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LA PATRIMONIALIZACIÓN DE LA CULTURA Y SUS PARADOJAS POSTMODERNAS Antonio Ariño Villarroya Catedrático de Sociología Universitat de València La herencia cultural ubicua En la actualidad, en el tema que nos ocupa, creo que se dan dos lógicas que una mirada superficial puede considerar antagónicas. De un lado, vivimos inmersos, sacudidos y atrapados por la vorágine tecnológica de la cibercultura; de otro, nos invade la nostalgia por los tiempos y espacios perdidos, una añoranza romántica por imágenes, sabores, sensaciones, recuerdos, que la lluvia de la modernidad avanzada arrastra inmisericordemente hacia el mar del olvido. Ambas lógicas se hallan internamente trabadas, de manera que no se puede entender la segunda sin las promesas, los riesgos, vulnerabilidades y fracasos de la segunda. Pero yo quiero ocuparme aquí de las paradojas de la patrimonialización de la cultura en condiciones de modernidad avanzada, ese contexto en el cual el patrimonio puede operar incluso como retórica publicitaria. La modernidad no ha inventado la valoración simbólica de los objetos y las transmisiones hereditarias de los mismos, pero sí la concepción de éstos como patrimonio cultural. Y, más todavía, ha generado una expansión incesante de su repertorio y una proliferación de sujetos y comunidades que se sienten con derecho a poseer su propia y peculiar herencia histórica. Esta expansión, sin duda, responde a las peculiaridades y necesidades de la segunda modernidad. No es comprensible sin tomar

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Page 1: La Patrimonializacion de La Cultura y Sus Paradojas Postmodernas-libre

LA PATRIMONIALIZACIÓN DE LA CULTURA Y SUS PARADOJAS

POSTMODERNAS

Antonio Ariño Villarroya

Catedrático de Sociología

Universitat de València

La herencia cultural ubicua

En la actualidad, en el tema que nos ocupa, creo que se dan dos lógicas que una mirada

superficial puede considerar antagónicas. De un lado, vivimos inmersos, sacudidos y

atrapados por la vorágine tecnológica de la cibercultura; de otro, nos invade la nostalgia

por los tiempos y espacios perdidos, una añoranza romántica por imágenes, sabores,

sensaciones, recuerdos, que la lluvia de la modernidad avanzada arrastra

inmisericordemente hacia el mar del olvido. Ambas lógicas se hallan internamente

trabadas, de manera que no se puede entender la segunda sin las promesas, los riesgos,

vulnerabilidades y fracasos de la

segunda. Pero yo quiero

ocuparme aquí de las paradojas

de la patrimonialización de la

cultura en condiciones de

modernidad avanzada, ese

contexto en el cual el patrimonio

puede operar incluso como

retórica publicitaria.

La modernidad no ha inventado la valoración simbólica de los objetos y las

transmisiones hereditarias de los mismos, pero sí la concepción de éstos como

patrimonio cultural. Y, más todavía, ha generado una expansión incesante de su

repertorio y una proliferación de sujetos y comunidades que se sienten con derecho a

poseer su propia y peculiar herencia histórica. Esta expansión, sin duda, responde a las

peculiaridades y necesidades de la segunda modernidad. No es comprensible sin tomar

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en consideración los efectos imprevistos, las consecuencias no deseadas del “progreso”.

Es resultado de la modernidad reflexiva y sus ambivalencias.

Iª PARTE:

LA MODERNIDAD Y EL NACIMIENTO DEL PATRIMONIO

¿Qué entendemos por patrimonio cultural?

Al hablar de patrimonio, numerosos autores y especialmente los defensores del

patrimonio hablan de la patrimonialidad como si fuese una sustancia o una propiedad

intrínseca de los objetos que, tan sólo, precisa del reconocimiento social. El patrimonio

existe, ha existido siempre, pero no todos los grupos, sectores y categorías sociales lo

reconocen, no todos tienen la sensibilidad y conciencia precisas para identificar su

existencia. Así, por ejemplo, en un manual universitario se afirma: “No hay duda de que

existe un patrimonio material colectivo. Es decir, que hay cosas que son consideradas

como patrimonio de una colectividad o incluso de toda la humanidad... Hay cosas

preciosas que hemos heredado y que en justicia nos merecemos todos los seres

humanos” (Ballart, 2001: 15).

