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LA GRAN BÚSQUEDA no aportaban apenas ningún beneficio a las clases trabajadoras. En las empresas que ellos imaginaban, la productividad crecía a pasos agigan- tados, pero los salarios nunca pasaban de un máximo estructural; en todo caso, las condiciones laborales empeoraban con el tiempo. Mar- shall no solo vio que la situación real no era esta, sino que comprendió que no podía serlo. La competencia por la mano de obra obligaba a los propietarios a compartir con sus trabajadores los beneficios derivados de los avances en eficacia y calidad, primero como empleados y después como consumidores. Los datos confirmaban que Marshall estaba en lo cierto. De hecho, el porcentaje que representaban los salarios en el pro- ducto interior bruto —la renta anual del país, incluyendo salarios, be- neficios, intereses e ingresos de los empresarios— no estaba bajando sino que subía, y lo mismo sucedía con el nivel de los salarios y los gas- tos de consumo de la clase trabajadora, tal como había sucedido prácti- camente sin interrupción desde 1848, año en que se publicaron los Principios de economía política de Mili y el Manifiesto comunista. Capítulo 3 La profesión de la señorita Potter: Beatrice Webb y el Estado administrador Anhelaba algo que pudiera llenar su vida con una actividad ardiente y racional al mismo tiempo y puesto que ya había pasado la época de las visiones y de los directores espirituales [...] ¿qué otra lámpara quedaba excepto el conocimiento? GEORGE ELIOT, Middlemarch 1 Todos los años, en marzo, «los diez mil superiores» invadían Londres como una bandada de aves migratorias de exótico plumaje. 2 Durante los tres o cuatro meses de la «temporada social» londinense, la élite británica se dedicaba a un complicado ritual de apareamiento. Por las mañanas practicaban la equitación en el Rotten Row o la Ladies' Mile de Hyde Park. Las tardes se reservaban para el Parlamento o los clubes en el caso de los machos de la especie, y para ir de compras o de visitas en el caso de las esposas y las hijas. Por las noches todos coincidían en representaciones de ópera, cenas y bailes que les permitían exhibir magníficos atuendos. Cada pocos días, la consabida carrera, regata, partida de criquet o inau- guración de arte introducía una pequeña variación en el programa. Del mismo modo que muchos otros fenómenos característicos de la alta sociedad victoriana, esta frenética y aparentemente frivola bús- queda del placer era un asunto serio: durante la temporada social, que empezaba al inicio del período de sesiones parlamentario, Londres se convertía en el epicentro del mercado matrimonial. Los padres acomo- dados intentaban ofrecer a sus hijas dos o tres temporadas londinenses igual que se planteaban enviar a sus hijos varones a Oxford o a Cam- bridge. De hecho, los gastos y esfuerzos necesarios para organizar esta 115

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LA GRAN BÚSQUEDA

no aportaban apenas ningún beneficio a las clases trabajadoras. En lasempresas que ellos imaginaban, la productividad crecía a pasos agigan-tados, pero los salarios nunca pasaban de un máximo estructural; entodo caso, las condiciones laborales empeoraban con el tiempo. Mar-shall no solo vio que la situación real no era esta, sino que comprendióque no podía serlo. La competencia por la mano de obra obligaba a lospropietarios a compartir con sus trabajadores los beneficios derivadosde los avances en eficacia y calidad, primero como empleados y despuéscomo consumidores. Los datos confirmaban que Marshall estaba en locierto. De hecho, el porcentaje que representaban los salarios en el pro-ducto interior bruto —la renta anual del país, incluyendo salarios, be-neficios, intereses e ingresos de los empresarios— no estaba bajandosino que subía, y lo mismo sucedía con el nivel de los salarios y los gas-tos de consumo de la clase trabajadora, tal como había sucedido prácti-camente sin interrupción desde 1848, año en que se publicaron losPrincipios de economía política de Mili y el Manifiesto comunista.

Capítulo 3

La profesión de la señorita Potter:Beatrice Webb y el Estado administrador

Anhelaba algo que pudiera llenar su vida con una actividad ardientey racional al mismo tiempo y puesto que ya había pasado la época de lasvisiones y de los directores espirituales [...] ¿qué otra lámpara quedabaexcepto el conocimiento?

GEORGE ELIOT, Middlemarch1

Todos los años, en marzo, «los diez mil superiores» invadían Londrescomo una bandada de aves migratorias de exótico plumaje.2 Durante lostres o cuatro meses de la «temporada social» londinense, la élite británicase dedicaba a un complicado ritual de apareamiento. Por las mañanaspracticaban la equitación en el Rotten Row o la Ladies' Mile de HydePark. Las tardes se reservaban para el Parlamento o los clubes en el casode los machos de la especie, y para ir de compras o de visitas en el caso delas esposas y las hijas. Por las noches todos coincidían en representacionesde ópera, cenas y bailes que les permitían exhibir magníficos atuendos.Cada pocos días, la consabida carrera, regata, partida de criquet o inau-guración de arte introducía una pequeña variación en el programa.

Del mismo modo que muchos otros fenómenos característicos dela alta sociedad victoriana, esta frenética y aparentemente frivola bús-queda del placer era un asunto serio: durante la temporada social, queempezaba al inicio del período de sesiones parlamentario, Londres seconvertía en el epicentro del mercado matrimonial. Los padres acomo-dados intentaban ofrecer a sus hijas dos o tres temporadas londinensesigual que se planteaban enviar a sus hijos varones a Oxford o a Cam-bridge. De hecho, los gastos y esfuerzos necesarios para organizar esta

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complicada danza de cortejo eran comparables. Si la familia no disponíade «residencia urbana», había que procurarse una mansión de categoríaen una calle de moda. Asimismo, había que comprar y transportar unaconsiderable cantidad de enseres, y era de rigor contar con «un establopara los caballos y los coches [...] un complicado surtido de atuendos[y] toda la intendencia y parafernalia necesarias para las cenas, los bailes,las meriendas campestres y las fiestas de fin de semana». No hace faltadecir que para mantener una agenda social tan completa era necesarioun cargo ejecutivo que supervisara «los ambiciosos [planes], el elevadonúmero de empleados y las innumerables decisiones», es decir, la señora

de la casa.3

Estas eran las reflexiones que ocupaban a Beatrice EUen Potter, Boo Bea para los íntimos, la octava de las nueve hijas de un rico magnatedel ferrocarril llamado Richard Potter y residente en Gloucester. Enuna cruda tarde de febrero de 1883, el coche de caballos en el que via-jaban ella y su padre se detuvo frente a una imponente hilera de man-siones de estilo italianizante y fachadas de color claro. La esbelta jovencontempló con expresión hosca el número 47 de Princes Gate, quetenía que servir de residencia temporal al numeroso clan de los Potter,que incluía también a seis hermanas casadas y sus respectivas familias.Era un edificio de cinco plantas que daba a Hyde Park, con una sun-tuosa fachada de ventanales altos, decorada con columnas jónicas, pilas-tras corintias y guirnaldas de flores esculpidas. Al otro lado de la casa,visible tras unas puertas acristaladas, se extendía un jardín adornado conestatuas clásicas y enormes maceteros con grandes macizos de geraniosde color rojo oscuro. Las casas contiguas eran igual de majestuosas. Elpadre de Beatrice había elegido aquella mansión de Princes Gate p re -cisamente porque estaría flanqueada por las de vecinos tan ricos ypoderosos como él. El banquero estadounidense Junius Morgan teníaarrendado el número 13. Joseph Chamberlain, el padre de NevilleChamberkin, un industrial de Manchester que ahora era político delala liberal había arrendado el número 40 para la temporada de sociedad.Era el entorno perfecto para la brillante hija de Potter.

Con veinticinco años, Beatrice ya había conocido más de mediadocena de temporadas londinenses, pero nunca se había enamorado.Hasta, el momento sus deberes se habían limitado a disfrutar de unoscincuenta bailes, sesenta fiestas, treinta cenas y veinticinco desayunos

antes de que la clase alta hiciera las maletas y regresara a sus residenciasde provincias en el mes de julio.4 No necesitaba intervenir en «toda lacomplicada maquinaria»5 en la que se apoyaban las actividades sociales.Aquel año, sin embargo, las cosas eran distintas. Beatrice era la única delas hermanas Potter —además de Rosie, que por entonces tenía treceaños— que aún vivía en la casa familiar de Gloucester al morir su ma-dre la primavera anterior, y había sido ascendida de repente al puesto deseñora de la casa.

Antes de salir de Gloucester, Beatrice se había prometido solemne-mente «entregarme a la sociedad y marcarme como objetivo tener éxi-to en ella».6 «Tener éxito» quería decir casarse con un hombre impor-tante, como habían hecho sus hermanas mayores, aunque la eleccióndel verbo «entregarse» indicaba que el precio era la autoinmolación. Laúltima que había actuado así era la hermana predilecta de Beatrice,Kate, quien había esperado hasta la avanzada edad de treinta y un añospara contraer matrimonio con un destacado político y economista libe-ral, Leonard Courtney, por aquel tiempo ministro de Hacienda. Su pa-dre no dudaba de que la siguiente sería Bo. Además de belleza, abolengoy una importante fortuna, tenía el don de no pasar inadvertida. En lossalones, quienes veían por primera vez su cuello largo y grácil, sus ojosorgullosamente inteligentes y su pelo negro y brillante pensaban en uncisne negro, elegante y algo peligroso. Bo fascinaba a los hombres, sobretodo cuando se daban cuenta de que no los tomaba en serio.

La llegada de los Potter estuvo seguida por unos momentos de caosy confusión en los que aparecieron más criados, más caballos y más ca-rruajes. Cuando los criados ya se habían retirado y su padre había termi-nado de cenar, Beatrice subió al piso superior en busca del dormitorioque había escogido para ella. Por fin podía pensar en algo que no fueraorganizar actividades y menús; concretamente, en las lecturas que llevabaconsigo y en todo lo que tenía que estudiar. Beatrice no veía contradic-ción alguna entre sus diversos deberes y aspiraciones. Después de todo, eltrono estaba ocupado por una mujer felizmente casada, y la persona conmás éxito del mundillo literario era la escritora George Eliot. Cuandocumplió los dieciocho años, Beatrice había dedicado más tiempo a estu-diar las religiones orientales que a prepararse para su «puesta de largo».

La ventana de su habitación daba al Museo de Victoria y Alberto.Pensando que aquel grandioso monumento a la creatividad humana,

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pese a estar en el centro de Londres, había conseguido mantenerse airo-samente «inmune a la bulliciosa vida de la gran ciudad»,7 Beatrice sepreguntó si ella también conseguiría cultivar el desapego budista en unsalón de baile o en un teatro abarrotado. Aunque no estuviera a la altu-ra de las expectativas sociales, podía seguir cultivando la parte «reflexi-va» de su vida, la que la llevaba continuamente a preguntarse: «¿Cornovoy a vivir y con qué objeto?».8

Beatrice se preguntaba cuál sería su destino desde que cumplió losquince años, una obsesión que su madre y sus hermanas siempre habíanconsiderado insana. ¿No le bastaba con ser «una de las elegantes señori-tas Potter que viven en magníficas casas con preciosos jardines y se ca-san con hombres riquísimos»?9 Si Beatrice hubiera sido la protagonistade una novela victoriana, el autor se habría visto obligado a justificarsepor convertir la cuestión del destino de la joven en el «centro de inte-rés» de su relato. Así lo hacía Henry James en Retrato de una dama, publi-cado en 1881: «Millones de jóvenes presuntuosas, inteligentes o no, seenfrentan a diario a su destino, ¿y qué perspectivas de ser tiene su desti-no para que, como mucho, hagamos una historia de él?», se preguntabaen el prefacio.10 Antes de que las mujeres de clase media pudieran optara algo más que casarse y ser madres, y antes de 1882, cuando se aprobóla Ley de Derechos de Propiedad de las Mujeres Casadas, que las auto-rizaba a tener ingresos propios, la pregunta central de Retrato de unadama («Y ahora, ¿qué va a hacer ella?») difícilmente habría suscitado elinterés del lector.

Una vez, en el colegio, Margaret Harkness, que era hija de un m o -desto párroco rural y más tarde sería autora de novelas, le preguntó a suprima Beatrice: «Eres joven, bonita, rica, lista, ¿qué más quieres? ¿Porqué no estás nunca satisfecha?».11 Como Isabel Archer, el personaje deHenry james, Beatrice fue educada con una inusual libertad para viajar,leer, tener amistades y satisfacer su «enorme ansia de saber» y su «curio-sidad inmensa ante la vida». Beatrice gustaba de la compañía masculinay daba por sentado que la mayoría de los hombres caían bajo su hechi-zo, pero, como Isabel, no tenía ningún deseo de «empezar la vida casán-dose».12 Quería que la admirasen tanto por sus logros intelectuales comopor sus encantos femeninos. Cada año que pasaba, la necesidad de tener

«un objetivo y una ocupación verdaderos»13 se volvía más apremiante.Era consciente de que tenía una «misión especial» y creía con toda sualma que estaba destinada a llevar «una vida que conduzca a algo».14

Corno la Dorothea de Middlernarch, Beatrice estaba ávida de principios,de «algo que pudiera llenar su vida con una actividad ardiente y racio-nal al mismo tiempo».15

La identidad de Beatrice estaba marcada por el hecho de habernacido en la «nueva clase dirigente»16 británica, y su mentalidad, porhaber «crecido en medio de la especulación capitalista» y «el incansableespíritu de la gran empresa».17 La historiadora Barbara Caine ha seña-lado que para Beatrice el rasgo distintivo de su clase no era la riqueza,sino el hecho de estar integrada por «una categoría de personas quenormalmente dan órdenes pero que pocas veces, por no decir ninguna,ejecutan las órdenes ajenas».18 Su abuelo paterno y su abuelo maternoeran hombres hechos a sí mismos. Su padre había perdido su parte dela herencia familiar en el crac de 1848, pero se había resarcido ven-diendo tiendas de campaña al ejército francés durante la guerra deCrimea. En 1858, cuando nació Beatrice, Richard Potter había amasa-do una tercera fortuna gracias a la madera y los ferrocarriles y era di-rector (y futuro presidente) de la compañía ferroviaria Great WesternRailway. Más emprendedor y especulador que gestor, Potter acaricióalguna vez el proyecto de construir un canal que rivalizara con el deSuez. Tenía intereses comerciales en lugares tan distantes como Turquíao Canadá, y tanto él como su familia viajaban constantemente. Stan-dish, la mansión de los Potter en Gloucester, tan majestuosa e imperso-nal como un hotel, estaba siempre llena de parientes, visitas, empleadosy gorrones.

Aunque en su madurez Richard Potter empezó a votar a los con-servadores, nunca fue el típico plutócrata tory. Su padre, mayorista detelas de algodón, fue diputado radical durante unos años y ayudó a fun-dar el Manchester Guardian19 («nuestro órgano», solía decir Beatrice).20 In-telectualmente comprometido, cordial y de mentalidad abierta, Potterera amigo de científicos, filósofos y periodistas. Herbert Spencer, el in-telectual más controvertido de Inglaterra en las décadas de 1860 y 1870,un hombre que además era ingeniero de ferrocarriles y editorialista delEconomist, describió a Richard Potter como «el ser humano más agrada-ble que he conocido nunca».21 Ni siquiera la cordial indiferencia de este

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último hacia los intereses filosóficos de Spencer mitigaron su eternaadoración.

