fríos y de un color verde gris. Pareciócontemplarle inquisitivamente.

—No, no se me ocurrió. Si ocurría algo anormal me pareció que lo mejor erallamar a la policía.

—Entonces ¿usted pensó… pardon, mademoiselle… que ocurría algoanormal?

—Naturalmente.—¿Porque sus llamadas no obtuvieron respuesta? Su amiga pudo haber

tomado una pastilla para dormir o algo por el estilo…—Ella no tomaba drogas para dormir.La respuesta fue tajante.—O pudo marcharse y cerrar la puerta con llave.—¿Por qué había de cerrarla? En todo caso me hubiera dejado una nota.—¿Y no… se la dejó? ¿Está bien segura?—Claro que lo estoy. La hubiera visto en seguida.Su tono se iba haciendo más cortante.—¿No trató de mirar por el ojo de la cerradura, señorita Plenderleith? —le

preguntó Japp.—No —repuso pensativa—. No me pasó siquiera por la imaginación. Pero no

hubiera visto nada, ¿no le parece? La llave debía estar puesta.

Su mirada inocente e interrogadora sostuvo la de Japp. Poirot sonrió para sí.—Hizo usted muy bien, desde luego, señorita Plenderleith —dijo Japp—.

Supongo que no tendría usted motivos para creer que su amiga estaba dispuesta asuicidarse.

—Oh, no.—¿No le pareció angustiada… o decepcionada en algún sentido?Hubo un silencio antes de que la joven respondiera escuetamente:—No.—¿Sabía usted que tenía una pistola?—Sí; la trajo de la India, y la guardaba en un cajón de su dormitorio.—¡Hum!… ¿Tenía licencia de armas?—Lo supongo, pero no estoy segura.—Señorita Plenderleith, ¿quiere decirme todo lo que pueda acerca de la

señora Alien…? Cuánto tiempo hace que la conocía…, dónde viven susfamiliares…, en fin…, todo.

Jane Plenderleith asintió.—Conocí a Bárbara hará unos cinco años… en su primer viaje al extranjero.

En Egipto, para ser exacta. Regresaba a su casa desde la India. Yo había estadoen el colegio inglés de Atenas durante algún tiempo y pasaba unas semanas enEgipto antes de volver a casa. Hicimos juntas el crucero del Nilo, ysimpatizamos, convirtiéndonos en grandes amigas. Hacía tiempo que y o buscabaalguien con quien compartir un piso o una casa pequeña. Bárbara estaba sola enel mundo; y pensamos que nos llevaríamos bien.

—¿Y se llevaban bien? —preguntó Poirot.—Estupendamente. Cada una tenía sus amistades… Bárbara era más

sociable… mis amigos eran más bien artistas. Probablemente era mejor así.Poirot asintió en tanto que Japp preguntaba:—¿Qué sabe usted de la familia de la señora Alien y de su vida antes de

conocerla a usted?Jane Plenderleith encogiose de hombros.—No mucho, la verdad. Creo que su nombre de soltera era Armitage.—¿Y su marido?—Creo que bebía. Me imagino que falleció al año o dos de matrimonio.

Tuvieron una niña que murió a los tres años. Bárbara no hablaba mucho de sumarido. Tengo entendido que se casó con él en la India cuando tenía diecisieteaños. Se fueron a Borneo o a uno de esos lugares olvidados de Dios donde seenvía a los inútiles… pero como era un tema doloroso nunca le hablaba de ello.

—¿Sabe si la señora Alien tenía dificultades económicas?—No, estoy segura de que no.—¿No tenía deudas… o algo por el estilo?—¡Oh, no! Estoy segura de que no estaba en ningún apuro.

—Ahora debo hacerle otra pregunta… y espero que no se moleste por ella,señorita Plenderleith. ¿La señora Alien tenía algún enemigo o amigos íntimos?

Jane Plenderleith repuso fríamente:—Pues… estaba prometida para casarse, si es que con esto respondo a su

pregunta.—¿Cómo se llama su prometido?—Carlos Laverton-West. Es miembro del Parlamento en cierto lugar de

Hampshire.—¿Le conocía desde mucho tiempo atrás?—Poco más de un año.—Y… ¿cuánto tiempo llevaban prometidos?—Pues… dos… no, cerca de tres meses.—¿Y que sepa usted, no tuvieron ninguna disputa?La señorita Plenderleith meneó la cabeza.—No. Me hubiera sorprendido mucho. Bárbara no solía enfadarse.—¿Cuándo vio por última vez a la señora Alien?—El viernes pasado, poco antes de marcharme para el fin de semana.—¿La señora Alien pensaba permanecer en la ciudad?—Sí. Creo que el domingo iba a salir con su prometido.—¿Y usted, dónde pasó el fin de semana?—En Laidells Hall, Laidells. Essex.—¿Quiere darme el nombre de las personas con quienes estuvo?—El señor y la señora Bentinck.—¿Y se marchó de su casa esta mañana?—Sí.—Debió salir muy temprano.—El señor Bentinck me trajo en su coche. Sale muy pronto porque tiene que

estar en la ciudad a las diez.—Ya.Japp asintió. Todas las respuestas de la señorita Plenderleith eran firmes y

convincentes.Poirot intervino preguntando:—¿Qué opinión es la de usted, respecto al señor Laverton-West?La joven encogiose de hombros.—¿Importa eso?—No; tal vez no importe; pero me gustaría conocer su opinión.—Me es completamente indiferente. Es joven… no tendrá más de treinta y

uno o treinta y dos años… ambicioso… un buen orador… y tiene intención deabrirse camino en la vida.

—Todo esto ¿debo colocarlo en el lado del Debe… o en el del Haber?—Pues… —La señorita Plenderleith reflexionó unos instantes—… En mi

opinión es vulgar… sus ideas no son particularmente originales… y es bastanteengreído.

—Esos son defectos graves, mademoiselle —dijo Poirot.—¿Usted cree eso? —Su tono era un tanto irónico—. Tal vez lo sean para

usted.Poirot no dejaba de observarla, y al verla desconcertada aprovechó la

ventaja.—Pero, para la señora Alien… no, ella ni siquiera los habría notado.—Tiene muchísima razón. A Bárbara le parecía maravilloso.Poirot dijo en tono amable:—¿Quería usted a su amiga?—Sí; la quería.—Una cosa más, señorita Plenderleith —dijo Poirot—. ¿Usted y su amiga no

se pelearon? ¿No hubo ningún disgusto entre ustedes?—En absoluto.—¿Ni siquiera por su noviazgo?—No. Yo me alegré de que se sintiera feliz.Hubo una pausa y al cabo Japp dijo:—¿Tenía enemigos la señora Alien?Esta vez Jane Plenderleith tardó mucho en contestar, y cuando al fin lo hizo

con voz un tanto alterada.—No sé exactamente lo que usted quiere decir…, ¿enemigos?—Por ejemplo, cualquiera que se beneficiara con su muerte.—Oh, no; sería ridículo. De todas formas, tenía una renta muy reducida.—¿Y quién le hereda?—¿Creerá que no lo sé? No me sorprendería que fuese yo. Es decir, si es que

hizo testamento.—¿Y no tenía enemigos en otro sentido? —Japp enfocó rápidamente otro

aspecto de la cuestión—. Alguien que la odiara…—No creo que le odiara nadie. Era una criatura muy amable, siempre

deseosa de agradar. Tenía una naturaleza dulce y adorable.Por primera vez su voz dura e indiferente se quebró. Poirot asintió

comprensivamente.Japp dijo:—De modo que el resumen es este… La señora Alien había estado de buen

humor últimamente; no tenía dificultados económicas, estaba prometida paracasarse, y ese noviazgo la hacía feliz. No existía nada que la impulsara alsuicidio. ¿Es así?

Después de una corta pausa, Jane repuso:—Sí.Japp se levantó; se dispuso a salir de la estancia.

—Perdóneme, debo hablar con el inspector Jameson.Hércules Poirot quedó conversando con Jane Plenderleith.

Capítulo III

Durante unos minutos reinó el silencio.Jane Plenderleith lanzó una rápida mirada apreciativa al hombrecillo, pero

después permaneció con la vista fija en un punto lejano, y sin pronunciarpalabra. No obstante, su presencia la ponía nerviosa, y cuando al fin Poirotrompió el silencio, el mero sonido de su voz pareció proporcionarle cierto alivio.En tono indiferente le hizo una pregunta.

—¿Cuándo encendió usted el fuego mademoiselle?—¿El fuego? —Su tono era vago y abstraído—. ¡Oh, esta mañana, en cuanto

llegué!—¿Antes o después de subir?—Antes.—Ya. Sí; naturalmente… Y, ¿estaba preparado… o tuvo que prepararlo usted?—Estaba a punto. Solo tuve que acercar una cerilla.En su tono había un timbre de impaciencia. Por lo visto sospechaba su afán de

hacerla hablar, y sin duda esta era su intención, puesto que continuó:—Pero en la habitación de su amiga he notado que el fuego es de gas…Jane Plenderleith repuso mecánicamente:—Este es el único fuego de carbón que tenemos… los otros son todos de gas.—Yo creo que hoy en día lo hace todo el mundo.—Cierto. Resulta barato.La conversación languideció. Jane Plenderleith golpeaba el suelo con el pie

impaciente, hasta que al fin dijo con brusquedad:—Ese hombre… el primer inspector Japp… ¿se le considera inteligente?—Es muy eficiente, y está bien considerado. Trabaja de firme y a

conciencia, y pocas cosas se le escapan.—Me pregunto… —murmuró la joven.Poirot la observaba. ¡Qué verdes eran sus ojos vistos a la luz de las llamas!—¿La muerte de su amiga ha sido un gran golpe para usted? —le preguntó.—Terrible —expresó con evidente sinceridad.—¿No lo esperaba?—Desde luego que no.—Al principio debió parecerle que era imposible… que no podía ser cierto…

La simpatía de su tono pareció desarmar a Jane Plenderleith, que replicó convoz natural, sin la menor tirantez:

—Así es. Incluso aunque Bárbara se suicidara, no puedo imaginarlamatándose de esa manera.

—Sin embargo, ella tenía una pistola.La joven hizo un gesto de impaciencia.—Sí; pero esa pistola era… ¡oh!, una amenaza. Había estado en lugares muy

apartados. La conservaba por hábito… no con otra idea. Estoy convencida.—¡Ah! ¿Por qué está tan segura?—Por las cosas que decía…—¿Por ejemplo?Su tono seguía siendo amable, y Jane contestó sin recelo.—Pues, una vez, estábamos discutiendo acerca del suicidio, y dijo que el

medio más sencillo sería dejar abierta la llave del gas y acostarse. Yo le dije quea mí me parecería imposible… permanecer echada esperando, y que preferiríadispararme un tiro. Ella en cambio dijo que no, que no sería capaz de hacerlo.Tenía miedo de que no funcionara la pistola, y de todas maneras odiaba elestruendo.

—Ya —repuso Poirot—. Como usted dice, es extraño… Porque, como ustedacaba de decirme, hay un fuego de gas en su habitación.

Jane Plenderleith le miraba un tanto sorprendida.—Sí; lo hay… No puedo comprender… no, no comprendo por qué no lo

utilizó.—Sí, resulta… extraño… poco natural —dijo Poirot meneando la cabeza.—Todo esto es muy poco natural. Aún no puedo creer que se suicidara. Y

supongo que tuvo que suicidarse.—Bueno, cabe otra posibilidad.—¿Qué quiere usted decir?Poirot la miró a los ojos.—Podría tratarse de… un crimen.—¡Oh, no! —Jane Plenderleith echose hacia atrás—. ¡Oh, no! ¡Qué cosa tan

terrible!—Horrible tal vez, pero ¿le parece tan imposible?—Pero la puerta estaba cerrada por dentro, igual que la ventana.—La puerta estaba cerrada…, sí. Pero no hay nada que demuestre que fuese

cerrada por dentro o por fuera. ¿No sabe? La llave ha desaparecido.—Pero, entonces… si no está —hizo una pausa—. Entonces debieron cerrarla

por fuera. De otro modo la hubiesen encontrado en la habitación.—Ah, todavía es posible que aparezca. Recuerde que aún no ha sido

registrado todo a conciencia. Tal vez la arrojase por la ventana y alguien pudocogerla.

—¡Asesinada! —exclamó Jane Plenderleith, y considerando aquellaposibilidad, su rostro moreno e inteligente se puso grave—. Creo… creo que tieneusted razón.

—Pero si se trata de un crimen, tiene que haber un motivo. ¿Y conoce ustedalguno, mademoiselle?

La joven meneó la cabeza lentamente y no obstante, a pesar de su negativa,Hércules Poirot tuvo la impresión de que le ocultaba algo. En aquel momento seabrió la puerta y entró Japp.

Poirot se puso en pie.—Le estaba sugiriendo a la señorita Plenderleith —exclamó— que la muerte

de su amiga no fue un suicidio.Japp, muy sorprendido, le dirigió una mirada de reproche.—Es algo pronto para decir nada definitivo —observó—. Comprenda,

nosotros siempre tenemos en cuenta todas las posibilidades, y por el momentoeso es todo.

—Ya comprendo… —replicó Jane Plenderleith con calma.Japp se aproximó a ella.—Dígame, señorita Plenderleith, ¿ha visto esto antes de ahora?Y en la palma de la mano le mostraba un pequeño óvalo de esmalte azul

oscuro.Jane Plenderleith meneó la cabeza.—No, nunca.—¿No es suyo ni de la señora Alien?—No. No es una cosa que usemos generalmente las mujeres, ¿verdad?—¡Oh! ¿De modo que sabe lo que es?—Pues está bien claro, ¿verdad? Es la mitad de un gemelo de caballero.

Capítulo IV

—Esa joven está demasiado segura de sí misma —se lamentaba Japp.Los dos hombres se encontraban de nuevo en el dormitorio de la señora

Alien. El cadáver había sido fotografiado, quitado de en medio, y una vezsacadas las huellas dactilares, los expertos se marcharon.

—Sería poco aconsejable tratarla como a una tonta —convino Poirot—. Notiene nada de tonta. Es una mujer muy inteligente y capaz.

—¿Cree usted que fue ella? —preguntó Japp con un momentáneo ray o deesperanza—. Pudo hacerlo, sabe. Tendremos que comprobar su coartada. Algunarencilla por culpa de ese joven… ese miembro del Parlamento « en embrión» .Hablaba de él en un tono demasiado despreciativo. Resulta sospechoso. Parececomo si a ella le gustara y él la hubiera rechazado. Pertenece a esa clase depersonas capaces de deshacerse de alguien sin perder la cabeza. Sí; tendremosque comprobar su coartada. Es bien sencillo y, después de todo, Essex no estámuy lejos. Hay muchos trenes, o pudo venir en un automóvil rápido. Vale lapena averiguar si ay er noche se acostó temprano pretextando una jaqueca o algopor el estilo.

—Tiene usted razón —repuso Poirot.—De todas maneras —continuó Japp—, nos oculta algo. ¿Eh? ¿No le parece?

Esa mujer sabe algo.Poirot asintió pensativamente.—Sí, eso se ve fácilmente.—En estos casos siempre resulta una dificultad más. A la gente le da por

callar… algunas veces por los motivos más honorables.—Lo cual no puede ser reprochado, amigo mío.—No, pero eso nos complica las cosas —gruñó Japp.—Aunque sirve para poner de manifiesto su ingenio —le consoló Poirot—. A

propósito, ¿qué hay de las huellas dactilares?—No se han encontrado huellas en la pistola, que fue limpiada

cuidadosamente antes de colocarla en su mano. Aunque hubiera podido, enforma acrobática, dar la vuelta al brazo por encima de su cabeza, es imposibleque la disparara sin dejar huellas, y no pudo limpiarla después de muerta.

—No, no. Desde luego tuvo que hacerlo otra persona.

—Por otro lado, las huellas son descorazonadoras. Ninguna en el pomo de lapuerta. Ninguna en la ventana… sugestivo, ¿verdad? Y muchísimas de la señoraAlien por todas partes.

—¿Ha averiguado algo Jameson?—¿Por la mujer de la limpieza? Ha confirmado que la señorita Plenderleith y

la señora Alien estaban en buenas relaciones. He enviado a Jameson a que hagaaveriguaciones por el vecindario. También tendremos que hablar con el señorLaverton-West, para averiguar dónde estuvo ayer noche y qué hizo. Entretanto,vamos a echar un vistazo a sus papeles.

Y pusieron manos a la obra sin más dilación. De vez en cuando Japp gruñía ocomentaba algo con Poirot. El registro no duró mucho. En el escritorio habíapocos papeles y todos cuidadosamente ordenados.

Al fin Japp se echó para atrás con un suspiro.—Aquí no hay gran cosa.—Usted lo ha dicho.—Y la may oría son… recibos, algunas cuentas todavía sin pagar… nada de

importancia particular. Invitaciones… cartas de amigos… estas —Y puso lamano sobre un montón de siete u ocho cartas—, su libro de cheques y el libro delBanco. ¿Le llama la atención alguna cosa?

—Sí. Se había excedido de su crédito del Banco.—¿Algo más?Poirot sonrió.—¿Es que me está sometiendo a un examen? Pues sí; me he fijado en lo que

usted está pensando. Tres meses atrás sacó doscientas libras… y ayer otrasdoscientas…

—Y no constan en la matriz del talonario de cheques. Todos son de pequeñassumas… el mayor es de quince libras… Y voy a decirle una cosa… no hay entoda la casa una cantidad semejante. Cuatro libras en un bolso, y un chelín o dosen otro portamonedas. Me parece que está bastante claro.

—Eso significa que ay er mismo pagó esa suma.—Sí. Ahora bien, ¿a quién se la pagaría?Se abrió la puerta para dar paso al inspector Jameson.—Bien, Jameson, ¿consiguió algo?—Sí, varias cosas, inspector. En primer lugar nadie oyó el disparo. Dos o tres

mujeres dicen que sí porque quieren creer que lo oyeron… pero nada más. Contodos los cohetes que se dispararon, es casi imposible.

Japp gruñó.—Lo imagino. Continúe.—La señora Alien estuvo en casa la mayor parte de la tarde y la noche de

ay er. Llegó a eso de las cinco. Luego volvió a salir a las seis para ir hasta el buzónque hay al final de la calle. A eso de las nueve y media llegó un automóvil… un

« Standard Swallow» … del que se apeó un hombre… de unos cuarenta y cincoaños, bien plantado, de aspecto marcial, bigote de cepillo y vistiendo un abrigoazul oscuro y sombrero James Hogg, el chófer de la casa número dieciocho diceque le había visto visitar a la señora Alien antes.

—Cuarenta y cinco años —dijo Japp—. No puede ser Laverton-West.—Ese hombre, fuera quien fuese, estuvo en la casa una hora. Se marchó a las

diez y veinte y se detuvo en la puerta para despedirse de la señora Alien. Unniño, Frederick Hogg, estaba por allí cerca y oyó lo que decía.

—¿Y qué fue?—Bueno, piénsalo bien y comunícame lo que decidas. Ella dijo algo y él

respondió: De acuerdo. Hasta la vista. Dicho esto montó en el coche y semarchó.

—Y eso fue a las diez y veinte —dijo Poirot pensativo.Japp se rascó la nariz.—Entonces a las diez y veinte la señora Alien aún vivía —dijo—. ¿Qué más?—Nada más, inspector. Es todo lo que he podido averiguar. El chófer del

número veintidós llegó a las diez y media y prometió a sus pequeños dispararlesunos cuantos fuegos artificiales. Le estaban esperando… junto con los demásniños de la vecindad y estuvieron entretenidos mirándolos. Después todos sefueron en seguida a dormir.

—¿Y no entró nadie más en el número catorce?—No… no lo vieron; pero si entró, nadie lo habría notado.—¡Hum…! —dijo Japp—. Es cierto. Bueno, ya tenemos algo. « Un caballero

de aspecto marcial, con bigotes de cepillo» . Es casi evidente que fue la últimapersona que la vio con vida. Quisiera saber quién era.

—La señorita Plenderleith tal vez pueda decírnoslo —sugirió Poirot.—Es posible —dijo Japp—. O quizá no lo haga. No me cabe la menor duda

de que podría contarnos muchas cosas, si quisiera. ¿Y qué me dice usted, Poirot?¿Cuando estuvo a solas con ella no adoptó su aire de padre confesor que algunasveces le da tan buenas consecuencias, tan buenos resultados?

Poirot extendió las manos.—¡Cielos, hablamos únicamente de fuegos de gas!—¿Fuegos de gas… de gas? —Japp parecía disgustado—. ¿Qué le ocurre,

amigo mío? Desde que está aquí, lo único que le ha interesado han sido lasplumas de ave y un cesto de papeles. Oh, sí; también le vi revisar el de abajo.¿Encontró algo?

Poirot suspiró.—Un catálogo de bulbos de flores y una revista atrasada.—De todas maneras, ¿qué es lo que busca? Si uno quiere deshacerse de un

documento que le compromete, o lo que usted tenga en su imaginación, no esprobable que lo arroje al cesto de los papeles.

—Lo que usted dice es bien cierto. Solo las cosas sin importancia se arrojan ala papelera.

Poirot habló en tono sumiso, y no obstante Japp le miró con recelo.—Bien —le dijo—. Ahora y a sé lo que voy a hacer. ¿Y usted?—Eh bien —repuso Poirot—. Completaré mi registro en busca de cosas sin

importancia. Me falta todavía el cubo de la basura.Y salió de la habitación, mientras Japp le contemplaba con disgusto.—Insoportable —dijo—. Completamente insoportable.El inspector Jameson guardaba un silencio respetuoso, aunque la expresión de

su rostro decía: « ¡Esos extranjeros…!» .En voz alta comentó:—¡De modo que es el señor Hércules Poirot! He oído hablar mucho de él.—Es un amigo mío —exclamó Japp—. Y no tan calmoso como parece,

desde luego. De todas formas, él va a la suya.—Se habrá vuelto un poquitín conservador, inspector —sugirió Jameson—.

Ah, bueno, el tiempo dirá.—De todas formas —dijo Japp—, quisiera saber lo que se trae entre manos.Y dirigiéndose al escritorio contempló intranquilo la pluma de ave color verde

esmeralda.

Capítulo V

Japp encontrábase interrogando a la esposa del tercer chófer, cuando Poirot, quehabía entrado sin hacer ruido, apareció a su lado.

—¡Cáspita! ¡Qué susto me ha dado! —dijo Japp—. ¿Ha encontrado algo?—No lo que buscaba.Japp volviose de nuevo a la señora James Hogg.—¿Y dice usted que había visto antes a ese caballero?—Oh, sí. Y mi esposo también. Le reconocimos en seguida.—Ahora escúcheme bien, señora Hogg. Veo que es usted una mujer

inteligente y no me cabe duda de que conoce usted la vida de todo el vecindario.Usted es una mujer de criterio… de un criterio extraordinario, me consta… —Sinenrojecer repitió el cumplido por tercera vez, en tanto que la señora Hoggasumía una expresión de inteligencia casi sobrehumana—. Deme su opiniónacerca de esas dos mujeres… la señora Alien y la señorita Plenderleith. ¿Qué talson? ¿Alegres? ¿Dan muchas fiestas?

—Oh, no, inspector; nada de eso. Salen mucho… en especial la señoraAlien… pero tienen clase, no sé si me entiende. No como algunas que viven alotro extremo de la calle. Estoy segura de la señora Stevens… si es que es unaseñora, cosa que dudo… bueno, me gustaría contarle todo lo que pasa aquí…yo…

—Desde luego. —Japp apresurose a detenerla—. Es muy importante lo queacaba de decirme. ¿Entonces la señora Alien y la señorita Plenderleith eranapreciadas en el barrio?

—Oh, sí, inspector… especialmente la señora Alien… siempre tenía unapalabra amable para los niños. Creo que ella perdió a su hij ita, la pobre. Ah,bueno, y o he enterrado tres, y lo que yo digo…

—Sí, sí, es muy triste. ¿Y la señorita Plenderleith?—Bueno, claro que también es muy simpática, pero un poco más brusca, no

sé si me entiende. Se limitaba a saludar con una inclinación de cabeza, pero no sedetiene a charlar. Pero no tengo nada contra ella… nada en absoluto.

—¿Se llevaba bien con la señora Alien?—Oh, sí, inspector. Nunca se peleaban… nada de eso. Estaban siempre

contentas… y estoy segura de que la señora Pierce corroborará mi opinión.

—Sí, ya hemos hablado con ella. ¿Conoce usted de vista al prometido de laseñora Alien?

—¿El caballero con quien iba a casarse? Oh, sí. Ha venido por aquí conbastante frecuencia. Dicen que es miembro del Parlamento.

—¿No fue él quien vino ayer noche?—No, señor. No era él. —La señora Hogg se irguió. En su voz había un

vibrado timbre de excitación—. Y si quiere saber mi opinión, inspector, le digoque lo que está pensando es un error. Le aseguro que la señora Alien no era deesa clase de mujeres. Es verdad que no había nadie más en la casa, pero yo nocreo nada de eso… así se lo dije a Hogg esta mañana. « No, Hogg» , le he dicho,« la señora Alien es una señora… una verdadera señora… de modo que no andesinsinuando cosas…» . Ya sabemos cómo es la mentalidad masculina. Supongoque me perdonará lo que voy a decirle. Los hombres siempre piensan lo peor.

Pasando la indirecta por alto, Japp continuó:—Usted le vio llegar y marcharse, ¿verdad?—Eso es, inspector.—¿Y no oy ó nada más? ¿Ruido de pelea?—No, inspector. Es decir, tampoco lo hubiera oído, porque en la casa de al

lado la señora Stevens no deja de gritarle a la criada… Todos le hemos dicho queno la aguante más, pero el sueldo es bueno… tiene un genio del demonio peropaga treinta chelines semanales…

Japp intervino rápidamente:—¿Pero usted no oyó nada sospechoso en el número catorce?—No, inspector. Y tampoco era probable que lo oyera con los fuegos

artificiales que disparaban aquí y en todas partes.—Ese hombre se marchó a las diez y veinte… ¿verdad?—Es posible, inspector. No podría decirlo. Pero Hogg lo dice y es hombre de

fiar.—Usted le vio marcharse. ¿Oyó lo que dijo?—No, inspector, no estaba lo bastante cerca. Solo le vi desde mi ventana,

despidiéndose de la señora Alien.—¿La vio también a ella?—Sí, inspector. Estaba precisamente detrás de la puerta.—¿Se fijó cómo iba vestida?—No, la verdad. Aunque tampoco observé nada de particular.Poirot preguntó:—¿No se fijó usted en si llevaba traje de tarde o de noche?—No, señor y a le he dicho que no.Poirot contempló pensativo la ventana superior y luego el número catorce.

Sus ojos encontraron los de Japp y sonrió.—¿Y el caballero?

—Llevaba un abrigo azul oscuro y un sombrero hongo, y era elegante y bienplantado.

Japp le hizo algunas preguntas más y luego fue a efectuar su próximaentrevista, esta vez con Frederick Hogg, un muchacho de rostro travieso, ojosbrillantes y que se daba mucha importancia.

—Sí, inspector. Yo los oí hablar. « Piénsalo bien y comunícame lo quedecidas» , dijo el caballero, en tono amable, ¿sabe? Luego ella dijo algo y élcontestó: « De acuerdo. Hasta la vista» . Y montó en el automóvil… y o le abrí laportezuela, pero no me dijo nada —explicó Hogg con voz que denotaba sudecepción—. Y se marchó.

—¿No oíste lo que dijo la señora Alien?—No, inspector.—¿Puedes decirme cómo iba vestida? Por ejemplo, cuál era el color de su

traje.—No podría decirle, inspector. Comprenda, y o no la vi. Debía estar detrás de

la puerta.—Es lo mismo —dijo Japp—. Ahora escucha, pequeño. Quiero que medites

bien la pregunta que voy a hacerte, antes de contestarla. Si no lo sabes o no lorecuerdas, lo dices. ¿Está claro?

—Sí, inspector.Hogg le miraba atentamente.—¿Cuál de los dos cerró la puerta, la señora Alien o el caballero?—¿La puerta de la calle?—Sí, la puerta de la calle, naturalmente.El muchacho reflexionó, entrecerrando los ojos para mejor concentrarse.—Me parece que la señora… No, no fue ella, sino él. La cerró casi de golpe

y fue de prisa hacia el coche. Parecía como si tuviera una cita en otra parte.—Bien, jovencito. Pareces muy listo. Aquí tienes seis peniques.Después de despedirse el muchacho, Japp volvió hacia su amigo y de común

acuerdo ambos movieron la cabeza afirmativamente.—¡Podría ser! —dijo el policía.—Cabe dentro de lo posible —convino Poirot.Sus ojos brillaron con una tonalidad verde. Parecían los de un gato.

Capítulo VI

Al volver a entrar en el saloncito de la casa número catorce, Japp no perdió eltiempo andándose por las ramas, sino que fue directo al grano.

—Escuche, señorita Plenderleith, ¿no cree que es mejor confesarlo tododesde el principio? Al final también he de averiguarlo.

Jane Plenderleith alzó las cejas. Hallábase junto a la chimenea, calentándoselos pies.

—No sé a qué se refiere usted.—¿Es eso cierto, señorita Plenderleith?Ella se encogió de hombros.—He contestado a todas sus preguntas. No sé qué más puedo hacer.—Pues, en mi opinión, podría hacer mucho más… si quisiera.—Eso es solo una opinión, ¿no le parece, primer inspector?Japp se puso como la grana.—Creo —intervino Poirot— que mademoiselle apreciaría mejor la razón de

sus preguntas si le contara cómo se presenta el caso.—Es muy sencillo. Pues bien, señorita Plenderleith, los hechos son los

siguientes. Su amiga ha sido encontrada muerta con un balazo en la cabeza y conuna pistola en la mano… y la puerta y la ventana cerradas, todo lo cual hacesuponer un caso claro de suicidio pero no fue suicidio. La inspección médica loprueba.

—¿Cómo?Toda su ironía y frialdad habían desaparecido, y se inclinó hacia delante,

interesada… y observando su rostro.—La pistola estaba en su mano… pero sus dedos no la aprisionaban. Además

no se encontraron huellas dactilares en ella, y el ángulo de la herida haceimposible que la disparara. Tampoco dejó carta alguna, cosa bastante naturaltratándose de un suicidio. Y aunque la puerta estaba cerrada no se ha encontradola llave.

Jane Plenderleith volviose lentamente, y endo a sentarse en una butaca frentea ellos.

—¡De modo que es cierto! —dijo—. ¡Siempre he pensado que era imposibleque se hubiese matado! ¡Y tenía razón! No se suicidó. Alguien la ha asesinado.

Por espacio de un par de minutos permaneció perdida en sus pensamientos,hasta que alzó la cabeza con brusquedad.

—Hágame las preguntas que guste —dijo—. Las contestaré lo mejor quepueda.

Japp comenzó:—La noche pasada, la señora Alien tuvo una visita. Se dice que fue un

hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto marcial, bigote de cepillo,elegantemente vestido y que conducía un coche « Standard Swallow» . ¿Sabeusted quién es?

—No estoy muy segura, claro pero por la descripción parece el mayorEustace.

—¿Quién es el mayor Eustace? Cuénteme todo lo que sepa de él.—Es un hombre a quien Bárbara conoció en el extranjero… en la India.

Llegó aquí hará cosa de un año, y le hemos visto de vez en cuando.—¿Era amigo de la señora Alien?—Se comportaba como tal —replicó Jane en tono seco.—¿Y cuál era la actitud de la señora Alien hacia él?—No creo que le agradase en realidad… es decir, estoy segura de ello.—¿Pero se trataban con aparente amistad?—Sí.—¿Le pareció alguna vez, piénselo bien, señorita Plenderleith…, que le tenía

miedo?Jane Plenderleith consideró la pregunta durante unos instantes y al cabo dijo:—Sí, creo que sí. Cuando él estaba presente siempre se ponía nerviosa.—¿Le conocía el señor Laverton-West?—Creo que solo le vio una vez. No simpatizaron mucho. Es decir, el mayor

Eustace hizo lo que pudo por agradar a Carlos, pero Carlos no se esforzó lo másmínimo… tiene muy buen olfato para las personas que no son… lo que debieran.

—¿Y el mayor Eustace no es… como usted dice… lo que debiera? —preguntó Poirot.

—No, no lo es —replicó la joven en tono cortante—. Desde luego, no hasalido del cajón de encima.

—Cielos, no conozco esa expresión. ¿Quiere decir que no es un pukka sáhib?Una sonrisa fugaz iluminó el rostro de la joven, que replicó gravemente:—No.—¿Le sorprendería mucho que ese hombre hubiera estado haciendo víctima

de sus chantajes a la señora Alien?Japp inclinose hacia delante para observar el resultado de su insinuación.Y quedó satisfecho. Jane se adelantó con las mejillas arreboladas y apoyando

su mano crispada en el brazo de su butaca.—¡De modo que era esto! ¡Qué tonta fui al no advertirlo! ¡Claro!

—¿Lo cree factible, mademoiselle? —preguntó Hércules Poirot.—¡He sido una tonta al no suponerlo! Durante los últimos seis meses me pidió

prestadas pequeñas cantidades de dinero, varias veces, y la vi estudiando su librode cuentas. Sabía que vivía bien con sus rentas, de modo que no me alarmé; pero,claro, si estaba entregando sumas de dinero…

—¿Concordaría con su comportamiento en general…? —preguntole Poirot.—Desde luego. Estaba nerviosa, y aún a veces sobresaltada. Completamente

distinta a como ella era.—Perdóneme —dijo Poirot en tono amable—, pero eso no es lo que nos dijo

antes.—Aquello era distinto. —Jane Plenderleith hizo un gesto con la mano—. No

estaba deprimida. Quiero decir que no se portaba como si fuera a suicidarse, ninada por el estilo. Pero sí como si la estuviera haciendo víctima de un chantaje.Ojalá me lo hubiese dicho. Yo le hubiera enviado al infierno.

—Pero tal vez él no hubiese ido… al infierno, sino a ver a Carlos Laverton-West… —observó Poirot.

—Sí —replicó la joven despacio—. Sí… es cierto…—¿No tiene idea de lo que este hombre podía tener contra ella? —inquirió

Japp.—Ni la más remota —dijo Jane moviendo la cabeza—. Conociendo a

Bárbara no puedo creer que pudiera ser nada realmente serio. Por otro lado… —hizo una pausa y continuó luego—: Lo que quiero decir es que Bárbara era unpoco simple en ciertos aspectos. Se asustaba con gran facilidad. ¡En resumen, erala clase de mujer ideal para un chantaj ista! ¡El muy bruto!

Lanzó las tres últimas palabras con verdadero furor.—Por desgracia —continuó Poirot—, el crimen parece que ha resultado al

revés. Suele ser la víctima la que mata al chantaj ista, y no el chantaj ista a suvíctima.

Jane Plenderleith frunció ligeramente el ceño.—No… es cierto…, pero puedo imaginar ciertas circunstancias…—¿Como, por ejemplo…?—Supongamos que Bárbara se desespera… Pudo amenazarle con esa

ridícula pistola y, al tratar de arrebatársela, dispara y la mata. Luego,horrorizado, intenta simular que fue suicidio.

—Es posible —dijo. Japp—; pero existe una dificultad.Ella le miró interrogativamente.—El mayor Eustace, si es que fue él, salió de aquí ay er noche a las diez y

veinte, despidiéndose de la señora Alien en la misma puerta.—Oh —la joven se puso grave—. Ya —hizo una pausa—. Pero pudo haber

vuelto más tarde —dijo despacio.—Sí, es posible —repuso Poirot.

—Dígame, señorita Plenderleith. —Japp prosiguió su interrogatorio—. ¿Laseñora Alien tenía costumbre de recibir sus visitas aquí o en la habitación dearriba?

—En las dos. Pero este saloncito lo utilizaba para reuniones más numerosas opara amistades particulares. Bárbara disponía del dormitorio grande, que utilizabatambién como sala de estar, y yo del más pequeño y esta habitación.

—Si el mayor Eustace vino ay er noche, ¿en qué habitación cree usted que lorecibiría la señora Alien?

—Creo que probablemente lo pasaría aquí. —La joven parecía vacilar—. Esmenos íntimo. Por otro lado, si deseaba llenar un cheque o algo por el estilo, es desuponer que lo llevara arriba. Aquí no hay dónde escribir.

Japp movió la cabeza.—No fue cuestión de cheques. La señora Alien extrajo ayer del Banco

doscientas libras, y hasta ahora no hemos podido encontrarlas en toda la casa.—¿Y se las dio a ese bruto? ¡Oh, pobre Bárbara! ¡Pobre, pobre Bárbara!Poirot carraspeó.—A menos que, como usted ha sugerido, se tratase de un accidente, no

parece probable que quisiera privarse de una renta regular.—¿Accidente? No fue un accidente. Perdió los estribos, se le subió la sangre a

la cabeza, y disparó contra ella.—¿Así es como cree usted que ocurrió?—Sí —dijo; agregando con vehemencia—: ¡Fue un asesinato… un asesinato!Poirot comentó:—Yo no diría que está usted equivocada, mademoiselle.—¿Qué cigarrillos fumaba la señora Alien? —dijo Japp.—« Gasper» . Hay algunos en esa caja.Japp la abrió y sacando uno hizo un gesto de asentimiento antes de

guardárselo en el bolsillo.—¿Y usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.—Los mismos.—¿No fuma turcos?—Nunca.—¿Y la señora Alien?—Tampoco. No le gustaban.—¿Y el señor Laverton-West? —quiso saber Poirot—. ¿Cuáles fumaba?La joven le miró de hito en hito.—¿Carlos? ¿Qué importancia tiene lo que él fume? ¿No pretenderá usted que

fue él quien la mató?Poirot alzose de hombros.—Muchos hombres han matado antes de ahora a la mujer que amaban,

mademoiselle.

Jane hizo un gesto impaciente.—Carlos no mataría a nadie. Es muy discreto.—De todas formas, señorita, los hombres cuidadosos son los que cometen los

crímenes más inteligentes.—Pero no por el motivo que usted ha señalado, señor Poirot —repuso la

joven mirándole fijamente.—No, es cierto.—Bien. —Japp se puso en pie—. Creo que aún me queda mucho que hacer

aquí. Me gustaría echar otro vistazo.—¿Por si el dinero se encuentra escondido en alguna parte? Desde luego.

Mire cuanto guste. Y también en mi habitación… aunque no es probable queBárbara lo escondiera allí.

El registro de Japp fue rápido, pero eficiente, y a los pocos minutos elsaloncito no tenía secretos para él. Luego subió a inspeccionar los dormitorios, yJane Plenderleith quedó sentada sobre el brazo de un sillón, fumando un cigarrillomientras Poirot la observaba.

Al cabo de algunos minutos, este dijo tranquilamente:—¿Sabe usted si el señor Laverton-West se encuentra en Londres?—Lo ignoro. Pero más bien supongo que debe estar en Hampshire con su

familia. Debía haberle telegrafiado. Es terrible… pero lo olvidé.—No es fácil acordarse de todo cuando sucede una catástrofe, mademoiselle,

y de todas maneras no hay que apresurarse a dar malas noticias. Siempre sesaben.

—Sí, es cierto —repuso la muchacha, distraída.Se oy eron los pasos de Japp, que bajaba la escalera, y Jane salió a su

encuentro.—¿Y bien?Japp movió la cabeza.—Nada, señorita Plenderleith. Ahora he registrado ya toda al casa. Oh, creo

que será mejor que mire en ese armario que hay debajo de la escalera.Y al pronunciar estas palabras tiró del pomo.Jane Plenderleith dijo:—Está cerrado.Y el tono de su voz hizo que los dos hombres la miraran extrañados.—Sí —replicó Japp—. Ya veo que está cerrado. ¿Tiene usted la llave?La joven permanecía como petrificada.—No… no estoy segura de dónde pueda estar.Japp le dirigió una rápida mirada y continuó en tono indiferente:—Dios mío, ¡qué lástima…! No quisiera estropearlo abriéndolo por la fuerza.

Enviaré a Jameson a buscar un manojo de llaves bien surtido.Jane se adelantó rápidamente.

—Oh —dijo—. Espere un momento. Puede que esté…Fuese hasta el saloncito, reapareciendo momentos más tarde con una llave de

tamaño regular.—Lo tenemos siempre cerrado —explicó—, porque nuestros paraguas y

otras cosas desaparecían con mucha frecuencia.—Una precaución muy prudente —dijo Japp aceptando la llave.La hizo girar en la cerradura y abrió el armario. Su interior estaba oscuro, y

tuvo que sacar una linterna de su bolsillo para iluminarlo.Poirot observó que la joven contenía el aliento y sus ojos siguieron el haz de

luz de la linterna de Japp.No había gran cosa dentro del armario. Tres paraguas… uno de ellos roto;

cuatro bastones; un juego de palos de golf, dos raquetas de tenis, una alfombracuidadosamente doblada y varios almohadones deteriorados y sobre ellos unpequeño neceser muy elegante.

Cuando Japp alargó la mano para cogerlo, Jane Plenderleith dijoprecipitadamente:

—Es mío. Lo… lo traje conmigo esta mañana, de modo que no puede habernada de lo que busca.

—Nada pierdo en asegurarme —replicó Japp con creciente regocijo.Abrió el neceser, que no estaba cerrado con llave. En su interior había gran

variedad de cepillos y botellas para la toilette…, dos revistas, pero nada más.Japp lo fue examinando todo con meticulosa atención. Cuando al fin cerró la

tapa y se dispuso a examinar los almohadones, la joven exhaló un suspiro dealivio.

En el armario no había más que lo que saltaba a la vista, y Japp no tardó endar por terminado el registro.

Volviendo a cerrar la puerta, tendió la llave a Jane Plenderleith.—Bien —le dijo—. Esto deja terminado el asunto. ¿Puede darme la dirección

del señor Laverton-West?—Farlescombe Hall, Little Ledbury, Hampshire.—Gracias, señorita Plenderleith. Eso es todo por el momento. Es posible que

vuelva más tarde. A propósito, no diga nada. Deje que todos crean que se trata deun suicidio.

—Desde luego.Les estrechó las manos a los dos.Y cuando caminaban por la avenida, Japp exclamó:—¿Qué diablos había en ese armario? Algo había.—Sí, algo había.—¡Y apuesto diez contra uno a que era algo relacionado con el neceser! Pero

debo ser un estúpido, puesto que no he conseguido dar con ello. He revisado todaslas botellas… el forro… ¿qué diablos podía ser?

Poirot meneó la cabeza pensativo.—Esa chica lo sabe —continuó Japp—. ¿Dijo que había traído el neceser esta

mañana? ¡No es cierto! ¿Se fijó en que había dos revistas dentro?—Sí.—Bien, ¡pues una de ellas era del mes de julio!

Capítulo VII

Al día siguiente Japp penetraba en el piso de Poirot y arrojaba el sombrero condisgusto sobre la mesa. Luego se dejó caer en una butaca.

—Bueno —gruñó—. ¡Está libre de sospechas!—¿Quién?—La Plenderleith. Estuvo jugando al bridge hasta medianoche. Lo han

asegurado el anfitrión, la anfitriona, un invitado que es comandante de Marina ydos criados. No existe la menor duda de que hemos de descartar la idea de quetenga algo que ver con el crimen. De todas formas me gustaría saber por qué seviolentó tanto cuando cogí el neceser que había debajo de la escalera. Eso lecorresponde a usted, Poirot, puesto que le agrada desentrañar esas trivialidades.¡El Misterio del Neceser! ¡Resulta muy prometedor!

—Voy a darle otro título: El Misterio del Aroma a Humo de Cigarrillo.—Un poco largo y complicado. ¿Aroma… eh? ¿Era eso lo que olfateaba

cuando examinábamos el cadáver por primera vez? Le vi… ¡y le olí! Pensé queestaba constipado.

—Pues se equivocó.—Siempre creí que utilizaba las células grises de su cerebro. —Japp suspiró

—. No me diga que su nariz es superior a la de los demás mortales.—No, no, tranquilícese.—Yo no olí a humo de cigarrillo —prosiguió Japp receloso.—Ni y o tampoco, amigo mío.Japp extrajo un cigarrillo de su bolsillo sin dejar de mirarle.—Estos son los que fumaba la señora Alien… Seis de las colillas eran suyas.

Las otras tres eran de cigarrillos turcos.—Exacto.—¡Supongo que su maravillosa nariz lo descubrió sin necesidad de que las

viera!—Le aseguro que mi nariz no interviene para nada en este momento… puesto

que no registro nada.—Pero ¿sus células grises sí?—Pues… hubo ciertas indicaciones…, ¿no lo cree?Japp le miró de reojo.

—¿Como, por ejemplo?—Eh bien, en aquella habitación faltaba algo. Creo que además habían

agregado algo… y luego, en el escritorio…—¡Lo sabía! ¡Ya vamos llegando a esa maldita pluma!—Du tout. Esa pluma juega un papel puramente negativo.Japp retrocedió a un terreno más firme.—Carlos Laverton-West va a ir a verme a Scotland Yard dentro de media

hora, y pensé que a usted le agradaría conocerle.—Muchísimo.—Y le alegrará saber que hemos localizado al mayor Eustace. Tiene un piso

en la calle Cronwell.—¡Espléndido!—Y ahí tendremos algo que hacer. No parece ser una persona muy

agradable ese mayor Eustace. Después de haber visto a Laverton-West iremos avisitarle. ¿Le parece bien?

—Perfectamente.—Bien, vamos entonces.

A las once y media Carlos Laverton-West era introducido en el despacho delprimer inspector Japp, que se puso en pie para estrecharle la mano.

El recién llegado era un hombre de mediana estatura y personalidad muymarcada. Iba bien rasurado, tenía una boca expresiva como la de los actores, yojos ligeramente saltones, que tan a menudo suelen acompañar al don de laoratoria. Era bien parecido, tranquilo y educado.

