leibniz - la profesión de fe del filósofo

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Gottfried Wilhelm Leibniz Profesión de fe del filósofo PRÓLOGO 1. La personalidad arrolladora de Leibniz trasciende, sin duda y con mucho, los lí- mites de una breve Nota Preliminar como ésta. Y más aún casi cuando se trata de pre- sentar una de sus obras más relativamente primitivas, de los años en que su pensamiento se estaba fraguando aún, porque parece hacerse indispensable una formulación, aunque sea muy sumaria, de los pasos finales de las teorías que se esbozan. Estos son los pasos que pretendemos dar aquí. Un esbozo biográfico, seguido de otro acerca de su persona- lidad total. Un análisis de la obra que se ha traducido y se presenta en esta colección. Y una proyección de las ideas de la misma en el cuerpo total y último del pensamiento leibniziano, en el estado en que nos lo dejó Leibniz al momento de morir. 2. Gottfried Wilhelm Leibniz nació en Leipzig en 1646. A los quince años está estu- diando ya a fondo la metafísica escolar de origen escolástico que se enseña en la Uni- versidad de su ciudad natal. Va luego a Jena, donde estudia, con E. Weigel, la física moderna de orientación mecanicista. A los diecisiete años escribe su obra De principio individui, que señala un como leitmotiv de toda su ulterior labor filosófica, el interés por salvar lo individual del caos panteístico en que lo sumía la filosofía de Spinoza. A los veinte años es promovido al grado de Doctor Iuris en Altdorf. Se le ofrece una cátedra en esa Universidad; pero renuncia a ella y consigue entrar al servicio del prínci- pe elector de Maguncia, Juan Felipe Schönborn. Esto significa su vinculación directa a la vida cultural y política de su época. En 1672 —cuenta veintiséis años— marcha a París, para ver de ganarse a Luis XIV para una empresa en Egipto, y desviarlo o distraerlo con ello de sus planes sobre Ale- mania. Sabemos que su gestión en este sentido no tuvo el éxito apetecido. Desde París viaja a Inglaterra. Estos años son de una actividad enorme. Establece contacto personal con los grandes pensadores y científicos de su tiempo. Con matemáti- cos y físicos como Huyghens y Mariotte; con las principales figuras del cartesianismo y el agustinismo filosófico, Malebranche y Arnauld; con representantes del atomismo y del materialismo mecanicista, al estilo de Gassendi y Hobbes. En París, descubre el cálculo infinitesimal, descubierto también independientemente por Newton. Leibniz no sabía nada de los trabajos de este último. Su escrito se publicó en 1684, mientras que el de Newton no apareció hasta 1687. Con este motivo, y a raíz de la prioridad del hallazgo, surgió una contienda un tanto desagradable. En 1676 viaja por Holanda y visita a Spinoza. Y algo más tarde, aunque en este mismo año, figura como bibliotecario y consejero al servicio de la Corte de Hannover. Por este tiempo trabaja activamente en una historia de la casa de los güelfos, simultá- neamente con sus estudios y publicaciones filosóficos. Escribe mucho y publica mucho, aunque sin dar a nada el último toque. Sostiene una enorme correspondencia, mante- niéndose en continuo contacto sobre todo con Berlín, Viena y San Petersburgo. Este es su quehacer hasta el final de su vida. En los últimos años, empero, sus rela- ciones con la corte se fueron enfriando y, en 1716, al morir, se encontraba solo, dejando tras sí una obra enorme, pero dispersa e inacabada.

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Page 1: Leibniz - La Profesión de Fe Del Filósofo

Gottfried Wilhelm Leibniz

Profesión de fe del filósofo

PRÓLOGO

1. La personalidad arrolladora de Leibniz trasciende, sin duda y con mucho, los lí-mites de una breve Nota Preliminar como ésta. Y más aún casi cuando se trata de pre-sentar una de sus obras más relativamente primitivas, de los años en que su pensamiento se estaba fraguando aún, porque parece hacerse indispensable una formulación, aunque sea muy sumaria, de los pasos finales de las teorías que se esbozan. Estos son los pasos que pretendemos dar aquí. Un esbozo biográfico, seguido de otro acerca de su persona-lidad total. Un análisis de la obra que se ha traducido y se presenta en esta colección. Y una proyección de las ideas de la misma en el cuerpo total y último del pensamiento leibniziano, en el estado en que nos lo dejó Leibniz al momento de morir.

2. Gottfried Wilhelm Leibniz nació en Leipzig en 1646. A los quince años está estu-

diando ya a fondo la metafísica escolar de origen escolástico que se enseña en la Uni-versidad de su ciudad natal. Va luego a Jena, donde estudia, con E. Weigel, la física moderna de orientación mecanicista. A los diecisiete años escribe su obra De principio

individui, que señala un como leitmotiv de toda su ulterior labor filosófica, el interés por salvar lo individual del caos panteístico en que lo sumía la filosofía de Spinoza.

A los veinte años es promovido al grado de Doctor Iuris en Altdorf. Se le ofrece una cátedra en esa Universidad; pero renuncia a ella y consigue entrar al servicio del prínci-pe elector de Maguncia, Juan Felipe Schönborn. Esto significa su vinculación directa a la vida cultural y política de su época.

En 1672 —cuenta veintiséis años— marcha a París, para ver de ganarse a Luis XIV para una empresa en Egipto, y desviarlo o distraerlo con ello de sus planes sobre Ale-mania. Sabemos que su gestión en este sentido no tuvo el éxito apetecido.

Desde París viaja a Inglaterra. Estos años son de una actividad enorme. Establece contacto personal con los grandes pensadores y científicos de su tiempo. Con matemáti-cos y físicos como Huyghens y Mariotte; con las principales figuras del cartesianismo y el agustinismo filosófico, Malebranche y Arnauld; con representantes del atomismo y del materialismo mecanicista, al estilo de Gassendi y Hobbes.

En París, descubre el cálculo infinitesimal, descubierto también independientemente por Newton. Leibniz no sabía nada de los trabajos de este último. Su escrito se publicó en 1684, mientras que el de Newton no apareció hasta 1687. Con este motivo, y a raíz de la prioridad del hallazgo, surgió una contienda un tanto desagradable.

En 1676 viaja por Holanda y visita a Spinoza. Y algo más tarde, aunque en este mismo año, figura como bibliotecario y consejero al servicio de la Corte de Hannover. Por este tiempo trabaja activamente en una historia de la casa de los güelfos, simultá-neamente con sus estudios y publicaciones filosóficos. Escribe mucho y publica mucho, aunque sin dar a nada el último toque. Sostiene una enorme correspondencia, mante-niéndose en continuo contacto sobre todo con Berlín, Viena y San Petersburgo.

Este es su quehacer hasta el final de su vida. En los últimos años, empero, sus rela-ciones con la corte se fueron enfriando y, en 1716, al morir, se encontraba solo, dejando tras sí una obra enorme, pero dispersa e inacabada.

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3. Este sumario esbozo biográfico deja traslucir sin duda ya mucho acerca de su vi-gorosa personalidad.

Desde el punto de vista de la historia de la filosofía, el mejor ángulo desde el cual poder juzgarle es un breve párrafo de su carta de 10 de enero de 1714 a Rémond: «En todo tiempo me ocupé de descubrir la verdad que se halla soterrada y dispersa en las diversas sectas filosóficas y de juntarla consigo misma».

La verdad, en cualquier orden de cosas, al margen de todas las posiciones demasia-do estáticas o limitadamente sectaristas, fue la meta de todo su enorme dinamismo espi-ritual. Leibniz fue realmente un espíritu universal, para quien no existía campo de saber que no provocara sus desvelos más íntimos y desinteresados. Ya hemos dicho cómo descubrió el cálculo infinitesimal en el campo de la matemática. En el de la física, fue el primero en formular la ley de la conservación de la energía. La Lógica lo cuenta entre los fundadores de la Logística. En sicología descubre el inconsciente. En el terreno de la historia, enseña prácticamente la forma de estudiar a fondo las fuentes. En la economía, desarrolla una serie de proyectos prácticos para la explotación de las minas, para el alumbramiento de aguas, para el cultivo del campo, etcétera.

Junto a esto es un autorizado jurista. Ya hemos dicho cómo a los veinte años había sido promovido al grado de Doctor Iuris por la Universidad de Altdorf. Lo que sobre todo le apasiona en este terreno es la profundización filosófica de los conceptos jurídi-cos.

Se interesa de manera especial por la forma de organizar de una manera general el cultivo de las ciencias: traza con este fin enormes y geniales planes para la formación de colaboradores especializados y la erección de academias. Obra suya es la Academia de Ciencias de Prusia, de la que él fue el primer presidente.

Lucha, en fin, como ninguno por la unidad de Occidente, aplicando sobre todo sus esfuerzos en lograr la unión de las dos grandes confesiones cristianas.

Pero, por encima de todo esto, Leibniz es indudablemente un filósofo; un filósofo en el más puro sentido aristotélico del término, un enamorado del saber, un afanoso busca-dor de lo primario y lo fundamental de las cosas, de lo básico e irrevocable de la vida y de todos los procesos del existir. Y su actitud en este ámbito de la investigación la hemos visto ya definida en el breve fragmento de su carta a Rémond transcrito al co-mienzo de este párrafo. Esto hace de Leibniz uno de los más fuertes anillos de continui-dad espiritual entre la Antigüedad, a través de la Edad Media, y la filosofía alemana. Así, por ejemplo, la significación histórica de un Nicolás de Cusa se hace patente por vez primera en Leibniz.

Basten estos breves trazos para abocetar su personalidad intelectual. 4. Acerca de la fecha exacta en que Leibniz debió escribir la obra que aquí publica-

mos en traducción castellana, nos brinda los datos pertinentes el Prefacio a la Teodicea:

«Y finalmente con el célebre M. Arnauld, a quien incluso di a conocer un Diálogo latino escrito por mí acerca de esta materia, allá por el año 1673, donde daba ya por sentado que Dios, habiendo escogido el más perfecto de todos los mundos posibles, había sido llevado por su sabiduría a permitir el mal que iba anejo a él, pero que ello no impedía que, por muy limitado y muy desorientado que pudiera estar, este mundo no fuera el mejor que pudiera escogerse» —Philosophischen Schriften, Ed. Gerhardt, VI, pág. 43―.

La fecha está confirmada en una anotación a unos Extractos de S. Pufendorf, de 1673/4 —Grua, Textes inédits, 594—. Y también por una carta a Malebranche, del 22 de junio de 1679.

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El año de 1673 se refiere al manuscrito A. El manuscrito B, según Rivaud, se debió escribir «probablemente hacia 1678», en Hannover, después de las observaciones críti-cas atribuidas a Foucher y las respuestas dadas a estas observaciones. No sabemos en qué se funda Rivaud para decir que el autor de las observaciones es «tal vez Foucher». En la correspondencia publicada entre el abate y nuestro filósofo no hay ninguna huella de una posible consulta acerca de la Confessio Philosophi. Si esta consulta tuvo lugar, habría tal vez que situarla hacia el año 1675, probable fecha de la primera carta a Fou-cher —Gerhardt, I, 369, la sitúa «probablemente en el año 1676», estando Leibniz aún en París—, en la que Leibniz habla de Descartes y de su propia formación, de forma que parece excluir la hipótesis de una familiaridad un tanto larga entre los dos personajes. Sin embargo, el tono a veces un poco vivo de las respuestas a las observaciones u obje-ciones está de acuerdo con lo que Leibniz juzgaba de Foucher: «su cabeza estaba un tanto embrollada» —Ed. Gerhardt, ibíd., 365—.

5. En esa esfera de problemas, tan a la orden del día entonces, sobre libertad y pre-

destinación, existencia del pecado en el mundo, etcétera, Leibniz encontró un ambiente pacifista en la corte del arzobispo de Maguncia, en la que fue introducido en 1668 por el barón Johann Christian von Boineburg. Por el bando protestante, los calixtinos, partida-rios de una reunión de las iglesias, estaban representados por Federico Ulrico Calixto, hijo de Jorge, fundador del movimiento, y por Hermann Conring, amigo de Boineburg. El barón, por su parte, se había convertido al catolicismo y seguía bajo la influencia e inspiración de los jesuitas. Desde el año 1662, el padre J. Messen provocaba encuentros entre diversos príncipes alemanes y el elector de Maguncia. Desde 1660, Spinola, fran-ciscano, obispo de Thina, prodigaba misiones pacifistas en Alemania. Leibniz se aplica a buscar formas conciliadoras entre las dos tesis defendidas allí. Y sus proyectos no son mal recibidos, «a pesar de que —escribe al duque Ernesto Augusto— la diversidad de religión, según las apariencias, debiera haberme sido adversa en una corte como aqué-lla».

Concibe entonces el proyecto de unas Demostraciones Católicas, en cuatro partes: I. Pruebas de la existencia de Dios. II. Demostración de la inmortalidad e inmaterialidad del alma. III. Posibilidad de los misterios cristianos. IV. Demostración de la autoridad de la Iglesia católica y de las Escrituras.

En el año 1668, la Confessio naturae contra atheistas se enfrentaba ya con las pre-tensiones del mecanicismo: este último, en efecto, no se basta, antes bien debe estar subordinado a la finalidad de la voluntad divina. En mayo (?) del 1671, Leibniz escribe a Magnus Wedderkopf, profesor de derecho en Kiel, una breve carta en la que se resu-men las principales tesis de la Confessio philosophi: los decretos de Dios son absolutos; nada tiene lugar sin razón y la última razón de todo es el entendimiento divino; Dios escogió lo mejor y lo más armónico de entre una infinidad de posibles; la libertad con-siste en ser forzado a lo mejor por una recta razón; así, pues, todo tiene lugar solamente en virtud de una necesidad hipotética; no se quiere querer, sino que se quiere lo mejor; Dios no es el autor del pecado, sino que lo permite en orden al mejor todo —edic. de la Acad. Prus., II, 1, 117/118—.

En París, en setiembre del año 1672 se encuentra con Arnauld, a quien había escrito en 1671. Por haber contribuido mucho «a la paz de la Iglesia» en 1668, amenazada por las querellas del galicanismo, Arnauld representaba sin duda en aquellos momentos una fuerza digna de consideración; Boineburg creía «que su forma de sentir podía tener un gran peso» —carta al duque Federico—. Leibniz no se atreve a abordar de frente los puntos controvertidos entre Roma y Augsburgo, pero iba preparando el terreno: «... me

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movía con toda la circunspección posible, para no ponerme en evidencia inopor-tunamente...» —en la misma carta al duque Juan Federico—.

Pero, en diciembre del año 1672 muere Boineburg, y tres meses más tarde el elector-arzobispo de Maguncia. Leibniz se queda sin sus protectores, pero no por ello abandona el proyecto patriótico y religioso de una unión de las iglesias, y escribe entonces la Con-

fessio philosophi. Y continúa sus entrevistas y encuentros con Arnauld. En febrero de 1686, inmediatamente después de la crisis provocada con la revocación del edicto de Nantes, todavía dedicará a Arnauld su Discours de Métaphysique, verdadero Tratado de la Naturaleza y de la Gracia.

6. El género del diálogo se había puesto de moda en aquellos años, y sabemos que el

propio Descartes lo había ensayado —Recherche de la vérité—. La Confessio philo-

sophi, concebida asimismo en forma dialogada, cuenta con dos personajes: un teólogo catequista y un filósofo catecúmeno, a quienes el manuscrito B dará respectivamente los nombres de Teófilo y Epistemon. El filósofo es evidentemente el propio Leibniz. En cuanto a la identificación del teólogo, se han propuesto varias hipótesis que no conven-cen, ya que la fecha en que se ha escrito la Confessio parece abogar preferentemente por la persona de Arnauld. Leibniz, en efecto, escribe al duque Juan Federico que Arnauld se ha propuesto como meta «no solamente iluminar los corazones con las luces de la religión, sino también reanimar la llama de la razón, eclipsada por las pasiones huma-nas» —¿no suena esto perfectamente al comienzo de este diálogo?— y, en su propósito de corregir los abusos y de poner fin a la división, «acerca de diversos puntos de impor-tancia, da entonces el primer paso y, como hombre prudente, va avanzando paso a paso.

Asimismo, en agosto del año 1683, Leibniz escribe al landgrave de Hessen-Rheinfels que «la Iglesia tiene dos enormes motivos de gratitud para con M. Arnauld y sus amigos: el uno el que haya establecido tan estupendamente ese gran principio de la necesidad del amor de Dios por encima de todas las cosas, y el otro el haber trabajado con éxito contra los corruptores de la moral cristiana...» En París, como ya hemos visto, no se atreve a abordar los puntos controvertidos entre Roma y Augsburgo; y da la ca-sualidad de que la Confessio philosophi no trata ninguna de esas cuestiones controverti-das entre Roma y Augsburgo, sino tan sólo cuestiones de escuelas teológicas dentro de cada iglesia —ver Grua, Textes inédits, 188, n. 66—.

Esto supuesto, la hipótesis de Ivon Belaval —París J. Vrin, 1961, Confessio Philo-

sophi, texto, trad. y notas— de que habría que identificar al teólogo con Arnauld, aclara-ría de alguna manera el final del diálogo que publicamos aquí. Cuando hacia el fin del mismo, en efecto, el teólogo declara que él estaría dispuesto a someter a la aprobación de ciertas personas varias de las explicaciones que acaba de oír, si no temiera que hubie-ra quienes sospecharan que estaba en connivencia con el filósofo, parece ésta simple-mente una respuesta llena de prudencia que, en el año 1673, el luterano Leibniz ponía en boca del teólogo católico Arnauld. Y la respuesta podría además brindar una pista para rastrear los planes de Leibniz al redactar su diálogo.

Por otra parte, cuando en el manuscrito B, Leibniz reemplaza el nombre genérico de teólogo por el de Teófilo, nombre éste que se convertirá en su testaferro o cuasi-seudónimo en los Nouveaux essais, parece querer indicar que también el teólogo es o pretende ser él mismo. La Confessio philosophi, en efecto, parece prenunciar una Con-

fessio theologi. Y el hombre rebosante de erudición científica, el filósofo, Epistemon, sería precisamente ese «filósofo», en sentido genérico, a quien se creía sumergido en las simples cuestiones matemáticas, siendo así que —como el propio Leibniz escribía al duque Juan Federico, en otoño de 1679— «este tal tenía puntos de vista muy distintos y que sus meditaciones principales tenían por objeto la teología». Leibniz, después de

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todo, no pretendió más que reivindicar el lugar que en justicia correspondía al razonar filosófico en la enredada problemática de las querellas religiosas de la época, demasiado entintadas de herméticos dogmatismos a las veces.

7. El diálogo está magníficamente estructurado y articulado. Tiene tres partes per-

fectamente definidas: I, la justicia de Dios; II, la libertad humana; III, la predestinación. La tesis que defiende la primera parte es la de que Dios es justo. Es decir, ama a to-

dos los hombres. Para probarlo, basta partir de las definiciones de las ideas básicas que manejamos en la cuestión tratada:

— Dios, que es una sustancia omnisciente y omnipotente; — ser justo, que consiste en amar a todos los seres; — amar, que supone deleitarse en la dicha de otro; — deleitarse, que equivale a una sensación de la armonía; — armonía, que es la diversidad compensada por la identidad, o la semejanza en la

variedad. Si toda dicha es armónica, si toda armonía es conocida por Dios, si toda conciencia

de armonía es deleitable, si Dios no puede menos que amar a todos los hombres: Dios es justo. De esta manera se demuestra la promesa bíblica de que Dios quiere salvar a todos los hombres.

Sin embargo, se objeta a esto que Judas se condenó por el pecado de odio hacia su Creador. ¿Es posible conciliar esta pérdida con la promesa de la Escritura? En realidad, nada tiene lugar sin razón. Y subiendo, de causa en causa, hasta la razón última Dios, resultaría que Dios ha querido el pecado y aun es el autor del mismo.

Sin duda, se responde, Dios es la «causa física» del pecado, porque toda existencia procede de él. Pero de ello no se deduce que de su existencia necesaria se sigan necesa-riamente todas y cada una de las existencias. También aquí nos conviene, ante todo, razonar sobre definiciones claras y estrictas:

— necesario, es aquello cuyo opuesto implica contradicción; — contingente, lo no-necesario; — posible, lo que no implica la necesidad de su existencia; — imposible, lo que no es posible; — querer, deleitarse en la existencia de algo; — no querer, deleitarse en la no-existencia de algo; — permitir, saber sin querer ni no-querer; — ser autor, ser voluntariamente la razón de algo. De estas definiciones se infiere que establecer una existencia contingente a partir de

la existencia necesaria de Dios no es en absoluto más contradictorio que ir a parar lógi-camente a una conclusión particular a partir de premisas universales, cosa perfectamente legítima. Y sobre todo, se deduce de ellas la distinción entre necesidad bruta y necesi-dad hipotética. La condenación de Judas es solamente de una necesidad hipotética.

En otras palabras: Dios puede muy bien ser la «causa física» del pecado —nos gus-taría oírle especificar una «causa física» remota e indirecta—, pero en modo alguno una «causa moral». Dios ha escogido el mejor de los mundos posibles que le presentaba su entendimiento. La razón última de las cosas, el principio de la armonía, reside en este entendimiento cuya verdad eterna no depende en nada de la voluntad divina. Lo que depende de esta voluntad es la elección; y Dios elige lo mejor. Él no quiere el mal o el

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pecado; lo permite porque la armonía universal es inseparable de él, de la misma mane-ra que, en la pintura, la luz es evidenciada por la sombra, o bien, en la música, la conso-nancia general es puesta más en relieve por medio de las disonancias. Por tanto, si no

quiere el mal o el pecado, no puede ser el autor del mismo. Y, con ello, queda a salvo la justicia de Dios, queda reivindicada su bondad.

8. Hay que poner a salvo ahora la libertad humana: es el cometido de la segunda

parte del diálogo. Se ha dicho ya que nada tiene lugar sin razón. También, por tanto, todo querer ha de

tener la suya. Este principio parece implicar que ninguna voluntad es libre. Definamos la libertad como espontaneidad —poder o potencia— y elección —saber—. Esta defini-ción excluye la libertad de indiferencia, pues la elección tiene siempre una razón, y de-muestra que todo pecado es un error debido a una falta de atención. Pero, al ser la Gra-cia una como llamada de atención, se puede decir que el pecador rehúsa la Gracia por maldad.

