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LEVANTAR EL CASTIGO. VECINOS, CLASES Y MOVILIZACIÓN SOCIAL
EN EL BARRIO DE ORCASITAS
Julio Martínez-Cava Aguilar
Universidad de Barcelona, Departamento de Sociología
Correo electrónico: [email protected]
Resumen: La Asociación de Vecinos Meseta de Orcasitas (1970) participó y lideró con
otras asociaciones el conocido como Movimiento Ciudadano de Madrid, uno de los
mayores protagonistas colectivos de la Transición en la capital. En este ensayo
investigamos sus condiciones históricas de origen y desarrollo a través del estudio de
varias fuentes primarias y secundarias (documentos de la propia Asociación y el
movimiento, entrevistas a líderes vecinales, etc.) así como su relación el mencionado
Movimiento Ciudadano. El objetivo es recuperar un análisis de clase a través de la
reconstrucción histórica de este movimiento, para lo cual se pondrán en discusión
distintas teorías que abordaron el fenómeno y se ofrecerá una batería de argumentos para
una concepción alternativa del concepto de “clase social” que permita comprender su
complejidad histórica1.
Palabras clave: Vecinos, chabola, Franquismo, Transición, clase social
Financiación: Este texto ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación
FFI2015-63707-P del Ministerio de Economía y Competitividad.
1 Agradezco enormemente a Silvia Iturraspe por facilitarme el acceso a los archivos de la FRAVM, así como a María Antonia de la A.VV Meseta de Orcasitas por su colaboración. Hemos realizado cuatro entrevistas no estandarizadas de respuesta abierta, focalizadas (líderes vecinales) y semi-dirigidas (guion flexible); para esta clasificación véase VALLÉS, M.S. (1997). La razón de esta selección se debe al papel que cumplen los líderes en el movimiento vecinal y su mayor autoconsciencia del proceso, así como a la alta probabilidad de ausencia de “autocensuras” en la entrevista. Puede decirse que el espíritu que guio las entrevistas se identifica bastante con las siguientes palabras del conocido historiador oral: “no nos encontramos cara a cara con nuestro testimonio para demostrar nuestros conocimientos «superiores» o establecer «la línea a seguir»; estamos allí un poco como comadronas en la recreación de la historia de una vida” en FRASER, R. (1990)
1. Introducción
No le faltaban razones a la historiadora norteamericana Ellen Meiksins Wood
(2013a) cuando señalaba, entre indignada y sorprendida, esa fatal paradoja por la que
mientras viejas y nuevas oligarquías internacionales protagonizaban una de las mayores
ofensivas de clase que han conocido nuestras sociedades contemporáneas, al mismo
tiempo el concepto de “clase” parecía desvanecerse del mundo académico y de no pocas
organizaciones de izquierdas. Evanescencia de un lenguaje que ocurría con sospechosa
velocidad, o, como nos escribiera con fina ironía Manuel Vázquez Montalbán (1980): “un
lenguaje precipitadamente enterrado por obsoleto, con esa precipitación de entierro que
suele darse en todo intento de crimen perfecto”.
Ya fueran los cantos de sirena de las teorías postindustrialistas, la acumulación de
derrotas históricas del movimiento obrero junto a la ruptura del pacto social de posguerra
europeo (y con ella la hegemonía del imaginario social de la economía política
neoliberal), la necesidad de enfatizar e incorporar la especificidad de los “nuevos”
movimientos sociales surgidos en gran parte de occidente en los años sesenta, el viraje y
la crisis de identidad de la socialdemocracia europea u otras razones más o menos
justificadas, lo cierto es que el concepto de “clase” ha ido quedando relegado al viejo baúl
de los recuerdos de un siglo XX excesivamente teñido por los colores de la Guerra Fría.
El concepto parece haber sido castigado al rincón de las estadísticas sociológicas, sus
usos ridiculizados como aspiraciones museísticas de veterocomunistas desfasados, o
relegados a la polvorienta estantería de unos discursos sindicalistas en su mayoría
deslegitimados cara a la opinión pública. Pero, y quizá lo más interesante, “clase” parece
haber quedado excluido de todo uso político con pretensiones universalistas (“clase” es
conflicto, es división social, es ruptura del pacto – estamos lejos ya de aquella idea
democrático-socialista por la que la clase dependiente portaba la esperanza universalista
de una sociedad sin dominación).
Porque todo puzle ha de tener un principio, hemos decidido abordar una pequeña
parte de los enormes fenómenos mencionados anteriormente a través del estudio de una
pequeña y valiente asociación de vecinos que puso en jaque a la oligarquía local de la
capital. El movimiento vecinal madrileño2 vio la luz en los conocidos como “barrios
2 Como visión general y de obligada referencia PEREZ QUINTANA, V., SANCHEZ LEON (2008), DOMÈMECH, X. (2010); RODRÍGUEZ, E., CARMONA, P. (2007) y CASTELLS, M. (1986)
obreros” de la periferia de Madrid. La designación no es casual: se trataba de un
movimiento social que venía a responder a las necesidades urgentes de una población que
crecía caóticamente en la periferia de la ciudad, proveniente de las gigantescas
migraciones desde el campo, y que alimentaba ante todo la necesidad de mano de obra
del desarrollo industrial en el eje sureste de Madrid. Son poco conocidos sus grandes
logros, a los que debemos entre otras cosas gran parte del Madrid que conocemos, pero
también cumplieron un papel fundamental en el desarrollo y la extensión de una cultura
política democrática relacionada con una concepción activa de la ciudadanía, vinculada
ésta con la garantía de determinados derechos sociales. El movimiento vecinal ha sido
señalado por todo ello como un “observatorio privilegiado” del período mencionado
(Domènech, 2010). Período que, en palabras de Gregorio Morán, vino caracterizado
precisamente por el olvido de la cuestión de la clase, la gran olvidada de una Transición
que se construyó sobre la ideología del consenso, como si el paso de la dictadura a la
democracia hubiera sido el fruto de generosas cesiones por parte de unos protagonistas
individuales y en ningún caso colectivos (Morán, 1991: 234, 244). Si ello fuera así,
entonces no estaría de más preguntarnos por qué el movimiento vecinal ha sido tantas
veces concebido fuera del vocabulario de la clase (o en directa oposición a éste), si son
justas esas concepciones o qué intereses pueden estar legitimando.
A fin de cuentas, por intentar ajustarnos al criterio de descartar cualquier
explicación histórica que se construya en términos que no estuvieran disponibles para un
agente cualquiera de la época (podemos llamarlo informalmente el criterio Cambridge,
Skinner, 1969), se trataría de comprender afirmaciones como la siguiente, en este caso en
la boca de Ildefonso Sánchez, presidente de la Asociación de Vecinos del Pozo del Tío
Raimundo:
“Con los organismos oficiales yo no tengo nada en común, con los que tengo en común
es con el barrio, porque si ellos tienen hambre yo tengo hambre, si ellos tienen
humedades yo tengo humedades, si ellos tienen miseria yo tengo miseria, pues yo
defendía a mi clase” (Calabuig, 1975)
2. Chabolas y fábricas: la Meseta de Orcasitas
La Meseta de Orcasitas forma parte del actual barrio administrativo de Orcasitas,
en el distrito de Usera. Sin embargo hasta 1987 el barrio perteneció al Antiguo Término
Municipal de Villaverde, municipio independiente hasta su anexión a la ciudad en 1954.
Orcasitas fue uno de los principales enclaves de llegada de los flujos de migración interior
que transformaron la sociedad española desde la posguerra. Pero ¿quiénes eran esas
personas que decidieron asentarse en la Meseta? ¿Cómo vivían y qué les llevaría a ser la
punta de lanza de un movimiento político que sacudió los cimientos del orden local?
Las desastrosas políticas agrarias del franquismo provocaron que, en un período
de treinta años, cerca de seis millones de personas que residían en el campo emigrasen a
los nuevos cordones industriales de las ciudades. Empujadas por la precariedad derivada
de la enorme eventualidad en el trabajo, los bajísimos salarios, la falta de expectativas y
la búsqueda de nueva forma de vida en una ciudad idealizada, confluyeron en flujos
migratorios que el régimen franquista intentó, con escaso éxito, controlar y neutralizar.
