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La huella de tu ausencia: Avelino Hernández Teresa Ordinas Montojo Mujer de Avelino. Fotógrafa

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La huella de tu ausencia:

Avelino Hernández

Teresa Ordinas Montojo

Mujer de Avelino. Fotógrafa

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Retazo del óleo de Cristina Cerezales“La huella de tu ausencia”,

que siempre ha presidido el salón de nuestra casa

“No hay acto más grande que la memoria” (Joseph Brodsky)

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La huella de tu ausencia

AVELINO ESCRITOR

Me casé con un escritor. Pero yo no lo sabía cuando lo conocí.

Llegó a la casa que compartía con mis amigas Toya y Amelia, en la calle Doce de Octubre de Ma-drid, muy cerca del Retiro, un día a principios de 1971. Enseguida intuí que era el hombre que quería para mí. En la semana santa ya nos habíamos hecho pareja sin saber que lo seríamos para siempre.

Avelino era fogoso, enormemente alegre y diver-tido. Alto, delgado. Ni mucho menos guapo. Pero

su mirada, su sonrisa, sus manos... me enamoraron. Y su enorme cultura, su pensamiento, su actitud vi-tal. Tenía imán.

Ese primer verano salíamos por las noches sin un duro en los bolsillos. Deambulábamos. Recuer-do especialmente el Paseo del Prado, donde nos comportábamos como novios. Llenos de risas, de ilusiones.

Y así fue nuestra vida, los treinta y dos años que compartimos todo: sueños, proyectos, viajes, deci-siones.

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Y NOS CASAMOS

Nos casamos en 1973, como Dios manda, en una parroquia obrera de Aluche antes de emprender la aventura andaluza. No tengo ni una foto del evento. Tampoco regalos, ni tuve vestido de novia. Salí del trabajo a las cuatro y media de la tarde con mi ami-ga Toya en su vespino. Se paró por Bravo Murillo y me hizo esperar un momento, yo no sabía para qué. Salió de una joyería con dos anillos de plata: “Me imagino que no teníais.” Efectivamente. Con-tinuamos camino hasta llegar a la iglesita ubicada entre edificios de viviendas con ropa tendida. Un cura amigo nos casó. Nos acompañaban mi cuñado Tolo, mi hermano Miguel Ángel, Eliseo, hermano de Avelino, y Toya. La ceremonia duró cinco minu-tos. Mi atuendo: unos pantalones a cuadros rojos y blancos y un jersey blanco de cuello alto, todo comprado en las últimas rebajas. Mi cuñado quiso invitarnos a un cava en el bar junto a la iglesia. No había tal bebida, y tuvimos que conformarnos con unas cervezas.

Poco después nos trasladamos a Sevilla, donde no llegamos a vivir ni un año. En nuestro pequeño Seat 850, renqueante y repleto de nuestros escasos enseres; lo que más abultaba eran los libros. Había-mos buscado piso por el centro; eran todos viejos, oscuros y cutres. Optamos por uno a las afueras, en Camas, porque era alegre, nuevo y barato. Yo traba-jaba a media jornada como administrativa en una empresa. Y por las tardes iba a Triana, donde tenía la escuela de Trabajo Social, hacía mi segundo curso. Siempre con mi vespino.

El tiempo sevillano, aparte de nuestra intensa militancia, estuvo salpicado de recorridos por pue-blos y ciudades andaluces, escasos amigos y la ilu-

sión de nuestra vida juntos. No nos importaba la penuria económica y la poca dedicación a “diversio-nes”. Éramos felices.

Sevilla nos encantó, con sus bares, su gente. Y Triana... más aún. Comprábamos el cazón adobado en los puestos de la calle, y nos tomábamos unos fi-nos de vez en cuando. Adquirimos una cerámica pe-queña en una de las fábricas de Triana. Y un amigo nos regaló otras dos, antiguas, una joya. Siempre las hemos llevado con nosotros a los distintos lugares en que nos hemos ido instalando. Una se rompió, pero la pegamos y ahí sigue acompañándome.

LA ETAPA CATALANA

En 1974, aún con el 850, de nuevo apertrecha-dos de nuestros escasos bártulos, arribamos a Bar-celona. Era otoño. Búsqueda de piso y de trabajo. Encontramos uno en la calle Torras i Bages, en San Andrés. Enseguida Avelino empezó a dar clases en un colegio privado, de la burguesía. Yo acababa de terminar mis estudios, y conseguí una plaza de Asis-tente Social en Santa Coloma de Gramanet, en una escuela de educación especial dependiente de una asociación de padres de niños discapacitados. Una pequeña escuela que funcionaba muy bien, con un equipo multidisciplinar. Aprendí mucho, además de hacer buenos amigos.

Todo acababa siendo reivindicativo en Santa Coloma, una ciudad efervescente. La foto muestra cómo nos movilizábamos por los derechos de los discapacitados.

En los cuatro años que duró nuestra estancia en Barcelona no pudimos conocer Cataluña un poco a

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fondo. Solo algunas escapadas. Recuerdo de modo especial unas navidades que pasamos en un pueblo de los Pirineos: Gósol, en Pedraforca. Para ir a Ma-drid o a Soria procurábamos ir por caminos alter-nativos, parando en lugares como el monasterio de Poblet y otros. En cambio, hicimos amigos excelen-tes; algunos permanecen.

Unas fotografías mías, anteriores a conocernos, presidían la mesa de trabajo de Avelino. Así fue siempre, en cualquiera de las casas que habitamos.

