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La esperanza nunca defrauda Crisis - Promesa - Confianza Jorge M. Bergoglio Papa Francisco

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La esperanza nunca defrauda Crisis - Promesa - Confianza

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Jorge M. BergoglioPapa Francisco

Si algo busca siempre un pastor es encender la llama de la Esperanza en su pueblo. Ella es, en de-finitiva, la que lo sostiene todo en el corazón cre-yente. Pero no nos engañemos: la fe no nos ahorra las dificultades ni los contratiempos de la vida. No siempre es fácil caminar. A veces el combate de la vida se vuelve arduo y cansado, hasta el punto de vernos tentados de desesperanza

Estos escritos guardan un tono positivo, de resu-rrección. Nos hablan de la Pascua, de “hacer me-moria”, de caminar siempre de nuevo, de salir, de evangelización… de Esperanza.

Francisco nos invita a dejarnos seducir por la certe-za de la promesa: ”yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. No tengamos miedo. “¿Miedo a qué? –dice Francisco–. No tengas miedo a la Es-peranza,… porque la Esperanza nunca defrauda”.

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ISBN 978-84-7966-464-0

Nació en Buenos Aires en 1936, recibió la ordenación sacerdotal en 1969 en la Compañía de Jesús, y el 27 de junio de 1992 recibió la ordenación episcopal.

En 1998 fue nombrado Arzobispo de Bue-nos Aires y el 21 de febrero de 2001 Juan Pablo II lo creó Cardenal con el título de San Roberto Bellarmino.

Participó en el cónclave que eligió como sumo pontífice a Benedicto XVI. En el último cónclave fue elegido Papa, tomando para sí el emblemático nombre de Francisco.

PAPA FRANCISCOJorge M. Bergoglio, SJ

Jorge M. Bergoglio(Papa Francisco)

LA ESPERANZA NUNCA DEFRAUDA

Crisis - Promesa - Confianza

Publicaciones Claretianas

La esperanza nunca defrauda© Publicaciones Claretianas, 2014© de los textos utilizados:

Editorial Claretiana, Buenos Aires

Juan Álvarez Mendizábal, 65 dpdo, 3º28008 MadridAdministración: Carlos IglesiasTel.: 915 401 268Fax: 915 400 066http://www.publicacionesclaretianas.comCorreo-e: [email protected] [email protected]

ISBN: 978-84-7966-464-0Depósito Legal: M-11705-2014

Impreso en España - Printed in Spain

“El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artísti-ca fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio o procedimiento, com-prendida la reprografía y el tratamiento informático, sin la preceptiva autorización”

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Introducción a la edición española

Si algo busca siempre un pastor es encender la llama de la Esperanza en su pueblo. Ella es, en de-finitiva, la que lo sostiene todo en el corazón cre-yente; en el corazón de todo aquel que camina a tientas, confiado en las manos de Dios. Pero no nos engañemos: la fe no nos ahorra las dificultades ni los contratiempos de la vida. No siempre es fácil caminar. A veces el combate de la vida se vuelve arduo y cansado, hasta el punto de vernos tentados de desesperanza.

“Nadie puede emprender una lucha –nos ha dicho el Papa Francisco- si de antemano no con-fía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla” (Evangelii Gaudium, 85).

Vivimos situaciones graves que desaniman y con frecuencia nos pueden llevar al desaliento. Frente a ello, los cristianos estamos llamados a la Esperanza. No como una ilusión pasajera, sino como la con-fianza del discípulo que guarda la profunda convic-

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ción de que la esperanza no quedará defraudada. “La Esperanza es combativa. Combate sin ansiedad ni obcecación, con la firmeza de quien sabe que co-rre hacia una meta segura, pues la Esperanza es cier-ta: nos la da el padre de toda verdad1”.

Es un don de confianza en la promesa. Es el ancla que “ya está clavada en los Cielos” –dice Francisco–, a la cual nos agarramos para caminar. Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite con serenidad y firmeza: “No tengáis miedo. Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin de los tiempos”.

El presente libro recoge varios de los importan-tes mensajes que durante años ofreció Jorge M. Bergoglio a su arquidiócesis de Buenos Aires. No es la primera vez que algunos de estos mensajes de esperanza aparecen publicados. Hemos querido ofrecerlos juntos para que nos ayuden a compren-der la profundidad de la invitación a caminar en Esperanza que el papa Francisco nos está haciendo en este nuevo tiempo. Como podemos apreciar, su propuesta no es novedosa. No se trata de algo que él esté improvisando, sino que va en la línea de lo que siempre ha propuesto. Se trata de eso que es “lo de siempre”, “lo clásico”, pero que nos suena a nue-vo, porque está dicho con la naturalidad y frescura que le caracterizan. Se trata de un sello personal de

1 J. M. Bergoglio. Mente abierta, corazón creyente. Madrid: Publi-caciones Claretianas, 2013, p. 82.

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autenticidad que hace que lo de siempre guarde su permanente novedad.

Son palabras que nos invitan y nos mueven a no caer en esa tentación de la desesperanza. Basta con dejarse interpelar por esa llamada que nos invita una y otra vez a recordar, a dejar que vuelva a pasar por el corazón (re-cordar) aquello que ya antes estuvo. En el recuerdo está ese misterioso mecanismo que aviva en nuestros corazones la promesa. La memo-ria nos llevará siempre a tomar nueva conciencia de sabernos en manos del Señor de la historia. Basta con confiar.

El mundo y los desafíos a la Esperanza quedan bien reflejados en la primera parte del libro. Al co-menzar el milenio, Bergoglio articuló un mensaje sencillo y certero para afrontar un tiempo nuevo. En este mensaje, que entonces dirigió a los educadores, el actual Papa analiza la cultura en la que vivimos y propone una respuesta evangélica a los deseos pro-fundos de los hombres y mujeres de hoy. En la se-gunda parte del libro, hemos recogido los mensajes de Pascua que dirigió como pastor durante los años de su ministerio episcopal al frente de la gran metró-poli porteña. En ellos, suena con fuerza esa palabra de aliento que nos recuerda dónde tiene puestas sus raíces la Esperanza. Sus palabras, sin duda, son el fruto maduro de años de escucha, de conocimiento cercano de las gentes, de discernimiento y profunda

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oración. Una oración que ha llevado a Bergoglio a cambiar su corazón, configurándolo con esa inque-brantable esperanza que él predica. Solo quien vive profundamente confiado a este misterio es capaz de invitar a otros a vivirlo, a sobreponerse al desalien-to, a mirar siempre adelante…

Los escritos que presentamos guardan un tono positivo, de resurrección. Nos hablan de la Pascua, de salir, de caminar siempre de nuevo, de nueva vida, de evangelización, de Esperanza. La intención del autor no es otra, por tanto, que la de estimu-lar nuestra vida cristiana. Nuestro papa Francisco nos invita, con humildad, a dejarnos seducir por la alegría de sabernos amados infinitamente por este Dios de la promesa que nunca abandona a su santo pueblo.

Una vez más te invito, querido lector o lecto-ra, a que te dejes sorprender por la promesa. Deja que el Señor encienda nuevamente en tu corazón esa certeza que quiere sostenerte en medio de toda desesperanza. No tengamos miedo. “¿Miedo a qué? –dice Francisco–. No tengas miedo a la Esperan-za,… porque la Esperanza nunca defrauda”.

Fernando Prado Ayuso, cmfPublicaciones Claretianas

Primera parte

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Ser portadores de Esperanza

Peregrinos o errantes

¿Por qué los invito a reflexionar sobre la espe-ranza? ¿No habrá otras cuestiones más actuales, más inmediatas, más relevantes? ¿No estamos en un momento crucial para nuestra ciudad, nuestro país, nuestro mundo y nuestra Iglesia, un momento de proyectos y definiciones que exige ponerse a pensar cuestiones concretas y urgentísimas1? [...] Muchos pensadores consideran al tiempo que vivimos como un auténtico momento de cambio epocal. ¿No será en este momento –semejante indagación–, una hui-da espiritualista, un discurso vacío, una versión reli-giosa de la dinámica del avestruz?

Estas prevenciones tienen su parte de razón. Con mayor frecuencia de la que quisiéramos, los cris-tianos hemos transformado las virtudes teologales en un pretexto para quedarnos cómodamente ins-talados en una pobre caricatura de trascendencia,

1 Mensaje dirigido a los educadores en el año 2000.

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desentendiéndonos de la dura tarea de construir el mundo donde vivimos y donde se juega nuestra sal-vación. Es que la fe, la esperanza y la caridad consti-tuyen, por definición, actitudes fundamentales que operan un salto, un éxtasis del hombre hacia Dios. Nos trascienden, en verdad. Nos hacen trascender y trascendernos. Y en su referencia a Dios, presentan una pureza, un resplandor de verdad tal que pue-de encandilarnos. Ese deslumbramiento de lo con-templado, puede hacernos olvidar que esas mismas virtudes se apoyan en todo un basamento de reali-dades humanas, porque es humano el sujeto que así encuentra su camino hacia lo divino. Encandilados, podemos quedar distraídos sin plan ni orientación hasta golpearnos la cabeza, teniendo que reconocer nuestra realidad de tierra que anda, como decía el poeta.

Y allí, en ese volver a ponernos en camino sin despegar los pies de la tierra para no perder el rum-bo hacia el cielo, es donde la esperanza revela su ver-dadero sentido. Porque si bien su objeto es Dios, lo es en relación con el itinerario del hombre hacia Él. Y, por tanto, esta virtud recorre con nosotros todo el camino, desde la cuna hacia la tumba y la gloria, desde el pozo del sinsentido y del pecado, pasando por el encuentro gozoso en la oración que todo lo hace brillar, hasta el abrazo definitivo en la ternura del que nos funda.

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Queremos reflexionar, entonces, sobre la espe-ranza. Pero no sobre una esperanza “light”, desvita-lizada, separada del drama de la existencia humana. Interrogaremos a la esperanza a partir de los proble-mas más hondos que nos aquejan y que constituyen nuestra lucha cotidiana, en nuestra tarea educativa, en nuestra convivencia y en nuestra misma interio-ridad. [...]

Una reflexión sobre la esperanza con tales preten-siones nos lleva, sin duda, a transitar rutas difíciles. Entraña encrucijadas en las cuales es necesario echar mano a la sabiduría acumulada que representan las ciencias humanas y la teología. Y puede adquirir una dureza nada consoladora al obligarnos a enfrentar los límites de la realidad concreta, del mundo y la nuestra propia. Por eso, lo que aquí se ofrece es, más que nada, una invitación a mirar esa realidad de un modo cristiano, es decir, de un modo esperanzado. [...].

La crisis como desafío a la esperanza

No cabe duda de que estamos viviendo un tiem-po de profundos cambios. Se suele decir: un tiempo de crisis. Este es casi un lugar común. Crisis de la educación, crisis económica, crisis ecológica, crisis moral. Por momentos, las noticias resaltan alguna iniciativa exitosa o exhiben novedosos diagnósticos de la situación, pero pronto la atención vuelve a esa

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especie de malestar general que adquiere distintos rostros o pretextos. Algunos apuntan a un nivel más filosófico y hablan de la “crisis del hombre” o la “crisis de la civilización”.

¿En qué consiste dicha crisis? Tratemos de des-cribirla, paso a paso. En primer lugar, se trata de una crisis global. No estamos hablando de asuntos que competen a ámbitos definidos y parciales de la realidad. Si así fuera, bastarían las recetas simplistas que circulan habitualmente entre nosotros: “aquí el problema es la educación”, “la culpa de todo la tiene la impunidad del delito”, “si se acaba la corrupción, se arregla todo”. Es evidente que la educación, la seguridad y la ética pública son demandas urgentes y legítimas de la sociedad. Pero no se trata sólo de eso. Si la educación no termina de articularse con la realidad social y económica del país, si la corrup-ción parece un cáncer que todo lo invade, es porque la raíz de la crisis es más amplia, más profunda. La economía no es ajena a la política, ni ésta a la ética social. La escuela es parte de un todo mucho mayor, y la droga y la violencia tienen que ver con com-plicados procesos económicos, sociales y culturales. Todos los aspectos de la realidad, y la relación entre ellos son los que conforman la crisis.

Decir que la crisis es global, entonces, es dirigir la mirada hacia las grandes vigencias culturales, las creencias más arraigadas, los criterios a través de los

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cuales la gente opina que algo es bueno o malo, de-seable o descartable. Lo que está en crisis es toda una forma de entender la realidad y de entendernos a nosotros mismos.