Es casi axiomático que detrás de cada mujer extraordinaria hay unpadre poco común. Potter animó a Beatrice y a sus hermanas a leer yles dio libre acceso a su vasta biblioteca. En ningún momento trató defiscalizar sus conversaciones o sus amistades. Disfrutaba tanto de la com-pañía de sus hijas que pocas veces se iba de viaje de negocios sin llevar-se a una o a otra. Beatrice aseguraba que su padre era «el único hombreque he conocido que creía sinceramente en la superioridad de las mu-jeres respecto a los hombres y actuaba en consecuencia».22 Además, leatribuía el mérito de su propia «audacia y arrojo y mi familiaridad conlos riesgos y las posibilidades de los grandes proyectos».23

En ciertos aspectos, Laurencina Potter era aún más singular que sumarido, y tenía tan poco que ver con las madres regordetas y plácidasque pueblan las novelas de Trollope como Richard con el estereotipode empresario. Spencer conoció a los Potter cuando eran recién casadosy pensó que eran «la pareja más admirable que he visto jamás»,24 y altratarlos un poco constató con sorpresa que el aire femenino, grácil yrefinado de Laurencina ocultaba «un carácter muy independiente».25

A diferencia de su despreocupado marido, Laurencina era una mujercerebral, puritana e insatisfecha. Su apellido de soltera era Heyworth, yprocedía de una familia de comerciantes liberales de Liverpool que lahabían educado igual que a sus hermanos; es decir, le habían hechoaprender matemáticas, idiomas y economía política. De joven era unacelebridad local, y tras su entusiasta participación en la campaña contralas leyes de cereales, se habló de ella en varios artículos de prensa. Déca-das después, Beatrice acostumbraba encontrar en su tocador panfletossobre temas económicos.

Laurencina era una mujer muy desdichada; y a ojos de su hijas lacausa de su frustración estaba clara. La madre de Beatrice había imagi-nado una vida de casada en la que disfrutaría de «una estrecha camara-dería intelectual con mi padre, e incluso progresaría intelectualmentegracias al trato con los distinguidos amigos de él».26Y en lugar de eso, sehabía pasado las dos primeras décadas de su matrimonio embarazada odando de mamar y había tenido que quedarse en casa, rodeada de m u -jeres y niños, cuando su marido se iba de viaje de negocios o salía acenar con escritores e intelectuales. La auténtica ambición de Laurenci-

na había sido escribir novelas, y llegó a publicar una, Laura Gay, antes deque la desbordaran las exigencias familiares.

Cuando nació Dickie, el único varón después de ocho chicas, Lau-rencina se dedicó por completo a él. Pero al cabo de dos años, cuandoel niño murió de escarlatina, cayó en una grave depresión y descuidó asus otras hijas. Beatrice, que en ese tiempo tenía siete años, describióa su madre en sus memorias como «un personaje distante, que hablabade negocios con mi padre o se enfrascaba en la lectura de libros en sutocador». La frialdad de su madre llevó a Beatrice a creer que «yo noestaba hecha para ser amada; tenía que haber algo repulsivo en mi ca-rácter». Taciturna, histriónica y dada a los embustes y las exageraciones,la madre de Beatrice había heredado la tendencia de los Heyworth a laangustia vital y el suicidio. Dos de sus familiares se habían quitado la vida.«En conjunto, mi infancia no fue feliz —reflexionó Beatrice ya de adul-ta—. La estropearon la mala salud, la falta de cariño y los desórdenesmentales que se derivaban de estas dos cosas, el malhumor y el resenti-miento. [...] La soledad de mi infancia fue absoluta.»27 La propia Beatri-ce jugueteó con botellas de cloroformo siendo niña.

Según uno de sus biógrafos, ante el rechazo de su madre, Beatricebuscó afecto «en la planta baja», entre los criados que atendían la casa delos Potter. Tanto ella como sus hermanas mayores sentían un cariño es-pecial por Martha Jackson, o Dada, como la llamaban, que ejercía deniñera. Dada, como supo Beatrice mucho más tarde, era pariente lejanade su madre, de una rama pobre pero respetable de Lancashire que sededicaba a la manufactura de tejidos. Según Caine, fue Dada quien in-culcó en Beatrice la idea del pecado original, de la que surgió su deter-minación de hacer el bien y su eterna identificación con los trabajado-res pobres y «respetables». Sin embargo, fue el ejemplo de Laurencina elque la inspiró a escribir. El día en que cumplía quince años, Beatriceempezó un diario que siguió escribiendo hasta su muerte. «A vecessiento como si debiera escribir, como si necesitara volcar mis pobres ydispersos pensamientos en el corazón de alguien, aunque sea el mío.»28

Algunos de los intelectuales que frecuentaban la casa de los Potter eranel biólogo Thomas Huxley, sir Francis Galton, primo de Charles Darwin,y otros partidarios de la nueva corriente «científica» que empezaba a

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desmantelar las creencias tradicionales. Durante la adolescencia de Bea-trice, Spencer, que procedía como los Potter de una familia de protes-tantes disidentes, se convirtió en el confidente de Laurencina y en lainfluencia intelectual predominante en la familia.

En la década de 1860, Spencer, que acuñó el concepto de la «su- :pervivencia del más fuerte», era más famoso que Charles Darwin. Suidea de que las instituciones sociales evolucionaban como las especiesanimales y vegetales —y que, por lo tanto, podían ser objeto de obser-vación, clasificación y análisis— había cautivado la imaginación de lasociedad. Como uno de los primeros exponentes de la teoría de la evo-lución, Spencer era un individualista radical que se oponía a la esclavi-tud y apoyaba el sufragio femenino. Su antipatía hacia las regulacionesestatales y las medidas tributarias seducía a la clase media, tanto bajacomo alta. Y su popularidad creció aún más cuando declaró que nodescartaba por completo la existencia de Dios.

Sin embargo, a Spencer no le gustaba la fama. De salud precaria yalgo hipocondríaco, con la edad se fue volviendo más excéntrico y pro-clive a la reclusión. Cuando no estaba en su club o a solas en sus habi-taciones, buscaba la compañía de los Potter y de sus hijas. Era un invi-tado habitual en la casa de Gloucester, y le encantaba liberar a las niñasde sus institutrices mientras entonaba: «¡La sumisión no es buena!»,3

A veces se las llevaba a recoger muestras para ilustrar sus ideas sobre laevolución. En los veranos, cuando los Potter se instalaban en su residen-cia de Cotswold, salía a pasear entre hayas y perales, vestido de linoblanco de la cabeza a los pies y provisto de un parasol Tras él iba un«precioso y original grupito»30 formado por varias muchachas altas ydelgadas, con el pelo cortado a lo chico, ataviadas con vestidos de mu-selina de color claro y cargadas con cestos y cazamariposas. De vez encuando, se paraban y escarbaban el suelo en busca de fósiles. Miles deaños atrás la zona de Gloucester había estado bajo las aguas del mar,que habían dejado toda una colección de amonitas, crinoideos, trilobi-tes y equinoides en los pasajes del ferrocarril o en las canteras de caliza.A veces las chicas se burlaban de su circunspecto amigo, «¿Descende-mos del mono, señor Spencer?», preguntaban entre risitas. Su acostum-brada respuesta, «¡El 99 por ciento de la humanidad ha descendido y un1 por ciento ha ascendido!», suscitaba más risas y alguna que otra lluviade hojas secas contra el «formidable cabezón» de Spencer.31

La más lectora y taciturna de las hermanas, Beatrice, desarrolló unaduradera fascinación hacia la prodigiosa inteligencia de Spencer. Por suparte, él le decía que era una «metafísica nata», la comparaba con su ado-rada George Eliot, le recomendaba lecturas y la animaba a perseguir susambiciones intelectuales. Sin su apoyo, seguramente Beatrice se habríaresignado a llevar la clase de vida que exigían las convenciones —y aveces su propio corazón.

Su educación formal fue muy breve. Como la de muchas jóvenesde la alta sociedad, se redujo a una estancia en una elegante escuela deseñoritas que se prolongó solo unos meses, en parte por sus frecuentesindisposiciones, tanto imaginarias como verdaderas, y en parte porqueni siquiera a Richard Potter, por adelantado que fuera para su época, sele ocurrió mandarla a la universidad. Por eso Beatrice se educó básica-mente en casa, es decir, de forma autodidacta y con libertad para leercualquier libro, incluso los que estaban prohibidos en las bibliotecaspúblicas. «Soy, como dice madre, demasiado joven, demasiado inculta y,lo peor de todo, demasiado frivola para hacerle compañía —escribió ensu diario—. Sin embargo, debo armarme de valor e intentar cambiar.»32

Laurencina, tan tacaña en muchas cosas, era manirrota cuando se tratabade comprar periódicos y revistas. Beatrice se enfrascó en lecturas dereligión, filosofía y psicología, los temas que interesaban a su madre. Suslecturas escolares incluían a George Eliot y al filósofo francés y pionerode la sociología Auguste Comte, por entonces de moda.

Gracias a este acceso a la biblioteca de su padre y a los periódicosde su madre, Beatrice conocía mucho mejor que otras chicas de su edadlas controversias religiosas y científicas que dominaron los últimos añosde la era victoriana. «Vivíamos en un estado permanente de agitación,absorbiendo y cuestionando todas las hipótesis contemporáneas sobre eldeber y el destino del hombre en este mundo y en el próximo», recor-dó en sus memorias. Cuando cumplió los dieciocho años y estaba apunto de presentarse en sociedad, había sustituido el credo anglicanopor la nueva doctrina spenceriana sobre la «armonía y el progreso», ytambién había abrazado el credo político libertario de su mentor y suideal del «investigador científico». La imagen de este último suscitabasu «arrolladura curiosidad por la naturaleza de las cosas» y su «esperanzapor alcanzar una "visión general" de la humanidad», junto con su secre-ta ambición de escribir «un libro que se leyera mucho».33

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Al cabo de tres semanas en Princes Gate, Beatrice estaba sometida a «laatracción rival del tiempo y la energía».34 Después de una cena eleganteespecialmente tediosa, protestó diciendo: «¡Las señoras son tan inexpre-sivas!».35 No entendía por qué «las mujeres inteligentes desean casarse yacceder a una categoría que les impone este régimen social».36Y volca-ba sus decepciones en el diario: «Me siento como un animal enjaulado,atada por el lujo, el confort y la respetabilidad de mi posición».37

Beatrice no solo ansiaba amor sino también una ocupación, peroempezaba a pensar que no tenía más posibilidades de conseguirlo que lapobre Laurencina. Cuando Isabel Archer dijo que había «otras cosas queuna mujer puede hacer», pensaba, seguramente, en el reducido grupode pioneras que se ganaban la vida con su trabajo y eran libres de tratara quien quisieran, hablar de lo que quisieran, vivir en cuartos alquiladosy viajar por su cuenta.

De todos modos, después de reflexionar sobre el asunto, Beatricecomprendió que esas mujeres renunciaban a muchas cosas. Cuandocoincidió con la hija del célebre Karl Marx en la cafetería del MuseoBritánico, observó que Eleanor iba «vestida de forma pintoresca y de-saliñada, con su melena morena y rizada escapándose en todas direccio-nes». La seguridad intelectual de Eleanor y su aspecto romántico la im-presionaron, pero le disgustó su estilo de vida bohemio. «Por desgracia,no es posible mezclarse con otros seres humanos sin establecer algunarelación con ellos», se dijo Beatrice.38 Por otra parte, adoraba a su primaMartsaret Harkness, que más tarde publicaría In Darkest hondón, A CityGilí y otras novelas de temática social. Maggie vivía sola, en un destar-talado apartamento de una sola habitación en Bloomsburyy había in-tentado ganarse la vida como maestra, enfermera y actriz antes de des-cubrir su talento para la escritura. Su familia estaba escandalizada yMagsie se había visto obligada a romper todo vínculo con ellos, algoque a Beatrice le parecía inimaginable, como le parecía inimaginableexiliarse en Estados Unidos. Le hubiera gustado ser capaz de confor-marse, «;i>or qué tengo yo, pobre ranita, que convertirme en una profe-sional? Si pudiera librarme de este torticero deseo de triunfar...»39

Una vez más, Spencer acudió al rescate de Beatrice y le propuso quesustituyera a su hermana mayor, que trabajaba voluntariamente como

recaudadora de alquileres en unos edificios del East End. De este modo,podía prepararse para la investigación social mientras seguía estudiandopor su cuenta. Como a Alfred Marshall una generación antes, Londresestaba llamando a Beatrice. Asistió a una reunión de la Sociedad de Or-ganización Benéfica, un grupo que propugnaba la beneficencia «cientí-fica» y el evangelio de la autoayuda. «Las personas deben ayudarse a símismas con sus propias ganancias y esfuerzos y [...] depender lo menosposible del Estado.»40 Tradicionalmente habían sido las mujeres las encar-gadas de visitar a los pobres, pero en la década de 1880 la asistencia socialempezaba a ser una profesión respetable para las solteras y para las casadassin hijos. De hecho, las ventajas que comportaba eran muchas. Comoobservó Beatrice: «Sin duda, para nosotras es beneficioso encontrarnosentre los pobres. [...] Gracias a ello adquirimos una experiencia vitalque resulta novedosa e interesante; y la observación de su vida y de suentorno nos aporta datos que pueden ayudarnos a resolver los problemassociales».41 Más tarde reflexionó: «Si pudiera dedicar a ello mi vida.. .».42

Sin embargo, en unos meses Beatrice no hizo más que un par de visitasa las Katherine Houses de Whitechapel. «No puedo conseguir la forma-ción que busco sin descuidar mis deberes», se lamentó.43

Poco después Beatrice estuvo una noche despierta hasta la madrugada,demasiado nerviosa para poder dormir. El día anterior había asistido auna cena en casa de unos vecinos y había tenido como compañero demesa a Joseph Chamberlain, el político más importante de Inglaterra yel hombre más carismático y dominante que había conocido nunca.

Chamberlain era veintidós años mayor que ella y dos veces viudo,pero irradiaba vigor y entusiasmo juvenil. Corpulento, con el pelo ne-gro y espeso, la mirada penetrante y una voz extrañamente seductora,era un líder nato. Había hecho una gran fortuna fabricando tornillos ycerrojos, antes de dedicarse a la política y llegar a ser alcalde de Bir-mingham. Durante cuatro años, se dedicó a «ajardinar, urbanizar, construirmercados, instalar conducciones de gas y de agua e implantar mejo-ras»,44 hasta convertir una triste población industrial en una metrópolimodélica. Después de contribuir durante unos años al fortalecimientode la maquinaria política del Partido Liberal, fue recompensado con uncargo en el gabinete.