Entre 1950-1960 llegaron a la ciudad cerca de 450.000 emigrantes, y entre 1960-1970
cerca de 700.000 (Castells, 1986: 305). Villaverde pasó de tener 7.981 habitantes en 1940
para tener 221.179 en 1965, y si en 1953 cerca de 20.000 obreros trabajaban en las
fábricas de la zona, a finales de los años sesenta se había convertido en la segunda zona
industrial de la ciudad con más de 40,000 obreros de fábrica. Según el Padrón del
Ayuntamiento de Madrid de 1975, la estructura sociodemográfica del Antiguo Término
Municipal de Villaverde era la siguiente: un 5% de profesionales/técnicos que no emplean
a trabajadores, un 3,2% de empresarios que sí emplean y un 91,8% de asalariados, de los
cuales el 55,5% eran obreros manuales (Fernández Gómez, 2004: 115).
Pero para que miles de familias campesinas pudieran considerar Madrid como
objetivo de viaje, era necesario en primer lugar que la gran oferta de trabajo en Madrid
llegara, al menos como rumor, al campo. ¿Tenía Villaverde una infraestructura tan
prometedora? En la década de los cuarenta el municipio contaba con la red ferroviaria
herencia del XIX, y algunas fábricas instaladas en derredor. Fue a partir de 1941 cuando
la morfología del municipio empezaría a cambiar: el Plan General de Ordenación de
Madrid, Transportes y Poblados Satélites de 1941 (Plan Bidagor3) reconocía en el área
3 Un plan que no escondía, sino que hacía gala, de una ordenación basada en criterios de segregación según clases sociales: consolidar un centro pacificado con alto valor simbólico por las instituciones que
que rodeaba al municipio un campo idóneo para las inversiones descomunales que el
Instituto Nacional de Industria realizaría en aquellos años. Así grandes empresas como
Barreiros, Marconi, Standard Eléctricas o Manufacturas Metálicas Madrileñas
compraron gran cantidad de hectáreas de suelo e instalaron polígonos industriales,
generando un núcleo de producción industrial caracterizado por el predominio de la gran
empresa y los sectores metalúrgico, siderúrgico y de transportes. El Plan de
Estabilización y Liberalización Económica de 1959 abrió la puerta a la entrada de
capitales y tecnologías extranjeros y supuso una inyección de recursos para esa hiper-
industrialización acelerada. Este despliegue de recursos actuó como polo que imantaba
las esperanzas de una población rural castigada por el hambre y la represión de posguerra.
Comprender el proceso de industrialización en España pasa por dar cuenta de la
dimensión política y de clase del fenómeno, entender cómo las viejas clases campesinas
fueron reconvertidas, al mismo tiempo que se reconvirtieron ellas mismas, en una nueva
clase obrera urbana. Para un emigrante de los años cuarenta o cincuenta, huir del campo
pasaba por vender previamente y como se pudiera casi todas sus propiedades. Con el
dinero obtenido, la familia llegaba buscando un techo donde cobijarse y se encontraba en
los terrenos baldíos de la periferia con los testaferros de los grandes terratenientes –
propietarios de los terrenos de cultivo (no cultivados) que rodeaban la urbe –. Es este un
momento crucial, el momento del primer cara a cara entre dos viejas clases en un nuevo
entorno: de un lado la familia campesina, sin más recursos que sus miles de pesetas en
mano, desconocedora de los secretos de la ciudad; del otro, el terrateniente, que sin
necesidad de estar presente, cristaliza su dominio imponiendo sin restricciones las
condiciones de venta del terruño en un contrato que, sobra decirlo, carece de escritura
pública. Fue así como miles de emigrantes pasaron por la insaciable y sedienta firma de
don Pedro de Orcasitas (el terrateniente que le da nombre al barrio). Y aunque el Plan
Bidagor había calificado aquellos suelos como zonas agropecuarias, estos fueron
vendidos a precio residencial bajo un procedimiento que no dependía más que de la
voluntad caprichosa del propietario: se fijaba un precio X y se trazaba un rectángulo en
el suelo medido con los pies (¡sic!) que alcanzaba extensión proporcional al poder
adquisitivo del comprante. La adquisición no garantizaba el derecho de construcción, por
lo que los nuevos vecinos tuvieron que construir barriadas enteras de chabolas en la
alberga, y ordenar y disciplinar una periferia sur-sureste-este y Cuatro Caminos, que fueron las canteras de las organizaciones revolucionarias del Madrid republicano (Rodríguez, Carmona, 2007)
“seguridad” que daba la oscuridad de la noche, puesto que, una vez “cubiertas aguas”, se
reducía el riesgo de demolición. Si los constructores eran ágiles y contaban con la ayuda
de sus nuevos vecinos, a la mañana siguiente cuando apareciera la policía acompañada
de los presos políticos encargados de las demoliciones y sus famosas piquetas (que
inspirarían la célebre novela de Antonio Ferrés), una familia entera ya viviría en una
infravivienda en la que unas sábanas se disfrazaban de cortinas. Las casas eran por lo
general de una planta, muros de poco espesor sin aislamiento térmico, escasa cimentación
si es que había alguna, y una media de 23-24 metros cuadrados4.
La historia de los miles de emigrantes andaluces, castellanos y extremeños que
vinieron a trabajar en esas fábricas fue el origen de lo que posteriormente se conocería
como crisis urbana del desarrollismo franquista. Ya en fecha tan temprana como abril
de 1952, la crisis urbana se asomaba en Orcasitas. Según los ediles locales, constatando
el incontrolable crecimiento de las chabolas de autoconstrucción, las catalogaron como
un problema “de orden público”: aquellos pobladores “vienen construyendo porches y
casas destinadas a habitación, sin que sirvan de nada, ni órdenes, ni amenazas, ni
denuncias”5. La emigración desbordó todos los cálculos del régimen. La oligarquía
franquista, incapaz de dar respuesta habitacional a tantas personas, buscó controlar y
limitar las migraciones creando el Servicio Especial de Vigilancia del Extrarradio en
1956. Pero la iniciativa fracasó: en 1956 se calculaba que un 20% de la población
madrileña vivía en chabolas, en 1961 estas contabilizaban 60,000 con cerca de 300,000
personas habitándolas (ahora un 15% de la población). En 1975 eran, todavía, 30,000
chabolas (Rodríguez, Carmona, 2007).
La crisis urbana del desarrollismo no se reduce, sin embargo, a la incapacidad de
las élites franquistas para controlar, canalizar y explotar los flujos migratorios; ni tampoco
a su incapacidad para resolver el problema de la vivienda; la crisis urbana abarcaba, en
general, la imposibilidad de dar una respuesta institucional a las vidas de esos miles de
emigrantes que bajo esas condiciones rompieron la legalidad, se rebelaron a través de las
prácticas de solidaridad que les permitieron sobrevivir y sentaron las bases de lo que
posteriormente sería un movimiento social de gran calado.
4 Para una historia de primera mano del fenómeno de la autoconstrucción y en general de la historia del barrio, véase el imprescindible libro de MARTÍN ARNORIAGA, T. (1986). Para un estudio más técnico MANZANO MARTOS, J. (1979) 5 Recogido en el Libro de Actas (Fernández Gómez, 2004: 130)
La carestía de la vida, como se la llamó en aquellos años, marcaba el día a día en
la barriada. Las familias medían milimétricamente los gastos. Muchas de las compras se
hacían por sistemas informales de crédito (comprar de fiao), donde se apuntaba el gasto
y los sábados, cuando cobraban los que tenían ingresos, el vendedor/a se pasaba por la
casa para realizar el cobro antes de que la paga desapareciera en otras deudas. Mucha de
la ropa que vestían los meseteños fue tejida por las propias mujeres, que pasaban las tardes
sentadas en sillas en la calle junto a otras vecinas haciendo punto y vigilando a los niños.