¿No hay duda de que existe un

patrimonio cultural? Puede mostrarse,

más bien, que el patrimonio es un campo

de significación que se organiza en torno

a la valoración social de los objetos y

prácticas como expresiones

testimoniales, con valor creativo o

simplemente documental, de la herencia

pasada digna de preservación; y que este

campo ha sido construido en y por la

modernidad. Y no antes. Esta práctica

social supone a) seleccionar

determinados objetos del pasado (ya que

el patrimonio no es coextensivo con la

cultura o con la historia pasada, sino tan

sólo con una parte de ellas), y b) transferirlos a un campo de valor o significación

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nuevo, c) que como todo campo social tiene una estructura de relaciones y está

sometido a procesos agónicos de negociación. La construcción social del patrimonio

cultural comporta, por tanto, interpretación o mediación, selección y negociación.

La mirada que produce este campo de significación es hija de la modernidad, porque

presupone a) una experiencia de ruptura entre presente y pasado o una conciencia de

distancia histórica; b) una interpretación de esa experiencia en términos de pérdida y,

por tanto, la proyección de una conciencia del riesgo sobre los objetos identificados

como patrimonio, y c) una vinculación de la herencia valiosa con la colectividad o el

grupo. La identificación de un objeto como patrimonio cultural conlleva interpretarlo

como un bien público, como propiedad común, que ya no pertenece en exclusiva al

señor feudal, al obispo o al rey, ni a sus sucedáneos burgueses, sino a la nación, al

Estado y al pueblo.

De hecho, el patrimonio no es sino uno más de los campos de significado o de los

procedimientos mediante los que tratamos de suturar las fracturas y heridas del mundo

contemporáneo. En un tiempo donde puede hablarse cada vez menos de una naturaleza

como realidad exterior, radicalmente distinta de la cultura, se construye el concepto de

medio ambiente para relacionarnos con el medio físico y definirlo (Beck); en un mundo

de individualización y privatización radicales, de un lado, y de globalización

homogeneizante, de otro (es decir, en un mundo “sin hogar” o sin comunidad1),

proliferan las políticas de la identidad como refugio y maquinaria para la producción de

raíces. Del mismo modo, en un tiempo y en un mundo donde ya no puede haber

tradición como forma de reproducción social o de relación con el pasado, se inventa el

patrimonio cultural para asegurar la conectividad y continuidad intertemporal, y se

movilizan ruinas y edificios, danzas y leyendas, indumentarias, en suma, “bienes

culturales”, para construir una “genealogía esencial para la legitimidad política” (Poulot,

2000); es decir, se convoca la memoria al servicio de la identidad colectiva. Dicho, de

otra manera, en un mundo en donde la innovación es la norma, la conservación

constituye una tabla de salvación2, la mejor estrategia para adentrarse en el futuro. No es

de extrañar que defensa de la naturaleza, de la identidad y del patrimonio, estén

convergiendo en los movimientos conservacionistas; y que éstos, precisamente para

1 Baumann, 2000. 2 Si de algo hablan las personas que se dedican a “restauración” de patrimonio es de “salvación”. Véase la tesis de Concepción Martínez Latre, 2005, Sociogénesis de los pequeños museos locales. La cultura

popular en los museos etnológicos del Alto Aragón, Universidad de Zaragoza.

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diferenciarse del conservadurismo (inmerso en las utilidades y satisfacciones de la

modernidad) reivindiquen su identidad “conservacionista”.

Esta sensibilidad que llamamos patrimonio cultural no podía surgir allí donde todavía

existía experiencia de plena continuidad entre pasado y presente, allí donde la tradición

era el modo de reproducción cultural dominante, donde las formas de vida precedentes

constituían un manantial instructivo o un ejemplar en el plano moral. Sólo cuando el

cambio revolucionario produjo un distanciamiento rápido de todos los pasados

conocidos, “la añoranza de lo que se sentía perdido se difundió por las imaginaciones

europeas” y el pasado comenzó a ser apreciado como una herencia “que daba validez al

presente y lo exaltaba” o como “una fuente de placer sensual” (Lowenthal, 1998: 7 y

94). En resumen, bajo la mirada patrimonial subyace una concepción de la condición de

pasado fundada en la distancia histórica, que es claramente distinta de la mirada que

proyecta sobre el pasado el historiador como científico social. Los objetos y prácticas

han dejado de funcionar como tradiciones activas y ejemplares para el presente; han

perdido toda vinculación constituyente de la vida ordinaria. Del mismo modo que,

cuando las comunicaciones e interconexiones han penetrado los lugares de las pequeñas

comunidades y hemos sido arrojados a la intemperie de la globalización, suspiramos por

la identidad y las raíces, también cuando el pasado se ha distanciado de la

contemporaneidad, a causa del ritmo vertiginoso del progreso científico-técnico,

reinventamos nuestra relación con él mediante el concepto de patrimonio cultural.

