las sonatas para piano - alexander panizza

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LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770-1827) Las sonatas para piano ALEXANDER PANIZZA piano

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Publicación que acompaña a la edición completa de la obra de Panizza editada por la Editorial Municipal de Rosario

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LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770-1827)Las sonatas para piano

ALEXANDER PANIZZA piano

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2 BEETHOVEN Las sonatas para piano

Música que nos habla ynos esperaPOR ALEXANDER PANIZZA

Este ensayo surge de la necesidad de sintetizar mi visión de las sonatas para piano de Beetho-ven. Debido a la envergadura de la temática y a la cantidad enorme de material ya escrito, de ninguna manera pretendo ser exhaustivo y, si bien haré algunas observaciones específi-camente analíticas, no entraré en la acostum-brada visita guiada a cada movimiento de cada sonata. Más bien intento considerar ciertos rasgos que distinguen a cada obra, mostrar patrones que agrupan ciertas sonatas y, en ge-neral, manifestar algunos de los aspectos que me apasionan, conmueven y movilizan mi re-flexión (evocando la expresión inglesa food for thought, es decir, alimento para el pensamien-to) al encarar un proyecto de estas caracterís-ticas. Si tuviera que señalar el sentimiento que me ha llevado tanto a escribir este texto como a preparar y concretar este ciclo sería mi pro-

fundo amor por las obras que lo componen. Directa o indirectamente, las sonatas de Bee-thoven han estado siempre en mi cabeza y en mi corazón desde los seis años de edad, cuando mi padre me regaló una grabación de Rudolf Serkin tocando la “Patética”, la “Claro de luna” y la “Appassionata”. Fue este hecho puntual, creo, y la ceremonia de escuchar esas versiones durante las noches siguientes por largo tiempo, lo que me hizo querer dedicar mi vida a buscar lo que Serkin buscaba.

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“La música no la entendemos; es ella la que nos entiende a nosotros. […] Cuando más cerca está de nosotros, entonces nos habla y

espera con ojos tristes a que le respondamos.” Th. W. Adorno, Beethoven. Filosofía de la música

En mi opinión, esta maravillosa frase sinte-tiza perfectamente mis sensaciones a la hora de plantearme el desafío de interpretar el ci-clo integral de las treinta y dos sonatas para piano de Ludwig van Beethoven. Es que, desde todo punto de vista, realizar esta obra seminal, considerada por algunos musicólogos del siglo XIX como el Nuevo Testamento del repertorio pianístico (refiriéndose a El clave bien tempe-

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rado de Bach como el Viejo Testamento), ex-cede la planificación, ejecución y grabación de ocho recitales de piano. El viejo cliché de que la totalidad es más que la suma de sus partes queda ejemplificado al comprobarse que las treinta y dos obras funcionan como un camino iniciático. De este modo, no solamente vemos las conclusiones a las que arriba el genio sino que también tenemos el privilegio de observar la factura misma de las preguntas que este se formula y su lucha para contestarlas.

Es justamente el deseo de transmitir al oyente esta sensación de recorrido espiritual y de transformación lo que me ha llevado a considerar cuidadosamente ciertos aspectos logísticos, tanto en la confección de cada uno de los ocho programas ofrecidos en concierto como su posterior agrupación en cada disco doble. Naturalmente, pasar de ocho recitales a doce discos requiere algunos cambios. Pero en general, el criterio usado para decidir cada caso fue el mismo: intentar plasmar la evolu-ción del discurso de una manera fácil de per-cibir, adoptando el orden cronológico como principio de organización. Así, las sonatas que, según considero, están unidas por algún moti-vo fueron ubicadas en el mismo recital y apa-

recen aquí agrupadas en la misma caja doble, aunque, por cuestiones de duración, no siem-pre en el mismo CD. Por ejemplo, los Opus 2, 10 y 31, cada uno con tres sonatas, funcio-nan como tres trípticos que reúnen distintas composiciones estilísticamente contrastantes entre sí. Otras agrupaciones que creo impor-tantes son, por un lado, la sonata Opus 26, las dos del Opus 27 y la Opus 28; por el otro, los Opus 78, 79 y 81a. Observo una relación aún mayor, según explicaré más adelante, entre las últimas sonatas: al funcionar como una gran obra, creo que sería aconsejable ejecutarlas sin interrupciones ni aplausos entre ellas.

En suma, me vi ante el desafío nada fácil de organizar las sonatas según un eje cronológico, respetando los grupos internos, repartiendo aquellas que se encuentran en modo menor y armando cada CD de forma coherente e inte-resante. El diseño final guarda, además, cierta relación con los tres períodos tradicionalmen-te identificados en la producción beethove-niana. En el ciclo, el primer grupo/período se compone de tres recitales e incluye las prime-ras once sonatas y las dos Opus 49 (No. 19 y No. 20) que, a pesar del número de catálogo elevado, son obras tempranas. El segundo gru-

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po/período, también con tres recitales, incluye desde la sonata No. 12 a la No. 26, con excep-ción de las mencionadas 19 y 20. Finalmente, el tercer grupo/período abarca los últimos dos recitales, compuestos de tres sonatas cada uno (Nos. 27, 28 y 29, y 30, 31 y 32). En el presente registro, treinta de las treinta y dos sonatas es-tán en orden rigurosamente cronológico. Las únicas dos excepciones son las dos pequeñas sonatas del Opus 49 que, si bien pertenecen al primer período, fueron publicadas (sin el consentimiento de Beethoven) entre las Opus 31 y la Opus 53. Aprovechando esta pequeña discrepancia, la segunda de las Opus 49 se en-cuentra en el CD 5 y la primera en el CD 9.

CD 1

Sonata Op. 2 No. 1 en fa menor (1795)

Sonata Op. 7 en mi bemol mayor (1796/97)

CD 2

Sonata Op. 2 No. 2 en la mayor (1795)

Sonata Op. 2 No. 3 en do mayor (1795)

Las tres sonatas del Opus 2 son las primeras publicadas por Beethoven. En ellas, según el célebre pianista y musicólogo Charles Rosen, “se evidencia el rango y la personalidad del jo-

ven compositor. […] Cada sonata es distinta en carácter y forma. El pathos es seguido por la sociabilidad amable y luego por el brillo. Los patrones formales típicos de Mozart son im-buidos por técnicas aprendidas de Haydn. Las sonoridades incorporan texturas del ámbito del concierto, la sinfonía y las obras de cáma-ra”. Cada una de estas sonatas consta de cuatro movimientos, una articulación habitual en la sinfonía pero no en la sonata para piano solo. De hecho, parecería que Beethoven quiere entrar en escena diluyendo las barreras entre los géneros compositivos no solamente en la cantidad de movimientos sino emulando a veces texturas orquestales, cuartetos de cuer-da, cantilenas operísticas y obras concertan-tes. Esto es aún más extraordinario al tener en cuenta los instrumentos propios de la época. Claramente esta búsqueda tímbrica excedía al fortepiano del siglo XVIII y requería la utili-zación de un piano (aún inexistente) con un mayor rango dinámico y mayor potencia. A mi entender, la capacidad de Beethoven de nutrir la paleta de sonoridades desde su mun-do interior, más que desde la realidad exterior, resultó un recurso fundamental cuando em-pezó a deteriorarse su audición.

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La Sonata op. 7 consta de cuatro movimien-tos, continuando con el molde de las del Opus 2, y es una obra de gran escala. No sólo se distin-gue por su duración, que es superada solamen-te por la Sonata op. 106, sino por su dificultad técnica. Esto se hace evidente especialmente en el primer movimiento donde, en un tem-po rápido, indicado Allegro molto e con brio, el pianista debe lidiar con grandes saltos, octavas ligadas y quebradas y escalas a gran velocidad. Sin embargo, es en su contenido expresivo don-de más se destaca. El primer movimiento, que evoca el aire libre y llamadas de cornos de caza, es seguido por un segundo movimiento de gran profundidad y belleza, y por un tercero cuya parte central se anticipa a los mundos sonoros de ciertos lieder de Schubert. La sonata concluye con un Allegretto al estilo mozartiano.

CD 3

Sonata Op. 10 No. 1 en do menor (1796/98)

Soanta Op. 10 No. 2 en fa mayor (1796/98)

Sonata Op. 10 No. 3 en re mayor (1796/98)

CD 4

Sonata Op. 13 en do menor (1798/99) “Patética”

Sonata Op. 14 No. 1 en mi mayor (1798/99)

Sonata Op. 14 No. 2 en sol mayor (1798/99)

Las sonatas del Opus 10 forman el segundo tríptico y comparten muchas similitudes con las del Opus 2. Ambos trípticos empiezan con una sonata en modo menor, seguida por otra de carácter gracioso y culminan con la más ambiciosa de las tres. Este recurso expresivo, que consiste en trasladar el peso emocional al final de un grupo de obras, cuando tradi-cionalmente se ubicaba al principio, se trans-formará en un patrón que Beethoven utilizará luego dentro de una misma obra. A diferencia de las del Opus 2, las primeras dos sonatas del Opus 10 son compactas y cuentan con tres movimientos cada una. La tercera sonata vuelve a la estructura de cuatro movimientos y tiene como centro emocional el increíble segundo movimiento, indicado Largo e mesto, donde se logran plasmar niveles de angustia y lamento que anticipan en cierto modo el gran Adagio de la Sonata op. 106.

La Sonata op. 13 es la famosa “Patética”, una obra que, junto a la “Claro de luna”, se en-cuentran entre las favoritas de los aficionados al piano, sin duda debido a su gran contenido emocional. La contracara de este fenómeno es la banalización de estas obras a través de su repetición, no sólo por parte de pianistas de

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todos los niveles sino también por ser utili-zada como cortina de noticieros, música de ascensor y fondo de telenovelas. Sin embargo, eso no debe hacernos olvidar su gran valor artístico. La Opus 13 comienza con una intro-ducción Grave que evoca la obertura francesa barroca por sus ritmos punteados (basta con escuchar el principio de la Partita en do me-nor de Bach para apreciar las similitudes) y posee cierto estilo a la Haydn en el manejo de los silencios. Pero el desarrollo temático y el contenido emocional representan a Beetho-ven en su estado más puro y logran generar una sensación de tensión y anticipación que lleva al Allegro di molto e con brio. Este tor-bellino emocional es interrumpido tres veces por episodios lentos, postergando la resolu-ción casi abrupta que finaliza el movimiento. Vale aclarar que, al repetir la exposición elijo, al igual que Rudolph Serkin, volver al princi-pio, agregando así otro episodio grave. Si bien ninguno de los otros dos movimientos llega a los niveles de tensión emocional del primero, el Adagio cantabile demuestra que Beethoven era capaz de componer melodías de infinita belleza. Y el tercer movimiento, originalmente esbozado como una obra para violín y piano,

es un digno cierre de semejante obra. Las dos sonatas del Opus 14 podrían ser

consideradas sonatas de cámara y ambas se-guramente estaban dentro de los alcances téc-nicos de los aficionados de la época. Esto, sin embargo, no debería quitarles mérito, ya que se trata de pequeñas joyas musicales. La pri-mera sonata evoca claramente la textura de un cuarteto de cuerdas y de hecho es la única que Beethoven transcribió para esa formación.

CD 5

Sonata Op. 49 No. 2 en sol mayor (1795/96)

Sonata Op. 22 en si bemol mayor (1799/1800)

Sonata Op. 26 en la bemol mayor “Marcha fúnebre” (1800/01)

CD 6

Sonata Op. 27 No. 1 en mi bemol mayor Quasi una fantasia (1800/01)

Sonata Op. 27 No. 2 en do sostenido menorQuasi una fantasia “Claro de luna” (1801)

Sonata Op. 28 en re mayor “Pastoral” (1801)

Casi una sonatina, la Sonata op. 49 No. 2 cons-ta solamente de dos movimientos. Vale indicar que el segundo de éstos ya había sido utilizado por Beethoven en su célebre Septeto en mi be-mol mayor.