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En la época en que Beatrice lo conoció, Chamberlain era el rebeldede la política inglesa. Su estudiada elegancia (siempre con monóculo,traje hecho a medida y una orquídea fresca en el ojal) no encajaba de-masiado con su imagen de agitador. Sin embargo, en los acaloradosdebates de la última campaña, Chamberlain había conseguido interesara los votantes por dos temas relacionados: la pobreza y el derecho alvoto. Desde su puesto en el gabinete había defendido el sufragio uni-versal masculino, la construcción de viviendas baratas y la cesión detierras a los jornaleros. También había enfurecido a los conservadores alinvitar a Birmingham al líder de su partido, lord Salisbury, para hacerlointervenir ante un público contrario a su presencia. Sus rivales lo apo-daban «el Robespierre inglés» y lo acusaban de fomentar el odio entreclases. La reina Victoria le exigió disculpas por insultar a la familia realen una manifestación obrera. Según advirtió Herbert Spencer a Beatri-ce, Chamberlain era «un hombre que quizá tenga buenas intenciones,pero que causa y causará una cantidad incalculable de daños».45

Como discípula de Spencer, Beatrice se oponía a casi todo lo queChamberlain defendía, y especialmente al populismo con el que se en-frentaba a los votantes. Sin embargo, su presencia la había turbado. «Megusta y no me gusta», escribió en su diario. Anticipando el peligro, sedijo secamente: «Conversar con "hombres inteligentes" en una reuniónsocial es siempre engañoso. [...] Es mucho mejor leer sus libros».46 Sinembargo, no siguió su propio consejo.

Al ser vecinos en Princes Gate, era inevitable que el controvertidopolítico y la poco convencional señorita Potter coincidieran. La segun-da vez que se vieron fue en julio, en la merienda campestre que organi-zaba anualmente Herbert Spencer. Tras pasar toda la tarde conversandocon Chamberlain, Beatrice reconoció: «Su personalidad me ha interesa-do».47 Unas semanas después, se encontraba sentada entre Chamberlainy un aristócrata que poseía grandes fincas. «El whig hablaba de sus pose-siones, y Chamberlain hablaba apasionadamente de apoderarse de lasposesiones de otras personas... para dárselas a las masas», bromeó en sudiario. Aunque las ideas políticas de Chamberlain le repugnaban, le cau-tivaban sus «pasiones intelectuales» y su «gran determinación». «¡Cómome gustaría estudiar a este hombre!», se dijo.48

Pero Beatrice se engañaba. La fría analista e investigadora social yahabía empezado a caer en un «torbellino» de emociones al que se veía

irremisiblemente arrastrada pero que no lograba comprender ni controlar.Se torturaba pensando en si sería o no feliz como esposa de Chamberlain.Acostumbrada a fascinar a los hombres que la rodeaban, las conquistasfáciles no la satisfacían. Necesitada de cariño durante su infancia, ansia-ba llamar la atención de un hombre cuya vida no girara en torno a ella,sino en torno a un proyecto importante. Chamberlain, que quería serprimer ministro, exigía una lealtad ciega tanto a sus seguidores como a susfamiliares, y seducía a las masas del mismo modo que otros seducían a lasmujeres. Beatrice no había conocido a nadie con una personalidad tanpoderosa. ¿Acaso no le agradaría la idea de tener una compañera fuerte?

Beatrice se esforzaba en analizar la peculiar fascinación que sentía:«Los lugares comunes del amor siempre me han aburrido», escribió ensu diario.

Pero Joseph Chamberlain, con su aire serio y melancólico, con suausencia de galantería y su incapacidad para decir trivialidades, la natura-lidad con la que asume, casi afirma, que estás muy por debajo de él y quetodo lo que tiene que ver contigo es anodino; que tú misma careces deimportancia en el mundo, salvo en lo que pueda guardar relación con él;este tipo de cortejo (si es que podemos llamarlo cortejo) fascina, comomínimo, mi imaginación.49

En cierto modo, Beatrice esperaba que Chamberlain se le declaraseantes de que acabara la temporada, pero no recibió ninguna propuestade matrimonio. Regresó decepcionada a Standish, donde soñó «conuna futura consecución o atisbo del amor».50 En septiembre, Clara, lahermana de Chamberlain, la invitó a la casa familiar de Londres. Unavez más, Beatrice dio por sentado que Chamberlain se le declararía.«Viniendo de un entorno tan honorable, seguramente sus intencionesson correctas», se dijo.51 Pero esta vez tampoco hubo ninguna propuestade matrimonio, aunque las intenciones de Chamberlain ya eran tema deconversación en la familia Potter. Beatrice intentó rebajar sus expectati-vas y las de sus hermanas: «Si, como asegura la señorita Chamberlain,nuestro distinguido caballero sostiene "una visión muy convencional delas mujeres", quizá mi carácter poco convencional me ahorrará todatentación. Desde luego, no hago nada por ocultarlo».52

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En octubre, mientras Beatrice seguía pensando obsesivamente enChamberlain en su casa de Standish, una publicación liberal, la Pall MalíGazette, publicó la primera entrega de una serie de reportajes sobre elEast End londinense firmada por un pastor congregacionalista.53 La se-rie describía las deplorables condiciones de vida con detalles truculen-tos que escandalizaron y enardecieron a la clase media. Como las cróni-cas de la miseria publicadas por Henry Mayhew en las décadas de 1840y 1850, «El amargo lamento del Londres marginal» describía los proble-mas de hacinamiento, la falta de techo, los bajos sueldos, las enfermeda-des, la suciedad y el hambre. Sin embargo, como ha señalado GertrudeHimmelfarb, su impacto se debió más bien a las alusiones a la promis-cuidad, la prostitución y el incesto:

La inmoralidad es solo el resultado natural de este tipo de circuns-tancias. [...] Preguntad si los hombres y mujeres que conviven en estascolmenas están casados y vuestra ingenuidad suscitará una sonrisa. Nadielo sabe.A nadie le importa. [...] El incesto es habitual, y ningún tipo devicio o de sensualidad causa sorpresa o llama la atención.54

Una consecuencia inmediata de estos impactantes reportajes fue eldebate sobre las causas de la crisis y la respuesta gubernamental en el quese enfrascaron el primer ministro Salisbury y Joseph Chamberlain.El líder tory, que era propietario de numerosas fincas en el East End .atribuía los problemas de hacinamiento al crecimiento urbanístico deLondres, mientras que Chamberlain culpaba a los propietarios de fincasurbanas, a los que quería imponer tasas para sufragar el alojamiento delos obreros. Significativamente, tanto el político conservador como elradical pensaban que el Estado era el responsable de la crisis de la v i -vienda.

Beatrice encontró «superficial y sensacionalista» la serie de reporta-jes del Pall Malí y lamentó, como Spencer, su repercusión política.55 Koobstante, consideró que el hecho de basarse en observaciones persona-les y directas explicaba la extraordinaria acogida de la serie, y se d i íoque si ella misma se dedicaba a visitar casas de vecinos no era por hacercaridad sino por afán de investigación. Animada por la formidable reac-

ción que había suscitado «El amargo lamento del Londres marginal», ytambién porque sabía que Spencer esperaba que alguien que compar-tiese sus mismos puntos de vista lo refutase, Beatrice decidió poner aprueba sus dotes para el diagnóstico social.

Para empezar, dispuesta a limitarse a un terreno relativamente co-nocido, fue a visitar a los parientes pobres de su madre en Bacup, enplena zona algodonera. Entre ellos estaba su querida Dada, que se habíacasado con el mayordomo de los Potter. Que se sintiera capaz de em-prender tal proyecto es una muestra del carácter independiente de Bea-trice. En Lancashire, para no comprometer a su familia ni incomodar alos entrevistados, que la habrían visto como una «de los ricos Potter», sepresentó como «señorita Jones» en lugar de con su nombre real. Al cabode una semana escribió a su padre: «Ciertamente, la forma de observarla vida industrial es vivir entre los obreros».56

Beatrice descubrió lo que ya se esperaba encontrar: «Los meros fi-lántropos tienden a pasar por alto la existencia de una clase trabajadoraindependiente y cuando aluden sentimentalmente a "la gente humilde"quieren decir realmente "los holgazanes"».57 Por eso decidió escribir unartículo sobre los pobres que se ganaban la vida. En Navidad vio a Spen-cer, que la animó a publicar sus experiencias en Bacup. La observacióndirecta del «hombre trabajador en su estado normal» era el mejor antí-doto contra «esta perniciosa tendencia de la política», es decir, el deseoque mostraban tanto conservadores como liberales de elevar los im-puestos y aumentar la intervención estatal.58 Spencer prometió que ha-blaría con el director de la revista The Nineteenth Century Por supuesto,Beatrice se lo agradeció, pero también le divirtió secretamente que «laverdadera encarnación de esta "perniciosa tendencia"» no solo hubieraconquistado a su protegido, sino que estuviera a punto de irrumpir enel círculo íntimo de la familia Potter.59

Beatrice había invitado a Chamberlain y a sus dos hijos a pasar elfin de año en Standish. Le parecía que un encuentro cara a cara era laúnica forma de aclarar sus confusos sentimientos y estaba segura de queél debía de sentir lo mismo: «Este estado de agitación no puede durarmucho tiempo —escribió en su diario—. El "ser o no ser" no tardaráen resolverse».60 Sin embargo, la visita resultó un desastre. Cuanto máscriticaba Beatrice las opiniones políticas de Chamberlain, más exaltada-mente las defendía él, hasta el punto de que tras una acalorada discusión

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se quejó de tener la sensación de estar soltando un discurso. «Notaba sumirada curiosa y escrutadora sobre mí a cada uno de mis movimientos,como si tuviera necesidad de comprobar que acataba su absoluta supre-macía», escribió Beatrice. Cuando Chamberlain le dijo que lo únicoque quería de las mujeres era «compasión inteligente», ella le dijo queen realidad quería «servilismo inteligente». Una vez más, Chamberlainse marchó sin proponerle matrimonio.61

«Si cree usted en Herbert Spencer, no creerá en mí», le había soltadoChamberlain a Beatrice durante su última conversación.62 Pero si pen-saba que la convencería, se equivocaba.

Cuando Beatrice era pequeña, su padre solía burlarse de Spencerporque siempre hacía «lo contrario que los beatos» en el pueblo dondetenían la finca familiar. «No funcionará, mi querido Spencer, no funcio-nará», musitaba Richard Potter.63 Sin embargo, durante más de dos dé-cadas' toda una generación de hombres y mujeres inteligentes habíanseguido los pasos de Spencer. Su trabajo Estática social, publicado tresaños después de las revueltas que estallaron en toda Europa en 1848,celebraba el triunfo de las nuevas libertades políticas y económicas so-bre los privÜegios aristocráticos y convertía la mínima intervención pú-blica y la máxima libertad individual en el credo de la clase mediaprogresista. Alfred Marshall había conocido la teoría evolucionista máspor Spencer que por Darwin. Karl Marx había enviado a Spencer unejemplar firmado de la segunda edición de El capital con la esperanza deque el apoyo del filósofo aumentase las ventas.64

En los primeros años de la década de 1880, en cambio, Spencer ibaotra vez a contracorriente. Su última obra, El individuo contra el Estado,era una dura acusación contra el aumento de los impuestos y las regu-laciones públicas:

Estas medidas dictatoriales que tan rápidamente proliferan han ten-dido siempre a limitar las libertades del individuo, y lo han hecho de unaforma doble. El número de regulaciones ha ido aumentando anualmente,controlando al ciudadano en ámbitos en los que antes no había vigilanciae imponiéndole acciones que antes podía efectuar o no, según su criterio;al mismo tiempo, la-mayor carga impositiva, sobre todo local, ha limitado

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aún más su libertad, ya que ha reducido la proporción de sus ingresos quepuede gastar como le convenga y ha elevado la proporción que se le arre-bata para que los agentes públicos la gasten como les convenga a ellos.65

El público lector decidió que este panfleto liberal era una patéticadefensa de una doctrina obsoleta, reaccionaria y cada vez más irrelevan-te. Según Himmelfarb, por entonces los intelectuales Victorianos empe-zaban a cuestionar la idea del laissez-faire, y muchos se arrepentían dehaberla defendido alguna vez. Entre otros, Himmelfarb cita a ArnoldToynbee, profesor de historia económica en Oxford, que una vez sedisculpó del siguiente modo ante un público obrero: «Nosotros, la clasemedia, y no solo los muy ricos, os hemos descuidado; en vez de justicia,os hemos ofrecido caridad».66

En 1884, cuando se publicó el libro de Spencer, Beatrice y él eranmás amigos que nunca y pasaban gran parte del día juntos. «Entiendocómo funciona el argumento de Herbert Spencer, pero no entiendo lasrazones del apasionamiento de Chamberlain», reconoció Beatrice.67

Beatrice envió su ejemplar dedicado de El individuo contra el Estado a ladirectora del Girton College en Cambridge, con una nota que indicabaque seguía siendo la más ferviente discípula de Spencer. Refiriéndose alas ayudas para desempleados, las escuelas públicas, las normativas desanidad y otros ejemplos de «intervención estatal» a gran escala, escribió:«Me opongo a estos desmesurados experimentos [...] que huelen ateorías poco elaboradas, al más tóxico de todos los venenos sociales [...]a toscos remedios de curanderos sociales».68

De todos modos, sus sentimientos eran ambivalentes. Chamberlainla había obligado a reconocer que «las cuestiones sociales son el temamás importante de la actualidad. Ocupan el lugar de la religión».69 Porello, aunque no estaba preparada para asumir el nuevo «espíritu de lostiempos» de la noche a la mañana, tampoco quería descartarlo sin más,y mucho menos renunciar a su viril y entusiasta defensor.70

Cuando la hermana de Chamberlain la invitó a Highbury, la nuevaresidencia de este en Birmingham, Beatrice aceptó enseguida, conven-cida de que la idea venía de su amado. Sin embargo, en cuanto llegódescubrió que eran incompatibles en gustos. No encontró nada dignode elogio en aquel «recargado edificio de ladrillo con innumerablesmiradores» y apenas pudo contener un gesto de fastidio al contemplar

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la vulgar decoración a base de «arcos con intrincadas decoraciones demármol, papeles de pared satinados, pesadas cortinas y escogidas acuare-las [...] un lujo triste. Sin libros, sin labores, sin música, ni siquiera uninofensivo tapete que alivie la opresiva riqueza de los muebles tapizados

de seda».El primer día de su estancia, John Bright, antiguo estadista del Par-

tido Liberal, deleitó a Beatrice contándole anécdotas de su madre cua-renta años atrás, cuando era la «joven anfitriona» en las reuniones quecelebraba la Liga contra las Leyes de Cereales en la casa familiar de Hey-worth. Ante los elogios del anciano a la valentía y el talento político deLaurencina, la insistencia de Chamberlain en que las mujeres de su en-torno no debían tener opiniones propias parecía aún más despótica. Sinembargo, el egocentrismo de Chamberlain atraía a Beatrice. Aquellatarde, en el Ayuntamiento de Birmingham, lo vio fascinar a una audien-cia de miles de personas y dominarla por completo. Beatrice creía quelos electores, incultos y acríticos, se habían dejado hipnotizar por elapasionamiento de Chamberlain y no por sus ideas, pero al ver cómo«toda la ciudad se sometía a su gobierno autocrático», se dio cuenta deque ella también estaba a punto de capitular. Chamberlain gobernaríade la misma manera su casa y Beatrice acabaría siendo traicionada porsus sentimientos. («Cuando la emotividad es tan fuerte, como me suce-dería a mí en el matrimonio, el resultado es la absoluta subordinaciónde la razón.») Beatrice sabía que Chamberlain la haría infeliz, pero nopodía escapar. «Su personalidad absorbe todo mi pensamiento», anotóen su diario.