También fue bonito, interesante, ese período. De enorme intensidad.

Tuvimos que cambiarnos de piso al menos cua-tro o cinco veces. Recuerdo la agenda de mi madre en la que iba tachándome y añadiendo la nueva di-rección... Evidentemente, la causa era la de nuestra militancia antifranquista. Nos sorprendió en Barce-lona la muerte de Franco. Y los asesinatos de Ato-cha. Y las grandes manifestaciones. Y las primeras elecciones democráticas. Fue apasionante.

MADRID, FINAL DE LOS 70

Tras las elecciones generales de junio del 77, pa-sado el verano, Avelino y yo regresamos a Madrid. De nuevo con la casa a cuestas, búsqueda de vivien-da y de modus vivendi. Unos meses estuvimos “de prestado” en casas de amigos. Finalmente, creo que

en el 78, nos instalamos en la casa que mis padres nos ofrecieron (la habían comprado para los hijos estudiantes, pero cuando se la entregaron cons-truida, o ya no estudiábamos o bien la mayoría no residía en Madrid). Quedaba mi hermano Miguel Ángel y Concha su mujer, que acababan de tener un niño, Miguelito. Como vivían en un piso mi-núsculo y nos pareció que el nuestro era un palacio (creo que unos 110 m.), les brindamos la posibili-dad de compartir el nuestro. Así lo hicimos. Una construcción de cuatro alturas, con jardín y piscina en la zona de Arturo Soria, o sea, un lujo. Eso nos pareció, al menos. Al poco tiempo nos enteramos de que los vecinos nos denominaban “la comuna”.

Allí nació el segundo hijo de mi hermano, Jua-nito, que siempre sería el amor de Avelino; amor mutuo. Bueno, los dos niños, Miguel y Juan, fueron

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siempre algo especial para nosotros, quienes inspira-ron varios libros infantiles suyos.

Nuestra lucha dejó de ser clandestina. Había que resituarse, tanto a nivel profesional como vital. Tra-bajé un tiempo como administrativa en un despa-cho de abogados. Avelino se fue buscando la vida, y empezó a pensar en la literatura.

Una vez había un pueblo fue su primera publi-cación. Un libro para niños dedicado a su pueblo.

No sé, pero mis recuerdos de aquellos dos años no son de los más satisfactorios. Creo que nos sen-tíamos raros.

Abandonamos la política y nos sumergimos en lo profesional y lo social.

EL RELOJ DEL GITANO

Estuvimos trabajando en Aranjuez entre 1980 y 1982. En el Ayuntamiento. Avelino como director de actividades culturales; yo, como trabajadora so-cial.

Profesionalmente fue una experiencia muy rica, muy interesante. La democracia recién estrenada, ¡había tanto por hacer! Y nos volcamos en el trabajo profesional, con gran ilusión, con tantas ganas de

cambiar las cosas. Casi era otro tipo de militancia, pues no nos ateníamos estrictamente a los horarios.

Aranjuez también vivió un momento de eferves-

cencia. Surgían asociaciones culturales, sociales. O ya existían, agazapadas durante los años 70. Cono-cimos a gente sugestiva. Nos sorprendió el conocido golpe frustrado del 23F.

Como yo había empezado antes que Avelino, iba en coche a diario a Aranjuez. No me costaba gran cosa, la verdad. Pero cuando él comenzó, decidimos alquilar un piso en Aranjuez. Sin embargo, busca-mos una casa baja del Cortijo de San Isidro, una pedanía a cinco kilómetros. Compramos en Madrid dos bicis BH, de las clásicas, sin marchas. Por las mañanas hacíamos el recorrido desde el Cortijo, por la maravillosa calle de la Reina, entre inmensos plátanos y la verja del jardín del Príncipe a nuestro lado. Así llegábamos al Ayuntamiento.

Avelino promovió actividades que aún permane-cen. Como la fiesta del Motín de Aranjuez, el Tren de la Fresa, el hermanamiento con Sitges aprove-chando el XXV aniversario de la muerte de Santiago Russiñol, algún certamen literario...

Muchas tardes nos adentrábamos en los jardines que, especialmente en otoño, nos subyugaban. Ha-bía un frontón en el Cortijo. Nos hicimos con unas raquetas y en ocasiones jugábamos mano a mano.

La casita era modesta, con un patio que arregla-mos con plantas y unos muebles de madera viejos, conseguidos en un anticuario. Resultó enormemen-te agradable.

En nuestra afición por las cosas auténticas y vie-jas, un día dimos con una pequeña tienda de un gitano que vendía cachivaches de lo más variopinto. Recuerdo vagamente su cara, era todo un personaje. Nos encantó un reloj que no funcionaba, y lo com-pramos. También nos ha acompañado toda la vida. Ahí está, el de la fotografía.

TRABAJO DE CAMPO

Donde la vieja Castilla se acaba

Los años 80 estuvieron plagados de viajes. Em-pezamos a salir “al extranjero”, ya que, como es lógi-

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co, en la década de los 70 nos había sido imposible. Fuimos a Portugal, donde nos internábamos por tie-rras inéditas, atravesábamos montes y despoblados, descubríamos lugares inhóspitos y maravillosos.

Enseguida, pasando por Andorra para comprar-nos tienda de campaña y sacos de dormir, fuimos a la conquista de Europa, verano a verano, semanas santas, navidades... Sin saber casi nada, a la aven-tura. Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, países nórdicos... Y así, país a país.

