la confesión frecuente por devoción

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Artículo del teólogo jesuita Karl Rahner.

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Page 1: La confesión frecuente por devoción

SOBRE EL SENTIDO DE LA CONFESIÓN FRECUENTE POR DEVOCIÓN

¿Cómo puede hacerse internamente comprensible la confe­sión frecuente por devoción? Esta es la cuestión de que se ocupa este ensayo.

No se trata aquí, por tanto, de demostrar que es posible borrar los pecados leves por la absolución sacramental, incluso independientemente del perdón sacramental de pecados graves. Aquí podemos suponer esa posibilidad. Por lo demás, esta mera posibilidad de confesar únicamente pecados leves no explica todavía por qué la confesión frecuente, la confesión semanal, por ejemplo, se adapta con sentido, íntima y armónicamente, al organismo total de la vida espiritual. Pues toda función vital necesita además de su mera posibilidad, su incorporación y sub­ordinación al sentido total de la vida. Y por eso, con la mera posibilidad de confesar únicamente pecados veniales no se de­cide si en la edificación justa y equilibrada de las actividades de una vida espiritual puede encajar armónicamente una fre­cuente confesión sacramental de pecados veniales. La historia de la confesión por devoción demuestra que una vida verdaderamen­te espiritual no exige necesariamente siempre y en todas las cir­cunstancias esa costumbre de confesar: de hecho ha sido des­conocida durante siglos. Que esta cuestión no puede ser resuelta sin más, afirmando la posibilidad de la confesión se verá más claro, cuando estudiemos el uno o el otro intento de esa funda-mentación.

Sin embargo, hay que hacer observar desde el principio una cosa: contra la justificación de la confesión frecuente no es dificultad decir que la vida espiritual—al menos en los grados altos de su evolución—debe excluir la frecuente ocupación con la propia pecaminosidad. Al contrario. Cuanto más auténtica y profunda es una vida espiritual, tanto más y más inmediata­mente crecerá desde los últimos hechos fundamentales de nues­tro ser y tanto más exclusivamente dará vueltas alrededor de las relaciones verdaderamente decisivas de nuestra vida. Y a ellas pertenece sin duda el hecho de que somos pecadores y de que

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el hombre, precisamente en cuanto pecador, ha sido llamado por Cristo a la salvación ante la faz del Dios Trinitario. Si nuestra vida es adoración del Dios Trinitario, es también nece­sariamente adoración del Dios que brilló en la faz de Cristo, crucificado por nuestros pecados. El Cristianismo no conoce más Dios que el Dios de quien murió por los pecados. Si nuestra vida espiritual es un hacer nuestra salvación con temor y tem­blor, no podemos olvidar nunca que hemos sido redimidos en la esperanza, y siempre nos queda la lucha con la carne, el mundo y el demonio. Si nuestra vida espiritual es gracia de Dios e imperio suyo en nosotros, siempre será gracia regalada a los hijos de la ira, sin que ellos la merezcan. Si la vida del cristiano es gozo en el Espíritu Santo, es alegría del redimido que glorifi­ca la misericordia del Señor, tanto mejor, cuanto más ardiente­mente penetrado está de la conciencia de la dignidad propia, que la misericordia de Dios ha visitado. Y por esto, no es que la vida espiritual, en un ritmo intermitente, se vea a veces ane­gada por la marea profunda en que la seriedad de los juicios de Dios sobre los pecados penetra íntimamente al hombre, sino que ella misma asciende siempre de nuevo desde las oscuras profun­didades de la propia impotencia hacia la eterna luz de la mise­ricordiosa gracia, y reza incluso antes de la consagración y de la comunión: ab aeterna dammatione nos eripi... iubeas, eí a te nunquan separari permutas. No es, por tanto, la frecuente ocu­pación con los pecados propios lo que hace problemática la confesión frecuente por devoción. Pero con esto no hemos con­testado todavía a nuestra pregunta. El reconocer que se es un pecador no depende de la confesión sacramental. San Agustín pudo rezar el Miserere en su lecho de muerte, sin confesarse.

