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1 La belleza inalcanzable: la proporción áurea ANTONIO LÓPEZ LÓPEZ MATEMÁTICO Hace no demasiado tiempo, se produjo un rebrote muy fuerte de publicaciones de revistas y libros dedicados a la proporción áurea. En multitud de establecimientos y hasta en quioscos de prensa, era raro no encontrar algún libro, incluso editado por firmas prestigiosas, dedicado a este concepto. Casi sin darme cuenta, aquel hecho me fue trasladando, por vía de los recuerdos, al primer contacto que yo tuve con la proporción áurea, o con el número áureo, que es lo mismo. Déjenme contarles cómo sucedió. Fue una mañana de sábado en que participaba como viajero en una excursión a cierto lugar, en el que la parte más importante era la visita a un convento de religiosas de clausura. El claustro, como suele ser corriente, era por demás relajante. Por la parte posterior del edificio se salía a un bien cuidado jardín. Cuando nos encontrábamos en el centro, el guía del viaje preguntó en voz alta: «¿Hay algún matemático entre nosotros?». En aquel entonces hacía poco más de un año que yo había terminado mis estudios oficiales de licenciatura. Ya tenía el suficiente conocimiento como para saber el auténtico valor del concepto «ser matemático». Unido esto a mi nula experiencia profesional, reconozco que, por unos instantes, sentí el paso de una sombra de tentación mandándome guardar silencio. Según el dicho popular, «de donde no hay no se puede sacar». Por ello durante mis estudios de licenciatura, yo no dejé una estela de genialidad. Pero sí amaba (y amo hoy todavía más), esa rama del conocimiento que llamamos matemáticas. Así que si no dejé huella de notabilidad excepcional en mi actividad como estudiante oficial, sí que circulé por caminos recorridos con trabajo entusiasta, y con honestidad profesional. Esa sensación de que había sido un estudiante vocacional y honrado me avivó el sentimiento de que yo

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La belleza inalcanzable: la proporción áurea

ANTONIO LÓPEZ LÓPEZ MATEMÁTICO

Hace no demasiado tiempo, se produjo un rebrote muy fuerte de publicaciones de revistas y libros dedicados a la proporción áurea. En multitud de establecimientos y hasta en quioscos de prensa, era raro no encontrar algún libro, incluso editado por firmas prestigiosas, dedicado a este concepto. Casi sin darme cuenta, aquel hecho me fue trasladando, por vía de los recuerdos, al primer contacto que yo tuve con la proporción áurea, o con el número áureo, que es lo mismo. Déjenme contarles cómo sucedió.

Fue una mañana de sábado en que participaba como viajero en una excursión a cierto lugar, en el que la parte más importante era la visita a un convento de religiosas de clausura. El claustro, como suele ser corriente, era por demás relajante. Por la parte posterior del edificio se salía a un bien cuidado jardín. Cuando nos encontrábamos en el centro, el guía del viaje preguntó en voz alta: «¿Hay algún matemático entre nosotros?».

En aquel entonces hacía poco más de un año que yo había terminado mis estudios oficiales de licenciatura. Ya tenía el suficiente conocimiento como para saber el auténtico valor del concepto «ser matemático». Unido esto a mi nula experiencia profesional, reconozco que, por unos instantes, sentí el paso de una sombra de tentación mandándome guardar silencio.

Según el dicho popular, «de donde no hay no se puede sacar». Por ello durante mis estudios de licenciatura, yo no dejé una estela de genialidad. Pero sí amaba (y amo hoy todavía más), esa rama del conocimiento que llamamos matemáticas. Así que si no dejé huella de notabilidad excepcional en mi actividad como estudiante oficial, sí que circulé por caminos recorridos con trabajo entusiasta, y con honestidad profesional. Esa sensación de que había sido un estudiante vocacional y honrado me avivó el sentimiento de que yo

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amaba mi profesión. Que la amaba, y amo, con un amor romántico e idealista. Con un amor quijotesco. A los instantes de duda arriba aludidos, siguieron otros de vergüenza por haber sido un tanto pusilánime. Era como si el hidalgo se hubiese apartado negando a su Dulcinea.

Fue así como levanté la mano, mientras miraba alrededor. La mía era la única que quedaba alzada. Al verlo, el guía del viaje dijo: «Magnífico; pues estamos en un jardín que responde en su diseño a los cánones de la perfección geométrica, de belleza artística y de armonía de las partes con el conjunto total. Está diseñado según la proporción áurea. Aquí, el señor matemático, tomará luego el micrófono en el autobús, y nos hablará sobre esa proporción». Por unos momentos me sentí desconcertado. Como queda dicho, yo había sido un estudiante trabajador. ¿Cómo era posible, entonces, que no recordase haber oído ni una sola vez, en ninguna de las asignaturas (sobre todo de geometría), una palabra sobre la proporción áurea? Pueden imaginar que a partir de aquel momento dejé de atender a las explicaciones históricas y artísticas del director de la excursión, y me dediqué a estrujar mi cerebro tratando de extraer algún recuerdo; alguna pista. Pero... ¡nada!, no recordaba haber oído en mi vida hablar de la proporción áurea.

Me cruzó por la cabeza el disculparme y pedir comprensión por no haber podido prepararme el tema, al no haber sido avisado previamente. Pero entonces, los dioses del olimpo matemático se apiadaron de mí, y tras recuperar la calma, me enviaron a la cabeza estas reflexiones: «Veamos; el diseño del jardín responde a la perfección geométrica y belleza artística. ¿Dónde nace realmente la geometría como ciencia rigurosa? ¿Dónde se da valor a la armonía y la belleza basándose en cánones precisos? ¿Dónde se analiza la relación del hombre con el cosmos? Naturalmente, en Grecia. Si hablamos de geometría en Grecia, muy probablemente, hablamos de Euclides. En cuanto a la relación del todo con sus partes, recordé haber leído que Protágoras afirmó que el hombre es la medida de todas las cosas. Que el hombre es un universo en sí mismo, dentro del cosmos que lo contiene, etc.».

Llegado el momento de tomar el micrófono, fui sincero al excusarme por lo que sería una exposición de suposiciones personales, no basadas en un conocimiento cierto del tema. Haber dicho la verdad me tranquilizó y, quizá por ello, las ideas que me enviaban los dioses, así como las palabras para expresarlas, me fluyeron con relativa continuidad.

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Basándome en lo dicho más arriba comenté que el hombre era, según los griegos, un universo en sí, pero contenido dentro de otro universo mayor. Y que fuera del hombre lo que rellenaba el hueco con el universo total era otro universo en sí. De tal manera que había una relación de homogeneidad entre el cosmos total, el hombre como parte suya, y ese otro universo restante. Me aventuré a decir que la expresión matemática de esa relación procedería de Euclides, aunque no llegué a mencionar su formulación, pues yo la ignoraba en esos momentos. Así es como concluí que en los objetos terrenales en los cuales se conserva la proporción que existe entre el cosmos y el hombre, se puede intuir el logro de la perfección. Pero, naturalmente, al no haber explicitado el valor de esa proporción, resulta que el asunto orbitó cerca de la verdad, pero quedó muy en el aire.

Finalizado el viaje y una vez que llegué a casa, como pueden imaginar me volqué sobre mis cuadernos de trabajo y mis libros en búsqueda de información. Tan solo en uno de los pocos textos que tenía entonces se mencionaba, sin ningún comentario, que fue Euclides quien, por primera vez en la historia, dio la definición de lo que hoy llamamos proporción áurea. Si bien él se refirió al asunto como «la división de un segmento en media y extrema razón». La idea respondía, más o menos, a lo que había supuesto. Pero nada me quedaba claro, en definitiva. Consulté con amigos. Me tranquilizó algo el saber que no era yo el único mortal que poco o nada había oído sobre la famosa proporción áurea.

Otras ocupaciones sujetaron mi atención, y poco a poco fui olvidando el lance del que había salido más o menos airoso (¡más bien menos que más!). Así es como llegamos a tiempos más recientes en que, como queda dicho más arriba, hay un resurgimiento de publicaciones en las que la proporción áurea, o el número áureo, que viene a ser lo mismo, aparece elevándose majestuoso poseedor de misteriosas propiedades, sin las cuales parece que no solo la vida humana, sino que el mismo universo dejaría de existir.

Es un momento en que se ponen de moda los relatos de ciencia ficción moderna, con los que se pretende rodear de halo misterioso multitud de hechos de la historia, y del presente. Aparecen un gran número de libros, algunos con su versión cinematográfica, en los que se hacen verdaderos juegos malabares verbales, con términos y conceptos científicos, para llevar primero el misterio y luego resolver la cuestión tratada de forma tan fantasiosa como injustificada. Así, se bucea en las figuras de importantes personajes del

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pasado, mientras se mezclan al azar conceptos como los números de Fibonacci, los números primos, los números complejos, etc. Uno de los temas que no escapa a esta fiebre de buceo en aguas misteriosas es el relacionado con el número áureo.