IIª PARTE:

LA EXPANSIÓN DEL PATRIMONIO

La primera modernidad ha generado la mirada patrimonial en la cultura y ésta ha

cristalizado en instituciones públicas (museos), ordenamientos legales (leyes) y en

cuerpos de expertos (conservadores, historiadores del arte). La segunda modernidad,

como radicalización de los procesos precedentes, produce la patrimonialización de la

cultura, es decir, la expansión de esa sensibilidad particular respecto al pasado mediante

una ampliación prácticamente ilimitada del repertorio patrimonial y una proliferación y

pluralización de los sujetos que lo activan, llegando a convertirse en un movimiento

cívico.

1. La expansión del repertorio patrimonial

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No es éste el lugar para efectuar un recorrido detallado del proceso de expansión del

repertorio cultural y de la modificación que comporta en la determinación de las

propiedades que se consideran patrimonializables. No obstante, en el cuadro adjunto se

presenta una visión sintética de las principales transformaciones. En la primera columna

se señalan los criterios de valor hegemónicos; en la segunda, el campo social desde

donde se proyecta la mirada que instaura dicho criterio. Así, todas las sociedades han

seleccionado determinados objetos por su singular valor económico (piedras o metales

preciosos); a esta primera fuente de valor, se ha añadido pronto una segunda, derivada

de su configuración estética, de la proyección y materialización en los objetos de

criterios de belleza. Pero la distinción entre artesanía y arte no deja de ser relativamente

moderna.

Valor Perspectiva

Tesoro, riqueza Economía Belleza Arte (sentido amplio) Documento, información, conocimiento Historia, arqueología Forma de vida, testimonio Antropología, etnológico Identidad Comunidades locales

Movimientos sociales Espectáculo Turismo

Desde el patrimonio artístico con facilidad se ha dado el salto hacia la consideración de

los objetos “bellos” como testimonios o documentos tangibles de otras formas culturales

pasadas. Y, en este sentido, el carácter único del objeto, con independencia de su

belleza, puede convertirse en el criterio determinante de la selección: un codo de tubería

de cerámica de la China de hace 2.000 años, que podría asemejarse a un codo de uralita

fabricado en serie en el siglo XX, es transformado en patrimonio por su valor

documental.

La revolución científica y cultural incorporada por la antropología a la mirada

contemporánea introduce una nueva mirada: todas las culturas y todos los objetos y

pautas de una sociedad constituyen elementos singulares y significativos de ese modo

de vida, dentro del cual cobran sentido. No sólo los restos y huellas de la alta cultura

merecen la dignidad de la conservación intergeneracional sino también aquellos

elementos humildes y sencillos de las clases subalternas, cuyas vidas expresan con la

misma exactitud que las piezas “nobles” para la cultura de las clases dominantes. Más

aún, si la cultura debe ser entendida no meramente como aquel selecto conjunto de

actividades y los logros eminentes de las mismas que expresan la dimensión espiritual y

artística de la vida humana, sino como un modo de vida consistente y coherente,

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entonces el patrimonio se extiende y abarca también los bienes intangibles, inmateriales

y orales, todas aquellas prácticas en las que un grupo humano concreta y plasma su

identidad.

Pero, además, en las últimas décadas, de forma muy especial, han irrumpido en escena

con inusitada fuerza dos dinámicas de patrimonialización. No son nuevas, sino

novedosamente vigorosas: las comunidades locales y movimientos sociales, de un lado,

que defienden la perduración de aquellos elementos en los que encuentran presentes las

huellas de su identidad; y el dinamismo turístico y la generalización de las prácticas de

consumo hacia los bienes patrimoniales.