Todo esto, empero, parece llevar a una objeción realmente dura, pues parece que, en tal caso, el pecador tendría un cierto derecho a quejarse de haber nacido malo. No, no es así. Porque, en toda justicia, no se asciende a la causa de la mala voluntad. Dado que la voluntad es libre, que el pecador ha sido prevenido, que sólo de él depende cambiar su mala voluntad. Por eso también, en sentido jurídico, nunca está condenado, sino que sigue siendo siempre condenable: lo cual es otra manera de recordar que sigue siendo libre. Ahora bien, lo que ocurre es que el condenado, lejos de cambiar, se complace en su mala voluntad; mejor aún: en su dolor. Y no cesa de condenarse libremente a sí mis-mo, reproduciendo infinitamente a cada momento su condenación, de la misma manera que el bienaventurado, el elegido, no cesa, por su amor a Dios, de hacerse más y más dichoso libremente, acreciendo a cada momento hasta el infinito su felicidad. Por consi-guiente, después de conciliado el pecado con la justicia divina, queda con esto concilia-do con la libertad humana.

9. No obstante —tercera parte del diálogo—, queda pendiente un ulterior y grave

problema: el de por qué razón unas almas aman a Dios y otras lo odian. ¿Está predesti-nado que así sea?

La razón de este hecho está en que unas comprenden la belleza de la armonía uni-versal: dichosas de ver cómo ha sido el pasado, y esforzándose por hacer el futuro lo mejor posible, se enfrentan llenas de contento con la hora de la muerte terrena. Las otras, por el contrario, negándose a reconocer la belleza de la armonía universal, se in-dignan contra Dios, abandonan este mundo llenas de odio, y se obstinan en condenarse, testarudez diabólica que Leibniz ejemplifica con el apólogo del ermitaño y Belzebuth.

Dios podría, en absoluto, evitar la condenación de algunos. Pero esto implicaría haber sido elegida por su parte otra serie distinta, otra totalidad de armonía mundana, que no sería ya la mejor, supuesto que la mejor es la elegida. La serie esta, este mundo, es el mejor posible «a posteriori» por el mero hecho de haber sido elegido por Dios, y «a priori» porque, supuesto que la armonía es la causa final que mueve al espíritu, la más perfecta armonía tiene que ser la causa final que mueva al espíritu más perfecto. Sólo que esta armonía, por mor de la contingencia —del «malum metaphysicum»—, no puede ser la más perfecta absolutamente, sino la más perfecta dentro de lo posible.

En este nivel del problema, Leibniz nos hace dar aún un paso más: se nos puede preguntar, en efecto, por qué el orden del mundo tiene que implicar que esta alma se condene con preferencia a esta otra. La respuesta es fácil, dice Leibniz: de otra manera no sería esta alma. Y en la solución queda implicado el problema de la individuación.

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Toda alma está situada en este orden mundano, es decir, está individuada por el lugar y el tiempo que determinan su historia. Por ello, quejarse de no haber nacido en otras cir-cunstancias resulta algo contradictorio y es pedir lo imposible.

Sólo hasta aquí puede llegar el filósofo. Al teólogo es a quien corresponde proseguir basándose en las verdades reveladas: éste será el tema de otro diálogo.

10. Al enfrentarnos con el pensamiento de un filósofo como Leibniz, en continua

evolución, hemos de reseñar las aportaciones de la obra en el pensamiento total del au-tor, antes de presentar, como término de comparación para la situación de la misma obra, una breve síntesis del pensamiento final del filósofo.

El gusto o la afición al formalismo no es algo totalmente nuevo en el autor, aunque siempre se va perfilando más y más, y adquiriendo una mayor consistencia. El método más sublime es el de la deducción a partir de los primeros principios. Estos principios son las definiciones. Y la forma del razonamiento procede de la silogística, la teología natural y la jurisprudencia.

Esta es la «forma» del razonamiento, un rasgo prácticamente constante en Leibniz. No ocurre así con el modelo de «certeza» que comienza a mostrar matices nuevos en el momento en que el filósofo emprende su iniciación en las matemáticas. Esta iniciación es para él una confirmación del valor de los signos y de las fórmulas: la característica-combinatoria. Por la forma en que la Confessio philosophi deduce analíticamente sus consecuencias a partir de las definiciones, se adivina de qué manera demostrará analíti-camente el matemático que dos más dos son cuatro. Un detalle significativo, en esta misma dirección, es el uso nuevo de la palabra «serie» para designar la sucesión o se-cuencia del universo y ello con tanto rigor matemático que cambiar la serie de este uni-verso equivaldría a cambiar la razón generadora del mismo, Dios.

Al mismo tiempo, el principio de razón suficiente recibe una formulación más lógi-ca. La Confessio naturae, en 1668, se limitaba a decir: hay que dar razón del mecani-cismo —Ed. Gerhardt, IV, 107—. La Theoria motus abstracti, 1671, dice: si Euclides puede contentarse con el axioma «el todo es mayor que la parte», la teoría del movi-miento exige el principio más elevado —«nobilissimum»—: «Nihil est sine ratione», que hace intervenir en el movimiento una elección; y lo mismo ocurre «in scientia civi-li» —ibíd., 232—. Y el pequeño Ensayo sobre la omnipotencia y la omnisciencia de

Dios y sobre la libertad del hombre designaba a Dios como el origen último de todas las cosas, la razón en virtud de la cual existe alguna cosa con preferencia a nada, y de esta manera con preferencia a otra —Ed. Acad. Prus., t. IV, 1, página 544—.

En nuestro diálogo la fórmula se repite, pero con mayor precisión y rigor aún: la ra-zón suficiente es el conjunto de los requisitos de la existencia. Tres años más tarde, 1676, irá a parar a la formulación del principio de continuidad —Grua, Textes inédits,

258—. Sin embargo, parece que, de tomar más estrictamente el principio de razón suficien-

te, se corre el riesgo de caer en el más absoluto y total determinismo. Hay que conside-rar ahora con la mayor atención la distinción, hasta hace poco menospreciada, entre necesidad bruta y necesidad hipotética. Por eso esta otra novedad de la Confessio philo-

sophi de definir «permittere est nec velle, nec nolle, et tamen scire». El entendimiento supremo en que reina la necesidad lógica no es la voluntad que elige lo mejor. La infali-bilidad de la presciencia divina, privilegio del entendimiento puro, no supone una coac-ción por parte de la voluntad divina. No obstante, si bien aquí se enuncia ya la solución del problema, la demostración no es aún perfecta; se perfeccionará al mismo tiempo que se logre una respuesta más adecuada a las dificultades de la individuación.

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La tesis De principio individui, de 1663, se había pronunciado a la vez contra Santo Tomás y contra Duns Scoto: todo ser resulta individuo por su entidad entera. La Confes-

sio philosophi individualiza por medio del lugar y del tiempo. Esto se basa en que, para Leibniz, el espacio y el tiempo conservan un valor sustancial. Pero, merced a la influen-cia de los descubrimientos llevados a cabo en las matemáticas y en la dinámica, no ex-presarán ya más que un orden de coexistencia y de sucesión. El mismo año en que en-uncia el principio de continuidad, en 1676, el primero de abril, Leibniz advierte que los posibles singulares —los indiscernibles— no pueden ser concebidos «nisi intellecto ordine universi» —Meditatio de principio individui. Elementa philosophiae arcanae...,

Ed. Gerhardt, 69—. Todo ser resulta, pues, individuado por su orden en el universo. 11. En resumen, pues, los puntos capitales que inmediata o subsidiariamente toca el

diálogo pueden concretarse en los siguientes: conciliación de la justicia de Dios con la existencia del pecado y el mal; existencia de la libertad humana; predestinación; princi-pio de razón suficiente; concepción optimista del mundo e individuación. Acerca de cada uno de estos puntos propusimos esbozar, al final de esta nota, lo que podríamos llamar el pensamiento definitivo del filósofo. Antes, sin embargo, de entrar en este bre-ve análisis, creemos ha de ser útil y orientadora una sumaria cronología de las obras más importantes para la determinación de su filosofía.

Hemos dicho que la Confessio philosophi es de 1673. En 1686 aparece el Discours

de métaphysique. El Systéme nouveau de la nature et de la communication des substan-

ces, aussi bien que de l'union qu'il y a entre l'âme et le corps es de 1695. Los Nouveaux

essais sur l'entendement humain, respondiendo al Ensayo de Locke, son de 1704. Los Essais de théodicée, escritos a ruegos de la reina de Prusia, son de 1710. La Monadolo-

gía aparece en 1714. Y en el mismo año se escribe la obra Principes de la nature et de

la grâce fondés en raison, si bien la publicación de este tratado fue póstuma. Nuestro diálogo se encuentra, pues, a trece años de distancia aún de la primera de

las grandes obras leibnizianas. Lógicamente, dentro del pensamiento total de Leibniz, las ideas de la Confessio philosophi tienen a veces un carácter de provisionalidad toda-vía. Veamos a qué fueron a parar en sus últimos años.

12. Leibniz no podía negar la existencia real del mal, en sus formas física y moral.

Pero no puede hacer descansar este mal en una voluntad suprema antecedente y prede-terminante. Éste es precisamente el tema central de su Teodicea, una verdadera justifi-cación de Dios frente al mal que se da en el mundo.

Leibniz —Théod., I, 21— distingue tres clases de mal: «metaphysicum, physicum y morale».

El primero consiste simplemente en la imperfección inherente a todo ser creado. Es-ta imperfección es anterior a todo pecado; pero no es consecuencia, como quisieron los antiguos, de la materia, sino de la finitud de lo creado. Dios, el Ser Perfecto, no puede crear otros dioses: la criatura, en virtud de su mismo ser, es imperfecta y limitada. Este mal metafísico lo situó Leibniz en las verdades eternas existentes en la mente divina, que es donde hay que buscar la fuente de todas las cosas, buenas y malas. «Esta región es, por así decir, la razón ideal del mal lo mismo que del bien»; aunque añade en segui-da: «pero hablando con propiedad, lo formal del mal no tiene causa eficiente, porque consiste en la privación, como veremos, es decir, en aquello que la causa eficiente ha dejado de hacer. Por ello los escolásticos suelen llamar a la causa del mal causa defi-ciente» —Théod., I, 20—.

El mal físico, por su parte, consiste en el dolor, en esa forma de mal que atormenta más sensiblemente a muchos hombres. A la pregunta clásica «¿Si Deus est, unde ma-

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lum?», da él una doble respuesta. Por una parte, Dios no quiere de un modo absoluto e incondicionado este mal físico, sino que lo quiere «muchas veces como un castigo debi-do a la culpa, y muchas veces también como un medio adecuado para un fin determina-do, por ejemplo, para impedir mayores males o para obtener mayores bienes» —Théod.,

1, 23—. Dice incluso que es «permitido» por Dios, porque lo requiere así la armonía del universo. «Y como esta región inmensa de las verdades eternas contiene todas las posi-bilidades, es preciso que haya una infinidad de mundos posibles, que entre el mal en muchos de ellos y que, aun el mejor de todos ellos, contenga su porción de mal» —o. c, I, 21—. Refuta explícitamente la opinión de que no puede ser óptima la resolución del que crea algo en que se contiene el mal, si le fue posible crear excluyendo el mal o si pudo abstenerse de crear. Responde primero que tal proposición no está demostrada, y en segundo lugar que un mal puede ir acompañado de un bien mayor, y entonces la im-perfección de una parte se explica a la luz de la mayor perfección del todo.

Finalmente, el mal moral consiste en el pecado. Que sólo es permitido por Dios co-mo «conditio sine qua non» del bien, pero no en virtud del principio de lo necesario, sino de la «lex melioris». Dios está esencialmente forzado a la elección de lo mejor: por ello crea al hombre libre, pues, de lo contrario, éste no podría realizar el bien moral. Tiene, pues, que permitir el mal como precio, por así decirlo, de la libertad dada al hombre —Théod., I, 25 y Prefacio—. Dios no es, pues, culpable del pecado, sino el que libremente lo elige. El que abusa de la libertad que se le dio para elegir meritoriamente el bien.

13. El problema de la libertad humana adquiere mayores dimensiones en el pensa-miento ulterior de Leibniz. Sobre todo a la luz de la monadología y la teoría de la armo-nía preestablecida. Y ambas concepciones se hallan a lo más de un modo muy liminar en nuestro diálogo, en que la libertad tiene que explicarse a lo más frente a una pres-ciencia divina, que no es predestinación.

No obstante, en la forma en que Leibniz une la libertad y la necesidad no cabe nin-guna contradicción. En este punto no hace sino reiterar más y más su firme posición de siempre frente a la concepción mecanicista y la concepción metafísica del mundo. «Las almas obran por apetencias, fines y medios, según las leyes de las causas finales». Toda mónada particular —cada individuo personal en nuestro tema concreto de la libertad—, es realmente una «fuerza primitiva», que obra siempre espontáneamente, que no expe-rimenta jamás una fuerza coactiva de fuera, sino que despliega vitalmente, «de un modo originario», su propia sustancialidad. Por ello es siempre libre.

Si, por otra parte, la mónada «no tiene ventanas», no se comunica con el exterior, sino que lo es de alguna manera todo en sí misma, tiene en ello campo para la libre elección, que es la otra característica que ya nuestro diálogo exige para la libertad. De esta manera queda a salvo la libertad dentro del campo de la armonía preestablecida, la armonía del mundo mejor elegido por Dios.

14. Hemos visto ya varias de las primeras formulaciones que adquirió en el primer

Leibniz el principio de razón suficiente. Esta especie de vacilación en su formulación persiste en las últimas obras del filósofo. La Teodicea —II, 44— lo expresa así: «jamás ocurre algo sin que haya una causa o al menos una razón determinante, es decir, algo que pueda servir para dar razón a priori de por qué esto es existente y por qué es exis-tente de esta manera más bien que no de ninguna otra manera». La Monadología —párrafos 31 y 32—, por su parte, dice: «Nuestros razonamientos están fundados en dos grandes principios: el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que implica esa contradicción, y verdadero lo que es opuesto o contradictorio a lo falso; y el de la

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razón suficiente, en virtud del cual consideramos que ningún hecho podría hallarse ser verdadero o existente, ningún enunciado verdadero, sin que haya una razón suficiente por la que ello sea así y no de otra manera, si bien estas razones las más de las veces no nos puedan ser conocidas».

Por una parte, pues, el principio de razón suficiente se nos aparece como un princi-pio «lógico»: en toda verdad no conocida por sí misma, es decir, en toda verdad tan sólo de hecho, se necesita una razón que la «funde», pues nada se funda en la nada; es decir, todo predicado, si se apura suficientemente el análisis —cosa que en absoluto sólo es posible a un entendimiento infinito— puede demostrarse idéntico con el sujeto. En esta identidad consiste la razón suficiente, de forma que en este sentido el principio de razón suficiente coincide con el de contradicción.

Puede, por otra parte, haber también en dicho principio un significado «real-ontológico»: con él Leibniz quiere decir que toda esencia es fundamento del ser en el sentido de que toda esencia posible tiende a la existencia: «omne possibile exigit sua natura existentiam pro ratione possibilitatis seu pro essentiae gradu».

Finalmente, el principio de razón suficiente tiene un valor «teológico-teleológico», que quiere simplemente decir que Dios es la razón suficiente del mundo realmente exis-tente, pero llegando a Dios a través del planteamiento del problema de la razón suficien-te de las cosas —ver Monadología, párrafos 36-39—. Y aun podría añadirse a este prin-cipio un sentido y alcance «empireológico», que afecta al mundo de la pura facticidad y tiene la misión de explicar los juicios de existencia como tales, por ejemplo, por el fin sólo a posteriori cognoscible y demostrable.

Ahora bien, ¿pueden todos estos sentidos entretejerse realmente en un principio uni-tario? Sí, si tenemos en cuenta que Leibniz es fundamentalmente ideal-realista. No pue-de admitirlo así una mentalidad simplemente empirista, para la que hay un divorcio completo entre esencia metafísica y existencia real. La distinción que el ideal-realismo admite entre esencia y existencia es de un orden muy distinto. La esencia no es en este caso un «puro ente de razón», fabricado por la mente a partir de la experiencia, sino que es una auténtica razón, un fundamento ontológico anterior en algún modo a la existen-cia, a la que posibilitan y a la que dan sentido. El principio de Leibniz de que lo esencial tiene cierta tendencia a la existencia, explica esa posición suya de ideal-realismo. Y con ello adquiere pleno sentido el principio de razón suficiente, ya que para Leibniz lo ideal-esencial es el núcleo ontológico de lo existencial-real. Para él el principio tiene un sen-tido complexivamente real-ontológico. Y ello le da al mismo tiempo una dimensión teológica y teleológica, ya que, para la metafísica clásica también, lo teológico es una prolongación de lo ontológico, y porque el concepto de esencia ha tenido tradicional-mente un sentido finalista y teleológico.

15. Esto supuesto, el otro principio leibniziano de la «lex melioris», fundamento de

su «Optimismo», viene a coincidir realmente, aunque no conceptualmente, con el prin-cipio de razón suficiente. La «lex melioris» nos dice que, de entre los infinitos mundos posibles, Dios ha elegido y realizado el mejor. Su voluntad tuvo que determinarse por el mundo mejor, «pues, si no, no habría tenido Dios razón suficiente para crear un mundo» —Théod. III, 416—. Este optimismo, por otra parte, no coarta en nada la libertad divina, ya que es la suprema libertad el hecho de poder elegir lo mejor posible. El «no-poder elegir otro mundo» que la «lex melioris» impone a Dios, no es una coacción o limita-ción de su voluntad, sino una sublimación de su libre albedrío, un acto de servicio es-pontáneo y voluntario a su supremo y perfectísimo entendimiento.

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16. Finalmente, en el problema de la individuación, la filosofía de Leibniz da unos pasos adelante con su teoría de la mónada. Las mónadas son fuerzas primitivas con ser propio y actividad propia; no son simples momentos de una única sustancia que sólo ella es activa —Spinoza—. La fe en lo individual y en la auténtica pluralidad del ser es uno de los principios básicos del pensamiento leibniziano, ya desde sus comienzos mismos. No fue casual que éste fuera el tema de su primer escrito. Esto lo justifica Leibniz con su «principium indiscernibilium», que enuncia así: «es incluso necesario que cada mónada sea distinta de las demás, porque no se dan jamás en la naturaleza dos seres que sean perfectamente el uno como el otro, y donde no sea posible encontrar una diferencia interna o fundada en una denominación intrínseca» —Monadología, párrafo 9—. La individualidad se funda, pues, ahora en «una diferencia interna o fundada en una denominación intrínseca». En el caso del hombre la misma experiencia se encarga de demostrar esto, ya que «nos enseña que somos algo particular, que piensa, que se da cuenta de sí y que quiere, y que nos distinguimos de otro que piensa y quiere otra cosa» —ver, por ejemplo, Discours de métaphysique, 34 s—.

17. Estas concisas aclaraciones a las ideas básicas del diálogo y su somera compara-

ción con el pensamiento final del autor pueden ser una buena ayuda para comprender y situar la obra que presentamos en esta colección.

Los dos manuscritos de este diálogo de Leibniz, llevan diversas observaciones mar-ginales que pretenden una ulterior aclaración del texto mismo por parte del autor. Hemos recogido en las Notas las principales de ellas, las que podían aportar más a esta ulterior clarificación de lo que se dice en la redacción primitiva de la obra.

En la preparación de la traducción, así como de las Notas y la Introducción, nos hemos basado fundamentalmente en la edición de Ivon Belaval, París, Librairie Philo-sophique J. Vrin, 1961, a quien debemos gran parte de los aciertos que pueda haber en esta presente edición.

FRANCISCO DE P. SAMARANCH

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LA PROFESIÓN DE FE DEL FILÓSOFO

EL TEÓLOGO CATEQUISTA.— Hace poco1 conversamos ya suficientemente, y aún más que suficientemente, acerca de la inmortalidad del alma y de la necesidad de un Ser que gobierne el mundo. Si continúas dándome satisfacción de esta manera, aligera-rás mucho la tarea de instruirte que he emprendido. Actualmente nos espera la espinosa cuestión de la justicia de Dios

2, ya que no se formula objeción más frecuente ni más especiosa contra la providencia que la falta de orden de las cosas. Yo deseo que los ele-mentos de esta cuestión los prepares y, por así decir, los pulas con ayuda de la recta razón, a fin de que, cuando yo te aporte la luz de las verdades reveladas, los espíritus sean tocados por un reflejo más puro de sus rayos.3

EL FILÓSOFO CATECÚMENO.— Acepto esta condición, ventajosa tanto para el uno como para el otro. Pero comienza ya a interrogar.

TEÓLOGO.— Así, pues, entremos en lo más íntimo del problema. ¿Crees que Dios

es justo? FILÓSOFO.— Así lo creo yo; más aún, lo sé. TEÓLOGO.— ¿Qué entiendes tú por Dios? FILÓSOFO.— Una sustancia omnisciente y omnipotente.4 TEÓLOGO.— ¿Qué es ser justo? FILÓSOFO.— Es justo el que ama a todos los hombres. TEÓLOGO.— Y ¿qué es amar? FILÓSOFO.— Deleitarse en la felicidad de otro.5 TEÓLOGO.— Y ¿qué es deleitarse? FILÓSOFO.— Sentir la armonía.6 TEÓLOGO.— Y ¿qué es, finalmente, la armonía? FILÓSOFO.— La semejanza en la variedad, o bien la diversidad compensada por la

identidad.7

1 Leibniz nos remite probablemente a la Confessio naturae contra atheistas, escrita en los primeros meses del año 1668, y publicada, con errores, sin saberlo Leibniz, en 1669 por Theoph. Spitzel: De atheismo

erradicando... Ver E. Ravier: Bibliographie des oeuvres de Leibniz (París, 1937, n.° 254). 2 Estas palabras llevan un doble subrayado en el manuscrito. 3 La metáfora reaparece más adelante. Se encuentra de nuevo, más desarrollada, en el Dialogus inter

theologum et scepticum misosophum —Grua, Textes inédits de Leibniz, pág. 18—. Mientras que la teolo-gía trata del concurso sobrenatural, la teología natural tiene como objeto, según Leibniz, explicar «con-forme a la Escritura», la justicia divina, la libertad humana, el destino —«fatum»—, el principio del mal, la causa y la transmisión del pecado, la corrupción humana, el origen del alma, la diferencia entre los hombres y el principio de individuación en los mismos, la razón de la elección, y la demostración de la «posibilidad de los Misterios —Transubstanciación, Trinidad—». A consecuencia del pecado, no pode-mos contemplar a Dios directamente. Lo mismo que el sol, al que no podemos mirar más que a través de una lámina de oro o de un cristal de color. La Sagrada Escritura es como esa lámina de oro o ese cristal de color. Podemos razonar sobre las enseñanzas escriturísticas. Tan sólo deberíamos dejar de razonar si Dios dejara de ser sabio o el hombre de ser razonable e inteligente. Nuestro derecho a establecer una teología «positiva» lo funda Leibniz en la creencia de que Dios no ha instituido el principio de no-contradicción, sino que este principio increado es el principio de todas las cosas. Su posición es, pues, antitética a la de Descartes, que se refugiaba en una teología «negativa». 4 Los atributos divinos los resume Leibniz, igual que Malebranche, en el poder y la sabiduría; a veces en lugar de ésta aparece la bondad, pero el sentido que ésta tiene en tales casos coincide con el de sabiduría-prudencia. 5 Esta definición del amor es constante desde Specimen demonstr. politicarum de 1669 —ver Textes iné-

dits, 10 y nota 17—. 6 En 1676 definirá el placer como «sentimiento de perfección». 7 La armonía, a veces usada en sentido de consonancia musical, se define con gran frecuencia como uni-dad, identidad o simplicidad de una muchedumbre, diversidad o variedad, a veces incluso entre contra-

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TEÓLOGO.— Supuesta tu definición, parece necesario que Dios, si es justo, ame a

todos, ¿no? FILÓSOFO.— Así es, ciertamente. TEÓLOGO.— Pero tú sabes bien que muchos niegan esto.8 FILÓSOFO.— Algunos grandes hombres lo negaron, pero también ellos mismos lo

afirmaron a veces, después de haber cambiado el sentido de las palabras.9 TEÓLOGO.— Más adelante volveremos tal vez sobre ello, pero por ahora siento un

deseo vehemente de ver qué argumento empleas. FILÓSOFO.— Lo tomaré de las respuestas que hemos admitido por mi parte y por

la tuya. ¿No hemos concedido que Dios es omnisciente? TEÓLOGO.— Y ¿qué entonces? FILÓSOFO.— No habrá, por consiguiente, armonía inherente a nada, si Él no tiene

de eso continua conciencia. TEÓLOGO.— Sea. FILÓSOFO.— Además, toda felicidad es armónica o bella.10 TEÓLOGO.— Lo confieso. FILÓSOFO.— Por mi parte lo voy a demostrar para que otros no lo nieguen. La fe-

licidad no pertenece sino a los espíritus. TEÓLOGO.— Exactamente, ya que nadie es feliz si no sabe que lo es. Ya conoces

aquel verso: «O fortunatos nimiun, bona si sua norint!»11 Todo ser consciente de su es-tado es una mente o espíritu. Luego, nadie es feliz a no ser el que es un espíritu.