Y aunque pálido y algo afligido, sus modales resultaban completamentecorrectos y serenos.

Una vez hubo tomado asiento, dejó el sombrero y los guantes encima de lamesa y miró a Japp.

—Ante todo quiero decir que comprendo perfectamente lo penoso que estodebe resultarle.

—Dejemos aparte mis sentimientos —dijo Laverton-West con un ademán—.Dígame primero, inspector: ¿tiene alguna idea de lo que ha motivado el que mi…la señora Alien se suicidara?

—¿Usted no puede ayudarnos en este sentido?—Desde luego que no.—¿No se pelearon, ni hubo el menor desvío entre ustedes?—En absoluto. Ha sido una gran sorpresa para mí.—¿Quizá lo comprendiera mejor si le digo que no se suicidó… sino que fue

asesinada?—¿Asesinada? —Los ojos de Carlos Laverton-West parecieron ir a saltársele

de sus órbitas—. ¿Ha dicho usted asesinada?

—Exactamente. Ahora dígame, señor Laverton-West, ¿tiene alguna idea dequién pudo quitar de en medio a la señora Alien?

El interrogado casi rugió al responder:—¡No… no… nada de eso! ¡La mera suposición es absurda!—¿No le dijo nunca si tenía enemigos? ¿Alguien que tuviera algo contra ella?—Nunca.—¿Sabía usted que tenía una pistola?—No tenía conocimiento de ello.Pareció algo sorprendido.—La señorita Plenderleith dice que la señora Alien la trajo del extranjero

hace algunos años.—¿De veras?—Claro que solo tenemos la palabra de la señorita Plenderleith. Es muy

posible que la señora Alien se creyera en peligro y conservara la pistola porrazones propias.

Carlos Laverton-West meneó la cabeza, al parecer muy sorprendido yextrañado.

—¿Qué opinión le merece la señorita Plenderleith, señor Laverton-West?Quiero decir, si la considera una persona sincera y de fiar.

El otro reflexionó unos instantes.—Creo que sí…, sí… yo diría que sí.—¿No le es simpática? —insinuó Japp, que le observaba de cerca.—No es eso precisamente, pero no pertenece al tipo de mujer que yo

admiro. Su sarcasmo e independencia no me resultan atractivos, pero y o diríaque es una persona de absoluta confianza.

—¡Hum…! —gruñó Japp—. ¿Conoce usted al mayor Eustace?—¿Eustace? ¿Eustace? Ah, sí, recuerdo ese nombre. Le vi una vez en casa de

Bárbara… la señora Alien. En mi opinión es un sujeto bastante dudoso, y así se lodije a mi… a la señora Alien. No pertenece al tipo de hombre que me hubiesegustado que frecuentara nuestra casa después de casados.

—¿Y qué dijo la señora Alien?—¡Oh! Estuvo de acuerdo conmigo. Confiaba en mi buen juicio, y un

hombre siempre conoce mejor a otro que cualquier mujer. Me explicó que nopodía mostrarse descortés con una persona que no había visto desde hacía algúntiempo… creo que sentía un temor especial a parecer snob. Naturalmente que, alconvertirse en mi esposa, hubiera encontrado a muchas de sus antiguas amistadesdigamos… inconvenientes.

—¿Quiere decir que al casarse con usted mejoraba de posición? —preguntóJapp con cierta brusquedad.

Laverton-West alzó una mano bien cuidada.—No, no es precisamente eso. A decir verdad, la madre de la señora Alien es

pariente lejana de mi familia. Era igual a mí por su nacimiento, pero claro, pormi situación tengo que escoger con sumo cuidado mis amistades… y mi esposalas suyas. En cierto modo, vivo de cara al público.

—Oh, desde luego —repuso Japp secamente antes de preguntar—: ¿Así queno puede ay udarnos?

—No. Estoy perplejo. ¡Bárbara asesinada! Es increíble… inaudito.—Señor Laverton-West, ¿puede decirme cuáles fueron sus movimientos en la

noche del cinco de noviembre?—¿Mis movimientos?Su voz sonó airada.—Es solo por pura fórmula —explicó Japp—. Tenemos… que interrogar a

todo el mundo.—Yo creí que un hombre de mi posición estaba exento —dijo Carlos

Laverton-West con gran dignidad.Japp limitose a esperar.—Estuve… veamos… Ah, sí. Estuve en la Cámara. Salí de allí a las diez y

media y fui a dar un paseo por el malecón, contemplando los Fuegos artificiales.—Resulta agradable pensar que hoy en día no hay complots de esta clase —

dijo Japp en tono alegre.Laverton-West le dirigió una mirada ausente.—Luego… re… regresé a casa.—¿A qué hora llegó a su casa? ¿Vive en la plaza Onslow…?—No puedo precisarlo.—¿A las once? ¿A las once y media?—Aproximadamente.—Quizás alguien le abrió la puerta.—No, tengo mi llave.—¿Se encontró con alguien durante su paseo?—No… er… la verdad, inspector, ¡estas preguntas me ofenden en gran

manera!—Le aseguro que es solo una fórmula rutinaria, Señor Laverton-West. No son

personales, compréndalo.—Si es eso todo…—De momento, sí, señor Laverton-West.—Téngame al corriente…—Naturalmente. A propósito, permítame presentarle a Hércules Poirot. Es

posible que haya oído hablar de él.—Sí… sí; he oído ese nombre.—Monsieur —dijo Poirot acentuando de pronto su acento extranjero—.

Créame usted, mi corazón sangra de dolor. ¡Una pérdida semejante! ¡La agoníaque debe estar usted sufriendo! Ah, pero no digo más. ¡Qué bien ocultan los

ingleses sus emociones! —Sacó su pitillera—. ¡Permítame…! ¿Ah, está vacía,Japp?

El policía, palpando sus bolsillos, movió la cabeza.Laverton-West sacó una pitillera, murmurando:—Tome uno de los míos, señor Poirot.—Gracias… gracias… —El hombrecillo tomó un cigarrillo.—Como usted bien dice, señor Poirot —continuó el otro—, los ingleses no

hacemos ostentación de nuestras emociones.Y tras inclinarse ante los dos hombres salió de la estancia.—Es un besugo —dijo Japp con disgusto—. ¡Y un mochuelo! La señorita

Plenderleith tenía razón. No obstante, es bien parecido… podría llevarse bien conuna mujer que careciera del sentido del humor. ¿Qué me dice de ese cigarrillo?

Poirot se lo alargó.—Egipcio, y de los más caros.—No nos sirve, y es una lástima, porque nunca he oído una coartada más

débil. De hecho, no es una coartada… Es una pena que no fuese al revés. Si ellale hubiera hecho víctima de sus chantajes… Es un tipo a propósito…, pagaríacomo un corderito. Cualquier cosa con tal de evitar el escándalo.

—Querido amigo, es muy bonito reconstruir el caso según le gustaría quehubiese ocurrido, pero eso no es cosa nuestra.

—No; Eustace sí lo es. Tengo algunos datos suyos. Definitivamente es unsujeto desagradable.

—A propósito. ¿Hizo usted lo que sugerí acerca de la señorita Plenderleith?—Sí. Aguarde un segundo. Llamaré para enterarme.Y cogiendo el teléfono estuvo hablando unos minutos. Al cabo lo dejó y

volviose para mirar a Poirot.—Parece que tiene un corazón a prueba de bomba. Se ha ido a jugar al golf.

No es una cosa muy apropiada cuando su amiga íntima acaba de ser asesinada eldía anterior.

Poirot lanzó una exclamación.—¿Qué le ocurre ahora? —preguntó Japp.Pero Poirot musitaba para sí:—Claro… claro… naturalmente… qué tonto soy …, ¡pero si salta a la vista!Japp le dijo con brusquedad:—Deje de hablar solo y vámonos a ver a Eustace.Y le sorprendió ver la radiante sonrisa que iluminó el rostro de Poirot.—¡Pues sí… vamos a hablar con él! Porque ahora lo sé todo…, ¡pero todo!

Capítulo VIII

El mayor Eustace recibió a los dos hombres con la fácil prestancia de un hombrede mundo. Su piso era pequeño, un mero pied á terre, como explicó. Les ofrecióde beber, y como lo rechazaron sacó su pitillera. Japp y Poirot aceptaron uncigarrillo intercambiando una mirada de inteligencia.

—Veo que fuma usted cigarrillos turcos —dijo Japp haciendo girar elcigarrillo entre sus dedos.

—Sí. Lo siento. ¿Los prefieren de otra clase? Debo tener en alguna parte.—No, no, está bien así. —Se inclinó hacia delante y dijo cambiando de tono

—: Tal vez adivine para qué hemos venido a verle, mayor Eustace.—No… No tengo la menor idea de lo que trae por mi casa a un primer

inspector. ¿Es por algo referente a mi automóvil?—No, no se trata de su automóvil. Creo que conocía usted a la señora Bárbara

Alien, ¿verdad, mayor Eustace?El mayor echose hacia atrás y lanzando una bocanada de humo dijo:—¡Oh, es eso! ¡Claro, debí haberlo supuesto! Un asunto muy triste.—¿Lo sabe ya?—Lo leí en la Prensa de ayer noche. Una pena.—Creo que conoció a la señora Alien en la India.—Sí, de eso hace ya algunos años.—¿Conoció también a su marido?Hubo una pausa, solo durante una fracción de segundo, mientras sus oj illos de

rata miraban rápidamente a los dos hombres, y al cabo repuso:—No; a decir verdad nunca conocí a Alien.—Pero ¿sabía algo de él?—Oí decir que era un bala perdida. Claro que solo era un rumor.—¿La señora Alien no decía nada?—Nunca hablaba de él.—¿Intimó mucho con ella?El mayor se encogió de hombros.—Éramos viejos amigos, ¿sabe? Pero no nos veíamos con mucha frecuencia.—Pero ¿la vio la noche pasada? ¿La noche del cinco de noviembre?—Sí, es cierto.

—¿Creo que fue a verla a su casa?El mayor Eustace asintió. Su voz adquirió un tono afligido.—Sí, me pidió que la aconsejara acerca de algunas inversiones. Claro,

comprendo lo que ustedes quieren saber… su estado de ánimo y todo eso. Bien,es difícil de decir, la verdad. Parecía bastante normal y sin embargo, ahora quelo pienso, creo qué estaba un poco sobresaltada.

—Pero ¿no le insinuó lo que pensaba hacer?—Ni remotamente. A decir verdad, cuando me despedí de ella le dije que la

llamaría pronto para salir juntos.—¿Le dijo que le telefonearía? ¿Fueron estas sus últimas palabras?—Sí.—Es curioso. Tengo noticias de que dijo usted algo muy distinto.Eustace cambió de color.—Bueno, no puedo recordar exactamente las palabras.—Me han informado de que lo que usted dijo fue: « Bien, piénsalo bien y

comunícame lo que decidas» .—Déjeme pensar. Sí. Creo que tiene usted razón. No fue exactamente eso,

pero me parece que le indicaba que me avisara cuando estuviera libre.—No es exactamente lo mismo, ¿verdad? —dijo Japp.El mayor Eustace alzose de hombros.—Mi querido amigo. No pretenderá usted que me acuerde palabra por

palabra de lo que dije en una ocasión determinada.—¿Y cuál fue la respuesta de la señora Alien?—Dijo que me llamaría por teléfono. Es decir, es lo más aproximado que

recuerdo.—Y entonces es probable que usted dijera: « De acuerdo. Hasta la vista» .—Sí. Algo por el estilo.Japp dijo sin alterarse:—Dice usted que la señora Alien le pidió que le aconsejara acerca de unas

inversiones. ¿Por casualidad le dio la cantidad de doscientas libras en metálicopara que las invirtiera por ella?

El rostro de Eustace adquirió un tinte oscuro, e inclinándose hacia delanteexclamó:

—¿Qué diablos quiere insinuar con eso?—¿Se las dio o no se las dio?—Es asunto mío, inspector.Japp no se alteró.—La señora Alien sacó del Banco doscientas libras. Parte de esa cantidad, en

billetes de cinco libras, cuyos números, naturalmente, podrán comprobarse.—¿Y qué si me las dio?—¿Era una cantidad para hacer inversiones, o era… chantaje… mayor

Eustace?—Es una idea descabellada. ¿Qué más sugerirá usted?Japp dijo con su tono más oficial:—Creo, mayor Eustace, que en llegado a este punto debo preguntarle si está

dispuesto a venir a Scotland Yard a prestar declaración. Naturalmente que no hayprisa alguna, y que si lo desea puede estar presente su abogado.

—¿Mi abogado? ¿Para qué diablos iba a querer yo un abogado? ¿Y para quéme interroga?

—Trato de averiguar las circunstancias que rodearon la muerte de la señoraAlien.

—¡Cielo santo, hombre, no supondrá…! ¡Valiente tontería! Escuche lo queocurrió, es lo siguiente: Fui a ver a Bárbara porque así habíamos quedado…

—¿A qué hora fue eso?—Yo diría que a las nueve y media aproximadamente. Nos sentamos…

charlamos…—¿Y fumaron?—Sí, y fumamos. ¿Tiene algo de malo? —preguntó el mayor con tono de

reto.—¿Dónde fue esa conversación?—En el saloncito. Es la primera puerta a la izquierda según se entra.

Estuvimos hablando amigablemente, como le decía antes, y me marché pocoantes de las diez y media. Me detuve unos momentos en la puerta paradespedirme y decirle las últimas palabras…

—Las últimas precisamente… —murmuró Poirot.—¿Quién es usted? Quisiera saberlo. —Eustace se había vuelto hacia él al oír

sus palabras—. ¡Una especie de extranjero condenado! ¿Y qué es lo que buscaaquí?

—Soy Hércules Poirot —replicó el hombrecillo con dignidad.—Como si fuera la estatua de Aquiles. Pues como decía, Bárbara y y o nos

separamos amistosamente. Volví en mi coche sin detenerme al Club Far East.Llegué allí a las once menos veinticinco y fui directamente al salón de juego,donde estuve jugando al bridge hasta la una y media.

—Es una bonita coartada la que ofrece —dijo Hércules Poirot.—¡Sería firme como el hierro en cualquier parte! ¿Y ahora, inspector —Miró

fijamente a Japp—, está satisfecho?—¿Permanecieron en el saloncito durante toda la entrevista?—Sí.—¿No subió usted a la habitación de la señora Alien?—Le digo que no. Estuvimos siempre en el saloncito, sin salir para nada.Japp le contempló pensativo durante un par de minutos y luego dijo:—¿Cuántos pares de gemelos tiene usted?

—¿Gemelos? ¿Qué tiene eso que ver?—Claro que no está obligado a responder a esta pregunta.—¿Responder? No me importa contestarla. No tengo nada que ocultar. Y

exigiré una reparación. Tengo estos… —Alargó los brazos.Japp observó que eran de oro y platino.—Y estos otros.Y levantándose abrió un cajón y extrajo un estuche que, luego de abierto,

acercó bruscamente a la nariz de Japp.—Un dibujo muy bonito —dijo el inspector—. Veo que uno está roto… le

falta un pedacito de esmalte.—¿Y eso qué tiene que ver?—¿No recordará cuándo se le rompió, supongo?—Hará un día o dos a lo sumo.—¿Le sorprendería que hubiera ocurrido cuando estuvo en casa de la señora

Alien?—¿Y por qué no? No he negado que estuviese allí. —El mayor hablaba en

tono altivo, como un hombre justamente indignado, pero sus manos temblaban.Japp inclinándose hacia delante dijo con énfasis:—Sí, pero ese trocito de esmalte no fue encontrado en el saloncito, sino

arriba… en el dormitorio de la señora Alien… en la habitación donde fueasesinada y donde estuvo un hombre que fumaba la misma marca de cigarrillosque usted.

El disparo surtió efecto. Eustace se desplomó en su silla y sus ojos mirabanora a un lado ora al otro. Y la vista de aquel hombre caído y acobardado no eraprecisamente nada alentador.

—No tienen nada contra mí. —Su voz era casi un quej ido—. Tratan decomplicarme…, pero no pueden hacerlo. Tengo una coartada… Yo no volví aacercarme a la casa aquella noche…

Poirot fue ahora quien habló.—No, no volvió a la casa… No era necesario… ya que tal vez la señora Alien

estaba ya muerta cuando usted salió de allí.—Ello es imposible… imposible… Ella me acompañó hasta la puerta… habló

conmigo… La gente debió oírla… verla…Poirot dijo en voz baja:—Le oyeron a usted hablar con ella… y simulando aguardar sus respuestas

antes de volver a dirigirle la palabra… Es un viejo ardid… La gente pudo creerque estaba allí, pero no la vieron, ya que ni siquiera pueden decir si iba vestida denoche o no…, ni precisar el color de su traje.

—Dios mío… no es cierto… no es cierto.Ahora temblaba… acobardado…Japp le contempló con disgusto para decirle:

—Tengo que pedirle que me acompañe.—¿Me detiene usted?—Queda detenido para ser interrogado… digámoslo así, mejor.El silencio fue roto con un prolongado suspiro, y la voz desesperada del

mayor Eustace dijo:—Estoy perdido…Hércules Poirot se frotó las manos sonriendo alegremente. Al parecer se

estaba divirtiendo.

Capítulo IX

—Bonita manera de derrumbarse —decía Japp con aire profesional algo mástarde.

Él y Poirot iban en automóvil por la carretera de Brompton.—Sabía que el juego había terminado —replicó Poirot distraído.—Tenemos muchos cargos contra él —dijo Japp—. Dos o tres nombres

supuestos, un asunto algo dudoso acerca de un cheque falso y otro muyinteresante de cuando estaba en el Ritz y se hacía llamar el coronel de Bathe.Estafó a media docena de comerciantes de Piccadilly. De momento le tenemosdetenido bajo este cargo… hasta que se concluya este caso. ¿A qué viene su ideade marchar al campo, amigo mío?

—Mi querido colega, cada caso debe ser llevado apropiadamente, y tododebe quedar aclarado. Ahora voy en busca del misterio que usted insinuó: « ElMisterio del Neceser Desaparecido» .

—Yo lo llamé « El Misterio del Neceser» … eso es lo que yo dije… Y no hadesaparecido, que yo sepa.

—Espere, mon ami.El coche enfiló la avenida Mews. Ante la puerta del número catorce Jane

Plenderleith acababa de apearse de un pequeño « Austin Seven» , vestida parajugar al golf.

Miró a los dos hombres, y sacando una llave se dispuso a abrir la puerta.—¿Quieren pasar?Abrió la puerta y Japp la siguió hasta él saloncito. Poirot se entretuvo unos

momentos en el zaguán, murmurando:—C’est embetant… qué difícil resulta salir de estas mangas.Al poco rato entró en el saloncito sin su abrigo, mas Japp frunció los labios

bajo su bigote. Había oído el ligero cruj ido de la puerta del armario al ser abierta.Japp le dirigió una mirada interrogadora y Poirot le hizo una seña de

asentimiento.—No queremos entretenerla, señorita Plenderleith —exclamó el inspector

rápidamente—. Solo hemos venido a preguntarle si podría darnos el nombre delabogado de la señora Alien.

—¿De su abogado? —La joven movió la cabeza—. Ni siquiera sabía que lo

tuviera.—Bueno, cuando alquiló esta casa con usted, alguien debió redactar el

contrato…—No, creo que no. Fui yo quien la alquiló. La escritura está a mi nombre.

Bárbara me pagaba la mitad de la renta. Todo se hizo sin formalidades deninguna clase.

—Ya. ¡Oh! Bueno, supongo que entonces no nos queda nada que hacer aquí.—Siento no poder ayudarles —dijo Jane.—La verdad es que no tiene gran importancia. —Japp dirigiose a la puerta—.

¿Ha estado jugando al golf?—Sí. —Jane enrojeció—. Supongo que me considerarán inhumana. Pero la

verdad es que el estar en esta casa me deprimía. Tuve que salir y hacer algo…cansarme… o hubiera estallado.

Habló con gran vehemencia.Poirot intervino rápidamente.—Lo comprendo, mademoiselle. Es muy comprensible… y natural.

Permanecer aquí sentada pensando… no, no debe resultar agradable.—Celebro que lo comprenda —repuso Jane.—¿Pertenece a algún club?—Sí, juego en Wentworth.—Ha hecho un día espléndido —comentó Hércules Poirot—. ¡Cielos, ahora

quedan pocas hojas en los árboles! Una semana atrás los bosques estabanmagníficos.

—Hoy ha hecho una mañana maravillosa.—Buenas tardes, señorita Plenderleith —dijo el inspector—. Ya le

comunicaré cuando haya algo definitivo. A decir verdad, hemos detenido a unhombre como sospechoso.

—¿A qué hombre?Le miró con ansiedad.—El mayor Eustace.Asintió y dando media vuelta se agachó para acercar una cerilla al fuego.—¿Y bien? —preguntó Japp cuando el coche hubo doblado la esquina de una

avenida.Poirot sonrió.—Fue muy sencillo. Esta vez la llave estaba en la cerradura.—¿Y…?Poirot volvió a sonreír.—Eh bien, los palos de golf no estaban…—Naturalmente. La chica no es tonta. ¿Faltaba algo más?Poirot asintió.—Sí, amigo mío… ¡el neceser!

Japp apretó el acelerador.—¡Maldición! —dijo—. ¡Sabía que había algo! Pero ¿qué diablos es? Lo

registré a conciencia.—Mi pobre Japp… pero ¿acaso no es… cómo diría yo… « evidente, mi

querido Watson» ?Japp le dirigió una mirada desesperada.—¿Adónde vamos? —preguntó.Poirot consultó su reloj .—Aún no son las cuatro. Podríamos ir a Wentworth antes de que oscurezca.—¿Cree usted que de veras estuvo allí la señorita Plenderleith?—Sí… debió suponer que lo comprobaríamos. Oh… sí; creo que nos dirán

que estuvo allí.Japp gruñó.—Oh, bueno, vamos allá. Aunque no puedo imaginar lo que tiene que ver ese

neceser con el crimen. No consigo relacionarlo con él.—Precisamente, amigo mío, estoy de acuerdo con usted… no tiene nada que

ver.—Entonces…, ¿por qué…? ¡No me diga! Orden y método y todo saldrá por

sus pasos contados. ¡Oh, bueno, hace un día espléndido!El automóvil corría, volaba, y llegaron al Club de Golf de Wentworth poco

después de las cuatro y media. No había mucha gente, por ser día laborable.Poirot dirigiose al encargado y preguntó por los palos de la señorita

Plenderleith, diciendo que los necesitaba para jugar al día siguiente.El encargado llamó a un muchacho, que estuvo buscando entre los que había

en un rincón, y al fin trajo un saco con las iniciales J. P.—Gracias —dijo Poirot, y antes de marcharse volviose para preguntar—:

¿No se dejó también un neceser?—Hoy no, señor. Lo hubiese dejado en la Conserjería.—¿Vino hoy por aquí?—Sí, la he visto.—¿Qué muchacho la acompañó, lo sabe? Echa de menos su neceser y no

recuerda dónde pudo dejarlo.—No fue ningún chico. Vino aquí y compró un par de pelotas, y solo se llevó

dos palos. Me parece recordar que llevaba un pequeño neceser en la mano.Poirot despidiose dándole las gracias, y los dos hombres dieron la vuelta a la

caseta del club. Poirot se detuvo un momento para contemplar el paisaje.—Es bonito, ¿verdad? El verde oscuro de los pinos… y luego el lago. Sí, el

lago.Japp le miró en el acto.—Esa es su idea, ¿verdad?Poirot sonrió.

—Creo posible que alguien hay a visto algo. Yo de usted procuraríaaveriguarlo.

Capítulo X

Poirot dio un paso atrás con la cabeza un tanto ladeada mientras revisaba ladisposición de los muebles de la estancia. « Una silla aquí… otra allí. Sí, así quedamuy bien» . En aquel momento llamaron a la puerta… debía ser Japp.

El hombre de Scotland Yard fue directo al asunto.—¡Tenía razón, viejo amigo! Dio en el clavo. Una joven fue vista ayer

arrojando algo al lago de Wentworth, y su descripción corresponde a la de laseñorita Jane Plenderleith. Conseguimos pescarlo sin grandes dificultades. Haymuchos juncos por allí cerca.

—¿Y qué era?—¡El dichoso neceser! Pero, en nombre del cielo, ¿por qué? ¡Bueno, no lo

entiendo! Dentro no había nada… ni siquiera las revistas. ¿Por qué una jovensensata, según es de suponer, habría de arrojar al lago un objeto tan caro? Hepasado toda la noche sin dormirme, porque no consigo dar con ello.

—¡Mon pauvre Japp! Pero ya no necesita preocuparse más. Aquí llega larespuesta. Acaba de sonar el timbre.

Jorge, el intachable criado de Hércules Poirot, abrió la puerta para anunciar:—La señorita Plenderleith.La joven penetró en la estancia con su acostumbrado aire de completo

dominio y seguridad en sí misma, y saludó a los dos hombres.—Le he pedido que viniera… —explicó Poirot—. Siéntese aquí, ¿quiere? Y

usted ahí, Japp… porque tengo que darles ciertas noticias.La joven tomó asiento, miró a los dos hombres y dijo impaciente:—Bueno. El mayor Eustace ha sido detenido.—Supongo que ha debido leerlo en los periódicos de la mañana, ¿verdad?—Sí.—De momento está acusado de un cargo menos grave —continuó Poirot—.

Entretanto, vamos recogiendo pruebas relacionadas con el crimen.—¿Entonces fue un crimen?—Sí —replicó Poirot—. Fue un crimen. La destrucción voluntaria de un ser

humano por otro ser humano.La joven se estremeció.—No, por favor —murmuró—. Es horrible decir una cosa así.

—¡Sí… pero la realidad también lo es!Hizo una pausa y agregó:—Ahora, señorita Plenderleith, voy a decirle cómo llegué a conocer la

verdad de este caso.Ella miró a Poirot y luego a Japp, que sonreía.—Tiene sus métodos, señorita Plenderleith —le dijo—. Yo le sigo la corriente.

Creo que debemos escuchar lo que tiene que decirnos.Poirot comenzó:—Como usted y a sabe, mademoiselle, llegué con mi amigo al escenario del

crimen en la mañana del seis de noviembre. Nos dirigimos a la habitación dondefue encontrado el cadáver de la señora Alien y en seguida me llamaron laatención una serie de pequeños detalles. En aquella estancia había cosasrealmente extrañas.

—Continúe —dijo la muchacha.—Para empezar… el olor a humo de cigarrillos —dijo Poirot.—Creo que en eso exagera usted, Poirot. Yo no olí nada —exclamó Japp.Poirot volviose hacia él con la velocidad del rayo.—Precisamente. Usted no olió a humo… igual que yo. Y eso era muy, muy

extraño… puesto que la puerta y la ventana estaban cerradas y en el cenicerohabía los restos de diez cigarrillos por lo menos. Era extraño… muy extraño, queel dormitorio tuviera una atmósfera perfectamente límpida.

—¡De modo que ahí es donde usted quería ir a parar! —Japp suspiró—.Siempre le gusta llegar a las cosas por caminos tortuosos.

—Su Sherlock Holmes hizo lo mismo. Recuerde que dirigía la atención haciael curioso incidente del perro en plena noche… y la solución era que no hubo talincidente. El perro no hizo nada durante la noche. Bueno, continúo. Otra cosa quellamó mi atención fue el reloj de pulsera que llevaba la interfecta.

—¿Por qué?—No tenía nada de particular, pero lo llevaba en la muñeca derecha. Sé por

experiencia que lo corriente es llevarlo en la izquierda.Japp alzose de hombros, pero antes de que pudiera hablar, Poirot proseguía:—Pero, como ustedes me dirán, eso no es nada definitivo. Algunas personas

prefieren llevarlo en la derecha. Y ahora pasemos a algo verdaderamenteinteresante… amigos míos… al escritorio.

—Sí, lo imaginaba —dijo Japp.—¡Eso sí que era curioso… muy curioso…! Por dos razones. La primera es

que faltaba algo.Jane Plenderleith preguntó:—¿Qué es lo que faltaba?Poirot volviose hacía ella.—Una hoja de papel secante, mademoiselle. La que había, estaba

completamente limpia, sin estrenar.Jane se encogió de hombros.—La verdad, señor Poirot, de vez en cuando suele romperse el secante que se

usa demasiado.—Sí, pero ¿qué se hace con él? Tirarlo al cesto de los papeles, ¿verdad? Pero

no estaba en el cesto de los papeles. Lo miré.Jane Plenderleith parecía impaciente.—Porque probablemente la habría cambiado antes. El secante estaría limpio

porque Bárbara no escribiría aquellos días.—Pero no es ese el caso, mademoiselle, ya que la señora Alien aquella tarde

fue vista echando una carta al buzón. Por lo tanto tuvo que haber estadoescribiendo. No pudo hacerlo abajo, puesto que no hay material para ello. Y noes probable que fuese a la habitación de usted para escribir. De modo que, ¿quéha sido del secante con que secó sus cartas? Es verdad que algunas personasarrojan las cosas al fuego en vez de tirarlas al saco de los papeles, pero en sudormitorio solo hay un fuego de gas y el de la chimenea de abajo no había sidoencendido el día anterior, puesto que usted me dijo que estaba ya preparado y solotuvo que acercar una cerilla.

» Un problema curioso. Miré en todas partes, en la papelera, en el cubo de labasura, pero no conseguí encontrar la hoja usada de papel secante… y eso mepareció muy importante. Me daba la impresión de que alguien lo había ocultadodeliberadamente. ¿Por qué? Porque en él había impresa cierta escritura quepodía ser fácilmente leída colocándola ante un espejo.

» Pero había otro punto curioso en aquel escritorio. Japp, tal vez recuerdecómo estaba dispuesto. En el centro el secante y el tintero, a la izquierda unabandejita con plumas y a la derecha un calendario y una pluma de ave. ¿Ehbien? ¿No lo ven? Recuerde, Japp, que la examiné… y era solo un elementodecorativo. No había sido utilizada. ¡Ah! ¿Todavía no lo ve? Lo diré otra vez. Elsecante en el centro, la bandejita de plumas a la izquierda… a la izquierda, Japp.¿Y no es costumbre encontrarla a la derecha, puesto que se escribe con la manoderecha?

» Ahora lo comprende, ¿verdad? La bandejita de las plumas a la izquierda…,el reloj de pulsera en la muñeca derecha…, el secante recién cambiado… y algoque fue traído a la habitación… el cenicero con las colillas de cigarrillos.

» La atmósfera del dormitorio era fresca y sin el menor olor, Japp. Por lotanto, la ventana había estado abierta y no cerrada toda la noche… Y entoncesimaginé lo ocurrido.

Volviose para enfrentarse con Jane.—La vi a usted, mademoiselle, llegando en un taxi, despidiéndole subiendo la

escalera a todo correr y tal vez gritando « Bárbara» … Abre usted la puerta y

encuentra a su amiga tendida en el suelo, muerta y con una pistola en su manocrispada… la izquierda: naturalmente… puesto que era zurda… y por lo tanto labala había penetrado en el lado izquierdo de su cabeza. Hay una nota dirigida austed, en la que le dice lo que la ha impulsado a quitarse la vida. Imagino quesería una carta conmovedora… Una mujer joven, simpática y desgraciada que,víctima de un chantaje, decide quitarse la vida.

» Creo que en aquel mismo instante concibió usted la idea de la venganza.Aquello era obra de un hombre… ¡pues que recibiese su castigo… completo yadecuado! Coge la pistola, la limpia bien y la coloca en la mano derecha de ladifunta. Coge la nota y el secante con que fue secada. Luego sube el cenicero…para crear la ilusión de que allí hubo dos personas charlando… y también unpedacito de esmalte de un gemelo que encuentra en el suelo. Es un hallazgoafortunado y espera que le aten cabos. Luego cierra la ventana y la puerta. Nodebe haber la menor sospecha de que usted ha estado en la habitación. La policíadebe verla tal como está… de modo que no pide ay uda entre el vecindario, sinoque llama directamente a la policía.

» Y continúa la farsa. Usted representa su papel con precisión y sangre fría.Al principio se niega a decir nada, pero luego expresa sus dudas acerca delsuicidio. Más tarde se muestra dispuesta a ponernos sobre la pista del may orEustace.

» Sí, mademoiselle, muy, muy lista…, un asesinato muy inteligente… porqueesto es lo que es el supuesto asesinato del mayor Eustace…

Jane Plenderleith se puso en pie.—No era un asesinato…, sino justicia. ¡Ese hombre llevó a la pobre Bárbara

a la muerte! ¡Era tan dulce y tan ingenua! La pobre se vio engañada por unhombre la primera vez que fue a la India. Ella solo tenía diecisiete años, y él eracasado. Tuvo una niña. Pudo haberla dejado en una casa cuna, pero no quiso nioía hablar de ello. Se marchó de aquel lugar y regresó haciéndose llamar señoraAlien. Más tarde la niña murió. Vino aquí y se enamoró de Carlos… esemochuelo orgulloso y presumido. Ella le adoraba… y él se dejaba adorar. Dehaber sido otra clase de hombre le hubiese aconsejado que se lo contara todo,pero siendo como es, le dije que callara. Después de todo, nadie sabía nada,excepto y o. ¡Y entonces apareció ese demonio de Eustace! Ya conocen ustedesel resto. Empezó a atacarla sistemáticamente, pero no fue hasta la noche pasadacuando comprendió que estaba exponiendo también a Carlos al escándalo. Unavez casada con Carlos, Eustace la tendría donde él quería… ¡casada con unhombre rico al que le horrorizaba el escándalo! Cuando Eustace se fue con eldinero que ella le había preparado, sentose a reflexionar. Luego tomó unadeterminación y me escribió una nota, diciéndome que amaba a Carlos y que leera imposible vivir sin él, pero que por su propio bien no podían casarse, y quepor ello iba a tomar la mejor salida.

Jane echó la cabeza hacia atrás.—¿Le extraña que y o hiciera lo que hice? ¡Y usted lo llama asesinato!—Porque lo es —dijo Poirot con voz dura—. Un asesinato puede ser que a

veces esté justificado, pero sigue siendo asesinato. Usted es sincera y posee unaamplia mentalidad… ¡enfréntese con la verdad, mademoiselle! Su amiga murióporque no tuvo valor para vivir. Podemos lamentarlo… o comprenderla… Peroel hecho no varía… Fue por un acto suy o… no de otra persona.

Hizo una pausa.—¿Y usted? Ese hombre está ahora en la cárcel, donde cumplirá una larga

condena por otras cosas. ¿Desea usted realmente, por su propia voluntad,destrozar la vida… fíjese bien, la vida… de un ser humano?

Ella le miró con ojos sombríos. De pronto musitó:—No. Tiene razón. No lo deseo.Y dando media vuelta salió de la habitación y oyeron cerrar la puerta de la

calle…Japp lanzó un silbido prolongado.—¡Bueno, que me aspen! —dijo.Poirot tomó asiento, mirándole con simpatía. Transcurrió un buen rato antes

de que rompieran el silencio, y fue Japp quien dijo:—¡No se trataba de un asesinato disfrazado de suicidio, sino de un suicidio

preparado para que pareciera un crimen!—Sí, realizado con gran inteligencia, sin exageraciones.Japp dijo de pronto:—Pero ¿y el neceser? ¿Qué relación tiene con todo esto?—Pues, amigo mío, ya le he dicho que ninguna.—Entonces, ¿por qué…?—Los palos de golf. Los palos de golf, Japp. Eran los de una persona zurda.

Jane Plenderleith guardaba los suy os en Wentworth. Aquellos eran los de BárbaraAlien. No es de extrañar que la muchacha se sobresaltara cuando usted abrió elarmario. Todo su plan pudiera haberse venido abajo. Pero es muy rápida, ycomprendió que por espacio de un breve segundo se había delatado. Vio que laobservábamos e hizo lo mejor que se le ocurrió en aquel momento: tratar de fijarnuestra atención en un objeto equivocado. Y nos dijo, refiriéndose al neceser:« Es mío. Lo… lo traje conmigo esta mañana… de modo que no puede habernada» . Y, como ella esperaba, usted siguió la pista falsa. Por la misma razón,cuando a la mañana siguiente se dispone a deshacerse de los palos de golf,continúa utilizando el neceser como… ¿cómo diría y o?, como espejuelo.

—¿Quiere decir que su verdadero objeto era…?—Reflexione, amigo mío. ¿Cuál es el mejor lugar para deshacerse de un saco

de palos de golf? No es posible quemarlos, ni arrojarlos al cubo de la basura. Si sedejan abandonados en algún sitio es probable que alguien los devuelva. La

señorita Plenderleith se los llevó a un campo de golf. Los deja en la caseta delclub, y cogiendo un par de bastones de su propio saco, se va a jugar sin chico quela acompañase. Sin duda, a intervalos prudentes rompe un palo por la mitad y loesconde entre la maleza… y termina por arrojar el saco. Si alguien encuentra unbastón roto en el club de golf no es de extrañar. Es sabido que existen personasque arrojan y rompen todos sus palos cuando se exasperan durante el transcursodel juego. ¡En resumen, es cosa propia del mismo juego! Pero puesto quecomprende que sus actos pueden ser objeto de interés, arroja el cebo inútil… elneceser… de un modo algo espectacular al lago… Esta, amigo mío, es la verdadacerca del « Misterio del Neceser» .

Japp contempló a su amigo en silencio durante unos instantes. Al fin, puestoen pie, echose a reír dándole unas palmaditas en el hombro.

—¡No está mal, viejo! ¡Le doy mi palabra de que usted se llevará la gloria!¿Nos vamos a comer?

—Con mucho gusto, amigo mío, pero el menú tendrá que ser Omelette auxChampignons, Blanquette de Veau, Petits pois á la France, y… para terminar,Baba au Rhum.

—¡A por ello! —exclamó Japp.

LIBRO SEGUNDOUn robo increíble

Capítulo I

Mientras el mayordomo servía el suflé, Lord May field se inclinóconfidencialmente hacia su vecina de la derecha, lady Julia Carrington. Conocidocomo perfecto anfitrión, Lord Mayfield procuraba conservar su fama. Soltero,resultaba siempre encantador para las damas.

Lady Carrington era una mujer de cuarenta años, alta, morena y vivaracha.Era muy delgada, pero bonita. En particular, sus pies y sus manos eranexquisitos, y sus ademanes bruscos e inquietos, propios de una mujer muynerviosa. Frente a ella, al otro lado de la mesa redonda, se sentaba su esposo, elmariscal del Aire sir George Carrington. Su carrera había empezado en laMarina, y aún conservaba el aire fanfarrón de los exministros. Reía y bromeabacon la hermosa mistress Vanderlyn, sentada al otro lado de su anfitrión. MistressVanderlyn era una rubia extraordinariamente atractiva. Su voz tenía un ligeroacento estadounidense, tan ligero que resultaba agradable.

Al otro lado de sir George Carrington se hallaba mistress Macatta, esposa deun miembro del parlamento. Mistress Macatta era una gran autoridad en laProtección de Menores. Más que hablar parecía que ladraba y por lo general suaspecto era alarmante. Tal vez fuese natural que el mariscal del Aire encontrasemás agradable a su vecina de la derecha. Mistress Macatta, que siempre hablabade sus temas favoritos, estuviera donde estuviera, se dirigía al joven ReggieCarrington, sentado a su izquierda.

Reggie Carrington contaba veintiún años, y no le interesaba lo más mínimo laProtección de Menores ni los temas políticos. De vez en cuando decía: « ¡Quéhorrible!» y « Estoy completamente de acuerdo con usted» , aunqueevidentemente su pensamiento estaba en otra parte. Mister Carlile, secretarioparticular de Lord Mayfield, estaba sentado entre el joven Reggie y su madre;era un joven pálido, que usaba lentes. Tenía un aire de inteligente reserva, yaunque hablaba poco estaba siempre dispuesto a llenar las lagunas de laconversación general. Al observar que Reggie Carrington se contenía para nobostezar, se inclinó para preguntar a mistress Macatta por su plan « Ayuda a laInfancia» .

Alrededor de la mesa, moviéndose en silencio entre la suave luz ambarina, un

mayordomo y dos criados servían los manjares y llenaban las copas. LordMayfield pagaba un elevado sueldo a su chef y era considerado un buenconnaisseur de vinos.

La mesa era redonda, pero no resultaba difícil saber quién era el anfitrión.Donde se sentaba Lord Mayfield era decididamente la cabecera de la mesa. Eraun hombre de elevada estatura, hombros cuadrados, cabellos espesos y grises,una gran nariz y barbilla un tanto prominente. Era un rostro fácil para uncaricaturista. Como sir Charles McLaughlin, Lord Mayfield había combinado sucarrera 35 política con la dirección de una importante firma de ingenieros. Élmismo era un ingeniero de primera fila. La dignidad de Par le había sidoconcedida un año atrás, y al mismo tiempo fue nombrado primer ministro deArmamentos, un ministerio que acababa de crearse hacía muy poco.

El postre había sido servido y comenzó a circular el oporto. Lady Julia se pusoen pie fijando sus ojos en mistress Vanderlyn, y las tres mujeres abandonaron laestancia. El oporto daba ya la segunda vuelta, y Lord Mayfield comenzó areferirse a la caza de faisanes. La conversación versó por espacio de unos cincominutos sobre temas deportivos. Al fin, sir George apuntó:

—Supongo que te gustaría reunirte con las señoras en el salón, Reggie. A LordMayfield no le importará, hijo mío.

El muchacho comprendió en seguida la indirecta.—Gracias, papá, así lo haré.Mister Carlile murmuró:—Si quiere perdonarme, Lord Mayfield… tengo que revisar cierto

memorándum y otros trabajos…Lord May field asintió, y los dos jóvenes salieron del comedor. Los criados se

habían retirado un poco antes, y el ministro de Armamentos y el Jefe de lasFuerzas Aéreas quedaron solos. Al cabo de unos instantes de silencio, Carringtondijo:

—Bueno, ¿todo va bien?—¡Absolutamente! No hay nada comparable a esta nueva bomba en ningún

país de Europa.—Eso es lo que había pensado.—Nos dará la supremacía del aire —dijo Lord Mayfield en tono seguro.Sir George Carrington exhaló un profundo suspiro.—¡Con el tiempo! Hemos atravesado una temporada difícil, Charles.

Montañas de pólvora por toda Europa, y nosotros no estábamos preparados,¡maldita sea! Hemos pasado un mal trago, y todavía no estamos a salvo del todo,por más que nos demos prisa en su reconstrucción.

Lord Mayfield murmuró:—Sin embargo, George, hay algunas ventajas en comenzar tarde. Muchos de

los materiales europeos están ya pasados de moda… y muchos fabricantes seaproximan peligrosamente a la bancarrota.

—No creo que eso signifique gran cosa —replicó sir George—. ¡Siempre seoye decir que esta o aquella fábrica están en bancarrota! Pero continúan igual.Ya sabes, los grandes negocios son un complemento para mí.

Lord May field parpadeó. Sir George sería siempre el « honrado y fanfarrónviejo lobo de mar» . Ciertas personas decían que era una pose que adoptabadeliberadamente. Cambiando de tema, Carrington dijo en tono casual:

—Mistress Vanderlyn es una mujer muy atractiva, ¿verdad?—¿Te estás preguntando qué es lo que hace aquí? —replicó Lord May field

con ojos regocijados. Carrington pareció un tanto confundido.—¡Nada de eso… nada de eso!—¡Oh, claro que sí! No seas embustero, George. Te estabas preguntando

disimuladamente si yo era su última víctima.Carrington repuso muy despacio:—Confieso que me ha resultado algo extraño verla aquí… precisamente en

fin de semana. —Lord Mayfield asintió.—Donde hay un cadáver se reúnen los buitres. Nosotros tenemos ese cadáver

y mistress Vanderlyn puede ser considerada como buitre número uno.El mariscal del Aire dijo con brusquedad:—¿Sabes algo de esa Vanderlyn?Lord Mayfield cortó el extremo de su cigarro puro, lo encendió con cuidado y

reclinando la cabeza hacia atrás fue desgranando estas palabras:—¿Qué sé de mistress Vanderlyn? Que es ciudadana estadounidense. Que ha

tenido tres maridos: uno italiano, otro alemán y otro ruso, y que en consecuenciatiene lo que yo llamo « contactos» útiles con tres países. Que compra trajescaros y vive con gran lujo, y que no se sabe a ciencia cierta de dónde salen lasrentas que le permiten hacerlo.

Sir George Carrington murmuró sonriente:—Veo que tus espías no han estado inactivos Charles.—Sé —continuó Lord Mayfield— que, además de muy seductora, mistress

Vanderlyn es también una buena oy ente, que sabe escuchar con fascinanteinterés lo que nosotros llamamos conversación de « negocios» . Es decir, unhombre puede hablarle de su trabajo y creer que a ella le resulta altamenteinteresante. Varios jóvenes oficiales han ido demasiado lejos por quererresultarle interesantes, y sus carreras han sufrido las consecuencias, por haberdicho a mistress Vanderlyn un poco más de lo debido. Casi todas las amistades deesa dama están en servicio activo… pero el invierno pasado estuvo cazando encierto condado cercano a una de nuestras fábricas de armamento másimportantes, e hizo varias amistades de carácter nada deportivo. Resumiendo…

mistress Vanderly n es una persona muy útil para… —Trazó un círculo en el airecon su cigarro—. ¡Tal vez será mejor no decir para quién! Digamos para unapotencia europea… o tal vez para más de una potencia europea.

Carrington aspiró el aire con fuerza.—Me quitas un gran peso de encima, Charles.—¿Pensabas que había caído en las redes de esa sirena? ¡Mi querido George!