En segundo lugar, la crisis es histórica. No es la “crisis del hombre” como un ser abstracto o uni-versal: es una particular inflexión del devenir de la civilización occidental, que arrastra consigo al pla-neta entero. Es verdad que en toda época hay cosas que funcionan mal, cambios que realizar, decisiones que tomar. Pero aquí hablamos de algo más. Nun-ca como en esta época, en los últimos cuatrocien-tos años, se han visto tan radicalmente sacudidas las certezas fundamentales que hacen a la vida de los seres humanos. Con gran potencia destructi-va se muestran las tendencias negativas. Pensemos solamente en el deterioro del medio ambiente, en los desequilibrios sociales, en la terrible capacidad de las armas. Tampoco han sido nunca tan pode-rosos los medios de información, comunicación y transporte, con lo que esto tiene de negativo (la por momentos compulsiva uniformación cultural, de la mano de la expansión del consumismo), pero so-bre todo de positivo: la posibilidad de contar con medios poderosos para el debate, el encuentro y el diálogo, junto a la búsqueda de soluciones.

Lo que cambia, entonces, no es sólo la econo-mía, las comunicaciones o la relación de fuerzas en-

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tre los factores mundiales de poder, sino el modo en que la humanidad lleva adelante su existencia en el mundo. Y esto afecta tanto a la política como a la vida cotidiana, a los hábitos de alimentación como a la religión, a las expectativas colectivas como a la familia y el sexo, a la relación entre las diversas ge-neraciones como a la experiencia del espacio y el tiempo.

Desafíos particulares

Para ayudar a visualizar las verdaderas dimensio-nes del desafío ante el cual nos encontramos, ha-remos un rápido repaso a algunas cuestiones que habitualmente se presentan como marcando el paso del cambio de siglo, señalando al mismo tiempo su incidencia en la tarea educativa:

1. Los avances tecnológicos (informática, robótica, nuevos materiales...) han modificado profundamente las formas de producción. Hoy no se considera tan importante la mano de obra como la inversión en tecnología, comunicaciones y desarrollo del conoci-miento (de las nuevas técnicas, de las nuevas formas de trabajo, de la relación entre producción y con-sumo). Esto trae obviamente, importantes cambios sociales y culturales. Y entraña un importante desa-fío para los educadores.

2. La economía se ha mundializado. El capital no reconoce fronteras: se produce por segmentos, en

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distintos lugares del mundo, y se vende en un mer-cado también mundializado. Todo esto tiene tam-bién serias consecuencias en el mercado laboral y en el imaginario social.

3. Los desequilibrios internacionales y sociales tien-den a profundizarse: los ricos son cada vez más ri-cos y los pobres, cada vez más pobres; y esto de un modo cada vez más acelerado. Continentes enteros son excluidos del mercado, y grandes sectores de la población (incluso de los países desarrollados) que-dan fuera del circuito de bienes materiales y simbó-licos de la sociedad.

4. En todo el mundo crece el desempleo, no ya como problema coyuntural sino más bien estruc-tural. La economía actual no contempla la posibili-dad de que todos tengan un trabajo digno. Sectores enteros de trabajadores, en la misma dinámica, se proletarizan.

5. Se agrava el problema ecológico. El medio am-biente se deteriora rápidamente, se agotan los recur-sos energéticos tradicionales, el actual modelo de desarrollo se revela incompatible con la preserva-ción del ecosistema.

6. Caen los totalitarismos y se da en todo el mun-do una ola de democratización que no parece ser coyuntural. Junto con ello, asistimos a un fuerte proceso de desmilitarización, con el fin de la Gue-

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rra Fría y el desarme nuclear y con la caída de los regímenes militares en distintos lugares del mundo. Pero, al mismo tiempo, resurgen los nacionalismos y la xenofobia, dando lugar a graves hechos de violen-cia social y racial e incluso a cruentas guerras civiles e interétnicas.

7. Los grandes partidos políticos pierden vigen-cia y representatividad o perciben un debilitamien-to de las mismas. Se da en las sociedades una fuerte crisis de participación (la gente se desinteresa de la política) y de representación (aparecen muchos que no se sienten representados por las estructuras tra-dicionales). Surgen, en consecuencia, nuevos actores y formas de participación social, ligadas a reivindica-ciones más parciales: medio ambiente, problemas vecinales, cuestiones étnicas o culturales, derechos humanos, derechos de las minorías...

8. Los avances tecnológicos producen una verda-dera revolución informática y multimediática. Esto trae importantísimas consecuencias no sólo econó-micas y comerciales, sino también culturales. Ya no hace falta moverse del hogar para estar en contacto con todo el mundo, en “tiempo real”. La “realidad virtual” abre nuevas puertas para la creatividad y la educación, y también cuestiona las formas tradi-cionales de comunicación con serias implicaciones antropológicas. A los educadores se les plantea la encrucijada de tratar de estar al día con los pobres

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recursos con que muchas veces cuentan o aceptar resignadamente que los avances no son para todos. Muchos niños podrán aprovechar las ventajas de Internet, pero muchos otros seguirán sin tener ac-ceso al conocimiento (e incluso al reconocimiento como ciudadanos iguales, más allá de la formalidad del DNI y el voto).

9. Continúa y se profundiza el proceso de transfor-mación del papel social, familiar y laboral de la mujer. Su nuevo modo de inserción trae consigo grandes cambios en la estructura de la sociedad y de la vida familiar.

10. La ciencia y la técnica abren las puertas de la revolución biotecnológica y la manipulación genética: En poco tiempo más se podrá modificar la repro-ducción humana, casi a pedido de los individuos o de las necesidades de las sociedades, profundizando la actual práctica de modelar el cuerpo y la persona-lidad por medios técnicos.

11. Lejos de desaparecer, la religión adquiere nue-vas fuerzas en el mundo actual. Aunque, además, vuelven a cobrar vigencia prácticas mágicas que parecían superadas; se popularizan concepciones de tipo místico antes circunscritas a culturas tradi-cionales. Al mismo tiempo, se radicalizan algunas posturas fundamentalistas, tanto en el Islam como en el cristianismo y el judaísmo.

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Cada uno de estos puntos podría ser objeto de un extenso tratamiento, y seguramente aparecerían más desafíos para los cuales no tenemos respuestas definidas y ni siquiera una somera opinión formada. No hace falta insistir en las consecuencias que estas profundas mutaciones tienen en los individuos, las comunidades y las organizaciones. ¿Cómo nos pa-ramos, como comunidad cristiana, ante conflictos tan enormes y espinosos como los que acabamos de apuntar? Nuestra reflexión sobre la esperanza nos llevará ahora a tratar de abrirnos paso por entre me-dio de caminos equívocos: un discernimiento de las diversas actitudes que pueden darse entre nosotros ante estos desafíos.

Abriéndonos camino hacia la esperanza

En primer lugar, hay quienes desarrollan una ac-titud ingenuamente optimista ante los cambios. Su-ponen que la humanidad siempre avanza hacia ade-lante (todo lo nuevo es siempre mejor), y se apoyan en diversos “datos” para certificar su optimismo: las posibilidades que ofrece la revolución informática, las predicciones de los “gurúes” del primer mundo, las nuevas formas de organización empresarial, el fin de los conflictos ideológicos...

Consideran que los grandes desequilibrios so-ciales e internacionales serán exitosamente supera-dos profundizando el rumbo actual. La tecnología

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resolverá, sin duda, los problemas del hambre y la enfermedad. La crisis ecológica será controlable aplicando nuevas recetas técnicas. La escuela es, así, el lugar donde todos estos avances se ofrecen a las nuevas generaciones, que sin duda sabrán aprove-charlos para bien de todos. Casi estamos escuchan-do a los ilustrados de siglos pasados.

¿Qué decir ante esta postura? Por un lado, su creencia básica carece de todo fundamento serio: nada nos garantiza que haya un progreso ascenden-te en la historia humana. Puede haber, sí, mejoras diversas en distintos campos. Pero, de hecho, mu-chos datos, como la crisis ecológica y la aparente-mente atenuada (¿para siempre?) posibilidad de un holocausto nuclear, nos llenan de alarma más que de confianza. Las experiencias terribles del pasado siglo, además, nos aleccionan acerca de la enorme capacidad de irracionalidad y autodestrucción que posee la especie humana. La civilización ha resulta-do ser bastante bárbara.

Sorprende la admirable capacidad de esta pos-tura, para cerrar los ojos a los aspectos negativos (que no son pocos, como hemos visto) del progreso científico-tecnológico o a los serios límites que ex-hiben las diversas formas de organización política y social; a la vez que exhibe una confianza plena en fuerzas impersonales e indeterminadas, como el

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mercado, adjudicándole capacidad para procurar el bien de todos.

Se combina con la pose autosuficiente, sea de un individuo, un grupo o un estado. No espera más que en sí. Impone las reglas del juego. Incapaz de perci-bir la propia llaga y pecado, no sabe cómo auxiliar la indigencia ajena. Es un desfigurar la actitud de serena confianza del que conoce sus talentos y lími-tes, estimando adecuadamente sus posibilidades y las del conjunto del que es parte. Porque el hombre puede con sus obras olvidar su finitud y mortalidad constitutivas.

En el ala opuesta, están quienes adoptan una postura cerradamente crítica, pesimista frente a todo proceso de cambio. Ubicándose “afuera” del mismo, denuncian sus aspectos más destructivos, generalizando sus efectos perversos y condenando en bloque todo el movimiento. Son expertos en descubrir conspiraciones, en deducir consecuencias nefastas para la humanidad, en detectar catástrofes. Por analogía con un movimiento espiritual y teo-lógico del siglo II a. C., esta mentalidad suele de-nominarse “apocalíptica”. Se apoya en una creencia básica tan endeble como la de la postura opuesta: los aspectos negativos de las realidades históricas son proyectados imaginativamente hasta su más te-rrible posibilidad, y esa imagen es tomada como la expresión adecuada del proceso histórico.

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La fobia al cambio hace que quienes tienden a esta actitud no puedan tolerar la incertidumbre y se replieguen ante los peligros, reales o imaginarios, que todo cambio trae consigo. La escuela como “bunker” que protege de los errores “de afuera” es la expresión caricaturizada de esta tendencia. Pero esa imagen refleja de un modo estremecedor lo que experimentan muchísimos jóvenes al egresar de los establecimientos educativos: una insalvable inade-cuación entre lo que les enseñaron y el mundo en el cual les toca vivir.

Por supuesto, subyace a esta mentalidad una concepción pesimista de la libertad humana y, en consecuencia, de los procesos históricos, que que-dan casi en manos del mal. Y se llega a una parálisis de la inteligencia y la voluntad. Parálisis depresiva y sectaria: no sólo se trata de que no hay nada por hacer, sino que no se puede hacer nada para evitar la catástrofe, salvo atrincherarse en el cada vez más pequeño núcleo de los “puros”.

También se sienten desilusionados con Dios, a quien culpan de que las cosas vayan mal. Se mues-tran impacientes ante la supuesta lentitud del actuar de Dios. Algunos eligen refugiarse tras un muro defensivo, relamiendo su pesar y otros optan por evadirse en gratificaciones ñoñas. Lo mismo ocurre cuando se trata de fracasos personales, que se ro-

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dean sin asumirlos ni trascenderlos, pero que van dejando enredados.

Todavía podemos encontrar otra actitud igual-mente estéril: la de aquellos que se dan cuenta de la dificultad de toda acción concreta y entonces “se lavan las manos”. Curiosamente, comparten el diagnóstico de los pesimistas en lo que hace a la realidad social e histórica, pero le quitan la carga de resentimiento ético: si no se puede mejorar la situa-ción de la humanidad en su conjunto, hagamos lo que se puede hacer.

Ese “lo que se puede hacer”, por lo general, tiene que ver con actuar en la línea de los acontecimien-tos y tendencias dominantes sin analizarlas críti-camente o intentar reorientarlas éticamente. Esta actitud suele caracterizarse como pragmática, por-que separa la praxis individual o histórica de toda consideración ética y espiritual. Necesariamente, tiene que ignorar los inocultables reclamos de jus-ticia, humanidad o responsabilidad social histórica. Su pesimismo es tan fuerte como el de la postura anteriormente descrita, pero no lleva a la parálisis, sino a la hipocresía o al cinismo. También en nues-tra realidad educativa, en ocasiones más atenta a cuestiones “de caja” o a la apariencia de “excelencia” que a intentar aportar algo a la construcción de una sociedad más humana.

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Por la senda del discernimiento

Ante estas posturas, la esperanza, que nunca des-carta nada de plano, opta por elaborar un cuidadoso discernimiento que rescate el aspecto de verdad que se da en cada una de estas actitudes, pero encuentre el camino hacia una vía más integral y constructiva. Y eso, por sus propios motivos, que más adelante pondremos de manifiesto.

En la realidad actual, hay muchos elementos que, bien orientados, pueden mejorar enormemen-te la vida de los seres humanos sobre la tierra. No cabe duda de que la tecnología ha puesto en nues-tras manos instrumentos poderosísimos que pueden servir al hombre. No podemos negar el avance que significan el proceso de emancipación de la mujer, las comunicaciones, los aportes de la ciencia en lo que hace a la salud y el bienestar de las personas, la ampliación de horizontes que han traído los medios de comunicación social a millones de seres huma-nos que anteriormente sólo se movían en el mundo reducido de su comunidad local y su trabajo para subsistir.

