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Prof. Juan E. Marcano Medina 1 CISO 3121 La Palabra y la Cultura: el Lenguaje como Acuerdo y como Fundamento de la Comunidad Humana Juan Enrique Marcano Medina Toda la tierra está al alcance del sabio, ya que la patria de un alma elevada es el universo. Demócrito “Llamamos cultivada a una fruta que el jardinero ha conseguido cultivar a partir del fruto...de un árbol; también se dice que el árbol salvaje ha sido cultivado para convertirlo en frutal.” Georg Simmel Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas, hizo sonar la música olvidada como una nota de la lira inmensa, y la ola humilde a nuestros labios vino de unas pocas palabras verdaderas. Antonio Machado “Las palabras se las lleva el viento”, sentencia un famoso refrán del folclor puertorriqueño. Este proverbio refleja una profunda sabiduría popular respecto al lenguaje y sus efectos. Empero, es igualmente cierto que muy a pesar de la sabiduría que encarna el mismo, a su vez el dicho oculta, o más bien, sepulta casi por completo ciertas grandes verdades con respecto a la naturaleza de las palabras. La naturaleza de la palabra, de por sí, se encuentra ya, originalmente, fuera de nuestra campo visual o auditivo. El carácter del lenguaje (o de las palabras) no es algo que podamos percibir plenamente con echar tan solo una ojeada. De modo que si tomáramos el mensaje del refrán por bueno, sin detenernos a auscultarlo estaríamos perdiendo de vista las verdades o los secretos que se esconden tras palabras. Ya que las palabras, a pesar de lo que digan, ocultan muchas veces su propio poder o poderío. Bajo la superficie de la idea que pretende trasmitir el refrán con que abrimos éste ensayo, se esconde el hecho más fundamental sobre la naturaleza del lenguaje. Ello es la fuerza y el peso que las palabras poseen. Quizás sin querer, o sin querer queriendo, el proverbio desdeña el poder que realmente las palabras tienen en el mundo humano. Las palabras ostentan un inmenso poderío como instrumento socio-cultural que el refrán simplemente deja textualmente en el aire sin reconocer. Podemos mirar las palabras como artefactos creados por el ser humano cuya importancia y peso cultural no tiene quizás comparación con ninguna otra cosa inventada por la humanidad. El lenguaje ha sido el más significativo y trascendental de los instrumentos culturales utilizados en la construcción de la sociedad y de las relaciones humanas. Decir entonces que las palabras se las lleva el viento es una especie de tontería exagerada. Porque el peso socio-cultural de éstas es tal que sería enormemente difícil que el viento lograra levantarlas y llevárselas a otro lado. La realidad es que palabras se quedan, están aquí, entre nosotros y con nosotros, para nosotros y por nosotros y el viento no las puede levantar y desaparecerlas. Y si éstas desaparecieran o si ellas fuesen alejadas de nuestro lado por el viento u otra fuerza, ello fuera, de hecho, devastador para la humanidad. Pero, ¿por qué tiene la palabra tanta importancia para la vida del ser humano? ¿Dónde o sobre qué radica el poderío social del lenguaje? El poder socio-cultural del lenguaje Los seres humanos construimos nuestro mundo, el interior y exterior, con y a través de las palabras. La palabra se nos presenta

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Prof. Juan E. Marcano Medina 1 CISO 3121

La Palabra y la Cultura: el Lenguaje como Acuerdo y

como Fundamento de la Comunidad Humana

Juan Enrique Marcano Medina

Toda la tierra está al alcance del sabio, ya que la patria de un alma elevada es el universo.Demócrito

“Llamamos cultivada a una fruta que el jardinero ha conseguido cultivar a partir del fruto...de un árbol; también se dice que el árbol salvaje ha sido cultivado para convertirlo en frutal.” Georg Simmel

Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas, hizo sonar la música olvidadacomo una nota de la lira inmensa, y la ola humilde a nuestros labios vinode unas pocas palabras verdaderas. Antonio Machado

“Las palabras se las lleva el viento”, sentencia un famoso refrán del folclor puertorriqueño. Este proverbio refleja una profunda sabiduría popular respecto al lenguaje y sus efectos. Empero, es igualmente cierto que muy a pesar de la sabiduría que encarna el mismo, a su vez el dicho oculta, o más bien, sepulta casi por completo ciertas grandes verdades con respecto a la naturaleza de las palabras. La naturaleza de la palabra, de por sí, se encuentra ya, originalmente, fuera de nuestra campo visual o auditivo. El carácter del lenguaje (o de las palabras) no es algo que podamos

percibir plenamente con echar tan solo una ojeada.

De modo que si tomáramos el mensaje del refrán por bueno, sin detenernos a auscultarlo estaríamos perdiendo de vista las verdades o los secretos que se esconden tras palabras. Ya que las palabras, a pesar de lo que digan, ocultan muchas veces su propio poder o poderío.

Bajo la superficie de la idea que pretende trasmitir el refrán con que abrimos éste ensayo, se esconde el hecho más fundamental sobre la naturaleza del lenguaje. Ello es la fuerza y el peso que las palabras poseen. Quizás sin querer, o sin querer queriendo, el proverbio desdeña el poder que realmente las palabras tienen en el mundo humano. Las palabras ostentan un inmenso poderío como instrumento socio-cultural que el refrán simplemente deja textualmente en el aire sin reconocer.

Podemos mirar las palabras como artefactos creados por el ser humano cuya importancia y peso cultural no tiene quizás comparación con ninguna otra cosa inventada por la humanidad. El lenguaje ha sido el más significativo y trascendental de los instrumentos culturales utilizados en la construcción de la sociedad y de las relaciones humanas. Decir entonces que las palabras se las lleva el viento es una especie de tontería exagerada. Porque el peso socio-cultural de éstas es tal que sería enormemente difícil que el viento lograra levantarlas y llevárselas a otro lado.

La realidad es que palabras se quedan, están aquí, entre nosotros y con nosotros, para nosotros y por nosotros y el viento no las puede levantar y

desaparecerlas. Y si éstas desaparecieran o si ellas fuesen alejadas de nuestro lado por el viento u otra fuerza, ello fuera, de hecho, devastador para la humanidad. Pero, ¿por qué tiene la palabra tanta importancia para la vida del ser humano? ¿Dónde o sobre qué radica el poderío social del lenguaje? El poder socio-cultural del lenguaje

Los seres humanos construimos nuestro mundo, el interior y exterior, con y a través de las palabras. La palabra se nos presenta como un instrumento mágico cuyo poder y alcances socio-culturales se hace patente en muchos contextos de la historia humana a través de mundo. Por ejemplo, este poder al que nos es testimoniado por los judíos, en el Génesis cuando describen a su Dios como un ser que utiliza “el verbo” (la palabra) para crear toda la vida y las cosas sobre la tierra. Recordemos que en el principio estaba la tierra desordenada y vacía y que Dios “dijo”:

Hágase la luz y fue la luz (...) y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas las llamó Noche (...) Luego dijo Dios: Haya expansión de las aguas y separe las aguas (...) y llamó Dios a la expansión Cielos (...) Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco (...) Y llamó Dios a lo seco Tierra y a la reunión de las aguas llamó Mares. 1

Queda claro que Dios creó el mundo, los cielos y las tierras al través “del verbo”, al través de “la palabra”. Pero no sólo eso, sino que, además, es por medio de la palabra que Él le dio nombre a las cosas. La idea que queremos trasmitir al aludir a estos pasajes del Génesis es el valor que los seres humanos le han adjudicado al verbo al establecer que sus dioses han hecho uso de

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la palabra para la creación del mundo y de las cosas.

El valor que le otorgamos al lenguaje y la razón por la cual los dioses de distintas cultural crean el mundo, la vida, ciudades y templos por medio de este instrumento, proviene del hecho fundamental de que el ser humano construye el mundo utilizando, precisamente, la palabra.

Valga repetir que construimos, edificamos, hacemos y nombramos el mundo en y al través de la palabra. Y ésta es una de las realidades que se pierde o se oculta cuando se dice que, “las palabras se las lleva el viento”.

Claro, ciertamente, muy a menudo deseamos que algunas palabras pronunciadas por este o por aquel ser humano fuesen arrastradas por el viento para no tener que escucharlas. ¿Será que existen palabras que en vez de construir destruyen, que en vez de edificar derrumban y nosotros, en la esperanza de crear un mundo mejor anhelamos que las palabras que dañan se disipen de nuestro entorno? Ojalá algunas palabras el viento se las llevara lejos. Porque hay palabras que no deberían permanecer entre nosotros.

Pero las palabras que perjudican, que lastiman que hieren y que destruyen nos dañan, precisamente, porque el viento no se las lleva cuando salen de la boca de quien las pronuncia. El problema con esas palabras lastimosas es que se quedan, se aferran a la mente, se instalan en la conciencia y se hacen inquilinos del alma de aquel hacia quien son dirigidas. Ojalá a esas palabras el viento las apartara de nuestro lado.

La realidad es que las que hieren el alma no continúan su camino, sino que

se quedan penetrándonos el pecho y agujereándonos el espíritu. Ojalá tuviésemos puesta una armadura para protegernos de las filosas palabras que algunas personas utilizan contra nosotros. Pero la realidad es que no siempre podemos ignorar al que con insistencia quiere dañarnos con sus palabras. No podemos tampoco cerrar nuestros oídos a todas las palabras, pues la mayoría de las veces las palabras de verdad, las buenas, tienen la función de darnos vida y de alimentar nuestro espíritu.

Asistimos, aquí a una paradoja oculta bajo la piel del lenguaje; Ello el hecho de que las malas palabras, las palabras destructivas, conviven junto a las buenas, a las palabras que edifican. Las buenas palabras, las palabras bondadosas, las amorosas, las que se crearon para labrar y cultivar el bien en el ser humano, no se dicen para que el viento las arrastre, sino para que se queden entre nosotros y nos asistan en la construcción de nuestra vida social y espiritual. Estas, no se hicieron para que el viento se las lleve, sino para edificar con ellas la morada del ser humano. Por lo tanto, lo paradójico de esta dimensión del lenguaje, es que, en efecto, la palabra puede ser utilizada tanto como instrumento de construcción, que como herramienta de destrucción.

Precisamente, la capacidad destructiva del lenguaje, es la razón por la cual la palabra como el medio comunicativo ha perdido hoy su valor original. Vivimos en una sociedad donde ya casi nadie cree en “la palabra” de los demás. El valor de la palabra se la imprime la persona que la pronuncia. La fe y la confianza en sus emisores se ha ido perdiendo poco a poco. Por eso,

puesto que no confiamos en los seres humanos tampoco nos fiamos de las palabras que éstos emiten. La moneda de cambio que más los seres humanos utilizamos en nuestro diario vivir es la palabra. Sucede, sin embargo, que muchas veces traficamos con palabras fraudulentas, que habiéndolas pasar como buenas y auténticas, resultan ser un fiasco. Disimulamos nuestro verdadero sentir con falsas promesas y engaños utilizando palabras.

Utilizamos palabras de solidaridad y de benevolencia, cuando en realidad no sentimos nada de eso en nuestros corazones. El resultado de ello es el abandono del verdadero propósito del lenguaje, que es unir y crear el mundo verdaderamente humano. Al utilizar la palabra para nuestro propio beneficio y provecho la desacreditamos y creamos un clima de descreimiento hacia ésta. He aquí, pues, el problema que pretende atender este ensayo: la cuestión de la superación del descreimiento hacia la palabra por la dimensión destructiva de ésta y el rol de la educación en la derrota de este problema.

Pero, ¿cómo podemos superar este dilema? ¿Cómo puede el ser humano vencer un obstáculo que está presente en la propia naturaleza del lenguaje? La respuesta a estas preguntas se encuentra, de hecho, paradójicamente, en la propia naturaleza de la palabra.

La palabra auténtica es aquella, que como dijimos, nos asiste en la construcción y prolongación de nuestra vida humana.

La Naturaleza de la palabra: el lenguaje como la sangre del mundo humano

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La esencia del lenguaje es la creación y no la destrucción. Como dice el poeta chileno, Pablo Neruda, en el poema titulado, “La Palabra”: Nació la palabra en la sangre (...)

¿En la sangre de quién nació las palabra? ¿En cuál sangre y por qué allí? En la sangre del ser humano, porque la sangre es el líquido que nos da vida. Si se nos va la sangre se nos va la vida; el lenguaje es la sangre de la humanidad. Neruda nos presenta metafóricamente la sangre como el nido donde el lenguaje humano cobró vida o vio la luz por vez primera. La sangre fue la primera morada de la palabra. Es decir, la palabra es aquello que nace en, y corre por dentro de las venas del ser humano.