Se podría preguntar ahora si puede tener éxito el esfuerzo por comprender el sentido interno de la confesión frecuente por devoción o si no habrá que rechazar, más bien, tal confesión como desarrollo defectuoso de la vida espiritual. En los últimos decenios se ha oído de vez en vez esa opinión. Sin embargo, hay que mantener la posibilidad de justificar la confesión frecuente por devoción; y esto por razones independientes de si puede o no considerarse logrado un intento determinado de explicar su sentido. Tales razones estriban en el consentimiento y favor que la Iglesia ha concedido a esa confesión. El haber sido fomentada

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por la Iglesia tiene teológicamente tanta importancia que la con­fesión por devoción no puede ser en ningún caso un desarrollo defectuoso de la vida espiritual. Basta aquí remitir a la práctica de las órdenes y comunidades religiosas, apoyada en reglas que la Iglesia ha aprobado, y a las disposiciones del derecho ca­nónico 1. A esto se añade la expresa condenación de la propo­sición 39 del Sínodo de Pistoia por Pío VI, que rechaza la des­aprobación de la confesión devota por ese sínodo como temera­ria, perniciosa y contraria a la práctica de hombres piadosos y santos, aprobada por el Concilio de Trento. Una práctica de acciones positivas, por tanto tiempo continuada, convertida en deber por la Iglesia, no puede ser considerada en ningún caso como una defectuosa evolución ascética. Tales desarrollos, bue­nos y provechosos, de la vida espiritual no son invalidados por demostrar—nadie lo niega—que durante mucho tiempo no exis­tieron en la Iglesia. El cuerpo de Cristo tiene que crecer. El espíritu de Dios está siempre con la Iglesia y en la evolución de su piedad; también estuvo en la piedad que suele ser llamada ascetista, postridentina o de cualquier otro modo, y que con gusto se pretende mejorar invocando tiempos antiguos y mejores de la piedad cristiana. Donde con más seguridad encuentra el creyente el Espiritu de Dios es en la Iglesia de su tiempo. Por tanto no puede haber deformación de la vida espiritual en el hecho de que el.cristiano, siguiendo el espíritu de su Iglesia, vea en la confesión frecuente una práctica que se ajusta armónica­mente a la estructura ideal de la vida espiritual.

¿Pero a cuál de las leyes constitutivas de la vida espiritual podríamos reducir la confesión frecuente para que se la vea como manifestación normal de esta .misma vida? Esta es la cuestión que todavía no está resuelta. Naturalmente no se puede tratar de algo que haga necesaria sin más tal confesión frecuen­te. Pues la confesión frecuente por devoción no puede ser de­mostrada como necesaria sin más para el mantenimiento o des-

1 CIC c. 595 § 1, n. 3: confesión semanal para los miembros de órdenes religiosas; c. 1376 n. 2: la misma disposición para los alumnos de los seminarios conciliares; c. 125 n. 1: deber de confesar frecuente­mente de todos los clérigos; c. 931: considera que la confesión quince­nal, incluso en los creyentes ordinarios, no es nada extraordinario. Véan­se también las encíclicas Mystici Corporis y Mediator Dei de Pío XII.

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arrollo de la vida espiritual 2. Basta una razón que la dé sentido como práctica especial y característica de la vida espiritual.

La apología de la confesión frecuente ha llamado continua­mente la atención sobre las características de tal confesión, que parecían apropiadas para darle sentido. Son sobre todo la direc­ción espiritual, el perdón de los pecados y el aumento de gracia. De hecho, estas cosas son dadas con la confesión frecuente por devoción. Sin embargo, es dudoso que esas razones expliquen suficientemente la función autónoma y propia de tal confesión en la vida espiritual.

