libro no 1318 nobleza, identidad, violencia, represión y rebelión en la américa hispana colonial...
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Nobleza, Identidad, Violencia, Represión Y Rebelión En La América Hispana Colonial. Cahill, David. Colección E.O. Diciembre 20 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.TRANSCRIPT
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014
GMM
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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© Libro No. 1318. Nobleza, Identidad, Violencia, Represión Y Rebelión En La
América Hispana Colonial. Cahill, David. Colección E.O. Diciembre 20 de 2014.
Título original: © David Cahill. Nobleza, Identidad, Violencia, Represión Y Rebelión
En La América Hispana Colonial
Versión Original: © David Cahill. Nobleza, Identidad, Violencia, Represión Y
Rebelión En La América Hispana Colonial
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David Cahill
Nobleza, Identidad, Violencia,
Represión Y Rebelión
En La América Hispana Colonial
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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CONTENIDO
1. Nobleza, Identidad Y Rebelión: Los Incas Nobles Del Cuzco
Frente A Túpac Amaru
2. Violencia, Represión Y Rebelión En El Sur Andino: La
Sublevación De Túpac Amaru Y Sus Consecuencia. Guerra
Civil Y Violencia Social En La America Hispana Colonial
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Nobleza, Identidad Y Rebelión:
Los Incas Nobles Del Cuzco
Frente A Túpac Amaru
(1778-1782)
Universidad de New South Wales
El presente artículo analiza la organización, identidad construida e ideología de la
nobleza incaica del Cuzco en vísperas de la rebelión de Túpac Amaru, con énfasis en la
naturaleza de su corporación más representativa, los Veinticuatro Electores del Alférez
Real. Se concentra luego en una evaluación de la crítica oficial a la nobleza inca y a la
cultura inca de fines de la Colonia, surgida luego de 1780. Continúa examinando la
relación entre José Gabriel Túpac Amaru y dicha nobleza, que rechazaba sus
pretensiones políticas y sociales al estatus de inca y al Marquesado de Oropesa. En el
artículo se argumenta que Túpac Amaru tenía una identidad ambivalente que hizo
crisis en vísperas de la rebelión y que dotaba de ambigüedad considerable a su
proyecto político, así como a los motivos, pretensiones y objetivos sociales del mismo.
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1. Introducción
El dominio colonial implica una crisis de identidad, ya que en sus pugnas por ocupar un
cierto espacio social a partir de la Conquista, los vencidos deben satisfacer los criterios
de una cultura hegemónica impuesta. Esta cultura dominante altera en forma radical
el significado de su homóloga autóctona, cuyas instituciones y hasta creencias casi
siempre terminan cortadas de sus raíces sociales, políticas y culturales. Este proceso se
resume en una palabra: “desestructuración”.
El ir y venir entre dos sistemas de valores poco coherentes provoca la formación de
una identidad ambigua, condición que al parecer aflige de forma permanente a los
sujetos colonizados (quienes jamás llegan a ser ciudadanos). Además, durante ciertas
coyunturas históricas la ambivalencia de la identidad colonial puede exacerbarse
debido a alguna crisis cultural de mayor envergadura, que no solo socave las bases de
la cultura indígena, sino hasta su propia existencia. Tal menoscabo en la condición
colonial indígena a menudo se desborda en protesta, que puede abarcar un amplio
territorio. Es común que exista una relación de causa o una fuerte correlación entre la
vehemencia de tales brotes de protesta y la intensidad de la crisis cultural que los
provoca. Indudablemente, las más espectaculares de estas protestas ―genéricamente
denominadas “movimientos de revitalización”― surgen a partir de una crisis cultural
generalizada.3 Hay que añadir que tales acontecimientos reflejan la intensificación de
la ambivalencia de la identidad colonial, y especialmente tienen el efecto de fortalecer
y agudizar la identidad de la elite colonizada.
Combinada con las aspiraciones emancipatorias, la consecuente revalorización de la
cultura
indígena es caldo de cultivo para un incipiente nacionalismo. Como efecto mínimo,
estos movimientos con su amplia y creativa gama de formas de protesta amenazan las
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bases del sistema colonial. Otra característica de tales movimientos radica en que su
catalizador suele ser un líder carismático.
Este artículo rastrea los argumentos con que la elite inca cuzqueña defendió su
identidad colectiva contra los ataques encaminados a socavar su nobleza en el siglo
XVIII. Durante el
transcurso de tres siglos, los nobles incas habían obtenido mercedes de la Corona
expresadas en numerosas cédulas reales. Las familias nobles incorporaron tales
privilegios en sus probanzas de nobleza, que solían utilizar para defender su rango
social ante las autoridades. Sin embargo, esta necesidad fue esporádica hasta la
segunda mitad del siglo XVIII, cuando todas las familias nobles cuzqueñas se vieron
forzadas a presentar pruebas de su nobleza en dos ocasiones: la primera, a causa de la
revisión del sistema tributario, y la segunda a causa de la rebelión de Túpac Amaru;
ambos momentos representaron una crisis para la nobleza incaica. La extensa revisión
del sistema tributario que se inició en el Cuzco entre 1765 y 1780 resultó en la inclusión
de gran cantidad de nobles en las nuevas matrículas. A partir de 1776 sus privilegios se
vieron nuevamente atacados, merced a la intensificación de las reformas que llevó a
efecto el visitador general José Antonio de Areche. Esta andanada contra sus bona fides
fue, sin embargo, tan solo el comienzo de una crisis de la identidad inca que se
desencadenó como consecuencia de la rebelión de 1780. En esta ocasión la misma
existencia de la nobleza inca y su identidad colonial fueron puestas en tela de juicio por
los oficiales de la Corona, principalmente por Benito de la Mata Linares, el nuevo
intendente del Cuzco.
La nobleza inca cuzqueña respondió a esta crisis en forma colectiva. Armaron un
argumento sobre su raison d’être apoyado en su innata nobleza y sus servicios a la
Corona, el cual a la vez apelaba a la tradición clásica. La amenaza que se cernía sobre
ellos provenía sobre todo de la presencia del simbolismo y discurso incaico en
movimientos aún previos a la gran rebelión: la conspiración de Oruro en 1737, la de
Farfán de los Godos-Tambohuacso a principios de 1780, el motín de Arequipa en enero
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de 1780, y otros rumores y profecías de la coronación inminente de un inca la década
de 1770. Tal subversión “inca” dimanaba más bien de grupos criollos inconformes y no
de los sectores indígenas. Los nobles incas se vieron forzados a distanciarse de la
potencia política del simbolismo inca, un logro imposible. En cambio, redoblaron sus
esfuerzos por construir su propia identidad colectiva, autorrepresentándose como
pilares de la Corona y de la Iglesia. En breve, se describieron como una entidad
integrante del estado español, alejándose lo más posible de Túpac Amaru.
Paradójicamente, la crisis de identidad de la nobleza, exacerbada al extremo por las
acciones de Túpac Amaru, fue paralela a la crisis personal del caudillo rebelde, aún sin
resolver cuando inauguró su rebelión.
2. Crisis de identidad de Túpac Amaru
En 1777 José Gabriel Túpac Amaru se trasladó a Lima para una extensa estadía con el
propósito de litigar por su reconocimiento como Marqués de Santiago de Oropesa. Este
título llevaba ipso facto la concesión de un mayorazgo en el fértil valle de Vilcanota;
pero el marquesado estaba preñado de cierto significado político, aparte del consabido
prestigio y riqueza que solían conllevar los títulos de Castilla y los mayorazgos. La
elevación al Marquesado de Oropesa era la prueba decisiva para la sucesión en un
supuesto trono inca, es decir, para ser reconocido social y oficialmente como heredero
y descendiente directo del último inca, el primer Túpac Amaru, quien terminó
degollado a instancias del virrey Francisco de Toledo. El Inca fue capturado por una
expedición dirigida por Martín García de Loyola, caballero de Calatrava y sobrino de
san Ignacio de Loyola, fundador de la orden jesuita. Ironía de ironías, Martín procedió
a casarse con la hija de su presa. De esta unión nació una hija, doña Ana María Lorenza
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García Sayri Túpac de Loyola, quien a su vez se casó con el noble español Juan Enríquez
de Borja, marqués de Alcañices, invistiendo la Corona a la pareja con el mayorazgo de
Oropesa, por lo que doña Ana María se convirtió en la primera Marquesa de Oropesa.
La cercana relación entre la orden jesuita y la nobleza inca colonial se manifiesta con
asombrosa claridad en dos pinturas que se encuentran en la iglesia jesuita de La
Compañía en la ciudad del Cuzco. En uno de los lienzos (de finales del siglo XVII) se
representan dos nupcias: primero, la de Beatriz Ñusta (alias Beatriz Clara Coya),
biznieta de Huayna Cápac, con Martín García de Loyola; Martín era hijo del hermano
de San Ignacio y, por tanto, el pariente más directo posible del fundador de la orden
jesuita.6 A la izquierda de esta pareja está su hija, doña Ana María Lorenza García Sayri
Túpac de Loyola Ñusta ―quien, como ya hemos apuntado, se convirtió en la primera
Marquesa de Oropesa―, y su esposo, Juan Enríquez de Borja y Almansa, marqués de
Alcañices. Juan de Borja era el nieto del jesuita mártir, san Francisco de Borja (quien
había sido el cuarto Duque de Gandía). La segunda pintura muestra otras dos nupcias:
la de Beltrán García y Loyola con doña Teresa Idiáquez, y la de Juan Idiáquez con doña
Magdalena de Loyola. Los Idiáquez eran la familia inmediata de otro santo jesuita, san
Francisco Xavier. Por tanto, las altas capas de la nobleza inca colonial estaban
relacionadas por lazos matrimoniales con los tres santos jesuitas más importantes,
directamente en los casos de san Ignacio y san Francisco de Borja e indirectamente en
el caso de san Francisco Xavier, cuya familia tenía parentesco directo con los otros dos
santos a través de matrimonios. El colegio establecido para la educación de los hijos de
los nobles incas y los hijos de caciques en el Cuzco colonial fue el de San Francisco de
Borja, inaugurado en 1621, aunque la historia de su fundación se remonta hasta 1535
(Alaperrine Bouyer 1998). El Colegio se estableció durante el breve virreinato del
Príncipe de Esquilache quien, como feliz coincidencia, también era nieto de san
Francisco de Borja. De esta manera los incas forjaron lazos de parentesco no solo con
los tres grandes príncipes jesuitas de la Iglesia, sino también con el mismo virrey del
Perú, un príncipe español y el representante del rey de España en el virreinato.
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El marquesado era entonces una gran presea, aunque con dudosas connotaciones en
cuanto a la identidad del titular. La ascendencia inca de José Gabriel Túpac Amaru era
el requisito sine qua non para su acceso al título de Castilla y, de obtenerlo, para ser
aceptado en la sociedad colonial hispánica. Además, dado el poco atractivo de su
procedencia como cacique menor, y mestizo además, un título como este pudo ser el
prerrequisito para que la nobleza inca sobreviviente lo acogiera. El estatus de Túpac
Amaru en la sociedad colonial dependía de su nivel de acercamiento a la cultura
dominante, pero a la vez sus esfuerzos por ocupar un lugar especial en el seno de la
misma estaban supeditados a su declaración de ser descendiente directo de los incas.
Para Túpac Amaru era imposible renunciar a cualquiera de estas dos tradiciones
culturales sin un severo menoscabo de su posición. Sus reclamos por el Marquesado
de Oropesa y la afirmación de ser el principal descendiente de los incas formaban una
simbiosis, tanto jurídicamente como de acuerdo a la validez que él mismo atribuía a
ambos títulos.
La identidad es en parte un accidente de nacimiento, pero en todo caso esta implica
discriminación, ya que el identificarse con un grupo necesariamente excluye a quienes
no pertenecen o escogen no pertenecer al mismo. El mestizo colonial estaba colocado
en la encrucijada entre dos mundos: por un lado los organismos legales y las leyes de
la “república de españoles”, y por el otro la “república de indios”. En los dos grupos
circulaba un previsible discurso de denigración: el consabido menosprecio de que en
el mestizo se combinaban “las peores características de ambos y las cualidades de
ninguno” es tan bien conocido que no requiere mayor explicación. El mestizo colonial,
ya fuera patricio o plebeyo, estaba sumido en lo que se denomina “perplejidad
genealógica”, volviéndose ya en una dirección, ya en otra, sin encontrar cabida en
ninguna parte. Este tipo de identidad bifurcada fue el patrimonio de Túpac Amaru,
aunque su ambivalencia era aun más compleja, ya que una identidad múltiple contiene
múltiples contradicciones. En su caso, confusa identidad abarcaba cinco dimensiones
—inca, indígena, española, provinciana (no urbana) y mestiza (no enteramente
indígena)—, cada una de las cuales podía ser, dependiendo del contexto, una barrera
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o un pasaporte de aceptación en uno y otro grupo. En cierto modo pareciera que su
descuartizamiento póstumo fue macabramente apropiado.
La identidad inca de Túpac Amaru asumió creciente importancia en los años inmediatos
a la Rebelión, pero aun en el apogeo de la contienda seguía dirigiendo su mirada con
nostalgia hacia sus raíces criollas. Los testimonios contemporáneos manifiestan que
hablaba latín y se vestía en un fino estilo español, aunque a la vez este hecho está
sobrecargado de ambigüedad, ya que un descendiente de los incas era considerado en
el acto un caballero (Lewin 1957: 388-393).
Huérfano de padre a temprana edad, fue educado en parte por Antonio López de Sosa,
el cura de Pampamarca, quien además era criollo. No obstante, Túpac Amaru siempre
estaba rodeado de su séquito familiar. Según un testimonio, buscaba la compañía de
destacados criollos hasta el punto de organizar “orgías” para ellos.7 Al comienzo de la
rebelión escribió a los Ugarte, una destacada familia criolla, para con cuyos dirigentes
utilizó el saludo de “hermano”. Posteriormente, explicó que con esto había querido
aludir a sus líneas de sangre inca y, a decir verdad, utilizó el mismo saludo en sus
comunicaciones con el cacique realista Eugenio Sinanyuca, entonces su rival dentro de
la provincia de Tinta. José Gabriel parece haber creído que entre él y la elite criolla
existía un acercamiento especial. Hay que agregar que, en parte, su movimiento fue
inaugurado para vengarse de los “agravios” que la iglesia y el clero locales habían
sufrido a manos del corregidor del distrito (Cahill 1984: cap. 5); sin embargo, pronto se
desilusionó de cualquier noción de solidaridad criolla. Debe destacarse que ningún
miembro de la elite criolla respaldó abiertamente su rebelión, aunque los oficiales de
la Corona posteriormente intentaron establecer lo contrario.
Además, siendo profundamente religioso, Túpac Amaru hubiera esperado el apoyo no
solo del clero local, sino de todo el clero, especialmente del Obispo del Cuzco, enemigo
acérrimo del Corregidor de Tinta, quien fuera ejecutado por el rebelde.
