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Movilizamos tu energía hacia tus objetivos Sólo para uso del destinatario de referencia 1 ©Todos los derechos y propiedad Intelectual: Maite Inglés-MocionA La conquista de la felicidad El camino hacia la felicidad según Bertrand Russell. Sus recomendaciones para una vida satisfactoria y feliz 1 Maite Inglés y García de la Calera Centro Internacional de Coaching, Psicología y Mediación Economista y Psicólogo (colegiado M-20835) https://maiteingles.com Email: [email protected] 1 Resumen a cargo de Maite Inglés del libro “La conquista de la felicidad”, de Bertrand Russell (2014).

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    La conquista de la felicidad

    El camino hacia la felicidad según Bertrand Russell.

    Sus recomendaciones para una vida satisfactoria y

    feliz1

    Maite Inglés y García de la Calera

    Centro Internacional de Coaching, Psicología y Mediación

    Economista y Psicólogo (colegiado M-20835)

    https://maiteingles.com

    Email: [email protected]

    1 Resumen a cargo de Maite Inglés del libro “La conquista de la felicidad”, de Bertrand Russell (2014).

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    Parte 1. El bisturí de Bertrand Russell:

    Causas de infelicidad

    La primera referencia que atrapó mi espíritu hacia la obra

    filosófica de Bertrand Russell ocurrió al inicio de mis estudios de

    Doctorado sobre Psicología Positiva. En uno de los artículos

    científicos que consulté, Carol Ryff, una de mis investigadores

    de cabecera, transcribía al gran filósofo. La frase,

    perteneciente al libro “The Conquest of Happiness” (1930) me

    transportó a un edén al que todavía vuelvo cuando la releo.

    Me hice con un ejemplar de la obra, y su lectura me fue

    acompañando a trechos durante dos años, lo que, lejos de

    indicar desinterés, en este caso reflejaba la pasión que iba

    despertando en mí todo lo que iba leyendo; en un rizo para

    algunos paradójico y para mí congruente, me iba gustando

    tanto que no la quería terminar, la dosificaba para que durase.

    Sirva como contextualización del libro el recordar que

    hay quienes tildan a Russell de “escéptico melancólico” y

    califican su vida como un navegar entre angustia, hecho que

    él mismo reconocía por ejemplo en el prólogo a su

    autobiografía: “Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente

    intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la

    búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el

    sufrimiento de la humanidad… Me han llevado de acá para

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    allá… sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde

    mismo de la desesperación” (sic).

    A pesar de esta declaración vital, “The conquest of

    happiness” (“La conquista de la felicidad”) resulta un libro

    optimista y alegre, hasta jocoso en ocasiones, esperanzado y

    lleno de buenas ideas para la mejora espiritual de la vida de

    sus congéneres. Fuera por sus vivencias o fuera por otra cosa,

    el matemático que era Russell devino pronto en filósofo,

    poseedor, a mis ojos, de unas profundas capacidades de

    observación, análisis y síntesis; aguda intuición para llegar con

    su pensamiento donde su ojo no alcanzare; y una arraigada

    capacidad simplificadora capaz de desbrozar cualquier

    concepto farragoso y presentarlo al lector con un lenguaje y

    una concepción pasmosamente sencillos y de inmediata

    comprensión y aplicación.

    Merecedora del apelativo de “clásico” (esto es, lo que no

    pasa de moda), “La conquista de la felicidad” puede

    enseñarnos tantos recovecos de felicidad a nosotros en el siglo

    XXI, como guía fue para nuestros abuelos hace cien años. En

    su desbrozar ideas, llama la atención las escasas veces que

    utiliza Russell la primera persona del singular o del plural.

    Pareciera que quiere alejar de sí los cálices que nos da a

    beber utilizando abrumadoramente el “él” (que incluye a

    “ella”, ha de entenderse como genérico), como distanciado o

    pretendiendo distanciarse de las tribulaciones de sus

    congéneres.

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    En su disección de la conquista de la felicidad, Russell

    dedica la primera parte de su volumen a lo que él llama

    “causas de infelicidad”, reservando la segunda a las “causas

    de felicidad”. Como el autor, y con el objetivo de dosificar

    vuestra lectura y no cansaros, dividiré en dos mis

    contribuciones y hoy os resumiré sobre sus ocho causas de

    infelicidad: infelicidad byrónica, competición, excitación,

    fatiga nerviosa, envidia, sentimiento de pecado, manía

    persecutoria y miedo a la opinión pública.