Y la península ibérica palmo a palmo. Fue en el 80 y el 81 cuando recorrimos Soria. Avelino, bolí-grafo y cuaderno en ristre; yo, con la cámara, mis primeros escarceos. Ambos con boina; la mía la ha-bía adquirido a principios de los 70 tras asistir a la película Bonnie & Clyde.

Pueblo a pueblo, paraje a paraje, los fines de semana nos desplazábamos desde Madrid a la pro-

vincia de Soria. Localizando pueblos abandonados, nos adentrábamos por caminos agrestes, yermos... y hablábamos con los “nativos”. Nos acompañaba Juan, el hijo mayor de mi hermana Encarnita, que no tenía ni veinte años y hacía unas fotos extraor-dinarias. Las imágenes de los dos con boina son su-yas. Trabajo de campo que Avelino plasmó al poco tiempo en su segunda publicación, Donde la vieja Castilla se acaba, un libro de viajes literario. Un li-bro de referencia para viajeros. Que se lo pregunten a Julio Llamazares.

Esos recorridos, en nuestro viejo coche, nos ofre-cieron vivencias únicas. Nos alojábamos en la casa de algún lugareño porque raro era que existiera una mala pensión. Las carreteras eran infames, y en oca-siones ni asfaltadas. La Soria profunda, hermosísi-ma. Y la sabiduría natural de los paisanos.

Como si hubiéramos retrocedido al siglo XIX.

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VALDESTILLAS

Una casa en la orilla de un río

En 1982 nos trasladamos a Valladolid, después de vivir unos meses en Irlanda “para aprender el in-glés”, sin fecha prevista de vuelta. Sin embargo, a Avelino le ofrecieron dirigir una entidad cultural en un momento en que estaba todo por hacer.

Recorrimos los pueblos cercanos a la capital has-ta dar con la vivienda en la que queríamos asentar-nos. En Valdestillas, a 20 kms. de Valladolid, avis-tamos una casa junto al río Adaja con un rótulo de “se vende” y un teléfono. Fuimos a ver al dueño y el “buen oficio” de Avelino consiguió convencerle para que nos la alquilara. Durante cerca de cuatro años permanecimos aquí. Dos perros nos acompañaban en el jardín. La casa, de dos plantas, tenía “gloria”, un sistema de calefacción por el suelo ideado por los romanos, de uso extendido en Castilla. Fue cuando Avelino me decía que le gustaría ser leñador; se le-vantaba de madrugada para cortar leña; apilábamos

troncos en una esquina del jardín. Y encendía la gloria antes de irnos a trabajar: yo al Ayuntamiento de Valladolid; él, a la Junta de Castilla y León, secre-tario general de Cultura, donde a los nueve meses dimitió irremisiblemente. Lo celebramos con una cena en el mejor restaurante de Valladolid con vino de Vega Sicilia; aún guardo esa botella con la servi-lleta anudada. Después, pasó dos años “liberado” y dedicado a la escritura.

Años de plenitud creativa y profesional para los dos. Y de acuñar amigos que venían a cenar a nues-tra casa “en la orilla de un río”. Tanto le calaron estas vivencias que, pasados más de diez años, le inspira-ron su libro Una casa en la orilla de un río.

Las llaves viejas en la cerradura del deteriorado mueble es uno de los signos que marcan aquella época. Pertenecieron a un desmantelado convento, lleno de joyas, de Madrid. Las adquirimos en los años de Valdestillas. Años únicos.

EL ORUJO

Nunca faltó en casa. Comprábamos, o nos rega-laban, botellas de orujo elaborado por familias de los lugares que visitábamos. De modo especial, en los Ancares leoneses, a veces en pueblos de Zamora, o en otros lugares de Castilla.

Así empezamos también a coleccionar vasitos para el orujo, que sacábamos en tantas cenas a las que fuimos aficionados con los amigos en casa. Em-pezó esta costumbre, con más asiduidad, en la época de Valdestillas. Pero luego continuaron en Madrid, y más adelante en Selva, Mallorca. Aquí ya era más difícil conseguir el orujo. Sin embargo Avelino ha-

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lló la forma mágica de que nunca le faltara. Había hecho buenas migas con el chófer leonés que le asig-naron cuando tuvo un cargo en la Junta de Castilla y León, Jesús Sierra; de tal manera que a lo largo de los años se felicitaban las navidades. Más adelante, ya en Mallorca, Jesús le llamó contándole que tenía una hija viviendo en estas tierras. Desde entonces no había viaje suyo a la isla que no le aportara un par de botellas de orujo leonés.

Por donde viajábamos, siempre encontrábamos algún vasito. Nunca nos hicimos con un juego com-pleto. Adquiríamos uno o dos a lo sumo. Termina-mos con una colección de variopinta procedencia, forma y material (cristal, cerámica).

No había cena, en aquellas mesas de hasta ocho y doce invitados, en la que no termináramos con el orujo y las tertulias se alargaran hasta casi el ama-necer.

Queda esto reflejado en su libro póstumo Mien-tras cenan con nosotros los amigos.

Aún recuerdo aquella noche en Valdestillas en que uno de los comensales contribuyó con una pier-na de ciervo que había cazado, y que nos asaron en el horno del pueblo. Seríamos diez o doce personas. Cuando se fueron marchando algunos invitados, y solo quedábamos cuatro o cinco personas, el músi-co Miguel Ángel Palacios se sentó al armonio que teníamos en casa, y se puso a tocar un madrigal del siglo XV ó XVI acompañado por la voz de Joaquín Díaz. Fueron unos momentos impresionantes, in-olvidables.