A la mañana siguiente Chamberlain se empeñó en enseñarle elenorme «invernadero de orquídeas». Beatrice declaró que las únicas flo-res que le gustaban eran las silvestres y fingió sorpresa ante el gesto defastidio de su anfitrión. Aquella noche creyó haber detectado en ksmiradas y la actitud de Chamberlain «un intenso deseo de que yo pien-se y sienta como él» y «celos de otras influencias», y lo interpretó comouna muestra de que su «receptividad» hacia ella era mayor.71

En enero de 1885, Chamberlain inició la campaña más radical y polé-mica de su carrera. Enfureció a los demás miembros del Partido Liberalal animar a los electores de clase trabajadora a organizarse políticamen-

te para que el derecho al voto condujera a una verdadera democracia.Escandalizó a los conservadores al retomar la retórica de la lucha declases en un famoso discurso: «Yo pregunto: ¿qué rescate pagará la pro-piedad por la seguridad de que disfruta?».72 Después de administrar laciudad de Birmingham según un atrevido principio, «subir los impues-tos para sanear la ciudad», Chamberlain aprovechó su cargo en el gabi-nete para reclamar el sufragio universal masculino y la educación laica ygratuita, además de «tres acres y una vaca» para todos aquellos que pre-firieran cultivar directamente la tierra a cobrar un salario en las minas olas fábricas. Todo ello se sufragaría subiendo los impuestos sobre las tie-rras, sobre los beneficios y sobre las herencias. Una vez más, Beatriceacudió a Birmingham y contempló desde la galería del ayuntamientocómo Chamberlain pronunciaba un exaltado discurso, y al día siguientevolvió a experimentar la humillación del rechazo, ya que tampoco hubopropuesta de matrimonio.

Esta pasión obsesiva y ambivalente siguió atormentándola duranteun tiempo. Se despreciaba por haberse enamorado de un hombre tandominante, pero también por ser incapaz de conquistarlo. Se había atre-vido a soñar con una vida que combinara el trabajo intelectual y elamor, y en diversos momentos había estado dispuesta a sacrificar el unopor el otro. Ahora, en cambio, pensaba que para empezar no había cali-brado bien sus posibilidades. «Me doy perfecta cuenta de que mi talen-to intelectual es un mero espejismo, que no tengo ninguna misión es-pecial», se dijo. Y también: «He amado y he perdido; seguramente, laculpa ha sido de mi empecinamiento, seguramente será bueno para mifelicidad; pero, aun así, he perdido».73

En su desolación, se extrañaba de haber aspirado alguna vez a con-quistar a un hombre extraordinario como Chamberlain y se torturabapensando en lo que podría haber sido: «Si hubiera creído desde el princi-pio en este objetivo, si las influencias que me han dado forma y la tenden-cia natural de mi carácter hubieran sido otras, podría haber sido su compa-ñera. No habría sido una vida feliz; podría haber sido una vida noble».74 Eldía 1 de agosto Beatrice hizo testamento: «En caso de muerte, deseo quetodos estos diarios, después de que, si así lo dispone, los lea padre, sean en-viados a Carrie Darling [una amiga suya]. Beatrice Potter».75

Al final logró recuperarse del golpe. A principios de noviembre de1885, cuando se celebraron las elecciones generales, sus pensamientos

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ya no giraban en torno al suicidio y Beatnce empezaba a recobrar lasenergías Mientras su padre salía de casa para votar, Beatnce pensó unavez más en dedicarse a la investigación social. Pero el destino le asestóotro golpe que amenazaba con imponer «un final súbito y desastroso» asu proyecto de independencia.76 Richard Potter regresó del colegioelectoral en camilla, ya que había sufrido una apoplejía que lo había

dejado inválido. . /Como de costumbre, Beatrice volcó su desesperación en su diario.

«Acompañar a una mente que flaquea... una vida sin actividad fiáca omental .. ningún trabajo... ¡D1Os mío, qué horrible!»- El día de AnoNuevo redactó otro testamento en el que rogaba que su diario fueradestruido tras su muerte. «Si la Muerte llega, será bien recibida -escri-bió con amargura—. La situación de una hija soltera en una casa es ingra-ta incluso para una mujer fuerte; para una mujer débil, es imposible.»78

Su antigua obsesión sobre cómo se ganaría la vida, cual sena suobjetivo y a quién amaría le parecía ahora una muestra de orgullo des-mesurado. «No consigo estar en paz conmigo misma —escribió a prin-cipios de febrero de 1886—.Toda mi vida pasada me parece un errorimperdonable^ la de los dos últimos años ¡una pesadilla! [...] ¿Cuándocesará el dolor?»79

La respuesta llegó unos días después, en forma de una revuelta que pa-recía salir de las entrañas más ocultas de la sociedad. El mediodía dellunes 8 de febrero, diez mil personas se congregaban enTrafalgar Squa-re ajenas a la niebla y el frío. Unos dos mil quinientos policías cercabanel perímetro de la plaza. Según sus cálculos, dos tercios de los manifes-tantes eran obreros desempleados y el resto, radicales de todas las ten-dencias imaginables. Un agitador socialista, al que esa misma mañanahabían obligado a bajar del pedestal del almirante Nelson, volvió a su-birse sin que la autoridad pudiera impedirlo. Desde allí, agitó desafian-temente una bandera roja y empezó a gritar protestas contra «los autoresde la actual penuria de Inglaterra».80 En nombre de quienes lo rodea-ban el manifestante exigió que el Parlamento garantizara empleos pú-blicos a «decenas de miles de hombres que lo merecen y que no tienenculpa de haber perdido el trabajo».81 Durante toda la tarde fue llegandogente, hasta que la afluencia se multiplicó por cinco.

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La concentración terminó pacíficamente, pero los manifestantes seadentraron en las calles más importantes del West End (Oxford Street,Saint James Street y el Pall Malí), «profiriendo gritos contra las autori-dades, asaltando tiendas, saqueando tabernas, rompiendo escaparates yemborrachándose». La policía, desprevenida y claramente inferior ennúmero, no intervino. Durante más de tres horas, una «turba vociferan-te» se apoderó del West End. Hubo saqueos en cientos de tiendas y pa-lizas a quienes parecían infiltrados, un tal lord Limerick terminó enca-denado a las escaleras de su club, y varios coches de caballos de HydePark fueron volcados y saqueados. Hubo atascos en todo el centro deLondres, la estación de Charing Cross quedó totalmente paralizada, y alanochecer Saint James Street y Piccadilly aparecieron cubiertos por unaalfombra de cristales rotos entre los que asomaban joyas rotas, botas,prendas de vestir y cascos de botella.82

Los disturbios suscitaron una oleada de miedo en el acomodadoWest End londinense. Aunque no hubo ni un solo muerto y únicamen-te se practicaron una decena de detenciones, muchos propietarios decomercios acataron el consejo policial de no abrir al día siguiente. Uncorresponsal del New York Times se burló de la ineptitud de la policía—hasta el miércoles no estaban en condiciones de frenar posibles alter-cados, «algo que la policía de Boston o de Nueva York habría hecho deinmediato, es decir, en la misma tarde del lunes»— y observó apenadoque esos eran los peores disturbios que sufría Londres desde las infaustasrevueltas de protestantes contra católicos del año 1780.83 Los londinen-ses estaban de acuerdo en que eran los saqueos más graves desde hacíacasi cincuenta años, cuando había ascendido al trono la reina Victoria yse había aprobado la primera Ley de Reforma.84 La propia reina declaróque la revuelta era «monstruosa».85

La aseveración de la reina de que la revuelta había sido un «triunfomomentáneo del socialismo» era bastante exagerada,86 pero el episodiodesencadenó abundantes muestras de activismo y llamamientos a la ac-ción. Los londinenses más conscientes destinaron 79.000 libras al fondode apoyo a los desempleados creado por el señor alcalde y exigieronque el dinero se gastara en este objetivo. Maggie Harkness, la prima deBeatrice, empezó a escribir una novela que pensaba titular Out ofWork*1

Joseph Chamberlain, que era miembro del gabinete del nuevo primerministro William Gladstone, desató una agria polémica al proponer un

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programa de obras públicas para el East End. Beatrice, recluida en lafinca rural de los Potter, donde tenía que cuidar a su padre y a su con-flictiva hermana pequeña y hacerse cargo de los complicados asuntosfinancieros de su progenitor, salió brevemente de su depresión y escri-bió al director de la publicación liberal Pall Malí Gazette una carta en laque criticaba la opinión general sobre el asunto y las medidas propues-tas contra la crisis.

Aunque se esperaba recibir un cortés rechazo, a vuelta de correollegó una carta del director. Beatrice pensó que una respuesta tan inme-diata solo podía ser negativa, pero al abrir el sobre vio que le solicitabanautorización para publicar «La opinión de una dama sobre los desem-pleados» en forma de artículo y con su firma. Soltó un grito de alegría.Su primera «tentativa de intervención pública» había sido un éxito: al-guien pensaba que sus pensamientos y sus palabras eran dignos de serescuchados.88 No tuvo más remedio que concluir que aquel era «unpunto de inflexión en mi vida».89

Diez días después de los disturbios, Beatrice tuvo el placer de verpor primera vez su texto en letras de molde: «Soy recaudadora de al-quileres en un bloque de viviendas de clase trabajadora situado cercade los muelles de Londres, pensado y acondicionado para alojar a po-bres de la categoría más ínfima». Su intención había sido demostrar doscosas. La primera, que, a diferencia de lo que suponían la mayoría delos filántropos y políticos, la bolsa de paro del East End, «el gran centrode los trabajos ocasionales y la caridad indiscriminada», no era conse-cuencia de «la depresión nacional del comercio» sino de un mercadolaboral disfuncional e irregular. En un momento en que sectores tradi-cionales como la construcción de barcos o la manufactura se estabantrasladando fuera de Londres, las informaciones falsas o exageradas so-bre la abundancia de empleo y los altos salarios atraían a la ciudad a unnúmero inaudito de jornaleros agrícolas y de inmigrantes de otras zo-nas. La segunda cosa que Beatrice quería demostrar se derivaba de esto:un anuncio de empleo público solo serviría para atraer a más reciénllegados sin cualificación a un mercado laboral ya saturado, acrecentan-do las filas de desempleados y rebajando los salarios de quienes sí tra-bajaban.90

Una semana después de la publicación de su artículo, Beatrice reci-bió otra carta que le dejó el corazón en vilo. Chamberlain la felicitaba

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y quería pedirle consejo. Ahora estaba al frente de la Dirección Generalde Administración Local, uno de cuyos cometidos era gestionar la asis-tencia a los pobres: ¿aceptaría Beatrice revisar el proyecto previsto yseñalar posibles mejoras?91 Beatrice, que todavía estaba herida en su or-gullo y temía nuevas humillaciones, decidió no ver a Chamberlain y acambio le envió una crítica por escrito. La respuesta de Chamberlainfue una variante de su argumento sobre el «rescate»: «Los ricos debenpagar para que los pobres puedan vivir».92 Tras su experiencia comodirector de una empresa con miles de empleados, había llegado a laconclusión de que el Estado no podía permanecer inactivo ante unasituación tan terrible. El papel de los gobernantes estaba cambiando,fuera cual fuese el partido en el poder. En un momento en que la ri-queza estaba aumentando a la par que el poder político de la mayoríapobre, se planteaba el imperativo moral y político de actuar en ámbitosen los que hasta entonces no se había intervenido. Una vez que existíanlos medios necesarios para aliviar las penurias —y lo más importante,una vez que el electorado sabía que esos medios existían—, no se podíaseguir sin hacer nada. La no intervención estatal podía ser un principioválido en los tiempos menos ricos y menos urbanizados de Ricardo yde Malthus, pero en aquella nueva época era inmoral, por no decir po-líticamente suicida, pretender basarse en los preceptos de El individuocontra el Estado. Chamberlain escribió: «Mi departamento tiene toda lainformación sobre los pobres. [...] Estoy convencido de que los sufri-mientos del grupo que trabaja y no vive en la indigencia son tambiénimportantes. [...] ¿Qué es lo que debemos hacer por ellos?».93

Beatrice no se dejó convencer. «No logro entender el principio deque debe hacerse algo», insistió. En vez de proponer modificaciones,aconsejó a Chamberlain que no hiciera nada. «Lo único que puedoproponer es una actitud severa por parte del Estado, y amor y dedica-ción por parte de los ciudadanos», escribió .Y no pudo resistirse a añadir,medio bromeando, medio coqueteando:

Es una idea disparatada pedirle a una mujer corriente que comentelas sugerencias del mejor ministro de Su Majestad, [...] especialmentecuando sé que este tiene una pobre opinión sobre la inteligencia de lasmujeres [...] y desdeña cualquier tipo de pensamiento independiente.94

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Chamberlain se defendió de la acusación de misoginia y reconocióque algunas de las objeciones que planteaba Beatrice eran sensatas. Sinembargo, no ocultó lo poco que le gustaba su actitud:

En lo que respecta al asunto principal, su carta resulta descorazona-dora, pero me temo que tiene razón. No obstante, debo seguir avanzandocomo si no la tuviera, porque en cuanto admitamos la imposibilidad deremediar los males de la sociedad, todos bajaremos a un nivel peor que elde los brutos. Esta creencia es lo que justifica un egoísmo absoluto y ge-nuino.95

Tal como prometía, Chamberlain pasó por alto el consejo de Bea-trice y se embarcó en uno de aquellos «gigantescos experimentos» quetanto desaprobaba Spencer. El programa de obras públicas que organizóera de una escala relativamente modesta y duró solo unos meses, peroalgunos historiadores lo han considerado una innovación importante.96

Por primera vez el Estado trataba el desempleo como un problema so-cial en vez de como un error individual y asumía la responsabilidad deayudar a las víctimas.

Cuando Chamberlain señaló que se estaba cansando de sus peleas epis-tolares, Beatrice le confesó impulsivamente que estaba enamorada de él,aunque enseguida lo lamentó. «Me han humillado tanto como se puedehumillar a una mujer», se dijo.97 El consejo de un médico de instalarseen Londres con su padre durante la temporada social le salvó la vida. Enlugar de hundirse de nuevo en la depresión y recurrir al láudano, trasla-dó el hogar familiar al edificio York, en Kensington.Y a finales de abrilde 1886, se sumó a un primo suyo, el rico filántropo Charlie Booth, enel proyecto de investigación social más ambicioso jamás desarrolladoen Gran Bretaña.

El primo de Beatrice era un hombre alto y desgarbado de u n í »cuarenta años, con «la tez de una muchacha tísica» y unos modales e n -gañosamente suaves.98 Quienes no lo conocían pensaban que Charle*Booth era músico, profesor o sacerdote, siempre algo muy distinto a MIverdadera identidad, la de director ejecutivo de una gran c o n i p a ñ ütransatlántica. Durante el día, Booth estaba entretenido con los precio*

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de las acciones, los nuevos puertos sudamericanos y las fechas de entre-ga de las mercancías; por la noche se refugiaba en sus verdaderas pasio-nes: la filantropía y las ciencias sociales. Con su mujer Mary, sobrina delhistoriador Thomas Babington Macaulay, formaba una pareja campe-chana, activa e intelectualmente curiosa. De tendencia política liberal,como los Potter y los Heyworth, frecuentaba al grupito de periodistas,sindicalistas, economistas y activistas de diverso pelaje que convergíanen torno al Museo Británico. Aunque alguna vez Beatrice fruncía elceño ante la poco convencional vida de los Booth y sus bohemios invi-tados, pasaba tanto tiempo como podía en su desordenada mansión.