    Silenciaré mi voz ahora, para que no escuchéis más que

    la suya y sus palabras.

    Causas de infelicidad:

    1. Infelicidad byrónica. Te aqueja ese mal cuando ser infeliz

    te produce orgullo, por considerarlo la única actitud

    racional posible ante la naturaleza del universo. La

    denominación proviene de tomar a Lord Byron como

    epítome de este concepto: “There is not a joy the world

    can give like that it takes away” (“No hay alegría que el

    mundo pueda dar como aquella que quita”), recitaba el

    poeta.

    También se ven aquejados de infelicidad byrónica

    aquellos para quienes el valor del presente está sólo en el

    futuro, para quienes no disfrutan del hoy, del camino que

    transitan, y permanecen expectantes de eso “bueno”

    que les espera al final del trayecto. A éstos, advierte

    Russell: “There can be no value in the whole unless there is

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    value in the parts” (“No puede haber valor en el todo si

    no hay valor en las partes”).

    2. Competición, el mal de los hombres de negocios. “The

    struggle for life” (la lucha por la vida) de la que éstos

    hablan no es tal lucha para Russell, pues en ella no es la

    supervivencia la que está en juego sino el éxito. Así, “the

    struggle for success”, que él apoda, no es el temor cada

    mañana a no desayunar, sino a superar a sus vecinos. El

    hombre aquejado de competición se concentra en su

    actividad laboral mientras el resto de su vida se va

    secando a su alrededor, sabe cada vez menos de su

    pareja y va disfrutando de menos cosas en la vida.

    La religión de estos ejecutivos es ganar dinero, y se

    entregan contentos a este tormento en la creencia de

    que quienes no lo hacen son pobres criaturas, y de que el

    dinero ganado es la medida de la inteligencia. Sin negar

    que el sentimiento de éxito facilita el disfrute de la vida,

    Russell recomienda para ser feliz un cambio de religión

    hacia una menos ansiosa.

    3. Excitación. La búsqueda de excitación se arraiga

    profundamente en la especie humana, sobre todo en el

    género masculino. Aunque con el inicio de la agricultura

    le llegó el tedio al cazador, hemos llegado a creer que el

    aburrimiento no es inherente al ser humano y que puede

    uno sacudírselo de encima buscando vigorosamente su

    opuesto, la excitación. Olvidamos también que, en

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    paralelo al tedio estulto derivado de la falta de

    actividades vitales, encontramos el aburrimiento

    fructífero, ese derivado de la ausencia de adormideras.

    Pone a los grandes hombres del pasado como ejemplo

    de este segundo, alegando que una vida tranquila es su

    característica, y que sólo en ciertos momentos de su

    existencia vivieron éstos gran excitación.

    Afirma Russell, además, que ciertas cosas buenas

    sólo son posibles donde existe un cierto nivel de

    monotonía. Y esta se aprende en la infancia, etapa cuyos

    placeres no deberían ser otros que aquellos que el niño

    extrae de su entorno con algo de esfuerzo e inventiva.

    Para argumentar que una dosis de aburrimiento es

    esencial para una vida feliz, continúa sentenciando que

    el exceso de excitación acaba produciendo consunción.

    Y apela a que somos criaturas de la Tierra, nuestra vida es

    parte de ella y de su ritmo lento, con el descanso tan

    esencial como el movimiento.

    4. Fatiga nerviosa. Cree Russell que escapar de ella es muy

    difícil pues, sobre todo en zonas urbanas, son muchas sus

    fuentes y muchas pasan inadvertidas. El ruido físico y la

    constante presencia de desconocidos alrededor son las

    más inmediatas. Ésta última agota porque desborda

    nuestra natural inclinación, que compartimos con los

    animales, a investigar a otros seres que nos rodean antes

    de decidir si son amigables u hostiles. La imposibilidad de

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    hacer eso con la pléyade de extraños con quienes nos

    vemos forzados involuntariamente a compartir espacio

    y/o a interaccionar, nos lleva a sentir una rabia soterrada,

    a considerar a otros seres humanos como una molestia.

    La tercera fuente de fatiga emocional es el miedo, sobre

    todo en una de sus formas, la preocupación, que es para

    Russell la causa más potente de infelicidad.

    La peor forma de miedo es la que deriva de no

    querer afrontar algún peligro que real o imaginariamente

    nos acecha. Russell nos propone como curso de acción

    apropiado para alejar nuestros pensamientos de ello

    precisamente el opuesto, esto es, el pensar en nuestro

    temor concreto con la mayor concentración, de manera

    calmada y racional. Nuestro miedo acabará

    resultándonos tan familiar que nos aburrirá y perderemos,

    así, el interés.

