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Material de lectura para el desarrollo del taller "La novela" en el curso Modos de Leer Literatura

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Modos de leer literatura

Curso

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Deudas noveladasPor Fernando Vásquez RodríguezDirector de la Maestría en DocenciaFacultad de Ciencias de la Educación Universidad de La Salle

Saúl CadenaPor Fernando Vásquez Rodríguez

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Cada uno de nosotros tiene en su haber novelas que lo han fascinado, entusiasmado o que lo han con-movido profundamente. Y después de varios años vi-vidos son muchos los títulos y los autores que han ido tallando nuestra manera de sentir o imaginar. Si echo mano de mi memoria, sé que las novelas de Thomas Mann, especialmente Muerte en Venecia, La montaña mágica y José y sus hermanos, han sido determinantes en mi gusto por la narrativa novelística y por tratar

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de comprender la compleja condición humana. Tam-bién han sido fundamentales García Márquez y Ernest Hemingway. Otro tanto ha sido la lectura de Balzac, de Knut Hamsun, de Samuel Beckett, James Joyce, de Faulkner o Proust. Hay novelas que seguramente para otras personas no tuvieron la misma incidencia vital que para mí: pienso en La muerte de Virgilio de Hermann Broch y la biografía novelada de Van Gogh, Lujuria de vivir, de Irving Stone, obras que me llevaron a tomar la decisión de abandonar mis estudios de de-recho y asumir en serio mi vocación por la literatura. Cuántas noches compartí con amigos, en “El griego”, capítulos de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, esa no-vela en la que el amor desesperado se refunde con el abismo del alcohol; o de esa otra novela que se con-virtió en aquellos años en una “biblia” de las técnicas narrativas que deseábamos aprender y emular, José Trigo de Fernando del Paso. Y novelas como Narciso y Goldmundo de Hesse, o las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, o Las olas de Virginia Woolf, o Eumeswil de Ernst Jünger iban conmigo a todas partes, a la manera de compañeros de viaje mientras hacías

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mis estudios universitarios. Les debo tanto a varios no-velistas que se necesitarían muchas páginas para mos-trar cabalmente esas deudas tanto por haber gozado de sus páginas como por las sutiles experiencias extraídas de sus personajes. Pero vale la pena compartir, así sea con rápidas pinceladas, una antología de esas novelas que he leído y de las lecciones que asimilé para mi pro-pio oficio de aprendiz de escritor.

• 1 •La primera novela que leí cuando niño fue una

de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra. No sé si porque los ambientes descritos en ella se parecían a las montañas y la naturaleza exuberante que vi en mi infancia, lo cierto es que la devoré en unos pocos días. Tal vez en esa novela está el germen de mi gusto por los juegos de palabras, porque allí, en los manuscritos descubiertos por el profesor Otto Lidenbrock estaba oculta toda una fascinación por el descubrimiento y

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la aventura. Adentrarse en la novela era una especie de enigma por descifrar; un criptograma que poco a poco iba develándose a medida que pasaba las hojas. Tengo vivo en mi memoria el escepticismo de Alex, sobrino de Lidenbrock y narrador de la historia, y me sigue pareciendo misterioso Hans, el guía de la expedición. Verne combina en esta novela los avances científicos de la época con la fantasía, creando un escenario de ficción en el que abundan las descripciones y las peri-pecias, los datos de un mundo real con otro fantástico y extraordinario.

Si hubiera una lección para aprender de esta novela que leí de niño a la par que me maravillaba con el libro de texto Viajemos por el mundo de Levy Marrero, especialmente con esas páginas a todo color sobre los mayores volcanes del mundo, es que la escritura o lectura de una novela requiere la elaboración de un espacio en el que puedan moverse los personajes. Existen, desde luego, diversos tipos de espacios: los naturales o realistas, los subjetivos y los fantásticos. Hay espacios símbolo y espacios personaje. Para algunos estudiosos y críticos de la literatura, si los espacios subra-yan lo físico, el ambiente corresponde al clima psicológico.