Del mismo modo, no podemos ignorar ingenua-mente los peligros que el actual proceso encierra: deshumanización, serios conflictos sociales e inter-nacionales, exclusión y muerte de multitudes... El pesimismo de los apocalípticos no es gratuito: en

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muchos aspectos, y para muchas personas, el futuro revela un rostro amenazante. Es muy cierto tam-bién que resulta difícil que brote una actitud de au-téntica esperanza en alguien que no haya padecido la desilusión de lo que deseaba.

Y aun así, en algún punto, es necesario “hacer de tripas corazón” y seguir viviendo, aunque no quede mucho espacio para los ideales. “Lo mejor es ene-migo de lo bueno”, y así es como también el prag-matismo adquiere su parte de verdad.

¿Qué concluimos de todo esto? Que la esperanza se presenta, en un primer momento, como la capa-cidad de sopesar todo y quedarse con lo mejor de cada cosa. De discernir. Pero ese discernimiento no es ciego o improvisado: se realiza sobre la base de una serie de presupuestos y en orden a unas orien-taciones, de carácter ético y espiritual. Implica pre-guntarse qué es lo bueno, qué es lo que deseamos, hacia dónde queremos ir. Incluye un recurso a los valores, que se apoyan en una cosmovisión. En defi-nitiva, la esperanza se anuda fuertemente con la fe. Así la esperanza ve más lejos, abre a nuevos horizon-tes, invita a otras honduras.

La esperanza sostiene sin ser vista muchas de las esperas humanas, que son a plazo fijo. La esperanza necesita legitimarse con mediaciones eficaces que la acrediten; son encarnaciones que ya introducen y concretan –aunque no agotan– los valores más al-

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tos. Aunque también hay esperas vanas, que no son conducentes a una humanización plena, porque desconocen o atrofian su condición de ser pensante (y lo reducen al orden de la sensación o de la ma-teria), niegan su condición personal que se realiza en el amar y ser amado, y cercenan su abertura al Absoluto (desdeñando su capacidad de adoración y su ejercicio orante).

Por eso, podríamos enunciar aquellos criterios que nos permitan discernir mejor, superando el di-vorcio entre el hacer y el creer. A la vez que impedi-rá dejarnos seducir por los ídolos siempre redivivos. Démosle prioridad: al amor sobre la razón, pero nunca de espaldas a la verdad; al ser sobre el tener; a la acción humana integral sobre la praxis transfor-madora que privilegia sólo la eficacia; a la actitud servicial sobre el hacer gratificante; a la vocación úl-tima sobre las motivaciones penúltimas.

Las raíces de la esperanza

Si la historia no es, como se creía en los tiempos de plena vigencia de los ideales de la Modernidad, un progresivo y lineal avance hacia un hipotético reino de la libertad, una marcha triunfal de la razón, sino que se nos presenta, a quienes vivimos estos difíciles tiempos de desencanto, posmodernidad y cambio de siglo, como el escenario donde transcu-rre el ambiguo drama humano, drama sin libreto y

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sin garantía de éxito, ¿cuál puede ser el fundamento de la esperanza? Y no ya de una esperanza “fuer-te”, sino incluso de la motivación para sostener un compromiso inmediato, cara a cara, pero con frutos diferidos en el tiempo.

Se trata de una cuestión ya tematizada por fi-lósofos y teólogos: la consistencia del futuro como dimensión antropológica y, en la perspectiva de la fe cristiana, la relación entre escatología e historia, entre la espera del Reino y la construcción de la ciudad temporal. Por supuesto que no entraremos aquí a analizar estas cuestiones, argumentando y exponiendo los fundamentos bíblicos, históricos y teóricos que llevan a sostener determinadas afirma-ciones que son, a esta altura, patrimonio de toda la Iglesia. Simplemente, presentaremos de un modo sencillo algunos temas de nuestra fe que justifican y vivifican nuestra esperanza.

Para los cristianos, la creencia que fundamenta su postura ante la realidad se apoya en el testimonio del Nuevo Testamento, que nos habla de Jesucristo, Dios hecho hombre, que con su resurrección inau-gura ya entre nosotros el reino de Dios. Un Reino no puramente espiritual o interior, sino integral y escatológico. Capaz de dar sentido a toda la historia humana y a todo compromiso en esa historia. Y no “desde afuera”, desde un mero imperativo ético o religioso, sino “desde adentro”, porque ese Reino ya

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está presente, transformando y orientando la mis-ma historia hacia su cumplimiento pleno en justi-cia, paz y comunión de los hombres entre sí y con Dios, en un mundo futuro transfigurado.

En tiempos recientes, existió entre muchos cris-tianos la sensación de que esa presencia del Reino podía generar, mediando el compromiso histórico, un anticipo real, concreto, de ese mundo nuevo. Una sociedad mejor, más justa y humana, que venía a ser una especie de primer esbozo o preludio de lo que esperamos para el fin de los tiempos. Es más, se creía que la acción de los cristianos podía verdade-ramente “adelantar” la venida del Reino, dado que el Señor había dejado en nuestras manos la posibili-dad de completar su tarea.

Pero las cosas no salieron como se esperaba. Cla-ramente en nuestro país, pero no solo aquí, los in-tentos de humanizar la economía, de construir una comunidad más justa y fraterna, de ampliar los es-pacios de libertad, bienestar y creatividad, fueron agotándose y doblegándose ante la arrolladora di-námica de concentración del capital que caracteri-za estas últimas décadas. Al intento de concretar la utopía lo siguió la resignación de aceptar los condi-cionamientos internos y externos. A la afirmación de lo deseable la suplantó la reducción a lo posible. Las promesas no se cumplían. Es más: revelaban haber sido sólo una ilusión... Pensemos si el actual

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desinterés de las generaciones más jóvenes por la política, o por otros proyectos colectivos, no tiene que ver con esta experiencia de frustración.

Pero, ¿será que el desencanto posmoderno, presen-te no sólo en la política sino también en la cultura, el arte y la vida cotidiana, arrastra consigo todo atisbo de esperanza fundada en la espera del Reino? ¿O, por el contrario, la idea del Reino que comienza entre nosotros, núcleo de la predicación y acción de Jesús, y experiencia íntima pero no intimista entre los cre-yentes después de su resurrección, tiene todavía algo que decirnos en estos tiempos? ¿Existe, más allá de aquellas identificaciones tal vez demasiado lineales, alguna relación entre el mensaje teológico del Reino y la historia concreta en la cual estamos inmersos y de la cual somos responsables los hombres?

Siempre nos ha resultado sumamente inspiradora la parábola de la semilla que crece por sí misma (Mc 4,26-29). Pero cada vez se nos hace más difícil (por experiencia y por honestidad intelectual) entender-la desde la idea de “desarrollo”. Jesús no estaría ha-blando aquí de que la historia vaya “madurando” en el tiempo, por la acción oculta del Reino, hasta llegar a su plenitud. Simplemente, porque la idea de un “crecimiento orgánico” le era extraña al hombre antiguo. Entre la semilla y el fruto no se veía conti-nuidad, sino contraste: un hecho casi milagroso. La parábola de Jesús intentaba mostrar el Reino como

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una realidad oculta a los ojos humanos, pero que producirá su fruto por la acción de Dios, indepen-dientemente de lo que haga el sembrador.

¿Significa esto aceptar una disociación entre el esfuerzo humano y la acción divina? ¿Justifica una postura de escepticismo o pragmatismo? De algún modo, es lo que le pasa a tanta gente en la actuali-dad. El individualismo y el esteticismo posmoder-nos, cuando no el pragmatismo y cierto cinismo contemporáneos, son resultado de la caída de las certezas históricas, de la pérdida de sentido de la acción humana como constructora de algo objetiva y concretamente mejor. También en el caso de algu-nos cristianos, puede expresarse en un mero “vivir el momento” (aunque sea el “momento” de la ex-periencia espiritual) esperando pasivamente que el Reino “caiga” del cielo.

Pero la esperanza cristiana no tiene nada que ver con eso. En todo caso, debemos reconocer que no hay una continuidad lineal entre histo-ria y consumación del Reino, en el sentido de un avance o ascenso ininterrumpido. Así como la consumación individual (el encuentro con Dios y definitiva transfiguración personal en la resu-rrección) pasa en la inmensa mayoría de los casos por un terrible momento de “discontinuidad”, de fracaso y de destrucción (la muerte), no hay por-qué rechazar que eso mismo pueda suceder con

34 · La esperanza nunca defrauda

la historia en su conjunto. He aquí la verdad de la mentalidad apocalíptica: este mundo pasa, no hay plenitud sin alguna forma, aunque no poda-mos predeterminar cuál, de destrucción o pérdi-da. Pero tampoco sin continuidad alguna: ¡seré yo mismo el que resucite! ¡Será la misma humanidad, la misma creación, la misma historia la que será transfigurada en la plenitud de los tiempos! Con-tinuidad y discontinuidad. Una realidad misterio-sa de presencia-ausencia, del “ya” cumplimiento de las promesas pero “todavía no” de un modo pleno. Un Reino que efectivamente “está cerca”, en todo momento, en todo lugar, incluso en la peor de las situaciones humanas. Y que algún día dejará de estar oculto para manifestarse plena y patentemente.

La esperanza y la historia

¿Qué certezas nos quedan, entonces? ¿Qué ele-mentos nos ofrece la fe para fundamentar la espe-ranza?

En primer lugar, que esta historia, y no una pre-tendida “dimensión espiritual”, es el lugar de la exis-tencia cristiana. El lugar de la respuesta a Cristo, el lugar de la realización de nuestra vocación. Es aquí donde el Señor resucitado nos sale al encuentro a través de signos que hay que reconocer en la fe y responder en el amor. El Señor viene, está vinien-

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do, de múltiples maneras perceptibles con los ojos de fe: en los signos sacramentales y en la vida de la comunidad cristiana, pero también en toda mani-festación humana donde se realiza la comunión, se promueve la libertad, se perfecciona la creación de Dios. Pero también viene en el reverso de la histo-ria: en el pobre, el enfermo, el marginado (cf. Ma-teo 25,31-45; y el Documento de Puebla, 31-39). Está viniendo de todos esos modos, y el significado de la consumación definitiva no puede disociarse de todas estas venidas.

Y es aquí donde adquiere sentido otra dimensión de la esperanza: la vitalidad de la memoria. La Iglesia vive de la memoria del Resucitado. Es más: apoya su camino histórico en la certeza de que el Resucita-do es el Crucificado: el Señor que viene es el mismo que pronunció las Bienaventuranzas, que partió el pan con la multitud, que curó a los enfermos, que perdonó a los pecadores, que se sentó a la mesa con los publicanos. Hacer memoria de Jesús de Nazaret en la fe del Cristo Señor nos habilita para “hacer lo que él hizo”, en memoria suya. Y aquí se incorpora toda la dimensión de la memoria, porque la historia de Jesús se empalma con la historia de los hombres y los pueblos en sus búsquedas imperfectas de un Banquete fraterno, de un amor perdurable.

La esperanza cristiana, de ese modo, despierta y potencia las energías quizás enterradas de nuestro

36 · La esperanza nunca defrauda

pasado, personal o colectivo, el recuerdo agradecido de los momentos de gozo y felicidad, la pasión qui-zás olvidada por la verdad y la justicia, los chispazos de plenitud que el amor ha producido en nuestro camino. Y también, porqué no, la memoria de la Cruz, del fracaso, del dolor, esta vez para transfi-gurarla exorcizando los demonios de la amargura y el resentimiento y abriendo la posibilidad de un sentido más hondo.

Pero además, la tensión hacia esa consumación nos dice que esta historia tiene un sentido y un tér-mino. La acción de Dios que comenzó con una Creación en cuya cima está la creatura que podía responderle como imagen y semejanza suya, con la cual él podía entablar una relación de amor, y que alcanzó su punto maduro con la Encarnación del Hijo, tiene que culminar en una plena realización de esa comunión de un modo universal. Todo lo creado debe ingresar en esa comunión definitiva con Dios, iniciada en Cristo resucitado. Es decir: debe haber un término como perfección, como aca-bamiento positivo de la obra amorosa de Dios. Un término que no es resultado inmediato o directo de la acción humana, sino que es una acción salvadora de Dios, el broche final de la obra de arte que él mismo inició y en la cual quiso asociarnos como colaboradores libres.

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Y si esto es así, la fe en la Parusía o consumación escatológica se torna fundamento de la esperanza y cimiento del compromiso cristiano en el mundo. La historia, nuestra historia, no es tiempo perdido. Todo lo que vaya en la línea del Reino, de la verdad, la libertad, la justicia y la fraternidad, será recupera-do y plenificado.