Por lo que respecta a la dirección de almas, en primer lugar, no se puede negar que a una buena confesión, especialmente si oBsérvá~Tas indicaciones queTa^a^c^tícT'cIa^araTáTOr^eFTa^ dirección jjelaliaa¿_ [por ejemplo, la Tndicliclonde Ia_falta_ca-pital o pasión dominante, de un determinado propósito y de su c l i m p n m j g ñ i ^ ^ r ^ ^ de íntima direc­

ción espiritual apropiada~para cada" persona. Y algunos tal vez prefieran ese modo de dirección espiritual en el secreto y_obje-t í^ j id^eLsj i£rar j3£ntoT^^ que ej^sjcrjrnento de_la pjmijtgj[i£Ía_y_ja dirección dgjjjmas no se hayari^erjajjtdjjjanJ^JLgL^a^^ en parte en la antigua ascética monacal de los griegos, ̂ en la que EJdireccioñ" espiritual y la institución del sacramento de la pe­nitencia jtpenas tenían nada QUever entre sí. Uniendo ambas, la dirección espiritual estará consagrada sacramentalmente, y el perdón sacramental de los pecados será preservado de una tri-vializaciónTUna vez supuesto el sentido intrínseco de la confesión IrecueritéTnada impide suponer que la Iglesia intenta lograr lá dirección de almas y conciencias que le parece necesaria para ciertos hijos suyos, imponiéndoles, además de otras prácticas, tal confesión por devoción. Las ventajas de la dirección espiri­tual son de este modo la razón externa de que se favorezca tal confesión frecuente, pero no son su justificación intrínseca. Pues, en primer lugar, en muchos casos será difícil conseguir una di-

2 Tampoco en el sentido en que se intenta demostrar que la sagra­da Comunión es «necesaria en sí» para conservar la vida sobrenatural.

3 También el esfuerzo del nuevo derecho canónico por dejar lo piás posible la dirección espiritual de los miembros de institutos religiosos no sacerdotales en manos del confesor, apunta en la misma dirección. Cf. CIC c. 530, § 1/2.

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rección espiritual suficiente sólo en la confesión; con otras palabras, será, necesaria o_conveniente la dirección espiritual y el consejo fuera del sacramento. Pero en tal caso no se ve por qué np_se hace siempre fuera del sacramento. Cuando se ve la confesión por devoción demasiado unilateralmente desde el punto de vista de la dirección espiritual, existe siempre el peligro de desconocer precisamente el carácter sacramental de la penitencia, el peligro de sobrestimar la utilidad psiquiátrica y psicológica, el peligro de convertir al ministro sacerdotal del sacramento en agudo y fino psicólogo. Finalmente, y esto es lo decisivo, la uti­lidad o necesidad de una dirección de la conciencia para la vida espiritual fundamenta justamente una dirección de almas como función útil o necesaria de la vida espiritual, pero no un

^ acontecer sacramental. . Por lo que respecta al perdón de los pecados en cuanto t a l 4 ,

hay una razón que lo hace impropio para dar sentido a la con­fesión frecuente por devoción: los pecados leves del hombre que vive en estado de gracia son borrados por el arrepentimiento imperfecto o atrición. Por tanto la confesión por devoción, en cuanto tal, es siempre y en todo caso el perdón sacramental de la culpa de los pecados leves ya perdonados por el arrepentimien­to; pues sin arrepgntimÍRntn_de ninguna clase es imposible el perdón, incluso en el sacramento. Y como tal confesión no es un deber, no se ve cómo puede fundarse en un efecto que siempre y en todo caso es dado sin ella. Incluso suponiendo, con al­gunos teólogos y sin razones muy claras 3, que sólo una atrición de grado más intenso o por motivos más elevados borra por sí sola y sin sacramento los pecados leves, nada hemos adelantado

4 Es decir, si se prescinde de que el perdón de los pecados ocurre sacramentalmente y precisamente mediante un sacramento, que en cuan­to tal y en su primera y más propia intención de sentido tiende al per­dón de los pecados. En cambio, si se añaden estos elementos y se pre­gunta por las características más precisas de un perdón de los pecados obrado precisamente por un sacramento que tiende inmediatamente a ese perdón, la investigación llevará en la dirección en que aquí se busca la solución a nuestro problema.

5 También aquí vale aquello de que plus minus non mutat speciem. Toda verdadera contrición obra en el hombre una absolución de la liga­dura pecaminosa, que encontró expresión en el pecado leve respectivo de que se arrepiente; toda contrición está informada por el amor habi­tual que vive presúpositivamente en tal hombre. No se ve por qué la contrición no va a borrar los pecados leves.