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Lo que debe haber sido una disminuida esperanza de un rotundo apoyo criollo recibió
el tiro de gracia durante el sitio del Cuzco (entre el 5 y el 8 de enero de 1781). Cuando
el insurgente se enfrentaba a una enconada defensa criolla, atrapado bajo una lluvia
torrencial que duró días, el componente criollo del ejército rebelde se retiró llevándose
la mayor parte del armamento. Se trató de un motín total, empeorado porque cuando
los desertores regresaron a su base en Sicuani ―de hecho eran la milicia local de
Tinta― anunciaron una contrarrebelión. Con sus ambiciones irreparablemente
destruidas, Túpac Amaru lanzó represalias contra los criollos de Sicuani, de las que
ninguno parece haber sobrevivido. Es aquí cuando los testimonios contemporáneos
―algunos provenientes del campo rebelde― subrayan que el caudillo ordenó a sus
tropas no dejar vivo a un solo criollo e, irónicamente, a ningún mestizo, cuando
anteriormente sus órdenes habían sido las de matar únicamente a los españoles
peninsulares. Esta decisión distó mucho de sus anteriores pronunciamientos y
decretos, en los que llamaba a sus “amados criollos” a unirse al estandarte rebelde,
insistiendo en que representaba sus intereses. Si en parte se trató de una estrategia
para reclutarlos, tal vez con la segunda intención de neutralizar a los criollos que se
mantenían hostiles o dudosos de sus intenciones, también cabe la posibilidad de que
tales frases no hubieran sido del todo insinceras.
Sin embargo, existen indicios de que el desencanto de Túpac Amaru con su identidad
hispánica y sus “amados criollos” precedía a su rebelión. Su fracaso en el juicio por la
sucesión al Marquesado parece haber mermado su aprecio por el sistema judicial
español. Posteriormente él mismo admitió que su lucha fue en cierta medida motivada
por “la poca justicia” que había recibido en Lima (Chávez 1973: 80). Insistía, aludiendo
al fallo no unánime de la Real Audiencia, en que su derecho a la sucesión había sido
reconocido. Además, el litigio debió haber erosionado sus relativamente modestos
recursos. Por una parte, la administración de la justicia era lenta y pesada, y por otra,
parece que Túpac Amaru residió en Lima durante gran parte de 1777, lo cual en sí
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constituyó un costoso ejercicio al que se agregaron además los pagos a abogados y
notarios.
A lo anterior debe añadirse el costo de oportunidad del abandono de su oficio de
arriero durante ese lapso, aunque es posible que tales gastos hubieran sido sufragados
en parte por algunos familiares. Quedan varias muestras de que trató de recuperar sus
pérdidas: los recibos de impuestos por el mes de diciembre de 1777 indican que a su
regreso al Cuzco había llevado consigo unos 30,000 pesos de textiles (Cahill 1990: 259).
Sin embargo, en ese preciso momento el Virreinato fue objeto de una cantidad de
importaciones sin precedentes, por lo que el mercado estaba saturado y, por ende, es
posible que la mayor parte de las mercancías de Túpac Amaru no se hubieran vendido
(Parrón Salas 1995: 316). Cabe agregar que a partir de 1778 y hasta el comienzo de la
rebelión en noviembre de 1780, hubo un enorme incremento en el volumen de ventas
de mercancías forzadas por parte de los gobernantes de provincia, siendo el Corregidor
de Tinta, en la provincia de Túpac Amaru, uno de los causantes principales. Por este
motivo, es muy probable que las mercancías traídas de Lima se quedaran sin vender o
se vendieran a un precio risible. Sin duda esta clase de experiencias tiende a engendrar
la alienación política.
El descontento parece haber hecho mella en la siempre incierta y hasta liminal
identidad de Túpac Amaru, como se deduce de algunos documentos clave que salieron
a la luz tras la rebelión. Se trata de tres denuncias presentadas al Corregidor de Tinta
en marzo de 1779, en las que se alega malos tratos por parte de Túpac Amaru, cuya
respuesta a los cargos prestó credibilidad a las quejas, toda vez que defendió
vigorosamente su comportamiento por ser su respuesta a una provocación
extremada.8 El intendente del Cuzco remitió las denuncias al Ministro de Indias en
Madrid, notando que las acciones posteriores del caudillo rebelde pudieron haberse
evitado si el Corregidor hubiera actuado decisivamente en 1779. La esencia de las
quejas de 1779 radica en que Túpac Amaru dispensaba justicia sin la debida autoridad,
usurpando la prerrogativa real correspondiente a la jurisdicción del corregidor, cuando
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el caudillo era un insignificante cacique de tres pequeños pueblos. Documentar en
detalle todas las acusaciones excedería los límites del presente artículo, pero es
pertinente seguir el rastro de algunas. La primera que destaca es la excesiva brutalidad
de sus acciones: asaltando, azotando, poniendo en prisión o en el cepo a sus
adversarios y a “infinitos indios”. La segunda es que, “haviendo venido a su casa unos
Indios de Sicuani con su queja por la noticia que d[ic]ho Don José es el ultimo Inga del
Peru”, se sentó en juicio en este caso, de nuevo, sin ninguna autoridad. La última y más
extraordinaria, es el testimonio de que “es notorio que azota españoles de cara
blancas”, pidiendo los denunciantes que se le ordenara desistir de causar daños a “los
españoles”. El primer día de 1779, Túpac Amaru dio instrucciones públicas a los
alcaldes de que todos los “mestizos forasteros [salieran] del pueblo, y los mestizos
patricios se fuesen a la ciudad del Cuzco, que ningun mestiso ha de haber en el pueblo”.
En una nota de 1785 el Intendente indicó que en provincia “mestizo” era sinónimo de
“español”, o sea criollo. Este testimonio aporta un giro muy diferente al posterior
llamado de Túpac Amaru a sus “amados criollos”, el que pareciera haber sido solo una
estrategia para reclutarlos. Es evidente que más de dieciocho meses antes de su
rebelión su desencanto hacia los criollos y la sociedad criolla ya estaba bastante
definido.
Con el avance de la rebelión, la distancia entre Túpac Amaru y la sociedad indígena se
fue acortando, acentuándose este acercamiento tras el motín de sus oficiales y tropas
criollas y mestizas durante el sitio del Cuzco; numerosos testimonios de la campaña
rebelde corroboran esta creciente afinidad. Sin embargo, la “perplejidad genealógica”
del caudillo persistió, evidenciada por la forma en que alternaba el uso de las vestiduras
inca con las de la elite española, algunas veces combinando ambas: Tupac-Amaru iba
en un caballo blanco, con aderezo bordado de realce, su par de trabucos naranjeros,
pistolas y espada, vestido azul de terciopelo, galoneado de oro, su cabriolé en la misma
forma, de grana, y un galon de oro ceñido en la frente, su sombrero de tres vientos, y
encima del vestido su camiseta, ó unco, figura de roquete de obispo, sin mangas,
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ricamente bordado, y en el cuello una cadena de oro, y en ella pendiente un sol del
mismo metal, insignias de los príncipes, sus antepasados.
Hay muchas evidencias de este tipo. Por supuesto que su doble identidad iba dirigida
a dos
públicos. Sus seguidores indígenas parecen haber albergado pocas dudas de su
autenticidad: una comunidad obligó al cura local a recibir formalmente a “su Inca”,
mientras que otros testimonios apuntan, “que todos los Indios de por aca [...] an dicho
que se ha de coronar el Inga”.
A pesar del resentimiento que Túpac Amaru expresó contra los criollos en 1779, en
repetidas ocasiones trató de congraciarse con ellos, sobre todo durante la etapa de la
rebelión anterior al sitio del Cuzco; básicamente, el éxito de su campaña dependía de
la solidaridad criolla. En todo caso, no todos sus seguidores desconocían su incierta
genealogía, su ambivalente identidad y lo dudoso de sus pretensiones. Aun antes del
sitio hubo un rumor, emanado del campo rebelde, de inquietud en sus filas debido a
que “hera un mostrenco y no era digno a la Corona quando otros no pretenden
teniendo mas derecho”.
¿Quiénes eran estos otros? ¿Por qué eran más merecedores?
3. La orden de caballeros incas
A principios del siglo XVII el cronista Inca Garcilaso de la Vega junto con Melchor Carlos
Inga y Alonso de Mesa —todos ellos de ascendencia inca y residentes en España—,
calcularon (en respuesta a una petición de la Corona) que quedaban en el Cuzco 567
nobles incas, “todos descendientes por linea masculina” de los otrora monarcas inca
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(Garcilaso de la Vega 1995 [1609]: II, 646-648). En 1768 una revisita de San Sebastián
revelaba que solo en esta parroquia (con sus ocho ayllus y unos pocos indios de
hacienda) había 412 nobles incas y caciques principales, cifra compuesta de 196
adultos y 216 hijos de ellos, sin incluir los reservados, mujeres e hijas.12 Es decir, los
otros nobles incas residentes en San Jerónimo y las parroquias de la ciudad y cercado
quedaron fuera de esta matrícula; consta, sin embargo, que la gran mayoría de los
nobles incas estaban asentados en San Sebastián y San Jerónimo. En 1786 el
intendente del Cuzco, Benito de la Mata Linares informó que había “hallado solo en
esta ciudad cerca de 300 indios que se titulan nobles y no quieren pagar tributo”.13 El
censo de 1786 arroja un poco más de luz sobre la población colonial de nobles incas:
parece que aún existían 462 descendientes agnados, 250 de ellos libres de pagar
tributo y otros 212 nobles que tenían que pagar el tributo, aunque 169 de ellos
apelaron ser clasificados como tributarios.14 Vale subrayar que estas cifras de 1786
provienen de dos borradores de listas de nobles que no son del todo claros.
Sin embargo, la autoridad colonial indígena no siempre recaía en los nobles. En el censo
virreinal de 1754 había 639 “caciques y principales” en la diócesis del Cuzco, de los que
solo 29 vivían en el cercado.15 Esto indica que solo unos cuantos nobles incas de la
época cuzqueña tardía fungieron también como caciques. A pesar de que muchos
cacicazgos eran hereditarios, durante la represión que sucedió a la rebelión de 1780
aumentó el reemplazo de titulares tradicionales por criollos. Esta medida afectó a
todos los nobles, cuya matriculación como tributarios aumentó merced a dicho
proceso, al punto de que los 212 nobles incas arriba mencionados perdieron el
privilegio más importante de la nobleza colonial, y con él gran parte del prestigio que
anteriormente acompañaba a su posición. El plan de menguar paulatinamente su
exención tradicional del tributo contaba con que, una vez excluidos de ese privilegio y
prestigio, se les reduciría individual y colectivamente al nivel de tributarios comunes
―simples “indios”, hatun runa―. La nobleza inca se esforzó por resistir el ataque real
contra la cultura colonial incaica, sus prácticas y sus raíces ideológicas. Tras la rebelión
de 1780, y como parte de una serie de medidas oficiales encaminadas a eliminar la
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posibilidad de otra insurrección, la corona fijó su mira en “aquella memoria que [‘el
indio’] conserva de haber sido [el Cuzco] Capital de los Incas”.
En efecto, la meta de las autoridades reales era nada menos que la destrucción de la
memoria histórica y de la identidad de la nobleza inca colonial.
Las ceremonias públicas fueron elegidas por la Corona como campo para esta batalla.
En dichas ocasiones los incas coloniales lucían sus vestiduras repletas de una variedad
de símbolos incaicos, simulacros del incario. La fiesta de Santiago (25 de julio) era la
más importante, ocupando el sitio primordial en el ciclo de diez semanas del Corpus
Christi (Cahill 1996; Dean 1990, 1993 y 1999; Fiedler 1985). Ese día se efectuaba una
procesión en la que los dos alfereces reales ocupaban los lugares más sobresalientes,
uno representando a los españoles, el otro a la nobleza indígena, marchando juntos
desde el cabildo municipal hasta la Catedral para allí escuchar misa. No sabemos qué
puedan haber pensado de este espectáculo los indígenas andinos que lo presenciaban,
ni los sobrevivientes de la nobleza inca. ¿Acaso lo consideraban un momento liminal
en el que se buscaba una comunión con los antepasados incas a través de un
preeminente festival religioso colonial y el cargo de alférez real del gobierno municipal
español? Después de todo, el rito ancestral era y es parte de la religión autóctona y
parece que la nobleza colonial seguía organizada en panacas, los linajes cuya función
principal antes de la Conquista era cuidar de sus respectivas momias. Los oficiales de
la Corona dirigieron su ataque, primero, contra las vestiduras incas y los símbolos
“paganos” lucidos en tales ocasiones públicas y, después, contra la misma organización
corporativa de la nobleza: los Veinticuatro Electores del Alférez Real.
El ataque contra la cultura inca también se enfocó en la destacada participación de su
nobleza en la vida litúrgica y ceremonial de la región cuzqueña. La pompa de los
conquistadores servía a la nobleza indígena de vehículo para reafirmar y renovar en
varias coyunturas del calendario litúrgico su propia identidad y su descendencia
colectiva de las doce “casas” inca o panacas, y de esta manera tal vez ganarse el respeto
y hasta la lealtad de los indígenas. Como resaltó el hostil Obispo del Cuzco en 1781, “en
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publicos festines, convites, procesiones, y otros actos [...] vemos que los indios no usan
otros adornos, que de los que se valían en su gentilidad”. La mejor ilustración de esta
tesis es proporcionada por la festividad regional más importante: la fiesta del Corpus
Christi y, en particular, “el día y la víspera de Santiago”. El Corpus en el Cuzco era una
ocasión de esplendor, como podemos apreciar en lienzos contemporáneos aún
existentes; incluía procesiones ―una principal, precedida por varios desfiles de santos
menores―, que celebraban las devociones indígenas y, en el día de Santiago, se
concedía el lugar de honor a los nobles incas, vestidos con galas e insignias incaicas,
encabezados por el alférez real elegido por los representantes de las doce ‘casas’. La
pieza central de la vestidura era la mascapaicha, el llauto adornado con plumas y piedras
preciosas del que pendía la famosa borla colorada de “muy fina” lana roja, cuyo uso
era ferozmente guardado y celosamente circunscrito por la nobleza. Una igualmente
poderosa reverberación del Tahuantinsuyu era el champi, la vara ancha llevada por el
alférez real de los incas como si fuera un prelado blandiendo su báculo pastoral o,
mejor dicho, un monarca con su cetro. El champi ―advertía el obispo― estaba
adornado con la “imagen del Inca” o con la del Sol, “su adorada deidad”.18 Esta muy
rica vestimenta estaba decorada con mascarones de oro y plata en las extremidades
de los hombros, en las rodillas y en la parte trasera de las piernas; la relativa finura de
estas estatuillas se consideraba muestra de las respectivas “cualidades” de sus
portadores. Lo que estos símbolos representaban exactamente ―antiguos monarcas
incas, santos cristianos o ídolos autóctonos― no ha sido esclarecido aun, pero en
general la finalidad de las imágenes escogidas por la nobleza era conmemorar y aun
venerar al Sol y a Illapa (el trueno), como lo indicaba el disco del Sol que llevaba en la
mano el alférez real.