La dieta tenía severos límites: la carne se volvía un plato ausente y deseado, y abundaban
las “patatas guisadas con bacalao”, “judías con arroz”, “lentejas viudas”, “patatas
revueltas con pimientos”, la casquería, etc. (Fernández Gómez, 2004: 419). En los años
cincuenta sólo había dos fuentes alejadas de las chabolas de la Meseta, y las necesidades
básicas de agua eran cubiertas por un negocio privado de “aguadores” que vendían los
cántaros a peseta. En 1955 se consiguieron acometidas de electricidad cuya instalación
pagan los propios vecinos. Cuatro años después llega el alcantarillado al barrio y sólo un
año más tarde aparecieron camiones cisternas del Ayuntamiento (cuyo servicio no era fijo
ni periódico, por lo que coexistieron con los citados aguadores). En 1965 se instalaron
algunas fuentes públicas, pero hasta 1970 no se consiguió el suministro regular de agua
canalizada. La ausencia de transporte público impuso largas caminatas hasta los centros
de trabajo o centros de salud ausentes en el propio barrio. El único colegio eran unas aulas
habilitadas malamente en la “iglesia rota” de Maris Stella en Pradolongo donde se
impartía doctrina pura del movimiento nacional, y que regentaba el cura extremista
Miguel Oltra.
A diferencia de otros barrios de la periferia en los que diferentes párrocos jugaron
un papel clave en la concienciación política y social, en Orcasitas el panorama era
desolador. Miguel Oltra, el párroco del barrio, había sido capellán de la División Azul,
uno de los encargados de traer a los últimos prisioneros de los campos de concentración
soviéticos (entrevista a F. López Rey, 2016). Sus opiniones políticas eran de sobra
conocidas: se contaba que un día, al no convencer a unos obreros para que pasaran a la
misa, les increpó: “No vais a quedar uno, de los del pantalón de pana” (Martín Arnoriaga,
1986)
La Meseta de Orcasitas tampoco se benefició de los planes de vivienda social con
los que el régimen intentó solucionar la crisis urbana a la vez que sentaba sólidamente las
raíces del modelo de negocio de la vivienda (delegando en grandes empresas privadas la
respuesta a la demanda de vivienda bajo un entramado de licencias, subvenciones,
recalificaciones, etc.). A finales de los años 50, recién inaugurado el Ministerio de la
Vivienda, empezaron las construcciones a su alrededor, que darían lugar al Poblado
Dirigido por un lado, y por el otro al Poblado Mínimo, Poblado de Absorción y Poblado
Agrícola (finalmente unificados en el actual barrio de Orcasur); construcciones
deficientes que no hacían sino institucionalizar lo que se llamó el chabolismo vertical.
Visto a nivel de todo el municipio las iniciativas fueron claramente insuficientes y
Orcasitas sirve como ejemplo de esa insuficiencia: en aquellos años se construyeron cerca
de 10,000 viviendas sociales que sólo afectaron al 35-40% de los residentes (Fernández
Gómez, 2004: 139).
En ese universo social de la no-ciudad en el que debieron resonar como bromas
crueles los promedios estadísticos que hablaban de una sociedad de consumo de masas,
el barro se convirtió en el símbolo central: representaba todo lo que no podían ser los
vecinos de la Meseta, su exclusión y extrañamiento de la ciudad. El barro era el estigma,
dibujaba implacable la marca de la clase en los cuerpos de los vecinos. Los niños
manchados de barro no podían entrar en la escuela, el obrero manchado de barro no podía
tutear a sus superiores. Era una marca que se intentaba evitar si se quería entrar en la
ciudad: un quiosco fue levantado entre dos calles para que, previo pago de un alquiler al
particular, los vecinos pudieran dejar unas botas de goma que cubrían la travesía del barro
y se cambiaban por los zapatos limpios en vistas a camuflarse por unas horas en la ciudad.
La alternativa al quiosco era llevar a los niños en volandas durante kilómetros, o
arriesgarse a caminar por las traviesas y el balasto del ferrocarril (sistema poco seguro
que deparó seis muertes al barrio).
Pero el conjunto de obstáculos y miserias que marcaban las condiciones sobre las
que se desarrolló la vida de estos vecinos son sólo una dimensión del asunto. Los nuevos
vecinos no surgían ex – nihilo, no eran una argamasa humana, neutra, sobre la que “la
industrialización” generase mano de obra. Los meseteños portaban consigo sus
identidades y su cultura de origen, marcados por su condición de clase y por el clima
político – aunque no fuera la tónica general, muchas migraciones se debieron a motivos
relacionados con la represión de posguerra y la mayor facilidad para pasar desapercibidos
en la gran ciudad, la pérdida de esperanza de la reforma agraria al caer la República, etc.
(Rodríguez, Carmona, 2007). Los vecinos de la Meseta llegaron a robar la Virgen de la
iglesia Maris Stella para convertirla en la patrona del barrio y pasearla desde entonces en
las fiestas (A.VV, 2005). Esa impronta rural determinó incluso la disposición espacial en
la autoconstrucción de las chabolas6. En esas condiciones se fueron tejiendo sólidas redes
de solidaridad en el quehacer cotidiano, marcado por largas jornadas compartidas al aire
libre (la estrechez de las casas no permitía otra cosa). Lugares de encuentro como Bodegas
Consuegra sirvieron para que familiares o nuevos allegados pudieran ir instalándose y
obteniendo los recursos comunes que serían imprescindibles en el día a día. Y si una gran
parte de la población activa estaba ocupada en el sector de la construcción y en las
metalúrgicas de la zona, otra sobrevivía gracias a hábitos rurales (pequeños corrales,
pequeños huertos), o actividades informales no registradas como la chatarrería, trapería,
servicios personales, etc. Es claro que estas identidades de origen tuvieron que ser
reinterpretadas y rearticuladas en las nuevas condiciones. Hablamos por tanto del paso
“de una cultura popular campesina a una nueva cultura popular obrera” (Domènech,
2010). Pero fueron experiencias compartidas y maneras de vida en común atravesadas
siempre por el sesgo de la clase:
“Antes, alguien de carrera no lo habíamos tratado. Sólo habíamos tratado a profesionales
cuando acompañábamos a nuestras madres que iban de criadas a limpiar sus casas. Había
ahí como un abismo… Una de las obsesiones de nuestras madres era venirse a Madrid para
que las hijas no tuvieran que ser criadas, que era el papel al que parecían estar destinadas si
se quedaban viviendo en los pueblos. Aunque luego cuando llegases a la gran ciudad te
encontrabas con las crisis económicas, eso hacía que la gente estuviera trabajando por horas
en las casas de otra gente” (entrevista a F. López Rey, 2016)
Como reflejó la novela Tiempo de silencio: “el hombre – aquí – ya no es de pueblo, que
ya no pareces de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de pueblo y que más valía
que nunca hubieras venido del pueblo porque eres como de pueblo, hombre” (Martín-
Santos, 1961).
El extrañamiento respecto a la ciudad se mezclaba con el deseo de reconocerse en
ella:
“nos quedábamos provisionalmente, en el páramo desolado, azotado por los inviernos de
Castilla. Pero al fondo, a lo lejos, veíamos las torres y las luces de la urbe, que imaginábamos
6 Sobre el haz de valores culturales (respetabilidad, intimidad, dignidad), basado en las experiencias pretéritas de las aldeas, que rodeó la construcción de las chabolas y determinaron un reparto significativo del espacio urbano, puede consultarse Ofer, I. (2010)
una fiesta constante y para todos (...) ese fue durante años nuestro sueño y nuestra fiebre”
(anónimo, citado en Martín Arnoriaga, 1986)
Figuras de la consciencia que vendrían acompañadas en sus primeros momentos por el
sentimiento de vergüenza por la propia posición y la indignación que generaba el trato de
clase sufrido:
“recuerdo que en el colegio me eché a llorar cuando me fueron a poner una vacuna, pero no
porque le tuviera miedo a la jeringa sino porque cuando me quitaran las mantas iban a ver las
ronchas de barro en los brazos y joder, es que teníamos vergüenza de todo eso… la lucha de
clases era aquello, contra aquellos que nos humillaban y nos despreciaban. Cuando ibas a la
escuela y te llamaban paleto. Igual que ahora se dice lo de sudaca… Antes ver a uno de
corbata ya le convertía en un señorito. Recuerdo esas señoritas de la catequesis, que se daba
los martes por decreto, que venían con sus hijas y sus abrigos de pieles…” (entrevista a F.