Según la mayoría de los libros, en los fenómenos más variados de la vida, está presente la proporción áurea. En todas las manifestaciones del arte en que se resalte la belleza... ¡allí aparece el número áureo! Tal parece que sin la consideración de este número, Leonardo nunca habría podido pintar La última cena (Fig.1). Aún más: la proporción áurea es esencial para que existan los moluscos (Fig. 2) y para que algunas galaxias tengan la estructura espiral con las que aparecen en el universo (Fig. 3). ¡Incluso está presente en las manzanas y hasta en la cría de conejos!

Fig. 1. Leonardo da Vinci, La última cena.

Fig. 2. Concha de molusco Nautilus. Imagen ilustrativa.

Fig. 3. Imagen representativa de una galaxia.

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Resulta que psicólogos, biólogos, artistas, arquitectos, historiadores y científicos en general, han estado pensando sesudamente en el número áureo hasta nuestros días. La denominación de áureo dada a este número proviene del siglo XV o XVI, aunque se empieza a popularizar con este nombre (también con el de proporción áurea) desde el año 1830 por obra del matemático alemán Martin Ohm. Otro matemático, esta vez el americano Mark Barr, propone a principios del pasado siglo XX, representar el número áureo

con la letra del alfabeto griego phi (Φ), equivalente a la efe del latino, para así honrar al genial escultor griego, Fidias (Fig. 4).

Pero... ¿qué es en definitiva el número áureo, o la proporción áurea, que es lo mismo? Según puede encontrarse en los libros, expresado con el leguaje actual, esta podría ser su definición: dado un segmento cualquiera de longitud finita, con extremos en los puntos A y B, puede encontrase un punto interior C, de tal manera que se cumplan las siguientes condiciones:

1. La longitud de AC es mayor que la del resto CB (AC>CB).

2. La relación de longitudes AB/AC es igual que la AC/CB (AB/AC = AC/CB).

En este caso, a ese valor común de las relaciones (de los cocientes) se le llama número áureo. También se dice, equivalentemente, que esta proporción (esta relación) común es la proporción áurea.

Puede demostrarse, sin dificultad, que para cualquier segmento finito AB, siempre existe un único punto C de división que cumple las condiciones anteriores. Naturalmente la unicidad del punto C se garantiza teniendo el segmento AB orientado con sentido de orientación de A hacia B. Si admitimos el sentido opuesto (de B hacia A), el punto C estaría más próximo al punto A.

Fig. 4. Letra griega phi, que designa al número áureo.

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Entonces se exigiría que fuese:

(BA/BC) = (BC/CA).

Además el valor de la relación que conduce a la proporción áurea no depende de cuál sea el segmento inicial que consideremos, es decir, al cambiar un segmento AB por otro A’B’, también cambia el punto de división C por otro C’, pero se mantienen las igualdades:

[(AB/AC) = (AC/CB)] = [(A’B’/A’C’) = (A’C’/C’B’)] = NÚMERO ÁUREO

Puede demostrarse que este es un número irracional, cuyo valor aproximado es:

NÚMERO ÁUREO = 1,6180339887...

Siendo este número irracional, perdemos toda esperanza de calcular su valor con total exactitud. Solo podemos contentarnos con buenas aproximaciones. Por ello, aumentó mi extrañeza al leer en casi todas las publicaciones (escritas sin duda por irreductibles defensores de la casi divinidad de este número) que entre las figuras geométricas, sin duda merece reverencia muy especial el rectángulo áureo, que es llamado a convertir en belleza casi cualquier representación que se muestre en su interior. ¿Cuándo un rectángulo es áureo? Pues cuando la relación de su lado mayor al menor es precisamente el número áureo.

En las diversas publicaciones, se exalta mucho el hecho de que al separar en un rectángulo áureo el cuadrado formado por el lado menor, queda otro rectángulo áureo, con el cual puede volverse a repetir la separación, y haciendo convenientes empalmes gráficos podemos dibujar una espiral. Pero... ¿de verdad es esto tan importante? ¿Es cierto, como se insinúa, que buena parte de las obras maestras de la pintura, yacen en lienzos que son rectángulos áureos? ¿Es cierto que las grandes obras de la arquitectura del pasado y presente que nos causan admiración (en especial las del pasado, como las Pirámides (Fig. 5), el Partenón, el Auriga de Delfos (Fig. 6), el Poseidón de Atenas (Fig. 7), el Monasterio de El Escorial, etc.), no serían lo que son si sus diseñadores no hubiesen tenido presente en su construcción la proporción áurea? ¿De verdad es cierto que en el cuerpo humano está presente de forma fundamental este valor? Los autores de buena parte de las publicaciones responden con una afirmación tan rotunda a estas cuestiones que aparecen como rodeadas de un forzado e inexplicable misterio, que no permiten dar cabida al rigor en las respuestas.

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Fig. 5. La Gran Pirámide de Keops, en Egipto.

Fig. 6. El Auriga de Delfos. Fig. 7. Poseidón (¿Zeus?).

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Así pues, tras haber leído todo cuanto pude leer sobre este número que era presentado como puerta de habitaciones misteriosas, y conociendo, en consecuencia, su extraña definición, así como el no menos extraño hecho según el cual parecía que cualquier expresión de la belleza debía estar enmarcada en un rectángulo áureo, con estas sorprendentes afirmaciones, y las otras antes comentadas, decidí hacer un viaje en persona para seguir la historia y evolución del mismo, y convencerme de su... ¡tan grande importancia! Lo hice, claro, a través de un salto en el tiempo, en un viaje imaginario y fantástico que comenzaba en la antigua Mesopotamia para asistir a los primeros pasos del hombre en su relación con el proceso de contar, después al

Egipto de los escribas y «tensadores» de cuerdas para visitar después una cueva singular en la isla griega de Samos donde vi nacer a las matemáticas como disciplina abstracta y rigurosa. Allí pude asistir al alumbramiento del número irracional en brazos del misterioso pentágono regular. Allí se asomó por un momento el infinito, algo que causa consternación.

Decidí visitar aquellos hornos de cultura y pensamiento, para tratar de averiguar cómo nació, cómo se cultivó y cómo se transmitió hasta nuestros días la proporción áurea. El sentimiento y el pensamiento fueron los medios de transporte.

EL VIAJE

Antes de nada, debo confesar que con ocasión de un viaje anterior, hace ahora unos dos años, tuve ocasión de visitar la Academia de Platón en Atenas (Fig. 8) y pude ver, como todo el mundo, el aviso escrito en letras de gran tamaño:

No entre aquí quien no sepa geometría.

Afortunadamente, al pie y en caracteres de muy pequeño tamaño, se decía:

Bueno, se hará una excepción con el matemático Antonio López.

Esa excepción fue una recomendación privilegiada que me permitió seguir a cuantas figuras han ido construyendo nuestra historia, la cual empieza así:

Recorrí las llanuras de Mesopotamia sin encontrar la menor prueba de que aquellos comerciantes, escribas o constructores de obras se preocupasen lo más mínimo por si las medidas de las diversas partes de cuanto construían, se ajustaban o no a la proporción áurea. Lo importante era la estabilidad. Sin

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saberlo, estaban más cerca de manejar conceptos como el de centro de gravedad. O cuando intentaban calcular longitudes, áreas o volúmenes,

estaban mucho más cerca del número pi (π).

Exactamente lo mismo encontré en Egipto. Cuando vi terminada la Gran Pirámide de Keops, observé que sus medidas, expresadas en nuestras unidades, eran muy aproximadamente las siguientes:

Altura = 146,70 metros; Lado de la base = 230,40 metros

Fig.8. Academia de Platón. Fig. 9. Cueva de Pitágoras. Isla de Samos (Grecia).

Con estos valores y un poco de geometría elemental, pueden calcularse las demás características geométricas de la pirámide, como el área de sus caras, la longitud de sus aristas, etc. Hace falta mucha voluntad para forzar operaciones entre estos datos para ver aparecer al número áureo 1,6180339887... Los cuidados de aquellos constructores eran otros más importantes, como asegurar la coincidencia de las caras que se iban levantando, o cuidar de la estabilidad del monumento. También es relevante señalar aquí que el Papiro Rhind recoge, aunque en un esbozo, la existencia del número pi; pero no hay ni una palabra que tan siquiera insinúe la del número áureo. Todo cuanto hoy vemos escrito sobre lo que vio el gran Heródoto obedece a esos juegos malabares con los números para crear sensación de una realidad tan intrigante como falsa.