Como otros empresarios con preocupaciones cívicas, Booth eramiembro de la asociación de estadísticos y compartía la convicción vic-toriana de que la acción social debía partir de datos contrastados. Sehabía hecho amigo de Chamberlain cuando este, siendo alcalde de Bir-mingham, le había encargado una investigación. El hallazgo de que másde la cuarta parte de los niños en edad escolar de la ciudad no pasabanel día ni en sus casas ni en la escuela impulsó un cambio legislativo.A principios de la década de 1880, cuando la coexistencia de miseriay riqueza generó nuevas críticas contra la sociedad contemporánea,Booth se dio cuenta de que muchas personas de buena fe experimen-taban «una sensación de impotencia» ante este problema aparentementeirresoluble y ante la desconcertante diversidad de diagnósticos y reme-dios ofrecidos. Según él, el problema se debía a que los expertos eneconomía política partían de teorías y los activistas partían de observa-ciones anecdóticas, pero ni unos ni otros ofrecían una descripción com-pleta y no sesgada del problema. Era como si a él le pidieran que reor-ganizara las rutas de navegación sudamericanas sin ayuda de mapas.

La primavera anterior, algunos socialistas habían afirmado que másde una cuarta parte de la población de Londres vivía en la indigencia,aseveración que había indignado a Booth. Como sospechaba que la ci-fra era muy exagerada pero no podía demostrarlo, se propuso rastrearcada calle, cada vivienda y cada taller para documentar los ingresos, laocupación y las circunstancias de cada uno de los cuatro millones ymedio de habitantes de la capital. Pensaba trazar el mapa de la pobrezalondinense, financiando el proyecto de su propio bolsillo.

A diferencia de Henry Mayhew, tan admirado por Beatrice, Boothtenía la capacidad de visión, la experiencia ejecutiva y la sofisticación

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técnica necesarias para llevar a cabo un plan tan ambicioso. La primeramedida que tomó Booth, tras consultar a amigos como Alfred Marshall,que en esa época daba clases en Oxford, o Samuel Barnett, creador dela comunidad deToynbee HaU, fue reclutar a un equipo de encuestado-res. Beatrice aceptó su invitación y asistió a la primera reunión delConsejo de Investigación Estadística, que se celebró en la sede londi-nense de la empresa de Booth. Por supuesto, era la única mujer. Boothexplicó que pretendía obtener «una imagen correcta del conjunto de lasociedad londinense» y les presentó un «plan complejo y detallado» queimplicaba, entre otras cosas, el empleo de funcionarios como encuesta-dores y el cotejo de los datos obtenidos con el censo y los registros delas instituciones de beneficencia." Quería empezar por el East End,donde vivía un millón de los cuatro millones de habitantes de Londres:

Mi única justificación para abordar el tema del modo en que lo hehecho es que esta parte de Londres contiene en teoría a la población másmísera de Inglaterra y, por lo tanto, es el vértice del problema de la coe-xistencia de riqueza y miseria que tanto intriga y preocupa a los ciuda-danos.100

A Beatrice le impresionó mucho comprobar que Booth lograbaponer en marcha sin ayuda de nadie un plan tan ambicioso y se imagi-nó a sí misma dirigiendo otro estudio pionero en el futuro. Se d iocuenta de que ese era «justo el tipo de trabajo que me gustaría hacer[...] si fuera libre».101 Decidió colaborar con su primo como aprendiz,por decirlo así, asimilando el máximo de conocimientos y dedicando alproyecto todo el tiempo que le permitiera el cuidado de la familia. Sutarea no era recopilar datos estadísticos, sino visitar viviendas y talleres»anotando sus propias observaciones, y entrevistar a obreros, empezandopor los legendarios estibadores de Londres.

Cuando los Potter regresaron a su finca, Beatrice aprovechó la obl i -gada soledad para rellenar una laguna en su educación. Le parecía esen-cial complementar los datos estadísticos con observaciones personales yentrevistas, pero comprendía que para ello era imprescindible separar elgrano de la paja. Si Mayhew no había llegado a conclusiones duraderasera porque había recopilado datos de forma indiscriminada. Compren-diendo que necesitaba un marco de trabajo, Beatrice decidió adquirir

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nociones de economía y, sobre todo, estudiar la evolución de las ideaseconómicas, ya que «cada novedad introducida se corresponde con al-guna observación inconsciente de los rasgos que caracterizan la socie-dad industrial contemporánea».102

Tras uno o dos días de lecturas variadas, Beatrice consideró que laeconomía política era «una detestable pesadez».103 Sin embargo, dos se-manas después, se alegraba de haber «conseguido derrotar a la cienciaeconómica».104 Había leído enteros, o al menos hojeado, el Sistema delógica de Mili y el Manual de economía política de Fawcett y estaba con-vencida de que había «entendido lo esencial» de lo que decían Smith,Ricardo y Marshall. En la primera semana de agosto se dedicó a dar losúltimos toques a una crítica de la economía política inglesa. Según Bea-trice, los grandes expertos en economía política (salvo Marx, cuya obraleyó en otoño) cometían el error de tratar las hipótesis como si fueranhechos y prestaban poca atención a los datos existentes sobre el com-portamiento económico real. Beatrice mandó la crítica a su primoCharlie, confiando en que la ayudaría a publicarla. Para su consterna-ción, Booth le escribió diciendo que dejara el artículo en un cajón yvolviera a leerlo al cabo de un par de años.

Un año después, cuando ya había finalizado su investigación sobre losestibadores, Beatrice acompañó a Booth a ver una exposición de pintu-ra prerrafaelita en Manchester. Los cuadros le impresionaron tanto quedecidió convertir su próximo estudio (sobre los talleres de trabajo escla-vo del sector de la confección) en una «pintura». Además, se le ocurrióque, para «escenificar» su relato, utilizaría una identidad falsa. «No pue-do pintar la situación sin vivir entre las obreras.Y eso creo que puedohacerlo.»105

Los preparativos para convertirse en una joven obrera requirieronmeses. Beatrice pasó el verano en Standish, enfrascada en la lectura de«todos los volúmenes, informes, panfletos y revistas sobre la fabricaciónen talleres de trabajo esclavo que pude comprar o consultar».106 En oto-ño se alojó durante seis semanas en un hotelito del East End mientraspasaba de ocho a doce horas diarias aprendiendo a coser en una coope-rativa de confección. Por la noche, cuando no caía rendida de agota-miento en la cama, asistía a las cenas elegantes del West End.

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En abril de 1888, estaba lista para empezar la investigación con suidentidad secreta. Se instaló en una sórdida pensión del East End, y a lamañana siguiente se vistió con ropa raída y echó a andar «para comen-zar mi vida como obrera». Al cabo de unas horas, tuvo su primer con-tacto con el mundo de la búsqueda de trabajo.

La experiencia le dejó «una sensación extraña». En su diario escri-bió: «No había ofertas, solo para "buenas costureras", y a esas no mepresenté porque me sentía una impostora. Estuve yendo de un sitio aotro hasta que me entró flato y empezaron a dolerme las piernas, y derepente tuve la sensación de ser una "desempleada". Al final me arméde valor».107

«No parece que estés acostumbrada a trabajar mucho», oyó Beatri-ce una y otra vez. Aun así, veinticuatro horas después, a pesar de sumiedo a que la reconocieran tras el disfraz y sus torpes intentos de imi-tar el acento barriobajero, Beatrice estaba sentada frente a una enormemesa y cosía mal que bien unos pantalones. Se notaba los dedos torpes,y tuvo que contar con la amabilidad de una compañera que, a pesar deque cobraba por pieza, dedicó parte de su tiempo a enseñarle los rudi-mentos del trabajo a Beatrice, y también con la del capataz, que envió auna chica a comprar los ribetes que las costureras tenían que llevar porsu cuenta.

La chica que tenía como lema «En todas las situaciones de la vida,una mujer debe hacerse desear», transcribió divertida la letra de unacanción que entonaban las costureras:

Si a una chica le gusta un hombre, ¿porqué no puede declararse ella?

¿Por qué las chicas siempre tienen que seguir a los demás?m

En cuanto encendían el gas, el calor era insoportable. Beatrice ter-minó con los dedos y la espalda doloridos. «¡El reloj de la cerveceríamarca las ocho!», gritó una voz estridente.

Beatrice cobró un chelín, el primero que ganaba en su vida. «Elprecio del trabajo de las mujeres sin cualificación ronda un chelín aldía», anotó en su diario cuando volvió a la pensión.

A las ocho y media de la mañana siguiente estaba de nuevo en el198 de Mile End Road. Beatrice cosió ojales de pantalones durante unpar de días, antes de «dejar que aquel taller y sus habitantes siguieran

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haciendo su curso día tras día y pasaran a ser para mí solamente un re-cuerdo».109

Enseguida se extendieron las noticias sobre la hazaña de Beatrice. Enmayo, una comisión de la Cámara de los Lores que estaba investigandoeste tipo de talleres de trabajo esclavo la invitó a testificar. La Pall MalíGazette, que cubrió las sesiones, describió a Beatrice con palabras elo-giosas, como una mujer «alta y grácil, de ojos brillantes y oscuros», yconsideró que su actitud en la silla de los testimonios había sido «bas-tante fría».110 En el momento de testificar, Beatrice retomó su costum-bre infantil de mentir y aseguró que había estado tres semanas y no tresdías en el taller. Luego se pasó varias semanas angustiada por miedo aque la descubrieran. Pero a mediados de octubre, cuando el diario libe-ral The Nineteenth Century publicó sus «Páginas del diario de una obre-ra», saboreó las mieles del éxito. «Fue la originalidad del proyecto lo queatrajo a la opinión pública, más que su expresión.»111 Al mismo tiempo,una invitación a leer su artículo en Oxford le produjo una euforia ri-dicula, según ella misma reconoció. («Si tengo algo que decir, ahora séque puedo expresarlo y expresarlo bien)».112 Justo antes de Año Nuevo,mientras guardaba cama con un tremendo resfriado, Beatrice se deleitóleyendo las menciones en la prensa y «hasta una entrevista fingida [...]enviada por telégrafo a Estados Unidos y a Australia».113

Esta vez se sintió con ánimos de emprender un proyecto que fuerasolo suyo. Desde la semana que había pasado como «señorita Jones» enBacup, entre las operarías de los telares manuales, había acariciado laidea de escribir una historia sobre el movimiento cooperativista. Ni si-quiera el impacto de descubrir por la Pall Malí Gazette que JosephChamberlain estaba comprometido en secreto con una «aristócrata» es-tadounidense de veinticinco años —«Ahogué un grito, como si me hu-bieran apuñalado, y luego lo olvidé»—1U impidió que volviera a enfras-carse en la lectura de informes oficiales. Su primo Charlie intentóconvencerla de que cambiara de tema y escribiera un estudio sobre eltrabajo femenino. Lo mismo intentó Alfred Marshall, que conoció aBeatrice en Oxford y la invitó a comer con Mary y con él. Marshalladmiraba mucho su «diario», según dijo. Cuando Beatrice aprovechó laocasión para preguntarle qué pensaba de su nuevo proyecto, Marshall

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respondió con gravedad: «Si se dedica usted al estudio de su propio sexoen tanto que factor industrial, su nombre será muy conocido dentro dedoscientos años; si escribe usted una historia del cooperativismo, notardará en ser olvidado o sustituido por otro».115

Beatrice, que prefería la compañía masculina a la femenina y quesospechaba que Marshall no la creía capacitada para escribir sobre unode los temas que a él más le interesaban, no tenía ninguna intención deseguir su consejo. El asunto quedó zanjado cuando se sumó impulsi-vamente a un grupo de señoras de la alta sociedad en la firma de unmanifiesto contra el sufragio femenino. «En aquella época era conocidacomo antiferninista», explicó más tarde.116

De hecho, Beatrice estaba cambiando de opinión sobre diferentes asun-tos. Al margen de su exaltada defensa de la filosofía no intervencionistade Chamberlain, empezaba a albergar dudas sobre las creencias liberta-rias de Spencer y sus padres. Aún veía de vez en cuando al anciano filó-sofo, pero sus discrepancias eran tan violentas que cada vez hablabanmenos de política. En cualquier caso, Beatrice pasaba cada vez mástiempo con su primo Charlie.

En abril de 1889, tras la publicación del primer volumen de Labourand Life ofthe People, el Times dijo que este trabajo de Booth descorría«la cortina que mantenía oculta la zona este de Londres» y elogió espe-cialmente el capítulo sobre los estibadores escrito por Beatrice.117 Enjunio de aquel mismo año, Beatrice asistió a un congreso de coopera-tivistas, donde llegó a la conclusión de que «la democracia de los con-sumidores debe ir acompañada de la democracia de los trabajadores*para que llegaran a cumplirse los convenios sobre horario laboral y sa-larios que tanto habían costado lograr.118 En agosto asistió emocionadaa la espectacular victoria de una huelga de estibadores, a quienes todo elmundo creía demasiado egoístas y desesperados para agruparse. «Lon-dres bulle: las huelgas están a la orden del día, y el nuevo sindicalismosigue avanzando tras su magnífica conquista de los muelles», escribió ensu diario.