MADRID. De 1986 a 1995.

“No es bueno echar el ancla donde se ha sido feliz”. Palabras de Avelino en una de sus novelas. Así lo pensaba. Y así también yo coincidía.

Por eso regresamos, de tierras vallisoletanas, a Madrid de nuevo. Y más adelante, de Madrid a Ma-llorca.

Fueron años de entusiasmo profesional para los dos. Él, dirigiendo el programa Culturalcampo del Ministerio de Cultura, creo que fueron cuatro años. Después, asesorando y trabajando en entidades so-cioculturales, además de afianzarse por el derrotero literario. Por mi parte, fundé, junto con mis amigas Ángela y Fátima, una empresa de Servicios Sociales, Grupo 5 (que aún pervive, y muy bien por cierto), en la que me impliqué -nos implicamos- de hoz y coz. Fueron unos años de gran creatividad para los dos, nos ayudábamos mutuamente.

Seguíamos viajando, y muy a menudo haciendo excursiones por sierras y montañas. Nos encantaba.

En 1989 murió la madre de Avelino, una mujer extraordinaria. Al poco tiempo, en su libro Una casa en la orilla de un río, le dedicó uno de sus relatos, titulado Poco a poco. Decía así:

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Cuando cumplió setenta años le oyeron afirmar:

«Alegra tener, pero si hay que dejarlo se deja. Que-da la salud».

Cuando la artrosis le hizo arduo el caminar, me confesaron que dijo: «Es más triste perder la vista».

Las cataratas le nublaron la visión; ya no podía leer; ni bordar. Y éste fue su comentario: «Debe ser muy penoso perder la cabeza, como la pobre Juana».

Unos días antes de que la embolia se nos la llevara, me había dicho: «Vas renunciando a cosas, hoy a una, mañana a otra, poco a poco. Hasta que renuncias a la vida misma».

Gracias por enseñármelo, madre.

EL LLAÜT

Cuando acudíamos a Mallorca a ver a mi madre nos refugiábamos en el Puerto de Alcudia, Avelino se quedaba arrobado mirando esas barquitas de pes-cadores que surcaban la bahía. Eran de madera, con un motor de sonido suave que casi arrullaba. Y ya

no paró hasta conseguir comprar uno de segunda mano.

En Madrid se sacó el carnet de patrón de pe-queñas embarcaciones y, en la primera ocasión que tuvimos, nos desplazamos a probarlo. Qué gozo. Aprendimos a manejarlo entre los dos, y salíamos de madrugada para ver salir el sol desde la mar. Echá-bamos un hilo de pescar con un volantín, y nos pa-sábamos horas en aquella paz, cuando apenas solo salían los pescadores y no había casi barcos deporti-vos ni yates. Hablo de los primeros años 90.

Fue tal pasión la que tuvimos que al poco tiem-po compramos una pequeña casita en el campo, a unos veinte minutos de Alcudia (¡cuando en Ma-llorca existían unos precios aún insólitos!).

Aquel refugio, Sa Font, nos deparó momentos maravillosos. En cuanto teníamos tres o más días libres, allá nos íbamos. El llaüt y la casita nos pro-porcionaban una placidez inusitada. El trabajo de ambos era a veces agotador. Mallorca supuso un remanso tan grande que, pese a tener una ocupa-ción interesante y que nos gustaba, la vida en la isla se nos antojaba como el ideal de nuestra existencia cuando decidimos abandonar Madrid, en 1996.

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EN LA ALBUFERA DE ALCUDIA

Es un lugar de gran significado para nosotros.

Porque cuando aterrizamos en la isla con un nuevo proyecto común que acometer, mi madre nos dejó la casa que tenía en el Puerto de Alcudia. La Albufera fue uno de los lugares que nos atrajo de modo particular.

Permanecimos aquí seis meses, mientras reco-rríamos la isla en busca de casa y pueblo donde asentarnos. Descartamos la costa huyendo de luga-res turísticos. Exploramos zonas del interior: mon-tañosa o llana. Y dimos con un pueblo al pie de la sierra Tramontana, donde teníamos muy próximos la montaña y el mar. En Mallorca está todo muy cerca. Selva fue el lugar elegido.

Esos seis meses nos encontrábamos felices, y asi-mismo un tanto inquietos. Con cincuenta y uno y cincuenta y dos años, habíamos decidido cambiar de ciudad, de trabajo y de estilo de vida. Era bonito, y era arriesgado, pero también ilusionante. “Vamos a cerrar filas”, me decía Avelino en tono humorís-tico. Y nos abrazábamos. Todo era una incógnita. ¿Saldría bien? ¿O habría que volverse a Madrid, donde aún conservábamos la posibilidad de casa y trabajo?

Con estas reflexiones, salíamos a pasear en bici o a caminar. La Albufera fue uno de los lugares ha-bituales.

No sabíamos entonces que siete años después volveríamos a la Albufera tras el impacto de la no-ticia del cáncer de Avelino. Da fe de ello una poesía publicada tras su muerte en el poemario El septiem-bre de nuestros jardines.

Por la tarde buscamos un lugar hermoso para pa-sear juntos.

(Y era que la casase nos caería encima.Pero no nos lo dijimos.Nos dijimos que debía estar muy hermosa aquella

tarde la Albufera.)

LAS COPAS ROTAS

A Avelino le gustaba coleccionar símbolos. Los guardaba celoso. Inició esta costumbre desde los tiempos de Valdestillas, continuó en Madrid y, más tarde, en Selva.