Los métodos de mistress Vanderlyn son demasiado evidentes para un zorro viejocomo y o. Además, como bien dicen, no es y a tan joven. Tus jóvenes oficiales talvez no lo notasen, pero yo tengo cincuenta y seis años, amigo. Dentro de cuatroaños probablemente seré un viejo repugnante que perseguirá a las jovencillas.

—He sido un tonto —dijo Carrington disculpándose—, pero me parecía unpoco raro…

—¿Te parecía extraño que estuviese aquí, en amena reunión familiar yprecisamente en el momento en que tú y y o íbamos a sostener una conferenciaextraoficial para tratar de un descubrimiento que habrá de revolucionar elsistema de la defensa aérea? —Sir George Carrington asintió. Lord May fieldcontinuó sonriendo.

—Pues ese es el cebo.—¿El cebo?—¿Comprendes, George? Ahora no tenemos nada « contra» esa mujer. ¡Y

queremos tenerlo! Hasta ahora siempre ha sabido escurrirse. Ha sido muydiscreta… Sabemos lo que ha hecho, pero no tenemos pruebas definitivas.Hemos de tentarla con algo grande.

—¿Como la especificación de la nueva bomba?—Exacto, tiene que ser algo lo bastante importante para inducirla a correr el

riesgo… de descubrirse. ¡Y entonces… la habremos atrapado!Sir George gruñó:—¡Oh, bueno! No está mal. Pero supongamos que no corre ese riesgo.—Sería una lástima —repuso Lord May field—. Pero creo que lo hará…Se puso en pie.—¿Quieres que vay amos al salón a reunimos con las señoras? No debemos

privar a tu esposa de su bridge.—Julia tiene demasiada afición al bridge —gruñó sir George—. No puede

jugar tan alto como lo hace, se lo he dicho muchas veces…; lo malo es que Julianació jugadora.

Y contorneando la mesa para reunirse con su anfitrión, le dijo:—Bueno, espero que tu plan salga bien. Charles.

Capítulo II

En el salón la conversación languideció más de una vez. Mistress Vanderlyn seencontraba por lo general en desventaja entre los miembros de su propio sexo. Susimpatía y encanto, tan apreciados entre el elemento masculino, por una razón uotra no surtían efecto entre las mujeres. Lady Julia era una mujer cuy os modaleseran o muy buenos o muy malos. En esta ocasión le desagradaba mistressVanderlyn, le molestaba mistress Macatta y no lo disimulaba. La conversacióniba decayendo, y hubiese cesado del todo a no ser por esta última.

Mistress Macatta era una mujer de gran fuerza de voluntad, y en seguidacalificó a mistress Vanderlyn como perteneciente al tipo de los parásitos y tratabade interesar a lady Julia en una función benéfica que estaba organizando. LadyJulia iba respondiendo en tono ausente, y tras disimular un par de bostezos seentregó a su disquisición interna. ¿Por qué no volvían Charles y George? ¡Quépesados eran los hombres! Sus comentarios se fueron haciendo más despistados amedida que iba absorbiéndose en sus propios pensamientos.

Las tres mujeres guardaban silencio cuando al fin entraron los caballeros.Lord May field pensó: « Julia parece enferma esta noche. Es un manojo de

nervios» . Y en voz alta dijo:—¿Y si Jugásemos una partida, eh?Lady Julia se animó en seguida, pues el bridge era para ella como el aire que

respiraba.En aquel momento entraba Reggie Carrington en la estancia y quedó

dispuesto el cuarteto. Lady Julia, mistress Vanderly n, sir George y el jovenReggie tomaron asiento alrededor de la mesa de juego. Lord May field se entregóa la tarea de entretener a mistress Macatta. Cuando hubieron jugado un par derubbers, sir George miró el reloj que había sobre la chimenea.

—No vale la pena comenzar otro —observó.Su esposa pareció contrariada.—Solo son las once menos cuarto. Será cortito.—Nunca lo son, querida —repuso sir George de buen talante—. Y de todas

formas. Charles y yo tenemos algo que hacer.Mistress Vanderlyn murmuró:

—¡Qué importante parece eso! Supongo que ustedes los hombres inteligentesque están por encima de las cosas nunca pueden descansar del todo.

—Para nosotros la semana no tiene cuarenta y ocho horas —replicó sirGeorge.

—¿Sabe usted?, me siento bastante avergonzada de mí misma como simpleestadounidense, pero me emociona conocer a dos personas que gobiernan eldestino de un país. Supongo que le parecerá un punto de vista muy vulgar, sirGeorge.

—Mi querida mistress Vanderlyn, yo nunca podría considerarla « simple» ni« vulgar» .

Sonrió mirándola a los ojos. Tal vez en su voz hubo un ligero matiz irónico queella no pasó por alto. Acto seguido se volvió hacia Reggie y sonriéndoledulcemente le dijo:

—Siento que deje de ser mi compañero. Ha sido muy acertado cantar esoscuatro sin triunfo.

Complacido y halagado, Reggie musitó:—Los saqué por casualidad.—¡Oh, no!, fue una deducción muy inteligente por su parte. Por la subasta

adivinó dónde estaban las cartas, y jugó de un modo brillante.Lady Julia se puso en pie bruscamente. « Esa mujer le está tomando el pelo» ,

pensó con disgusto. Luego sus ojos se dulcificaron al posarse en su hijo. Él lacreía. ¡Qué joven parecía y qué satisfecho! Era tan ingenuo. No era de extrañarque se viera en apuros. Se confiaba demasiado. La verdad es que tenía unanaturaleza demasiado dulce. George no le comprendía en absoluto. Los hombresson tan intransigentes con sus juicios. Olvidan que ellos también fueron jóvenes…George era demasiado duro con Reggie.

Mistress Macatta se había puesto en pie. Se dieron las buenas noches.Mayfield se sirvió de beber, y tras entregar otro vaso a sir George, alzó los ojosal ver aparecer a mister Carlile en la puerta.

—Saque usted las carpetas y todos los papeles, ¿quiere hacer el favor, Carlile?Incluyendo los planos y diseños. El mariscal del Aire y y o no tardaremos.Primero daremos un paseíto, ¿eh, George? Ha dejado de llover.

Míster Carlile, al volverse para marchar, musitó una disculpa al tropezar conmistress Vanderly n, que dirigiéndose hacia ellos, dijo:

—Mi libro. Lo estaba leyendo antes de cenar.Reggie se adelantó para entregarle uno.—¿Es este? ¿El que estaba en el sofá?—¡Oh, sí! Muchísimas gracias.Sonrió dulcemente, volvió a darles las buenas noches y se marchó. Sir

George había abierto uno de los ventanales.

—Ahora hace una noche espléndida —anunció—. Es una buena idea la dedar un paseo.

Reggie dijo:—Bueno, buenas noches, sir. Iré a acostarme.—Buenas noches, muchacho —replicó Lord May field.Reggie cogió una novela policíaca que había comenzado a leer a primera

hora de la tarde y abandonó el salón. Lord Mayfield y sir George salieron a laterraza. Ahora hacía una noche espléndida, de cielo despejado y estrellasbrillantes.

Sir George aspiró el aire con fuerza.—¡Uf, esa mujer usa demasiado perfume!—Por lo menos no es un perfume barato —rio Lord Mayfield—. Yo diría que

es uno de los más caros que se encuentran en el mercado.Sir George hizo una mueca.—Supongo que debería dar las más expresivas gracias por ello.—Desde luego que sí. Yo creo que una mujer que emplee perfume barato es

una de las plagas peores que conoce el hombre.—Es extraordinario cómo se ha aclarado. Oía caer la lluvia mientras

cenábamos. —Los dos hombres pasearon por la terraza. Esta se extendía a todolo largo de la casa. Debajo, el terreno descendía, permitiendo contemplar unavista magnífica sobre el bosque de Sussex.

Sir George encendió un cigarro.—Acerca de esa aleación metálica… —comenzó a decir.La charla se hizo técnica. Y cuando se aproximaban al extremo de la terraza

por quinta vez, Lord Mayfield exclamó con un suspiro:—¡Oh, bueno! Supongo que será mejor poner manos a la obra.—Sí, tenemos mucho que hacer.Los dos hombres dieron media vuelta y Lord May field contuvo una

exclamación de sorpresa.—¡Hola! ¿Has visto eso?—¿El qué? —preguntó sir George.—Me ha parecido ver salir a alguien a la terraza por la puerta-ventana de mi

despacho.—¿Ves visiones? Yo no he visto nada.—Bueno, pues yo sí… o he creído verlo.—Tu vista te ha jugado una mala pasada. Yo estaba mirando en esa

dirección, y lo hubiera visto. Hay muy pocas cosas que yo no vea… incluso leoun periódico a un metro de distancia. —Lord Mayfield rio.

—En eso te gano, George. Todavía leo perfectamente sin lentes.—Pero no eres capaz de distinguir a un individuo al otro lado de la Cámara.

¿O es que los cristales de los lentes que usas son de imitación?Riendo, los dos hombres penetraron en el despacho de Lord May field por la

puertaventana que estaba abierta.Míster Carlile estaba atareado arreglando algunos papeles en el archivador,

junto a la caja fuerte y alzó los ojos al verles entrar.—¡Ah, Carlile!, ¿todo a punto?—Sí, Lord May field, todos los papeles están encima de su mesa.La mesa en cuestión era un formidable escritorio de caoba situado en un

rincón junto a la puertaventana. Lord Mayfield se inclinó sobre ella y comenzó arevisar los documentos que había encima.

—Ha quedado una noche espléndida —decía sir George.—Sí, es cierto —convino Míster Carlile—. Es curioso lo rápidamente que

aclara después de llover. —Y dejando el archivador preguntó—: ¿Me necesitarámás esta noche, Lord Mayfield?

—No, creo que no, Carlile. Yo guardaré todo esto. Probablementeterminaremos algo tarde. Será mejor que se acueste.

—Gracias. Buenas noches, Lord Mayfield. Buenas noches, sir George.—Buenas noches, Carlile.Cuando el secretario iba y a a salir del despacho, Lord Mayfield le dijo en

tono severo:—Espere un momento, Carlile. Ha olvidado lo más importante.—No sé a qué se refiere, Lord May field.—A los planos de la bomba, hombre.El secretario le miró extrañado.—Están encima de todo, señor.—Nada de eso.—Pero si acabo de ponerlos.—Mírelo usted mismo.Con expresión asombrada, el joven se reunió con Lord Mayfield junto al

escritorio. Con cierta impaciencia, el ministro le mostró el montón de papeles.Carlile los estuvo revisando, con creciente extrañeza.

—¿Lo ve?, no están aquí.—Pero…, ¡pero es increíble! —tartamudeó el secretario—. Los puse aquí

encima no hará ni tres minutos.Lord Mayfield dijo de buen talante:—Se habrá confundido, y estarán aún en la caja fuerte.—No lo comprendo… Yo sé que los puse ahí.Lord May field le apartó a un lado para dirigirse a la caja fuerte. Sir George

se unió a él, y a los pocos minutos comprobaron que los planos de la bomba noestaban allí. Atónitos y extrañados, los tres hombres regresaron junto a la mesa

escritorio para revisar de nuevo los papeles.—¡Cielo santo! —exclamó Mayfield—. ¡Han desaparecido!Míster Carlile exclamó:—¡Pero eso es imposible!—¿Quién ha entrado en esta habitación? —preguntó el ministro.—Nadie. Nadie en absoluto.—Escuche, Carlile, esos planos no pueden haberse desvanecido en el aire.

Alguien los ha cogido. ¿Ha estado aquí mistress Vanderly n?—¿Mistress Vanderlyn? ¡Oh, no señor!—En seguida lo sabremos —dijo Carrington, olfateando el aire—. Se olerá a

ese perfume suy o.—Nadie ha entrado aquí —insistió Carlile—. No lo comprendo.—Escuche, Carlile —dijo Lord May field—. Cálmese. Hemos de llegar al

fondo de esta cuestión. ¿Está completamente seguro de que los planos estabandentro de la caja fuerte?

—Completamente.—¿Los ha visto usted? ¿No habrá supuesto que estaban entre los otros papeles?—No, no, Lord May field. Los he visto. Los puse sobre el escritorio, encima de

todos los demás.—¿Y dice usted que desde entonces nadie ha entrado en esta habitación? ¿Ha

salido usted acaso?—No… es decir… sí.—¡Ah! —exclamó sir George—. ¡Ya vamos dando con ello!Lord May field dijo irritado:—¿Qué diablos…? —Cuando Carlile le interrumpió.—En circunstancias normales, Lord May field, no me hubiera atrevido a

abandonar el despacho dejando sobre la mesa documentos de importancia…pero al oír gritar a una mujer…

—¿Gritar a una mujer? —repitió Lord Mayfield sorprendido.—Sí, Lord Mayfield. Me sobresaltó más de lo que puede usted imaginar.

Estaba colocando los papeles sobre la mesa cuando lo oí, y, naturalmente, salícorriendo al vestíbulo.

—¿Quién gritó?—La doncella francesa de mistress Vanderly n. Estaba en mitad de la

escalera, muy pálida y temblando de pies a cabeza. Dijo que había visto unfantasma.

—¿Un fantasma?—Si, una mujer alta, toda vestida de blanco que andaba sin hacer ruido y que

flotaba en el aire.—¡Qué historia más ridícula!

—Sí, Lord Mayfield, es lo que le dije. Debo confesar que parecía bastanteavergonzada. Volvió a subir y y o volví aquí.

—¿Cuánto rato hace de esto?—Fue un minuto o dos antes de que usted y sir George entrasen.—¿Y cuánto tiempo estuvo usted fuera de esta habitación?El secretario reflexionó unos instantes.—Dos minutos… tres a lo sumo.—Lo suficiente —gruñó Lord Mayfield tomando a su amigo del brazo.—George, esa sombra que vi… salir por la puertaventana. ¡Fue así! En

cuanto Carlile salió de la habitación, se deslizó dentro, cogió los planos y volvió amarcharse.

—¡Qué acción más vil! —dijo George. Ahora fue él quien tomó a su amigodel brazo—. Escucha, Charles; este es un mal negocio. ¿Qué diablos vamos ahacer?

Capítulo III

—De todas formas vale la pena probarlo, Charles.Media hora más tarde, los dos hombres se hallaban en el despacho de Lord

May field, y sir George había empleado todas sus dotes de persuasión parainducir a su amigo a adoptar cierta regla de conducta.

Lord Mayfield se había negado al principio, pero cada vez se mostraba menosreacio a la idea.

Sir George decía:—No seas tan testarudo. Charles.Lord Mayfield dijo despacio:—¿Por qué mezclar en esto a un extranjero del que nada sabemos?—Pero da la casualidad de que yo sí sé muchas cosas de él. Es una maravilla.—¡Hum!—Escúchame, Charles. ¡Es una oportunidad única! En este asunto lo esencial

es la discreción. Si trasciende…—¡Cuando trascienda, querrás decir!—No es necesario. Este hombre. Hércules Poirot…—Supongo que vendrá aquí y encontrará los planos como el prestidigitador

saca los conejos de su sombrero.—Descubrirá la verdad. Y la verdad es lo que nosotros queremos. Escucha,

Charles, yo asumo toda la responsabilidad.—¡Oh, bueno!, haz lo que quieras —dijo Lord Mayfield— pero no veo lo que

puede hacer ese individuo.Sir George hizo ademán de coger el teléfono.—Voy a llamarle… ahora mismo.—Estará durmiendo.—Puede levantarse. Déjate de tonterías, Charles; no puedes permitir que esa

mujer se salga con la suya.—¿Te refieres a mistress Vanderlyn?—Sí. ¿No dudarás que ella es la culpable?—No. Se ha vengado de mí. No me importa admitir que esa mujer ha sido

más lista que nosotros, George. Es muy desagradable, pero es cierto. Nopodemos probar nada contra ella, y no obstante, los dos sabemos que ella es la

pieza principal en este asunto.—Las mujeres son el mismo diablo —dijo Carrington con calor.—¡No podemos acusarla en absoluto, maldita sea! Podemos suponer que ella

preparó la escena de la muchacha gritando en la escalera, y que el hombre quese escurrió furtivamente era su cómplice, pero lo malo es que no podemosprobarlo.

—Tal vez pueda Hércules Poirot.De pronto Lord Mayfield se echó a reír.—Por Dios, George, creí que eras demasiado patriota para confiar en un

francés, por inteligente que sea.—No es francés, sino belga —dijo sir George algo avergonzado.—Bien, que venga tu amigo belga. Que ponga a prueba su inteligencia en este

asunto. Apuesto a que no consigue averiguar nada.Sin contestarle, sir George alargó el brazo para descolgar el teléfono.

Capítulo IV

Parpadeando un tanto. Hércules Poirot volvió su cabeza de uno a otro lado de susinterlocutores, y con gran delicadeza disimuló un bostezo. Eran más de las dos ymedia de la madrugada. Le habían sacado de la cama precipitadamente eintroducido en la penumbra de un enorme Rolls-Royce, y ahora acababa de oírlo que los dos hombres tenían que decirle.

—Estos son los hechos, monsieur Poirot —dijo Lord Mayfield.Y reclinándose en su butaca, se llevó lentamente el monóculo a uno de sus

ojos, de un azul pálido, y estuvo contemplando a Poirot con suma atención. Sumirada era definitivamente escéptica. Poirot miró de soslay o a sir GeorgeCarrington. Este caballero se hallaba inclinado hacia delante con expresiónesperanzada… casi infantil. Poirot dijo despacio:

—Conozco los hechos, sí… La doncella grita, el secretario sale, el incógnitoentra, los planos están encima del escritorio, se apodera de ellos y huye. Loshechos… son muy convenientes.

El tono con que pronunció esta frase atrajo la atención de Lord Mayfield, quese enderezó un tanto, dejando caer el monóculo.

—¿Cómo dice usted, monsieur Poirot?—Dije, Lord May field, que los hechos fueron muy convenientes… para el

ladrón. A propósito, ¿está usted seguro de haber visto a un hombre?Lord Mayfield meneó la cabeza.—No podía asegurarlo. Fue solo una sombra. La verdad es que casi dudaba

de que lo hubiese visto.Poirot dirigió su mirada al mariscal del Aire.—¿Y usted, sir George? ¿Podría decirme si se trataba de un hombre o de una

mujer?—Yo no vi a nadie.Poirot asintió pensativo. De pronto, poniéndose en pie, se acercó a la mesa

escritorio.—Puedo asegurarle que los planos no están ahí —dijo Lord Mayfield—. Los

tres hemos revisado todos esos papeles media docena de veces.—¿Los tres? ¿Se refiere también a su secretario?—Sí, a Carlile.

—Dígame, Lord Mayfield, ¿qué papel estaba encima de todo cuando usted seinclinó sobre la mesa?

Lord Mayfield frunció el ceño en su esfuerzo por recordar.—Déjeme pensar… sí, era un memorándum acerca de algunas de nuestras

posiciones de defensa aérea. Poirot cogió una hoja de papel y se la tendió.—¿Es este, Lord Mayfield?Lord Mayfield repuso después de mirarla:—Sí, sin duda alguna. Poirot mostró el papel a Carrington.—¿Se fijó si estaba encima de todo?Sir George lo sostuvo a cierta distancia, y luego se puso los lentes.—Sí, es cierto. Yo también los miré con Carlile y Mayfield, y este estaba

encima de todo.Poirot asintió pensativo, volviendo a dejar el papel sobre la mesa. Mayfield le

miraba ligeramente interesado.—Si hay algún otro problema… —comenzó a decir.—Pues claro que lo hay : Carlile. ¡Carlile es el problema!Lord Mayfield enrojeció ligeramente.—¡Monsieur Poirot, Carlile está por encima de toda sospecha! Ha sido mi

secretario confidencial durante nueve años. Tiene acceso a todos mis papelesprivados, y puedo asegurarle que podría haber sacado copia de los planos yespecificaciones con gran facilidad y sin que nadie se enterara.

—Aprecio su punto de vista —dijo Poirot—. De ser culpable, no hubiesetenido necesidad de organizar tanto aparato.

—De todas formas —insistió Lord Mayfield—, estoy seguro de Carlile, yrespondo de él.

—Carlile —dijo Carrington con voz ronca— es una persona como es debido.Poirot extendió las manos con gesto de desaliento.—¿Y esa mistress Vanderlyn… es todo lo contrario?—Desde luego —replicó sir George. Lord Mayfield habló en tono más

mesurado.—Creo, monsieur Poirot, que no puede existir la menor duda acerca de…

bueno… las actividades de mistress Vanderlyn. En el Ministerio de AsuntosExteriores podrán darle datos más precisos.

—¿Y ustedes dan por hecho que la doncella estaba en combinación con suseñora?

—No me cabe la menor duda —exclamó sir George.—A mí me parece una suposición muy razonable —dijo Lord Mayfield en

tono más prudente.Poirot suspiró y distraídamente ordenó algunos objetos que estaban sobre una

mesita, a su derecha. Al fin dijo:

—Supongo que esos papeles representaban dinero. Es decir, que el robarlossignificaría una buena suma en metálico.

—De ser entregados en cierto sitio, sí.—¿Como por ejemplo…?Sir George mencionó dos potencias europeas.—Y ese hecho era conocido de cualquiera…, ¿verdad? —preguntó Poirot.—Mistress Vanderlyn seguramente lo sabría.—He dicho cualquiera.—Sí, supongo que sí.—¿Cualquiera con un mínimo de inteligencia podría apreciar el valor de esos

planos?—Sí; pero, monsieur Poirot… —Lord May field parecía algo violento.Poirot alzó una mano.—Yo hago lo que se llama explorar todos los caminos.Volvió a ponerse en pie para dirigirse a la puertaventana, y con una linterna

examinó la hierba del extremo de la terraza. Los dos hombres le observaron.—Dígame, Lord Mayfield. A este malhechor, a ese fugitivo que se deslizó en

la oscuridad, ¿no le persiguieron?Lord Mayfield se encogió de hombros.—Desde el fondo del jardín pudo salir a la carretera general.—Y si había algún coche esperándole, no habría tardado en ponerse fuera de

nuestro alcance.—Pero está la policía… los guardias forestales…Sir George le interrumpió:—Olvida usted, monsieur Poirot, que no podemos dar publicidad a este caso.

Si trascendiera que esos planos habían sido robados, el resultado seríaextremadamente desfavorable para el partido.

—¡Ah, sí! —repuso Poirot—. No hay que olvidar la politique. Hay queobservar la mayor discreción, y por ello me enviaron a buscar. ¡Ah, bien! Tal vezsea más sencillo.

—¿Espera tener éxito, monsieur Poirot? —Lord May field parecía un tantoincrédulo.

El hombrecillo se alzó de hombros.—¿Por qué no? Solo hay que razonar… reflexionar. —Hizo una pausa y al

cabo de un momento agregó—: Me gustaría hablar con mister Carlile.—Desde luego. —Lord Mayfield se puso en pie—. Le pedí que no se

acostase, y por lo tanto no andará lejos. Voy a avisarle. Poirot se dirigió a sirGeorge.

—Eh bien. ¿Qué me dice de ese hombre que salió a la terraza?—Yo no lo vi.

—Ya me lo ha dicho antes. —Poirot se inclinó hacia delante—. Pero hay algomás, ¿no es cierto?

—¿A qué se refiere?—¿Cómo diría y o? Su incredulidad es más profunda. —Sir George iba a decir

algo pero se contuvo.—Pues, sí —continuó Poirot para animarle—. Cuéntemelo. Los dos estaban

en el extremo de la terraza. Lord May field ve una sombra que sale por lapuertaventana y atraviesa el césped. ¿Por qué no la ve usted?

Carrington le miró asombrado.—Ha dado usted en el clavo, monsieur Poirot. Desde entonces me he estado

preguntando lo mismo. Comprenda, yo juraría que nadie salió por estapuertaventana. Pensé que Lord Mayfield lo había imaginado… al ver moverseuna rama… o algo por el estilo. Y luego, cuando entramos y descubrimos que sehabía cometido un robo, tuve la impresión de que May field debió estar en locierto y que yo era el equivocado. Y sin embargo…

—Sin embargo, en el fondo usted sigue crey endo en la evidencia, en estecaso negativa, de sus propios ojos…

—Tiene usted razón, monsieur Poirot, así es.El detective sonrió.—¿No había huellas sobre la hierba? —preguntó sir George.—Exacto. Lord May field imagina ver una sombra. Luego tiene efecto el

robo, y está seguro… ¡segurísimo! No es una fantasía… él ha visto a un hombre.Pero no fue así. Yo no estoy tan familiarizado con huellas y cosas por el estilo,pero tenemos una evidencia. No había huellas en la hierba. Y esta noche haestado lloviendo copiosamente. Si un hombre hubiese atravesado la terraza endirección al césped, es indudable que habría dejado huellas.

Sir George dijo extrañado: —Pero entonces… entonces…—Volvamos a la casa. Hemos de ceñirnos a las personas que se encontraban

en ella.Se interrumpió al ver entrar a Lord May field acompañado de mister Carlile.

Aunque pálido y preocupado, el secretario había logrado rehacerse un tanto, yajustándose los lentes tomó asiento sin dejar de mirar a Poirot.

—¿Cuánto tiempo llevaba en esta habitación cuando oy ó el grito, monsieur?Carlile reflexionó.—Entre unos cinco y diez minutos.—¡Y antes de eso, no observó nada anormal!—No.—Tengo entendido que la reunión tuvo lugar en una sola habitación durante la

mayor parte de la noche.—Sí, en el salón. —Poirot consultó su librito de notas.

—Sir George Carrington y su esposa. Mistress Macatta, mistress Vanderlyn,mister Reggie Carrington, Lord Mayfield y usted. ¿Es así?

—Yo no estaba en el salón. Estuve trabajando aquí durante gran parte de lavelada.

Poirot se volvió a Lord May field.—¿Quién subió primero a acostarse?—Creo que lady Julia Carrington. A decir verdad, las tres señoras salieron

juntas.—¿Y luego?—Entró mister Carlile y le ordené que preparase los documentos, puesto que

sir George y yo iríamos al poco rato.—¿Fue entonces cuando decidió dar un paseo por la terraza?—Sí.—¿Se dijo en presencia de mistress Vanderlyn que iban a trabajar en el

despacho?—Sí, se mencionó.—¿Estaba en el salón cuando usted dio instrucciones a mister Carlile para que

sacara los papeles?—No.—Perdone, Lord May field —intervino Carlile—. Precisamente después de

que usted me dijera eso, tropecé con ella en la puerta. Había vuelto para buscarun libro.

—¿De modo que pudo haberlo oído?—Quizá.—Volvió a buscar un libro —repitió Poirot—. ¿Lo encontró, Lord May field?—Sí, Reggie se lo dio.—¡Ah, sí! Es lo que ustedes llaman el viejo ardid… volver en busca de un

libro. ¡Resulta tan útil a veces!—¿Usted cree que fue un acto premeditado?Poirot se encogió de hombros.—Y después de esto, ustedes dos salieron a la terraza. ¿Y mistress Vanderlyn?—Se marchó con su libro.—¿Y el joven Reggie también subió a acostarse?—Sí.—Y mister Carlile se vino aquí y a los cinco o diez minutos oy ó el grito.

Continúe, mister Carlile. Oyó un grito y salió al vestíbulo. Ah, quizá fuese mejorreproducir exactamente sus acciones.

Míster Carlile se puso en pie, algo confundido.—Yo gritaré —dijo Poirot para ayudarles. Y abriendo la boca emitió un

alarido espeluznante. Lord Mayfield se volvió para ocultar una sonrisa y Carlile

pareció muy violento.—¡Allez! ¡Adelante! ¡Marchen! —exclamó Poirot—. Acabo de darles la

salida.Míster Carlile se dirigió muy tieso hacia la puerta y tras abrirla salió al

recibidor, seguido de Poirot. Los otros dos fueron detrás.—¿Cerró la puerta al salir o la dejó abierta?—La verdad es que no me acuerdo. Creo que debí dejarla abierta.—No importa. Continúe.Muy envarado, Carlile anduvo hasta el pie de la escalera, donde se detuvo

mirando hacia arriba. Poirot preguntó:—Dijo usted que la doncella estaba en la escalera. ¿En qué sitio?—Más o menos, por la mitad.—¿Y parecía inquieta?—Desde luego.—Eh bien, y o soy la doncella. —Poirot corrió a situarse en la escalera—.

¿Estaba aquí?—Un peldaño o dos más arriba.—¿Así? —Poirot ensayó una postura.—Pues… no… no precisamente así.—¿Cómo entonces?—Pues… tenía las manos en la cabeza.—Ah, las manos en la cabeza. Eso es muy interesante. ¿Así? —Poirot alzó los

brazos y sus manos descansaron encima de sus orejas.—Sí, eso es.—¡Ajá! Dígame, mister Carlile, ¿era joven y bonita…?—La verdad es que no me fijé.—¡Ajá! ¿No se fijó? Pero es usted joven. ¿Es que los jóvenes y a no se fijan si

una chica es guapa?—La verdad, monsieur Poirot, solo puedo repetir que y o no me fijé.Carlile dirigió una mirada agónica a su jefe. Sir George Carrington se echó a

reír.—Monsieur Poirot parece determinado a presentarle a usted como

mujeriego, Carlile —observó.El secretario le dirigió una mirada aplastante.—Yo siempre me he fijado en las chicas bonitas —anunció Poirot bajando la

escalera.El silencio con que Carlile acogió aquel comentario fue un tanto violento.Poirot continuó:—¿Y fue entonces cuando le contó ese cuento del fantasma?—Sí.—¿Crey ó esa historia?

—¡Pues claro que no, monsieur Poirot!—No me refiero a si usted cree en fantasmas, sino a si le pareció que la chica

pensaba realmente haber visto algo.—¡Oh!, en cuanto a eso, no sabría decirle. Lo cierto es que su respiración era

agitada y parecía sobresaltada.—¿No oy ó usted ni vio a su señora?—Sí, a decir verdad salió de su habitación, en el pasillo de arriba y llamó:

« Leonie» .—¿Y luego?—La muchacha subió corriendo y y o volví al despacho.—Mientras estuvo usted al pie de la escalera, ¿pudo alguien entrar en el

despacho por la puerta que dejó abierta?Carlile meneó la cabeza.—No sin que pasara ante mí. La puerta del despacho está al final del pasillo,

como puede usted ver.Poirot asintió pensativo, mientras Carlile continuaba con su voz cuidadosa y

precisa:—Debo confesar que me alegra que Lord Mayfield viera al ladrón saliendo

por la puertaventana. De otro modo yo me encontraría en una posición muydesagradable.

—¡Oh, no, no, mi querido Carlile! —intervino Lord May field impaciente—.Usted está libre de toda sospecha.

—Es usted muy amable al decir eso, Lord May field, pero los hechos son loshechos y me doy cuenta de que las apariencias me colocan en una posicióndifícil. De todas maneras, espero que me registren, así como mis pertenencias.

—¡Oh, no, no amigo mío! —insistió Mayfield.Poirot murmuró:—¿Lo desea seriamente?—Lo prefiero.Poirot le miró pensativo y musitó:—¡Ya! —Luego agregó—: ¿Dónde está situada la habitación de mistress

Vanderlyn con respecto al despacho?—Está precisamente encima.—¿Con una ventana que da a la terraza?—Sí.De nuevo Poirot asintió. Luego dijo:—Vay amos al salón.Una vez allí estuvo deambulando por la habitación, examinó los cierres de las

ventanas, los tanteos de la mesa de bridge y al fin se dirigió a Lord Mayfield.—Este asunto es más complicado de lo que parece —dijo—. Pero una cosa

hay cierta. Los planos robados no han salido de esta casa. —Lord May field lemiró sorprendido.

—Pero, mi querido monsieur Poirot, el hombre que y o vi saliendo deldespacho…

—No hubo tal hombre.—Pero yo lo vi…—Con mis mayores respetos, Lord Mayfield, usted imaginó verlo. Las

sombras producidas por las ramas de los árboles le engañaron y el hecho de quese cometiera el robo es natural que le pareciera una prueba de que era cierto loque había imaginado.

—La verdad, monsieur Poirot, la evidencia de mis propios ojos…—Mi vista contra la suya, amigo mío —intervino sir George.—Tiene que permitirme, Lord May field, que me muestre firme en este

punto. Nadie cruzó la terraza en dirección al césped.Mister Carlile dijo muy pálido y envarado:—En este caso, si monsieur Poirot está en lo cierto, todas las sospechas recaen

en mí automáticamente. Soy la única persona que pudo cometer el robo.—¡Pamplinas! —exclamó Lord Mayfield—. Aunque monsieur Poirot piense

lo que quiera, y o no estoy de acuerdo con él. Estoy convencido de su inocencia,Carlile.

El secretario repuso:—No, pero ha puesto de relieve que nadie más tuvo oportunidad de cometer

el robo.—¡Du tout! ¡Du tout¡—Pero y o le he dicho que nadie pasó ante mí por el vestíbulo para dirigirse a

la puerta de entrada al despacho.—Estoy de acuerdo. Pero alguien pudo haber entrado por la puertaventana

del despacho.—Pero eso es precisamente lo que usted dice que no ocurrió.—Yo digo que nadie pudo entrar del exterior sin dejar huella en la hierba.

Pero pudo hacerlo alguien que estaba ya en la casa. Alguien pudo salir de estahabitación por una puertaventana, deslizarse por la terraza, entrar en el despachotambién por una de las puertaventanas y volver aquí.

Carlile objetó:—Pero Lord May field y sir George Carrington estaban en la terraza.—Sí, estaban paseando en la terraza. Sir George tal vez posea una vista

magnífica… —Poirot se inclinó ligeramente—. ¡Pero no puede ver por laespalda! La puertaventana está en el centro izquierdo de la terraza, luego vienenlas cristaleras de esta habitación, y la terraza continúa hacia la derecha cubriendoel espacio de… ¿una, dos, tres o tal vez cuatro habitaciones más?

—El comedor, la sala de billar, el saloncito de estar y la biblioteca —especificó Lord Mayfield.

—¿Y ustedes pasearon de un lado a otro de la terraza, cuántas veces?—Cinco o seis, por lo menos.—¿Comprenden? Es bastante sencillo; el ladrón solo tuvo que esperar el

momento oportuno.—¿Quiere usted decir que mientras yo estaba en el recibidor hablando con la

doncella francesa, el ladrón esperaba en el salón? —preguntó Carlile.—Esa es mi suposición. Claro que eso es solo… una suposición.—No me parece muy probable —dijo Lord May field—. Demasiado

arriesgado.—No estoy de acuerdo contigo. Charles —intervino el mariscal del Aire—.

Me pregunto cómo no se me ha ocurrido pensarlo.—¿De modo que comprenden ahora por qué creo que los planos están aún en

la casa? —preguntó Poirot—. ¡El problema es encontrarlos!Sir George lanzó un gruñido.—Eso es bien sencillo. Registre a todo el mundo.Lord May field hizo un movimiento de contrariedad, pero Poirot tomó la

palabra antes de que él pudiera hacerlo.—No, no, no es tan sencillo. La persona que haya cogido esos planos habrá

previsto que se efectuará un registro y se habrá asegurado para que no losencuentren entre sus cosas. Deben estar escondidos, de seguro, en terrenoneutral.

—¿Insinúa usted que tendremos que jugar al escondite por toda la casa?Poirot sonrió.—No, no es necesario tanto realismo. Podemos llegar a descubrir el

escondite, o la identidad de la persona culpable, reflexionando. Eso simplificaríalas cosas. Por la mañana quisiera entrevistarme con todos los moradores de lacasa. Creo que sería imprudente verlos ahora. Lord Mayfield asintió.

—Se harían demasiados comentarios —confirmó— si les sacáramos de lacama a las tres de la madrugada. De todas maneras tendrá que proceder congran tacto, Monsieur Poirot. Este asunto debe permanecer oculto.

Poirot alzó la mano en un ademán.—Déjelo al cuidado de Hércules Poirot. Las mentiras que yo invento siempre

son de lo más delicado y convincente. Entonces, mañana continuaré misinvestigaciones. Pero esta noche me gustaría comenzar a interrogar a sir Georgey a usted, Lord Mayfield. —Se inclinó ante cada uno de los aludidos.

—¿Quiere decir… a solas?—Eso es lo que he querido decir.Lord Mayfield, alzando ligeramente las cejas, dijo:

—Como guste. Le dejaré con sir George. Cuando termine me encontrará enmi despacho. Vamos, Carlile.

Salió acompañado de su secretario, que cerró la puerta tras de si.Sir George se sentó y automáticamente cogió un cigarrillo antes de volver su

rostro perplejo hacia Poirot.—No acabo de comprender esto —dijo.—Pues es muy sencillo —replicó Poirot con una sonrisa—. Se explica en dos

palabras: ¡Mistress Vanderly n!—¡Oh! —exclamó Carrington—. Empiezo a comprender. ¿Mistress

Vanderlyn?—Precisamente. Comprenda. No hubiera sido muy delicado formularle a

Lord Mayfield la pregunta que voy a hacerle a usted. ¿Por qué mistressVanderlyn? Esa señora es conocida como sospechosa. Entonces, ¿por qué estabaaquí? Yo me dije: hay tres explicaciones. La primera, que Lord May field sintieracierta penchant por esa dama y por eso quería hablar con usted a solas. Noquisiera violentarle. Segunda: que tal vez mistress Vanderly n fuese amiga íntimade alguna otra persona de la casa.

—¡A mi puede y a descartarme! —protestó sir George con una mueca.—Entonces, si no se trata de ninguno de estos casos, la pregunta adquiere

redoblada fuerza. ¿Por qué mistress Vanderlyn? Y me parece vislumbrar larespuesta. Existía una razón. Su presencia en estos precisos momentos fuedeseada por Lord May field por un motivo especial. ¿Estoy en lo cierto?

Sir George asintió.—Sí, ha acertado usted. Mayfield es zorro viejo para caer en sus redes. Él

deseaba que estuviera aquí por otra razón muy distinta. Y es la siguiente:Le refirió la conversación que había tenido efecto en el comedor. Poirot le

escuchó atentamente.—¡Ah! —dijo—. Ahora lo comprendo. ¡Sin embargo, parece que esa dama

les ha devuelto la pelota con bastante limpieza!Sir George lanzó un juramento.El detective le miró divertido y dijo:—Usted no duda que este robo es obra suy a… quiero decir que es

responsable aunque no hubiera tomado parte activa…Sir George se sobresaltó.—¡Desde luego que lo creo así! No cabe la menor duda. ¿Quién sino podría

tener interés en robar esos planos?—¡Ah! —replicó Hércules Poirot mirando al techo—. Y, no obstante, sir

George, hace un cuarto de hora convinimos en que esos papeles representabanuna buena suma de dinero. No tal vez en forma tan evidente como los billetes debanco, oro o joyas, pero sin embargo, eran dinero en potencia. Si alguien se

encontraba en un aprieto…El otro le interrumpió:—¿Y quién no lo está hoy en día? Supongo que puedo decirlo sin

perjudicarme.Le dedicó una sonrisa a la que Poirot correspondió murmurando:—Mais oui, puede decir lo que guste, porque usted, sir George, tiene la única

coartada intachable en este asunto.—¡Pues estoy en una situación muy apurada!Poirot meneó la cabeza pesaroso.—Sí, desde luego, los hombres de su posición tienen muchos gastos. Además

tiene usted un hijo en una edad muy cara…Sir George lanzó un gruñido.—Como si la educación no fuera poco, encima las deudas. Pero el chico no

es malo.Poirot le escuchaba con simpatía y tuvo que oír gran parte de las cuitas del

mariscal del Aire. La falta de entereza y valor de la joven generación; la formaen que las madres estropeaban a sus hijos poniéndose siempre de su parte; lamaldición que representaba el afán de jugar que de vez en cuando se apodera desu mujer… y la locura de perder más de lo que se puede. Habló de todo ello entérminos generales sin referirse directamente a su esposa o a su hijo pero sunatural transparencia hizo que fuese fácil comprenderlo.

De pronto se interrumpió.—Lo siento, no debiera entretenerle con cosas que nada tienen que ver con

este asunto, especialmente a estas horas de la noche… o mejor dicho, de lamañana. Contuvo un bostezo.

—Sir George, le aconsejo que se acueste. Ha sido usted muy amable y unagran ayuda.

—Sí, creo que seguiré su consejo. ¿De verdad cree usted que es posiblerecuperar los planos?

Poirot se alzó de hombros.—Voy a intentarlo. No veo por qué no.—Bueno, me voy. Buenas noches.Poirot permaneció en su butaca contemplando el techo; luego sacó un librito

de notas y abriéndolo por una página en blanco escribió:

¿Mistress Vanderlyn?¿Lady Julia Carrington?¿Mistress Macatta?¿Reggie Carrington?¿Míster Carlile?Y debajo agregó:

¿Mistress Vanderlyn y Reggie Carrington?¿Mistress Vanderlyn y lady Julia?¿Mistress Vanderlyn y Carlile?

Meneando la cabeza contrariado, murmuró:—C’est plus simple que ça.Acto seguido añadió unas cuantas frases breves.

¿Vio Lord Mayfield una «sombra»? De no ser así, ¿por qué dijo que lahabía visto?¿Vio algo sir George? Aseguró no haber visto nada después de que yoexaminé la hierba.Nota: Lord Mayfield es corto de vista, puede leer sin lentes, pero utilizaun monóculo para mirar al otro lado de la habitación. Sir George esprésbita. Por lo tanto, desde el extremo de la terraza su vista es más defiar que la de Lord Mayfield. No obstante, Lord Mayfield asegura habervisto algo y la negativa de su amigo le deja impertérrito.¿Puede alguien estar libre de sospechas como aparentemente lo estámister Carlile? Lord Mayfield insiste en su inocencia con demasiadaenergía. ¿Por qué? ¿Acaso sospecha de él secretamente y seavergüenza de ello? ¿O porque sospecha de otra persona? ¿Es decir,de otra persona que no sea mistress Vanderlyn?

Volvió a guardar su librito. Y poniéndose en pie se dirigió al despacho.

Capítulo V

Cuando Poirot penetró en el despacho, Lord Mayfield se hallaba sentado tras lamesa, y al verle dejó su pluma, mirándole con aire interrogador.

—Bien, monsieur Poirot, ¿ha terminado ya su entrevista con Carrington?Poirot, sonriente, tomó asiento.—Sí, Lord Mayfield. Me ha aclarado un punto que me tenía sobre ascuas.—¿Y cuál es?—El motivo de la presencia de mistress Vanderlyn en esta casa. Comprenda

usted, creía posible…May field comprendió en seguida la causa de la exagerada confusión del

detective.—¿Pensó que yo sentía debilidad por esa dama? ¡En absoluto! Por extraño

que parezca, Carrington pensó lo mismo.—Sí, me ha contado la conversación que sostuvo con usted acerca de esto.Lord Mayfield pareció algo contrariado.—Mi plan no ha dado resultado. Siempre es doloroso tener que confesar que

una mujer ha sido más lista que uno.—Ah, pero aún no se ha salido con la suya, Lord May field.—¿Cree usted que aún podemos vencer? Bien, celebro oírselo decir. Me

gustaría que fuese cierto. —Suspiró.—Me doy cuenta de que he actuado como un completo estúpido… ¡Estaba

tan satisfecho con mi estratagema para atrapar a esa dama!Hércules Poirot repuso mientras encendía uno de sus minúsculos cigarrillos:—¿Cuál era exactamente su estratagema, Lord Mayfield?—Pues… —Lord Mayfield vacilaba—, no la había trazado aún con detalle.—¿No la discutió con nadie?—No.—¿Ni siquiera con mister Carlile?—No. —Poirot sonrió.—¿Prefiere actuar por su cuenta, Lord May field?—Siempre he considerado que es lo mejor.—Sí, hace usted bien. No confiar en nadie. Pero ¿habló del asunto a sir

Carrington?Lord Mayfield sonrió ante el recuerdo.—¿Es un antiguo amigo suy o?—Sí. Le conozco desde hace veinte años.—¿Y a su esposa?—Desde luego, también la conocía.—Pero, perdone mi impertinencia, ¿no tiene con ella el mismo grado de

intimidad?—La verdad, no veo que mis amistades personales tengan nada que ver con

este extraño asunto, monsieur Poirot.—Pues y o creo que sí, y mucho. ¿No estuvo usted de acuerdo conmigo en

que la teoría de que hubiera alguien oculto en el salón es posible?—Sí. Estoy de acuerdo con usted en que así es como debió de ocurrir.—Suprimamos el « debió de» . Es una palabra muy arriesgada. Pero si mi

teoría es cierta, ¿quién cree usted que pudo ser esa persona?—Evidentemente mistress Vanderlyn. Había regresado una vez en busca de

un libro. Pudo volver de nuevo para buscar otro, o un portamonedas, unpañuelo… cualquiera de esas mil excusas femeninas. Queda de acuerdo con sudoncella para que grite y haga que Carlile salga del despacho y luego se deslizapor la puertaventana, como usted dijo.

—Olvida que no pudo ser mistress Vanderlyn. Carlile la oyó llamar a sudoncella desde arriba, mientras él hablaba con la muchacha.

Lord Mayfield se mordió el labio.—Cierto. Lo había olvidado. —Pareció muy pesaroso.—¿Comprende? —dijo Poirot en tono amable—. Vamos progresando.

Primero teníamos la explicación sencilla del ladrón, que llega del exterior y sehace con el botín. Una teoría muy convincente, como ya le dije a su debidotiempo, demasiado… para aceptarla sin más ni más. Ya la descartamos. Luegopasamos a la teoría del agente extranjero, mistress Vanderlyn y de nuevo parececomo si esta también fuese demasiado sencilla… demasiado cómoda… para seraceptada.

—¿Así que descarta del todo a mistress Vanderlyn?—Mistress Vanderlyn no estaba en el salón. Pudo ser un cómplice suyo quien

cometiera el robo, pero también cabe en lo posible que lo llevara a cabo otrapersona. De ser así, hemos de considerar la cuestión del móvil.

