javier abad gómez - filosofía de la religión

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II. La esencia de la Religión 1. Definición y dimensiones de la religión. La religión es esencialmente la recta ordenación del hombre a Dios. Es, ante todo, un acto que se realiza en la interioridad propia del hombre, aunque no es un acto puramente interno: es el hombre en tanto que hombre quien es afectado por lo divino. El hombre no es pura interioridad, no es un espíritu puro, sino una unidad de interioridad y exterioridad, de cuerpo y alma. El hombre no es sólo un individuo, sino también un ser social; ni es tan sólo una cosa, un ser, sino un llegar a ser. La religión es entonces un fenómeno complejo que tiene su cara visible, social e histórica. Vamos a profundizar en la conexión que hay entre la religiosidad interior y las dimensiones objetivas de la religión. • La dimensión corpórea de la religión Es evidente que en la conducta religiosa del hombre el acento se carga sobre la interioridad, sobre las realizaciones espirituales. De hecho, una religión muere porque se convierte en algo puramente objetivo, es decir, porque deja de ser expresión de una interioridad subjetiva. Pero el hombre está delante de la divinidad no sólo en una dimensión de su realidad humana, sino en cuanto que hombre. La persona humana no es un alma espiritual encerrada en un cuerpo como en una cárcel, sino que es una unidad originaria de cuerpo y alma. La existencia humana se realiza como un «estar en el mundo mediante su cuerpo». Lo interior informa al cuerpo; la actitud interna se manifiesta en la acción y el movimiento; sentimientos y propósitos se manifiestan en los gestos y en las facciones del hombre. La interioridad del hombre se sirve de las facultades exteriores no como de realidades independientes de la misma sino como de algo que le pertenece. Por ello, la relación de la persona con Dios necesita elaborar unas actividades específicas en las que se manifieste. El reconocimiento personal de Dios necesita manifestarse en diversas mediaciones y expresiones, que constituyen el lado visible de la vida religiosa. Es decir, la religión lleva un cuño sensible- corporal porque también en ella se muestra que la dimensión externa

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II. La esencia de la Religión

1. Definición y dimensiones de la religión.

La religión es esencialmente la recta ordenación del hombre a Dios. Es, ante todo, un acto que se realiza en la interioridad propia del hombre, aunque no es un acto puramente interno: es el hombre en tanto que hombre quien es afectado por lo divino. El hombre no es pura interioridad, no es un espíritu puro, sino una unidad de interioridad y exterioridad, de cuerpo y alma. El hombre no es sólo un individuo, sino también un ser social; ni es tan sólo una cosa, un ser, sino un llegar a ser. La religión es entonces un fenómeno complejo que tiene su cara visible, social e histórica. Vamos a profundizar en la conexión que hay entre la religiosidad interior y las dimensiones objetivas de la religión.

• La dimensión corpórea de la religión

Es evidente que en la conducta religiosa del hombre el acento se carga sobre la interioridad, sobre las realizaciones espirituales. De hecho, una religión muere porque se convierte en algo puramente objetivo, es decir, porque deja de ser expresión de una interioridad subjetiva.

Pero el hombre está delante de la divinidad no sólo en una dimensión de su realidad humana, sino en cuanto que hombre. La persona humana no es un alma espiritual encerrada en un cuerpo como en una cárcel, sino que es una unidad originaria de cuerpo y alma. La existencia humana se realiza como un «estar en el mundo mediante su cuerpo». Lo interior informa al cuerpo; la actitud interna se manifiesta en la acción y el movimiento; sentimientos y propósitos se manifiestan en los gestos y en las facciones del hombre. La interioridad del hombre se sirve de las facultades exteriores no como de realidades independientes de la misma sino como de algo que le pertenece.

Por ello, la relación de la persona con Dios necesita elaborar unas actividades específicas en las que se manifieste. El reconocimiento personal de Dios necesita manifestarse en diversas mediaciones y expresiones, que constituyen el lado visible de la vida religiosa. Es decir, la religión lleva un cuño sensible-corporal porque también en ella se muestra que la dimensión externa e interna del hombre forman una unidad interna. La conmoción terrible que la experiencia de lo divino provoca en el hombre le hace doblegarse en su gesto, le hace caer de rodillas; la conciencia de la propia indignidad frente a lo divino le hace humillar la vista y golpearse el pecho; el deseo de salvación extiende sus brazos; la salvación experimentada en su encuentro con lo divino le hace prorrumpir en gritos de júbilo y acción de gracias. Tan plurales como los actos que se desencadenan en el interior del hombre son las formas de expresión en que se realizan.