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La Sonata op. 22, por muchos considerada la última del primer período, pone en eviden-cia la absoluta maestría de Beethoven en el oficio de componer. Temáticamente, la sona-ta cuenta con material más bien neutro. Pero es justamente lo que se logra a partir de esta materia prima, aparentemente pobre, lo que la convierte en una obra maestra. Si bien nunca llegó a estar entre las favoritas del gran público, era una de las que más enorgullecía al compo-sitor. Hacer mucho con poco era uno de los de-safíos que más atraían a Beethoven; el ejemplo máximo de esta modalidad serán las Variacio-nes Diabelli, su obra más importante para pia-no solo. Cada uno de los cuatro movimientos de la Sonata op. 22 se concentra en un estilo particular. Para utilizar una metáfora musical, esta obra marcaría el final de la exposición bee-thoveniana, en la serie de sonatas. Ahora debe comenzar un desarrollo que se va a caracteri-zar por sonatas experimentales que cuestionan cada aspecto tradicional de dicha forma.

La Sonata op. 26 consta de cuatro movi-mientos, pero lo llamativo es que ninguno de ellos tiene la estructura conocida como forma sonata. El primero es un tema con variaciones (esto no es nuevo, pues se puede citar la sona-

ta a la turca de Mozart como un precedente); el segundo, un scherzo; el tercero, la famosa marcha fúnebre a la muerte de un héroe; y, el cuarto, un rondó-sonata muy original. Como describe Charles Rosen, “esta sonata marca un progreso importante en las intenciones de Bee-thoven de imbuir a cada obra nueva con una individualidad inconfundible, no simplemen-te componiendo otra sonata más sino redefi-niendo el género con cada obra”. Claramente, se percibe aquí una construcción cuya inten-ción es preparar psicológicamente al oyente y luego resolver el tercer movimiento, es decir, la marcha fúnebre. Vale la pena mencionar que, de las sonatas de Beethoven, esta era la favorita de Chopin, como se aprecia en las similitudes que aparecen en su Segunda Sonata, también conocida como Marcha fúnebre.

Las dos piezas del Opus 27 son tituladas sonata quasi una fantasia y continúan con la tendencia experimental evidenciada en la precedente. En ambas se busca unificar el dis-curso de tal manera que los movimientos se sucedan sin interrupciones. Si bien poseen sus climax emocionales en el último movimiento, poseen caracteres completamente distintos. Formalmente, la primera sonata es más nove-

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dosa pues, si bien sus movimientos están mu-sicalmente redondeados, carecen de sentido al ser tocados en forma aislada. En el último movimiento, Beethoven comienza a integrar recursos de escritura polifónica barroca a la trama dramática de una sonata. Este detalle, sumado a la creatividad formal, nos lleva a afirmar que en esta sonata se perciben ciertas semillas que crecerán y darán sus frutos en sus últimas obras.

Se podría decir que la segunda sonata del Opus 27 es menos radical en su concepción formal y manejo polifónico, pero esto de ninguna manera se puede tomar como un paso atrás ya que, desde la perspectiva de la intensidad emocional, la “Claro de luna” es la primera de las grandes sonatas heroicas del período medio beethoveniano. Algunos musi-cólogos buscan elementos autobiográficos en el contenido emotivo de esta obra, especial-mente en lo que significó para el compositor la lenta e inexorable pérdida de la audición. Tal hipótesis se basa en el carácter lento y siempre con sordina del primer movimiento, donde todo diseño melódico apenas se desta-ca sobre un fondo constante y murmurante. Para caracterizar el segundo movimiento, un

refugio emocional necesario para asimilar lo que se acaba de escuchar y prepararse para lo que sigue, conviene recordar la metáfora de Franz Liszt, quien lo definió como “una flor entre dos abismos”. El último movimiento es la imagen arquetípica de Beethoven agitando su puño en alto, desafiando el destino.

En la Sonata op. 28, conocida como la “Pastoral”, el compositor retoma la estruc-tura de cuatro movimientos con sus formas habituales, pero queda claro que los experi-mentos de las últimas tres sonatas no fueron en vano. Lejos quedó la Sonata op. 22, en lo que respecta al desarrollo dramático y psico-lógico. Se ofrece aquí otra mirada acerca de la naturaleza, representada ya no desafiante y en estado de conflicto, sino como un gran fresco de profunda serenidad: una naturaleza sin la presencia del hombre. La decisión de tocar las Sonatas op. 27 No. 2 y op. 28 en una misma parte de programa y en ese orden busca poner de manifiesto una característica importante de la personalidad beethoveniana: no sólo se yuxtaponen extremos emocionales, sino que se intenta encuadrar los tumultos del drama humano en un marco más grande que abar-que toda la naturaleza.

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CD 7

Sonata Op. 31 No. 1 en sol mayor (1801/02)

Sonata Op. 31 No. 2 en re menor “La tempestad” (1801/02)

CD 8

Sonata Op. 31 No. 3 en la bemol mayor“La caza” (1801/02)

Sonata Op. 53 en do mayor “Waldstein” (1803/04)

Las obras del Opus 31 forman el tercer tríptico de sonatas que, como los Opus 2 y 10, muestra tres facetas bien diferenciadas. La Sonata op. 31 No. 1 es pura comedia. Desde el comienzo, Beethoven genera la ilusión de que las manos encuentran grandes dificultades en tocar jun-tas, siendo la derecha la que siempre se “apura” y entra antes. Todo el movimiento está repleto de guiños y pequeñas ironías, como el brote de virtuosismo en el arpegio de re mayor cuan-do por fin logran coordinarse las manos o el empezar el segundo tema en una tonalidad errada para luego ir tropezando hacia el lugar “correcto”. El segundo movimiento está mar-cado Adagio grazioso, lo cual es algo contradic-torio debido a la convención que indica que un adagio es una obra seria y profunda. Con sus grandes fiorituras durante la exposición

del tema y sus interludios de índole orquestal, este movimiento evoca el estilo de ópera ita-liana pre-rossiniana. El último movimiento, si bien comienza de manera más predecible para un rondó, recuerda el humor del primer movi-miento en su coda: allí se intenta, de una vez y por todas, sincronizar las manos.

La Opus 31 No. 2 es una sonata muy popu-lar, conocida también como “La Tempestad”. El comienzo es uno de los más dramáticos que Beethoven haya compuesto hasta ese momen-to. El arpegio lento inicial, que parece ser una introducción, es en realidad la primera parte del tema principal, cuya segunda parte es un allegro muy contrastante. De hecho, la tensión emocional de todo el movimiento reside en el tratamiento de un tema con dos partes tan dis-tintas. El Adagio del segundo movimiento, uno de los grandes movimientos lentos de Beetho-ven, comienza con un gesto similar al primero (un arpegio lento ascendente) pero el carácter es totalmente distinto. El primer tema sugie-re un diálogo entre un instrumento solista y una masa orquestal. Luego, sigue un himno con acompañamiento de trémolos de timba-les evocando una solemne procesión. El cierre del movimiento contiene un recurso sutil pero

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genial. Poco a poco, el compositor va minando la estabilidad de la nota si bemol, la tónica (es decir, el punto de mayor reposo en el sentido tonal), haciéndola “resolver” en un la un semi-tono por debajo. Eso logra que la última nota, un si bemol grave, tenga una tensión armónica que le impida generar la sensación de final to-tal (el hecho de que no sea tocada en el pulso más fuerte del compás también ayuda). Y esa pequeña tensión es “resuelta” con la primera nota del tercer movimiento: un la. El último movimiento es un moto perpetuo emocional-mente muy difícil de lograr, ya que si se toma demasiado rápido o con un sonido exagerada-mente seco suena como una pieza menor. Si, por el contrario, se encuentra esa franja justa de tempo y sonido que demanda la obra, es po-sible develar su gran poesía.

El comienzo de la Sonata op 31 No. 3, también conocida como “La caza”, es de gran interés. Pone en evidencia un rasgo ca-racterístico de Beethoven: el de yuxtaponer elementos musicales de gran originalidad a otros absolutamente convencionales. La ten-sión que generan los primeros seis compases, al comenzar con un acorde poco habitual (el segundo grado con séptima) y con un motivo

inquietante, que parece repetir una pregunta, llevándonos a armonías cada vez más inten-sas, resuelve sorpresivamente en una simple y elegante cadencia tradicional. Según Rosen, “Esta cadencia está allí justamente porque es convencional: cualquier cosa más interesan-te arruinaría la idea. Esta combinación in-frecuente de lirismo intenso y humor le dan a esta sonata su sello distintivo”. El segundo movimiento es un scherzo muy humorístico donde se combina una textura mendelssoh-niana ágil y staccato con ciertos tratamientos dinámicos típicamente de Beethoven, como por ejemplo los abruptos contrastes entre pia-nissimo y fortissimo. El tercer movimiento, de gran lirismo, es un típico menuetto. De hecho, es el último de este género en todo el ciclo, a excepción del comienzo del Opus 54, que es más bien una mirada irónica sobre la tradicio-nal forma. La obra cierra con una tarantella de gran energía.

La Sonata “Waldstein” o “Aurora”, op. 53, junto a la Opus 57, “Appassionata”, constituye una de las máximas expresiones pianísticas del llamado período medio o heroico. El gran pianista austríaco Alfred Brendel, comparan-do el proceso compositivo de Beethoven con

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el de Schubert, afirmaba que, mientras el se-gundo compositor parecía un sonámbulo, recorriendo los diferentes momentos armó-nicos como si estuviera guiado por el incons-ciente, Beethoven era como un gran paisajista, cuidadosamente diseñando cada detalle del terreno, siempre teniendo en su oído interior la totalidad del paisaje. Esta imagen nos pare-ce perfectamente aplicable a la “Waldstein”, ya que nunca antes había logrado el compositor generar semejante sensación de espacio y de perspectiva lejana (como la de un águila so-brevolando a una gran altura). Vale recordar aquella anécdota divertida según la cual un editor francés llamó a esta sonata “L’aurore”, es decir, “la aurora” o “el alba”, sin duda ins-pirado por el enlace entre la introducción al segundo movimiento (a veces considerado un movimiento en sí) y el Allegro que culmina la obra. Un musicólogo inglés, por su parte, escribió un artículo donde explicaba que la sonata, que causó un gran revuelo al ser pu-blicada, había sido llamada “L’horreur”, es decir “el horror”, debido a las modulaciones abruptas y sorpresivas del comienzo.

La sonata consta de dos movimientos. Originalmente, Beethoven había compuesto

un hermoso andante en fa mayor como mo-vimiento intermedio, pero luego sabiamente decidió quitarlo (lo publicaría separadamente como el célebre Andante Favori) y poner en su lugar una introducción lenta al segundo mo-vimiento. De esta manera se enfatiza aún más el impulso hacia el segundo movimiento como punto emocional culminante. Este impulso es luego acelerado hasta llegar al prestissimo final, que desborda de energía radiante y luminosa.