—¿No es un poco absurdo, monsieur Poirot?—No lo creo. Ahora… ¿qué motivos podría haber? Existe la cuestión

económica. Los papeles pudieron ser robados con objeto de convertirlos endinero. Es el móvil más sencillo que hemos de considerar. Pero también pudo seralgo bien distinto.

—¿Como por ejemplo…?—Pudo ser llevado a cabo con la sola idea de perjudicar a alguien —explicó

Poirot despacio.—¿A quién?—Posiblemente a mister Carlile. Será el más sospechoso. Y puede que aún

haya más. Los hombres que fiscalizan el destino de un país, Lord Mayfield, estánexpuestos a la opinión pública.

—¿Quiere decir que el ladrón tenía intención de perjudicarme?Poirot asintió.—Creo que no me equivoco al decir que hará cosa de cinco años usted pasó

una temporada de prueba, Lord May field. Se sospechó que tenía amistad con unapotencia europea y se hizo poco popular entre el electorado de este condado.

—Es bien cierto, monsieur Poirot.—Un hombre de Estado, en estos días, ha de realizar una tarea difícil. Tiene

que seguir la política que él considera más beneficiosa para su país, y al mismotiempo reconocer la fuerza del sentir popular, que suele ser sentimental, estúpidoe insensato, pero que no puede ser pasado por alto.

—¡Qué bien se expresa usted! Esa es exactamente la descripción de la vidade un político. Tiene que inclinarse ante la opinión del país, por peligrosa yestúpida que le parezca.

—Creo que ese fue su dilema. Hubo rumores de que había llegado a unacuerdo con el país en cuestión. Esta nación y los periódicos se opusieroncategóricamente. Por fortuna, el primer ministro pudo desmentir la historia, yusted renunció al acuerdo, aunque sin disimular de qué lado estaban sussimpatías.

—Todo esto es cierto, monsieur Poirot. Pero ¿a qué viene sacar viejashistorias?

—Porque creo posible que un enemigo, despechado por el modo con queusted superó aquella crisis, se esforzase por crear más conflictos. Usted no tardóen recobrar la confianza del público. Aquello pasó, y ahora es usted,merecidamente, una de las figuras más populares de la política. Y se habla deusted como próximo primer ministro cuando se retire míster Humberley.

—¿Cree usted que esto ha sido un atentado para desacreditarme? ¡Tonterías!—Tout de méme. Lord May field no será bien visto que los planos de la nueva

bomba británica hay an sido robados durante un fin de semana… cuando unadama muy encantadora estaba entre los invitados. Ligeras insinuaciones de laprensa acerca de cuáles eran sus relaciones con esa dama crearán unaatmósfera de desconfianza.

—Una cosa así no puede tomarse en serio.—¡Mi querido Lord May field, usted sabe perfectamente que sí! Cuesta tan

poco minar la confianza que el pueblo tiene puesta en un hombre…—Sí, eso es cierto —replicó Lord May field—. ¡Cielos! Qué complicado va

resultando este asunto. ¿De verdad cree usted…? Pero es imposible…, imposible.—¿No sabe de nadie que esté… celoso de usted?—¡Es absurdo!—Por lo menos tendrá que admitir que mis preguntas acerca de sus

relaciones personales con las personas que se hallan reunidas aquí, en este fin desemana, no son del todo injustificadas.

—Oh, quizá… quizá. Me preguntaba usted por Julia Carrington. La verdad esque no hay mucho que decir. Nunca la he tenido en gran aprecio, y no creo quey o le sea simpático. Es una de esas mujeres inquietas, nerviosas, extravagantes ylocas por las cartas. Es también lo bastante anticuada para despreciarme por serun hombre que me he formado a mí mismo.

Poirot dijo:—He mirado en el libro ¿Quién es quién?, antes de venir aquí. Usted fue

director de una famosa firma de ingenieros, y además un ingeniero consideradode primera categoría.

—Desde luego, no hay nada que y o ignore del lado práctico. Me he abiertocamino desde abajo.

Lord Mayfield habló con el ceño fruncido.—¡Oh! —exclamó Poirot—. ¡He sido un tonto… pero qué tonto!El otro le miró.—No le entiendo, monsieur Poirot.—Es que acabo de encajar otra pieza del rompecabezas. Algo que no había

visto hasta ahora… Pero encaja. Sí, encaja con una precisión maravillosa.Lord Mayfield le miró asombrado. Mas Poirot movió la cabeza con una ligera

sonrisa.—No, no, ahora no. Tengo que ordenar mis ideas con más claridad.Se puso en pie.—Buenas noches, Lord May field. Creo que sé dónde están esos planos. Lord

Mayfield exclamó en el acto:—¿Que lo sabe? ¡Entonces, recuperémoslos en seguida!—No. —Poirot negó con la cabeza—. No se lo aconsejo. La precipitación

podría resultar fatal. Pero déjelo en manos de Hércules Poirot.Y dicho esto salió de la habitación.Lord Mayfield se encogió de hombros.—Este hombre es un charlatán —murmuró.Y recogiendo sus papeles, apagó la luz y se marchó a acostarse.

Capítulo VI

—Si ha habido un robo, ¿por qué diablos Lord Mayfield no avisa a la policía? —preguntó Reggie Carrington, apartando ligeramente su silla de la mesa donde sedesayunaba. Fue el último en bajar. Sus anfitriones, mistress Macatta y sirGeorge habían terminado de desayunar hacia bastante rato, y su madre ymistress Vanderlyn lo iban a hacer en la cama.

Sir George, repitiendo su declaración sobre lo convenido entre Lord May fieldy Hércules Poirot, tuvo la sensación de que no lo hacía tan bien como debiera.

—Me parece muy extraño que haya enviado a buscar a un extranjerodesconocido —decía Reggie—. ¿Qué es lo que han robado, papá?

—No lo sé exactamente, hijo mío.Reggie se puso en pie. Aquella mañana estaba bastante nervioso y excitado.—¿Algo importante? ¿Algún… documento, o algo por el estilo?—Reggie, la verdad es que no puedo decírtelo exactamente.—¿Se lleva muy en secreto? Ya comprendo.Reggie subió corriendo la escalera… se detuvo a la mitad con el ceño

fruncido, luego continuó subiendo, y fue a llamar a la puerta de la habitación desu madre, la cual le dio permiso para entrar.

Lady Julia se hallaba sentada en la cama, trazando garabatos en el reverso deun sobre.

—Buenos días, querido. —Alzó los ojos, y al ver su expresión agregó—:Reggie, ¿ocurre algo?

—No mucho, pero parece ser que anoche se cometió un robo.—¿Un robo? ¿Y qué se llevaron?—Oh, no lo sé. Lo llevan muy en secreto. Abajo hay una especie de

detective privado interrogando a todo el mundo.—¡Es raro!—Y bastante desagradable encontrarse en la casa cuando ocurre una cosa así

—replicó Reggie.—¿Qué ha ocurrido exactamente?—Lo ignoro. Fue algo después de que todos nos acostásemos. ¡Cuidado,

mamá, vas a tirar la bandeja!Y levantando la bandeja del desayuno la llevó a una mesita junto a la

ventana.—¿Robaron dinero?—Ya te he dicho que no lo sé.—Supongo que ese detective estará interrogando a todo el mundo —dijo lady

Julia.—Supongo.—¿Dónde estuvimos? Y toda esa clase de preguntas.—Probablemente. Bueno, y o no puedo decirle gran cosa. Me fui derecho a la

cama y me dormí en seguida.Lady Julia no contestó.—Oye, mamá; supongo que no podrás prestarme algo de dinero. Estoy sin un

céntimo.—No, no puedo —replicó la madre en tono resuelto—. Yo también estoy mal

de fondos y además en deuda. No sé lo que dirá tu padre cuando se entere.Golpearon con los nudillos en la puerta y entró sir George.—Ah, estás aquí, Reggie. ¿Quieres ir a la biblioteca? Monsieur Hércules

Poirot quiere verte.Poirot acababa de interrogar a mistress Macatta. Sus breves y concisas

respuestas le informaron de que mistress Macatta había ido a acostarse antes delas once y que no oyó nada que pudiera servirle de ayuda.

El detective, desviándose del tema del robo, tocó cuestiones más personales.Dijo que sentía una gran admiración por Lord May field y que como personajede la política en general le consideraba un gran hombre. Claro que mistressMacatta, conociéndole como le conocía, debía apreciarle mucho más que él.

—Lord Mayfield tiene inteligencia —concedió mistress Macatta—. Y sucarrera se la debe únicamente a él mismo. No debe nada a la influenciahereditaria. Tal vez carezca de imaginación. En eso todos los hombres separecen. Les falta la liberalidad de la imaginación femenina. Las mujeres,monsieur Poirot, serán la gran fuerza del gobierno dentro de diez años.

Poirot repuso que estaba seguro de ello. Inició el tema de mistress Vanderlyn.¿Era cierto, como le habían insinuado, que ella y Lord May field eran íntimosamigos?

—De ninguna manera. Si he de decirle la verdad, me sorprendió muchísimoencontrarla aquí.

Poirot la invitó a que le diera su opinión acerca de mistress Vanderlyn.—Es una de esas mujeres completamente inútiles, monsieur Poirot. ¡Esas

mujeres desacreditan nuestro sexo! ¡Es un parásito del principio al fin!—¿La admiran los caballeros?—¡Hombres! —mistress Macatta pronunció la palabra con desprecio—. Los

hombres siempre se dejan conquistar por un físico atractivo. Por ejemplo, ese

joven Reggie, enrojeciendo cada vez que ella le dirigía la palabra. Y el modo tanestúpido con que ella le halagaba… elogiando su juego… que, la verdad, distabamucho de ser brillante.

—¿No es un buen jugador de bridge?—Anoche cometió toda clase de equivocaciones.—Lady Julia juega muy bien, ¿verdad?—Demasiado bien, en mi opinión —replicó mistress Macatta—. En ella es

casi una profesión. Juega mañana, tarde y noche.—¿A mucho cada apuesta?—Sí, muchísimo más de lo que a mí me gusta. La verdad, no lo considero

bien.—¿Gana mucho dinero en el juego?—Ella confía en pagar sus deudas de este modo —dijo mistress Macatta—.

Pero he oído decir que últimamente ha tenido una mala racha.Poirot, cortando la charla, envió a buscar a Reggie Carrington.Observó al joven con sumo cuidado cuando entró en la habitación… la boca

feble disimulada bajo una sonrisa encantadora, la barbilla huidiza, los ojosseparados y la frente estrecha. Conocía muy bien el tipo de Reggie Carrington.

—¿Míster Reggie Carrington?—Sí. ¿Puedo ayudarle en algo?—Dígame solamente lo que pueda acerca de la velada de anoche.—Bien, veamos… estuvimos jugando al bridge… en el salón. Luego subí a

acostarme.—¿Qué hora sería?—Poco antes de las once. Supongo que el robo tendría lugar poco después de

esa hora.—Sí, después. ¿No vio usted ni oy ó nada?Reggie movió la cabeza pesaroso.—Me temo que no. Fui directamente a mi habitación. Y tengo un sueño muy

profundo.—¿Fue directamente del salón a su dormitorio y permaneció allí hasta la

mañana?—Eso es.—Es curioso… —dijo Poirot.—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Reggie, excitado.—Por ejemplo, ¿no oyó… un grito?—No.—Ah, muy curioso.—Escuche, no sé a qué se refiere.—¿Quizás es usted un poco sordo?—En absoluto.

Los labios de Poirot se movieron. Es posible que repitiera la palabra« curioso» por tercera vez. Luego dijo:

—Bien, gracias, mister Carrington. Eso es todo.Reggie se puso en pie con ademán poco resuelto.—¿Sabe? —dijo—. Ahora que usted lo dice, creo que oí algo de eso.—Ah, ¿oy ó usted algo?—Sí, pero comprenda, estaba ley endo un libro… una novela policíaca… y

y o… bueno… no le di importancia.—¡Ah! —replicó Poirot con el rostro impasible—, una explicación muy

satisfactoria.Reggie seguía vacilando y al fin se dirigió lentamente hacia la puerta, donde

se detuvo para preguntar:—Oiga, ¿qué es lo que robaron?—Algo de mucho valor, mister Carrington. Es todo lo que puedo decirle.—¡Oh! —exclamó Reggie antes de salir.Poirot asintió con la cabeza.—Esto encaja —murmuró—. Encaja perfectamente.Y haciendo sonar el timbre preguntó con toda cortesía si mistress Vanderlyn

se había levantado y a.

Capítulo VII

Mistress Vanderlyn estaba radiante cuando entró en la biblioteca. Vestía un trajedeportivo muy bien cortado, de tej ido grueso, que hacía resaltar los cálidosreflejos de sus cabellos, y acomodándose en una butaca sonrió al hombrecilloque tenía enfrente. Por un instante aquella sonrisa demostró… triunfo, o tal vezfuese solo burla.

Desapareció casi inmediatamente, pero Poirot lo encontró muy interesante.—¿Ladrones? ¿Anoche? ¡Pero qué horror! Pues no, no oí absolutamente nada.

¿Y la policía? ¿No puede hacer algo?—Comprenda, madame; es un asunto que debe llevarse con la may or

discreción.—Naturalmente, monsieur Poirot… Yo no diré ni una palabra. Soy una gran

admiradora de Lord Mayfield e incapaz de hacer nada que le cause la más ligeramolestia.

Cruzó las piernas y balanceó su zapato de piel color castaño en la punta deuno de sus pies.

—Dígame si hay algo en que pueda servirle.—Se lo agradezco, madame. ¿Jugó al bridge anoche en el salón?—Sí.—Tengo entendido que después las señoras subieron a acostarse.—Así es.—Pero alguien regresó en busca de un libro. ¿Fue usted, verdad, mistress

Vanderlyn?—Sí… fui la primera en regresar.—¿Qué quiere decir? ¿La primera? —preguntó Poirot, extrañado.—Yo regresé en seguida —explicó mistress Vanderly n—. Luego subí y llamé

a mi doncella, pero tardaba en acudir. Volví a llamar, y luego salí al pasillo. Oí suvoz y la llamé. Después me estuvo cepillando el pelo y la despedí. Estabanerviosa, sobresaltada y enredó el cepillo en mis cabellos un par de veces. Fueentonces, cuando acababa de despedirla, que vi a lady Julia que subía la escalera.Me dijo que también ella había ido a buscar un libro. Es curioso, ¿verdad?

—Dígame, madame. ¿Y no oyó gritar a su doncella?—Pues sí; oí algo por el estilo.

—¿Le preguntó de qué se trataba?—Sí. Me dijo que creyó ver una figura blanca flotando en el aire… ¡qué

tontería!—¿Qué vestido llevaba anoche lady Julia?—Oh, creo que… sí, y a recuerdo. Llevaba un traje de noche blanco. Claro,

eso lo explica todo.—Debió verla en la oscuridad y le pareció una sombra blanca. Estas chicas

son tan supersticiosas…—¿Su doncella lleva mucho tiempo con usted, madame?—Oh, no. —Mistress Vanderlyn abrió mucho los ojos—. Solo cinco meses.—Quisiera verla, si no le importa, madame…—Desde luego que no —dijo con bastante frialdad.—Comprenda, me gustaría interrogarla.—Oh, sí.Y de nuevo sus ojos volvieron a brillar divertidos. Poirot, puesto en pie, se

inclinó.—Madame —dijo—, tiene usted en mí a un ferviente admirador.—¡Oh, monsieur Poirot, qué amable es usted! Pero ¿por qué?—Madame, está usted tan segura de sí misma…Mistress Vanderlyn sonrió indecisa.—Quisiera saber si debo considerarlo un cumplido.—Tal vez sea una advertencia… para no hacer frente a la vida con

demasiada arrogancia —dijo Poirot.Mistress Vanderlyn rio ya más segura, y poniéndose en pie alzó una mano.—Querido monsieur Poirot, le deseo toda clase de éxitos. Gracias por todas

las cosas amables que me ha dicho.Y mientras salía, Poirot murmuró para sí:—¿Me desea éxito? ¡Ah, pero está muy segura de que no voy a alcanzarlo!

Sí, muy segura está. Y eso me preocupa.Con cierta petulancia tiró de la campanilla y preguntó si podían enviarle a

mademoiselle Leonie. Sus ojos la miraron apreciativamente cuando hizo acto depresencia y se detuvo vacilante en la puerta… con su vestido negro, sus cabellosnegros peinados hacia atrás en suaves ondas y los ojos bajos, en actitud modesta.

—Pase, mademoiselle Leonie —la invitó—. No tenga miedo.Ella entró al fin, deteniéndose ante él.—¿Sabe que la encuentro muy bonita? —dijo Poirot en un cambio de tono

repentino.Leonie respondió en el acto, dirigiendo una rápida mirada de soslayo al

tiempo que murmuraba suavemente:—Monsieur es muy amable.

—Figúrese usted —continuó Poirot—. Le pregunté a míster Carlile si erausted bonita y me contestó que no lo sabía. —Leonie alzó la barbilla con gestodesdeñoso.

—¡Esa estatua!—Lo ha descrito muy bien.—Yo creo que ese no ha mirado a una chica en su vida.—Probablemente no. Es una lástima. No sabe lo que se ha perdido. Pero hay

otras personas en la casa que son más amables, ¿no es cierto?—La verdad, no sé a qué se refiere, monsieur.—Oh, sí, mademoiselle Leonie, lo sabe muy bien. Bonita historia la que contó

anoche de que había visto un fantasma. Tan pronto como supe que estaba ustedde pie con las manos en la cabeza, comprendí que no se trataba de ningúnfantasma. Cuando una chica se asusta, se lleva las manos al corazón o a la bocapara ahogar un grito, pero si las tiene en la cabeza, significa algo muy distinto.Significa que sus cabellos se han alborotado y que trata apresuradamente deacomodarlos. Ahora, mademoiselle, sepamos la verdad. ¿Por qué gritó en laescalera?

—Pero, monsieur, es cierto que vi a una figura alta toda vestida de blanco…—Mademoiselle, no insulte a mi inteligencia. Esa historia pudo ser lo bastante

buena para mister Carlile, pero no lo es para Hércules Poirot. La verdad es queacababan de besarla, ¿no? Y me parece adivinar que fue el joven Reggie quien labesó.

—¿Eh bien? —preguntó—. ¿Qué es un beso, después de todo?—Desde luego —dijo Poirot, galante.—Comprenda, el señorito subió detrás de mi y me cogió por la cintura… y

por eso, naturalmente, me asusté y grité. Si lo hubiera sabido… bueno, claro queno hubiese gritado.

—Claro —convino Poirot.—Pero llegó hasta mí como un gato. Luego se abrió la puerta del despacho, el

señorito se escapó escaleras arriba y yo me quedé como una tonta ante monsieurle secrétaire. Tenía que decir algo… especialmente a… —concluy ó la frase enfrancés— ¡un jeune homme comme ça, tellement comme il faut!

—¿De modo que inventó lo del fantasma?—Cierto, monsieur; fue lo único que se me ocurrió. Una figura alta toda

vestida de blanco y que flotaba en el aire. ¡Es ridículo! Pero ¿qué otra cosa podíahacer?

—Nada. Ahora todo está explicado. Desde el principio tenía mis sospechas.Leonie le dirigió una mirada provocativa.—Monsieur es muy listo y muy simpático.—Y puesto que yo no voy a causarle ninguna violencia por este asunto,

¿querrá hacer algo por mí a cambio?—Con mucho gusto, monsieur.—¿Qué sabe usted de los asuntos de su señora? —La muchacha se encogió de

hombros.—No mucho, monsieur. Claro que tengo mis ideas.—¿Y cuáles son?—Bueno, no me ha pasado por alto que todos los amigos de madame son

siempre militares, marinos o aviadores. Y luego tiene otra clase de amigos…caballeros extranjeros que algunas veces vienen a verla con mucho sigilo.Madame es muy bonita, aunque no creo que lo sea por mucho tiempo. Losjóvenes la encuentran muy atractiva. Creo que algunas veces hablan demasiado.Pero son solo ideas mías. Madame no confía en mí.

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho, que madame obra por su cuenta?—Eso es, monsieur.—En otras palabras, no puede ayudarme.—Me temo que no, monsieur. Lo haría si pudiera.—Dígame, ¿su señora está hoy de buen humor?—Desde luego que sí, monsieur.—¿Ha ocurrido algo que la ha halagado?—Desde que vinimos aquí ha estado muy contenta.—Bien, Leonie, usted debe saberlo.—Sí, monsieur —replicó la joven confidencialmente—. No puedo

equivocarme. Conozco todos los estados de ánimo de madame, y está contenta.—¿Y triunfante?—Esa es precisamente la palabra, monsieur.—Lo encuentro… algo difícil de soportar —asintió Poirot con pesar—. No

obstante, me doy cuenta de que es inevitable. Gracias, mademoiselle; eso es todo.Leonie le dirigió una mirada atrevida.—Gracias, monsieur. Si encuentro a monsieur en la escalera le aseguro que

no gritaré.—Hija mía —replicó Poirot muy digno—, mi edad es bastante avanzada.

¿Qué tengo y o que ver con esas frivolidades?Mas, con una risita coqueta, Leonie se marchó al fin. Poirot anduvo de un

lado a otro de la estancia con rostro grave y preocupado.—Y ahora —dijo— le toca el turno a lady Julia. ¿Qué me dirá?, me pregunto

y o.Lady Julia penetró en la estancia con aire tranquilo y seguro, e inclinándose

graciosamente aceptó la silla que Poirot adelantó.—Lord May field dice que usted desea hacerme algunas preguntas…

—Sí, madame. Es con respecto a lo de anoche.—¿Sí?—¿Qué ocurrió después de que hubieron terminado la partida de bridge?—Mi esposo creyó que era demasiado tarde para comenzar otra y fui a la

cama.—¿Y luego?—Me dormí.—¿Eso es todo?—Sí. Me temo que no podré decirle nada de interés. ¿Cuándo tuvo lugar el…

—vacilaba— el robo?—Poco después de que usted subiera a quedarse en su habitación.—Ya; ¿y qué fue lo que se llevaron?—Algunos papeles privados, madame.—¿Importantes?—Muy importantes.Frunció ligeramente el ceño y luego dijo:—¿Eran… de algún valor?—Si, madame, valían mucho dinero.—Ya.Hubo una pausa y al cabo Poirot preguntó:—¿Y qué me dice de su libro, madame?—¿Mi libro? —Levantó hasta él sus ojos asombrados.—Si. Tengo entendido, según mistress Vanderly n, que algún tiempo después

de que las tres señoras se retirasen, usted volvió a bajar en busca de un libro.—Sí, claro, eso hice.—De manera que en realidad usted no fue directamente a su habitación para

acostarse, sino que regresó al salón.—Sí, es cierto. Lo había olvidado.—Mientras estuvo en el salón, ¿oy ó gritar a alguien?—No…, sí…, no creo.—Asegúrese, madame. Realmente tuvo que oír el grito, desde el salón.

—Lady Julia, echando la cabeza hacia atrás, replicó con firmeza:—No oí nada.Poirot enarcó las cejas, aunque no replicó. El silencio se fue haciendo

insoportable, y lady Julia preguntó de pronto:—¿Qué es lo que se ha hecho?—¿Hecho? No lo comprendo, madame.—Me refiero al robo. Sin duda la policía debe estar haciendo algo.Poirot movió la cabeza.—La policía no ha sido avisada. Yo soy el encargado de esclarecer el caso.

Ella le miró con el rostro tenso y demacrado. Sus ojos oscuros y penetrantesparecían taladrarle. Al fin los bajó…, vencida.

—¿No puede decirme lo que está haciendo?—Solo puedo asegurarle, madame, que no voy a dejar piedra por remover…—¿Para coger al ladrón… o… para recuperar los papeles?—Lo principal es que aparezcan, madame.—Sí —dijo en tono indiferente—. Supongo que lo es.Hubo otra pausa.—¿Alguna cosa más, monsieur Poirot?—No, madame. No quiero entretenerla más.—Gracias.Se adelantó para abrirle la puerta, que ella atravesó sin dirigirle siquiera una

mirada.Poirot regresó junto a la chimenea y distraídamente arregló la disposición de

los objetos que había sobre la repisa. Estaba todavía allí cuando Lord Mayfieldentró por la puertaventana.

—¿Qué tal? —saludó el recién llegado.—Creo que todo marcha bien. Los acontecimientos van tomando forma

como era de esperar.Lord Mayfield preguntó, mirándole de hito en hito:—¿Está usted satisfecho?—No, no lo estoy, pero sí contento.—La verdad, monsieur Poirot, no puedo entenderle.—No soy tan charlatán como usted cree.—Yo nunca he dicho…—¡No, pero lo ha pensado! No importa. No estoy ofendido. A veces tengo

que adoptar cierta « pose» .Lord May field le miraba con cierta desconfianza. Hércules Poirot era un

hombre incomprensible. Deseaba despreciarle, pero algo le advertía de queaquel hombrecillo ridículo no era tan inútil como parecía. Charles McLaughlinsiempre fue capaz de reconocer a un hombre resuelto en cuanto lo veía.

—Bien —le dijo—, estamos en sus manos. ¿Qué me aconseja que hagaahora?

—¿Puede librarse de sus invitados?—Creo que será posible arreglarlo… Podría decir que tengo que regresar a

Londres para resolver este asunto, y tal vez se decidan a marcharse.—Muy bien. Trate de arreglarlo así.—¿No cree usted…?—Estoy completamente seguro de que este es el mejor camino. —Lord

May field se encogió de hombros.

—Bien, si usted lo dice…

Capítulo VIII

Los invitados se marcharon después de comer. Mistress Vanderlyn y mistressMacatta se fueron en tren y los Carrington en su automóvil. Poirot se encontrabaen el recibidor en el momento en que mistress Vanderlyn dedicaba a su anfitriónuna encantadora despedida.

—Estoy apenadísima por verle tan angustiado. Espero que todo se aclaresatisfactoriamente. Le aseguro que no diré una palabra.

Y tras estrecharle la mano se dirigió hacia donde esperaba el Rolls que habíade llevarla a la estación. Mistress Macatta ya estaba en su interior y su adiós fuebreve y poco expresivo.

De pronto, Leonie, que estaba sentada junto al chofer, saltó del coche yregresó corriendo al recibidor.

—Hemos olvidado el neceser de madame —explicó.Hubo una búsqueda apresurada. Al fin Lord Mayfield lo descubrió junto a la

sombra que proyectaba un antiguo arcón de roble. Leonie lanzó un gritito dealegría al ver el elegante maletín de tafilete verde. Lord Mayfield se acercó alautomóvil.

—Lord Mayfield. —Mistress Vanderlyn le alargó una carta—. ¿Le importaríaecharla al correo? Tenía intención de hacerlo en la ciudad, pero estoy segura deque me olvidaré. Las cartas suelen quedarse días y días en mi bolso.

Sir George jugueteaba con su reloj , lo abría y lo cerraba. Su manía era lapuntualidad.

—Tienen el tiempo Justo —murmuró—, muy justo. Como no se den prisaperderán el tren… Su esposa exclamó, irritada:

—Oh, no empieces, George. ¡Al fin y al cabo, es su tren, no el nuestro!Él le dirigió una mirada de reproche.El Rolls se puso en marcha.Reggie detuvo el Morris de los Carrington delante de la puerta principal.—Todo listo, papá —dijo.Los criados empezaron a cargar en el coche el equipaje de los Carrington, y

Reggie estuvo supervisando la operación. Poirot observaba desde la entrada.De pronto sintió que le cogían de un brazo y la voz de lady Julia le dijo en un

susurro nervioso:

—Monsieur Poirot… Tengo que hablar con usted… en seguida.Y arrastrándole hasta una pequeña salita, cerró la puerta y se aproximó a él.—¿Es cierto lo que usted dijo… que el descubrimiento de los papeles es lo que

importaba a Lord May field? —Poirot la miró extrañado.—Es cierto, madame.—Si esos papeles fueran devueltos a usted, ¿se los entregaría a Lord Mayfield

sin hacer preguntas?—No estoy seguro de haberla entendido bien.—¡Debe hacerlo! ¡Estoy segura de que me entiende! Le pregunto si el ladrón

permanecerá en el anonimato si le devuelven los papeles.—¿Y cuándo sería eso, madame?—Antes de doce horas.—¿Puede prometerlo?—Sí.Y como él no respondiera, repitió con prisa:—¿Me garantiza que no habrá escándalo?Poirot repuso entonces con gravedad:—Sí, madame. Se lo garantizo.—Entonces todo puede arreglarse.Salió bruscamente de la habitación. Momentos después, el detective oyó

arrancar el coche.Cruzó el recibidor y fue al despacho. Allí estaba Lord Mayfield, que alzó los

ojos al entrar Poirot.—¿Y bien? —dijo.Poirot extendió las manos.—El caso está terminado, Lord Mayfield.—¿Qué?Poirot le repitió palabra por palabra la escena que acababa de haber entre él

y lady Julia. Lord May field le contempló estupefacto.—Pero ¿qué significa esto? No lo comprendo.—Está bien claro, ¿verdad? Lady Julia sabe quién robó los planos.—¿No querrá decir que los cogió ella misma?—Desde luego que no. Lady Julia puede que sea jugadora, pero no es una

ladrona. Pero si se ofrece a devolverlo será porque debieron cogerlos su esposo osu hijo. Ahora bien, George Carrington estaba en la terraza con usted. De modoque solo queda el hijo. Creo poder reconstruir con bastante exactitud lo ocurridola noche pasada. Lady Julia fue anoche a la habitación de su hijo y la halló vacía.Bajó a buscarle, pero no pudo encontrarle. Esta mañana se entera del robo ytambién de que su hijo ha declarado que fue directamente a su habitación y yano volvió a salir. Ella sabe que eso no es cierto, y otras muchas cosas de su hijo:

que es débil y está necesitado de dinero. Ha observado la admiración que sientepor mistress Vanderlyn y cree verlo todo claro. Mistress Vanderlyn haconvencido a Reggie para que robe los planos, y ella resuelve representartambién su papel. Hablará con Reggie, para arrebatarle los papeles ydevolverlos.

—Pero todo eso es imposible —exclamó Lord Mayfield.—Sí, lo es, pero lady Julia lo ignora. Ella no sabe que y o, Hércules Poirot, sé

que el joven Reggie Carrington no robó los planos anoche, sino que estabagalanteando a la doncella francesa de mistress Vanderly n.

—¡Todo esto es agua de borrajas!—Exacto.—¡Y el asunto no está terminado ni mucho menos!—Sí, lo está. Yo, Hércules Poirot, sé la verdad. ¿No me cree? Ay er tampoco

me creyó cuando le dije que sabía dónde estaban los planos. Pero lo sé. Estabanmuy cerca de nosotros.

—¿Dónde?—Estaban en su bolsillo, miLord.Hizo una pausa y al final dijo Lord Mayfield:—¿Sabe lo que está diciendo, monsieur Poirot?—Sí. Sé que estoy hablando con un hombre inteligente. En primer lugar me

extrañó que usted, que confesaba ser corto de vista, insistiera tanto en decir quehabía visto a una persona salir por la puertaventana. Usted deseaba que aquellasolución tan conveniente… fuese aceptada. ¿Por qué? Más tarde fui eliminando atodos los demás, uno por uno. Mistress Vanderlyn estaba arriba, sir George en laterraza con usted, Reggie Carrington con la doncella en la escalera, y mistressMacatta en su dormitorio. (Está junto a la habitación del ama de llaves, ¡ymistress Macatta roncaba!). Es cierto que lady Julia estaba en el salón; pero creíafirmemente en la culpabilidad de su hijo. De modo que solo quedaban dosposibilidades: o bien Carlile no puso los papeles en el escritorio, sino en su propiobolsillo (lo cual no es razonable, puesto que, como usted indicó, pudo habersacado copia de ellos), o bien… los planos estaban encima de su mesa cuandousted se acercó a ella, y el único lugar en donde podían estar era en su bolsillo.En ese caso todo quedaba aclarado: su insistencia en asegurar haber visto aalguien, en defender la inocencia de Carlile y su aversión a que me llamaran.

» Una cosa me interesaba… el móvil. Estaba convencido de que usted era unhombre honrado… íntegro. Lo cual se demostraba en su esfuerzo para que norecayeran las sospechas sobre ninguna persona inocente. También es evidenteque el robo de los planos podía afectar su carrera desfavorablemente. Entonces,¿por qué este robo absurdo? La crisis de su carrera, años atrás, las seguridadesdadas al mundo por el primer ministro de que usted no estaba en negociaciones

con la potencia en cuestión… Supongamos que no fuese estrictamente cierto, quehubiera quedado algo… tal vez una carta… que demostrase que sí había hecho loque negara públicamente. Semejante negativa fue necesaria en interés de lapolítica. Pero es dudoso que el hombre de la calle lo comprendiera así. Podríasignificar que en el momento en que pusieran en sus manos el poder supremo,algún estúpido eco del pasado lo destruy era todo.

» Sospecho que esa carta ha sido puesta en manos de cierto gobierno, y queeste gobierno se ha ofrecido para negociar con usted… La carta a cambio de losplanos de la nueva bomba. Algunos hombres se hubieran negado. ¡Usted… no!Se avino a ello. Mistress Vanderlyn era el agente encargado del asunto. Vino aquí,de acuerdo con usted, para efectuar el cambio. Se descubrió usted al decir que notenía ningún plan definido para atraparla. Esa confesión convirtió en una débilexcusa sus motivos para haberla invitado.

» Usted preparó el robo. Simuló ver un ladrón en la terraza… para dejar aCarlile fuera de sospecha. Aún sin que hubiera salido de la habitación, elescritorio está tan cerca de la puertaventana que el ladrón pudo coger los planosmientras Carlile estaba trasteando en la caja fuerte, de espaldas a lapuertaventana. Usted fue hasta el escritorio, cogió los planos y los escondió en subolsillo hasta el momento en que, según el plan dispuesto de antemano, los deslizóen el neceser de mistress Vanderly n. A cambio, ella le entregó la carta falsadisfrazada de misiva que había de echar al correo. —Poirot hizo una mueca.

Lord Mayfield confesó:—Su conocimiento es muy completo, monsieur Poirot; debe considerarme un

verdadero truhán.Poirot hizo un gesto rápido.—No, no, Lord May field. Como y a le dije, creo que es usted un hombre muy

inteligente. Lo comprendí anoche de pronto mientras hablábamos. Es usted uningeniero de primera fila. Creo que en las especificaciones de esa bombapudieron hacerse algunas alteraciones tan hábiles que será muy difícil descubrirpor qué no tiene el éxito que debiera. Cierta potencia extranjera descubrirá que elmodelo es un fracaso… cosa que estoy seguro de que habrá de decepcionarles.—De nuevo se hizo un silencio… roto al fin por Lord May field.

—Es usted demasiado listo, monsieur Poirot. Solo le pido que crea una cosa.Tengo fe en mí mismo. Creo ser el hombre que Inglaterra necesita para guiarle através de la crisis que preveo. De no creer honradamente que mi país menecesita para dirigir la nave del gobierno, no hubiera hecho lo que hice… quedarbien con las dos partes… y salvarme del desastre por medio de un juego hábil.

—¡Cielos! —repuso Poirot—. ¡Si no supiera cómo quedar bien con las dospartes, no podría usted ser político!

LIBRO TERCEROEl espejo del muerto

Capítulo I

El piso era moderno, así como el mobiliario. Las butacas eran cuadradas, y lassillas angulares. Una moderna mesa escritorio estaba colocada en la ventana, ytras ella sentábase un hombre de cierta edad y pequeña estatura. Su cabeza era laúnica cosa en aquella estancia que no era cuadrada, sino ovalada. MonsieurHércules Poirot estaba leyendo una carta:

Estación: Whimperley.Telegramas: Hamborough St. John.Hamborough Close. Hamborough St. Mary, Westhire.24 de septiembre de 1936.

Monsieur Hércules Poirot:

Muy señor mío: Ha surgido un asunto que debe tratarse con grandelicadeza y discreción. Tengo muy buenas referencias suyas, y hedecidido confiárselo a usted. Tengo motivos para creer que soy víctimade un fraude, pero por razones de familia no deseo avisar a la policía.Estoy tomando ciertas medidas por mi cuenta, pero debe estardispuesto a venir inmediatamente en cuanto reciba mi telegrama. Lequedaré muy agradecido si no contesta esta carta.

Suyo afectísimo,

Gervasio Chevenix-Gore

Las cejas de Hércules Poirot se fueron alzando en su frente hasta que al fincasi desaparecieron entre sus cabellos.

—¿Y quién es este Gervasio Chevenix-Gore? —preguntó al vacío.Y dirigiéndose a una librería, sacó un libro grande y grueso donde encontró

fácilmente lo que deseaba.

«Chevenix-Gore, sir Gervasio Francisco Javier X. Recibió el bautismocristiano. Antiguamente capitán de lanceros; nació el 18 de mayo de

1878; hijo de sir Chevenix-Gore IX, y lady Claudia Bretherton,segunda hija del octavo conde de Wallingford. Sucedió a su padre en1911; casó en 1912 con Vanda Elizabeth, hija del coronel FedericoArbuthnot. Educado en Eton. Sirvió en la guerra europea de 1914-18.Aficiones: viajes, caza mayor. Dirección: Hamborough: St. Mary,Westhire, y Lowndes Square, 218. S. W. 1. Clubs: Calvario. Viajeros».

Poirot movió la cabeza con aire insatisfecho, y durante unos minutospermaneció absorto en sus pensamientos. Luego fue hasta el escritorio, yabriendo un cajón extrajo un montoncito de tarjetas de invitación.

Su rostro se iluminó.—¡A la bonne heure! ¡Exactamente lo que necesito! Tiene que estar aquí.

Una duquesa saludó a monsieur Hércules Poirot en tono agresivo.—¡De modo que al fin ha podido arreglarlo para venir, monsieur Poirot!

Vay a, eso es magnífico.—El placer es mío, madame —murmuró Poirot, inclinándose.Y escapando de varios personajes importantes… un famoso diplomático, una

actriz igualmente célebre y un conocido Par deportista…, encontró al fin lapersona que había ido a buscar: el infalible « convidado de piedra» , señorSatterthwaite.

—La querida duquesa… siempre disfruto en sus reuniones… Tiene tantapersonalidad, no sé si me comprende. La vi muy a menudo en Córcega añosatrás…

La conversación del señor Satterthwaite estaba siempre salpicada decomentarios acerca de sus amistades con título nobiliario. Es posible que algunasveces hubiera disfrutado de la compañía de los señores Jones, Brown o Robinson,pero nunca lo mencionaba. Y, no obstante, al describirle como un meroadvenedizo hubiera sido una injusticia. Era un hábil observador de la naturalezahumana, y si es cierto que los mirones conocen la mayor parte del juego, elseñor Satterthwaite sabía muchísimo.

—¿Sabe usted, mi querido amigo, que hace siglos que no le veía? Siempre heconsiderado un privilegio el haberle contemplado trabajando a brazo partido en elcaso del Nido de la Corneja. Desde entonces tengo la impresión de que lo sé todo,por así decir. A propósito, la semana pasada vi a lady Mary. ¡Una criaturaencantadora!

Después de comentar ligeramente un par de escándalos de la actualidad… lasindiscreciones de la hija de un conde y la lamentable conducta de un vizconde…Poirot logró introducir el nombre de Gervasio Chevenix-Gore.

El señor Satterthwaite respondió en el acto:—¡Ah, ahí tiene usted todo un carácter! El Ultimo Barón, así es como le

llaman.—Pardon, no le acabo de comprender.El señor Satterthwaite soportó con indulgencia la falta de comprensión de un

extranjero.—Es una broma… un apodo. Naturalmente que no es el último barón de

Inglaterra… pero representa el fin de una época. El Osado y Malvado Barón… elloco y picaresco barón tan popular en las novelas del siglo pasado… esa clase deindividuo que hace apuestas imposibles y las gana.

Continuó exponiendo su punto de vista con más detalle. En su juventud,Gervasio Chevenix-Gore había dado la vuelta al mundo en un velero. Tomó parteen una expedición al Polo Norte. Desafió en duelo a un Par de alto linaje. Poruna apuesta subió la escalera de una casa ducal montado en su y egua favorita.En una ocasión saltó al escenario y raptó a una conocida actriz. Las aventurasacerca de su persona eran innumerables. Es una antigua familia —continuó elseñor Satterthwaite—. Sir Guy de Chevenix tomó parte en la primera Cruzada.Ahora parece que va a extinguirse el apellido. El viejo Gervasio es el últimoChevenix-Gore.

—¿La hacienda… está arruinada?—Nada de eso. Gervasio es fabulosamente rico. Posee valiosas casas…

bosques carboneros… y además cuando era joven colocó capitales en una minadel Perú o algún otro lugar de Sudamérica que le ha proporcionado una fortuna.Es un hombre sorprendente. Siempre que ha emprendido algo se ha vistofavorecido por la suerte.

—Ahora supongo que debe ser muy anciano…—Sí, pobre Gervasio. —El señor Satterthwaite suspiró moviendo la cabeza

con pesar—. La may oría de personas lo hubieran descrito como un loco de atar.Y es cierto, en parte. Está loco… no en el sentido de ser anormal. Siempre hasido un hombre de gran originalidad de carácter.

—¿Y esa originalidad se ha ido convirtiendo en excentricidad al correr de losaños? —inquirió Poirot.

—Cierto. Eso es precisamente lo que le ha ocurrido al pobre Gervasio.—¿Tal vez tiene una idea equivocada de su propia importancia?—En absoluto. Yo imagino que en la mente de Gervasio el mundo ha estado

siempre dividido en dos partes… una de las que forman los Chevenix-Gore, y laotra…, ¡los demás!

—¡Un exagerado complejo de familia!—Sí. Los Chevenix-Gore fueron siempre arrogantes como el diablo.

Gervasio, siendo el último de ellos, aún lo ha exagerado más. Es… bueno, enrealidad, oy éndole hablar, cualquiera creería que es un… superhombre.

Poirot meneaba pensativo la cabeza.—Sí, lo había imaginado. He recibido una carta suya… bastante extraña…

No pidiendo…, ¡ordenando!—Una real orden —replicó el señor Satterthwaite riendo entre dientes.—Exacto. Al parecer, no se le ocurrió pensar a ese sir Gervasio que yo,

Hércules Poirot, soy un hombre de importancia… un hombre que tiene infinitasocupaciones. Y que era extremadamente difícil que y o pudiera dejarlo todo delado y correr como un perro obediente… como un simple don nadie… contentode recibir una gratificación.

El señor Satterthwaite se mordió el labio para contener una sonrisa, pensandoque en cuanto a egoísmos se refiere, no había gran diferencia entre HérculesPoirot y Gervasio Chevenix-Gore, y murmuró:

—Acaso fuera una errónea interpretación de usted.—¡No lo era! —Poirot alzó las manos con ademán expresivo—. Tenía que

ponerme a su disposición en caso de que llegara a necesitarme. En fin, ¡je vousdemande!

Volvió a alzar las manos elocuentemente, que era su modo de expresar sinhacer uso de la palabra el más alto ultraje.

—Supongo que usted rehusaría —dijo el señor Satterthwaite.—Aún no he tenido oportunidad —replicó Poirot lentamente.—Pero ¿piensa decir que no?Una expresión distinta apareció en el rostro del hombrecillo. Arrugó la frente

al decir, un tanto perplejo:—¿Cómo se lo explicaría y o? Sí… mi primer impulso fue negarme. Pero no

sé… Algunas veces se tiene cierto presentimiento. Creí percibir un ligero olor achamusquina…

El señor Satterthwaite recibió esta última declaración sin el menor signo deregocijo.

—¡Oh! —dijo—. Eso es interesante…—Me parece que un hombre como el que usted ha descrito tiene que ser muy

vulnerable —continuó Poirot.—¿Vulnerable? —preguntó Satterthwaite, sorprendido. Era una palabra que no

se le hubiera ocurrido asociarla con Gervasio Chevenix-Gore. Mas era unhombre de fácil percepción y un rápido observador—. Creo… —dijo— quecomprendo perfectamente lo que quiere decir…

—Un ser semejante está encerrado en una armadura…, ¡y qué armadura!La armadura de los cruzados no era nada comparada con esta… una armadurade arrogancia, orgullo y propia estimación. Esta armadura es en ciertos aspectosuna protección, y las flechas de la vida cotidiana no hacen mella en ella. Peroexiste un peligro: algunas veces un hombre metido en su armadura ni siquierasabe que está siendo atacado. Es lento en ver, tardo en oír… e incluso en sentir.

Hizo una pausa, agregando en otro tono:—¿Y en qué consiste la familia de sir Gervasio?

—Tiene a su esposa Vanda. Era una Arbuthnot… una joven muy bonita, yaún sigue siendo una mujer atractiva, aunque terriblemente incierta. Está muyenamorada de Gervasio, y creo que siente cierta inclinación por las cienciasocultas. Lleva amuletos y escarabajos y dice que es la reencarnación de unareina egipcia… Luego está Ruth… su hija adoptiva. No tiene hijos propios. Es unamuchacha muy atractiva, según el estilo moderno. Esa es toda su familia.Aparte, claro está, de Hugo Trent. Es sobrino de Gervasio. Pamela Chevenix-Gore se casó con Reggie Trent y Hugo fue su único hijo. Es huérfano. Desdeluego, no puede heredar el título, pero supongo que al fin a él irá a parar lamayor parte del dinero de Gervasio. Es bien parecido.

Poirot asintió visiblemente pensativo antes de preguntar:—¿Representa una gran pena para sir Gervasio no tener un hijo que herede su

nombre?—Imagino que debe sentirlo mucho.—El apellido familiar, ¿es para él una pasión?—Sí.El señor Satterthwaite guardó silencio durante un par de minutos. Estaba

perplejo, y al fin se aventuró a preguntar:—¿Ve usted una razón definitiva para ir a Hamborough Close?Poirot movió la cabeza lentamente.—No —dijo—. Que yo vea, no existe razón alguna. Pero de todas maneras

creo que iré.