    El hombre sabio previene la fatiga nerviosa

    adquiriendo el hábito de pensar en sus problemas sólo

    cuando hacerlo tiene algún propósito, cultivando una

    “mente ordenada”. Muchas preocupaciones, sobre todo

    las que tienen que ver con el yo, pueden ahuyentarse

    dándose cuenta de su falta de trascendencia y de la

    pequeñez del yo en la inmensidad del mundo. Como

    remedio, propone centrar sus pensamientos y esperanzas

    en algo que trascienda de uno mismo. El hombre capaz

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    de esto hallará cierta paz en el encuentro con los

    problemas ordinarios de la vida.

    5. Envidia. Es la segunda causa más potente de infelicidad.

    Y el origen, por cierto, de que naciera la democracia. Las

    ganas de despecho que la envidia produce son también

    el origen de la práctica de castigar a quienes osan faltar

    contra la moralidad, pues la envidia provoca que no se

    disfrute de lo que se tiene y que, además, se sufra por lo

    que otros consiguen, en este caso, los placeres de la

    transgresión moral.

    La envidia se adquiere en la infancia, en un hogar

    donde un hermano era preferido o donde faltó el instinto

    parental en algún progenitor. El sentimiento de falta de

    amor que esas circunstancias pueden generar en un niño

    tinta desde entonces su mundo con percepciones reales

    o imaginadas de injusticias hacia uno mismo.

    El hábito de pensar en términos de comparación

    que deriva de esa visión del mundo es fatal para la

    felicidad. El cómo librarse de ella arranca con el gran

    paso de meramente darse cuenta de dónde viene esa

    visión. Y continúa con la disciplina mental de no tener

    pensamientos fútiles, de no compararse con otros, y de

    no recurrir a la persecución del éxito como medicina

    principal, pues siempre encontraremos a alguien más

    exitoso que nosotros.

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    El sfumato de clases sociales en nuestra época y la

    expansión de la democracia han ampliado

    considerablemente las oportunidades de envidia. El

    antídoto: la felicidad marital o en el hogar, pues proveen

    de la satisfacción suficiente. Si dejo de tener envidia seré

    feliz y, con eso,…envidiable.

    6. El sentimiento de pecado. Como muchas otras cosas, se

    nos transmite durante la infancia, y resulta especialmente

    prominente en momentos en que la conciencia se halla

    debilitada por fatiga, enfermedad o alcohol.

    Lo malo de la conciencia de pecado es que,

    precisamente, no suele despertarse ante los más dañinos

    pecados, que son esas tentaciones, las más habituales,

    de respetables y respetados ciudadanos: “maliciosas

    prácticas profesionales ocultas que la ley no castiga;

    dureza y crueldad contra empleados, esposos o hijos;

    malevolencia contra los competidores; o ferocidad en

    conflictos políticos”. Prácticas con las que el hombre

    esparce tristeza en su círculo inmediato y cumple su

    cuota en la destrucción de la civilización. Por desgracia,

    la moralidad subconsciente de la mente que se

    considera pecadora se halla divorciada de estas

    prácticas, porque en la infancia no se la asoció al

    incumplimiento de los deberes individuales hacia la

    comunidad, sino sólo a cuestiones religiosas y a retazos

    de tabúes irracionales.

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    La conciencia de pecado produce infelicidad y

    sentimiento de inferioridad en quien la sufre,

    empujándole de nuevo a erigirse en látigo del

    comportamiento de otras personas, a no disfrutar de las

    relaciones personales y a sentir resquemores contra los

    percibidos como superiores, alejando de sí la admiración

    por ellos y dando paso a la envidia. Convertido uno en

    persona desagradable, se irá encontrando cada vez más

    aislado. ¿Cómo ir hacia la felicidad en ese caso?

    Preconiza Russell una actitud expansiva y generosa hacia

    el mundo, porque eso le hará ser apreciado. ¿Y cómo se

    consigue esta actitud? Mediante autoconocimiento e

    integración armónica y no batalladora de nuestras capas

    consciente, subconsciente e inconsciente.

    7. Manía persecutoria, o las tribulaciones de quien se siente

    víctima perpetua de ingratitud, maltrato y traición. Por

    distribución de probabilidad, en una determinada

    sociedad todas las personas se encuentran con similar

    dosis de maltrato a lo largo de la vida. Por ello, si nos

    topamos con alguien que parece conocer más villanos

    que nadie, o palmariamente los imagina, o son sus

    creencias victimistas quienes provocan que se comporte

    de manera que irrita a los demás.