López Rey, 2016)
3. Sacudirse la vergüenza: la Asociación de Vecinos
En 1970 un grupo de meseteños se reunieron en la cocina de Félix López Rey para
constituir la Asociación de Vecinos. Se trata de un punto de inflexión en la historia del
barrio puesto que marca el momento en el que una minoría autoconsciente consiguió
aglutinar a una mayoría del barrio, construyendo y formulando sus intereses comunes, y
negociando, a partir de entonces, con las diferentes administraciones. Organizada
asambleariamente, la Asociación reunía todos los martes a las 20,30h de la tarde a cerca
de 200 vecinos (cifra que se mantuvo al menos hasta 1982-83). ¿Qué razones les
motivaron? En primer lugar, conseguir los equipamientos básicos para poder llevar una
vida digna en el barrio y salir de la miseria de las chabolas (agua, luz, vivienda, sanidad,
educación). Pero lo que al principio era necesariamente una lucha por las necesidades
más inmediatas se convertiría pronto en una reclamación más amplia formulada en clave
de derecho y que comenzaba por el derecho de asociación (FRAVM, 2010: 16). La
politización era casi necesaria: cada asamblea requería un permiso previo en la Comisaría
de Leganitos, y se mandaban policías de paisano para vigilarlas7.
Legalizar una asociación a finales de los sesenta no era nada fácil. La ley de
asociaciones de 1964 permitía la creación de asociaciones bajo condiciones muy estrictas,
muy dependientes del arbitrio de las autoridades franquistas. La ley había sido la
consumación de un cínico proceso supuestamente aperturista llevado a cabo por los
gerifaltes del Movimiento, que reflejaba por un lado las disputas entre las familias del
régimen y por otro su continuo carácter de clase. Para Ortí Bordas, Delegado Nacional de
Asociaciones, aquellas asociaciones no podían ser:
“la expresión de una clase social determinada, al reunir hombres sin tener en
consideración en absoluto su condición social; por no disponer de una ideología globalizada
o, lo que es lo mismo, de una visión completa y cosificada del mundo; por aceptar la
estructura política existente; por tener como fin primordial la realización del bien común”
(citado en Radcliffe, 2005)
7 En la Meseta de Orcasitas un policía secreta era el encargado de la vigilancia pero, por motivos que se desconocen, dejó de asistir a las reuniones y a la vez quiso mantener su puesto, así que inauguró una esperpéntica y simbiótica relación con los vecinos: llamaba a éstos después de las asambleas y con la información redactaba sus informes al superior (¡!)
Paradójicamente, la A.VV Meseta de Orcasitas sólo pudo ser legalizada por la
intervención del cura extremista Miguel Oltra, que a la vez que les facilitó la cobertura
legal fracasó al intentar que aquella no tomara derroteros políticos.
Pero la legalización fue sólo el principio. Tras la exitosa construcción del local de
la Asociación en el que empezaron a impartirse clases para niños, alfabetización para
adultos, y que constituyó el primer baño público para un barrio que carecía de duchas en
sus casas, llegó la gran amenaza. El 1 de abril de 1971 un barrendero del barrio encontró
el Boletín de la Provincia donde se mencionaba la existencia de un Plan Parcial para
Orcasitas. Los vecinos, intrigados, persiguieron durante meses al gerente de urbanismo
del Ayuntamiento, el coronel Juan Valverde, para obtener toda la información. La
sospecha sobrevolaba en el aire: Valverde les había manifestado que “a pesar de su
voluntad y la de toda la Administración”, no se podía garantizar la permanencia de los
vecinos en el barrio durante y después de las obras. Pronto la Asociación descubrió la
operación encubierta: se trataba de un episodio más de la serie de operaciones urbanísticas
de expropiación que, bajo la denominación de Planes Parciales, buscaban enriquecer a
las constructoras, inmobiliarias, cargos públicos y terratenientes (en suma, la red
clientelar de la oligarquía local del franquismo) a costa de los vecinos que durante años
habían revalorizado los suelos habitando en ellos. El Plan de la Gerencia de Urbanismo
otorgaba el 32,4% del terreno construible a María de Orcasitas, la hija de Pedro de
Orcasitas, que, entre otros dones, tenía un sobrino trabajando en esa misma gerencia de
urbanismo. El resto de los terrenos sería expropiado por el Ayuntamiento y no se decía
nada de dónde irían los vecinos durante las obras. Viendo venir el huracán, los vecinos se
organizaron para pararlo. Se inició una larga “guerra con la administración” caracterizada
por ocupaciones de despachos, manifestaciones por el barrio y por las calles centrales de
la ciudad, duras negociaciones con los delegados, etc. La historia acabó en los tribunales
y en 1973 el abogado García de Enterría consiguió que el Tribunal Supremo se
pronunciara en favor de su causa en lo que se ha conocido como la sentencia de la
Memoria Vinculante (término al que se le dedicó una plaza del barrio) y que sentaría
jurisprudencia para otros barrios. Era, al fin, la solución a un problema que la
Administración no sólo no había solucionado, sino que jugaba a no solucionar: fueron
catorce delegados de vivienda los que pasearon por el barrio – alguno de ellos, recuerdan
los vecinos, acostumbraba a recordar su autoridad durante las negociaciones con el sutil
gesto de poner la pistola sobre la mesa. La amenaza de un traslado forzoso movilizó a
todo el vecindario, conscientes de que la ruptura de las redes de solidaridad que les
habían permitido construir y sobrevivir en las chabolas significaría un absoluto
debilitamiento de su poder negociador frente a las autoridades. Cuando estaban a punto
de ser desalojados de aquellas chabolas llenas de barro, los vecinos de la Meseta
decidieron plantar cara, dispararon al corazón de la economía política del capitalismo
tardofranquista, y ganaron.
Sin embargo, desde 1973 hasta 1983 que finalizaran las últimas construcciones,
la A.VV tuvo que lidiar con diferentes gobiernos y delegados que buscaron limitar el
alcance de sus propuestas. En 1977, tras la sesión de las Cortes Generales que aprobó la
célebre Ley de Amnistía, Marcelino Camacho (PCE) aprovechó el momento y arrastró a
Joaquín Garrigues Walker (para entonces Ministro de Obras Públicas y Urbanismo por
UCD, principal cara de la sub-familia de los liberales) a una sala donde le esperaban los
principales representantes de las AAVV y le obligaron a firmar la operación urbanística
de mayor calado social que había conocido la ciudad, y principal herencia del movimiento
vecinal (entrevista a F. López Rey, 2016). Se trata de lo que posteriormente sería conocido
como el Plan de Remodelación de Barrios de Madrid – Orden Comunicada de mayo de
1979, elevado a rango de ley con el Real Decreto 1133/1984 –, por el que se construyeron
cerca de 38,000 viviendas que realojaron a 150,000 chabolistas (2.276 en la Meseta)
El proceso de Remodelación en la Meseta constituye sin dudas uno de los hitos de
democracia participativa y redistribución de riqueza más llamativos de la historia de
España. La clave de la redistribución fue que benefició claramente a los inquilinos frente
a los propietarios, porque el proceso de expropiación por el que la Administración compró
los terrenos y las chabolas fijó el precio del suelo según el precio rural original, mientras
que las chabolas se fijaron a precio comercial después de la urbanización. En otras
palabras, las plusvalías fueron a manos de los vecinos, las inmobiliarias no pudieron hacer
el negocio que tenían previsto y el plan se financió enteramente con capital público.
Actualmente, y desde entonces, los vecinos así realojados pagan una media de 19 euros
al mes de hipoteca. Una de las dimensiones claves del proceso en Orcasitas fue la forma
que tomó la participación vecinal: los técnicos encargados del plan fueron elegidos entre
el Ayuntamiento y vecinos, que al mismo tiempo decidieron sobre el proceso con un nivel
de detalle sorprendente (llegaron a hacerse maquetas a escala real del piso piloto).
