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LA CIUDAD Y LA S I G N I F I C A C I Ó N CULTURAL

DE SU C O N S T R U C C I Ó N

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Imagen y memoria en la construcción cultural ' d£ la ciudad^ • A L B E R T O SALDARRIAGA ROA*

Profesor Departamento de Arquitectura, Facultad de Artes

^54 Universidad Nacional de Colombia

I M A G E N , MEMORIA, C O N S T R U C C I Ó N

La idea central que se quiere presentar es la del papel que jue­gan la imagen y la memoria de la ciudad en su construcción. No se trata aquí únicamente la construcción material de los espacios ur­banos, sino también la construcción mental del ciudadano que re­conoce su ciudad a través de imágenes y encuentra en ellas los ras­tros del pasado, la memoria.

1. Este texto toma apartes de: Saldarriaga, A.; Rivadeneira, R. y Jaramillo, S. Bo­gotá a través de las imágenes y de las palabras. Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1998; Saldarriaga, Alberto e Isaza, Juan Luis. Monumentos Nacionales de Colombia. Huella, memoria, historia. El Ancora Editores, Bogotá, 1998.

Profesor titular, arquitecto.

IMAGEN Y MEMORIA EN LA CONSTRUCCIÓN CULTURAL DE LA CIUDAD

La construcción de la ciudad es un proceso constante y creciente. En él intervienen mucho agentes, unos más especializados que otros. La ciudad entera es una construcción cultural, en ocasiones a pesar de sus constructores. La imagen y la memoria son patrimonio de los ciudadanos. Cambiarlo o destruirlo no es un hecho puramente cir­cunstancial, es un asunto que afecta la historia de la ciudad.

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L A IMAGEN

Una imagen cualquiera, sea plano, dibujo, pintura, fotogra­fía, posee un valor documental propio, derivado tanto de su conte­nido —la imagen propiamente dicha— como de su calidad mate­rial y de su factura. El contenido, aquello que representa o retrata, es su razón de ser. Su constitución material, la fidelidad de su tra­zo, la calidad de sus formas, tienen que ver con ese contenido en tér­minos de veracidad y exactitud, pero son, también, objeto de valo­ración independiente de ese contenido. Un dibujo o una pintura poseen aquellos valores propios de la representación artística: cali­dad del trazo, de la pincelada, manejo de líneas, manchas, luces y sombras. Una fotografía posee sus propios valores: encuadre, niti­dez, contrastes de luz y sombra, sentido táctil de la imagen. La va­loración del contenido de la imagen es a su vez relativamente inde­pendiente de su calidad material. Un dibujo o una pintura de regular factura pueden ser el único testimonio de un lugar ya des­aparecido, de un hecho histórico del cual sólo queda ese registro.

El valor documental de la imagen de acuerdo con su conteni­do es una de las razones principales para su búsqueda, su recupera­ción. La avidez por el conocimiento del pasado otorga valor a cual­quier imagen, por residual que sea, siempre y cuando "muestre" algo. La indagación en el pasado rehusa calificar ciertas cualidades materiales de la imagen, para valorar su contenido. Una iconogra­fía de la ciudad es omnívora, recoge todo aquello que puede conte­ner un signo, una traza, una idea. En ese conjunto puede haber imáge­nes veraces e imágenes mentirosas. ¿Cómo evaluar esa veracidad?

El valor documental de la imagen como contenido depende en gran medida de la confiabilidad de su registro. El juicio de veraci­dad sobre los hechos del pasado tiene siempre en cuenta el paráme-

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LA CIUDAD: H A B I T A T DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

tro del presente. El paradigma de exactitud en la imagen está hoy dado por la fotografía, a la que se atribuye una máxima objetividad en la captación de aquello que la cámara "vé". En otras formas de registro, especialmente en las más antiguas, esa fidelidad dependía de la habilidad técnica de quien la elaboraba y de su intención de ser fiel a la realidad. Saber hasta dónde una imagen hecha en el pasado es fiel a su realidad tiene de por medio un problema de re­ferentes. Un hecho del presente que aparece en una representación pasada puede ser asumido como la medida de veracidad. El regis­tro de lo desaparecido que carece de referentes en el presente es confiable sólo en la medida en que su autoría, su calidad material o su factura lo permiten. < ; . . . ¡; i

En esto hay que admitir algo importante. La mirada no es la misma en cada época. Hay factores que permiten ver o ignorar, re­gistrar con mayor o menor exactitud una imagen. Los instrumen­tos de registro se relacionan con la exactitud de la mirada. Hoy se tiene una visión "fotográfica" del mundo. La pauta de la percepción y del registro está mediada por la influencia de la fotografía en la mentalidad del ciudadano. Para una persona que ignore ese instru­mento de registro, su mirada puede ser diferente.

La imagen como documento "habla", "relata" algo acerca de la ciudad. ¿Qué dice una imagen de la ciudad? ¿Qué ven en ella el ciudadano, el estudioso, el analista? La formulación de las pregun­tas indica cierta relatividad en la lectura del contenido de una ima­gen. ¿Qué dicen, por ejemplo, las diversas imágenes de un espacio urbano? A simple vista todas dicen lo mismo; retratan aquello que existe en el lugar. El analista encuentra una cosa especial, según el tipo de preguntas que formule a la imagen. Puede preguntar acer­ca de cada uno de los edificios que rodean ese espacio, puede pre­guntar acerca de los detalles de cada uno de ellos y de sus variacio­nes, puede observar las gentes que aparecen en cada imagen, puede ver el fondo y la forma de la imagen, sus cualidades estéticas, su técnica. Cada pregunta recibe una respuesta, algunas pueden incluso quedar sin resolver.

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IMAGEN Y MEMORIA EN LA CONSTRUCCIÓN CULTURAL DE LA CIUDAD

L A IMAGEN COMO VERDAD HISTÓRICA . ' .

La imagen del pasado posee un poder increíble de convenci­miento acerca de su veracidad. El pasado, la antigüedad, parecen legitimar cualquier documento, incluida la imagen. Más aún, cier­tas imágenes únicas parecen ser la única verdad existente acerca de algo o de alguien. Y es casi imposible probar esa veracidad o false­dad. ¿Quién duda acerca de la veracidad del retrato del rey Enrique VIII por Hans Holbein? Esa imagen es, en muchos sentidos, la úni­ca verdadera. La legitiman la fecha de su realización, la certeza de que el pintor "estuvo ahí" y la calidad artística de Holbein. Pero surge la duda: ¿será tan fidedigna esa imagen? ¿Habrá algún error en ella?