Como sugerimos, también valdría decir que la sangre simboliza vida y energía. Como sabemos, ella es el líquido vital que energiza el cuerpo humano. Por medio de ella una entidad subsiste, se sostiene, se nutre y alimenta. La sangre, pues, es signo de sostenimiento, sustento, alimento, energía, fuerza, vitalidad y vida.

Nuestra reflexión a partir de las palabras de Neruda, nos conduce a concluir el lenguaje es el valioso líquido vital que sostiene la vida humana; es la sustancia que corre por el interior del alma, energizándola y manteniéndola animada.

Nos tropezamos aquí con un número indeterminado de nociones o ideas (imágenes) que yacen escondidas en el subsuelo de la multiplicidad de significados que la palabra sangre contiene. La variedad de propiedades que se le adjudican a la sangre y las ideas que ella evoca hacen forzoso

descifrar algunos de los mensajes que hasta aquí he tratado de comunicar con mi interpretación del verso de Neruda. Cabe advertir, no obstante, que esta exégesis o desciframiento intenta tan solo dar forma, al menos, a unas pocas de las ideas resultantes de nuestra reflexión sobre la relación metafórica entre los términos sangre, nido, morada, sustancia vital y vida en su infinita conexión con el concepto de la palabra.

Contemplando cuidadosamente y con algún cariño dichas palabras, podemos argumentar que si la sangre es, por una parte, el nido biótico en el cual la palabra humana vio la luz por vez primera y, que si por otra parte, la palabra del ser humano es, por asociación, sangre también; es igualmente posible proponer, que: la vida humana vio la luz en y al través de la palabra. Por idénticas razones podemos también argumentar, por tanto, que: la palabra o el lenguaje humano es la sangre o la sustancia vital que energiza la vida (o alma) humana; es decir, la palabra es el tónico que nutre la existencia de las mujeres y los hombres de este mundo.

Se nos revelará claramente que: la palabra es la casa o la morada del ser humano. El lenguaje es la habitación o el aposento que recibe, recoge, abraza y le brinda abrigo a la humanidad. Lo anterior se explica de la siguiente manera: si como dijimos, la palabra es nido y sangre a su vez para el ser humano, podemos, entonces, concluir que la palabra es la sobrecogedora y segura matriz donde el ser humano fue energizado y donde éste cobró vida por

primera vez. Ergo, mi impresión de la palabra como morada del ser humano.

Así pues, podemos argumentar que el ser humano fue soñado y ha recibido su forma por medio de la palabra. El ser humano, es un proyecto que los hombres y mujeres a través de todos los tiempos le han ido dando forma. Es decir, nosotros nos hemos imaginado como el ser humano debe ser, hacia qué debería éste dirigirse y qué valores describen al ser humano verdadero. Es por eso que podemos decir que éste nació de y en la palabra. La palabra ha sido pues el “nursery” que ha dado refugio y ha cuidado con cariño la idea de lo que el ser humano debe ser o en lo que debe este convertirse. La palabra es el útero que con celo materno ha velado por la evolución del ser humano hacia los espacios más altos del universo.

Además, ha sido a través de la palabra que los seres humanos hemos construido las interrelaciones sociales y las normas que han sido la base de nuestra cooperación. La ayuda mutua entre los humanos ha tenido como resultado la supervivencia de la especie a través los tiempos.

Partiendo de estas impresiones se dibuja en nuestra mente, precisamente, la imagen del lenguaje como soporte o sustento de la humanidad. La palabra es, como bien vimos, la sustancia que da vida a la existencia del hombre y la mujer y su morada además. Podríamos, además, añadir, como veremos a continuación, que el lenguaje es a su vez el elemento que mejor preserva tanto al ser humano como a la sociedad. Porque esta ha sido el vehículo de “humanización” más importante. ¿Acaso no ha sido palabra el instrumento más importante para la socialización de los miembros de las distintas comunidades humanas al través de la historia? ¿No son los hombres y mujeres

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de las distintas sociedades educados y trasformados en verdaderos seres humanos al través de este medio?

La palabra es, por lo tanto, la herramienta educativa por excelencia; ella es el instrumento por medio del cual un alma nueva y agreste es “cultivada” y transmutada en un alma provista de aquello que llamamos calor humano. Los hombres y las mujeres adquieren su alma o buen corazón por medio de la palabra. Es la palabra la que va educando al ser humano en todas aquellas cosas que van sensibilizando su alma. Por lo tanto, podemos afirmar que la palabra no solo da vida, sino que le da forma, y constantemente, constituye y reconstituye al ser humano y a la propia especie humana.

Pero si ello aplica para el ser humano, también aplica de igual manera a la colectividad humana; por eso podemos también sostener que la palabra es lo que da vida y edifica la comunidad humana, a la sociedad e inclusive a la propia humanidad. Es decir, la humanidad misma habita al interior de la palabra. La palabra es la morada o el hogar de la humanidad toda.

Pero; ¿de qué manera o forma la palabra da vida y sostiene a la humana sociedad? ¿Cómo puede ser la palabra al mismo tiempo la sangre y la morada del ser humano? ¿Cómo es que la palabra alimenta al ser humano? ¿En qué medida es ella el hogar donde además habita la humanidad entera? Veamos pues, a continuación, la importancia del lenguaje humano en la formación del ser humano.

El lenguaje como el súper hogar humano

Según Aristóteles, la facultad que identifica y caracteriza al ser humano es el “lenguaje” o el “discurso”. Los griegos llamaban logos a lo que nosotros hoy llamamos “lengua”, “comunicación verbal” o “lenguaje”. Sabemos que el instrumento del cual el ser humano se sirve para lograr “comunicarse es su “voz”. La voz humana emite sonidos muy particulares, a los que le hemos dado el nombre de “palabras”. Sólo el ser humano tiene la palabra. Los demás animales, aunque emiten sonidos, carecen de la facultad del lenguaje y como consecuencia se ven imposibilitados de construir un mundo de ideas, conceptos, nociones e imágenes como lo hace el ser humano.

Mediante el uso de palabras el ser humano le da sentido a su vida. Ideas como la felicidad, la amistad, la libertad, la promesa, nacen de y por medio de la facultad humana a la cual llamamos lenguaje. El lenguaje es, por lo tanto, la plataforma sobre la cual se crea y se desarrolla el mundo humano. En y a través de la palabra el ser humano construye su escenario cultural o el ambiente estético, ético, moral, religioso y social donde vive y convive con los demás. No hay sociedad sin cultura y no hay cultura sin lenguaje. Por lo tanto, tampoco hubiese mundo sino fuese por medio de la palabra.

Pero cuidado, querido lector, el mundo al cual nos referimos aquí no es idéntico a esa “bola azul” o globo que gira alrededor del sol y que llamamos, “planeta tierra”. Ustedes y yo, ahora mismo, estamos parados sobre esa tierra, sobre la bola azul y vivimos sobre él como viven otros tanto miles de

especies de seres vivos; miembros de la flora y la fauna terrícola. De la tierra nos alimentamos y nos nutrimos como viven y se nutren todos los demás organismos. Sobre ella vivimos nuestra vida telúrica o nuestra “vida biológica”. Nuestra vida biológica es un tipo de existencia que tenemos en común con los miembros más diversos de los organismos vivos del planeta.

Pero cuando decimos “mundo humano” no nos referimos a ese mundo habitado por los seres vivos, incluidos nosotros. ¡NO! El mundo al cual me refiero es al “mundo cultural humano”; un mundo creado por, y dentro del cual vive, el ser humano. A ese “universo o cosmos cultural” es al cual llamamos, “mundo humano”. Mundo al cual también se le ha llamado “mundo espiritual”. Todos estos términos se refieren a ese escenario o atmósfera que ha sido construida intelectualmente por la humanidad. Dicho mundo cultural es un espacio “cultivado” por nosotros. La cultura es precisamente algo que los seres humanos cultivamos. Nosotros producimos la cultura y ese llamado universo humano es parte de esa cultura. Pero cuando hablamos de nosotros no me refiero solamente o exclusivamente a usted y a mí, sino a la especie humana o la llamada, “humanidad”.

El mundo humano es, por lo tanto, producto del trabajo, de la reflexión y de la praxis histórica de la especie humana. El ser humano crea construye y levanta su mundo de la misma forma que se erige una casa. Paso a paso, columna por columna pone techo y levanta paredes en las cuales se aloja, se alberga y se cobija. El lenguaje es la herramienta con la cual el humano se hace su habitación, su

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habitación humana, su gran casa. El mundo humano se convierte así en la gran casa u hogar de la humanidad o, en el súper hogar humano que le hospeda y le resguarda. La cultura humana es simplemente otro nombre para referirnos a dicha casa que ampara a los humanos.

La cultura: lo que es y lo que hace el ser humano al través de la palabra

La “antropología” es una disciplina de las ciencias sociales cuyo objeto de estudio es “todo aquello que es y que hace el ser humano”. Pero, ¿qué es lo que propiamente el ser humano hace?

Tal como establecimos anteriormente, el ser humano hace o crea el “mundo humano” y este mundo es aquel a cual nos referimos también como “mundo cultural”. La cultura, o mundo espiritual, no es otra cosa que el mundo de los valores, usos, costumbres y tradiciones humanas.

La antropología, por consiguiente, estudia, la cultura humana; la cultura material y la cultura espiritual. Y este último tipo de cultura es, precisamente, creada en y a través de la palabra. De allí, que podamos decir no solo que el mundo humano es cultura, sino que, el ser humano es cultura, también. Por supuesto, sí el ser humano es cultura, y la cultura humana es creada en y a través de la palabra, muy bien podríamos también argumentar, que el ser humano es palabra.

Es por esta razón que el antropólogo interesado en conocer qué exactamente es el ser humano le presta particular atención al lenguaje. A dicha

especialidad dentro de la antropología se le llama “antropología lingüística”.

El lenguaje, como dijimos, es una de las cualidades que distinguen al ser humano. Pero el ser humano, no es solamente palabra. Simplemente el ser humano se caracteriza por poseer la facultad del lenguaje y la capacidad de construir su propio mundo con dicho instrumento. Por supuesto, el lenguaje presupone el intelecto o la inteligencia en el hombre, lo cual es otro de los elementos característicos del ser humano. Todo aquello que se expresa a través del habla proviene ultimadamente de la razón o del pensamiento humano. De aquí que al ser humano también se le llame, animal racional. Pero, tal como lo confirma el pensador, Georg Gadamer, “el logos no es razón, sino discurso”.2 La razón es la facultad que posibilita el lenguaje humano pero no es lenguaje propiamente hablando. Éste es sólo el medio que contiene, procesa y produce el lenguaje. De la misma manera que la voz humana tampoco es la palabra sino el instrumento que la emite. Así lo sostiene también, Paulo Freire al afirmar que: el lenguaje (...) no existe sin un pensar.

Las palabras son ultimadamente como un puente entre nuestro pensamiento y nuestra voz que nos permite a su vez crear una plataforma que hace posible la “comunicación” entre nosotros los hombres y mujeres de este mundo. Es preciso señalar, sin embargo, que ni el pensamiento ni el discurso ni mucho menos la comunicación son posibles sin que exista esa “plataforma” que posibilita que nuestro discurso sea comprendido por otra persona.2 Gadamer, G. La Cultura y la Palabra

Por lo tanto, dicha plataforma es lo que posibilita la comunicación. Precisamente así mismo lo sostiene Freire al señalarnos que; el lenguaje y el pensamiento [...tampoco existen...] sin una estructura a la cual se encuentren referidos. Esa estructura o plataforma a la cual el lenguaje y el pensamiento precisan referirse a, o vincularse con, para lograr tener ambos, sentido, es lo que de ordinario llamamos, “cultura”. Así pues, la plataforma cultural es lo que le da sentido a la razón y al lenguaje humano. Sin la cultura que le brinda sentido a las palabras que expresamos a través de nuestra voz, ni el discurso ni la comunicación ni la construcción de imágenes y de conceptos por medio de las palabras serían posibles.

El discurso es, precisamente, la palabra que se dice a la Otra Persona; o las palabras que los seres humanos se dicen entre ellos. Gadamer, en su famoso trabajo, La Cultura y la Palabra, señala que, el discurso es una disposición de las palabras para la unidad de un sentido. Al hablar o discursar lo que hacemos es reunir, ordenar y coordinar varias palabras para así expresar nuestro pensamiento.

Evidentemente, las palabras están destinadas o mejor dicho obligas a tener sentido para nosotros porque de lo contrario no fuese posible entendernos. Al hablar nos entendemos mutuamente porque tanto tú como yo conocemos, más o menos bien, lo que nuestras palabras significan. Todo mundo que tenga la capacidad de entenderse a través del habla o la conversación logra dicho entendimiento a través de la comprensión de los distintos significados que ellos comparten mutuamente a nivel cultural.