La crítica del obispo hacía hincapié en que el uso de tales insignias era característico de
todas las festividades civiles y eclesiásticas de la ciudad. Mientras que el día de Santiago
no se consideraba especialmente censurable, no hay duda de que se trataba de la fiesta
colonial más sobresaliente de los incas. Los Veinticuatro Electores del Alférez Real
competían en la elección por el honor de portar el estandarte de Santiago en la
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
21
procesión del Corpus, lo que conllevaba el reconocimiento tácito de ser primus inter
pares de la nobleza inca colonial. Sin embargo, la elección no era un reñido concurso,
ya que las ocho parroquias de la ciudad y el cercado se alternaban para proporcionar
candidatos. Muchas veces, como la mayoría de los electores residía en San Sebastián y
San Jerónimo, el resultado era previsible. La documentación no explica por qué
Santiago fue tan venerado por la nobleza inca y, esclarecerlo iría más allá de los límites
del presente artículo, pero en general se debió a la adopción sincrética del santo
guerrero por los indígenas andinos. El Santiago Matamoros de la reconquista
peninsular y la conquista española de las Américas se tradujo durante esta última en
Santiago Mataindios, y existe evidencia en varias regiones del Perú colonial de que
Santiago era comparado con una o más deidades precolombinas, sobre todo con Illapa,
el dios del trueno, el rayo y el relámpago (Cahill 1999; Choy 1979 y Silverblatt 1988).
Esto significa que el santo cristiano fue adoptado como deidad en el panteón andino y
el obispo, observando que en el día de Santiago la nobleza inca portaba sus propios
estandartes “con las imagenes esculpidas de sus Gentiles Reyes”, recomendó que en
lo sucesivo solo se permitiera el estandarte real (del monarca español).
Tomando como punto de partida su visita a la dilatada diócesis del Cuzco del año
anterior, el Prelado subrayó al mismo tiempo la participación de las iglesias rurales en
la perpetuación de una vívida memoria de los incas. En dichas zonas las congregaciones
indígenas vestían a sus estatuas del niño Jesús con el uncu, la mascapaicha y otras
“insignias” similares, haciendo eco a las pinturas colgadas en sus iglesias. El Obispo
acertadamente argumentó que los indígenas consideraban a sus anteriores
“emperadores” incas como dioses, alegando que este culto local no representaba ni un
superficial sincretismo, ni un trivial remanente folclórico. Es casi seguro que estaba en
lo cierto, ya que las creencias animistas tradicionales habían imbuido verdaderos
poderes al arte religioso. Basta un ejemplo para comprobarlo: durante el
levantamiento de 1780-1783 los rebeldes indígenas sistemáticamente ataron las
manos de las imágenes de Santiago en las iglesias rurales, para prevenir la intervención
militar del temido santo guerrero a favor de las fuerzas reales.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
22
La andanada del Obispo se reflejó en el empeño del intendente del Cuzco, Benito de la
Mata Linares, por abolir el cargo de alférez real de los incas así como la institución de
los Veinticuatro Electores en 1785.20 De hecho deseaba poner punto final a la nobleza
inca.
Manifestó que los documentos legales empleados por los nobles para justificar su
rango “nada prueban, sino solo van pasando de unos à otros ya empeñados, ya
substraidos, ya por otros viciosos motibos”. Agregó con desdén que los nobles usaban
el título de elector “como si estuvieramos en el sacro Imperio [Romano]”, notando con
displicencia que “todas las naciones” han conservado y fomentado una nobleza pero
ninguna “[una] descendencia de sangre real tan envilecida [...] mucho mas si esta nada
tiene que ver con la [nación] dominante”. Los electores, añadió, no hacían más que
“embriagarse calentando mas su espiritu para recordar con maior vibeza sus
antiguedades, y libertad en odio de la nación dominante”. El intendente encontraba
especialmente ofensivo que se portaran dos estandartes el día y la víspera de Santiago,
uno por los españoles y otro por los nobles incas. La soberanía, alegaba Mata Linares,
podía representarse a la perfección y apropiadamente con una sola insignia, y en vista
de que los incas eran los vencidos, “por consiguiente no deben reconocer sino una
cabeza, un dominio, una nación, un monarca, bien expesificado en el real estandarte”.
La soberanía era una consideración clave: “no es lo mismo ser noble que ser
descendiente de sangre real, cuya circunstancia induce derecho de soberania”. Debía
ejercerse vigilancia contra “conserbar memorias de la antigua dominacion, o insignias
de separacion de dos naciones” y todo esfuerzo debía encaminarse a la noción de que
“no hay mas de un Dios, una Religión, una Nación, un Rey”. Estos argumentos denotan
el celo de un oficial real responsable de evitar el recrudecimiento de la sublevación, al
igual que la incapacidad de una mente conservadora que se encuentra a la deriva, lejos
de su habitus, para captar el significado de la “convivencia de culturas”. A la vez pone
de manifiesto un desprecio cultural y racial ―que el intendente hizo extensivo a los
criollos― y, en todo caso, propone nada menos que la abolición de la institución de los
Veinticuatro Electores y de toda la nobleza inca.
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23
En otras palabras, proponía poner coto a su identidad individual y colectiva, por lo
menos en el espacio público, no dejándoles más forma de retener su nobleza que
clandestinamente. De ser así, su prestigio sería nulo. Así, en 1785 el virrey Teodoro de
Croix acordó suspender “por ahora” la elección de ese año mientras consideraba con
más detenimiento la propuesta de abolición del Intendente.
Los electores se vieron forzados a apelar y su protesta fue elocuente.21 Resaltaron que
durante 247 años habían gozado sin interrupción del privilegio de llevar la mascapaicha
en ocasiones públicas, un privilegio asentado en decretos reales y cédulas a partir del
siglo XVI.
Contradijeron el dictamen del Intendente de que entre ellos había quienes no eran
nobles, notando que en varias ocasiones “diferentes indios tributarios y de vil
extraccion” habían intentado arrogarse el uso de la mascapaicha, pero no lo habían
logrado gracias a la pronta intervención de los propios electores.22 Además, los
corregidores anteriores habían examinado la documentación genealógica de sucesivas
generaciones de electores como prerrequisito para su admisión al voto. Indicaron
también que los electores “han sido y son unos fiscales que promueben, y celan la
literal observancia de sus privilegios”. Los arribistas indígenas que trataban de
infiltrarse en las filas de los nobles eran rechazados como “estrangeros en la legitima
descendencia de los Ingas Gentiles”. Esta referencia a “estrangeros” quizás alude a la
organización tripartita de la sociedad precolombina en las collanas de la aristocracia,
la población plebeya cayao y la unión collana-cayao o payan, formada por quienes
servían como funcionarios y subalternos, y que ocupaban el lugar intermedio.23 No está
claro si esta alusión fue intencional, pero el vigoroso lenguaje empleado por sucesivos
colegios electorales a partir de 1600 parece indicar un posible temor a la
contaminación ritual de las celebraciones del Corpus Christi; sin embargo, de haber
existido, hubiera sido excepcional después de casi 250 años de mestizaje colonial.
Es evidente que la mascapaicha no solo era el símbolo central del ritual público, sino
que tenía un valor totémico absoluto. Debilitar su exclusividad hubiera sido
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
24
equiparable a disolver la nobleza. Existen pruebas de la manera en que los electores
defendían el “privilegio” de que solo los alfereces reales (actuales y anteriores)
pudieran usar la borla colorada, o sea que no necesariamente todos los electores
podían hacerlo, aunque con seguridad el turno de cada uno llegaría tarde o temprano.
Se ha sugerido que solo los que portaban el estandarte del “Alférez Real entrante y
saliente” podían usar este adorno.24 La defensa de los nobles incas, por razones obvias,
omitía cualquier referencia a los símbolos “Gentiles” como el disco del Sol, resumiendo
las distinguidas vestiduras y ornamentos de nobleza bajo la rúbrica de “sus uniformes”.
Apoyados en los decretos reales de 1598 y en algunos de la década de 1690 y de 1778,
plantearon que ni el Intendente ni el Virrey podían legalmente negarles el uso de sus
vestiduras o el oficio de Alférez Real. Reclamaron con cierta insolencia que durante la
Conquista el éxito militar de la Corona se debió a los incas aliados “segun comun sentir
de todos los historiadores”. Al intendente Mata Linares le consternó en particular la
aseveración de que la ejecución de Felipe Túpac Amaru en 1572 por el virrey Toledo se
hubiera efectuado “con desaprobacion de Su Mag[estad]”, una interpretación que,
dicho sea de paso, se encontraba más cerca de la verdad que lo que indicaba el desdén
del Intendente.
Esta enconada defensa de los derechos y privilegios incas fue dirigida por su paladín
Cayetano Tupa Guamán Rimachi Inga, en su capacidad de apoderado y comisario de la
institución de los Veinticuatro Electores. Ella provocó un ataque ad hominem por parte
del Corregidor y del Intendente, señalando que dicho personaje era un alborotador,
aduciendo en evidencia los cargos criminales en aquel entonces pendientes contra
Guamán Rimachi. A pesar de ello, este último fue un eficaz defensor del caso de los
electores y enfureció aun más al Intendente al alegar que los nobles incas eran
indisputablemente de “Regia Jentilica sangre” y “Regia Gentilica extirpe”. La petición
de Guamán Rimachi era aun más extraordinaria por sus alusiones clásicas, un claro
testimonio del grado de aculturación de los incas coloniales, e implícitamente del éxito
del Colegio de San Borja, que había sido inaugurado por la Corona para educar a los
indígenas nobles e hijos de caciques para sus futuras responsabilidades como caciques
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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gobernadores. La referencia en su defensa de 1785 a “todas las historias peruanas” no
era tan hiperbólica como pudiera pensarse a primera vista, y parece haberse fundado
en un memorial de 1768 preparado por Cayetano y Tomás Tupa Guamán Rimachi a
nombre de los electores. Para reforzar su causa aludieron a “todos los historiadores
propios, y extrangeros”, y buscaron en la historia universal justificación, al igual que
precedentes, en apoyo de su reclamo de constituir una verdadera nobleza, cuya
existencia estaba amenazada por las políticas represivas de la Corona.
Para sostener su caso, los electores echaron mano de fuentes clásicas, como Juvenal y
Plinio. En una novedosa y erudita incursión en la historia comparativa argumentaron
que no solo la nobleza española y las grandes órdenes militares, sino también las
muchas aristocracias de la Antigüedad habían portado insignias exclusivas y
excluyentes, análogas a la mascapaicha: “En todos tiempos todas las naciones del
mundo, y particularmente los nobles, han tenido sus divisas, y insignias propias a fin
de manifestar su distinguida clase.”
A lo anterior seguía un análisis preciso de varias aristocracias y sus divisas e insignias
heráldicas distintivas, las cuales expresamente connotaban nobleza en sus sociedades
respectivas.
Desde los árcades, quienes usaban el emblema de la luna, hasta los góticos, quienes
portaban una garza (garceta), los electores incluyeron en su ensayo los tótemes de los
romanos, atenienses, persas, bretones, egipcios, tracios y hasta los de tribus germanas
como los suevos, concluyendo con la moraleja de que la mascapaicha no solo era
símbolo de su nobleza, sino prueba de la misma: “Asi pues no ha avido nacion en el
mundo que por distintibo de su nobleza dejase de usar sus particulares señales, e
insignias, o diferencias en sus trajes y vestidos.”
Ya sea que esta genial disertación se hubiera basado en una amplia bibliografía de
autores clásicos y modernos ―es sabido que José Gabriel Túpac Amaru había leído los
Comentarios reales de los incas de Garcilaso―, no cabe duda de que fue un derroche
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
26
impresionante de erudición. La única fuente citada por capítulo y verso es una obra de
don Bernabé Moreno de Bargas (Nobleza de España, volumen 1, discurso 21, folio 115).
Es evidente que los nobles incas no solo cimentaban su identidad en la memoria de sus
respectivos linajes, sino que durante la época colonial tardía aludían a la tradición
clásica y a los tratados de historia contemporánea para robustecer su hasta cierto
punto frágil y anacrónica posición. Ideológicamente, los electores volvieron las armas
intelectuales del poder dominante en contra de sus propios amos.
Conocedores de que desde los tiempos del emperador Carlos V muchos de ellos habían
sido reconocidos por la Corona como hidalgos, la conclusión de los electores era
ineluctable: La Mascapaycha es en realidad una antiquisima orden de Caballeros Yngas
en demonstracion de su Regia Jentilica extirpe, y de ella han usado legitimamente
todos los individuos de ella, desde la ereccion de este Peruano Imperio por Mango
Capac primero que fue el año de mil quarenta y tres de la era Christiana según comun
sentir de todos los Historiadores que no sita el Suplicante por ser bien notorias [...].
La equivalencia entre la descendencia inca y la hidalguía fue ampliamente reconocida
y expresada jurídicamente durante todo el periodo colonial, y es de extrañarse que los
electores no hubieran apelado explícitamente a este precedente. Ciertamente, muchos
nobles en pos de reconocimiento oficial y legal de su posición estaban habituados a
defender la validez de sus probanzas de nobleza. Estas formalmente les conferían dicha
posición, aunque es muy probable que no todos los electores hayan sido acreedores a
la misma.
4. Infraestructura de la identidad
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27
La institución de los Veinticuatro Electores del Alférez Real no era tan robusta como lo
sugiere su vigorosa defensa de 1785. Existen evidencias de que la institución estaba
moribunda durante las décadas finales del periodo colonial: por ejemplo, un candidato
al ingreso al colegio electoral apuntó que “hace el espacio de muchos años” la
prestigiada doceava “casa” (de Huayna Cápac), a la cual buscaba elegirse, había estado
vacante.29 Había dos colegios electorales: los Veinticuatro Electores para la celebración
de Corpus Christi en la ciudad del Cuzco y cinco electores en total para las ceremonias
homólogas en la villa de Yucay, en el valle del Vilcanota, donde el alferazgo se alternaba
entre los nobles de los cuatro pueblos del Marquesado de Oropesa (Yucay, Maras, AGI,
Cuzco, Urubamba, Huayllabamba), además del de Ollantaytambo.30 Había otros
pueblos en la región donde se celebraban ceremonias análogas durante el Corpus
Christi, pero la importancia del Marquesado de Oropesa residía en que su anterior
feudo y mayorazgo había sido otorgado a Ana María Lorenza García Sayri Túpac de
Loyola, hija de Beatriz Ñusta, biznieta del emperador Huayna Cápac y de Martín García
de Loyola, caballero de Calatrava y sobrino de San Ignacio de Loyola. Después de 1739,
cuando el mayorazgo quedó vacante por falta de heredero, la cadena del linaje inca se
rompió, pero la institución del alferazgo real continuó en el valle. Algunos candidatos
al marquesado por el Colegio de San Borja en el Cuzco hicieron alarde en sus solicitudes
de admisión de ser hijos de previos alfereces reales, lo cual se reconocía
inmediatamente como un distintivo de nobleza.