La fotografía, como ya se ha dicho, parece superar ese proble­ma. Se asume que el lente de la cámara es tan objetivo como es dado esperar y aquello que registra es verdadero. Las técnicas contempo­ráneas de la aerofotografía y de los computadores aseguran la fide­lidad en la reproducción en planos de la ciudad. El problema se remite, entonces, a las imágenes hechas antes de la aparición de la técnica fotográfica; a aquellas hechas por dibujantes y pintores, por topógrafos y por delineantes que trazaron, lo más fielmente posible, aquello que su capacidad y su talento les permitía registrar.

Las imágenes del pasado son "verdaderas" cuando son únicas, es decir, cuando no existen otras con las cuales compararlas. Una abundante colección de imágenes permite determinar, con algún grado de precisión, cuál puede ser la más veraz. La imagen única adquiere un sentido de verdad que puede ser engañoso. Por ello, a los ojos del presente, la imagen del pasado que registra, puede ser objeto de duda. ¿Cómo probar que es cierta?

• L A IMAGEN COMO EVOCACIÓN.

¿Qué es finalmente una imagen? Una evocación de algo. Cada imagen de la ciudad evoca el lugar que registra. Lo evoca para el estudioso y para el ciudadano. El mundo de las imágenes constituye una realidad en si misma que evoca otra realidad. La evocación po­see un poder singular, pues trae el presente individual y colectivo aquello que está representado.

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LA C I U D A D : HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

La imagen de la ciudad la evoca de una manera muy particular, pues registra sus transformaciones y sus permanencias. La dinámica de una ciudad, reflejada en sus cambios de fisonomía, queda impresa en las imágenes y estas puede traer al presente del ciudadano aquello que fué y aquello que es. La posibilidad de volver a la ciudad del pasado a través de las imágenes es una de las ofertas de la memoria urbana. La mirada nostálgica a ese pasado perturba el presente, lo empobrece. ' ' ' '''

L A IMAGEN DE LA CIUDAD

La imagen de la ciudad puede entenderse, en primer lugar, como la construcción mental que un ciudadano elabora con base en sus percepciones y en sus experiencias vividas. Es un "plano" de referencias en el que se localizan los lugares conocidos y los puntos focales de su cotidianidad. Es una "memoria" hecha de muchas memorias, que le permite ir y venir, buscar y encontrar, recordar e imaginar su ciudad y, por extrapolación, muchas otras ciudades. Es el campo de lo familiar, de lo reconocible, de aquello que tiene sen­tido. En ese plano y en esa memoria cohabitan infinidad de imáge­nes, unas de orden espacial, otras de orden auditivo, otras de orden visual, otras, de muchos otros órdenes. Series de "fotografías" mentales se repasan a diario y regresan, inconscientemente, en los sueños.

La imagen de la ciudad es, también, ese conjunto virtual de representaciones que registran su transcurso: el plano fundacional, los viejos grabados y pinturas, las fotografías que muestran lugares. En ese conjunto de imágenes está retratada la historia de la ciudad. Es algo semejante a un "álbum familiar" en el que aparece la ciu­dad en su infancia, en su adolescencia, en su madurez y en su deca­dencia. Al igual que el álbum familiar, la iconografía de la ciudad muestra implacablemente el paso del tiempo. Es, en cierta medida, un registro de esa dimensión inasible, imposible de evadir.

La imagen de la ciudad queda registrada en medios materia­les y se transforma en un "documento" de valor histórico. Ese paso de lo incidental a lo documental hace que cualquier imagen sea potencialmente significativa en el estudio de las transformaciones del espacio urbano. En esto es bueno distinguir entre imágenes

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deliberadamente construidas para registrar el estado de la ciudad en un momento dado, imágenes producidas con fines estéticos o artís­ticos e imágenes que son tomadas simplemente como registro per­sonal o accidental de un hecho urbano. En el primer grupo se en­cuentra lo que puede llamarse la "imagen oficial" de la ciudad, en el segundo grupo se halla la imagen testimonial, aquella que es he­cha deliberadamente con el fin de registrar, en la forma más exac­ta posible, un hecho urbano. En un tercer grupo ingresan las visio­nes de los artistas que recrean un ambiente, una textura urbana o una abstracción selectiva de sensaciones. Un cuarto y último gru­po, el más amplio, reúne todo aquel registro libre y espontáneo que, a pesar de su accidentalidad, es más amplio en su cobertura, pues recoge intereses diversos de personas que miran la ciudad a su manera.

El plano urbano es la imagen oficial por excelencia. En él se deben registrar, de la manera más exacta posible, la topografía, las corrientes de agua, la orientación, los espacios públicos, los predios individuales, los límites de lo construido y, en fin, todo aquello que sirve para el manejo contable del espacio urbano. El plano es un instrumento de trabajo, el conjunto de planos registra la transfor­mación de la ciudad a través del tiempo, desde un origen, a veces desconocido, hasta un estado actual más o menos preciso.

La imagen oficial también, ha quedado registrada en graba­dos, dibujos, pinturas y fotografías comisionadas específicamente para mostrar una visión de la ciudad. El contenido de estas imáge­nes es deliberadamente selectivo, muestra aquello que se quiere oficializar como representación de la ciudad. La agencia estatal que la comisiona elige el tipo de imagen que le conviene. Ejemplo de ello, es la imagen turística que selecciona apenas aquellos lugares que pueden ser objeto de promoción y consumo. La ciudad que se construye con base en las imágenes turísticas es "imaginaria", en cuanto prescinde de hechos que pueden ser molestos a la vista o al recorrido del visitante y corresponde con una visión idealizada pro­movida por el ente turístico.

Estos tipos de imagen oficial son fenómenos recientes en la historia urbana y aún más recientes en la historia colombiana. Puede afirmarse, sin temor a equivocación, que la imagen promocional de

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la ciudad surgió en Colombia a la par con la fotografía y que fue oficializada luego de haber hecho carrera en las postales distribui­das por compañías comerciales. En esto hay un cierto vínculo con la intención de la imagen artística. Ambas son selectivas en su escogencia del tema y en su elaboración. La exaltación de la imagen "bella" orien­ta tanto la posición oficial como la del promotor y la del artista.

La imagen testimonial pretende ser objetiva en su registro para "mostrar la realidad tal y como es". La investigación urbana ha recurrido a la imagen documental como un instrumento de regis­tro de lugares y de hechos urbanos que ingresan como parte de ar­chivos científicos para ser clasificadas y analizadas. Son "testimo­nios" que quieren ser precisos en su registro. Aquí son válidas las observaciones recogidas inicialmente acerca de la posible veracidad de la imagen, a partir del reconocimiento del sesgo impuesto por el observador a su registro, y ese sesgo define, en última instancia el contenido de la imagen.