Y esto cuenta no sólo para el amor con que se hicieron las cosas, como si la obra no importara. Los cristianos hemos hecho, muchas veces, dema-siado hincapié en las “buenas intenciones” o en la rectitud de intención. La obra de nuestras manos –y no sólo la de nuestro corazón– vale por sí misma; y en la medida en que se oriente en la línea del Rei-no, del plan de Dios, será perdurable de un modo que no podríamos imaginar. En cambio, lo que se oponga a ese Reino, además de tener los días conta-dos, será definitivamente descartado. No será parte de la Nueva Creación.

La esperanza cristiana no es, entonces, un “con-suelo espiritual”, una distracción de las tareas serias que requieren nuestra atención. Es una dinámica que nos hace libres de todo determinismo y de todo obstáculo para construir un mundo de libertad, para liberar a esta historia de las cadenas de egoís-mo, inercia e injusticia en las cuales tiende a caer con tanta facilidad.

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Invitaciones

Quedan por decir algunas palabras finales. Este trayecto que hemos hecho, desde el desencanto del cambio de siglo hasta la fe en la Venida del Reino y de ahí a la recuperación de la esperanza y el com-promiso concreto, abre nuevas posibilidades para la tarea educativa que se nos ha encomendado y que hemos abrazado con amor. Quisiera señalar estas invitaciones concretas que la esperanza nos hace:

La invitación a cultivar los lazos personales y so-ciales, revalorizando la amistad y la solidaridad. La escuela sigue siendo el lugar donde las personas pueden ser reconocidas como tales, acogidas y pro-movidas. Si bien no habrá que descuidar una válida dimensión de eficiencia y eficacia en la transmisión de conocimientos que permitan a nuestros jóvenes hacerse un lugar en la sociedad, es fundamental que seamos “maestros de humanidad”.

Y ésta puede ser una aportación importantísima que la educación católica ofrezca a una sociedad que por momentos parece haber renunciado a los elementos que la constituían como comunidad: la solidaridad, el sentido de justicia, el respeto por el otro, en particular por el más débil y pequeño. La competencia despiadada tiene un destacado lugar

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en nuestra sociedad. Aportemos nosotros el sentido de justicia y la misericordia.

La invitación a ser audaces y creativos. Las nuevas realidades exigen nuevas respuestas. Pero antes, exi-gen un espíritu abierto que realice un discernimien-to constructivo, que no se aferre a certezas rancias y se anime a vislumbrar otras formas de plasmar los valores, que no dé la espalda a los desafíos del tiempo presente. He aquí una auténtica prueba para nuestra esperanza. Si está puesta en Dios y su Reino, sabrá liberarse de lastres, miedos y reflejos esclerotizados para atreverse a construir lo nuevo desde el diálogo y la colaboración.

La invitación a la alegría, a la gratuidad, a la fiesta. Quizás la peor de las injusticias del tiempo presente es la tiranía del utilitarismo, la dictadura de la adustez, el triunfo de la amargura. Está en la autenticidad de nuestra esperanza el saber descu-brir, en la realidad cotidiana, los motivos, grandes o pequeños, para reconocer los dones de Dios, para celebrar la vida, para salir de la cadena del debe y el haber y desplegar el gozo de ser semillas de una nueva creación.

Y por fin, la invitación a la adoración y a la grati-tud. En el vertiginoso existir de cada día, es posible que nos olvidemos de atender esa sed de comunica-ción que nos habita en lo más hondo.

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Me animo a que tomemos estas palabras de hom-bres del siglo XVI, para hablarle a Dios en este siglo nuevo, en la continuidad de un mismo amor:

Muéveme, al fin, tu amor y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera; pues, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera. (Anónimo español)

Segunda parte

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El Ángel les quita el miedo a las mujeres: “No teman”

Hace un rato, en el atrio del templo, proclamá-bamos que Jesucristo era ayer, es hoy y será siempre mientras marcábamos en el Cirio Pascual, figura de Cristo Resucitado, la fecha de este año. Este ges-to que la Iglesia viene repitiendo desde siglos es el anuncio contundente, a lo largo de la historia, de lo que pasó aquella mañana de domingo en el cemen-terio de Jerusalén: El que existía antes que Abraham naciese, el que quiso hacerse prójimo en el camino con nosotros, el Buen Samaritano que nos recoge apaleados por la vida y por nuestra lábil libertad, el que murió y fue sepultado y su sepulcro sellado; Ése ha resucitado y vive para siempre.

Se trata del anuncio a aquellas mujeres sorpren-didas por la piedra corrida y el Ángel sentado en el sitio donde había estado el muerto. Un anuncio que, desde ese momento, se fue trasmitiendo cuer-po a cuerpo a través de la historia de los hombres. Un anuncio que proclama con valentía que, desde ahora, en medio de toda muerte, hay un germen de resurrección. El comienzo de esta liturgia, a oscuras,

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no es otra cosa que símbolo de tinieblas y muerte; en cambio, la luz es Cristo, chispa de esperanza en medio de las situaciones y los corazones, aun los sumidos en la mayor oscuridad.

El Ángel les quita el miedo a las mujeres: “No teman”. Se trata de ese miedo instintivo a toda es-peranza de felicidad y vida, ese miedo a que no sea verdad lo que estoy viendo o lo que me dicen, el miedo a la alegría que nos es regalada por un derro-che de gratuidad. Y, después de la tranquilizadora advertencia del “no teman”, el envío: “Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que Él irá antes que Ustedes a Galilea; allí lo verán, como Él se los había dicho”.

Es el Señor que siempre nos precede, el Señor que nos espera. El Apóstol Juan, cuando quiso ex-plicar en qué consistía el amor, tuvo que recurrir a esa experiencia de sentirse precedido, sentirse espe-rado: “El amor no consiste en que nosotros haya-mos amado a Dios, sino en que Él nos amó prime-ro” (1Jn 4, 10). Si bien en nuestra vida, de una u otra manera, buscamos a Dios, la verdad más hon-da es que somos buscados por Él, somos esperados por Él. Como la flor del almendro que mencionan los Profetas porque es la primera en florecer, así el Señor: Él espera primero, Él nos “primerea” en el amor.

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Hace siglos que nuestro Dios se nos adelanta en el amor. Hace 2000 años que Jesús “nos precede” y nos espera en Galilea, esa Galilea del primer en-cuentro, esa Galilea que cada uno de nosotros tiene en alguna parte del corazón. El sentirnos precedidos y esperados acelera el ritmo de nuestro caminar para hacer más pronto el encuentro. El mismo Dios, que “nos amó primero”, también es el Buen Samaritano que se hace prójimo y nos dice –como al final de esa parábola– “Anda y procede tú de la misma mane-ra”. Así de sencillo, hacer lo que Él hizo: “primereá” a tus hermanos en el amor, no esperes ser amado amá primero. Da el primer paso. Esos pasos que nos harán salir de la somnolencia (ese no haber podido velar con Él) o de cualquier quietismo sofisticado. Paso de reconciliación, paso de amor. Da el primer paso en tu familia, da el primer paso en esta ciudad; hacete prójimo de los que viven al margen de lo necesario para subsistir: cada día son más. Imitemos a nuestro Dios que nos precede y ama primero, ha-ciendo gestos de “projimidad” hacia nuestros her-manos que sufren soledad, indigencia, pérdida de trabajo, explotación, falta de techo, desprecio por ser migrantes, enfermedad, aislamiento en los geriá-tricos. Da el primer paso y llevá, con tu propia vida, el anuncio: Él ha resucitado. Entonces pondrás, en medio de tanta muerte, una chispa de resurrección, la que Él quiere que tú lleves. Entonces tu profesión de fe será creíble.

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En esta noche de Pascua le pido a nuestra Madre que nos ayude a entender cómo es eso de “prime-rear” en el amor. A Ella, que estuvo en vela sostenida por la esperanza, le pido que nos ayude a no tener miedo para anunciar, con la palabra y las actitudes de “projimidad” hacia los más indigentes, que Él está vivo en medio de nosotros. Y que, como bue-na madre, nos conduzca de la mano a la adoración silenciosa de ese Dios que nos precede en el amor. Que así sea.

Vigilia Pascual, 2000

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“No está aquí, ha resucitado”

El camino andado durante esta noche, a través de siglos de promesas nacidas del corazón salvador de Dios, culmina en un reproche y un anuncio: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 5, 5-6). Reproche que despierta del error y del engaño, anuncio que reencauza la vida de estas mujeres. Como lo indica el evangelio, se trata de un momento de desconcier-to y temor de estas mujeres que, con mucho amor a Jesús, van tempranito a ungir su cuerpo muerto. Desconcierto y temor que ya se había apoderado de ellas cuando “encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús”.

En el marco de este desconcierto y temor, reci-ben, de ángeles con vestiduras deslumbrantes, el anuncio de que la historia ha llegado a su plenitud, de que Jesús ha resucitado. Ellos las hacen volver sobre sí mismas, entrar en su corazón: “Recuerden lo que Él les decía...”, que era necesario que el Hijo del Hombre fuera entregado, crucificado y que re-

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sucitaría al tercer día. “Y las mujeres recordaron sus palabras” (Lc 24, 8). La memoria de las palabras de Jesús les ilumina el acontecimiento, su corazón se dilata: alegría, admiración, ganas de correr y anun-ciarlo, y estos sentimientos son tan fuertes que a los discípulos les parece un delirio.

Esta noche nosotros recibimos el anuncio: ¡Cris-to ha resucitado! ¡El Señor vive! Y también para no-sotros tiene validez el reproche: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” Puede existir, dentro de nosotros, una suerte de impulso que nos lleva a clausurar la historia en la tristeza y el fracaso, a cerrar la puerta de la esperanza, a preferir creer que la piedra está fija y nadie la mueve. Es verdad que hay momentos existenciales en los que parece que el amanecer viene sólo para iluminar sepulcros y nues-tra vida queda aprisionada allí, nuestra búsqueda es “entre los muertos”, entre las cosas muertas, inca-paces de dar vida, esperanza. Aquí nos golpea aquel reproche: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. Tanto en nuestra vida personal como en la sociedad en que vivimos, algunas veces los fraca-sos se suman unos a otros y –enfermizamente– nos vamos acostumbrando a vivir entre los sepulcros como aquel poseído de Gerasa. Más aún, podemos llegar a creer que ésa es la ley de la vida quedán-donos solamente el destino de añorar lo que pudo haber sido y no fue, y entretenernos alienándonos

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en desahogos que nos quitan la memoria de la pro-mesa de Dios. Cuando esto nos sucede, entonces estamos enfermos. Cuando le sucede esto a nuestra sociedad, se convierte en una sociedad enferma.

Hoy, también para nosotros, en esta Pascua de Buenos Aires, se dirige el reproche: “No busquen entre los muertos al que está vivo”. ¡Recuerden! El reproche nos despierta la memoria, nos acerca la fuerza de la promesa. Estamos viviendo una si-tuación en la que necesitamos de mucha memoria. Recordar, traer a nuestro corazón la gran reserva es-piritual de nuestro pueblo, la que le fue anunciada en los momentos de evangelización y que selló en su corazón sencillo la Verdad de que Jesús está vivo. Traer a la memoria la hermandad que Él nos ganó con su sangre, la vigencia de los Diez Mandamien-tos, la valentía de saber que el pecado es mal nego-cio, pues el demonio es mal pagador, que los pactos de impunidad siempre son provisorios y que nadie se ríe de Dios.

A nosotros se nos recuerda que no es solución la de los sumos sacerdotes y ancianos de aquel enton-ces, que sobornaron a los soldados para que adulte-raran la verdad y “les dieron una gran cantidad de dinero” (Mt 28, 12) con la consigna de que dijeran que los discípulos habían robado el cuerpo. A no-sotros se nos recuerda que no caminamos solos en la historia, que somos familia de Dios y se nos pide

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que miremos a nuestro alrededor y, con la misma inquietud de espíritu con que las mujeres buscaban a Jesús, lo busquemos en el rostro de tantos herma-nos nuestros que viven en el margen de la indigen-cia, de la soledad, de la desesperanza: según cómo los tratemos seremos juzgados.

En esta noche santa pido a los ángeles que nos hagan oír los reproches que despierten nuestra me-moria de pueblo fiel. Y, en medio del desconcierto y temor, se nos regale la alegría de la esperanza, ésa que rompe tumbas y se lanza al anuncio, ésa que desgasta la vida engendrando vida para los demás, ésa que no defrauda, ésa que a veces parece delirio pero que todos los días nos hace volver sobre no-sotros mismos como a Pedro “lleno de admiración por lo que había sucedido”. En esta noche santa le pido a la Virgen Madre que nos saque de la resigna-ción quietista de los cementerios y nos diga al oído, despacito, como sólo las mamás saben hacerlo: Je-sús resucitó, está vivo; animáte, adorálo, y hacé por tus hermanos lo que Él hizo por vos. Así sea.