Desplazamientos De lo monumental, exquisito A lo vernacular De lo noble, extraordinario A lo ordinario De lo remoto A lo reciente De lo material A lo inmaterial, intangible De lo especializado A lo genérico De las elites A lo popular De lo técnico A lo cívico De la nación A la comunidad De la identidad como uniformidad A la identidad como diversidad De Occidente A lo global

En este proceso, han tenido lugar una serie de desplazamientos, reflejados en el

cuadro adjunto, que entre otros aspectos comportan una modificación de los sujetos

sociales del patrimonio y de las comunidades imaginadas de referencia. No obstante,

conviene indicar ya que el desplazamiento más significativo es el que afecta a la función

identitaria: éste supone una proliferación de identidades alternativas al Estado-nación y

produce el salto desde la uniformidad a la heterogeneidad de patrimonios.

2. La pluralidad de sujetos y de comunidades imaginadas

El patrimonio cultural, bajo sus múltiples denominaciones, dada su naturaleza de

construcción social, ha estado vinculado siempre a unas bases sociales, a unos agentes

y, mediante éstos, a una comunidad imaginada. En sus orígenes, se gesta como

resultado de la apropiación de los tesoros aristocráticos por el Estado-nación y la

creación por éste de museos nacionales para expresar su continuidad histórica, su

identidad y su proyección futura. De hecho, durante gran parte de los dos últimos siglos

el Estado-nación ha sido el actor central de la producción de cultura y de identidad3. Sin

embargo, en condiciones de globalización, al igual que sucede en otros ámbitos, este

3 Véase Held et alii, 1999.

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actor central resulta desbordado por arriba y por abajo, emergen nuevos actores sociales

que también configuran su específica comunidad imaginada y producen sus espacios

rituales y míticos para garantizar su perduración en el tiempo. Entran en escena nuevos

estados-naciones (descolonización), que reclaman la restitución de bienes materiales y

la ampliación del repertorio (patrimonio oral); afloran los actores locales, regionales y

las comunidades periféricas de la sociedad multicultural; en el plano interncional,

UNESCO, el principal actor institucional global, abandera la definición de un

patrimonio de la Humanidad. En definitiva, la producción y gestión del patrimonio se

torna crecientemente compleja.

El concepto de gobernanza, que se ha ido incorporando al vocabulario de las ciencias

sociales, especialmente de la ciencia política, para designar el proceso de

complejización de la gobernación de cualquier fenómeno social y el consiguiente

reconocimiento de la pluralidad de fuentes de legitimidad y poder del mundo

contemporáneo, también puede aplicarse al patrimonio cultural. En éste encontramos

nuevos actores, que obligan a redefinir los procesos de reconocimiento y salvaguarda.

De esta forma, el patrimonio se vuelve a un tiempo local (museos etnológicos, etc.) y

global (patrimonio de la humanidad); cívico (movimientos sociales) y privado

(restauración de segundas residencias, mercados legales e ilegales de antigüedades,

explotación de recursos tradicionales y edificios nobles con fines turísticos). En suma,

junto al patrimonio nacional estatal, proliferan ahora los museos regionales y locales de

todo tipo; y UNESCO se convierte en el principal actor de políticas globales e impulsor

del Patrimonio de la Humanidad.

GLOBAL

PRIVADO MERCADO

PUBLICO ESTATAL

CÍVICO COLECTIVO

LOCAL

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En primer lugar, la existencia de un movimiento global de patrimonialización de la

cultura se hace presente en el descentramiento de Occidente tras el fin del colonialismo

y el desafío correlativo lanzado por las nuevas naciones cuando reclaman la restitución

y retorno de sus patrimonios expoliados. Este movimiento que puede contemplarse en el

plano internacional, se registra igualmente en el nacional, cuando comunidades locales

o regionales reclaman al Estado la devolución de determinados bienes (arqueológicos

como la dama de Elche o documentales como los papeles de Salamanca reclamados por

el gobierno catalán).

En segundo lugar, la complejidad de la gobernanza del patrimonio se registra

igualmente cuando las minorías reclaman la definición de los contenidos de los museos

o cuando el Estado-nación propone la elaboración de las políticas específicas mediante

la consulta colectiva y la participación cívica (véase Canadá)4. En estos casos, el

patrimonio no se define ya única y principalmente desde arriba, ni exclusivamente

desde los expertos, sino mediante cooperación y negociación entre una pluralidad de

actores. La definición final aparece como un contrato implícito y provisional entre los

diversos participantes. Estas políticas pretenden generar consenso en la diversidad y

movilizar recursos heterogéneos.