La reportería gráfica es una forma particular de registrar imá­genes de la ciudad. Sin ser necesariamente la intención explícita de una toma, la ciudad es el escenario donde se llevan a cabo los acon­tecimientos que registra el reportero. Actos políticos, sociales y culturales tales como manifestaciones, procesiones, desfiles, entie­rros, fiestas religiosas y celebraciones culturales de toda índole se realizan en la ciudad. Sus imágenes guardan también el escenario que las alberga.

La pintura, el dibujo y el grabado cumplen desde hace siglos la tarea de dejar registradas imágenes urbanas. Existen en la histo­ria del arte casos especiales como los de Venecia, ciudad cuya ima­gen ha quedado registrada en incontables obras artísticas: las pin­turas de Canaletto y de Francesco Guardi, las acuarelas de John Singer Sargent, los dibujos de John Ruskin, entre otras. La fotogra­fía ha servido para formar miles de millones de imágenes de ciuda­des en todo el mundo. La intención del fotógrafo, lo mismo que la del artista, es la de lograr captar una imagen especial de un lugar: su luz, sus texturas, sus contrastes, sus colores, su atmósfera. Todos ellos son valores de orden estético.

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Estas intenciones están presentes, también, en la imagen acciden­tal del ciudadano, sea residente o visitante, que desea guardar en su archivo personal los recuerdos de sus recorridos y de sus viajes. La ciudad es motivo de memorias y de testimonios individuales que van a parar a los álbumes familiares y a los cajones de recuerdos. Al igual que en la imagen periodística, la ciudad es el contexto de la foto personal. Los visitantes quieren dejar un recuerdo de su paso por un lugar y "posan" ante el fotógrafo para dejar el testimonio de "haber estado ahí". Los álbumes familiares están repletos de imáge­nes de personas en plazas, parques, iglesias, palacios, calles, monu­mentos, en fin, en aquellos lugares que para la persona fueron mo­tivo de recuerdo. ' •. • ^ t . ' j

Cualquier imagen registrada en un momento, en el momen­to siguiente ya es "pasado". Esa propiedad del tiempo de dejar atrás todo aquello que hace parte de la vida, hace que el registro "instan­táneo" sea sólo eso, el de un instante en la vida de una persona, de un lugar, de una ciudad. La imagen del pasado, como ya se insinuó, contiene ausencias que, en determinado momento fueron presencias. El poder de traer al presente esas ausencias hace parte de los pode­res de la imagen y hace parte también, de los obstáculos para su in­terpretación y valoración. En un mundo cambiante, en una ciudad que se transforma aceleradamente, cada registro adquiere un signi­ficado especial, pues, puede llegar a ser "el último". Las personas y las cosas desaparecen, de ellas quedan a veces únicamente imágenes.

L A MEMORIA

¿Qué es la memoria? ¿Es una simple colección de recuerdos? ¿Es una evocación de lugares y de hechos? ¿Es una fantasía creada por la mente para defenderse del paso del tiempo? Técnicamente hablando, la memoria es la facultad de recordar. "Memoria es lo que queda después de que algo sucede y no deja completamente de su­ceder"^. En términos culturales es la posibilidad de dejar huellas, rastros, obras, ideas, de la presencia humana en un mundo en el que

2. EdwardDE BONO, r¿eM«r¿»»wwo/M¿«</Penguin. Hammondsworth, 1977. p.41.

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"todo lo sólido se desvanece en el aire"'. La memoria humana es un "archivo" que guarda muchas cosas: algunas de ellas reaparecen al ser invocadas; otras permanecen ahí, esperando un llamado; otras desaparecen.

La memoria cultural es un inmenso repertorio de imágenes, costumbres, valores, objetos y espacios. Al igual que la memoria individual, está construida con trazos de lo que sucedió y es suscep­tible de desaparecer. El efecto de su desaparición es amplio y extenso y repercute en la estructura cultural de una comunidad, en su pre­sente y su futuro. Las ciudades y pueblos son grandes concentracio­nes de memoria. En su tejido y en sus edificaciones se evidencia y se oculta al mismo tiempo el pasado de la ciudadanía. La arquitec­tura, en tanto permanece, es memoria construida. La edificación es testimonio de sí misma: su traza original, el material de sus muros, pisos y cubiertas, su ornamentación, las formas de sus espacios y volúmenes, su lugar en el paisaje o en la ciudad. Conservar un edi­ficio o un espacio urbano significa conservar su memoria material. Su autenticidad se establece en relación con esa memoria.

Los mecanismos empleados en el registro de la memoria co­lectiva han sido diferentes a lo largo del tiempo: la imagen gráfica, la tradición oral, la escritura y las obras materiales son formas acu­muladas a lo largo del tiempo cuyo sentido se transformó comple­tamente al aparecer la tecnología moderna de las comunicaciones. Hoy, puede afirmarse sin reparo que son los medios de comunica­ción los que registran —indiscriminadamente la mayoría de las ve­ces— los sucesos y las transformaciones de las sociedades en el mundo. Frente al poder de los medios, cada mecanismo anterior de registro se convierte en una mera fuente de datos"* Los medios ar­chivan y manejan la gran memoria de la humanidad.

La obra construida posee una dimensión de memoria más compleja que tiene que ver con su significado. Toda obra del pasa-

3. La cita se refiere al título del libro de Marshal BERMAN Todo lo sólido se desva­nece en el aire, el que a su vez se toma de una frase de Karl MARX. 4. Frangoise CHOAY utiliza el término "memorias artificales" para referirse a la es­critura y la fotografía.

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I M A G E N Y M E M O R I A E N LA CONSTRUCCIÓN CULTURAL DE LA CIUDAD

do posee una significación múltiple que incluye su origen, su pre­sente y todo aquello que ha sucedido entre el origen y el presente. Un convento de ayer es hoy un museo pero antes fue biblioteca, cár­cel, fábrica de zapatos. La casa de familia es hoy un sitio de oficinas; la estación de ferrocarril se convirtió en casa de la cultura de una po­blación. Cada momento deja sus huellas en la edificación. El presen­te reúne esas memorias y las enriquece, las enuncia o las disuelve.