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• 2 •Otra novela que leí cuando estaba terminando mi

primaria fue Don Quijote de la Mancha, en una edi-ción ilustrada y abreviada, que me dio como regalo mi profesor Luis Germán Soto. De esa novela, en gran formato, me llamaba la atención la cantidad de situa-ciones por las que pasaba el personaje principal: Don Quijote luchando contra los molinos de viento, o con los odres de vino, con el bravo caballero del bosque o con los muñecos de pasta del titiritero… Cada capítu-lo era, en sí mismo, una aventura. A la par que copiaba las ilustraciones me divertía leyendo esas historias en las que las cosas más descabelladas parecían tan coti-dianas que no había tiempo para descalificarlas por inverosímiles o poco verdaderas. Aún hoy, pienso que la maestría de Cervantes estuvo en intercalar diferen-tes historias dentro de una historia mayor, la del via-je de Don Quijote y Sancho, su fiel escudero, no sólo para sazonar o variar la narración sino para renovar el

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interés de los lectores. En todo caso, en ese texto pude darme cuenta de que Cervantes mostraba, con humor, no a un héroe invencible, sino a un ser humano sujeto a los desengaños y la infortuna.

Una de las lecciones aprendidas de El Quijote de la Mancha, que sigo leyendo con devoción y regocijo, es que al leer o escribir una novela hay que estar pendientes de su estructura, y de cómo se organizan los diferentes episodios o capítulos. Y más allá de la clásica estructura de la novela planteamiento, nudo y desenlace, lo cierto es que las acciones, los hechos y los acontecimientos se ordenan en partes, capítulos o episodios. Los episodios, como sucede en El Quijote, son apartados con cierta autonomía y se relacionan en virtud de la presencia del protagonista de los mismos. Es el protagonista o los per-sonajes centrales los que le dan unidad a esos otros relatos intercalados o yuxtapuestos en la novela. Sobra decir que la división en episodios, capítulos o partes coincide con modificaciones en el tiempo, el espacio o los cambios de estado psicológico de los protagonistas. O son divisiones necesarias para que la historia resulte interesante para el lector.

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• 3 •Creo que como muchos estudiantes de secundaria

tuve la tarea de leer María, la novela de Jorge Isaacs y La Vorágine de José Eustasio Rivera. Lo que más re-cuerdo del primer texto, además de las descripciones de los paisajes vallecaucanos, y los diálogos entre los dos personajes, fue la historia de amor entre Efraín y María. Sin lugar a dudas, el tema del amor era lo que irrigaba y daba sustento a esta novela romántica. El amor adolescente, el amor en secreto, el amor perdido. Y de la segunda de las novelas, lo que más cautivó mi atención fue el tema de la violencia manifiesta en aquel micro-mundo de la explotación del caucho. Arturo Cova con Clemente Silva se sumaban a ese espacio devorador de la selva que hacía enloquecer y deshumanizaba a cuantos entraran en sus dominios. Nuestro profesor de español insistía en que, además de su valor literario, esta era una novela de denuncia social, de búsqueda de justicia para los explotados.

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Si tenemos que sacar otra lección de estas dos obras colombianas es la de que al leer o escribir una novela es clave identificar el tema o asunto fundamental que sirve de base para el argumento de la misma. El tema es como la idea central en torno a la cual gira la novela; el tema es más general que los motivos, que dan concreción a las acciones de los personajes; los motivos organizados forman la estructura temática de la novela. Los temas pueden ser directos o indirectos, y, según otros, abstrac-tos y universales. El desarrollo pormenorizado del tema constituye el argumento de la novela.

• 4 •Mucho después, movido por la sugerencia de mi

profesor Jorge Zabaleta, leí una novela que al primer momento me desconcertó: Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Y aunque me gustaban los personajes y la descripción fantástica de los ambientes, de un pueblo semejante al de mi niñez, no lograba descifrar cómo operaba el tiem-

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po en la obra. Parecía por momentos que se narraba en un pasado y luego, en otro apartado, ya estábamos en un presente. Por lo demás, no había capítulos sino doble espacio en blanco entre uno y otro. Pero lo que más me atrapaba era ese ambiente desolado de Comala y esos diálogos escuetos entre difuntos. Juan Preciado, Susana San Juan y otros personajes iban y venían en un tiempo fluido, mítico. Lo real y lo irreal se mezclaban creando un ambiente mágico. Reconozco que tuve que releer varias veces segmentos de esta novela para entender cómo el recuerdo se hacía añicos al encontrarse con un pasado estático, y cómo los monólogos del protagonista eran un susurro de la desesperanza.