En una mesita de metacrilato del salón, fue colo-cando copas que, en distintas cenas con amigos, se iban rompiendo. “¡No la tires, espera!”. Cada una de ellas evocaba a una persona, una anécdota...

Fue sobre todo en Selva donde, cuando llegaban a casa los amigos, Avelino les hacía una especie de “visita guiada”, siempre contando historias acerca de nuestro huerto, algún cuadro, determinado mueble, etc. Y se paraba en las copas rotas: describía enton-ces cómo y quién las había roto. Por supuesto, lo aderezaba con algunas notas de su propia cosecha. Se convertía así en un cuento que, como de costum-bre, dejaba absorto al personal.

Escribí, a los pocos años de morir Avelino, un relato que narraba mis sueños reales durante el año que siguió a su fallecimiento y que fue publicado en un libro de cuentos de la editorial Casa Abierta, que creamos en 2005 un grupo de amigos. Se titulaba Las copas rotas. Fue para mí una catarsis.

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LAS ESCULTURAS DE COLOMO

Desde que el amigo Carlos Colomo se inició en la escultura, no han dejado de poblar nuestras di-ferentes casas sus imágenes. Fue sobre todo en la década de los 90 cuando se aplicó más de lleno.

La amistad con Carlos y Feli ha perdurado desde que a mediados de los años 70 nos conocimos en Barcelona. Y permanece indeleble.

Avelino y Carlos sostenían prolongadas conver-saciones en cada encuentro, ya en su hermosa casa del Montnegre, ya en la nuestra de Selva los últimos años. Se enzarzaban en discusiones filosóficas, sobre arte, también sobre la vida; y cada uno se nutría de las ideas y experiencias del otro. Escultura y li-teratura; a dónde querían ir, qué pretendían con su arte. ¿Iban por buen camino, por el camino que de-seaban? Y las desazones, las inquietudes, todo fluía. En ocasiones chocaban. Y siempre terminaban brin-dando con un buen vino.

En una época que Carlos andaba con un bajón anímico, plasmó obras espléndidas que traslucían su estado. Ésta es una de ellas: “el pobre Martín”.

LOS HIJOS DE JONÁS

Un libro que fue reflexionando, madurando, es-cribiendo, reescribiendo... durante años. Creo que aún no había empezado la década de los 90. A me-dida que avanzaba, me iba contando el argumento, con sus dudas, sus conjeturas. Como los hombres en las cuevas de Altamira, necesitaba transmitir la imagen para ver qué le devolvía.

Acabó así la novela Campodelagua, editada por Plaza & Janés, de la que no quedó satisfecho; yo sentí lo mismo.

Se puso a reelaborarla... hasta que la dio por zan-jada en Los hijos de Jonás. El camino que recorrió hasta su publicación fue arduo, largo. No era una novela comercial. Sin embargo, la agente literaria Carmen Balcells, a la que le envió el manuscrito, le dio un visto bueno sabiendo que no lo tenía fácil. Finalmente, Espasa lo publicó ya en 2001.

Eran los años en que Avelino se sentía pletórico, lleno de confianza en su escritura. Tenía las ideas

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muy claras sobre lo que escribir, pero no quería te-ner prisa. Necesitaba la calma y el sosiego, que ya había conseguido en aquella casa de Selva, para ex-presar lo que llevaba dentro con fuerza y con estilo literario bien trabajado.

En el ordenador guardaba carpetas con temas, lecturas, pensamiento, historias... que luego nutrían su literatura. Así me lo encontré, cuando murió, en discos que mis sobrinos Juan y Julia habían tenido la gran ocurrencia de copiar con el fin de que no se perdiera nada. Es un material que guardo celo-samente. Aún no sé para qué. Alguna vez abro un archivo y leo. Me parece muy interesante como ma-terial bruto. Y porque es una manera, quien no lo conozca bien, de entender a Avelino de una forma profunda.

NUESTRA VIDA EN SELVA

Transcurrió entre junio de1996 y julio de 2003, mes y año en que la muerte de Avelino me dejó de-solada, nos dejó desolados a muchos.

El 1 de enero de 1996 fue la fecha elegida para abandonar Madrid y optar por una vida más sosega-da, cumplidos ya los cincuenta años.

Como nos ocurrió al aterrizar en Valladolid quince años antes, dedicamos los primeros meses a recorrer Mallorca con el fin de “marcar territo-rio”, buscar la casa adecuada en el pueblo ajustado a nuestra expectativa. Hallamos ambos, pueblo y casa. Fue en Selva, en el Raiguer, comarca parale-la a la sierra de Tramontana. La vivienda, de dos plantas, antigua, típicamente mallorquina: techos altos, arco de medio punto nada más entrar, terraza desde la que se divisaba el mar (en días muy despe-

jados, podía verse Menorca). Y un jardín con naran-jos, limoneros, pequeño huerto, aljibe... Y un canal que mandamos hacer para que cayera el agua de un pequeño estanque a las distintas alturas del típico corral mallorquín. Todo muy árabe. Una delicia de casa.

Ahí Avelino vivió sus últimos años de plenitud literaria; también a nivel personal y de pareja.

Estos versos hablan de esa vida en El septiembre de nuestros jardines, edición póstuma:

La luna amiga sobre el pueblo dormido; una mesa para dos bajo las parras.

Y estar allí. Y las copas del vino. Y las palabras.El alba encendiéndose en el espejo de la alcoba.Y mi mano apoyada en cualquiera de tus curvas.