Los socialistas, liderados por un competente grupito de jóvenes JaSociedad Fabiana) manipulan a los radicales, decididos a que el sindicalis-

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mo encarne por primera vez el creciente deseo de intervención estatal; yyo, desde mi peculiar posición social, debería estar en medio de todos losbandos, ser comprensiva con todos, sin formar parte de ninguno.119

De hecho, Beatrice no era una espectadora directa del conflicto sinoque se encontraba lejos de la capital, en su residencia de provincias, atadaa un padre semicomatoso, «exiliado del mundo del pensamiento y de laacción en el que viven las demás personas». Trabajaba en su libro, perosin estar demasiado convencida de poder completarlo algún día. Estaba«harta de lidiar con mi tema. ¿Estoy hecha para el trabajo mental? ¿Hayalguna mujer que esté hecha para llevar una vida puramente intelectual?[...] El trasfondo de mi vida es tremendamente deprimente: padre nopuede moverse de la cama, como si fuera un niño o un animal, con me-nos capacidad para pensar o para sentir que mi viejo perro Don».120

Cada vez más frustrada por la imposibilidad de desarrollar una pro-fesión mientras tuviera que ocuparse de su padre, Beatrice empezó acomparar los problemas de las mujeres con la opresión de los obreros.Pensaba en las casas de «todos esos hombres respetables y triunfadores»con los que se habían casado sus hermanas, a las que seguía muy unida:

Y entonces [...] me abrí paso entre la turba de parias desharrapadosdel East End para asistir a las reuniones de una asociación de trabajadoresy escuché la larguísima lista de quejas de personas inteligentes condenadasal yugo del trabajo manual —en vez de a una profesión donde la aptitudcuente—, la amarga queja del obrero del siglo xix, que es también la dela mujer del siglo xix.121

El otoño anterior su padre había dicho: «Me gustaría ver a mi pe-queña Bee casada con un hombre bueno y simpático», y Beatrice habíaanotado en su diario: «No puedo, y nunca podré, incurrir en el esplén-dido sacrificio del matrimonio».122

Beatrice supo de la existencia de Sidney Webb meses antes de conocer-lo en persona, al leer una colección de ensayos publicada por la Socie-dad Fabiana, un grupo socialista que intentaba alcanzar el poder talcomo el general romano llamado Fabio ganara la guerra de Cartago: sin

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plantar una batalla frontal, sino recurriendo a las tácticas de guerrillapara ir avanzando poco a poco. Según dijo Beatrice a una amiga, «elcapítulo más interesante y significativo, con diferencia, es el de SidneyWebb».123 Sidney le devolvió el cumplido en su reseña del primer volu-men del estudio de Booth: «El único de los colaboradores que muestraalgún talento literario es la señorita Beatrice Potter».124

El primer encuentro tuvo lugar en casa de Maggie Harkness, enBloomsbury. Beatrice le había preguntado a su prima si conocía a algúnexperto en cooperativismo, y Maggie enseguida pensó en un fabianoque parecía saberlo todo. Sidney se enamoró a primera vista, aunquesalió de la reunión más decepcionado que eufórico. «Es demasiado her-mosa, demasiado rica, demasiado lista», le dijo a un amigo.125 Más tardese consoló pensando que pertenecían a la misma clase social... hastaque Beatrice le sacó de dudas. Era verdad que lo pasaba bien con lostrabajadores manuales y disfrutaba charlando y fumando con sindicalis-tas y cooperativistas en pisos pequeños y abarrotados; sin embargo, a laesnob que había en ella le molestaba el engreimiento que mostrabanalgunos obreros que, tras haberse «elevado [...] por encima de su clasesocial», se presentaban en una cena «sin molestarse lo más mínimo porcómo son recibidos».126 Beatrice pensó que Sidney era una mezcla devividor londinense y catedrático alemán, y se burló de su acento popu-lar y de su «abrigo negro muy burgués, lustroso por el uso». Inexplica-blemente, descubrió que había «algo que le atraía» en aquel «hombreci-llo tan curioso, con ese gran cabezón sobre un cuerpo diminuto».127

Como su «cabezón» indicaba, Sidney tenía un cerebro extraordina-rio. Igual que Alfred Marshall, era el típico retoño de la clase medialondinense, y la tendencia que favorecía a los trabajadores de tipo admi-nistrativo le había permitido ascender socialmente. Nacido tres añosdespués que Beatrice, se había criado en la peluquería que tenían suspadres cerca de Leicester Square. Su padre, que aparte de cortar el pelose ganaba un sobresueldo como contable, era un demócrata radical quehabía apoyado la campaña parlamentaria de John Stuart Mili. La madre,que tomaba las decisiones importantes en la familia, había decidido queSidney y su hermano llegarían a ser profesionales. Con su prodigiosamemoria, su habilidad numérica y su facilidad para pasar exámenes,Sidney fue un alumno sobresaliente en la escuela, entró a trabajar enuna correduría de bolsa a los dieciséis años y a los veintiuno le p ropu-

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sieron ser socio de la empresa. No aceptó, pero se presentó a unas opo-siciones y obtuvo una plaza en el Ministerio de las Colonias. Por en-tonces ya le había picado el gusanillo de la política y veía que leinteresaba más el poder que el dinero. Siguió acumulando becas y títu-los, entre ellos uno de derecho por la Universidad de Londres, segúnrefiere Royden Harrison, el biógrafo oficial de los Webb. En la épocade los disturbios de Trafalgar Square y la posterior victoria electoral delos conservadores, Sidney había descubierto su verdadera vocacióncomo cerebro de la Sociedad Fabiana.

Los fabianos eran gente un poco peculiar. Sidney defendía «la pro-piedad colectiva allá donde sea practicable, la regulación colectiva en losdemás ámbitos, la atención colectiva a las necesidades de todas las per-sonas inválidas o enfermas, y la tributación colectiva en proporción a lariqueza, especialmente la excedentaria». Pero en general el socialismofabiano estaba más preocupado por la administración local y por losproyectos a pequeña escala, como cooperativas lecheras o casas de em-peños. Además, su estrategia difería de la de la mayoría de los grupossocialistas. Rehuyendo tanto la lucha electoral como la revolución, losfabianos intentaban introducir el socialismo de forma gradual, «incul-cando en todas las fuerzas sociales los ideales socialistas y los principioscolectivistas».128

En 1887, cuando Sidney entró en la junta rectora, la Sociedad Fa-biana contaba con sesenta y siete miembros y unos ingresos anuales de32 libras y tenía fama de ser el lugar perfecto para que las chicas guapasconocieran a hombres de talento, y viceversa. El historiador G. M.Tre-velyan describió a los fabianos como «oficiales de información sin unejército». No aspiraban a ser un partido político con representaciónparlamentaria; sin embargo, pretendían influir en las políticas adoptadas,«en el camino que siguen organizadores que se mueven bajo otras ban-deras».129 Sidney, que había llegado a la conclusión de que «en Inglaterranada se hace sin el consentimiento de un reducido pero influyente gru-pito de intelectuales londinenses que no llega ni a dos mil personas» yestaba convencido de que la política electoral era un juego para ricos,denominaba la estrategia fabiana «la impregnación».130

El mejor amigo y cómplice de Sidney era George Bernard Shaw,un irlandés menudo y mordaz que escribía críticas de teatro a toda ve-locidad y ejercía de principal publicista de los fabianos. A mediados de

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la década de 1890, este antiguo recaudador de alquileres de Dublín ycorredor de bolsa de la City londinense llegó a la conclusión de que losproblemas sociales tenían un origen económico, y durante la segundamitad de esa década se propuso «dominar» la economía. Sidney y él tra-taban de aclarar sus ideas y definir correctamente el objetivo en el quecentrar sus energías. Para ello, solían asistir a las reuniones que celebrabaen el City of London College un grupo formado por varios econo-mistas profesionales. Después de este período de estudios, terminaronrechazando tanto el socialismo utópico como el comunismo marxista.Aseguraban que su objetivo era el socialismo, pero un socialismo com-patible con la propiedad privada, el Parlamento y los capitalistas y sinla lucha de clases de los marxistas. Su objetivo no era acabar con el«Frankenstein» de la libre empresa sino domesticarlo, y tampoco era ani-quilar a los ricos sino imponerles cargas fiscales.131

Unas semanas después de conocer a Sidney en persona, Beatrice empe-zó a pensar que «una comunidad socialista en la que habrá libertad in-dividual y propiedad privada» podía ser viable e incluso atractiva. «¡Porfin soy socialista!», declaró.132 Empezaba a sintonizar con el mismo espí-ritu de los tiempos que había llevado a un diputado liberal, WilliamHarcourt, a exclamar durante el debate presupuestario de 1888: «¡Aho-ra todos somos socialistas!».133 En cuanto a Sidney, Beatrice empezaba aconsiderarlo «uno de los pocos hombres con los que tarde o tempranopuedo llegar a compartir mi suerte».134

Al principio, Beatrice pasó por alto el visible engreimiento de Sid-ney y no le importó depender cada vez más de él intelectualmente.Pero cuando Sidney le confesó que la adoraba y quería casarse con ella,ella le soltó un sermón contra la mezcla del amor y el trabajo. Insistióen que sería su colaboradora y no su esposa y proscribió cualquier otraalusión a «sentimientos inferiores».135

En 1891, Beatrice estaba de nuevo en Londres para pasar la tempo-rada social, esperaba nerviosamente la publicación de su libro sobrecooperativismo y pensaba con preocupación en la serie de conferenciasque había aceptado impartir. Sidney le anunció que pensaba dejar supuesto de funcionario. No tenía más vida que el trabajo y se sentía«como la montura a la que no pueden apartar de la yunta aunque se

caiga de agotamiento».136 Abordó una vez más el tema prohibido, pro-metiendo a Beatrice que, si le aceptaba, podría seguir llevando la vidaaustera, laboriosa e intensamente social que le gustaba. Además, le pro-puso escribir juntos un libro sobre los sindicatos. Tras un año repitiendo«No le amo», Beatrice dio por fin el sí a su pretendiente.137

Sidney le mandó una fotografía suya de cuerpo entero, pero ella lerogó: «Déjame tener solo tu cabeza, me caso con tu cabeza [...] Otracosa resulta aborrecible».138 Temía contarles la novedad a sus amigos yfamiliares. «La gente no se lo creerá», escribió en su diario.

A primera vista, parece un final inesperado que la antes brillanteBeatrice Potter [...] contraiga matrimonio con un hombre bajo y feo, sinposición social y sin medios de vida, cuya única recomendación, por lla-marlo así, sea cierta habilidad para trepar. Y no estoy «enamorada», nocomo lo estaba. Pero en él veo algo más [...] un intelecto agudo y unacapacidad de afecto, de entrega y de dedicación al bien común.139

Beatrice insistió en mantener en secreto el compromiso mientrassu padre siguiera con vida. Solo lo sabrían sus hermanas y unos pocosamigos íntimos. Los Booth reaccionaron fríamente, y Herbert Spencerla relevó de su responsabilidad como albacea literaria, que en otro tiem-po había sido motivo de orgullo para Beatrice.

Richard Potter murió pocos días antes de que Beatrice cumplieratreinta y cuatro años, el día de Año Nuevo de 1892. La herencia quedejó a su hija favorita fue una renta de 1.506 libras anuales y «el lujoincomparable de estar libre de toda preocupación».140 Después del fune-ral, Beatrice pasó una semana en «los aposentos feos y reducidos» de sufutura suegra, en ParkVillage, cerca de Regent's Park. El 23 de julio de1892, Beatrice y Sidney contrajeron matrimonio en una oficina delregistro de Londres. Beatrice anotó el acontecimiento en su diario: «Seacabó Beatrice Potter. Comienza Beatrice Webb, o más bien la señorade Sidney Webb, porque por desgracia he perdido tanto el apellidocomo el nombre».141

Más de un año después, a finales del verano de 1893, en la primera ylarga visita que hizo George Bernard Shaw a los recién casados, Beatri-

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ce lo encontró vanidoso, frivolo y un tenorio nato, pero también un«conversador brillante» al que «le gusta coquetear y por eso ha sido unacompañía deliciosa». Así como Sidney era el «organizador» de la Socie-dad Fabiana, Beatrice atribuyó a Shaw su «chispa y encanto».142

Shaw había estrenado su primera obra, Casas de viudos, en el Royal-ty Theatre el diciembre anterior, y en ese momento estaba escribiendootra basada en la misma fórmula: convertir uno de los «temas nefandos»de la sociedad victoriana, en este caso una profesión vilipendiada, enuna metáfora sobre el funcionamiento real de la sociedad.143

Durante todo el año anterior, la prensa había publicado numerosasnoticias sobre ciertos burdeles legales de otros países europeos: clubesmasculinos de lujo donde trabajaban chicas inglesas ofreciendo servi-cios sexuales. Shaw, que como de costumbre abordaba un problemasocial como un problema económico, escribió a un amigo: «En todasmis obras, mis estudios de economía han tenido una influencia impor-tante, como el conocimiento de la anatomía en las obras de MiguelÁngel».144 Uno de los personajes, la señora Warren, dueña de un burdelde lujo en Viena, actúa con el espíritu práctico de una empresaria paraquien la prostitución es un asunto de dinero y no de sexo. Del mismomodo que Shaw había intentado que el público no viera al cacique deCasas de mudos como un villano sino como el síntoma de un sistemasocial en el que todos estaban implicados, ahora quería mostrar que enuna sociedad que empuja a las mujeres a la prostitución no hay inocen-tes. En el prólogo, Shaw escribió: «A nuestro mojigato público britániconada le hubiera gustado más que echar toda la culpa de la profesión dela señora Warren a la propia señora Warren. Ahora bien, mi única inten-ción es echar la culpa al propio público británico».145

Era Beatrice quien le había insinuado a Shaw que «debería llevar aescena a una auténtica mujer moderna de la clase dirigente» en vez dea una cortesana estereotipada y sentimental.146 El resultado faeVivieWarren, la protagonista de la obra, la hija educada en Cambridge de laseñora Warren. Como Beatrice,Vivie es «atractiva [,..] inteligente [...Jserena», y como Beatrice, huye del destino que le marcan su sexo y suclase. En el cuento «Yvette» de Guy de Maupassant, en el que se basabala historia de Shaw, el nacimiento marca el destino. «No hay alternati-va, dice madame Obardi, la madre prostituta de Yvette, protagonista dela historia, pero en el mundo donde habita Vivie Warren —la Inglaterra

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de finales de la época victoriana—, sí había alternativas. Descubrir laverdadera ocupación de la señora Warren y la procedencia de los ingre-sos que han financiado la educación de su hija en Cambridge destruyela inocencia de Vivie. Sin embargo, en lugar de suicidarse o resignarse aseguir los pasos de su madre,Vivie decide dedicarse... a la contabilidad.«Mi trabajo no es el tuyo, ni mi modo de ver la vida es el tuyo», le dicea su madre. Como en el caso de Beatrice, toma la decisión de no repetirla historia. En la última escena de La profesión de la señora Warren,Vivieestá sola en escena, frente a su escritorio, absorta en sus «guarismos».

Entretanto, el trasunto real de Vivie vivía con su marido en unacasa de diez habitaciones, a un tiro de piedra del Parlamento. Pasaba casitodas las mañanas en la biblioteca, acompañada de Sidney y Shaw, conquienes se dedicaba a tomar café, fumar y cotillear mientras corregíanlos primeros tres capítulos del libro sobre los sindicatos que Sidney yella estaban escribiendo.

Durante un tiempo, hasta que terminó peleándose con los Webb, el cé-lebre escritor de ciencia ficción Herbert George Wells convirtió al tríode fabianos en un cuarteto. En su novela El nuevo Maquiavelo, publicadaen 1910, los caricaturizó como Osear y Altiora Bailey, un rico matri-monio londinense que utiliza información privilegiada sobre los asun-tos públicos para convertirse en «el centro de referencia de todo tipo depropuestas legislativas y expedientes políticos». Altiora, procedentecomo Beatrice de la clase privilegiada, «descubrió muy temprano quelo último que hacen las personas con influencias es trabajar». Perezosapero brillante, se casa con Osear porque le gusta su frente despejada y sulaboriosidad, y la pareja se convierte en «la más distinguida e imponen-te que se pueda imaginar» gracias al impulso de la esposa. «Dos personas[...] que decidieron ejercer el poder [...] de una forma original. ¡Y porDios que lo han conseguido», dice el compañero del narrador.147

El término inglés think tanky que alude a la progresiva participaciónde los expertos en la actividad política, no se acuñó hasta la SegundaGuerra Mundial. Según el historiador James A. Smith, al principio thinktank significaba solamente «una sala reservada en la que se discutíanplanes y estrategias».148 Solo en las décadas de 1950 y 1960, cuando em-pezaron a ser conocidos nombres como RAND o Brookings, la expre-

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sión think tank empezó a referirse a entidades formadas por investigado-res, supuestamente independientes y objetivos, que asesoraban de formagratuita y sin partidismos a políticos y altos funcionarios. En cualquiercaso, Beatrice y Sidney, desde el momento en que se casaron, formaronun think tank, quizá el primero de todos y probablemente uno de losmás eficaces. «Eso era algo de lo que estaban ostensiblemente orgullosos—se burló Wells—. Las alianzas de los Bailey llevaban grabado el texto:"P.B.P.: Pro Bono Publico".»