De las variadas lecciones que un lector o escritor de novelas podría sacar de esta novela de Juan Rulfo, desta-caría la de identificar y valorar el empleo del tiempo en la narración. Ese tiempo puede ser el de una época, de la totalidad de una vida o de un período determinado. Ha-bría que diferenciar entre el tiempo real (el de los relojes) y el tiempo ficticio (el “transformado” o “fragmentado” por el narrador); o entre el tiempo exterior y el tiempo interior o psicológico. También son interesantes las dis-

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tinciones hechas por Gérard Genette entre el tiempo de prospección (cuando se adelanta o se antepone la narra-ción de un acontecimiento que debería relatarse después) y el tiempo de retrospección (cuando se relatan aconteci-mientos anteriores al tiempo de una primera narración). La organización del tiempo es fundamental para crear la intriga. Los juegos del tiempo fueron objeto de interés por novelistas como Virginia Woolf o William Faulkner.

• 5 •Cuando empecé a trabajar muy joven en el pe-

riódico El Espectador, saqué mi primer crédito para comprar los ya clásicos volúmenes de Ediciones Agui-lar. Entre los primeros libros que adquirí estuvieron las Obras completas de Fiedor Dostoievski, y fue todo un descubrimiento adentrarme en la novela Crimen y castigo. La figura de Rodion Raskólnikov me atrapó desde el inicio. Dostoievski construía sus personajes de tal forma que uno como lector podía saber sus du-

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das, sus pensamientos más íntimos, sus angustias, sus dilemas y sus sueños. Por supuesto que el asesinato de la usurera, la que Raskólnikov consideraba inútil para la sociedad, es el motivo central de la novela, pero lo que más me subyugaba eran los tormentos, los delirios, los conflictos del protagonista narrados hábilmente por Dostoievski. Crimen y castigo fue la novela que me permitió conocer de primera mano un personaje completo, con sus características físicas y sus conflictos morales. Cuánto me conmovía esa lucha interior entre la culpa y el arrepentimiento de Raskólnikov, y cómo me solidarizaba con Sonia, la joven y sufrida prostitu-ta, confidente de Raskólnikov, y cuánto odié a Arcadio Ivánovich, por cínico y mentiroso.

Las lecciones en este caso, con uno de los maestros de la novela rusa, son múltiples. Sin embargo, para un lector o escritor de novelas cabría destacar la de identifi-car y saber crear personajes. Los personajes constituyen uno de los aspectos primordiales de cualquier novela, son el centro de interés de la narración. Los personajes pueden caracterizarse de modo directo (como principa-les o secundarios) o indirecto (mediante objetos, espa-

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cios o relaciones con otros personajes). Los personajes pueden ser estáticos o en procesos de evolución; pueden ser individuales o colectivos; y pueden ser protagonistas o testigos en el proceso narrativo. El personaje puede presentarse, según Bourneuf y Oullet, de cuatro mane-ras: por sí mismo, por otro personaje, por un narrador exterior a la acción o de manera mixta (desde el exte-rior y desde su interior). Desde luego, los buenos lectores o escritores de novelas saben distinguir entre personajes redondos y planos; es decir, entre personajes caricatura y personajes complejos.

• 6 •No sé la fecha exacta cuándo empecé a leer el Cuar-

teto de Alejandría de Lawrence Durrell, pero estoy segu-ro de que el detonante fue mi propia exploración en el mundo del amor. Esta novela es una tetralogía: Justine, Balthasar, Mountolive y Clea. La temática es, precisa-mente, el amor en todas sus formas y el escenario de

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fondo es Alejandría, o la Alejandría cantada por Cavafis. Cada novela puede leerse de manera independiente y, las cuatro, constituyen un todo narrativo. Lo que me pareció original fue la propuesta de Durrell de presentar cuatro puntos de vista de un mismo escenario, de unas mismas vivencias y de un mismo tiempo. Si mal no recuerdo, él llamaba a esa propuesta, una novela prismá-tica. Por eso mismo, dependiendo de la mirada de cada uno de los cuatro amigos, así narrará sus emociones, sus sentimientos y su juicio sobre los demás. Y si uno estaba de acuerdo con las apreciaciones de Justine, lue-go, cuando leía a Balthasar podría encontrar flagrantes contradicciones en lo que ella había dicho. La lectura de esos cuatro volúmenes, que subrayaba con marcadores de diferente color, me confirmó lo multidimensional de la realidad y lo relativo o precario de sólo atender a un punto de vista. En especial, cuando lo que deseamos narrar es el mundo de los sentimientos.