FILÓSOFO.— Es una conclusión redonda. Ahora bien, sin duda que la felicidad es el estado del espíritu más agradable al espíritu, y nada es agradable al espíritu fuera de la armonía.

TEÓLOGO.— Exactamente, puesto que, como acabamos de admitir, deleitarse no es más que sentir la armonía.

FILÓSOFO.— Por tanto, la felicidad consistirá en un estado del espíritu lo más ar-mónico posible. La naturaleza del espíritu es pensar;12 la armonía del espíritu consistirá, pues, en pensar la armonía; y la máxima armonía o felicidad del espíritu consistirá en

la concentración de la armonía universal, es decir, de Dios, en el espíritu. TEÓLOGO.— Magnífico: pues con un mismo argumento queda demostrado que la

felicidad del espíritu y la contemplación de Dios no son más que una sola cosa. FILÓSOFO.— He cumplido, pues, lo que me había propuesto hacer: demostrar que

toda felicidad es armónica. TEÓLOGO.— Y ahora te ha llegado el momento de concluir tu prueba de que Dios

ama a todos. FILÓSOFO.— Dalo por hecho; si toda felicidad es armónica —según hemos de-

mostrado—, si toda armonía es conocida por Dios —según la definición de Dios— y si

rios, como disonancia y consonancia, sombra y luz, pecado y castigo, pero preferentemente por medio de una graduación continua. 8 Entre otros, después de haber cambiado el sentido de las palabras, San Agustín, Santo Tomás, y Ar-nauld, de quien tal vez el Teólogo es el portavoz. 9 A continuación se había escrito, pero tachado luego: «pero, ¿por medio de qué argumento me convences de esta sentencia negada por tantos otros?». 10 Textes indédits, 11, se dice: «Pulchrum est cuius contemplatio iucunda». Los conceptos de belleza y armonía casi se confunden o coinciden. 11 Virgilio, Geórgicas, II, 458. Nótese que en la cita las palabras «bona» y «sua» aparecen invertidas entre sí. 12 La definición es de apariencia cartesiana, pero Leibniz ha definido ya el cuerpo, en su Theoria motus

abstracti, 1671, como: «Corpus mens momentanea seu recordatione carens» —Leibniz, Philosophische

schriften, IV, 230, edic. Gerhardt—.

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todo sentimiento de armonía es deleite —según la definición de deleite—, se deduce de ello que toda felicidad es agradable a Dios. Luego —según la definición de amor dada un poco más arriba—, ama a todos los espíritus y por consiguiente —según la defini-ción de justo enunciada al comienzo— Dios es justo.

TEÓLOGO.— Poco falta para que te diga que lo has demostrado. Y estoy cierta-mente seguro de que ni siquiera ninguno de los que han negado la universalidad de la gracia se opondría a lo que has dicho, siempre y cuando entendiera las palabras en el sentido en que, sin apartarte en nada de la acepción corriente, las has empleado.

FILÓSOFO.— Esto es lo que yo creo puede deducirse de su propio pensamiento. Pues, cuando ellos añaden que Dios ama solamente a los elegidos, dan a entender sufi-cientemente que Él ama a los unos más que a los otros —pues elegir es esto— y que, por consiguiente, puesto que no todos podían salvarse —se demostraría por la armonía universal de las cosas, por la pintura que se distingue gracias a las sombras, por la con-sonancia que se hace sensible, gracias a las disonancias13—, otros, menos amados, han sido rechazados, no ciertamente porque Dios lo haya querido —porque Dios no quiere tampoco la muerte del pecador—, sino porque Él lo ha permitido, dado que la naturale-za de las cosas lo lleva así, consigo. Así, pues, cuando se dice que Dios ha amado al uno y ha odiado al otro, lo que se quiere decir es que lo ha amado menos y que por tanto, puesto que no todos podían ser elegidos, lo ha rechazado. Pues, de la misma manera que lo «menos bueno» se aparece a veces con el aspecto de lo malo, también así se puede decir, en el caso de la comparación establecida entre dos amores, que un «amor menor» se ha presentado con el aspecto del odio, aun cuando tal expresión resulte menos propia. En cuanto a la cuestión de por qué Dios puede amar a uno más que a otro, no es éste el lugar de definirlo.

TEÓLOGO.— Desde luego es mejor que veas de satisfacer, tan felizmente como lo hiciste, a las dificultades que surgen de ahí.

FILÓSOFO.— ¿Cuáles son, pues, estas dificultades? TEÓLOGO.— Escucha las principales. Si Dios se goza en la felicidad de todos,

¿por qué no los ha hecho felices a todos? Si los ama a todos, ¿cómo condena a tan gran número de ellos? Si es justo, ¿cómo se muestra hasta tal punto falto de equidad que, de una materia en todo igual, de un mismo barro hace vasos destinados los unos a un uso glorioso, y los otros a un uso vergonzoso? Y ¿cómo no es autor del pecado si, habién-dolo podido eliminar del mundo, conscientemente lo admitió o toleró? Más aún, ¿cómo no es autor del mismo, cuando lo ha creado todo de forma que el pecado fuera una con-secuencia de ello? Y ¿qué ocurre con la libertad o libre arbitrio una vez puesta la nece-sidad de pecar, y con la justicia del castigo una vez suprimido el libre arbitrio? ¿Qué sentido tienen los premios o recompensas, si sólo en virtud de la gracia han sido dife-renciados los unos de los otros? Finalmente, si Dios es la razón última de las cosas,14

¿qué podemos imputar a los hombres, qué a los demonios? FILÓSOFO.— Me abrumas con el número y con el peso de las dificultades a un

tiempo. TEÓLOGO.— Pues bien, procedamos más distintamente. ¿No me concedes, ante

todo, que nada se realiza sin razón?

13 Textes inédits, 271: «Quemadmodum Musicus non vult dissonantias per se, sed per accidens tantum...». 14 Dios es la razón última de las cosas: es decir, de su esencia por su Entendimiento y, al mismo tiempo, de su existencia por su Voluntad.

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FILÓSOFO.— Lo concedo15 hasta tal punto que creo que se puede demostrar que nunca existe ninguna cosa a la que no sea posible —al menos para un espíritu omnis-ciente— asignarle la razón suficiente de por qué es más bien que no-es y de por qué es de tal forma con preferencia a tal otra. El que niegue esto, destruye la distinción entre el mismo ser y el no-ser. La cosa, sea la que sea, que existe, tendrá sin duda todos sus re-quisitos16 para existir; ahora bien, todos los requisitos para existir tomados globalmente son la razón suficiente de existir; por tanto, todo lo que existe tiene una razón suficiente de existir.

TEÓLOGO.— No tengo nada que oponer a esta demostración, más aún, a esta opi-nión y forma de conducirse del género humano. Pues todos los hombres, cuando perci-ben alguna cosa, sobre todo si esta cosa es insólita, preguntan el «porqué», es decir, cuál es la causa de ello, bien sea eficiente, bien, si el autor es un ser racional, final. De aquí viene la expresión «cuidado» y «curiosidad»,17 como «inquirir» viene de «quién» o «cuáles». Y una vez que han dado razón de ella, si tienen la posibilidad de ello o si les parece que la cuestión vale la pena, buscan la razón de la razón hasta que van a parar, si son filósofos, a una causa clara que sea necesaria, es decir, que sea por sí misma su ra-zón, y si son gentes de vulgo, hasta que llegan a una causa vulgar y que les sea ya fami-liar, en la que se detienen.

FILÓSOFO.— Así es, realmente, y aun es necesario que así sea; de lo contrario, los fundamentos de las ciencias se tambalearían; pues, de la misma manera que el todo es

mayor que la parte es el principio de la aritmética y la geometría, ciencias de la canti-dad, así también nada tiene lugar sin razón es el fundamento de la física y la moral,18 ciencias de la cualidad,19 o lo que viene a ser lo mismo, ya que la cualidad no es nada más que la potencia de obrar o de padecer, ciencias de la acción, o sea, salta a la vista, del pensamiento y del movimiento. Y, sin duda tú mismo me lo confesarás, un teorema de física y de moral, aunque sea el más pequeño y el más fácil, no puede demostrarse más que admitiendo esta proposición; y la prueba de la existencia de Dios se apoya ex-clusivamente en ella.

TEÓLOGO.— ¿Me concedes, pues, que nada tiene lugar sin razón?

15 Algún comentarista cita esta respuesta del Filósofo como un signo de progreso del filósofo en la formu-lación del principio de razón suficiente, sobre todo respecto de la Confessio naturae, 1668, y la Theoria

motus abstracti, 1671: la composición del movimiento no obedece tan sólo al axioma de que «el todo es mayor que la parte», sino también al nobilísimo principio de razón suficiente que tiene como consecuen-cias que hay que cambiar lo menos posible, que hay que escoger el medio entre los contrarios, que hay que compensar toda sustracción por medio de una adición «multaque alia, quae in scientia quoque civili dominantur». 16 El término «requisito», que acabó por ser plenamente leibniziano, no equivale exactamente a condición en el texto. En Leibniz, opuscules et fragments inédits, de Couturat, pág. 471, lo define: «Requisitum est suspendens natura prius "vulgo causa sine qua non"». En Textes inédits, pág. 267: «Requisitum est sine quo res esse non potest, agregatum omnium requisitorum est causa plena rei». 17 Intraducible en castellano, so pena de tergiversar el sentido, esta etimología al estilo de Varrón: dice que de cur —¿por qué?— viene cura —cuidado o preocupación— y curiositas —curiosidad—. En cuan-to a «quaerere» —inquirir— los lingüistas no conocen su etimología. 18 Lo cual viene a reducirse, al parecer, a aplicar el principio de contradicción a las verdades necesarias, y el principio de razón suficiente a las verdades contingentes. Las vacilaciones de Leibniz, que somete al principio de razón unas veces sólo las verdades contingentes, otras veces todas las verdades, son solamen-te aparentes. 19 La cualidad no se refiere, pues, solamente a las «cualidades sensibles» en el sentido común de las pala-bras, sino también, en un sentido más amplio, al «sentimiento» —«sensus» significa a menudo «concien-cia»— que el pensamiento tiene de sí mismo. Por ejemplo, Nova methodus..., 1667, VI, 1, 286: «Circa hanc, igitur qualitatem sensibilem quae dicitur cogitatio versatur Logica, post metaphysicam nobilissima scientiarum».

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FILÓSOFO.— ¿Cómo no iba a concederlo, por mucho que no vea en absoluto a qué tiende la laboriosa confirmación de una proposición tan clara?

TEÓLOGO.— Espera un momento y verás mucho más aún qué embrollada cadena de dificultades va unida a esta proposición. He aquí, en efecto, un caso: Judas fue con-denado.

FILÓSOFO.— ¿Quién lo ignora? TEÓLOGO.— ¿No fue acaso con razón? FILÓSOFO.— No me preguntes lo que ya sabes te he concedido hace poco. TEÓLOGO.— ¿Y qué era esto? FILÓSOFO.— Creo que la razón fue la disposición de ánimo en que murió, a saber,

el odio contra Dios,20 en que él ardía al tiempo de morir, y en ello consiste la naturaleza

de la desesperación. Este odio es suficiente para la condenación. Pues, dado que, desde el momento de la muerte, mientras abandona el cuerpo, el alma21 no está ya abierta a nuevas sensaciones externas, se apoya tan sólo en sus últimos pensamientos, con los que no cambia nada, sino que agrava la disposición en que se hallaba en el momento de mo-rir; ahora bien, del odio contra Dios, es decir, contra el ser dotado de la suprema felici-dad, se sigue el mayor dolor, ya que el odio consiste en sufrir por la felicidad de aquel a quien se odia —de la misma manera que amar consiste en deleitarse en la felicidad del ser amado—, por consiguiente consiste en sufrir lo más posible por la más alta felici-dad. El mayor dolor es la miseria, es decir, la condenación.22 De donde, el que odia a

Dios en el momento de morir se condena a sí mismo. TEÓLOGO.— Pero ¿de dónde le viene el odio contra Dios, es decir, el deseo o la

voluntad de dañar a Dios? FILÓSOFO.— De nada más que de creerse él objeto de una malevolencia o un odio

de Dios respecto a él. Pues, de la misma manera que ha sido establecido por el secreto admirable de la providencia que Dios no pueda dañar más que a los que le temen ser-vilmente y lo suponen dispuesto a dañarlos,23 de la misma manera, por el contrario, el que cree firmemente haber sido elegido o amado por Dios, ese tal —porque ama firme-mente a Dios— se hace elegido.24

20 Este odio hacia Dios sólo es esencial al pecado mortal; el pecado venial, como se dirá más adelante, sólo se imputa a la imprudencia, error o ignorancia. 21 Junto a esto, en el margen, se encuentra la siguiente observación: «Objeción: esto es una suposición. ¿Por qué el alma no habría de poder percibir las condiciones de lugar en que se encuentra? Respuesta:

¿cómo podría hacerlo si no era por medio de los sentidos del cuerpo? Réplica: esto es también una supo-sición, pues ¿por qué no iba a poder representarse al mismo tiempo todos los pensamientos de su vida entera? Pero parece que se diga una cosa y se designe otra y, mejor aún, que no haya que aplicar a los últimos pensamientos más que esto: cuando este cuerpo, este algo extenso de que has hablado, se disuelve y cesa esta disposición del movimiento, todos los pensamientos cesan, a saber: cuando la combinación corporal se destruye, deja de haber opiniones. Pero ¿cuántas hipótesis no hay en este sistema? ¿Qué es esta manera de filosofar? Respuesta: esto es ergotizar contra la intención evidente del autor». 22 Así, pues, «miseria» y «condenación» son sinónimos. En los Nouveaux essais, II, XXI, 41-42, leere-mos: «La dicha y la miseria son nombres de los extremos cuyos últimos límites nos son desconocidos... Así la felicidad, tomada en toda su extensión, es el mayor placer de que podemos ser capaces, y la mise-ria, tomada en la misma forma, es el mayor dolor que podamos llegar a sentir». 23 En el margen del manuscrito se encuentra esta observación: «Objeción: también esto es una suposición, ya que, por el contrario, casi todos los hombres, en los orígenes de su conversión, temen a Dios servil-mente, lo presuponen o presumen dispuesto a causarles daño, al menos temporalmente, son llevados por este camino a una confianza realmente afianzada en su amor. Respuesta: los que temen a Dios servilmen-te no lo aman, y no están por tanto todavía en estado de gracia. No es, pues, en modo alguno por este camino por el que son conducidos a la salvación». 24 Hay aquí la siguiente observación marginal: «Para Lutero no se puede decir nada más apropiado que "por la fe sólo". Pero yo desearía demostrarlo filosóficamente. He visto, en efecto, creerse, de la manera más constante, elegidos hombres de mala vida que, aun cuando hubieran merecido estar en tal estado,

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TEÓLOGO.— ¿Por qué el condenado ha creído que Dios le quería mal? FILÓSOFO.— Porque se sabía rebelde, y porque creía que Dios era un tirano; por

creer que él había caído y que Dios no le había de perdonar; por creer que él era desdi-chado y que Dios era injusto.

TEÓLOGO.— Podrías decir más brevemente que él fue al mismo tiempo penitente

y desesperado.25 Pero ¿de dónde recibió su espíritu esta disposición de ánimo?

FILÓSOFO.— Veo que vas a estar preguntando sin fin; tuvo en sí la penitencia por-que tuvo conciencia de sí mismo, y la desesperación porque desconoció a Dios: sabía que él había pecado, creía que Dios lo iba a castigar; sabía, ya que Dios lo había dotado de un espíritu, que había pecado, porque esto era verdad. Había pecado al traicionar a su Maestro, ya que había podido y había querido hacerlo. El haber podido se lo concedió Dios. Y había querido, porque lo consideró bueno.

TEÓLOGO.— Pero ¿por qué creyó bueno lo que era malo? ¿Y por qué, asimismo, una vez descubierto su error, desesperó?

FILÓSOFO.— Hay que recurrir aquí a las causas de su opinión, ya que la desespe-ración es también una opinión. Toda opinión tiene dos causas: el temperamento del opi-nante y la forma en que está constituido el objeto de la opinión. No añado otra opinión preexistente, porque las opiniones primitivas se explican en resumidas cuentas por su objeto y por la disposición del alma o del cuerpo, el temperamento; es decir, por el esta-do de ánimo de la persona y por las circunstancias del suceso. Por este motivo no se puede dar la razón exacta de la opinión falsa en Judas, sin haber recorrido hacia atrás todos los estados de su alma, no modificada por los objetos, hasta llegar al temperamen-to inicial del momento de su nacimiento y sin haberlos expuesto.

TEÓLOGO.— Aquí te he cogido. El pecado procede de un poder y de una voluntad. El poder viene de Dios, la voluntad de la opinión; la opinión a su vez procede simultá-neamente del temperamento y del objeto, los cuales proceden ambos de Dios; por tanto, todos los requisitos del pecado provienen de Dios; y, por consiguiente, la última razón del pecado, como también de todas las demás cosas, y por tanto también de la condena-ción, es Dios.26 Ya ves qué es lo que se sigue del teorema aquel de que nada tiene lugar

sin razón. Realmente tú mismo has dicho que todas las cosas, tales como el pecado o también la condenación, que no son su propia razón de ser, deben ser reducidas a una razón, y a la razón de esta razón, hasta llevarlas al fin a lo que es razón de sí mismo, es

todo el mundo hubiera creído con justicia que estaban condenados. Respuesta: también aquí hay un equí-voco: nadie puede creerse realmente amado por Dios, si Dios no es amado por él. Añade a esto que no basta que uno se crea amado por Dios, si no se cree hasta este punto amado por Dios por amarle él a su vez». Al decir, pues, que el que se cree amado por Dios hace de sí un elegido, Leibniz piensa en Lutero. Dado que el sistema optimista se basa él mismo en un racionalismo, se comprende que Leibniz quiera demostrar filosóficamente la tesis luterana. 25 Grua, La justice humaine selon Leibniz, pág. 195, dice: «Judas es condenado por su desesperación, odio a Dios o temor servil, porque se cree odiado por Dios. Es penitente en el primitivo sentido luterano, por-que tiene conciencia de su pecado, y desespera». Con esto amor y contrición resultan solidarios. 26 Se encuentra aquí la siguiente observación marginal: «Objeción: pero, entre todos los requisitos necesa-rios para la condenación de Judas, si se admite en Judas, prevista por Dios, la libre voluntad de hacer traición (?), en el momento en que hubiera podido no traicionar o vender, el permiso de Dios concurre, a decir verdad, con los requisitos necesarios, pero la razón última será la libre voluntad, ella misma previs-ta, bien sea de la denuncia misma, bien sea de la negligencia por la que él no tuvo en cuenta la práctica de la mortificación prescrita por el Maestro a propósito de los principios de admisión, de donde la avaricia no corregida, reprobada por el Maestro, asociada a la venganza, ha dado lugar al fin a la denuncia. Res-

puesta: más bien el autor ha puesto, entre los requisitos, la voluntad, pero ha buscado los requisitos de su propia voluntad. Por eso es absurdo que la voluntad libre sea la razón última, puesto que la misma volun-tad libre tiene sus propios requisitos y porque no es en modo alguno un ser en sí o por sí».

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decir, el Ser por sí, Dios; y este razonamiento coincide con la demostración de la exis-tencia de Dios.

FILÓSOFO.— Me doy cuenta de la dificultad; y me voy a recoger un poco en mí mismo y tomaré aliento.

TEÓLOGO.— Ea, vamos ya, ¿lo encontraste por fin? Pues tu frente, de pronto sin arrugas, promete no sé qué de alegre y excitado.

FILÓSOFO.— Perdona esta pausa, que estimo no habrá sido desafortunada. Pues, por mi parte, si alguna vez la experiencia de hoy me ha hecho sentir una certeza, ésta es que, si uno se vuelve hacia Dios o, lo que es lo mismo, se aparta de las sensaciones y se recoge, y si uno tiende a la verdad mediante un movimiento sincero del alma, las tinie-blas se abren como bajo un golpe de luz imprevista y el camino se nos presenta en plena noche, a través de la espesa oscuridad.

TEÓLOGO.— Estas palabras son las de un hombre que ha dado en su blanco. FILÓSOFO.— Juzga tú si aporto algo. No puedo negar que Dios sea la razón última

de las cosas ni, por consiguiente, que lo sea también de la realización del pecado. TEÓLOGO.— Si concedes esto, lo has concedido todo. FILÓSOFO.— No vayas tan aprisa: no puedo, repito, no puedo negar, porque es

cierto, que una vez suprimido Dios, la serie entera de las cosas27 queda suprimida, y que una vez puesto Él, la serie queda establecida, y no puedo negar que con ello tenemos los seres que han sido o van a ser, los actos buenos o malos de estos seres y, por consi-guiente, en ellos mismos los pecados; y, sin embargo, niego que los pecados procedan de la voluntad divina.