Claro, lo contrario es igualmente cierto si desconocemos parcial o totalmente los

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significados no podríamos entendernos. Tampoco es posible este entendimiento si permanecemos cerramos a la diversidad de significados, sentidos y acepciones que forman parte de la cultura humana y que un hombreo mujer en específico le adjudica a las palabras.

La palabra como acuerdo: comunidad y ethos como producto del lenguaje

Comúnmente decimos que “hablando la gente se entiende”. Pero ello es posible solamente porque la gente comparte una serie de criterios, códigos e ideas que les permiten descifrar las cosas que ellos se dicen entre sí. En efecto, lo que la gente requiere para poder entenderse entre y poder tener una plática diáfana es tener un mundo de ideas, de pensamientos, de imágenes y de significados en común. Una cultura común posibilita que los seres humanos se entiendan mutuamente. Con una común cultura la comunicación entre las personas debe fluir con facilidad.

De hecho, lo que usualmente llamamos “conversación”, no es otra cosa que un intercambio de palabras entre seres humanos que participan de un mundo lingüístico preñado de significados que los interlocutores conocen. En otras palabras, los seres humanos comparten toda una serie de significaciones, nociones y conceptos que se revelan a través de sus palabras. Nuestra coparticipación en este mundo que contiene diferentes significados, que a su vez están contenidos en las palabras que emitimos, es lo que en última instancia nos permite

entendernos. Sin el co-entendimiento de los significados que andan flotando en nuestro mundo cultural, la “comunicación” entre nosotros seria imposible. Porque comunicación es precisamente un intercambio e interpretación de los significados que juntos y en cooperación nosotros mismos le hemos dado a las palabras que emitimos.

Nótese que el prefijo ‘inter” significa, en efecto, “entre” y que, por lo tanto, la palabra “intercambio” se debe entender entonces como un cambio, canje o negocio de palabras entre dos o más personas. De donde se sigue que hablar no es otra cosa que un negocio de discursos entre los seres humanos. Dicho negocio es el proceso de expresión y comprensión mutua de las palabras que nos decimos los seres humanos entre nosotros mismos. Para que ello sea posible precisamos compartir entre todos un mismo lenguaje. De aquí que requiramos tener un común acervo de imágenes, ideas y significados flotando en el aire o el medio social al que usualmente nos referimos como cultura.

No obstante, el negocio mutuo de nuestras palabras sería totalmente inútil si no fuera porque de antemano hemos también negociado de alguna forma o manera (al menos, algunos de) los significados que nuestras palabras han de tener para nosotros. Nosotros nos entendemos porque existe un entendimiento mutuo y común a todos sobre los significados que nuestras palabras han de tener. La palabra es, por lo tanto, una especie de acuerdo que nace, por así decirlo, de una especie de negociación entre los seres humanos.

Nadie explica esto mejor que el pensador y lingüista, De’Saussure, en el siguiente pasaje:

La palabra es un producto social de la facultad del lenguaje humano [logos/ discurso/ speech] y una colección de acuerdos. Acuerdos o convenciones que el cuerpo social [o la sociedad] requiere para que los individuos [miembros del cuerpo social] puedan ejercer la facultad del lenguaje (...) La suma de las imágenes verbales almacenadas en todos los individuos [miembros de la sociedad...] es un tesoro depositado por la practica de los miembros de una comunidad en específico [dicho tesoro...] es un sistema gramatical [y una lengua o discurso] que existe en todo cerebro [humano...] pero que no está completa en ninguno de los individuos [...Porque el lenguaje] existe solo en perfección colectivamente.

Salta a la vista que para De Saussure, el lenguaje es producto de una convención o acuerdo entre los seres humanos respecto a los significados que se le van a brindar a las palabras. Por cuanto, la comunicación entre nosotros esta basada y sostenida sobre una serie de convenios sobre lo que van a significar y cómo se han de interpretar las palabras.

No por casualidad se dice que los miembros de un grupo de seres humanos que “comparten” una “cultura” entre sí “componen” a su vez una “comunidad”. Son “comunidad” porque poseen una serie de cosas en común, especialmente, las imágenes verbales que constituyen en conjunto la palabra o el lenguaje de dicha sociedad o pueblo. Comunicarnos se trata, para nosotros, entonces, como subraya Gadamer, de compartir y/o participar de algo mutuamente. Comunicar es, por tanto, compartir y compartir es una especie de colaboración. Y toda colaboración es por

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definición una forma de cooperación mutua. Como donde quiera que se coopera hay una participación de más de dos seres en algo, ese algo, evidentemente, deja de ser un algo exclusivo de alguien (o un algo que se usa en solitario) para convertirse en algo que pertenece a todos los que de ello participan.

A aquello que es exclusivo usualmente le llamamos “lo particular” o “privado”. Lo que es propiedad de alguien o de una sola persona es por definición algo cerrado y aparte. Y lo que es aparte, por naturaleza, es excluyente. Y lo excluyente y/o exclusivo, de igual forma, se nos presenta como algo aislado, bloqueado, incomunicado.

Pero la esencia del lenguaje, evidentemente, no es el aislamiento un mucho menos la incomunicación. Ello sería ridículo. La esencia de la palabra es, en efecto, la comunicación y para que algo se comunique o sea comunicable no puede ser exclusivo de uno solo o de alguien, ni puede ser tampoco algo cerrado ni aislado, sino todo lo contrario.

El lenguaje, es, por lo tanto, algo abierto a todos. La grandeza, amplitud y apertura del lenguaje consiste en que es algo que se comparte. Aquello que compartimos se vuelve así algo más abarcador, en algo globalizante, algo que abraza a muchas personas. A través del compartir construimos la comunidad humana. La comunidad es aquello que compartimos. Igualmente, todo aquello que compartimos nos hace comunidad. La palabra termina por establecer así la comunidad humana.

Es decir, ella establece la sociedad entre los seres humanos posibilitando así

la construcción de una comunidad de hombres y mujeres, fundamentada en los compromisos y promesas que ellos y ellas realizan y que comparten entre sí. Por eso afirma Gadamer que: la palabra es [el medio justo...] que pertenece al mundo común, y el mundo de los fines también se define como lo perteneciente a lo común [y...] todo ello se define como lo válido y útil común... Indiscutiblemente, es por medio de la palabra que construimos una comunidad de ideas y de nociones que establecen aquello que nos conviene y de aquello que es perjudicial a todos. De allí que sea posible hablar del bien común y/o del bien y de los fines colectivos. De manera similar construimos una comunidad de pensamientos y conceptos sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Por medio de la palabra construimos un mundo ético, o lo que es igual, un Ethos.

Ethos y cultura cobran, aquí, un sentido de identidad pues la comunidad (es decir, todo aquello que compartimos o que tenemos en común) es principalmente la cultura ética o Ethos. Ese mundo ético es la comunidad de criterios, normas, reglas y leyes que validamos y a los cuales nos habituamos y que convertimos así en nuestros “usos y costumbres”. Cultura es precisamente los usos y las costumbres que tenemos y compartimos mutuamente. La comunidad humana no es otra cosa que, los usos y costumbres que tenemos los miembros de una sociedad en común. Es eso que tienen en común lo que establece la solidaridad entre sus miembros. Así pues, la comunidad es el Ethos o el ambiente moral y estético que los hombres y mujeres de este mundo construimos a

través del lenguaje. Aristóteles establece lo anterior perfectamente bien en su famoso trabajo, La Política, al señalar que:

El lenguaje revela lo que siempre está en nosotros y lo que nos rehuye y así también revela lo justo y lo injusto. Pues esto es lo específico del hombre frente a otros seres vivos, que solo él tiene sentido de lo bueno y lo malo, de lo justo y de lo injusto y de cosas de esta índole, y es [por lo tanto la] comunidad [y la solidaridad en] estas cosas lo que constituye la esencia de la casa y de la ciudad.

La impresión de Aristóteles se ajusta perfectamente a lo que hemos venido estableciendo respecto al lenguaje a lo largo de este ensayo. La palabra es lo que revela, manifiesta y hace pública aquello que nos resulta beneficioso, aquello que nos conviene o aquello que nos disgusta y que nos perjudica, no solo como individuos, sino también, como colectividad. Por lo tanto, el lenguaje humano es aquello que establece la comunidad de intereses entre los seres humanos. La palabra establece aquello que ha de ser considerado como el “bien colectivo” o el “bien de todos”. Por lo tanto, el lenguaje funda lo “común a todos”, o lo que es lo mismo, el “bien común”.

La palabra instaura y constituye la comunidad de bienes entre los seres humanos porque ella es el medio que utilizamos a la hora de ponernos en acuerdo respecto a lo que consideramos, por ejemplo, justo o injusto. Por eso dice Aristóteles, que tener en común dichos acuerdos sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto es, en última instancia, la esencia de la casa (de nuestra morada) y la esencia de la ciudad (de la sociedad organizada políticamente). Es decir, para Aristóteles, el lenguaje es en principio el fundamento esencial o básico de la reunión y/o unión familiar y también de la unión

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entre los ciudadanos o miembros de un Estado. Los convenios y compromisos hechos entre nosotros respecto a las normas, reglas y leyes que han de darle cohesión y solidez a nuestro hogar y a nuestra unión social, están construidos sobre nuestra palabra. Por eso, a mayor solidaridad entre nosotros con respecto a dichos acuerdos mayor la solidez de nuestra unión social. Y dicha solidaridad, como ya dijimos se construye en y a través de la palabra; pues la palabra es, como sugieren Gadamer y De’Sassure, el primer acuerdo o el convenio original entre los seres humanos; acuerdo sobre el cual se instituye la plataforma cultural que todos hemos de compartir.

La palabra, la solidaridad y la amistad

De la anterior sección podemos concluir, pues que “compartir” supone un tipo de solidaridad que nace de la convivencia entre los seres humanos y del proceso de compartir el conjunto de criterios, hábitos, rituales, idioma y bienes que tenemos en común. La solidaridad entre los miembros de una comunidad nace, pues, del diario compartir entre éstos. Por lo tanto, la solidaridad es una especie de amistad entre los miembros de una sociedad.

Con mucha razón Aristóteles no se cansa de enfatizar, en sus trabajos morales y políticos, la importancia de la amistad o la fraternidad como el vínculo que solidariza a los humanos entre sí respecto a los acuerdos, a los intereses y fines que han de tener la familia y los conciudadanos en común. No por

casualidad reafirma Aristóteles que los amigos son aquellos que comparten un mismo lenguaje. Entonces, amigos son aquellos que comparten o que tienen en común una cultura de significados similares para las mismas palabras. Amigos son aquellos que participan de una misma idea de lo que es “el bien” común.

Por lo tanto, amigos son aquellos hombres y mujeres están en común acuerdo sobre los fines e intereses de ellos como individuos y como colectividad. Amigos son aquellos que comparten un mismo Ethos, que aman unos mismos principios morales y un mismo sentido de justicia, de bondad, de generosidad y que poseen en común un igual sentido de lo que la amistad significa.

Existe siempre una muy fuerte solidaridad entre los verdaderos amigos, porque ellos aman, buscan y promueven la verdadera amistad. Porque entre los verdaderos amigos existe, de hecho, una común idea de lo que significa ser realmente solidarios. Esta idea de la verdadera y efectiva solidaridad en la amistad se traslada a la práctica de la solidaridad ciudadana o entre conciudadanos, al igual que se traduce en verdadero amor hacia los bienes comunes y hacia la comunidad.

La amistad se convierte pues en un agente aglutinante porque une a los seres humanos y los hace solidarios entre sí y hacia la comunidad misma. La amistad es compromiso; ésta es una especie de promesa. Es una promesa que une a los amigos porque los compromete mutuamente con muchas cosas. Los compromete a seguir

unos mismos criterios unas mismas normas y poseer unos mismos fines. La fraternidad establece, así, una especie de concordia y armonía entre los amigos. Solidaridad y amistad van entonces tomadas de la mano y ambas poseen una raíz común; ésta es el lenguaje. El lenguaje o la palabra es el lazo que las une a ambas. Por eso, se es amigo de otro en la medida en que te has comprometido con esa Otra Persona y le has dado tu palabra de que serás su amigo verdaderamente. He aquí, entonces, el carácter de “promesa” que posee la amistad.