Salí de Egipto con la seguridad de que cuantas fábulas se han escrito en los tiempos actuales sobre la proporción áurea en su relación con las pirámides (¡como tantas y tantas otras afirmaciones misteriosas!) tenían mucho de interés publicitario, y cinematográfico, y prácticamente nada de verdad científica.

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Siendo fiel a la historia, y siguiendo los impulsos de la impaciencia, descansé un milenio, y desperté, ¡cómo no!, en la cueva de Pitágoras en Samos (Fig. 9). Antes dije cuanto allí me aconteció. Cuando iba a abandonarla, le pregunté al Maestro por la proporción áurea. Él me dijo:

Ve a Delfos, y escucha lo que ha de decir el Oráculo.

Al llegar allí (Fig. 10), corta fue mi espera para escuchar a la pitonisa, transmitiendo la respuesta de los dioses a mi consulta:

¡Hombre, conócete en tu verdadera proporción!

Esta vez fue la primera en que realmente escuché la palabra proporción. Pero acaso Él, como todos conocíamos a Pitágoras, se estaba refiriendo a la inminente teoría matemática de las proporciones, que muy pronto hombres como Eudoxo iban a crear para empezar a comprender a esos nuevos números que tanto desconcierto trajeron.

Aunque deseaba ver llegado el momento de visitar Alejandría para encontrarme con Euclides, no me privé del privilegio de ver levantar antes el Partenón (Fig. 11). Seguí muy de cerca el trabajo de los arquitectos Ictinos y Calícrates. Y, ¡cómo no!, al maestro Fidias.

Fig. 10. Delfos. Oráculo.

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Fig. 11. El Partenón.

Fue una experiencia única comprobar cómo aquellos hombres ya tuvieron en cuenta las particularidades de la visión humana, para evitar que las columnas tuviesen una forma exactamente cilíndrica, y que las aristas cayesen rigurosamente paralelas. También evitaron que los ángulos que debían apreciarse como rectos, lo fuesen realmente. De no haber tenido presentes estos detalles, al contemplar el monumento desde la distancia el conjunto se vería más estrecho en la base que en la parte superior. Y la línea que sirve de apoyo al techo sobre las columnas se vería curvada. Aquellos hombres geniales, no en vano pertenecían al país que ha dado la luz a la humanidad.

Pero puedo asegurar que ni una sola vez los oí preocuparse por que

aquella gran «casa de las vírgenes», tuviese que atenerse, ni en su totalidad, ni en ninguna de sus partes, a lo que hoy conocemos como proporción áurea. De hecho, como sabemos, la definición precisa de este concepto aún estaba por nacer.

Mi visita a Policleto me convenció de que si bien el maestro escultor estaba preocupado por establecer reglas que regulasen la armonía de sus obras, ni en sus dos más famosas creaciones, El Diadumeno (Fig. 12) y El Doríforo, el portador de la lanza (Fig. 13), hay prueba fidedigna alguna de que se utilice de forma concreta, precisa y deliberada, la proporción áurea.

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Fig. 12. Policleto, Diadumeno. Fig. 13. Policleto, Doríforo.

Cuando iba a abandonar Atenas para ir en busca de Euclides, me llegaron noticias de dos obras que estaban llamadas a pasear por la gloria el nombre del arte. Una era el cuerpo de un auriga (Fig. 6). La otra, la del terrible dios Poseidón (aunque tal vez sea el propio Zeus). De ellas supe más tarde, y lo que supe confirmaría que la proporción áurea como tal, espera su momento para aparecer ante la humanidad. Ese momento está ya muy cercano.

Al fin estoy en Alejandría. Usando la recomendación que me fue dada por Platón, puedo llegar hasta el maestro y asistir a sus lecciones (Fig. 14). Un día, le oí dar la definición de lo que más tarde habría de llamarse proporción áurea. Está incluida en el sexto libro de los trece que componen la ingente obra que conocemos como Los elementos. Creo que fue muy fidedigna la primera versión que de ella se dio en castellano antiguo en 1576, por el cosmógrafo de Felipe II, Rodrigo Zamorano.

En efecto, puesto en nuestra lengua actual, Euclides dijo:

Se dice que una recta está dividida en media y extrema razón, cuando la longitud de la línea total es a la parte mayor, como la de esta parte mayor es a la menor. O sea; el todo es a una parte como esa parte al resto.

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Habiéndome ganado la confianza del maestro, le pregunté por el motivo que le llevó a crear este concepto. Sabiendo que muchos siglos después se iba a relacionar este con la belleza y el arte, quise saber la conexión real que había en la cabeza de Euclides. Recuerdo que, mirándome fijamente, me contestó:

Joven, debe usted quedarse hasta que explique cómo podemos construir la figura divina del pentágono regular. Entonces comprenderá lo necesario que resulta tener en cuenta esta división de los segmentos. Construcción, claro está, que ha de hacerse con regla y compás. Para esto es para lo que necesitamos dividir un segmento en media y extrema razón. Y... ¿qué es lo que dice usted de la belleza y el arte? La autentica belleza es el arte del pensamiento, y eso se llama matemáticas. (Fig. 15).

Fig. 14. Euclides. Fig. 15. Pentágono regular.

Abandoné el Museo dispuesto a confirmar cómo puede irse deformando una verdad, incluso contando con buena voluntad, a medida que es transmitida. Al mirar en mi plan de viaje, comprobé que debía volver a dormir otros tres siglos antes de llegar a mi nuevo destino: Roma. Allí debía encontrarme con el famoso arquitecto Marco Vitruvio Polión (Fig. 16). Le conocí cuando ya había dejado de trabajar para Julio César. Estaba enfrascado en la redacción de su obra en diez libros De Architectura. Era un hombre de gran cultura, lo que implicaba gran Fig. 16. Marco Vitruvio Polión.

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respeto y admiración por el legado griego. Estaba, por lo tanto, muy apegado a la perfección teórica, y de ella quería dotar su trabajo. Así le vi dar una descripción, puramente ideal, de lo que sería el canon de la belleza expresada en la mejor construcción de la naturaleza, a saber, el hombre.

En De Architectura le vi tratar sobre materiales y técnicas de construcción, de hidráulica, de tipos de edificios, de técnicas decorativas, etc. En conversación con algunos de sus alumnos le oí referirse a lo que, según parece, fue realmente su única construcción arquitectónica. Se trata de la Basílica de Fanum, en la costa adriática de la provincia de Foggia. Hoy día está casi destruida, pero en su diseño original tenía una planta de 42,65 por 28,43 metros.

En verdad, nunca vi que Vitruvio usase con intención profesional la división de una longitud en media y extrema razón. Aunque De Architectura sería de gran influencia, incluso hasta nuestros días, fuera de su ámbito profesional, en su tiempo, Vitruvio no era muy influyente. Al despedirme de él le anticipé que andando el tiempo, un compatriota suyo haría famoso, a través de un dibujo, su descripción del hombre ideal.

Consultando la ruta de viaje que los libros estudiados en nuestra época me habían marcado, supe que debía vagar por los tiempos hasta el siglo XII. Así lo hice, y de pronto me encontré en la ciudad de Pisa, en la década de 1170 a 1180. Por aquel entonces nació en el lugar un joven, hijo de Gugliemo Bonacci, al que pusieron por nombre Leonardo. En razón de su filiación, era conocido, y así ha pasado a la historia, como Leonardo Fibonacci. Cuando ya era adulto, él se refería a sí mismo como Leonardo Pisano Bigollo. El término

bigollo en el dialecto toscano venía a significar «viajero».

En esas fechas del siglo XII, Pisa era un importante cruce comercial. El joven Fibonacci fue testigo del comienzo de la construcción de la famosa torre de la ciudad. Pero, habiendo heredado las cualidades comerciales del padre, también fue testigo de las grandes complicaciones que implicaba el uso del sistema de numeración romana para atender las cada vez más complicadas operaciones que el desarrollo económico iba imponiendo.