Capítulo II

Hércules Poirot, sentado en un departamento de primera clase, atravesaba avelocidad tremenda la campiña inglesa.

Con actitud meditativa, sacó de su bolsillo un telegrama cuidadosamentedoblado, para leerlo.

Tome el tren de las cuatro treinta de St. Pancras, advierta al jefe de trenpara que lo detenga en Whimperley.

Chevenix-Gore.

Volvió a doblarlo y lo guardó en su bolsillo.El jefe de tren se había mostrado muy amable. ¿De modo que el caballero

iba Hamborough Close? Oh, sí, los invitados de sir Gervasio Chevenix-Goresiempre habían hecho detener el expreso en Whimperley. « Creo que es unaespecie de prerrogativa especial, señor» .

A partir de entonces, el jefe de tren fue a verle un par de veces a sudepartamento… la primera para asegurarle que había hecho todo lo posible paraque viajara solo, y la segunda para anunciarle que el expreso llevaba diezminutos de retraso.

El tren debía llegar a las siete cincuenta, pero era exactamente dos minutosdespués de las ocho cuando Hércules Poirot pisaba el andén de la pequeñaestación y ponía en la palma del atento jefe de tren la esperada media corona.

Silbó la locomotora y el Expreso del Norte volvió a ponerse en movimiento,un chófer, de uniforme verde oscuro, se acercó a Poirot.

—¿El señor Poirot? ¿Va usted a Hamborough Close?Y recogiendo la maleta del detective le condujo hacia donde les aguardaba

un enorme « Rolls» . El chófer abrió la portezuela para que subiera Poirot y luegocolocó sobre las rodillas de este una gruesa manta de pieles.

A los diez minutos de atravesar campos y estrechos senderos, el coche dio lavuelta para enfilar una formidable entrada de hierro forjado con dos gigantescosgrifos de piedra a los lados.

Cruzaron el parque y llegaron ante la casa. La puerta estaba abierta y un

mayordomo de impecable aspecto le esperaba sobre el tramo de escalones.—¿El señor Poirot? Por aquí, señor.Le precedió a través del recibidor y fue a abrir una puerta que estaba a la

derecha.—El señor Hércules Poirot —anunció.En la habitación se encontraban varias personas vestidas de etiqueta, y Poirot,

con sus ojos perspicaces, pudo darse cuenta de que no era esperado. Todas lasmiradas se fijaron en él con franca sorpresa.

Una mujer alta, de cabellos oscuros con hebras de plata, se adelantó hacia élcon aire indeciso.

Poirot inclinose para besarle la mano.—Le presento mis excusas, madame —le dijo—. Temo que mi tren ha

llegado con retraso.—En absoluto —replicó lady Chevenix-Gore en tono vago y sin dejar de

mirarle extrañada—. En absoluto, señor… er… no he oído bien.—Hércules Poirot.Pronunció el nombre clara y distintamente.Alguien que estaba tras él contuvo la respiración.—¿Sabía usted que iba a venir, madame? —murmuró en tono cortés.—¡Oh… oh, sí! —Sus ademanes eran poco convincentes—. Creo que…

supongo que sí, pero soy tan distraída, señor Poirot. Me olvido de todo —dijo entono que reflejaba cierta satisfacción—. Me dicen las cosas, parece que las heoído… pero en cuanto llegan a mi cerebro se desvanecen… ¡Como si nunca melas hubieran dicho!

Y como si representara una comedia muy bien ensayada, miró a sualrededor, murmurando vagamente:

—Supongo que ya conoce a todo el mundo.Aunque este no era el caso, era fácil de comprender que se trataba de una

fórmula con la cual lady Chevenix-Gore se liberaba de la molestia de laspresentaciones y de tener que recordar los nombres de las personas.

Haciendo un supremo esfuerzo para afrontar las dificultades de aquel casoespecial, agregó:

—Mi hija… Ruth.La joven que estaba ante él era también alta y morena, pero pertenecía a un

tipo muy distinto. En vez de las facciones imprecisas de lady Chevenix-Gore,poseía una nariz bien modelada, ligeramente aguileña, y una mandíbula de nobleperfil y bien definido, los cabellos negros brillantes, e iba apenas maquillada.Hércules Poirot pensó que era una de las muchachas más bonitas que había vistoen su vida.

También reconoció que además de bonita era inteligente, y supo adivinar enella ciertas cualidades de orgullo y temperamento. Al hablar lo hacía despacio y

arrastrando las palabras, cosa que le pareció deliberada.—¡Qué emocionante! —dijo—. ¡Tener entre nosotros a monsieur Hércules

Poirot! Supongo que el Viejo nos ha preparado una sorpresa.—¿De modo que ignoraba que yo iba a venir, mademoiselle?—No tenía la menor idea. Y puesto que está aquí, esperaré para ir a buscar

mi libro de autógrafos hasta después de cenar.Las notas de un batintín sonaron en el vestíbulo, y acto seguido el

mayordomo, abriendo la puerta, anunció:—La cena está servida.Y entonces, casi antes de pronunciarse la última palabra, « servida» , ocurrió

algo muy curioso. Aquella figura impecable se transformó en un ser humanoaltamente asombrado…

La metamorfosis fue tan rápida, y el may ordomo recobró tan pronto sumáscara de criado, que nadie hubiera notado el cambio de no haberle estadomirando en aquel preciso momento. Poirot, sin embargo, sí le miraba porcasualidad y quedó muy extrañado.

El may ordomo vacilaba en la puerta. A pesar de que su rostro volvía a estarcorrectamente inexpresivo, en su figura advertíase cierta tensión.

Lady Chevenix-Gore dijo, insegura:—¡Oh, Dios mío! Esto es extraordinario. La verdad yo… una no sabe qué

hacer.Ruth explicó a Poirot:—Esta consternación singular, señor Poirot, ha sido ocasionada por el hecho

de que mi padre, por primera vez en lo menos veinte años, se retrasa para lacena.

—Es extraordinario… —plañía lady Chevenix-Gore—. Gervasio nunca…Un hombre de edad se acercó a ella riendo.—¡El bueno de Gervasio! ¡Al fin llega tarde! Palabra que hemos de

regañarle. No habrá querido ponerse cuello duro, ¿no le parece? ¿O es queGervasio está inmunizado y carece de nuestras debilidades humanas?

Lady Chevenix-Gore dijo en voz baja y extrañada:—Pero Gervasio nunca llega tarde.Casi resultaba cómica la consternación causada por este simple contratiempo.

Y no obstante, a Hércules Poirot no se lo parecía… Tras la consternación, él supopercibir la inquietud, y aun tal vez aprensión. A él también le resultaba extrañoque Gervasio Chevenix-Gore no apareciese a saludar al invitado a quien mandóvenir de modo tan acuciante.

Entretanto, nadie sabía qué hacer. Al surgir aquella situación sin precedentes,nadie supo cómo resolverla.

Al fin lady Chevenix-Gore tomó la iniciativa, si es que así puede decirse, yaque sus maneras eran extremadamente vagas.

—Snell —dijo— ¿está el señor…?No terminó la frase, limitándose a mirar al mayordomo en espera de una

respuesta.Snell, que evidentemente estaba acostumbrado al modo de interrogar de su

señora, replicó prontamente a la incompleta pregunta.—Sir Gervasio bajó a las ocho menos cinco, milady, y fue directamente a su

despacho.—¡Oh! ¡Ya…! —Permaneció con la boca abierta y la mirada perdida—. ¿No

cree… quiero decir… habrá oído el batintín?—Creo que sí, milady, y a que fue tocado precisamente delante de la puerta

del despacho. Claro que no sabía si sir Gervasio estaba aún en el despacho; deotro modo le hubiera anunciado que la cena estaba servida. ¿Quiere que lo hagaahora, milady?

Lady Chevenix-Gore aceptó la proposición con alivio manifiesto.—¡Oh! Gracias, Snell. Sí, haga el favor. Sí, desde luego.Y agregó, mientras el mayordomo abandonaba la estancia:—Snell es un tesoro. Puedo confiar plenamente en él. La verdad es que no sé

lo que haría sin Snell.Alguien musitó una frase de asentimiento, los demás guardaron silencio.

Hércules Poirot, observando con redoblada atención aquella habitación llena depersonas, comprendió que todos eran presa de una gran tensión nerviosa. Sus ojoslos fueron recorriendo uno por uno: Dos caballeros de edad, el de aspecto militarque acababa de hablar y el otro delgado, el de cabellos grises, que tenía los labiosfruncidos. Dos hombres jóvenes… de tipo muy distinto. Uno con bigote y aire demodesta arrogancia, que supuso sería sobrino de sir Gervasio. Al otro, de cabelloslisos peinados hacia atrás, y con evidente atractivo, lo clasificó comoperteneciente a una clase social inferior. Había una mujer menuda, de medianaedad, que usaba lentes de pinza, una joven de cabellos color de fuego.

Snell apareció de nuevo en la puerta. Su compostura era perfecta, perotambién ahora bajo el perfecto may ordomo aparecía el ser humano inquieto.

—Perdone, milady; la puerta del despacho está cerrada.—¿Cerrada?Fue una voz de hombre joven… alerta… con un ligero timbre de excitación la

que pronunció aquella palabra, y pertenecía al muchacho de cabellos lisospeinados hacia atrás. Apresuradamente agregó:

—¿Quiere que vay a a ver?Pero fue Poirot quien se hizo cargo de la situación con tal naturalidad que

nadie consideró extraño que una persona desconocida que acababa de llegartomara el mando de pronto.

—Vamos —dijo—. Iremos al despacho.

Y añadió, dirigiéndose a Snell:—Haga el favor de indicarme el camino.Snell obedeció. Poirot le siguió de cerca, y todos los demás fueron en grupo

tras él como un rebaño de corderos.El may ordomo atravesó el amplio recibidor, pasó bajo el gran arco de la

escalera, ante un enorme reloj y un pequeño recodo donde había un batintín, yenfiló un estrecho pasillo que terminaba ante una puerta.

Una vez allí, Poirot se adelantó a Snell para tratar de abrir aquella puerta.Hizo girar el pomo inútilmente, y llamó con los nudillos. Repitió la llamada conmás fuerza. Al fin, desistiendo, se puso de rodillas y aplicó el ojo al de lacerradura.

Muy despacio volvió a ponerse en pie y miró a su alrededor con rostro grave.—¡Caballeros! —les dijo—. ¡Esta puerta tiene que ser echada abajo

inmediatamente!Bajo su dirección, los dos jóvenes, que eran altos y de constitución robusta,

arremetieron contra la puerta. No fue cosa fácil. Las puertas de HamboroughClose estaban sólidamente construidas.

No obstante, al fin saltó la cerradura y la puerta abriose hacia dentro con uncruj ido.

Y entonces, por espacio de un minuto, todos permanecieron inmóvilescontemplando la escena. Las luces estaban encendidas. Junto a la pared izquierdahabía una mesa escritorio de caoba maciza, y sentado, no tras de la mesa, sino allado, de modo que les daba la espalda, hallábase un hombre derrumbado en unabutaca. Su cabeza y la parte superior de su cuerpo estaban inclinadas sobre ellado derecho de la butaca, y su brazo derecho pendía a lo largo de su cuerpo, ybajo la mano, sobre la alfombra, veíase una pistola pequeña y reluciente…

No era necesario hacer preguntas. El cuadro hablaba por sí mismo. SirGervasio Chevenix-Gore se había suicidado de un balazo.

Capítulo III

Durante unos instantes el grupo de la puerta permaneció contemplando la escenasin hacer el menor movimiento. Al fin Poirot se adelantó.

En aquel mismo momento, Hugo Trent dijo en tono crispado:—¡Dios santo, el Viejo se ha pegado un tiro!Se oyó un largo gemido y lady Chevenix-Gore exclamó:—¡Oh, Gervasio…, Gervasio!Poirot dijo por encima de su hombro:—Llévense a lady Chevenix-Gore. Ella no tiene nada que hacer aquí.El anciano de aspecto militar intervino:—Vamos, Vanda. Vamos, querida. Tú no puedes hacer nada. Todo ha

terminado. Ruth, ven y cuida de tu madre.Pero Ruth Chevenix-Gore había penetrado en la habitación y permaneció

junto a Poirot mientras este se inclinaba sobre la figura caída en la butaca… lafigura hercúlea de un hombre con barba de vikingo. Y preguntó con voz tensa,apagada:

—¿Está seguro de que ha… muerto?Poirot alzó los ojos.El rostro de la muchacha reflejaba una emoción contenida y disimulada…

que no acababa de comprender. No era pesar… sino más bien una mezcla detemor y excitación.

La mujer de los lentes de pinza murmuró:—Su madre, querida…, ¿no cree…?Con voz alta e histérica la muchacha de los cabellos rojos exclamó:—¡Entonces no fue un automóvil ni el tapón de una botella de champaña! Lo

que oímos fue un disparo…Poirot, dando media vuelta, se encaró con todos.—Hay que avisar a la policía.Ruth Chevenix-Gore gritó violentamente:—¡No!El caballero de edad con cara de hombre de leyes, dijo:—Me temo que sea inevitable. ¿Quieres hacerlo tú, Burrows? Hugo…Poirot intervino.

—¿Es usted Hugo Trent? —preguntó dirigiéndose al joven alto y con bigote—.Creo que lo mejor será que salgan todos de esta habitación, excepto usted.

De nuevo nadie discutió su autoridad. El abogado abrió la marcha seguido detodos, y Poirot y Hugo Trent quedaron solos.

Hugo preguntó, mirando fijamente a Poirot:—Oiga…, ¿quién es usted? Quiero decir que no tengo la menor idea. ¿Qué es

lo que está haciendo aquí?Poirot extrajo la cartera de su bolsillo y le tendió una tarjeta.—Detective particular, ¿verdad? —dijo Trent después de leerla—. Desde

luego, he oído hablar de usted… pero sigo sin comprender lo que hace aquí.—¿No sabía usted que su tío…? Porque era su tío, ¿verdad?Los ojos de Hugo se posaron un instante en el cadáver.—¿El Viejo? Sí, era mi tío.—¿No sabía usted que me había enviado a buscar?Hugo, moviendo la cabeza, repuso despacio:—No tenía la menor idea.En su voz vibró una emoción difícil de clasificar. Su rostro parecía de madera

y un tanto estúpido… la clase de expresión que suele ser una máscara útil enmomentos de tensión, pensó el detective.

—Estamos en Westshire, ¿verdad? —dijo Poirot sin alterarse—. Conozcomucho al primer inspector mayor Riddle.

—Riddle vive a media milla de distancia —repuso Hugo—. Es probable quevenga personalmente.

—Eso sería muy conveniente.Poirot comenzó a pasear por la habitación, y apartando la cortina examinó los

ventanales, que trató de abrir. Estaban cerrados.En la pared, detrás del escritorio, había un espejo redondo con la luna

quebrada. Poirot inclinose para recoger del suelo un pequeño objeto.—¿Qué es eso? —preguntó Hugo Trent.—La bala.—¿Le atravesó la cabeza y fue a dar en el espejo?—Eso parece.Poirot volvió a dejar la bala donde la había encontrado y se aproximó al

escritorio, sobre el que veíanse diversos papeles cuidadosamente ordenados.Encima de la carpeta había una hoja de papel con las palabras « LOLAMENTO» , trazadas con letra grande y temblorosa.

Hugo dijo:—Debió escribir eso antes de… hacerlo…Poirot asintió, pensativo.Volvió a mirar el espejo roto y luego al muerto. Frunció ligeramente el ceño,

como si le causara cierta extrañeza. Fue hasta la puerta, que colgaba

semiarrancada de sus goznes. No había llave en la cerradura… cosa que y asabía, puesto que de otro modo no hubiera podido mirar a través del ojo de ella…ni se la veía por el suelo. Poirot, inclinándose sobre el cadáver, le fue palpando.

—Sí —dijo—. La llave está en su bolsillo.Hugo, sacando su pitillera, prendió fuego a un cigarrillo y dijo con voz ronca:—Parece estar todo bien claro. Mi tío se encerró aquí, garabateó ese mensaje

en ese pedazo de papel y luego se disparó un tiro.Poirot asintió en actitud meditativa mientras Hugo continuaba:—Pero no comprendo por qué le llamó a usted.—Eso es bastante más difícil de explicar. Mientras esperamos que la policía

venga a hacerse cargo, tal vez quisiera usted decirme, señor Trent, quiénes eranexactamente todas las personas que vi esta noche cuando llegué.

—¿Quiénes son? —Hugo habló como distraído—. Oh, sí, desde luego. Losiento. ¿Nos sentamos? —le indicó un sofá situado al otro extremo del lugar dondese encontraba el cadáver, y continuó diciendo de un tirón—: Bueno, en primerlugar está Vanda…, ya sabe, mi tía, y Ruth, mi prima. Pero y a las conoce.Luego, la otra joven. Susana Cardwell. Está pasando unos días aquí. Y el coronelBury. Es un viejo amigo de la familia. El señor Forbes, que también es unaantigua amistad y además el abogado de la familia. Los dos estuvieronenamorados de Vanda cuando era joven, y siguen viniendo por aquí dedicándolesu devoción más fiel. Es ridículo, pero bastante conmovedor. Luego está GodfreyBurrows, el secretario del Viejo…, quiero decir de mi tío, la señorita Lingard, queestá aquí para ayudarle a escribir la historia de los Chevenix-Gore. Se dedica arecopilar datos históricos. Y creo que ya están todos.

Poirot hizo un gesto de asentimiento antes de preguntar:—Tengo entendido que oy eron ustedes el disparo que mató a su tío.—Sí, creímos que se trataba del tapón de una botella de champaña… por lo

menos eso es lo que yo pensé. Susana y la señorita Lingard crey eron que seríaalguna explosión de un automóvil…, la carretera pasa bastante cerca de aquí.

—¿Cuándo fue eso?—A eso de las ocho y diez. Snell acababa de tocar el primer batintín.—¿Y dónde estaban cuando lo oy eron?—En el vestíbulo. Estábamos… riendo…, discutiendo acerca de dónde había

sonado el ruido. Yo dije que en el comedor, Susana que en el salón, la señoritaLingard que arriba, y Snell que en la carretera, solo que había penetrado por lasventanas de arriba. Susana preguntó: « ¿Alguna teoría más?» . Y y o me reí y dijeque siempre quedaba la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen. Ahoraal recordarlo me parece bastante horrible.

Su rostro se contrajo.—¿Y no se le ocurrió a nadie que sir Gervasio pudiera haberse suicidado?—No, desde luego que no.

—En resumen. ¿No tiene la menor idea de por qué lo hizo?—Oh, bueno, y o no diría eso… —replicó Hugo, despacio.—¿Tiene una idea?—Sí…, bueno… es difícil de explicar. Naturalmente que no esperaba que se

suicidase, pero de todas maneras no me ha sorprendido demasiado. La verdad esque mi tío estaba loco de remate, señor Poirot. Todo el mundo lo sabía.

—¿Y eso le parece suficiente explicación?—Bueno, las personas que se pegan un tiro suelen estar un poco chifladas.—Una explicación de admirable simplicidad.Poirot se puso en pie y anduvo sin objeto por la habitación. Estaba bien

amueblada, en un estilo victoriano algo pasado. Las librerías eran macizas, y lasbutacas de gran tamaño. Había también algunas sillas de auténtico estiloChippendale y pocos adornos, algunos bronces sobre la repisa de la chimeneaque atrajeron la atención de Poirot, que al parecer los contempló admirado. Losfue cogiendo uno por uno y examinándolos de cerca antes de volverlos a su sitio.Del que estaba en el lado izquierdo hizo saltar algo con una uña.

—¿Qué es eso? —preguntó Hugo sin gran interés.—Nada importante. Un pedacito diminuto de espejo.—Es curioso cómo lo ha roto la bala. Un espejo roto trae mala suerte. Pobre

Gervasio… Supongo que su buena estrella duraba y a demasiado.—¿Su tío era un hombre afortunado?Hugo lanzó una carcajada.—¡Vaya, su suerte era proverbial! ¡Todo lo que tocaba se convertía en oro!

¡Si jugaba a un número hacía saltar la banca! ¡Si invertía dinero en una minadudosa, encontraba en seguida una veta aurífera! Ha escapado del modo másmilagroso de las situaciones más difíciles. Salvó su vida en más de una ocasiónpor puro milagro. A su modo era bastante buena persona, ¿sabe? Desde luego,« había ido a sitios y visto muchas cosas» … más que la may oría de suscontemporáneos.

Poirot murmuró en tono natural:—¿Quería usted a su tío, señor Trent?A Hugo pareció sobresaltarle la pregunta.—¡Oh!… Sí, desde luego —dijo—. Algunas veces se ponía algo difícil. Era

necesario una gran paciencia para convivir con él. Afortunadamente, y o no leveía muy a menudo.

—¿Y él, le quería a usted?—¡Si acaso, lo disimulaba muy bien! A decir verdad, más bien lamentaba mi

existencia, por así decir.—¿Cómo es eso, señor Trent?—Pues verá; él no tenía hijos propios… y ello le pesaba en extremo. La

familia era su locura. Creo que le amargaba el pensar que cuando muriera se

extinguirían los Chevenix-Gore. Comprenda, su ascendencia alcanza hasta laConquista normanda, y el Viejo era el último de todos ellos. Supongo que segúnsu punto de vista debía ser una gran pena.

—¿Usted no comparte ese sentimiento?Hugo se encogió de hombros.—Toda esta clase de cosas me parecen pasadas de moda.—¿Qué ocurrirá con la hacienda?—No lo sé. Es posible que la herede y o. O tal vez se la deje a Ruth.

Probablemente Vanda disfrutará de ella mientras viva.—¿Su tío no declaró sus intenciones?—Pues… él acariciaba cierto proy ecto.—¿Y cuál era?—Que Ruth y y o nos casáramos.—Eso sin duda hubiera sido muy conveniente.—Convenientísimo. Pero Ruth… bueno, Ruth tiene una opinión muy personal

de la vida. Es una mujer extremadamente atractiva y lo sabe. No tiene prisa porcasarse y sentar la cabeza.

Poirot inclinose hacia delante.—¿Pero usted estaba dispuesto, señor Trent?Hugo dijo con voz algo alterada:—La verdad, no creo que hoy día tenga importancia con quién se casa uno.

Es tan fácil divorciarse… Si la cosa no va bien, nada más sencillo que cortar porlo sano y volver a empezar.

Se abrió la puerta para dar paso a Forber y a un hombre alto de arroganteaspecto, que saludó a Trent.

—Hola, Hugo. Siento muchísimo lo ocurrido. Será muy duro para todosvosotros.

Hércules Poirot se adelantó.—¿Cómo está usted, mayor Riddle? ¿No me recuerda?—Sí, ya lo creo. —El inspector jefe le estrechó la mano—. ¿De modo que

estaba usted aquí?En su voz había una nota reflexiva mientras miraba a Hércules Poirot con

curiosidad.

Capítulo IV

—¿Y bien? —decía el mayor Riddle veinte minutos más tarde dirigiéndose almédico forense, un hombre delgado de cabellos grises.

Este último encogiose de hombros:—Lleva muerto más de media hora… pero no más de una. Sé que usted no

desea tecnicismos, así es que los suprimiré. El balazo le atravesó la cabeza, y lapistola estaba a pocas pulgadas de su sien derecha. La bala le atravesó el cerebroy volvió a salir al exterior.

—¿Es perfectamente compatible con el suicidio?—Oh, desde luego. Entonces se desplomó sobre la butaca, y la pistola se le

cay ó de la mano.—¿Tiene usted la bala?—Sí. —El doctor se la alargó.—Bien. La conservaremos para compararla con la pistola —dijo el mayor

Riddle—. Celebro que sea un caso claro y no haya complicaciones.Hércules Poirot preguntó en tono amable:—¿Está seguro de que no hay complicaciones, doctor?El médico respondió lentamente:—Bueno, supongo que usted tal vez encuentre extraña una cosa. Cuando

disparó debió inclinarse ligeramente hacia la derecha, de otro modo la balahubiera dado en la pared debajo del espejo, en vez de hacerlo precisamente enmedio.

—Una posición incómoda para suicidarse —dijo Hércules Poirot.—¡Oh!, bueno… —El doctor se encogió de hombros—, ¿quién piensa en la

comodidad… cuando ha decidido acabar con todo?—¿Podemos llevarnos ya el cadáver? —preguntó el may or Riddle.—Sí. Ya he terminado con él… hasta que le practique la autopsia.—¿Y usted, inspector? —preguntó el mayor Riddle a un hombre alto, de

rostro impasible, vestido de paisano.—También, señor. Tenemos todo lo que necesitábamos, excepto las huellas

del difunto que haya en la pistola.—Entonces pueden llevárselo.Los restos mortales de Gervasio Chevenix-Gore fueron sacados de la

estancia, y el inspector jefe y Poirot quedaron solos.—Bien —dijo Riddle—, todo parece claro a la vista de todos. La puerta

cerrada, la ventana también, y la llave de la puerta en el bolsillo del difunto. Todoperfecto con excepción de una circunstancia.

—¿Y cuál es, amigo mío? —quiso saber Poirot.—¡Usted! —exclamó Riddle—. ¿Qué está haciendo aquí?Como respuesta, Poirot le tendió la carta del muerto que había recibido una

semana antes, y el telegrama que al fin le hizo acudir.—¡Hum…! —replicó el primer inspector—. Interesante. Tendremos que

averiguar lo que hay en el fondo de todo esto. Yo diría que tiene relación directacon su suicidio.

—Estoy de acuerdo con usted.—Tendremos que averiguar lo que se refiere a quiénes estaban en la casa.—Puedo decirle sus nombres. He estado interrogando al señor Trent.Y repitió la lista de nombres.—Tal vez usted, mayor, sepa algo de estas personas.—Naturalmente que sí. Lady Chevenix-Gore está tan loca en su estilo como el

viejo Gervasio. Se querían los dos… y los dos estaban locos. Ella es la criaturamás ambigua que ha existido nunca, pero de vez en cuando demuestra una granagudeza insospechada dando en el clavo de la manera más sorprendente. Lagente se ríe bastante de ella. Creo que lo sabe, pero no le importa; carece porcompleto del sentido del humor.

—Tengo entendido que la señorita Chevenix-Gore es solo su hija adoptiva…—Sí.—Es una jovencita muy hermosa.—Es endiabladamente bonita. Ha causado estragos entre la mayoría de

jóvenes de la localidad. Les hace concebir esperanzas y luego da media vuelta yse ríe de ellos. Es una amazona admirable y tiene unas manos maravillosas.

—Eso, de momento, no nos interesa.—Er… no… quizá… no… Bien, en cuanto a los demás… conozco al viejo

Bury, desde luego. Está aquí la mayor parte del tiempo. Es como el gatoamaestrado de esta casa. Es una especie de vasallo de lady Chevenix-Gore. Leconocen de toda la vida. Creo que él y el viejo Gervasio tenían intereses en ciertaCompañía de la que Bury era el director.

—Y de Oswaldo Forbes, ¿sabe usted algo?—Creo que le he visto solo una vez.—¿Y de la señorita Lingard?—Nunca oí hablar de ella.—¿Y de la señorita Susana Cardwell?—¿Una jovencita de cabellos rojos bastante bonita? La he visto con Ruth

Chevenix-Gore durante estos últimos días.

—¿Y el señor Burrows?—Sí, le conozco. Es el secretario de Chevenix-Gore. No me es muy

simpático. Es bien parecido, y lo sabe. No es como es debido.—¿Y hace mucho que está con sir Gervasio?—Un par de años.—¿Y no hay nadie más…?Poirot se interrumpió.Un hombre alto y rubio, en traje de sport, entró corriendo. Le faltaba la

respiración y parecía alarmado.—Buenas noches, mayor Riddle. He oído decir que sir Gervasio se ha pegado

un tiro y he venido a todo correr. Snell dice que es cierto. ¡Es increíble! ¡Nopuedo creerlo!

—Pues es cierto, Lake. Permítame que le presente. Este es el capitán Lake, elencargado de la hacienda de sir Gervasio. El señor Hércules Poirot, de quien yadebe haber oído hablar.

El rostro de Lake se iluminó con expresión de asombro mezclado conincredulidad.

—¿Monsieur Hércules Poirot? Encantado de conocerle. A menos… —seinterrumpió al tiempo que desaparecía su encantadora sonrisa, dando paso a unaexpresión preocupada—. No habrá nada… sospechoso… en ese suicidio,¿verdad, señor?

—¿Por qué había de haber nada « sospechoso» como usted dice? —preguntóel primer inspector.

—Quiero decir… como el señor Poirot está aquí. ¡Oh, y porque todo esto meparece increíble!

—No, no —repuso Poirot rápidamente—. Yo no estoy aquí por la muerte desir Gervasio. Yo estaba en la casa… como invitado.

—Ya comprendo. Es curioso, no me dijo que iba usted a venir cuando estuvepasando cuentas con él esta tarde.

Poirot dijo tranquilamente:—Ha empleado usted dos veces la palabra « increíble» , capitán Lake.

Entonces, ¿le ha sorprendido que sir Gervasio se suicidara?—Desde luego. Claro que estaba loco de remate; cualquiera estaría de

acuerdo conmigo. Pero de todas maneras, no puedo imaginar que pensase que elmundo pudiera seguir viviendo sin él.

—Sí —replicó Poirot—. Ese es un rasgo característico de sir Gervasio. —Ymiró apreciativamente el rostro franco e inteligente del joven.

El mayor Riddle aclaró la garganta.—Puesto que está aquí, capitán Lake, tal vez quiera sentarse para responder a

algunas preguntas.

—Desde luego, inspector.Lake ocupó una silla frente a los dos hombres.—¿Cuándo vio por última vez a sir Gervasio?—Esta tarde, poco antes de las tres. Había que comprobar algunas cuentas y

tratar de la cuestión de buscar un nuevo inquilino para una de las granjas.—¿Cuánto tiempo estuvo con él?—Tal vez media hora.—Piénselo despacio y dígame si notó alguna anormalidad en sir Gervasio.El joven reflexionó.—No, creo que no. Tal vez estuviese un poco excitado… pero eso no era raro

en él.—¿No le vio deprimido en ningún sentido?—No, parecía de buen humor. Ahora se estaba divirtiendo mucho escribiendo

la historia de la familia.—¿Cuánto tiempo llevaba haciéndolo?—La empezó hace unos seis meses.—¿Fue entonces cuando vino la señorita Lingard?—No. Ella llegó dos meses atrás, cuando descubrió que él solo no podía

realizar el trabajo de investigación necesario.—¿Y usted considera que le divertía?—¡Oh, enormemente! En realidad pensaba que en este mundo lo único

importante era su familia.En el tono del joven vibró un matiz de amargura.—Entonces, ¿que usted sepa, sir Gervasio no tenía preocupaciones de ninguna

clase?Hubo una pausa… muy ligera… antes de que el capitán Lake respondiera:—No.—¿Usted no cree que sir Gervasio estuviera preocupado por su hija?—¿Su hija?—Eso es lo que he dicho.—Que y o sepa, no —replicó el joven en tono seco.Poirot guardó silencio y el mayor Riddle apresurose a decir:—Bien, gracias, Lake. Será mejor que esté por aquí cerca por si necesitara

preguntarle algo.—Desde luego, inspector. —Se puso en pie—. ¿Hay algo que y o pueda hacer?—Sí, puede enviarnos al may ordomo y tal vez averiguar cómo sigue lady

Chevenix-Gore y si puedo hablar con ella ahora, o sigue aún trastornada.El joven asintió, abandonando la estancia con paso rápido y decidido.—Una atrayente personalidad —dijo Hércules Poirot.—Sí, es un muchacho agradable y que vale para el trabajo. Todos le

aprecian.

Capítulo V

—Siéntese, Snell —dijo el mayor Riddle en tono amistoso—. Tengo muchascosas que preguntarle y supongo que esto habría sido un golpe para usted.

—Desde luego, inspector. Gracias, inspector. —Snell sentose con aire tandiscreto que prácticamente era lo mismo que si hubiera permanecido de pie.

—Lleva mucho tiempo en esta casa, ¿no es cierto?—Dieciséis años, inspector, desde que sir Gervasio… er… se instaló aquí, por

así decirlo.—Ah, sí, claro, sir Gervasio fue un gran viajero en sus buenos tiempos.—Sí, inspector. Fue al Polo con unos expedicionarios y a otros lugares

interesantísimos.—Snell, ¿puede decirme cuándo vio al señor por última vez esta tarde?—Yo estaba en el comedor para ver si la mesa estaba bien dispuesta. La

puerta del vestíbulo estaba abierta y vi a sir Gervasio que bajaba la escalera.Luego atravesó el vestíbulo y continuó hasta el despacho.

—¿A qué hora fue eso?—Poco antes de las ocho. Debió ser unos cinco minutos antes.—¿Y esa fue la última vez que le vio?—Sí, inspector.—¿Oyó usted un disparo?—Sí, ya lo creo, inspector. Pero, claro, entonces no se me ocurrió pensar…

¿cómo iba a imaginarlo?—¿Qué crey ó usted que era?—Creí que aquel ruido lo había producido algún coche, inspector. La

carretera pasa muy cerca del muro del parque. O pudo ser un disparo de algúncazador furtivo… pero nunca imaginé…

El mayor Riddle le atajó:—¿A qué hora fue eso?—Eran exactamente las ocho y diez, inspector.—¿Cómo es que puede precisar hasta los minutos? —preguntó el policía.—Es muy sencillo, inspector. Acababa de hacer sonar el primer batintín.—¿El primer batintín?—Sí, inspector. Por orden de sir Gervasio había que tocar el batintín siete

minutos antes del que anuncia la cena. Quería que todos estuvieran reunidos yaen el salón cuando sonara el segundo. Tan pronto como lo había tocado, iba alsalón y anunciaba la cena, y todos entraban.

—Empiezo a comprender por qué apareció usted tan sorprendido alanunciarla esta noche —dijo Hércules Poirot—. ¿Era corriente que sir Gervasiose encontrase ya en el salón?

—No recuerdo que faltase ningún día, inspector. Fue una sorpresa. Pocopensaba yo…

De nuevo Riddle le interrumpió.—¿Y por lo general estaban todos allí?Snell carraspeó.—Cualquiera que se retrasara a la hora de la cena no volvía a ser invitado,

inspector.—¡Hum!, una medida muy drástica.—Sir Gervasio, inspector, tuvo un chef que anteriormente había estado con el

emperador de Moravia, y solía decir que la cena era tan importante como un ritoreligioso.

—¿Y cuál era la opinión de su familia?—Lady Chevenix-Gore, inspector, siempre procuraba no contrariarle, e

incluso la señorita Ruth no se atrevía a llegar tarde a cenar.—Interesante —murmuró Hércules Poirot.—Ya —dijo Riddle—. ¿De modo que siendo la cena a las ocho y cuarto, usted

tocó el primer batintín a las ocho y ocho minutos como de costumbre?—Eso es, inspector… pero no era esa la costumbre. Por lo general se cenaba

a las ocho. Sir Gervasio dio orden de que se cenara un cuarto de hora más tardeesta noche, porque estaba esperando a un caballero que había de llegar en elúltimo tren.

Snell se inclinó ligeramente en dirección a Poirot mientras hablaba.—¿Cuando el señor se dirigía a su despacho, le parecía preocupado o

disgustado por algo?—No podría decirle, inspector. Estaba demasiado lejos para poder apreciar su

expresión. Solo vi que era él.—¿Iba solo?—Sí, inspector.—¿Y después entró alguien más en él despacho?—No sabría decirle, inspector. Después fui a las dependencias del servicio,

donde estuve hasta que hice sonar el primer batintín ocho minutos después de lasocho.

—¿Fue entonces cuando oyó el disparo?—Sí, inspector.Poirot intercaló una pregunta:

—Creo que hubo otras personas que también lo oy eron…—Sí, señor. El señorito Hugo, la señorita Cardwell y la señorita Lingard.—¿Estaban también en el recibidor?—La señorita Lingard salió del salón y la señorita Cardwell y don Hugo

bajaban por la escalera.Poirot preguntó:—¿Hicieron algún comentario?—Pues sí, señor. Don Hugo preguntó si había champaña para cenar. Yo le dije

que jerez, vino del Rhin y Borgoña.—¿Pensó que había sido el corcho de una botella de champaña?—Sí, señor.—Pero ¿nadie lo tomó en serio?—¡Oh, no, señor! Entraron en el salón charlando y riendo.—¿Dónde estaban todos los demás?—No sabría decirle, señor.El mayor Riddle tomó de nuevo la palabra.—¿Sabe usted algo de esa pistola? —Se la enseñó.—Sí, inspector. Pertenecía a sir Gervasio. Siempre la guardaba en el cajón de

ese escritorio.—¿Solía estar cargada?—No sabría decirle, inspector.El mayor Riddle, dejando la pistola, aclaró su garganta.—Ahora, Snell, voy a hacerle una pregunta muy importante. Y espero que la

conteste lo más sinceramente que pueda. ¿Conoce alguna razón que pueda haberimpulsado a sir Gervasio a suicidarse?

—No, inspector. Yo no sé nada.—¿Sir Gervasio no estuvo raro últimamente? ¿Deprimido o preocupado?Snell carraspeó.—Perdone usted lo que voy a decirle, inspector, pero sir Gervasio siempre

estaba lo que a un extraño pudiera parecer raro. Era un caballero muy original.—Sí, sí, lo comprendo.—Los extraños, inspector, no siempre comprendían a sir Gervasio.Snell pronunció la frase como si todas las palabras llevaran mayúscula.—Lo sé, lo sé. Pero ¿no hubo nada que usted pueda considerar

desacostumbrado?El mayordomo vacilaba.—Creo, inspector, que sir Gervasio estaba preocupado por algo —dijo al fin.—¿Preocupado o deprimido?—Deprimido no creo, inspector. Pero preocupado, sí.—¿Tiene alguna idea de cuál pudo ser la causa de esa preocupación?

—No, inspector.—Por ejemplo, ¿tenía relación con alguna persona?—No sabría decirle, inspector. Y de todas formas solo es una impresión mía.Poirot volvió a hacer uso de la palabra.—¿Le ha sorprendido que se quitara la vida?—Muchísimo, señor. Ha sido para mí un golpe más terrible de lo que puede

figurarse. Nunca hubiera imaginado una cosa así.Poirot asintió pensativo. Riddle le miró y luego dijo:—Bien, Snell. Creo que esto es todo lo que deseaba preguntarle. ¿Está seguro

de que no puede decirnos nada más… por ejemplo, si ha ocurrido algúnaccidente desacostumbrado durante los últimos días?

El mayordomo se puso en pie, meneando la cabeza.—Nada, inspector, nada en absoluto.—Entonces puede retirarse.—Gracias, inspector.Al dirigirse a la puerta, Snell se hizo a un lado para dar paso a lady Chevenix-

Gore, que penetró en la estancia como si flotara en el aire.Vestía una túnica de aspecto oriental de seda morada y naranja, ceñida

alrededor de su cuerpo. Su rostro estaba sereno y sus ademanes eran quietos ypausados.

—Lady Chevenix-Gore —exclamó el may or Riddle poniéndose en pie.—Me dijeron que deseaba hablarme y por eso he venido.—¿Quiere que pasemos a otra habitación?Lady Chevenix-Gore, menando la cabeza, tomó asiento en una de las sillas

Chippendale mientras murmuraba:—¡Oh, no! ¿Acaso eso importa?—Es usted muy bondadosa al dejar a un lado sus sentimientos. Comprendo el

terrible golpe que acaba de soportar y …Ella le interrumpió:—En el primer momento sí fue un gran golpe —admitió en tono sencillo y

natural—. Pero la Muerte no existe, solo es un Camino, ¿sabe? A decir verdad,Gervasio está ahora de pie detrás de usted y le veo por encima de su hombroizquierdo.

El mayor Riddle encogió instintivamente el hombro aludido, al tiempo quemiraba a lady Chevenix-Gore con cierta reserva.

Ella le dedicó una sonrisa ambigua y feliz.—¡Usted no lo cree, claro! Como la mayoría de la gente. Para mí, el mundo

de los espíritus es casi tan real como este. Pero por favor, pregúnteme lo quequiera y no se preocupe. No estoy apenada, ¿comprende? Todo es obra de laFatalidad. Nadie puede escapar a su Destino. Todo concuerda… el espejo… todo.

—¿El espejo, señora? —preguntó Poirot.

—Sí. —Ella menó la cabeza con aire incierto—. Está roto, ¿sabe? ¡Es unsímbolo! ¿Conoce el poema de Tennyson? Yo solía leerlo cuando era niña…aunque, claro, entonces no comprendía su lado oculto. « El espejo se rajó de ladoa lado. ¡Ha caído sobre mí una maldición!, exclamó la dama de Shalott» . Eso eslo que le ha ocurrido a Gervasio. La Maldición ha caído de pronto sobre él. Yocreo que sobre la mayoría de familias antiguas pesa una maldición… El espejose rompió. ¡Y supo que estaba condenado a muerte! ¡Había llegado la maldición!

—Pero, madame, ¡no fue una maldición la que rompió el espejo…, sino unabala!

Lady Chevenix-Gore dijo aún con la misma ambigüedad:—En realidad, es lo mismo… Fue la Fatalidad.—Pero su esposo se disparó un tiro.Lady Chevenix-Gore sonrió indulgentemente.—Claro que no debiera haberlo hecho. Pero Gervasio siempre fue

impaciente. Nunca podía esperar. Su hora había llegado… y salió a su encuentro.Es bien sencillo.

El mayor Riddle carraspeó nervioso y dijo:—¿Entonces no la sorprendió que su esposo se quitara la vida? ¿Es que

esperaba que ocurriera una cosa semejante?—¡Oh, no! —Abrió mucho los ojos—. Uno no puede prever siempre el

futuro. Desde luego. Gervasio era un hombre muy extraño… muy pococorriente… distinto a todos. Era uno de los Grandes vuelto a nacer. Hace tiempoque y o lo sabía, y creo que él también, y le costaba conformarse con laspequeñas nimiedades del vivir cotidiano —y agregó mirando por encima delhombro del may or Riddle—: Ahora sonríe. Está pensando lo ingenuos que somostodos nosotros. Y en realidad lo somos… como los niños. Pretendiendo que lavida es real y que tiene importancia… La vida es, solamente, una de las GrandesIlusiones.

Comprendiendo que estaba luchando inútilmente, el may or Riddle, alzandomucho el tono de voz, preguntó desesperado:

—¿No puede ayudarnos a descifrar el porqué su esposo se quitó la vida?Ella se encogió de hombros.—Hay fuerzas que nos impulsan… que nos mueven… Ustedes no lo

comprenden. Ustedes se mueven solo en un plano material.Poirot tosió.—Hablando de plano material, madame, ¿tiene alguna idea de a quién ha

dejado su dinero?—¿Dinero? —Le miró extrañada—. Yo nunca pienso en el dinero.Su tono era altanero.Poirot tocó otro punto.

—¿A qué hora bajó a cenar esta noche?—¿A qué hora? ¿Qué es el Tiempo? Infinito, esa es la respuesta. El Tiempo es

infinito.Poirot murmuró:—Pero su esposo, madame, era muy particular acerca del tiempo…

especialmente, según he oído, con respecto a la hora de cenar.—¡Pobre Gervasio! —Sonrió con indulgencia—. Era una de sus manías, pero

le hacía feliz. De modo que nunca llegábamos tarde.—¿Se encontraba usted en el salón cuando sonó el primer batintín?—No, entonces estaba en mi habitación.—¿Recuerda quién estaba en el salón cuando usted bajó?—Creo que casi todo el mundo —replicó lady Chevenix-Gore con aire

despistado—. ¿Importa eso?—Posiblemente no —admitió Poirot—. Hay otra cosa más. ¿Le dijo su

esposo que sospechaba que le robaban?A lady Chevenix-Gore no pareció interesarle mucho la pregunta.—¿Robarle? No, creo que no.—Que le robaban, le estafaban… o algo por el estilo.—No… no… creo que no… Gervasio se hubiera enfadado mucho si alguien

hubiese osado hacer una cosa así.—¿De todas formas, no le dijo nada?—No… no. —Lady Chevenix-Gore meneó la cabeza sin gran interés—. Lo

recordaría…—¿Cuándo vio a su marido por última vez?—Entró en su habitación como de costumbre, cuando bajaba antes de cenar.

Mi doncella estaba conmigo y solo dijo que bajaba.—¿De qué habló durante las últimas semanas?—De la historia de la familia. Iba adelantando mucho. Descubrió que esa

señorita Lingard era una ayuda valiosísima. Le buscaba datos en el MuseoBritánico… y además trabajó con Lord Mulcaster en su libro, ¿sabe? Y tuvomucho tacto… quiero decir que no miraba las cosas poco convenientes. Despuésde todo hay antecesores que uno no desea ver convertidos en seres de malcomportamiento. Gervasio era muy sensible. A mí también me ha ayudado. Meha conseguido grandes informaciones acerca de Hatshepsut.

Lady Chevenix-Gore hizo esta declaración sin inmutarse.—Antes —continuó— fui sacerdotisa de Atlantis.El may or Riddle removiose inquieto en su butaca.—Er… er… muy interesante —dijo—. Bien, la verdad, lady Chevenix-Gore,

creo que esto es todo. Ha sido usted muy amable.Lady Chevenix-Gore se puso en pie, recogiendo los vuelos de su túnica

oriental.—Buenas noches —dijo, y luego, con los ojos fijos en un punto situado a

espaldas del may or Riddle, continuó—: Buenas noches, querido Gervasio.Desearía que me acompañaras, pero sé que tienes que quedarte aquí —y agregóa modo de explicación—: Hay que permanecer en el lugar donde se ha fallecidodurante veinticuatro horas por lo menos. Se tarda algún tiempo en poder moverselibremente y comunicar con los vivos.