Porque cuando yo te llamo, “AMIGO”, estoy inmediatamente implicando un montón de cosas. Cuando yo te llamo a ti “mi amigo”, o te digo que eres “mi pana”, te estoy también diciendo que tengo un afecto especial hacia tu persona, que puedes contar conmigo siempre, que estaré para ti para lo que me necesites, que seré solidario contigo y con tus sentimientos, que soy tu compañero en todo, que estoy dispuesto a colaborar en lo que sea contigo, en una palabra, que soy tu incondicional, entre otras cosas. Decir “amigo” pues, es comprometerme con todo lo que la palabra amigo significa para nosotros como miembros de una misma sociedad y que compartimos una misma cultura. Y la palabra es siempre el medio a través del cual nos comprometemos o que nos prometemos algo mutuamente. Por eso, eres capaz de ser solidario con tu amigo en la misma medida en que le has prometido verdaderamente tu amistad y realmente te sientes comprometido con él o ella. Por eso decir que soy tu amigo ya me compromete, porque la palabra misma es una promesa implícita de que seré solidario y generosos contigo. Prometer amistad es también comprometerte contigo mismo, pues

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ultimadamente has empeñado tu palabra y tu palabra te compromete moralmente con la persona y con tu propia persona. Y en la medida en que te has comprometido verdaderamente (a nivel moral) con tu amigo, es que eres capaz de responder a su llamado cuando él así lo necesite, en las buenas o en las malas.

De aquí que podamos afirmar, como lo hiciéramos anteriormente, que la amistad es también, en esencia, una “promesa”. Y que, por razones similares, podamos a su vez afirmar que la amistad es palabra; o simplemente que, la “palabra es fraternidad”. E incuestionablemente, por idénticas razones, cuando damos nuestra palabra a alguien también damos y exigimos a su vez amistad, o sea, solidaridad, para con nosotros. Siempre que exigimos que aquellos quienes empeñan su palabra sean solidarios, lo que estamos exigiendo a fin de cuentas es que sean responsables o que sean capaces de “responder” por la palabra que dieron.

Solidaridad y responsabilidad asumen aquí un significado común en el contexto de las promesas que nos hacemos mutuamente los seres humanos en nuestras relaciones cotidianas. Si multiplicamos, entonces, este proceso de compromisos mutuos por cada uno de los miembros de una sociedad, resulta que el lenguaje--al ser éste la plataforma de la cultura y el medio a través del cual los hombres y mujeres se comprometen--es solidaridad social y amistad entre todos los miembros de la sociedad. Por eso podemos decir también que en principio, la “palabra es solidaridad”. Porque

para que la palabra sirva como medio primero tiene que haber solidaridad entre nosotros respecto a su uso y en relación con los significados que con nuestras palabras queremos significar.

Cuando nos sentimos comprometidos es porque conocemos intelectual y moralmente lo que “comprometerse” significa. Si no conociéramos y entendiéramos a cabalidad lo que la palabra “promesa”, “el concepto de amistad”, o “el compromiso moral” significan, ¿cómo podríamos entender lo que estar comprometidos, ser amigos o dar nuestra palabra quieren decir? Evidentemente, no todo el mundo conoce bien lo que estas cosas significan. Y es aquí donde entra en juego la educación y muy especialmente la educación a nivel superior o, universitaria. Pues la educación posibilita que el ser humano conozca a cabalidad lo que un acuerdo entre los miembros de una sociedad significa, lo que la amistad comprende y lo que la verdadera solidaridad entre los seres humanos requiere.

La palabra y la educación: el lenguaje como diálogo y como política

Ser educado significa, para algunos, ser una persona “cultivada”. La cultura es, pues, “cultivo”. Ahora bien, ¿en qué o cómo es que exactamente “cultivamos” a los seres humanos? ¿Para qué nos cultivamos? Entre muchas de las cosas en que los seres humanos nos cultivamos al través de la educación es en el entendimiento del por qué y del cómo de nuestros acuerdos y de la

necesidad que existe de mantener nuestras promesas o palabra.

Una de las primeras cosas que debemos comprender sobre los convenios que los seres humanos se hacen entre si, es que ellos no son acuerdos tácitos o reales que se hacen los miembros de una sociedad de frente y cara a cara los unos a los otros. ¡No! Lo que sucede más bien es que a través de la palabra estamos constantemente negociando y renegociando la propia palabra, o sea, armonizado, poniendo en concierto y reconcertado los sentidos, los significados y los signos que usamos para comprendernos mejor y mantenernos unidos al través de esta negociación. Es por eso que podemos también decir, junto a Paulo Freire, que “la palabra es diálogo”. Porque es al través del diálogo que nuestros acuerdos son enmendados, reformados y/o revalidados, como también, ratificados y fortalecidos.

Sin embargo, bien sabemos que los seres humanos no vivimos totalmente en armonía ni somos realmente solidarios los unos con los otros ni mucho menos somos los mejores amigos. Ciertamente no siempre mantenemos nuestra palabra ni mucho menos mantenemos siempre nuestros acuerdos. La evidencia de esto es abundante. Las matanzas locales y las guerras a nivel internacional atestiguan la facilidad con la que rompemos los acuerdos sociales e internacionales. Por otra parte, también tenemos cuantiosa evidencia, que ni aún entre los llamados mejores amigos existe un cien por ciento de solidaridad ni que estos bregan al cien entre sí. Sabemos, además, que no siempre utilizamos la palabra para hacer bien, ni para comprometernos o hacernos promesas verdaderas y ponernos de acuerdo. Por el

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contrario, detrás de muchas de las promesas que hacen algunos seres humanos se esconde el engaño, la trampa y el fraude. Dichas promesas son palabras huecas porque las acciones que las acompañan son contrariamente distintas a lo que las palabras en verdad significan. Las palabras que más amamos, las más valiosas para la humanidad se empobrecen en boca de aquellos usurpadores que nunca pretenden apoyarlas con sus acciones. Así, palabras tales como, amistad, solidaridad, amor, compañerismo, libertad, justicia, respeto, valentía, sabiduría, bondad, generosidad, compromiso, bien común, entre otras, se desvirtúan cuando son pronunciadas para apoyar acciones criminales y/o justificar comportamientos que a todas luces son contrarios a lo que dichas palabras pretenden en su origen defender. Como, por ejemplo, cuando se justifica una guerra (y con ella las matanzas que sobrevienen de ésta) en nombre de la justicia y de la libertad; o para defender el bien común (de una nación), etc. Toda guerra arrastra violencia, destrucción, muerte y desolación. Pero todo ello se trata de justificar dándole un contenido de legitimidad a las acciones bélicas al través del uso de palabras legitimadoras, como lo es, en efecto, la palabra “justicia”. De suerte que la muerte y la destrucción se legitimiza al establecérsele como producto de “una guerra justa”. Como por ejemplo, la guerra contra Afganistán, después del ataque a Las Torres Gemelas en el 2001. Atacar a éste país era parte de una acción justificada pues USA fue atacada, ergo, era supuestamente, una guerra

justa. Cualquier persona que murió en dicha confrontación, quemada o a tiros murió, pues, “justamente”.

Otro muy buen ejemplo es cuando le decimos a otra persona que “la amamos”. Decir, “te amo” a una persona es algo muy pesado pues ello constituye precisamente una promesa de grandes proporciones. Esta es una palabra que de hecho recibimos esperanzados porque definitivamente implica una promesa de todo aquello que la palabra amor significa. Pero es común escuchar estas palabras y no creerlas, porque sentimos la sensación de que nos podrían estar engañando, pues esta es una de esas palabras que han caído en descrédito. Palabras como amor y justicia han caído en descrédito, porque han sido manchadas por las bocas de las personas que las pronuncian sin creer en ellas y sin estar dispuestos a actuar conforme al contenido significativo de éstas. El efecto de esto es que muchos le dan la espalda a estas palabras, razón por la cual ellas han perdido su valor original. Desapegarse de dichas buenas palabras (valor, justicia, amor, generosidad, libertad, etc.) es un verdadero infortunio pues ello ha causado que la gente se convierta en personas cínicas, escépticas, incrédulas y desconfiadas hacia las demás personas y sus palabras.

Por lo tanto, es más que evidente, que la palabra no solamente sirve para unir, solidarizar y construir, sino que también, desafortunadamente, sirve para desunir, descomponer y quitarle solidez a las promesas y convenios entre los seres humanos. Porque la palabra es igualmente poderosa, tanto para una cosa como para la otra. Bien lo expuso un filósofo de apellido, Hölderlin, al decir

que: El lenguaje es el bien más precioso y a la vez el más peligroso que se ha dado el hombre... Así, pues hay palabras que nos aflojan, que nos cansan, que nos derriten, que nos atraviesan el alma, que nos molestan, que nos aterran, que nos excluyen, que nos descartan, que nos relegan, que nos apartan, que nos afean, que nos quitan, que nos suprimen, que nos discriminan, que nos eliminan, que nos injurian, que nos calumnian, que nos dañan, que nos destruyen y que nos matan. Y es que el ser humano utiliza la palabra para destruir sus propias promesas o para prometer o jurar en vano o para empeñar su propia palabra sin realmente sentirse moralmente comprometido ni con él ni con nadie. De esta forma, la palabra misma se embrutece, pues va perdiendo lo que yo llamo, “la substancia inteligente” (substancia vital), que es parte integral de su naturaleza. La palabra, por ende, se ha ido deshidratando y desangrado poco a poco. Ella se ha ido secando, arrugando y endureciendo al sol y mal calor del individualismo extremo y de las acciones antisociales de muchos hombres y mujeres de la tierra.

Por eso, la desconfianza y la discordia entre los seres humanos han nacido del uso que hemos hecho del lenguaje mismo. Esto lo describió perfectamente bien el pensador político ingles, Thomas Hobbes, al contrastar la asociación de las hormigas con la asociación humana. De su comparación Hobbes concluyó que, en efecto, el lenguaje es lo que determina la diferencia cualitativa entre la sociedad humana y la asociación de las hormigas. Señala Hobbes que la diferencia más grande y contundente que salta a la vista entre las hormigas y los seres humanos es que el hormiguero siempre vive en paz y naturalmente

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ordenado sin que se produzcan en él ni luchas intestinas ni desorden ni inestabilidad a raíz de pugnas entre las hormiguitas y que en la sociedad humana ocurre, incuestionablemente, todo lo contrario. Plantea Hobbes que el lenguaje es lo que lo que ocasiona la diferencia y la desproporción cualitativa entre estas dos asociaciones. Porque las hormigas al no poseer el lenguaje no tienen un medio ni la capacidad para entrar en disputas respecto a qué es lo que más les conviene o no les es provechoso. Estas tampoco tienen la capacidad para diferir entre sí respecto a lo que el bien común significa. Estas no son están aptos ni tienen forma para exponer sus opiniones, ni tienen voces propias, ni pueden expresarse a favor o en contra de algo. Por esos las hormiguitas nunca entran en pugna por honores, ni se envidian, ni se odian, ni mucho menos se hacen la guerra entre sí a causa de desavenencias entre éstas como lo hacen los seres humanos. De hecho, los seres humanos, a través del uso del lenguaje, lo primero que hacen es construirse la idea de que el bien común (colectivo o de la sociedad) no es necesariamente idéntico a su propio beneficio o beneficio individual. Esto lo lleva a entran en pugna a causa de todas aquellas cosas por las cuales las hormiguitas no pelean. Los seres humanos llegan hasta matarse entre sí por culpa de sus diferencias de opinión.

Por ello dice Hobbes que en la sociedad humana se requiere un poder o una fuerza común que sea el máximo legislador y que tenga la capacidad de definir lo bueno y lo malo, como también la capacidad de imponer y obligar a todos los seres humanos a cumplir con

los acuerdos y con las promesas que los seres humanos se han hecho mutuamente. Ese gran legislador o gobernante supremo es en fin el gran definidor. Dicho recurso no es necesario en el hormiguero porque allí el bien común y bien individual son idénticos o por lo menos así parece, mientras que en la sociedad humana no es así por las razones antes expuestas.

Según Hobbes dada la naturaleza y consecuencias sociales del lenguaje, es necesario, entonces, que nosotros los seres humanos, al unirnos en sociedad, decidamos de una vez y por todas qué exactamente han de significar las palabras, al menos las más importantes para la convivencia social. Es decir, según este pensador, es importante que determinemos de una vez y por todas las ideas y nociones que constituyen la esencia de la sociedad; o sea, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Pero sobre todo exige Hobbes que nos pongamos de acuerdo sobre lo que va a significar para todos, “bien común” o ”bien colectivo”. Por supuesto, decidir sobre éstas cosas nunca ha sido fácil para el ser humano. Pensar, deliberar, decidir y ponernos de acuerdo sobre lo justo o lo injusto, sobre lo bueno y lo malo no solo ha sido en extremo dificultoso, sino, incluso, peligroso pues ha llevado a los seres humanos a pugnas intensas y hasta a la guerra. La política no es otra cosa que el proceso pacífico y reglamentado para tomar estas clases de decisiones. Este proceso tiene el propósito de sentar las bases y fundamentos de la concordia y la armonía entre los seres humanos; es decir, para sentar las bases de la paz social. La

paz es el proyecto fundamental de la verdadera política. Por eso podemos sostener que allí donde no hay política hay guerra.