Las conquistas de la Asociación no se restringen al ámbito de la vivienda, sino
que llegaron abarcan un amplio abanico de servicios y equipamientos como
polideportivos, centros para mayores, colegios, el tercer parque más grande de la ciudad
ubicado en la antigua explanada de Pradolongo8 y hasta una central térmica
autogestionada que suministra aún hoy día calefacción a miles de viviendas. Se trata de
un proceso de empoderamiento popular que permite comprender cómo se pasó de la
vergüenza originaria al orgullo de barrio, un barrio que se vivía como propio porque había
sido construido por sus propios habitantes. La historia de estas luchas no puede
comprenderse, sin embargo, sin sus imbricaciones con el ciclo de protesta y organización
del Movimiento Ciudadano de los años setenta.
8 “El parque de Pradolongo se inaugura en homenaje al Movimiento Ciudadano el 6 de febrero de 1983. Siendo alcalde de Madrid D. Enrique Tierno Galván” (placa inaugural situada en el parque de Pradolongo, distrito de Usera)
4. “Pisos, escuelas y parques son sólo una parte”. El Movimiento Ciudadano en
la Transición y después (1975-1983)
Los vecinos de Meseta sabían que muchos de sus frentes abiertos no se cerrarían
satisfactoriamente si no se organizaban colectivamente con otras asociaciones que habían
ido surgiendo aquellos años. Poco a poco Madrid presenció el origen de lo que Manuel
Castells denominó – acuñando con éxito el término – “Movimiento Ciudadano”. Aunque
las barriadas obreras y chabolistas actuaran como vanguardia, otras asociaciones se
constituyeron contra los especuladores para conseguir parques, centros de salud, colegios,
conservar el patrimonio histórico, etc. Les unía una conciencia común y una serie de
demandas que pueden ser recogidas, con los matices que se considere, bajo la fórmula de
derecho a la ciudad. Según uno de sus dirigentes:
“El propio movimiento vecinal toma rápidamente conciencia de que no sólo el barrio está
mal, sino que estamos echados de la ciudad, es decir, nosotros construimos físicamente esta
parte de la ciudad, estamos en la ciudad pero no somos considerados ciudad. La primera
conciencia del movimiento dice somos tan ciudad como los demás. Movimiento Ciudadano
es la formulación vinculada a la reclamación de los derechos del ciudadano. Es la propia
experiencia de cuando vas reivindicando tal o cual medida sobre necesidades básicas, la que
nos enseñó nuestro protagonismo, es decir, no estamos mendigando, reclamamos derechos.
El movimiento vecinal no está mendigando, está exigiendo algo que se le debe” (entrevista a
V. Renés, 2016)9
Esa “escuela de ciudadanía” llegó a reunir a más de 60,000 miembros inscritos, y un
núcleo activista “duro” de 5,000 militantes (para nuestro caso: la A.VV Meseta de
Orcasitas llegó a tener, en 1977, a 1,400 familias como miembros inscritos, véase
Castells, 1986: 334).
El Movimiento Ciudadano fue un movimiento plural, heterogéneo, de mayorías.
Se formó en decenas de barrios muy distintos, supo atraer y articular las demandas de
otros colectivos o sectores de población que comenzaban a autoorganizarse (mujeres,
jóvenes), hizo de paraguas para todas las organizaciones políticas de izquierdas que
operaban en la clandestinidad, y atrajo el apoyo de profesionales de calado como el
Colegio de Arquitectos o el Colegio de Abogados de Madrid. Los partidos de izquierdas
del antifranquismo, con clara hegemonía del PCE pero también un gran peso de la ORT,
9 Véase también el artículo de Renés en Quintana, V., Sánchez León, P. (2010)
el PTE o el MC10, fueron decisivos en la extensión y crecimiento de las asociaciones.
Pero quizás lo más característico de este movimiento fuera su capacidad para movilizar a
millares de personas que no eran activistas y recelaban de los eslóganes y proclamas de
los partidos. Era la dificultosa tarea que relatan sus líderes (entrevista a F. López Rey,
V.Renés, 2016): plantear demandas concretas del barrio de carácter universalista que no
pudieran ser rechazadas por la opinión pública (más potentes cuanto más estaban
relacionadas con necesidades básicas) y en el proceso de congregación y movilización
politizar poco a poco a las personas que se acercaban. Desde luego el contexto político
facilitaba ese paso de la experiencia compartida de la mayoría a las reivindicaciones
políticas de los líderes vecinales o de partidos: había una línea muy estrecha y fácil de
cruzar entre reclamar la legalización de tu asociación o reclamar la amnistía de los presos
políticos. Era una tensión nunca resuelta, pero bien llevada, entre las minorías más activas
y el entorno potencialmente movilizable de los barrios, donde la clave quizás esté en su
vocación mayoritaria, en su afán de ser siempre más, en su resistencia a ser relegados al
margen del escenario político. Es por ello que el movimiento ciudadano supo jugar muy
bien la baza de los medios de comunicación, tan determinantes en aquellos años. Aunque
algunos medios pudieran cubrir sus acciones tratando de despolitizarlas, sin embargo
parte de su fuerza residía sencillamente en que se cubrieran. Algún diario llegó incluso a
organizar asambleas de vecinos para poder noticiarlas11.
El nivel de movilización fue gigantesco: en 1975 se destapó un fraude en el
sistema de venta y distribución del pan de la ciudad que desató una oleada de
manifestaciones conocida como La Guerra del Pan, llegando a reunir a 100,000 vecinos
en una manifestación en Moratalaz en una lucha por fijar precios populares que recuerda
bastante a la taxation populaire del XVIII francés. Ese mismo año vio la luz la Federación
Provincial de Asociaciones de Vecinos de Madrid, aunque no sería legalizada hasta
finales de 1977. En mayo de 1976 lo que iba a ser una jornada festiva de camping en
Aranjuez se tiñó de sangre y cargas policiales. La respuesta no se hizo esperar y en junio
de ese mismo año 60,000 vecinos recorrieron la calle Preciados en la que sería la primera
manifestación legalizada de la democracia contra “la carestía de la vida”, convocada por
una Coordinadora de Entidades Ciudadanas que reunía a las asociaciones de vecinos, de
10 Para el papel de la izquierda radical en los movimientos sociales de la Transición puede consultarse el reciente y completo estudio de Wilhelmi, G. (2016) 11 Véase “Orcasitas: el caos” en Diario 16, 27/1/1981
amas de casa, de jóvenes, de comerciantes autónomos... (Villasante, 1976). Podrían
citarse diversas manifestaciones, pero baste señalar que el número de personas implicadas
fue in crescendo: las movilizaciones de 1978 y 1979 reunieron entre 150.000 y 200.000
vecinos en las calles de la capital. La estructura organizativa daba muestra de ello: entre
1964 y 1978 se crearon en la provincia de Madrid más de 258 asociaciones. Visto en
perspectiva, tenía razón aquel técnico encargado de supervisar el Anteproyecto de la Ley
de 1964 cuando advirtió que esa ley sería una «puerta de oro a los enemigos más o menos
solapados del régimen» (citado en Radcliffe, 2005). Sin otra cobertura legal y con el
estado de excepción declarado en 1969, efectivamente las asociaciones fueron “la grieta
del régimen por la que entramos todos, por la que entró todo el mundo” (entrevista a I.
Murgui, 2016).
La centralidad del Movimiento en la capital fue tal que las primeras elecciones
locales de la democracia se vieron marcadas por constantes alusiones positivas. Su
presencia en los discursos de todos los agentes políticos indica que sus demandas se
habían vuelto hegemónicas y diversos actores políticos se disputaban su representación.
Hasta Manuel Fraga, que conocía bien el movimiento vecinal de cuando fuera Ministro
de Gobernación, dedicó una pregunta parlamentaria en el Congreso al chabolismo de
Meseta de Orcasitas con el objetivo de deslegitimar al recién constituido gobierno de
Tierno Galván12.