Es apenas natural, para un lector o escritor de nove-las, que la lección de El cuarteto de Alejandría estriba en conocer y apreciar el valor del punto de vista (la foca-lización) o los diversos modos como de narrador cuenta

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su historia. Aunque son múltiples los matices y varian-tes, básicamente hay tres tipos de narradores: el testigo, el protagonista, y el omnisciente. Siguiendo de cerca a Jean Pouillon, podemos decir que hay tres tipos de pun-to de vista: la visión “por detrás”, cuando el narrador lo sabe todo acerca del personaje; la visión “con”, en la que el narrador sabe lo mismo que los que personajes; y la visión “desde fuera”, en la que narrador sabe menos que los personajes. Lo importante es aprender que cada punto de vista tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

• 7 •En épocas distintas, pero con igual interés, leí dos

novelas: Rayuela de Julio Cortázar y La vida está en otra parte de Milan Kundera. En el primer caso, y aten-diendo a las indicaciones del mismo Cortázar, seguí el orden propuesto por él, a partir del capítulo 73, y no la secuencia lineal como estaba organizado el libro. Fui un lector de saltos, de ir adelante y atrás, como Horacio

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Oliveira, buscando a La Maga. En cuanto a la novela de Kundera, de entrada me pareció un texto mosaico en el que cada estela iba conformando la figura final. Había episodios que estaban relacionados solo con Jaromil y otros dedicados especialmente a la poesía o a los poe-tas. Después leí una entrevista a Kundera en la cual de-cía que había tenido en cuenta diferentes movimientos musicales al momento de escribir dicha novela: había capítulos escritos con la velocidad del moderato, otros en alegro y otros más en adagio o prestissimo. Estas dos novelas me hicieron comprender que yo, como lector, completaba o suturaba con mi imaginación aquellos vacíos entre uno y otro apartado. Que yo era un cola-borador del hilo narrativo.

La lección para un lector o escritor de novelas es evi-dente: Rayuela y La vida está en otra parte muestran que la novela es una composición en la que cada capítulo se organiza tejiendo una trama. Que los episodios necesitan jerarquizarse y organizarse para favorecer la intriga. La trama lo que hace es entretejer inteligentemente los epi-sodios para producir un efecto estético o para garantizar la estructura de la novela. Hay tramas simples, en las que

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es el hilo cronológico el que va ordenando los episodios; y hay tramas compuestas, en las que se entrecruzan di-ferentes historias. Sobre este punto hay que distinguir entre la estructura tradicional de la novela (lineal) y la estructura moderna de la misma (en paralelo, en espiral o calidoscópica). A veces la trama sigue un orden tempo-ral predecible pero, en otras obras, emplea estratagemas y recursos en los que los capítulos corresponden más a la lógica de la intriga que a la secuencia natural de la historia. Las tramas se componen previendo momentos de clímax o tensión.

• 8 •Aunque en el bachillerato ya había leído Cien años

de soledad de Gabriel García Márquez y durante mi carrera de Estudios literarios había hecho una relectura de la misma, fue al convertirme en maestro que leí con fruición y total dedicación esta obra descomunal y maravillosa. Todo parece confluir o emerger de esta

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novela: el mito, la leyenda, la historia, los sueños, el milagro. Es, por supuesto, el relato de la estirpe de los Buendía a lo largo de siete generaciones, pero a la vez es el sentir e imaginar de una región específica, el caribe colombiano, simbolizada en un pueblo: Macondo. En Cien años de soledad conviven la magia, el testimonio, la tradición oral y la exageración de los genuinos crea-dores de fábulas. José Arcadio, Úrsula, Melquíades o el coronel Aureliano Buendía participan de la suerte de un pueblo agobiado por los conflictos sociales, en los que la violencia y la guerra son tan importantes como la magia de lo cotidiano.