En tercer lugar, podría destacarse la proliferación de patrimonios locales, en los que

explícitamente se abordan cuestiones relativas a la identidad y, cada vez más, a la

calidad de vida. Un ejemplo de una participación entusiasta y amplia, mediante la

organización de una extensa red asociativa, puede encontrarse en el conocido como

Festival delle Sagre (cosecha) de Asti (Italia). Se celebra, en esta ciudad del Piamonte

italiano, el primer domingo de septiembre de cada año. El festival consta de dos actos

fundamentales: por la mañana tiene lugar lo que podríamos denominar un desfile

etnológico en el que participan 40 asociaciones de otros tantos pueblos de la región

(Asti y Monferrato). Cada una de estas asociaciones Pro-loco (orientadas a la

promoción comunitaria) presenta un cortejo de un centenar o más de personas que

reproducen una escena de la vida campesina de antaño. Las plataformas sobre los que se

representan las escenas más relevantes son arrastradas por viejos tractores restaurados

para la ocasión. Al concluir este desfile, hacia el mediodía, comienza la segunda parte

4 El gobierno de Canadá hace unos años lanzó una consulta a la sociedad canadiense, utilizando entre otros los medios modernos de comunicación, para elaborar su plan estratégico sobre el patrimonio cultural. Véase Les canadiens, les canadiennes et leur patrimoine: tendances, enjeux, idées. Une dialogue

sur le patrimoine au XXIe siècle, en http//www.patrimoinecanadien.

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del festival, una feria gastronómica en la que dichas asociaciones ofrecen al numeroso

público platos de la cocina tradicional de la región.

El festival se inició en 1974, por iniciativa de Giovanni Borillo, presidente de la Cámara

de Comercio de la ciudad5. Su propósito era revalorizar el territorio astigiano, sus

productos y costumbres, en una época de “pérdida”, como consecuencia del proceso de

modernización. Como se dice en un texto explicativo, se trataba de “portare i paesi nel

cuore della cità…”, en un doble sentido: rememorar los tiempos pasados e insertar la

vida campesina, la naturaleza, en las pautas urbanas6.

Un principio ha operado desde el comienzo como regla

de organización: la autenticidad o veracidad histórica.

De hecho, todas las personas entrevistadas para el libro

5 Cámara y Caja de Ahorros juegan un papel importante en el desarrollo regional. Toman ejemplo de Vevey (Suiza), donde hay un desfile de gente de pueblos suizos con pretensión de “veracidad”. Fiesta culinaria en Bolzano (Festa dei Portici). 6 En los textos del libro encontramos la conciencia de ruptura histórica y del riesgo: llevar a la ciudad una cultura dimenticata, para salvarla del olvido; salvar de la destrucción miles de herramientas, máquinas, vestimenta. La fiesta ha experimentado una evolución: En los treinta años de historia, pasa por un proceso de asentamiento y de expansión, de recuperación de objetos, escenas, gastronomía, de acuerdo con la lógica de la veracidad. Para incrementar la participación y estimular esta lógica se instauran premios a finales de la década de los setenta. Alcanza impacto nacional (televisión) y trata de proyectarse internacionalmente (Internet, contactos de intercambio con otros países incorporando gastronomía). La idea de romper con la modernidad, se plasma en la crítica al plástico en las banderas, en las bandejas, en los vasos. Y más recientemente aparece la lectura ecológica: “Si tratta comunque di un ulteriore passo in avanti verso un Festival rivolto al passado, senza piu nessun aggancio con gli attuali ´modernismi´”(2004: 121). El pequeño tesoro de la gastronomía contra el riesgo del fast food (171). “La carta de identidad de un pueblo que ha vivido y crecido en contacto con la tierra y con sus productos; una tierra rica de historia y de tradiciones, que con tenacidad y esfuerzo ha superado y vivido momentos difíciles y dramáticos (2004: 151).

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Un anno in un giorno (2004), hablan de recuperación, de riproposta. Las reglas que

rigen la feria gastronómica son: autenticidad de los platos servidos, veracidad de las

recetas, genuinidad de los productos usados (2004: 145).

En resumen, el Festival delle Sagre es hoy un museo viviente, concentrado en un único

día, mediante una performance o cabalgata; pero presupone el trabajo constante,

regular, anual de las asociaciones dedicadas a la recuperación de su “pasado” en un

contexto urbanizado y globalizado, como una forma de celebrar su identidad y de

conquistar, al mismo tiempo, calidad de vida.