TEÓLOGO.— Entonces pretendes que los pecados ocurran no porque Dios lo quie-re, sino porque Dios es.

FILÓSOFO.— Lo has captado perfectamente. Es decir: Dios, aun siendo la razón de los pecados, no es sin embargo el autor de ellos, y si me estuviera permitido hablar de forma escolástica, diría que la causa física última de los pecados, así como la de todas las criaturas, está en Dios, y la causa moral en el pecador.28 Esto es, en mi opinión, lo que pensaban los que dijeron que la sustancia del acto existía por Dios, pero no la ma-lignidad del mismo, aun cuando no pudieran explicar cómo la malignidad no era resul-tado del acto. Ellos hubieran dicho con mayor corrección: Dios proporciona todas las condiciones del pecado, salvo la voluntad y, por consiguiente, no peca. Pienso, pues, que los pecados son imputables no a la voluntad sino al entendimiento divino, o, lo que viene a ser lo mismo, a las famosas ideas eternas,29 es decir, a la naturaleza de las cosas para que nadie vaya a imaginar que hay dos principios de las cosas, unos dioses melli-zos enemigos, uno principio del bien y otro principio del mal.30

TEÓLOGO.— Esto que me dices es sorprendente. FILÓSOFO.— Pero haré de forma que reconozcas que es verdadero. Te daré un

ejemplo, a fin de que mi proposición resulte más clara y más fidedigna. El que tres ve-ces tres sean nueve, ¿a quién, te ruego, creemos hay que imputarlo? ¿Acaso a la volun-

27 El empleo del término serie, para explicar el encadenamiento de las cosas, se remonta a los estoicos. 28 Textes inédits, 308: Dios no es la causa del mal o del pecado, «etiamsi realitas physica in malo non posset non, ut alia Entia omnia, a Deo pendere». 29 Alude a la doctrina cartesiana de la creación de las verdades eternas, que Leibniz no dejará de criticar, ya que hace contradictoria la idea de voluntad y lleva al espinozismo. Las verdades matemáticas son de una necesidad absoluta, incluso para Dios. De donde, inmediatamente, a manera de ejemplo, una verdad aritmética: 3 por 3 son 9. Es en París, en el momento de escribirse este diálogo, cuando Leibniz demuestra —o cree demostrar—, contra Descartes, que no puede haber «un número mayor» y, por consiguiente, que el argumento ontológico no puede ser llevado a su conclusión, más que si primero se demuestra que la idea del Ser perfecto no es contradictoria. 30 Se refiere, como veremos un poco más adelante, a la doctrina de los maniqueos.

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tad divina? ¿Estableceremos nosotros que Dios ha decretado que, en un cuadro, la di-agonal sea inconmensurable con el lado?

TEÓLOGO.— Si somos sensatos, no creo hagamos tal cosa: pues, de lo contrario, no es posible comprender qué significan novenario y ternario, cuadrado, lado o diago-nal, ya que estos nombres no tendrán una realidad que les corresponda, como si dijéra-mos Blitiri o Vizlipuzli.

FILÓSOFO.— Así, pues, hay que atribuir estos teoremas a la naturaleza de las co-sas, es decir, a la idea de novenario y de cuadrado, y a aquello en que, desde toda la eternidad, subsisten las ideas de las cosas, el entendimiento divino. Es decir: Dios no ha producido estas ideas queriéndolas, sino pensándolas, y las ha pensado existiendo.31 Pues si Dios no existiera en absoluto, todo sería sencillamente imposible, y el novenario y el cuadrado seguirían la suerte común. Con esto puedes ver que hay cosas de las que Dios es la causa no por su voluntad sino por el hecho de su existencia.

TEÓLOGO.— Lo veo bien, pero espero con avidez y admiración saber bajo qué matices puede presentarse la comprensión de los pecados.

FILÓSOFO.— Vas a comprobar que no he hecho aquí una digresión baldía. En efecto, de la misma manera que el que tres veces tres sean nueve no se debe a la volun-tad sino a la existencia divina, así también hay que imputar a la misma causa que la pro-porción que hay entre tres y nueve sea la misma que hay entre cuatro y doce. Pues toda razón, proporción, analogía y proporcionalidad derivan, no de la voluntad, sino de la naturaleza de Dios o, lo que viene a ser lo mismo, de la idea de las cosas.

TEÓLOGO.— ¿Qué concluir entonces de ello? FILÓSOFO.— Si esto es así en la razón aritmética o en la proporcionalidad, tam-

bién lo será en la armonía y la discordancia. Porque éstas consisten en la razón identi-

dad-diversidad, pues la armonía es la unidad en la multiplicidad, y es mayor cuanto mayor es la multiplicidad; y, en especial, cuando se trata de elementos más numerosos aparentemente desordenados, y reducidos, imprevistamente, por una razón o relación admirable, a la mayor concordia o concordancia.

TEÓLOGO.— Por fin ahora veo adónde quieres ir a parar. A saber: los pecados se producen por la armonía universal de las cosas que lo lleva así consigo, que distingue la luz por medio de las tinieblas; ahora bien, la armonía universal existe no por la voluntad de Dios, sino por su entendimiento, por la idea, es decir, por la naturaleza de las cosas. Hay que contabilizar, pues, los pecados en el haber de la armonía universal, y por consi-guiente los pecados proceden no de la voluntad, sino de la existencia de Dios.

FILÓSOFO.— Lo has adivinado. Así es: el orden de las cosas exige que, una vez suprimidos los pecados, la serie total de las cosas hubiera sido completamente distinta. Suprimida o cambiada la serie de las cosas, también la razón última de las cosas, es de-cir, Dios, quedará suprimida y cambiada.32 Pues que de una misma razón, y precisamen-te de una razón suficiente y entera tal como lo es Dios para el universo, resulten conse-cuencias opuestas, es decir, que de la misma causa se sigan efectos distintos, es tan im-

31 Dios no ha creado las ideas que subsisten eternamente en su inteligencia: así, pues, en virtud de su existencia eterna, estas ideas están en Él eternamente. La voluntad divina sólo interviene para crear, es decir, producir fuera de sí, ciertas cosas cuya idea posee. E interviene también en la consideración de las diversas propiedades de la esencia. Aquí se preludia el tema, desarrollado más adelante, de la visión beatí-fica, que debe unir dos características en apariencia contradictorias, la eternidad de la intuición y un pro-greso hacia el infinito —sin el cual, por definición, faltaría la felicidad hasta el infinito— de la visión renovada. Por otra parte, al no haber creado Dios las verdades eternas, éstas son comunes a su entendi-miento y al nuestro: de ello se infiere que los principios de la justicia deben ser los mismos en el Cielo y en la Tierra. 32 Porque Dios no escoge una a una las cosas que hay que crear, ni mediante actos de voluntad separados, sino que lo hace por medio de un decreto único, que tiene por objeto el conjunto más armonioso.

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posible como que un mismo ser sea distinto de sí mismo. Pues, si a una misma cantidad se le añade y se le resta la misma cantidad, se obtiene la misma cantidad. Ahora bien, ¿qué otra cosa es el razonamiento sino la adición y la sustracción de los conceptos?33 Si alguien siguiera ofreciendo resistencia, la demostración capaz de vencer su testarudez está bien a punto. Designemos a Dios con la letra A, y con la letra B esta serie real de las cosas. Ahora bien, si Dios es la razón suficiente de las cosas, es decir el Ser por sí, y la causa primera, se sigue de ello que, puesto Dios, existe esta serie de cosas, de lo con-trario Dios no sería la razón suficiente de ella, y se tendría que añadir algún otro requisi-to, independiente de Dios, para conseguir que esta serie de cosas existiera. De ello se seguirían, conforme a la opinión de los Maniqueos, varios principios de las cosas y, o bien habría varios dioses, o bien Dios no sería el único ser por sí, hipótesis que supongo falsas, tanto la una como la otra. Es, pues, necesario establecer que, una vez supuesto Dios, se sigue de Él esta serie actual de cosas, y que por tanto es verdadera la siguiente proposición: si A es, también B será. Ahora bien, nos consta por las reglas lógicas del silogismo hipotético, que es posible efectuar la conversión, por contraposición, y que se puede inferir de ello: si B no es, tampoco A será. De ello, pues, se seguirá que, suprimi-da o cambiada esta serie de cosas, a saber, la que lleva consigo el pecado, Dios quedaría suprimido o cambiado, cosa que habría que demostrar. Así, pues, los pecados, com-prendidos todos en esta serie de las cosas, se deben a las ideas mismas de las cosas, es decir, a la existencia de Dios: al admitir y suponer la serie se los admite, al suprimirla se los suprime.

TEÓLOGO.— La demostración, lo confieso, es de un rigor inflexible34 y no podría ser atacada razonablemente por ningún mortal, como tampoco lo puede ser la demostra-ción de la existencia de Dios, que la acompaña. Pero tienes que examinar si no se sigue de ello por una parte que también todas las demás cosas, aun las buenas, deban referir-se, como los pecados, no a la voluntad de Dios sino a su naturaleza o, lo que viene a ser lo mismo, a la armonía de las cosas; y, por otra parte, que los pecados son necesarios.

FILÓSOFO.— Voy a dedicarme a responder a la primera objeción, a fin de que la segunda se caiga luego por sí misma. Digo, pues: ¿por qué Dios quiere las cosas?

35 No

es su voluntad lo que está en causa —pues nadie quiere porque quiere, sino porque cree que la cosa merece la pena—, sino la naturaleza de estas mismas cosas, a saber, la que se halla contenida en sus mismas Ideas, es decir, en la esencia de Dios. Pero, ¿por qué

Dios produce las cosas? Hay dos causas de ello —como las hay también siempre en las acciones de los demás espíritus—, a saber, porque lo quiere y lo puede hacer. Ahora bien, los pecados no se cuentan ni mucho menos entre las acciones que Dios quiere o realiza, pues sin duda, cuando se los considera uno a uno, es decir, por sí mismos, no se los ve buenos, sino que se hallan entre las acciones que Dios descubre intervienen, co-mo consecuencia, en el todo de la mejor armonía que él ha escogido, y porque, en la serie total de la armonía, su existencia es compensada por mayores bienes: por eso tole-ra, admite los pecados aunque los hubiera eliminado siempre que en absoluto hubiera sido posible hacerlo, es decir, siempre que hubiera sido posible escoger otra serie de cosas mejor sin ellos. Y hay que decir, no ya que permite, sino que quiere la serie entera y, al mismo tiempo, los pecados, no en cuanto considerados en sí mismos, independien-

33 Alusión a las teorías de Hobbes. 34 El texto dice literalmente: «de diamante» o «de acero». 35 En contra de lo que suele ocurrir a menudo en Descartes —ver nota 29—, para Leibniz toda voluntad es voluntad de algo; es decir: la voluntad se define, no como una potencia desnuda de libre arbitrio, sino como potencia de libre arbitrio en su relación de subordinación al entendimiento. Por consiguiente, la voluntad no puede ser más, según la tradición socrática, que tendencia a lo mejor. En este sentido la defi-nición de voluntad viene a unirse a la del amor.

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temente, sino tomados en la serie entera. Pues la armonía universal, la única que con su simple existencia deleita de manera absoluta a Dios, es la que se da no en las partes sino en la totalidad de la serie; todo lo demás, excepción hecha de los pecados, no deja de deleitar a Dios en cada una de sus partes diferenciadas. Y, sin embargo, la serie univer-sal no le iba a causar más deleite si los pecados estuvieran ausentes de ella; más aún, le causaría menos deleite, porque esta misma armonía del todo se hace deleitable precisa-mente en virtud de las disonancias interpuestas en ella, compensadas por una admirable proporción.

TEÓLOGO.— Tus principios me agradan mucho, pues, por medio de ellos, de-muestras suficientemente que Dios es la razón de todas las cosas existentes, sin que se deba decir que es el autor de ellas, excepto respecto de aquellas que, consideradas en sí mismas, repito, son buenas. Pero, volviendo con ello a la segunda objeción, examina ahora si no se infiere de esto que los pecados son necesarios. Pues, dado que la existen-cia de Dios es necesaria y que los pecados proceden de la existencia de Dios, es decir, de las ideas de las cosas, los pecados serán también necesarios. Pues todo lo que se si-gue de lo necesario es necesario.

FILÓSOFO.— Con este mismo argumento llegarías a la conclusión de que todo es necesario, incluso lo que yo digo y tú oyes, ya que también ello queda comprendido en la serie de las cosas y, en consecuencia, les quitarías la contingencia a las naturalezas de las cosas, contra la forma de hablar tradicional en todo el género humano.

TEÓLOGO.— ¿Y qué ocurriría si algún estoico, defensor de la fatalidad, te lo con-cediera?

FILÓSOFO.— Esto no se debe conceder, porque atenta contra el empleo común de los vocablos, si bien, añadiendo a ello una explicación, se podría ablandar la dureza de la expresión en el mismo sentido en que Cristo dijo: Conviene, es decir, es necesario, que lleguen los escándalos.

36 Ahora bien, sin duda alguna los escándalos son pecados.

Pues ¡ay de aquel por quien éstos vengan! Si, pues, los escándalos son necesarios, este «ay de aquel...», es decir, la condenación, será necesaria: pero en el lenguaje común hemos de evitar formular tales consecuencias. Pues no depende de nuestro arbitrio el forzar el sentido de las palabras en las cosas que se refieren a la vida, a fin que no se sigan de ello consecuencias duras y escandalosas al oído, que puedan turbar a las gentes que no están familiarizadas con un sentido menos corriente.

TEÓLOGO.— Pero ¿qué responderás a la objeción? FILÓSOFO.— ¿Qué si no que toda su dificultad procede de una tergiversación del

sentido de las palabras? De aquí el laberinto del que no se puede salir, de aquí la cala-midad que se cierne sobre nuestras ideas, porque las lenguas de todos los pueblos han tergiversado, por medio de un sofisma universal, en diversos sentidos las palabras nece-sidad, posibilidad e imposibilidad, voluntad, autor y otras de este género. No pienses que digo esto para yo, a mi vez, tergiversar el sentido de ellas: te daré una señal eviden-te de ello. Os basta con omitir estos nombres en todo este estudio —pues creo que, si estuvieran prohibidos por un edicto, los hombres podrían seguir expresando al espíritu su significado prescindiendo de ellos—. Cada vez que haya necesidad de ello, sustituid-los por sus significados, es decir, por sus definiciones,37 y te apuesto lo que quieras a que, por una especie de exorcismo ininterrumpido y como si se acercara una antorcha, todas las oscuridades desaparecen, y todos los espectros y los espantajos de las dificul-

36 Mateo XVIII, 7, escribe: «Necesse est enim ut veniant scandala»; y Lucas, XVII, 1: «Impossibile est ut non veniant scandala». Parece que Leibniz, al escribir «Oportet scandala evenire», quiera flexibilizar las expresiones bíblicas dándoles un sentido de necesidad hipotética. 37 La definición —más adelante la precisará como «enumeración de los requisitos»— tiene como misión poner remedio a la subjetividad de la intuición cartesiana por medio de un formalismo objetivo.

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tades se transforman en tenues vapores. Mira, ahí tienes un secreto no vulgar, y una fórmula para curar los errores, los abusos y los escándalos, una fórmula cual no te la prescribiría ni Valerius Cordus,38, ni Zwelfer ni otro autor alguno de ninguna farmaco-pea.39 Urbanus Regius40 escribió en cierta ocasión...41 acerca de las fórmulas

42 para

hablar con circunspección. Así, pues, casi todos los preceptos de este arte se encuentran en este único procedimiento que ha dado sus pruebas.

TEÓLOGO.— ¿Puede una cuestión tan grave solucionarse con un tan ligero esfuer-zo?

FILÓSOFO.— Mírame como a un oráculo. Hay con frecuencia palabras que nos molestan, torturan, muerden, irritan o enfurecen. Si yo te dijera: «Señor, conscientemen-te, afirmas en perjuicio mío una cosa que sabes es muy de otra manera», no creo te in-dignaras mucho, sino que tolerarías fácilmente esta libertad de tu interlocutor; en cam-bio, si yo me pusiera a gritar que mientes —por más que mentir no sea nada más que decir conscientemente una falsedad perjudicial o injusta—, Dios inmortal, ¿qué tempes-tad no provocarías? Lo mismo ocurre si uno dice: los pecados son necesarios, Dios es causa del pecado, Dios quiere que se condenen unos cuantos; ha sido imposible salvar a Judas y ciertamente irá al infierno. Sustituid esta manera de hablar por esta otra: puesto que Dios

43 es la razón última de las cosas, la razón suficiente del universo, y sin duda

de la razón supremamente racional del universo, se sigue lo que es conforme a la su-prema belleza, a la armonía universal suprema —ya que toda armonía universal es su-prema—, y puesto que la discordancia caótica entra como por encanto en el orden de la más exquisita armonía, puesto que la pintura de los objetos se hace distinguible por las sombras, puesto que la armonía debida a las disonancias se equilibra transformando las disonancias en consonancias —igual que de dos números impares se obtiene uno par—, y puesto que los pecados se infligen a sí mismos —cosa digna de ser tenida en cuenta— sus castigos: en consecuencia, una vez supuesto Dios, los pecados y los castigos de los pecados existen.44 Pero que esto suceda necesariamente, que Dios lo quiera, que Él sea

38 Valerius Cordus, cuyo verdadero nombre era Eberwein, nació el 18 de febrero de 1515 en Smitshausen —Hesse—, y murió el 25 de septiembre de 1554 en Roma. Fue un célebre botánico, conocido sobre todo por su comentario de las Dioscorides. Sus obras se publicaron en Strasbourg en 1569. 39 Johannes Zwelfer —1618-1668— escribió una Pharmacopeia regia seu dispensatorium novum, locu-

pletatum et absolutum, Augsbourg, 1653, contra la cual L. Schroecker publicó una Pharmacopeia augus-

tana restituta, sive examen animadversionum in dispensatorium augustanum. 40 Urbanus Regius o, mejor aún, Rhegius —1489-1541—, escribió unas cien obras, que fueron publicadas por su hijo, Ernst, en tres volúmenes en f.° de obras en latín —Nuremberg, 1561—, y 4 volúmenes de obras en alemán —Nuremberg, 1562; Francfort, 1577—. 41 Hay aquí un trozo de página roto en el manuscrito. 42 Acabamos de ver cómo Leibniz se apoya en la precisión de las descripciones o definiciones científicas —del botánico Cordus, del farmacólogo Zwelfer— para exigir, con Rhegius, una precisión semejante en teología. Esta exigencia no es peculiar de Leibniz: toda controversia, en especial jurídica o teológica, la exige; Malebranche la invocará en contra de las malas interpretaciones a las que puede prestarse el len-guaje figurado de la Biblia —Dios se «arrepintió», se «encolerizó», la fuerza «de su brazo»—; «pero estas expresiones, u otras semejantes, no están en modo alguno permitidas a los teólogos cuando deben hablar exactamente» —Tratado de la naturaleza y de la gracia, I, 11— . Esto dicho, a renglón seguido —13, 14—, Malebranche se pone a comparar a Dios con un obrero y a la Gracia con la lluvia. Nótese el mayor rigor formal que hay en Leibniz. Además, el arte de formular bien su pensamiento se identifica más y más en nuestro filósofo, con el arte de la característica combinatoria: «El arte de las combinacio-nes... significa en mí tanto como la ciencia de las formas o las fórmulas, o bien de las variaciones en ge-neral...». 43 Dos veces subrayado en los manuscritos. 44 Se encuentra aquí la siguiente observación marginal: «Objeción: pueden existir. Los que pueden ofrecer resistencia a su voluntad y le ofrecerán resistencia en acto serán, pues, obligados a sufrir el castigo de su desobediencia».

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el autor de ello, será una forma de expresarse imprudente, inoportuna, falsa, en atención al que habla, al que escucha y al que comprende.

TEÓLOGO.— Has descubierto en verdad el admirable secreto de salir de tantas di-ficultades y no hay motivo para obligarte a ir más adelante. Sin embargo, si ello es po-sible, demuestra con las palabras que retienes lo que has demostrado con las palabras que rechazas.

FILÓSOFO.— Lo demostraría, si estuviera en mis manos hacer que los hombres no se sirvan de las palabras de forma distinta a la que interesa al honor de Dios y a su pro-pia tranquilidad.

TEÓLOGO.— Inténtalo, sin embargo. FILÓSOFO.— Lo intentaré, pero con la condición de que todo lo que yo diga apro-

vechando términos que estamos muy lejos de poder dar a conocer por medio de un aná-lisis se considere, como si mediara un contrato, superfluo, en ningún modo obligatorio y capcioso.

TEÓLOGO.— Acepto la condición. FILÓSOFO.— Llamaré, pues, necesario a aquello cuyo opuesto implique contra-

dicción, es decir, que no pueda ser concebido con claridad.45 Por ejemplo: es necesario que tres veces tres sean nueve, pero no es necesario que yo hable o que yo peque.46 Yo puedo, en efecto, concebir que soy Yo sin concebirme hablando; pero concebir un tres veces tres que no sea nueve, es concebir un tres veces tres que no sea tres veces tres, lo cual implica una contradicción; y el proceso de numerar lo demuestra así, es decir, la reducción de los dos términos a la definición, o su reducción a unidades. Es contingente

lo que no es necesario. Es posible aquello para lo que no es necesario no ser. Es imposi-

ble lo que no es posible; o más brevemente: es posible lo que puede concebirse, es decir —para no emplear la palabra puede en la definición de lo posible—, lo que es con-cebido claramente por un espíritu atento o alerta. Imposible es lo que no es posible. Ne-

cesario, aquello cuyo opuesto es imposible. Contingente, aquello cuyo opuesto es posi-ble. Querer

47 es deleitarse en la existencia de algo. No-querer es dolerse de la existencia de algo, o bien deleitarse en su no-existencia. Permitir no es ni querer ni no-querer, y sin embargo saber.48 Ser autor es ser por propia voluntad la razón de otra cosa. Una vez establecidas así estas definiciones, me atrevería a afirmar que por mucho que retuerza las consecuencias, nadie podrá sacar nada que sea poco honroso para la justicia divina.