El cargo de elector fue hereditario, aunque la sucesión al mismo involucraba más que
pasar el bastón de una generación a otra. La sucesión, siempre supeditada a la muerte
de un elector, requería la aprobación de los electores titulares y del corregidor, quien,
con el protector de naturales y el intérprete general de naturales, asistía a la elección
(que era “canónica”) y documentaba sus pormenores, alternándose la titularidad entre
las ocho parroquias. El candidato elegido debía ser “persona benemérita que sea de la
Extirpe Real de los Reies Ingas que fueron de estos Reinos”.31 Al mismo tiempo se elegía
al “alcalde mayor de ingas nobles” (también llamado “alcalde de la corona”) y al
“alguacil de la corona”, ninguno de los cuales provenía de entre los electores. Las bona
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
28
fides de los electores eran revisadas con cierto detenimiento, como sucedió en 1783 y
en 1757, cuando se exigió a los Veinticuatros que presentaran pruebas genealógicas
antes de permitírseles votar; aunque el aparente orden de este proceso encubría el
hecho de que la sucesión no siempre era transparente. En 1720 la “epidemia general”
asoló las provincias del sur de los Andes.32 Entre los nobles, dieciséis de los
Veinticuatros murieron, así como muchos de sus herederos; algunos no dejaron
descendencia, mientras que los herederos de otros eran todavía muy jóvenes para
votar y, por lo tanto, para ascender al cargo. El corregidor remarcó que otros indígenas
particulares suplicaron ser admitidos al colegio electoral. Para evitarlo, él mismo
nombró a dieciséis titulares interinos para que la elección de 1721 procediera de
acuerdo a la costumbre. Las fuentes no aclaran si estos renunciaron a su interinato más
tarde, haciendo imposible (sobre la base de la evidencia disponible) una evaluación
precisa del grado en el que la sucesión del linaje de las varias “casas” se mantuvo sin
perturbaciones.
No está claro qué tan asiduamente se celebraba la fiesta de Santiago en los distritos
rurales. La participación como alférez real fue un indicador importante de posición
social y hasta de nobleza en un pueblo.
Evidencia de las celebraciones rurales se encuentran en las solicitudes de becas para el
colegio de San Francisco de Borja por parte de hijos de nobles, caciques y otros
principales. Véase ADC, Colegio de Ciencias, leg.1: “Memoria y Calificación de los Indios
Nobles, años 1763-1766”. Esta documentación deja bien claro que en el Marquesado
de Oropesa (o maá bien “de Santiago de Oropesa”), incluyendo las doctrinas de San
Francisco de Maras, San Bernardo de Urubamba, San Benito de Alcántara
(Huayllabamba) y Santiago de Oropesa (Yucay) ―todas en el valle del Vilcanota― un
grupo aparte de cinco electores escogía anualmente a un noble como alférez real de la
fiesta de Santiago en Yucay y, por lo menos, uno de estos electores estaba entre los
veinte y cuatro electores para las festividades de la ciudad principal. Los cinco parecen
haber incluido uno de cada doctrina, siendo uno de Ollantaytambo en el Valle, el cual
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
29
a finales del siglo XVIII formaba parte (con los otros cuatro) del primer corregimiento y
más tarde (a partir de 1784), de la subdelegación de Urubamba. En la fiesta de Yucay,
el alférez real usaba la mascapaicha, al igual que su homólogo en la ciudad. También se
menciona el alferazgo real para el día de Santiago en la doctrina de Guarocondo, en la
orilla del Valle de Jaquijahuana en la provincia de Abancay.
Existieron doce “casas” inca, siendo cada una ostensiblemente una panaca,
representada por dos electores, posiblemente de acuerdo a las divisiones tradicionales
de hurin y hanan. Sin embargo, entre las “casas” se hacían intercambios. En 1804 dos
candidatos al colegio electoral fueron admitidos (con aprobación de los electores) a la
primera y undécima “casas” de Manco Cápac y Túpac Yupanqui, no obstante ser
descendientes de Yahuar Huaccac Ingayupanqui, pertenecientes a la tercera “casa”. La
solicitud de otro candidato en 1799 revela que tales procesos gozaron de
reconocimiento oficial: Manuel Tambohuacso solicitó con éxito heredar el cargo de su
fallecido padre “como descendiente de la novena casa de Pachacuti con opción de la
quinta y doceava [casas] [...].” El nuevo alférez real recibía el “bastón” o “vara” del
cargo, al igual que la recibían el nuevo “alcalde de los ingas nobles” y el “alguacil de la
corona”. Lejos de ser rutinario, el traspaso de la “vara” proseguía un complicado ritual,
como puede apreciarse en la elección de 1757: [...] mando su merced que el dicho
Electo Don Blas Inquiltopa haga el pleito omenaje acostumbrado y estando presente
juro a Dios y a una señal de Cruz según forma en Derecho una, dos, y tres veses de
guardar y cumplir su cargo en servicio de Su Magestad hasta rendir su vida como lo
hasen los Cavalleros de Castilla, si asi lo hisiera Dios lo ayuda, y al contrario se lo
demanda, y a la conclusion de el, dijo su juro y amen; y en señal de ello cojio el
Estandarte real en la mano y al resivirlo hincado en Rodilla puso la una mano en la
espada que traía en la sinta y con la otra, dicho Estandarte Real, y repitio que en su
guardia y custodia dara la vida que entregarlo a otro que no sea su subcesor, electo en
dicho empleo como leal basallo
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
30
y servidor de Su Magestad en continuasion de sus Maiores [...].
Dos aspectos de la identidad individual y colectiva de los nobles incas destacan en lo
anterior. El primero es que el juramento al monarca puede interpretarse como un
requerimiento de lealtad a la Corona en tiempos de descontento civil, una
consideración no insignificante a finales del siglo XVIII, cuando la subversión solía
relacionarse con la idea de un retorno a cierta forma de dominio incaico. El segundo es
el vínculo explícito que se hace entre el alférez real entrante y la hidalguía, connotado
no solo por la frase “a la manera de los caballeros de Castilla”, sino también en la
observación de que el nuevo titular portaba espada en la cintura. Solo los hidalgos y
otros nobles tenían derecho a portar espada en público, ya fuera esta ceremonial o no.
Este derecho, entre otros, los distinguía de los caciques provincianos.
El nexo entre “incaísmo” e hidalguía es recurrente en la documentación colonial. Sin
embargo, no todos querían reconocerlo, ya que los nobles criollos jamás habrían
aceptado una igualdad, por mucho que se jactaran de su compartida herencia incaica.
Aparentar era una cosa, admitir la falta de limpieza de sangre otra muy diferente.
Afirmar que las noblezas indígena y castellana fueran dos caras de la misma moneda
difícilmente puede considerarse como una propuesta radical en el contexto colonial; a
fin de cuentas, una gran proporción de hidalgos peninsulares estaban tan
empobrecidos como sus homólogos incas.34 Esta pobreza era decisiva, pues su posición
aristocrática podía prolongarse por un par de generaciones pero, a la larga, la clase
económica inexorablemente delimitaba la estratificación social colonial, por más lento
que fuese el cambio. Viene a la mente el viejo refrán: “padre comerciante, hijo
caballero, nieto pordiosero”, como también el dictamen de Pareto de que la historia
es el cementerio de las aristocracias, que se antoja apropiado en este caso ―porque
la nobleza inca llegó a su fin en el momento en que se consumó la independencia del
Perú en 1824―.
A pesar de todo, el enlace de hidalguía entre las noblezas inca y castellana precavía la
fragmentación de la primera, permitiéndole mantener y afirmar una identidad
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31
diferenciada dentro del crisol social de la vida colonial. Otro baluarte era la propia
institución de los Veinticuatro Electores, que preservaba la cohesión de los vestigios de
las antiguas panacas y, a través de estos remanentes, mantenía a raya las fuerzas
centrífugas que amenazaban su anacrónica nobleza. Al igual que los nobles
peninsulares, los individuos y familias nobles incas con frecuencia eran obligados a
presentar pruebas documentales de su nobleza, ya fuera para evitar ser incorporados
a las filas de los tributarios comunes, para adquirir el derecho al goce de los privilegios
de hidalguía o, simplemente, para constatar su derecho a ingresar en las filas de los
electores. El colegio electoral proporcionaba una estructura y una autoridad para
validar las pretensiones individuales, lo cual, junto a su función ritual, constituía una
cierta armazón para la identidad individual y colectiva de los incas. La institución
proporcionaba una suerte de mapa sobre el que se podía trazar el trayecto de cada
uno de los linajes incas. Es muy probable que las doce “casas” que integraban el colegio
electoral hayan sido continuaciones de las panacas originales, pero en todo caso
conservaban su carácter esencial de manera bastante apropiada, puesto que en el
Cuzco incaico las panacas habían constituido fundamentalmente una institución ritual.
En la medida en que el ritual inca continuaba de forma sincrética en el Cuzco colonial,
sobre todo en la pompa del Corpus Christi, el colegio electoral se abocó a la tarea de
subsanar cualquier posibilidad de contaminación ritual. De haber sido así explicaría en
gran parte la contundencia con que los electores trataron de excluir a los “indios
particulares” de sus filas y, por lo tanto, no solo de participar en las elecciones sino
también de portar el estandarte real en el “día y víspera” de Santiago. De hecho existe
la sospecha de que algunas concesiones de hidalguía durante las primeras décadas
posteriores a la Conquista fueron otorgadas en recompensa por cierta colaboración, y
no obedeciendo a los criterios de reconocimiento de un inca collana, o tan siquiera
payan. El colegio electoral también confería validez a la posición de nobleza, por lo que
impedía la infiltración de aquellos de “estraño fuero”, cualquiera que fuera su
procedencia social. Esta institución mantuvo la línea no solo contra la contaminación
ritual, sino en contra de que se diluyeran las bona fides aristocráticas de la nobleza. Su
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
32
función de centinela fue determinante, ya que tal dilución habría llevado a largo plazo
a la eventual disolución de la fosilizada nobleza. Era esta una nobleza de sangre, no de
mérito.
5. Los Veinticuatro Electores y Túpac Amaru
Cerrando el círculo, volvemos a la legitimidad de las pretensiones de José Gabriel Túpac
Amaru.
La refutación de los electores al ataque contra su autenticidad y privilegios por parte
del Intendente hizo gran alarde de la inveterada oposición del colegio electoral al
reclamo de José Gabriel Túpac Amaru de ser “rama principal” de la descendencia inca,
y la vehemente oposición de dicho Colegio a su rebelión. Después de la aplastante
derrota del caudillo, los nobles incas no podían menos que negar su participación en la
rebelión y proclamar su lealtad al Monarca. De hecho, varios nobles destacados habían
apoyado con distinción la causa real, algunos de ellos pereciendo en batalla,
sobresaliendo el noble cacique de Oropesa, Pedro Sahuaraura, quien murió en los
tempranos días del conflicto en la quema de la iglesia de Sangarará. No obstante, en
los primeros meses del levantamiento, Túpac Amaru aseguraba con aparente
sinceridad que contaba con el apoyo de las ocho parroquias del cercado. Esto implicaba
que, expresa o tácitamente, al menos parte de la nobleza indígena endosaba sus
pretensiones. Dado el prestigio del colegio electoral, también es posible que Túpac
Amaru hubiera querido dar la impresión de actuar con la anuencia de los electores. A
pesar de esto, la documentación disponible corrobora sin ninguna ambigüedad los
juramentos de lealtad inquebrantable a la Corona por parte de los electores. Tal
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
33
evidencia se constata en la objeción que estos interpusieron durante el juicio entre
José Gabriel Túpac Amaru y Diego Felipe Betancur Túpac Amaru, en el que cada cual
reclamaba ser primus inter pares de la nobleza inca y, por consiguiente, sucesor por
derecho al Marquesado de Oropesa, por entonces vacante.
Betancur murió en fecha no especificada entre 1778 y 1779, y la insistencia de José
Gabriel de ser el inca preeminente puede haber sido una alusión a este hecho, aunque
de cualquier manera ya había refrendado este reclamo a lo largo de su litigio contra
Betancur, al grado de alardear que la Real Audiencia en Lima había reconocido su
derecho al título. Esto se antoja raro, pues no existe duda alguna de que no logró
comprobar su caso. Tras la muerte de Betancur, Vicente José García, hijo político del
primero, se convirtió en su adversario, procediendo a litigar en representación de su
esposa, la hija de Betancur. Sin embargo, hasta los mismos electores compartían la
antipatía de Túpac Amaru por García. Cuando en 1783 el Corregidor del Cuzco pidió a
los electores presentar confirmación escrita de su nobleza, estos declararon que les
era imposible cumplir con la demanda, ya que García los había engañado para
separarlos de sus títulos, “fingiendo ser apoderado de ellos [...] y prometiendoles ser
su defensor”. También agregaron que aun antes de la rebelión habían informado a la
Corona que José Gabriel Túpac Amaru no tenía derecho a llevar la mascapaicha. El que
la utilizara durante el curso de la sublevación equivalía a un sacrilegio, pues se apropió
de su símbolo más sagrado.
La intervención de los electores en el pleito a favor de Betancur y su consecuente
rechazo a las pretensiones de José Gabriel fueron categóricos. Existe una corriente
hagiográfica en la historiografía de la rebelión de 1780 que rechaza a Betancur como a
un embaucador que se valió de documentos falsos para negar a José Gabriel su legítimo
legado. Este punto de vista jamás ha sido respaldado con evidencia, ni puede afirmarse
sobre la base de las fuentes disponibles. Por el contrario, en 1779 los electores
alegaron que quien estaba empleando documentos falsos en apoyo de su demanda era
José Gabriel, lo cual, en ausencia de evidencia contradictoria, efectivamente asesta el
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
34
golpe de gracia a la interpretación hagiográfica del juicio por el marquesado. Sin
embargo, el ataque de los electores contra las bona fides de José Gabriel no se basó
únicamente en la falta de validez legal de su demanda, sino que fue dirigido
precisamente a su parte más vulnerable: su problemática identidad. Aparte de poner
en duda su autenticidad como cacique, los electores subrayaron que Túpac Amaru era
forastero, provinciano, mestizo e hijo de un don nadie y de una “india” del común: José
Gabriel Condorcanqui, y Noguera fingido Tupac Amaro, y supuesto casique de pueblos,
que no era ni pudo ser, porque [...] fue un pobre Arriero de vil e ignorada extraccion, y
de padre ignoto por ser de estraño fuero, y su madre una india vilisima sugeta a las
contribuciones de tributos y otros servicios personales que son propios de su natales,
y origen [...].
Como contrapunto, el apoyo a Betancur por parte de los electores fue inequívoco. Es
muy significativo que lo cita como “Don Diego Felipe de Betancur y Tupac Amaru
Elector que fue con titulo de este Superior Govierno”, lo cual indica que Betancur fue
reconocido tanto por los electores como por el gobierno virreinal. Posteriormente el
comprobante de la elección de alférez por la linea legitima de Don Juan Tito Tupac
Amaro su hijo legitimo, y de la Coya Doña Juana Quispe Sisa su lexitima consorte [...].
El énfasis en la descendencia legítima de Betancur puso en entredicho la de su
contrincante.