L A MEMORIA URBANA

El pasado es un residente permanente en la ciudad. Su presen­cia no es siempre evidente, desaparece y reaparece cada día, unas veces como huellas y vestigios, otras como edificaciones y espacios cuya presencia material es de por sí memoria, otras como hábitos y costumbres arraigados en el inconsciente ciudadano. La ciudad, al igual que una formación geológica, se construye y reconstruye so­bre las capas superpuestas de su memoria. Lo material sufre cambios en el tiempo, se destruye, se recupera, en fin, es un protagonista del tiempo pasivo y activo de la existencia de la ciudad. Lo nuevo es apenas una categoría transitoria aplicada a algo que más adelante pasará también, a ser viejo. La consagración como memoria llega unas veces, otras no. Si algo es valorado se logrará fácilmente, si es olvidado desaparece.

La memoria de una ciudad no es únicamente un asunto ma­terial. Hay otros aspectos que configuran el espíritu de la ciudad, su genius loci, al cual los romanos atribuían el carácter de sus casas y ciudades. Ese espíritu formado en el tiempo se hace presente en las costumbres, aparece en los recuerdos que se transmiten de ge­neración en generación, se oculta tras la parafernalia de la moder­nidad regida por las leyes de la producción y del consumo y se proyecta en aquellos eventos y lugares que son propios y únicos en cada ciudad.

La memoria urbana formada con la materia de sus espacios y edificios y con el espíritu de sus costumbres y saberes es el patrimo­nio de una ciudad. La cotidianidad, ese presente que se construye con el fluir de acciones, eventos, trabajos y descansos, nacimientos y muertes, encuentra apoyo en la memoria acumulada en lugares, documentos y en el inconsciente colectivo. La ciudad es una cons-

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LA CIUDAD: HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

trucción de la memoria, que graba mensajes y signos ordenadores de la vida: la hora de levantarse, los lugares a recorrer, los lugares de trabajo y de descanso, las horas laborales, las horas del amor. La memoria de una ciudad le permite despertar todos los días y recordar su pasado, su ayer, aquello que quedó por hacerse, aquello que ya se hizo.

Si toda estructura material está sujeta al deterioro y toda es­tructura cultural está sujeta a desvanecerse en el vacío del olvido, ¿cuál es el soporte de los intentos por conservar una memoria urbana que tarde o temprano habrá de desaparecer? A ojos de la moderni­dad más radical, el pasado era una carga material y espiritual difí­cil de soportar. En el mundo de la moda todo es efímero, todo se convierte en un repertorio al que se acude, de vez en cuando, para revivirlo como nostalgia, para bien del consumo perpetuo. La ten­sión entre la conservación y la destrucción es cada día mayor. La memoria construida debe hoy superar todos estos embates, perma­nece, muchas veces, a pesar de los intentos por menguarla y es tan fuerte que aún ya desaparecida reverdece y aflora cuando menos se espera. Esa es parte de la fuerza invencible de la ciudad.

H A C E R C I U D A D , C R E A R CIUDAD

La ciudad es una construcción colectiva en la cual participan muchos agentes. La ciudad no es siempre un proyecto colectivo, es más bien, una suma de proyectos individuales marcado cada uno de ellos por el peso de las intenciones de quien lo propone y realiza. Es difícil pensar en armonizar esos proyectos, especialmente en la ciu­dad colombiana cargada de intereses en competencia, por la apro­piación del espacio urbano.

La ciudad como proyecto colectivo puede entenderse como una "mentalidad" o una "cultura" compartida entre quienes orde­nan el territorio, quienes construyen y quienes habitan. Es proyecto en cuanto permite preveer lo que puede suceder tanto en el traza­do del espacio urbano como en la construcción de las distintas edi­ficaciones necesarias para la vida urbana. Para que exista esa unidad deben darse ciertas condiciones básicas de comunicación entre los diferentes estamentos sociales: gobernantes y gobernados, urbanis­tas, constructores y usuarios. La mentalidad compartida es una cul-

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tura ciudadana en tanto no sólo se aplica en los hechos físicos mis­mos sino, también, en los modos de vivir, o mejor de convivir, en la ciudad.

Hay muchas maneras de mirar una ciudad, hay, también, mu­chas maneras de hacerla y rehacerla, de escribirla y reescribirla. El ciudadano, el estudioso, el político y el creador, cada uno mira la ciudad de cierto modo, cada uno de ellos la hace y rehace a su ma­nera. El espacio de la ciudad es un texto y es también un papel — o una tela— en blanco, donde cada quien puede leer, escribir y di­bujar sus relatos.

El ciudadano mira la ciudad a través de su cotidianidad, for­mada o deformada por aquello que los medios de información le presentan como su realidad. Sus vidas son los fragmentos que ha­cen parte del enorme relato de la vida urbana. El estudioso obser­va la ciudad para proponer explicaciones, recuperar memorias, de­linear situaciones y sustentar proyectos y acciones. El relato del estudioso tiene algo del diagnóstico médico que determina el estado de salud física y mental del ente urbano y tiene algo del creador que imagina estados posibles, pasados, presente y futuros. El político-administrador mira la ciudad con los ojos del poder y de todo aque­llo que puede devengar en su tránsito por un cargo público: el ne­gocio personal o familiar, el ascenso a otra posición más destacada, el pago de compromisos con amistades, el manejo de su imagen, que usualmente no corresponde con su venalidad o su astucia. El crea­dor ve la ciudad como origen y destino de su acción, encuentra en ella todos los temas posibles, los absorbe y reelabora en múltiples formas, una de ellas conocidas, otras inéditas.

La ciudad permite ser mirada, observada y vista de todas esas maneras. En su abigarrada concentración de seres, objetos, espacios, acontecimientos y memorias, cada quien contribuye con algo, des­de la simple acción de recorrerla hasta la abstracción de sus sonidos, de sus imágenes, de sus lugares y de sus gentes. El que busca en la ciudad encuentra siempre algo, desde una inspiración hasta la muer­te, desde el negocio del político hasta el gesto creador que registra una idea en palabras, imágenes, sonidos o acciones efímeras. Es interesante hablar de la construcción de la ciudad, pero no sola-

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LA C I U D A D : HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

mente en términos físicos. Una ciudad se construye de muchas maneras; una de ellas es la construcción en el sentido literal de la palabra: construir, realizar obras. Al hablar de construcción física de una ciudad se piensa en su arquitectura y en su espacio público, en las vías y en todo aquello que configura el cuerpo de la ciudad. Sin embargo, la construcción de la ciudad no es únicamente algo físi­co. Una dimensión importante de la construcción de la ciudad es precisamente la construcción de significados que orientan al ciuda­dano, que se establecen en su mentalidad o en sus mentalidades y que le permiten descifrar, entender y apropiarse de esa masa cons­truida que llamamos ciudad. Entonces, cuando se habla de construir culturalmente una ciudad estamos hablando no solamente de lo que puede verse como obra física, como intervención material; sino aquello que viene agregado o adherido a la construcción, que es su cúmulo de significados.