    La cuestión de interés general es que ninguna

    persona se libra de sufrir manía persecutoria en uno u otro

    grado, pues ésta hunde sus raíces en una concepción

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    exagerada de nuestros propios méritos. Así, frecuente

    víctima de manía persecutoria es aquel filántropo que se

    pasa la vida haciendo el bien a la gente… en contra de

    la voluntad de ésta… y luego se sorprende de su

    ingratitud. Estad atentos, pues el deseo de poder es

    insidioso y se puede ocultar bajo la piel de cordero de la

    filantropía. Baste como ejemplo el político que se afana

    en concentrar en él todo el poder… para mejor llevar a

    cabo sus nobles designios.

    El antídoto para el mal de sentirse víctima se

    compone de cuatro máximas: (1) Recuerda que tus

    motivos no son siempre tan altruistas como puedan

    parecerte a ti. Quienes desean tener una alta opinión

    sobre su propia excelencia moral suelen caer en la

    trampa de persuadirse a sí mismos de que han alcanzado

    las cotas altruistas, superiores a las habitualmente

    naturales, a que nos empuja la ética social. (2) No sobre-

    estimes tus propios méritos. Darse cuenta de ello es

    doloroso, pero dura sólo un momento y luego puedes ser

    ya feliz. (3) No esperes que los demás se interesen por ti

    tanto como tú mismo, y (4) No imagines que la mayoría

    de la gente va a dedicarte pensamientos suficientes

    como para desear perseguirte.

    8. Miedo a la opinión pública, la cual abarca desde

    nuestros mayores hasta los medios de comunicación.

    Respecto de los mayores, mientras es deseable que

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    traten con respeto los deseos de los jóvenes, no es

    deseable lo contrario si en ambos es el futuro del joven el

    que está en juego. Sin llegar a decantarse por la

    excentricidad, pues ésta resulta tan carente de interés

    como el ser convencional, como regla la persona debe

    respetar la opinión pública sólo para evitar morir de

    hambre y mantenerse fuera de la cárcel; más allá, es

    someterse a innecesaria tiranía.

    La timidez agrava el miedo a la opinión pública,

    pues es bien sabido que ésta se muestra más tiránica con

    aquellos que, al temerla, dan promesa de mejor caza,

    mientras, por el contrario, duda de su poder ante los que

    muestran indiferencia. Además, resulta difícil lograr

    cualquier tipo de grandeza bajo la fuerte influencia de

    ese temor.

    ---------- Fin de la parte 1 ---------

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    Parte 2. Cómo Bertrand Russell conquistó la felicidad.

    Causas de felicidad

    Russell escribió “La conquista de la felicidad” con casi 60

    años. Contempla, así, los misterios de la vida desde la

    ecuanimidad de la tardía madurez. Asimismo, en su condición

    de matemático, el equilibrio de fuerzas debía de estar en el

    núcleo de su pensamiento filosófico, pues tras diseccionar con

    limpieza ocho causas de infelicidad en la primera parte de su

    libro (resumen publicado recientemente por Knowsquare),

    Russell dedica la segunda parte a desvelarnos con entusiasmo

    seis causas que nos llevan a la felicidad. Dos menos en

    número, quién sabe si porque en conjunto las seis igualan o

    superan en peso a las ocho primeras, bien por esa costumbre

    suya de habitar en las landas neblinosas de la melancolía.

    Desde su conocer esas neblinas es desde donde afirma

    que a la felicidad no se llega por la gracia. Russell condensa

    esta rotunda declaración de intenciones en la elección del

    propio título del libro: la felicidad se conquista. Ergo exige

    esfuerzo. Ergo, en principio, está al alcance de cualquiera.

    ¡Qué gran noticia!

    Es de notar que Russell, al presentar los elementos que

    conforman nuestra felicidad o infelicidad, no los califica de

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    factores, variables, mediadores, disparadores o elementos.

    Inequívocamente y a lo largo de todo el libro, habla de ellos

    como causantes de felicidad o infelicidad, provocadores

    directos de nuestros fortunios o infortunios emocionales.