45 Pese a las apariencias, la fórmula no es cartesiana. La claridad se vincula a la posibilidad de una defini-ción no-contradictoria. En París, Leibniz elabora, contra Descartes, la crítica de la noción del «número más grande» —fines de 1672, en que acaba de enviar a Jean Gallois su Accessio ad arithmeticam infino-

torum, II, 1, 222 s.— que lo llevará, en 1678, a su doctrina de la definición real. 46 Aquí, la siguiente observación marginal: «Objeción: ¿de qué sirve que esto no me parezca necesario, si de hecho es necesario? Además, si se considera que a partir del objeto y del temperamento voy a estar necesariamente determinado a pecar, de conformidad con la idea de Dios, una cosa es pecar necesaria-mente porque Dios ha previsto que yo iba a escoger libremente el pecado, y otra cosa distinta es pecar porque, sin esta misma elección, he sido forzado a pecar. Respuesta: una cosa es lo necesario o la necesi-dad, y otra cosa distinta es lo cierto o la certeza que hay en los futuros previstos por Dios. Yo no estoy necesariamente determinado. Pero el que esta certeza nazca de la idea de Dios o de la presencia de Dios, ¿qué importancia tiene para la cuestión? Si la libertad repugna a la certeza, nada es libre, lo cual es absur-do». 47 Acerca de esta unión entre el amor y el querer, ver nota 5 y Textes inédits, 515. Precisamente porque la voluntad implica el amor, la voluntad divina es bondad. Junto a esta frase escribió Leibniz la siguiente observación marginal: «Objeción: como si los actos de voluntad no pudieran distinguirse de la percepción del placer y del dolor. Respuesta: si (el que hace la objeción) entendiera la naturaleza de la voluntad, confesaría que ella implica esta percepción». 48 Así, pues, la simple previsión no implica ninguna necesidad absoluta. Ni tampoco, por tanto, la deter-minación. Ni tampoco las causas e inclinaciones antecedentes. Siempre se trata tan sólo de necesidad hipotética.

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TEÓLOGO.— ¿Qué respondes, pues, al argumento propuesto más arriba: la exis-tencia de Dios es necesaria; de esta existencia se siguen los pecados comprendidos en la serie de las cosas; lo que se sigue de lo necesario es necesario; por tanto, los pecados son necesarios?

FILÓSOFO.— Respondo: es falso que todo lo que se sigue del ser por sí mismo ne-cesario, sea por sí mismo necesario. Ciertamente, consta que de proposiciones verdade-ras no se sigue más que la verdad; pero, puesto que de proposiciones puramente univer-sales puede seguirse una conclusión particular, como en el caso de los silogismos en Darapti y Felapton, ¿por qué del ser en sí necesario no se habría de seguir lo contingente o, de la hipótesis inversa, lo necesario? Pero yo concluiré mi demostración a partir de la noción misma de lo necesario. He definido, en efecto, lo necesario como aquello cuyo contrario es inconcebible; es, pues, preciso que la necesidad y la imposibilidad de las cosas no se busquen fuera de estas mismas cosas, sino en sus ideas, y hay que examinar si ellas son concebibles o, mejor aún, si implican contradicción; aquí, en efecto, no lla-mamos necesario más que a lo necesario por sí mismo, es decir, a lo que posee en sí la razón de su existencia y de su verdad, tales como son las verdades de la geometría. De entre las cosas existentes, sólo se sigue necesariamente Dios; todo lo demás que se si-gue de la serie de las cosas supuestas, es decir, de la armonía de las cosas, o de la exis-tencia de Dios, es por sí contingente y sólo hipotéticamente necesario, aun cuando no haya nada fortuito, puesto que todo fluye del destino, es decir, de una razón determinada de la providencia. Si, pues, la esencia de la cosa es concebible, siempre que sea clara y distintamente —por ejemplo, la especie de los animales imparipedes, y también animal

inmortal—49 hay que considerarla entonces como posible, aunque tal vez sea contraria a los existentes, a la armonía de las cosas, a la existencia de Dios, y aunque, por ello mismo, no haya lugar a que se encuentre nunca en el mundo, sino que esté destinada accidentalmente a seguir siendo imposible. Por eso se equivocan todos los que declaran absolutamente imposible, es decir, por sí mismo, todo aquello que no ha sido, ni es, ni será.

TEÓLOGO.— Sin embargo, ¿no es verdad acaso que todo lo que vaya a ser será ab-solutamente necesario, de la misma manera que todo lo que fue fue necesariamente y que lo que es es necesariamente?

FILÓSOFO.— Por el contrario, esto es falso, a no ser que se entienda que hay allí una reduplicación y que tu afirmación contiene una elipsis de estilo a la que los hombres se han acostumbrado para no decir dos veces la misma cosa. Pues tu afirmación signifi-ca: todo lo que es, es necesario, si es, que sea, o bien que todo lo que va a ser no es po-sible concebir, si tiene que ser, que no tenga que ser. Si se omite la reduplicación, la proposición es falsa. Pues lo que está destinado a producirse, puede uno sin embargo concebir que no se va a producir. Y uno puede, no obstante, concebir que se ha produci-do lo que no se ha producido. Es incluso una cualidad del poeta elegante el forjar imá-genes posibles aunque falsas. El Argenis de Barclay50 es posible, es decir, clara y distin-tamente imaginable, por más que sea segurísimo que nunca ha vivido y no creo que sea

49 Ivon Belaval —ed. J. Vrin, 1961, París— considera que este inciso no está en su lugar, porque los ejemplos que propone —animal imparípedo, animal inmortal— son ejemplos de nociones imposibles. No estamos de acuerdo con la observación, porque no comprendemos qué clase de imposibilidad encierran realmente en sí mismas estas nociones. En el primer caso no es concebible ninguna imposibilidad, ni intrínseca ni extrínseca; en el segundo tampoco, aunque la inmortalidad pudiera deberse tan sólo a un don preternatural. 50 John Barclay —1582-1621— publica un Satyricon en 1603. Peiresc, en 1622, le edita el Argenis, nove-la que debía inspirar el Telémaco. Según Guhrauer, Leibniz releía aún esta novela en su lecho de muerte.

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llamado a vivir, a no ser que uno se encuentre en esta herejía,51 la de estar convencido de que, en el transcurso infinito de los tiempos que quedan por venir, todos los posibles van a ser producidos un día, y de que no se puede soñar ninguna fábula que, aunque sea en una muy débil medida, no tenga que producirse algún día en el mundo. Aun conce-diendo esto, sigue no obstante en pie que el Argenida no ha sido imposible, por más que nunca haya existido. Los que piensan lo contrario tienen que eliminar necesariamente la distinción entre lo posible y lo verdadero, lo necesario y lo contingente, y, habiendo falseado el sentido de las palabras, se oponen al uso que de ellas hace el género humano. Así, pues, los pecados, condenaciones y el resto de la serie de cosas contingentes no son necesarias, por más que procedan de una causa necesaria, la existencia de Dios o la ar-monía de las cosas; ni tampoco es, por tanto, necesario lo que nunca tendrá lugar ni ha tenido lugar; o bien si de un suceso, sea el que sea, no se puede concebir que se combine con la armonía de las cosas, no puede simplemente ser concebido, es decir, es imposi-ble. De donde es evidente que no es imposible o —en términos escolásticos— que no encierra repugnancia en sus términos el que Judas se haya salvado, aun cuando sea ver-dadero, cierto, previsto, accidentalmente necesario o, lo que es lo mismo, consecuencia de la armonía de las cosas que nunca se ha de salvar.

TEÓLOGO.— Pero en todos los pueblos y en todas las lenguas se ha extendido y se ha enraizado por un equívoco universal el uso de llamar necesario a lo que se reconoce ser, haber sido o tener que ser, y de llamar imposible a lo contrario.

FILÓSOFO.— Pero esto en virtud de una elipsis de reduplicación, a la que, como he demostrado, le ocurre que, cuando uno tiene que decir dos veces la misma cosa, todo el mundo hace reverencia y se pliega a ella por lo molesto de las repeticiones.

TEÓLOGO.— Tal vez sea, pues, conveniente, partiendo de tus conclusiones, buscar la razón y la solución verdaderas del famoso sofisma perezoso52 proclamado en todos los lugares de la tierra, al que intentaron ya dar conclusión en la antigüedad los filóso-fos, y actualmente los mahometanos, por medio de una persuasión provechosa para sus jefes en medio de los peligros de la guerra y de la peste: es inútil resistir, no hay que

51 Esta herejía es, para Leibniz, la de Descartes cuando afirma que la materia puede tomar todas las for-mas de que es capaz, lo cual viene a ser lo mismo que la no exclusión de las formas incompartibles con la sabiduría de la Creación, es decir, la finalidad. En marzo del 1676, en París, Leibniz traduce abreviado el Fedón de Platón, del que retiene las palabras de Sócrates contra el mecanismo de Anaxágoras. En adelan-te se opondrá a Descartes, como Platón a Anaxágoras. Hacia el fin de su vida, en 1715, Leibniz meditará aún en la imposibilidad de esta herejía, a raíz de la hipótesis pitagórica del eterno retorno. 52 Desde 1671 —Textes inédits, 363— , Leibniz ataca el sofisma perezoso. La fuente es Cicerón, De fato,

XII, 28 s. Crisipo distinguía los hechos simples y los hechos solidarios —«copulata»—, pero «copulata res est et confatalis». Volveremos a encontrar en Leibniz esta idea de solidaridad —Clarke lo acusará de fatalismo—. Carnéades objeta a Crisipo la causalidad del movimiento voluntario, y Leibniz transpone el argumento mediante la presciencia de los actos libres. La solución que da Leibniz al sofisma perezoso consiste: a) en distinguir la necesidad bruta de la necesidad hipotética; b) y en incluir mi libre elección en la necesidad hipotética: «si está previsto que yo voy a hacer (la cosa prevista), está también previsto que yo haré lo que se precisa para ello, y si la cosa no se llega a realizar a causa de mi pereza, también mi misma pereza habrá sido prevista» —1677, Textes inédits, 363—. La aplicación a los mahometanos o turcos se debe, en gran parte, a los sucesos políticos: el proyecto de expedición a Egipto que Leibniz llevó a París había de apartar a la vez a Luis XIV de sus empresas en Europa y frenar el poderío turco. En la Cuarta respuesta a Clarke, 13 —Philosophische schriften, ed. Gerhardt, VII, 391— dice: «Hay un fatum mahometanum, un fatum stoicum y un fatum christianum. La fatalidad mahometana pretende que los efectos se producirían aun cuando uno evitara la causa, como si hubiera una necesidad absoluta. La fatali-dad estoica quiere que uno esté tranquilo: pues es forzoso tener paciencia, ya que no es posible rebelarse contra la secuencia de las cosas. Pero se admite también una fatalidad cristiana, un cierto destino de todas las cosas, regulado por la presencia de la providencia divina». Para Leibniz el «fatum Spinozanum» será asimilado al «fatum Mahometanum»; y Descartes será relacionado unas veces con Spinoza, otras con los estoicos.

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hacer nada, pues no se evita lo que es fatal; ni el que se impone trabajos y penalidades consigue lo que el cielo le niega, ni el perezoso puede impedir lo que el cielo le otorga.

FILÓSOFO.— Es exacto lo que dices, pues este argumento tan temible y que tanta fuerza ejerce en los espíritus es un sofisma que se apoya en esa elipsis de que hemos hablado, que se admite en orden a una hipótesis o que se presupone en beneficio de la misma existencia. Es verdad que todo lo que tiene que ser, será verdaderamente, pero no necesariamente,53

en virtud de una necesidad absoluta, es decir, sea lo que sea lo que

hagas o dejes de hacer. Pues el efecto no es necesario más que a partir de la hipótesis de la causa

TEÓLOGO.— Yo, por mi parte, suelo increpar de la siguiente manera a los que de-liran tan peligrosamente: si está escrito que no vas a evitar el mal, sería una necedad pretender evitarlo; pero también es posible que sea fatal tu necedad en el no procurar evitarlo; para nadie ha sido decretado el fin sin los medios, y estos medios son la dili-gencia o las ocasiones; hay que confiar tan sólo en la diligencia y celo, y hay que utili-zar solamente las ocasiones si se presentan. Pero, me dirás, es no obstante seguro que todo lo que Dios prevé, es decir, que todo lo que debe ser, será. Lo admito, pero eso no se hará sin contar con los medios y, la mayor parte de las veces, sin que pongas algo de tu parte, ya que la suerte se ofrece muy raras veces al que está durmiendo. Y las leyes se han escrito para los que están en vela. Así, pues, puesto que no es evidente para ti si lo que ha sido decidido te es favorable o contrario, obra en consecuencia como si te fuera favorable, o, dicho de otra manera, obra como si nada hubiera sido decidido, puesto que no puedes conformar tu acción a lo que es desconocido. Con lo cual, si tú llevas a cabo lo que te toca, todo lo que se produzca por obra del destino, es decir, en virtud de la ar-monía de las cosas, no os dañará en nada ante Dios. Toda la discusión sobre la prescien-cia, el destino, la predeterminación y el fin de la vida no sirve para nada a la hora de ordenar la vida. Pues poco más o menos hemos de hacerlo todo, aunque ni siquiera pen-semos en estas cosas: si alguien ama a Dios constantemente, hará ver constantemente en virtud de este mismo acto que ha sido predestinado desde la eternidad; podemos, pues estar predestinados, si lo queremos —y ¿qué más podemos pretender o exigir?—, aun-que el que queramos sea propio de la Gracia.

FILÓSOFO.— Nada más verdadero. ¡Ojalá los que discuten con nosotros llegaran a convencerse de ello!

TEÓLOGO.— Nos queda la cuestión de saber si Dios quiere o no quiere los peca-dos. En primer lugar, no parece que sea en virtud de su existencia que no quiera los pe-cados. Dios, en efecto, no sufre a causa de ninguna existencia, porque no puede sufrir en modo alguno. Luego tampoco puede sufrir por la existencia de los pecados. Pero de quien no sufre nada por la existencia de una cosa, tampoco se podría decir que no la quiera existente. Así, pues, hay que decir que Dios no quiere solamente lo que no existe en absoluto, pues se puede decir que la no-existencia de ello le es agradable. Aquello cuya no-existencia nos agrada, hemos de decir que no lo queremos, y ello en virtud de las mismas definiciones que acertadamente aportaste.

FILÓSOFO.— Tu conclusión es recta: de no pensar que los pecados existan por sí mismos, hay que decir que Dios no los quiere.54 Si existen porque la armonía de las co-sas lo implica así, hay que decir entonces que Dios los permite, es decir, que ni los quie-re ni deja de quererlos.55

53 Dos veces subrayado en el manuscrito. 54 Esto se ha explicado ya un poco más arriba. Dios no quiere los pecados «singulatim», ni concibe la esencia de éstos como si fuera la de algo positivo: solamente los admite en su existencia, incluida en la armonía de las cosas. 55 Literalmente: «ni los-quiere ni no-los-quiere».

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TEÓLOGO.— Más aún, parece quererlos. Porque la armonía de las cosas es agra-dable a Dios, y la existencia de los pecados procede de la armonía de las cosas. Ahora bien, según tu definición, aquello cuya existencia nos agrada lo queremos; luego hay que decir que Dios quiere los pecados.

FILÓSOFO.— Hay en este razonamiento una ilusión engañosa; aunque la armonía sea agradable, sin embargo no se deduce inmediatamente de ello que todo lo que pro-viene de la armonía sea agradable. Porque el todo sea agradable, no tiene que serlo tam-bién la parte. Aunque la armonía en su totalidad sea agradable, las disonancias sin em-bargo no lo son, aunque se entremezclen en ella según las leyes del arte. Pero lo des-agradable que ellas llevan en sí queda suprimido en el todo por el exceso56 o, mejor aún, por el progreso —y de ahí el aumento— del agrado. En esta mezcla, pues, la disonancia, por compensación se convierte de desagradable en indiferente, de condenada en permi-tida; tan sólo el todo es agradable, tan sólo el todo es armónico, sólo la configuración —por así decirlo— del todo es armonía.57 Dios siente placer en la beatitud existente de los elegidos, no sufre nada por la beatitud perdida de los condenados, porque Él no sufre por nada: el sufrimiento queda anulado por compensación en la armonía universal.

TEÓLOGO.— Has dado satisfacción, mucho más allá de lo que yo esperaba, a la mayor de las dificultades, y has demostrado —cosa que hasta el momento casi nadie ha conseguido— que es conforme a la razón decir que Dios ni quiere ni no-quiere, sino permite los pecados que se producen.

FILÓSOFO.— ¿No subsiste, pues, ninguna objeción? TEÓLOGO.— Estoy previendo lo que vas a decir del autor del pecado. FILÓSOFO.— Que no es Dios, en efecto, sino el hombre o el diablo quienes úni-

camente quieren el pecado, es decir, se deleitan en el mal. TEÓLOGO.— Muy bien dicho está esto: es decir, se deleitan en el mal. Pues, de lo

contrario, se podría formular la objeción de que también el hombre, o el diablo, no hacen más que permitir los pecados; que ellos hacen lo que les corresponde, que no hacen más que soportar un perjuicio que va incluido en su suerte, sin ser ellos el origen del mismo. Ahora bien, no puede aducirse esta tesis a raíz del que peca mortalmente, pues hay en él un odio contra Dios, es decir, contra el bien universal, o bien, por el con-trario, una sensación de deleite en el pecado. Pero, ¿qué decir del que comete una falta venial, por ignorancia más que por malicia? ¿No diremos, acaso, que permite los peca-dos?

FILÓSOFO.— De ningún modo, en su caso, porque permitir, según la definición dada más arriba, no es ni querer ni no-querer y, sin embargo, tener conocimiento, cosa que le falta al error del pecador:58 él quiere lo que constituye el pecado, es decir, el acto; él no quiere ni permite el pecado mismo, porque no tiene conocimiento de ello. Breve-mente: Dios permite incluso los pecados porque sabe que lo que permite no va contra el 56 Si la cantidad de deleite no superara a la de disgusto, el optimismo sería imposible. En la medida en que la palabra cantidad puede aplicarse a la cualidad, la palabra exceso tiene aquí un sentido matemático. Quedaría por saber si, en la totalidad del universo, el exceso del deleite sobre el disgusto es constante o variable. En la doctrina definitiva, en virtud de la entre-expresión monadológica, Leibniz se inclinará hacia la conclusión de que todo acrecentamiento de perfección debe ir compensado por un decrecimiento. Ver Textes inédits, 94-95. 57 Argumento de origen estoico. El desorden aparente sólo se manifiesta en una visión parcial, que no puede ser más que confusa. La percepción perfecta de Dios no puede, pues, ser más que la percepción perfecta de todo; y Dios ha escogido el mejor todo. Ahora bien, es preciso que este todo no se reduzca a una serie de partes o a una suma de ellas: si no, Dios no podría permitir el pecado como consecuencia del todo. 58 El error del pecador. Tema socrático del «omnis peccans est ignorans». Pero en la doctrina leibniziana en la que toda percepción encubre el infinito y en que el sentimiento es un juicio encubierto, la ignorancia no puede ser total. Por esto nuestra conciencia nos previene siempre y basta con que estemos atentos.

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bien público, sino que esta disonancia queda compensada en otra parte; en cuanto al hombre que peca mortalmente, sabe, en la medida en que puede juzgar de ello, que lo que hace va contra el bien público y que no se le puede conciliar más que con su propio

castigo;59 y, como odia este castigo y, sin embargo, quiere el acto, necesariamente odia

el bien público o el régimen del mundo60 y, por consiguiente, peca mortalmente. TEÓLOGO.— Me has satisfecho del todo y de manera notable has absuelto del pe-

cado a la voluntad de Dios. Pues, resumiendo tus palabras, si pecamos porque podemos

y queremos, y si la razón de nuestro poder resulta de fuerzas bien innatas, bien recibi-das, procediendo las innatas de los padres y las recibidas de los alimentos, unas y otras tendrán en consecuencia fuentes externas. Por otra parte, si la intelección es causa del querer, la sensación causa de la intelección y el objeto causa de la sensación o el sentir, el estado del objeto proviene de fuentes externas. El poder y la voluntad del pecado ten-drán, pues, fuentes externas, es decir, el estado presente de las cosas. El estado actual de las cosas es resultado del estado precedente, y precedente de otro precedente, y así si-guiendo: luego el estado actual resulta de la serie de las cosas. La serie de las cosas re-sulta de la armonía universal, la armonía universal es resultado de aquellas mismas ideas eternas e inmutables. Las ideas contenidas en el entendimiento divino no son re-sultado, por sí mismas, de ninguna intervención de la voluntad divina, y Dios no las concibe en su entendimiento, en efecto, porque quiere, sino porque es. Así, pues, dado que los pecados no son agradables en virtud de una armonía que les sea propia, serán permitidos por la voluntad divina solamente a causa de una armonía que les es ajena, es decir, a causa de la armonía universal que no podría realizarse de otra manera.

FILÓSOFO.— Entonces, ¿qué más tienes que objetarme? TEÓLOGO.— No pocas cosas aún, pues en verdad todavía no hemos salido de to-

das las dificultades. ¿Qué interés tiene, en efecto, conciliar los pecados con la bondad divina, si no pueden ser conciliados con nuestra libertad? ¿De qué sirve absolver a Dios, si los malos quedan absueltos junto con él? ¿Qué hemos ganado con dejar fuera de cau-sa a la voluntad divina, si hacemos desaparecer toda voluntad? ¿Qué es, en efecto, por lo más santo, la libertad humana, si dependemos de causas externas, si son ellas las que nos hacen querer, si un encadenamiento fatal rige nuestros pensamientos no menos que las desviaciones y los encuentros de los átomos?

FILÓSOFO.— No te indignes, te lo ruego, contra una tesis insuficientemente bien comprendida y demasiado torpemente expresada; tú mismo propusiste, y se ha concedi-do más arriba, que nada tiene lugar sin razón suficiente; habrá, pues, también una razón suficiente del acto mismo de querer: y entonces o bien estará contenida en el acto mis-mo, por tanto en el Ser en sí, es decir, Dios, lo cual es absurdo; o bien hay que buscar la razón suficiente de ello fuera del acto. Así, pues, para encontrar la razón suficiente del acto de querer, hemos de definir qué cosa es querer. ¿Qué es pues, querer algo?61

TEÓLOGO.— Deleitarse en su existencia, en el sentido en que tú mismo lo has de-finido más arriba, bien sea que la existencia de esta cosa sea realmente percibida,62 bien sea que imaginemos la existencia de una cosa no existente.

59 Esta última palabra doblemente subrayada por Leibniz. 60 «Regimen mundi»: noción luterana que opone a la exterioridad del curso de las cosas y del poder de los príncipes, la interioridad de la fe. Esta noción está relacionada con el dualismo de la Ciudad de los hom-bres y la Ciudad de Dios en San Agustín. Este dualismo imponía la división de la historia en historia sagrada e historia civil —a la que, sin embargo, renunciará Leibniz—. 61 Ver nota 35. 62 Desde 1666, Leibniz no encuentra «ninguna otra noción clara de la existencia fuera de la de ser senti-da»; y la existencia es real cuando es «sentida por un espíritu infalible del que nosotros no somos más que los efluvios, es decir, por Dios». De igual manera aquí, las cosas sólo tienen existencia real por la vincu-lación de su serie al pensamiento de Dios: y la armonía es el carácter común del pensamiento y del ser.