La gran lección para lectores o escritores de novelas, después de haber leído Cien años de soledad, es que este tipo de narrativa es la construcción, en sí misma, de un mundo, de un universo con sus propias lógicas, leyes y situaciones. Si se puede decir de otra manera, la novela es un micromundo autónomo y suficiente. En este sen-tido, el novelista plasma en su obra una cosmovisión sobre la condición humana. Más allá del tema, del es-pacio, el tiempo y los personajes, lo que en verdad hace el novelista –y eso es evidente en Cien años de soledad–

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es poblar el cosmos de una nueva realidad lo sufi cien-temente organizada como para reclamar para sí una identidad propia. Macondo, Comala, Yoknapatawpha, sus habitantes, sus confl ictos, sus historias, aunque son productos de la fi cción ya forman parte de la humani-dad. Tal vez esa sea la tarea más alta de un novelista.

Miro mi biblioteca y sé que he sido injusto con otras novelas a las cuales debería darles su lugar preponde-rante: Madame Bovary de Flaubert, El lugar sin límites de José Donoso, Sobre héroes y tumbas de Sábato, Santo ofi cio de la memoria de Mempo Giardinelli, El corazón de las tinieblas de Conrad, El hombre sin atributos de Musil… Sí, son muchas las historias y las deudas conte-nidas en cada una de esas novelas, y variadas las leccio-nes que poco a poco fui destilando de sus páginas. Pero para justifi car esas y otras omisiones, me conformo diciendo que esta es una primera entrega, o un avance de una futura obra que está en proceso de elaboración.

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• capítulo i •—Era tan bueno —dijo—, que hasta el mismo dia-

blo lo buscó para sus males.

Beatriz volteaba las arepas y, al mismo tiempo, con un movimiento rápido del dorso de la mano izquierda se secaba algunas lágrimas de la cara. Sollozaba y ha-

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blaba a media voz, como hablan todas las lavanderas del medio Magdalena, esas, que de pronto, cuando aún no les ha venido el primer período, sienten en cualquier recodo del río la figura del viejito sátiro, del pequeño y lascivo anciano de cabellos largos, tan, tan largos como su tabaco, única contra para este calentano violador.

—Allá arriba, en la pieza, tengo aún su sombrero —dijo Beatriz con desolación.

Yo la escuchaba. Después de que uno ha dejado su patria chica aprende a escuchar a sus tías –así sean po-líticas–; porque Beatriz era la madrastra de Saúl, por-que Saúl nunca tuvo ninguna otra madre que sus tías, porque Saúl no tuvo madre. Decía que uno, cuando ya ha perdido ese contacto directo con su tierra natal, tiene que recoger ese pasado a grandes sorbos, cuando se le aparece así, de pronto, como La Candileja o La Patasola. Y Beatriz, desde la cocina, me daba esas anti-guas melodías de niño, las mismas que oía cuando aún no había pasado “Sangrenegra” y aún podía madrugar a traer la leche donde mi tío Cristóbal, bien abajo de la

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carretera, en esa casa enorme cuidada por los ladridos de los perros. ¡Tantos perros como potreros tenía mi tío Cristóbal!

—Mire, mijo, ¿sabe qué mató a mi muchacho?

Beatriz hizo una pausa. Raspó con un cuchillo viejo, ya sin cacha, las quemazones de las arepas y las volvió a colocar sobre la parrilla que, justo arriba de los redon-deles de hierro de la estufa, aguantaba el doble calor de la leña y el sol canicular que crece como rastrojo en las montañas de Capira.

—El silencio, mijo, el silencio.

Yo permanecía apacible, como quien mira a ningún lugar. Estaba reclinado en la mecedora de mi tío Ulises, en la mecedora de mi abuela “Ñoa”, la gran abuela que se encogió de cáncer cuando se cansó de no ver pasar por el camino real las mulas que venían de Lomalarga, cargadas de piña como en los viejos tiempos. La mecedora familiar de los Rodríguez, la que se ofrece al sobrino venido de

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la ciudad. Observaba desde tal posición a Beatriz. La recorría sin prisa. Casi que la miraba al mismo ritmo de su voz. Deben saber ustedes que las mujeres del Tolima no hablan apresuradas o a borbotones sino más bien, con lentitud, como si combinaran la pena y la cobardía o, mejor, con esa seducción especial característica de las mujeres que conocen un secreto. Por eso Beatriz, la mujer de mi tío, la que lo obligó a casarse por la fuerza de la ley, me daba tiempo para mirarla. Ella no me veía. Decía sus recuerdos contemplando las ollas y las arepas, enfrascándose en la resonancia de la cocina salpicada de ruidos de palomas y envuelta en esa humareda limpia, altiva, azul, azul, azul, erguida por encima de las tejas de cinc, serpenteante y firme como el antiguo mirto que nos vigilaba desde un altillo de tierra.