Pero, si una de las manifestaciones de la proliferación de patrimonios radica en esta

celebración de la identidad local, otra distinta, pero en el fondo compartiendo la misma

lógica, se halla en la existencia de

movimientos sociales reivindicativos o de

defensa cívica que propugnan la

conservación de “bienes culturales” frente a

la “agresión” explícita de procesos de

modernización urbana o de especulación

urbanística. Grupos pertenecientes al

movimiento ciudadano y al movimiento

ecologista, así como colectivos

alternativos, reclaman la

preservación de entornos o parajes.

Un ejemplo, en este sentido, puede

hallarse en el movimiento que ha

venido defendiendo en los

últimos años la conservación de la

Huerta en el área metropolitana de

la ciudad de Valencia o del barrio del Cabañal frente a la piqueta municipal. Estos

movimientos, autodenominados Salvem, a diferencia del citado caso de Asti, congregan

una coalición de fuerzas diversas enfrentadas a políticas activas más que a los meros

efectos imprevistos del proceso de modernización, y utilizan los instrumentos de

defensa disponibles, como el recurso a la administración de justicia, la recogida de

firmas, las manifestaciones, para la defensa del bien en cuestión. Más que la dimensión

festiva, sobresale la reivindicativa; más que la celebración, la crítica. En ellos se hace

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especialmente patente que la determinación de qué es patrimonio, lejos de gozar de

consenso, es resultado de negociación y lucha. Estos movimientos disputan al Estado

paternalista la capacidad de definición de la realidad y reclaman para sí plena

legitimidad en la determinación de los bienes dignos de preservación.

En definitiva, el patrimonio cultural se encuentra en un proceso de expansión que es

indisociable de su peculiar manera de integrar comunidad, identidad y continuidad

histórica, en el marco de la hipermodernidad.

IIIª PARTE

LAS PARADOJAS DEL PATRIMONIO CULTURAL

Para concluir este texto, se señalarán algunas de las ambivalencias y paradojas que

encierra el patrimonio cultural y que se hacen especialmente patentes en el actual

proceso de patrimonialización de la cultura. No pretendo presentarlas de una forma

exhaustiva: la extensión de los objetos patrimonializables plantea el asunto de los

límites, de los residuos y de su relación con un concepto antropológico de cultura; la

fiebre de nostalgia y conservacionismo que subyace en las prácticas patrimonializadoras

suele ignorar en qué medida conservar es transformar y fetichizar, y puede generar

destrucción imprevista por exceso de los bienes objeto de reconocimiento; la ampliación

de los sujetos hace patente la fragilidad del patrimonio. Cuatro paradojas me parecen

especialmente relevantes: ontológica (sobre la extensión del patrimonio), metodológica

(sobre el proceso de reconocimiento), pragmática (sobre los usos y sujetos) y ecológica

(sobre su sostenibilidad).

1) Paradoja ontológica: Patrimonio cultural y cultura

La expansión del patrimonio que lleva a identificarlo con la dimensión inmaterial de la

cultura, se quiera o no, tiende implícitamente a convertirlo en coextensivo con cultura.

Y este desdibujamiento de los límites tiene lugar en una triple dirección: a) en la

variedad de bienes dignos de ser tratados como patrimonio; b) en la temporalidad de los

mismos; c) en su instrumentalidad. En el primer sentido, si cultura es un modo de vida,

el patrimonio se identifica con las reglas o principios normativos articuladores del

mismo (intangibilidad); en el segundo sentido, se desdibuja la frontera entre pasado y

presente, pues, dada la celeridad con que se incrementa la obsolescencia de los objetos

insertos en la producción tecnológico-científica, se tiende a conservar y crear museos de