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en nuestra cuestión. La confesión frecuente por devoción supone un celoso anhelo de crecer en la vida espiritual y un grado ma­yor de amor de Dios, de forma que en este caso no es difícil despertar esa atrición más elevada, con tal que exista una sin­cera aversión a la inclinación levemente pecaminosa. Por tanto, tampoco bajo el supuesto de esa teoría se llega jamás a un primer perdón de los pecados veniales, y nuestra cuestión sigue sin resolver. Además, los pecados veniales no sólo son borrados por el arrepentimiento expreso, sino por toda práctica sobre­natural del justo que sea opuesta por su mismo ser al pecado leve respectivo y suponga, por tanto, implícitamente un arre­pentimiento de tal pecado. Por eso los pecados «diarios» pueden ser también borrados por muchos medios (Trid. sess. XIV, cap. 5). Además la sagrada Eucaristía es «el antídoto que nos libera de las faltas diarias» (Trid. XIII, cap. 2). Por tanto, la recepción de la sagrada Eucaristía parece ser, según la doctrina de la Iglesia, la práctica sacramental que en nuestra vida de gracia obra el perdón de los pecados leves 6. Parece, por tanto, que considerando en sí el perdón de los pecados leves, la supe­ración de las dificultades que estorban pero no matan la vida sobrenatural del amor, es misión de la sagrada Eucaristía, sa­cramento de vivos, sacramento del mantenimiento y crecimiento de la vida de la gracia, más que de la penitencia, que en sí y primariamente es sacramento de muertos, sacramento de la re­surrección y de la vida perdida de la gracia. Por tanto, el per­dón de los pecados veniales en cuanto tal no basta para hacer comprensible la confesión por devoción, como función especial dentro de la vida total de la gracia.

Cosa semejante se puede decir del aumento de gracia 7. Tam­bién esta importante tarea de la vida espiritual puede cumplirse

6 Se puede decir esto, incluso no suponiendo que la sagrada Co­munión—supuesta la disposición de ánimo de penitencia—borre los pe­cados leves inmediatamente por sí misma y no por excitar actos persona­les que borran los pecados. Pues si el Concilio de Trento cita el perdón de los pecados leves precisamente como efecto de la sagrada Eucaristía, tiene que tratarse de un efecto que no le compete sólo del mismo modo que a los demás sacramentos que en definitiva borran los pecados leves. Por otra parte, hay que mantener que la primera y más propia inten­ción de sentido de la sagrada Eucaristía no es borrar los pecados leves.

7 ' Tanto por lo que respecta a la gracia santificante, como por lo que atañe al derecho a la gracia auxiliadora.

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de muchos modos y sacramentalmente sobre, todo por medio de la sagrada Eucaristía; pues la consolidación, incremento y perfección de la vida de la gracia, el aumento de la caridad habitual y suscitación de la actual pertenecen a los primeros y más propios efectos de la sagrada Eucaristía. Claro que todo sacramento y, por tanto, también Ja confesión por devoción, aumenta la gracia. Pero precisamente porque ese efecto lo tiene en común con otras prácticas de la vida espiritual, no basta para demostrar o justificar su posición especial y característica entre las demás prácticas espirituales.

El hecho de que las características estudiadas hasta aquí no puedan resolver suficientemente la cuestión planteada, no quiere decir, naturalmente, que estas propiedades no existan o que no puedan servir de fin y motivo al penitente mismo. Todos estos efectos son dados con la confesión por devoción, son importantes y constituyen motivos; objetivamente son incluso más impor­tantes y decisivos para la conducta que la característica que vamos a señalar como específica de la confesión por devoción. Pues dos prácticas distintas de la vida de la gracia pueden coin­cidir en el efecto (genérico) objetivamente más importante (por ejemplo, un enfermo puede recuperar la vida de la gracia por la extremaunción y otro por la absolución: dos sacramentos con el mismo efecto, que es objetivamente el más importante), y, sin embargo, tienen que distinguirse en su intrínseca estructura de sentido por algo específico que las convierte en dos actividades espirituales distintas. En nuestra cuestión no se trata en último término de lo específico de la confesión en sí, sino de la carac­terística de la confesión frecuente por devoción, en cuanto fun­ción especial dentro de las demás prácticas de la vida de la gracia (y no sólo entre las prácticas sacramentales). Esta carac­terística tendrá que resultar necesariamente de la naturaleza de la confesión en cuanto acto sacramental de borrar los peca­dos inmediatamente dirigido al perdón de ellos, pues precisa­mente por eso se distingue la confesión por devoción de los de­más actos, de los que se podría sospechar que son tan capaces como tal confesión de asumir en la vida espiritual la función de borrar los pecados. En esta característica específica de la con­fesión frente a los demás actos del hombre espiritual que borran los pecados tiene que estar, por tanto, la razón que da sentido