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FILÓSOFO.— Ahora bien, según nuestras definiciones anteriores, el deleite es el sentimiento de la armonía; por tanto, no queremos nada fuera de lo que se nos aparece como armónico. Pero lo que puede parecer armónico depende del sujeto que siente, del objeto y de la disposición del medio. Por esto, aunque esté en nuestras manos hacer lo que queremos, no está sin embargo en nuestro poder querer lo que queremos,63 sino lo que sentimos agradable o juzgamos ser bueno. Ahora bien, juzgar o no juzgar buena alguna cosa no está en nuestro poder; nadie, aun rompiéndose en ello el espinazo, tanto si quiere como si no, conseguiría sin razones no creer lo que cree. Así, pues, dado que la opinión no está bajo el poder de la voluntad, tampoco la voluntad está bajo el poder de la voluntad. Supongamos que queremos porque queremos: ¿por qué queremos querer? ¿Es acaso de nuevo en virtud de otra voluntad, o es en virtud de nada, es decir, sin ra-zón?

TEÓLOGO.— No sé qué responder a tu razonamiento, pero tampoco tú respondes nada a mi objeción de que de esta manera el libre arbitrio queda anulado por nosotros.

FILÓSOFO.— Lo confieso, si defines este último, según la teoría de algunos, como una potencia que puede obrar o no obrar, supuestos todos los requisitos para obrar, y siendo además iguales todas las cosas existentes, fuera del agente y en el agente.

TEÓLOGO.— ¿Cómo? ¿Es que esta definición es viciosa? FILÓSOFO.— Así es, a menos que se haga una aclaración a ella. Que una cosa —

aquí la acción— exista aunque no existan todos sus requisitos, ¿qué otra cosa es sino que un definido no exista aunque exista su definición, o bien que una cosa sea y no sea al mismo tiempo? Si una cosa no existe es preciso que falte un requisito, puesto que la definición no es otra cosa que la enumeración de los requisitos.

TEÓLOGO.— Hay que corregir, pues, la definición: el libre arbitrio es el poder de obrar o de no obrar, dados todos los requisitos para obrar, a saber, los requisitos exter-nos.

FILÓSOFO.— El sentido será, pues: por más que todos los elementos para obrar es-tén a mi disposición, yo puedo sin embargo renunciar a la acción, si efectivamente no quiero obrar. Nada más verdadero, nada que sea menos contrario a mi tesis. También Aristóteles definió lo espontáneo diciendo que se da cuando el principio de acción está en el agente;64 y definió lo libre como lo espontáneo con posibilidad de elección. De donde un ser es tanto más espontáneo cuanto sus actos más fluyen de su naturaleza, y tanto menos cuanto más modificados resultan por causas externas; y es tanto más libre cuanto más capaz de elección, es decir, de concebir un mayor número de fines con un espíritu puro y tranquilo. Lo espontáneo procede del poder; la libertad, del saber. Pero, supuesto que nosotros juzguemos buena una cosa, es imposible que no la queramos; y, admitiendo que la queramos y que al mismo tiempo conozcamos los medios externos que están a nuestra disposición, es imposible que no la hagamos. No hay, pues, nada más fuera de sitio que querer transformar la noción de libre Arbitrio en no sé qué poten-cia inaudita y absurda de obrar o de no obrar sin razón. Habría que estar loco, para de-sear un poder como éste. Para salvaguardar los privilegios del libre arbitrio, es suficien-te que nos encontremos situados en una encrucijada de la vida de tal manera que no pu-diéramos hacer más que lo que creyéramos bueno, pero que, por otra parte, pudiéramos, por medio del mayor uso posible de la razón, instruirnos acerca de lo que hay que con-

63 El querer del querer implicaría una regresión hacia el infinito. La voluntad es siempre definida por Leibniz como voluntad de algo, lo cual destruye la libertad de indiferencia. 64 La definición aristotélica de la «espontaneidad» se aplica aquí solamente a las sustancias inteligentes. Se mantiene en la Teodicea, párrafo 290, lo mismo que la definición aristotélica de la libertad por medio de la espontaneidad y la elección.

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siderar bueno: de esta manera tenemos menos por qué suprimir la naturaleza,65 que si ella nos hubiera dado ese monstruoso poder de una cierta irracionalidad racional.

TEÓLOGO.— Hay, no obstante, hombres que se afirman en posesión de una liber-tad tal que pretenden poder hacer o no hacer una cosa deliberadamente, conscientemen-te, sin ninguna razón (por capricho).

FILÓSOFO.— Por mi parte, no vacilo en decir que mienten o que se engañan. El placer mismo que sienten en obstinarse con su ceño fruncido (nunca es la voluntad sola) les hace las veces de razón.

TEÓLOGO.— Pero, suponte que estoy dispuesto a hacer un gesto con la mano, ¿no tengo acaso el poder absoluto de orientarlo en un cualquier sentido?

FILÓSOFO.— Puedes inclinarlo en el sentido que quieras. TEÓLOGO.— ¿Qué razón hay, entonces, para que, en este momento, como tú ves,

lo oriente hacia la derecha más bien que hacia la izquierda? FILÓSOFO.— No dudes de que hay debajo de ello ciertas razones sutiles: es posi-

ble, en efecto que os haya venido primero el impulso de hacerlo así al espíritu porque así os ha venido también primero a los sentidos; tal vez también vuestra mano esté más acostumbrada a este lado, o bien recientemente el movimiento hacia el otro lado os ha sido poco afortunado, y muy feliz hacia este lado; el detalle de las circunstancias, que ninguna pluma sabría pintar, es cada vez distinto.

TEÓLOGO.— Predice tú, que prediga un Ángel, mejor aún, que prediga Dios inclu-so hacia qué parte voy a volver la mano, e inmediatamente la inclinaré en sentido con-trario, y a pesar del profeta, afirmaré mi libertad.

FILÓSOFO.— No serás por ello más libre, pues de esta manera el mismo placer de llevar la contraria te hará las veces de razón; lo que tú hagas de esta forma, este profeta, si es infalible, aunque no te lo anuncie de antemano, sin embargo, con tal que sepa que harás lo contrario de lo que te predice, lo preverá tácitamente, o incluso, sin que tú lo sepas, se lo dirá a un tercero.

TEÓLOGO.— ¿Quiere esto, pues, decir que él no puede predecirme la verdad a mí mismo? Y ¿por qué no había de poder, si conoce de antemano la verdad? Pues cualquie-ra puede decir lo que sabe a cualquier oyente. Pero, si yo hago lo contrario de lo que él mismo dice, será, pues, que él no ha sabido de antemano lo que yo iba a hacer, lo cual es contrario a la hipótesis puesta. De esta manera queda suprimida o la presencia o la libertad.

FILÓSOFO.— Esta argucia es sutil, pero, en todo caso, no va a parar más que a es-to: el alma que tuviera una naturaleza tal que quisiera o pudiera hacer o querer lo contra-rio de lo que podía ser previsto por quien fuera, se halla entre las entidades que son in-compatibles con la existencia del Ser omnisciente, es decir, con la armonía de las cosas y que, por consiguiente, no han existido, no existen ni existirán.

TEÓLOGO.— Mas ¿qué me dices de ese famoso proverbio tan divulgado por todas partes: video meliora proboque deteriora sequor?66

FILÓSOFO.— ¿Qué? Pues nada más que, si se entiende insuficientemente, es ab-surdo. Medea, de quien, en la obra de Ovidio, son estas palabras, quiere decir que ella ve la injusticia del hecho, cuando ella misma da muerte a sus hijos; pero, no obstante, prevalece el placer de la venganza —en realidad este crimen es un mal— como si fuera el mayor bien; en breves palabras, ella peca contra su conciencia. Así, pues, «mejor» y

65 Es decir, suprimirla en favor de la Gracia. 66 Para examinar las causas procatárticas —«genus causarum sine quo»—, con las que los estoicos consti-tuían la cadena del destino, Cicerón, en el De fato, invoca las quejas de Medea de Ennius —XV, 35—. Aquí Leibniz invoca la Medea de Ovidio. El célebre verso citado aquí será repetido con frecuencia por el filósofo en sus obras.

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«peor», en estos versos, están empleados en lugar de «justo» y «vergonzoso»...67 Y, de ahí se podrá demostrar que lo peor es a veces elegido porque el que lo escoge imagina que es lo mejor que hay. El que experimenta lo contrario, echa por tierra todos los prin-cipios de la moral y ni tan siquiera puede decir qué es querer.

TEÓLOGO.— Casi me convences. FILÓSOFO.— Oh, qué necios somos, pues, los que pedimos a lo menospreciable de

la naturaleza y a los privilegios de Dios quimeras imperceptibles, y los que no nos con-tentamos con el uso de la razón verdadera raíz de la libertad; sin la intervención de un poder irracional, no nos consideramos bastante libres, como si la suprema libertad no estuviera en servirse lo mejor posible del propio entendimiento y la propia voluntad y, por consiguiente, a forzar por medio de las cosas al entendimiento a reconocer y, por medio del entendimiento, a la voluntad a abrazar los verdaderos bienes; no ofrecer resis-tencia a la verdad, recibir de sus objetos los rayos puros, no refractados, ni descoloridos por la nube de las pasiones. En ausencia de estas pasiones, nos es tan imposible enga-ñarnos pensando, pecar queriendo, como a un espíritu atento, con unos ojos bien abier-tos no deformados por ningún defecto, no ver, en un medio transparente y claro, un ob-jeto coloreado en su justo tamaño, a su distancia exacta. La libertad de Dios tiene indis-cutiblemente la supremacía sobre todas, por mucho que Él no pueda engañarse en la elección de los mejores y en el acrecentamiento del número de los ángeles bienaventu-rados, cuando han dejado de ser falibles. La libertad resulta, pues, del uso de la razón; según que ésta sea pura o esté contaminada, o bien andaremos en línea recta por el ca-mino real de las obligaciones, o bien andaremos vacilantes por sendas impracticables.

TEÓLOGO.— Por consiguiente, todo pecado procede del error. FILÓSOFO.— Así lo afirmo. TEÓLOGO.— Y por tanto hay que excusar todo pecado. FILÓSOFO.— Ni mucho menos, pues, a la manera de una luz que se desliza en las

tinieblas a través de una rendija, tenemos en nuestro poder el medio de evadirlo, con tal que queramos utilizarlo.68

TEÓLOGO.— Pero ¿por qué unos quieren utilizarlo, y los otros no? FILÓSOFO.— Porque a los que no lo quieren ni tan siquiera se les ocurre que po-

drían utilizarlo como provecho; o bien entonces esta idea se halla de tal manera en su espíritu como si no estuviera en absoluto en él, es decir, sin reflexión o atención, de forma que viendo no ven y entendiendo no entienden. Ahí se encuentra el origen de la

negación de la gracia y de lo que la Sagrada Escritura llama endurecimiento. Cuán po-cos de entre nosotros no han oído incontables veces aquella advertencia: di por qué

obras actualmente, o considera el fin, o mira lo que haces; y no obstante es bien seguro que, por medio de una sola, una única fórmula de este tipo bien entendida, firmemente mantenida ante el espíritu mediante la representación de ciertas leyes y castigos severa-mente prescritos, todo hombre, en un abrir y cerrar de ojos, por medio de una metamor-

fosis instantánea, llegaría a ser infalible, prudente y dichoso, muy por encima de lo que prometen las paradojas del sabio de los estoicos.

TEÓLOGO.— En definitiva, pues, en un último análisis de la cuestión, los malos deben ser considerados desdichados, por no haber dirigido su atención hacia un camino de felicidad que se les muestra tan fácil y tan ventajoso, ¿no es así?

FILÓSOFO.— Así lo admito. TEÓLOGO.— Y deben ser compadecidos, ¿no? FILÓSOFO.— No puedo negarlo. TEÓLOGO.— ¿Y no deben su malicia a una mala suerte?

67 En el ángulo de la página del manuscrito el texto es casi imposible de descifrar. 68 Ver nota 58.

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FILÓSOFO.— Es, en efecto, evidente que la razón última de la voluntad está fuera del sujeto que quiere. Y se ha demostrado que, a fin de cuentas, todo se remonta a la serie de las cosas o, lo que es lo mismo, a la armonía universal.

TEÓLOGO.— Y los mismos argumentos valen para los necios, ¿no? FILÓSOFO.— Casi, pero no del todo. Recogerse sobre sí y meditar en aquel conse-

jo de di por qué obras ahora, en el que se contiene toda la prudencia, y, si se les ocurre, plegarse a él, los necios, aunque lo quisieran, no podrían hacerlo, como tampoco unos hombres ebrios o en estado de sueño. Los locos, los que desvarían, los maliciosos, em-plean sanamente su razón, pero no en orden a la primera de las cosas: deliberan sobre cualquier cosa antes que sobre la felicidad. A los débiles mentales les turba la enferme-dad, una materia perniciosa para los nervios y los espíritus animales, una especie de insomnio. Entre los locos y los malvados es otra razón la que pervierte la razón, una razón menor implantada por un determinado temperamento, por la educación, por el uso, pervierte la razón más elevada, la universal, y no obstante no es posible dudar de que a los ángeles los malos les parecen tan locos como a nosotros los locos.

TEÓLOGO.— Serán, pues, por lo menos, semejantes a los que, como suele decirse, han nacido el cuarto día después de la luna nueva, a los que han sido educados mal, a los que han sido corrompidos por una mala conversación, a los que un matrimonio ha echado a perder, a los que se han vuelto salvajes por la adversidad; los cuales no pueden negar que son unos delincuentes, pero tienen sin embargo de qué quejarse bien sea de la suerte, bien sea de los hombres, en lo que respecta a su vida desesperada.

FILÓSOFO.— Así es realmente; más aún, es necesario que así sea: nadie se hace a sí mismo voluntariamente malo, de lo contrario lo sería ya antes de llegar a serlo.

TEÓLOGO.— Bien, pero ahora tenemos necesidad de todo nuestro espíritu y nece-sitamos un pensamiento firme, porque hemos llegado a la hora decisiva;69 hemos llega-do, y sin darnos cuenta de ello, a la cima de la dificultad; si la buena suerte no te aban-dona aquí, habrás vencido para siempre. He ahí, en efecto, la dificultad inflexible que se yergue aún entre nosotros, sea cual sea la argucia que aún podamos intentar: se trata de esa justa especie de queja que elevan los condenados diciendo que han nacido, que han sido arrojados a este mundo, que se han encontrado con tiempos, con hombres, en oca-siones y en condiciones tales que no han podido menos que sucumbir; que han tenido el espíritu prematuramente ocupado por pensamientos viciosos, que las circunstancias que se les han presentado favorecían el mal, lo estimulaban, que les faltaron las que los hubieran liberado, retenido, como si la fatalidad conspirara en la pérdida de los desven-turados. Si estas advertencias saludables resultan intervenidas, la atención y la misma reflexión, alma de la sabiduría, han traicionado a estos reprobados, han desviado estos di por qué obras ahora, considera el fin, don supremo de la Gracia al que solamente nos aplicamos si se percibe bien. ¡Qué injusto es que en el sueño común se despierte a los unos y se entregue a los demás al sacrificio! Si era necesario que pereciesen tantas cria-turas, si de otra manera no podía subsistir la razón del mundo ¡al menos hubiera sido preciso sortear los desdichados!

FILÓSOFO.— Así se ha hecho, pues viene a ser lo mismo que una cosa ocurra por algún destino o suerte y que ocurra a causa de la armonía universal.

TEÓLOGO.— No me interrumpas, ¡por favor!, hasta que lo hayas oído todo. En efecto, ¡quién podría contemplar impasible esa lamentable crueldad de un padre que deforma a sus hijos, que les da la peor educación y que encima quisiera aún castigarlos, cuando él es quien debería ser castigado! ¡Los condenados maldecirán la naturaleza de las cosas, deseando que pierda su fecundidad! Maldecirán a Dios, cuya felicidad se basa

69 La última frase —en latín Ventum ad supremum est— es una cita de Virgilio, Eneida, XII, 803.

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en la desgracia de los otros porque no puede hacerla desaparecer; a la serie del universo, que los ha implicado también a ellos; en fin, a la posibilidad misma, eterna e inmutable, de las Ideas, es decir, el origen primero de sus males, de la armonía universal y en ella a la que determina la existencia de las cosas, haciendo salir ni más ni menos de tantos posibles precisamente el estado del universo que implicaba su miseria, para que la feli-cidad de los otros fuera con ello, sin duda, más notable.

FILÓSOFO.— Todo es bastante trágico, pero no es igualmente justo: si Dios, cuyos intereses están en juego, me da fuerzas y espíritu, te lo demostraré claramente, bien por medio de ciertas inducciones, bien por medio de un razonamiento seguro. ¡Cuán vana sería esta queja lo podrás juzgar tú por el hecho mismo de que podría ser proferida por el condenado, no por el condenable, aun cuando todo lo que el condenado sabrá, el con-denable lo sepa ya de antemano ahora! ¡Por favor!, ¿puede el tiempo por sí mismo, si no cambia nada más, transformar en justo lo que es injusto? Yo pienso que no, porque la eficacia no pertenece al tiempo, sino a las cosas que transcurren. Así, pues, si la queja del condenable, que conoce todas las mismas cosas que sabe el condenado, es injusta, la queja del condenado también lo será. Pues bien, imagínate un hombre condenable, haz comparecer ante sus ojos y su espíritu el infierno en todo su horror y en toda su profun-didad, y haz que además de esto se le muestre el rincón destinado a sus tormentos eter-nos si obra de esa manera. ¿Podrá él, en vida aún y con este espectáculo ante los ojos, quejarse de Dios o de la naturaleza de las cosas, causas de su condenación?

TEÓLOGO.— Ciertamente no podrá hacerlo entonces, ya que se le puede responder inmediatamente que puede no condenarse, si él lo quiere.

FILÓSOFO.— Esto es realmente lo que yo quería. Entonces, supongamos que este mismo hombre persiste a pesar de todo y que —por hipótesis— es condenado: ¿podrá entonces, con algunos visos de justicia, repetir las reclamaciones y quejas que acabamos de rechazar? ¿Podrá imputar su desventura a otra cosa que a su propia voluntad?

TEÓLOGO.— Más bien me has vencido que me has satisfecho. FILÓSOFO.— Haré de manera que, habiendo captado claramente la cuestión, te

confieses también satisfecho. TEÓLOGO.— Admito que el condenable lo imputará todo a su voluntad, pero im-

putará su voluntad al destino, es decir, a Dios, o al menos, como tú quieres, a la natura-leza de las cosas.

FILÓSOFO.— Te he dicho más arriba que, al implicar contradicción lo contrario, nadie se hace voluntariamente malo, pues de no ser así sería malo antes de convertirse en tal. Nadie es causa voluntaria de su voluntad, pues lo que uno quiere querer lo quiere ya, de la misma manera que, como dice una regla de derecho, el que puede poder ya puede. Si hay que aceptar, pues, la excusa del condenable, es preciso borrar el castigo de la naturaleza de las cosas; nadie será malo, nadie tendrá que ser castigado, nadie quedará sin excusas.

TEÓLOGO.— ¿Por qué, pues? FILÓSOFO.— ¿Por qué? Ni más ni menos que porque, en todo juicio que debe in-

fligir un castigo, es suficiente, para castigar y condenar, reconocer, venga ella de donde venga, una voluntad muy perversa y deliberada. ¿Qué es, pues, esta locura de los que critican la justicia divina de querer, para atacar el castigo, ir más allá de la voluntad co-nocida del criminal, es decir, hasta el infinito?

TEÓLOGO.— Me has convencido de que a los condenados no les queda ninguna sombra de excusa, que no tienen ninguna razón para quejarse, que la tienen, sin embar-go, para indignarse, o mejor aún que tienen de qué quejarse, pero no tienen de quién quejarse; tienen la cólera del perro contra el guijarro, de los necios jugadores de dados contra el azar, de los desesperados contra sí mismos; así es su cólera contra la armonía

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universal conforme a la naturaleza misma de las cosas, es decir, a las ideas, realizadora del curso actual que siguen las cosas; cólera tan loca y necia como si un hombre que contara mal y viera que las pruebas corresponden lo menos posible al resultado de su operación se indignara contra la aritmética en lugar de hacerlo contra sí mismo, y deplo-ran en vano que tres veces tres no fueran diez más bien que nueve, ya que incluso la armonía universal nace de tales proporciones necesarias. Esos tales poseen, pues, una cólera falta de objeto, un dolor sin escapatoria, una acusación o queja, en fin, que ni pueden hacer aceptable para sí mismos, ni tampoco pueden dejar a un lado, enormes sumandos que ciertamente vienen a exacerbar esa rabiosa desdicha en que se basa prin-cipalmente la condenación.

FILÓSOFO.— Exactamente es esto: el dolor carece para ellos de escapatoria y casi les es agradable, por así decir, y los condenados no pueden hacerse aceptables a sí mis-mos sus propias quejas: esto es lo que en definitiva quería decirte para convencerte ple-namente. Pues bien: añado a esto que ellos nunca en absoluto han estado condenados desde toda la eternidad, que son siempre condenables, que siempre pueden ser libera-dos, que nunca lo quieren, y por consiguiente, aunque su conciencia no cese de recla-mar, que ellos no pueden ni siquiera nunca, para ser consecuentes consigo mismos, que-jarse sin contradicción.

TEÓLOGO.— Hablas por medio de enigmas o misterios. FILÓSOFO.— O bien, como otros preferirán, por medio de paradojas. TEÓLOGO.— No importa, estamos solos: haz caer el velo. FILÓSOFO.— Si prestas atención a ello, verás que ya lo aparté. Recuerda que hace

poco rato nos pusimos de acuerdo acerca de la naturaleza del pecado mortal, es decir, sobre la razón de la condenación.

TEÓLOGO.— Repite el argumento, te lo ruego, y adáptalo al punto presente de nuestra discusión.

FILÓSOFO.— ¿Has olvidado acaso lo que te respondí cuando me preguntaste la ra-zón de la condenación de Judas? Merece la pena resumir estas palabras porque serán más precisas. Tú me preguntabas cuál era la razón de su condenación. Yo respondí: la

disposición en la que murió, a saber, el odio contra Dios, en el que ardía al morir. En

efecto, puesto que, desde el momento de la muerte, mientras abandona el cuerpo, el

alma no está ya abierta a nuevas sensaciones externas, se apoya tan sólo en sus últimos

pensamientos, en los que no cambia nada, sino que agrava la disposición en que se

hallaba en el momento de morir. Ahora bien, del odio contra Dios, es decir, contra el

ser dotado de la suprema felicidad, se sigue el mayor dolor, ya que, de la misma mane-

ra que el amor consiste en deleitarse en la felicidad de otro, así también el odio consis-

te en sufrir por ella, y en sufrir por tanto en grado máximo de la felicidad más alta. El

mayor dolor es la miseria, o la condenación; de donde, el que odia a Dios en el momen-

to de morir, se condena a sí mismo. Yo no sé si estas palabras están muy lejos de una demostración, pues dan razón de la grandeza de la miseria a partir del odio, y del odio a partir de la magnitud de su objeto.