Debió ser hermosa y sensual Beatriz. Caliente como las indianas de Rivera. Y sus senos florecidos, su olor de mejorana... debieron provocar en Ulises la salvaje crueldad del campesino siempre continente, siempre amarrado a su lujuria de solitario de montaña. Saúl tam-bién era así, eso lo sé yo de primera mano. Lo saben mis

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ojos de niño, de niño que va de vacaciones y se enfrenta otra vez al reino del total ocio o la absoluta haragane-ría. Y lo sabe mi piel de hermano cómplice junto a los juegos de naipe, cuando eran las grandes recogidas de café y, ellos, los trabajadores, en número mayor a vein-te, se entretenían en lances incansables de veintiuna, de caída libre, de caída con pepas, de tute, sobre todo de tute... “Me acuso en bastos... porque todo lo que es bastos es cariño, amor, afecto”. Claro, yo doy testimonio de la lujuria de mi primo. Los insectos jugaban también, revoloteando alrededor de la lámpara “Coleman”, la de gasolina, jugando a querer meterse dentro de la lámpara de cristal, jugando a quemarse. Las grandes noches de voces y risas, de sudor y humo de cigarrillos. Extraño, ¿no? Campesinos cansados y, sin embargo, dispuestos al desgaste, a la total entrega de pie junto a la noche. Cómo no disfrutar aquellas horas o esos otros recorridos junto a Saúl. Recuerdo, por ejemplo, cuando nos impusimos la tarea de sacar vino de palma. Me explico: cuando caen las palmas, cuando por una quema o por un ventarrón palmas, las de cuescos y amplias hojas rasgadas como helechos caen, uno espera un tiempo y, luego, hacha en

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mano, les abre una herida horizontal sobre su tendida mortalidad y espera... espera. El vino llegará. ¡Y qué vino! Yo no lo sé muy bien; cuando se es niño es muy difícil recordar los sabores, sólo los aromas, sólo los colores se recuerdan; los sabores se pierden como tantas otras cosas del pasado. Pero lo que sí recuerdo, y de eso da testimonio la cicatriz que llevo sobre mi ceja izquierda, es que la labor quedó trunca porque Saúl, al levantar el hacha, en un movimiento fortuito, me rompió el arco superciliar. Hubo sangre y vino, como en todo rito. Sí, con mi primo aprendí muchos ritos, por ejemplo, el de la oscuridad...

—Él llegó ese domingo sin decir nada, sin quejarse.

La voz de Beatriz volvió a humedecerse.

—Dejó sobre la mesa del comedor unas cebollas y unas libras de pasta...

Beatriz hizo un alto, salió de la cocina y señalándo-

me con la mano izquierda el lugar exacto donde Saúl

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había estado, agregó:

—Ahí, con esa manera suya de pararse, me dijo, “eran las últimas cebollas”.

—Yo no lo entendí —mijo— yo no lo entendí.

—Si lo hubiera entendido —murmuró mi tía—, entran-do de nuevo a la cocina.

Una gallina saraviada se interpuso entre las últimas palabras de Beatriz y mis ojos. Un perro viejo, pero buen cazador, “Mariachi”, me lamía los dedos de los pies. “Re-beca”, la lora que mi tía Helena le regaló a su hermano cuando se vino para Bogotá, parada sobre una de las vigas menores de la casa, guardaba un absoluto silencio. Los marranos, echados al lado de una pequeña alberca, se refrescaban entre el barro húmedo. Había silencio. El mutismo del medio día. El almuerzo ya casi iba a estar. Mi tío Ulises debía seguir abajo, en “La Peña”, recogiendo algunas yucas y algunos gajos de plátano y bajando –se-gún me había comentado la noche anterior– una papaya

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“que está que se cae de lo madurita”. Y yo, ahí, rascándo-me de vez en cuando los pies descalzos, espantando los mosquitos, que por ser época de invierno, venían por cantidades a recordarme mi origen.

—No, mijo, es que lo que hace el padre lo paga el hijo.

—Tríz, le pregunté, ¿pero él qué comentó, qué le dijo ese domingo?