CD 9

Sonata Op. 49 No. 1 en sol menor (1795/98)

Sonata Op. 54 en fa mayor (1804)

Sonata Op. 57 en fa menor “Appassionata” (1804/05)

CD 10

Sonata Op. 78 en fa sostenido mayor “a Therese” (1809)

Sonatina Op. 79 en sol mayor (1809)

Sonata Op. 81a en mi bemol mayor “Les adieux” (1809/10)

Sonata Op. 90 en mi menor (1814)

Como ya hemos aclarado, si bien la Sonata op. 49 No. 1 figura, en orden de edición, como la Sonata No. 19, es una obra que data de 1795. Es decir que pertenece cronológicamente al pri-mer período y, al igual que su compañera de

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opus, consta solamente de dos movimientos. La pequeña sonata de dos movimientos

op. 54 tuvo la mala suerte de haber quedado “atrapada” entre la “Waldstein” y la “Appas-sionata”. Tal vez ese hecho, sumado a que no contiene gran dramatismo ni aparenta plantear grandes temáticas metafísicas, haya contribuido al relativamente poco aprecio manifestado por el público. Sin embargo, se trata de una obra radicalmente experimental y de gran poesía. El primer movimiento fun-ciona como una despedida paródica, a veces sutil y a veces grotesca, al minueto y trio, una forma a la que Beethoven recurrió hasta ex-primir todas sus posibilidades, utilizándola por última vez de manera convencional en la Sonata op. 31 No. 3. El gran contraste entre el minueto y el trio ha suscitado interpretaciones de toda índole. Entre ellas podemos mencio-nar las de quienes conciben el trio como un estudio de octavas, lo comparan a un perrito juguetón salturreando por todas partes o con-sideran que el movimiento entero representa el mito de la bella y la bestia, encarnando la oposición entre lo femenino y lo masculino o la complementariedad del Yin y el Yang. Lo cierto es que el minueto en sí suena como

exageradamente pomposo y nunca logra ven-cer su propia inercia y avanzar. El trio queda como una desmedida muestra de virtuosismo que nada tiene que ver musicalmente con su entorno. Es notable cómo Beethoven poco a poco va diluyendo esta bipolaridad median-te la paulatina mezcla de elementos. Es decir, el minueto empieza a tener más continuidad en su discurso mediante la eliminación de los constantes silencios y la utilización de figura-ciones virtuosísticas, mientras el trio se vuelve más lírico y menos punzante. La coda ofrece una especie de síntesis de lo que al principio parecían dos extremos irreconciliables.

La Sonata op. 57, “Appassionata”, y la Quin-ta Sinfonía son tal vez las obras que más se aso-cian con el arquetipo heroico beethoveniano. A menudo comparada con la Divina Comedia de Dante, Macbeth o El Rey Lear de Shakespea-re y las tragedias de Corneille, se podría decir que incluso su génesis contuvo episodios que ayudaron a cimentar la imagen de Beethoven como artista independiente y genial, forjada durante el Romanticismo. Según se sabe, Bee-thoven fue a pasar unos días durante el mes de noviembre de 1806 a la casa de campo del príncipe Lichnowsky, uno de sus mecenas más

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importantes. La casa se encontraba en una zona que desde 1805 estaba ocupada por las fuerzas napoleónicas. Una noche, el príncipe decidió invitar a unos generales franceses a cenar y, para congraciarse con ellos, anunció que, luego de cenar, nada menos que el gran compositor Beethoven iba a tocar el piano. Al enterarse de esto, Beethoven se enfureció y, luego de un intercambio de palabras que casi llegaron a los golpes, se marchó en medio de una noche tormentosa con el manuscrito de la “Appassionata” como parte de su equipaje. Fue precisamente esta tormenta la que dejó las manchas de agua que hoy se observan en el manuscrito. Mas allá de lo anecdótico, la Sona-ta op. 57 es un obra magistral que, compuesta con una increíble economía de medios, logra sonoridades pianísticas hasta entonces desco-nocidas, creando un verdadero tour de force de intensidad emocional. Si bien una obra como esta funciona de maravillas como cierre de un recital, la decisión de ubicarla al final de la primera parte responde al deseo de emular la búsqueda del compositor. Es decir, ¿cómo seguiría luego de haber alcanzado semejante cima musical? De hecho, no le fue fácil: ten-drían que pasar más de cuatro años hasta que

volviera a componer sonatas para piano. Las Sonatas op. 78, 79 y 81a fueron com-

puestas entre 1809 y 1810 y, a nuestro enten-der, pueden funcionar como otro tríptico. En consonancia con los anteriores, son clara-mente contrastantes y constituyen una suerte de muestrario actualizado del talento de Bee-thoven. Ahora, más que mostrar variedad en el carácter de cada obra, el criterio se relaciona con la fuente de inspiración para cada pieza, pudiendo caracterizarse, en orden, como: música pura, parodia/homenaje y música programática. La primera del grupo, op. 78 en fa sostenido mayor, junto con la “Appassio-nata”, fue una de las favoritas del compositor. Aquí volvió al formato de dos movimientos y a un estilo mucho más compacto. El recurrir a formas más pequeñas, luego de producir una obra de grandes dimensiones, se podría consi-derar un patrón típico en Beethoven. Aquello que se observó entre la op. 53, “Waldstein”, y la op. 54, se ve aquí en mucho mayor escala y aparecerá luego en las relaciones entre la Sonata op. 106, “Hammerklavier”, las tres úl-timas sonatas y las Variaciones Diabelli. Vale aclarar que, por más que lamentablemente no formen parte de este ciclo, la consideración de

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estas variaciones será necesaria para ofrecer una imagen más completa de la obra pianís-tica beethoveniana.

La Sonata op. 79 aparece como sonatina en algunas ediciones y, de hecho, se percibe el intento de emular el estilo de composito-res como Clementi y sus celebres piezas para jóvenes estudiantes. Sin embargo, a diferencia de las sonatas del op. 49, esta no es una obra menor y plantea dificultades técnicas muy por encima de las obras que homenajea. Aquí surge otra característica que se irá acentuando en las obras tardías de Beethoven: la de rendir homenajes de todo tipo y forma. Sus home-najes, incomparablemente talentosos, pueden ser, entre otros, grotescos, reverenciales, sar-cásticos, irónicos y humorísticos, y se refieren a compositores, técnicas compositivas, clichés interpretativos y muchos aspectos más.

La Sonata op. 81a es también conocida como “Los adioses”. Con excepción de aquel epígrafe enigmático a la muerte de un héroe que encabezaba la marcha fúnebre de la So-nata op. 26, esta es la única sonata que sugiere un programa extramusical. Se trata del adiós, la ausencia y el retorno de un ser querido, en este caso su alumno y mecenas el Archiduque

Rudolph, quien se vio obligado a abandonar Viena durante un sitio napoleónico. Es muy importante notar que el trabajo programático de Beethoven no es describir tal cual un he-cho particular sino descubrir los arquetipos psicológicos y emocionales que representan el adiós, la ausencia y el retorno. No obstante, hay un efecto que parece netamente descripti-vo y, debido a su genialidad, merece ser men-cionado. Se trata de la coda del primer movi-miento. En ese momento se escuchan los tres acordes temáticos del principio como si fue-ran cornos de caza. Para lograr la sensación de alejamiento espacial, Beethoven superpone y en cierta manera “ensucia” los acordes a me-dida que éstos se “alejan”.

Mientras el primer grupo/período, que culmina con la Sonata op. 22, poseía ciertos elementos comunes en su forma y, quizás por eso mismo, se separaba claramente del segundo grupo/período, más experimental, el pasaje entre el segundo y el tercer grupo/período no es tan evidente. En realidad, ya en el segundo grupo/período, que se cierra con la Sonata op. 81a, se han observado rasgos y elementos que anticipan las inquietudes y búsquedas que ocuparán al compositor en sus

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seis últimas sonatas. La transformación que se logra en estas obras, sin embargo, no deja de ser increíble.

La Sonata op. 90 abre esta última etapa y contiene dos movimientos contrastantes. Es evidente que Beethoven utiliza esta estructura para plantearse el desafío de lograr continui-dad y sensación de unidad incluso al yuxtapo-ner dos secciones muy diferentes. Lo hizo en las sonatas op. 54 y 78 y culminará su elabo-ración en la op. 111. El primer movimiento es muy compacto, dramático e intenso, mientras que el segundo es un rondó espacioso, cuyo lirismo y fluidez anticipan las Canciones sin palabras de Mendelssohn. Las indicaciones de la partitura, convencionalmente escritas en italiano, aparecen aquí en alemán (si bien en la sonata “Los adioses” ya empleó su idio-ma natal para anotar el adiós, la ausencia y el retorno, conservó el italiano para las indica-ciones de tempo y de carácter). Basta sólo con leerlas para darse cuenta que el compositor buscaba ser mucho más específico a la hora de transmitir el caracter que deseaba. La diferen-cia entre, por ejemplo, allegro ma non troppo y Mit Lebhaftigkeit und durchaus mit Empfin-dung und Ausdruck es notable.

CD 11

Sonata Op. 101 en la mayor (1816)

Sonata Op. 106 en si bemol mayor “Hammerklavier” (1817/18)

CD 12

Sonata Op. 109 en mi mayor (1820)

Sonata Op. 110 en la bemol mayor (1821)

Sonata Op. 111 en do menor (1821/22)

Las obras que conforman estos dos últimos discos del ciclo son tal vez las más exigentes, tanto para el oyente como para el intérprete, debido a su complejidad musical y a su carga espiritual y emocional. Para contextualizarlas, citamos nuevamente a Rosen: “Los años 1812 a 1817 fueron difíciles para Beethoven. Fue la época del juicio en contra de su cuñada sobre la custodia de su sobrino Karl, la carta deses-perada hacia la amada inmortal y cuando su sordera evolucionó al punto tal que ya no es-cuchaba cuanto tocaba el piano. En cuanto a música para piano, compuso dos sonatas rela-tivamente cortas (op. 90 y 101) y dedicó mu-cho tiempo a terminar la op. 106”.

Estructuralmente, la Sonata op. 101 está emparentada con la Sonata para cello y pia-no en do mayor. Citando a Robert Greenberg,

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“Beethoven estaba experimentando, y queda claro que quiso hacer el mismo experimento formal en dos géneros distintos”. El experi-mento formal es básicamente el siguiente: un primer movimiento lírico y fluido, un segun-do marcial con ritmos sincopados, un adagio como tercer movimiento que funciona como introducción a un cuarto, la sección más im-portante y extensa, y la culminación emocio-nal de la obra. Para Adorno, la Sonata op. 101 es “eminentemente hegeliana. El primer mo-vimiento, el sujeto, el segundo “alienado” (a la vez objetivo y desplomado), el último (…) la síntesis ciertamente surgida de la fuerza de la objetividad que en el proceso se demuestra idéntica al sujeto, al núcleo lírico”. De cual-quier manera, todos estos detalles complejos y técnicos sobre su génesis y contenidos que-dan en un segundo plano frente a la belleza y la poesía de una obra como pocas en todo el repertorio pianístico.

El recital cierra con la fenomenal Sonata op. 106, también conocida como la “Ham-merklavier”. Se trata de una obra legendaria, temida por todo pianista mucho antes de co-nocerla. Y no sin razón. Al enviar el manuscrito al editor, Beethoven escribió: “aquí tienes una

sonata que mantendrá ocupados a los futuros pianistas por cincuenta años”. Con aproxima-damente 45 minutos de duración, es la sonata mas larga del ciclo. Y, sin duda, emocional y técnicamente la más exigente para el intérpre-te. En síntesis, un tour de force por donde se la mire. Wagner llegó a decir que obras como la op. 106 sólo tienen significado en sí mismas, haciendo casi imposible toda interpretación. El germen dramático de la sonata reside en la relación entre sus dos tonalidades centrales: si bemol mayor y si menor. La primera, lumino-sa, heroica, militar, mientras que la segunda, llamada por Beethoven la tonalidad negra, es oscura, íntima, desesperada. Ya en la reex-posición del primer movimiento se plantea de manera sorpresiva y violenta un conflicto que necesitará de todo el resto de la obra para resolverse. Cada movimiento posterior mani-fiesta la tensión de diferente manera.

