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La increíble aventura de Francina Fisgona Texto: Sandra Gómez Ilustraciones: Carles Salas Los cuentos de la abuela

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Page 1: La increíble aventura de Francina Fisgona · Francina, y también sus compañeros, al ver aquellos objetos estrafalarios que ya no servían, quedó impresionada. A Francina, y a

La increíble

aventura de

Francina

Fisgona

Texto: Sandra Gómez

Ilustraciones: Carles Salas

Los cuentos de la abuela

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Una vez, Francina Fisgona fue con la escuela a visitar el Museo del Sueño, donde había guardadas cosas

antiguas que se utilizaban para dormir, como una cama, un despertador o unos patucos. Francina, y también sus compañeros, al ver aquellos objetos estrafalarios que ya no servían, quedó impresionada.

A Francina, y a unos cuantos más, les llamó mucho la atención el vestido extraño que llevaba un maniquí. Enseguida, comenzaron las preguntas.

– Señorita, ¿de qué va vestido este señor? –le pidió la Francina.

– Lleva un pijama –contestó la maestra.

– ¿¡Un qué!? –preguntaron dos alumnos con una sola voz.

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– Un pijama. La vestimenta cómoda que se ponían nuestros antepasados cuando iban a dormir.

– ¿Qué es dormir? – preguntó una niña.

– ¿Es un truco de magia? –dijo Francina mientras tocaba curiosa la manga del pijama. Le pareció que era suave.

– Dormir consistía en cerrar los ojos cuando venía el sueño, que era las ganas de dormir –explicó la maestra.

– No lo entiendo, me estoy aburriendo –dijo uno de los alumnos.

El grupo continuó la visita en otra sección del museo.

En una sala, había una pantalla en la que se proyectaban unos dibujos animados que, de tan antiguos, se veían borrosos y llenos de rayas. En ellos, unas niñas y unos niños bailaban y cantaban que habían estado jugando todo el día pero que, cansados de dar vueltas aquí y allá, ya se iban a dormir. "Buenas noches, buenas noches, ¡hasta mañana!", decían al final de la canción.

La maestra explicó que aquel pequeño cuento musical se veía cada noche en las televisiones de todas las casas y servía para avisar a las criaturas de que había llegado la hora de irse a la cama.

– ¿Y qué pasaba si no hacían caso? –preguntó un alumno, a quien todo se le hacía extraño.

– Que no tenían la rutina diaria de conciliar el sueño a la misma hora y, por ello, al día siguiente estaban sin energía para hacer nada –dijo la maestra.

– ¡Qué actividad más aburrida! ¡Menos mal que ahora ya no dormimos! –opinó Francina dando palmas de la alegría.

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Cuando, de repente, ¡Riiiiiiiiing!

¿Qué era aquel estruendo? Un sonido atronador como cien alarmas contra incendios sonando todas juntas había roto la serenidad de la sala. Los chicos se pusieron a gritar del susto.

– Tranquilos, no ha sido nada. Sólo es un despertador –dijo la maestra, mientras cruzaba la sala para ir a apagarlo. – Como su nombre indica, servía para despertar a los que dormían. El lugar habitual era sobre la mesilla de noche, junto a la cama. Hace muchos años que no se fabrican.

– ¡Mirad qué cosa más rara! –dijo Francina señalando una vitrina. Todos corrieron. Al mirar dentro, quedaron boquiabiertos.

– Ah sí... Esta materia abstracta que parece una nube de colores y que cambia de forma lentamente se llama... ¡sueños! -Explicó la maestra.

– ¡Oooooh! –hicieron todos.

– ¿Sueños, señorita? –exclamó Francina con la respiración contenida y sin dejar de mirarlo con unos ojos muy abiertos. Nunca en su vida había visto algo que parecía humo embalsamado, o vete a saber cómo se podía describir lo que lo era.

– Los sueños eran pensamientos molestos, incontrolables, y muchas veces no tenían sentido. Los sueños causaban muchas molestias, no servían para nada –dijo la maestra con contundencia. – Y ahora iremos a la sala donde guardan la cama. ¿Habéis visto alguna vez una cama?

– ¡Noooo! –chillaron todos mientras seguían a la maestra dando saltos hacia la otra sala.

– Pues vamos a descubrirlo.

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Acudieron todos menos Francina Fisgona. Se había quedado con la nariz aplastada contra el cristal de la vitrina, observando fijamente los sueños que se exponían.

– ¿Cómo debe ser tener un sueño? –se preguntó con más curiosidad que la de un gato inspector.

Mientras tanto, una musiquilla empezó a sonar. Se oía a lo lejos. Al escucharla, Francina despegó la nariz del cristal. Buscó de dónde venía y, después, entró en una estancia más pequeña que había al lado. Allí, sobre una mesa de madera noble y antigua, encontró un altavoz, un poco polvoriento, del que salía aquella melodía tan dulce. Cuando se terminó, empezó a sonar otra, más amorosa todavía. Sobre la mesa, un letrero decía: "canciones de cuna para dormir a gusto".