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los objetos utilizados “anteayer” (máquinas de coser, lavadoras, máquinas registradoras

o sencillamente ordenadores); en tercer lugar, se incorporan al repertorio del patrimonio

los instrumentos más triviales y ordinarios, con lo que desaparece la distinción entre

excepcionalidad y cotidianeidad, creatividad e instrumentalidad. Pero el resultado de

este desdibujamiento de los límites conduce a la

paradoja señalada por P. Nora al afirmar que “Francia

sería el museo de Francia”7. El vampirismo

patrimonializador fosilizaría la cultura, al secuestrar

los objetos de la corriente histórica y de su

dinamismo, dependiente en gran medida de la

creatividad, la innovación y la transgresión. Sin

embargo, no es posible fosilizar una totalidad

cultural, sino pautas y objetos de la misma. El

patrimonio, por más amplio que sea, siempre hará

referencia a bienes discretos, delimitados, y al elegir

y destacar unos, se declara implícitamente otros como

residuos carentes de valor8. Por otra parte, una cultura

nunca es una realidad plenamente integrada,

consistente y coherente y tampoco está claro en qué podría consistir su “núcleo duro”

más allá de los estereotipos de identidad auto- y/o hetero- definidos. Pero, además, la

extensión continua del área de objetos dignos de reconocimiento patrimonial conlleva

también su devaluación y banalización.

2) Paradoja metodológica: Conservar es transformar y puede que destruir

Toda conservación supone modificar las finalidades originarias de lo que se conserva y

desplazarlo desde un campo de significación a otro. No se trata tanto de un vaciamiento

de contexto, cuanto de un trasplante a otro que mantiene su vigencia, pero modifica sus

funciones y significado. Las artesanías y los tesoros vivientes mantenidos mediante

subvención no producen bienes instrumentales para mercados locales sino bienes

7 Algo así como la confusión entre el mapa y la realidad, asunto tratado por Borges en Narraciones: en él habla Borges de un imperio en el que el arte de la cartografía alcanzó tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Sin embargo, el servicio de cartografía, en la búsqueda de la máxima perfección levantó un mapa del imperio que tenía justamente el tamaño del imperio “y coincidía punto por punto con él”. 8 Sobre los residuos de la modernidad, véase Bauman, 2005.

Vigo, 2004

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simbólicos, que se han de someter a criterios de autenticidad, para el mercado del

consumo cultural. Así lo rural para consumo de gentes de la ciudad, de alguna manera,

es urbanizado; los rituales, espectacularizados; la gastronomía, sometida a procesos de

denominación de origen; la artesanía, certificada. Por tanto, conservar bienes, prácticas

y objetos, supone estandarizarlos y recodificarlos con criterios homogéneos,

burocráticos y técnicos. No es casual

que la mayoría de ellos acaben en

museos, vitrinas, estantes o paredes,

o en festivales y museos vivientes, y

se transformen en objetos para ser

“mirados”.

Esta transformación es todavía

más patente cuando se trata de

bienes intangibles, como por

ejemplo, las lenguas o la memoria

oral. Su preservación supone digitalizarlos y trasladarlos a un nuevo soporte y, por

tanto, en cierto sentido materializarlos. Descripciones, gramáticas, léxicos, narraciones,

fiestas, historias de vida, se graban, filman y registran, “antes de que se extingan”, y se

ponen en la red para consumo de un público completamente nuevo, entre el cual se

encuentran de forma destacada los investigadores.

En segundo lugar, conservar supone fetichizar lo conservado. Entre la mirada del

historiador y la mirada del conservador existen diferencias significativas, como ha

señalado Lowenthal, aunque también se den ciertas coincidencias. Patrimonio e historia

son dos rutas diferentes hacia el pasado, que se diferencian en objetivos y en modos de

persuasión. La historia como ciencia social consiste en una investigación abierta a

escrutinio, crítica y fundada sobre los hechos probados del pasado. El patrimonio aspira

a domesticarlo. “El patrimonio diverge de la historia no en ser sesgado, sino en la

actitud que mantiene hacia los sesgos... Ninguna de las dos (miradas) está libre de

valores. Pero mientras el historiador trata de reducir el sesgo, el patrimonio lo sanciona

y certifica. El sesgo es un vicio que la historia trata de suprimir; para el patrimonio, el

sesgo es una virtud nutricia” (Lowenthal, 2003: 122). Autentificación histórica y

autenticidad identitaria han quedado separadas en la historiografía moderna. Y sin

embargo el patrimonio, que subordina la primera a la segunda, precisa de los

Evolución de la catedral de Concepción, Patrimonio de la Humanidad, Bolivia.

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conocimientos científicos que le proporciona el historiador para sustentar, en una

sociedad reflexiva, su legitimidad.

3) Paradoja pragmática: Pluralidad de sujetos, patrimonios controvertidos.