El Scherzo manifiesta el conflicto principal alternando un trio en si bemol menor, lírico y misterioso, con el scherzo en si bemol mayor, de carácter rítmico y sincopado. La coda des-nuda la oposición alternando octavas forte en si bemol y octavas piano en si natural. El co-razón emocional de la sonata es el Adagio. De

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dimensiones que serán comunes en Bruckner o Mahler, se trata del movimiento lento más largo que Beethoven haya compuesto para piano, durando, en general, más de diecisiete minutos. Compuesto en fa sostenido menor, parece haber prevalecido aquí lo sombrío y oscuro. Los niveles de tristeza y angustia que se alcanzan aquí han llevado a que este mo-vimiento fuera caracterizado como “el punto culminante del dolor beethoveniano” (Nagel) y comparado con “un corazón destrozado, una ferviente plegaria, un inmenso poema trágico y sombrío que alcanza la más sublime expresión patética” (Lenz). El genio dramáti-co que fue Beethoven queda demostrado en la introducción del último movimiento. En este fragmento, el compositor parece pensar en voz alta, planteándose cómo seguir luego de semejante adagio. Tantea, como si estuviera improvisando, y apela a la polifonía en busca de una estética adecuada. Prueba una y otra vez con recursos que recuerdan a Bach, pero luego desiste. Luego, casi milagrosamente, encuentra la solución en la polifonía, pero en una polifonía reinventada, transformada y vi-gorizada. Parecería que el compositor hubiese tenido que matar a su padre musical (Bach)

para poder encontrar su camino. Esta resolu-ción técnica, sumada a la tonal (entre si bemol y si becuadro) generan una verdadera explo-sión de música contrapuntística. Y la euforia de la fuga final excede al piano, al pianista, a la sala, al oyente, a todo: es irradiación de ener-gía pura. Nada menos que eso pudo haber ce-rrado esta obra monumental.

Sin embargo, esta resolución grandiosa y extrovertida no puede existir sin su contracara, de acuerdo con el patrón beethoveniano de pa-res opuestos que funciona casi fractalmente: ya se lo vio como el conflicto entre sólo dos notas (Opus 106) y entre dos movimientos (Opus 54, 78 y 90), ahora aparecerá como el conflicto en-tre sonatas, ideando una suerte de “complemen-to” a la op. 106 con las últimas tres sonatas.

El célebre pianista del siglo XIX Hans von Bülow solía tocar las últimas cinco sonatas de Beethoven en un solo recital. Esta tarea hercúlea, excesiva, tenía sin embargo cier-ta lógica. Sin duda, la intención era mostrar todo el universo pianístico del llamado último período de Beethoven. Y, de hecho, si se tiene en cuenta al menos la op. 106, cuando se in-terpretan o escuchan las últimas tres sonatas es posible descubrir una dimensión poética

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de mayor escala, debido a la mencionada re-lación de binarios opuestos que poseen. A la vez, estas obras muestran el comienzo de una especie de atomización formal que lleva a Beethoven a construir obras grandes con par-tes cada vez más pequeñas. La secuencia sería la siguiente: Sonata op. 106 (45 minutos, con 4 movimientos); tres últimas sonatas, tocadas sin cortes (60 minutos, con 8 movimientos); Variaciones Diabelli op. 120 (60 minutos, con 34 movimientos). Esta atomización es tam-bién evidente en su elección de formas, ya que se va alejando de la forma sonata (y, cuando la usa, lo hace de manera tal que no se advierta) para optar por el tema con variaciones.

Las tres últimas sonatas podrían interpre-tarse como una especie de diario íntimo del compositor, pues condensan sus más íntimas confesiones, ya ni siquiera desarrolladas en el sentido típicamente beethoveniano. Buscando un paralelo literario, si la op. 106 fuera una no-vela de Thomas Mann, las op. 109, 110 y 111 utilizarían la técnica del stream of consciousness (flujo de la conciencia) que se encuentra en Ja-mes Joyce. Sin embargo, no se trata de un cam-bio en su manera de construir una obra sino que la aparente libertad lograda en las últimas

sonatas resulta de la asimilación perfecta del proceso anterior. Parafraseando al famoso li-bro de Eugen Herrigel, Zen y el arte del tiro con arco, para Beethoven ya no hay arco, flecha o meta externa. El ES su música. En estas obras, el compositor navega por aguas inexploradas y de difícil acceso para sus contemporáneos. Rosen explica: “Las últimas tres sonatas son más radicales […] como si haber compuesto la sonata op. 106 le hubiera dado más confian-za. Las obras experimentales anteriores (Opus 54, 90 y 101) compartían algunos de los idea-les de una joven generación de compositores, como Schumann y Mendelssohn. El aumento de su sordera hizo que se aislara cada vez más en su mundo. Las [sonatas] op. 109, 110 y 111 tardaron mucho más en entrar en la corriente principal de influencia musical, mas aún que los últimos cuartetos”.

Las sonatas op. 109 y 110 llegan al climax en su último movimiento, pero vale aclarar que sus culminaciones son totalmente dis-tintas. Ciertos musicólogos le atribuyen a la Sonata op. 109 algunos rasgos autobiográfi-cos, basándose en su dedicatoria. La sonata está dedicada a Maximiliane Brentano, hija de Antonie Brentano quien, casi por consenso

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generalizado entre los estudiosos de Beetho-ven, es la persona a quien Beethoven escribió su celebre carta a la amada inmortal. En este documento, a pesar de estar perdidamente enamorado de Antonie y que este sentimien-to fuera recíproco (por primera vez en la vida del compositor), por razones muy complejas, Beethoven termina eligiendo cortar la relación aun cuando ella estaba dispuesta a dejar a su marido, un noble, y a sus hijos. Luego de un comienzo bellísimo que alterna dos estados de ánimo contrastantes y de un segundo movi-miento de mucho empuje y vigor, la Sonata op. 109 termina con un tema con seis varia-ciones de gran lirismo. No falta un homenaje al contrapunto de Bach en la variación 5 y el constante uso de trinos y trémolos le otorga a la variación 6 un brillo iridiscente. La vuel-ta del tema original al final del movimiento genera, como en las Variaciones Goldberg de Bach, la sensación de movimiento pendular, si bien, luego de lo vivido, el retorno al principio nunca puede ser igual.

La Sonata op. 110 comienza con un mo-vimiento de gran belleza y lirismo y, como la Opus 109, contiene un segundo movimiento muy contrastante y virtuosístico. En esta sona-

ta, Beethoven apela insistentemente a recursos compositivos del barroco. El último movi-miento empieza con un recitativo que evoca el acompañamiento de clave, seguido por un aria (indicada arioso dolente) de enorme belleza y que genera la sensación de que el protagonista está cerca de la muerte. El aria es interrumpi-da por una fuga que intenta revivir pero que fracasa en el intento a falta de fuerza y vuelve al adagio. Esta “falta de fuerza” es genialmente representada por medio de una melodía que, al llegar a un acorde de mi bemol, no puede sostenerse y “cae” repentinamente al re. Esta vez, Beethoven pide expresamente que se to-que perdendo le forze, dolente y su discurso entrecortado y “difícil” evoca a alguien a quien le está costando mucho cantar. El final del ada-gio parece ser el final del protagonista, pues el discurso posee más silencios que sonidos. Pero, cuando todo parece terminar, milagrosamente aparece un acorde de sol mayor, cuya repetición fue comparada con el corazón que comienza a latir nuevamente, y la fuga renace, con un claro contenido religioso que, a medida que se “con-firma la fe”, se vuelve un himno homofónico con una culminación de gran júbilo.

Es notable ver cómo Beethoven acude a

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20 BEETHOVEN Las sonatas para piano

la polifonía cuando quiere manifestar lucha o conflicto y a la homofonía cuando quiere representar la divinidad o la paz humana, tal como se escuchó al final de la op. 110, donde magistralmente se “resolvió” la polifonía. Pero es en la Sonata op. 111 donde esto se mani-fiesta de forma más evidente. A diferencia de las Opus 109 y 110, la conducción emocional hacia el final, que sin duda está, no es logra-da de manera lineal. Los dos movimientos funcionan como polos (algunos han dicho la vida y la muerte, sansara y nirvana, etc.) y es aquí donde el compositor culmina sus ex-perimentos bipolares. El primer movimiento se encuentra simbólicamente en do menor, la tonalidad de conflicto por excelencia en Beethoven. Y, como suele suceder, la polifonía es el recurso elegido para dramatizar el con-flicto. En vez de escribir una fuga, como en la op. 110, o una sección fugatto, la polifonía está intrínsicamente metida en la forma so-nata del movimiento entero. El dramatismo es intenso y la lucha, por momentos, feroz. Pero, a diferencia de la yuxtaposición neta de movimientos en las anteriores sonatas de dos movimientos, en la coda del primero se encuentra la semilla del segundo. Con gran

maestría, luego de una serie de acordes agresi-vamente acentuados y disonantes, se escucha el tumultuoso tema en semicorcheas como a gran distancia y, por encima, aparece una par-te del tema del segundo movimiento. A me-dida que pasan los compases, la tormenta se diluye y queda un acorde cristalino de do ma-yor como cierre del movimiento. Y el primer acorde del segundo movimiento, también de do mayor, no debería esperar para comenzar, ya que Beethoven disgregó el límite entre el final de un movimiento y el principio del otro. “Cerrar” este movimiento, tal como se suele terminar el primer movimiento de una so-nata, sería destrozar un efecto magnífico. En la arietta final, Beethoven vuelve al tema con variaciones y a un carácter homofónico.

Seguramente, no era consciente de que este movimiento iba a cerrar su ciclo de so-natas pero, evidentemente, la providencia no pudo haber elegido un final más apropiado y digno. Como hemos dicho anteriormente, el estilo fractal de Beethoven nos muestra re-laciones bipolares desde sus estructuras más pequeñas hasta las grandes metaobras que se perciben al agrupar diferentes piezas. En este movimiento, el tema y las primeras tres

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variaciones siguen caminos bastante comu-nes en el barroco. Es decir, cada variación es construida sobre un ritmo más rápido que la anterior. El efecto acumulativo es muy fuerte y la tercera variación manifiesta una euforia similar al cierre de la Sonata op. 110. Luego de tanto movimiento, el tiempo parece detenerse por completo. Al cristalizarse, abre un mundo sonoro extraño, plagado de extremos de regis-tro, primero abajo, luego arriba. Es inevitable conmoverse y sentir que este mundo nació gracias a la pérdida de audición del composi-tor. Este estatismo comienza a “descongelarse” de a poco, pero cuando parece que va a reto-mar impulso y continuar por donde quedó la tercera variación nuevamente se interrumpe con trinos que recuerdan el final de la Sonata op. 109. Finalmente, estos trinos se convierten en el acompañamiento casi schubertiano de la reexposición del tema que conduce al gran clímax emocional de la obra (¿y de todo el ci-clo?) y queda suspendido en un trino solita-rio, agudísimo. Debajo de este trino, vuelve el tema inicial pero con el final muy sutilmente modificado. Durante toda su vida, Beethoven se preguntó muss es sein? (¿debe ser?). Y esta última frase responde es muss sein (debe ser).

No de forma enfática sino, como toda revo-lución profunda, de manera silenciosa, casi imperceptible desde afuera.

Y es así como termina la sonata y el ciclo. Lo vivido a través de semejante odisea no se puede expresar externamente. Beethoven en-tendió esto y condujo el final hacia el silencio, la introspección y la meditación. Creo que ni siquiera debería haber aplausos luego de esta obra, para poder apreciar la emoción profun-da que provoca la contemplación de lo que este compositor ha dejado a la humanidad.