Una ciudad bien construida no es sólo aquella en la que sus espacios y edificios son duraderos y bellos; es aquella, cuyos espa­cios y edificios tienen sentido en la vida de sus ciudadanos.

r. i. rh.-

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luz Plaza de Bolívar de Bogotá J U A N CARLOS P E R G O L I S

Profesor Departamento de Arquitectura, Facultad de Artes

Universidad Nacional de Colombia

l isTA MIRADA A NUESTRA PLAZA MAYOR, desde la semiótica ^ del deseo, reúne algunos apartes de la investigación Estación Plaza de Bolívar, recientemente entregada a la Universidad Nacional de Colombia. Las conclusiones de ese trabajo se pueden resumir en una frase que encontramos en el primer capítulo: "No quiero hablar de los significados de la Plaza de Bolívar, quiero hablar de una plaza deseada: mi Plaza de Bolívar, el lugar que más me emociona en la ciudad que me adoptó o que yo adopté o que, quizás, nos adoptamos mutuamente para sa­tisfacer nuestros deseos". El texto que se desarrolla a continuación y que sirvió de guía a la conferencia realizada en la Cátedra Manuel Ancízar, resume aspectos teóricos de la investigación y ejemplos de los momentos observados en la historia de la plaza... i'

Camino por la carrera Séptima hacia la Plaza de Bolívar, voy a la deriva en el mar de signos que evidencian los infinitos mensajes de la ciudad de la comunicación, vitrinas, gente, artesanías, vehículos, ruido; sin embargo, cada signo es nítido y esa es la magia de la ciu­dad. Miro y retengo en la memoria cada portada de cada revista, en el zapping entre signos escojo la de Cromos; también, selecciono (e interiorizo) cada camisa de cada vitrina, todas las expresiones de todas las personas que avanzan caminando hacia mí. Se me graban las caras de dos muchachas que pasan riendo ¿secretarias? ¿emplea-

Profesor titular, arquitecto.

LA CIUDAD: HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

das? nunca lo sabré. Almacenes Tia, almacenes Ley; ahora, frente al Museo del Veinte de Julio escojo la opción de la historia, intento adivinar la presencia de la torre del observatorio del sabio Caldas, por detrás de la mole del Capitolio. Schinkel, el arquitecto berlinés del neoclasicismo y su Altes Museum pasan por mi pensamiento como esos aviones que dejan, muy alto en el cielo, una estela blan­ca de condensación. No veo el Observatorio, lo intuyo y lo relacio­no con la Casa del Florero. De pronto, el sol anaranjado y enorme de la tarde bogotana aparece en el ángulo entre el Capitolio y la Al­caldía, sobre la Casa Comunera. La Calle Real desemboca como un río en la Plaza Mayor. La plaza y yo, no: yo y la plaza.

Ahora, quiero ir más allá de cada signo: la revista, las camisas de las vitrinas, las muchachas que pasaron riendo, la historia y los monu­mentos; todos atravesaron mis redes pero no se quedaron en ellas, fue una práctica momentánea con algunos de los muchos significantes que me rodean: la práctica con las formas conduce al sentido. Transversali-dades que se perdieron dentro del sol enorme del atardecer.

Sigo pensando en la palabra "transversalidad" que Michel Serres confronta a "verticalidad", para ejemplificar la falta de jerar­quías en la estructura de la red. Quisiera agregar que cuando digo transversalidad pienso en la libertad que siento cuando juego a des-lizarme de costado sobre un piso muy encerado: cambio de destino hacia un punto arbitrario empujado por una fuerza ajena a mi recorrido. Ahora, cruzo la plaza hacia la esquina de la Casa Comunera, atrás oigo el rumor de la Séptima con sus incontables taxis que la convier­ten en un río amarillo, alrededor siento toda clase de voces: arroz para las palomas, —una foto Polaroid, gringo; en medio de todo esto, recuerdo el sol de otro atardecer, un sol de invierno a través de la helada ventana del aula: yo estaba en bachillerato y alguien decía lo mismo con otras palabras: "si un móvil se desplaza desde el punto A hacia el B y una fuerza ajena a su marcha lo desvía hacia el punto c, llamamos deriva al ángulo formado entre las rectas A-B y e-c".

Voy a la deriva, me deslizo sin un rumbo preciso en la des­orientación que me produce la gran cantidad de signos, los infini­tos mensajes; los atravieso a todos, en algunos hago una escala mo­mentánea, la Plaza de Bolívar como forma, está muy lejos de mí.

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LA P L A Z A D E B O L Í V A R D E B O G O T Á

ahora, cruzo la plaza-emoción, que reúne todas las plazas, todos los soles, todos los signos. . , , . . .

"En la noche del 19 de julio de 1926 presenció, el novelero pueblo bogota­no, los juegos combinados de agua y luces polícromas de cuatro fuentes, dis­puestas en cuadro en una plazoleta también cuadrada, para la que fue pre­ciso excavar el declive natural de la plaza. El tamaño exageradamente macizo de las fuentes impuso la adopción de un pedestal aiín más alto, para que la estatua, situada en el centro de la plazoleta, pudiera verse a cierta í//jííí«aíz...", señala el historiador Carlos Martínez.

Nadie podía negar que el extraño ámbito con las cuatro enor­mes fuentes y la pequeña estatua había transformado la imagen de la aldea en ciudad y más aún: el geométrico tratamiento del espa­cio proporcionaba una elegante monumentalidad que el centro nunca había tenido (ni volvería a tener), donde las proporciones del Capitolio, la sobria fachada de la catedral del monje Petrés y el edificio Liévano, hablaban de una ciudad que construyó cuidadosa­mente su patrimonio colectivo, con la fuerte voluntad formal que re­sulta del buen gusto local en medio de difíciles economías nacionales.

La Plaza de Bolívar, el principal espacio de la ciudad recibía las señales que construía cada generación con un claro sentido de identidad, cuando aún no se mencionaba esa palabra. La plaza de las cuatro fuentes, obra del arquitecto Alberto Manrique Martín pasó —como es costumbre en Bogotá— por períodos de cuidado­so, casi obsesivo, mantenimiento y períodos de olvido en los que na­die parecía ver el deterioro y el abandono. Muchas veces, las fuen­tes sin agua ni alardes luminosos se convirtieron en depósitos de basuras, para renacer luego, en el más fantástico esplendor, que los habitantes de la ciudad sentían como una nueva inauguración.