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y justifica la confesión por devoción y su frecuente aprovecha­miento ascético.

¿En qué estriba, pues, más exactamente, esta especial signi­ficación del sacramento y de la penitencia sacramental?

Todos los sacramentos suponen en el adulto una penetra­ción subjetiva y personal en la gracia y una correalización. Esta acción personal del hombre avanza de por sí hasta el ám­bito de Dios, porque es soportada por la gracia; es ya en sí vida divina, o tiene ya, por lo menos, una ordenación positiva a esta vida sobrenatural. Ya en cuanto acción y acontecer sobrenatu­ral la vida de la gracia es en primer lugar acción libre y crea­dora de Dios, obra suya, acto de su amor, más que nuestro. En este sentido toda obra sobrenatural es ya irrepetible, única, in-deducible, «histórica», y no sólo un caso particular de una regla unívoca 8. Pero en el sacramento se agudiza este carácter de lo histórico.

La vida sobrenatural de la humanidad redimida se hace vi­sible en la unicidad (Einmaligkeit) histórica, en el aquí y ahora de la Iglesia terrena, del mismo modo que en la Revelación pe­netró históricamente en la humanidad. La vida sobrenatural, que en sí parece al menos estar más allá de lo Aiima/iohistórico, sé manifiesta así soportada por lo visible y humano, infundida en el tiempo terrestre, dependiente de las cosas del mundo. Y esta vida sobrenatural no podía venir de otra forma; o por lo me­nos mediante esa forma de manifestación se acentúa su propio ser 9 . Pues la sobrenaturalidad de nuestra vida espiritual signifi­ca que tal vida es acción libre, creadora e indeducible, de Dios, que no puede ser calculada por los hombres, que no puede ser interpretada ni como cumplimiento ni siquiera como eco de los anhelos puramente humanos. En la llamada a esa vida Dios manda al hombre despojarse de los estratos terrenos de su ser,

8 La gracia puede, por ejemplo, «perderse», pero no una «verdad» natural. La vida sobrenatural de un hombre con sus decisiones es siem­pre un diálogo con un Dios libre, cuyos decretos no son ni calculables ni dirigibles por el hombre. La vida sobrenatural del hombre no empie­za a ser historia por la respuesta del hombre, sino que lo es ya en la llamada de Dios.

9 También el C. Vaticano deduce la necesidad de la revelación de la sobrenaturalidad de la gratuita elevación del hombre (sess. III, c. 2). Pero la Revelación en cuanto hablar de Dios es necesariamente un suceso histórico.