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“Ludwig van Beethoven nació en Bonn (Ale-mania), donde fue bautizado el 17 de diciem-bre de 1770, y murió en Viena (Austria) el 26 de marzo de 1827. Sus logros tempranos como compositor e intérprete lo ubican en la línea de la tradición clásica vienesa, heredera de Mozart y Haydn. A medida que sus aflicciones persona-les se iban afirmando –por un lado la sordera y, por el otro, sus dificultades para establecer relaciones interpersonales satisfactorias– co-menzó a componer en un estilo musical más y más individual. Hacia el final de su vida escri-bió sus obras más sublimes y profundas. Su gran capacidad para combinar la tradición, la expe-rimentación y la expresión personal lo llevó a ser considerado la figura musical dominante del siglo XIX. De hecho, casi no existen composito-res significativos de épocas posteriores que ha-yan escapado a su influencia o que no la hayan

reconocido. A juzgar por el respeto que sus obras despertaron en los músicos y por la popularidad de la que han gozado masivamente, Beethoven es probablemente el compositor más admirado en la historia de la música occidental.”

Así comienza, según nuestra traducción, la entrada correspondiente (en la edición de 1980) del New Grove Dictionary of Music and Musicians, quizás el máximo compendio de conocimiento musicológico. Las cincuenta y nueve páginas dedicadas a Beethoven per-miten tomar conciencia de la magnitud de su figura. De hecho, la extensión de esta entrada para un compositor es sólo superada por Haydn (setenta y nueve páginas) y Mozart (setenta y dos), aunque el catálogo de obras de estos autores ocupa mucho más espacio que el de Beethoven (cuarenta y un páginas y veintidós respectivamente, contra dieciséis). Johann Se-bastian Bach se le acerca, con una entrada de cincuenta y cinco páginas, pero comparándo-la con las cuarenta y dos de Wagner, las treinta y cinco de Brahms o las diecinueve de Chopin, vemos que el Grove refleja cuantitativamente lo que expresa en su texto. La entrada com-prende un extenso artículo que repasa vida y obra de Beethoven, sus distintos períodos y su

Nuestra escucha,partícipe de unanarrativaPOR CINTIA CRISTIÁ

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personalidad, un catálogo exhaustivo de sus composiciones y una bibliografía, en la que me gustaría detenerme.

En esta larga lista de libros no solamente encontramos referencias a otros catálogos, otras bibliografías y estudios bibliográficos, colecciones de ensayos y publicaciones re-lacionadas, cartas, libros de conversaciones y otros documentos, sino también estudios biográficos generales y especializados. Más allá de las numerosas vidas de Beethoven, escritas en varios idiomas y algunas caracte-rizadas de manera fantasiosa como Biografía de un genio; Beethoven, el creador; Beethoven: vida de un conquistador, o El hombre que libe-ró la música, se han llevado a cabo investiga-ciones puntuales acerca de distintos aspectos de su vida. Su educación, incluyendo sus es-tudios de contrapunto con Haydn, su carác-ter y personalidad (por ejemplo, la discusión en torno de su pretendida sangre noble) y los documentos iconográficos en torno a él fueron tomados como objeto de estudio. En este último apartado llaman la atención va-rias biografías realizadas mediante imágenes, ya sean dibujos, grabados, pinturas o escul-turas. Sus relaciones con contemporáneos

también son exploradas: la familia Bach, los Czernys, el Archiduque Rudolph, su amigo Anton Félix Schindler y Napoleón Bonapar-te son algunos de los personajes que desfilan en una serie de artículos. En lo que respecta a las relaciones, la amada inmortal es sin duda uno de los vínculos que más han atraído el interés de los académicos, despertando la cu-riosidad del público en general. Acerca de esa misteriosa figura, sobre cuya identidad se han arriesgado distintas hipótesis, hay no sola-mente estudios precisos, algunos publicados en el siglo XIX, sino también ciertas películas, mucho más recientes. Los estudios del tipo vida y obra están detallados por separado; a veces son panorámicos y otras se concentran en períodos particulares, especialmente en su juventud o en su última década de vida. Una sección diferente es la que agrupa los estudios realizados fundamentalmente sobre la obra beethoveniana, discriminando entre trabajos generales y escritos dedicados a los distintos géneros que abarca su producción. La biblio-grafía se cierra con una lista de catálogos y descripciones de los archivos de Beethoven, de las ediciones de sus documentos autógra-fos y de otros estudios.

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24 BEETHOVEN Las sonatas para piano

Este rápido repaso de algunas páginas que ya en sí son una selección de la bibliografía existente, podría ampliarse con muchas otras publicaciones que ahondan en cuestiones que preocupan a la musicología desde hace algu-nas décadas. Su estatus como compositor ca-nónico en la música clásica occidental lo con-vierte en un referente ineludible a la hora de revisitar ese canon, ese corpus de obras que componen el repertorio tradicional. Aborda-do desde el debate acerca de la interpretación auténtica, desde la crítica del género, desde la relación entre música y política o desde los estudios de música popular, Beethoven con-serva una vigencia asombrosa. Justamente, el último punto que desarrollan los autores del artículo del Grove se ocupa de la influencia y la reputación póstumas de Beethoven, sobre las cuales se han escrito libros enteros. Los prestigiosos musicólogos Joseph Kerman y Alan Tyson destacan que su fama es más que un fenómeno puramente musical: “La histo-ria de su vida –exteriormente tan monótona, y sin embargo tan llena de pathos interior– se mezcló inextricablemente con las cualidades particulares de su música para producir una imagen compuesta que fascinó a la era del

Romanticismo y ejerció un efecto poderoso, a veces atemorizador, sobre las carreras de otros músicos. Más que ningún otro com-positor, pintor o autor, Beethoven llegó a re-presentar la categoría misma del artista: una figura que asumiría proporciones míticas en la conciencia Romántica”. Los autores repa-san la influencia de sus técnicas compositivas en músicos tan importantes como Schubert, Schumann, Mendelssohn, Berlioz, Brahms, Bruckner, Wagner, Mahler, Schoenberg o Bartók, y destacan la fascinación ejercida so-bre el contexto cultural entendido de manera amplia. En parte, explican, esto se debió a que Beethoven encarnaba a la perfección la idea del artista como héroe, una figura que ya an-tes de 1800 comenzaba a poblar la literatura romántica germana. La fuerza de su carácter, su independencia y libertarismo, su devoción al arte más allá de toda relación humana y la manifiesta habilidad (según parecía) para transformar la adversidad solitaria en una serie de visiones artísticas afirmativas, fueron comprendidas como rasgos de su heroísmo. El mito beethoveniano adquirió, con el correr del siglo, fuertes connotaciones ideológicas, al ser conveniente y reiteradamente invoca-

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do para afirmar la hegemonía teutónica en la música culta. La importante monografía titulada Beethoven, publicada por Wagner en 1870, en el centenario del nacimiento del músico y el año de la guerra Franco-Prusiana, se inscribe en esa tendencia. Lo notable, su-brayan Kerman y Tyson, es que Beethoven sobrevivió a su desmitificación y siguió sien-do estudiado en detalle aun cuando durante la reacción al Romanticismo, sucedida luego de la Primera Guerra Mundial, algunas vo-ces (Stravinsky, Dent) se elevaron contra el Beethoven de las famosas sinfonías. Quizás, arriesgan, esta antipatía no se propagó por-que Beethoven no fue un artista romántico o puramente romántico.

Tal presunción nos lleva a otro debate con respecto a Beethoven, el de su pertenencia al Clasicismo o al Romanticismo. Según el en-foque elegido, sus obras presentan rasgos ca-racterísticos de cada estilo. De hecho, la con-sideración de las sonatas como serie, si bien no deja de ser una construcción a posteriori (puesto que el compositor no escribió la pri-mera sonata sabiendo que compondría otras treinta y una, ni las concibió como ciclo), permite apreciar una notable transformación

estilística. Las tres sonatas que conforman el Opus 2, compuestas cuando tenía entre 23 y 25 años, fueron publicadas en 1796, cinco años antes de su primera sinfonía. Están de-dicadas a Joseph Haydn, un dato que puede interpretarse como un vínculo admitido con la tradición clásica; se trata más bien de un punto de partida del cual no tardará en des-pegarse. En 1822, a los cincuenta y dos años, termina de escribir el Opus 111, el cual sería su última sonata, y comienza a trabajar en su novena sinfonía. Este lenguaje tardío antici-pa, a su vez, elementos que serán valorados por los compositores románticos. La escucha de las sonatas en orden cronológico permite reandar, en cierta manera, un camino que se extiende entre la música de cámara, las sinfo-nías, las obras para instrumentos solistas y or-questa, las obras corales, la música incidental, los lieder, los arreglos de canciones populares y el resto de su música para piano.

Los programas de los ocho recitales que Alexander Panizza dio en el Teatro Príncipe de Asturias en 2010 fueron diseñados a ese efecto. El mismo criterio cronológico se apli-có para ordenar las sonatas en los discos de la presente colección.

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LAS SONATAS PARA PIANO No. Tonalidad Opus Título Composición Publicación CD

1 fa menor 2, No. 1 --- 1793-5 Viena, 1796 1

2 la mayor 2, No. 2 --- 1794-5 Viena, 1796 2

3 do mayor 2, No. 3 --- 1794-5 Viena, 1796 2

20 sol mayor 49, No. 2 --- 1795-6 Viena, 1805 5

4 mi bemol mayor 7 --- 1796-7 Viena, 1797 1

5 do menor 10, No. 1 --- 1795-7 (?) Viena, 1798 3

6 fa mayor 10, No. 2 --- 1796-7 Viena, 1798 3

7 re mayor 10, No. 3 --- 1797-8 Viena, 1798 3

19 sol menor 49, No. 1 --- 1797 (?) Viena, 1805 9

8 do menor 13 Patética 1797-8 (?) Viena, 1799 4

9 mi mayor 14, No. 1 --- 1798 Viena, 1799 4

10 sol mayor 14, No. 2 --- 1799 (?) Viena, 1799 4

11 si bemol mayor 22 --- 1800 Leipzig, 1802 5

12 la bemol mayor 26 Marcha fúnebre 1800-1 Viena, 1802 5

13 mi bemol mayor 27, No. 1 quasi una fantasia 1800-1 Viena, 1802 6

14 do sostenido menor 27, No. 2 quasi una fantasia 1801 Viena, 1802 6

“Claro de luna”

15 re mayor 28 “Pastoral” 1801 Viena, 1802 6

16 sol mayor 31, No. 1 --- 1802 Zurich, 1803 7

17 re menor 31, No. 2 “La tempestad” 1802 Zurich, 1803 7

18 mi bemol mayor 31, No. 3 “La caza” 1802 Zurich y Londres, 1804 8

21 do mayor 53 “Waldstein” 1803-4 Viena, 1805 8

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No. Tonalidad Opus Título Composición Publicación CD

22 fa mayor 54 --- 1804 Viena, 1806 9

23 fa menor 57 “Appassionata” 1804-5 Viena, 1807 9

24 fa sostenido mayor 78 “a Therese” 1809 Leipzig y Londres, 1810 10

25 sol mayor 79 --- 1809 Leipzig y Londres, 1810 10

26 mi bemol mayor 81a “Les adieux” 1809-10 Leipzig y Londres, 1811 10

27 mi menor 90 --- 1814 Viena, 1815 10

28 la mayor 101 --- 1816 Viena, 1817 11

29 si bemol mayor 106 “Hammerklavier” 1817-8 Viena y Londres, 1819 11

30 mi mayor 109 --- 1820 Berlín, 1821 12

31 la bemol mayor 110 --- 1821-2 París, Berlín y Viena, 1822; 12 Londres, 1823

32 do menor 111 --- 1821-2 París, Berlín, Viena 12 y Londres, 1823

En cierto modo, la escucha de las sonatas se relaciona con el último punto del artículo del Grove, algo que para usar términos más actua-les tendríamos que llamar efecto o recepción (definidos en gran medida por Hans Robert Jauss). Más allá de las intenciones del compo-sitor y de las circunstancias de la gestación de las obras (el nivel poiético, diría Jean Molino,

en su teoría tripartita), más allá de la partitura, que codifica esas intenciones (el nivel neutro o inmanente), me interesa terminar con algunas reflexiones acerca del oyente y de las condicio-nes de recepción de la obra (el nivel estésico). Es decir, ¿qué significa escuchar a Beethoven hoy? Porque no es simplemente alguna obra de Beethoven o algunas sonatas, o muchas sonatas

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28 BEETHOVEN Las sonatas para piano

tocadas por pianistas diferentes: se trata de la ejecución integral de las sonatas, en vivo, por un solo pianista. Este no es un dato menor, ya que en manos del mismo intérprete la obra adquie-re otro significado. Así como escuchar en vivo las nueve sinfonías de Beethoven interpretadas por la Orquesta Sinfónica Provincial de Rosario dirigida por el maestro Juan Carlos Zorzi fue, en 1990, un evento cultural importantísimo para la ciudad, asistir a la ejecución de todas las sonatas de Beethoven por Alexander Panizza constituyó, creemos, un nuevo hito local.