Hacia 1938, la plaza vivía un período intermedio entre el esplen­dor y la decadencia. Las fuentes funcionaban bien y las aguas multico­lores se aceptaban como algo propio de las noches bogotanas. Pero la plaza se miraba desde los andenes, más allá de las calzadas que la rodea­ban, porque no era común que alguien la atravesara.

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El comercio en los bajos del edificio Liévano, en la carrera Octava y el altozano de la Catedral, en la Séptima, generaban algunas ten­siones, en algunas horas del día que invitaban al cruce de la plaza, pero en general, los bogotanos la rodeaban, la miraban desde afue­ra. Aún los muchachos de San Bartolomé, que podemos imaginar corriendo entre las fuentes y trepando por sus bordes, miraban la plaza desde una respetuosa distancia, antes de abordar el tranvía-expreso o aferrarse a las manos de las madres que esperaban en la esquina del colegio.

"Mi papá va a ir esta noche a ver al señor Cerón a la radio. Me muero por conocer cómo es una radio", dijo una muchacha a su ami­ga, sin imaginar los vacíos y descuidados locales que ocupaba La voz de Colombia en el segundo piso del edificio Liévano. Cruzaron la Ca­lle 11 y se detuvieron a mirar las telas del almacén de Mazuera. En el marco de la plaza se habían producido pequeños cambios, dema­siado sutiles como para ser vistos por las dos adolescentes: Madame Daguer había cerrado la sombrerería que por años tuvo en los altos del almacén de telas y cedió su mundo de alfileres, frutas de cera, redecillas y velos traídos de París a su más cercana colaboradora, que ocupó un apartamento en el Palacio Episcopal, justo en la esquina de la Calle lo. Durante casi una década el centro de la sombrerería bogotana se desplazó del comercio a la intimidad cómplice de un apartamento.

Todo está cerca de esta Plaza de Bolívar; la Bogotá de esos años no tiene lejanías porque es fuertemente unitaria. Todo lo que ocurre en las quintas de Chapinero hace parte de la misma vida que se comenta en el marco de la plaza, en la peluquería del Hotel Gra­nada o entre las cajas de sombreros del apartamento de la herede­ra de Madame Daguer. El tranvía volteaba en la distante calle 72, pero la vida del Pedagógico, ubicado allá, era parte de la cotidia­nidad de la ciudad. En el otro extremo de la ruta, el tranvía se de­volvía desde Las Cruces, el lugar del mercado, cercano y familiar con sus pavos reales de hierro mirando distraídamente desde la al­tura de la cubierta.

Porque lo cercano y lo lejano más que distancias explican sen­timientos. En Bogotá de los años treinta y cuarenta, cercano sugería

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lo propio y lejano daba a entender lo ajeno. Aunque, en realidad, en aquella ciudad del altiplano, encerrada entre montañas, nada podía ser ajeno, porque si lo hubiera sido habría quedado demasiado le­jos, más allá de cualquier perspectiva, en el mundo que se inicia donde ya no hay Bogotá, donde la tierra es caliente, mucho más allá de la vida cotidiana. v . '̂

Lejano y cercano son categorías espaciales pero su verdadera dimensión surge del tiempo. Porque el tiempo va más allá del es­pacio, propone transversalidades; ¿la perspectiva es el destino en la travesía de los signos de la realidad?; ¿a dónde nos lleva la deriva durante esa travesía?

Sin embargo, en la sociedad bogotana actual, pisando el um­bral del siglo XXI, cuando cada habitante se convierte en el centro referencial del territorio, el corazón de la ciudad, su centro, deja de existir. Pero sin centro tampoco hay distancias, porque no hay re­ferencias para definir lo lejano. ¿Cómo es la ciudad sin lejanías ni cercanías? Tal vez, ya no es ciudad, al menos en los términos en que la conocemos. Entonces, ¿es la concreción del sueño moderno? No, el urbanismo moderno pensó la ciudad detallada, esto es, recortada en partes funcionalmente especializadas y significantes del todo; en la nueva ciudad no hay partes ni hay todo, solamente hay fragmen­tos indiferenciados que juegan arbitrariamente sobre estructuras inestables. El sueño moderno constituía un territorio fuertemente estructurado y jerarquizado.

A principios de 1947, la Sociedad Colombiana de Arquitectos, pre­sidida por Hernando Vargas Rubiano, invitó a Le Corbusier a Bo­gotá, con el apoyo de la Alcaldía y el Ministerio de Educación. Tres años después, en 1950, el arquitecto suizo entregó oficialmente a las autoridades de la ciudad el Plan Director (Plan Piloto), basado en cuatro planes generales: el Regional, el Metropolitano, el Urbano y el Centro Cívico.

Años más tarde, algunas instancias del Plan y algunas obras —como el Centro Cívico— hubieran podido ser la realidad soñada

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en el aeropuerto de Techo, cuando los arquitectos colombianos re­cibieron al maestro de la arquitectura moderna entre sombreros al aire y gritos de Aba l'Academie. Pensemos que así fue, imaginemos una utópica inauguración de la plaza del Centro Cívico y confiemos —una vez más— en la utopía moderna, la que construyó autopis­tas, carreteras, hospitales, barrios-obreros y bloques de vivienda. Mi­remos una Bogotá imaginaria, dos o tres años después de la entre­ga del Plan, cuando se hubieran inaugurado las obras que nunca se construyeron.

Una tarde con sol y cielo limpio, después de un amenazante día gris es bastante común en Bogotá. La luz de occidente unifica las formas y las edades de la arquitectura; los pañetes blancos y la piedra amarillenta se igualan en el anaranjado intenso. La multitud comenzó a aplaudir, primero se escucharon algunos tímidos palmo­teos, pero enseguida, el trueno de miles de manos casi opaca el ru­gido de los tres aviones militares que pasaron puntuales sobre la plaza del Centro Cívico, justo en el momento en que el General lo declaraba inaugurado. En el palco había abrazos y risas; abajo, so­bre el impecable piso duro del nuevo espacio la gente miraba asom­brada: "Es la plaza más moderna del mundo", dijo alguien. "Van a hacer una igual en la India", contestaron. "En Brasil ya la están ha­ciendo, en una ciudad nueva, que va a ser la capital", agregó un joven.

Colombia y particularmente Bogotá no se detenían en el in­cesante estreno de las últimas novedades. A la maravilla del monu­mental Centro Cívico, con su enorme espacio que duplicaba la vieja Plaza de Bolívar, la acompañaban los nuevos edificios; uno de ellos tan alto que empequeñecía el Capitolio. "Ahora van a tener que construirle una cúpula, como al de Washington, para que no se vea tan aplastado", se oyó decir y el estruendo de los aviones —que re­gresaban de norte a sur— ahogó la respuesta, pero no importaba, el sentido de modernidad y de pertenencia al mundo embriagaba a la sociedad de Bogotá, ahora, la ciudad más moderna del mundo con su impresionante Centro Cívico que no dejaba vestigios de las achaparradas casas de bahareque.