A pesar de ese importantísimo peso lo cierto es que el movimiento vecinal es uno
de los grandes olvidados de la Transición. Entre otras cosas, porque la Constitución de
1978 no recogió la figura de las Asociaciones de Vecinos como entidades de utilidad
pública (y por lo tanto susceptible de recibir subvenciones del Estado). ¿Cómo es posible
que la Constitución, escrita precisamente en los años de mayor intensidad del ciclo de
movilización de los vecinos, fuera ajena a estas organizaciones y sin embargo sí recogiera,
para ira de los vecinos, la figura de las asociaciones de consumidores (art.51)? Julián
Rebollo, el que fuera presidente de la FRAVM en 1977, participó en las negociaciones
que tuvieron lugar en los edificios del Congreso y describió los hechos como sigue:
“Nos reunimos con Fraga y Alianza Popular, y nos dijeron que eso de las asociaciones, bueno,
pues que eran como las asociaciones de ocio de los pueblos, que estaban muy bien, pero que
eso no, que no era el lugar… con el PSOE fue parecido, que las asociaciones teníamos un
12 Puede consultarse la pregunta en el Boletín Oficial de las Cortes Generales, Serie F, nº 906, I, 19 de junio de 1980, disponible en www.congreso.es
papel de barrio, más local, que todo eso ya se resolvería en las administraciones regionales
correspondientes. Sólo el PCE, y especialmente el diputado Solé Turá nos defendieron. Pero
la dinámica esa del consenso hizo que al final, se cediera en esto también…” (entrevista a J.
Rebollo, 2016)13
El declive del movimiento vecinal madrileño se suele fijar en 1979, fecha en la que fue
constituido el primer consistorio elegido democráticamente, aunque en realidad mantuvo
una posición de fuerza hasta al menos 1983 cuando finalizó el Plan de Remodelación de
barrios. Son dos factores claves, en nuestra opinión, los que permiten explicar el fin del
ciclo de protesta:
1. Las relaciones Partidos - Movimientos. Si los vecinos habían luchado por una
forma democrática que no se restringía a la elección de cargos, sino que abogaban
por formas de democracia directa complementarias con los órganos
representativos ¿por qué la formación de gobierno supuso un factor
desmovilizador? La cuestión es compleja, no se trata sólo del relativo
descabezamiento (algunos líderes vecinales pasaron a ocupar cargos en la
administración) sino también de la dinámica que hubo a partir de entonces entre
los partidos y el movimiento. Los partidos a la izquierda del PSOE, que habían
jugado un papel esencial en la formación y extensión de las asociaciones, no
habían convertido (lo intentaran algunos o no) al movimiento en una correa de
transmisión. Sin embargo, los líderes vecinales discuten todavía hoy día sobre el
papel que jugaron tras las primeras elecciones municipales, señalando que en
cualquier caso se privilegió una concepción de la política desde las instituciones
sobre otras concepciones posibles14: “Ya no hace falta que os movilicéis, si ya
estamos nosotros en el consistorio, si ya estamos los nuestros” le decía Ramón
Tamames a Félix López Rey en aquellos años (entrevista a F. López Rey, 2016).
Todo ello sin mencionar al PSOE, que siempre se opuso a la existencia de la
13 La cuestión no es clara y se han ofrecido diversas explicaciones. La más corriente atribuye la ausencia al papel de los sindicatos recién institucionalizados (especialmente UGT), que sin embargo sí presionaron para que apareciera recogida la participación ciudadana juvenil aunque fuera de forma difusa y poco vinculante (art. 48) Agradezco a Enrique Villalobos, actual presidente de la FRAVM, esta información. 14 Véase, por ejemplo, la siguiente explicación: “Creo que los partidos tenían un gran interés en el movimiento ciudadano en aquellos años porque lo veían como uno de los lugares claves en los que se expresaba las faltas de libertades y las exigencias democráticas. Lo que no les he sentido tan cerca es en la idea de que desde el movimiento ciudadano se podían generar planteamientos y propuestas que iban al gobierno de la ciudad, que iban a proponer una política urbana distinta y alternativa. He visto más la postura que remitía todo al cambio democrático y que esas nuevas instituciones democráticas resolverían esas situaciones” (entrevista a V. Renés, 2016)
Federación de AAVV, y que era bien conocido por su escandalosa ausencia en las
movilizaciones antifranquistas.
2. El proceso desindustrializador y el impacto de la crisis económica que castigó
especialmente el cinturón sur de la ciudad. Si en 1974 el paro afectaba a 62.000
trabajadores en la ciudad, en 1983 la cifra ascendía a 313.000 personas. La
reconversión industrial madrileña supuso la destrucción de 25,000 puestos de
trabajo directo ubicados en los distritos de Usera y Villaverde (Quinta, Sánchez
León, 2010: 173; entrevista a V. Renés, 2016). No se trata sólo de la pérdida de
puestos de trabajo o del cambio en la estructura de las clases asalariadas, la clave
reside en la ruptura de las redes de solidaridad que tuvo el impacto social del
proceso. La heroína y la marginalidad irrumpieron con fuerza en las mismas
comunidades donde habían aflorado las AAVV, que ahora organizaban campañas
sobre la “seguridad ciudadana” o “contra la droga”. Se introdujo así la ruptura del
nosotros vecinal (Rodríguez, Carmona, 2007). Para el caso de Meseta de Orcasitas
puede consultarse el Boletín Informativo de la Asociación de Vecinos, que
comenzó a editarse en abril de 1982 y dejó de editarse a mediados del año
siguiente: se mantenía una clara consciencia de clase, de cómo la delincuencia
juvenil o el problema de la colza estaba sobrerrepresentado en los barrios obreros.
Sin embargo aparece ya reflejado uno de los temas claves que el movimiento
vecinal no pudo afrontar: la diferencia cultural entre generaciones (en uno de sus
números se habla de “los dos mundos”).
No obstante, un ciclo de movilizaciones tan fuerte y con tanta estructura tuvo que dejar
un poso organizativo y cultural enorme en la capital. Las Asociaciones no dejaron de
existir aunque perdieran capacidad movilizadora, y se convirtieron en un agente de
interlocución casi obligado para los futuros ayuntamientos (participaron en el Plan
General de Ordenación Urbana de 1985, en diversos proyectos urbanísticos como el Plan
18.000, en la creación de cooperativas de vivienda a través de la FRAVM que llegó a
gestionar más de 3.000 viviendas, etc. ver FRAVM, 2010). A pesar de que los años
noventa son señalados como un “trayecto en el desierto” en el que los diferentes gobiernos
del Partido Popular iniciaron agresiones contra el entramado vecinal de los barrios
(A.VV, 2005), lo cierto es que la estructura organizativa de la FRAVM y las AAVV sirvió
para futuras movilizaciones: muchos de los huertos urbanos, reuniones, proyectos
surgidos a raíz del 15M tuvieron lugar en sus locales, la Plataforma de Afectados por la
Hipoteca de Madrid se creó en una reunión con diversos colectivos en la sede de la
FRAVM, etc. (entrevista a I. Murgui, 2016). El Movimiento Ciudadano que nació en los
barrios obreros concibió el acceso a la ciudadanía, el derecho a la ciudad, como un
claro desafío a la sociedad de clases. En la medida en que la Transición se consumó sin
alterar los principales bloques sociales del tardofranquismo, puede considerarse su legado
como una promesa insatisfecha, que no ha dejado de repercutir e influenciar en la vida
política de la ciudad (pueden verse, por ejemplo, las obvias conexiones con el
municipalismo surgido a raíz de las elecciones municipales de 2015).
5. Rompiendo el divorcio: hacia un concepto amplio de “clase”
Desde el mismo momento de su eclosión como protagonista colectivo han surgido
interpretaciones que buscaron caracterizar la especificidad del movimiento ciudadano.
Trataremos aquí de realizar una breve revisión crítica del análisis de clase que manejan
algunas de estas teorías en vistas a alumbrar los potenciales y límites de este tipo de
perspectiva en la investigación histórico-social.
Esquemáticamente, podríamos agrupar el conjunto de las teorías sobre el movimiento
ciudadano en los siguientes grupos (la clasificación es arbitraria y responde al tema que
perseguimos)
- Teorías industrialistas. Algunas teorías, en parte con una descontextualización histórica
grave y desde paradigmas relativamente funcionalistas, han leído el origen del
movimiento ciudadano como una reacción casi mecánica al proceso de turbo-
urbanización ligado al desarrollismo franquista, reacción en la que surgieron diversas
asociaciones, pero que tuvo que esperar… ¡hasta 1975! para ver nacer las de contenido
democrático-popular (Bier, 1980)
- Teorías movimientistas. Amparadas más o menos bajo el paraguas de la teoría de los
nuevos movimientos sociales (Melucci, Tarrow, etc.), han leído el movimiento ciudadano
como un movimiento surgido en absoluta oposición al movimiento obrero y los partidos
de clase, una movilización nacida contra la “concepción tradicional de los conflictos
sociales”. Se destaca así la falta de relación clara entre la estructura de clase y la base
social de estos movimientos, la pluralidad de valores y múltiples proyectos frente a una
ideología más o menos homogénea, el contenido de unas reivindicaciones ajenas a la
temática salarial o de mejora laboral y más relacionadas sin embargo con aspectos de la
vida cotidiana o el consumo, las diferentes estrategias de movilización basadas en amplios
repertorios de acciones públicas en lugar de huelgas, las fórmulas organizativas más
horizontales y difusas, y cierta desconfianza generalizada respecto a la lógica institucional
o de la representación15.