Fiel a su autodenominación, Leonardo fue un viajero desde joven. Así, recorrió el norte de África. Allí, en la población argelina hoy conocida como Bugía, entró en contacto con el sistema de numeración indoarábigo, traído por los árabes. De regreso a Pisa, se propone ilustrar a toda la clase comerciante con las enormes ventajas operacionales del nuevo sistema. Lo hace publicando

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en 1202 un libro titulado El libro del ábaco. Es, en realidad, un libro de ejercicios, pero está escrito de forma discursiva, sin fórmulas ni ecuaciones como haríamos hoy. Por ello su lectura es muy tediosa y hasta complicada. Que la colección de problemas de la que consta la obra solo tiene fin educativo y no responde a la solución de una problemática real, lo ilustra lo complicado que presenta el planteamiento de algunas cuestiones, cuando si fuese un lance autentico se resolvería con gran sencillez. En concreto, cuando un padre desea dividir su fortuna entre sus hijos, presenta el reparto de forma harto complicada, cuando sería mejor (puesto que su voluntad era dar a cada hijo lo mismo) simplemente dividir la cantidad que deseaba repartir entre el número de herederos.

Pero acaso este libro, y el nombre de su autor, ha sido más conocido debido a otro ejercicio que aparece en el capítulo XII, y que plantea una cuestión sobre la proliferación de una familia de conejos a partir de una pareja inicial. Una vez más, se parte de un planteamiento teórico e ideal. Se supone que cada pareja se reproduce exactamente en un tiempo preciso, que ningún conejo muere, etc. Así las cosas, cuando Fibonacci se pregunta cuántos pares de conejos irán apareciendo mes a mes, encuentra como solución la siguiente sucesión numérica:

1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233, 377, 610, 987, 1597, 2584, ...

En esta relación se observa que, a partir del tercer elemento inclusive, cada término es la suma de los dos que le preceden. Esta sucesión numérica fue

bautizada por el matemático francés Edouard Lucas como «sucesión de

Fibonacci», nombre por el que hoy es conocida.

Lo más misterioso y fascinante de esta serie de números lo encontramos en el siguiente hecho. Evidentemente, los términos de la serie, por su propia construcción, siempre serán números naturales. Si deseamos saber, por ejemplo, cuál será el número de la sucesión que ocupe el puesto un millón, siempre podríamos ir sumando dos números consecutivos para obtener el siguiente, y así continuar hasta llegar al millonésimo elemento, que será, como queda dicho, un número natural.

Pero, por otro lado, puede demostrarse que la expresión del término que ocupe el lugar enésimo, n, (que debe ser un número natural) es:

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Sorprende la aparición del número áureo, pero más sorprendente aún es la estructura que encontramos, al aparecer en ella números irracionales, como la raíz cuadrada de cinco. Entrando en la fórmula general, pasamos a un proceso infinito (¡en el que aparece el número áureo!) en el que no hay final posible pero, ¡sin que nuestros sentidos puedan decirnos cómo!, aparecemos de nuevo en el mundo de los números naturales, que sí pertenecen ya a nuestro mundo real cognoscible. Hemos salido de nuestro universo consciente, y hemos vuelto a él, vía los números irracionales. ¿No es fantástico?

Ningún matemático profesional se sentirá ya conmovido ante este hecho, a la vista de los conocimientos ya adquiridos. Pero sí tuvo que sentir conmoción cuando, de estudiante, encontró por primera vez el comportamiento de los números irracionales.

Hay también otras propiedades curiosas que cumplen los números de la sucesión de Fibonacci. Una de ellas los relaciona más directamente con el número áureo. En efecto, puede demostrarse que los cocientes de cada término de la sucesión con el que le precede se van acercando al número áureo más y más, a medida que vamos avanzando en los términos de la sucesión. Pero Fibonacci nada comenta sobre estos hechos. Su mundo interior está ocupado en ayudar al comercio con el nuevo sistema de números y sus reglas de cálculo.

Nos despedimos del joven Leonardo aventurándole que algún día su nombre e imagen sería recordada con agradecimiento por la humanidad. Hoy día puede verse una estatua suya en el Jardín Scotto, en terrenos de la fortaleza de Sangullo, en la ciudad de Pisa (Fig. 17).

Tenemos prisa en acercarnos a quien, según los libros contemporáneos, más implicación tiene en su trabajo con la proporción áurea. Queremos encontrarnos con Fray Luca Pacioli. Pero cuando nos disponíamos a dirigir nuestro vehículo extratemporal hacia la Toscana de mediados del siglo XV, una extraña sacudida nos hace retroceder unos pocos años, y para nuestra sorpresa estamos en la Córdoba hispanoárabe. Es el año del Señor de 1120.

Fig. 17. Leonardo Pisano (Fibonacci).

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Un día sorprendemos a un joven que sale furtivamente de la ciudad, ocultando unos rollos de papel. Es un inglés llamado Adelardo de Bath, que muy bien disfrazado como un habitante más de la ciudad, con excelente dominio del idioma y magnífico conocimiento de las costumbres del lugar, ha conseguido una copia de la traducción al árabe de los Elementos de Euclides. ¡Claro está! La califal Córdoba es la depositaria y única usufructuaria del gran legado euclidiano. De Córdoba sale este manantial de cultura para el resto de Europa, y hasta que en 1535 se descubra el texto griego, el viejo continente solo cuenta con esta traducción árabe.

Es justo reconocer a Italia como sede mayoritaria del proceso que conocemos como Renacimiento. Pero no es menos cierto que el origen, la cuna del mismo, hay que buscarlo en esta vieja piel de toro, gracias a las traducciones hechas al árabe, y del árabe al latín, pero hechas en España, y muchas veces por personas nacidas y criadas en ella.

Hemos venido a Córdoba para constatar un hecho cierto. Sí; desde aquí se irradiaron a Europa torrentes de conocimientos y sabiduría. Parte de ese flujo fueron los Elementos de geometría. Por lo tanto, desde aquí empezó a extenderse por el continente la definición, propiedades y aplicación de la proporción áurea.

Ya siento el empuje para seguir avanzando en nuestro viaje. Ya tira de nosotros el siglo XV. Pero algo me susurra que, de alguna forma, deberemos volver a Córdoba.

Hemos adelantado nuestro reloj interior para aparecer a mediados del siglo XV en la localidad toscana de Borgo del Santo Sepolcro (hoy Sansepolcro). Pero, afortunadamente, llegamos un poco antes de lo previsto. Aparecemos en 1412, así que vemos nacer, y podemos seguir en su vida, a Piero della Francesca.

Dejando de lado su biografía personal y artística, nos impresiona su gran amor a las matemáticas. Entre 1470 y 1480 escribe un gran tratado sobre la perspectiva en la pintura. No es casualidad que en la obra haya numerosas referencias a Euclides. Cuando sus manos ya no podían pintar, escribió varios libros de matemáticas. Uno de ellos lo tituló Tratado del ábaco, siguiendo los pasos de Fibonacci. Otro libro lo dedica al Señor Guidobaldo de Urbino. En la dedicatoria afirma que se dedica a las matemáticas para que su inteligencia no se entorpezca por el desuso. Sin embargo, nunca vi al maestro preocuparse, de manera consciente y concreta, por hacer uso de la proporción áurea como tal, en ninguna de sus obras.

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Al fin estamos en 1445. Acompañamos al nacimiento de Luca Pacioli. Siguiendo su niñez y juventud le vemos destacar más como promesa de las matemáticas que como pintor. Le seguimos en su traslado a Venecia, donde amplía su formación científica. También asistimos al inicio de su relación de amistad con Piero della Francesca. A partir de ahí se desarrolla su carrera de artista (Fig. 18). En la década de 1470 a 1480 ingresa en la orden franciscana, y se estrecha su contacto con Piero della Francesca. Ya en su estado de religioso, le seguimos en sus múltiples desplazamientos por Italia.

Al fin llega el momento de ver aparecer la proporción áurea de manera concreta. En 1482 Leonardo da Vinci gestiona con Ludovico Sforza que Luca Pacioli se traslade a Milán, en calidad de maestro de matemáticas. Sigo al franciscano y soy testigo de su magnífica relación con el gran Leonardo. Veo cómo el religioso escribe tres volúmenes de una obra que titulará La divina proporción, que no publicará hasta 1509 en Venecia.

Fig. 18. Luca Pacioli.

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Desde que me despedí de Euclides, es la primera vez que tengo conciencia exacta de alguien que se refiere con precisión al concepto definido por el insigne griego. En efecto, Luca Pacioli ha estado estudiando las propiedades del número áureo, y a él dedica buena parte del primer tomo. Tan orgulloso está de su trabajo que se lo dedica al entonces poderoso Ludovico Sforza. Y, por si quedasen dudas sobre la importancia que da a la obra, la empieza exactamente con estas grandilocuentes palabras:

Esta es una obra necesaria para todas las mentes perspicaces y curiosas, en la que todo aquel que ame el estudio de la filosofía, la perspectiva, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y otras disciplinas matemáticas, se encontrará con una enseñanza muy delicada, sutil y admirable, y se regocijará con las diversas cuestiones de una ciencia muy secreta.