Por si quedaba alguna duda, por si alguien desconfiaba de la modernidad bogotana, en el cielo de Las Cruces giraban los tres

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puntos plateados para hacer una última pasada sobre el maravillo­so espacio ocupado por los felices y fascinados habitantes. Nadie hubiera dicho, en ese momento, que el mundo tardaría más de cincuen­ta años en comprender que la más inmediata y segura felicidad de los ciudadanos radica en la fascinación que sobre ellos ejerce la ciudad.

Bogotá fascinante, Bogotá espectáculo. Mucho más allá de los aspectos funcionales e higienistas que indujeron a la construcción de esta Bogotá moderna, sus significados satisfacían los deseos urba­nos de todos y de cada uno de sus habitantes: de aquellos que veían en la ciudad un paso más hacia ese intangible que llaman progreso; de los que aún maravillados por la Plaza intuían que habían perdi­do algo, quizás cafeterías, quizás billares y también, de los que de­jaron sus muertos en los campos de la Violencia para refugiarse en la Capital.

Algunas veces hay que seccionar la realidad para abrirse a lo imaginario, otras, la realidad puede cambiar el orden de las cosas, pero la simulación —dice Baudrillard— cambia la realidad porque sugiere que la ley y el orden pueden ser simulaciones. "Vivo en el Olaya, pero llegué del norte del Tolima", comentó uno de ellos.

. "Dicen que en el Olaya van a construir monobloques como los de la Décima", agregó un recién llegado al grupo. "Que va, hay mu­chos intereses, ¿no leyó el periódico?", replicó el primero. "Mi Ge­neral prometió viviendas y va a cumplir, como cumplió con Sendas

. y con esta vaina del Centro Cívico", sentenció el recién llegado. La plaza estalló y se desparramó sobre el occidente. La demo­

lición del viejo edificio Liévano, con sus comercios en el primer piso y con la negra mansarda que se recortaba contra el cielo gris de Bogotá, dejó el espacio para duplicar el ámbito de la Plaza Mayor fundacional. Cincuenta años atrás, esta construcción reemplazó a las Galerías Arrubla, destruidas por el fuego, quizás el primer edificio urbano que tuvo la ciudad, con su modesta y rítmica fachada de tres pisos, que contuvo el ámbito de la plaza "como los brazos que en­cierran una porción de aire", le dio escala y jerarquía: un notable (y primer) telón de fondo para el principal espacio de la ciudad.

Hacia el sur, sobre la Octava, cayeron patios y claustros, con­ventos y la pequeña iglesia de Santa Clara con su fachada casi cie-

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ga; la torre del Observatorio, en la esquina del Sabio Caldas quedó como un campanile solitario que no logra definir su cercanía (o le­janía) del Capitolio.

Pero, ¿dónde es la Plaza?, el nuevo y enorme espacio fluye, chorrea, se desparrama entre los edificios como volúmenes pulcra­mente apoyados sobre el plano continuo del piso duro. Por la Sép­tima se puede entrar a la Plaza, pero ¿por donde se sale? Todo es plaza, no hay calles. "Ahora se dice: vías", me corrigen. Pero no las encuentro, salgo por los jardines, entre los monobloques. También yo busco el 4 hacia el Olaya. Una señora vende obleas entre las co­lumnas del primer piso de un edificio nuevo, al fondo veo moverse la mancha amarilla y roja del bus.

Esta Bogotá imaginada pasa ante la ventanilla del 4: tracto­res, camiones y tierra revuelta evidencian que el Centro Cívico es parte de un enorme complejo de obras que se riegan por la ciudad, edificios y avenidas, vías. El bus entra al barrio y avanza por el co­nocido ambiente de las calles angostas con las fachadas cercanas. Vecinos en las puertas, otros, que reunidos en la úenáA jartan sen­tados en bultos y costales, seguramente no vieron los aviones, aun­que quizás los oyeron. En la cafetería instalaron un televisor, de los de Sendas, en una repisa alta detrás del mostrador. Tal, vez allí vie­ron los actos de la inauguración. Ahora, se ve una orquesta que toca Carmen de Bolívar.

La ciudad busca darle sentido a todas las acciones, a toda la información. Sin sentido sería inmoral, pero las masas sólo entienden el sentido en tanto satisfacen el deseo urbano, en lo demás parecen buscar signos, formas, estereotipos, todo aquello que permita ido­latrar lo espectacular, como la plaza del Centro Cívico, como las nuevas obras que algún día se terminarán, otro día resultarán peque­ñas y otro serán demolidas, como las Galerías Arrubla, que se incen­diaron, como el Edificio Liévano que no cupo en el Plan de Le Corbusier. Lo espectacular es transitorio y el sentido es un accidente arbitrario que ocurre por coincidencia. . - • ,

La Plaza Cívica del Plan de Le Corbusier no se construyó, afor­tunadamente, dirán muchos que creen que la memoria radica en las formas y que necesitamos de la constante presencia de los elemen-

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tos significantes para prevenir la amnesia; sin embargo, la persisten­cia de las formas es sólo un simulacro de la memoria, justamente, el más seductor de todos los simulacros: la nostalgia, que es una manifestación de deseo.

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El 16 de julio de 1961, día del Carmen, se inauguró la nueva Pla­za de Bolívar, la que hoy conocemos. Los concursantes que respon­dieron al llamado que había hecho, dos años antes la Sociedad Co­lombiana de Arquitectos, entendieron que en el ámbito austero y puro flotaría por siempre el espíritu de Le Corbusier, aunque nun­ca pensaron que con la desaparición de la plaza de las cuatro fuen­tes moría un referente: estaban inventando una nueva imagen, un simulacro de modernidad; estaban creando un mapa al que luego le adjudicarían un territorio.

La simulación niega el signo; moría una Plaza de Bolívar y nacía otra; la nueva no tendría estacionamientos vehiculares, ni fuentes; el pequeño monumento a Bolívar y su pedestal, serían el único ornamento; el piso en piedra, sin árboles, sin estanques ni jardines. Austeridad y monumentalidad: menos es más, como una vez dijo Mies van der Robe y como siempre, desde mucho antes de él, ya lo sabía —y lo practicaba— la sobria sociedad bogotana.