Y dicho esto salió de la habitación. El may or Riddle se enjugó la frente.—¡Pst! —murmuró—. Está mucho más loca de lo que imaginaba. ¿Cree

realmente todas estas tonterías?Poirot meneó la cabeza pensativo.—Es posible que le sirva de ay uda —dijo—. En estos momentos necesita

crearse un mundo de ilusión para poder escapar a la cruda realidad de la muertede su esposo.

—A mí me parece tonta de remate —dijo el mayor Riddle—. Con todo esefárrago de insensateces y ni una palabra con sentido.

—No, no, amigo mío. Lo interesante es, como me hizo observar casualmenteHugo Trent, que en medio de todos sus desvaríos hay de vez en cuando unaverdad aplastante. Lo cual acaba de demostrar con su observación acerca deltacto de la señorita Lingard al no poner de relieve los antepasados indeseables.Créame, lady Chevenix-Gore no es tonta.

Poniéndose en pie comenzó a pasear de un lado a otro de la estancia.—En este asunto hay cosas que no me gustan. No, no me gustan lo más

mínimo.Riddle le contempló interesado.—¿Se refiere al motivo que le llevó al suicidio?—¡Suicidio… suicidio! Está usted equivocado, se lo aseguro. Es un error

psicológicamente. ¿Qué opinión tenía Chevenix-Gore de sí mismo? Que era unColoso, una persona de suma importancia, el centro del Universo. ¿Y un hombreasí va a destruirse a sí mismo? Seguro que no. Es muchísimo más probable quedestruyera a cualquier otro… algún miserable, algún ser humano semejante auna hormiga que hubiera osado causarle disgusto… ¡Un acto así debióconsiderarlo necesario… santificador! ¿Pero la propia destrucción? ¿Ladestrucción de semejante y o?

—Todo esto está muy bien, Poirot, pero es un caso bastante claro. La puertacerrada, la llave en el bolsillo del muerto. La ventana cerrada por dentro. Sé queesas cosas ocurren en las novelas… pero nunca se tropieza uno con ellas en lavida real. ¿Algo más?

—Pues, sí, hay algo más. —Poirot se sentó de nuevo—. Aquí estoy y o. SoyChevenix-Gore y estoy sentado ante mi escritorio… resuelto a matarmeporque… porque, digamos, porque he hecho un descubrimiento referente a un

terrible deshonor que mancha el nombre familiar. No es muy convincente, peropuede servirnos. Eh, bien, ¿qué hago? Escribo en un trozo de papel las palabras« LO LAMENTO» . Sí, eso es muy posible. Luego abro el cajón de mi mesa,saco la pistola que guardo en él; la cargo, si no está cargada y luego… ¿Me pegoun tiro? No, primero doy vuelta a mi silla… así, luego me inclino un poco hacia laderecha… así… y entonces… entonces acerco el cañón a mi sien y disparo.

Poirot se puso en pie de un salto y dando media vuelta preguntó:—¿Es que esto tiene sentido? ¿Por qué cambiar de sitio la silla?—Tal vez deseara mirar por la ventana. Ver por última vez su hacienda.—Mi querido amigo, usted no tiene la menor convicción de lo que sugiere. En

el fondo, sabe que es una tontería. A las ocho y ocho minutos es ya de noche, yde todas formas la cortina estaba corrida. No, tiene que haber otra explicación.

—Solo hay una que yo vea. Gervasio Chevenix-Gore estaba loco.Poirot meneó la cabeza sin dejarse convencer.—Veamos —dijo—. Pasemos a interrogar al resto de los invitados. Es

probable que así consigamos averiguar algo.

Capítulo VI

Después de las dificultades para obtener una declaración de lady Chevenix-Gore,el mayor Riddle encontró un alivio considerable al poder tratar con un abogadotan listo como Forbes.

El señor Forbes era extraordinariamente reservado y prudente en susrespuestas, pero todas iban directas al asunto.

Admitió que el suicidio de sir Gervasio había sido una gran sorpresa para él.Nunca hubiera considerado que fuese un hombre capaz de quitarse la vida, eignoraba lo que pudo impulsarle a ello.

—Sir Gervasio no era solo mi cliente, sino un antiguo amigo. Le conocíadesde niño. Yo diría que siempre había disfrutado de la vida.

—Dadas las circunstancias, señor Forbes, tengo que pedirle que hable contoda franqueza. ¿Conoce usted alguna ansiedad o pena secreta en la vida de sirGervasio?

—No. Tenía sus pequeñas preocupaciones, como todos los hombres, peronada serio.

—¿Ni enfermedades? ¿Algún disgusto entre él y su esposa?—No. Sir Gervasio y lady Chevenix-Gore estaban muy enamorados.—Lady Chevenix-Gore —dijo el mayor Riddle con cautela— parece tener

unas opiniones muy curiosas.El señor Forbes sonrió indulgente.—Las mujeres —dijo— tienen sus fantasías.El primer inspector continuó:—¿Usted llevaba todos los asuntos legales de sir Gervasio?—Sí, mi firma, « Forbes, Olive y Spence» , ha representado a la familia

Chevenix-Gore durante casi cien años.—¿Hubo algún… escándalo en la familia de los Chevenix-Gore?El señor Forbes enarcó las cejas.—La verdad, no le comprendo.—Señor Poirot, ¿quiere enseñar al señor Forbes la carta que me mostró a mí?En silencio, Poirot entregó la carta al señor Forbes con una pequeña

inclinación.Cuando Forbes la hubo leído, sus cejas se elevaron aún más.

—Una carta extraordinaria —dijo—. Ahora comprendo su pregunta. No, queyo sepa, no existía nada que pudiera justificar una misiva semejante.

—¿Sir Gervasio no le dijo nada de este asunto?—Absolutamente nada. Y debo confesar que me parece muy extraño que no

lo hiciera.—¿Solía confiarse a usted?—Creo que tenía fe en mi criterio.—¿Y no tiene la menor idea de a qué se refiere esta carta?—No quisiera hacer suposiciones temerarias.El mayor Riddle apreció la sutileza de su respuesta.—Ahora, señor Forbes, tal vez pueda decirnos a quién ha dejado sus

propiedades sir Gervasio.—Desde luego. No veo el menor inconveniente. A su esposa, sir Gervasio le

deja una renta anual de seis mil libras canjeables por la hacienda, y la casa deDower o la de la ciudad de la plaza Lowdes, a escoger, la que prefiera de las dos.Después hay varios legados y donaciones, pero nada sobresaliente. El resto desus propiedades las deja a su hija adoptiva Ruth, con la condición de que si secasa, su esposo deberá tomar el nombre de Chevenix-Gore.

—¿No deja nada a su sobrino Hugo Trent?—Sí. Un legado de cinco mil libras.—Tengo entendido que sir Gervasio era muy rico.—Riquísimo. Poseía una considerable fortuna particular aparte de la

hacienda. Claro que no estaba tan bien provisto como en el pasado.Prácticamente, todas las rentas invertidas habían sufrido las consecuencias de lacrisis. Además, sir Gervasio había perdido mucho dinero en cierta compañía… elSucedáneo Modelo de la Goma Sintética, en el que el coronel Bury le aconsejóque invirtiera gran cantidad de dinero.

—¿No fue un consejo acertado?Forbes suspiró.—Los militares retirados son las peores víctimas cuando se enredan en

operaciones financieras. He descubierto que su credulidad excede con mucho ala de las viudas… que ya es decir.

—Pero esas inversiones desafortunadas, ¿afectaron seriamente al capital desir Gervasio?

—No, seriamente, no. Seguía siendo un hombre riquísimo.—¿Cuándo ocurrió eso?—Dos años atrás.Poirot murmuró:—¿Este legado no es un poco injusto con Hugo Trent, el sobrino de sir

Gervasio? Después de todo, es el pariente más cercano de sir Gervasio.

Forbes encogiose de hombros.—Hay que tener en cuenta cierta parte de la historia familiar.—¿Como, por ejemplo…?El señor Forbes no parecía muy dispuesto a continuar.El mayor Riddle dijo:—No debe usted pensar que estamos dispuestos a sacar a relucir pasados

escándalos ni nada por el estilo, pero la carta que sir Gervasio escribió a monsieurPoirot ha de tener una explicación.

—No es nada escandalosa la explicación de la actitud de sir Gervasio hacia susobrino —replicó Forbes a toda prisa—. Sencillamente, es que sir Gervasiotomaba muy en serio su posición de cabeza de familia. Tenía un hermano menory una hermana. El hermano, Antonio Chevenix-Gore, murió en la guerra. Suhermana Pamela se casó con la desaprobación de sir Gervasio. Es decir,consideraba que debía haberle pedido su consentimiento y aprobación antes decontraer matrimonio. Él pensaba que la familia del capitán Trent no era lobastante distinguida para emparentar con los Chevenix-Gore. A su hermana ledivirtió su actitud, y el resultado fue que sir Gervasio siempre sintiose inclinado adesdeñar a su sobrino. Y creo que esto le impulsó a adoptar una niña.

—¿No tenía esperanzas de tener hijos propios?—No. Un año después de su matrimonio nació un niño prematuramente y los

médicos dijeron a lady Chevenix-Gore que nunca volvería a tenerlos. Dos añosmás tarde adoptaron a Ruth.

Poirot quiso saber:—¿Y quién era mademoiselle Ruth? ¿Cómo llegaron a hacerse cargo de ella?—Creo que era hija de algún pariente lejano.—Lo que había imaginado —replicó Poirot contemplando la pared donde

pendían los retratos familiares.—Puede apreciarse a simple vista que lleva su misma sangre… esa nariz, la

línea de la barbilla. La he visto repetida muchas veces en esos retratos.—Y también ha heredado su temperamento —dijo Forbes en tono seco.—Lo supongo. ¿Cómo se llevaba con su padre adoptivo?—Pues como puede usted imaginar. En más de una ocasión chocaron sus

voluntades, pero a pesar de esas peleas superficiales, en el fondo creo quereinaba la armonía.

—Sin embargo, ella le tenía preocupado…—En constante ansiedad. Pero le aseguro que no hasta el punto de impulsarle

al suicidio.—¡Ah, eso no! —convino Poirot—. Uno no se levanta la tapa de los sesos solo

por tener una hija testaruda. ¡Y mademoiselle hereda! ¿Sir Gervasio no pensónunca en variar su testamento?

—¡Ejem! —El señor Forbes carraspeó para ocultar su ligero embarazo—. Adecir verdad, recibí instrucciones de sir Gervasio al llegar aquí, es decir, hace unpar de días, para que redactase un nuevo testamento.

—¿Cómo? —El mayor Riddle acercó su silla un poco más—. No nos lo habíadicho.

El señor Forbes replicó a toda prisa:—Ustedes solo me preguntaron cuáles eran los términos del testamento de sir

Gervasio. He contestado a su pregunta. El nuevo testamento no estaba siquieraredactado convenientemente… y mucho menos firmado.

—¿Cuáles eran sus cláusulas? Puede que nos den una idea de cuál era elestado de ánimo de sir Gervasio.

—En lo principal era igual que el otro, pero la señorita Chevenix-Gore debíaheredar solo con la condición de que se casara con Hugo Trent.

—¡Ajá! —exclamó Poirot—. Pues ahí hay una gran diferencia.—Yo no aprobé esa cláusula —dijo Forbes—. Y le indiqué que era muy

posible que no fuese aceptada. El Tribunal no mira con buenos ojos semejantescondiciones. No obstante, sir Gervasio estaba decidido.

—¿Y la señorita Chevenix-Gore, o el señor Trent, se negaban a cumplirla?—Si el señor Trent no quería casarse con la señorita Chevenix-Gore, el dinero

pasaba a manos de ella sin más condiciones. Pero si él estaba dispuesto y ellarehusaba, heredaba él.

Poirot inclinose hacia delante y dio una palmada sobre la rodilla del abogado.—¿Pero qué se esconde detrás de todo esto? ¿Cuál era la idea de sir Gervasio

cuando estipuló esta condición? Tenía que haber algo muy definido… Creo queotro hombre… que él desaprobaba. Me parece, señor Forbes, que usted tiene quesaber quién era ese hombre…

—La verdad, señor Poirot, no tengo la menor idea.—Pero puede tratar de adivinarlo.—Yo nunca hago suposiciones —dijo Forbes escandalizado, y quitándose los

lentes se dedicó a limpiarlos con un pañuelo de seda. Luego preguntó:—¿Hay algo más que desean saber?—De momento, no —replicó Poirot—. No, es decir, por lo que a mí respecta.El señor Forbes dedicó su atención al primer inspector.—Gracias, señor Forbes. Creo que eso es todo. Si pudiera me gustaría hablar

con la señorita Chevenix-Gore.—Desde luego. Creo que está arriba con lady Chevenix-Gore.—¡Oh!, bueno, tal vez sea mejor que hable primero con…, ¿cómo se

llama…? Burrows, y la señorita que conoce la historia de la familia.—Los dos están en la biblioteca. Iré a avisarles.

Capítulo VII

—Trabajo duro el conseguir información de estos leguley os anticuados —dijo elmay or Riddle—. Todo el asunto parece girar en torno de la muchacha.

—Eso parece… sí.—¡Ah!, aquí está Burrows.Godfrey Burrows entró satisfecho de poder ser útil. Su sonrisa expresaba al

mismo tiempo cierto pesar, y dejaba ver demasiado sus dientes. Parecía másmecánica que espontánea.

—Ahora, señor Burrows, deseamos hacerle algunas preguntas.—Desde luego, mayor Riddle. Todas las que usted quiera.—Bueno, en primer lugar y antes de nada, ¿tiene alguna idea de por qué se

suicidó sir Gervasio?—Absolutamente ninguna. Ha sido una gran sorpresa para mí.—¿Oyó usted el disparo?—No; debía estar en la biblioteca. Bajé bastante pronto y fui a la biblioteca a

buscar una referencia que precisaba. La biblioteca está al otro lado de la casa, ala derecha del estudio, de modo que por eso no oí nada.

—¿Estaba alguien con usted? —le preguntó Poirot.—Nadie.—¿Tiene alguna idea de dónde estaban los demás en aquellos momentos?—La mayoría arriba, vistiéndose, supongo.—¿Cuándo fue usted al salón?—Poco antes de que llegara el señor Poirot. Todos estaban y a allí… excepto

sir Gervasio, claro.—¿Le pareció extraño no verle allí?—A decir verdad, sí. Por lo general estaba siempre en el salón antes de que

sonara el primer batintín.—¿Había observado algún cambio en sir Gervasio últimamente? ¿Estuvo

preocupado? ¿O inquieto? ¿O deprimido?Godfrey Burrows reflexionó.—No… creo que no. Quizás un poco… bueno, preocupado.—¿Pero no por un motivo concreto?—¡Oh, no!

—¿No… tenía preocupaciones económicas de ninguna clase?—Estaba bastante inquieto por los asuntos de cierta Compañía… La del

Sustituto Modelo de la Goma Sintética, para ser exacto.—¿Y qué dijo acerca de ello?De nuevo volvió a surgir la sonrisa mecánica de Godfrey Burrows, y siguió

pareciendo irreal.—Pues a decir verdad… lo que dijo fue: « El viejo Bury es un tonto o un

bribón. Supongo que un tonto. ¿Tendré que ser indulgente con él, por Vanda?» .—¿Y por qué dijo eso… « por Vanda» ? —preguntó Poirot.—Pues verá, lady Chevenix-Gore apreciaba mucho al coronel Bury y él la

idolatraba y seguía como un perro.—¿Y sir Gervasio no… estaba celoso?—¿Celoso? —Burrows le miró asombrado y luego echose a reír—. ¿Sir

Gervasio celoso? Vaya, nunca le hubiera cabido en la cabeza que nadie pudierapreferir a otro hombre antes que a él. Comprenderá, es imposible que sintieracelos.

—Usted no simpatizaba mucho con sir Chevenix-Gore, me parece…—¡Oh, sí! Solo que… bueno, todo eso resulta algo ridículo hoy en día.—¿A qué se refiere? —quiso saber Poirot.—Pues a esa manía de lo feudal. Esa adoración por los antepasados y la

arrogancia personal. Sir Gervasio era un hombre muy capaz en muchos sentidos,y había llevado una vida interesante, pero lo hubiera sido mucho más de no haberestado enteramente encerrado en sí mismo y en su propio egoísmo.

—¿Su hija estaba de acuerdo con usted en este punto?Burrows volvió a enrojecer… esta vez intensamente.—¡Imagino que la señorita Chevenix-Gore es bastante moderna!

Naturalmente que no iba a discutir con ella las rarezas de su padre.—¡Pero las jóvenes modernas critican mucho a sus padres! —dijo Poirot—.

¡Precisamente el espíritu moderno es criticarlos!Burrows se encogió de hombros.El mayor Riddle preguntó:—¿Y no hubo nada más… alguna otra preocupación económica? ¿Sir

Gervasio no le habló nunca de que le estaban estafando?—¿Estafando? —Burrows pareció muy asombrado—. No, no, no.—¿Y usted estaba en buenas relaciones con él?—Desde luego que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?—Soy yo quien pregunta, señor Burrows.El joven pareció ofenderse.—Estábamos en las mejores relaciones.—¿Sabía usted que sir Gervasio había escrito al señor Poirot pidiéndole que

viniera?—No.—¿Sir Gervasio escribía él mismo sus cartas?—No, casi siempre me las dictaba.—¿Pero no lo hizo en este caso?—No.—¿Y eso por qué? ¿Lo sabe?—No tengo la menor idea.—¿No encuentra alguna razón que explique el que la escribiera

personalmente?—No.—¡Ah! —exclamó el mayor Riddle—. Es bastante curioso. ¿Cuándo vio a sir

Gervasio por última vez?—Poco antes de que yo me fuera a vestir para la cena. Le llevé algunas

cartas para que las firmara.—¿Cuál era su estado de ánimo en aquellos momentos?—Completamente normal. Incluso aseguraría que estaba bastante satisfecho

de sí mismo por algo.Poirot moviose en su butaca.—¡Ah! —exclamó—. ¿De modo que esa es la impresión que usted sacó? Que

estaba satisfecho. Y no obstante, no mucho después, se pegó un tiro. ¡Es muyextraño!

Godfrey Burrows encogiose de hombros.—Solo le doy mi opinión.—Sí, sí, y nos es muy valiosa. Después de todo, usted es probablemente una

de las últimas personas que vio a sir Gervasio con vida.—Snell fue el último que lo vio.—Verle sí, pero no habló con él.Burrows no contestó.El mayor Riddle prosiguió el interrogatorio.—¿Qué hora era cuando usted subió a vestirse para la cena?—Las siete y cinco poco más o menos.—¿Y qué hizo sir Gervasio?—Yo le dejé en el estudio.—¿Cuánto tiempo empleaba normalmente en cambiarse de ropa?—Pues sus buenos tres cuartos de hora.—Entonces, si la cena era a las ocho y cuarto, probablemente subiría lo más

tarde a las siete y media. ¿No le parece?—Muy probable.—¿Usted subió temprano a vestirse?—Sí, pensé que podía cambiarme primero y luego ir a la biblioteca en busca

de unas referencias que necesitaba.Poirot asintió pensativo, y el may or Riddle dijo:—Bien, creo que esto es todo de momento. ¿Quiere enviarme a la señorita…

como se llame?La menuda señorita Lingard entró casi inmediatamente. Llevaba varias

pulseras que tintineaban mientras se sentaba.—Todo esto es… er… muy triste, señorita Lingard —comenzó a decir el

mayor Riddle.—Muy triste, desde luego —replicó la señorita Lingard con recato.—¿Cuándo vino usted a esta casa?—Hará unos dos meses. Sir Gervasio escribió a un amigo suyo del Museo…

el coronel Fotheringay… y el coronel se acordó de mí. He realizado grancantidad de trabajos sobre investigaciones históricas.

—¿Sir Gervasio era un hombre difícil para trabajar a su lado?—¡Oh, no! Claro que había que llevarle la corriente. Pero con los hombres

siempre hay que hacerlo.Con la desagradable sensación de que probablemente la señorita Lingard se

estaba burlando de él en aquellos momentos, el may or Riddle continuó:—¿Su trabajo aquí consistía en ay udar a sir Gervasio a escribir la historia de

la familia?—Sí.—¿Y de qué modo?—Pues, en realidad, representaba escribir el libro. —Por un momento miss

Lingard pareció un ser humano y sus ojos parpadearon al explicar—: Yo buscabatoda la información, hacía las notas y preparaba el material. Y luego, más tarde,me dedicaba a revisar lo que había escrito sir Gervasio.

—Debía tener que emplear mucho tacto, mademoiselle —dijo Poirot.—Tacto y firmeza. Dos cosas necesarias —replicó la señorita Lingard.—¿A sir Gervasio no le molestaba su… er… firmeza?—En absoluto. Claro que yo le hacía ver que no debía preocuparse por todos

los detalles insignificantes que se presentasen.—Sí, ya entiendo.—Era muy sencillo —dijo la señorita Lingard—. Sir Gervasio era muy fácil

de manejar si uno sabía cómo tratarle.—Ahora, señorita Lingard, quisiera saber si puede ayudarnos a arrojar algo

de luz sobre esta tragedia.La señorita Lingard meneó la cabeza.—Me temo que no. Comprenda, es natural que no confiara en mí. Yo era

prácticamente una extraña, y de todas formas creo que era demasiado orgullosopara hablar con nadie de los conflictos familiares.

—¿Pero usted cree que fueron los conflictos familiares lo que le impulsó aquitarse la vida?

La señorita Lingard pareció bastante sorprendida.—¡Pues claro! ¿Es que cabe otra suposición?—¿Está segura de que le preocupaban los asuntos de familia?—Sé que estaba en un grave conflicto mental.—¿Usted sabe?—Pues claro.—Dígame, mademoiselle, ¿le habló del asunto?—Directamente no.—¿Qué fue lo que le dijo?—Déjeme pensar. Descubrí que no prestaba atención a lo que y o le decía…—Un momento. Pardon, ¿cuándo fue eso?—Esta tarde. Solíamos trabajar de tres a cinco.—Por favor, continúe.—Como le digo, sir Gervasio encontraba dificultades en concentrarse… de

hecho, eso dijo, añadiendo que tenía varios asuntos graves que no conseguíaapartar de su pensamiento. Y dijo… deje que recuerde… algo así… claro que nopuedo asegurar si fueron estas mismas palabras. « Es algo terrible, señoritaLingard, que una familia que siempre ha sido de las más importantes del país sevea de pronto manchada por el deshonor» .

—¿Y qué dijo usted a eso?—Cualquier cosa, para consolarle. Creo que dije que cada generación tiene

sus flaquezas… que esa es una de las penalidades de la grandeza… pero que suscaídas raramente eran recordadas en la posteridad.

—¿Y consiguió usted el efecto consolador que esperaba?—Más o menos. Volvimos a ocuparnos de sir Roger Chevenix-Gore. Había

descubierto una mención suya muy interesante en un manuscritocontemporáneo. Pero la imaginación de sir Gervasio estaba en otra parte. Al findijo que no quería trabajar más. Que había tenido un gran disgusto.

—¿Un disgusto?—Eso es lo que dijo. Desde luego, yo no hice más preguntas, limitándome a

decir: « Lo siento, sir Gervasio» . Y luego me pidió que dijera a Snell que el señorPoirot llegaría por la noche, que la cena se sirviera a las ocho y cuarto y queenviase el coche a esperarle a la estación a las siete cincuenta.

—¿Acostumbraba a pedirle que transmitiera estas órdenes?—Pues… no… En realidad eso era cosa del señor Burrows. Yo no hacía otra

cosa que mi trabajo literario. No era su secretaria en ningún sentido de lapalabra.

Poirot preguntó:

—¿Usted cree que sir Gervasio tuvo alguna razón para pedir que lo hicierausted en vez del señor Burrows?

La señorita Lingard reflexionó.—Pues es posible que la tuviera… entonces no lo pensé. Solo lo consideré una

cuestión de conveniencia. No obstante, es cierto; ahora que lo pienso, me pidióque no dijera a nadie que iba a venir el señor Poirot. Dijo que sería una sorpresa.

—¡Ah!, eso dijo, ¿eh? Muy curioso, muy interesante. ¿Y se lo dijo usted aalguien?

—Desde luego que no, señor Poirot. Le dije a Snell lo de la cena y queenviase el coche a la estación para esperar a un caballero que llegaría en el trende las siete cincuenta.

—¿Sir Gervasio dijo algo más que tuviera que ver con esta situación?—No…, creo que no… Era muy reservado… Recuerdo que cuando ya iba a

salir de la habitación dijo: « No es que sirva de nada el que venga ahora. Esdemasiado tarde» .

—¿Y no tiene usted idea de lo que quiso decir con eso?—No… no.Hubo una vacilación apenas perceptible en su respuesta, y Poirot repitió con

el ceño fruncido:—Demasiado tarde. Eso es lo que dijo, ¿verdad? Demasiado tarde.El may or Riddle intervino de nuevo:—¿No puede darnos alguna idea, señorita Lingard, de la naturaleza del

problema que tanto preocupó a sir Gervasio?—Tengo la impresión de que estaba en cierto modo relacionado con Hugo

Trent —dijo la señorita Lingard despacio.—¿Con Hugo Trent? ¿Por qué lo cree así?—Bueno, no es nada concreto, pero ayer tarde estuvimos hablando de sir

Hugo de Chevenix, quien me temo que no se comportó demasiado bien en lasBatallas de Flores, y sir Gervasio dijo: « ¡Mi hermana escogería el nombre deHugo entre los de la familia para su hijo! Debiera haber sabido que ningún Hugopodía resultar bien» .

—Lo que acaba de decir es sugestivo —repuso Poirot—. Sí, y me da unanueva idea.

—¿Sir Gervasio no dijo nada más definitivo que eso? —preguntó el may orRiddle.

La señorita Lingard meneó la cabeza.—No, y desde luego y o nada dije. Sir Gervasio hablaba solo en realidad, sin

dirigirse a mí.—Lo comprendo.Poirot le dijo:

—Mademoiselle, usted es una persona ajena a la casa y lleva aquí dos meses.Creo que sería muy conveniente que nos dijera con toda sinceridad la opiniónque le merece la familia y los criados.

La señorita Lingard, quitándose los lentes, parpadeó pensativa.—Bien, con toda franqueza, al principio pensé que me había metido en una

casa de locos. La señora Chevenix-Gore continuamente viendo cosas que noexistían, y sir Gervasio comportándose como… como un rey… y dramatizandode la forma más extraordinaria… bueno, pensé que eran las personas másextrañas que había conocido. Claro que la señorita Chevenix-Gore eracompletamente normal, y no tardé en descubrir que lady Chevenix-Gore era enextremo amable y simpática. Nadie pudo portarse mejor conmigo. En cuanto asir Gervasio… la verdad, creo que estaba loco. Su egomanía…, ¿es así como sellama…?, iba empeorando de día en día.

—¿Y los otros?—Supongo que el señor Burrows tendría sus dificultades con sir Gervasio, y

creo que le alegró que nuestro trabajo en el libro le dejara un poco más derespiro. El coronel Bury siempre ha sido encantador. Es un rendido admirador delady Chevenix-Gore y se llevaba muy bien con sir Gervasio. El señor Trent, elseñor Forbes y la señorita Cardwell llevan aquí pocos días y, claro, no sé grancosa de ellos.

—Gracias, mademoiselle. ¿Y qué dice del encargado, el capitán Lake?—Es un hombre muy simpático. Todo el mundo le apreciaba.—¿Incluso sir Gervasio?—Sí. Le oí decir que Lake era el mejor encargado que había tenido. Claro

que el capitán Lake tenía también sus dificultades con sir Gervasio… pero enconjunto sabía llevarle bastante bien. No era cosa fácil.

Poirot asintió pensativo y murmuró:—Había algo… algo que quería preguntarle… una cosa sin importancia…

¿Qué sería?La señorita Lingard volvió su rostro paciente hacia él, mas Poirot meneó la

cabeza contrariado.—¡Vay a! Si lo tengo en la punta de la lengua…El may or Riddle aguardó unos instantes más y viendo que el detective

continuaba frunciendo el ceño esforzándose por recordar, volvió a tomar lainiciativa.

—¿Cuándo vio por última vez a sir Gervasio?—A la hora del té, en esta habitación.—¿A qué hora tenía costumbre de bajar?—A las ocho.—¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Normal?

—Tan normal como podía estar él.—¿Observó algún nerviosismo entre los invitados?—No, creo que todos estaban como de ordinario.—¿Dónde fue sir Gervasio después de tomar el té?—Estuvo en el despacho con el señor Burrows, como de costumbre.—¿Y fue esa la última vez que le vio?—Sí, yo fui al cuartito de estar donde trabajaba, y estuve pasando a máquina

un capítulo del libro que había corregido con sir Gervasio hasta las siete de latarde, luego subí a mi habitación para descansar y vestirme para la cena.

—Tengo entendido que oy ó usted el disparo.—Sí, yo estaba en esta habitación. Oí una detonación y salí al recibidor,

donde se encontraban el señor Trent y la señorita Cardwell. El señor Trentpreguntó a Snell si había champaña para la cena, y estuvo bromeando. A nadie sele ocurrió tomarlo en serio. Estábamos seguros de que debía tratarse de unaexplosión de motor de algún automóvil.

—¿Oy ó usted decir al señor Trent: « Siempre cabe la posibilidad de que sehay a cometido un crimen» ? —preguntó Poirot.

—Creo que dijo algo así… bromeando, claro.—¿Qué ocurrió después?—Que todos entramos aquí.—¿Recuerda en qué orden fueron bajando los demás?—Creo que la señorita Chevenix-Gore fue la primera, y luego el señor

Forbes. El coronel Bury y lady Chevenix-Gore entraron juntos, el señor Burrowsinmediatamente después. Me parece que fue en ese orden, pero no puedoasegurarlo porque más o menos llegaron todos casi al mismo tiempo.

—¿Reunidos por el sonido del primer batintín?—Sí. Siempre que sonaba el batintín todos se apresuraban. Sir Gervasio era

terriblemente exigente en cuanto a la puntualidad a la hora de la cena. Casisiempre estaba ya en esta habitación antes de que sonara el primer batintín.

—¿Le sorprendió no verle en esta ocasión?—Muchísimo.—¡Ah, ya lo tengo! —exclamó Poirot.Y como los otros dos le miraban extrañados, animadamente explicó:—Acabo de recordar lo que quería preguntarle. Mademoiselle, esta noche,

cuando todos fuimos al despacho cuando Snell nos comunicó que estaba cerrado,usted se detuvo y recogió algo del suelo.

—¿Sí? —La señorita Lingard pareció muy sorprendida.—Sí, precisamente al doblar hacia el pasillo que lleva al despacho. Era algo

pequeño y brillante.—Qué raro… no lo recuerdo. Espere un momento… Ah, y a sé. Solo que no

había vuelto a pensar en ello. Déjeme ver… tiene que estar aquí.

Y abriendo su bolso de raso negro, vació su contenido sobre la mesa.Poirot y el mayor Riddle revisaron aquella colección de objetos con sumo

interés. Dos pañuelos, una polvera, un manojo de llaves, la funda de los lentes yotro objeto que Poirot cogió con avidez.

—¡Una bala, cielo santo! —exclamó el may or Riddle.El objeto tenía la forma de una bala, pero resultó ser un lapicero.—Eso es lo que cogí del suelo —explicó la señorita Lingard—. Ya lo había

olvidado.—¿Sabe a quién pertenece?—¡Oh, sí, es del coronel Bury ! Lo hizo hacer con una bala que le hirió… o

mejor dicho, que no le hirió, no sé si me entiende, en la guerra de Sudáfrica.—¿Sabe cuándo la perdió?—Pues esta tarde lo tenía mientras jugaba al bridge, porque me fijé que

anotaba el tanteo con él, cuando entré a tomar el té.—¿Quiénes jugaban al bridge?—El coronel Bury, lady Chevenix-Gore, el señor Trent y la señorita Cardwell.—Creo —dijo Poirot en tono amable— que será mejor que nos quedemos

con el lápiz para devolvérselo al coronel.—Sí, hágalo, por favor. Soy muy distraída y pudiera olvidarme.—Mademoiselle, tal vez será usted tan amable de pedir al coronel Bury que

venga aquí ahora.—Desde luego. Iré a buscarle en seguida.Y se marchó a toda prisa. Poirot comenzó a pasear por la habitación.—Empezamos a reconstruir lo ocurrido esta tarde —dijo—. Es interesante. A

las dos y media sir Gervasio estuvo pasando cuentas con el capitán Lake.Ligeramente preocupado. A las tres, discute acerca del libro que está escribiendocon la señorita Lingard. Preocupadísimo. La señorita Lingard asocia supreocupación con Hugo Trent basándose en un comentario casual. A la hora delté su comportamiento es normal. Después del té, Godfrey Burrows nos dice queestaba como satisfecho por algo. A las ocho menos cinco baja, entra en eldespacho, garabatea las palabras « LO LAMENTO» en una hoja de papel y sepega un tiro.

Riddle dijo despacio:—Sé lo que quiere decir. No tiene consistencia.—¡Extraños cambios de humor! Primero preocupado… luego

preocupadísimo… más tarde normal… y al fin, satisfecho. ¡Es curioso! Y luegola frase empleada: « Demasiado tarde» . Que yo iba a llegar « demasiadotarde» . Bien, eso es cierto. Llegué demasiado tarde… para verlo vivo.

—Ya comprendo. ¿Usted cree realmente…?—Nunca sabré por qué envió a buscarme. ¡Eso es seguro!Poirot seguía paseando por la estancia. Movió de lugar dos objetos que había

encima de la chimenea; examinó la mesa de juego que estaba junto a la pared, yextrajo del cajón las libretas del tanteo. Luego dirigiose al escritorio pararegistrar el cesto de los papeles. No había nada más que una bolsa de papel. Lacogió y al olerla murmuró: « Naranjas» . Luego la desarrugó para leer elnombre que llevaba impreso: « Carpenters e Hijos. Frutería, Hamborough St.Mary» . Estaba alisándola cuidadosamente Cuando entró el coronel Bury.

Capítulo VIII

El coronel, dejándose caer en una silla, suspiró y dijo meneando la cabeza:—Este es un terrible asunto, Riddle. Lady Chevenix-Gore se está portando

maravillosamente… maravillosamente. ¡Es una gran mujer! ¡Está llena devalor!

Volviendo a ocupar su butaca, Poirot dijo sin apresurarse:—Creo que usted la conoce desde hace muchos años…—Sí, ya lo creo, estuve en su puesta de largo. Recuerdo que llevaba unos

capullos de rosa en el pelo, y un vestido blanco muy vaporoso… ¡No habíamuchacha en el salón que pudiera compararse con ella!

Su voz estaba llena de entusiasmo. Poirot le tendió el lápiz.—Creo que esto es suyo.—¿Eh? ¿Qué? ¡Oh!, gracias, lo he utilizado esta tarde cuando jugábamos al

bridge. Fue sorprendente, ¿sabe? Tuve tres veces seguidas cien honores en picos.Nunca me había ocurrido.

—Tengo entendido que jugaban al bridge antes del té —dijo Poirot—. ¿Cuálera el estado de ánimo de sir Gervasio cuando fue a tomarlo?

—Natural… completamente normal. Nunca hubiera imaginado queproy ectara quitarse de en medio. Pensándolo más despacio, quizás estuviera unpoquitín más excitado que de costumbre.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?—¡Pues entonces! A la hora del té. No volví a verle vivo.—¿No fue usted al despacho después del té?—No, no volví a verle.—¿A qué hora bajó a cenar?—Después de sonar el primer batintín.—¿Bajó usted junto con lady Chevenix-Gore?—No… er… nosotros… nos encontramos en el recibidor. Creo que había

estado en el comedor revisando las flores… o algo así.El mayor Riddle se dispuso a intervenir.—Espero que no se moleste, coronel Bury, si le hago una pregunta un tanto

personal. ¿Hubo algún disgusto entre usted y sir Gervasio por causa de laCompañía del Sucedáneo Modelo de la Goma?

El coronel se puso como la grana.—En absoluto. En absoluto. El viejo Gervasio era un individuo muy poco

razonable. No hemos de olvidarlo. ¡Siempre esperaba que lo que él tocase seconvirtiera en oro! No parecía comprender que el mundo entero atraviesa unperíodo de crisis, y que todos los valores y acciones tienen que resentirse.

—¿De modo que hubo ciertas discusiones entre ustedes?—Pero no disgustos. ¡Solo que él era un intransigente!—¿Le hacía a usted responsable de ciertas pérdidas que había sufrido?—¡Gervasio no era un ser normal! Vanda lo sabía, pero siempre supo

manejarle. Yo me alegraba de dejarlo todo en sus manos.Poirot carraspeó, y el mayor Riddle, después de mirarle, se dispuso a

cambiar de tema.—Sé que es usted un antiguo amigo de la familia, coronel Bury. ¿Tiene idea

de quién heredará el dinero de sir Gervasio?—Pues imagino que la mayor parte Ruth. Eso es lo que colijo por lo que

Gervasio dejó entrever hace poco.—¿No le parece que no es justo para Hugo Trent?—A Gervasio no le era simpático. Nunca pudo tragarle.—Pero tenía un gran concepto de la familia, y al fin y al cabo la señorita

Chevenix-Gore solo era su hija adoptiva.El coronel Bury vacilaba, y tras gruñir unos instantes repuso:—Escuche, será mejor que se lo cuente. Desde luego es realmente

interesante y además estrictamente confidencial, ¿eh?—Desde luego…, desde luego.—Ruth es ilegítima, pero de todas formas es una Chevenix-Gore. Es hija de

un hermano de Gervasio, Antonio, que murió en la guerra. Al parecer tuvo unaaventura con una mecanógrafa. Cuando le mataron, ella escribió a Vanda. Vandafue a verla… estaba esperando un niño. Vanda habló con Gervasio, acababan dedecirle que ella no podría volver a tener hijos, y el resultado fue que se hicieroncargo de la pequeña cuando nació, adoptándola legalmente. La madre renunció atodos sus derechos. Han criado a Ruth como si fuera su propia hija, y solo hayque mirarla para comprender que es una Chevenix-Gore.

—¡Ajá! —exclamó Poirot—. Ya comprendo. Eso aclara mucho la actitud desir Gervasio. Pero si le desagradaba Hugo Trent, ¿por qué tanto interés en casarlocon mademoiselle Ruth?

—Para arreglar la posición de la familia. De este modo dejaba satisfecha laopinión que él tenía de los convencionalismos.

—¿Pero a pesar de ello no le gustaba ni confiaba en ese joven?El coronel Bury gruñó.—Usted no comprendería al viejo Gervasio. No consideraba a las personas

como seres humanos. ¡Disponía los matrimonios como si los contrayentes fueran

de la realeza! Consideraba conveniente que Ruth y Hugo se casaran y Hugotomase el apellido Chevenix-Gore. Lo que ellos pensaran no tenía importancia.

—¿Y la señorita Ruth estaba dispuesta a complacerle?El coronel Bury echose a reír.—¿Ella? ¡Qué va!—¿Sabía usted que poco antes de su muerte, sir Gervasio estuvo redactando

un nuevo testamento según el cual la señorita Chevenix-Gore heredaba solo conla condición de que se casara con Hugo Trent?

El coronel Bury lanzó un silbido.—¿Entonces había olfateado lo que había entre ella y Burrows?Tan pronto como lo hubo dicho se arrepintió, pero era demasiado tarde; Poirot

lo había comprendido perfectamente.—¿Había algo entre mademoiselle Ruth y el joven monsieur Burrows?—Probablemente nada… Nada en absoluto.El mayor Riddle carraspeó y dijo:—Creo, coronel Bury, que debe decirnos todo lo que sepa. Pudo tener

relación directa con el estado de ánimo de sir Gervasio.—Es posible —replicó el coronel Bury sin gran convencimiento—. Bien, la

verdad es que el joven Burrows no es mal parecido… por lo menos eso piensanlas mujeres, y últimamente él y Ruth siempre estaban juntos, cosa que aGervasio no le gustaba nada… nada en absoluto. No quiso despedirle por temor aprecipitar los acontecimientos. Sabía cómo es Ruth. No consiente que nadie le déórdenes. Por eso supongo que ideó ese plan. Ruth no lo sacrificaría todo por elamor. Le gusta comer bien y tener dinero.

—¿Usted aprobaba al señor Burrows?El coronel expresó la opinión de que Godfrey Burrows era un tanto

quisquilloso, cosa que hizo sonreír al mayor Riddle.Le hicieron algunas preguntas más y al fin el coronel se marchó.Riddle dirigió una mirada a Poirot, que permanecía absorto en sus

pensamientos.—¿Qué opina de todo esto, Poirot?—Me parece ver un esquema —dijo levantando las manos—, un proy ecto

determinado.—Es difícil —dijo Riddle.—Sí, es difícil, pero cada vez va aumentando su significado una frase apenas

musitada.—¿Cuál es?—La frase en tono de broma pronunciada por Hugo Trent: « Siempre cabe la

posibilidad del crimen…» .—Sí —replicó Riddle en tono seco—. Ya me he dado cuenta de que desde el

principio se ha sentido usted inclinado hacia esa posibilidad.

—¿No está de acuerdo conmigo en que cuanto más sabemos, menos motivosencontramos para el suicidio? ¡En cambio, para el asesinato tenemos unasorprendente colección de ellos!

—No obstante, hemos de recordar los hechos… la puerta cerrada, la llave enel bolsillo del muerto… Horquillas dobladas, cuerdas… toda clase de trucos.Supongo que sería posible… ¿Pero dan resultado esas cosas en la realidad? Eso eslo que dudo.

—De todas maneras, examinemos el caso desde el punto de vista de asesinatoy no como si se tratara de suicidio.

—De acuerdo. ¡Estando usted presente, probablemente sería asesinato!Poirot sonrió.—No me gusta ese comentario.Volvió a ponerse serio.—Sí, examinemos el caso desde la base del crimen. Se oy e el disparo. En el

recibidor se encuentran cuatro personas: la señorita Lingard, Hugo Trent, laseñorita Cardwell y Snell. ¿Dónde están los demás?

—Burrows en la biblioteca, según su propia declaración. Nadie puedecomprobarlo. Los otros en sus habitaciones, ¿pero quién sabe dónde estaban enrealidad? Al parecer todos bajaron por separado. Después lady Chevenix-Gore yBury se encontraron en el vestíbulo. Lady Chevenix-Gore salía del comedor. ¿Dedónde venía Bury ? ¿No es posible que viniera no de arriba, sino del despacho?Tenemos el lápiz.

—Sí, el lápiz es interesante. No demostró la menor emoción al verlo, pero talvez fuese por no saber dónde lo habíamos encontrado, o ignorara el haberloperdido. Veamos, ¿quién más estaba jugando al bridge cuando utilizó el lápiz?Hugo Trent y la señorita Cardwell, y quedan descartados. La señorita Lingard yel may ordomo pueden probar sus coartadas. Queda lady Chevenix-Gore.

—No se puede sospechar seriamente de ella.—¿Por qué no, amigo mío? ¡Le aseguro que yo puedo sospechar de todo el

mundo! Supongamos que, a pesar de su aparente devoción a su esposo, fuera alfiel Bury a quien amase en realidad…

—¡Hum! —dijo Riddle—. En cierto modo ha sido una especie de ménage átrois durante años.

—¿Hubo algún disgusto por esta causa entre sir Gervasio y el coronel Bury ?—Es cierto que sir Gervasio podía hacerse verdaderamente desagradable.

Ignoramos lo que habrá en el fondo. Podría concordar con el haberle llamado austed. Digamos que sir Gervasio sospechaba que Bury le robaba, pero que nodeseaba que trascendiera, por temor a que su esposa estuviera tambiéncomplicada. Sí, es posible. Eso les da a los dos un motivo. Y es un poco extrañoque lady Chevenix-Gore hay a tomado la muerte de su esposo con tanta calma.

—Luego hay otra complicación —dijo Poirot—. La señorita Chevenix-Gorey Burrows. Les interesa muchísimo que sir Gervasio no firme el testamentonuevo. Según el anterior, ella lo hereda todo con la única condición de que suesposo tome el nombre de la familia…

—Sí, y lo que Burrows explica acerca de la actitud de sir Gervasio de estatarde es un tanto extraño. ¡Que estaba contento y como satisfecho por algo! Esono concuerda con las declaraciones de los demás.

—Luego tenemos también al señor Forbes. Muy correcto, muy severo, ypertenece a una firma antigua y bien establecida. Pero los abogados, incluso losmás respetables, sienten preferencia por utilizar el dinero de sus clientes cuandose ven en un apuro.

—Creo que lo presenta de un modo demasiado sensacional, Poirot.—¿Usted cree que lo que insinúo solo ocurre en las películas? ¡Pero, may or

Riddle, si la vida real es a menudo mucho más sorprendente que las historias quevemos en el cine!

—Será mejor que terminemos de interrogar a los que faltan, ¿no le parece?—replicó el inspector—. Se está haciendo tarde. Aún no hemos visto a RuthChevenix-Gore, y probablemente es la más importante de todos.

—Estoy de acuerdo con usted. Y también falta la señorita Cardwell. Tal vezserá mejor que hablemos primero con ella, puesto que no nos llevará tantotiempo, y luego veremos a la señorita Chevenix-Gore.

—Muy buena idea.

Capítulo IX

Aquella tarde, Poirot había dirigido a Susana Cardwell solo una miradasuperficial, y ahora la examinó con más atención. Tenía un rostro inteligente, nodemasiado hermoso, pero con un atractivo que hubiera envidiado más de unamuchacha bonita. Sus cabellos eran magníficos, e iba hábilmente maquillada.Pensó que sus ojos eran observadores.