En una muestra de perspicacia, los Webb se dieron cuenta de quecuanto más ambicioso fuera un gobierno democráticamente elegido,más imprescindibles se volverían ellos. Era la idea que estaba alentandouna nueva clase de mandarines: «Por meras cuestiones de comodidad,las instituciones electas necesitan recurrir cada vez más a los servicios defuncionarios especializados. [...] Pensamos que esta clase de funciona-rios especializados debe desembocar necesariamente en una casta nuevay muy poderosa. [...] Nosotros, como asesores no remunerados, nosconsideramos los precursores de dicha casta».149 Esta convicción les lle-vó a fundar el semanario New Statesman y también la London School ofEconomics, con la idea de que fuera un espacio de formación para lanueva casta de expertos en ingeniería social.

Su casa, en el 41 de Grosvenor Road, había sido elegida por Bea-trice y era «de una sencillez casi pretenciosa» que dejaba claras susprioridades. Para mantenerse en forma, seguían un régimen espartano.Habían renunciado a las comodidades típicas de la clase media para de-dicarse a escribir libros y artículos, hacer entrevistas y recoger testimo-nios. En una época en que no había agua caliente en las casas y todo secalentaba con carbón, los Webb solo contaban con dos criados, aunquetenían contratados a tres asistentes de investigación. En la novela deWells, Altiora declara: «Los únicos cargos públicos eficaces son los queeligen bien a sus secretarios».150 Beatrice se había propuesto que Ingla-terra abandonara el credo liberalista y adoptara la planificación estatalen las altas esferas. Con este objetivo ideó ambiciosos proyectos de in-vestigación y organizó la práctica totalidad de las actividades de la pare-ja en función de los plazos de entrega. Sus amigos no tenían claro -cualde los. dos sigue al otro», mientras que Wells opinaba: «Ella es la q u e lemanda a él».151 Beatrice era la directora de la empresa que habían tur-niado y ejercía una función en parte visionaria, en parte ejecutiva y «i

parte estratégica. Wells estaba convencido de que ese trabajo publicita-rio conjunto era «casi en su totalidad invención de ella». Según él, Bea-trice era «decidida, imaginativa y con gran capacidad de generar ideas»,mientras que Sidney «estaba prácticamente desprovisto de iniciativa ylo único que sabía hacer con las ideas era recordarlas y hablar sobreellas».152

De pie frente a la chimenea, Beatrice resplandecía «toda ella conun esplendor gitano en rojo, negro y plata». A pesar de caricaturizarlaen su novela, Wells no podía negar que Beatrice era hermosa, elegantey «absolutamente excepcional». Las mujeres a las que había conocido enGrosvenor House eran «o estrictamente racionales o deslumbrantemen-te bellas»;153 Beatrice era la única que reunía las dos cosas. Aunque fuerapara hablar de presupuestos, medidas legislativas y maquinaciones polí-ticas, se ponía unos zapatos coquetos y escandalosamente caros que re-marcaban su feminidad.

Desde su juventud, Beatrice siempre había adorado flirtear, enterar-se de cotilleos políticos y conocer a hombres poderosos, y la estrategiafabiana de la impregnación le servía de excusa para dedicarse a las trescosas. Por ejemplo, tras una cena con un primer ministro, podía anotar losiguiente: «Me he propuesto divertirle e interesarle, pero he aprovechadosiempre que he podido para recordarle datos y principios importantes».Entre sus invitados habituales se contaban primeros ministros del pasado,el presente y el futuro. Beatrice no caía en ningún tipo de partidismo yle daba lo mismo invitar a un conservador que a un liberal: «Todos ellostienen cierta utilidad», concluía pragmáticamente.154

Por la noche, el think tank se convertía en un salón político. Unavez por semana los Webb daban una cena para una decena de personasy una vez al mes, una fiesta para sesenta u ochenta. No era la comida loque interesaba a los invitados. Los Webb practicaban una economía ho-gareña muy estricta para poder contratar a sus asistentes de investiga-ción, y Beatrice disfrutaba más controlándose que satisfaciendo suapetito.155 Como Altiora, daba de comer a sus invitados «con una cla-morosa austeridad que hacía que la conversación no decayese».156 Segúnel historiador de la economía R. H.Tawney, asistente habitual, acudir auna de estas veladas suponía «participar en uno de esos famosos ejerci-cios de ascetismo que la señora Webb denominaba cenas».157 Sin embar-go, todo el mundo se peleaba por una invitación, y en el 41 de Grosve-

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ñor Road se desarrollaba una increíble actividad social y política. Porejemplo, una «agradable cenita» de las que Beatrice consideraba «típicade los Webb [...] con su mezcla de opiniones, clases e intereses», contócon la asistencia del embajador noruego en Londres, un diputado con-servador y otro liberal, George Bernard Shaw, el filósofo y futuro pre-mio Nobel Bertrand Russell,y una baronesa que se codeaba con todoslos políticos y escritores importantes de su tiempo.158 La novela de Wellsdescribe las singulares dotes de anfitriona de Beatrice y su influencia enla carrera del matrimonio. «Reunía a todo tipo de personajes interesan-tes que trabajaran o tuvieran perspectivas de trabajar en la administra-ción del gobierno. Mezclaba a oscuros funcionarios con celebridadesincultas y con ricos desorientados y conseguía unir en una sola habita-ción a una serie de elementos importantes de nuestra extraña vida pú-blica que en otra situación difícilmente coincidirían.»159

En uno de los pasajes de la novela, alguien acude por primera vez acasa de los Bayley acompañando a un amigo:

—Qué reunión tan variopinta.—Aquí viene todo el mundo —dice el invitado habitual—. Casi

siempre nos odiamos a muerte, hay celos y algunas situaciones molestas (aveces Altiora puede ser un horror), pero tenemos que venir.

—¿Y se consiguen cosas? —pregunta el primero.—¡Ah, sí, sin duda! Esta es una de las piezas de la maquinaria britá-

nica... de las que no se ven.160

En 1903, Winston Churchill era uno de los que «tenía que ir», ya que elaño anterior había estado sentado al lado de Beatrice en una cena del Par-tido Liberal. Por entonces Churchill, hijo de un diputado tory y descen-diente de la aristocrática familia de rancio abolengo de los Spencer, eradiputado del Partido Conservador, pero al parecer estaba en desacuerdocon el gobierno. Sin embargo, se dedicó a criticar a los sindicatos y la edu-cación pública elemental, lo cual irritó a Beatrice. Para colmo, no paró dehablar de sí mismo desde el aperitivo hasta los postres, y solo se dirigió aBeatrice para preguntarle si conocía a alguien que pudiera hacerle un es-tudio estadístico. «Nunca utilizo el cerebro en cosas que otros puedan ha-cer por mí», dijo tranquilamente. «Egocéntrico, presuntuoso, reaccionario

y corto de miras», garabateó rabiosamente Beatrice en su diario esa mismanoche. No hay constancia de qué impresión causó ella en él.161

En la época en que volvió a visitar la casa de los Webb, Churchill sehabía pasado a la oposición liberal. Las preferencias del electorado esta-ban cambiando. Después de la costosa e inútil guerra contra los bóersen Sudáfrica, los votantes británicos estaban decepcionados por la adop-ción de medidas imperialistas en el exterior mientras crecía la pobrezaen su propio país. El Partido Conservador, que había gobernado duran-te casi una década —primero con el marqués de Salisbury y despuéscon Arthur Balfour—, elaboró un programa proteccionista, pero soloconsiguió enojar a los votantes de clase trabajadora, que temían unaumento de los precios de los alimentos y la pérdida de empleos en lasindustrias de exportación. Joseph Chamberlain, que elaboró el proyectotory de «reforma» de los aranceles, pronunció los últimos discursos de sucarrera política en auditorios casi vacíos. Alfred Marshall, que había sa-lido de su retiro para criticar a Chamberlain y los proteccionistas, searrepentía de encontrarse otra vez envuelto en una controversia pública.Churchill advirtió muy pronto la pérdida de influencia de los conserva-dores y pensó que era un buen momento para que los liberales, comoel resto del país, se acercaran a la izquierda. Es decir, entendió que habíaque abordar la cuestión social de la forma que fuera. Según él, los libe-rales no podían seguir en el poder, suponiendo que lo alcanzaran, sin losvotos de los sindicalistas.

En la segunda cena a la que asistió, Churchill ocupó el asiento de laderecha de Beatrice y le causó casi tan mala impresión como la prime-ra vez. La anfitriona, que había decidido privarse no solo del alcoholsino también del café y el tabaco (el té era su «única concesión a laautocomplacencia»), acabó convencida de que Churchill «bebe dema-siado, habla demasiado y no alberga ningún tipo de pensamientos dig-nos de ese nombre». Habló con su invitado de la posibilidad de garanti-zar un «estándar mínimo nacional» y él se limitó a responder con lo quepara Beatrice era «economía de parvulario». Su veredicto fue el siguien-te: «Lo ignora todo sobre todas las cuestiones sociales [...] y no lo sabe.[...] Desconoce visiblemente las objeciones más elementales al imperiode la competencia».162

En los párrafos finales de su magistral historia de la Inglaterra delsiglo x ix , el historiador francés Élie Halévy menciona varias medidas

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legislativas de «importancia casi revolucionaria [...] aprobadas por ini-ciativa de Churchill».163 Entre ellas, el «primer intento de introducir elconcepto de salario mínimo en la normativa laboral de Gran Bretaña,uno de los elementos de la fórmula del "mínimo nacional" ideada porlosWebb».

Aunque Churchill encontró demasiado avasalladora a Beatrice«jyie niego a acudir a un comedor social con la esposa de Sidney

Webb», dijo más tarde—, era consciente de su ignorancia y enseguida sedispuso a «convivir con informes oficiales y dormir con enciclope-dias».164 Si bien no simpatizaba con Beatrice ni ella con él, Churchill seesforzó en leer las principales obras de los Fabianos, desde Life and La-hours de Booth hasta PovertyiA Study ofToum Life de Seebohm Kown-tree, pasando por estudios de Beatrice y Sidney como Historia del sindi-calismo o La democracia industrial. H.G. Wells, cuya temática empezaba acentrarse menos en la ciencia ficción y más en el reformismo social, seconvirtió en su novelista favorito. «Podría aprobar un examen sobretodo eso», alardeaba Churchill.165 Gran amante de Shaw, asistió al estre-no de La comandante Bárbara. En una ocasión, acompañado de su secre-tario personal Eddie Marsh, recorrió durante varias horas uno de lospeores arrabales de Manchester, tal como había hecho Alfred Marshalluna generación antes. «Es extraño vivir en una de esas calles... sin vernunca nada bonito... sin comer nunca nada sabroso... ¡sin decir nuncanada inteligente!», comentó más tarde hablando con Marsh.166

Tal fue la impresión de Churchill, según su biógrafo William Man-chester, que poco después de esta experiencia, el antiguo ultraconser-vador se había convertido en «un gran promotor de la izquierda». Susfuentes de inspiración eran diversas y en su actitud había una buenadosis de cálculo político, pero sus argumentos y sus propuestas se inspi-raban en gran parte en Beatrice. A principios de 1906, tras la arrolladu-ra mayoría de los liberales, Churchill defendió lo que denominaba la«causa de que haya millones de excluidos» y urgió a «trazar una línea*por debajo de la cual «no permitiremos que se sitúen las condiciones detrabajo o de vida», precisamente lo que Beatrice había insistido en quehiciera.167

Aquel mes de octubre, Churchill pronunció un memorable discur-so en Glasgow en el que hizo propuestas mucho más avanzadas de loque propugnaban los dirigentes del Partido Liberal, y que, según su bió-

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grafo Peter de Mendelssohn, «contenía en germen varios elementosesenciales del programa con el que el Partido Laborista obtuvo el triun-fo que le permitió emprender la "revolución callada" del período 1945-1950».168 En una de sus intervenciones más brillantes desde el punto devista retórico, Churchill argumentó que «la civilización tiende hacia lamultiplicación de las funciones colectivas de la sociedad», algo que ensu opinión era competencia del Estado y no de la empresa privada:

Me gustaría ver que se emprenden experimentos públicos nuevos yvalientes. [...] Creo que el Estado debería asumir cada vez más el papel deempleador de reserva. Lamento que los ferrocarriles de este país no esténen nuestras manos [...] y todos estamos de acuerdo [...] en que el Estadodebe participar más y más intensamente en la atención a los enfermos y alos ancianos, y sobre todo a los niños. Ansio que se establezca un estándarbásico universal sobre las condiciones de vida y de trabajo, y que este es-tándar se eleve progresivamente, en la medida en que lo permitan lasenergías de la producción. [...] No quiero perjudicar la fuerza de la com-petencia, pero se pueden hacer muchas cosas para mitigar las consecuen-cias del fracaso. [...] Queremos que la libre competencia vaya hacia arriba,no hacia abajo. No queremos derribar la estructura de la ciencia y de lascivilizaciones, pero sí tender una red sobre el abismo.169

La persona a la que con más derecho puede atribuirse esta idea deuna red pública de protección —es decir, el moderno Estado del bie-nestar— es Beatrice Webb. En 1943, poco antes de morir, escribió com-placida: «Nos dimos cuenta de que el gobierno era el único al que po-día confiarse la provisión de las generaciones futuras. [...] Es decir, nosvimos arrastrados a aceptar una nueva forma de Estado, al que podría-mos denominar el "Estado administrador" para distinguirlo del "Estadopolicial"».170

El germen de esta idea estaba en el estudio sobre los sindicatos rea-lizado por Beatrice y Sidney. En su libro La democracia industrial, de1897, proponían ampliar el ámbito de aplicación de la sanidad y la se-guridad públicas. Debía establecerse un «mínimo nacional» aplicable atodos los trabajadores del país, excepto a los jornaleros agrícolas y losempleados domésticos. La propuesta más radical era la de un salariomínimo nacional. Tras argüir que, «cuando no hay regulación, la com-petencia entre sectores hace que nazcan o se mantengan determinadas

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ocupaciones donde las condiciones laborales son perjudiciales para elpaís en su conjunto», insistieron en que el establecimiento de una basemínima oficial para los salarios y las condiciones de trabajo no era in-compatible, como pensaban Marx y Mili, con la ausencia de trabas a laproductividad, de la que dependían las mejoras del nivel de vida y elsalario real.171 De hecho, opinaban que el coste que supondrían las re-gulaciones oficiales para las empresas se compensaría de sobras con ladisminución de los accidentes laborales y el hecho de contar con traba-jadores más atentos y mejor alimentados. De todos modos, reconocíanque la propuesta de ampliar el control estatal sobre la empresa privadaiba más allá de lo que tenían en mente los líderes sindicales, que básica-mente querían unos sueldos más altos y unas mejores condiciones la-borales.