De haber sido así, aunque Túpac Amaru hubiera sido el descendiente más cercano no
hubiera podido heredar el Marquesado porque, de acuerdo a las leyes de sucesión de
la España de ese entonces, un hijo ilegítimo no tenía derecho a heredar. La referencia
a “estrangero” indica no solamente ‘fuereño’ sino que (como la frase “de estraño
fuero”) significaba que José Gabriel pertenecía a un grupo racial o de casta diferente al
de los nobles incas; es decir, era mestizo.
El rechazo a ultranza de los electores a José Gabriel Túpac Amaru y a sus pretensiones
pone coto a la bien difundida pero nunca comprobada suposición, en la historiografía
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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de la rebelión, de que Betancur fue un impostor cuyas maquinaciones privaron al héroe
de su merecido legado como heredero inca y Marqués de Oropesa. El expediente del
litigio entre José Gabriel y Betancur no ha salido a la luz, por lo que el derecho a la
sucesión debe quedar abierto a duda. Lo que sí queda claro, en vista de la intervención
partidaria de los electores, es que no existen bases para asumir la preeminencia de
Túpac Amaru. Al rechazar sus peticiones, el colegio electoral no se ocupó de discutir
quién tenía derecho a la sucesión, sino que montó un furioso asalto en contra de los
varios pilares de su identidad. Este ataque no solo puso en entredicho su derecho a la
sucesión, sino que también negó su supuesta ascendencia inca. El rechazo de los
electores obedeció a esta imputación racial, pues como mestizo era de “estraño fuero”
y, por esa sola razón, no tenía derecho de ser incluido en la nobleza. No solo era
mestizo, sino que su padre había sido un don nadie y su madre una india tributaria
común “vilisima”. Hasta su identidad como “cacique de pueblos” ―en todo caso un
cargo modesto― fue puesta en duda por los electores; en efecto, Túpac Amaru había
sido cesado en su cargo por el Corregidor de Tinta en 1778 ―este era el meollo de su
disputa con Esteban Zúñiga, quien por un tiempo ocupó interinamente el cacicazgo―.
Rechazado por la elite indígena, Túpac Amaru no parece haber corrido mejor suerte a
manos de la elite criolla, muy aparte del trato que le dieron los jueces de la Real
Audiencia. El mismo Túpac Amaru admitió que fue tratado con burla, ignorado,
amenazado y vejado por sucesivos corregidores de Tinta. En los primeros días de la
rebelión intentó congraciarse con los Ugarte, con el Obispo del Cuzco y con el
prestigiado cacique del cercano Coporaque, Eugenio Sinanyuca; ninguno de los cuales
parece haberle prestado atención, al menos públicamente. Existe la sospecha, sin
embargo, de que ―al menos veladamente―, cierto número de miembros de la elite
criolla le había dado ánimos para proceder en contra del Corregidor de Tinta ―cuya
captura y ejecución precipitó la rebelión―, aunque solo hubiera sido para sus propios
fines. Sin embargo, a falta de evidencia contraria, parecería que el rechazo de la
nobleza colonial inca fue paralelo al de la elite criolla. La identidad del rebelde quedó
acorralada en el medio, sin tener a donde acudir.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Túpac Amaru no logró despertar el reconocimiento ni el respeto a los que se creía con
derecho en virtud de su ascendencia inca. Simple y sencillamente, su muy particular
percepción de su propia identidad no fue reconocida en la esfera pública.
6. Consideraciones finales
Túpac Amaru no fue el único a quien se negó el reconocimiento público de su identidad
―producto esta de su muy individual construcción―. Antes y después de la rebelión
de 1780 la nobleza inca del Cuzco colonial vio su propia identidad amenazada, sin
quedar los electores exentos de este proceso. Desde la década de 1760 la nobleza
indígena fue testigo de su propio desmoronamiento bajo el impacto de lo que se hizo
pasar como una modernización del mundo hispánico en el siglo XVIII: las reformas
borbónicas. Todos ellos fueron acosados por el robustecimiento de las demandas
fiscales. Por primera vez desde la Conquista muchas familias nobles se vieron incluidas
en las listas de tributarios comunes. Esto constituyó un espantoso asalto contra su
honor y prestigio, ya que de tajo fueron sometidos no solo al pago del tributo, como si
fueran gente del común, sino también a prestar servicios forzados en haciendas,
caminos, domicilios privados, monasterios, iglesias y minas. Estas familias nobles
―cuyas futuras generaciones se verían afectadas― respondieron recopilando la
documentación de sus probanzas de nobleza, tal como siempre lo habían hecho los
peninsulares nobles. Algunas fueron aceptadas por los oficiales de la corona,
permitiendo la exención del pago del tributo y de la prestación de servicios personales,
sin embargo, otras tantas fueron rechazadas, de tal manera que el número de quienes
pasaron de ser nobles a ser gente del común gradualmente fue en aumento. La
identidad de los nobles fue socavada en dos fases: la primera acompañó a la revisión
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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del sistema tributario en la región del Cuzco en las postrimerías de la década de 1760,
y fue consecuencia del escrutinio de la administración real que sucedió a la ignominiosa
pérdida por parte de España de la Guerra de los Siete Años (1756-1763); el segundo
golpe fue asestado tras la rebelión de Túpac Amaru, cuando la autenticidad de los
“documentos genealógicos” de los nobles fue cuestionada una vez más por los oficiales
reales.
Sin embargo, a pesar de la seriedad de estos desmoralizadores acontecimientos, los
electores hubieron de enfrentarse a peores retos. Solo una parte de los esfuerzos del
intendente Mata Linares por abolir el oficio de alférez real ―y con él la institución de
los Veinticuatro Electores― puede ser atribuida a una reacción contra la dimensión
incaica del gran levantamiento.
En un plano más elevado, la cultura popular religiosa sufrió un concentrado ataque en
todo el mundo hispánico. Los ministros reformistas, cuyo interés primordial era la
seguridad del estado, en particular dirigieron su mira a las procesiones públicas, desde
las prosaicas procesiones del rosario hasta las festividades más espectaculares como el
Corpus Christi y la Semana Santa. Su propósito era trasladar los actos religiosos
públicos de las calles a los confines de las iglesias y claustros y, con ellos, el latente
peligro de violencia política. Se preveía que las procesiones más grandes ―como la del
Corpus Christi en el Cuzco― continuarían, pero como meras sombras de su antiguo
esplendor. Como lo ha expresado un historiador, la corona temía que el “carnaval
suave” se convirtiera en el “carnaval salvaje” (Pereira Pereira 1988: 248-249). A esta
reforma religiosa se añadió el prejuicio borbónico contra las corporaciones religiosas
en general, ya fueran cofradías, hermandades o colegios electorales. Por lo tanto, el
intento de abolir los Veinticuatros tenía un punto de referencia más amplio. El colegio
electoral, sin embargo, estaba acostumbrado a defender sus privilegios y prerrogativas.
Desde 1598 había repelido con vehemencia sucesivos intentos de infiltración por
“indios particulares”. La contaminación ritual y la decadencia de la nobleza inca hubiera
conducido inexorablemente a la disolución final de tan comprometida institución, la
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
38
cual ya enfrentaba la erosión de sus filas merced a los efectos de la revisión del sistema
tributario.
De tal manera, los Veinticuatros estaban acostumbrados a los periódicos ataques
contra su integridad institucional, aunque la coyuntura de reforma de la época colonial
tardía constituyó una amenaza sin precedentes contra su existencia. Sin embargo, aun
esta palidecía ante la impertinencia del poco distinguido cacique de tres pueblos del
Altiplano. Las pretensiones del parvenu Túpac Amaru podían tener enormes
consecuencias para los electores, quienes eran reconocidos como dirigentes de la
nobleza inca colonial, aunque sus poderes no se asemejaran a su supuesta autoridad.
Para ganarse el reconocimiento de la Corona como primus inter pares entre todos los
incas, y de esta manera convertirse por decreto oficial en su dirigente indiscutible,
Túpac Amaru no solo trató de infiltrarse en la nobleza, sino que trató de pasar
completamente por alto al colegio electoral. Mientras que existen pocas dudas de que
era descendiente de incas, no hay pruebas de que perteneciera a ninguna panaca o
“casa”; de haber sido así, lo más seguro es que hubiera tratado de lograr preeminencia
a través del colegio electoral. De hecho, aun antes de la Rebelión su propia identidad
multifacética se convirtió en una amenaza contra la identidad individual y colectiva de
los electores y, por consiguiente, contra la de todos los nobles incas sobrevivientes de
la ciudad y cercado del Cuzco. Por este motivo los Veinticuatros se opusieron a la
rebelión de Túpac Amaru, que en parte constituyó una respuesta individual al
ostracismo social al que lo habían llevado las elites indígena y criolla, las cuales, por lo
menos en público, desdeñaron sus pretensiones y su identidad multivalente ―una
identidad que se vio agobiada al extremo―.
Indudablemente, la identidad que los nobles incas proclamaban en público era atávica
y, en el mejor de los casos, representaba una cristalización del statu quo social de las
primeras décadas de la conquista; era anacrónica no solo porque revertía al pasado
incaico, sino también en relación con otros eventos de la Colonia, entre ellos la
creciente importancia de la clase económica como determinante de la estratificación
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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colonial. Este criterio, más patente durante el siglo XVIII, era a su vez un amago contra
los preceptos sociales hispánicos de honor y estamento. Frente a esta tendencia, los
criterios de linaje y memoria histórica en los cuales se apoyaba el reclamo de la nobleza
inca para ocupar un lugar especial en la esfera pública, no podían menos que verse
afectados. Hasta cierto punto, la trayectoria de Túpac Amaru reflejó estos cambios,
pero si la nobleza inca de las ocho parroquias del Cuzco se refugió en el pasado para
justificar su identidad colectiva y su posición privilegiada, Túpac Amaru imaginaba por
entero una nueva comunidad. Su visión emanaba del mismo pasado dorado, pero se
enfocaba hacia adelante, a un futuro diferente controlado por los colonizados, quienes
en lo sucesivo estarían en libertad de construir un nuevo incario, más bien como los
Nuevos Cuzcos que los otrora emperadores incas habían comenzado a construir
cuando los interrumpió la Conquista. La nobleza inca veía su futuro en base al “futuro
pasado”. Mientras Túpac Amaru buscaba una transformación, ellos se aferraban a lo
que quedaba de la gloria de sus antepasados. El intento de José Gabriel por traducir su
comunidad imaginada a la realidad socavó ―irónicamente, en vista de la aguerrida
oposición de los electores a su visión― la certeza de su posición social y de su acceso
al ritual público y al despliegue carnavalesco. Su rebelión añadió ímpetu al asalto oficial
civil y eclesiástico contra la cultura y la religión popular, que tuvieron tanto auge en la
Europa moderna temprana, pero que en el mundo hispánico se habían practicado con
renovado brío durante el reinado de Carlos III (1759-1788).
La identidad colectiva de la nobleza inca apenas sobrevivió este ataque, y a muy duras
penas se mantuvo hasta que sobrevino la Independencia a partir de 1820. Los
posteriores intentos criollos de suscitar otras versiones de un imaginado futuro
pasaron por alto e ignoraron las aspiraciones indígenas, tanto patricias como plebeyas.
Aunque los descendientes de la nobleza colonial inca continúan viviendo hasta hoy en
los alrededores del Cuzco, su identidad colectiva parece haberse esfumado de la esfera
pública en las primeras décadas republicanas. En este contexto, no solo ha dejado de
existir la identidad inca individual, sino también la colectiva, al igual que el nuevo
incario de Túpac Amaru. El simbolismo incaico en la cultura popular contemporánea
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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del Cuzco es una tradición inventada, que refleja mejor el pensamiento de Simón
Bolívar que la imaginada comunidad de Túpac Amaru.
Fuentes y Bibliografía
Fuentes
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Corregimiento
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Violencia, Represión Y Rebelión En El Sur
Andino: La Sublevación De Túpac Amaru Y Sus
Consecuencias
Guerra Civil Y Violencia Social En La America
Hispana Colonial
Bajo cualquier circunstancia, una rebelión es un fenómeno violento. Sin embargo la
violencia se manifiesta en muchas formas. Existe, por ejemplo, la violencia cotidiana,
que se asocia sobre todo con lo doméstico, el desacato y los disturbios festivos
(frecuentemente provocados por el alcohol).1 En otro nivel, normalmente más intenso,
la violencia asume un carácter político o es política per se: la furia que acompaña el
estallido de una rebelión; la respuesta no menos furiosa de las autoridades; el
extraordinario salvajismo y las atrocidades que ocurren más allá de los límites de la
guerra convencional; la sed de sangre de un tropel urbano buscando la retribución; la
tortura, las ejecuciones horripilantes y hasta las mutilaciones a las cuales está sometido
el adversario capturado. Se ha propuesto que más allá de estas categorías existe el
concepto más abstracto y tendencioso de la violencia estructural, aquella constelación
1 Vea especialmente: Lola ROMANUCCI-ROSS, Conflict, Violence, and Morality in a Mexican Village Chicago, 1973; William TAYLOR,
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es la interpretación de Jan SZEMINSKI, “Why Kill the Spaniard? New Perspectives on Andean Insurrectionary Ideology in the 18th
Century”, en Steve J. STERN, (ed.) Resistance, Rebellion, and Consciousness in the Andean Peasant World, 18th to 20th Centuries,
Madison, 1987, pp. 166-192. No cabe aquí una reseña de sus argumentos imaginativos y hasta anacrónicos. Margarita Garrido
viene desarollando un sendo proyecto sobre el honor, su reconocimiento, la obediencia y el desacato, y sus efectos multiples
en la socieded colonial: vea, p.ej., su “Economía de obediencia y desacato”, ponencia presentada al Congreso de
Americanistas, Quito, 7-12 de julio de 1997.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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de opresión cotidiana y represión oficial que representa la condición del campesino
andino, tanto en el pasado como en la actualidad.2 Por supuesto, con cierta frecuencia
esta tipología de violencias se funde—en la rebelión y la revolución. Tristemente la
violencia se ha establecido como una característica recurrente de la historia peruana;
la ferocidad de la Conquista y de la sublevación de 1780 ha hecho eco en la guerra sucia
desde 1980; el comienzo de la actividad senderista precisamente 200 años después de
la de Túpac Amaru no puede ser una pura coincidencia. A veces la violencia política
llega a niveles extraordinarios de ferocidad, y otras veces la fenomenología de esta
violencia arroja paralelismos abrumadores. En 1872 el derrocamiento y ejecución del
Presidente Balta a manos de dos hermanos, Tomás y Silvestre Gutiérrez, provocó su
propia ejecución, ahorcadura, mutilación ritual y espontánea, y eventual incineración
a manos de una multitud furibunda.3 El momento más singular en medio de esta
ferocidad despiadada fue aquel en que los amotinados enfurecidos le arrancaron el
corazón a Tomás Gutiérrez. En 1780, en la primera fase de la rebelión de Túpac Amaru,
Simón e Isidro Gutiérrez—también hermanos, de una familia de la elite criolla, y ambos
oficiales—fueron capturados por un grupo de rebeldes indígenas, quienes les
arrancaron el corazón.4 Evidentemente las causas de tal violencia se extienden más allá
de los respectivos contextos de un golpe de estado y una rebelión.
