kawabata yasunari - la langosta y el grillo

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Página 1 La langosta y el grillo YASUNARI KAWABATA Batta to suzumushi, 1924 Caminaba a lo largo del muro con techo de tejas de la universidad, cuando decidí cambiar de rumbo y marchar hacia el edificio de la facultad. Al cruzar la verja blanca que rodea el patio, desde un oscuro conjunto de arbustos, bajo unos cerezos que ya estaban negros, me llegó el canto de un insecto. Aminoré la marcha y presté atención a ese sonido, sin ganas de desprenderme de él, tanto que giré sobre mi derecha para no abandonar del todo el patio. Al volverme hacia la izquierda, vi que la verja se abría hacia un terraplén con naranjos y, al aproximarme a ese rincón, se me escapó una exclamación de sorpresa. Mis ojos, brillantes de curiosidad, descubrieron lo que se les revelaba y me apresuré con pasos ágiles. En el fondo del terraplén se mecía un racimo de hermosas linternas multicolores, como las que se ven en los festivales de remotas aldeas campesinas. Sin necesidad de más datos, me di cuenta de que se trataba de un grupo de niños participando de una cacería de insectos en medio de los arbustos. Eran como veinte linternas. No sólo las había carmesíes, rosas, violetas, verdes, celestes y amarillas, sino que alguna hasta brillaba con cinco colores al mismo tiempo. También había algunas rojas, de forma cuadrada, compradas en algún negocio. Pero la mayoría eran unas cuadradas y muy bellas que los propios niños

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Page 1: Kawabata Yasunari - La Langosta Y El Grillo

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La langosta y el grillo YASUNARI  KAWABATA 

 

Batta to suzumushi, 1924 

Caminaba a lo largo del muro con techo de tejas de la universidad, cuando decidí cambiar de rumbo y marchar  hacia  el  edificio  de  la  facultad. Al  cruzar  la  verja  blanca  que  rodea  el  patio,  desde  un  oscuro conjunto de arbustos, bajo unos cerezos que ya estaban negros, me llegó el canto de un insecto. Aminoré la marcha  y  presté  atención  a  ese  sonido,  sin  ganas  de  desprenderme  de  él,  tanto  que  giré  sobre mi derecha para no abandonar del todo el patio. Al volverme hacia la izquierda, vi que la verja se abría hacia un terraplén con naranjos y, al aproximarme a ese rincón, se me escapó una exclamación de sorpresa. Mis ojos, brillantes de curiosidad, descubrieron lo que se les revelaba y me apresuré con pasos ágiles. 

En el fondo del terraplén se mecía un racimo de hermosas linternas multicolores, como las que se ven en  los  festivales  de  remotas  aldeas  campesinas.  Sin  necesidad  de más  datos, me  di  cuenta  de  que  se trataba de un grupo de niños participando de una cacería de insectos en medio de los arbustos. Eran como veinte  linternas. No sólo  las había carmesíes, rosas, violetas, verdes, celestes y amarillas, sino que alguna hasta  brillaba  con  cinco  colores  al  mismo  tiempo.  También  había  algunas  rojas,  de  forma  cuadrada, compradas en  algún negocio. Pero  la mayoría  eran unas  cuadradas  y muy bellas que  los propios niños 

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habían fabricado con mucho amor y dedicación. Las linternas que se balanceaban, el grupo de niños en esa solitaria colina, ¿no componían acaso una escena digna de un cuento de hadas? 

Cierta  noche,  uno  de  los  niños  de  la  vecindad  había  oído  el  canto  de  un  insecto  en  esa  colina.  Se compró una  linterna roja y volvió a  la noche siguiente para buscarlo. A  la siguiente, se  le unió otro. Este nuevo compañero no podía comprarse una linterna, así que hizo cortes en el frente y la parte posterior de un cartón y, empapelándolo, colocó una vela en la base y le ató una cuerda en la parte superior. El grupo creció  a  cinco,  y  en  seguida  a  siete. Aprendieron  a  colorear  el  papel  que  tensaban  sobre  el  cartón  ya cortado, y a dibujar sobre él. Luego estos sabios niños artistas, cortando de hojas de papel formas como redondeles,  triángulos  y  rombos,  y  coloreando  cada  ventanita  de  un  modo  distinto,  con  círculos  y diamantes  rojos  y  verdes,  lograron un diseño decorativo propio  y  completo.  El  niño de  la  linterna  roja pronto la descartó por ser un objeto sin gusto que se podía comprar en cualquier negocio. El que se había fabricado  la  suya  la  desechó  porque  juzgó  su  diseño  demasiado  simple.  Lo  ideado  la  noche  anterior resultaba  insatisfactorio a  la mañana  siguiente. Cada día,  con  tarjetas, papel, pinceles,  tijeras, navajas y cola, los niños hacían nuevas linternas que surgían de su mente y su corazón. ¡Mira la mía! ¡Que sea la más bella! Y cada noche salían a su cacería de insectos. Eran los niños y sus lindas linternas lo que estaba viendo ante mí. 