El artista construye una suerte de narrativa y nos invita a participar en ella con nuestra es-cucha. Nuestra presencia en el auditorio nos in-volucra en esa construcción y permite que ejer-zamos, según Peter Szendy, nuestros derechos de oyentes. Melómanos, estudiantes de música, docentes, músicos, periodistas, artistas, cada uno de nosotros tendrá un modo de recepción diferente, con distintos grados de actividad ex-terior. Según la teoría, podrá ser una recepción “pasiva” mientras no comuniquemos a la opi-nión pública nuestras “vivencias de recepción”. Podrá ser “reproductiva”, si escribimos luego una crítica, un comentario, una carta o incluso un mensaje de twitter, intentando transmitirla.

Hasta podrá ser una recepción productiva, en el caso que, estimulados e influidos por la escu-cha, creemos una nueva forma de arte (musical, plástico, literario). En suma, ¿qué significación tendrá Beethoven para nuestros oídos, aquí y ahora? ¿Cómo será la recepción de sus sonatas, interpretadas por Alexander Panizza? ¿Cuál será el efecto que tendrán estos discos? ¿Cómo se in-tegrará en nuestras memorias, en la memoria de la ciudad? Las respuestas a estas preguntas, en gran medida, las tiene el oyente.

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El director de orquesta Hans von Bülow defi-nió las sonatas para piano de Ludwig van Bee-thoven como “El Nuevo Testamento”, cuando aún no había transcurrido medio siglo desde la muerte del compositor. Más allá de la va-loración implicada en el comentario, resulta interesante reparar en que las 32 obras escri-tas entre 1795 y 1822 son concebidas por él como un conjunto. En una época en la que no sólo no existía, como es obvio, la posibilidad de grabar y reproducir el sonido sino que los conciertos estaban dedicados a música del presente, esa idea histórica, de serie, resulta sorprendente. Beethoven, junto a sus epígo-nos, inaugura la idea de obra de obras. Podría pensarse que la idea que subyace en el interior de la sonata, entendida como un género que incluye una forma y a la vez la discute, se am-plía, en todo caso, como modelo del universo.

En el siglo XVIII la frase se amplía. Los motivos breves del Barroco, portadores de un “afecto”, se encadenan. Los arcos melódicos se

El anhelo de infinito hacen más largos, unen distintos motivos en un tema. Y, luego, los compositores contrastan temas y con ese núcleo como unidad desarro-llan un relato basado en tensiones y distensio-nes, en dilaciones y en clímax. Esa forma, a la que acabará llamándose “Forma Sonata”, será la de los primeros movimientos de obras que, tomando uno de los nombres que desde el Renacimiento estaban en uso para denominar piezas instrumentales, se llamarán sonatas. Y la sonata como género desarrollará las rela-ciones entre la Forma Sonata y otras formas. Cada movimiento de la sonata establecerá un relato autónomo pero será, a la vez, parte de una narración más amplia, la de la sonata en su conjunto. La novedad en Beethoven –y en su recepción– será la noción de que esas sona-tas, como en un juego de muñecas rusas (los matemáticos hablarían de fractales) se conver-tirán, ellas también, en estaciones de un todo abarcador. La Obra empezará a ser, como en las colecciones privadas de cuadros que por esos años van consolidando la idea de museo, un conjunto de obras. Obras que dialogan en-tre sí, que presentan en un momento lo que será desarrollado en otro; que contrastan, ge-neran expectativas o las satisfacen, como los

POR DIEGO FISCHERMAN

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temas de un movimiento o como los movi-mientos de una sonata. Si el Romanticismo fue, en principio, un movimiento literario, es precisamente la literatura la que confiere a la música, aun a aquella que discute su estatuto de autonomía frente a la palabra y se instituye en género instrumental abstracto, como la so-nata, la idea que la sustenta.

Imitación de la naturaleza, influjo para provocar afectos, vehículo inmejorable para que la palabra actuara y, después, para reme-darla y reemplazarla, la música arrastraba una historia de conflictos con aquello que durante mucho tiempo se llamó significado. Lo que es-taba en juego era la posibilidad descriptiva de ese misterioso lenguaje al que la Edad Media le había atribuido la representación terrestre del orden cósmico y cuyo poder sus sacerdo-tes habían deseado y temido a la vez. Las polé-micas acerca del valor de la música en relación con la palabra eran frecuentes. Por un lado, se decía, la música sin palabra, pura sensualidad, no tenía derecho a existir. Por otro, la palabra, sin música, no acababa de tener significado. En los fines del siglo XVI, las primeras sonatas –a veces llamadas Canzone– de músicos como Cima, Fontana o Frescobaldi mostraban algo

de esa contradicción. Surgidas paralelamente a los primeros melodramas, imitaban las in-flexiones vocales y los afectos de las voces, pero, a la vez, prescindían de ellas. Y allí es-taba Beethoven, ni más ni menos que quien había cristalizado la identidad autónoma de los principales géneros instrumentales –la sonata, el concierto, el cuarteto de cuerdas y la sinfonía–, géneros donde la música no ha-blaba de otra cosa que de música, poniendo la palabra en la novena de sus sinfonías. Y ha-ciéndolo de la manera más teatral que pudiera imaginarse.

Más allá de los imaginativos títulos que los editores pusieron a muchas de sus sona-tas –un rasgo de época, de todas maneras–, se sabe que Beethoven pensó su Concierto Nº 4 para piano y orquesta como una obra des-criptiva (con el Orfeo como tema). Y, desde ya, durante todo el Romanticismo lo literario atravesó lo musical –eso fue, precisamente, lo que lo hizo romántico–. En la idea de un gé-nero de música instrumental como la sonata, y en el dibujo que trazan sus sonatas coloca-das una al lado de la otra, no está presente tanto una negación de la descriptividad como el manifiesto de una descriptividad propia.

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Las sonatas y sinfonías no discuten la posibi-lidad de referencialidad sino que se piensan capaces de una referencialidad distinta, más profunda –y más significativa– que la de las palabras y los argumentos. La narratividad del Romanticismo es, en todo caso, una na-rratividad no argumental. Es la narrativa del propio sentimiento, en su estado más puro. En La particularidad y profunda esencia de la música, el poeta y dramaturgo Wilhelm Hein-rich Wackenroder escribe: “Cuando todos los movimientos más íntimos de nuestro corazón rompen, con su solo grito, los envoltorios de las palabras, como si éstas fuesen la tumba de la profunda pasión del corazón, en ese preciso momento aquéllos resurgen, bajo otros cielos, en las vibraciones de cuerdas suaves de arpa, como una vida del más allá, llena de belle-za transfigurada, y celebran su resurrección como formas de ángeles. [...] Un río que fluye delante de mí puede servir de comparación. Ningún arte humano puede representar con palabras ante nuestros ojos el fluir de una masa de agua agitada de manera variada por sus miles de olas, ya planas, ya onduladas, im-petuosas y espumosas; la palabra puede sólo contar y denominar visiblemente las variacio-

nes, pero no pueden representar visiblemente las transiciones y las transformaciones de una gota en otra. Y lo mismo ocurre con la mis-teriosa corriente que fluye en la profundidad del alma humana: la palabra enumera, deno-mina y describe las transformaciones de esta corriente, sirviéndose de un material ajeno a ella; la música, por el contrario, nos hace fluir ante los ojos la propia corriente. Audazmente, la música toca su misteriosa arpa y traza en este oscuro mundo, pero con orden preciso, signos mágicos, precisos y oscuros, y las cuer-das de nuestro corazón resuenan y compren-demos su resonancia”.

Las 32 sonatas para piano de Beethoven, esa unidad, ese Nuevo Testamento, es, además, un cuerpo evolutivo. Un conjunto que mues-tra la lucha de su autor con los materiales y la progresiva cristalización de una lengua a me-dida que se la pone en entredicho. A diferencia de los cuartetos, sonatas o sinfonías de Haydn o Mozart, muchos de los cuales podrían ser retirados del total o intercambiados por otros sin que por eso se altere llamativamente el relato en su conjunto (por otra parte, ¿quién escucha los 77 cuartetos o las 104 sinfonías de Haydn?; ¿cómo podría ser programada una

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integral de esta naturaleza?), en la Obra Bee-thoveniana hay un devenir. Un escalamiento de posibilidades, una elaboración de formas que, una vez encontradas, se muestran como puntos de partida para nuevas búsquedas. Las sonatas del Opus 27, y en particular la bauti-zada “Claro de luna”, se escuchan de manera absolutamente diferente si se las piensa en serie con la Opus 53, dedicada al conde Ferdi-nand von Waldstein –un punto de llegada–. Y ésta, a su vez, no es la misma obra cuando se la interpreta junto a la Opus 111. Cada sonata cuenta, en todo caso, una historia y, al mismo tiempo, una parte de otra historia. Beethoven es, en ese sentido, absolutamente romántico. Aunque, como el anarquista que en su lecho de muerte pide la cruz para besarla, haya dado entrada a la voz –la voz de Schiller, uno de los grandes ideólogos del Romanticismo, de to-dos modos–, Beethoven es el gran artífice del mito de la primacía de la música instrumental –y, con ella, de la música absoluta. Hoffmann lo describe con claridad. Es decir, describe la mirada del Romanticismo sobre Beethoven: “Es netamente romántico (y precisamente por eso verdaderamente musical). Y quizás es ésta la razón por la que obtiene resultados

menos buenos en la música vocal, que no per-mite un anhelo de infinito, sino que represen-ta sólo los afectos indicados por las palabras”. Para Wackenroder, la música “se eleva desde la tierra hacia lo alto”. La ampliación de la forma –de la frase, del movimiento, del relato–, la que piensa una suerte de hipersonata formada por todas las sonatas, no es otra cosa, en definitiva, que aquello que para Hoffmann caracteriza al Romanticismo: el anhelo de infinito.

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Nació en Toronto, Canadá, de padres argenti-nos, en 1973. Su formación musical, iniciada a edad muy temprana, se desarrolló en Canadá, Argentina, Suiza, Francia e Inglaterra, donde realizó estudios de posgrado en el Royal Co-llege of Music de Londres, que lo distinguió con la Medalla de Oro Hopkinson.