Después de algunas preguntas preliminares, el mayor Riddle dijo:—Ignoro lo íntimamente que usted conoce a la familia, señorita Cardwell…—No les conozco en absoluto. Hugo consiguió que me invitaran.—Entonces, ¿es usted amiga de Hugo Trent?—Sí, esa es mi posición exacta. Amiga de Hugo. —Susana Cardwell sonrió al

pronunciar estas últimas palabras.—¿Le conoce desde hace mucho tiempo?—¡Oh, no!, hará solo cosa de un mes.Hizo una pausa antes de agregar:—Voy camino de convertirme en su prometida.—¿Y la trajo aquí para presentarle a su familia?—No, nada de eso. Lo llevamos muy en secreto. Solo vine para explorar el

terreno. Hugo me dijo que esto era como una casa de locos, y creí convenienteverlo por mí misma. Hugo, el pobrecillo, es un encanto, pero no tiene cerebro.Comprenda, la posición era bastante crítica. Ni Hugo ni yo tenemos dinero, y alviejo sir Gervasio, que era la principal esperanza de Hugo, se le había metido enla cabeza casarlo con Ruth. Hugo es un poco débil. Pudiera haberse avenido acontraer ese matrimonio con idea de separarse más tarde.

—¿Y esa idea no le parecía bien a usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.—Desde luego que no. Ruth pudiera haberse negado luego a divorciarse, o

algo por el estilo. Y me mantuve firme. No iría a la iglesia de Saint Paul hastaque pudiera hacerlo con un ramo de lirios.

—¿De modo que vino a estudiar la situación por sí misma?—Sí.—¡Eh bien! —exclamó Poirot.—Pues, desde luego, Hugo tenía razón. ¡Todos están locos!, excepto Ruth, que

parece muy razonable. Tiene novio y es tan contraria a ese matrimonio como

yo.—¿Se refiere al señor Burrows?—¿Burrows? Desde luego que no. Ruth no se enamoraría de una persona tan

falsa como él.—¿Entonces quién es el afortunado mortal?Susana Cardwell hizo una pausa que empleó en encender un pitillo, y luego

agregó:—Será mejor que se lo pregunten a ella. Después de todo no es asunto mío.El mayor Riddle preguntó:—¿Cuándo fue la última vez que vio a sir Gervasio?—A la hora del té.—¿Le sorprendió su estado de ánimo?La muchacha encogiose de hombros.—No más que de costumbre.—¿Qué hizo usted después del té?—Estuve jugando al billar con Hugo.—¿No volvió a ver a sir Gervasio?—No.—¿Y qué me dice del disparo?—Eso fue bastante extraño. Creí que había sonado el primer batintín, y por

eso acabé de vestirme precipitadamente, y al salir de mi habitación creí oír elsegundo batintín y me apresuré a bajar la escalera. La primera noche habíallegado a cenar con un minuto de retraso y Hugo me dijo que estuve a punto deechar a pique nuestras esperanzas para convencer al viejo, de modo que casicorría. Hugo iba delante de mí y entonces sonó una extraña detonación y Hugodijo que había sido el corcho de una botella de champaña, pero Snell replicó:« No» , y de todas formas no creo que sonara en el comedor. La señorita Lingardcreyó que el ruido venía de arriba, pero todos estuvimos de acuerdo en que debióser una falsa explosión y entramos en el salón sin pensar más en ello.

—¿No se le ocurrió ni por un momento que sir Gervasio pudo haberse pegadoun tiro? —preguntó Poirot.

—Y y o le pregunto: ¿por qué iba a pensar semejante cosa? El viejo parecíadisfrutar bastante de la vida. Nunca hubiese imaginado que hiciera una cosa así.Ni puedo imaginar por qué lo hizo, aunque supongo que porque estaba loco.

—Una infortunada ocurrencia.—Mucho… para Hugo y para mí. Supongo que no le habrá dejado nada, o

casi nada.—¿Quién se lo ha dicho?—Hugo lo supo por el viejo Forbes.—Bien, señorita Cardwell. —El may or Riddle hizo una pequeña pausa—.

Creo que eso es todo. ¿Cree que la señorita Chevenix-Gore se encontrará

dispuesta a bajar para hablar con nosotros?—Creo que sí. Iré a decírselo.Poirot intervino.—Un momento, mademoiselle. ¿Ha visto esto antes?Le mostró el lapicero en forma de bala.—Oh, sí, lo vi esta tarde cuando jugábamos al bridge. Creo que pertenece al

coronel Bury.—¿Se lo llevó al terminar el juego?—No tengo la menor idea.—Gracias, mademoiselle. Eso es todo.—Bien, avisaré a Ruth.Ruth Chevenix-Gore entró en la habitación como una reina. Sus colores eran

vivos y llevaba la cabeza ligeramente erguida, pero sus ojos, igual que los deSusana Cardwell, eran observadores. Su vestido era el mismo que le vio Poirot asu llegada… de un tono melocotón muy pálido. En el hombro llevaba prendidauna rosa color salmón que antes estaba fresca y lozana y ahora comenzaba amarchitarse.

—¿Y bien? —dijo Ruth.—Siento muchísimo molestarla —comenzó a decir el may or Riddle.—Claro que tiene que molestarme. Igual que a todo el mundo. Aunque yo no

puedo ayudarle. No tengo la más ligera idea de por qué se mató el viejo. Todo loque puedo decirles es que nunca hubiera esperado de él semejante cosa.

—¿Observó algo anormal en él? ¿Estaba deprimido, extremadamenteexcitado, algo que se saliera de lo normal?

—No creo. No me fijé…—¿Cuándo lo vio por última vez?—A la hora del té.—¿No fue a su despacho… más tarde? —preguntó Poirot.—No. La última vez que le vi fue en esta habitación. Ahí, sentado.Indicó una silla.—Ya. ¿Ha visto alguna vez este lápiz, mademoiselle?—Es del coronel Bury.—¿Lo ha visto últimamente?—La verdad, no recuerdo.—¿Sabe usted si hubo algún… desacuerdo entre sir Gervasio y el coronel

Bury ?—¿Se refiere acerca de la Compañía de Sucedáneo de la Goma?—Sí.—Creo que sí. ¡Estaba furioso por esa cuestión!—¿Tal vez creía que le habían estafado?Ruth encogiose de hombros.

—No entendía nada de negocios.Poirot dijo:—¿Puedo hacerle una pregunta, mademoiselle…, una pregunta un tanto

impertinente?—Desde luego.—Es esta: ¿siente usted que… su padre haya muerto?—Claro que sí. —Le miró extrañada—. No me gusta llorar, pero le echaré de

menos… Quería al Viejo. Así es como le llamamos Hugo y y o. El « Viejo» …¿sabe?… como en las antiguas tribus patriarcales. Suena un tanto irrespetuoso,pero, en realidad, tras esa palabra se esconde mucho afecto. ¡Claro que era el sermás testarudo e insoportable que ha existido nunca!

—Me interesan sus palabras, mademoiselle.—¡El « Viejo» tenía el cerebro de un mosquito! Siento tener que decirlo, pero

es cierto. Era incapaz de realizar ningún trabajo cerebral. Aparte de esto, eratodo un carácter. ¡Valiente como el que más! Capaz de ir al Polo, o batirse enduelo. Siempre pensé que se pavoneaba tanto porque sabía que no teníainteligencia. Cualquiera podía engañarle.

Poirot sacó la carta de su bolsillo:—Lea esto, mademoiselle.Ella obedeció y luego se la devolvió.—¡De modo que es esto lo que le ha traído aquí!—¿Le sugiere alguna cosa?—No. —Meneó la cabeza—. Probablemente es bien cierto. Cualquiera pudo

robarle. Johnny dice que el último encargado que hubo antes que él, le manejabacomo un monigote. Comprendan. ¡El Viejo era tan grande y magnífico quenunca descendía a comprobar los pequeños detalles! Era una tentación para losbribones.

—Usted le pinta de una manera muy distinta a la opinión general,mademoiselle.

—¡Oh!, bueno… tenía un buen camuflaje. Vanda, mi madre, le respaldabaen todo. Él era tan feliz crey éndose un Ser Todopoderoso. Por eso, en ciertosentido, me alegro de que haya muerto. Ha sido lo mejor para él.

—No lo comprendo, mademoiselle.—Cada día estaba peor —dijo Ruth con pesar—. Hubieran tenido que acabar

por encerrarle… La gente comenzaba a hablar de ello.—¿Sabía usted que estaba preparando un testamento según el cual usted solo

heredaría su dinero de casarse con el señor Trent?Ruth exclamó:—¡Eso es absurdo! De todas formas, creo que no sería aceptado por la ley …

Estoy segura de que no se puede obligar a la gente a casarse con quien unodisponga.

—¿Si hubiera llegado a firmar ese testamento, habría usted cumplido lascondiciones, mademoiselle?

La muchacha se sobresaltó.—Yo…, y o…Se interrumpió, y por espacio de un par de minutos permaneció

contemplando su zapato oscilante, del que se desprendió una pequeña porción debarro seco, que cayó sobre la alfombra.

De pronto Ruth Chevenix-Gore dijo:—¡Esperen!Y salió corriendo de la habitación, regresando casi inmediatamente con el

capitán Lake.—De todas maneras iban a descubrirlo… —dijo casi sin aliento—. Será

mejor que lo sepan desde ahora. John y yo nos casamos en Londres hace tressemanas.

Capítulo X

—Es una gran sorpresa, señorita Chevenix-Gore… señora Lake, debiera decir —dijo el mayor Riddle—. ¿No estaba enterado nadie de su matrimonio?

—No, lo mantuvimos en secreto, aunque a John no le agradaba mucho.—Yo… yo sé que parece un mal sistema de hacer las cosas —replicó Lake

—. Debí de haber ido directamente a hablar con sir Gervasio…Ruth le interrumpió.—Y decirle que querías casarte con su hija, para que te hubiera dado un

golpe en la cabeza, y probablemente me hubiera desheredado. Esta casa sehubiera convertido en un infierno, y nos hubieran afeado nuestrocomportamiento. Créeme, mi sistema era mejor. Cuando una cosa está hecha,hecha está. Se hubiera enfadado… pero al fin nos hubiese dado la razón.

Lake ofrecía un aspecto compungido. Poirot preguntó:—¿Cuándo pensaba comunicárselo a sir Gervasio?—Estaba preparando el terreno —respondió Ruth—. Últimamente se había

mostrado más receloso con respecto a John y a mí de modo que simulé dirigirmis atenciones a Godfrey. Me figuré que luego, al saber que estaba casada conJohn, le resultaría casi un alivio.

—¿Había alguna persona enterada de este matrimonio?—Sí, al fin se lo dije a Vanda. Quería tenerla de mi parte.—¿Y lo consiguió?—Sí. Ella no era partidaria de que me casara con Hugo… porque somos

primos, según creo. Pensaba que la familia tenía y a demasiados miembrosanormales para aumentarla con niños completamente idiotas. Claro que eso esbastante absurdo; puesto que yo solo soy hija adoptiva. Creo que soy la hija de unprimo muy lejano.

—¿Está segura de que sir Gervasio no sospechaba la verdad?—Sí.Poirot dijo:—¿Es eso cierto, capitán Lake? ¿Está seguro de que durante la entrevista que

sostuvo esta tarde con sir Gervasio no se mencionó ese asunto?—Sí, señor.—Hay cierta evidencia, capitán Lake, que prueba que sir Gervasio estaba

muy excitado después del rato que estuvo con usted, y que habló un par de vecesdel deshonor de la familia.

—No se habló del asunto —replicó Lake, palideciendo.—¿Fue esa la última vez que vio a sir Gervasio?—Sí; y a se lo he dicho.—¿Dónde estaba usted a las ocho y ocho minutos de esta tarde?—¿Dónde estaba? En mi casa. Al final del pueblo, a media milla de distancia.—¿No vino a Hamborough Close a esa hora?—No.Poirot se volvió hacia la muchacha.—¿Dónde estaba usted, mademoiselle, cuando su padre se suicidó?—En el jardín.—¿En el jardín? ¿Oy ó el disparo?—Sí. Pero no le presté especial atención. Creí que sería alguien que cazaba

conejos, aunque recuerdo que me pareció que había sonado muy cerca.—¿Por dónde volvió a entrar en la casa?—Entré por ese ventanal.Con un movimiento de cabeza, Ruth indicó el que estaba a sus espaldas.—¿Había alguien aquí?—No, pero Hugo, Susana y la señorita Lingard entraron casi inmediatamente.

Hablaban de disparos, crímenes y demás.—Ya… —dijo Poirot—. Sí, creo que ahora lo veo…El mayor Riddle dijo en tono indeciso:—Bien… er… gracias. Creo que, de momento, eso es todo.Ruth y su esposo abandonaron la estancia.—¿Qué diablos…? —comenzó a decir Riddle, terminando descorazonado—:

Cada vez resulta más difícil dar con una pista definitiva.Poirot asintió. Había recogido el pedacito de barro seco desprendido del

zapato de Ruth y lo contemplaba pensativo.—Es como el espejo roto de la pared… —dijo—. El espejo del muerto. Cada

nuevo dato nos muestra alguna faceta distinta del difunto. Le vemos reflejado através de todos los puntos de vista imaginables. Pronto tendremos una imagencompleta…

Y levantándose arrojó al cesto de los papeles el pedacito de barro seco.—Voy a decirle una cosa, amigo mío. La clave de todo este misterio está en

el espejo. Vaya al despacho y mírelo usted mismo, si es que no me cree.El mayor Riddle dijo en tono resuelto:—Si es un crimen, a usted le corresponde probarlo. Si me pregunta a mí, le

diré que se trata de un suicidio sin la menor duda. ¿Se fijó usted en que esa jovendijo que el encargado anterior había estado robando a sir Gervasio? Apuesto aque Lake contó este cuento para sus propios fines. Probablemente estaría

haciendo lo mismo, sir Gervasio debió sospechar y envió a buscarle a ustedporque no sabía hasta dónde habían llegado las relaciones entre Lake y Ruth.Luego esta tarde le dijo que se habían casado, y eso desmoralizó totalmente a sirGervasio. Era « demasiado tarde» para hacer nada, y decidió huir para siemprede todo. La verdad es que su cerebro nunca estuvo muy equilibrado. En miopinión eso es lo que ocurrió. ¿Qué tiene que decir en contra?

Poirot se situó en el centro de la estancia.—¿Qué tengo que decir? Esto: No tengo nada que objetar contra su teoría…,

pero no llega lo bastante lejos. Hay ciertas cosas que no las ha tenido usted encuenta.

—¿Como por ejemplo…?—Los diversos estados de ánimo de sir Gervasio en el día de hoy ; el hallazgo

del lápiz del coronel Bury ; la declaración de la señorita Cardwell, que es muyimportante; la de la señorita Lingard en cuanto al orden en que fueron bajando acenar; la posición de la butaca de sir Gervasio cuando fue encontrado; la bolsa depapel que había contenido naranjas y, por último, la más importante: el espejoroto.

El mayor Riddle se sobresaltó:—¿Va usted a decirme que todo ese galimatías tiene sentido?Hércules Poirot repuso sin elevar la voz:—Espero que lo tenga… mañana.

Capítulo XI

Hércules Poirot despertose a la mañana siguiente poco después de amanecer. Lehabían destinado el dormitorio situado al lado este de la casa.

Saltando de la cama, dirigiose a la ventana, y abriendo el postigo, comprobósatisfecho que había salido el sol y que hacía un tiempo espléndido.

Comenzó a vestirse con la meticulosidad acostumbrada, y una vez terminadasu toilette arrebujose en un grueso abrigo y se ciñó al cuello una bufanda.

Luego, saliendo de puntillas de su habitación, dirigiose por la casa silenciosahasta el salón, desde donde, tras abrir uno de los ventanales, salió al jardín.

El sol empezaba a disipar la neblina precursora de una mañana espléndida.Hércules Poirot anduvo por la terraza que rodeaba la casa hasta llegar ante losventanales del despacho de sir Gervasio, donde hizo alto para contemplar laescena.

Inmediatamente después de los ventanales había una franja de hierba quecorría paralela a la casa, y luego un gran arriate de plantas. Las margaritasestaban espléndidas. Delante hallábase el camino enlosado donde se encontrabaPoirot. La franja de césped iba desde la casa a la terraza. Poirot la estuvoexaminando cuidadosamente y luego meneó la cabeza antes de dedicar suatención a los lados del arriate.

En la parte derecha, distinguiéndose precisamente sobre la tierra blanda,veíanse huellas de pisadas.

Mientras se inclinaba sobre ellas con el ceño fruncido, oy ó un ruido que lehizo volver la vista rápidamente.

Se había abierto una ventana, y pudo contemplar una cabeza de cabellosrojos. Enmarcado en aquella aureola roj iza vio el rostro inteligente de SusanaCardwell.

—¿Qué está usted haciendo a estas horas, señor Poirot? ¿Investigando?Poirot inclinose con la mayor corrección.—Buenos días, mademoiselle. Sí, dice usted bien. ¡Está usted contemplando a

un detective… a un gran detective, permítame la inmodestia, en plenainvestigación!

Susana ladeó la cabeza.—Lo escribiré en mi Diario —comentó—. ¿Puedo bajar a ayudarle?

—Estaré encantado.—Primero creí que era usted un ladrón. ¿Por dónde ha salido?—Por el ventanal del salón.—Dentro de un minuto estaré con usted.Y cumplió su palabra. Al parecer, Poirot se encontraba exactamente en la

misma posición que antes.—Se ha despertado muy temprano, mademoiselle.—La verdad es que no he dormido muy bien. Y empezaba a sentir esa

sensación desesperada que se experimenta a las cinco de la mañana.—¡No es tan temprano como eso!—¡Pues lo parece! Ahora, superdetective, ¿puede decirme lo que está

mirando?—Pues estas huellas, mademoiselle.—Vaya.—Son cuatro —continuó Poirot—. Mire, voy a indicárselas. Dos que van en

dirección del ventanal y dos en dirección contraria.—¿De quién son? ¿Del jardinero?—Mademoiselle, mademoiselle. Estas huellas han sido hechas por un zapatito

femenino y de tacón alto. Mire, convénzase. Le ruego que pise en la tierra al ladode ellas.

Susana vaciló un instante, pero al fin colocó su pie en el lugar indicado porPoirot. Llevaba unos zapatos de tacón alto de piel color castaño oscuro.

—¿Ve? La suy a es casi de la misma medida. Casi, pero no igual. Estas otrasestán hechas por un pie bastante más grande que el suyo. Quizá por la señoritaChevenix-Gore… la señorita Lingard… o lady Chevenix-Gore.

—No, lady Chevenix-Gore tiene el pie muy pequeño. Las mujeres de anteslos tenían así… quiero decir que en aquellos tiempos procuraban tenerlo. Y laseñorita Lingard siempre lleva zapatos planos.

—Entonces son de la señorita Chevenix-Gore. ¡Ah, sí, recuerdo que me dijoque ay er tarde estuvo en el jardín!

—¿Seguimos investigando? —preguntó Susana.—Pues claro. Ahora iremos al despacho de sir Gervasio.Abrió la marcha y Susana Cardwell avanzó tras él.La puerta seguía colgando, medio arrancada, y la habitación estaba igual que

la noche anterior. Poirot descorrió las cortinas para que entrase la luz del día.Estuvo contemplando el arriate un par de minutos y al cabo dijo:—Supongo, mademoiselle, que usted no habrá tenido amistad con ladrones…Susana Cardwell meneó la cabeza con pesar.—Me temo que no, monsieur Poirot.—El primer inspector tampoco tiene la ventaja de haber intimado con ellos.

Sus relaciones con las clases delincuentes han sido siempre estrictamenteoficiales. Yo soy distinto. En cierta ocasión tuve una charla muy interesante conun ladrón. Me contó cosas sorprendentes acerca de los ventanales de este tipo…un juego que puede emplearse cuando el pestillo está lo suficientemente flojo.

Y mientras hablaba accionó la manija, de modo que la barra central sesoltase, permitiendo que Poirot tirara de las dos puertas del ventanal para abrirlo.Una vez hecho esto, volvió a cerrar… sin girar la manija, de modo que la barrano se encajase. Soltó la manija, aguardó un instante y luego descargó un fuertegolpe en el centro de la barra, haciendo que, debido a la vibración producida porel golpe, se deslizara en su agujero… al mismo tiempo que la manija volvía a susitio.

—¿Ve usted, mademoiselle?—Creo que sí.Susana se había puesto pálida.—El ventanal ahora está cerrado. Es imposible entrar en una habitación

estando cerrado el ventanal, pero es posible salir de ella, cerrar las puertas desdefuera, darle un golpe como yo he hecho de modo que la barra baje hastaintroducirse en el agujero del suelo haciendo girar la manija. Entonces quedaherméticamente cerrado, y cualquiera al verlo diría que había sido cerrado pordentro.

—¿Es eso… —La voz de Susana tembló un tanto— es eso lo que ocurrióanoche?

—Me parece que sí, mademoiselle.—No creo una palabra —dijo realmente con violencia.Poirot no replicó. Fue hasta la chimenea, desde donde se volvió para decirle:—Mademoiselle, la necesito como testigo. Ya tengo otro, el señor Trent. Me

vio recoger un pedacito de cristal ayer noche y le hablé de él. Yo lo dejé dondeestaba para que lo viera la policía. Incluso dije al primer inspector lo importanteque era el espejo roto, pero no supo captar mi indirecta. Ahora usted es testigo deque se coloca este pedacito de cristal, sobre el cual ya llamé la atención del señorTrent, recuérdelo, en un sobrecito… así. —Unió la acción a la palabra—. Yescribo en él… así y lo cierro. ¿Es usted testigo, mademoiselle?

—Sí… pero… pero ignoro lo que significa.Poirot dirigiose al otro lado de la habitación, y de pie detrás de la mesa

escritorio estuvo contemplando el espejo roto que había en la pared, frente a él.—Voy a decirle lo que significa, mademoiselle. Si usted hubiera estado aquí

ayer noche, mirando ese espejo, hubiese podido ver cómo se cometía elcrimen…

Capítulo XII

Por primera vez en su vida, Ruth Chevenix-Gore… ahora Ruth Lake… bajó atiempo para desayunar. Hércules Poirot se encontraba en el vestíbulo y se apartóceremoniosamente a un lado para cederle el paso.

—Tengo que hacerle una pregunta, madame.—¿Sí?—Ayer noche estuvo usted en el jardín. ¿Pisó usted el arriate que hay ante el

ventanal del despacho de sir Gervasio?Ruth le miró extrañada.—Sí, dos veces.—¡Ah! Dos veces. ¿Cómo dos veces?—La primera estaba cogiendo margaritas. Eso fue a eso de las siete.—¿No es una hora un poco rara para coger flores?—Sí, en verdad lo es. Había arreglado las flores ay er por la mañana, pero

después del té Vanda dijo que las que había encima de la mesa del comedor noeran lo bastante frescas. A mí me parecieron bien y por eso no las habíacambiado.

—Pero su madre le pidió que las cambiara. ¿Es así?—Sí. De modo que salí antes de las siete. Las corté de esa parte del arriate

porque casi nadie va por allí y no importa estropear el efecto.—Sí, sí, pero ¿y la segunda vez? Usted dijo que fue dos veces.—Eso fue poco antes de cenar. Me había caído una gota de brillantina en el

vestido… precisamente en el hombro. No quise molestarme en cambiarme, yninguna de las flores artificiales que tengo iban bien con el amarillo de mi traje.Recordé haber visto una rosa cuando estaba cogiendo las margaritas, de modoque fui a cortarla y me la prendí en el hombro.

Poirot asintió lentamente con la cabeza.—Sí, recuerdo que ayer noche llevaba usted una rosa. ¿A qué hora fue a

cortarla, madame?—La verdad, no lo sé.—Pero es esencial, madame. Piense… haga memoria…Ruth frunció el entrecejo.—No puedo precisarlo —dijo al fin—. Debió ser… oh, claro, debió ser a eso

de las ocho y cinco. Cuando iba a entrar en la casa oí sonar el batintín y luegoaquella extraña detonación. Iba de prisa porque creía que era el segundo batintíny no el primero.

—¡Ah!, de modo que usted pensó que era el segundo… ¿Y no trató de abrir elventanal mientras estuvo en el arriate?

—Pues, a decir verdad, sí. Pensé que tal vez estuviera abierto y por allíhubiese adelantado camino, pero estaba cerrado.

—Así queda todo explicado la felicito, madame.Ella le miró extrañada.—¿Qué quiere usted decir?—Que tiene explicación para todo… para las huellas de sus zapatos…, el

pedacito de barro pegado a la suela… y sus huellas dactilares encontradas en laparte exterior del ventanal. Todo muy conveniente.

Antes de que Ruth pudiera contestar, la señorita Lingard bajó corriendo laescalera con las mejillas arreboladas y se sorprendió un tanto al ver a Poirot yRuth juntos.

—Les ruego me perdonen —dijo—. ¿Ocurre algo?Ruth replicó furiosa:—¡Creo que el señor Poirot se ha vuelto loco!Y dando media vuelta dirigiose al comedor mientras la señorita Lingard

volvió su rostro asombrado hacia Poirot.—Después del desayuno —le dijo— se lo explicaré. Me gustaría que se

reunieran todos a las diez en el despacho de sir Gervasio.Y repitió su petición al entrar en el comedor.Susana Cardwell le dirigió una mirada rápida, desviándola luego para fijarla

en Ruth. Hugo dijo:—¿Eh? ¿Qué es lo que pretende?Susana le dio un codazo y él se calló, obediente.Cuando el desayuno hubo terminado, Poirot se puso en pie para dirigirse a la

puerta, desde la que se volvió, sacando un reloj anticuado.—Son las diez menos cinco. Dentro de cinco minutos… en el despacho.

Poirot miró a su alrededor y estuvo contemplando el círculo de rostrosinterrogantes. Todo el mundo estaba allí, con una sola excepción… y en aquelpreciso momento la excepción hizo acto de presencia. Lady Chevenix-Gorepenetró en la estancia con paso suave y lánguido. Parecía enferma ydemacrada.

Poirot le acercó una butaca, que ella ocupó, mas al alzar la vista y ver elespejo roto estremeciose e hizo lo posible por ladear un poco su asiento.

—Gervasio está aún aquí —dijo en tono casual—. ¡Pobre Gervasio!… Ahorapronto estará libre.

Poirot carraspeó antes de anunciar:—Les he pedido que vinieran aquí para que pudiesen conocer los hechos

verdaderos del suicidio de sir Gervasio.—Fue el Destino —dijo lady Chevenix-Gore—. Gervasio era fuerte, pero la

Fatalidad lo fue aún más.El coronel Bury inclinose un poco hacia delante.—Vanda…, querida.Sonriendo, le tendió su mano, que él tomó entre las suy as, mientras ella decía

suavemente:—Eres un consuelo, Ned.Ruth dijo en tono irritado:—¿Hemos de entender que ha averiguado definitivamente la causa del

suicidio de mi padre, señor Poirot?El detective meneó la cabeza.—No, madame.—¿Entonces a qué viene ese galimatías?Poirot replicó sin inmutarse:—Ignoro la causa del suicidio de sir Gervasio Chevenix-Gore, porque sir

Gervasio Chevenix-Gore no se suicidó. No se quitó la vida, puesto que leasesinaron.

—¿Asesinado?Varias voces repitieron la palabra, y todos los rostros volviéronse hacia él

sobresaltados. Lady Chevenix-Gore, alzando los ojos, exclamó:—¿Asesinado? ¡Oh, no! —Y meneó la cabeza de un lado a otro.—¿Asesinado ha dicho usted? —Era Hugo quien había hablado—. Imposible.

No había nadie en la habitación cuando entramos. La ventana estaba cerrada, lapuerta también, y la llave la tenía mi tío en el bolsillo. ¿Cómo pudieron matarle?

—Sin embargo, le asesinaron.—¿Y el asesino escapó por el agujero de la cerradura, supongo? —dijo el

coronel Bury en tono escéptico—. ¿O voló por la chimenea?—El asesino —dijo Poirot— salió por el ventanal. Ahora voy a demostrarle

cómo.Y repitió las maniobras del ventanal.—¿Lo ven? ¡Así es como lo hizo! Desde el primer momento no me pareció

probable que sir Gervasio se hubiera suicidado. Había dado siempre muestras deegomanía, y un hombre así no se quita la vida.

» ¡Y hay otras muchas cosas! Aparentemente, antes de morir, sir Gervasio sehabía sentado ante su escritorio para escribir “LO LAMENTO” ante una hoja depapel, y luego se pegó un tiro. Pero antes de hacerlo, por una u otra razón, varióla posición de su butaca, volviéndola de modo que quedara al lado del escritorio.

¿Por qué? Tenía que haber una explicación. Y comencé a ver la luz cuandodescubrí un pedacito diminuto de cristal pegado en una de esas pesadas estatuillasde bronce…

» Me pregunté cómo era posible que aquel pedacito de espejo roto hubierallegado hasta allí… y se me ocurrió una explicación. El espejo no había sido rotopor la bala, sino por haber sido golpeado con la pesada figura de bronce. Aquelespejo había sido roto con toda intención. Pero ¿por qué? Volví al escritorio ymiré la butaca. Sí, entonces lo comprendí. Todo estaba equivocado. Ningúnsuicida cambia su asiento de lugar, se inclina hacia uno de sus lados y se pega untiro. Todo fue dispuesto de aquella manera para que pareciese un suicidio.

» Y ahora llegamos a algo muy interesante. La declaración de la señoritaCardwell. La señorita Cardwell dijo que bajó corriendo porque creyó haber oídoel segundo batintín. Es decir, pensó que ya había sonado el primero. Ahorafíjense bien, si sir Gervasio estaba sentado ante su mesa en forma normal cuandole dispararon, ¿adónde hubiera ido la bala? Viajando en línea recta, hubiera salidopor la puerta, si estaba abierta, ¡y hubiera dado en el batintín!

» ¿Comprenden ahora la importancia de la declaración de la señoritaCardwell? Nadie más había oído el primer batintín, pero es que su habitación estáprecisamente encima de esta y se encontraba en la mejor situación para oírlo.¿Recuerdan que fue solo una nota…?

» No cabía la posibilidad de que sir Gervasio se hubiera pegado un tiro. Unmuerto no puede levantarse, cerrar la puerta con llave y colocarse en unaposición conveniente. Otra persona era la responsable, y por lo tanto no fuesuicidio, sino asesinato. Alguien cuya presencia fue fácilmente aceptada por sirGervasio y que estaba de pie a su lado hablando con él. Sir Gervasio tal vezestaba escribiendo. El asesino acercó la pistola al lado derecho de su cabeza ydisparó. ¡El crimen se ha realizado! ¡Entonces a trabajar de prisa! El asesino secalza unos guantes. Cierra la puerta y coloca la llave en el bolsillo de sirGervasio. Pero ¿y si alguien ha oído la nota del batintín? Entonces se sabría que lapuerta estaba abierta y no cerrada cuando se efectuó el disparo. Así que cambiade posición la butaca, coloca la pistola en la mano del difunto y entonces rompeel espejo adrede. En seguida el asesino sale por el ventanal, que luego cierracomo les he demostrado, y pisa, no en la hierba, sino en el arriate, donde sushuellas puedan ser disimuladas más tarde; luego da la vuelta a la casa y penetraen el salón. —Hizo una pausa y luego continuó—. Solo había una persona en eljardín cuando sonó el disparo. La misma que dejó sus pisadas en el arriate y sushuellas dactilares en la parte exterior del ventanal.

Se aproximó a Ruth.—Y usted tenía un motivo, ¿verdad? Su padre estaba enterado de su

matrimonio secreto y estaba dispuesto a desheredarla.—¡Es mentira! —La voz de Ruth sonó clara y enojada—. En esa historia no

hay una sola palabra de verdad. ¡Es mentira desde el principio al final!—Las pruebas contra usted son muy fuertes, madame. Es posible que un

jurado la crea… o no.—No tendrá que enfrentarse con un jurado.Todos se volvieron a mirar, sobresaltados. La señorita Lingard se había puesto

en pie, con el rostro alterado y temblando como una azogada.—Yo le maté. ¡Lo confieso! Tenía mis razones. Yo… y o había estado

esperando algún tiempo. El señor Poirot tiene razón. Le seguí hasta aquí. Anteshabía cogido la pistola del cajón. Me puse a su lado hablándole del libro… ydisparé. Eso fue poco antes de las ocho. La bala dio en el batintín. Nunca imaginéque pudiera atravesarle la cabeza. No había tiempo para salir a buscarla. Cerré lapuerta y puse la llave en el bolsillo. Luego di vuelta a la silla, rompí el espejo, ydespués de escribir « LO LAMENTO» en un pedazo de papel, salí por elventanal, cerrándolo del modo que les ha demostrado el señor Poirot. Pasé porencima del arriate, pero luego hice desaparecer mis huellas con un rastrillo quehabía dejado preparado. Después fui al salón, donde había dejado el ventanalabierto. Ignoraba que Ruth había salido por allí. Debió ir hacia la parte delanterade la casa mientras yo iba a la de atrás. Tuve que esconder el rastrillo en elcobertizo. Esperé en el salón hasta que oí que alguien bajaba la escalera y queSnell iba a tocar el batintín y entonces…

Miró a Poirot.—¿No sabe lo que hice entonces?—Sí que lo sé. Encontró la bolsa en el cesto de los papeles. Fue una idea muy

ingeniosa. Hizo usted lo que les encanta a los niños. Hinchó la bolsa de aire yluego hizo estallar. Después la arrojó a la papelera y salió corriendo al vestíbulo.De este modo establecía la hora del crimen… y una coartada para sí misma.Pero aún había una cosa que la inquietaba. No había tenido tiempo de recoger labala. Debía estar cerca del batintín, y era esencial que la encontrasen en eldespacho, cerca del espejo. Ignoro cuándo se le ocurrió la idea de apoderarse dellápiz del coronel Bury…

—Fue precisamente entonces —explicó la señorita Lingard—. Cuando todosentramos en el salón. Me sorprendió ver a Ruth en la habitación. Comprendí quedebía de llegar del jardín y que entró por el ventanal. Entonces vi el lápiz delcoronel Bury sobre la mesa del bridge y lo escondí en mi bolso. Si luego alguienme veía recoger la bala, podría decir que había sido el lápiz. A decir verdad, creíque nadie me había visto cogerla. La dejé caer junto al espejo mientras ustedesmiraban el cadáver. Y cuando usted sacó a relucir ese tema me alegré de haberpensado en recoger el lápiz.

—Sí, fue muy lista. Me despistó por completo.—Mi temor era que alguien hubiera oído el verdadero disparo, pero sabía que

todos estaban en sus habitaciones vistiéndose para la cena y por lo tanto tendrían

las puertas cerradas. Los criados estaban en sus dependencias. La señoritaCardwell era la única que tal vez lo oy era, y sin duda pensaría que era una falsaexplosión. Lo que oyó fue el batintín. Creí… creí… que todo había salido sin elmenor tropiezo…

El señor Forbes dijo despacio y en tono solemne:—Es una historia extraordinaria. Parece que no tenía motivos…La señorita Lingard replicó con voz clara:—Había una razón… —Y agregó en tono fiero—: ¡Avisen a la policía! ¿A qué

están esperando?Poirot dijo sin alterarse:—¿Quieren hacer el favor de desalojar la habitación? Señor Forbes, telefonee

al mayor Riddle. Yo me quedaré aquí hasta que llegue.Poco a poco todos fueron desfilando, mientras volvían sus rostros extrañados

y sorprendidos hacia la figura erecta y delgada de cabellos grisescuidadosamente peinados.

Ruth fue la última en marcharse, y permaneció dudando en la puerta.—No lo comprendo —dijo enojada, desafiante y mirando a Poirot—. Hace

un momento usted pensaba que había sido y o.—No, no. —Poirot movió la cabeza—. No, nunca lo pensé.Ruth salió de la habitación muy lentamente.Poirot quedó a solas con aquella mujer de mediana edad, menuda y pulcra

que había confesado ser autora de un crimen tan inteligentemente planeado ycometido con tanta sangre fría.

—No —dijo la señorita Lingard—. Usted no pensó que hubiera sido ella. Laacusó para hacerme hablar. ¿No es cierto?

Poirot asintió con un gesto.—Mientras esperamos —dijo la señorita Lingard—, ¿puede usted decirme lo

que le hizo sospechar de mí?—Varias cosas. En primer lugar, su propia declaración con respecto a sir

Gervasio. Un hombre orgulloso como él no hubiera hablado mal de su sobrino aun extraño. Usted quiso robustecer la teoría del suicidio. Incluso llegó a insinuarque la causa de su muerte fue algún disgusto relacionado con Hugo Trent. Esotambién era algo que sir Gervasio no hubiera admitido nunca ante un extraño.Luego, el objeto que usted recogió en el recibidor, y el hecho muy significativode no mencionar que Ruth al entrar en el salón lo hizo por el ventanal. Luegoencontré la bolsa de papel… ¡un objeto que no era propio encontrar en lapapelera del salón en una casa como Hamborough Close! Usted era la únicapersona que estaba en el salón cuando oyó la « detonación» . Ese truco indicaba auna mujer… es un truco casero. De modo que todo encajaba. Su interés porhacer que sospechara de Hugo y no de Ruth. El mecanismo del crimen… y sumóvil.

La mujer de cabellos grises se irguió.—¿Lo conoce?—Creo que sí. ¡La felicidad de Ruth… ese fue su móvil! Imagino que debió

verla con John Lake… y lo que había entre ellos. Y luego, como tenía acceso alos papeles de sir Gervasio, dio con el borrador de su último testamento… Ruth noheredaría a menos que se casara con Hugo Trent. Eso la decidió a tomar lajusticia por su mano, aprovechándose de la circunstancia de que sir Gervasio mehabía escrito. Probablemente vio la copia de esa carta. Ignoro qué sentimiento detemor o sospecha hizo que me escribiera. Es posible que sospechara que Burrowso Lake le estafaban sistemáticamente, y su incertidumbre en cuanto a lossentimientos de Ruth le decidió a buscar un investigador privado. Usted seaprovechó de ello y preparó la escena para el suicidio, basando su relato en quesir Gervasio estaba muy preocupado por algo relacionado con Hugo Trent. Ustedme envió un telegrama y dijo que sir Gervasio había comentado que llegaría« demasiado tarde» .

La señorita Lingard dijo furiosa:—Gervasio Chevenix-Gore era un bribón, un pedante y un charlatán. No iba

a permitir que destrozara la felicidad de Ruth.Poirot preguntó sin alterarse:—¿Ruth es hija suya?—Sí… es mi hija. Había pensado en ella… muchas veces. Cuando oí que sir

Gervasio Chevenix-Gore necesitaba que le ayudasen a escribir la historia de lafamilia, aproveché la oportunidad. Sentía deseos de ver a mi… a mi hija. Sabíaque lady Chevenix-Gore no iba a reconocerme. Han pasado muchos años…entonces yo era joven y bonita, y ahora llevo otro nombre. Además, ladyChevenix-Gore es demasiado ambigua para recordar nada con precisión. Ellame agradaba, pero odiaba al resto de la familia. Me trataban como a un perro. Yahí estaba Gervasio dispuesto a arruinar la vida de Ruth con su orgullo y sutontería. ¡Y ella será feliz… si no sabe nunca quién soy !

Era una súplica.Poirot inclinó la cabeza.—Por mí nadie ha de saberlo.—Gracias —repuso miss Lingard.

Más tarde, cuando la policía se la hubo llevado, Poirot encontró a Ruth Lake y asu esposo en el jardín.

—¿Pensó usted realmente que había sido y o, señor Poirot? —le preguntó ellaen tono de reto.

—Madame, supe que usted no podría haberlo hecho por las margaritas.—¿Las margaritas? No comprendo.

—Madame, solo había cuatro huellas en la hierba. Dos que iban y dos quevenían. Si hubiera estado cortando flores tendría que haber dejado muchas más.Lo cual significaba que entre su primera visita y la segunda alguien habíaborrado las demás. Cosa que solo pudo hacerla el culpable, y puesto que sushuellas no fueron borradas, no era usted la culpable. Quedaba automáticamenteeliminada.

El rostro de Ruth se iluminó.—Oh, ya comprendo. Supongo que le parecerá a usted extraño, pero siento

compasión por esa pobre mujer. Al fin y al cabo, confesó para evitar que medetuvieran a mí o por lo menos eso he creído. Eso fue… noble, en cierto sentido.Me disgusta pensar que va a ser juzgada por un crimen.

Poirot dijo en tono amable:—No se preocupe. No llegarán a juzgarla. El doctor me ha dicho que está

muy enferma del corazón y que no vivirá muchas semanas.—Lo celebro. —Ruth arrancó una flor de azafrán y la acercó a su mejilla.—Pobre mujer. Quisiera saber por qué lo hizo.

LIBRO CUARTOTriángulo de Rodas

Capítulo I

Hércules Poirot hallábase sentado sobre la blanca arena contemplando elbrillante mar azul. Iba pulcramente vestido de franela blanca y protegía sucabeza con un gran sombrero panamá; como perteneciente a la antiguageneración, creía en la conveniencia de cubrirse para huir del sol. La señoritaPamela Ly all, sentada a su lado, representaba a la moderna escuela y por lotanto cubría su cuerpo bronceado con la mínima expresión de ropa. Era ademásuna habladora incansable.

De vez en cuando detenía su verbosidad para volver a untarse la piel con elaceite de una botellita que tenía al lado.

Al otro lado de miss Pamela Lyall estaba su gran amiga la señorita SaraBlake, tumbada cara arriba sobre una toalla de alegre colorido. El bronceado dela señorita Blake era de lo más perfecto posible, y su amiga en más de unaocasión le dirigía miradas de envidia.

—Aún tengo zonas por broncear —murmuró pesarosa—. Monsieur Poirot…¿le importaría? Debajo de la paletilla izquierda… no llego.

El señor Poirot obedeció y luego secose cuidadosamente la mano con supañuelo. La señorita Lyall, cuyo principal interés en la vida era el observar a laspersonas que estaban a su alrededor y el sonido de su propia voz, continuócharlando.

—No me había equivocado… esa mujer… la del modelo « Chanel» … esValentina Dacress… Chantry quiero decir. Ya me lo pareció. La reconocí enseguida. Es maravillosa, ¿verdad? Comprendo que se vuelvan locos por ella. ¡Yella no espera otra cosa! Por eso tiene media batalla ganada. Esa pareja llegóanoche. Se llaman Gold. Él es guapísimo…

—¿Recién casados? —murmuró Sara con voz un tanto afectada.La señorita Lyall movió la cabeza con aire experimentado.—¡Oh, no… sus ropas no son lo bastante nuevas! ¡Las novias se adivinan

desde lejos! Señor Poirot, ¿no le parece lo más fascinante del mundo observar alos demás, y ver lo que se puede adivinar de ellos con solo mirarlos?

—No te conformas con mirar, querida —dijo Sara dulcemente—. Tambiénhaces muchas preguntas.

—Aún no he hablado con los Gold —replicó la aludida con dignidad—. Y de

todas formas no veo por qué uno no ha de interesarse por sus congéneres… Lanaturaleza humana es sencillamente fascinadora. ¿No le parece, señor Poirot?

Esta vez se detuvo el tiempo suficiente para que su compañero pudieracontestar.

Sin apartar la vista del mar azul, monsieur Poirot replicó:—Ça depend.Pamela se sorprendió.—¡Oh, señor Poirot! Yo no creo que haya nada tan interesante… ¡tan

incalculable como un ser humano!—¡Incalculable! Eso no.—¡Oh, pero lo son! Cuando uno piensa que ya los tiene clasificados… le salen

con algo completamente inesperado.Hércules Poirot movió la cabeza.—No, no, eso no es cierto. Es muy raro que alguien realice una acción que no

vaya dans son caractére. Y al final resulta monótono.—¡No estoy de acuerdo con usted! —exclamó Pamela Lyall.Guardó silencio durante todo un minuto y medio antes de volver al ataque.—Tan pronto como veo a la gente, empiezo a preguntarme lo que serán…

qué relación tienen unos con otros… lo que piensan y lo que sienten. Es… es muyemocionante.

—Nada de eso —repuso Hércules Poirot—. La naturaleza se repite más de loque usted puede imaginar. El mar —agregó pensativo— tiene infinitamente másvariedad.

Sara volvió la cabeza hacia un lado para preguntar:—¿Usted cree que los seres humanos tienden a reproducirse según ciertos

patrones? ¿Patrones estereotipados?—Précisément —dijo Poirot trazando un dibujo sobre la arena con su dedo

índice.—¿Qué es lo que está dibujando? —preguntó Pamela, curiosa.—Un triángulo —replicó Poirot.Pero Pamela había puesto ya su atención en otra parte.—Ahí vienen los Chantry —dijo.Por la playa se acercaba una mujer… una mujer alta, muy consciente de sí

misma y de su figura. Les dirigió una leve inclinación de cabeza al acomodarse acierta distancia. Su albornoz rojo y dorado resbaló de sus hombros. Llevaba untraje de baño blanco.

Pamela suspiró.—¿No tiene una figura encantadora?Pero Poirot estaba contemplando su rostro… el rostro de una mujer de treinta

y nueve años… que había sido famosa desde los dieciséis por su belleza.Conocía, como todo el mundo, la historia de Valentina Chantry. Había sido

célebre… por muchas cosas… por sus caprichos, su fortuna, sus enormes ojoscolor zafiro y sus aventuras matrimoniales. Había tenido cinco maridos einnumerables flirts. Fue la esposa sucesivamente de un conde italiano, unmagnate de acero americano, un tenista profesional y de un motorista decarreras. De los cuatro, el americano había muerto, pero de los otros tres sedivorció desdeñosamente. Seis meses atrás contrajo matrimonio por quinta vez…con su comandante de Marina.