Podría decirse, sin entrar a criticar en detalle la reduccionista lectura que se maneja
del movimiento obrero español, que esta perspectiva no sólo no da cuenta de la dimensión
15 Véanse, especialmente, el artículo de José Álvarez Junco y el de Enrique Laraña en la obra colectiva Laraña, E. (2002)
de clase del movimiento vecinal, sino que además uno podría preguntarse qué función
legitimadora venía a cumplir ese relato precisamente en los años en que empezó a
publicarse (no por casualidad los primeros años de gobierno del PSOE). Paradójicamente,
autores que en principio venían a complejizar el análisis de clase (Álvarez Junco, Pérez
Ledesma, 1982; Juliá, S. 1994) concurrían ahora en un doble diagnóstico: la estrechez de
miras de la izquierda revolucionaria y la moderación política de las bases de un
movimiento obrero desprovisto de voz propia. De este modo, los nuevos movimientos
sociales tenían que diferenciarse de los partidos y sindicatos de la izquierda rupturista,
para que así pudiera verse el carácter instrumentalizador, obrerista y vanguardista de tales
partidos. Y si esos movimientos no llegaron a homologarse al nivel de sus primos
europeos fue ante todo por culpa de esos partidos, de tal manera que sólo a partir de 1982
cabría hablar propiamente de “nuevos movimientos sociales”. Toda casualidad es solo
aparente: puede hablarse de nuevos movimientos sociales justo cuando entran en una
“fase de impotencia” explícitamente enunciada (Álvarez Junco, 2002). ¿Dónde y cómo
encaja la historia del movimiento ciudadano en tales esquemas?
- Teorías urbanistas. Vinculadas a activistas del propio movimiento vecinal (Jordi Borja,
Manuel Castells, Tomás R. Villasante), estas teorizaciones vendrían a destacar la
dimensión específicamente urbana de tales movimientos, que no serían sino una respuesta
a las contradicciones objetivas que produce el desarrollo urbano bajo condiciones
capitalistas. A pesar de ser a nuestro entender las teorías que más se acercaron a lo que
fuera realmente el movimiento ciudadano, nos cabe discutir aquí uno de sus aspectos: la
pertinencia del análisis de clase. Tomaremos para ello al que ha sido indiscutiblemente el
teórico más citado como referencia en la literatura académica: Manuel Castells (Castells,
1986). Para Castells el movimiento “se produjo en una sociedad de clases, pero que fue
un movimiento sin definición de clase que, a través de su organización, su movilización
y sus reivindicaciones, afectó a la estructura global de la sociedad y, por ende, a las
relaciones entre las clases” (Ibíd.). ¿Qué razones le llevan a sostener esa extraña
definición? En primer lugar, la composición: el movimiento vecinal tendría demasiada
heterogeneidad de clases e intereses en su base. En segundo lugar, la falta de conexiones
con el movimiento obrero: no había lucha conjunta, coordinación organizacional,
estrategia común, a pesar de los liderazgos e ideologías compartidos. Finalmente, el
contenido de las reivindicaciones del movimiento ciudadano destacaba por abarcar todos
los aspectos de la vida salvo el laboral. Y a pesar de todo ello, “los intereses que combatía
al oponerse a las consecuencias de un modelo de desarrollo urbano determinado eran, a
fin de cuentas, intereses de clase”, por lo que estaríamos, al fin, ante la citada definición:
“un movimiento social no clasista que desafiaba la estructura de una sociedad de clases”
De una forma similar en cuanto a la ambigüedad, el riguroso historiador Manuel
Pérez Ledesma, en el mismo artículo en el que tritura la distinción entre “nuevos” y
“viejos” movimientos sociales para el caso español, sin embargo da muestras de extrañeza
ante el movimiento vecinal porque tenía un “repertorio moderno” de acción y sus
reivindicaciones recordaban a las protestas propias del “repertorio tradicional” (Pérez
Ledesma, 2006).
Para aclarar este enmarañado puzle de definiciones ambiguas que al mismo
tiempo que invocan también exorcizan la dimensión de clase del movimiento vecinal,
retomaremos ahora el análisis de los vecinos de la Meseta. A través de la historia de
Orcasitas podemos ver cómo un conjunto de vecinos compartieron la experiencia de
condiciones de vida de explotación (el barro como estigma corporal, la vida en las
chabolas y las calles sin equipamientos, las dietas restringidas, la cultura rural compartida,
las prácticas de solidaridad, etc.), identificaron puntos de interés antagónicos con otros
grupos sociales (el odio hacia los terratenientes, la lucha contra el Plan Parcial, las
movilizaciones con otras fuerzas antifranquistas, etc.) y se organizaron para luchar por
estas cuestiones, descubriéndose a sí mismos en el proceso como un agente colectivo de
cambio social en términos de clase (“obreros”, “paletos”, “señoritos”, etc.). Esta es, como
es de sobra conocido, una de las célebres definiciones de “clase social” de E.P. Thompson
(Thompson, 1984). Cabe entonces ahora revisar si los criterios “desclasadores” se
cumplen para nuestro caso:
i) La composición social del movimiento en Orcasitas (cabría hacer extensible
esta tesis a todos los barrios populares de la periferia) eran mayoritariamente
trabajadores de la construcción y de las grandes fábricas. En tales condiciones,
la identidad obrera estaba fundida con la identidad vecinal:
“independientemente de que dijeras nosotros los que trabajamos en Barreiros,
o en la construcción, cuando decías nosotros, los obreros era como decir
nosotros, los vecinos. Sí, había mucho de esto. Era una conciencia colectiva
de los años setenta y primeros ochenta bastante potente” (entrevista a V.
Renés, 2016)
ii) Las relaciones con el movimiento obrero (sindicatos) no se debían a una falta
de estrategia compartida sino a lo contrario. Había una suerte de “reparto del
trabajo” dentro del universo social del antifranquismo. La vida de Félix López
Rey es testimonio de ello: los líderes del movimiento vecinal a veces no
podían participar en el movimiento obrero porque las reuniones con la
Administración eran siempre en horario laboral de mañana. A este factor se
sumaba la dimensión represiva del franquismo: si uno era identificado como
líder vecinal, podía ser despedido de su trabajo (fue el caso del propio Félix).
Finalmente, el número de horas que exigían las reuniones con los vecinos
sobre cuestiones no necesariamente laborales imponía una diferenciación de
espacios y estructuras organizativas respecto de los sindicatos. A pesar de todo
ello, fueron frecuentes los casos de “doble militancia”, pero que deben
entenderse siempre a contracorriente de las tendencias mencionadas. Así, no
era raro encontrar “Las mismas caras cuando se inundaba el barrio, cuando
exigíamos más profesores para el colegio, cuando nos concentrábamos en
Navidad a las puertas de una Barreiros-Chrysler-Talbot-Peugeot, en huelga.