TEÓLOGO.— Pero aquí has ampliado un poco lo que decías al añadir que los ma-los son siempre condenables, nunca condenados.

FILÓSOFO.— Mira de qué manera lo entiendo: de la misma manera que lo que es movido no subsiste nunca en un lugar, sino que tiende siempre hacia un lugar, de la misma manera nunca están condenados, sin poder, si ellos lo quisieran, dejar de ser siempre condenables, es decir, dejar de condenarse de nuevo ellos mismos.

TEÓLOGO.— Por mi parte, deseo que lo demuestres. FILÓSOFO.— La prueba se hará fácilmente: si un hombre se condena a sí mismo

por su odio contra Dios, este hombre en virtud de la continuación y, mejor aún, en vir-

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tud del acrecentamiento de su odio, continuará y aumentará su condenación. Y del mis-mo modo que los bienaventurados, una vez admitidos, en virtud de un progreso conti-nuo hacia el todo infinito, hacia Dios, es decir, hacia la armonía universal y la razón suprema de las cosas, después de haber abarcado ésta como concentrada en una sola mirada, sienten sin embargo un deleite sin fin porque lo multiplican hasta el infinito por medio de una reflexión más distinta70 orientada hacia las variadas partes del objeto de su dicha, porque no hay ningún pensamiento y, por tanto, ningún placer sin una perpetua novedad y sin progreso;71 así también, a medida que estos furiosos odiadores de la natu-raleza de las cosas, en virtud de un resultado diabólico de la ciencia,72 habrán adelanta-do más en el conocimiento de las creaturas, serán perpetuamente más estimulados por un nuevo motivo de indignación, de odio, de envidia y, para decirlo en una palabra, de rabia.

TEÓLOGO.— Ciertamente pintas admirablemente tus hipótesis; pero permíteme que te plantee dos cuestiones.

FILÓSOFO.— Y también ciento, si te agrada. TEÓLOGO.— Una me sale al paso incidentalmente, la otra es capital. Tú dices que,

de la misma manera que la miseria crece perpetuamente, también lo hace la felicidad. Pero no comprendo cómo podría crecer la visión de la esencia divina, pues si es visión de la esencia es ya exacta; y, si es exacta, no puede crecer.

FILÓSOFO.— Aun siendo exacto, el conocimiento puede crecer, en virtud de la novedad, no de la materia, sino de la reflexión; si tienes ante ti nueve unidades, has cap-tado la esencia del novenario, pero aunque poseas la materia de todas sus propiedades, sin embargo no posees la forma de ellas, es decir, la reflexión;73 pues, aunque no re-flexiones en que tres veces tres, cuatro más cinco, seis más tres, siete más dos y otras incontables combinaciones dan como resultado nueve, no piensas menos por ello en la esencia del novenario. No añado nada acerca de la comparación del novenario con las demás unidades que le son exteriores, porque, en esta comparación o relación, cambia no solamente la forma sino también la materia de los pensamientos, y ésas son propie-dades del todo formado por uno y otro número más bien que del novenario, cosa que no tiene lugar en Dios que, al contenerlo todo en sí, no puede compararse con ningún ser fuera de sí.74 Te daré, pues, un ejemplo, de cosa finita que presenta las propiedades de una cosa infinita sin que se tenga que hacer ninguna comparación con cosas que le serí-an externas. He aquí un círculo: si tú sabes que todas las líneas trazadas desde el centro 70 La Gracia, aquí y un poco más arriba, se define como una llamada a la atención, es decir, a la reflexión, palabra que va ligada en nuestro texto a las metáforas procedentes de la óptica. 71 En cuanto percepción o sentimiento de la armonía, el placer implica la variedad, y movimiento hacia la variedad, ya que, merced a la influencia de Hobbes, Leibniz hace del placer un movimiento. De la misma manera, pues, que estar en un lugar es atravesarlo —«esse in loco est per locum transire, quia momentum nullum et omne corpus movetur». Elementa, 26—, así también —Elementa, 130— «voluptas videtur venire ex plurium cogitatione, seu transitu ad perfectionem». El progreso debe entenderse, pues, a) como puro cambio, nacido de la espontaneidad de la sustancia, y b) como acrecentamiento de perfección, es decir, de conocimiento, en las almas dotadas de inteligencia, siendo este conocimiento tanto más perfecto cuando se abarca «tota simul», distintamente, una mayor variedad: en este sentido, la «voluptas» «in Deo est ipsa perfectio, tota semel possessa» —Elementa, 126—. 72 Este resultado diabólico de la ciencia es tal vez una alusión a Génesis, III, 4-5, 6: «Entonces la serpien-te dijo a la mujer:... vuestros ojos se abrirán..., seréis como dioses, conocedores del bien y del mal», «la mujer vio que el árbol... era valioso para abrir la inteligencia». 73 Descartes hacía notar que se puede tener la idea clara y distinta de una cosa sin conocer todavía todas las propiedades de ella, o dicho de otra manera, sin tener aún la noción completa de ella. Esta observación adquiere aquí, bajo la pluma de Leibniz, unas dimensiones analíticas de que carecía en Descartes. 74 Al ser perfecto no se le puede añadir nada; no se puede, pues, transformar su esencia como transfor-mamos la del novenario mediante la intervención de números que exceden la colección de nueve unida-des, por ejemplo: 9 = 36/4.

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a la circunferencia son iguales, tienes, en mi opinión, una intuición suficientemente cla-ra de su esencia, pero no por ello has comprendido también los incontables teoremas, pues se pueden inscribir en el círculo tantas figuras distintas y regulares —es decir, aunque no se hayan dibujado, están ya contenidas en él desde ahora— cuantos son los números, infinitas figuras, por tanto, de las que no hay ni una sola que no diera pie al investigador para encontrar gran cantidad de teoremas.75

TEÓLOGO.— Confieso que con frecuencia me he preguntado de qué forma podría ser el placer en la visión beatífica, con el espíritu como paralizado de admiración y fijo en una sola mirada inmóvil; esta nube, de manera suficiente y feliz, me la has disipado tú y has establecido la conciliación con la totalidad de las novedades. Pero esta primera cuestión no la suscité más que de paso, y ahí está la segunda, que yo había reservado para la investigación esencial; ¿de dónde viene esta bipartición de las almas, y por qué unas arden en amor a Dios y otras se inclinan hacia un odio que les es funesto? ¿Por qué este punto de separación y, por así decir, este centro de divergencia, cuando con fre-cuencia se puede creer que el condenable se parece tanto, por fuera, al que debe ser bea-tificado, que no es raro que confundamos al uno con el otro?

FILÓSOFO.— Planteas cuestiones de mucha envergadura, amigo mío, y para las que la Filosofía duda de poder bastarse.

TEÓLOGO.— Inténtalo, sin embargo, pues le está permitido a la razón avanzar tan-to cuanto pueda con sus medios y hasta donde se baste con ellos; y de hecho, hasta el momento, por no estar aún iniciado, en toda nuestra conversación no has tocado aún con mano profana los Misterios Revelados.

FILÓSOFO.— Recibe los pensamientos que al fin he conseguido formular76 a fuer-za de meditación. (E). Tienes que saber que en una república, como en el mundo, hay a grandes rasgos dos géneros de hombres, los unos que están contentos del estado presen-

te, los otros que son hostiles a él. Esto no quiere decir que los primeros, contentos y sin ambiciones, no emprendan cada día alguna cosa, como ganar, acaparar, aumentar su fortuna, sus amigos, su poder, sus placeres; no quiere decir que no busquen la reputa-ción, de lo contrario estarían más embobados que contentos, sino que, si se ven privados de sus logros, no por ello conciben odio contra la forma de república que pone obstácu-lo a sus designios y no deciden organizar una revolución, sino que, con el alma tranqui-la, prosiguen el curso de su vida, no más conmovidos que si hubieran pretendido alcan-zar de un golpe inefectivo una mosca que se escapa. Esta distinción verdaderísima de los buenos y los malos ciudadanos debe aplicarse con mayor rigor aún a la república77 universal que Dios gobierna.

TEÓLOGO.— Ciertamente así es, pues en una república, como no sea la mejor, que uno desespera de ver entre los hombres, no se podrá evitar que de las mismas leyes de derive a veces la miseria de ciertos súbditos: y también es justo que ellos piensen en un cambio, porque les es necesario. En la República del Universo, es decir, en la mejor república, de la que Dios es el rey, no es desdichado más que el quiere serlo.

FILÓSOFO (E).— Exactamente; y por tanto, en el mundo nunca ninguna indigna-ción es justa, ningún movimiento del alma fuera de la tranquilidad está exento de im-

75 Ver nota 73. 76 A partir de aquí comienza paralelamente al primer manuscrito, el segundo manuscrito B, que lleva otro título: Fragmentum colloquii inter Theophilum et Epistemonem. De iustitia Dei circa praedestinationem

aliisque ad hoc argumentum spectantibus. Antes del término Scito, el manuscrito lleva la letra E = Epis-temon; y desde este punto, el primer manuscrito lleva siempre a continuación de Filósofo, la E entre pa-réntesis. La (E) de la línea siguiente debería, pues, ir colocada detrás de Filósofo, ya que es éste quien está hablando, y no donde está. 77 República es una comparación constante en Leibniz desde el De arte combinatoria, 1666, VI, 1, 190, comparación que tiene su origen en la Ciudad de Dios agustiniana.

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piedad. Desear de tal manera que, si la satisfacción es negada, uno se sienta dolorido, es aún un pecado, una cólera oculta contra Dios, contra el estado presente de las cosas, contra la serie y la armonía universal de que depende este estado.

TEÓLOGO.— Y sin embargo es imposible que el hombre que se sienta abandonado por el éxito no se aflija.

FILÓSOFO (E).— Lo que el conatus78

es en un cuerpo, la tendencia afectiva lo es en el alma. Ahora bien, de los conatus unos se imponen y otros son vencidos por cona-

tus opuestos; si un cuerpo se dirige de Oeste a Este y se le hace retroceder al mismo tiempo y sobre la misma línea con una fuerza igual de Este a Oeste, a causa de la igual-dad respectiva de los conatus opuestos, permanecerá en reposo en una y otra dirección; así también la tendencia afectiva primordial y el primer movimiento no pueden ser su-primidos, pero pueden ser vencidos por tendencias opuestas, de forma que pierdan su eficacia. El hombre frustrado en su deseo no puede, pues, afligirse más que de momen-to, pero si el gobierno del mundo lo tiene contento, no puede perseverar en su aflicción, pues inmediatamente llegará a la reflexión de que todo lo que es, es lo mejor, no sola-mente en sí, sino también para quien lo reconoce; y, por consiguiente, todo se cambia en bien para aquel que ama a Dios. Por este motivo hay que admitir como seguro que todos aquellos a quienes no agrada el gobierno de nuestro mundo, a quienes parece que Dios habría podido hacer mejor ciertas cosas, y también los que arguyen por el desorden de las cosas, que ellos imaginan ser así, a favor del ateísmo, son odiadores de Dios; de donde resulta también evidente que el odio contra Dios cuadra a los ateos; pues sea lo que sea lo que ellos creen o dicen con tal que la naturaleza y el estado de las cosas les desagraden, por ello mismo odian a Dios, aunque no den el nombre de Dios a lo que ellos odian.

TEÓLOGO.— Filosofando de esta manera, ni siquiera estará permitido trabajar en reformar las cosas.

FILÓSOFO (E).— Por el contrario, no solamente estará permitido y será de derecho hacerlo, sino que incluso será necesario, de otro modo iríamos a parar al sofisma pere-zoso rechazado más arriba. De esta manera al que ama a Dios, es decir, a la armonía universal, le corresponde estar contento de los acontecimientos pasados;79 pues, supues-to que estos acontecimientos no pueden no haber tenido lugar, es cierto que Dios los ha querido y, por consiguiente, son los mejores; en cuanto a los acontecimientos futuros, puesto que de ninguna manera juzgamos de antemano en qué medida son ciertos para nosotros, este punto queda reservado a la diligencia, al examen y a la conciencia de cada uno. De ello se infiere que, si el que ama a Dios se pregunta sobre algún defecto o algún mal, bien le concierne a él, bien le sea ajeno, bien sea privado, bien público, para supri-mirlo o para corregirlo, considerará cierto que tal defecto no tuvo que ser reformado en el día de ayer, y presumirá que tiene que ser reformado el día de mañana: lo presumirá, digo, hasta que, faltando nuevamente el éxito, se tenga prueba de lo contrario; sin em-bargo, esta frustración no cansará ni derrumbará en modo alguno su esfuerzo para el futuro, pues no nos corresponde a nosotros el fijarle fechas a Dios, y solamente los que

78 El término «conatus» se convierte en un término técnico en la Mecánica del siglo XVII. La Tabla de

definiciones, 1702-1704?, publicada por Couturat. Opúsculos y fragmentos inéditos de Leibniz, dice —Edic. de París, 1903, pág. 474—: «Conatus est status, ex quo oritur actus "alius status (qui nempe dicitur actus)" nisi quid impediat». En 1670-1671, la noción de conatus se vincula en Leibniz por una parte a una doctrina del alma —y a la prueba de su inmortalidad—, y por otra parte a la Mecánica. 79 Que lo que ha tenido lugar haya tenido lugar demuestra que ha sido escogido por Dios; era, por tanto, lo mejor. Que lo que va a tener lugar vaya a tener lugar demuestra, por el mismo argumento, que será lo mejor posible: sólo que, esta vez, el suceso no nos es conocido: cada uno debe, pues, trabajar, según su celo y su conciencia en orden a lo mejor posible. En los dos casos se da plena satisfacción al optimismo y éste nos lleva a unir las obras a la fe.

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perseveren serán coronados. Es, pues, propio del que ama a Dios estar satisfecho del

pasado y esforzarse por hacer el futuro lo mejor posible. Sólo el que se encuentra en esta disposición de ánimo llega a la tranquilidad de espíritu que persiguen los filósofos austeros, a la resignación de todo en Dios que persiguen los teólogos místicos;80 el que siente de otra manera, sean cuales sean las palabras —fe, caridad, Dios, prójimo— que tenga en su boca, ni conoce a Dios, de quien no sabe que es la razón suprema de todo, ni lo ama. Ningún hombre que ignore a Dios puede amarlo bien, y no obstante puede odiarlo. Odia, pues, a Dios quien quiere distintas la naturaleza, las cosas, el mundo, el presente: éste tal desea un Dios distinto de lo que Él es. El que muere descontento, mue-

re odiador de Dios; y, al momento, como arrastrado hacia el abismo, al no retenerlo más los objetos externos, sigue por el camino en que ha entrado; cerrado el acceso de los sentidos, apacienta su alma, reducida a sí misma, del odio iniciado contra las cosas, de esta misma miseria de que hemos hablado, de disgusto, indignación, desagrado, y todo ello creciendo más y más. Una vez reunido el cuerpo,81 recuperados de nuevo los sentidos, encuentra, sin romper la continuidad, una materia de menosprecio, de des-aprobación, de arrebatos de cólera, y es tanto más atormentado cuanto menos puede cambiar y sostener el torrente de cosas que le desagradan. Pero el dolor se transforma de alguna manera en placer, y los condenados se deleitan encontrando con qué ser tortura-dos. De igual manera, también entre los hombres, los desventurados, al mismo tiempo que hacen objeto de su envidia a los que son afortunados, no pretenden sacar otro bene-ficio de ello que el indignarse, con un dolor menos contenido, más libre, orientado hacia una cierta armonía o apariencia de razón, de que tantos necios, en su opinión, sean due-ños de las cosas. Pues en los envidiosos, en los indignados, en los descontentos de esta clase, el placer va mezclado al dolor en una proporción admirable: porque, igual que se complacen y se deleitan en la opinión que tienen de su sabiduría, así también sufren tanto más furiosamente cuanto que el poder que, en su opinión, se les debe les falta o pertenece a otros a quienes consideran indignos de él. Ahí quedan, pues, explicadas es-tas paradojas tan sorprendentes: nadie, a no ser que quiera, no diré solamente que no está condenado, sino que nadie sigue condenado si no se condena a sí mismo; los con-denados no están nunca absolutamente condenados, sino que siguen siempre condena-bles; están condenados por esta obstinación, por esta perversión del instinto, esta aver-sión a Dios, de forma que nada les deleita más que el tener de qué quejarse, que nada buscan tanto como el tener motivos para irritarse; ¡he aquí el grado supremo, voluntario, incorregible, desesperado y eterno de la rabia de la razón! Condenados, pues, por estas

80 El intelectualismo de Leibniz siempre se mostró reticente con los místicos: no tiene para nada en cuenta los momentos de sequedad espiritual que los místicos relacionan con la retirada de ellos de las Gracias sobrenaturales; y no cree en la posibilidad del amor desinteresado. Por ejemplo, respecto de San Francis-co de Sales, escribirá Leibniz en 1697: «Si San Francisco de Sales y Santa Teresa vivieran en nuestros días, serían considerados quietistas...» —Textes inédits, 106—. La llamada o recurso a la razón conduce a la tranquilidad que busca el místico. 81 En el momento de la muerte, el alma se separa del cuerpo visible, cuyos elementos se dispersan, y se halla en un estado violento del que ella aspira a salir. A la hora de la resurrección, el alma vuelve a encon-trar su cuerpo. Este se reúne. ¿Cómo? Admitamos que subsisten, esparcidos por la naturaleza, los elemen-tos que han constituido el cuerpo al momento de morir. Dios, ciertamente, puede reunidos. Pero, como el cuerpo vivo está en un flujo perpetuo, y puesto que ha crecido, desde la infancia, asimilando otros seres vivos, ¿cómo podrían ver reunido su cuerpo estos otros seres vivos? San Agustín, De Civit. Dei, lib. XXII, cap. 20, cree que resucita el cuerpo tal como está en el momento de nacer. San Pablo, Efesios, 4, cree que resucita el cuerpo en su edad perfecta, la de Cristo en su plenitud. Leibniz, para eludir las dificul-tades, se apoya en su doctrina del punto y concibe que el cuerpo se forma a partir de una materia plástica, de un principio organizador encerrado en un punto y, por ello mismo, indestructible. Más tarde, en su correspondencia con el padre J. Des Bosses, este punto vital organizador se convertirá en la mónada do-minante —Monas dominans o Dominatrix— de un organismo.

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quejas y reclamaciones que les atribuíamos más arriba, por estos reproches contra la naturaleza, contra la armonía universal, contra Dios, como si Él fuera el autor de su mi-seria impidiéndoles nunca poder ni querer.

TEÓLOGO.— ¡Dios inmortal! ¡Cómo has cambiado tus paradojas en «eudojas»! Y reconozco que los Santos Padres no repugnan lo más mínimo a este tipo de explicación. Y la antigüedad piadosa, por medio de una fábula simple pero prudente, expuso82 la naturaleza de los condenados poco más o menos de esta manera. No sé qué ermitaño, como embriagado por la profundidad de sus meditaciones, se puso a quejarse seriamen-te de que un número tan grande de criaturas estuvieran destinadas a perderse. Se dirige, pues, a Dios con sus oraciones, hace ver la sinceridad de su deseo, y dice: «¡Oh, Padre nuestro!», ¿podéis considerar fríamente la pérdida de tantos hijos vuestros? ¡Oh, perdo-nad a estos desdichados demonios que arrastran consigo tantas almas al infierno!»

Al que así pedía a grandes voces, el Todopoderoso le respondió tranquilamente, con ese rostro que serena el cielo y las tormentas: «Veo, hijo mío, la simplicidad de tu cora-zón, cierro los ojos sobre los excesos de tu pasión y, lo que es más, no me opongo en modo alguno a ello: haz que haya algunos que pidan se les perdone».

Entonces el ermitaño, en adoración, dijo: «¡Sed bendecido, Padre de toda misericor-dia, fuente inagotable de gracia! Y ahora, con vuestro asentimiento, me marcho al en-cuentro de este miserable que es causa de su desventura y de la de los otros, que desco-noce aún la dicha de este día».

Llegado a presencia del Príncipe de los demonios, huésped no raro para él, lo en-cuentra y, echándose inmediatamente sobre él, le dice: «¡Oh, qué dichoso eres, qué feliz es este día en que la puerta de la salvación, que te estaba cerrada casi desde el origen del mundo, está abierta! ¡Ve ahora y quéjate de la crueldad de Dios, ante quien la petición de gracia de un miserable ermitaño en favor de los rebeldes de tantos siglos ha sido efi-caz!»

El Príncipe de los demonios, semejante a quien se indigna, en la actitud de quien amenaza, le contestó: «¿Y quién te ha constituido a ti mandatario nuestro? ¿Quién te ha determinado a una misericordia tan necia? Sabe, imbécil, que nosotros no tenemos ne-cesidad ni de que tú intercedas, ni de que Dios nos perdone».

ERMITAÑO.— ¡Oh, testarudez! ¡Oh, ceguera! Detente, te conjuro a ello, y tolera que alguien discuta contigo.

BELZEBUTH.— Sin duda querrás enseñarme, ¿no? ERMITAÑO.— ¡Cuán pequeño es el sacrificio de unos momentos que consagrarás

a escuchar a un pobre hombrecillo que desea lo mejor para todos! BELZEBUTH.— ¿Qué quieres, pues? ERMITAÑO.— Sabe que he discutido con Dios acerca de vuestra salvación. BELZEBUTH.— ¿Tú? ¿Con Dios? ¡Oh, ornato del cielo! ¡Oh, infamia del mundo!

¡Oh, indignidad del universo! ¡He aquí al que reina sobre las cosas! ¡El que exige a los ángeles que tiemblen delante de la autoridad tan prostituida ante esos gusanos de la tie-rra! Estallo de cólera y de rabia.

82 Probablemente hay que referir a este lugar la observación marginal siguiente, correspondiente al ma-nuscrito B: « Sobre la cuestión de establecer un acuerdo entre Cristo y el demonio, entre los relatos de antigüedades franciscanas recogidas en el Espejo de Philippe Besquier, primera parte, cap. 97, folio 186 (Edición de Colonia, 1625), has oído hablar muchas veces del hermano Jacobo que contaba en su sermón sobre la santa Copa, en Bolonia, que San Macario había querido hacer las paces entre Dios y el demonio. Y el Señor dijo a Macario: si el demonio quiere confesar públicamente su falta, yo lo perdonaré. Vuelto a presencia del diablo, Macario le refirió lo que le había dicho el Señor. El diablo respondió: es, por el contrario, el Crucificado el que debe doblar la rodilla ante mí y confesar su equivocación conmigo, por la que nos ha hecho pudrirnos tantos años en el infierno. Entonces Macario dijo: ¡Vete, Satán! Y lo echó. A decir verdad, el demonio no se le volvió a aparecer nunca más».