Y era al quien venía por la play a tras ella. Silencioso, sombrío…, con unamandíbula enérgica y ademanes bruscos. Tenía cierto aire de gorila, primitivo.

Ella le dijo:—Tony, querido…, ¿quieres darme mi pitillera…?Se la entregó en el acto… prendió fuego a su cigarrillo… y la ayudó a

bajarse los tirantes de su traje de baño blanco. Ella se tendió al sol, y él quedó asu lado como la fiera que guarda su presa.

Pamela dijo, bajando la voz:—¿Sabe? Me interesan terriblemente… ¡Él es tan bruto! Tan callado y tan

vehemente. Supongo que a una mujer como ella le gusta esto. ¡Debe ser comodominar a un tigre! Me pregunto cuánto tiempo durará. Se cansa muy pronto desus maridos, según creo… sobre todo ahora. De todas formas, si ella intentadeshacerse de él, creo que puede resultarle peligroso.

Otra pareja se presentó en la playa… con bastante timidez. Eran los reciénllegados de la noche anterior. Los señores Gold, según averiguó la señorita Lyallinspeccionando el libro de registro del hotel. También supo, puesto que así loexigían los registros italianos… sus nombres de pila y sus edades respectivas.

El señor Douglas Cameron Gold contaba treinta y un años, y su esposa,Emma Gold, treinta y cinco.

Como ya hemos dicho, el mayor entretenimiento de la señorita Ly all era elestudio de los seres humanos. Y contrariamente a la may oría de los ingleses, eracapaz de entablar de buenas a primeras conversación con desconocidos, en vezde esperar los cuatro días que acostumbran los británicos dejar transcurrir antesde dar el primer paso. Ella, no obstante, sin demostrar la menor timidez nivacilación, al ver avanzar a los Gold, les gritó:

—Buenos días; ¿verdad que hace un día precioso?La señora Gold era una mujer menudita… bastante semejante a un ratón. No

mal parecida, sus facciones eran regulares y su figura no era despreciable, perotenía cierto aire de desaliño que hacía que nadie reparara en ella.

Su esposo, por el contrario, era extremadamente atractivo, con una bellezacasi teatral. De cabellos rubios muy rizados, ojos azules, anchos hombros ycaderas estrechas. Parecía más un artista de cine que un hombre de la vida real,pero en cuanto abría la boca, aquella impresión desaparecía. Era muy natural ynada petulante, tal vez un poco estúpido.

La señora Gold miró agradecida a Pamela y sentose cerca de ella.—¡Qué color bronceado más bonito tiene usted! ¡Yo me encuentro tan

blanca!—Cuesta un trabajo terrible tostarse por un igual —suspiró la señorita Lyall.Hizo una pausa antes de continuar:—Acaban de llegar, ¿verdad?—Sí. Ayer noche. Llegamos en el barco Vapore d’Italia.—¿Había estado antes en Rodas?—No. Es muy bonito, ¿verdad?Su esposo comentó:—La lástima es que esté tan lejos.—Sí, si estuviera más cerca de Inglaterra…Sara dijo en voz baja:—Sí, pero sería terrible. La gente estaría aquí como las sardinas en lata. ¡No

habría ni sitio donde pisar!—Es cierto, desde luego —repuso Douglas Gold—. Es una lástima que el

cambio italiano sea tan ruinoso en la actualidad.—Sí, hay una gran diferencia, ¿verdad?La conversación continuó por caminos trillados, y nadie hubiera podido

considerarla brillante.Un poco más allá Valentina Chantry se incorporó para sentarse en la arena

mientras con una mano sostenía su traje de baño en posición conveniente.Bostezó como un gato mimado y miró a su alrededor con aire indiferente

hasta que sus ojos se posaron en la cabeza dorada de Douglas Gold.Movió los hombros provocativamente y habló en voz más alta de lo

necesario.—Tony, querido…, ¿no es divino… este sol? Debí ser adoradora del sol alguna

vez… ¿no te parece?Su esposo gruñó algo como respuesta, que no entendieron. Valentina Chantry

continuó diciendo con voz altisonante:—¿Quieres alisar un poco la toalla, querido?Y con infinitos cuidados volvió a acostarse sobre la arena. Ahora Douglas

Gold la miraba y en sus ojos brillaba un franco interés.La señora Gold susurró feliz dirigiéndose a la señorita Ly all:—¡Qué mujer más hermosa!Pamela, que disfrutaba tanto dando informaciones como recibiéndolas, dijo

en voz baja:—Es Valentina Chantry… Antes se llamaba Valentina Dacress… Es

maravillosa, ¿verdad? Él está loco por ella… ¡no la pierde de vista ni un instante!La señora Gold miró una vez más hacia el mar y luego comentó:—El mar está realmente precioso… y tan azul. Creo que debemos bañarnos

ahora, ¿no te parece, Douglas?Él seguía contemplando a Valentina Chantry y tardó un poco en contestar.

Cuando lo hizo fue con aire ausente:—¿Bañarnos? Oh, sí, desde luego, dentro de un minuto.Marjorie Gold se puso en pie y avanzó hacia las olas.Valentina, colocándose de lado, fijó su mirada en Douglas Gold, y su boca

roja se curvó en una sonrisa.A Douglas Gold se le puso el cogote encarnado.Valentina Chantry dijo a su marido:—Tony, querido…, ¿te importaría ir a buscarme un tarro de crema? Está

encima del tocador. Quería traerlo y se me ha olvidado. Tráemelo… Eres unángel.

El comandante, obediente, emprendió el camino del hotel.Marjorie Gold se lanzó al mar, gritando:—Está estupendo, Douglas… caliente. Ven.—¿No va usted a bañarse? —le preguntó Pamela Ly all.—¡Oh! —exclamó él distraído—. Primero quiero calentarme bien.Valentina Chantry mantuvo la cabeza erguida unos momentos como si fuera

a llamar a su esposo… pero este estaba y a en el jardín del hotel.—Me gusta meterme en el agua en el último momento —explicó el señor

Gold.La señora Chantry volvió a incorporarse y cogió un frasco de aceite

bronceador. Al parecer, encontraba dificultad en abrirlo… el tapón se resistía apesar de sus esfuerzos.

—¡Oh!, vay a… —dijo en voz alta—. ¡No puedo destaparlo!Lanzó una mirada hacia el grupo.—Tal vez ustedes…Poirot, siempre galante, se puso en pie, mas Douglas Gold tenía la ventaja de

su juventud y elasticidad, y estuvo a su lado al instante.—¿Quiere que la ay ude?—¡Oh, gracias…! —Volvía a ser la dulzura personificada—. Es usted tan

amable. Soy tan torpe para estas cosas… siempre lo hago al revés. ¡Oh! ¡Ya loha destapado! ¡Muchísimas gracias…!

Hércules Poirot sonrió para sus adentros, y poniéndose en pie echó a andarpor la play a en dirección contraria. No llegó muy lejos, pero empleó bastantetiempo. Cuando regresaba, la señora Gold salía del agua y fue a reunirse con él.Había estado nadando, y su rostro, bajo una gorra de baño nada favorecedora,estaba radiante.

Dijo casi sin aliento:—Me encanta el agua. Y aquí está tan caliente y maravillosa.Comprendió que era una bañista entusiasta.

—Douglas y yo tenemos locura por el mar —siguió diciendo—. Él se pasahoras en el agua.

Y Hércules Poirot dirigió su mirada por encima del hombro de suinterlocutora al lugar donde aquel entusiasta nadador estaba charlando conValentina Chantry.

Su esposa dijo:—No comprendo por qué no viene…Su voz tenía un ligero matiz de asombro.Poirot posó su mirada pensativa en la persona de Valentina Chantry,

considerando que otras mujeres se habrían hecho aquella misma pregunta endistintas ocasiones.

Percibió que la señora Gold contenía el aliento y dijo en tono frío:—Supongo que se cree muy atractiva, pero a Douglas no le agrada ese tipo

de mujer.La señora Gold volvió a zambullirse y nadó hacia dentro con brazadas lentas

y seguras.Poirot dirigió sus pasos hacia el grupo sentado en la playa, y que se había

visto aumentado por la llegada de un viejo militar, el general Barnes, un veteranoque siempre se rodeaba de juventud. Ahora hallábase sentado entre Pamela ySara, discutiendo con la primera diversos escándalos con profusión de detalles.

El comandante Chantry había regresado, y él y Douglas Gold estabansentados uno a cada lado de Valentina.

Valentina charlaba con facilidad con su dulce y acariciadora voz, volviendo lacabeza ora hacia un hombre, ora hacia el otro.

Estaba terminando de contar una anécdota.—… ¿Y qué cree usted que dijo aquel tonto? « Puede que hay a sido solo un

momento, pero yo la reconocería en cualquier parte» . ¿No es cierto, Tony? A míme pareció muy amable. El mundo es tan bueno… quiero decir, que todo elmundo es bueno conmigo siempre. No sé por qué… pero lo son. Pero yo dije aTony …, ¿recuerdas, querido…? « Tony, si tienes que tener celos de alguien,puedes tenerlos de ese comisario» . Porque, desde luego, era encantador…

Hubo una pausa y Douglas Gold dijo:—Algunos de esos comisarios… son buenísimas personas.—Oh, sí… pero se tomó tantas molestias… la verdad, muchísimas… y

parecía tan complacido por poder ayudarme…—Eso no tiene nada de extraño —repuso Douglas Gold—. Estoy seguro de

que cualquiera lo haría por usted.—¡Qué galante es usted! —exclamó encantada—. ¿Tony, has oído?El comandante Chantry lanzó un gruñido.—Tony nunca me dice cosas bonitas…, ¿verdad, corderito mío?Y su mano blanca, de uñas largas y rojas, jugueteó con sus cabellos oscuros.

Él le dirigió una mirada de soslayo mientras Valentina murmuraba:—La verdad es que no sé cómo me soporta. Es tan inteligente… y y o no digo

más que tonterías, pero no parece importarle. A nadie le importa lo que y o diga ohaga… Todos me rechazan. Estoy segura de que eso me perjudicaextraordinariamente.

El comandante Chantry dijo dirigiéndose al otro hombre:—¿Es su esposa la que está en el agua?—Sí. Supongo que ya es hora de que vaya a reunirme con ella.Valentina murmuró:—Pero se está tan bien aquí al sol… No debe bañarse todavía. Tony, querido,

no creo que me bañe hoy… Es el primer día que vengo a la playa y podríaresfriarme. Pero ¿por qué no te bañas ahora, Tony querido? El señor… el señorGold me hará compañía mientras tanto.

Chantry replicó bastante ceñudo:—No, gracias. Aún no me apetece. Creo que su esposa le está haciendo

señas, Gold.—¡Qué bien nada su esposa! —dijo Valentina—. Estoy segura que es de esas

mujeres que todo lo hacen bien. Siempre me han asustado, porque tengo laimpresión de que me desprecian. Yo lo hago todo tan mal… soy una completanulidad, ¿verdad, Tony querido?

Nuevamente el comandante Chantry limitose a gruñir.—Eres demasiado bueno para admitirlo —le dijo su esposa en tono afectuoso

—. Los hombres sois tan leales… eso es lo que más me gusta. Yo creo que loshombres son mucho más leales que las mujeres… y nunca dicen cosasdesagradables. Las mujeres siempre me han parecido bastante mezquinas.

Sara Blake se volvió a Poirot, murmurando:—¡Un ejemplo de mezquindad, insinuar que la querida señora Chantry no es

una absoluta perfección! ¡Qué estúpida es esa mujer! La verdad es que meparece la más tonta de cuantas he conocido. No sabe hacer otra cosa que decir« Tony querido» , y poner los ojos en blanco. Imagino que en vez de cerebrotiene algodón en rama.

Poirot alzó sus expresivas cejas.—¡Un peu sévére!—Oh, sí. Puede considerarla una auténtica « gata» , si quiere. ¡Desde luego,

tiene sus métodos! ¿Es que no puede dejar tranquilo a ningún hombre? Su esposoparece un nublado.

—La señora Gold nada muy bien.—Sí, no es como nosotras, que nos molesta mojarnos. Me pregunto si la

señora Chantry se bañará algún día mientras esté aquí.—¡Qué va! —replicó el general Barnes—. No se arriesgará a descomponer

su maquillaje. No es que no sea atractiva, aunque tal vez sea algo exagerada.

—Ahora le mira a usted, general —dijo Sara con mala intención—. Y seequivoca en lo del maquillaje. Hoy en día son todos fabricados a prueba de besosy de agua.

—La señora Gold sale del agua —anunció Pamela.—Aquí venimos recogiendo nueces y flores… —canturreó Sara—. Aquí

viene su esposa para llevárselo… llevárselo…La señora Gold se acercó por la play a. Tenía una figura bonita, pero su gorro

de baño era demasiado práctico para resultar favorecedor.—¿No vienes, Douglas? —preguntó impaciente—. El mar está estupendo y

caliente.—Ahora mismo.Douglas apresurose a levantarse. Se detuvo un momento, que aprovechó

Valentina Chantry para sonreírle.—Au revoir —dijo.Gold y su esposa se alejaron.Tan pronto como estuvieron fuera del alcance de su voz, Pamela dijo en tono

de crítica:—No me parece que haya obrado bien. El arrebatar al esposo del lado de

otra mujer es siempre mala política. Da la impresión de demasiada autoridad, ya los hombres no les gusta.

—Sabe usted muchas cosas de los maridos, señorita Pamela —le dijo elgeneral Barnes.

—¡De los de las demás… no del mío!—¡Ah! Ahí es donde está la diferencia.—Sí; pero, general, he aprendido un montón de « Esto No debe Hacerse» .—Bien, querida —dijo Sara—. Yo no me pondría un gorro de baño así por

nada del mundo.—Me parece una mujer muy sensible —dijo el general—. Una mujercita

encantadora.—Ha dado usted en el clavo, general —replicó Sara—. Pero usted sabe que

existe un límite para la sensibilidad de la mujer. Me da la impresión de que nosería tan sensible tratándose de Valentina Chantry.

Y volviendo la cabeza exclamó en voz baja y excitada:—Mírenle ahora. Es un nublado. Ese hombre debe tener un temperamento

terrible.El comandante Chantry había fruncido el ceño después de marcharse la

pareja, y su aspecto era amenazador.—¿Bien? —dijo Sara mirando a Poirot—. ¿Qué le parece todo esto?Hércules Poirot no contestó con palabras, sino que nuevamente trazó un signo

en la arena. El mismo signo… un triángulo.—El eterno triángulo —musitó Sara—. Tal vez tenga razón. De ser así, vamos

a pasarlo muy bien durante las próximas semanas.

Capítulo II

El señor Hércules Poirot sufrió una decepción en Rodas. Había ido a descansar ya disfrutar de sus vacaciones, y sobre todo para alejarse del crimen. Le dijeronque a finales de octubre Rodas estaría casi desierto… que era un lugar pacífico yapartado.

Eso era bastante cierto. Los Chantry, los Gold, Pamela, Sara, el general, él ydos parejas de italianos, eran los únicos huéspedes. Pero dentro de aquel círculolimitado la mente privilegiada de Poirot supo adivinar los acontecimientos queiban a ocurrir inevitablemente.

« Es que ya tengo mi mente estragada por el crimen —se dijo en tono dereproche—. ¡Es una indigestión! Y me imagino cosas que no existen» .

Pero seguía preocupado.Una mañana, al bajar, encontró a la señora Gold sentada en la terraza y

haciendo labor.Al acercarse tuvo la impresión de que había ocultado a toda prisa un

pañuelito.La señora Gold tenía los ojos secos, pero demasiado brillantes. Y su saludo le

pareció a Poirot demasiado alegre, como si quisiera disimular así su tristeza.—Buenos días, señor Poirot —le dijo con tal entusiasmo que despertó sus

sospechas.No era posible que estuviera tan contenta de verle como pretendía. Al fin y al

cabo no le conocía muy bien, y aunque Hércules Poirot era un hombre orgullosoen lo tocante a su profesión, era muy modesto al apreciar su atractivo personal.

—Buenos días, madame —respondió—. Otro día espléndido.—Sí. ¿No es una suerte? Douglas y yo siempre tenemos suerte con el tiempo.—¿De veras?—Sí. La verdad es que siempre hemos tenido suerte juntos. Cuando uno ve

tantos matrimonios que son desgraciados, señor Poirot, tantas parejas que sedivorcian y demás, se siente agradecida por la propia felicidad.

—Me agrada oírle decir eso, madame.—Sí. ¡Douglas y yo somos tan felices…! Nos casamos hace cinco años…, y

hoy día cinco años de matrimonio es mucho tiempo.—No me cabe la menor duda de que en algunos casos puede parecer una

eternidad —replicó Poirot secamente.—… Pero en realidad creo que somos más felices ahora que cuando nos

casamos. Estamos muy enamorados el uno del otro.—Y naturalmente, eso es lo principal.—Por eso me dan tanta pena los que no son felices.—¿Se refiere usted…?—¡Oh! Hablo en general, monsieur Poirot.—Ya.La señora Gold cogió una hebra de seda y continuó:—Por ejemplo, la señora Chantry…—Sí…, ¿la señora Chantry…?—No creo que sea una mujer agradable.—No, no; tal vez no.—En realidad estoy convencida de que no lo es. Pero en cierto modo me da

lástima, porque a pesar de su dinero y su belleza… y todo lo demás… —A laseñora Gold le temblaban los dedos y no conseguía enhebrar la aguja— no es dela clase de mujeres que sepan conservar a un hombre. Creo que los hombres secansan de ella con gran facilidad. ¿No lo cree usted así?

—Yo desde luego me cansaría de su conversación antes de que hubieratranscurrido mucho tiempo —replicó Poirot con cautela.

—Sí, eso es lo que quiero decir. Desde luego, posee cierto atractivo… —Laseñora Gold vacilaba, con los labios temblorosos. Un observador menos astutoque Hércules Poirot no hubiera pasado por alto su desasosiego. Continuó diciendode modo incongruente:

—¡Los hombres son como niños! Lo creen todo…Se inclinó sobre su bordado, y Hércules Poirot consideró prudente cambiar de

tema.—¿No se baña esta mañana? —le preguntó—. ¿Y su esposo?La señora Gold contestó en el tono más desafiante:—No, esta mañana, no. Dij imos que iríamos a ver las murallas de la ciudad

antigua. Pero no sé cómo ha sido… el caso es que no nos encontramos, y semarcharon sin esperarme.

El plural era revelador, mas antes de que Poirot pudiera decir nada, elgeneral Barnes subió a la playa y se dejó caer en una silla junto a ellos.

—Buenos días, señora Gold. Buenos días, señor Poirot. ¿Han desertado los dosesta mañana? ¡Cuántos ausentes! Ustedes, el señor Gold y la señora Chantry.¿Dónde han ido?

—¿Y el comandante Chantry? —preguntó Poirot en tono indiferente.—Oh, no, está en la playa. La señorita Pamela le tiene acaparado. —El

general rio—. ¡Le está resultando un poco difícil! Es de esos hombres duros ysilenciosos que aparecen en las novelas.

Marjorie Gold, dijo estremeciéndose:—Ese hombre me asusta un poco. Algunas veces está tan… tan sombrío…

¡Como si fuera capaz de hacer… cualquier cosa!Volvió a estremecerse.—Supongo que no debe hacer bien las digestiones —dijo el general en tono

alegre—. La dispepsia es responsable de muchas melancolías románticas ogenios ingobernables.

Marjorie Gold le dirigió una sonrisa cortés.—¿Y dónde está su esposo? —preguntó el general.La respuesta llegó sin vacilación… en tono alegre y natural.—¿Douglas? Ha ido a la ciudad con la señora Chantry. Creo que han ido a

echar un vistazo a las murallas.—¡Ajá…!, sí… muy interesante. La época de los caballeros y demás.

Tendría que haber ido usted también, mi querida señora.—Creo que he bajado demasiado tarde —replicó la señora Gold.Y poniéndose en pie al tiempo que murmuraba una excusa, se dirigió al hotel.El general Barnes la miraba marchar con expresión preocupada y moviendo

la cabeza con pesar.—Es una mujercita encantadora. Vale más que una docena de muñecas

pintarrajeadas como alguna cuyo nombre no menciono. ¡Ja! ¡Su marido estonto! No sabe lo que tiene.

Volvió a mover la cabeza y al fin, levantándose, también entró en el hotel.Sara Blake subía de la playa y había oído las últimas palabras del general.Y haciendo una mueca dirigida a la espalda del excombatiente, observó

mientras tomaba aliento:—¡Una mujercita encantadora… una mujercita encantadora! Los hombres

siempre aprueban a las mujeres sencillas… pero cuando llega la hora de laverdad siempre ganan las muñecas pintadas. Es triste, pero es así.

—Mademoiselle —dijo Poirot en tono brusco—, ¡todo esto no me gusta nada!—¿No? Ni a mí tampoco. No, para ser sincera, en realidad me gusta. En el

fondo todos tenemos un lado malo que disfruta de las calamidades del prój imo ylas cosas desagradables que le ocurren a nuestras amistades.

—¿Dónde está el comandante Chantry ?—En la playa. Pamela le está disecando. ¡Se está divirtiendo de lo lindo! Y

por cierto que con ella no ha conseguido mejorar su humor. Cuando y o subíparecía una nube a punto de descargar. Se avecina la tormenta, créame.

—Hay algo que no comprendo… —murmuró Poirot.—Pues es bastante fácil de comprender —dijo Sara—. Pero lo que vay a a

ocurrir… eso es otra cuestión.—Como usted bien dice, mademoiselle… es el futuro lo que me inquieta.—Es una bonita manera de expresarse —dijo Sara entrando en el hotel.

En la puerta casi tropezó con Douglas Gold. El joven parecía bastantesatisfecho de sí mismo y al mismo tiempo ligeramente culpable.

—Hola, monsieur Poirot —y agregó—: He estado enseñando las murallas delas Cruzadas a la señora Chantry. Marjorie no ha tenido ganas de venir.

Poirot enarcó las cejas, pero aunque hubiera querido no hubiese tenidotiempo de hacer ningún comentario, puesto que Valentina Chantry llegabagritando con voz altisonante:

—Douglas… una ginebra rosa, necesito una ginebra.Douglas Gold fue a pedirla y Valentina se sentó junto a Poirot. Aquella

mañana estaba radiante.Al ver que Pamela y su esposo se acercaban les gritó agitando una mano:—¿Has disfrutado del baño, Tony querido? ¿Verdad que hace una mañana

espléndida?El comandante Chantry no contestó. Y una vez hubo subido el tramo de

escalones, pasó sin pronunciar palabra y entró en el bar.Llevaba los brazos caídos, lo cual acentuaba su parecido con un gorila.Valentina Chantry se quedó con su hermosa boca abierta.El rostro de Pamela Ly all expresaba regocijo ante aquella situación, y

disimulándola cuanto le fue posible, sentose al lado de Valentina Chantry,preguntándole:

—¿Se ha divertido?—Ha sido maravilloso. Hemos…Al llegar a este punto, Poirot levantose y endo en dirección al bar, donde

encontró al joven Gold esperando la ginebra rosa con el rostro arrebolado.Parecía contrariado y furioso.

—¡Ese hombre es un bruto! —dijo dirigiéndose a Poirot e indicando con lacabeza al comandante Chantry, que se alejaba.

—Es posible —replicó Poirot—. Sí, es posible; pero recuerde que a lesfemmes les gustan los brutos.

Douglas musitó:—¡No me sorprendería que la maltratase!—Y probablemente eso también le gustará a ella.Douglas Gold le miró extrañado y cogiendo la ginebra rosa, salió a la terraza.Hércules Poirot ocupó uno de los taburetes y pidió un sirop de cassis. Mientras

lo bebía exhalando suspiros de placer, entró Chantry y pidió varias ginebras rosaen rápida sucesión.

Y de pronto dijo en tono violento, dirigiéndose al mundo en general, más quea Poirot:

—Si Valentina cree que puede deshacerse de mí como lo hizo con todos esostontos, se equivoca. Es mía y pienso conservarla. No será de ningún otro, amenos que pase por encima de mi cadáver.

Y arrojando cierta cantidad de dinero sobre el mostrador, giró sobre sustalones y salió.

Capítulo III

Tres días más tarde, Hércules Poirot fue a la Montaña del Profeta. Era un paseoagradable y fresco bajo los abetos verdes dorados que subía serpenteando porencima de las mezquindades y querellas de los seres humanos. El automóvil sedetuvo ante el restaurante y Poirot apeose para ir a pasear por los bosques. Al finllegó a un lugar que parecía la verdadera cima del mundo. Allá abajo, con suazul profundo y deslumbrante, estaba el mar.

Allí por fin estaba en paz… lejos de preocupaciones… por encima delmundo. Y colocando su abrigo cuidadosamente doblado sobre un tronco cortado,se sentó al lado.

—No me cabe la menor duda de que le bon Dieu sabe lo que hace. Peroresulta extraño que haya creado ciertos seres humanos. Eh bien, aquí por lomenos, durante un rato, estaré al margen de estos molestos problemas —y dichoesto quedó absorto en la contemplación del paisaje.

De pronto alzó los ojos sobresaltado. Una mujer con un traje de chaquetacolor castaño venía corriendo hacia él. Era Marjorie Gold y esta vez habíaabandonado todo disimulo. Su rostro estaba bañado en lágrimas.

Poirot no pudo evadirse, pues ya llegaba junto a él.—Monsieur Poirot. Tiene que ayudarme. Soy tan desgraciada que no sé qué

hacer. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?Le miró con el rostro descompuesto y sus manos se aferraron a la manga de

su americana. Luego, como si hubiera visto alguna cosa que la asustara,retrocedió un tanto.

—¿Qué…, qué… es eso? —tartamudeó.—¿Quiere usted mi consejo, madame? ¿Es eso lo que me pide?—Sí…, sí…—Eh bien… aquí lo tiene. —Poirot dijo escuetamente—: Márchese de aquí

en seguida… antes de que sea demasiado tarde.—¿Qué? —Ella le miró sorprendida.—Ya me ha oído. Abandone la isla.—¿Dejar la isla? —Le miraba estupefacta.—Eso es lo que he dicho.—Pero ¿por qué…?, ¿por qué?

—Es el consejo que le doy… si aprecia su vida.Ella contuvo la respiración.—¡Oh! ¿Qué quiere decir con eso? Me asusta usted…, me asusta.—Sí —replicó Poirot en tono grave—. Esta es mi intención.Ella escondió el rostro entre las manos.—¡Pero no puedo! ¡Él no vendría conmigo! Me refiero a Douglas. Ella no le

dejará. Se ha adueñado de él en cuerpo y alma… No querrá escuchar ni unapalabra contra ella… Está loco por ella… Cree todo lo que le dice… que sumarido la maltrata… que es una víctima inocente… que nadie la comprende…Ya no piensa en mí… no le intereso. Quiere que le devuelva la libertad… que medivorcie. Cree que ella se divorciará de su marido y se casará con él. Pero yotemo… Chantry no querrá. No pertenece a esa clase de hombres. Ay er nocheella le enseñó a Douglas unos cardenales que le hizo él en un brazo… según dice.Douglas se puso furioso. Es tan caballero él. ¡Oh! ¡Tengo miedo! ¿Comoterminará todo esto? ¡Dígame lo que he de hacer!

Hércules Poirot permaneció en pie contemplando la línea de colinas azulesdel continente asiático que se veía al otro lado del mar y dijo:

—Ya se lo he dicho. Abandone la isla antes de que sea demasiado tarde.—No puedo… no puedo… a menos que Douglas…Poirot suspiró… encogiéndose de hombros.

Capítulo IV

Hércules Poirot encontrábase sentado en la playa con Pamela Ly all. Ella le decíacon cierta complacencia:

—¡El triángulo se robustece! Ayer noche estaban sentados uno a cada lado deella… lanzándose miradas incendiarias. Chantry había bebido demasiado yestuvo insultando a Douglas Gold. Gold se portó muy bien. Conservó la calma.Valentina disfrutaba, desde luego. Runruneaba como lo que es… una tigresadevoradora de hombres. ¿Qué cree usted que ocurrirá?

Poirot movió la cabeza.—Tengo miedo. Tengo mucho miedo…—¡Oh, como todos nosotros! —replicó miss Ly all hipócritamente y agregó—:

Este asunto pertenece a su especialidad. O puede que llegue a pertenecer. ¿Nopuede hacer nada?

—He hecho lo que he podido.La señorita Lyall inclinose hacia delante presa de curiosidad.—¿Qué ha hecho usted?—Aconsejar a la señora Gold que abandonara la isla antes de que fuera

demasiado tarde.—¡Oh…! ¿De modo que usted cree…? —Se detuvo.—¿Diga mademoiselle?—¡De modo que eso es lo que usted cree que va a ocurrir! —repuso Pamela

despacio—. Pero él no podría… nunca haría una cosa así… En realidad es tanagradable… Toda la culpa la tiene esa Valentina Chantry. Él no cometería… él nocometería —hizo una pausa, agregando en voz baja—: ¿Un asesinato? ¿No es esala palabra que tiene usted en el pensamiento?

—Lo está en otro pensamiento, mademoiselle. Se lo aseguro.Pamela estremeciose.—No lo creo —declaró.

Capítulo V

El desarrollo de los acontecimientos de la noche del veintiocho de octubre fueclarísimo. Para empezar, hubo una escena entre los dos hombres… Gold yChantry. Chantry fue elevando la voz y sus últimas palabras fueron oídos porcuatro personas… el cajero, el gerente, el general Barnes y Pamela Ly all.

—¡Maldito cerdo! Si usted y mi mujer piensan que van a burlarse de mí,están equivocados. Mientras viva, Valentina seguirá siendo mi esposa.

Y dicho esto salió del hotel con el rostro lívido de coraje.Eso fue antes de cenar. Después de la cena, nadie supo cómo, tuvo lugar la

reconciliación. Valentina le pidió a Marjorie Gold que la acompañara a dar unpaseo bajo la luz de la luna. Pamela y Sara fueron con ellas, mientras Gold yChantry jugaban al billar. Cuando terminaron la partida se reunieron en elvestíbulo con Hércules Poirot y el general Barnes.

Y por primera vez Chantry estaba sonriente y de buen humor.—¿Qué tal la partida? —preguntó el general.—¡Ese muchacho es demasiado bueno para mí! —replicó el comandante—.

Ha empezado haciendo cuarenta y seis carambolas seguidas.Douglas Gold repuso con modestia:—Pura casualidad. Le aseguro que fue así. ¿Qué quiere tomar? Iré a buscar

un camarero.—Ginebra rosa, gracias.—Bien. ¿Y usted, general?—Gracias. Tomaré un whisky con seltz.—Yo también. ¿Y usted, señor Poirot?—Es usted muy amable. Yo quisiera un sirop de cassis.—¿Un sirop… qué?—Sirop de cassis. Es jarabe de grosellas negras.—¡Oh, un licor! Ya. Supongo que lo tendrán; pero nunca lo había oído

nombrar.—Sí, lo tienen, pero no es un licor.Douglas Gold dijo riendo:—Me parece un gusto bastante raro… pero cada hombre con su veneno. Iré a

encargarlo.

El comandante Chantry tomó asiento. A pesar de que su natural no erahablador ni sociable, era evidente que hacía cuanto le era posible por mostrarsecordial.

—Es curioso ver cómo uno se acostumbra a vivir sin noticias —comentó.El general lanzó un gruñido.—No puedo decir que el Continental Daily Mail, que llega con cuatro días de

retraso, me sirva de mucho. Claro que me envían el Times y el Punch cadasemana, pero tardan demasiado en llegar.

—Me pregunto si no tendremos elecciones generales por la cuestión dePalestina…

—Ha sido llevada pésimamente —declaró el general cuando Douglas Goldreaparecía seguido del camarero y las bebidas.

El general acababa de comenzar una anécdota de su carrera militar en laIndia durante el año mil novecientos cinco, y los dos ingleses le escuchabancortésmente, aunque sin gran interés, en tanto que Hércules Poirot sorbía su siropde cassis.

Al llegar al fin de la narración hubo un coro de risas más o menos sinceras.En aquel momento apareció el grupo de señoras. Las cuatro venían del mejor

humor, charlando y riendo.—Tony querido, ha sido divino —exclamó Valentina dejándose caer en una

silla junto a él—. La señora Gold ha tenido una idea maravillosa. ¡Debían habervenido todos ustedes!

Su esposo dijo:—¿Quieren beber algo?Y miró interrogadoramente a las señoras.—Para mí, ginebra rosa, querido —dijo Valentina.—Ginebra y cerveza de jengibre —pidió Pamela.—Un sidecar. —Fue la elección de Sara.—Bien. —Chantry se puso en pie y entregó su ginebra rosa aún intacta a su

esposa—. Toma esta. Ya pediré otra para mí. ¿Y usted, señora Gold?La señora Gold se estaba quitando el abrigo ayudada por su esposo y se

volvió sonriente.—¿Puedo tomar una naranjada, por favor?—Lo que guste. Una naranjada.Fue hacia la puerta y la señora Gold sonrió a su esposo.—Ha sido delicioso, Douglas. Ojalá hubieras venido con nosotros.—A mí también me hubiera gustado. Iremos otra noche, ¿verdad?Se sonrieron.Valentina Chantry alzó la copa de ginebra rosa y la vació de un trago.—¡Oh! Lo necesitaba —suspiró.Douglas Gold colocó el abrigo de Marjorie sobre una silla y al volver junto al

grupo preguntó:—Hola, ¿qué es lo que ocurre?Valentina Chantry estaba reclinada en su silla con los labios amoratados y la

mano puesta sobre el corazón.—Me encuentro… muy rara… —musitó luchando por respirar.Chantry volvía en aquel momento y apresuró el paso.—Pero, Val, ¿qué te ocurre?—No… no lo sé… La ginebra… tenía un sabor extraño.—¿La ginebra rosa?Chantry giró en redondo con el rostro alterado y cogió a Douglas por un

hombro.—Era mi copa… Gold, ¿qué diablos había puesto en ella?Douglas Gold contemplaba el rostro convulso de la esposa de Chantry, que

ahora estaba palidísimo.—Yo… yo… nunca…Valentina Chantry se desplomó en su butaca.El general Barnes exclamó:—Traigan un médico… pronto.Cinco minutos después Valentina Chantry había dejado de existir.

Capítulo VI

A la mañana siguiente no hubo baño. Pamela Lyall, muy pálida y con un sencillotraje oscuro, sorprendió a Hércules Poirot en el vestíbulo, para arrastrarlo alinterior del salón.

—¡Es horrible! —le dijo—. ¡Horrible! ¡Usted lo dijo! ¡Usted lo previó! ¡Uncrimen!

El detective inclinó la cabeza gravemente.—¡Oh! —exclamó Pamela golpeando el suelo con el pie—. ¡Usted debió

impedirlo como fuera! ¡Pudo haberlo impedido!—¿Cómo? —quiso saber Hércules Poirot.De momento quedó cortada.—¿No podía haber acudido a alguien… a la policía…?—¿Para decirles qué? ¿Qué es lo que uno puede decir… antes del hecho?

¿Que alguien lleva el crimen en su corazón? Le aseguro, mon enfant, que si un serhumano está decidido a matar a otro…

—Pudo haber avisado a la víctima —insistió Pamela.—Algunas veces —replicó el detective— los avisos son inútiles.—Pudo avisar al asesino… —dijo Pamela despacio—, demostrando que

conocía sus intenciones.Poirot asintió.—Sí… ese es mejor plan. Pero incluso entonces hay que contar con el

principal defecto de un criminal.—¿Y cuál es?—¡El orgullo! Un criminal nunca cree que su crimen puede fallar.—Pero es absurdo… estúpido —exclamó Pamela—. ¡Ha sido un crimen

infantil! Vaya, la policía arrestó en seguida a Douglas Gold.—Sí —contestó Poirot—. Douglas Gold es un joven muy estúpido.—¡Ya lo creo! Oí decir que encontraron el resto del veneno… que no sé cuál

era…—Estrofantina… un fuerte veneno que ataca al corazón.—Y lo encontraron en el bolsillo de su chaqueta.—Es bien cierto.—¡Es una tontería increíble! —volvió a decir Pamela—. Tal vez tuviera

intención de deshacerse de él más tarde… y la sorpresa de ver que la víctima eraotra le paralizara. ¡Qué escena para una comedia! El amante poniendoestrofantina en el vaso del marido, y entonces, cuando está distraído, es la mujerquien se lo bebe… Piense en el momento terrible en que Douglas Goldcomprendió que había matado a la mujer que amaba…

Ella se estremeció.—Su triángulo. ¡El eterno Triángulo! ¿Quién hubiera pensado que terminaría

así?—Yo me lo temía —murmuró Poirot.Pamela se volvió hacia él.—Usted le previno… me refiero a la señora Gold. ¿Por qué no le advirtió

también a él?—¿Quiere decir por qué no advertí a Douglas Gold?—No. Me refiero al comandante Chantry. Podría haberle dicho también que

corría peligro… al fin y al cabo… él era el verdadero obstáculo. No me cabe lamenor duda de que Douglas Gold confiaba en convencer a su esposa para que leconcediera el divorcio… es una mujercita pobre de espíritu y está muyenamorada de él. Pero Chantry es una especie de demonio y estaba resuelto a nodevolver a Valentina su libertad.

El detective se encogió de hombros.—No hubiera servido de nada haber hablado con Chantry —dijo.—Tal vez no —admitió Pamela—. Probablemente le hubiera dicho que sabía

cuidar de sí mismo y que se fuera usted al diablo. Pero tengo la impresión de quepodía haberse hecho algo.

—Yo pensé —replicó Poirot despacio— en tratar de persuadir a ValentinaChantry para que abandonara la isla, pero ella no hubiera creído mis palabras.Era demasiado estúpida para tomar en serio una cosa así. ¡Pouvre femme! Suestupidez la ha matado.

—No creo que hubiera servido de nada el que hubiese abandonado la isla —dijo Pamela—. Él la hubiera seguido seguramente.

—¿Él?—Douglas Gold.—¿Usted cree que Douglas Gold se hubiera marchado tras ella? Oh, no,

mademoiselle, está equivocada… completamente equivocada. Aún no hacomprendido la verdad de este caso. Si Valentina Chantry hubiera dejado la isla,su esposo se hubiese ido con ella.

Pamela le miró extrañada.—Claro, es natural.—Y entonces el crimen hubiera tenido lugar en otra parte… el asesinato de

Valentina Chantry por su esposo.Pamela se sobresaltó.

—¿Trata de decirme que fue el comandante Chantry … Tony Chantry…quien asesinó a Valentina?

—Sí. ¡Usted le vio hacerlo! Douglas Gold le trajo su copa y se sentó ante él.Cuando entraron las señoras todos miramos hacia la puerta; echó la estrofantinaque tenía preparada en la ginebra rosa y muy cortésmente se la entregó a suesposa, que la tomó.

—¡Pero el paquetito de estrofantina fue encontrado en el bolsillo de DouglasGold!

—Fue muy sencillo deslizarlo en su americana mientras todos rodeábamos ala moribunda.

Transcurrieron un par de minutos antes de que Pamela recobrara el aliento.—¡Pero no entiendo ni jota! El triángulo… usted dijo…Poirot, tras escuchar, movió la cabeza con energía.—Dije que había un triángulo… sí. Pero usted imaginó el falso. ¡Fue usted

víctima de una hábil interpretación! Usted pensó, como así se pretendía, queTony Chantry y Douglas Gold estaban enamorados de Valentina Chantry. Ustedcreyó, como pretendían se crey era, que Douglas Gold, estando enamorado deValentina Chantry, cuy o esposo habíase negado a divorciarse, dio el pasodesesperado de administrar un fuerte veneno a Chantry, y que por un error fatalfue Valentina quien lo tomó. Todo esto es pura ilusión. Chantry había pensadodeshacerse de su mujer. Desde el principio pude comprender que estaba harto deella. Se casó por su dinero y ahora desea contraer matrimonio con otra mujer…y por ello planeó librarse de Valentina y conservar su dinero. Eso implicaba elcrimen.

—¿Hay otra mujer?—Sí, sí —replicó Poirot despacio—. La pequeña Marjorie Gold. ¡Desde

luego, era el eterno triángulo! Pero usted lo vio equivocadamente. Ninguno deesos dos hombres estaban enamorados de Valentina Chantry. Fue su vanidad y lahábil puesta en escena de Marjorie Gold lo que le hizo pensarlo. La señora Goldes una mujer muy inteligente y en extremo atractiva en su estilo de madonnamodesta e insignificante. He conocido a cuatro criminales del mismo tipo. Laseñora Adams, que salió absuelta por la muerte de su esposo, pero todo el mundosabe que lo mató. Mary Parker se deshizo de una tía, un novio y dos hermanosantes de que tuviera un descuido y fuese descubierta. Luego, la señora Rowden,que fue ahorcada. Y la señora Lecray, que escapó por un pelo. Esta mujerpertenece exactamente al mismo tipo. ¡La reconocí en el primer momento! ¡Esetipo disfruta con el crimen como el pato en el agua! Y la verdad es que estabamuy bien planeado. Dígame, ¿qué pruebas tenía usted de que Douglas Goldestuviera enamorado de Valentina Chantry ? Si lo piensa bien, comprenderá quesolo las confidencias de la señora Gold y los arranques de celos de Chantry. ¿Noes cierto? ¿Lo comprende ahora?

—Es horrible —exclamó Pamela.—Fueron una pareja muy lista —dijo Poirot con aire profesional—.

Planearon « encontrarse» aquí y realizar su crimen. ¡Esa Marjorie Gold tiene lasangre fría de un diablo! Hubiera enviado a su pobre marido inocente al patíbulosin el menor remordimiento.

Pamela exclamó:—Pero ayer noche fue detenido y se lo llevó la policía.—Ah —dijo Poirot—; pero después y o estuve hablando con la policía. Es

cierto que no vi a Chantry en el momento de echar el veneno en la copa; yo,como todos los demás, estaba mirando a las señoras que entraban. Pero en elmomento en que comprendí que Valentina Chantry había sido envenenada, noaparté los ojos de su esposo. Y de este modo pude verle deslizar el paquetito deestrofantina en el bolsillo de Douglas Gold… ¿comprende?

Y agregó con expresión grave:—Soy un buen testigo. Mi nombre es bien conocido y desde el momento que

la policía oy ó mi historia comprendió que el caso en cuestión tomaba un aspectocompletamente distinto.

—¿Y luego?—Eh bien, hicieron algunas preguntas al comandante Chantry. Trató de

negarlo, pero no es muy inteligente y pronto se descubrió.—¿De modo que Douglas Gold ha sido puesto en libertad?—Sí.—¿Y Marjorie Gold?El rostro de Poirot se ensombreció.—Yo la advertí —dijo—. Sí, la advertí… arriba, en el Monte del Profeta…

Era la única posibilidad de evitar el crimen. Casi le dije que sospechaba de ella,lo comprendió, pero se creía demasiado lista… Le dije que abandonara la isla siapreciaba su vida y prefirió… quedarse…

AGATHA CHRISTIE (Torquay, Reino Unido, 1891 - Wallingford, id., 1976). Fueuna autora inglesa del género policíaco, sin duda una de las más prolíficas yleídas del siglo XX. Hija de un próspero rentista de Nueva York que muriócuando ella tenía once años de edad, recibió educación privada hasta laadolescencia y después estudió canto en París. Se dio a conocer en 1920 con Elmisterioso caso de Styles. En este primer relato, escrito mientras trabajaba comoenfermera durante la Primera Guerra Mundial, aparece el famoso investigadorHércules Poirot, al que pronto combinó en otras obras con Miss Marple, unaperspicaz señora de edad avanzada.

En 1914 se había casado con Archibald Christie, de quien se divorció en 1928.Sumida en una larga depresión, protagonizó una desaparición enigmática: unanoche de diciembre de 1937 su coche apareció abandonado cerca de lacarretera, sin rastros de la escritora. Once días más tarde se registró en un hotelcon el nombre de una amante de su marido. Fue encontrada por su familia y serecuperó tras un tratamiento psiquiátrico. Dos años después se casó con elarqueólogo Max Mallowan, a quien acompañó en todos sus viajes a Irak y Siria.Llegó a pasar largas temporadas en estos países; esas estancias inspiraron variosde sus centenares de novelas posteriores, como Asesinato en la Mesopotamia(1930), Muerte en el Nilo (1936) y Cita con la muerte (1938).

La estructura de la trama de sus narraciones, basada en la tradición del enigmapor descubrir, es siempre similar, y su desarrollo está en función de la

observación psicológica. Algunas de sus novelas fueron adaptadas al teatro por lapropia autora, y diversas de ellas han sido llevadas al cine. Entre sus títulos máspopulares se encuentran Asesinato en el Orient-Express (1934), Muerte en el Nilo(1937) y Diez negritos (1939). En su última novela, Telón (1974), la muerte delpersonaje Hércules Poirot concluy e una carrera ficticia de casi sesenta años.

Agatha Christie ha tenido admiradores y detractores entre escritores y críticos.Se le acusa de conservadurismo y de exaltación patriótica de la superioridadbritánica. Pero se reconoce también su habilidad para la recreación de ambientesrurales y urbanos de la primera mitad del siglo XX de la isla inglesa, su oído parael diálogo, la verosimilitud de las motivaciones psicológicas de sus asesinos, eincluso su radical escepticismo respecto de la naturaleza humana: cualquierapuede ser un asesino, hasta la más apacible dama de un cuidado jardín de rosasde Kent.

Agatha Christie fue también autora teatral de éxito, con obras como La ratonera(1952) o Testigo de cargo (1953). Utilizó un seudónimo, Mary Westmacott,cuando escribió algunas novelas de corte sentimental, sin demasiado éxito. En1971 fue nombrada Dama del Imperio Británico.