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le obliga a traspasar la órbita que le prescribe su propio ser. Por tanto, esa llamada no es sencillamente algo dado para el hombre, ni pertenece a las leyes conforme a las que se rige su ser. Tal llamada no suena sencillamente por ser hombre, no es sin más la ley eterna de lo bueno y verdadero, clara y obligato­ria para todos, sino que es don imprevisto (Setzung), incom­prensible ((arbitrio» de Dios, es decir, elección de su libertad. Y si es así, esa revelación—en caso de que ocurra—sólo puede llegar de repente, aquí o allá, en este o en el otro momento de la historia, de forma que no será equidistante del libre Dios de la sobrenaturaleza desde cualquier punto del ser humano o de su historia—individual o universal. Pues él es un Dios que tiene misericordia donde quiere y cuando quiere. Y así—para indi­car sólo un ejemplo de este escándalo, de que lá salvación eter­na de los hombres depende de «verdades históricas contingen­tes»—la Cruz levantada en Jerusalén el año 33 de nuestra era es el centro de la historia universal, y el obispo de Roma, en Italia, es la cabeza de todos los redimidos. El puro «espíritu» en oposición a la historia es general, universal, está siempre igual­mente cerca e igualmente lejos, es accesible a todos, se puede alcanzar con la misma rapidez desde cualquier punto de la exis­tencia histórica del hombre, está suspendido sobre la historia como reino de la verdad y bondad dando sentido y valor desde arriba a todo lo particular y contingente, a todo lo histórico. Pero en la revelación cristiana, porque habla de lo inmerecido y sobrenatural, entran Dios mismo y su salvación en la historia, se hacen históricos y no abrazan desde arriba sino desde la acci­dentalidad del aquí y ahora históricos bendiciendo y juzgando al hombre, de forma que la última decisión del hombre no se refiere a la «verdad» o «bondad» del reino del mero espíritu, sino a Jesús de Nazareth. Del mismo modo y por la misma ra­zón que la Revelación ocurrió históricamente, la humanidad re­dimida, el reino de Dios, la Iglesia, es también visible e his­tórica. Y del mismo modo que la Iglesia, son visibles, también sus manifestaciones de vida, las fuerzas vivas con que ella, en cuanto cuerpo de Cristo, incorpora a cada hombre a la virtud y fuerza de Cristo introduciéndolo cada vez más hondamente en su propia esfera vital. Y lo mismo que en la historicidad de la Revelación y de la Iglesia, en la historicidad y visibilidad del

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acontecer sacramental—en el que la corriente de vida sobrena­tural es soportada por el efímero evento de la palabra y del gesto—se revela continuamente que la gracia de la vida nueva es inmerecida y gratuita, libre demostración benevolente de Dios, que procede de Dios y no es obrada por el hombre, que es verdaderamente gracia y sobrenaturaleza. Esta primera pro­piedad de nuestra gratuita elevación al ámbito de la vida divina, de ningún modo puede ser mejor acentuada que si la gracia lle­ga histórica y visiblemente, que si encuentra al hombre en el sacramento 10.

Y lo que vale de los sacramentos en general, vale también del sacramento de la penitencia. La decisión de otro, la senten­cia judicial y creadora de realidad que la Iglesia da mediante su representación sacerdotal es aquello en que la gracia perdo-nadora de Dios viene al hombre; no es el hombre bueno y arre­pentido quien obra el perdón de los pecados, sino la libre misericordia de Dios. Aunque esto vale de todo perdón de los pecados—también, por tanto, del perdón obrado por el arre­pentimiento subjetivo, claro está que elevado por la gracia l l — , se revela con más evidencia en la confesión, porque en ella el perdón ocurre visible e históricamente y de forma que la confe­sión obra perdón y gracia distintos e independientes de los me­recidos por el arrepentimiento. A ello se añade que la confesión por su intrínseca dirección de sentido tiende en primer lugar e inmediatamente a borrar los pecados y, por tanto, la sacra-mentalidad de la confesión acentúa la gratuidad y sobrenatura-lidad del perdón de los pecados precisamente. Y en este sentido se distingue de las demás acciones sacramentales, a las que va unido de hecho un efecto de perdón de los pecados, especial­mente de la sagrada Eucaristía. Estos otros sacramentos tienden primariamente a cosas distintas; no son en sentido primario pe­nitencia, perdón de los pecados 12. Y por eso no revelan este

1 0 No es que no sea obra de Dios y expresión de su. libre bondad toda gracia, incluso la gracia no-sacramental del opas operantis. Pero esto aparece más claro en la visibilidad del sacramento, que obra por sí la gracia.

1 1 En esta elevación, a la que no podemos por nosotros mismos contribuir con nada positivo y que sin embargo es decisiva, se ve que también el «mérito», que obra el perdón, es regalo de Dios.

1 2 Como la disposición subjetiva del sujeto tiene que adaptarse más o menos a la estructura de sentido del sacramento, lo dicho vale

2 H

carácter de acción divina libre y sobrenatural en el perdón de los pecados en cuanto tal.