La complejidad de las sociedades modernas pluraliza los sujetos del patrimonio. Por

tanto, proliferan los patrimonios. Y, sin embargo, al mismo tiempo se hace más patente

que nunca su carácter negociado, en última instancia político. Y, por ende, su fragilidad.

El ansia de bienes consagrados por el resplandor del patrimonio espolea a los

anticuarios, a los buscadores de tesoros, a los traficantes de bienes culturales, y también

las demandas de restitución o las

luchas por la incorporación al

panteón sagrado del museo. Podría

suceder que la propia expansión

favoreciera los conflictos, las

tensiones, debilitara los consensos

articulados por los Estados naciones

y, en suma, se tornase más efímero,

en un tiempo en el que predica su

supervivencia eviterna (para

siempre).

4) Paradoja ecológica: morir de amor

En cuarto lugar, conservar puede comportar la destrucción por exceso de pasión (morir

de amor). Ésta es la paradoja de la sostenibilidad del patrimonio, que sucumbe a manos

de aquellos que lo aman “a muerte”. Al identificar y catalogar algo como patrimonio

reclamamos sobre ello una atención, unas demandas que no existían. Los devotos, los

flujos de turistas ávidos de singularidades históricas y de bellezas arquitectónicas, de

conjuntos monumentales, de ciudades patrimoniales; ansiosos de inmersiones en

rituales arcaicos y esotéricos y en fiestas de comunidades rurales, desgastan los viejos

suelos, resquebrajan las antiguas piedras, erosionan los caminos prehistóricos, vacían

los yacimientos, colapsan y desvirtúan los rituales mediante la masificación. Como

sostiene Zahi Hawass, secretario del Consejo Superior de Antigüedades de Egipto, “la

maldición de los faraones somos nosotros” (El País, 10 abril de 2005); para los

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guerreros de Sián, enterrados durante 2000 años, ya no hay descanso: concebidos como

cortejo que acompaña al emperador en su tránsito a la otra vida, hoy circulan por los

museos y exposiciones del planeta, sometidos a la publicidad y voracidad visual de

nuestros contemporáneos. “Descubiertos”, ya no volverán nunca a ser lo que fueron. En

estas condiciones, sólo la separación y la sustitución por un simulacro (como en

Altamira), que controle y limite drásticamente los flujos, permitirá su supervivencia.

Como en tantas otras ocasiones, las mejores intenciones tienen efectos letales.

Tras este recorrido, podemos concluir que la lógica conservacionista que subyace en el

patrimonio cultural con su defensa del carácter público de los bienes, expresa la

sabiduría práctica de un tiempo plagado de incertidumbres y riesgos, de rumbo

ingobernado y tal vez ingobernable. Pero no es menos cierto que, de otro lado, el

patrimonio trata de suturar las rupturas entre pasado y presente imponiendo un único

marco interpretativo (la celebración de la identidad y su continuidad temporal). Sin

embargo, el pasado en su extraña e irreversible existencia no puede dejar de ser un

manantial irreductible de sobrecogimiento. Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la

Ilustración postularon que no era tan importante conservar el pasado cuanto realizar sus

esperanzas frustradas; el historiador E. P. Thompson proponía en Costumbres en común

la necesidad de abandonar toda nostalgia porque “jamás volveremos a la naturaleza

humana precapitalista”; pero, consideraba que un recordatorio de sus necesidades,

expectativas y códigos, podría “renovar nuestro sentido de la serie de posibilidades de

nuestra naturaleza”. Y Antonin Artaud sostenía que “no es tan importante defender una

cultura cuya existencia jamás ha evitado que un hombre sintiera hambre, como obtener

de la así llamada cultura ideas con una fuerza idéntica a la del hambre”.

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Verdaderamente hay muchos pasados; al menos, tantos como presentes. Qué patrimonio

restauramos, no es una cuestión políticamente neutra. Propongo que restauremos aquel

que reúna una doble condición: mejorar las condiciones de vida de las personas más

frágiles en el tiempo presente, levantar su dignidad y reforzar su calidad de vida; y por

otra parte, un patrimonio que permita mirar el pasado sin cultivar la complacencia y la

satisfacción, invitando al asombro, al sobrecogimiento, provocando inquietud y

conmoción. Ese, según creo, es un patrimonio no de poseedores y sedentarios, sino de

desposeídos y nómadas.

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