FIESTA DEL DESEMBARCO

El primero de enero de cada año, desde 1997, celebrábamos una fiesta en evocación de nuestra llegada a Mallorca, nuestra particular fiesta del des-embarco. Ese día cerrábamos las puertas de casa, ha-cíamos los preparativos y, a una hora de la noche, yo disponía una cena sorpresa, Avelino engalanaba la mesa -también sorpresa- y nos vestíamos con ro-pas para sorprendernos mutuamente (ese último año me vestí de punky). La cena consistía en exqui-siteces y algún vino especial. Hacíamos balance del año -económico y vital-, poníamos en común algún aspecto que deseábamos uno del otro que cambiara y el propósito de cada uno para el año que entraba. Con música de fondo, brindis, baile y lectura de al-guna carta de amigos recibida siempre quince años

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atrás; y revisión de un par de álbumes de nuestras fotos también de quince años atrás. Comentábamos acerca de nuestros recuerdos y nos hacíamos alguna foto -con disparo automático.

Esa celebración la compartíamos, días después, cada año con un grupo de amigos, casi nunca eran los mismos, y solíamos ser entre quince y veinte. Un par de ingredientes se repetían: música y literatura. Un año un blavet (un niño cantor del Monasterio de Lluc) nos cantó la Sibil.la, todo un lujo en aquel salón que llamábamos Ateneo. En otras ocasiones, un alemán de Moscari tocando la flauta travesera; una pareja de daneses con guitarra y voz actuaron como Nina y Frederick. Y solía terminar Avelino contando una historia propia o leyendo algún pasa-je de otra obra literaria. Como siempre, cautivaba.

LA CAJITA

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Siempre que Avelino se marchaba, generalmen-te por pocos días, por temas profesionales, o bien me escribía cartas o me traía algún objeto especial. La mayor parte de las veces porque se lo regalaban gracias a alguna colaboración, en escasas ocasiones me compraba algo: esta costumbre no entraba en su mentalidad, casi lo practicaba así por principio, por puro anticonsumismo.

Sería el año 2000, viviendo en Selva, cuando yo estaba a punto de dejar el trabajo. Aún no para prejubilarme, me faltaban al menos cuatro o cin-co años. Pero conseguí un estatus laboral que me permitía trabajar en casa, con poco sueldo, aunque cotizando para lograr llegar a los sesenta y acceder así a la prejubilación.

Trajo una cajita donde colocó un papel con una dedicatoria: “...en la semana de tu liberación frus-trada...” Porque no pudo ser, pero lo celebramos de antemano con una copa de muy buen vino y muy buen jamón.

Avelino deseaba que me liberara, yo también por supuesto, para poder dedicarnos juntos a disfrutar de esa hermosa casa en Selva, de esas excursiones por las montañas mallorquinas, de viajes, de la fo-tografía en mi caso, de una vida llena y placentera.

Lo conseguí prácticamente un año antes de que le diagnosticaran el cáncer.

Bien es verdad que esos siete años de Mallorca los saboreamos con una intensidad extraordinaria.

CURLING

Mary Hippisley, la señora inglesa que nos vendió la casa de Selva y que vivía en apartamento con-tiguo a nuestra vivienda, nos regaló este artilugio. Sirve para jugar sobre el hielo, un deporte similar a la petanca. Pesa bastante, es de bronce. Al parecer, procedente de Gran Bretaña y extendido a muchos otros países.

Mary era una señora de ochenta y tantos años, viuda y sin hijos, con buena cabeza, culta, y una vida muy interesante. Llegó a Mallorca a mediados de los sesenta con su marido, quien murió a los po-cos años de asentarse en la isla. Se quedó en Selva con su perro, pese a que tenía en Londres un piso. Como Inglaterra no le permitió la entrada al can, decidió permanecer en el pueblo.

Nos contó que era polaca, de familia terratenien-te a la que los soviéticos desposeyeron de todos sus bienes. Llegó la segunda guerra europea y, tras di-fíciles avatares, incluido su reclusión en un campo de concentración nazi, logró salir y casarse con un distinguido (sic) británico.

Este cachivache lo guardo como recuerdo de esos años finales de Avelino en Selva.

OSSIE

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La huella de tu ausencia

Una historia hermosa. Margaret era una amiga de Mary Hippisley, también inglesa pero más joven, vivía con su marido, bastante mayor que ella, en una casa cercana a la nuestra de Selva. Hablaba algo de español y enseguida hicimos muy buenas migas, en su casa o en la nuestra. Un té o un whisky acom-pañaban a la conversación. Avelino hablaba algo de inglés con su marido.

Conversábamos sobre literatura, sobre sus hijos en Gran Bretaña... A ella le gustaba escribir, y un día le pidió a Avelino la traducción al español de un cuento en inglés que había escrito, un cuento para niños. Se titulaba Ossie, y la verdad es que no recuerdo muy bien de qué trataba. Avelino lo tradu-jo de mil amores, y ella estaba encantada. Al poco tiempo Margaret se presentó en casa para regalar-le, en agradecimiento, un reloj con la inscripción “From Ossie”, el personaje del relato. Ella se quedó feliz.

Al poco tiempo, quizá un año después, Mary nos dijo que Margaret se encontraba ingresada en el hospital, operada de un cáncer de mama. Fuimos a verla. Siguió el tratamiento, y acabó marchándose con su hija a Inglaterra. Murió unos meses más tar-de. Nos dio mucha pena.

Este pequeño reloj me trae el recuerdo de aquella historia y de aquella mujer encantadora.