Así, el día de la Virgen del Carmen de 1961, cuarenta mil niños de las escuelas públicas cantaron el Himno Nacional: Bogo­tá estrenaba el más fascinante de sus espacios. Nadie pensó que se perdía una identidad y si alguien lo hubiera sospechado, tampoco lo hubiera dicho; en ese momento no se hablaba de identidad porque nadie dudaba de ella. La ciudad adquiría un nuevo sentido con la trans­formación de su centro, abigarrada mezcla de gobierno, comercio y vehículos estacionados, en un enorme y sobrio espacio para el Poder.

Al igual que los tranvías, las fuentes, los sombreros y las gabar­dinas, más tarde desaparecieron las construcciones de la Calle 11, bajo el nuevo Palacio de Justicia que se inauguró inconcluso en 1970 y murió en 1985, también inconcluso, sin la torre de veinte pisos —homenaje a los rascacielos de Le Corbusier— prevista sobre la Calle 12.

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• • . . . V •

También se fueron los almacenes de la Carrera Octava, en el primer piso del edificio Liévano. La renovación del arquitecto Fernando Martínez los convirtió en la galería porticada que hoy conocemos. Recuerdos de chocolates suizos y caramelos ingleses, de modas que imitaron las miradas profundas de las actrices del cine mudo, el desparpajo del charleston o la geometría art decó, abandonaron la cuadra más concurrida de la ciudad, la del andén del edificio Liévano, que casi un siglo más tarde, había reemplazado al paseo del altozano de la Catedral.

Por último se fueron las Cancino con su mágico almacén de antigüedades que ocupaba el lugar del Cabildo Eclesiástico, cons­truido donde antes existió la pequeña iglesia de los Conquistadores y la primera Catedral; donde también estuvieron la cárcel de ecle­siásticos y el juzgado de diezmos, donde mil fantasmas rondaban entre una multitud de lámparas y arañas con lágrimas y caireles, platos chinos, coloniales, Tudor, art deco, traídos de todos los rincones del mundo y subidos a lomo de muía hasta la ciudad de la sabana.

Un día la casa amaneció sin las Cancino y sin su mundo ma­ravilloso de objetos. Nunca se supo cómo —ni a dónde— transpor­taron los cientos de corsets, los miles de zapatos, las vajillas, las co­pas, los libros, los documentos, las carpetas y los mantones, las herraduras, las monturas y los arneses, algunos comidos por la po­lilla, otros manchados por el óxido, todos deteriorados por la trave­sía que les dio nuevas identidades, que los llevó más allá del signo. Porque cuando desaparecen los signos, quedan las presencias.

Camino por la Carrera Séptima hacia la Avenida Jiménez; atrás que­da la Plaza de Bolívar iluminada con los últimos reflejos de su ya oculto sol anaranjado. Comienzan a encenderse las luces en las vi­trinas de los negocios, la gente camina muy rápido hacia la Déci­ma en busca de transporte, también yo camino, aunque sin un des­tino anticipado. No quiero pensar en la plaza que está a mis espaldas, pero la imagino con sus farolas encendidas y con las facha­das iluminadas con la luz rasante que cambia todos los relieves.

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Pienso que si hablé de la plaza, que es el lugar, debería hacer lo mismo con la calle, que es el recorrido y así como me metí en las emociones del ámbito quieto de la Plaza de Bolívar, debería sumer­girme en el dinamismo de la carrera Séptima, la antigua Calle Real, el primer nexo de Bogotá con el mundo. Tal vez, algún día pueda escribir sobre ella; ése sería un homenaje a la calle y, a la vez, una mirada a mis aspectos nómadas, a mis desarraigos, a mis pérdidas.

Voy entre los rezagados de la marea humana que bajó a la Carrera Décima. Comienzan a aparecer los habitantes de la noche en el centro. Recolectores de cartón, recicladores, carritos de todo tipo se deslizan, ruidosos, sobre sus balineras: mal envuelto en plásticos viejos, el puesto de cigarrillos y dulces va a guardarse en quien sabe que zaguán; pasa una altísima torre de cartones temblorosos que amenazan caerse en cualquier momento; a gran velocidad y con el pelo volando como flechas horizontales, una muchachita empuja su carro como si fuera una patineta en alocada carrera. Un grupo parchado en la esquina de la Calle Diecinueve comienza a levantar­se para emigrar en busca de un nuevo lugar donde ubicarse, donde parchar, seguramente van hacia el norte, hacia la 82. La ciudad de los desplazamientos pendulares desaparece y nace la ciudad de los nómadas, de las tribus urbanas, la más arbitraria de todas las ciu­dades que se superponen en Bogotá.

Porque la ciudad tiene dos identidades, como dos caras de una misma hoja de papel, una está dada por las estabilidades, la segu­ridad y los movimientos recurrentes, la otra es la ciudad del des­arraigo, de las tribus urbanas, de los otros, esa temida contraparte de lo establecido, de lo arraigado. Una es la ciudad de la plaza, la otra es la de las calles. Cuando pienso en el futuro de Bogotá, veo la se­gunda: una ciudad enorme, fragmentada y dispersa; contexto de ciudadanías diferentes, nómadas y desarraigadas, de multiplicidad cultural y simultaneidad, cada día más desligada de cualquier espa­cio formal, más cercana al concepto de viaje que al de estación, más cer­cana al nómada que al sedentario. Si la plaza fue el símbolo de la ciu­dad de las estabilidades, la calle expresa la ciudad del desarraigo, la futura ciudad, móvil, inestable nómada, transitoria, esa que ocupa todo el territorio colombiano, porque la ciudad es destino y es de-

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seo, es imaginario y filtro de todas las instancias cotidianas del modo de vida nacional.

Ahora entiendo, aún mejor, el concepto de simulacro, el ges­to que reproduce una realidad con el objetivo de fascinar: ante la no-ciudad dejemos que el gesto nos fascine, no importa cuan vacío sea; ante la falta de signo dejemos que nos encanten las presencias.

También entiendo que en la ciudad que es destino y es deseo no puede haber jerarquías ni formas significantes: sólo puede haber sucesos, es la ciudad-red, sin principio ni fin, rizoma de aquella urbanística que nació en la plaza, sitio fundacional de todas nues­tras ciudades. Mucho más difícil me resulta entender la práctica con esta ciudad sin significantes, con esta ciudad que está conformada solamente por flujos, tensiones y vacíos. Allí, ¿cómo se producen los signos? ¿Cómo se articula el deseo? Tal vez, si mirara la calle y me mirara a mí mismo a través de ella, vería mi lado más oscuro, el de los desarraigos y los desamores.

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