Ahora bien, como el sujeto del sacramento debe orientarse hacia la naturaleza objetiva y dirección de sentido del sacramen­to, y de hecho se orienta 13, el sentido del sacramento, es decir, en nuestro caso el perdón de los pecados inmediatamente inten­tado, se hará válido también en la vivencia personal y, por tanto, en la permanente y duradera actitud anímica del sujeto. Cada confesión, en su orientación a lo histórico-visible, es una protesta contra todo el larvado racionalismo de una piedad espiritual y humanitaria; es una confesión de que nuestros pecados son bo­rrados exclusivamente por la acción de Dios, de que él, libre Dios de la gracia, sólo se deja encontrar en último término én su revelación histórica, en su Iglesia visible, en sus sacramentos visibles 14. Y cada confesión es, por tanto, una confesión de que el hombre sólo de este modo puede encontrar un Dios mise­ricordioso, perdonador y justificador. No necesitamos explicar con más razones que esa actitud tiene importancia decisiva en la formación de una vida espiritual católica. De aquí resulta que para el desarrollo de tal vida espiritual es de suma impor­tancia la confesión frecuente por devoción.

A esto se unen orgánicamente otros dos hechos. Todo arre­pentimiento acompañado de la confianza de obtener perdón es siempre una entrega humilde y radical del hombre pecador a los inescrutables juicios de Dios, ante cuya santidad y justicia el hombre, por su debilidad e indisposición, nunca está seguro de haber encontrado gracia (cfr. Trid. VI, cap. 9; can. 13/14). «Cuanto a mí muy poco se me da ser juzgado por vosotros o de cualquier tribunal humano, que ni aún a mi mismo me juzgo. Cierto que de nada me arguye la conciencia, mas no por

también para la parte ascética y vivencial de la recepción del sacra­mento.

1 3 Un mínimo de esa penetración está implicado en la intención y disposición exigidas al sujeto para la validez y licitud objetivas del sa­cramento.

1 1 Sin afirmar de algún modo ese elemento no hay justificación po­sible. Pues, aunque la justificación ocurra sin sacramento, siempre supo­ne la íe. Y la fe es un abrazar una verdadera Revelación (no un cono­cimiento natural de Dios), es decir, una palabra en la que Dios habla históricamente a los hombres- Y toda gracia tiene además una interna teleología hacia la Iglesia visible.

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.fr­eso me creo justificado; quien me juzga es el Señor» (1 Cor 4, 3-4). Y bien, esta entrega del hombre al juicio de Dios Santo se expresa con máxima evidencia cuando se puede oir el perdón de Dios, que es distinto del arrepentimiento del hombre, y cuan­do se manifiesta que no está todo hecho con el arrepentimiento. Es cierto que siempre queda una última incertidumbre de este juicio terreno de Dios sobre los hombres, de forma que la es­peranza de perdón siempre sigue estando acompañada del temor que es lo que convierte en auténticos y llenos de veneración el amor y confianza en lo infinito e incomprensible. Pero el juicio terreno de Dios indica en todo caso que al arrepentimiento del hombre tiene que responder Dios, para que él tenga la última palabra y el hombre se incline humilde a su juicio.

Y el segundo hecho es el siguiente: ya hemos considerado los sacramentos como manifestaciones visibles de la vida de la Iglesia visible, en la que, por ser el cuerpo místico de Cristo, están incorporados todos los creyentes 1S. Aunque el pecador leve sigue siendo miembro de este cuerpo, todo pecado leve es, sin embargo, en sentido auténtico, «mancha y arruga» de la esposa de Cristo. En.cuanto estorbo del amor de Dios, impide que el amor que derrama el Espíritu divino se desarrolle con libertad y esplendor en ese miembro. «Si padece un miembro, todos los miembros padecen con él» (1 Cor 12,26). Por tanto, también el pecado leve es un daño espiritual, una injusticia con­tra todo el cuerpo de Cristo. Pero este cuerpo es visible, es una magnitud histórica. Ahora bien, si hay que reparar esa injus­ticia, no puede hacerse de ningún modo con tanto sentido y ver­dad como confesando el pecado al sacerdote, representante de la comunidad de los creyentes, siendo perdonado por él y ex­piando al cumplir la penitencia como para reparar los daños infligidos al cuerpo de Cristo. En este sentido, la confesión por devoción no sólo es una práctica continuada del amor de Dios, sino también una forma única de amor sacramental al prójimo, es una vuelta y conversión visible al cuerpo visible de Cristo, que es la Iglesia.