Por medio del presente ensayo se explorará la naturaleza y la incidencia de la violencia
contra las personas y la propiedad durante la rebelión de Túpac Amaru. En particular,
se intentará asignar la responsabilidad por las atrocidades cometidas por los rebeldes
que se hacían cada vez más evidentes en el desarrollo de la rebelión. Hubo masacres y
otras transgresiones cometidos por ambos partidos, a veces como el concomitante
2 Felipe MAC GREGOR y José Luis ROUILLON (eds.), Siete ensayos sobre la violencia en el Perú, Lima, 1985, p. 11.
3 Margarita GIESECKE, Masas urbanas y rebelión en la historia. Golpe de estado: Lima 1872, Lima, 1978.
4 Iván HINOJOSA, “El nudo colonial: La violencia en el movimiento tupamarista”, Pasado y Presente, Vol. II, nos. 2-3, 1989, pp. 73-
82.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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inevitable de campañas militares y a veces como secuela de incursiones ad hoc
realizadas por patrullas reales y bandas rebeldes. Muchas viñetas de tal violencia—
algunas relacionadas a la masacre de inocentes, mujeres, niños, viejos y enfermos—
son tristemente consabidos, y demasiado conocidos para requerir un comentario más
detallado.5 En consecuencia, intentar hacer un inventario de tales acontecimientos
resultaría esencialmente superfluo, y de todas formas, la evidencia que existe sobre
tales incidentes de violencia abunda tanto que dicho inventario no cabría en este breve
ensayo. Más bien se concentrará en el mando que ejercía José Gabriel Túpac Amaru
sobre la violencia rebelde, y en determinar hasta qué punto dicha violencia fue
influenciada por el desarrollo de los acontecimientos en la llamada ‘primera fase’ de la
rebelión. En particular, se recurrirá a nuevas pruebas para desafiar la interpretación
tradicional, según la cual “[e]n realidad, los líderes tupamaristas resultaban incapaces
de frenar los excesos”.6 Luego se introducirán otras nuevas pruebas que indican que el
nivel de destrucción material que resultó de la campaña rebelde puede haber sido
mucho más modesto de lo que parecen indicar las versiones algo sensacionales sobre
las devastaciones provocadas por los rebeldes.
Algo sabemos de la violencia cotidiana al nivel de pueblo, que abarcaba la gama
completa de motines y otros tipos de conflicto social: luchas sobre la tierra, el agua y
el ganado; riñas entre notables locales; el enojo comunitario contra curas, caciques y
otros; crímenes menores y disputas domésticas cotidianas. Todas estas
manifestaciones de la violencia se englobaban dentro del fenómeno abarcador de la
rebelión de Túpac Amaru, pero la mortalidad que resultó de la rebelión de 1780 fue,
por supuesto, enormemente mayor. El grado de la violencia es, sin embargo, bastante
difícil de establecer. Magnus Mörner fue el primero a cuestionar la percepción general
5 Ibid., para una selección de tales incidentes, varios de los cuales son también anotado en Boleslao LEWIN, La rebelión de Túpac
Amaru y los orígines de la Independencia de Hispanoamérica, 2da. ed., Buenos Aires, 1957, supra.
6 HINOJOSA, p. 76, que hasta un cierto punto tiene razón, pero pasa por encimo la posibilidad de que algunos de aquellos
“excesos” fueron ordenados por el mismo José Gabriel Túpac Amaru.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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de un número de víctimas en las insurgencias tupamarista y catarista que se
aproximaba a 100,000 indios y 10,000 españoles.7 Esta cifra viene de un tratado8 sobre
la rebelión escrito en 1784 por el presbítero Rafael José Sahuaraura Tito Atauchi, un
noble indígena quien perdió un pariente cercano—Pedro Sahuaraura, el cacique de
Oropesa—en la masacre de Sangarará en las primeras semanas de la rebelión. Como
consecuencia Sahuaraura sentía de cerca la intensidad de la violencia, pero al mismo
tiempo tal vez era más propenso a exagerar su impacto por motivos emotivos y
retóricos. Notando que el número de víctimas de guerra en la época Moderna
Temprana solía ser relativamente modesto, Mörner observó de forma convincente que
los indicadores demográficos tanto cuantitativos como cualitativos del periodo colonial
tardío indican que la mortalidad resultante de la rebelión de Túpac Amaru también
correspondía con el mismo fenómeno. El pensador peruano José Tamayo Herrera
cuestionó implícitamente la tesis de Mörner, llamando la atención de forma bastante
polémica sobre el salvajismo comparablemente mayor en el teatro sureño de la
rebelión tupamarista, especialmente en los antiguos territorios Lupaqa alrededor del
Lago Titicaca.9 Allí, niños y mujeres murieron en horrendos masacres en Chucuito,
Puno, Juli y Sorata, aunque acontecimientos parecidos ocurrieron a veces en el teatro
norteño, más notablemente la infame matanza de inocentes en Calca a manos de
tropas rebeldes que se retiraban tras el fracasado sitio de la ciudad del Cuzco. Sin
embargo, el argumento de Tamayo es bastante convincente todavía, por cuanto que la
mayoría de las atrocidades masivas se cometieron en el teatro sureño, lo que, cuando
se toma en cuenta el número elevado de víctimas del movimiento Catarí, indica que la
7 Magnus MÖRNER, Perfil de la sociedad rural del Cuzco a fines de la colonia, Lima, 1978, pp. 123-125.
8 Rafael José SAHUARAURA TITO ATAUCHI, “Estado del Perú (1784)” en Colección Documental de la Independencia del Perú, vol.II,
tomo 1, Lima, 1971, pp. 331-415.
9 José TAMAYO HERRERA, “Las consecuencias de la rebelión de Túpac Amaru y la decadencia económico-social del altiplano”, en
Actas del coloquio internacional: “Túpac Amaru y su tiempo”, Lima, 1982, pp. 599-607. Hay que notar que Magnus Mörner ya
había reconocido el elevado nivel de violencia en las provincias sureñas.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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mortalidad global fue más que modesta, aunque probablemente menor que el cálculo
contemporáneo hecho por Sahuaraura. Sin embargo, para anticipar nuestro
argumento hasta cierto punto, una serie de indicadores económicos sobre el altiplano
indica que, en algunos partidos, la destrucción de la propiedad fue mucho menos
devastadora de lo que se podría suponer sobre la base de ciertas historias
espeluznantes de un verdadero holocausto andino.
En cuanto a las cifras—sobre la mortalidad, tanto de la hueste rebelde como de las
tropas realistas—que aparecen en las fuentes primarias, se podrían hacer las siguientes
observaciones. Lo primero es el hecho de que la lengua castellana del siglo dieciocho
reflejaba la tradición retórica clásica, y contenía múltiples tropos, topoi y otros
conceptos literarios. Hasta cierto punto, el lector contemporáneo entendía este
fenómeno implícitamente, y descontaba apropiadamente cualquier elemento
hiperbólico. Los reportajes de acontecimientos tan singulares como una batalla o una
masacre esporádico tendían hacia lo apocalíptico, en vista del pánico y el miedo que se
apoderaban de los que se encontraban en el camino de algún ejército u otro, y dado
que a veces los sobrevivientes se esforzaban demasiado al intentar explicar cómo fue
el estar en el centro de la tempestad. En consecuencia, los cálculos sobre la masacre
de rebeldes (¡que se sorprendieron robando choclos, según una versión!) en la
hacienda La Angostura en vísperas del cerco variaban de 100 muertos en una versión,
a 130 (incluyendo a mestizos) en otra, hasta 300 según otro testimonio.10 Las
estimaciones sobre el número de tropas son todavía más sorprendentes, aunque en
este caso muchas veces las aparentes anomalías pueden armonizarse. Un ejemplo se
relaciona con el elevado número de tropas acumulado para el cerco del Cuzco a
principios de enero de 1781, en que el fracaso total en conseguir su objetivo parece
extraño dado el número extraordinariamente elevado de la hueste rebelde. En un
informe, por ejemplo, se dice que Túpac Amaru tenía un ejército de 30,000 soldados,
10 Archivo General de Indias (después AGI), Audiencia de Lima 1052, folios 88v, 90v, y 77r respectivamente.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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incluyendo españoles, mestizos e indígenas.11 Sin embargo, la esposa de un cacique del
altiplano decía que tenía una carta escrita por el caudillo rebelde, en la cual declaró
tristemente que había salido para el cerco con un gran ejército, pero que a los cuatro
días de la marcha le quedaban tan sólo 3,000 tropas.12 Otra explicación lógica de las
exageradas estimaciones del número de tropas viene de un testimonio local que
descarta el hecho de que el Inca tuviera un gran ejército. Al contrario el testigo declara
que a fines de 1780 el ejército rebelde no pasaba de 1,800, ‘entre indios y españoles’;
la cifra tan reducida se explica en parte por el hecho de que Túpac Amaru se veía
obligado a pagarles un ‘sueldo’ de sus cada vez más limitados recursos—en términos
sencillos, no podía pagar más soldados. Según el mismo testigo, se justificaban hasta
cierto punto aquellos informes que se referían a una huesta numerosa, dado que
“los demás indios que a veces se juntan en su consecuencia, son de los pueblos inmediatos por donde pasa [la
hueste rebelde], que le siguen, por robar, o saquear el lugar”.13
En este sentido, la rebelión se conformaba con el molde de las rebeliones y campañas
militares de la época Moderna Temprana, en las que la soldadesca se componía
principalmente de no-profesionales, los que o se veían forzados a servir o se habían
alistado voluntarios, atraídos por la perspectiva de un rico botín.
Las víctimas: criollos, chapetones y castas
La actitud del líder rebelde hacia los criollos (españoles) y las castas, o gente de raza
mixta (mestizos, cholos, mulatos, etc.) es una cuestión fundamental que llega a las
mismas raíces del movimiento. Curiosamente, ha recibido muy poca atención de los
investigadores. Está bien establecido que el mismo líder sintiera un odio visceral hacia
los peninsulares (‘europeos’, chapetones, pucacuncas). También se sabe con toda
11 Ibid., fol. 166v, testimonio de Eugenio Canatupa Sinanyuca, cacique de Coporaque, y preso de Túpac Amaru en las primeras
semanas de la rebelión; se fugó después a Arequipa; su fidelidad fue posteriormente galardoneado por la corona.
12 Ibid., fol. 115r, testimonio de Antonio Zanabria; se refiere a la esposa de Blas Pacoricona, cacique de Lampa.
13 Ibid., fol. 158v, remarcando que “es falso que Tupa Amaro, tiene muchos soldados...”.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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seguridad que los ‘indios’ rebeldes solían matar a los criollos bajo el pretexto espurio
de que eran peninsulares disfrazados de criollos, porque les era difícil distinguir los
unos de los otros de todas formas, y porque (según una fuente) algunos rebeldes
sentían una fuerte aversión contra ‘chapetones y descendientes de chapetones’14—es
decir, consideraban a los peninsulares y los criollos como genéricamente equivalentes.
No es difícil encontrar el motivo: tanto los cholos como los indígenas ‘insolentes’
actuaban contra los ‘hombres blancos, especialmente contra los europeos’.15 Para
algunos rebeldes, la rebelión trataba simplemente del enfrentamiento entre blancos e
indígenas. Hasta cierto punto, éste fue un aprendizaje en el odio y la violencia: el orden
que dio Túpac Amaru a principios de la campaña a prender fuego a la iglesia de
Sangarará y a matar a los habitantes criollos parece haber sido en parte una represalia
por el supuesto masacre que había realizado la expedición:
“que los chapetones habían degollado a todas las mugeres del pueblo.”16
Nótese que aquí existe una confusión de criollos y chapetones. En el calor de la batalla,
no era fácil distinguir al uno del otro: había simplemente ‘indios’ contra ‘blancos’. Éstos
incluían a los odiados ‘mistis’, conocidos en disputas pueblerinos contemporáneos en
la región de los Andes, un término que tanto en el pasado como en la actualidad abarca
a criollos y castas: sencillamente, todos los que no sean indígenas. La identificación de
un individuo como chapetón significaba la muerte, pero tal identificación podría
hacerse a base de una cuestión de tenencia de la tierra: en una viñeta, un vecino
14 Ibid., fol. 3v. El asunto también viene tratado en Hinojosa, op.cit., p. 77, quien subraya que “la orden [de matar
chapetones]....habría de cumplirse con grandes distorsiones”.
15 AGI Lima 1052, fol. 32. Cf. Juan Carlos ESTENSSORO F., “¿Historia de un fraude o fraude histórico?”, Revista de Indias, vol. LVII,
núm. 210, pp. 566-578, esp. p. 571, que asevera que nunca se usaba el término “blanco” en el Perú colonial. Para las categorías
raciales en el coloniaje, vea Magnus MÖRNER, Race Mixture in the History of Latin America, Boston, 1967; Claudio Esteva
FABREGAT, El mestizaje en Iberoamérica, Madrid, 1988; David CAHILL, “Colour by Numbers: Racial and Ethnic Categories in the
Viceroyalty of Peru, 1532-1821”, Journal of Latin American Studies, vol. 26, núm. 2, 1994, pp. 325-346.
16 AGI Lima 1052, fol. 102. Ibid., fol. 18v.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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discute con un grupo de indígenas rebeldes acerca de sí una hacienda temporalmente
abandonada pertenecía a un chapetón o a un criollo, dado que este solo hecho
determinaría que la destruirían o no.17. Queda evidente que Túpac Amaru no le
perdonaría la vida a ningún chapetón. Se conoce muy bien su orden a matar a cualquier
corregidor que se capturara, y es consistente con su otra orden a erigir una horca en
los pueblos para ahorcar a todos los chapetones.18 Hasta hay indicaciones de que el
caudillo dejara que su odio anti-peninsular afectara su buen sentido. Desde hace
tiempo los historiadores vienen comentando su demora en marchar sobre el Cuzco, lo
que se puede entender en términos logísticos y con referencia a la necesidad de
reclutar más tropas, pero que en retrospectiva parece ser un error. Un testigo declara
que el 2 de diciembre de 1780, el líder rebelde encabezó una marcha hacia el sur hasta
las provincias del altiplano, Azángaro, Lampa y Carabaya, supuestamente porque
“hai noticia cierta han quedado algunos chapetones para que estos sean destruidos enteramente.”19
Existen otros testimonios que indican que fue al sur también para vengar la muerte de
su sobrino, que fue ahorcado por el corregidor de Lampa.20 Era una familia muy unida.