Pacioli estudia muchas propiedades matemáticas del número áureo. En el quinto capítulo expone las cinco razones por las que cree que la proporción

áurea debería llamarse «proporción divina». Son estas:

1. Es una y nada más que una. (es la unidad de Dios).

2. El hecho de que la proporción áurea comprenda en su definición tres longitudes está asociado a la existencia de la Santísima Trinidad.

3. Del mismo modo que Dios no puede ser definido ni comprendido con palabras, nuestra proporción no puede designarse con números inteligibles, ni expresarse con ninguna cantidad racional, sino que ha de permanecer escondida y en secreto.

4. El hecho de que el valor de la proporción áurea sea constante (no depende de la longitud que se divide) es equiparable a la omnipresencia e invariabilidad de Dios.

5. Puesto que Dios creó el cosmos a partir de la quintaesencia, la proporción áurea crea el pentágono, ya que este no puede crearse sin aquella.

Debemos reconocer que solo las razones tercera y quinta pueden tener una relación directa con la visión científica que buscamos en el número áureo. Por otro lado, Pacioli no da ninguna prueba de la presencia concreta de esta proporción en ninguna obra de arte plenamente identificada.

Estas afirmaciones, ciertamente me decepcionaron un poco. Sin embargo vi que el franciscano pidió a su amigo Leonardo da Vinci que se encargase de

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ilustrar La divina proporción con dibujos de su mano. Con ello se asegura el éxito. Sin embargo, a pesar de su pomposo comienzo, el primer volumen de La divina proporción se pierde en florituras sensacionales, derivando a ser un conjunto de fórmulas matemáticas envueltas y disfrazadas en definiciones filosóficas.

En el segundo tomo, Pacioli se dedica a buscar conexiones del número áureo con la arquitectura y el cuerpo humano. El autor se basa declaradamente en la obra del romano Vitruvio, y como mayor realce cuenta con el famoso dibujo de Leonardo, hoy conocido como El hombre de Vitruvio (Fig. 19).

Muy decepcionante me pareció no encontrar la deseada conexión entre el número áureo, y la tan buscada belleza y armonía del cuerpo humano. Especialmente cuando vi que Pacioli escribía al comienzo del segundo tomo:

En el cuerpo humano se pueden hallar toda clase de proporciones y de proporcionalidades, realizadas a voluntad del Altísimo a través de los misterios ocultos de la Naturaleza.

Asistí a la polémica surgida tras la publicación del tercer volumen de La divina proporción. Fueron verdaderamente muchas las acusaciones de plagio que se lanzaron contra el franciscano, incluyendo las que le tildaban de ingrato, al no nombrar en ningún momento a Piero della Francesca, a quien se consideraba el verdadero autor. El tomo resulta ser en realidad una exposición de geometría de los cinco sólidos regulares. Pero ni siquiera el que las ilustraciones procedieran de la mano de Leonardo da Vinci, salvó a Pacioli de duras críticas por presentarse como autor de un libro (el tercer tomo) del que solo era, según se decía, el copista.

Cuando Luca Pacioli regresa a Borgo del Santo Sepolcro, tiene problemas con los celos de otros religiosos. Así, regresa a Venecia para publicar, en 1494,

Fig. 19. Leonardo da Vinci, El hombre de Vitruvio.

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la obra enciclopédica titulada Summa. Como hiciera antes Piero della Francesca, dedica el trabajo a Guidobaldo de Urbino. Se trata, en efecto, de una obra voluminosa de seiscientas páginas, en las que se recoge todo el saber hasta entonces alcanzado en álgebra, geometría y trigonometría. Pero la publicación de este libro empieza a verter algunas sombras, que van a acompañar de por vida al franciscano. Parece que gran parte del material expuesto lo tomó de las obras de otros autores, en especial de su amigo y benefactor Piero della Francesca, no quedando muy claro si lo hizo con la autorización de sus fuentes.

Una parte importante de Summa está dedicada al cálculo comercial. Por primera vez se habla de las tablas de doble entrada destinadas a controlar mejor de dónde viene el dinero y a dónde va. Curiosamente, en 1994, para celebrar el quinientos aniversario de la publicación de Summa, los contables de todo el mundo celebraron un congreso en Borgo del Santo Sepolcro.

Como dije antes, no pude ver a Pacioli usando la proporción áurea en pintura alguna de forma concreta y fundamental. Pero, al menos, hay que agradecer que su obra La divina proporción hiciera resurgir el nombre de Euclides, y desenterrar las propiedades matemáticas del número áureo.

Cuando me disponía a centrarme en la figura de Leonardo da Vinci, llamó mi atención un joven con aspecto de vivir envuelto en una melancolía casi histérica. Era Alberto Durero. Estaba en Italia para aprender técnicas de pintura, pero quedó fascinado por su encuentro con las matemáticas. Parece que un hecho decisivo para esa fascinación fue su encuentro con Luca Pacioli. A partir de 1495, Durero se vuelca en el estudio de los Elementos de Euclides. En 1525 da a luz al que fue uno de los primeros libros de matemáticas escrito en alemán. Se titulaba Tratado sobre la medida con regla y compás. En él encontramos que el autor expone gran cantidad de las propiedades matemáticas de la proporción áurea. En el libro se queja Durero de que hay muchos artistas que no saben geometría y afirma que sin esa ciencia no se puede ser un verdadero artista. En verdad, la obra del maestro alemán es un gran tratado de matemáticas, con buenos estudios sobre el pentágono regular y los sólidos regulares. Pero a pesar de las mil y una interpretaciones que se han hecho sobre su producción artística (cabe citar, por ejemplo, las relativas a su grabado Melancolía), no hay constancia, como ocurre con Pacioli, de un uso específico y fundamental en ellas de la proporción áurea.

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Al fin me encuentro con el gran Leonardo. El maestro ya es un hombre mayor (Fig. 20). Estamos en la primera década del siglo XVI. Cuando me recibe, le hablo con entusiasmo de los cinco trabajos que más relacionan su obra pictórica con la proporción áurea, a saber, San Jerónimo (Museo Vaticano), La Virgen de las rocas (Museo del Louvre), El hombre de Vitruvio (Galería de la Academia de Venecia), La última cena (Convento dominico de Santa María de la Gracia en Milán) y, finalmente, la famosa Mona Lisa (Museo del Louvre).

Fig. 20. Leonardo da Vinci.

El resultado del encuentro no pudo ser más esclarecedor. Estaba dispuesto a averiguar si era cierto (como yo había leído en algún libro de mi época) que cuando hizo el dibujo de su famoso hombre, deliberadamente colocó los genitales en el centro del cuadrado, y el ombligo en el centro de la circunferencia, de tal manera que la relación del lado del cuadrado y el radio de la circunferencia fuese precisamente la proporción áurea.

Tras hablarle de lo anterior, también le pregunté si verdaderamente midió con precisión las diversas partes del cuerpo de aquella tan misteriosa Gioconda, reflejando después en la pintura la existencia de una proporción dorada entre esas medidas. Por supuesto, le hablé de la admiración que despierta su Última cena. Le consulté sobre si la disposición de los apóstoles obedecía a la búsqueda de alguna proporción de los tamaños de sus imágenes (Fig. 1). Sin duda inquirí información sobre ese supuesto rectángulo áureo que encaja perfectamente en la cabeza de San Jerónimo. ¿Cómo no iba a preguntarle por las muchas cabezas de anciano que dejó su lápiz? ¿Obedecían sus tamaños al

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mejor acomodo de ciertas proporciones previamente estudiadas? ¿Sucedía lo mismo con su Virgen de las rocas?

Tras mi locuaz discurso sobre la admiración que despertaban estas obras suyas, le pregunté directamente sobre el uso deliberado en ellas de la proporción áurea. Recuerdo que el maestro, tras mirarme unos instantes, dijo:

¿Cómo dice?

No hay ninguna prueba de que el maestro italiano buscase encerrar el incógnito rostro de mujer en un rectángulo áureo (Fig. 21). Ni de que colocase a los apóstoles sentados en torno al maestro buscando, antes que el acomodo de los mismos, el que la relación de sus ubicaciones respectivas fuese la áurea. Cuántos esfuerzos se han hecho después por dibujar forzadamente rectángulos áureos alrededor de los personajes; no son más que nuevas oportunidades para seguir manipulando números. Quienes se han empeñado en reconstruir esos rectángulos no pueden ocultar lo muy forzado de su intento al dibujar los lados de estos, con líneas de diversos grosores para ajustar los espacios a conveniencia.