Pero es claro que la gente incluso se equivoca respecto a la función de la política, pensando que ésta es otra manera de hacernos la guerra. Los seres humanos, en efecto, se confunden respecto a lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto lo conveniente y lo poco provechoso para ellos o los demás, pues son seres de capacidades intelectuales limitadas. Esto es la razón por la cual la historia de la humanidad está repleta de las miles de diferentes proyectos sociales o ensayos de cómo organizarnos para mantenernos lo más unidos y solidarios posible. La historia nos constata también que muchas de estas empresas socio-políticas han fracaso, algunas a corto y otras a largo plazo.

Los proyectos socio-políticos han resultado en extremo difíciles de sostener a través de todos los tiempos, porque de ordinario ponernos de acuerdo sobre todas estas cosas importantes es un proceso que muchas veces rebasa los límites de la razón y del propio lenguaje. Sucede que ya no podemos sino apelar a nosotros mismos a la hora de decidir sobre dichas cuestiones. Y ello nos resulta duro porque el individuo (el hombre y la mujer) en su salvaje y original libertad, egoísmo y rebeldía natural, se resiste a equiparar su propio bien con el bien de los demás. Por lo tanto, éste se resiste, se cuadra y se cierra a la posibilidad de acordar, junto al otro, un bien que les sea común a todos. El problema radica en que siempre cualquier tipo de acuerdo socio-político exige sacrificar parte de esa libertad natural del individuo y el interés propio en vista del interés de todos o del bien colectivo. Ello es

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así porque la libertad natural del ser humano lo inclina a ser rebelde y a cuestionar cualquier idea o postura que le obligue a tener que comprometerse (moralmente con los demás, aquellos que no son su familia incluso).

El individuo vs. la sociedad: la palabra como formula conciliadora

Es evidente que el ser humano nace en un mundo donde muchos de los acuerdos y compromisos entre los miembros de dicha sociedad están ya en existencia. La sociedad ya está allí. El individuo se encuentra con que tiene que asumir dichos acuerdos sumisamente y sin oponerse a ellos. Aunque lo más natural para este individuo es que, precisamente, muestre cierta resistencia a estos compromisos, su reacción es vista como antisocial. Porque lo habitual (lo normal) en un ser humano que vive en sociedad es que se comporte socialmente. Lo que sucede es que la rebeldía contra la cultura preexistente es la reacción natural e inmediata del ser humano que aún no ha sido cultivado socialmente; o sea, es lo natural de un ser que no ha sido educad en la generosidad y en la hospitalidad. El ser humano no nace con estas virtudes ético-sociales. Estos criterios éticos (culturales) deben ser entonces insertados o trasmitidos al alma del individuo mediante la educación.

Mas, sin embargo, este proceso de inserción no ocurre sin que el individuo se sienta forzado o violentado. Como nos dice el famoso sociólogo Georg Simmel: El hombre no se integra en el orden (...) del mundo sin cuestionarlo,

como lo hace el animal, sino que se separa de él y se le opone, exigiendo, luchando, violentando y siendo violentado...” Lo que sucede es que el individuo rebelde (y su mente), se confronta con un mundo que él no ha construido y que de momento se le presenta como un objeto. Al nacer, el pequeñin se encuentra de sopetón frente a este objeto que llamamos mundo humano, desnudo y sin conocer nada de lo que le espera. En este mundo el niñito es como un extra-terrestre o como un viajero que se interna en un territorio desconocido. Al crecer continua dicho sujeto enfrentándose al mundo. El enfrentamiento es siempre un cuestionamiento, violento o no violento, el ser humano confronta al mundo porque no le queda otro remedio. Dicho enfrentamiento, empero, no es malo ni negativo, sino que es una reacción, como dijimos muy natural para el individuo que aun no se reconoce como parte de un organismo superior o mayor que él, la sociedad. Por ello resulta aceptable el que el individuo se cuestione el mundo, lo que es inaceptable es que este sujeto permanezca del todo hermético, cerrado en sí mismo para siempre en el pensamiento de que él no requiere de las demás personas para vivir la vida social que le ha tocado vivir; una vida social.

El ser humano que no logra comprender y ajustarse a la vida en sociedad--una vida armónica y de paz, que requiere la colaboración de todos en la búsqueda y sostenimiento de dicha armonía-- es un individuo que podríamos catalogar de “solitario y agreste”. Este individuo es un ser cerrado a la cultura [de criterios; normas, pautas y hábitos]

que hace posible y viabiliza la verdadera comunidad humana; una comunidad de sentidos, sentimientos, saberes y comunes acuerdos. El caso es, sin embargo, que todos los seres humanos ya vivimos en sociedad y no nos podemos desligar de ella como tampoco podemos propiamente renunciar a convivir con los demás ni rechazar de tajo el compromiso y la responsabilidad que exige el vivir al lado de los demás, porque sino cada uno de nosotros nos tendríamos que ir de plano a un rinconcito o islita solitaria y no existen tantas islitas para tanto hombre y mujer sobre el planeta. De modo que se hace necesario que convivamos juntos y en paz y que tengamos una idea de lo que debe ser el bien común y de cómo hemos de coexistir sin herirnos, sin hacernos daño ni matarnos en el campo de batalla buscando la ultima solución a nuestros disgustos y nuestros desacuerdos.

Sin embargo, el que a los seres humanos les resulte muy difícil conseguir ponerse de acuerdo no quiere decir que esto sea algo imposible. Y lo que posibilita el que los seres humanos se pongan de acuerdo es la propia palabra, cuya esencia es, como hemos sugerido al través de las páginas anteriores, el acuerdo y la amistad.

La palabra, por lo tanto, es el primer lazo, el vínculo primario entre los seres humanos. La palabra es, pues, el primer acuerdo entre nosotros, ya que ella es, en última instancia, amistad. La explicación para estos argumentos es la siguiente: el lenguaje, en general, es una manera de enlazar a los seres humanos, es una forma de vincularnos pues éste comunica. Es decir, la palabra nos ayuda a entrar en comunión, nos sirve de medio para construir nuestra comunidad. Ella nos es común a todos. Por eso la palabra es

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también algo que nos pertenece y nos recibe a todos, porque lo primero que hace ésta es llamarnos a comunicarnos o a entrar en comunión al través de sí misma. Y es que la palabra es también esencialmente diálogo. Ello no puede ser de otro modo pues la palabra nos invita, en primera instancia, a tratar de entendernos por medio de un proceso de compartir toda una serie de significados. Es en este compartir que nace, como dijéramos, una especie de solidaridad y, de paso, una especie de amistad. Sucede que para comunicarnos, para comenzar a entendernos los unos a los otros tiene que existir, cuando menos, un deseo de nuestra parte de convertirnos en alguna especie de camaradas, de colegas, de conocidos; pues tratamos de “aliarnos” de alguna forma para poder entendernos. La palabra se convierte, pues, en una especie de alianza entre personas que ultimadamente no desean ser enemigos, sino aliados, por lo menos, momentáneamente y para ello se ven precisados a colaborar. El diálogo es, por lo tanto, un intento de colaboración y de alianza fraternal entre los hombres y las mujeres del planeta.

El mejor ejemplo de esto es cuando dos personas que no hablan la misma lengua se encuentran y tratan de todas maneras de establecer una comunicación o entablar una conversación. Ellos están evidentemente tratando de entenderse, de identificar elementos comunes lingüístico-culturales (gestos, signos, señales, palabras simples, etc.) en donde apoyarse para entrar en comunión, para comunicarse efectivamente, para identificarse. Y tratar así “de

identificarse”, “de coincidir”, “de hacerse uno”. Es decir, estas personas, al no poseer un idioma común, aún así tratan de agarrarse del lenguaje, para así poder “unirse”, “unificarse”, “aunarse” y para ello “aúnan” esfuerzos para “igualarse”. Y cuando nos igualamos no hacemos otra cosa, sino, ajustarnos, acomodarnos, adaptarnos o amoldarnos el uno al otro, con el propósito de avenirnos el uno al otro. Cuando una persona trata de avenir o con otra, su fin es, básicamente, unirse, armonizarse, acordarse, es decir, éste trata de hermanarse a la Otra persona (al menos temporalmente). Porque todo intento de conversar o de dialogar es un intento de confraternizar. De aquí mi impresión de la naturaleza dialógica y fraternal de la palabra.

Y es que la palabra es la ventana humana al coentendimiento. Porque es la palabra la que, en efecto, se abre y se extiende como se abre una puerta, posibilitando así la plática franca y mediando entre la gente para poder entenderse y lograr así, diferentes clases de convenios entre los seres humanos.

El carácter amistoso y dialógico de la palabra establece también la naturaleza “razonable” de ésta. Hay que clarificar que no es que la palabra sea “la razón misma”, sino que ella es pariente cercano del pensamiento e hija de la razón, y así como la amistad es algo razonable, ésta, por asociación es “razonable” también. Consecuentemente, el lenguaje, como todo lo razonable, es prudente, juicioso, lógico y sensato también.

No es por casualidad entonces que la palabra sea el medio principal para la “persuasión”, porque la utilizamos para ”convencer”. Para convencernos

mutuamente razonamos, platicamos o dialogamos. La palabra sensata o razonable es aquella que es producto de la reflexión y el convencimiento a través de la razonabilidad que inspira y caracteriza el diálogo. Es por medio de un diálogo razonable, de un diálogo reflexivo, que vamos nosotros (hombres y mujeres egoístas, cerrados, herméticos e indiferentes), entrando en razón para comprender el mundo y las demás personas a nuestro derredor.

Recordemos que intentar comprendernos, como dijimos, es un intento de hermanarnos. Es por medio del diálogo que los seres humanos intentan razonablemente de convenir, de llegar a acuerdos y, por lo tanto, de comprometerse los unos con los otros o de conciliarse.

La palabra como hospitalidad

De acuerdo a lo antes expresado, la palabra sirve para nuestra conciliación. Es decir, es al través del uso de la palabra franca y abierta (del uso de las buenas palabras, las prudentes, las más justas, las que se usan para ajustarnos) que nosotros somos capaces “de abrirnos a los demás”. Todo lo antes expresado en este ensayo nos lleva a comprenden plenamente lo que el filosofo francés Emmanuel Lévinas quiere decir cuando afirma que la palabra es, ultimadamente, “hospitalidad”. Porque la palabra, en la medida en que es amistad, en que es diálogo y en que es, esencialmente, razonable, requiere y exige que aquellos que están intentando comunicarse y entenderse estén todos “abiertos” a los demás. Como dijimos, la palabra es como una ventana o puesta que se abre y posibilita la apertura de una

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Persona a Otra. Ergo, mi idea de la conversación y del dialogo como apertura que tiene la finalidad de hermanar a los humanos. Porque la palabra en esencia siempre está abierta y franca, pues ella si está siempre preparada para recibir lo que las personas tiene que decir. Por eso ella es siempre en un principio y en su origen, hospitalidad.

La palabra siendo hospitalaria y siendo fundamentalmente amistosa, razonable, lógica y sensata es, en última instancia, el gran legislador del cual nos hablaba Platón. Porque ella obliga a comprometernos, pues ella nos exige, a fuerza de ser razonable, a entendernos mutuamente.

Pero para que la palabra tenga realmente fuerza como medio razonable, y obligue a los hombres y mujeres del mundo a comprometerse, hay que educar a los hombres y mujeres que de ordinario son egoístas y engreídos a dejarse convencer por aquello que la palabra tiene de razonable, de sensato y de justo. Porque, aunque la palabra es en esencia amistosa, ella también sirve para desunir y desamistar. Y es que el poder de ella recae no en la palabra misma, sino en los locutores, en los parlantes. Por ello es necesario educar a los hombres y mujeres en el arte de la reflexión.

Es absolutamente necesario suavizar al individuo, agresivo, cerrado y tosco para llevarlo suavemente a comprender el fin y propósito fundamental de la palabra. Hay que educar al ser humano y convencerlo, por medio de la delicadeza y la sensatez de la propia palabra (del diálogo), de lo que en verdad significa ser miembro de una

sociedad, ser solidario, ser amigo y ser hospitalario. Si miramos bien todos estos son ideas e ideales que nos hacen a todos, “verdaderamente humanos”. Son ideales como la sensatez, la justicia, la amistad, la solidaridad, la hospitalidad, el respaldo, el respeto, entre otros, lo que aleja al ser humano de los animales. El sentido y propósito de todas estas cosas no proviene de la relación entre los animales en la naturaleza, sino de las relaciones humanas. Por eso la educación no es otra cosa que un proceso que pretende que humanizar al animal humano enseñándole y demostrándole la conveniencia de la amistad para asegurar la armonía y la paz entre los seres humanos. Porque no se puede ser miembro solidario y responsable de la comunidad humana si no se es solidario y amigo de la humanidad. Y para ello la persona tiene que comenzar por ser verdadero amigo de su prójimo, del vecino.