    Russell apela con frecuencia a la racionalidad, lo que,

    más que chocar con la tendencia moderna de darle

    importancia a las emociones como elemento motor de la

    conducta y de los pensamientos, la complementa. Pues, para

    él, la racionalidad, lejos de la concepción cartesiana, es, sobre

    todo, equilibrio interno, aquella habilidad capaz de integrar y

    hacer convivir en armonía y congruencia el consciente, el

    subconsciente y el inconsciente. Y, para él, armonía y

    congruencia son bases de la felicidad.

    Como hice para la primera parte del libro, acallaré

    mayormente mi voz para que podáis escuchar la suya,

    amable y serena como era.

    ¿Es la felicidad todavía posible?, se pregunta en primer

    lugar. Para responder a eso reflexiona que, en general, los

    logros y el placer que éstos aportan demandan por el camino

    tales dificultades que, de antemano, el éxito se antoja dudoso.

    En esa tesitura, le parece a él que una estimación no excesiva

    de nuestros propios poderes va a ser nuestra primera fuente de

    felicidad pues, en el camino hacia el logro, el hombre que

    tiende a infravalorarse se ve perpetuamente sorprendido por el

    éxito, mientras que el hombre que se sobreestima se ve

    constantemente sorprendido por el fracaso.

    http://www.mociona.es/https://www.youtube.com/watch?v=fcQvgzw0SOkhttps://www.youtube.com/watch?v=fcQvgzw0SOk

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    Establece Russell, de alguna manera, un sentido

    hedonista de la felicidad, de búsqueda del placer mientras se

    aplacan –que no se eluden o evitan- el dolor y la angustia. Ese

    hedonismo, empero, ha de perseguirse más allá de las

    enseñanzas epicúreas de tranquilidad de ánimo, ha de

    perseguirse en forma de eudaimonia o plenitud del ser, meta

    en la que confluye todo su tratado de la felicidad.

    En esta línea, en alguna parte central del libro2, Russell

    hace una reflexión que bien valdría como colofón de su

    disertación. En ella, desaconseja la evasión como método

    para ser feliz, y nos invita a vivir con conciencia y en plenitud:

    “It is the moments when the mind is most active and the fewest

    things are forgotten that the most intense joys are experienced

    (“En los momentos en que nuestra mente está más activa y

    olvida menos cosas, es cuando se experimentan las mayores

    alegrías) Y continúa: “La alegría que requiere embriaguez…

    resulta espuria e insatisfactoria. La felicidad genuinamente

    satisfactoria es la que se acompaña del pleno ejercicio de

    nuestras facultades”.

    Antes de que la Psicología moderna estudiara la

    influencia en la felicidad de la profesión que cada uno haya

    elegido, Russell ya afirmaba idéntica conclusión a la que las

    investigaciones están llegando: que el hombre de ciencia es

    más feliz que el artista o el literato. Y ello por cómo reacciona

    la opinión pública ante sus obras: cuando el público no

    2 Página 73 de la re-impresión inglesa de Routledge Classics, 2007

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    entiende la obra de un artista, concluye que la pintura o el

    poema son malos; mientras, cuando no entiende la teoría de

    la relatividad, concluye (con razón -apostilla Russell-) que su

    educación es insuficiente. En consecuencia, el público honra a

    Einstein y éste es feliz, mientras los mejores pintores mueren de

    hambre e infelicidad en las buhardillas. Pocos hombres,

    sostiene nuestro filósofo, pueden ser genuinamente felices si

    continuamente han de estar autoafirmándose contra las

    mareas de escepticismo de su comunidad.

    Tras estas disquisiciones, llega el profesor Russell a su

    secreto de la felicidad: que tus intereses sean tan amplios

    como sea posible, y que tus reacciones ante cosas y personas

    sean lo más amable y lo menos hostil posibles. Matiza él que el

    interés cordial en personas y cosas no ha de basarse en la idea

    de auto-sacrificio a que nos pueda inspirar nuestro sentido del

    deber, pues hacerlo así nos agosta mientras que, si el interés es

    genuino, la inmersión que hacemos en ello nos reporta un

    equilibrio y una calma que nos permiten, cuando retornamos a

    las preocupaciones cotidianas, afrontarlas de modo mejor.

    Y vayamos a presentar las seis causas que sustentan este

    su secreto de la felicidad:

    1. Zest / Gusto entusiasmado, interés genuino. Mantengo el

    vocablo inglés, pues ninguna traducción, y menos de una

    sola palabra, se acomoda al sentido adicional de

    voluntariedad y sano apetito de que habla Russell. El

    propio autor sale en nuestro socorro para ayudarnos a

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    entender este concepto cuando nos aclara que “el sano

    apetito honra a la comida como el gusto honra a la

    vida”. El “zest”, para merecer la categoría de tal,

    demanda de nosotros un mayor despliegue de energía

    que la que sería suficiente para realizar el trabajo que

    hay que hacer, y esa energía adicional sólo es posible

    cuando nuestra psique funciona con suavidad, sin

    fricciones.