Lo sucedido tras los intentos tan torpes por demostrar la existencia de la proporción áurea a través de líneas convenientemente dibujadas, me recuerda

al famoso «teorema del punto gordo». La divina proporción es una parte de esa importante actividad que se llama matemáticas, pero no un componente vital de la pintura.

Años más tarde, Francesco Melzi, quien se hizo con buena parte de los manuscritos de Leonardo, escribió él mismo un libro titulado Tratado de pintura. Y lo primero que se lee es:

¡Que nadie que no sea matemático lea mi obra!

Fig. 21. Leonardo da Vinci, La Gioconda.

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Desde luego, hoy día no se encontrará esta proclamación en ninguna obra de arte contemporáneo.

El reloj extratemporal de mi viaje de inspección me recuerda que debo regresar pronto a nuestro tiempo. Por otra parte, según mis datos, poco podía

esperar encontrar ya en aquella época en que el mundo estaba «renaciendo». Esos datos me aconsejaban más bien buscar en tiempos cercanos a los actuales. Pues dicho y hecho.

Estamos en París, a caballo entre los siglos XIX y XX. Aquí hemos visto nacer, en 1864, a Paul Sérusier. Este sí que fue un pintor que parece que buscó intencionadamente el uso de la proporción áurea en sus trabajos. Todo vino a raíz de su encuentro con el pintor holandés Jan Verkade, que era novicio en un monasterio benedictino del sur de Alemania. Allí había un colectivo de monjes pintores que ejecutaban obras, más bien torpes, de las grandes y simbólicas construcciones de la humanidad, como el Arca de Noé, las Pirámides, etc., y en todas ellas estaban empeñadas en hacer aparecer la proporción áurea. Pero lo cierto es que hoy día poco, o mejor dicho, nada, ha quedado de aquellos intentos.

Quizá uno de los últimos baluartes de nuestra época que me quedaban por consultar lo constituían el prelado y escritor rumano Matila Ghyka (1881-1965) y el arquitecto y pintor franco-suizo Charles Edouard Jeaneret, más conocido como Le Corbusier (1887-1965). El primero publicó dos libros muy influyentes, a saber, Estética de las proporciones en la naturaleza y el arte (en 1927) y El número áureo, ritos y ritmos pitagóricos en el desarrollo de la civilización occidental (en 1931). A la hora de pronunciar estas palabras, solo he podido hacer una primera lectura del segundo. Por ello, únicamente me atrevo a recoger la dura crítica que de ellos hace el astrofísico Mario Livio, quien encuentra inexplicable la popularidad que han alcanzado en ciertos sectores profesionales.

En cuanto a Le Corbusier, resulta curioso que en su primera etapa en París, manifestó un punto de vista completamente negativo respecto a la aplicación de la proporción áurea en el arte y la arquitectura. Sin embargo, su posición cambió radicalmente tras la publicación de las obras de Matila Ghyka, antes citadas. Le Corbusier se convierte en un devoto de las propiedades numéricas del número áureo, y en un apasionado de la búsqueda de la armonía a través de las proporciones numéricas. Busca una proporción que resulte universal, y así culmina con la presentación de un nuevo sistema

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proporcional de medidas conocido como El modulador. Aquí el autor pretende

proporcionar «una medida armónica a la escala humana, aplicable

universalmente a la arquitectura y a la mecánica». Esta cita es realmente una forma de expresar con otras palabras la afirmación de Protágoras, ya referida

al comienzo de esta presentación, según la cual «el hombre es la medida de

todas las cosas».

En la primera mitad del pasado siglo XX continuaron apareciendo bastantes artistas defensores del uso de la proporción áurea. Pero en ningún caso se dispone de evidencias ciertas y concretas del uso real de esa proporción en sus obras.

Acercándonos al final de la presente exposición, conocemos a uno de los fundadores de la psicología moderna, el filósofo alemán Gustav Theodor Fechner (1801-1887). Fechner realizó numerosos experimentos, basados en la contemplación por parte de diverso público de una serie de rectángulos, entre los cuales uno era áureo. Se pedía a los espectadores señalar el rectángulo que les resultase más placentero a la vista. Parece que tras repetidas dudas de los consultados, las preferencias de estos oscilaron entre los rectángulos de proporción entre sus lados que variaban entre 1,50 y 1,75. No parece que el de proporción 1,62 (próximo al áureo) fuese mayoritariamente elegido.

Fechner se enfrascó en una serie de experimentos para medir dimensiones de todo tipo de objetos. Como resultado extrajo las más curiosas conclusiones, como por ejemplo:

El punto donde la pieza transversal cruza al poste vertical en las cruces de los cementerios, divide a este último, en la gran mayoría de los casos, en proporción áurea.

Y la todavía más audaz:

Las ventanas de las casas de los campesinos suelen ser cuadradas (proporción uno entre lados), mientras que las de la gente con mayor nivel de educación suelen ser rectangulares con proporción entre lados más próxima al número áureo.

Particularmente se me hace duro pensar que tanto esfuerzo y tiempo se dedique a trabajar sobre el número áureo, para extraer conclusiones sobre ventanas o cruces de los cementerios.

Durante la segunda mitad del siglo XX se han seguido publicando trabajos que evidencian la falta de veracidad de cuantas afirmaciones se hicieron para

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convencer a los demás de la existencia, a veces oculta y misteriosa, de los números de Fibonacci y de la proporción áurea en la poesía (sobre todo en la india de los siglos XII y XIII) o incluso en la música de Mozart.

Llegado ya a nuestra época, tras mi viaje de búsqueda del uso de la proporción áurea, vi que en realidad traía bien poca cosa en mi zurrón. Bueno, era poco pero hermoso. Mi equipaje estaba formado por la preciosa demostración de Euclides de la construcción con regla y compás del pentágono, y su uso de la proporción áurea. Pero en lo relativo a su existencia en la actividad artística (pintura, escultura y arquitectura) la maleta estaba casi vacía. ¿Habría estado soñando? ¿Habría sido cierto que en realidad nunca hablé con Policleto, Vitruvio, Luca Pacioli, Leonardo, etc. No; no había soñado.

Tras mi regreso, asistí a numerosas conferencias sobre arte pronunciadas por prestigiosas figuras de la historia en general y de esta disciplina en particular. He escuchado muchas exhaustivas y brillantes exposiciones sobre multitud de geniales artistas y sus obras y jamás oí a alguno de los ponentes pronunciar las palabras proporción áurea al analizar ninguna de las obras comentadas. ¿No es sintomático?

Imaginemos que prestigiosos historiadores hablasen sobre la historia europea del siglo XIX. ¿Sería creíble que nunca (¡pero nunca!) ninguno de los autores mencionase el nombre de Napoleón? Sin embargo, si bien encontré, como queda dicho, que el arte se encoge de hombros al oír hablar de la proporción áurea, dando por hecho que nunca alcanzará la expresión de la belleza de que es propietario, empecé a comprobar que en situaciones relacionadas con la ciencia contemporánea sí asomaba de forma inesperada el número áureo. Verán cómo a veces, en cuestiones curiosas pero profundas, aparecen de manera algo silenciosa, y hasta furtiva, el número áureo y los números de Fibonacci. Les pido su atención a este asunto tan curioso, y aparentemente tan alejado del tema que nos ocupa.

Supongan que a un colectivo de personas se les hace una pregunta

«delicada», cuya respuesta sincera y pública puede ser algo más que incómoda. Por ejemplo, se les podría preguntar si se reconocen autores, alguna vez en su vida, de determinado hecho cuya naturaleza sea especialmente innoble. Es evidente que en los casos en que la respuesta a preguntas como esta debería ser afirmativa, el sentido de la vergüenza haría responder en público de forma negativa. Pues bien, supongamos que decimos al auditorio que, en lugar de

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contestar en ese momento, hagan lo siguiente: cuando se encuentren solos, en completa intimidad, aquellos que con sinceridad deban responder

negativamente a la pregunta «delicada» lancen trescientas veces una moneda (en condiciones lo más uniformes posibles) y anoten cuidadosamente los resultados. Por otro lado, aquellos que, con sinceridad, deberían responder de forma afirmativa, simplemente se los inventen como si hubiesen efectuado los trescientos lanzamientos. Al día siguiente acuden a entregar los datos obtenidos.

Admitamos que quienes deberían haber contestado con un «sí», efectivamente se inventan los resultados, puesto que nadie ve si lanzan o no la moneda, y al día siguiente los presentan asegurando que proceden de los trescientos lanzamientos. Pues bien, así las cosas, examinando cada lista entregada por cada persona, podemos asegurar con casi completa seguridad si quien la entrega es una persona que dice la verdad (ha efectuado los

trescientos lanzamientos, y su respuesta sincera a la pregunta es «no») o si no es así, y aunque diga que los resultados que entrega han sido obtenidos tras las trescientas tiradas, falta a la verdad, y esos valores proceden de su invención,

por lo que, ante la pregunta, debería haber contestado «sí».