En su amplísima trayectoria internacional como solista se destacan sus actuaciones con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y la Sin-fónica Nacional (Argentina), la Bruckneraka-demie Orchester de Munich, la Orchestre de Chambre Français de París, la London Schools Symphony Orchestra y la Exeter Symphony Orchestra (Inglaterra), la National Symphony

Orchestra de Iasi (Rumania) y la Orquesta Fi-larmónica de Montevideo.

Su no menos extensa carrera de concer-tista comprende interpretaciones de obras de Brahms, Rachmaninov, Tchaikovsky, Chopin, Beethoven, Schumann, en los más importan-tes ciclos musicales de Inglaterra, Francia, Holanda, Alemania, Grecia, Lituania, Argen-tina y Estados Unidos.

Su discografía incluye, en dos volúmenes, la Obra integral para piano solo de Alberto Gi-nastera (2006) y el Concierto para piano de David Winkler junto a la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Cuyo con dirección de David Handel (2006).

Entre otras distinciones nacionales e inter-nacionales, recibió el Premio Konex 2009 en mérito a su trayectoria.

Alexander Panizza

Más información en www.alexanderpanizza.com.ar

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Music That Speaks to Us and Waits

BY ALEXANDER PANIZZA

If I had to identify just one motivation for pre-paring and realizing this artistic undertaking, it would be without a doubt the deep love I feel for these pieces. Directly or indirectly, these sonatas have been permanently in my thoughts and my heart since the age of six, when my father gave me a recording of Rudolph Serkin´s rendering of the Pathetique, Moonlight, and Appassionata. I believe that my father’s gift, along with the ritual of listening to it night after night during those years, was what triggered the desire in me to de-dicate my life to seeking what Serkin sought.

~

“We do not understand music –it understands us. This is as true for the musician as for the layman.

When we think ourselves closest to it, it speaks to us and waits sad-eyed for us to answer.”

Th. W. Adorno, Beethoven: The Philosophy of Music

This wonderful quote by Adorno perfectly sum-marizes my state of mind when I first considered

embarking on the performance and recording of Ludwig Van Beethoven’s thirty-two piano sona-tas. In every sense, the rendering of this semi-nal work, considered already in the nineteenth century the New Testament of piano literature (Bach’s Well-Tempered Clavier being the Old Testament), by far exceeds what might be the expected requirements for planning, perfor-ming, and recording a series of eight piano reci-tals. The old cliché of the total being more than the sum of its parts could not be more fitting considering how, through thirty-two pieces that function as a path of initiation, a colossal me-tawork is perceived by the listener. Its strength resides not only in the fact that we can see the artistic conclusions at which the composer arri-ves, but also that we have the privilege of sharing the formulation of the very questions that mo-tivate him as well as of observing his grappling with them in search of answers.

It is the desire to convey to the listener this sensation of a spiritual journey and transfor-mation that led me to consider carefully certain logistical aspects regarding the ordering of the works within each recital and, later, within each CD. Notwithstanding the inevitable changes that must be made when adapting eight recitals to a format of twelve CDs, the intent of the ordering

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has remained the same: to capture the evolution of Beethoven´s musical discourse, employing a fairly strict chronological order as the primary organizing principle. In addition, the sonatas that I consider to belong in the same group for other reasons were placed in the same recital or, in the case of the recordings, on the same double CD, although, due to issues of duration, not ne-cessarily on the same actual CD. For example, op. 2, op. 10, and op. 31, each containing three sonatas, function as artistic triptychs by presen-ting a very broad palette of Beethoven’s style at the time. Other works that I believe should be grouped together are the four piano sonatas op. 26, op. 27 Nos. 1 and 2, and op. 28, as well as the piano sonatas op. 78, op. 79 and op. 81a. I perceive an even greater connection among the last three piano sonatas, which combine to form one composite work. This is why I believe they should be played without a pause (or even ap-plause!) between them.

In conclusion, I was faced with the daunting task of organizing the sonatas primarily in chro-nological order, respecting the internal groups, trying to separate the sonatas in a minor key, and attempting to make each individual CD as interesting as possible. The final result, I think, also bears a certain relation to the traditional se-

paration of Beethoven’s works into three main periods. In this collection, thirty of the thirty-two sonatas are in chronological order. The two exceptions are the sonatas that comprise op. 49. Since these two sonatas were not intended to be published by the composer, their positioning within the set (as sonatas 19 and 20) does not coincide with their dates of composition among the very first sonatas. Since both are very short pieces, it was decided that they be separated (op. 49 No. 1 in CD 9 and op. 49 No. 2 in CD 5) in or-der to balance the relative lengths of the discs.

(Translation by A.P.)

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Our Listening Experience as a Participant in a Narrative

“Beethoven, Ludwig van (b Bonn, baptized 17 Dec 1770; d Vienna, 26 March 1827). German composer. His early achievements, as composer and performer, show him to be extending the Viennese Classical tradi-tion that he had inherited from Mozart and Haydn. As personal affliction –deafness, and the inability to enter into happy personal relationships– loomed larger, he began to compose in an increasingly individual mu-sical style, and at the end of his life he wrote his most sublime and profound works. From his success at com-bining tradition and exploration and personal expres-sion, he came to be regarded as the dominant musical figure of the 19th century and scarcely any significant composer since his time has escaped his influence or failed to acknowledge it. For the respect his works have commanded of musicians, and the popularity they have enjoyed among wider audiences, he is probably the most admired composer in Western music.”

BY CINTIA CRISTIÁ

So begins the relevant entry in the 1980 edition of the New Grove Dictionary of Music and Musi-cians, perhaps the ultimate compendium in musi-cology scholarship. The fifty-nine pages dedicated to Beethoven help us recognize the magnitude of his stature. In fact, the only entries on compo-sers that exceed Beethoven’s in length are Haydn’s (seventy-nine pages) and Mozart’s (seventy-two), even though the catalog of works of these authors occupies much more space than that of Beethoven (forty-one pages and twenty-two pages, respectively, to Beethoven’s sixteen). Johann Sebastian Bach co-mes close, with an entry of fifty-five pages, but com-paring Beethoven’s entry with the forty-two pages on Wagner, the thirty-five pages on Brahms, and the nineteen pages on Chopin, we can see that the New Grove reflects quantitatively what it expresses in its text. The entry includes an extensive article re-viewing the life and work of Beethoven, his different periods and his personality, an exhaustive catalog of his compositions, and a bibliography –the last of which I would like to examine in some detail.

In this long list of books we find not only refe-rences to other catalogs, other bibliographies and bi-bliographical studies, collections of essays and related publications, letters and books of conversations and other documents, but also general and specialized biographical studies. Beyond the many biographies of Beethoven, written in various languages and some exhibiting an imaginative flair such as Biography of

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a Genius; Beethoven, the Creator; Beethoven: Life of a Conqueror; or The Man who Freed Music, specialized investigations have been carried out on the different aspects of his life. His education, including his coun-terpoint studies with Haydn, his character and per-sonality (for example, the discussion surrounding his alleged noble blood), and iconographic documents concerning him have been undertaken as objects of study. Within this last category, several biographies inspired by images—whether sketches, engravings, paintings, or sculptures—stand out. His relationships with contemporaries are also explored: the Bach fa-mily, the Czernys, the Archduke Rudolph, his friend Anton Félix Schindler, and Napoleon Bonaparte are among the personages who parade through a series of articles. With respect to his personal relationships, the “immortal beloved” is without doubt one of the bonds which has attracted the most attention among academics, and awakened the interest of the general public. Regarding this mysterious figure, on whose identity different hypotheses have been ventured, there exist not only detailed studies, some published in the nineteenth century, but also certain, much more recent films. The studies of the type “life and work” are detailed separately; they are sometimes pa-noramic and at other times concentrate on specific periods, especially on his youth or on the last decade of his life. Another section groups together the studies done fundamentally on Beethoven’s oeuvre, differen-tiating between general studies and papers devoted to

the different genres that his output spans. The biblio-graphy closes with a list of catalogs and descriptions of Beethoven’s archives, of the editions of his autobio-graphical documents and other studies.

This quick review of a few pages that are, to be-gin with, a selection within the existing bibliography could be expanded with many other publications that delve into questions that have concerned mu-sicology for decades. His status as a canonical com-poser in Western classical music turns him into an inevitable point of reference upon reviewing this canon, this body of works that make up the tradi-tional repertoire. With regard to the debate on au-thentic performance, genre analysis, the relationship between music and politics, or studies of popular music, Beethoven retains an astonishing relevancy. To this effect, the last point that the authors deve-lop in the New Grove article concerns itself with the posthumous influence and reputation of Beethoven, about which entire books have been written. The prestigious musicologists Joseph Kerman and Alan Tyson emphasize that his reputation is more than a purely musical phenomenon: “The story of his life – outwardly so uneventful, yet so full of inner pathos – became inextricably blended with the par-ticular qualities of his music to produce a composite image which fascinated the age of Romanticism and exerted a powerful, and sometimes baleful, effect on the careers of other musicians. More than any other composer, painter or author, Beethoven was felt to

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represent the very type of the artist – a figure that came to assume mythical proportions in the Roman-tic consciousness.” The authors review the influence of his compositional techniques on musicians as important as Schubert, Schumann, Mendelssohn, Berlioz, Brahms, Bruckner, Wagner, Mahler, Schoen-berg, and Bartók, and highlight the fascination he held within his cultural context as broadly defined. In part, they explain, this was due to the fact that Beethoven embodied perfectly the notion of the ar-tist as hero, a figure that even before 1800 began to inhabit Romantic German literature. The strength of his personality, his independence and libertarianism, his devotion to art over any human relationship, and his seeming ability to transform solitary adversi-ty into a series of affirmative artistic visions were taken as signs of his heroism. With the passing of the century, the Beethovenian myth acquired strong ideological connotations, as it was conveniently and repeatedly invoked to affirm Germanic hegemony in erudite music. The notable monograph entitled Bee-thoven, published by Wagner in 1870, on the cen-tennial of the musician’s birth and in the year of the Franco-Prussian war, is part of this trend. What is notable, Kerman and Tyson highlight, is that Beetho-ven survived his demystification and continued to be studied in detail even during the backlash against Romanticism, which occurred after the First World War, when some voices (Stravinsky, Dent) were rai-sed against the Beethoven of the famous sympho-

nies. Perhaps, they ventured, this antipathy was not propagated because Beethoven was not a romantic artist or at least not purely romantic.

Such an assumption leads us to another debate with respect to Beethoven, whether he belongs to the Classical or Romantic period. Depending on the focus under consideration, his works may be said to exhibit characteristics of either style. In fact, the conception of the sonatas as a series, without cea-sing to be a construction a posteriori (given that the composer neither wrote the first sonata knowing he would compose another thirty-one, nor did he conceive of them as a cycle), allows us to appreciate a notable stylistic transformation. The three sonatas that comprise op. 2, composed when he was between twenty-three and twenty-five years old, were pu-blished in 1796, five years before his first symphony. They are dedicated to Joseph Haydn, a fact that can be interpreted as an acknowledged connection with the classical tradition, though it is better treated as a point of departure from which he quickly will move away. In 1822, at fifty-two years of age, he finishes writing op. 111, which would be his last sonata, and begins to work on his ninth symphony. This later musical language anticipates, at the same time, ele-ments that will be valued by Romantic composers. Listening to the sonatas in chronological order allows us to revisit, in some way, a path that stret-ches across chamber music, symphonies, works for solo instruments and orchestra, incidental music,

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lieder, popular music arrangements, and the rest of his piano music.