La tarea de la educación es, por lo tanto, mostrarle a los hombres y mujeres cerradas al mundo, que existe un mundo humano fuera de ellos y de ellas. Educar, en su sentido más fundamental, es educir o sacar al estudiante fuera de su mundo (de su enajenación) hacia el mundo exterior y presentarles; introduciéndolo al mundo cósmico que existe fuera de él y fuera de ella para que trascienda sus propia alma (sencilla y agreste) que por su propia naturaleza de ordinario se resisten a mirar más allá de sí misma. Educarlos es sacarlos de su propio estrecho mundo e inducirlos a darse cuenta que hay otra cultura más allá de la de ellos y que existe otra palabra más razonable, sensata y generosa que la suya propia.

El propósito de la educación y el papel que juega el lenguaje en el cultivo del alma humana: la palabra como pregunta

El propósito de la verdadera educación es crear nuevos hombres y mujeres. Y ello solo puede lograrse por medio de una educación que promueva la superación del egoísmo y agresividad innata de los individuos. Para ello habrá que introducir en el alma del ser humano una norma, una regla, un hábito, una costumbre, que tenga el efecto: primero; de abrir su mente y hacerlo que se acostumbre a observar y a rechazar todo aquello que no le parezca razonable o sensato; y segundo, que tenga el efecto de sensibilizarlo, de hacerlo más generoso, más hospitalario y mejor amigo.

Justamente, será necesario cultivar al ser humano y sembrar en su alma el hábito de que sea amigo verdadero tanto de la propia sabiduría, como de los demás hombres y mujeres del mundo. Para lograr que los seres humanos sean realmente amigos del saber habrá que reconstituir y reformar en su alma humana el arte de la reflexión. La reflexión es una actividad natural de la mente o interioridad del ser humano. El pensamiento, como principio y fuerza activa siempre ha estado allí, dentro, en el ser humano. Como bien lo propone el filósofo irlandés, George Berkeley; El ser de mi Yo, esto es, mi alma o principio pensante, es conocido evidentemente [por mí por medio de la] reflexión. Es decir, solo por su propia razón, el ser humano se hace conciente de sí mismo. El alma se hace conciente de su propia existencia a través de la reflexión. Ello ocurre a muy corta edad cuando los pequeñines comienzan a

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referirse a ciertas cosas como “suyas”, o, especialmente, cuando comienzan a llamarse a ellos mismos, “yo”, en vez de decir, “el nene” o “la nena”, como lo hacían antes.

En efecto, los niñitos y niñitas poseen un alma ultra curiosa. Se podría decir que el amor por la sabiduría durante la niñez es algo natural y que es dicho amor lo que precisamente lo mueve a tratar de descubrir y conocerlo todo. Se podría, entonces, argumentar que precisamente la almita nueva, el niñito que recién comienza a conocer el mundo, posee un instinto filosófico por naturaleza. Pero, entre esos primeros años y la entrada en la adolescencia y en las primeras etapas de la vida adulta de la persona, sucede algo misterioso con esta alma que antes amaba conocerlo todo. De momento la joven alma pierde ese instinto primigenio de curiosear intelectualmente y se le va agotando su original amor por la sabiduría. Misterio al fin, no sabemos por qué, ni cómo exactamente ello ocurre, pero lo cierto es que para esta alma, es como si ya no hubiese nada más que aprender. Porque la persona actua como si ya lo supiera todo.

¡Que infinita ignorancia la de estas almas! Supongo que así se pronunciaría Sócrates respecto a la perspectiva que muchas almas jóvenes poseen sobre la calidad de sus saberes y en relación a la carencia de humildad intelectual que de ordinario la juventud demuestra. Es evidente que muchos jóvenes se imaginan conocer mucho más de lo que realmente saben. Sócrates decía que “el solo sabía que no sabía nada”, para subrayar la ignorancia que supone el que alguien arrogantemente piense que

ya lo sabe todo o que ya no necesita conocer nada más.

Es realmente un infortunio que un alma originalmente curiosa y con tamaña avidez por el saber se pierda y se convierta en un alma arrogante con el paso del tiempo. Pero eso es lo que exactamente parece que sucede con el alma humana en su paso de la niñez a la adultez. Por eso hablamos anteriormente de la necesidad que existe en “reestablecer” en el ser humano el arte de la reflexión; porque reflexionar es una virtud o facultad que, justamente, el alma obliterada ha extraviado, pero que se encuentra allí dentro todavía. Claro que habrá que también darle a dicha alma y a dicho dispositivo intelectual una nueva forma.

El propósito específico de la educación ha de ser, entonces, el de volver a sembrar en el alma el amor por el saber al través de la reactivación de la facultad de reflexión que yace un tanto apagada en el interior de la persona. Ello será, podríamos decir, como volver a echar un viejo motor a caminar. Lo único que ahora habremos de imprimirle a dicho motor una nueva potencia, lo habremos de graduar en un tiempo más óptimo con el fin de hacerlo funcionar y moverse a un nuevo ritmo; un ritmo más elevado, que se acerque más a la música que las estrellas bailan en el firmamento. Por supuesto, la chispa que ha de darle este nuevo impulso cósmico al alma es la palabra; la nueva sangre—la palabra-- revitalizará el alma reflexiva del ser humano y desterrará de su interior la fría arrogancia con la cual se ha vestido. Pero no hablamos, ciertamente, de cualquier palabra, sino de la palabra sensata y justa que en fin

define lo que en realidad es la esencia del lenguaje.

Habiendo, entonces, reestablecido en el alma humana el calor de la reflexión por medio de la palabra sensata, la curiosidad intelectual de ésta se transformará es un pensamiento crítico que le debe conducir a la reflexión original; es decir, a la autorreflexión. La reflexión es, en efecto, el arte de someterlo todo a la duda. Así lo sugirió Descartes al pronunciar su famoso, Cogito ergo sum (“Pienso luego soy”). Tal como establece Descartes el ser humano debe cuestionárselo todo, para así conocer quién en realidad es. Éste debe pensarse así mismo para luego ser alguien. Es decir, el ser humano debe dudar hasta de sí mismo y repensarse para poder realmente reconocerse y saber de qué está hecho interiormente; para saber cómo es realmente su corazón y, así, saber quién es y poder ser quien en realidad él piensa que es. Veamos esto en el siguiente ejemplo; supongamos que una persona dice y realmente cree que es alguien sincero y honesto. Como siempre, esa persona exigirá que las demás personas a su alrededor sean tal como ella es, sincera y honesta. A veces incluso criticará muy fuertemente a las demás personas que no son, según ellas, sinceras y honestas. Seguramente terminará acusando a alguien de ser hipócrita o algo por el estilo. Pero bien lo dice el refrán, “no trates de sacar la paja del ojo ajeno, sin mirar primero el tuyo”. Dicho proverbio apunta a que muchas veces pasamos juicio sin avernos observado primero al interior y reflexionado sobre nuestro propio comportamiento. Es posible que si ella se mirara hacia adentro notaría que ella no siempre es tan sincera y mucho menos tan honesta como ella piensa. Haría falta que ella reflexionara

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sobre su propio comportamiento para que viese, quizás, lo que otras personas pueden muy ver apreciar pero que ella no ha podido ver nunca en si misma. Es decir que ella a veces no ha sido sincera y que en muchas ocasiones se ha portado hipócritamente. Para ella ser realmente honesta y sincera debe comenzar por serlo hacia ella misma o con sigo misma, interiormente. Y para esto es necesario que ella se piense a sí misma, para luego poder ser algo, sincera y honesta y otra cosa.

Solo así podrá el alma del ser humano alcanzar algún grado de sabiduría sobre sí misma. Por eso el enigmático Oráculo de Delfos resumió el significado real de la sabiduría en el ya famoso postulado: Nosce te ipsum (“Conócete a ti mismo”). Un enigma que le indicaba al ser humano el verdadero camino a la sabiduría. La interpretación de estas palabras es simple. El pasaje hacia la sabiduría para cualquier hombre o mujer es él o ella misma, no hay otro camino hacia el saber, sino uno mismo, nuestra propia interioridad es el camino. Conocerte tu mismo es el camino hacia la sabiduría. De allí que Montaigne propusiera que; Aunque podamos ser eruditos por el saber de otros, sólo podemos ser sabios por nuestra propia sabiduría. Es decir que cualquier conocimiento que existe fuera de uno mismo es dato, mera información, saberes de otros, pero que ello no constituye saber para una persona, porque el verdadero saber se encuentra en el conocimiento que esta persona obtenga de su propia interioridad.

Pero no solo el Oráculo de Delfos, Descartes y Montaigne nos invitan a conocernos interiormente. Jesús, el más

humano de todos los sabios de la historia de la humanidad, nos invitó a todos a, “amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos”. Y esto último sería virtualmente imposible si usted, en primera instancia, no conociera su interioridad o su propio corazón. Porque para que un ser humano se ame a sí mismo verdaderamente es preciso que éste, conozca aquellas cualidades que lo caracterizan. En otras palabras, un ser humano para amarse a sí mismo debe de enterarse bien de las cualidades buenas y malas que posee su alma. Porque todas ellas son las cosas que él tiene que amar en él, como ser imperfecto, para entonces, así poderlas reconocer y amarlas en mi vecino. En otras palabras, para conocerme a mí mismo me veo precisado a realizar el acto más extraordinario del que es capaz el entendimiento humano; ello es, llevar a cabo ese maravilloso proceso que se conoce como, “ensimismamiento” o la auto-contemplación. Dicho de otro modo, para saber de mí me encuentro compelido a auto-analizarme, a estudiarme, a investigarme, a contemplarme a mí mismo. Ello es, me veo forzado a tener que indagar bajo mi propio pecho y ver, ¿quién soy?; ¿de qué está hecho mi corazón?; a conocer, ¿con qué fibra ha sido tejida mi alma?; ¿cuáles fueron las palabras que hilaron y ordenaron el interior de mi ser originalmente (buenas o malas? Por lo tanto, mi alma se ve constreñida a mirase por dentro y a echarle un vistazo a los contornos que dibujan mí propia interioridad. Es como si me viera precisado a especializarme en mi propia persona; o sea, a sacar un doctorado sobre mi propia vida para ser un filósofo

cuya especialidad es mi propia alma, pues solo así podré, entonces, “amarme a mí mismo” tal como soy, y a los demás tal como amo mí propia vida. Pero, antes de reflexionar sobre mi, y contemplar mi alma, no me conocía del todo. Luego de auto-analizarme me conozco mejor, profundamente. Solo así puedo saber quién soy, y amarme tal como se que soy. Mi humanidad, con todas sus cosas buenas y malas, con todas sus virtudes e imperfecciones se revelan, de esa forma transparente y enteramente ante mí. He de amarme, pues, tal como ahora conozco que soy. El próximo paso es reconocer a los demás como seres iguales a mí, con las mismos virtudes y fallas. Y he de amarlos a todos como me amo a mí, muy a pesar de mis propios defectos. Y si reconozco y amo mis defectos y adoro mis bondades; ¿porque no he de amar los defectos de los demás si son tan parecidos a los míos?

Es de aquí que nace, entonces, la necesidad de sumergir a los hombres y a las mujeres en el arte de la reflexión. O sea, se hace necesario habituar a los estudiantes al arte de la palabra como pregunta, particularmente, al arte de la palabra como el auto-cuestionamiento de sus propias palabras, de sus propios pronunciamientos, de sus ideas y creencias más arraigadas.

El acostumbrarse al auto-cuestionamiento no es otra cosa sino que el habituarse a dialogar con uno mismo. El auto-cuestionarnos es como dialogar amistosamente con nuestra propia alma. Pero a la hora de educar al ser humano en el arte de la palabra como pregunta hay que recordar que el mero cuestionamiento interno no hace al ser humano, un humano completo. El ser humano nunca está completo sin los demás hombres y

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mujeres del mundo. Por eso al acostumbrar al ser humano al arte de la palabra como pregunta, débesele a éste también habituársele en la virtud de la generosidad. Habituar al ser humano en la generosidad es acostumbrar a éste en la costumbre de ser hospitalarios con las palabras, pronunciamientos de las demás personas y por ende con todos esos hombres y mujeres contenidos en la palabra humanidad. Educando al ser humano en la generosidad

De las conclusiones a las cuales llegamos al final de la sección anterior se sigue que una de las cosas más importantes en la educación (o cultivo) de los hombres y mujeres del mundo desde la temprana niñez ha de ser educarlos en el arte de la generosidad. Como vimos, la reflexión o amor por el saber ya esta allí, dentro del ser humano desde pequeño, pero la generosidad es algo que habrá que imprimir en el alma, pues ella no es algo que esté allí dentro desde siempre. Por eso, educar al ser humano para la generosidad debe ser siempre la meta principal de la educación si queremos hacer del estudiante un nuevo ser humano. Porque en última instancia la generosidad es la esencia de eso que llamamos lo” humano”.