Mi tía no contestó inmediatamente. Fue hasta la otra puerta de la cocina, botó fuera un agua sucia contenida en un platón y volvió al lugar sin pronun-ciar palabra. Acercó una banqueta y, poniéndose de espaldas a la pared lateral de la cocina, de espaldas al cemento, y recogiéndose la falda del vestido con esa precaución tan repleta de sensualidad, con aquel giro que permite ver la enagua –siempre blanca– y que, sin embargo, la oculta o la prohíbe, en fin se sentó frente a mí como para relatarme algo impor-tante o maravilloso.

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—Sabe, mijo, que ahora que me acuerdo, él dijo algo ese día sobre la cárcel donde estuvo y que nunca vol-vería allá, así tuviera que matarse... algo dijo, pero con esta cabeza mía. “Es que los años no vienen solos”. Yo no le presté atención. Y algo dijo también sobre Car-men o sobre un hermano de ella que iba a venir y que al fin no vino. No recuerdo bien. En todo caso, después que se bebió la limonada que le tenía preparada, fue a la casa de arriba y se cambió de ropas.

Beatriz interrumpió el relato. Bajó la cabeza y aga-rrándola o sosteniéndola con ambas manos dejó que el llanto cayera pesadamente sobre el cemento brillante del corredor.

—Se puso la ropa de cacería y el bendito sombrero negro.

Ahora las lágrimas corrieron presurosas hasta las mejillas de mi tía. Subieron del piso a su rostro. Ella, sin percatarse de mis ojos, con el envés de la falda roja y blanca —ay, mi tía viste de rojo y blanco; cómo la recuerdo de niño, de rojo y blanco traslúcido, de rojo y

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blanco limpio— se secó las lágrimas, con el dobladillo, como si fuera un inmenso pañuelo rojo y blanco.

—Tranquila, Tríz, —le dije.

—Ya traía terciada la escopeta, la maldita capsulera de su tío.

El llanto de mi tía se detuvo. La voz se hizo clara.

—Le ofrecí un pocillo de tinto y él lo bebió apuradamen-te. Le sudaban las manos. Las tenía calientes. Y, como siempre, entre chiste y chiste, dijo “voy a ver si hoy sí me sale el guatín”.

La cacería no es algo cotidiano en Capira. Es más bien una necesidad. Aunque, desde luego, también es un aprendizaje de la espera. Algo aprendí de mi viejo y de mis tíos; algo de Misael, el amante de mi abuela. El gran borracho que después de golpearla le llenaba su vientre de perdigones blancos; eso cuentan, porque mis ojos de niño sólo veían las personas, no sus actos.

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Cazar y esperar. Uno lo aprende con una cauchera. No es que esté en favor de los depredadores de la fauna, pero quien no haya destripado un sapo o matado una avecilla, no sabe lo que significa el sigiloso seguimiento para acabar con algo vivo. Es una labor de cautela, de tino, de precisión, de saber calcular el paso, para no ir a pisar la hoja seca o el chamizo caído, para no dar el paso en falso, para no ir a hacer muy notorio nuestro cuerpo; mejor aún, es una labor de ocultación, de mimetismo. ¿Saben? el animal o la presa comprende, sospecha que uno la sigue, lo sabe y, por lo mismo, lo tienta. Toda presa es una tentación. Como que se nos muestra an-tojadiza, insinuante, caprichosa y esbelta, rica al tacto y al gusto. “Sobre todo el venado, mijo, que de cada salto salta una montaña. Por eso hay que darle justo en el codillo. Si no es en el corazón, el venado no se muere”. La presa se le insinúa a uno como si fuera una mujer. Tómame, le dice a uno, pero con cuidado, mide bien tus pasos. Conquístame. No debes disparar antes que la distancia sea propicia; cuídate de no malgastar ese tiro, aguanta, espera, no te desesperes; consuélate si por algún azar, alzo el vuelo o me pierdo entre la maleza.