The program of eight recitals that Alexander Pa-nizza gave at the Teatro Príncipe de Asturias in 2010 was designed to that effect. The same chronological criterion was employed in ordering the sonatas on the recordings of the present collection.

To some extent, listening to the sonatas is related to the last point in the New Grove article, which, for the sake of using more current terminology, would have to be described as effect or reception (defined in large measure by Hans Robert Jauss). Beyond the intentions of the composer and the circumstances surrounding the gestation of the work (the poie-tic level, Jean Molino would say, in his tripartite theory), beyond the sheet music, which codifies the-se intentions (the neutral or immanent level), I am interested in ending with a few reflections about the listener and the conditions related to the reception of the work (the aesthesic level). That is, what does it mean to listen to Beethoven today? For we are not dealing here simply with a work by Beethoven or a few sonatas, or many sonatas performed by different pianists; rather, we are dealing with the comprehen-sive execution of the sonatas, live, by a single pianist. This is not a minor detail, since in the hands of a single player the work acquires a different meaning. In the same way that listening to Beethoven’s nine symphonies performed by the Provincial Sympho-nic Orchestra of Rosario and directed by the maes-

tro Juan Carlos Zorzi was, in 1990, a tremendously important cultural event for the city, attending the performance of all of Beethoven’s sonatas by Alexander Panizza constituted, we believe, a new local milestone.

The artist constructs a kind of narrative and invites us to participate by listening. Our presence in the auditorium makes us a participant in this construction and allows us to exercise, according to Peter Szendy, our rights as listeners. Music lovers, music students, docents, musicians, journalists, ar-tists, each of us will have a different means of recep-tion, with different degrees of active engagement. According to theory, our reception will be “passive” as long as we don’t express our “experiences of re-ception” in the public sphere. It will be “reproduc-tive” if we write something afterward, a review, a comment, a letter, or even a message on Twitter, attempting to convey our experience. It could even be a productive reception, in the case that, inspired and influenced by what we have heard, we create another art form (musical, visual, literary). In sum, what meaning will Beethoven have for our ears, here and now? How will his sonatas be received, as performed by Alexander Panizza? What will be the effect of these recordings? How will they be assimi-lated into our memories, into the city’s memory? The answers to these questions, in large measure, lie with the listener.

(Translation by Florencia Milito)

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A Longing for the InfiniteBY DIEGO FISCHERMAN

The orchestra conductor Hans von Bülow declared Ludwig van Beethoven’s sonatas for piano “The New Testament” less than half a century after the death of the composer. Beyond the acclamation implicit in the comment, it is worth noting that he conceives of the thirty-two works written between 1795 and 1822 as a unit. For a period not only in which, as is obvious, it was impossible to record and reproduce sound, but also in which concerts were dedicated to music of the moment, the historical notion of a se-ries is surprising. Beethoven, along with his Epigoni, pioneers the notion of a “work of works.” It could be said that the idea underlying the interior of the so-nata, understood as a genre that both incorporates a form and questions it, in its broadest sense serves, in some way, as a model of the universe.

In the eighteenth century the musical phrase is expanding. The brief motifs of the Baroque, bea-rers of an “affect,” become linked. The melodic arcs become longer, combining different motifs into a theme. And, later, composers contrast themes and, using that nucleus as a unit, develop a narrative ba-sed on tensions and distensions, delays, and climax.

This form, which will eventually be called “Sonata Form,” will be employed in the first movements of works which, borrowing a name that had been used since the Renaissance to denote instrumental pieces, will come to be called sonatas. And the sonata as a genre will develop the relationship between Sonata Form and other forms. Each movement of the so-nata will establish its own narrative, but also will, at the same time, be part of a more extensive one, namely, that of the sonata as a whole. The novelty of Beethoven—and of his reception—will be the no-tion that these sonatas, like a game of Russian dolls (mathematicians would speak of fractals), themsel-ves become “stations” in an all-encompassing who-le. The Work will begin to be, similar to the private collections of paintings which around that time be-gan to suggest the idea of a museum, a set of works. Works that speak to one another, that present in one moment in time something that will be developed later in another moment; that establish contrasts, that generate expectations or fulfill them, similar to the themes of a movement or the movements of a sonata. Even as Romanticism was, in principle, a literary movement, it is precisely literature which confers to music—even to music that asserts its sta-tute of autonomy before the word and places itself within an abstract instrumental genre, as does the sonata—the idea that sustains it.

Imitation of nature, evoker of affects, unsur-passable vehicle for enabling words to act—and,

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afterward, for imitating and replacing them—mu-sic bore a history of conflicts with what for a long time was called meaning. What was at stake was the descriptive possibility of that mysterious language to which the Middle Ages had attributed the ear-thly representation of the cosmic order and whose power its priests had both desired and feared. The polemics about the value of music relative to words were frequent. On one hand, it was said, music wi-thout words, pure sensuality, did not have a right to exist. On the other hand, words, without music, did not entirely have meaning. At the end of the sixteenth century, the first sonatas—sometimes ca-lled Canzone—of musicians like Cima, Fontana, or Frescobaldi exhibited something of this contradic-tion. Emerging in parallel with the first operas, they imitated vocal inflections and the affect of voices, but, at the same time, did without them. And then there was Beethoven, none other than the one who had secured the individual identity of the principal instrumental genres—the sonata, the concerto, the string quartet, and the symphony—genres in which music did not speak of anything other than music, adding words to the ninth of his symphonies. And doing so in a manner more theatrical than could have been imagined.

Beyond the imaginative titles given by editors to many of his sonatas—in any case, a mark of the times—it is known that Beethoven thought of his Concerto No. 4 for Piano and Orchestra as a des-

criptive work (with Orpheus as the theme). And, naturally, during the entire Romantic period the literary arts influenced music—such was, precisely, what made this period Romantic. Within the no-tion of an instrumental musical genre like the so-nata and in the portrait traced by his sonatas when they are placed side-by-side, what is present is not so much a negation of descriptivity as the manifes-tation of a characteristic descriptivity. The sonatas and symphonies don’t question the possibility of referentiality, but rather think themselves capable of a different referentiality, one that is deeper—and more significant—than that of words and argu-ments. The narrativity of Romanticism is, in any case, a non-argumentative narrativity. It is a narra-tivity of feeling itself, in its purest state. In The Par-ticularity and Profound Essence of Music, the poet and playwright Wilhelm Heinrich Wackendroder writes: “When all the more intimate movements of our heart break, with a single scream, the wrapping of words, as if they were the tomb of the profound passion of the heart, at this precise moment these reappear, under different skies, in the vibrations of the soft chords of the harp, like a life from the beyond, full of transfigured beauty, and celebrate its resurrection like forms of angels…A river that flows in front of me can serve as a comparison. No human art form can represent with words before our eyes the flow of a mass of water agitated in ma-nifold ways by its thousands of waves, now flat, now

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undulated, now impetuous, now foamy; the word can only count and name visibly the variations, and cannot represent visibly the transitions and trans-formations of one drop into another. And the same is true of the mysterious current that flows in the depths of the human soul: the word enumerates, denominates, and describes the transformations of this current, borrowing from material foreign to it; music, on the other hand, makes the current flow before our eyes. Boldly, music plays its mysterious harp and traces in this dark world, but of a preci-se order, magical signs, precise and dark, and the strings of our heart resonate and we understand its resonance.”

Beethoven’s thirty-two sonatas for piano, this unit, this New Testament, is, moreover, an evol-ving body. It is a whole that shows the struggle between the composer and his materials as well as the gradual crystallization of a language as it is cast into doubt. Unlike the quartets, sonatas, or symphonies of Haydn or Mozart, many of which could be removed from the rest or exchanged for others without altering substantially the narrative as a whole (besides, who listens to the 77 quartets or the 104 symphonies of Haydn; how could such a quantity be programmed?), in the Beethovenian Work there is an evolution. An escalation of possi-bilities, an elaboration of forms that, once found, show themselves to be points of departure for new explorations. The sonatas of op. 27, and particularly

the one titled “Moonlight Sonata,” are heard in a completely different manner if they are conceived as part of a series together with op. 53, dedicated to count Ferdinand von Waldstein –a point of arrival. And this one, in turn, is not the same work when it is performed alongside op. 111. Each sonata tells, as it were, a story and, at the same time, a part of another story. Beethoven is, in this sense, comple-tely Romantic. Although, like the anarchist who on his deathbed asks to kiss the cross, he made a place for the voice –the voice of Schiller, one of the great ideologues of Romanticism, in every case– Beetho-ven is the great architect of the myth of instrumen-tal music’s primacy, and with it, of absolute music’s primacy. E. T. A. Hoffman describes this with clari-ty. That is, he describes the influence Romanticism exerted on Beethoven: “He is wholly romantic (and precisely because of this truly musical). And per-haps this is the reason why he obtains lesser results in vocal music, which does not allow a longing for the infinite, but rather represents only the affect indicated by the words.” For Wackenroder, music “rises from the earthly toward the heights.” The am-plification of the form –of the musical phrase, of the movement, of the narrative– which leads to the conception of a kind of hypersonata formed by all the sonatas, is, ultimately, nothing other than what for Hoffman characterized Romanticism: a longing for the infinite.

(Translation by Florencia Milito)

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Born in Toronto, Canada, the son of Argentine pa-rents, in 1973. His musical education, initiated at a very early age, took place in Canada, Argentina, Switzerland, France, and England, where he com-pleted postgraduate studies at the Royal College of Music in London, which honored him with the Hopkinson Gold Metal.

In his broad international career as a soloist, his performances with the Orquesta Filarmónica de Buenos Aires and the Orquesta Sinfónica Na-cional (Argentina), the Brucknerakademie Orches-ter of Munich, la Orchestre de Chambre Français of Paris, the London Schools Symphony Orchestra and the Exeter Symphony Orchestra (England),

the National Symphony Orchestra of Iasi (Ruma-nia) and the Orquesta Filarmónica de Montevideo stand out.

His no less extensive career as a concert pianist includes performances of the works of Brahms, Rachmaninov, Tchaikovsky, Chopin, Beethoven, and Schumann in the most important music series in England, France, Holland, Germany, Greece, Li-thuania, Argentina, and the United States.

His discography includes, in two volumes, Com-plete Piano Works by Alberto Ginastera (2006) and David Winkler: Piano Concerto with the Orquesta Sinfónica de la Universidad de Cuyo under the di-rection of David Handel (2006).

Among other national and international awards, he received the 2009 Konex Award to honor his ar-tistic trajectory.

Alexander Panizza

More information at www.alexanderpanizza.com.ar

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48 BEETHOVEN Las sonatas para piano

Este disco es una coproducción de Alexander Panizza, Centro Cultural Parque de España y Editorial Municipal de Rosario (Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario) para su sello Ediciones Musicales Rosarinas. Aristóbulo del Valle y Callao (S2000AAI), Rosario, Santa Fe, Argentina.

[email protected]

www.rosariocultura.gob.ar/emr

www.ccpe.org.ar

www.alexanderpanizza.com.ar

El ciclo integral de las sonatas para piano de Ludwig van Beethoven se registró en vivo durante ocho conciertos realizados en el Teatro Príncipe de Asturias del Centro Cultural Parque de España de la ciudad de Rosario entre abril y noviembre de 2010.

Alexander Panizza utilizó un piano Yamaha C-7. Técnicos de grabación: Jorge Ojeda y Guillermo Palena. Masterización: Martín Valci.Edición musical: Alexander Panizza.Fotografía: cubierta, emr; página 29 y 34, Héctor Rio; páginas 35 y 36 y retiros de cubierta, Arturo Marinho. Maqueta de colección: Alonso.