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ERMITAÑO.— ¡Oh! deja de maldecir, estando como estamos en el límite de la re-conciliación.

BELZEBUTH.— Estoy fuera de mí. ERMITAÑO.— Volverás a entrar en ti mismo, cuando sientas con qué dulzura de

padre el seno de Dios espera el regreso del hijo. BELZEBUTH.— ¿Y es posible que el que nos ha hecho salvajes con tantas injurias,

quiera la reconciliación? ¿Qué el que nos ha ultrajado tantas veces, se arrepienta? ¿Qué el que quiere que se le considere omnisciente confiese su error y el que quiere se le con-sidere omnipotente se someta? ¿Y tú qué? ¿A qué precio crees que se va a acordar la paz?

ERMITAÑO.— Mi única súplica será cualquiera que extinga las cóleras, que sepul-te los odios, que sumerja como en las profundidades del mar la memoria incluso de lo ocurrido.

BELZEBUTH.— Con esta condición, ve a responder que estoy pronto para la amis-tad.

ERMITAÑO.— ¿Seriamente? BELZEBUTH.— No lo dudes. ERMITAÑO.— No te burles. BELZEBUTH.— Ve tan sólo y tráeme el asunto arreglado. ERMITAÑO.— ¡Oh, qué feliz soy! ¡Oh, día sereno! ¡Oh, hombres liberados! ¡Oh,

Dios bendito! DIOS.— ¿Qué es lo que me traes con tan grandes saltos de alegría? ERMITAÑO.— El asunto arreglado, ¡oh, Padre! Ahora el reino, el poder, la conser-

vación, la fuerza, el honor, la gloria de nuestro Dios y de su Cristo, pues se ha converti-do el que cada día nos acusaba, el que día y noche rugía por nuestra muerte.

DIOS.— ¿Cómo? ¿Añadiste también la condición del perdón? ERMITAÑO.— La ha aprobado. DIOS.— Mira no te engañes. ERMITAÑO.— Me marcho a transmitirle lo que se estipulará. DIOS.— Mas, ¡eh, tú! Determinemos primero la fórmula. ERMITAÑO.— Estoy pronto a recibirla. DIOS.— Notifica, pues, a los que quieran volver a mi gracia que tendrán que pro-

nunciar delante de mi trono estas solemnes palabras: Yo confieso por mi boca y reco-nozco en mi corazón que por mi maldad he sido la causa de mi condenación, y que ésta habría sido eterna si tu misericordia inefable no hubiera disipado mi necedad; ahora, con el alma pacificada, después de haber sentido la diferencia que hay entre la luz y las ti-nieblas, preferiría sufrir los mayores males antes que volver, por una desgracia renova-da, a este estado en comparación del cual la naturaleza de las cosas no puede producir nada más ignominioso.

ERMITAÑO.— Tengo, pues, ya la fórmula; ahora iré, volaré más bien. BELZEBUTH.— ¿Tienes tú alas? ERMITAÑO.— Es el amor lo que me ha hecho tan rápido. He ahí la fórmula de pe-

tición de perdón. BELZEBUTH.— La leeré, si me permites. Pero ¿cuándo se aplicará la condición? ERMITAÑO.— Cuando tú quieras. BELZEBUTH.— ¡Como si yo pudiera dudar! ERMITAÑO.— ¡Pues bien, vamos hacia el trono de Dios! BELZEBUTH.— ¿Cómo? ¿ Estás tú en tus cabales ? ¿Soy yo quien tiene que ir a él

o es él quien tiene que venir a mí? ERMITAÑO.— No bromees en un asunto tan grave.

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BELZEBUTH.— Irá hacia el otro el que tenga que pedir perdón. ERMITAÑO.— En marcha, pues. BELZEBUTH.— ¡Insensato! ERMITAÑO.— ¿No tienes acaso que pedir perdón? BELZEBUTH.— ¿Esto es ni más ni menos lo que has prometido? ERMITAÑO.— ¿Quién podría pensar otra cosa, ni aun en sueños? BELZEBUTH.— ¿No soy acaso el que ha sido ofendido? ¿Yo me tendré que pre-

sentar como suplicante ante ese tirano? ¡Oh, qué maravilloso intercesor! ¡Oh, peste de hombre! ¡Oh, modelo de prevaricadores!

ERMITAÑO.— ¡Oh!, ¿qué haces? BELZEBUTH.—

El veneno se va entrando por los miembros y en seguida la rabia se enfurece por todas las articulaciones: ¡hay que acumular crimen sobre crimen! Así recibimos expiación. Para el furibundo la única víctima que hay es el enemigo inmolado. Es un placer dispersar su carne al viento; despedazada en vivo, reducida a innumerables partes, transformada en otros tantos testimonios de mis pesares, a la misma trompeta que llama a la resurrección sustraerla, ¡esta carne!83

ERMITAÑO.— ¡Oh, Dios, ven en mi ayuda! BELZEBUTH.— Fauces del pálido Averno y vosotros, lagos del Tenaro... ERMITAÑO.— Desapareció, respiro: ¿dónde ha podido ir el desdichado? Dejó tes-

timonio de ello en sus últimas palabras. ¡Oh, desesperado! ¡Oh, enemigo de Dios, del universo, de sí mismo! Que se valgan por sí solos los malditos y que se guarden su deli-berada locura. A Ti, en cambio, Dios mío, alabanza, honor y gloria, a Ti que te has dig-nado manifestar tan bien a tu siervo tu misericordia y tu justicia, que me has quitado todas estas tentaciones de dudas, que tienden a hacerte injusto o impotente. Ahora mi alma está en reposo y, en medio de delicias inagotables, está abrigada por la luz de tu belleza.

Esta fue la conclusión de nuestro Ermitaño, y la mía con la suya. FILÓSOFO (E).— Interrumpiste con un intermedio lleno de encanto la austeridad

de nuestra argumentación, o mejor aún, la sellaste con un epílogo. Ahora, en efecto, si no me engaño, podemos acabarla con seguridad.

TEÓLOGO.— Permite que te proponga aún una sola cuestión. Reconozco que has demostrado que los condenados ni pueden ni deben querer quejarse de Dios, del mundo, de ninguna cosa. Queda como única objeción que Dios, en virtud de una decisión miste-riosa, dé satisfacción a las demás almas, a las extáticas, y más aún a sí; pues, aunque por lo dicho me parece ver la forma de llevar a buen fin la cuestión, como desde lejos, sin embargo preferiría oírtelo resumir a ti.

FILÓSOFO (E).— ¿De qué se podría quejar, pues, aún alguien ahora? Pues ni Dios, ni un bienaventurado sería bienaventurado, más aún, no existiría, si la serie de las cosas no fuera lo que es.84

TEÓLOGO.— Reconozco que nadie puede quejarse, pero tal vez algunos podrían sorprenderse de dos cosas: En primer lugar, ¿por qué el orden del mundo no ha sido

83 Todo este pasaje parece imitado de Virgilio, Eneida, VI, descenso de Eneas a los infiernos —ver sobre todo versos 118, 126, 495—. 84 En el manuscrito B se halla esta adición: «como he demostrado más arriba». Encima de la línea, Leib-niz añadió también: «pues, aunque libremente, esta serie, sin embargo, ha sido elegida infaliblemente por ser la mejor».

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establecido sin la condenación de algunos? En segundo lugar,85

¿por qué las circuns-

tancias de las cosas han llevado consigo que esta alma más bien que en esta otra, en

esta masa de carne más bien que en esta otra, se tuviera que volver o, mejor aún, se

tuviera que querer infeliz? FILÓSOFO (E).— La primera cuestión es a la vez la más fácil y la más difícil. La

más fácil si me das tu aprobación cuando afirmo que lo que ha recibido la existencia real es lo mejor, lo que es conforme a la armonía universal; esto se demuestra a partir del efecto y, como dicen las escuelas, a posteriori, por el hecho mismo de haber sido creado lo existente. Pues todo lo que existe es lo mejor o «lo más armónico»;86 y ello se demuestra gracias a una demostración irrebatible, porque la primera y única causa efi-

ciente de las cosas, es el espíritu; y la causa motriz del espíritu o fin de las cosas es la armonía,87 y la del espíritu absolutamente perfecto es la armonía suprema. Pero si, des-contento con este razonamiento, quieres que esta misma armonía, que causa tantas ma-ravillas, te sea evidente y se te demuestre a priori que era propio de la razón el realizar esta armonía en el mundo, pides una cosa imposible a un hombre que aún no ha sido admitido a los secretos de la visión de Dios.

TEÓLOGO.— Ojalá nuestro mundo se persuadiera de esto con tanta claridad como tú lo has demostrado: todo lo que existe, si se considera el conjunto de las cosas, es lo mejor. Con toda seguridad, si todos estuvieran convencidos de ello, tendríamos menos pecados,88 y ninguno si se acordaran de ello siempre. Todo el mundo amaría al fundador de las cosas, se cerraría la boca al ateísmo y se obligaría a guardar silencio a esos vanos censores de la providencia que, apenas han oído unos pocos compases del poema, se apresuran a juzgar como palurdos de la melodía entera; ellos ignoran que, en esta casi infinidad89 de cosas y, por así decirlo, en esa repetición de los mundos en los mundos (pues lo continuo es divisible hasta el infinito), le es imposible a un mortal aún no puri-ficado abarcar con su espíritu el canto entero, y no se dan cuenta de que estas disonan-cias particulares entreveradas hacen la consonancia del universo más exquisita; de la misma manera que dos impares se funden en un par,90 mucho más propio aún es de la esencia de la armonía que la diversidad discordante sea reducida, de una forma sorpren-dente, a una unidad por así decir inesperada. Esto es lo que los creadores no solamente de melodías sino también de estas historias hechas para la distracción, que llevan el nombre de novelas,91 tienen como regla de su arte. Sin embargo, te queda92 por solucio-

85 Las palabras «primum» y «deinde» —es decir, «en primer lugar», «en segundo lugar»— llevan un doble subrayado en los dos manuscritos. 86 Esta palabra está en griego —armonikwiaion— en el original. 87 En el manuscrito B, la palabra «harmonía» está subrayada, igual que la palabra «summa» un poco más adelante. En el manuscrito A, la siguiente observación marginal: «Objeción: pero, ¿de dónde viene la armonía de las cosas? ¿Por qué no ha de venir del espíritu mismo ordenando las diversas cosas? Y, ¿por qué no se puede admitir como argumento la previsión de los acuerdos y los desacuerdos por la ciencia supremamente perfecta? Respuesta: Mi censor no entiende. La armonía de las cosas es algo ideal, y por tanto se observa en los posibles, porque una serie de posibles es más armónica que otra». 88 Junto a esta frase, en el manuscrito A, se halla esta observación marginal: «Objeción: Y tendríamos una serie distinta. Y el mismo autor queda insatisfecho (?) de una serie hasta que escoge otra. Respuesta: la objeción es ridícula. Nosotros escogemos los futuros, porque ignoramos lo que Dios ha decretado respec-to a ellos. Por esto (?) no elegimos una serie distinta». 89 Una casi infinidad de cosas, ya que la infinidad real tan sólo corresponde a Dios. 90 Seguían a esto, entre paréntesis, y suprimidos más tarde, los siguientes casos concretos: «por ejemplo, 1 y 3 hacen 4, lo mismo que 3 y 5 hacen 8». 91 La lectura de novelas se pone de moda en el siglo XVII. Leibniz nos ha dado a conocer antes su afición al Argenis de Barclay. En París se encuentra con Mlle. de Scudéry, y escribirá versos sobre la muerte de su papagayo.

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nar la segunda dificultad: puesto que las almas son por sí mismas muy semejantes entre sí o, según dicen las escuelas, puesto que tan sólo difieren numéricamente o bien cier-tamente en grado, y no están, en consecuencia, diversificadas más que por las impresio-nes externas, ¿qué razón de diversidad puede haber en esta armonía universal, para que esta alma más bien que estas otras esté expuesta a circunstancias apropiadas para depra-var su voluntad, o bien —lo que viene a ser lo mismo— para que esté situada en este tiempo concreto, en este lugar concreto?

FILÓSOFO (E).— La cuestión parece difícil, pero más por la manera enrevesada de plantear la cuestión que por la naturaleza de la dificultad. Abordamos, en efecto, el es-pinosísimo estudio del principio de individuación, es decir, de la diferenciación de los rasgos de distinción en virtud tan sólo del número. Sean dos huevos hasta tal punto se-mejantes que ni siquiera un ángel93 (por hipótesis de la mayor semejanza) pudiera ob-servar en ellos diferencia alguna; y no obstante, ¿acaso podría alguien negar que difie-ren? Al menos en cuanto el uno es éste de aquí y el otro éste de ahí, es decir, en virtud de la hecceidad,94 o porque son el uno y el otro, porque difieren por el número. Pero, veamos qué es lo que queremos cuando contamos, o cuando decimos esto (contar es, en efecto, repetir esto). ¿Qué es esto? O ¿qué es la determinación? ¿Qué es, sino la con-ciencia del tiempo y del lugar, es decir, del movimiento de la cosa o de su situación en relación a nosotros, el hecho de que tengamos que designar una cosa ya determinada bien con una parte de nuestro cuerpo —por ejemplo, la mano o el dedo por cuyo medio señalamos—, bien con una cosa ya determinada —como puede ser un bastón— dirigida hacia la cosa? He ahí, pues, los principios de individuación, que te causaban sorpresa, fuera de la cosa misma; y, en efecto, no es posible —partiendo de la hipótesis de la se-mejanza máxima— bien a un ángel, bien —me atrevería a decir—95 a Dios, asignar en-tre estos dos huevos otro principio distintivo, que éste: en el momento actual éste está en el lugar A y ese otro en el lugar B; por eso, para poder seguir distinguiéndolos por medio de eso en que reside la determinación —es decir, la determinación continua—, es necesario —en la hipótesis de que no sea posible pintarrajearles, pegarles o imprimirles alguna marca o señal en virtud de lo cual dejen de ser enteramente semejantes— o bien que los introduzcas en un lugar inmóvil en el que también ellos mismos se mantengan quietos, o bien que el lugar, la vasija que los contiene, si es móvil, no sea empero frágil, y que ellos estén fijos en ella de tal manera que conserven siempre la misma situación respecto de las partes de la vasija que lleven ya ciertas marcas inconfundibles; o bien, finalmente, si tienes que dejarles absoluta libertad, será necesario que, durante todo el tiempo que dure su desplazamiento y por todos los lugares que ellos atraviesen, sigas con los ojos, con las manos o con otro algún medio de contacto, el movimiento de cada uno.

TEÓLOGO.— Me dices cosas realmente sorprendentes, que creo no se le han ocu-rrido nunca, ni en sueños, a ningún escolástico y con las que, sin embargo, nadie puede estar en desacuerdo, porque están tomadas de la práctica de la vida, y porque no de otra manera razonan los hombres cuando tienen que distinguir entre cosas realmente seme-jantes; pero, ¿qué infieres tú de ello en relación con las almas?

92 En el manuscrito B hay una variante de lo que sigue: «puesto que puede suceder que ciertas almas sean por sí mismas muy semejantes entre sí y estén, por consiguiente, esencialmente diversificadas por las impresiones corporales, me pregunto con admiración qué razón...». 93 El ángel simboliza a menudo para Leibniz un conocimiento racional menos limitado que el nuestro, un conocimiento más puro, con la pureza del ángel. 94 La «hecceidad» escotista, término que Leibniz critica unas veces, y admite otras, como aquí y en Disc.

métaphys., párrafo 8. 95 Este inciso ha sido suprimido por Leibniz en el manuscrito B.

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FILÓSOFO (E).— ¿Que qué infiero de ello? Nada más sino que también las almas o, como prefiero llamarlas, los espíritus, están individuadas, es decir, llegan a ser éstas

gracias al lugar y al tiempo. Esto admitido, desaparece toda la dificultad. Pues indagar por qué es esta alma más bien que otra la que se presenta primero en estos lugares y en estas circunstancias temporales —de donde nace la serie entera de la vida y de la muer-te, de la salvación o la condenación— y, por consiguiente, por qué es esta alma más bien que otra la que se presenta primero en estos lugares y en estas circunstancias tem-porales —de donde nace la serie entera de la vida y de la muerte, de la salvación o la condenación— y, por consiguiente, por qué pasa de unas circunstancias a otras, supues-to que así lo lleva implicado la serie de las cosas que le son exteriores, es indagar por qué esta alma es esta alma. Imagina que otra alma haya comenzado, en este cuerpo suyo de ahora —es decir, del mismo lugar y del mismo tiempo—, a existir en el mismo lugar y en el mismo tiempo en que comenzó a existir la primera alma; esta misma alma que tú llamas «otra», no será otra, sino ésta, la primera. Si alguien se indignara de no haber nacido de una reina y, al contrario, de que su propia madre no haya dado a luz al que es rey, se indignaría de no ser él mismo otro, o más bien se indignaría por nada, pues todas las cosas sucederían de la misma manera, y el mismo hijo de reyes en tal caso no pensa-ría ni en sueños que es ahora hijo de campesinos. De la misma manera, he dejado a un lado a los que se indignaban de que Dios inmediatamente no hubiera excluido del mun-do (a fin de que la mancha de ellos no se extendiera a sus hijos) a Adán y Eva una vez que habían pecado juntos y de que no les sustituyera por una pareja mejor. Pues, como he hecho notar, si Dios hubiera hecho esto, una vez suprimido el pecado, otra cadena completamente distinta de cosas, otra cadena completamente distinta de circunstancias, de hombres y matrimonios, otros hombres completamente distintos hubieran tenido que producirse y, por consiguiente, suprimido o extinguido el pecado, nosotros mismos no habríamos sido llamados a venir al mundo. Los que tales objeciones ponen no tienen, pues, razones para indignarse de que Adán y Eva hayan pecado, y menos aún de que Dios haya tolerado el pecado, ya que más bien deben contabilizar en el haber de esta tolerancia de los pecados de parte de Dios el hecho de su existencia. Con esto puedes ver cuánto se torturan los hombres a sí mismos por cuestiones vanas, como si un semi-noble se indignara contra el desigual matrimonio de su padre —aun cuando los hombres no carecen de sentimientos semejantes y más locos aún—, sin reflexionar en que, si su padre se hubiera casado con otra mujer, no hubiera sido él, sino otro hombre, el que hubiera venido al mundo.

TEÓLOGO.— No tengo nada más que preguntarte: si tuviera que quejarme, que hacer alguna objeción o que sorprenderme, sería solamente de la inesperada claridad que tus explicaciones aportan a toda esta cuestión. Yo sometería algunas de ellas a la recomendación de los teólogos,96 si no temiera que los hombres sospecharan que había entre nosotros alguna connivencia.

FILÓSOFO (E).— Que otros sean, pues, más bien los que juzguen de ello, siempre que sean honrados e inteligentes, con tal que sean atentos, que admitan el sentido que yo doy a las palabras, que no propongan otro, que no imputen consecuencias deformadas al autor que no las ha concebido ni en sueños, que odien las burlas mordaces, señales de desórdenes del espíritu, y que ardan en un celo igual por vengar la gloria divina e ilumi-nar los espíritus.

TEÓLOGO.—97 Mas sea así; aun suponiendo que te equivocaras, bastaría tan sólo con que la calumnia y la envidia no vinieran a dictarnos la creencia de que poder triun-

96 Este pasaje parece aludir a Arnauld. En todo caso, hace referencia a los coloquios en pro de la reunión de las Iglesias. 97 A partir de esta palabra y hasta el final, el texto fue tachado en los dos manuscritos, A y B.

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far por medio del razonamiento es herético, y de que el que así habla, así cree y así mue-re es condenable y no debe ser considerado hijo de nuestra madre común, la Iglesia, o, lo que viene a ser lo mismo, un hermano.

FILÓSOFO (E).— En todo caso yo tengo confianza y, lleno de esta esperanza, me someto a cuanto hay de universal en la Iglesia, a las sentencias recibidas en que están de acuerdo la república cristiana de la antigüedad y la de hoy en día, en una palabra, a todo hombre que sobresalga por su razonamiento. Que se me acuse, no puedo impedirlo; pido que no se me juzgue de antemano, pues espero, si se me escucha o, mejor aún, si se me lee atentamente, llevar a todos mis interlocutores a que confiesen si es verdad o no que, una vez suprimidas las imposturas verbales que, la mayor parte de las veces, turban más que las cosas al género humano, todo está expuesto con la mayor simplicidad posi-ble; nada ha sido enunciado por mí que ellos no deban reconocer necesariamente todos a una. Del mérito de Cristo, de los auxilios del Espíritu Santo, del concurso extraordinario de la gracia divina, cosas que dependen de la revelación divina, no he dicho nada yo que ahora en verdad, pues habíamos convenido que yo, catecúmeno, te iba a exponer la teo-logía del filósofo antes de que tú, en retorno, me iniciaras en los misterios revelados de la sabiduría cristiana, a fin de aliviarte, Teófilo, del trabajo de demostrar lo que yo con-fieso y reconozco, de hacer más clara la armonía entre la fe y la razón,98 y más evidente la locura de todos aquellos que, o bien hinchados de ciencia menosprecian la religión, o bien orgullosos de la revelación ofrecida odian la filosofía, detectora de su ignorancia.

TEÓLOGO.— Alabo tu modestia y he recogido, lo confieso, buenos frutos de esta conversación. Me alegro de haber recibido de ti con qué cerrar la boca a los que, haciendo gala de una suprema imprudencia, no se sienten afectados ni por el respeto a la Sagrada Escritura, ni por el acuerdo, la autoridad y los ejemplos de los Santos Padres, y que están llenos de no sé qué razones que tú has demostrado más claramente que la luz del mediodía que eran del todo frívolas. Tiempo vendrá —así lo auguro y hago oración por ello— en que tendré en ti un instrumento preparado para más altas empresas, en orden a que, una vez hayamos penetrado en mayores profundidades de la fe, todas las tinieblas y todos los espectros de las más vanas dificultades que turban las almas y por las que ellas se extravían, sean expulsados como en virtud de un exorcismo. Adiós.

98 Sin la armonía de la fe con la razón —tema de la futura Teodicea— el optimismo sería indefendible, pues cabría suponer el orden de la fe contrario al de la razón y evadiéndose, por ello, de una esperanza razonable.