Verán: sucede que al lanzar trescientas veces una moneda (en condiciones homogéneas), la probabilidad de que aparezca una secuencia de seis caras (o seis cruces) consecutivas es de más de un noventa por ciento. Sin embargo, una persona que rellena una lista de caras y cruces, escribiendo a su libre albedrío estos valores, es prácticamente seguro que nunca escribirá seis veces consecutivas cara (o cruz). La experiencia muestra que su subconsciente le obliga a cambiar antes de llegar a esa secuencia de resultados.

Pues bien, el proceso de demostración matemática de la afirmación hecha no es trivial (queda a disposición de quien desee conocerlo). Sin embargo, me llamó la atención el hecho de que, si en vez de seis repeticiones, nos conformásemos con dos (en cuyo caso los resultados son muy diferentes), entonces en el proceso de resolución matemática de la cuestión aparece de modo significativo el número áureo.

Piensen en una situación en la que disponemos de unos cuantos valores que nos dicen cuál es el consumo de combustible de un móvil a determinada velocidad. La cuestión que se plantea es determinar cuál debe ser la velocidad de manera que se consiga el objetivo previsto con el mínimo gasto de combustible. Este tipo de problemas caen dentro de un apartado de las

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matemáticas aplicadas conocido como teoría de la búsqueda. Pues bien, en el camino a su solución aparecen los números de Fibonacci. En verdad, un problema como este, si nos referimos al movimiento de nuestros vehículos usados con los fines habituales, carece de la importancia suficiente como para llegar tan a fondo en la búsqueda de un plan óptimo de consumo. Pero pensemos en la importancia que tiene si, en vez del desplazamiento de un simple automóvil por las calles de una ciudad, estamos considerando el de un vehículo espacial.

A principios del siglo XX, el matemático alemán Felix Hausdorff empezó a estudiar el comportamiento de determinados conjuntos de puntos, que poseían una propiedad a la vez característica y curiosa: no era posible llegar a delimitar en ellos con exactitud una forma geométrica definitiva, pues cuanto mayor detalle quería obtenerse en ellos por su observación más minuciosa, seguía manteniéndose la misma forma geométrica que tenía al principio. Ocurría que al ampliar con más y más detalle cualquiera de sus partes, volvía a aparecer el mismo conjunto inicial. Se inició así el desarrollo de una nueva rama de la geometría conocida como geometría fractal.

En la actualidad, algunos procesos del mundo biológico se comportan en su desarrollo de forma tal que cada paso sigue las mismas pautas geométricas

que el anterior. Es decir, sigue un camino «fractal». Tal sucede, por ejemplo, con el crecimiento y desarrollo de algunas ramas de ciertos árboles. Pues bien, en el estudio de estos problemas aparece otra vez, en algunos pasos, el número áureo. Una visión más detallada de este hecho puede encontrarse en uno de los libros recomendados en la bibliografía seleccionada suministrada (La proporción áurea, del autor Mario Livio).

La aparición de los modernos ordenadores ha impulsado grandemente el estudio de la geometría fractal, si bien la aplicación práctica que suministra la informática está basada en potentes ramas matemáticas como son la teoría de la medida y la teoría de funciones de variable compleja.

Es interesante mencionar también la aparición de los números de Fibonacci en diversos trabajos que se han efectuado en el mundo del análisis financiero, tratando de predecir la evolución de los mercados. Un estudio de esta cuestión, puede encontrarse en el libro antes reseñado de Mario Livio y en el también mencionado en la bibliografía El principio universal del módulo de Elliott, de Antonio Sáez del Castillo.

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En situaciones como la anterior sí me parece digno mencionar la famosa sucesión numérica y la no menos famosa proporción. Sin embargo, en buena parte de la literatura divulgativa se hace especial hincapié (las más de las veces en términos de misterio) en la aparición de propiedades aritméticas que son, pura y simplemente, consecuencias lógicas de la definición de partida. Por ejemplo, pídanle a alguna persona que escoja diez términos consecutivos cualesquiera de la sucesión de Fibonacci. Después pídanle que les diga simplemente cuál es el séptimo número de los diez términos consecutivos que eligió. Tan pronto lo haga, ustedes podrán decirle cuánto suman los diez valores que tomó. Para ello, solo tienen que multiplicar por once el valor del séptimo sumando que les comunicó. Esto no tiene nada de misterioso. Como esta, hay multitud de otras propiedades que, presentadas con lenguaje fantasmagórico, pueden hacer abrir los ojos de asombro a un lector dispuesto a creer todo lo misterioso, pero en absoluto a quien conoce las propiedades elementales del cálculo aritmético.

Como dije al comienzo de esta exposición, me empujó a realizar este viaje la lluvia de publicaciones, con enfoque misterioso, que no hace mucho tiempo se ha producido con la proporción áurea como protagonista. No puede extrañar que una de las fuentes de información sea internet. Ahí se puede encontrar la siguiente sorprendente información: en 1951 la Diputación de Córdoba, para decidir sobre la entrega de unas becas a determinados estudiantes de Arquitectura, vino a efectuar entre los aspirantes unas pruebas de aptitud. Una de ellas pedía que dibujasen libremente aquel rectángulo que les resultase más armonioso, más estético; en definitiva, más adecuado para encajar en el mundo de la arquitectura. Siendo Córdoba la madre europea de la proporción áurea, se daba por cierto que la gran mayoría de las respuestas dejarían dibujado un rectángulo áureo.

Para sorpresa de los examinadores, ni un solo aspirante dibujó el esperado rectángulo. Pero la sorpresa se transformó en intriga cuando se comprobó que la gran mayoría había trazado un rectángulo en que la proporción del lado mayor al menor resultaba ser de 1,3 muy aproximadamente. Este hecho mereció, según la citada fuente de internet, una investigación por parte de la Diputación. Así, se decidió extender la prueba a personas nacidas o residentes desde mucho tiempo en Córdoba, y que no tenían, a priori, relación con el mundo académico. Quedó como una realidad inexplicable el que, otra vez, los rectángulos dibujados, casi sin excepción, mantenían la relación de 1,3

anterior. Este hecho ha sido causa de que se hable de la «proporción

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cordobesa» y del «rectángulo cordobés». Debo decir que investigaciones de hace unos meses, gentilmente realizadas tras mi solicitud, por la Diputación de Córdoba sobre la autenticidad de este hecho, no han encontrado prueba documental alguna que lo justifique.

Pero ¿encaja de alguna manera el rectángulo cordobés con la geometría euclídea? Según el arquitecto don Rafael de la Hoz, multitud de componentes de la rica arquitectura cordobesa tienen forma de octógono regular. Y cuando un octógono regular se inscribe en una circunferencia, la relación entre el radio de esta y el lado de aquel es aproximadamente 1,306563... Este número, igual que el áureo, es irracional. Es un número que no puede expresarse con números inteligibles, así como Dios no puede definirse ni comprenderse con palabras, como nos diría Luca Pacioli.

Los griegos dirigieron su atención al pentágono regular, gestando así la proporción áurea. Quedó, por lo tanto, libre el camino para que las investigaciones de un arquitecto español se centrasen en el octógono regular, e hicieran ver la luz con entidad propia a la proporción cordobesa.

Llegado a nuestra época, y revisando el material traído como muestras del viaje, para su uso en esta presentación, me dominó la necesidad de recomprobación de cuantos datos tenía preparados para tal efecto. Algunos resultados de esta verificación se incluyen en la bibliografía seleccionada que se recoge al final.

Reconozco tener abiertas bastantes preguntas, tales como «¿Qué se

entiende realmente por belleza?» León Battista Alberti, el gran artista, arquitecto y matemático del siglo XV, la definió como:

La concordancia entre las diferentes partes de un conjunto. Concordancia en que esas partes y el conjunto están en armonía con la ley principal de la naturaleza.

Pero ¿no es esto un conjunto de conceptos que a su vez deben ser definidos? ¿Qué se entiende por concordancia? ¿Cuál es la ley principal de la naturaleza? ¿Se puede afirmar que todas las otras razas con sus formas de cultura tienen exactamente los mismos cánones de la concordancia y la armonía que la marcada en nuestra civilización?