    Los acontecimientos sólo tornan en experiencias

    cuando nos interesamos en ellos. Y el hombre que vive

    con gusto, hasta de las experiencias desagradables saca

    utilidad.

    Por si no lo captáramos, Russell nos acota que

    nuestros intereses han de ser compatibles con nuestra

    salud, con los afectos de quienes nos aman, y con el

    respeto de la sociedad en que vivimos.

    2. Afecto. El sentimiento de sentirse amado es la mayor

    fuente de gusto por la vida. Elucubra Russell con las

    causas de no sentirse amado, y lo achaca a una falta de

    autoconfianza generada, a su vez, por infortunios sufridos

    en la infancia o por haber disfrutado en esa época de

    menos amor del que tuvieron otros niños.

    Russell entra a describir los tres caminos alternativos

    que podrá tomar quien no se siente amado. Habrá quien

    haga esfuerzos desesperados para ganar afecto,

    probablemente con actos excepcionales de amabilidad.

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    Pero ello no le traerá más amor, pues sus congéneres dan

    afecto más prontamente a quien no parece necesitarlo

    que a quien, como él, lo pide. Otras personas, dice,

    buscarán vengarse del mundo. La mayoría, empero, se

    sumirá en una tímida desesperación aliviada sólo por

    destellos de envidia y malicia. Como norma, encuentra

    Russell que los que no se sienten amados devienen

    egocéntricos, y la ausencia de cariño les reviste de una

    inseguridad de la que instintivamente tratan de escapar

    permitiendo que sus vidas se rijan por férreos hábitos.

    Lo triste, reflexiona, es que el sentido de seguridad lo

    otorgan el amor y la admiración recibidos, no los dados.

    De su reflexión, inferimos que, de alguna manera, Russell

    piensa que quien no recibió suficiente amor, poco puede

    hacer para aumentar su seguridad, extremo que no

    validamos aunque reconocemos que tal empresa pueda

    comportar cierta dificultad en algunos casos. El niño a

    quien sus padres aman, dice, acepta su amor como una

    ley de la naturaleza y no piensa mucho en ello por muy

    vital que de facto resulta para su felicidad, simplemente

    siente que ellos le protegerán ante el desastre. Por el

    contrario, el niño que no disfrutó del cariño de sus padres

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    por los motivos que fuesen, devendrá tímido y poco

    propenso a la alegre exploración del mundo3.

    Es por esta inseguridad por la que muchas personas,

    cuando se enamoran, lo hacen buscando un pequeño

    oasis donde refugiarse del mundo y de la verdad, donde

    sentirse lo admirados y alabados que no se sienten fuera4.

    De este capítulo sobre el afecto proviene la frase de

    que os hablé en la introducción de la primera parte del

    libro, esa que, cual flautista de Hamelin, guió mis pasos

    hacia Bertrand Russell y su filosofía. En inglés es tan

    bella…, no voy a conseguir que mi castellano la

    equipare: “...the best type of affection is reciprocally life-

    giving: each receives affection with joy and gives it

    without effort, and each finds the whole world more

    interesting in consequence of the existence of this

    reciprocal happiness” (“el mejor tipo de afecto es el que

    recíprocamente da vida, aquel en el que cada persona

    recibe cariño con alegría y lo da sin esfuerzo, y donde

    cada uno encuentra el ancho mundo más interesante

    como consecuencia de esa felicidad recíproca”).

    3 Nota de la redactora: Y eso se notará en la vida adulta en forma de altas expectativas,

    autoexigencia, intolerancia o intransigencia, implicación disfuncional en las relaciones,

    ansiedad o compulsiones obsesivas.