Extasiado, me quedé dejando correr el tiempo. Las linternas cuadradas no sólo tenían diseños pasados de moda y formas de flores, sino que los nombres de los niños que las habían construido estaban calados en caracteres rectos de silabario. A diferencia de  los pintados sobre  las  linternas rojas, otras (hechas con cartulina gruesa recortada)  llevaban sus dibujos sobre el papel que cubría  las ventanitas, de modo que  la luz de la vela parecía emanar de la forma y el color del dibujo. Las linternas resaltaban las sombras de los arbustos. Y los niños se acuclillaban ansiosos en esa colina dondequiera que oyeran el canto de un insecto. 

—¿Alguien quiere una langosta? Un  chico, que había  estado  escudriñando un  arbusto  a unos  tres metros de  los otros,  se  irguió de 

improviso para gritar esa frase. —Sí, dámela. Seis  o  siete  niños  se  le  acercaron  corriendo.  Se  amontonaron  detrás  del  que  la  había  hallado, 

intentando  espiar  dentro  de  la mata  de  plantas.  Restregándose  las manos  y  estirando  los  brazos,  el muchacho se quedó de pie, como custodiando el arbusto donde estaba el insecto. Balanceando la linterna con la mano derecha, volvió a convocar a los otros niños. 

—¿Nadie quiere una langosta? ¡Una langosta! —Yo la quiero. Cuatro o cinco chicos más  llegaron corriendo. Parecía que nadie podría haber cazado un  insecto más 

precioso que una langosta. El muchacho gritó por tercera vez. —¿Nadie más quiere una langosta? Otros dos o tres se aproximaron. —Sí, yo la quiero. Era una niña, que se ubicó justo a espaldas del chico que había encontrado el insecto. Dándose vuelta 

graciosamente, éste  se  inclinó hacia ella. Pasó  la  linterna a  su mano  izquierda y metió  la derecha en el arbusto. 

—Es una langosta. —Sí, la quiero tener. El chico se puso de pie de un salto. Como si dijera "aquí  lo tienes", extendió el puño que aferraba el 

insecto hacia  la niña. Ella, deslizando su muñeca  izquierda bajo  la cuerda de  la  linterna, envolvió con sus dos manos el puño del muchacho. Él abrió  con presteza  su puño. Y el  insecto quedó atrapado entre el pulgar y el índice de la niña. 

—Oh, no es una langosta sino un grillo. Los ojos de la niña brillaron al mirar el pequeño insecto castaño. —Un grillo, un grillo. Los niños repitieron como un coro codicioso. 

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—Un grillo, un grillo. Clavando  su  inteligente  y brillante mirada  en el  chico,  la  jovencita  abrió  la  jaulita que  llevaba  a un 

costado y depositó en ella al grillo. —Es un grillo. —Oh, sí, es un grillo —murmuró el chico que  lo había capturado. Sostuvo  la  jaulita a  la altura de sus 

ojos y observó el  interior. A  la  luz de  su bella  linterna multicolor,  también  sostenida a  la misma altura, observó el rostro de la niña. 

Oh, pensé, y tuve envidia del chico, y me sentí cohibido. ¡Qué tonto había sido yo al no comprender su acción! Y contuve la respiración. Había algo sobre el pecho de la niña, algo de lo que ni el niño que le había dado el grillo, ni ella que lo había aceptado, ni los niños que observaban se habían percatado. 

¿Acaso en  la débil  luz verdosa que caía  sobre el pecho de  la niña, no  se  leía claramente el nombre "Fujio"? La linterna del chico, que colgaba al lado de la jaulita de la niña, inscribía su nombre, grabado con navaja en la verde apertura empapelada, sobre el blanco kimono de algodón de ella. La linterna de la niña, que pendía blandamente de su muñeca, no proyectaba su inscripción con tanta claridad, pero era posible distinguir, en una  temblorosa mancha  roja  sobre  la  cintura del muchacho, el nombre  "Kiyoko". De este azaroso juego entre el rojo y el verde —fuera azar o juego— ni Fujio ni Kiyoko estaban enterados. 

Incluso si por siempre recordaran que Fujio  le había dado el grillo y que Kiyoko  lo había aceptado, ni siquiera en sueños llegarían a saber que sus nombres habían quedado inscriptos: en verde sobre el pecho de Kiyoko, en rojo en la cintura de Fujio. 

¡Fujio! Cuando ya te hayas convertido en un hombre, ríe con placer ante el deleite de una muchacha, a quien le han dicho que se trata de una langosta, y recibe un grillo; y ríe también con cariño de su desilusión al recibir una langosta cuando le habían prometido un grillo. 

Aun si tienes  la astucia de buscar solo en un arbusto, alejado de  los otros niños, debes saber que no abundan  los grillos en este mundo. Probablemente encuentres una muchacha parecida a una  langosta a quien veas como un grillo. 

Aunque al final, a tu enturbiado y ofendido corazón hasta un verdadero grillo le parecerá una langosta. Y si  llegara ese día, cuando te parezca que en el mundo sólo abundan  las  langostas, me apenará que no puedas recordar el juego de luces de esta noche, cuando tu nombre por efecto de tu bella linterna se ha inscripto en verde sobre el pecho de una jovencita.