Vigilia Pascual, 2001

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Nos cambia a todos el sentido de la historia

El Evangelio nos narra el camino de estas muje-res hacia el sepulcro. Ellas sabían que Jesús estaba muerto y caminaban en la certeza de este hecho.

Se produce lo inesperado; la piedra removida, el Ángel que les dice: “No teman, ha resucitado”. El hecho se transforma en acontecimiento; un aconte-cimiento que les cambia el sentido de la vida. Nos cambia a todos el sentido de la historia. Vayan a Galilea y allí lo verán, les dice. Ellas regresan y en el camino encuentran a Jesús y Él también les da la misma consigna: “No teman, avisen a mis herma-nos que vayan a Galilea y ahí me verán”.

Parece que todo ha cambiado de dirección. En vez de ir al sepulcro, han de volver sobre sus pasos, volver a la Galilea del primer encuentro con Jesús, la Galilea de la primera admiración, del estupor que les hizo exclamar: “Hemos hallado al Mesías”. Ha-bía pasado tiempo desde aquel momento. El tiem-po desgasta. La memoria de aquel primer encuentro se había casi perdido. Caminando por la historia

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siempre corremos el riesgo de perder la memoria y Él les señala el camino: vuelvan a la memoria del primer encuentro; vuelvan a la memoria del primer amor.

El acontecimiento de la Resurrección de Jesu-cristo nos invita a todos nosotros a volver sobre nuestros pasos; hacia el primer llamado, el primer encuentro, para contemplarlo, ahora ya con la es-peranza que da la certeza de la victoria, la certeza de haber ganado. Volver a aquel primer encuentro, revivir lo que fue aquello, pero con la convicción de que ese camino recorrido no fue en vano. Fue un camino de cruz, pero de victoria.

Y esta noche no puedo dejar de pensar en nues-tro pueblo que hoy, triste, se encuentra frente a una piedra sellada, que habla de muerte, de corrupción y derrota. En esta noche también se nos recuerda que no todo está terminado; que hay esperanza, que la muerte, la corrupción y la derrota, no prometen nada. Y esta noche se nos habla de esperanza, de promesa, y se nos invita a volver sobre nuestros pa-sos, a reencontrarnos con el camino que nos fraguó como Nación.

Hoy se pide que cada uno de nosotros, a la luz del acontecimiento de Jesucristo, miremos nuestra historia, nos reencontremos con ella y pidamos per-dón si es necesario. Se nos pide reparar, se nos pide trabajar en esperanza para que la Resurrección de

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Cristo sea realidad en cada una de nuestras vidas, en nuestra Patria toda. ¡Volver sobre nuestros pasos!

Y cuando hablo de camino, de camino andado, no puedo dejar de mencionar a aquellos que más anduvieron en el camino de la vida: a mis queri-dos ancianos, sabiduría de nuestro pueblo. A ellos les digo: “No teman”. Sabemos que están sufriendo mucho. Sabemos que el egoísmo, la ambición, el robo y la corrupción les han quitado sus derechos y los han puesto al límite de sus fuerzas. Pero también sabemos que ustedes pueden ayudarnos a volver so-bre nuestros pasos como Nación, para recuperar lo que sembraron. A ustedes les decimos de manera especial: “Cristo ha resucitado”. Allí está nuestra es-peranza. Tómennos de la mano y ayúdennos a vol-ver a la Galilea del primer amor.

En esta noche, en que un hecho se transforma en acontecimiento, veamos la fuerza que tiene la Resu-rrección de Jesucristo, que es capaz de cambiar las cosas desde dentro, cambiarnos el corazón. Cam-biarnos la Patria. Ahí está nuestra esperanza. No la pongamos en promesas que, a la larga, muchas de ellas son ídolos. ¡Cuántas cosas hemos escuchado que nos prometieron...! ¡Cuántas cosas...! No nos dejemos engañar. No está el Señor en esas prome-sas.

Ha resucitado. Vuelvan sobre sus pasos, vayan a la Galilea del primer amor. Como pueblo volvamos

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sobre nuestros pasos tomados de la mano de nues-tros ancianos, que son nuestra sabiduría y allí lo encontraremos de nuevo y podremos renacer como Nación. Y esto se lo pido de una manera especial a Aquella que nunca perdió la fe, que nunca olvidó el primer amor, que no necesitó volver sobre sus pasos, porque su camino siempre estaba vivo en su corazón. Que María nos proteja en este camino de volver a lo que nos dio fundamento. Que así sea.

Vigilia Pascual, 2002

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La parálisis nos enferma el alma

María Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé, al amanecer, se ponen en camino. Esta no-che también nosotros hemos caminado, siguiendo el andar del Pueblo de Dios, por los senderos de la elección, la promesa y la alianza. El camino de estas mujeres se inserta en este largo andar de siglos… y también el nuestro. Porque ser elegidos y ser por-tadores de la alianza entraña siempre ponernos en marcha. La alianza que Dios hace con su pueblo y con cada uno de nosotros es precisamente para que caminemos hacia una promesa, hacia un encuentro. Este camino es vida.

Como contraste allí está la piedra. Inmóvil y se-llada por la conspiración de los corruptos; un ver-dadero obstáculo para el encuentro. Estas mujeres caminaban vacilando entre la ilusión y la traba; iban al sepulcro para cumplir una obra de miseri-cordia, pero la amenaza de la piedra las hacía du-dar. Las movía el amor pero las paralizaba la duda. También como ellas nosotros sentimos el impulso de caminar, el deseo de hacer grandes obras. Lle-

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vamos dentro del corazón una promesa y la certeza de la fidelidad de Dios, pero la duda es piedra, los sellos de la corrupción son ataduras, y muchas veces cedemos a la tentación de quedarnos paralizados, sin esperanza.

La parálisis nos enferma el alma, nos arrebata la memoria y nos quita la alegría. Nos hace olvidar que hemos sido elegidos, que somos portadores de promesas, que estamos marcados por una alianza divina. La parálisis nos priva de la sorpresa del en-cuentro, nos impide abrirnos a la “Buena Noticia”. Y hoy necesitamos volver a escuchar esta Buena No-ticia: “No está aquí. Ha resucitado”. Necesitamos de ese encuentro que destroza las piedras, rompe los sellos y nos abre un nuevo camino, el de la es-peranza.

El mundo necesita ese encuentro, este mundo que “se ha convertido en un cementerio”. Nuestra Patria lo necesita. Necesita del anuncio que levanta, de la esperanza que impulsa a caminar, de los gestos de misericordia, como el de estas mujeres que iban a ungir. Necesitamos que nuestra fragilidad sea un-gida por la esperanza; y que esa esperanza nos mue-va a proclamar el anuncio y a ungir solidariamente la fragilidad de nuestros hermanos.

Lo peor que nos puede pasar es que optemos por la piedra y la corrupción de los sellos, por el desaliento, por el permanecer quedos sin sentirnos

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elegidos, sin promesa, sin alianza. Lo peor que nos puede pasar es que nuestro corazón quede cerrado al estupor del anuncio vivificante que nos impele a seguir caminando.

Esta es la noche del anuncio, gritémoslo con toda nuestra existencia: ¡Jesucristo, nuestra esperanza, ha resucitado! Proclamemos que es más fuerte que el peso de la piedra y la seguridad provisoria que ofre-ce la corrupción de los sellos. En esta noche, María gozaba ya de la presencia de su Hijo. A su cuidado encomendamos nuestro deseo de caminar impul-sados por el estupor del encuentro con Jesucristo resucitado.

Vigilia Pascual, 2003

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El recuerdo las resitúa en la realidad

El camino del pueblo de Dios se detiene esta noche frente a un sepulcro, un sepulcro vacío. El cuerpo de Jesús, el Hijo de la promesa, ya no estaba allí; solamente se veían las sábanas que lo envolvie-ron. La marcha de todo un pueblo se detiene hoy como otrora lo había hecho ante la roca en el de-sierto (Éx 17, 6) o a orillas del mar la noche de la Pascua, cuando los israelitas “se llenaron de pánico e invocaron a gritos al Señor” (Éx 14, 10) y furiosos increpaban a Moisés: “¿No había tumbas en Egipto para que nos trajeras a morir en el desierto?” (Éx 14, 11). Esta noche no es el pánico sino el desconcierto (Lc 24, 4) y el temor (v.5) de estas mujeres ante lo incomprensible: el Hijo de la promesa no estaba allí. Cuando vuelven y cuentan todo a los Apósto-les (v.10) “a ellos les pareció que deliraban y no les creyeron” (v.11). Desconcierto, temor y apariencia de delirio: sentimientos que son un sepulcro y allí se detiene la marcha durante siglos de todo un pue-blo. El desconcierto desorienta, el temor paraliza, la apariencia de delirio sugiere fantasías.

60 · La esperanza nunca defrauda

Las mujeres “no se atreven a levantar la vista del suelo” (v.5). Desconcierto y temor que clausuran toda mirada al cielo; desconcierto y temor sin hori-zonte, que tuerce la esperanza. Reaccionan sorpren-didas frente al reproche: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (v.5) pero se sorprenden más aún con la palabra profética “Recuerden” (v.6) y “las mujeres recordaron” (v.8) y en su corazón se reflejó entonces lo que sucedía fuera: los primeros albores del día hacen estallar las tinieblas de la duda, del temor y el desconcierto... y corren y anuncian lo que escucharon: “No está aquí, ha resucitado” (v.6).

El recuerdo las resitúa en la realidad. Recuperan la memoria y la conciencia de ser pueblo elegido, recuerdan las promesas, se reafirman en la alianza y se sienten nuevamente elegidas. Entonces nace en el corazón ese ímpetu fuerte, que es del Espíritu Santo, para ir a evangelizar, a anunciar la gran noti-cia. Toda la historia de la salvación vuelve a ponerse en marcha. Vuelve a repetirse el milagro de aquella noche en el mar Rojo: “...y el Señor dijo a Moisés: ¿Por qué me invocas con esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha” (Ex 14,15). Y el pueblo siguió su camino con el correr de las mujeres que habían recordado las promesas del Señor.

A todos nos ha sucedido alguna vez como per-sonas y como pueblo, encontrarnos detenidos en el

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camino, sin saber qué pasos dar. En esos momentos parece que las fronteras de la vida se cierran, du-damos de las promesas y un positivismo craso se levanta como clave interpretativa de la situación.

Entonces señorea en nuestra conciencia el des-concierto y el temor; la realidad se nos impone clausurada, sin esperanza, y tenemos ganas de volver sobre nuestros pasos hacia la misma esclavitud de la que habíamos salido y hasta llegamos a reprochar al Señor que nos puso en camino de libertad: “Ya te lo decíamos cuando estábamos en Egipto: ¡Déjanos tranquilos! Queremos servir a los egipcios, porque más vale estar al servicio de ellos que morir en el desierto” (Ex 14,12) En estas situaciones, como a orillas del Mar Rojo o frente al sepulcro, la respues-ta llega: “No teman” (Ex 14,13), “Recuerden” (Lc 24,6).

Recuerden la promesa pero, sobre todo, recuer-den la propia historia. Recuerden las maravillas que el Señor nos ha hecho a lo largo de la vida. “Pres-ta atención y ten cuidado para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un solo instante” (Dt 4,9); cuando estés satisfecho “no olvides al Señor que te hizo salir de Egipto, de un lugar de esclavitud” (Dt 6,12); “acuérdate del largo camino que el Señor, tu Dios, te hizo recorrer por el desierto durante estos cuarenta años... la ropa que llevabas puesta no se gas-

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tó, ni tampoco se hincharon tus pies...” (Dt 8,2-4). “No olvides al Señor que te hizo salir de Egipto, de un lugar de esclavitud” (Dt 6,12); “recuerden los primeros tiempos” (Heb 10,32); “acuérdate de Je-sucristo, que resucitó de entre los muertos” (2Tm 2,8). Así nos exhorta la Palabra de Dios para que continuamente releamos nuestra historia de salva-ción a fin de poder seguir hacia adelante.

La memoria del camino andado por la gracia de Dios es fortaleza y fundamento de esperanza para continuar caminando. No dejemos que la memoria de nuestra salvación se atrofie por el desconcierto y el temor que nos pueda sobrevenir ante cualquier sepulcro que pretenda adueñarse de nuestra espe-ranza. Dejemos siempre lugar a la Palabra del Se-ñor, como las mujeres en el sepulcro: “Recuerden”. En los momentos de mayor oscuridad y parálisis urge recuperar esta dimensión Deuteronómica de la existencia.

En esta noche santa quiero pedirle a la Santísima Virgen que nos conceda la gracia de la memoria de todas las maravillas que el Señor hizo en nuestras vidas, y que esa memoria nos sacuda, nos impulse a seguir caminando en nuestra vida cristiana, en el anuncio de que no hay que buscar entre los muertos al que está vivo, en el anuncio de que Jesús, el Hijo de la promesa, es el Cordero Pascual y ha resucita-do. Que Ella nos enseñe a decirnos pausadamente,

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con la certeza de quien se sabe conducido a lo largo de toda la vida, lo que ella misma seguramente se repetía esa madrugada mientras esperaba a su Hijo: “Yo sé que mi Redentor vive” (Job 19, 25).