Cuando exigíamos Amnistía y Libertad” (FRAVM, 2010: 30-31). La hipótesis
de la “división del trabajo” permite entender además una dimensión normativa
del conflicto: la autonomía en la base de existencia social que se ganaba por
un lado, venía a reforzar la autonomía y el poder negociador por el otro (ser
expulsados de la Meseta se leía como una pérdida de autonomía frente a los
empleadores). La clave eran las redes de solidaridad tejidas entre los propios
actores, más allá de los campos de batalla específicos en los que sus actores
participasen.
iii) Las reivindicaciones del movimiento vecinal abarcaban todo aquello a lo que
no llegaba el sindicalismo de clase. Pero eso no significaba que las demandas
laborales o relativas al salario estuvieran ausentes (basta un repaso a los
documentos de la época para constatar lo contrario), significa que el
movimiento vecinal había delegado en los sindicatos la articulación de dichas
demandas igual que éstos habían delegado la articulación de demandas en
otros ámbitos. La FPAV, como posteriormente la FRAVM, no contradecía las
reclamaciones de los sindicatos y de hecho participaban conjuntamente de sus
convocatorias. Los vecinos se implicaban en prácticas de solidaridad con el
movimiento obrero reforzando las cajas de resistencia o difundiendo las
reclamaciones. El concepto central que permitía unificar las demandas de
ambos tipos de organizaciones era el ya mencionado de «carestía de la vida»
(lema bajo el que se convocaron manifestaciones hasta fechas tan recientes
como 2007-2008).
Desde este punto de vista, no existía una relación de competencia entre el
asociacionismo vecinal y el sindicalismo de clase, sino de complementariedad. Estaban
necesariamente diferenciados, pero caminaban juntos. No faltaron vecinos o
sindicalistas que teorizaran esa complementariedad – aunque lo hicieran desde marcos
conceptuales que enfatizaban más la dimensión salarial – hablando de las luchas por el
salario directo y el indirecto, o las luchas en la esfera de la producción y en la de la
reproducción (en el movimiento ciudadano se hablaba de “la explotación en los barrios”).
Lo que servía de hilo de continuidad en ambos casos eran por un lado las redes de
solidaridad, por el otro el enemigo común: el entramado de terratenientes, grandes
empresarios, poderosos banqueros y autoridades políticas, y sus prácticas de dominación
y explotación sobre la población dependiente. Este fue ciertamente el sentido que captó
Jordi Borja en 1975 cuando escribía que los movimientos sociales urbanos eran “aquellos
movimientos de las clases populares que partiendo de reivindicaciones urbanas alcanzan
un nivel de generalidad de objetivos y de potencialidad política que modifican las
relaciones de poder entre las clases” (Borja, 1975). En un cómic francés de la época con
el título nada inocente de Fábrica y barrio, una misma lucha se analizaba el tipo de
trabajo fordista, la localización de las industrias, el trasvase del campo a la ciudad o los
modelos urbanísticos como partes de un mismo desarrollo social ligado al dominio de las
fuerzas dinámicas del capital. En la introducción a la edición española se dice: “hay un
hecho que no admite controversia, y es que la explotación que sufre en las fábricas y en
los barrios tiene un origen común: el gran capital” (VVAA, 1977)
Llegamos, al fin, al punto que nos interesa. ¿Podemos decir que el movimiento
ciudadano era un movimiento de clase? Sí. Pero no se trata en ningún caso de
reconducir las luchas vecinales a la lucha de clases sin más. Se trata más bien de
problematizar lo que se ha venido entendiendo por “clase”. Si cabe denominar
movimiento de clase al Movimiento Ciudadano de Madrid de los años 1970-1983 es
porque el concepto de clase que empleamos no es economicista, esto es, no entiende por
“clase” exclusivamente la posición en las relaciones de producción; ni tampoco es
sociologista, es decir, no entienda por “clase” tal o cual clasificación arbitraria de la
producción en base a la diversidad de ocupaciones, estatus o rentas (en este sentido y no
otro se ha denominado “interclasista” al movimiento vecinal). Visto así, “clase” no es un
concepto que nos saquemos de la chistera, sino, de nuevo con Thompson, un concepto
que extraemos observando el proceso histórico mismo, cuando vemos que grupos de
personas que experimentan condiciones de explotación compartidas derivadas
principalmente, pero no sólo (¡y ésta es la clave del asunto!), de las relaciones de
producción, se organizan y combaten por unos intereses – intereses que no existen
previamente a su expresión (Stedman Jones, 2005), aunque la estructura social ejerza
“presiones y límites determinantes” para su conformación que delimitan el campo de lo
posible y hacen más probable que unos determinados sujetos sociales y no otros se
politicen y organicen en torno a tal o cual proyecto político (“conexión orgánica” – no
mecánica – entre posiciones sociales y proyectos políticos, dirá la historiadora ya
mencionada, véase Meiksins Wood, 2013b)
¿En qué sentido ganamos algo con un concepto tan amplio de clase? Podríamos
preguntarlo al revés, ¿qué perdemos de vista cuando eludimos una perspectiva de clase
no economicista? Volviendo a la bibliografía revisada podríamos extraer las siguientes
conclusiones:
1. Si la perspectiva de clase se esfuma, entonces es más fácil olvidar lo que
compartieron el movimiento vecinal y el movimiento obrero, y se tenderá más
a subrayar sus diferencias. También será más fácil, como hicieran Junco, Juliá,
Laraña y cía., convertir al movimiento vecinal en la instancia de la crítica al
PCE y la izquierda revolucionaria en vistas a reforzar el “relato oficial” de la
Transición. Por el contrario, un concepto amplio de clase, en este sentido,
genera un marco en el que se comprenden mejor las intersecciones entre
diferentes ejes de dominación sin perder de vista los puntos comunes (¿cómo
si no explicar la cultura compartida, la unidad de acción, la doble militancia,
la solidaridad entre movimientos?).
2. En segundo lugar, sin esta perspectiva amplia de la clase caemos
necesariamente en las ambigüedades de Pérez Ledesma o Castells: que un
movimiento social no cumpla un patrón ortodoxo de movimiento obrero no
anula su dimensión de clase. Ganamos, por tanto, cierta claridad conceptual
cuando hablamos, como también ha hecho Xavier Domènech, de “cultura
obrera anticapitalista ligada al movimiento vecinal” (Domènech, 2012: 136).
3. Por otro lado, podemos esperar que el análisis histórico concreto enraizado en
los términos de la época nos permita esquivar clasificaciones que, aunque
aparentemente insoslayables, puedan demostrarse poco fructuosas en la
comprensión de los fenómenos históricos (me refiero, claro está, a los criterios
ya mencionados de composición social con mirada sociologista, repertorio de
acción, forma de organización o contenido de las reivindicaciones). No se trata
de descartar tales criterios útiles a cualquier investigador, sino de no tomarlos
por absolutos y complementarlos con otros: testimonios de la época, intereses
afectados por los conflictos, un punto de vista normativo de las
reivindicaciones, etc.
4. Finalmente, la historia de la clase no se reduce a la historia del movimiento
obrero o del trabajo, aunque aquella no exista sin esta y su vinculación no es
meramente casual. Si se pierde de vista esta conexión, se corre el riesgo de
que el concepto de “clase” así empleado pierda su carácter informativo y se
vuelva sinónimo de “conflicto colectivo” en general. Es en este sentido en el
que los testimonios de la época, el lenguaje “obrero” y la fusión de identidades
laboral/vecinal nos proporcionan una buena brújula.
Entre un franquismo que se construyó negando y destruyendo sistemáticamente
las organizaciones y culturas de clase (encuadrando a los trabajadores y empresarios por
igual en la OSE bajo la categoría de “productores”) y una Transición que se desarrolló
negando la dimensión colectiva de los conflictos de clase, parece natural suponer que los
análisis de clase han tenido que bregar constantemente por hacerse hueco en la
investigación social. Especialmente si el “relato oficial” necesitaba legitimar el complejo
y secretista proceso de negociaciones que culminó en la configuración del sistema político
actual e integró en parte y disolvió en otra el conjunto de demandas, organizaciones y
luchas de las clases populares. La literatura crítica de la Transición (F. Gallego, G. Morán,
J. Garcés o más recientemente X. Domènech, E. Rodríguez, J. Andrade, etc.) han abierto
una brecha teórica en la que “la clase” ha vuelto a la escena. Quizás, asistiendo a los
seísmos políticos que caracterizan los últimos años de la política española y la profunda
crisis económica que atraviesan las economías tras la ruptura del pacto social de
posguerra, pueda decirse que asistimos a unas nuevas condiciones de partida para la
investigación social-política. No podemos olvidar que “las condiciones de la realidad son
al mismo tiempo las condiciones de su propio conocimiento” (Koselleck, 2004)
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