Están bien conocidas las solemnes afirmaciones del líder rebelde que su rebelión no
iba dirigida de ninguna forma en contra de los criollos, y que se consideraba un
defensor de sus derechos y de su bienestar. Aparecen numerosas veces en los bandos
y proclamas emitidos en los dos primeros meses de la sublevación. A la luz de tales
declaraciones, generalmente los historiadores han exculpado a Túpac Amaru de
cualquier responsabilidad directa por las múltiples masacres y atrocidades
supuestamente cometidos por el movimiento. Se afirma que los responsables eran los
17 Ibid., fol. 33r.
18 Ibid., fol. 18v.
19 Ibid., fol. 37r
20 Ibid., fol. 40r.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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‘indios’. Es verdad que hubo cierta falta de control, que las patrullas rebeldes actuaban
de una forma indisciplinada; en efecto, la rebelión representaba hasta cierto punto una
serie de levantamientos locales, de distintos grados de espontaneidad. Además, es
evidente que había una contradicción entre la visión y el programa globales de Túpac
Amaru, de un lado, y los limitados propósitos de muchos de sus seguidores, algunos de
los cuales parecen haber sido inspirados por poco más que la venganza y la rapiña, del
otro. Sin embargo había otros motivos, simultáneamente prosaicos e imperativos, en
tal violencia y pillaje. Las provincias del altiplano, tanto en aquella época como hoy en
día, se ven afectadas cíclicamente por la sequía, la carestía y epidemias concomitantes.
Éste parece ser el contexto general del apoyo que recibió Túpac Amaru de las
provincias sureñas, que proporcionaron reclutas entusiastas, cuya presencia fue
comentada por testigos: así, por ejemplo, en 1786, una comunidad indígena de
Abancay hizo notar que
“la mayor parte de indios se apoderaron de esos lugares, fueron los del Collado quienes hissieron lo que
quicieron hasta de nuestras personas.”
En realidad las condiciones de vida en el Collao a fines de 1780 no podrían haber sido
peores; un testigo comenta que
“la povre gente esta pereciendo, no tiene que comer.”21
El corregidor de Lampa amplificó el comentario de forma gráfica:
“la esterilidad del tiempo ha hecho escasear, tanto los víveres, que sus habitantes se ven en la dura necesidad
de alimentarse de raíces.”22
Sin embargo, existen ciertas indicaciones de que el líder rebelde ya sentía cierto
rechazo hacia su identidad hispana y hacia sus ‘amados criollos’ desde antes de la
rebelión. La pérdida que sufrió en su litigio por la sucesión al Marquesado de Oropesa
21 Ibid., fol. 121.
22 Ibid., Colección documental del bicentenario de la revolución emancipadora de Túpac Amaru, Lima, 1980, tomo 1, pp. 262-
263; cf. también, tomo 2, p. 204.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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parece haber mermado su respeto por las instituciones legales y judiciales españoles,
como seguramente las humillaciones privadas y públicas que sufrió a manos de varios
corregidores de la provincia de Tinta habrían disminuido su aprecio por los oficiales de
la Corona. Esta enajenación parece haber afectado su propia e insegura identidad
social y racial. Tal es el tenor de ciertos notables documentos que salieron a luz tras la
rebelión. Éstos comprenden tres quejas formales hechas al corregidor de Tinta en
marzo de 1779, alegando maltrato a manos de Túpac Amaru;23 su respuesta a las
acusaciones dio credibilidad a las quejas, pero defendió su compartimiento, indicando
que fue su respuesta a una provocación extrema. En 1785 el Intendente del Cuzco
envió las quejas a José de Gálvez, Ministro de las Indias, comentando que las acciones
subsiguientes del líder rebelde tal vez podrían haberse evitado si el corregidor hubiera
tomado acción decisiva en 1779. La esencia de las quejas era que Túpac Amaru estaba
haciendo justicia sin tener la autoridad correspondiente, usurpando de esa forma la
prerrogativa real perteneciente a la jurisdicción del corregidor; en aquel entonces, el
caudillo líder era un cacique insignificante o tal vez solamente cobrador de tributos en
tres pueblos pequeños.
No sería posible dar todos los detalles de los susodichos documentos dentro del
presente ensayo, pero algunos de aquéllos son pertinentes a nuestras consideraciones.
Lo primero que nos llama la atención es la extrema brutalidad con que Túpac Amaru
actuaba: asaltando, azotando, encarcelando y encepando a sus adversarios, sus
parientes e ‘infinitos indios’. Existen muchas pruebas de que tenía una actitud
autoritaria, y hasta despótica, de la justicia: en los primeros días de la rebelión, reveló
que su castigo ideal eran cincuenta azotes por la primera ofensa cometida por un
delincuente, y la horca por la segunda. Entonces su proyecto político era lejos de ser
utópico. El segundo aspecto importante de los citados documentos es el de que
23 AGI, Audiencia del Cuzco Leg. 35, Mata Linares a Gálvez, 12 de octubre de 1785, núm. 18.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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“haviendo venido a su casa unos indios de Sicuani con su queja por la noticia que dho Don José Tupa Amaro es
el ultimo Inga del Perú”,24
él mismo pronunció sentencia sobre su pleito, otra vez sin autoridad. Finalmente, es
aún más extraordinario el testimonio de que
“es notorio que azota a los españoles de caras blancas,”25
y los querellantes pedían que se le ordenara a dejar de hacerles daño a ‘los españoles’.
En el día de Año Nuevo de 1779, un testigo alega que Túpac Amaru notificó a los
alcaldes que
“los mestizos forasteros salgamos del pueblo, y los mestizos patricios se fuesen a la ciudad del Cuzco, que
ningun mestizo ha de haber en el pueblo”.26
En una nota que adjuntó a las quejas en 1785, el Intendente indica que ‘mestizo’ era
un sinónimo de ‘español’, es decir, criollo, en la provincia.27 En consecuencia, este
testimonio nos obliga a considerar de nuevo sus subsiguientes palabras dirigidas a sus
‘amados criollos’, una afirmación que, en retrospectiva parece poco más que una
táctica de reclutamiento: para que su rebelión tuviera éxito, necesitaba a los españoles
con sus recursos, sus armamentos y sus conocimientos militares y técnicos. Hemos
visto entonces que más de un año y medio antes de su rebelión, su desencanto con los
criollos y con la sociedad criolla ya estaba bien establecido.
De una rebelión a una guerra de castas
La identidad inca de Túpac Amaru se hacía cada vez más importante en los años
inmediatamente anteriores a la rebelión, pero hasta en la época de mayor conflicto
miraba hacia sus raíces criollas con cierto anhelo. Según testimonios contemporáneos,
24 Ibid., testimonio de Esteven Zuñiga.
25 Ibid., testimonio de Lorenzo Zuñiga.
26 Ibid.
27 Ibid.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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hablaba latín, y se vestía en un refinado estilo hispano, aunque este hecho también es
bastante ambiguo, dado que cualquier descendiente de los incas se consideraba ipso
facto un caballero, y vice versa. Siendo huérfano desde su niñez, fue criado
mayormente por Antonio López de Sosa, un cura local, que además era criollo, a pesar
de que Túpac Amaru tenía una familia extendida alrededor de él. Se hacía acompañar
de criollos eminentes y, según una fuente, hasta organizaba “orgías” para ellos.28 Al
estallar la rebelión escribió a los Ugarte, una destacada familia criolla, dirigiéndose a
sus vástagos como “primo[s]”. Además, antes de la rebelión parece que creía que tenía
un entendimiento especial con las élites criollas. En efecto, lanzó su movimiento en
parte para vengar los “atropellos” que la Iglesia y el clero local sufrían a manos del
corregidor. Sin embargo, pronto se desengañó de cualquier concepto de solidaridad
criolla. Es notable que ninguna de las elites criollas apoyó su rebelión, por más que
subsiguientemente intentaran probar lo contrario muchos oficiales reales. Además,
siendo muy religioso, Túpac Amaru había contado con el apoyo no únicamente del
clero local, sino de todo el clero, especialmente del Obispo del Cuzco, enemigo
empedernido del corregidor de Tinta ahorcado por el líder rebelde.
Sus crecientes dudas acerca de la firmeza del apoyo criollo se habrían confirmado
finalmente con el cerco rebelde de la ciudad del Cuzco (5-8 de enero de 1781). Cuando
la hueste rebelde enfrentaba una defensa criolla sorprendentemente firme, bajo una
lluvia torrencial que duró unos cuantos días, los componentes criollo y mestizo del
ejército rebelde se fugaron, llevándose la mayor parte de los armamentos. Se trataba
de un motín hecho y derecho, agravado aún más por el hecho de que, al volver los
desertores a su base en Sicuani—eran, efectivamente, la milicia local de Tinta—,
anunciaron una contra-rebelión. Algunos aspectos de esta perfidia precedían el fracaso
28 Colección documental del bicentenario de la revolución emancipadora de Túpac Amaru, tomo 1, p. 526. Este testigo es
Esteven Zuñiga, quien era el rival de José Gabriel Túpac Amaru: era cacique y cobrador durante casi dos años del mismo
cacicazgo de los pueblos de Tungasuca, Pampamarca y Surimana, era diezmero de la provincia de Azángaro. Una hija de Zuñiga
se casó con Simón Noguera, primo hermano de Túpac Amaru. Noguera fue involucrado en la rebelión: Scarlett O’PHELAN GODOY,
Rebellions and Revolts in Eighteenth Century Peru and Upper Peru, Colonia y Vienna, 1985, p. 235.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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del cerco, y no se trataba simplemente de que los rebeldes españoles se dieron cuenta
de las repercusiones de encontrarse en la banda derrotada. Como indicó uno de los
testigos realistas, uno de los
“capitanes generales de aquel rebelde, havia tenido pactado con los de nuestra banda.”29
Frustado mortalmente en sus ambiciones, Túpac Amaru tomó represalias contra los
criollos de Sicuani; parece que muy pocos de ellos sobrevivieron. Es en este punto que
los informes contemporáneos, algunos de ellos provenientes del campo rebelde,
indican que el caudillo había ordenado a sus tropas que no perdonaran la vida a ningún
criollo ni, irónicamente, a ningún mestizo, mientras que antes había ordenado a sus
partidarios a matar solamente a los peninsulares.
Este motín entre los adherentes de Túpac Amaru representa una ruptura en el
desarrollo de la rebelión que los historiadores no han reconocido. Para nosotros, en
este momento marca la transformación de una rebelión multi-castista y multi-clasista
en una guerra de castas, a pesar del hecho de que Túpac Amaru y su familia eran
mestizos, como lo eran algunos miembros de su estado mayor en el cuartel general de
Tungasuca. Sin embargo, el movimiento se hizo xenófobo, rechazando lo español, con
un consiguiente aumento en sus tendencias nativistas innatas. Desde este momento,
la rebelión se hace cada vez más violenta e iconoclasta, y efectivamente se convirtió
en causa perdida. Los testigos de este hecho no dejan ninguna duda en este sentido,
como indica claramente la siguiente selección, tomada de testimonios provenientes de
las provincias sureñas en la fase pos-cerco de la rebelión:
“porque aunque estavan con ellos muchos españoles estos......los an desamparado unos con haverse denttrado
al Cusco en la embestida que hisieron halla, y otros an tirado a distintas partes, por lo que ha dado el indio
orden a los demas suios de que a todo español que encuenttran en el lugar lo matan y lo van executtando al
pie de la letra”.30
29 AGI Lima 1052, fol. 87v.
30 Ibid., fols. 82v-83r.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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“[Túpac Amaru] se bolvio del Cuzco sumamante picado para con los españoles por que se havian apartado de
su compañia algunos en Languilayo, Sicuani, ha hecho destrosos matando españoles, mugeres, guaguas
quemando casas a los indios, indias, que no se ha escapado nadie”. 31
“que ha dado orden maten en los pueblos, y caminos a quantos españoles encontraren, como a desertores de
su bando”32
“y que pasan de quarenta los españoles, y mestisos que han muerto en el camino, y en Siquani; que hay orden
de matarlos a todos los dichos mestisos, y españoles”.33
“en las otras provincias de orden del traidor estavan hasiendo destrosos con los españoles y mestisos por que
los que tenia en su compañia lo desampararon hasiendole traicion, y que en lo presente se halla el traidor sin
ningun español porque todos se han retirado llevandose todas las armas de fuego que solo tiene algunos de los
desertores”.34
Habría que reconocer que esta interpretación depende de nuestra definición del
término “español”. En las interpretaciones modernas de la rebelión frecuentemente se
confunden las voces “criollo” y “peninsular”. En la documentación local del período,
“español” se emplea para referirse a los criollos y a veces a los mestizos: en efecto,
como indicó Mata Linares en 1785, “mestizo” era sinónimo de “español” en las
provincias sureñas. Se refería a los españoles peninsulares con tales términos como
“de los reinos de España”, “de los reinos de Galicia”, “de Vizcaya”, “el andaluz”, “el
gallego”, etc. Es decir, con el uso del término “español” casi siempre se refiere a un
americano, y no a un español peninsular. La violencia en contra de los criollos y
mestizos, que se iba aumentando mientras más duraba la rebelión, no era ni adventicia
ni hecha al azar: no era obra de bandas rebeldes inconformistas ni de saqueadores
descontrolados. Más bien respondía a un cambio de política declarado por Túpac
31 Ibid., fol. 95v.
32 Ibid., fol. 97r.
33 Ibid.
34 Ibid., fol.111r.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Amaru, quien reaccionaba con furor ante la inconstancia y “traición” de sus antiguos
aliados criollos y de casta.
Entonces ¿cuáles son las consecuencias de estos testimonios para nuestra
interpretación de la rebelión de Túpac Amaru? En primer lugar, se trata de la llamada
primera fase de la rebelión, desde su estallido en noviembre de 1780 hasta la captura
de José Gabriel el 6 de abril de 1781; desde aquel momento, como es bien sabido,
encabezaron la insurgencia su primo hermano Diego Túpac Amaru, su sobrino Andrés
Túpac Amaru (por otros nombres, Noguera, Mendigure) y el hijo de José Gabriel,
Mariano Túpac Amaru. Durante esta segunda fase también hubo cambios en la política
de la violencia contra los españoles: cuando Andrés tomó Sorata tras un sitio de tres
meses, se les ejecutó a los españoles mientras que se les perdonaba la vida a los
criollos.35 Sin embargo, para volver a la primera fase, en efecto hubo una ruptura súbita
en la política de José Gabriel de proteger a los criollos de la violencia, una política que
quedaba en evidencia (aunque con alguna que otra violación) en los acontecimientos
que precedían el cerco del Cuzco. Tras la vergonzosa retirada de su ejército de las
cumbres del Cuzco, el líder rebelde parece haber declarado una política de ejecución
sumaria de criollos y mestizos además de peninsulares. Por supuesto, es difícil juzgar
hasta qué punto se generalizó dicha política ni por cuánto tiempo hizo efecto. Es
posible que se haya dirigido exclusivamente contra los amotinados de Sicuani y otros
tantos desertores, y que se haya extendido solamente hasta que fueron liquidados
aquellos renegados de forma ejemplar. El comportamiento de Andrés tras el colapso
de las defensas de Sorata indica esta posibilidad. Sin embargo, a la luz de los citados
testimonios, ya no es posible seguir insistiendo en la vieja definición de la primera fase
de la rebelión, normalmente identificada con el período entre noviembre y abril. Más
bien parece que la primera fase de la rebelión termina con el cerco del Cuzco en enero
35 Vea Boleslao LEWIN, La rebelión de Túpac Amaru y los origines de la Independencia de Hispanoamérica, 2da. ed., Buenos
Aires, 1957, pp. 489-492.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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de 1781, y consiguientemente la segunda fase va de enero a abril del mismo año; los
acontecimientos posteriores debieran agruparse en una tercera fase.