Vigilia Pascual, 2004

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¡Verdaderamente, éste era Hijo de Dios!

“Inmediatamente el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron... El Centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el te-rremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: ¡Verdaderamente, éste era Hijo de Dios”. (Mt 27, 51-54). Así, con un terremoto y una es-pectacular conmoción de tierra y cielo se termina la vida de Jesús. Él, “clamando una y otra vez con voz potente, entregó su espíritu” (Mt 27, 50). Luego el entierro provisorio porque apremiaba el tiempo, después el silencio del sábado... ese silencio que pe-netra cuerpo y alma, que se mete por las hendiduras dolorosas del corazón.

Ahora, “pasado el sábado”, otro terremoto en-cuentra a María Magdalena y a la otra María ca-mino del sepulcro; “de pronto se produjo un gran temblor de tierra: El Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias tem-

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blaron de espanto y quedaron como muertos” (Mt 28, 1-4).

Dos terremotos, dos conmociones de la tierra, del cielo y del corazón. Mucho miedo e incertidumbre. El primer terremoto tenía algo de grito de muer-te, el alarido del infierno triunfante en un espasmo victorioso de utilería. Quedaba la tímida confesión de fe de los soldados, el dolor de quienes amaban a Jesús y una tibia esperanza... una suerte de rescoldo escondido allá en el fondo del alma. Rescoldo que alimenta la paciencia y el gesto amoroso de volver al sepulcro “pasado el sábado” para ungir el cuerpo del Señor. Y aquí, el segundo terremoto. Movimiento aterrador pero gesto de triunfo. Las mujeres se asus-tan y el Ángel dice una palabra clave del Evangelio: “No teman, no tengan miedo.”

“No temas” le había dicho el Ángel a María en el Anuncio de la Encarnación del Verbo. “No teman”, no tengan miedo, les repitió tantas veces Jesús a los discípulos. Es palabra que abre espacio en el alma. Es palabra que da seguridad y engendra esperanza. Y enseguida repite Jesús al encontrarse con las mu-jeres cerca del sepulcro: “No teman”, soy yo.

Con un “no tengan miedo” Jesús destruye la tra-moya del primer terremoto. Aquél era un grito naci-do del triunfalismo de la soberbia. El “no teman” de Jesús, en cambio, es el anuncio manso del verdadero triunfo, ése que se transmitirá de voz en voz, de fe

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en fe, a través de los siglos. Y, durante ese día, el “no tengan miedo” será el saludo del Señor resucitado cada vez que se encuentre con sus discípulos. Así, con ese suave y enérgico saludo, les va devolviendo la fe en la promesa hecha, los va consolando. En el “no teman” de Jesús se cumple lo profetizado por Isaías: “Sí, el Señor consuela a Sion, consuela todas sus ruinas: Hace su desierto semejante a un Edén, y su estepa, a un jardín del Señor. Allí habrá gozo y alegría, acción de gracias y resonar de canciones” (51, 3). El Señor resucitado consuela y fortalece.

Hoy, en esta noche de triunfo verdadero, man-so y sereno, el Señor nos vuelve a decir a nosotros, a todo el pueblo fiel: “No tengan miedo, yo estoy aquí. Estuve muerto y ahora vivo”. Lo viene repi-tiendo desde hace veinte siglos en cada momento de terremoto triunfalista cuando, en su Iglesia, se repite su Pasión, se “completa” lo que falta a la Pa-sión. Lo dice en el silencio de cada corazón dolorido, angustiado, desorientado; lo dice en las coyunturas históricas de confusión cuando el poder del mal se adueña de los pueblos y construye estructuras de pecado. Lo dice en las arenas de todos los Coliseos de la Historia. Lo dice en cada llaga humana... Lo dice en cada muerte personal e histórica. “No ten-gas miedo, soy yo. Estoy aquí.” Nos acerca su triun-fo definitivo cada vez que la muerte pretende cantar victoria.

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En esta noche Santa quisiera que todos hiciéra-mos silencio en nuestro corazón y, en medio de los terremotos personales, culturales, sociales; en me-dio de esos terremotos fabricados por la tramoya de la autosuficiencia y la petulancia, del orgullo y la soberbia; en medio de los terremotos del pecado de cada uno de nosotros; en medio de todo eso nos animemos a escuchar la voz del Señor Jesús, el que estaba muerto y ahora está vivo, que nos dice: “No tengas miedo, soy yo”. Y, acompañados por nuestra Madre, la de la ternura y la fortaleza, nos dejemos consolar, fortalecer y acariciar el alma por esa voz de triunfador que, sonriendo y con mansedumbre, nos repite incansablemente: “No tengas miedo, soy yo.”

Vigilia Pascual, 2005

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Ellas querían ungir el cuerpo de Jesús

El camino de estas mujeres en la mañana del domingo condensa el camino que, ininterrumpi-damente, realizó el pueblo de Dios desde el mo-mento en que Abraham comenzó su itinerario “sin saber a dónde iba” (Hb 11,8; Gn 12,1). ¡Cuántas veces, durante estos siglos, la promesa se diluía en la cotidianeidad de la vida, en las dificultades, en las guerras, en exilios, deportaciones y esclavitud...! Sin embargo, el pueblo siguió llevando en sí, tantas ve-ces sin saberlo, el germen de esa victoria prometida. Durante esta noche hemos recorrido someramente aquel camino para reavivar nuestra memoria y, aho-ra con las mujeres, andamos este trecho de soledad y dolor, de servicio piadoso al Muerto. Ya escucha-mos que ellas querían ungir el cuerpo de Jesús y que eran conscientes de la gran dificultad que podría frustrar su intento: la piedra. “Era una piedra muy grande” dice el evangelio (Mc 16,4). Y entre lo que querían hacer y la dificultad de la piedra se repite el sino de Abraham: van, pero sin saber bien dónde, sin saber si podrán lograr su cometido.

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Luego, lo imprevisto. La preocupación sobre la piedra se desvanece al ver que había sido corrida. La dificultad se vuelve puerta de entrada, la duda aflo-ra en horizonte prometedor... la sorpresa engendra esperanza. La vetustez de la promesa explota en esa juventud que anuncia lo nuevo: “Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado. No está aquí” (Mc 16,6). Lo que era muro e impedi-mento se transforma en nuevo acceso a otra certe-za y a otra esperanza que las pone nuevamente en camino: “Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que Él irá antes que Ustedes a Galilea; allí lo verán, como Él se lo había dicho” (Mc 16,7).

Y así comienza un nuevo camino, en continui-dad con el anterior pero nuevo. “Vayan”, como a Abraham... y también con una promesa “allí lo ve-rán”. Escuchamos recién que estas señoras distaban bastante de estar tranquilas: “Salieron corriendo (...) porque estaban temblando y fuera de sí y (...) tenían miedo” (Mc 16,8). Sienten en sí el estupor que produce todo encuentro con el Señor quien, de esta manera, se va acercando a ellas para manifestár-seles plenamente.

Dije recién que nosotros, esta noche, hemos he-cho memoria del camino grande de nuestro padre Abraham y también del camino chico de María Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé. Y me pregunto: ¿qué tal mi camino? ¿Va en direc-

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ción de la promesa del encuentro con Jesús resuci-tado? ¿Se detiene y vuelve atrás ante la dificultad de la piedra?, de las tantas piedras de la vida? ¿O, como los peregrinos de Emaús, dispara hacia el lado contrario para no tener dificultades con el corazón atrapado? ¿O, como los otros discípulos, prefiero la parálisis, el enclaustramiento, la defensa ante cual-quier anuncio, ante horizontes de esperanza? Mi ca-mino, ¿apuesta a la esperanza?, ¿busca el encuentro? ¿Sabe del estupor que conmueve todo el ser cuando se deja conmover por el Señor que pasa y le abre el corazón? ¿Por qué camino anda hoy mi corazón?

Tres caminos vimos esta noche: el del pueblo elegido que comenzó con nuestro padre Abraham, dentro de él el de las mujeres que también, como Abraham, van en busca de lo que no saben, y el tercero: tu camino y mi camino. Los dos primeros sabemos cómo acabaron, en plenitud. Pero el tuyo y el mío ¿por dónde anda? ¿Camina?, ¿está quieto? ¿Se detiene y vuelve atrás ante la piedra? ¿O se dejó tocar por la noticia y sale corriendo de todo lo que es sepulcro y muerte, sale corriendo temblando y fuera de sí, con miedo porque sintió el escalofrío del anuncio y el estupor de la presencia? Ojalá tu corazón y el mío estén en esta última forma. Es la mejor manera de desearnos felices Pascuas.

Vigilia Pascual, 2006

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¿Qué pasaba por el corazón de estas mujeres y de los discípulos?

Este relato que acabamos de escuchar se repetía todos los domingos en las primeras comunidades cristianas. Los creyentes se recordaban mutuamente la historia de esa mañana de Pascua. Una mañana movida, con idas y venidas, con sentimientos en-contrados. Una mañana estremecedora: “se con-movió la tierra” (Mt 28, 2) y se conmovieron los corazones con el desconcierto, el temor, la duda, la perplejidad. Las mujeres que fueron al sepulcro tu-vieron miedo; los discípulos, zozobra. Dos de ellos, porque no querían más líos, se escaparon a Emaús. En medio de este bochinche interior y exterior, de idas y venidas, aparece Jesús, vivo, resucitado, y todo adquiere un aire de paz, de gozo y de alegría. El Señor “no está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 6) le habían dicho los ángeles a las mujeres... y finalmen-te lo vieron.

¿Qué pasaba por el corazón de estas mujeres y de los discípulos? Quisiera detenerme en un detalle que acabamos de escuchar: “Pedro, sin embargo, se levantó y corrió hacia el sepulcro y, al asomarse, no

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vio más que las sábanas. Entonces regresó lleno de admiración por lo que había sucedido” (Lc 24, 12). No se quedó en medio de los comentarios y las du-das; decidido, fue corriendo a ver lo que pasaba... y se admiró. Su corazón presintió y comenzó a sa-borear el estupor característico del encuentro con el Señor, ese sentimiento mezcla de admiración, gozo y adoración, que Dios nos regala cuando se acerca. Pedro se deja llevar por el anuncio y se abre a lo que todavía no entiende. Tenía las muchas otras posibi-lidades de situarse ante los hechos de esa mañana, pero elige el camino directo, objetivo: ir a ver. No se deja engañar por el microclima que se armó cuan-do llegaron las mujeres. Se anunciaba la Vida... y él corre hasta las periferias de la muerte, pero no se queda allí, encerrado en el ambiente sepulcral, sino que admirado, con estupor, regresa. Con su acti-tud cumplimenta la advertencia de los ángeles a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” No se deja aprisionar por la vaciedad del sepulcro.

“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” En medio de todas las circunstancias y los sentimientos de esa mañana la frase marca un hito en la historia, se proyecta hacia la Iglesia de todos los tiempos y señala una división entre las personas: los que optan por el sepulcro, los que siguen buscando allí, y los que –como Pedro– abren el corazón a la

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vida en medio de la Vida. Y cuántas veces, en nues-tro andar cotidiano, necesitamos que se nos sacuda y se nos diga “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” ¡Cuántas veces necesitamos que esta frase nos rescate del ámbito de la desesperanza y de la muerte!

Necesitamos que se nos grite esto cada vez que, recluidos en cualquier forma de egoísmo, pretende-mos saciarnos con el agua estancada de la autosatis-facción. Necesitamos que se nos grite esto cuando, seducidos por el poder terrenal que se nos ofrece claudicando de los valores humanos y cristianos, nos embriagamos con el vino de la idolatría de no-sotros mismos que sólo puede prometernos un fu-turo sepulcral. Necesitamos que se nos grite esto en los momentos en que ponemos nuestra esperanza en las vanidades mundanas, en el dinero, en la fama y nos vestimos con el fatuo resplandor del orgullo. Necesitamos que se nos grite esto hoy, en medio de nuestro pueblo y de nuestra cultura para que nos abramos al Único que da vida, al Único que pue-de provocar en nosotros el estupor esperanzado del encuentro, al Único que no distorsiona realidades, que no vende mentiras sino que regala verdades. ¿Cuántas veces tenemos necesidad de que la ternura maternal de María nos susurre, como preparando el camino, esta frase victoriosa y de profunda estrate-

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gia cristiana: Hijo, ¡no busques entre los muertos al que está vivo!?

Hoy noche de Pascua, necesitamos que se nos anuncie fuertemente esta palabra y que nuestro co-razón débil y pecador se abra a la admiración y al estupor del encuentro y podamos escuchar de los labios de Él la reconfortante palabra: “No temas, soy yo”.