    4 Nota de la redactora: Aunque objetivamente resulten admirables y alabables a los ojos de otros.

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    3. Familia. Con la aceptación generalizada de la

    democracia como sistema político de elección,

    cambiaron las relaciones entre los roles humanos. Así, los

    maestros, antes seguros de sus derechos, se volvieron

    vacilantes y sin certezas. Los padres tampoco están ya

    seguros de sus derechos respecto de sus hijos, y éstos no

    sienten que deban respetar a sus padres. La paternidad,

    antes triunfante ejercicio de poder, se ha tornado tímida,

    ansiosa y llena de dudas. En esta tesitura, es fácil irse a los

    extremos: o bien se le pide demasiado poco al niño, o

    bien demasiado mucho; o bien se refrena uno de darles

    cariño, o bien les desborda de él. Como hijos, por mucho

    placer que nos dé que el mundo admire nuestros méritos,

    sabemos que esa admiración es precaria, mientras que

    sentimos que nuestros padres nos aman simplemente

    porque somos sus hijos, y eso es un hecho para nosotros

    inalterable, causa de nuestro equilibrio y, por ende, de

    nuestra felicidad.

    4. Trabajo. Siempre que la carga de trabajo no sea

    excesiva, hasta el empleo más aburrido es, para la

    mayoría de la gente, mejor que el desempleo. El grueso

    de lo que tenemos que hacer suele no ser interesante; sin

    embargo, presenta grandes ventajas. En primer lugar,

    ocupa bastantes horas del día sin tener que estar

    decidiendo qué hacer cada vez, lo que resulta ventajoso,

    pues ser capaz de llenar el ocio de manera inteligente es

    el producto más avanzado de la civilización y, de

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    momento, está sólo al alcance de unos pocos. Es más,

    elegir es en sí mismo cansado5, y para muchos es más

    agradable que les digan lo que tienen que hacer siempre

    que los dictados no sean muy desagradables.

    El trabajo nos proporciona también otro de los

    principales ingredientes de la felicidad, el de continuidad

    de propósito, esto es, la oportunidad de ir creciendo y

    obteniendo logros.

    Dos elementos consiguen que lo laboral sea

    interesante para nuestro bienestar: el ejercicio de la

    habilidad y la construcción. Toda ocupación que

    requiera unas competencias desarrolladas con práctica

    repetida y tesón, puede ser placentero siempre que estas

    habilidades requeridas vayan variando o estén sujetas a

    mejora continua, pues cuando se llega a la capacidad

    máxima y la actividad no presenta ulteriores retos, ésta

    deja de interesar.

    Más importante para la felicidad es el segundo

    elemento, el de construir algo que quede como un

    monumento, delicioso de contemplar, tras terminar el

    cometido. Distingamos aquí construcción de destrucción.

    En la construcción, se parte de un estado de cosas en

    desorden y se trabaja para llegar a un estado final que

    5 Nota de la redactora: Como han podido estudiar los investigadores en las últimas décadas: a mayor número de alternativas posibles de elección, más cansado, difícil y hasta desbordante es elegir.

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    presenta un propósito. En la destrucción, por el contrario,

    se arranca de un orden para llegar a un desorden que no

    es paso intermedio para volver a construir. Epítome de la

    destrucción son los apóstoles de la violencia cualquiera

    que sea su forma (algunos revolucionarios o militaristas o

    terroristas), cuyo motor principal es el odio y cuyo

    propósito no es más que destruir aquello que odian.

    ¿Cómo podemos detectar si el propósito de alguien es

    sólo destruir? Si, cuando le preguntamos, habla con

    precisión y entusiasmo de la destrucción preliminar y con

    vaguedad y desgana de la posterior hipotética

    construcción. Hay esperanza, pues el hábito de odiar se

    cura con la oportunidad de realizar una labor

    constructiva y con propósito.

    En este instructivo capítulo, Russell nos hace una

    última advertencia para la felicidad: donde exista la

    posibilidad de ejecutar un trabajo que satisfaga el tipo de

    impulsos constructores de la persona sin que ésta muera

    de hambre, elíjase aquel en lugar de otra ocupación

    altamente remunerada pero que no encontramos valiosa

    per se.

    5. Intereses impersonales menores que llenan nuestro ocio y

    nos permiten relajarnos, actividades no conectadas con

    las áreas de responsabilidad de cada uno. Una de las

    fuentes de infelicidad, fatiga y estrés es la inhabilidad de

    interesarse por nada que no resulte práctico para la vida.

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    El resultado de tanta actividad práctica es que, excepto

    en el sueño, la mente consciente no descansa, privando

    así a la mente inconsciente de la posibilidad de ir

    madurando la sabiduría con que ayudarla luego. Esta

    falta de descanso mental lleva a excitabilidad, falta de

    sagacidad, irritabilidad y una pérdida del sentido de

    proporción de los acontecimientos, todos ellos causa y

    también efecto de la fatiga. En un círculo vicioso, según

    crece la fatiga, se desvanece el interés del hombre por

    actividades externas, lo que disminuye el alivio que ellas

    le traen, lo que provoca mayor cansancio, y así

    sucesivamente.