Es evidente también que debemos cambiar la imagen recibida de José Gabriel Túpac
Amaru. La imagen blanda, casi liberal, fabricada por indigenistas y velasquistas ahora
se transforma en otra: la de un caudillo autoritario, capaz de ordenar cualquier número
de muertes, y quien tenía la clara intención de que su Nuevo Perú fuera un estado
draconiano: cincuenta azotes para quien cometiera un delito por primera vez, y la
ejecución sumaria para cualquier segundo delito contra el orden público. Raras veces
era tan severa la ley colonial española. Además, la rebelión que encabezó se
metamorfoseó de ser una alianza amplia dirigida contra el sistema colonial y los
chapetones en general, en una que tenía todas las características de una guerra
xenófoba de castas. La clave de la imagen revisada es la serie de testimonios que hemos
citado, que vienen desde dentro de la rebelión y que coinciden en afirmar que Túpac
Amaru había cambiado de ordenar inicialmente que se matara a los chapetones y no a
los criollos, en dar una orden general que se pasara a cuchillo a todos los españoles. De
tal forma la violencia se hizo indiscriminada, no como consecuencia de las acciones de
tropas rebeldes inconformistas ni de merodeadores y saqueadores indígenas, sino
como una cuestión de política. En efecto José Gabriel Túpac Amaru fue el autor
principal de la creciente violencia que marcó la fase pos-cerco de la rebelión hasta un
extremo que ni se había considerado anteriormente. Además, a base de los mismos
testimonios, dicha rebelión parece más que nunca haber tenido como objetivo la
emancipación plena, a pesar de haberse iniciado como un movimiento de revivificación
radical dirigido contra los abusos coloniales, y a favor de una mayor participación de
las élites colonizadas (criollos además de indígenes aculturados) dentro del sistema
imperial.
La destrucción material
La documentación sobre la destrucción de propiedad durante la rebelión sirve como
indicador del nivel de violencia que ésta ocasionó. Aquí empleamos el término
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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“propiedad” para referirnos a las instalaciones y la ganadería, aunque hubo también
muchos casos de saqueo de casas, haciendas e iglesias, realizados tanto por el ejército
rebelde como el realista. Las bandas merodeadoras y oportunistas—tal vez un índice
del bandolerismo incipiente, y posiblemente relacionadas también con la tradición del
abigeato que se practicaba en el altiplano—se destacaban también en este asalto
general a la propiedad privada. Se trataba de una especie de iconoclastia marcial, la
que, por lo menos antes del cerco, se dirigía principalmente contra las propiedades de
los chapetones, siguiendo la orden explícita del líder rebelde de no hacerles daño a los
criollos. La mayor parte de las pruebas sobre tal devastación es cualitativa e
impresionista, pero no queda duda de que el daño más serio a las instalaciones y la
ganadería se ocasionó en las provincias altas sureñas, sobre todo Azángaro, Lampa,
Carabaya y Tinta (Canas y Canchis). Sin embargo, tal daño no era tan “silvestre” como
podría aparecer a primera vista. Una parte de dicho saqueo era fundamental a la
logística rebelde, sobre todo en la fase anterior al cerco de Cuzco. Túpac Amaru tenía
que alimentar un ejército, con pocos recursos, durante la época de lluvias, y la muy
difundida destrucción de ganado en las economías esencialmente pastorales del
altiplano debe verse bajo esta luz: un ejército tiene que comer.
El problema principal en evaluar las denuncias contemporáneas—hechas tanto
después de la rebelión como en los primeros años de la república—sobre el daño
supuestamente apocalíptico causado por la rebelión es la falta de cálculos cuantitativos
en cuanto a la destrucción de cosechas y ganado, además de la de cualquier tipo de
indicadores numéricos sobre niveles de producción. Sin embargo, existe un criterio
alternativo sobre cómo aproximarse a la cuestión de los efectos materiales de la
rebelión. En 1786 un visitador, nombrado por el Obispo del Cuzco, realizó una
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
64
evaluación eclesiástica del número de ganado que tenían las iglesias del altiplano tanto
antes como después de la sublevación.36
36 AGI, Indiferente General Leg. 2966, De Croix a Sonora, 16 de marzo de 1787, núm. 575, con “Copia certificada de las
diligencias obradas es este Superior Govierno, desde el 15 de enero de 1784...hasta el 13 de septiembre de 1786...”.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
65
Estos cálculos contienen indicadores cualitativos y cuantitativos, los cuales pueden
resumirse de la siguiente forma:
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ingresos
eclesiásticos
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Estas cifras sólo sirven como una indicación parcial de los efectos de la rebelión sobre
los ingresos eclesiásticos. No incluyen los ingresos de los curas ni de sus ayudantes, ni
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
68
las primicias ni los diezmos; los ingresos de los curas subieron notablemente tras la
rebelión, y la curva de los ingresos que traían los diezmos también refleja un aumento
considerable en el período posguerra; sin embargo, este aumento en los diezmos
podría reflejar mejorías en el sistema de recaudación, como consecuencia de ciertas
reformas introducidas por la Corona después de 1780.
Además, las cifras dadas en la tabla son parciales, por cuanto que no incluyen pérdidas
no estimadas, las cuales sólo estaban disponibles en medidas cualitativas, ni, aún más
significativamente, aquellas pérdidas de obras pías, cuyos beneficios no se pagaban
directamente a las cuentas eclesiásticas ni a los capellanes. Entre los beneficiados de
esta última clase de pequeñas dotaciones o gravámenes eran las comunidades
indígenas: ingresos destinados al pago de alferazgos de fiesta, tributos, bulas de
cruzada, cofradías (no controladas, por lo menos formalmente, por curas ni Iglesia), y
para el mantenimiento de escuelas. Hasta había fondos caritativos para pagar los
vestidos de “los pobres”. Las obras pías estaban asociadas con fábricas, haciendas,
estancias, cocales, chacras y “topos de tierras”, y hasta con una pulpería; había otra en
la Caja de Censos de Indias en el Cuzco. Sin embargo, el ganado solía representar el
único capital de estos pequeños censos, capellanías y varias otras obras pías. Este
hecho reflejaba precisamente la economía agropecuaria de las provincias del altiplano.
Allí se alquilaba el ganado entre individuos, curas e iglesias—el ganado lanar tenía un
precio de entre 75 y 100 pesos por cada mil, normalmente con diez machos por cada
cien hembras; había también cierto ganado mayor, cuyo alquiler valía un peso por cada
2 vacas. Las ganancias de los que alquilaban estos rebaños resultaban tanto del
aumento en el número de animales como de la comercialización de la lana. Por
consiguiente, los estragos de dichos rebaños a manos de tropas rebeldes y realistas
durante la rebelión efectivamente provocaron la destrucción de muchas capellanías y
obras pías dedicadas al mantenimiento de las iglesias y del culto, y a ayudar a las
comunidades en el pago de tributos y bulas.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
69
De este modo funcionaba la economía de Azángaro, Lampa y Tinta (Canas y Canchis),
las tres provincias que sufrieron las principales pérdidas eclesiásticas durante la
rebelión. Los estragos de sus rebaños fueron tan severos porque una gran parte de la
campaña rebelde, antes y después del cerco del Cuzco, ocurrió en aquella zona, la que
seguía como el epicentro de la actividad rebelde tras la captura de José Gabriel Túpac
Amaru en abril de 1781. El argumento poco controvertido de José Tamayo, según el
cual la región de Puno aguantó lo más recio de la mortalidad y la destrucción material
durante la rebelión—excluyendo el movimiento catarista—parece ser totalmente
reivindicado por las cifras citadas arriba. En cuanto a la evidencia cuantitativa
proporcionada por el visitador, las iglesias de Azángaro y Lampa perdieron entre las
dos un 59% de sus ingresos totales y un 65% de sus ingresos de capellanías. De mayor
importancia es la contribución considerable que hacen a las pérdidas globales de la
diócesis como consecuencia de la rebelión: las pérdidas conjuntas de las provincias de
Azángaro y Lampa representaron un 74% de las pérdidas eclesiásticas, y un 90% de las
pérdidas de capellanías. No obstante, todas estas cifras se relacionan con pérdidas de
ganado. Existe un solo informe acerca de daños materiales a instalaciones existentes,
un solo caso en la doctrina de Pusi (Azángaro) en que el capital fijo de cinco estancias
fue destruido, con la subsiguiente consolidación de las cinco propiedades en una sola.
Aunque existen muchas denuncias sobre la destrucción material mencionadas por
escritores contemporáneos, quedan escasas huellas de este fenómeno en la
abundante documentación producida por la rebelión. Hay muchos informes sobre el
proceso de reconstrucción después de los acontecimientos de 1780, pero se refieren a
la reconstitución de los rebaños, y no a la reconstrucción de instalaciones físicas. En
otras partes de la diócesis, sólo se hace mención de otras cuatro propiedades que eran
fuente de ingresos para la iglesia, y que fueron perjudicadas durante el levantamiento:
dos cocales en Ollantaytambo (Urubamba), otro cocal (“amontuado”) en Catcca
(Paucartambo), y dos molinos dañados en Cotabambas. Estas pruebas son demasiado
escasas para sostener el argumento de que el legado de la rebelión fue la destrucción
devastadora de propiedades. Es verdad que las pérdidas citadas sólo representan
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
70
aquellas propiedades que producían modestos ingresos para iglesias, capellanías y
cofradías, pero están distribuidas por todas las provincias, especialmente las de Tinta,
Azángaro y Lampa. Además, mientras que existen pruebas de que Túpac Amaru pudo
prevenir que se le hiciera daño a cualquier cura que se encontrara en medio del
conflicto, no existe ninguna que indique que se le ocurriera hacer lo mismo con
respecto a las propiedades eclesiásticas. En vista de que, en las provincias altas por lo
menos, éstas comprendían rebaños cuya propiedad no podría ser fácilmente
confirmada por los merodeadores, de todas formas tal orden, si se hubiera dado, no
habría hecho ningún efecto.
Conclusiones
Los múltiples episodios de violencia en la rebelión de Túpac Amaru abarcaron la gama
entera de tipos de violencia. Sin embargo, al evaluar la envergadura de dicha violencia,
es muy fácil dejarse llevar por las numerosas viñetas sangrientas encontradas en la
documentación existente. Hubo muchas batallas, escaramuzas y masacres, pero la
mayor parte de éstos involucraban un número relativamente reducido de
combatientes y víctimas. Considerado en su totalidad, la mortalidad ocasionada por la
rebelión de Túpac Amaru fue menor de lo que parecen indicar las cifras dadas por
Sahuaraura en 1784. Ese cálculo incluía las pérdidas sufridas por el movimiento
catarista, pero aun cuando éstas se toman en cuenta todavía la cifra parece exagerada.
Las estimaciones relativamente modestas de mortalidad propuestas por Magnus
Mörner—“quizás de algunos miles en el Cuzco”—parecen acercarse mucho más a la
realidad, por más que el enfoque de Tamayo en el teatro del altiplano del conflicto
parece igualmente justificado. Las estimaciones eclesiásticas parciales sobre la
destrucción material indican que, aun en este caso, la devastación fue mucho menor
de lo que parecen indicar ciertos testimonios sensacionales. Por consiguiente, habría
que tener cautela también en calcular las tasas de mortalidad. De esta forma, las
nuevas pruebas tienden a prestar apoyo a la conclusión de Mörner de que
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
71
“las pérdidas en vidas humanas lo mismo que en el orden económico [no] hayan sido tan gigantescas como
muchas veces se supone”.37
De mayor importancia son las pruebas que indican que la violencia después del cerco
del Cuzco fue dirigida principalmente por el caudillo rebelde, y por consiguiente no fue
el reflejo de un liderazgo que se desintegraba ni de una violencia hecha al azar por
soldados rebeldes y saqueadores descontrolados, exacerbada por los estragos de los
soldados realistas. Los varios testimonios que afirman que José Gabriel Túpac Amaru
implementó una política de matanza indiscriminada de criollos, además de
peninsulares, son demasiado gráficos para que se descarten. Por supuesto, podría ser
simplemente un reflejo del tipo de rumores apocalípticos que abundan en tiempos de
rebelión, el producto del miedo y de las comunicaciones fragmentadas. De otro lado,
es evidente que Túpac Amaru tenía una política de exterminación total de los
chapetones, y hay numerosas pruebas sobre masacres de criollos que parecen indicar
una ampliación al sector criollo de tal política. Lo que queda abundantemente claro es
que existen pruebas fehacientes que indican por lo menos un cambio de política con
respecto a la matanza de criollos después del cerco del Cuzco. El cerco provocó un
motín dentro de las filas rebeldes que se plasmó en términos raciales y étnicos: con los
criollos y mestizos de un lado, y los “indios” del otro, a pesar de que quedaban criollos
y castas en las filas rebeldes—incluyendo al caudillo y su familia extendida. A la luz de
esta paradoja, y el hecho de que Andrés les perdonara la vida a los criollos después de
la derrota de Sorata, es posible que el furor que esa traición inspirara en Túpac Amaru
se haya agotado a corto plazo. Sin embargo, las nuevas fuentes acerca del fracaso del
sitio y sus implicaciones dejan la fuerte impresión de que la rebelión se hizo cada vez
más nativista y crecientemente se parecía a una guerra de castas. Sobre todo, las
nuevas pruebas sobre el carácter despótico de José Gabriel y su conducta violenta que
desplegó durante la disputa antes de 1780 sugieren que era capaz de dictaminar una
37 Mörner, Perfil…, pp. 128-129.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
72
política de exterminación de criollos, especialmente en el contexto del motín llevado a
cabo por sus partidarios no-indígenas en el cerco del Cuzco.
Lo que queda claro es el hecho de que el cerco y su fracaso marcan una ruptura
fundamental en la rebelión, e indican que la interpretación aceptada de que la captura
y ejecución de Túpac Amaru marcaron el final de la primera fase de la rebelión debiera
descartarse. El cerco del Cuzco señala un cambio tan radical en la naturaleza del
movimiento que parece ser un momento crítico que marca el final de la primera fase
de la rebelión. La cuestión de hasta qué punto el movimiento pos-cerco se aproximó a
una guerra de castas, y además una guerra declarada por el líder rebelde, debiera
priorizarse en cualquier programa de investigaciones sobre el fenómeno de la rebelión
colonial tardía, dado que afecta la misma naturaleza de la rebelión y de la percepción
que tenemos de ella. La cuestión de la responsabilidad de Túpac Amaru por el nivel de
violencia durante la rebelión no ha recibido la atención que merece hasta el momento,
en gran parte por su estatus icónico en el Perú moderno. Sólo sacando el ropaje
hagiográfico de que los historiadores han vestido a Túpac Amaru, podría surgir la
imagen de una nueva personalidad más dura, que concordara más con la manifiesta
violencia de su rebelión. En última instancia, una gran parte de la violencia de la
rebelión fue un fiel reflejo del mismo hombre.