La generosidad es, en efecto, la substancia fundamental de todos los acuerdos entre los seres humanos. Es la generosidad en el ser humano la que lo lleva a reconocer en los demás un ser igual que él. Porque la generosidad es en última instancia la fuente primaria de la benevolencia en el ser humano. Ser generoso es ser benévolo con las demás

personas, porque es dar en regalo mi mundo, mi Yo individual, a las Otras Personas. El caso es que el hombre generoso, a pesar de su posición individualista y egoísta, se abre (hospitalariamente) al cuestionamiento de su propia individualidad y egoísmo por parte de la Otra Persona. Ella, la Otra Persona, lo cuestiona y le demanda reconocimiento. Y reconocer al Otro es un acto de generosidad, porque es una acción que requiere que el individuo se sobrepasa, va más allá de sí mismo, reconociéndole al Otro su valor; un valor igual al de él mismo. Si hablar o conversar es volver el mundo de un individuo algo común a todos creando vínculos comunes. Entonces, hablar es también un acto de generosidad, porque es un acto donde el ser humano pasa sus cosas y su interioridad al mundo, a los demás y además permite al Otro traspasarle a él sus propias cosas.

Así pues, el acto generoso es un acto que posibilita y requiere de la amistad, porque sin la generosidad no sería posible que colaboráramos en la creación de la comunidad de bienes humana y sin la amistad no sería posible que dicha comunidad permaneciera solidamente unida y en pie. La generosidad es pues la base de la amistad y de los compromisos entre los seres humanos. No hay “compromisos” entre los seres humanos que no provengan originalmente de la generosidad que existe en el corazón de los hombres y mujeres del planeta. Porque cualquier promesa entre dos o más personas requiere que éstos se entreguen, se den, con fe y esperanza, los unos a los otros. Y es que confiar no es otra cosa sino que tener fe en la palabra del Otro, y tener fe en la palabra

del Otro es darle a esa persona algo de mí, mi fe. Darle crédito a la palabra de Otro es siempre darle, regalarle, obsequiarle al Otro parte de nuestra vida. Porque nuestra vida esta hecha, en parte, de nuestros sentimientos. Por eso quien rompe con su promesa, quien no cumple con su palabra, traiciona nuestra confianza, estropea nuestra fe en las demás personas y nos rompe el corazón.

De aquí que podamos argüir, sin temor a equivocarnos, que la generosidad es la esencia de todo aquello que llamamos “sentimientos humanos”, “sensibilidad” y “humanidad” en los hombres y mujeres de la tierra. Asimismo, el egoísmo es la esencia de aquello que consideramos “inhumano” en nuestra especie. El egocentrismo o el egoísmo extremo, la vileza, la mezquindad, la envidia y la iniquidad son rasgos o señas que posee y proyecta el alma de aquel individuo que por lo general llamamos, “desalmado” o “descorazonado”. O igual podríamos decir, para ser un poco más generosos en nuestro juicio de éste individuo, que todos las cualidades interiores de éste, son simplemente, un reflejo de la “dureza de su alma”. Ello claramente evidencia por qué “vileza” es, por ejemplo, uno de los antónimos de generosidad. Por lo tanto, la generosidad es la esencia de la cultura y del espíritu “humano”; o al menos, de aquella parte de la cultura humana que tiende al respaldo, a la ayuda mutua, a la solidaridad, a la amista, a la unión y no al materialismo, al egoísmo, al individualismo, al desacuerdo, a la pugna y, ultimadamente, a la guerra entre los seres humanos.

La palabra es, como dijéramos, la sangre de la cultura humana. Pero no cualquier palabra puede o debe ser la

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sangre que le dé vida a la sociedad humana. Porque la palabra insensata, irrazonable, injusta y vil no sirve para dar vida al alma humana; por lo menos no a la verdadera vida humana de un hombre. La palabra insensata y vil no se presta para dar a luz o parir al corazón humano; es decir a un corazón henchido de esas llamadas “sensibilidades humanas”. Este tipo de palabra tampoco funciona como farol que da luz al alma de ser humano para indicarle el camino a la auto-contemplación. Y mucho menos sirve para ser la tibia y noble morada del verdadero ser humano. Pero, peor aún, la palabra vil y desmesurada tampoco nos sirve para dar alojo, darle vida ni para ser la verdadera casa de la auténtica comunidad humana.

Muy por el contrario, la palabra vil imposibilita y destruye la comunidad de los verdaderos seres humanos. Si la sangre es, en fin, la sustancia que impide que un cuerpo se pierda, muera y desaparezca, entonces cuando la sangre está enferma o no es buena, el cuerpo muere sin remedio alguno. Entonces, si la palabra es la sangre que le da vida al cuerpo social, si ella es la sangre que energiza y nutre la cultura de los verdaderos sentimientos humanos (porque vitaliza a la humanidad en el alma humana), debe ser ésta sangre de la mejor calidad posible; ella debe ser un tipo de sangre que posea la mejor condición hematológica

Pero, ¿cómo conocer cuál es el mejor tipo de palabra? De la misma manera que podemos reconocer cuándo es que la sangre humana está enferma. La sangre de un ser humano esta enferma cuando ésta en vez de revitalizarlo y darle vida, se la quita. Es decir, cuando

la sangre deja de cumplir con la función que le es propia. Asimismo, la mejor palabra es aquella que cumple con la función que le es propia; unir a los seres humanos. Por eso ella debe permanecer siempre saludable. La palabra saludable es aquella que nos parece más útil en el proceso sostener en pie y en armonía la comunidad humana. Y la palabra sensata, razonable y generosa es la única que en verdad mantiene saludable y sostiene en armónico equilibrio la vida en común de los seres humanos.

Pero sabemos que la actual convivencia entre los hombres y mujeres del mundo está atravesada por el egoísmo y la insensatez del sujeto humano. La sociedad contemporánea no solo promueve, sino que reproduce este tipo de actitud intelectual, moral y social, donde el ser humano se comporta ególatramente. El hombre y mujer egoísta, que no ha sido cultivado ni quiere ni se permite ser cultivado porque prefiere el hermetismo en el cual ni tan siquiera conoce que vive, es el individuo que predomina en nuestras sociedades. Su hermetismo refleja cierto grado de inhumanidad y, por consiguiente revela su incapacidad para la reflexión y auto-contemplación. El egoísmo extremo de este individuo comúnmente se manifiesta en su insensatez y falta de sensibilidad, pero muy especialmente es su carencia de generosidad. El hombre egoísta de nuestros tiempos es un ser huérfano de generosidad. Como diría, José Ortega y Gasset, su alma está obliterada o sellada. Es decir, el alma del individuo poco culto carece de eso que llamamos “calor humano” porque ella está cerrada al verdadero mundo humano, al cosmos social; es decir, al

mundo de la amistad, de la solidaridad social y del verdadero uso social de la palabra. En fin, esta alma hermética está cerrada a ver el resto de la humanidad como parte de ella misma o verse a sí misma como una minúscula pero valiosa partícula de eso a lo que llamamos, humanidad. Por ello aquella sociedad donde este tipo de individuos medios salvajes y poco “cultivados” en la cultura humana abunda, es también una sociedad salvaje que posee a su interior muchas zonas de salvajismo interno (ZOSI). Dichas zonas se distinguen en las acciones poco humanas y barbáricas en muchos de los miembros de nuestra sociedad en diferentes instancias de su vida. Las ZOSI son áreas de la vida en sociedad donde la solidaridad y la amistad muchas veces faltan en muchas de las relaciones interpersonales. Por lo tanto, las ZOSI son lugares sociales, espacios, estructuras y relaciones interpersonales donde la generosidad escasea. Las ZOSI son terrenos sociales que están siempre (o casi siempre) huérfanos del verdadero calor humano que se supone emané del alma colectiva o del espíritu del pueblo. El mercado, por ejemplo, es una estructura económico-social donde falta la generosidad, porque muchas instancias del mercado están caracterizadas por el impersonalismo. La mejor expresión de este impersonalismo del mercado capitalista es cuando una empleado de alguna compañía argumenta que la política del negocio es como es y que ella no puede hacer nada para solucionar x o y asunto, porque esa es la política. La chica nunca se siente responsable de hacer nada que, efectivamente, sabe que lastimará, al menos, económicamente, al cliente. Imaginemos, por ejemplo, una compañía de telefonía móvil, donde la chica que nos

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atiende nos dice que el cargo por reinstalar el servicio telefónico que ha sido desconectado porque se nos olvidó pagarlo el día anterior, que era el último día, es de $30 y que no hay nada que ella pueda hacer para evitar dicho cargo. Y así, fríamente y sin ningún remordimiento, el que nos tiene que cobrar nos cobrará y ya.

Sociedades donde tal impersonalismo impera, son sociedades donde en muchas instancias no solo falta la generosidad, sino también que escasea enormemente la fe y confianza entre sus miembros. ¿Cómo puede existir confianza en personas que no creen las unas en las otras? ¿Cómo puede existir la confianza entre gentes que ya no creen en la palabra de los demás? ¿Dónde encontraremos gente que crea y que tenga fe en los demás seres humanos cuando lo que impera entre los seres humanos son relaciones que mediadas por el dinero y donde el materialismo es el criterio más válido? En este tipo de sociedades, el ser humano en general tiende a no creer ni en sí mismo desconfiando así de él mismo y por supuesto de los demás. Allí hay muchos seres humanos que ya no tiene fe en los demás ni en las buenas intenciones de nadie. Y en cualquier alma que falta la fe y la confianza, falta también la esperanza.

Así que, el ser humano carente de fe y falto de confianza en los demás se convierte en un ser desesperanzado. La desesperanza de éste radica en una grave desilusionado con la humanidad. Éste individuo desilusionado ya no alberga esperanza en que su prójimo sea un verdadero buen ser humano y por eso desconfía de todos los hombres

y mujeres y prefiere bregar, por eso, siempre para su propio interés o beneficio y olvidándose del bien de los demás. El hombre desilusionado es un ser frío y , por lo tanto, en extremo egoísta. En su alma falta, claramente, la generosidad. Habrá que cultivar en éste individuo la generosidad, para implantar en el nuevamente la esperaza. La esperanza renacerá allí donde el ser humano falto de ella, adquiera confianza en sí mismo y en los demás seres humanos.

Fijémonos que normalmente, el ser humano, espera siempre que aquel que se hace llamar su amigo sea bueno y leal, que cumpla con sus promesas, que deje su egoísmo a un lado, que se pueda confiar en éste y que se pueda contar con él siempre. No obstante, muchas veces nuestros supuestos mejores amigos rompen con sus promesas, y una y otra vez, nos damos cuenta de lo difícil que resulta confiar en los seres humanos. Pero, si ello sucede con aquellos que son, supuestamente, amigos; ¿qué será de aquellos que no conocemos? La respuesta a esta pregunta nos lleva siempre a la desconfianza hacia los demás y ello nos conduce irremediablemente, no solo a la desilusión y desencanto, sino además, hacia la desesperanza. Desafortunadamente, dicha desilusión y desesperanza lleva a que los peores pasiones broten del alma humana creando que la sociedad se sumerja en el hiper-individualismo que domina un sociedad como la nuestra. En nuestra sociedad impera el egoísmo extremo, la falta de consideraciones para con los demás y las actitudes anti-sociales. Es por tal razón que aquí ciertamente

parece dominar en nuestro discurso diario, la palabra abominable. Especialmente en las ZOSI imperan el vocabulario hostil, de la discordia, de la enemistad, de la ingratitud, del rencor, del odio y de la guerra. Como en las carreteras de nuestro país, donde prevalece, la voz de la indiferencia y del egocentrismo. En las zonas de salvajismo interno de una sociedad reina la palabra vil y por ello, allí el lenguaje de la paz no tiene campo fértil donde germinar. Entre mayores y más extensas las ZOSI, la comunidad se va empobreciendo y en su lugar se va dibujando un organismo social fragmentado, inconexo e por ello mismo, “inhumano”. La desintegración social es la peor enfermedad del alma colectiva pues anuncia el empobrecimiento o la miseria del alma de los miembros de dicha sociedad.

La palabra generosa, sin embargo, es la única que en verdad puede salvar la comunidad humana de la desintegración y de la indigencia del alma de los seres humanos que la componen, pues ella genera la reconciliación de los individuos entre ellos mismos y con su entorno social. La palabra generosa es la cálida voz que enciende el alma del ser humano llenándola de calor y dándole la verdadera vida. La palabra generosa le da forma al alma brindándole calor y llenándola de buenos sentimientos, es decir, de sentimientos humanos. La palabra generosa siembra en el pecho de los hombres y mujeres un verdadero corazón humano pues sensibiliza su alma, es decir, la humaniza.