LAS NEULAS DE NAVIDADES

Es una tradición mallorquina que viene de muy antiguo. Inicialmente era un tipo de pan comestible (supongo que como las hostias) que se colgaba en las iglesias en nochebuena para la misa del gallo; se cortaban las cuerdas con una espada para que pu-dieran comerse. Desapareció esta práctica, pero ha quedado la costumbre no sólo en iglesias, sino en las casas y otros lugares.

¿Cómo esto no le iba a fascinar a Avelino? Bue-no, y a mí. Un convento de monjas de Selva las ela-boraba. Previamente hacían los dibujos en el papel, y luego, con una técnica algo sofisticada (para mí al menos), las recortaban.

Resultan alegres y extraordinariamente decora-tivas.

Por supuesto adquirimos una docena de las monjas de Selva. Las sigo guardando y colocando en mi casa durante las fiestas navideñas. Es el único adorno que mantengo.

POR LOS COLEGIOS

Desde mediados de los 80 hasta el final de su vida, las editoriales de libros juveniles de Avelino le enviaban a diferentes colegios para promover el interés de los niños por la lectura y, en general, por la literatura. De ahí surgieron libros como La boina del contador de cuentos y otros.

Encandilaba a niños y profesores. Solía volver a casa exhausto pero feliz. Y siempre con algún deta-lle que le regalaba el propio colegio. Generalmen-te eran plumas y bolígrafos. Pero también tinteros como los de la imagen, con sus plumillas de estilo antiguo.

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La huella de tu ausencia

Dejó inédito un texto de literatura juvenil, dedi-cado a Joan, un chico de unos doce años de Selva: Las rarezas de los pájaros, publicado varios años des-pués de su muerte. Es una delicia. Quiero extractar un párrafo:

...El bando de gorriones se despliega en las ramas del laurel. Un momento para atalayar posibles peli-gros. Unos cuantos gorriones al azar, machos y hem-bras, que saltan a la barandilla. Igual alboroto, las mismas peleas... Pero, de pronto, desde el herraje del pozo, se precipita raudo volando un gorrión. No se posa en la barandilla, no se mezcla con los otros. Di-rectamente se introduce en el pesebre, bate las alas, tira fuera un montón de alpiste y se acurruca en el fondo cubierto de semillas. El resto, cada uno en su rama, le observa absorto. “¡Ese es! —exclamó entusiasmado— El jefe, o el guía, o el héroe... en fin, ¡el más poderoso! ¡Comienza a aclararse el misterio! He ahí el hilo para sacar el ovillo”. Dos o tres segundos le duró el poder. Al cabo de ellos ya le habían picoteado tres o cuatro cole-gas, lo habían echado, se habían metido ellos en el pe-sebre, habían sido expulsados a su vez... Nada nuevo, nada no visto ya. Y es que, Joan, no prolonguemos más la historia. Aceptemos la conclusión: entre los gorriones no existe distribución alguna del poder. Exactamente, no existe el poder. Nadie manda, nadie obedece, cada cual resuelve las cosas de la vida según su mejor enten-der.

Pero siempre van en bando.

Y todos comen.Y todos beben.Y todos crían.Y todos cantan.

EL RELOJ DE MIENTRAS CENAN CONNOSOTROS LOS AMIGOS

Lo incluyó en esta novela, en un personaje no precisamente alter ego. En la realidad, es el reloj que su hermano Ricardo le regaló cuando Avelino esta-ba interno en el colegio de Miranda de Ebro. En un viaje que aquél hizo de Barcelona a Valdegeña, paró a ver al hermano pequeño; era fruto de su primer sueldo cuando salió de su pueblo para ganarse la vida.

Avelino lo llevó siempre en su muñeca, jamás tuvo otro. Un reloj de cuerda que funcionó siempre porque lo mimaba. Significó mucho para él.

Yo me lo pongo en ocasiones especiales, como si se tratara de la mejor joya que poseo.

COPAS

Las de la fotografía nos las regaló una amiga de Valladolid en una ocasión que fuimos a presentar Los hijos de Jonás, creo que el año 2001.

Los amigos nos conocían bien. A menudo se daba alguna circunstancia en nuestra vida que apro-vechábamos para brindar y beber un buen vino.

En Madrid teníamos un abono para los concier-tos del Auditórium. En el descanso ofrecían una copa de cava, que siempre tomábamos. Cuando íba-mos a Mallorca a pasar unos días, de vacaciones, o a ver a mi madre, en el vuelo de Iberia daban (no está muy lejano el tiempo en que era costumbre hacer-lo) un refresco o lo que quisieras. Pedíamos siempre una copa de cava, brindábamos sonrientes porque nos marchábamos unos días de Madrid a descansar.

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Estas copas son el símbolo de momentos pun-tuales que nos hacían celebrar la vida.

CARTAS

Nos escribíamos cartas. O notas que dejábamos tiradas ante la puerta de la habitación, o de la coci-na. Por ejemplo, recién llegados a Mallorca, en la casa del Puerto de Alcudia, me encontré esta nota:

El Puerto, 10 de abril (1996) por la mañana. To-talmente primavera.

Querida Teresa:

Te acabas de ir. Te he estado mirando mientras cru-zabas el jardín para coger el coche. Ibas contenta -te habías organizado, habías hablado con tu gente, me habías dado un beso porque sí... Ibas guapa y atrac-tiva.