Francina se preguntó qué era una cuna. Junto al altavoz, y protegida por una urna de cristal, había una botellita que contenía babas conservadas, y un letrero que decía: “babitas de haber dormido a gusto". A Francina le pareció divertido, porque algunas burbujas se mantenían intactas. Pero lo cierto es que no entendía nada de lo que estaba viendo a pesar de su curiosidad, y eso le dolía.

Mientras pensaba sobre los descubrimientos inasequibles que tenía delante, su nombre resonó por todo el museo.

– ¡Fisgonaaaaaaa! –gritó la maestra.

– ¡Ya voy! –respondió Francina. Salió corriendo hacia donde estaban los de la escuela. Pero, de repente, algo la detuvo a medio camino.

De una habitación a oscuras que tenía la puerta entreabierta salía un ruido gutural, extraño, orgánico, animal. En la puerta había un aviso que decía: "prohibido el paso". Francina se quedó quieta, de pie, escuchando ese sonido que más o menos hacía así: gr, gr... ggg, ggg...

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Luego, arrastrada por la intriga, se fue acercando, abrió la puerta cautelosamente y entró. Dentro, el ruido era más fuerte, y se sobresaltó cuando descubrió que procedía de la garganta de un hombre vestido de vigilante de seguridad. El hombre yacía en un sillón con la cabeza caída de lado. Francina se asustó mucho porque se pensó que el vigilante estaba muerto. “¿Quién vela, pues, por la seguridad del museo?", se preguntó inquieta.

Ya pensaba en salir corriendo e ir a avisar a la señorita cuando, de repente, un susto recorrió el cuerpo de Francina y la inmovilizó. El vigilante empezó a reír. Seguía tumbado en el sillón con los ojos cerrados y la cabeza gacha, pero de repente, se había puesto a reír y barboteaba unas palabras que no se entendían en absoluto. Francina decidió acercarse a él.

Quizás el hombre estaba enfermo y necesitaba su ayuda. Pero, al ver la cara, comprobó que irradiaba felicidad. Aquel hombre hablaba solo, reía también solo, y sin embargo se le veía feliz. Entonces, la señal de un intercomunicador la sobresaltó de nuevo.

– Aquí la dirección llamando a seguridad. Cambio –dijo una voz que salía del aparato.

– A continuación, el hombre se removió en el sillón y ella corrió a esconderse bajo una mesa. El corazón le latía al galope, la emoción de vivir una experiencia tan intrigante era intensa, inexplicable. Desde el escondite, vio que el hombre se ponía en pie y hacía un bostezo gigantesco tirando y abriendo los brazos de par en par, moviéndolos como las aspas de un molino de viento. Abrió la luz e hizo unos pasos hacia donde ella estaba, por supuesto, el aparato estaba sobre la mesa y el vigilante se acercó para responder. Hablaba junto a Francina, que permanecía escondida debajo de la mesa a un palmo de las piernas del vigilante.

– Aquí seguridad. Procedo a recoger. Cambio.

Guardó el intercomunicador en la funda del cinturón y salió.

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Francina estaba desconcertada. Si el vigilante no estaba muerto, ¿qué era lo que le había visto hacer? Salió de debajo de la mesa y decidió curiosear un poco, para tratar de encontrar alguna pista que le ayudara a entender algo. Abrió unos cajones, miró dentro de un armario y se subió para llegar a unas estanterías. Nada, todo eran documentos de oficina y registros de seguridad del museo. Entonces, detrás de la puerta vio colgado lo que parecía un cartel. La cerró un poco para leer lo que decía: "Prohibido dormir". Y abajo, firmado: "Gobierno de la Nación".

¡Caramba! Ahora se daba cuenta que aquel cartel ya lo había visto antes, pero no le había dado importancia. Prohibido dormir. Sí, lo había visto en la televisión, en el autobús cuando viajaba con la mama, a las bolsas de plástico del supermercado, el periódico que compraba la abuela todos los días y los libros de texto de la escuela.

– ¿Qué era dormir? ¿Y por qué está prohibido? –se preguntaba en voz alta.

La cabeza le iba a cien por hora, y se sentó en el sillón del vigilante para seguir pensando todavía un rato más. El asiento era muy incómodo, duro como una piedra, pero le pareció notar que había algo más. Como un relámpago, Francina se puso en pie y levantó la almohada. Allí encontrar la pista definitiva: dos libros gruesos, uno con el título "Dormir, una experiencia maravillosa", y el otro, "Ser feliz: 100 maneras de dormir y soñar sin límites". Ambos libros tenían la etiqueta de libros prohibidos.– ¡Ah, qué hallazgo! –pensó.

Francina lo entendió todo, o eso le pareció. “Si el vigilante no estaba muerto, ¿qué hacía? ¿Dormir quizás? ¿Dormir en secreto? Por la cara de felicidad que tenía no parecía pasarlo mal. ¿Cómo es una persona cuando duerme? ¿Se duerme de pie? ¿Sentado? ¿Tumbado?” No paraba de hacerse preguntas.

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Salió de la oficina a toda prisa hacia la sala de la cama. Tenía que ver cómo era una cama para descubrir cómo dormía la gente del pasado. Y allí entendió muchas cosas.