Vigilia Pascual, 2007

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Un encuentro que nos pone “en salida”

1. En las penumbras del Templo hemos seguido los hitos de un largo camino. Dios escoge a un pue-blo y lo pone en camino. Comienza con Abraham: “Deja tu tierra natal y la casa de tu padre y ve al país que yo te mostraré, y yo haré de ti una gran nación” (Gn 12,1-2). Abraham partió, y fue padre de un pueblo que hizo historia en el camino, un pueblo ca-minante hacia la promesa. También nosotros recién hacíamos camino escuchando esta historia de andar a través de tierras y siglos, con los ojos fijos en el Cirio pascual, la Promesa definitiva hecha realidad, Cristo Vivo, vencedor de la muerte, resucitado. La vida en Dios no es quieta, es una vida en camino... y hasta el mismo Dios quiso ponerse en camino, en búsqueda del hombre... y se hizo hombre. En esta noche hemos recorrido los dos caminos: el del pue-blo, el del hombre a Dios y el de Dios al hombre, ambos caminos para dar lugar al encuentro. El ansia hacia Dios sembrada en nuestro corazón humano, esa ansia de Dios entregada como promesa a Abra-ham y, por otra parte, el ansia del corazón de Dios,

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su amor desmesurado por nosotros, se encuentran hoy aquí, ante este cirio pascual, figura de Cristo Resucitado que resuelve en sí las búsquedas y las ansias, los deseos y los amores; Cristo Resucitado meta y triunfo de ambos caminos que se encuen-tran. Ésta es la noche del encuentro... del “Encuen-tro” con mayúscula.

2. Llama la atención cómo el evangelio que acabamos de escuchar describe el Encuentro de Jesucristo Victorioso con las mujeres. Nadie está quieto... todos están en movimiento, en camino: se habla de que las mujeres fueron, de que la tierra tiembla fuertemente; el Ángel bajó del cielo, hizo rodar la piedra, los guardias tiemblan. Luego la in-vitación: Él irá a Galilea, que todos vayan a Galilea. Las mujeres, con esa mezcla de temor y de alegría –es decir, con el corazón en movimiento– se alejan rápidamente y corren a dar la noticia. Se encuentran con Jesús y se acercan a Él y le abrazan sus pies. Mo-vimiento de las mujeres hacia Cristo, movimiento de Cristo hacia ellas. En este movimiento se da el encuentro.

3. El anuncio evangélico no queda relegado a una historia lejana que sucedió hace dos mil años... es una realidad que se sigue dando cada vez que nos ponemos en camino hacia Dios y nos dejamos en-contrar por Él. El evangelio plasma un hecho de encuentro, de encuentro victorioso entre Dios fiel,

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apasionado por su pueblo, y nosotros, pecadores, pero sedientos de amor y de búsqueda, que hemos aceptado ponernos en camino... ponernos en cami-no para encontrarlo... para dejarnos encontrar por Él. En ese instante, existencial y temporal, experi-mentamos lo de las mujeres: temor y alegría a la vez; experimentamos ese estupor del encuentro con Je-sucristo que colma nuestros deseos pero que nunca dice “quédense”, sino “vayan”. El encuentro nos re-mansa, nos fortalece la identidad y nos reenvía; nos vuelve a poner en camino para que, de encuentro en encuentro, lleguemos al encuentro definitivo.

4. Señalaba recién que, en medio de las pe-numbras, nuestras miradas se centraban en el Ci-rio Pascual, Cristo, realidad y esperanza a la vez; realidad de un encuentro hoy y esperanza del gran encuentro final. Esto nos hace bien porque diaria-mente respiramos desencuentros; nos hemos acos-tumbrado a vivir en la cultura del desencuentro, en la que nuestras pasiones, nuestras desorientaciones, enemistades y conflictos nos enfrentan, nos desher-manan, nos aíslan, nos cristalizan en ese individua-lismo estéril que se nos propone como camino de vida todos los días. Las mujeres, esa mañana, eran víctimas de un doloroso desencuentro: le habían quitado a su Señor. Se hallaban en soledad delante de un sepulcro. Así nos quiere la propuesta cultural del paganismo actual en el mundo y en nuestra ciu-

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dad: solos, quietos, al final de un camino de ilusión que se transforma en sepulcro, muertos en nuestra frustración y egoísmo estériles. Hoy necesitamos que la fuerza de Dios nos conmueva, que haya un gran temblor de tierra, que un Ángel haga rodar la piedra en nuestro corazón, esa piedra que impide el camino, que haya relámpago y mucha luz. Hoy ne-cesitamos que nos sacudan el alma, que nos digan que la idolatría del quietismo culturoso y posesivo no da vida. Hoy necesitamos que, después de ser sacudidos por tantas frustraciones, lo volvamos a encontrar a Él y nos diga “No teman”, pónganse de nuevo en camino, vuelvan a la Galilea del primer amor. Necesitamos reanudar la marcha que comen-zó nuestro padre Abraham y que nos señala este Ci-rio Pascual. Hoy necesitamos encontrarnos con Él; que lo encontremos y Él nos encuentre. Hermanos, las “felices pascuas” que les deseo es que hoy algún Ángel haga rodar la piedra y nos dejemos encontrar con Él. Que así sea.

Vigilia Pascual, 2008

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El “estupor” del encuentro con el Resucitado

Estas buenas mujeres se levantaron temprani-to para ir a ungir el cuerpo de Jesús muerto. Lo querían mucho. Estaban convencidas: está muerto. Se acabó. Se acabó la historia. Se acabó una linda ilusión. Pongamos rostro a la vida y sigamos como podamos… pero el amor las llevaba a eso. Y esta-ban ahí preocupadas sobre quien les iba a abrir el sepulcro: una piedra redonda que se hacía girar para tapar la puerta del sepulcro. Les preocupaba eso. Iban charlando… “¿Quién nos mueve esta piedra?” Escuchamos que el evangelio dice: era una piedra muy grande. Lo demás lo sabemos: encontraron la piedra removida, el anuncio del Ángel que Jesús es-taba vivo y después salieron corriendo, temblando, sin decir nada a nadie, porque estaban muertas de miedo.

Yo pensaba, cuando escuchaba el evangelio, en los siglos de la historia que hoy hemos revivido aquí, con las lecturas de la historia de salvación, del pueblo judío, del pueblo de Dios… todos esos si-glos de historia se estrellan y fracasan frente a una

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piedra que parece que nadie la puede mover. Todas las promesas de los profetas, las ilusiones, las espe-ranzas, terminan ahí, estrelladas en una piedra. Y pensaba que de siglos de historia podíamos pasar a nuestra vida. Nuestras vidas. Todos tenemos nues-tra historia. No de siglos. Años y años de historias. Con sus pros y sus contras, sus buenas y sus malas pero todos tenemos la nuestra. Y todos tenemos la Fe en Jesús.

Pero me pregunto: ¿Cuántas veces nuestra vida cristiana, nuestra vida de seguimiento de Jesús, no es más que andar preocupándonos sobre quién nos va a mover una piedra? ¡Y así pasamos la vida! Que si esto se puede, que si esto no se puede, que cómo puedo ser mas bueno, cómo puedo ser mejor, o cómo puedo arreglar este asunto o aquel otro… ¡siempre frente a una piedra! ¡Que me doy cuenta que yo no puedo mover! Y eso nos ata, nos quita libertad, ¡no nos deja volar! ¡No nos deja ser nosotros! ¡Y hasta me atrevería a decir que nos “borronea” el nombre! … Cuantas veces horas, días, semanas, meses y años pensando en quien me va a remover la piedra… Eso es un fracaso.

Cuando nos dicen: “Mirá que la piedra está re-movida, mirá que lo que vos estás buscando está vivo al lado tuyo”… ¡ahí nos agarra miedo y salimos disparando! Y preferimos la seguridad que nos da la cavilación nuestra sobre quién nos va a mover la

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piedra, ¡preferimos eso, a la inseguridad de tener-lo vivo al lado! ¡Que nos inspira en cada momento una cosa nueva, audaz, creativa!, que nos inspira la vida del Resucitado.

Hoy, mirando la cavilación de estas mujeres, pre-guntémonos sobre las cavilaciones de nuestra vida. Preguntémonos si estamos convencidos de que a la piedra ya la rodaron y adentro no hay nadie. “Si Padre, estamos todos convencidos”, entonces ¿si es-tás convencido, decime, porque perder tiempo ca-vilando sobre quien te va a quitar la dificultad? ¡Lo tenés vivo al lado! ¡Él resucitó! ¡Él está vivo! ¡Él está con nosotros! Que en vez de sentir la tristeza de la cavilación sobre quien te va a mover la piedra de la dificultad, sientas el estupor del encuentro con Él, ese estupor que te transforma, ¡ese estupor que te cambia la vida!

Y esta noche le pedimos a Jesús, cada uno por sí mismo y por todos los que estamos aquí: “Señor, que sienta el estupor del encuentro con vos, que no me enrede la vida en cuestiones secundarias, en que si esto, aquello, si podré si no podré… que sienta la alegría, la admiración, el gozo, el estupor, de sa-berte resucitado, vivo, al lado mío y esto no es una ficción”.

Nos quedan dos caminos: o creemos en la pie-dra que está tapando el sepulcro y nos preguntamos quien me la va a mover o creemos que Él ya salió

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del sepulcro y nos está acompañando. Lo que cele-bramos hoy es esto segundo: Él está vivo. Que nos encontremos con Él. Que nos dejemos encontrar con Él para que así nos cambie la vida.

Que así sea.

Vigilia Pascual, 2009

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¡Recuerden la promesa y tengan esperanza!

Escuchamos este pasaje del evangelio de Lucas y vemos que hay un cúmulo de sentimientos entre-verados en esa mañana del domingo: las mujeres estaban desconcertadas porque vieron el sepulcro abierto, estaban llenas de temor, no se atrevían a le-vantar la vista del suelo. Cuando regresan del sepul-cro, le cuentan esto a los once y ellos pensaban que deliraban. No les creyeron. Pedro va y vuelve lleno de admiración. Desconcierto, temor, delirio… to-dos son sentimientos encontrados que acabamos de escuchar en la narración de este evangelio. ¡Estaban como colgados de una situación que no entendían! ¡Que no podían interpretar! Que no sabían que sig-nificado tenía… y entonces un ángel les dice: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. Y el Angel les tiene que explicar: “Recuerden lo que les decía cuando aún estaba en Galilea: es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”. Las mujeres entonces recordaron sus pa-labras.

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Estas mujeres y los discípulos estaban aprisiona-dos porque habían “olvidado”… Habían “olvidado” la Palabra del Señor y les hacía falta que un Ángel las sopapeara y les dijera: ¡Recuerden la promesa y ten-gan esperanza!. Las mujeres y estos discípulos son los primeros cristianos sin esperanza que aparecen en la historia. Habían perdido la esperanza en su Señor porque habían olvidado su profecía, habían olvidado su promesa… entonces quedan enredados en la dinámica de la coyuntura.

Es tan fácil caer en esta trampa, es tan fácil ser cristiano sin esperanza: soy cristiano, voy a misa los domingos pero… ¿crees que Jesús está vivo en me-dio tuyo? ¿En medio de tu familia? ¿En tu vida? ¿Caminás junto al Señor vivo? Ah... bueno… sí, claro… sepultamos todo y seguimos caminando como si el Señor estuviera sepultado y con la piedra del sepulcro bien fija. Y la voz del Ángel, que tam-bién nos sopapea a nosotros: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. ¡Por este camino no vas a llegar a ningún lado! Si no recordás la profecía, si no tenés memoria de lo que el mismo Jesús te dijo, no vas a tener esperanza y vas a ser prisionero o prisionera de la coyuntura, del susto del momento, de la conveniencia del momento, del temor, de la incredulidad del momento.

San Pedro le decía a los primeros cristianos que estuvieran preparados para dar razón de su esperan-

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za, que tuvieran ese coraje de decir: “¡Yo camino así porque espero!”. Espero que este Señor que está vivo caminando conmigo llegue a la plenitud de mi vida y de todo el mundo cuando venga por segunda vez. ¡Yo camino así, me comporto así porque sé que el Señor vendrá! Y quiero que me encuentre velan-do, vigilando en la esperanza. Esta esperanza que se fundamenta en la memoria de la promesa de Jesús: “Yo voy a resucitar y estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. ¿Creo eso?

Les deseo que esta Pascua nos renueve la memoria a todos. La memoria de lo que Jesús anunció de sí mismo, y en esa memoria radiquemos la esperanza y caminemos en esperanza, que no es lo mismo que caminar en optimismo. El optimismo es una actitud psicológica; la esperanza es un don de Dios, esa vir-tud que Dios te mete en el corazón y que radicada en la promesa de Dios no te hace perder el rumbo. La esperanza es esa ancla que se tira a las orillas de la ple-nitud de los tiempos. Nosotros nos agarramos de la soga de esa ancla para no desorientarnos en medio de las diversas propuestas desesperanzadoras, pesimistas o simplemente neutras que la vida nos va poniendo en el corazón y que no nos satisfacen en el fondo y nos dejan tristes, como quien camina a la deriva.