En cualquier caso, Beatrice tardaría aún una década en concebir laidea, más ambiciosa, de «una nueva forma de Estado». A finales de 1905,en los últimos días del gobierno conservador de Balfour, Beatrice en -tró en una Real Comisión encargada de elaborar la reforma de las leyesde pobres, comisión que siguió trabajando durante tres años más con elnuevo gobierno liberal. Desde el principio, Beatrice chocó con los de -más delegados. Basándose en la idea de Mfred Marshall de que «la causade la pobreza es la pobreza», definió el problema en términos absolutos.Según su razonamiento, la desigualdad, y de ahí la pobreza, entendidacomo el hecho de tener menos que otros, es inevitable, pero no lo es laindigencia, es decir, «la situación de carecer de una o más de las necesi-dades básicas, perjudicando la salud, la fuerza y la vitalidad hasta el pun-to de poner en peligro la propia vida».172 Erradicar la indigencia impe-diría que la pobreza de una generación se transmitiera automáticamentea la siguiente.

Gracias a su experiencia en el East End, Beatrice podía hablar conautoridad de familias en las que «siempre en uno o en otro de susmiembros se van sucediendo heridas, indigestiones, dolores de cabeza,reumatismos, bronquitis y otras afecciones corporales, que periódica-mente desembocan en enfermedades graves y terminan con una muer-te prematura», y también de familias donde el padre estaba sin trabajo,«lo que significa que no hay comida, ropa, leña ni condiciones de aloja-miento decentes», o de todas aquellas personas que no podían trabajar:las viudas con niños pequeños, los ancianos y los locos.173

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Beatrice Webb descartó la idea de que la indigencia se derivarasiempre de algún defecto moral. De hecho, apuntó cinco causas delproblema, que correspondían a los principales grupos que lo experi-mentaban: los enfermos, las viudas con niños pequeños, los ancianos ylas personas aquejadas de diversos trastornos mentales, desde el retrasointelectual a la demencia. El grupo más preocupante era el de las perso-nas que sí estaban en condiciones de trabajar. Para Beatrice, su indigen-cia era consecuencia del desempleo y de la precariedad crónica deltrabajo.

Según afirmó explícitamente, la necesidad urgente de erradicar laindigencia no se derivaba «de la impresión de que estén empeorando lascosas, sino del hecho de que, en todos los aspectos de la organizaciónsocial, el nivel no deja de elevarse»; con ello se refería al derecho al votode los obreros y a las medidas de protección social que había adoptadoel principal rival de Gran Bretaña: Alemania.174

El problema de las medidas vigentes en Gran Bretaña era que re-servaban la asistencia pública a quienes estaban en situación desesperaday no frenaba la dependencia ni la miseria. Beatrice lo expresó del si-guiente modo: «Todas las actividades previstas por la Ley de Pobres paraaliviar la miseria de los obreros explotados en condiciones esclavizantesno contribuyen a evitar esta explotación... [ni] impiden que hombres omujeres sean despedidos de sus trabajos o contraigan enfermedades...[acabando con] los accidentes laborales que causan innecesariamentefalle cimientos o mutilaciones y con las deplorables condiciones de alo-jamiento o las enfermedades laborables evitables que quebrantan la sa-lud de los trabajadores».175

Beatrice quería el grado de intervención pública necesario paradejar atrás las medidas de asistencia y pasar a erradicar las causas de lapobreza. «La verdadera esencia de la política de prevención es que, entodos los casos, lo importante no es la asistencia sino el tratamiento, yademás el tratamiento apropiado a cada necesidad.»176 De hecho, no seplanteó si el gobierno o los expertos oficiales sabían tratar la «enfer-medad de la vida moderna» ni se preocupó por los costes del intento.Inevitablemente, su ambiciosa visión de un «Estado administrador»destinado no solo a aliviar la miseria, sino a impedir su formaciónchocó con las intenciones más modestas de los demás delegados. Talcomo tenía pensado desde un principio, Beatrice se negó a firmar el

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informe de la comisión, y lo que hizo fue dedicar parte del año 1908a redactar junto con Sidney un informe alternativo, el Minority Report,que finalmente firmaron otros tres miembros de la comisión. Este«gran documento colectivista», como lo llamaba Beatrice,177 proponíaun sistema de atención pública desde el nacimiento hasta la muerte,con el que se aseguraría «un estándar mínimo nacional de vida civili-zada [...] para todos los ciudadanos por igual, de cualquier clase ysexo, con lo que queremos decir una alimentación suficiente y unaformación adecuada en la infancia, un salario adecuado mientras seesté en condiciones de trabajar, atención médica en caso de enferme-dad y unas ganancias modestas pero aseguradas para los inválidos y los

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ancianos».17

Beatrice Webb entendía que esta idea podía parecer utópica a otrosreformistas y contaba con que el gobierno, de visión mucho más tradi-cional y limitada, la rechazaría. En su opinión, el Estado administrador,a diferencia del Estado socialista, era totalmente compatible con la li-bertad de mercado y con la democracia. De hecho, pensaba que el Es-tado del bienestar era la fase siguiente en la evolución natural del Esta-do liberal Sin embargo, la noción de que el bienestar básico de losciudadanos era responsabilidad del gobierno y de que este estaba obliga-do a garantizar un nivel de vida mínimo a cada ciudadano que no pudie-ra obtenerlo por sí mismo no solo se alejaba del ideal de Spencer sobrela intervención estatal, sino que rompía con toda la tradición del libera-lismo sladstoniano, que propugnaba la igualdad de oportunidades perodejábanlos resultados en manos del individuo y el mercado, e iba muchomás lejos que cualquier otra propuesta de la época, exceptuando las dealgunos socialistas marginales.

En su reseña del Minority Report, George Bernard Shaw predijo:.Puede marcar un cambio radical en la ciencia política y en la sociolo-gía como sucedió en la filosofía y la historia natural con El origen de lasvprrivs de Danvin». Según Shaw, la propuesta era «importante, revolu-cionaria, sensata y práctica al mismo tiempo, perfecta para inspirar yatraer a la nueva generación». E insistía: «Cualquier empresario privadoconsidera su derecho a vivir y el derecho de la comunidad a que el seimntexma en condiciones saludables y productivas como algo bastanteindependiente de sus beneficios comerciales». Es decir, los objetivosiban más allá de la idea marshalliana de aumentar la productividad y los

salarios. «El es la célula del organismo social, y debe mantenerse sanopara que el organismo también se mantenga sano.»179

Ideas como la del salario mínimo o la del establecimiento de unascondiciones mínimas de ocio, salud y seguridad en todos los puestos detrabajo, la creación de una red pública protectora, la introducción de ofi-cinas de empleo, la lucha contra los ciclos de desempleo mediante pla-nes de grandes proyectos públicos —en resumen, la noción de que lassituaciones que culminan en pobreza crónica, e incluso esa otra situa-ción más grave que Webb denominaba indigencia, son prevenibles yademás su prevención es uno de los objetivos del Estado, que para ellodebe contar con nuevas competencias—, tienen varios autores. Sin em-bargo, nadie las expresó de una forma tan clara y sistemática, o tan ade-cuada para quienes «mendigan propuestas prácticas». Y nadie más lasformuló de una forma que presentaba cambios revolucionarios como sifueran la consecuencia o incluso el resultado inevitable de una evolu-ción natural.

Presentar todos estos cambios radicales como el producto inevita-ble de una evolución es mérito de Beatrice. Sin embargo, una décadadespués, incluso ella se sorprendió al comprobar que la opinión públicaempezaba a encontrar aceptables, o al menos relevantes políticamente,algunas de las ideas que habían concebido Sidney y ella y que en la dé-cada de 1890 resultaban todavía utópicas. Años después, hablando sobreLa democracia industrial, Beatrice constató con cierta satisfacción: «Loque ha marcado realmente la historia social del presente siglo ha sido elhecho de que tanto la administración como la legislación hayan adop-tado calladamente, y a menudo superficialmente, la propuesta de un

estándar mínimo nacional formulada en este libro» 180

El año 1908 fue crucial para el nuevo gobierno liberal. Según anotóBeatrice en su diario, tras el incremento del paro y de la militancia sin-dical, la presencia de una aplastante mayoría liberal en el Parlamento yla elevación del «problema social» a una de las principales preocupacio-nes políticas, se despertó «un gran interés por nuevas ideas constructi-vas». Y los Webb tenían muchísimas en reserva. Beatrice añadió satisfe-cha: «Resulta que ahora podemos ofrecer muchas buenas ideas, de ahí laavidez con que se solicita nuestra compañía. [...] Todos los políticos que

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conocemos quieren "asesoramiento técnico". Es bastante cómico. Daigual que sean conservadores, liberales o del Partido Laborista: todosmendigan propuestas prácticas».181 Beatrice decidió que la ocasión bienmerecía un capricho y encargó un nuevo vestido de noche.

«Winston ha llegado a entender muy bien el planteamiento de losWebb», concluyó Beatrice en octubre de 1908, señalando que habían«renovado nuestro trato». Como Churchill se había mostrado a la altura,Beatrice ya podía calificarlo en su diario como «un hombre brillante ycapaz, no solo un charlatán».182

En los primeros dos años del gobierno liberal encabezado por Her-bert Henry Asquith, las reformas de Churchill no fueron mucho másallá de la retórica. A pesar de su arrollador triunfo electoral de 1906, losliberales no llevaron demasiado a la práctica su programa, aparte de re-cuperar algunas ayudas a los sindicatos. Esta inactividad terminó en abrilde 1908, cuando Churchill, que contaba con treinta y tres años, sucedióa Lloyd George al frente de la Dirección de Comercio, un cargo derango ministerial. Beatrice calificó la novedad de «emocionante».183 Ladirección, que combinaba los cometidos que en Estados Unidos de-sempeñaban los departamentos de Trabajo y de Comercio, comportabaun amplio abanico de responsabilidades: registro de patentes, regulaciónempresarial, navegación comercial, líneas férreas, mediación laboral yasesoramiento a la Oficina de Asuntos Exteriores en temas comerciales.Según un biógrafo de Lloyd George, estas responsabilidades se habíanido reduciendo hasta limitarse a asegurar «el funcionamiento fluido yordenado del capitalismo».184 Sin embargo, Churchill aprovechó su pasopor el cargo para introducir reformas sociales radicales. Por esa época,uno de sus amigos comentó: «Está entusiasmado con los pobres, a losque acaba de descubrir. Cree que la Providencia lo ha llamado a haceralgo por ellos. "¿Por qué siempre he conseguido librarme de la muertepor los pelos, si no es para hacer algo por ellos?", se pregunta».185

Durante los dos años siguientes, Churchill y Lloyd George, queahora era ministro de Hacienda, entablaron una colaboración que ter-minó para siempre con «la vieja tradición gladstoniana de centrarse encuestiones políticas libertarias, esperando que "la situación de los po-bres" se arregle por sí misma».186 Antes incluso de jurar el cargo, el nue-vo responsable de Comercio estuvo una noche entera escribiendo unalarga carta al primer ministro en la que detallaba sus objetivos políticos.

Tras una brevísima introducción retórica («Desde el otro lado de unocéano de ignorancia veo perfilarse una medida política a la que llamoel estándar mínimo»),187 Churchill definió este estándar mínimo a partirde cinco elementos que enumeró como otras tantas prioridades legisla-tivas: seguro de desempleo, seguro de incapacidad laboral, escolarizaciónobligatoria hasta los diecisiete años de edad, sustitución de la asistenciaa los pobres por la provisión de empleo público mediante la construc-ción de carreteras o programas de reforestación, y nacionalización delos ferrocarriles.

La recesión que siguió al pánico bancario de 1907 volvió más ur-gentes las propuestas de Churchill. El paro entre los trabajadores sindi-cados, que era del 5 por ciento a finales de 1907, se multiplicó por dosen un año. Alfred Marshall había llegado a la conclusión de que elaumento del desempleo solía ser una consecuencia de la caída de laactividad empresarial. Por su parte, Beatrice demostró que el desem-pleo, a su vez, era la principal causa de pobreza. Sin embargo, no habíaconsenso respecto al grado de intervención estatal necesario. Churchillse esforzó en cuestionar las ideas convencionales sobre el tema. Cons-ciente de que sus propuestas iban mucho más allá de lo que tenía enmente Asquith, el primer ministro liberal, instó al gobierno a seguir elejemplo alemán e introducir seguros de salud y de desempleo: «Propon-go lo siguiente: poner una buena dosis de bismarckismo sobre la base denuestro sistema industrial y esperar con la conciencia tranquila a ver losresultados».188 «Está aportando mucho a la [causa de] la intervenciónestatal constructiva» —se alegró Beatrice,189 y concluyó—: Lloyd Geor-ge y Winston Churchill son lo mejor del Partido [Liberal].»190 Apreciabala habilidad de Churchill «para captar y ejecutar con rapidez ideas nue-vas, aunque apenas comprenda la filosofía que hay detrás de ellas».191

Al final, el proyecto de reforma quedó bastante disminuido por lasdificultades de los liberales para superar el veto de la Cámara de los Lo-res. De todos modos, como ha señalado William Manchester, se llegarona aprobar bastantes medidas: «Antes de la influencia de Churchill y deLloyd George, todos los intentos legislativos de ofrecer asistencia a losdesafortunados habían fracasado».192

Beatrice Webb perdió la batalla de los seguros sociales, mucho máseconómicos que la provisión directa de servicios. Sin embargo, ganó ladel Estado del bienestar. Sidney y ella eran los autores del principal ar-

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gumento a favor de «la asunción por parte del Estado de un númerocada vez mayor de servicios, administrados por una categoría de exper-tos cada vez más numerosa y apoyados en un aparato público más fuer-te».193 El Minority Report incluía una de las primeras descripciones delmoderno Estado del bienestar. Lord William Beveridge, autor del plande su mismo nombre de 1942, que colaboró en el Minority Report comoinvestigador, reconoció más tarde que su proyecto sobre el Estado delbienestar británico en la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial«se derivaba de lo que todos nosotros recibirnos de los Webb».194

Capítulo 4

La cruz de oro:Fisher y la ilusión monetaria

Esa pobre gente, siempre comenzando experimentos nuevos contanta gravedad, tomándose tan en serio, realmente convencidos de que acada año, a cada mes, a cada día que pasa están mejor y son más sabios,convencidos de que son más ricos. [...] ¡Eso está bien, señora Webb, esoestá bien!

H. MORSE STEPHENS1

En la primavera de 1898, cuando Beatrice y Sidney anunciaron que seiban a Nueva York, un conocido suyo de tendencia política conserva-dora exclamó irónicamente: «A Estados Unidos pudiendo ir a Rusia, laIndia o China... ¡Vaya gusto!».2 Como sugería la broma, los Webb nopensaban hacer un viaje de turismo sino dedicarse a la investigaciónsocial. En cualquier caso, Beatrice aprovechó para ir de compras y haceracopio de «vestidos de seda y de satén, guantes, lencería, abrigos de piely todo lo que una señora de cuarenta años puede necesitar para inspiraren norteamericanos y colonos un auténtico respeto por los refinamien-tos del colectivismo».3 Ya que tenía que visitar el laboratorio social delmundo, al menos deslumhraría a la audiencia.

The Americanization ofthe World no sería un éxito de ventas hasta unpar de años después, pero los Webb ya conocían las opiniones de suautor, William Stead, director de la Pall Malí Gazette. Stead estaba con-vencido de que el futuro económico del Reino Unido estaba asociadoa su antigua colonia. Ambas economías estaban más interrelacionadasque en el siglo xvn i , cuando el futuro Estados Unidos era una posesiónbritánica, o que en la década de 1860, cuando el bloqueo de los puertos

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