    Lo que otorga a los intereses menores su capacidad

    de ofrecer descanso es que no requieren del agotador

    ejercicio de la toma de decisiones y de la voluntad.

    Quien puede olvidar su trabajo cuando le pone fin y no lo

    retoma hasta la mañana siguiente, es más probable que

    lo desempeñe mejor que quien se preocupa por ello en

    las horas de descanso. Y es mucho más fácil olvidar el

    cometido cuanto mayor es el número de otros intereses

    que tengamos, siempre y cuando éstos no requieran de

    las mismas facultades físicas y mentales que hemos

    agotado en nuestra jornada laboral; así, los intereses

    sanos no deben requerir decisiones rápidas o de la

    voluntad, ni incluir recursos financieros como los juegos de

    apuesta, ni ser tan excitantes que añadan fatiga

    emocional y preocupen al subconsciente. En este

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    sentido, entretenimientos irreprochables son el teatro,

    jugar un partido o al golf, o la lectura (sobre temas ajenos

    al trabajo).

    En este aspecto de practicar intereses impersonales,

    en 1930 Russell encontraba diferencias de género que yo

    no comparto en el siglo XXI; pensé en desechar su

    reflexión, pero no me corresponde a mí el privaros de ella,

    por lo que, en aras de la ecuanimidad para con el texto,

    he optado finalmente por citarla sin decantarme por su

    validez: “si no me equivoco –dice Russell, permitiéndose

    dudar de su juicio con ese “si no me equivoco”, extremo

    que le agradezco-, a la mujer le resulta mucho más difícil

    interesarse por nada que no sea de índole práctica. Sus

    propósitos gobiernan sus pensamientos y sus

    actividades… Esto, a las mujeres, les parece de un nivel

    de conciencia superior al de los hombres, pero no creo

    que, en el largo plazo, mejore la calidad de su trabajo y,

    además, ello tiende a producir cierta estrechez de miras

    que puede derivar en alguna forma de fanatismo”.

    Los intereses impersonales ayudan al hombre a

    retener el sentido de proporción y a no quedar absorbido

    en sus propias persecuciones, en su pequeña trozo del

    mundo. El gran mundo es drama y comedia, y quien no

    se interesa por el espectáculo que éste ofrece se está

    perdiendo uno de los privilegios que la vida nos otorga.

    Además, como ya se ha apuntado, quienes se ocupan

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    en demasía de sus quehaceres están siempre en peligro

    de caer en el fanatismo, el cual consiste en recordar sólo

    una o dos cosas deseables mientras se olvidan todas las

    demás.

    Abundando en la defensa de los intereses

    impersonales, Russell nos recuerda que pocos

    profesionales han escapado de conocer periodos donde

    el fracaso les miraba a la cara y que, en esos momentos,

    la capacidad de interesarse por asuntos no directamente

    relacionados con nosotros nos protege contra la

    frustración. El fracaso es como la muerte de un ser

    querido: el duelo es inevitable, pero todo lo que pueda

    hacerse para minimizarlo, ha de hacerse.

    6. Equilibrio entre esfuerzo y aceptación. La actitud para la

    felicidad es hacer las cosas lo mejor que uno sabe,

    mientras simultáneamente se deja la cuestión en manos

    del destino, mientras aceptamos lo que las circunstancias

    puedan traer.

    “El hombre feliz” es el título del último capítulo del libro.

    Y ahí, Russell aporta nuevas pinceladas: el hombre que

    recibe afecto es el hombre que previamente lo ha dado; y

    el hombre centrado en sí mismo es infeliz. Merece la pena,

    por lo inspiradoras, traducir casi en su completitud las últimas

    líneas del libro: “toda infelicidad tiene que ver con algún

    tipo de falta de integración del ser consigo mismo y con

    otros. Hay falta de integración del ser cuando hay falta de

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    coordinación entre las mentes consciente e inconsciente. Y

    hay falta de integración entre el ser y la sociedad cuando

    ambos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos

    mutuos. El hombre feliz se siente ciudadano del universo,

    disfruta libremente del espectáculo que éste ofrece y de las

    alegrías que brinda, y permanece sereno ante el

    pensamiento de la muerte, pues no se siente separado de

    quienes vendrán después de él. Es en esta profunda e

    instintiva unión con el río de la vida en donde se encuentra

    la más grandiosa alegría”.

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