Agarrados de esta soga de la esperanza, con la memoria de lo que Jesús nos prometió, vayamos

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adelante y recordemos lo que nos dice el Ángel: “No busqués entre los muertos al que está vivo”.

Que así sea.

Vigilia Pascual, 2010

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¿Dónde está nuestro corazón?

Queridos hermanos,

Amanecía el Domingo cuando estas mujeres que amaban tanto a Jesús fueron a visitar el sepulcro. Ese sepulcro frente al cual habían estado sentadas (cfr. Mt 27,61) el viernes anterior y contempla-ron la sepultura del Señor; ese sepulcro del cual se alejaron porque comenzaba el descanso sabático prescrito por la Ley (cfr. Jue 19,42). Ese sepulcro clausurado por aquella piedra que José de Arima-tea hizo rodar y a la cual la inquietud de una mala conciencia mandó asegurar y sellar (Mt 27,66). Esa piedra clausuraba definitivamente las expectativas de salvación que habían creado la vida y la predica-ción de Jesús. Esa piedra, asegurada, sellada y cus-todiada por los guardias constituía un “mientes” a tantas promesas. Esa piedra proclamaba un fracaso contundente y esas debilitadas mujeres caminaban tristes hacia ese monumento al fracaso.

Y entonces, Dios dice: ¡Basta!, viene el terremoto y el ángel del Señor, con la fuerza relampagueante

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de una verdad nueva, hace rodar la piedra en sen-tido inverso; se abre ese sepulcro ya vacío. Y le dice el Ángel a las mujeres: no está aquí porque ha resu-citado como lo había dicho... entonces, ellas recor-daron; recordaron aquella chispita de esperanza a la que no le habían dado lugar en el corazón. Des-de entonces, los seguidores de Jesús sabemos que más allá de un sepulcro siempre hay esperanza. Lo que no pudo la piedra de nuestra autosuficiencia lo sembró el poder de Dios en la carne escarnecida y renovada de su Hijo Jesús. Habían querido “asegu-rar” la muerte y –sin saberlo ni creerlo– aseguraron la vida a toda la humanidad.

Se dan distintos sentimientos ante esta piedra removida hacia atrás. Los guardias tiemblan de es-panto y quedan “paralizados, como muertos”. Las mujeres están aterrorizadas, pero el anuncio del án-gel las llena de alegría y se alejan rápidamente del sepulcro. A los guardias los paraliza su adhesión a la muerte; a ellas el anuncio de vida les colma la espe-ranza y les regala la alegría, esa alegría que las im-pele a salir corriendo para dar la noticia. La muerte paraliza, la vida impulsa a comunicarla.

Ellas son portadoras de una noticia: Jesús no ha-bía mentido, estaba vivo y lo habían visto. Los guar-dias, petrificados en su estrechez existencial, solo atinan a andar el camino hacia la protección fugaz y coyuntural del soborno. Así continúa el texto bí-

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blico: “Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdo-tes todo lo que había sucedido. Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta con-signa: «Digan así: sus discípulos vinieron durante la noche y robaron el cuerpo mientras dormíamos. Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo». Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna (Mt 28,11-15)”.

Contemplando los sentimientos opuestos que tenían las mujeres y los guardias, nos cabe la pre-gunta sobre nosotros, que estamos hoy aquí cele-brando la Vida nueva, la que Jesús resucitado nos ofrece y regala. ¿Qué nos atrae más: la seguridad clausurada del sepulcro o esa alegre inseguridad del anuncio? ¿Dónde está nuestro corazón: en la certeza que nos ofrecen las cosas muertas, sin futuro, o en esa alegría en esperanza de quien es portador de una noticia de vida? ¿Corremos en pos de la Vida con la promesa de hallarla en esa Galilea del encuentro o preferimos el soborno existencial que nos asegu-ra cualquier piedra que clausura y anula nuestro corazón? ¿Prefiero la tristeza o un simple contento paralizante, o me animo a transitar la alegría, ese camino de alegría que nace del convencimiento de que mi Redentor vive?

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Moisés, antes de morir, reunió al pueblo y le dijo: “Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad (o) la muerte y la desdicha” (Dt 30,15). Hoy también, en esta celebración litúrgica junto a Jesús resucitado realmente presente en el altar, la Iglesia nos propone algo similar: o creemos en la contundencia del se-pulcro clausurado por la piedra, la adoptamos como forma de vida y alimentamos nuestro corazón con la tristeza, o nos animamos a recibir el anuncio del ángel: “No está aquí, ha resucitado”, y asumimos la alegría, esa dulce y confortadora alegría de evange-lizar que nos abre el camino a proclamar que él está vivo y nos espera, en todo momento, en la Galilea del encuentro con cada uno.

Que el Espíritu Santo nos enseñe y ayude a elegir bien.

Vigilia Pascual, 2011

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Una certeza se nos impone

A la madrugada salieron de su casa hacia el se-pulcro. Antes habían comprado los perfumes para ungir el cuerpo de Jesús. Preparando todo, prácti-camente habían pasado la noche en vela hasta que hubiera luz suficiente para ir apenas salido el sol.

Nosotros también esta noche estamos en vela, no preparándonos para ungir el cuerpo del Señor sino recordando las maravillas de Dios en la historia de la humanidad. Principalmente recordamos que Él aquella misma noche de la gran maravilla la pasó en vela: “El Señor veló durante aquella noche para hacerlos salir de Egipto” (Ex 12,42) Esta vigilia res-ponde a un mandato de gratitud: “por eso todos los israelitas deberán velar esa misma noche en honor del Señor a lo largo de las generaciones” (ibid).

Igual que a los israelitas, es posible que nuestros hijos, nuestros conocidos, nos pregunten el porqué de esta vigilia. La respuesta ha de surgir de lo más hondo de nuestra memoria de pueblo elegido del Señor: “con el poder de su mano el Señor nos sacó

94 · La esperanza nunca defrauda

de Egipto, donde fuimos esclavos” (Ex 13,13-14). Así es; “ésta es la noche en que el Señor sacó de Egipto a nuestros Padres, los hijos de Israel, y los hizo pasar a pie por el mar Rojo”; “la noche que disipó las tinieblas de los pecados con el resplandor de una columna de fuego” (cfr. Ex 13,21); la noche en que nosotros, pecadores, somos restituidos a la gracia; “la noche en que Cristo rompió las ataduras de la muerte y surgió victorioso de los abismos”. Esta es la noche en la que se consolida la libertad. Por eso “esta noche es clara como el día”.

Con la luz de lo que celebramos en esta vigilia seguirá adelante nuestra vida y, como les pasó a nuestros padres en el desierto, nos sucederá tam-bién a nosotros. Muchas veces las dificultades, las distracciones del camino, los dolores y penas, ob-nubilarán el gozo e incluso la certeza de esta liber-tad regalada, y podremos llegar hasta la añoranza de las “cosas lindas” que tenía la esclavitud, los ajos y la cebollas de Egipto (cfr. Nm 11,4-6); incluso puede dominarnos la impaciencia y llevarnos a op-tar por la coyuntural inmediatez de los ídolos (cfr. Ex 32,1-6).

En esos momentos pareciera que el sol se escon-de, vuelve la noche y la libertad regalada entra en eclipse. A María Magdalena, a María de Santiago y a Salomé, con el día ya amanecido, se les vino

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encima otra noche, la noche del miedo, y “salieron corriendo del sepulcro” (Mc 16,8).

Salieron corriendo sin decir nada a nadie. El miedo les hizo olvidar lo que acababan de escu-char: “Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Cru-cificado. Ha resucitado, no está aquí”. El miedo las enmudeció para que no pudieran proclamar la noticia. El miedo les paralizó el corazón y se acara-colaron en la seguridad de un fracaso seguro en vez de dar lugar a la esperanza, ésa que les decía: vayan a Galilea, allí lo verán.

Y así también nos sucede a nosotros: como ellas le tenemos miedo a la esperanza y preferimos aco-vacharnos en nuestros límites, mezquindades y pe-cados, en las dudas y negaciones que, bien o mal, nos prometemos poder manejar. Ellas venían en son de duelo, venían a ungir un cadáver… y se quedan en eso; así como los discípulos de Emaús se encapsulan en la desilusión (cfr. Lc 24,13-24). En el fondo, le tenían miedo a la alegría. (cfr. Lc 24,41).

Y la historia se repite. En esas noches nuestras, noches de miedo, noches de tentación y prueba, noches en que quiere reinstalarse la esclavitud ven-cida, el Señor sigue velando como lo hizo aquella noche en Egipto; y con palabras dulces y paternales nos dice: “¿Por qué están turbados y se les presen-tan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy

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yo mismo. Tóquenme y vean” (Lc 24,39) o, a ve-ces con un poco más de energía: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en la gloria?” (Lc 24,25-26). El Señor Resucitado siempre está vivo a nuestro lado.

Cada vez que Dios se manifestaba a un israelita procuraba disiparle el miedo: “No temas”, le decía. Lo mismo hace Jesús: “no temas”, “no tengas mie-do”. Es lo que el ángel les dice a estas tres mujeres a las que el miedo las impelía a optar por el velorio. Esta noche de vigilia digámosnoslo unos a otros: no tengas miedo, no temamos; no esquivemos la certe-za que se nos impone, no rechacemos la esperanza. No optemos por la seguridad del sepulcro, en este caso no vacío sino lleno de la inmundicia rebelde de nuestros pecados y egoísmo. Abrámonos al don de la esperanza. No temamos la alegría de la Resurrec-ción de Cristo.

Esa noche también Ella, la Madre, estaba en vela. Sus entrañas le hacían intuir la cercanía de esa vida que concibiera en Nazaret y su fe conso-lidaba la intuición. A Ella le pedimos que, como primera discípula, nos enseñe a perseverar en la vi-gilia, nos acompañe en la paciencia, nos fortalezca en la esperanza; le pedimos que nos lleve hacia el encuentro con su Hijo Resucitado; le pedimos que

97 Jorge M. Bergoglio (papa Francisco) ·

nos libre del miedo, de tal manera que podamos escuchar el anuncio del Ángel y también salir co-rriendo… pero no de susto sino para anunciarlo a otros en esta ciudad que tanto lo necesita.

Vigilia Pascual, 2012

99

Índice

Introducción a la edición española .......................... 7

Primera parte

Ser portadores de Esperanza ................................. 13

Segunda parte

El Ángel les quita el miedo a las mujeres: “No teman” ...................................................... 43

“No está aquí, ha resucitado” ................................ 47Nos cambia a todos el sentido de la historia .......... 51La parálisis nos enferma el alma ............................ 55El recuerdo las resitúa en la realidad ..................... 59¡Verdaderamente, éste era Hijo de Dios! ............... 65Ellas querían ungir el cuerpo de Jesús ................... 69¿Qué pasaba por el corazón de estas mujeres

y de los discípulos? ........................................... 73Un encuentro que nos pone “en salida” ................. 77El “estupor” del encuentro con el Resucitado ........ 81¡Recuerden la promesa y tengan esperanza! ........... 85¿Dónde está nuestro corazón? ................................ 89Una certeza se nos impone .................................... 93

La esperanza nunca defrauda Crisis - Promesa - Confianza

La e

sper

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Jorge M. BergoglioPapa Francisco

Si algo busca siempre un pastor es encender la llama de la Esperanza en su pueblo. Ella es, en de-finitiva, la que lo sostiene todo en el corazón cre-yente. Pero no nos engañemos: la fe no nos ahorra las dificultades ni los contratiempos de la vida. No siempre es fácil caminar. A veces el combate de la vida se vuelve arduo y cansado, hasta el punto de vernos tentados de desesperanza

Estos escritos guardan un tono positivo, de resu-rrección. Nos hablan de la Pascua, de “hacer me-moria”, de caminar siempre de nuevo, de salir, de evangelización… de Esperanza.

Francisco nos invita a dejarnos seducir por la certe-za de la promesa: ”yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. No tengamos miedo. “¿Miedo a qué? –dice Francisco–. No tengas miedo a la Es-peranza,… porque la Esperanza nunca defrauda”.

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ISBN 978-84-7966-464-0

Nació en Buenos Aires en 1936, recibió la ordenación sacerdotal en 1969 en la Compañía de Jesús, y el 27 de junio de 1992 recibió la ordenación episcopal.

En 1998 fue nombrado Arzobispo de Bue-nos Aires y el 21 de febrero de 2001 Juan Pablo II lo creó Cardenal con el título de San Roberto Bellarmino.

Participó en el cónclave que eligió como sumo pontífice a Benedicto XVI. En el último cónclave fue elegido Papa, tomando para sí el emblemático nombre de Francisco.

PAPA FRANCISCOJorge M. Bergoglio, SJ