Y no se diga que esta teoría es demasiado complicada para tener importancia ascética. Todos, incluso el simple creyente,

15 Cf. sobre lo siguiente, K. Rahner, Verdades olvidadas sobre el sacramento de la penitencia, vol. II de esta misma obra, págs. 141-180.

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comprenden que es una cosa especialmente saludable encon­trarse visible y audiblemente con la acción reconciliadora de Dios, el hecho de que la visible acción redentora de la Cruz al­cance visible y concretamente hasta las horas de su propia vida y hasta la costumbre de su semana, el hecho de que las pala­bras misericordiosas de Cristo—«tus pecados te son perdona­dos»—sigan siendo eternamente presentes no sólo en su signifi­cación trascendente, sino casi en su sonido terreno. Pues del mismo modo que estas palabras de Jesús no son una confirma­ción doctrinal de un hecho eternamente válido, independiente de ellas, sino la forma en que, precisamente en el instante en que resonaron, ocurrió la libre acción divina de perdonar los pecados, la absolución del sacerdote tampoco explica o «de­clara» una verdad filosófica de un Dios siempre indulgente, sino que obra este perdón nunca evidente, en el aquí y ahora en que es pronunciada; de forma que este perdón sigue siendo eterna­mente dependiente del hecho de haber ocurrido realmente aquí y ahora en las palabras del sacerdote. El sencillo creyente comprenderá esto no sólo por lo tranquilizante y consolador de la gracia sacramentalmente venida, sino también (lo primero en realidad no es más que una consecuencia de esto) porque con ello practica continuamente una de las características fundamen­tales del Cristianismo: la historicidad en que Dios quiere encon­trar al hombre. Pues si el simple y sencillo cristiano parece tener escasa conciencia de esto, es porque vive sin asombro las leyes últimas y fundamentales del Cristianismo, y no se «escandaliza» de que el Hijo de Dios muriera precisamente hace dos mil años y en Jerusalén para salvación del mundo o de que Dios esté más cerca de él, cuando un sacerdote cualquiera—que a menudo ha demostrado muy poca psicología y no entender nada de almas complicadas—pronuncia su ego te absolvo.

Aunque hayamos hecho ver que la confesión sacramental frecuente es, junto a sus efectos objetivos, una práctica de la ac­titud cristiana más fundamental ante Dios, y concretamente ante el Dios que perdona, es evidente que no se puede deducir de eso a priori una frecuencia matemáticamente determinable. Tal determinación exacta de la frecuencia de la confesión es cosa de la experiencia y de la comprobación positiva. Y no hay nin­guna razón para dudar de que la praxis real de la Iglesia como

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norma general dé con lo verdadero y exacto. En el caso particu­lar es de recomendar cierta" magnanimidad y amplitud que adapten las normas generales sobre la frecuencia de la confe­sión a las circunstancias particulares y especiales necesidades del penitente. Pues nunca hay que olvidar que la confesión de devoción no obliga por derecho divino. Seguramente existe tam­bién una frecuencia de confesar que no puede ser intrínseca­mente razonada. En esto no vale sin más el principio de que cuanto más, tanto mejor. Un juicio sacramental de Dios sobre el pecador no puede por naturaleza ser tan frecuente como, por ejemplo, el sustento diario del alma.

Con esta interpretación de la confesión frecuente por devo­ción no hemos dicho nada contra las diferencias de posición que esta práctica pueda tener en la vida espiritual de cada uno, ni se puede negar que la confesión pueda ser configurada y con­cebida de modos distintos según la enseñanza del único Espíritu de Dios a las distintas escuelas de vida espiritual.

Encontrar lo más frecuentemente posible al Dios reconcilia­dor del modo en que el Dios j e la gracia inmerecida se revela con máxima claridad: éste es el sentido de la confesión frecuen­te por devoción.

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