Una gran cama presidía la sala, y las paredes estaban llenas de cuadros y fotos de gente durmiendo: todos con los ojos cerrados como había hecho el vigilante, y tal como lo había explicado la señorita. Sí, no tenía ninguna duda, había visto dormir una persona, en directo. Aquella visita al museo estaba resultando mucho más emocionante de lo que nunca habría podido imaginar. Pero, de repente, se dio cuenta que se había quedado sola. ¿Dónde estaban todos los de la clase? ¿Habían marchado y la habían olvidado en el museo? Y comenzó a buscarlos:

– ¡Señoritaaaa! ¿Hay alguien? ¡Señoritaaaa! ¡Estoy aquí! –gritaba Francina, pero no obtenía respuesta.

El silencio era absoluto y las lámparas del museo tampoco hacían tanta luz como durante la visita.

Han cerrado. El vigilante ha recogido y todo el mundo se ha ido.

Tenía razón. Francina viviría la primera noche fuera de casa en un museo. Qué aventura más excitante para una niña que nunca tenía miedo a nada, y sí un montón de curiosidad. El único problema es que se quedaría sin cenar, y eso sí que le sabía mal.

Ya hacía rato que Francina caminaba sola por el museo, mirando aquí y allá, cuando empezó a sentirse cansada. No había sillas para sentarse y el sillón del vigilante era realmente incómodo. Así, pensó en probar cómo se estaría sobre la cama. Se sentó y le pareció más blando que doscientas almohadas de plumas legendarias.

– Me encanta –dijo mientras hacía unos saltitos.

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Después, se estiró mirando al techo, y sin saber cómo, ni cuándo, ni por qué, los ojos se le hicieron pesadísimos y, finalmente, se durmió. El sueño vino a verla y se quedó con ella toda la noche. Lo cierto es que el sueño campa libre y a veces tarda en llegar, pero si se sabe esperar con paciencia y tranquilidad siempre aparece.

Francina durmió horas, horas y horas. Soñó cosas fantásticas, divertidas, mágicas. Su risa resonaba por las salas adormecidas del museo. Palabras que no se entendían salían de su boca y se perdían techo arriba portadoras de sus sueños.

Se hizo de día. Una multitud de periodistas, cámaras, fotógrafos y policías estaba en las puertas del museo. La noticia era que una niña se había quedado encerrada en el Museo del Sueño y nadie sabía nada sobre su estado. Dentro, la dirección y los guardias la buscaban por todas partes, y la madre de Francina, angustiosa, esperaba noticias en compañía del vigilante de seguridad.

– La encontrarán en seguida, ya lo verá. En este museo se duerme muy bien... Quiero decir, que se está muy bien –dijo el vigilante, que era un pedazo de bocazas.

La madre no la escuchaba porque sólo estaba pendiente de los movimientos de todos buscando a Francina.

– ¡Ya la hemos encontrado! ¡Ya la hemos encontrado! –gritaba uno del equipo de dirección.

– ¡Mama! ¡Mamá! –decía Francina mientras iba corriendo a abrazar a su madre.

– ¿Cómo estás, cariño?

– Muy bien. Me siento con más energía y con mejor humor que nunca.

– Sí que haces cara de contenta, sí.

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– ¿Dónde la han encontrado? – preguntó el vigilante de seguridad.

– Debajo de la gran cama –respondió el muchacho de dirección.

– Estaba buscando mi zapato. No sé cómo fue a parar allí... –explicó Francina mientras se hacía un tirabuzón con un mechón de pelo.

– No habrás hecho nada malo, ¿verdad?

– No mamá, no he hecho nada de nada. A pesar de todo me lo he pasado tan bien... Mejor que nunca –explicó con felicidad.

Al pasar por delante del vigilante de seguridad, Francina le guiñó un ojo, y él le devolvió una sonrisa de complicidad. Él también lo pasaba muy bien durmiendo, aunque fuera a escondidas. Fuera del museo, la muchedumbre de reporteros y fotógrafos se abalanza sobre la niña y su madre, y las asediaron con preguntas curiosas sobre cómo había sido pasar la noche sola en un museo como aquel.

– Muy bien, no sé qué explicarles... Es que no he hecho nada de nada, de verdad. Nada.

Marcharon a casa.

Ahora ya conoces la increíble aventura de Francina Escorniflaire. Pero, qué había soñado? Tal vez en su país, un día, todos pudieran dormir como ángeles. A la prensa no le contó nada de esto. Porque, muchas veces, si los sueños se explican, no se entienden y podrían no hacerse realidad.

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Fin

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Los cuentos de la abuela es un recopilación de cuentos que el Observatorio de la Infancia y la

Adolescencia FAROS pone al alcance a través de su página web (www.faroshsjd.net) con el

objetivo de fomentar la lectura y difundir valores y hábitos saludables en la población infantil.

FAROS es un proyecto impulsado por el Hospital Sant Joan de Déu con el objetivo de promover

la salud infantil y difundir conocimiento de calidad y actualidad en este ámbito.