Llegados a este punto, debo decir que estoy identificado con la posición de quienes sostienen que la importancia real del número áureo se mantiene en el mundo exclusivamente matemático. Y, en consecuencia, cuando se la hace salir de ahí para intentar ubicarla, y no solo ubicarla sino entronizarla,

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en el mundo del arte (pintura, escultura y arquitectura), la vemos incómoda, deseando liberarse de los brazos que forzadamente se empeñan en sujetarla en el lugar que no le corresponde. Me reafirma en esta posición el resultado de numerosas conversaciones con colegas científicos de nivel profesional muy superior al mío. Pero, como dije antes, hay preguntas abiertas, pues el que se compruebe que algo no sucede en algunos (incluso muchísimos) casos es solo una comprobación parcial, y no una demostración de imposibilidad general.

No quisiera terminar esta exposición sin expresar algo que juzgo importante. Como ya he dicho en muchas ocasiones, y creo que repetiré muchas más en lo que me quede de existencia, yo soy una persona que, sin tener dotes especiales para ello, ha dispuesto de la fortuna de poder estudiar. Ese estudio me ha permitido desarrollar una vocación. Por razón de la misma, amo a los números. Todos son, para mí, los peldaños de una escalera que me ha permitido abandonar el suelo y elevarme un poco. Esa escalera, estoy convencido, lleva a la más alta dignidad a la que puede aspirar el ser humano. Lleva al conocimiento científico y humanista. Mis limitadas fuerzas intelectuales me impedirán subir muy arriba, pero sé que no estoy equivocado. Los números son la matriz de las matemáticas, y las

matemáticas son, como nos dijo con otras palabras Galileo, «el idioma en

que habla Dios».

No puede extrañar que me niegue a establecer clasificación de importancia entre los números, cual si fuesen participantes en cualquier tipo de concurso. Pero acaso es innegable que algunos números tienen una presencia directora fundamental en la naturaleza. Aquí hemos dedicado unos

minutos a hablar de uno de ellos, el número phi (ϕ), el número áureo. Pero, como matemático, debo dejar claro que si unos números merecen ocupar algún trono, esos números son, sin duda, tras el uno, el número cero; el

número pi (π) y la unidad imaginaria i. La historia de estos últimos es fascinante, pero acaso no se dejan adornar de muchos oropeles como para hablar distendidamente de ellos.

Sería muy imprudente decisión por mi parte extender aún más el abuso de la paciencia de ustedes. Pero estoy convencido de que comprenderán que dedique unas palabras de agradecimiento sincero a quienes, de forma tan gentil como voluntariosa y acertada, me prestaron su ayuda en la búsqueda del rigor para mi intervención de esta tarde, en este foro.

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Públicamente rindo tributo de reconocimiento a:

La Sra. Dña. Vassia Mourika, de la Embajada de Grecia por su intervención en la obtención, a través del Ministerio de Cultura de Grecia, de los datos relativos al Auriga de Delfos y del Poseidón del Museo Nacional de Atenas.

A la Diputación de Córdoba, entidad que desde el momento en que fue consultada por mí, trabajó con interés máximo en suministrarme, por medio de D. José Roldán Castaño, todo cuanto he expuesto sobre la proporción cordobesa, así como los datos aclaratorios que acompaño en el anexo.

Al matrimonio Elena Fernández-Bollo y Bernard Crampon, por su ayuda para entrar en contacto con el Museo del Louvre.

Al doctor Rafaelle Carraro, por equivalente apoyo con relación a la Galería de la Academia de Venecia.

Termino ya. Tal y como he acostumbrado a hacer en ocasiones anteriores en que he tenido oportunidad de hablar sobre este tema, hay dos peticiones que deseo hacerles, y una entrega que quiero ofrecerles.

La primera petición les anima a que procedan a preguntar cuanto estimen oportuno, tras esta presentación. Tal vez así podamos aclarar algunos de los interrogantes que sin duda han quedado abiertos. La segunda petición va envuelta en términos de romanticismo. En el origen real y verdadero de la proporción áurea está la figura de Euclides. Por favor, cuando salgan por esa puerta, envíen un pensamiento a aquel anciano. Seguro estoy de que vuela hasta Alejandría, y le llega.

Mi entrega, claro está, es la de mi agradecimiento por la generosidad con la que han acompañado mis palabras. Muchas gracias.

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BIBLIOGRAFÍA seleccionada y comentada

Título: El código secreto Autora: Priya Hemenway Editorial: Evergreen Libro excelentemente editado, con multitud de láminas de gran belleza. Se aprecia que la autora es decidida seguidora de quienes creen ver grandes, y a veces misteriosos, hechos en torno a la proporción áurea. En el libro aparecen los números de Fibonacci, los fractales, etc. Pero, a pesar del entusiasmo con que se intenta, no he encontrado en la obra prueba alguna que avale la trascendencia de la que se quiere dotar al número áureo.

Título: La proporción áurea Autor: Fernando Corbalán

Editorial: National Geographic. Serie «El mundo es matemático» En el libro hay mucha información general, y matemática en particular, con gran cantidad de figuras y reproducciones. Se acompaña la pretendida trascendencia del número áureo, como en tantos otros libros dedicados al mismo tema, por los números de Fibonacci, los mosaicos de Penrose, etc. Pero, pese a estos recubrimientos, la capital importancia del número áureo queda flotando alrededor de la opinión del lector, pues no hay una prueba que justifique, sin ningún género de dudas, la autenticidad de cuantos misteriosos resultados se enumeran.

Título: El número de oro. Los ritmos y los ritos Autor: Matila C. Ghyka Editorial: Apóstrofe En la obra se encuentra un completo estudio filosófico, e introducción histórica, de los números. Tras la definición del número áureo, se presentan muchas de sus propiedades algebraicas y geométricas. Hay abundancia de láminas, y descripción detallada de las medidas del cuerpo humano ideal. También se suministran las dimensiones de importantes monumentos históricos, como la Gran Pirámide y la cámara del faraón, diversas tumbas, etc. En todas ellas, aparece el número áureo en forma no siempre clara y, no siempre, aceptada por otros autores. Por el nivel de detalle, y abundancia de láminas, es un libro dirigido a personas con orientación a la arquitectura.

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Título: La proporción áurea Autor: Mario Livio Editorial: Ariel Excelente obra de un importante científico dedicado a la cosmología. Aquí, se encuentra un desapasionado estudio del número áureo, con la desmitificación razonada de muchas de las propiedades que, en otros textos, quieren presentarse como misteriosas. Se hace una rigurosa exposición de las propiedades aritméticas y geométricas de la proporción áurea, usando un lenguaje totalmente asequible. Como en casi todas las obras que tratan el tema, aparecen los números de Fibonacci, los fractales, etc. También el tratamiento que se hace aquí de estos conceptos es impecable por ceñirse a la verdad demostrada, alejándose de la ficción. Es un libro muy recomendable. Título: El principio universal del módulo de Elliot Autor: Antonio Sáez del Castillo Editorial: Gemovasa Con un detallado y completo estudio sobre las circunstancias biológicas relativas a la reproducción de determinada especie animal, el autor primero analiza y desmonta después, la tradicional presentación que se viene haciendo de los números de Fibonacci. También encontramos una interesante exposición histórica del origen de las matemáticas. Título: Números de Fibonacci Autor: N. N. Vorobiov

Editorial: Mir. Moscú. Colección «Lecciones Populares de Matemáticas» Puesto que en cada obra que trata de la proporción áurea aparecen los números de Fibonacci (y muchas veces tal y como aparecen, desaparecen sin dejar clara la motivación de su presencia y sus propiedades), es imposible obviar la existencia de este pequeño libro, sencillamente extraordinario. Procede de uno de los grandes matemáticos de la antigua Unión Soviética. Está dirigido a un público con clara vocación, y cierta preparación, matemática. Por lo tanto, se atiene al rigor absoluto. El lector disfruta del nacimiento y desarrollo rigurosos de todas las sucesiones tipo Fibonacci, y de sus propiedades matemáticas. Funck-Hellet, Les œuvres peintes de la Renaissance italienne et le nombre d’or, París, 1932. Christian Lahanier, La Joconde: essai scientifique, París, 2007.

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Algunas medidas y dimensiones de esculturas

1. Estatua de Poseidón (Museo Arqueológico de Atenas) Altura: 2,09 metros Extensión de los brazos: 2,10 metros

2. Estatua del Auriga (Museo Arqueológico de Delfos) Altura total: 1,80 metros Altura de la cabeza: 0,25 metros Altura del cuerpo: 1,55 metros Ancho de hombros: 0,42 metros Ancho del resto del cuerpo: 0,30 metros Dimensiones de la base de la estatua:

Alto: 0,30 metros Largo: 0,90 metros Ancho: 0,80 metros

Estos datos han sido amablemente suministrados por la Embajada de Grecia.