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Tranquilo, no desfallezcas. Y uno ahí, con la cauchera, tensándola y destensándola, apretando la piedra conte-nida en la badana como un segundo corazón, siguien-do a la tórtola como si fuera una niña caprichosa. Y llega un rayo de luz y lo hace perder a uno el objetivo, y vienen las grandes hojas, las hojas grandes de varios colores que confunden o refunden la avecilla parduzca. Y, de pronto, como que la presa queda detenida en un momento y un espacio propicio, justo. Es el punto y es el momento. El eje de coordenadas se cumple: tensar el caucho, contener la respiración, apagar un ojo, cal-cular, estirar, estirar y ¡tas!, el golpe seco o la piedra que sigue de largo, hacia el vacío, rompiendo quizá la hoja limpia de alguna mata de plátano. Si hubo suerte, a unos cuantos pasos recogeremos la sangre aún caliente, el cuello desgonzado, los últimos pálpitos, las plumas deshechas, como el rancho aquel donde nací que de tanto querer mantenerse en pie se está cayendo, y la alegría de haber dado en el blanco. Lo mismo sucede con la escopeta, sólo que por tener mayor alcance, ésta le permite a uno otras muchas libertades. El caucho es para la cercanía, la pólvora para lo distante. Aunque

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eso no es del todo cierto porque Saúl Cadena invirtió el uso de las armas.

—Como a las cinco yo oí un tiro —dijo Beatriz—, levan-tándose de la banqueta. “Le salió el ñeque a mi muchacho”.

Mi tía se arrodilló para atizar la estufa. Algunas chis-pas salieron de ella y fueron a confundirse con el brillo de los ojos de Beatriz. El agua tranquila de las lágrimas las apagó de inmediato.

—Su tío llegó como a las seis. Comimos y nos sentamos afuera, en el corredor, a esperar.

Beatriz se detuvo en las últimas palabras.

—Yo no sé, pero como que ya tenía la corazonada de que algo le había pasado a mi muchacho, algo, no sé.

Yo no fui al entierro de Saúl porque no soportaba ver muerto lo más vivo que había conocido en mi vida. No fui a San Juan de Rioseco porque me dolía la muerte

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de mi primo, porque no comprendía, porque sencilla-mente el amor sigue siendo más fuerte que la muerte. Llegué después, muchísimo después, cuando ya los áni-mos estaban dispuestos a recordar con lágrimas, sí, pero sin el lastimoso acento de “si fue ayer mismo que lo vi-mos así”. Regresé a los tres años justos. Llegué a Capira con miedo; por primera vez un sentimiento de temor me recibía, a manera de brisa, un sentimiento distinto a la brisa fresca de aguacatales y yarumos, de mangos y naranjos; no era el sentimiento de la brisa fresca, no el sentimiento vivo del sol que hace cantar los gallos, del rocío que despierta las vacas, no, era otro sentimiento, un aire triste, amargo. Y cuando llegué a “La Pajosa”, a la casa de la señora Josefina, la señora arrugada y como conservada en su propia edad, la dueña de la tienda donde Saúl se emborrachaba con Ramón, el hijo fiel de la dueña, cuando pude contemplar más abajo la casa blanca de puertas naranja, supe que algo había muerto en Capira, comprobé lo que me había dicho mi tía Pura: “cuando el gallo canta a las cinco de la tarde, a alguien le está rondando la muerte”. Me di cuenta de que sí, de que los moribundos en el trance de la agonía recogen

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sus pasos, de que la guadua había florecido aquel mes de junio y de que el ruido de la pólvora atrae las lluvias. Porque después de que Saúl abandonó Capira definiti-vamente, llovió fuerte y sin parar durante muchos días.

—Su tío —continuó diciéndome Beatriz— marrullero como siempre ha sido, fue arriba, sacó la linterna y se fue en busca de él. Ya eran como las siete.

Los ojos de mi tía se iluminaron. Profetizaba.

—Esa tarde el trespiés había cantado durante mucho rato cerca a la antigua casa de su abuela, allá, hacia el lado de “El Charquito”.

Me contuve, quería preguntar otras cosas, hacer que Beatriz entrara en detalles. Pero preferí callar; opté por dejar que mis ojos y mis oídos sirvieran de mudos in-terlocutores. Callé y me ofrecí como un atento seguidor de la historia, aunque yo ya conocía el desenlace.

—Al rato llegó su tío tembloroso. Siguió de largo

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hasta la cocina, buscó la totuma y tomó agua... No decía nada.

Mi tía relataba con tal vivacidad los hechos que, por un momento, me pareció ver a mi tío Ulises, de pie, en un rincón de la cocina, bebiendo agua en una totuma negra.

—Luego se sentó en esa banqueta— Beatriz me seña-ló el destartalado objeto de madera en donde minutos antes había estado, —se sentó como si hubiera llegado de muy lejos y con un tono desconsolado me dijo, “el pendejo ese se mató”.

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