En efecto, la carencia de “corazón” es comúnmente asociada con la “insensibilidad” del alma humana. El alma insensible es una donde falta la “bondad” y la “generosidad”. Y a quien le “falta corazón” carece, a su vez, de “afectos” o de

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“sentimientos”, por lo cual, dicha persona es juzgada como una carente de alma. Justamente, aquella persona que se muestra, por ejemplo, indiferente ante el dolor humano o imperturbable frente a alguna injusticia o crueldad, cometida contra otro ser humano, se le califica, comúnmente, como alguien “poco humano” o sin “sin corazón”; es decir, como alguien “inhumano”. Consecuentemente dicha persona es vista como un ser “frío”. El hombre “poco compasivo” al igual que aquel incapaz de expresar sentimientos tales como, la misericordia, la gratitud y la vergüenza, son, por consiguiente, juzgadas como personas “desalmadas”; o sea, como sujetos desprovistos de “sentimientos humanos”.

Ciertamente la “frialdad” es la cualidad que mejor define la naturaleza del tipo de individuo privado de “corazón” pues quien carece (parcial o totalmente) de sentimientos humanos demuestra estar huérfano de “humanidad”, o vacío de alma. Y como consecuencia esta persona es considerada como una falta de “calor humano”. La escasez o insuficiencia de calor humano en el hombre implica, entonces, que aquellas cualidades que hacen que éste sea considerado “humano” están ausentes, escasean o están como “muertas” al interior de su ser.

Y es que no poseer “sentimientos humanos” es como no tener “alma”, porque el “alma” es, tal como se ha sostenido al través de todos los tiempos, la esencia o el atributo máximo del ser humano. Heráclito, sostenía, por ejemplo, que el alma era una chispa de

la substancia estelar. Una “chispa” es una partícula liberada por el fuego y como toda partícula de fuego ella está encendida en candela. Y como toda cosa encendida en fuego, la misma despide calor. El alma del ser humano despide calor siempre y cuando tenga vida. De lo contrario estaría helada o como muerta, ya que la frialdad es uno de los signos más expresos de la muerte.

Entonces, se puede concluir, por asociación, que frialdad y muerte se convierten en sinónimos cuando se utilizan para referirnos a la falta de sentimientos humanos en el alma de una persona. Consecuentemente, el egoísta, el ingrato, el inmisericorde y el desvergonzado son tipos de personas que son incapaces o que les cuesta mucho trabajo comportarse como seres humanos. Un ser que no es capaz de comportarse como un ser con alma o el “desalmado”, es alguien incapaz de “responder humanamente” ante los reclamos de los demás. La persona falta de sentimientos o “insensible”, no responde a la Otra Persona cuando ésta le implora piedad, ignora a quien pide las gracias, evade al que le suplica un poco de generosidad y carece de la capacidad de “darle la cara” o de “mirar a los ojos” a aquel que le exige que responda por sus actos. El ser humano “desalmado” no solo es inhumano, sino que siendo él o ella, un ser “humano”, claramente muestra signos de “deshumanización” en su comportamiento hacia las demás personas e incluso hacia sí mismo. Es decir, el hombre y mujer sin alma muestran síntomas de que aquello que se supone que hace a él o a ella un ser “humano” verdadero no está presente en

su ser; o que al menos ello está “desanimado”, sin movimiento o “sin vida” dentro de su persona. Esta es la razón de que ella no exhiba muestras de “calor humano”. De aquí que sea ella denunciada como una persona sin alma o sin corazón.

Sin embargo, la peor forma de deshumanización en un individuo no es la incapacidad de éste de dar demostraciones de “humanidad”. Sin duda, hay cierto grado de perversidad en no dar las gracias, en pasar frente a un mendigo y no hacer la caridad o en mantenerse impávido frente al dolor de otra persona o en ir manejando y no dar paso a una persona que pacientemente espera en el cruce peatonal para atravesar la calle. No obstante, la peor muestra de inhumanidad, de perversidad, de indignidad y/o vileza en un ser humano es ofender, lastimar, perjudicar o dañar a Otro Ser Humano y luego actuar como si nada hubiese pasado, sin presentar tampoco signo alguno de cargos de conciencia por las acciones cometidas contra esa Otra Persona. Y es que la más vil manifestación de “falta de calor humano” en una persona es la de atropellar o ejercer una acto de violencia directa contra Otra Persona y no sentirse responsable por ello, ni dar señal alguna de sentimientos de cargos de conciencia ni de “vergüenza”. De aquí que la persona incapaz de responder por sus acciones se le acuse de ser moralmente “irresponsable”. De aquí también, que al hombre o mujer irresponsable, “incapaz de responder”, aquel que no da signos de remordimientos ni muestras de vergüenza en su cara, pues su rostro permanece impávido, sea de ordinario acusado de ser un “sin vergüenza”, de ser un “descarado” “de ser un “tipo frío”, un “cara de lechuga” o de ser un “cara de lata”. El tipo o tipa cara de

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lata no parece poseer calor en su cara como consecuencia de no poseer calor en su alma tampoco. Tanto su cara como su alma , por lo tanto, igualmente, frías.

La palabra generosa, sin embargo, le imprime un alto grado de calor al alma pues le da forma salvándola de la inhumana frialdad que se manifiesta en el alma del ser egoísta y vil porque ella es el lenguaje de la verdadera amistad y solidaridad entre los seres humanos. La generosidad es la voz de la bondad y la amabilidad del alma humana pues ella engloba la gratitud, la ternura, la compasión, la misericordia, la tolerancia, el altruismo o el regalo desinteresado, es desprendimiento, la entrega y el sacrificio por los demás y sobre todo, hospitalidad. La palabra generosa abraza todos los sentimientos y virtudes del alma que se contraponen al narcisismo ególatra que gobierna las almas de muchos de los miembros de sociedades como la puertorriqueña.

Por ello se hace imperativo enseñar al ser humano la palabra generosa pues ella es el fundamento de los buenos sentimientos humanos en el alma. Generosidad y “humanidad” son, por lo tanto, sinónimos. Insuflar el alma del calor de la generosidad es, por ende, humanizarla, es decir, imprimirle verdadero calor humano al espíritu. Por eso la voz de la generosidad salva al alma y por consiguiente a la comunidad humana también. Al menos tenemos la esperaza de que así sea pues en cualquier acto humano de desprendimiento o de hospitalidad, o sea en cualquier acto puramente generoso, está comprendida la “esperanza”. El lenguaje de la

generosidad es siempre la voz de la esperanza y esa voz se escucha por todas partes dondequiera que el ser humano intenta, no solo expresar sus sentimientos, sino que pretende comunicarse, es decir establecer un “lazo” con las demás personas. Por ejemplo, cuando decimos, ¡Hola!, ¿qué tal?; tanto al conocido como al desconocido (pero, muy especialmente a éste último) saludándole, no solo estamos siendo generosos, pues en éste saludo, nos damos, nos regalamos, a la Otra Persona, al desconocido, sino que lo hacemos esperanzados en que esa persona, como acto de cortesía, nos devuelva el saluda. Por eso decir , “!Hola!, al desconocido no solo es un acto de generosidad, sino que es un acto de hospitalidad, pues con dicho acto abrimos el espacio para que nos respondan con otro gesto amistoso, que a su vez resulta en un acto de total gratitud y apertura; “Yo, muy bien. ¡Gracias!, ¿y usted? De suerte, que la apertura, o la hospitalidad es mutua. La palabra, ¡hola!, es, por lo tanto, generosa y hospitalaria, ambas cosas a la vez. Así como lo es el acto de estrecharle la mano a otra persona, al igual que la palabra y la acción misma de la amistad.

He aquí la razón por la cual establezco que la palabra generosa tiene la capacidad de salvar y sostener a la comunidad humana. Porque la palabra al ser generosidad es también esperanza. Quizás eso es lo que el filósofo Lévinas quería decir, al sostener que la palabra es hospitalidad. Porque detrás de mis actos generosos y desinteresados también se oculta, como un secreto, la esperanza.

Y es que en mi acto de genuina hospitalidad para con otras personas llevo escondida la esperanza de que a la persona a la que acojo en y le ofrezco morada, sea en realidad un amigo y no un enemigo enmascarado. Es decir detrás de mi acto abrigo la esperanza de que pueda yo tenerlo como amigo confiable. Pues ya que lo estoy dejando entrar en mí corazón, a mi casa, como a un amigo, espero que sea reciproco conmigo y que al menos no entre en mi morada para hacerme daño. Nuevamente, cuando le digo, ¡Hola!, a otra persona, espero, que mi acto amistoso sea reciprocado. Es por ello que me molesto, cuando la esperada respuesta de agradecimiento no llega. Igual ocurre, pero a un nivel más elevado, cuando considero a cierta persona como mi amigo verdadero ya que dicha persona me ha llamado, “amigo”, en innumerables ocasiones y como tal lo acojo, le doy mi confianza y tengo fe en su persona y en su palabra. Así, que le abro mi corazón y despliego las puertas de mi alma a esta persona. ¿Acaso dicha apertura no es, claramente, un acto de hospitalidad? Tanto dicho acto, como la acción misma de literalmente abrir las puertas de mi casa al amigo (nuevo o viejo) para que venga a cenar y a platicar, son actos hospitalarios.

Pero cuando actúo hospitalariamente, no solamente estoy siendo generoso, sino que tengo, además, la esperanza de que el nuevo amigo no me falle. Es decir, en cada acto de generosidad que tengo con mi amigo, llevo la esperanza de que mi amigo sea un amigo verdadero y que no traicione la confianza que le he obsequiado.

La generosidad, por tanto, incluye la esperaza. Es así que entendemos que habrá de ser también tarea de la educación cultivar al discípulo para la esperanza.

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Porque un ser humano sin esperanza no es un ser humano, sino un muerto en vida. La esperanza es el oxigeno del alma. De modo que sin esperanza el espíritu del ser humano se queda sin aire, se muere.

Conclusión

El ser humano nuevo que queremos desarrollar al través de la educación que hemos descrito en las páginas anteriores no es aquel estudiante que se conforma con tomar unos cursos de naturaleza técnica para salir rápidamente al campo del trabajo. Los hombres y mujeres verdaderamente cultos son aquellos que se cultivan en el arte de la reflexión, en la generosidad, en la hospitalidad y, sobretodo, en la esperanza. Porque lo que verdaderamente esperamos a través de este cultivo es el nacimiento de una nueva raza de seres humanos. Es decir, la gran esperanza que tenemos en la educación es que más y mejores seres humanos aparezcan en el horizonte cultural del planeta. Por eso, la misión de la educación desde la niñez del ser humano hasta la universidad debe ser el darle forma y cultivar en la generosidad y en la esperanza al ser humano. Quizás, así y con el tiempo los nuevos hombres y mujeres nazcan a la vida algún día en el futuro. ¡Ojalá así sea! Mientras esos nuevos hombres y mujeres llegan habrá que continuar haciendo del cultivo de la palabra generosa y esperanzadora la verdadera misión de la universidad. ¡Ojalá aparezcan unos nuevos hombres y mujeres con una palabra más sensata y más generosa sobre el planeta tierra!

Supongo que eso es lo que precisamente Neruda quiso decir con el final de su hermoso y esperanzador poema, La Palabra; el cual reproducimos a continuación:

Nacióla palabra en la sangre, creció en el cuerpo oscuro, palpitando, y voló con los labios y la boca.

Más lejos y más cercaaún, aún venía de padres muertos y errantes razas, de territorios que se hicieron piedra, que se cansaron de sus pobres tribus, porque cuando el dolor salió al caminolos pueblos anduvieron y llegaron y nueva tierra y agua reunieronpara sembrar de nuevo su palabra. Y así la herencia es ésta: éste es el aire que nos comunica con el hombre enterrado y con la aurora de nuevos seres que aún no amanecieron.

Preguntas Guías para el estudio de esta lectura:

1. ¿Por qué la palabra es, en principio, un tipo de acuerdo social?

2. ¿Por qué la palabra es la plataforma de la cultura?

3. ¿Por qué el ser humano es cultura?4. ¿Por qué la palabra es cultura?5. ¿Qué es la cultura humana?6. ¿Por qué la palabra es diálogo?7. ¿Por qué la palabra es solidaridad?8. ¿Por qué la palabra es amistad?9. ¿Por qué la palabra es comunidad?10. ¿Por qué la palabra es hospitalidad?11. ¿Por qué la palabra es esperanza?12. ¿Cuál es el fin de la educación?

13. ¿Por qué un ser humano poco generoso es considerado un ser descorazonado?

14. ¿Por qué la palabra debe ser generosa?15. ¿Por qué debemos educar al ser humano en

la generosidad, en la hospitalidad y en la esperanza?