Y he pensado que es el momento exacto de escribirte esta carta. Si lo estamos haciendo con todos los amigos, ¿por qué no hacerlo con mi mejor amiga.? Porque, bien visto, lo nuestro es una profunda historia de amistad -apoyo incondicional desinteresado- enriquecido con un cariño personal inmenso y mutuo que ha ido cre-ciendo día a día, adobado con una compenetración afectivosexual completa y todo encauzado por el mis-mo carril de una idéntica comprensión de la existencia plasmado en un idéntico proyecto y estilo de vida. Si todo eso junto es el amor, te quiero, Teresa; cada día más. Avelino

Una carta:

15/3/99

Teresa, he llegado a Madrid con tiempo de sobra y me he metido a un bareto a tomar churros con anís antes de empezar el laboreo. Estoy solo con el camarero. En la radio suena una tertulia de esas que hablan de no sé qué que pasa en el País Vasco.

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Pero enfrente de mí hay una columna que tiene un espejo alargado. Y me veo guapo con el jersey que me compraste, alegre, blanco, y la camisa que me recomen-daste -azul a cuadros- y el pelo un poco revuelto y las gafas nuevas que me has mercado.

Soy feliz. Somos felices.

¡Cuídate, Teresa! ¡Tenemos tantas cosas que hacer por delante!

Un beso fuerte, Avelino

Y esto era cuatro años antes de morir.

SU ÚLTIMO AÑO (mayo 2002 - julio 2003)

No me podía creer que Avelino desaparecería al cabo de un año cuando el 20 de mayo de 2002 le diagnosticaron el cáncer. No voy a contar las prime-ras reacciones y pensamientos que se nos pasaron por la cabeza.

Sin embargo, y aunque pueda sonar extraño, tengo que decir que ese año transcurrió con la ma-yor normalidad en nuestra vida. La tranquilidad reinaba en nuestra casa. Y la alegría. Nos reíamos muchísimo. Jugábamos al billar casi todos los días. Leíamos. Veíamos cine; nos fuimos haciendo con películas en vídeo muy buenas, de principios de si-glo XX, de los años 30, 40, 50... A una hora apro-piada de la noche nos poníamos ante la pantalla del televisor, a menudo con un chupito de orujo; los comentarios, nuestro particular cine-fórum, se ha-cían a la mañana siguiente en el largo desayuno en la cocina o la terraza, mientras los pájaros acudían a comer el alpiste de sus comederos.

Caminábamos casi todas las mañanas por aque-llos senderos inolvidables de Caimari, Binibona, Mancor, Biniamar. Después de la lluvia salíamos a coger caracoles a nuestro huerto; parecíamos niños felices tras la cosecha recogida.

Íbamos juntos a fotografiar los temas que me traía entre manos, que luego trabajaría yo en mi laboratorio. Cuando tenía las copias reveladas y ex-tendidas para que se secaran, acudía Avelino. Lle-gaba el crítico, quien no paraba en mientes: podía cargarse un trabajo como alabármelo sobremanera. Y comentábamos acerca de la composición, la luz, los encuadres, los contenidos... Quizá nunca me he sentido tan llena con esta labor apasionante y crea-tiva como aquel año.

Y Avelino escribía y escribía. Descansaba a me-nudo. Leía muchísimo.

Nos sentíamos felices con esta vida.

Apenas venían amigos. Estaban vetados. El te-léfono lo atendía yo, que era como su cancerbera. Envió un correo a familiares y amigos con un aviso claro y conciso: “En esta casa no se puede preguntar por la salud de sus moradores ni se permiten llama-das pasada la horabaixa”. Los amigos se comporta-ron de manera extraordinaria.

Imposible en tan pocas líneas relatar la diversi-dad de cosas que vivimos aquel año. Fueron catorce meses de una felicidad inconcebible.

Fuimos unos días a Menorca en otoño del 2002. Pretendimos ir a Córcega en febrero siguiente; el oncólogo nos lo desaconsejó, “no es prudente, id a un lugar más cercano y fácil...”

En enero nos embarcamos en una pequeña obra en la casa: ampliación de mi laboratorio, con una enorme pila y buena encimera, una maravilla. Ni se nos pasó por la cabeza que el disfrute de esas mejo-ras pudieran durar unos pocos meses.

En febrero Espasa publicó su novela La señora Lubomirska regresa a Polonia.

En mayo, vía Barcelona y con nuestro coche, fuimos a Soria; convocó Avelino a sus hermanos y a algunos míos a comer. Nos acercamos a Gredos,

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La huella de tu ausencia

nuestra casita en El Tremedal, pasando por Segovia, donde nos paramos en casa de Ignacio Sanz y de Claudia. Quiso así despedirse de los más íntimos. A la vuelta de este viaje una nueva revisión ofreció el pronóstico definitivo. Al día siguiente me encon-tré esta nota en mi mesa: “Me he levantado feliz. Y, mientras te espero, nada me duele, sino el saberte de-mostrar lo que significas para mí y cuánto te quiero. Avelino, 20 mayo 03 (primer aniversario)”.

Hasta el 17 de julio no habíamos dejado de ir diariamente a bañarnos al mar. El 22 de julio a las dos de la tarde Avelino dejó de existir.

Ahora me parece mentira que con un diagnós-tico cuya irreversibilidad estaba cantada desde el principio, consiguiéramos esa existencia tan plena, una existencia que era el culmen de nuestra vida en pareja.

Nuestra vida, en absoluto frenética sino pausada, había estado todos esos meses llena de pormenores entrañables, de gestos y guiños cuajados de humor, de intentos por complacernos mutuamente. En el fondo ni él ni yo creíamos que no se salvaría. Y eso nos salvó.