Es preciso anotar que las manifestaciones exteriores son necesarias, pero no son lo determinante para la identificación de lo religioso. Teóricamente es posible que existan «ceremonias» de todo tipo, externamente identificables como religiosas por pertenecer a una tradición religiosa, pero vaciadas de contenido religioso y, a la inversa, cabe una relación religiosa auténtica que pugna por abrirse camino a través de mediaciones todavía no identificadas históricamente como religiosas. El criterio para distinguir cuando algo es religioso es el siguiente: serán religiosas las actividades en las que el sujeto expresa su relación recta con la realidad suprema, a Dios. Cuando esta relación falta, las actividades, aunque materialmente pertenezcan al mundo de la religión, sólo serán religiosas en apariencia.

De manera muy especial hay que advertir que las relaciones entre la interioridad religiosa y su realización externa pueden derivar hacia lo banal; porque las formas religiosas externas son, en general, más fáciles de cumplir y menos exigentes que sus correspondientes actos internos. Las

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formas de expresión religiosa fácilmente pueden realizarse sólo de un modo externo, hasta el punto de que ya no estén animadas por los actos internos a los que se ordenan como medios. Por ese camino la esencia de la religión degenera en su completa negación, bien porque los medios de expresión religiosa se ponen al servicio de un objetivo distinto del religioso, bien porque funcionan con fines egoístas o porque se explotan en un sentido mágico. Ni deja tampoco de afectar a la conducta religiosa el que el hombre, cuando lleva a cabo su relación con lo divino, se exponga también a las influencias de lo que es producto de la naturaleza, la sociedad y la historia.

• La dimensión social e institucional de la religión

Junto a la dimensión concreta corpórea, la dimensión social es un aspecto esencial de la existencia humana. Se manifiesta en el deseo del hombre por participar y pertenecer a una comunidad y en su miedo al aislamiento. El hombre no es un ser social por propia decisión, sino por naturaleza: está constituido de tal modo que sólo a través del coexistir con otros puede realizarse a sí mismo.

También la conducta religiosa está determinada socialmente y referida a la sociedad. El hombre necesita entenderse con otros en el campo religioso y saberse de acuerdo con ellos. Al ser la religión un acto plenamente humano, deja de ser una manifestación subjetiva puramente privada y se inserta en la vasta convivencia de los hombres. De ahí que el proceso religioso del individuo se desarrolle hasta la manifestación pública de una comunidad religiosa en la que aquél está inscrito. Es la comunidad religiosa la que suscita, desarrolla, informa y sostiene la conducta religiosa de cada miembro de esa comunidad. Asimismo, la eficacia de la respectiva comunidad religiosa se vigoriza a partir de la autenticidad y fuerza de la conducta religiosa de sus individuos.

Es preciso anotar que el hombre experimenta el misterio divino, no como algo privado, a lo que sólo él puede pretender el acceso sin incorporar también a sus semejantes. Cuando a un individuo se le comunica una peculiar experiencia religiosa, se siente impulsado a testimoniar esa su experiencia ante otros hombres, invitándolos a que se adhieran a él.

La huella social de la religiosidad del individuo depende en buena parte de la acción que hombres con especiales dotes religiosas ejercen sobre otros. Aunque toda religiosidad tiene sus raíces en el estremecimiento subjetivo que lo divino produce, tal religiosidad no la viven todos de la misma manera. El hombre religiosamente menos dotado necesita de un guía; tal vez tenga que empezar por ser llevado de su dispersión a un recogimiento interior, tal vez tengan que abrírsele los sentidos para que pueda conocer la verdadera importancia de los fenómenos religiosos y percibir así la sacudida de lo divino.

Si el proceso religioso del hombre, en virtud de la dimensión social del ser humano, se desarrolla hasta la manifestación pública de una comunidad religiosa, y si toda convivencia ordenada tiene como supuesto y como secuela los hechos sociales antes mencionados, eso significa en concreto también que la religión implica un proceso en el curso del cual se forman, para la respectiva comunidad religiosa, unos dogmas y símbolos fijos capaces de ganarse el asentimiento general, se desarrollan determinadas normas religiosas de conducta y actuación, los individuos asumen determinadas funciones que acaban cristalizando en roles y posiciones precisas y se establecen formas determinadas a fin de poder transmitir las doctrinas de la fe, las normas y valores a otros hombres y a la generación siguiente. En una palabra: cristaliza de un modo perfectamente definido la forma en que ha de discurrir la vida religiosa en la comunidad. E inevitablemente se llega a la institucionalización de la religión.

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La fuerza sugestiva que poseen las formas de expresión, los modos de comportamiento y los roles institucionalizados contribuye a despertar la vida religiosa del individuo, le da apoyo y firmeza al tiempo que la preserva de estrecheces y parcialidades subjetivas.

Pero tal institucionalización comporta también ciertos peligros: puede provocar un proselitismo adocenado y fomentar una piedad puramente externa, que ahogan la religiosidad personal. Más aún, hemos de conceder que el proceso religioso personal siempre experimenta ciertas tensiones con la institucionalización religiosa. Y ello es así, porque tal proceso religioso, en el que se trata de que el hombre acepte personalmente como real lo divino supramundano con plena confianza, siempre ha de precaverse contra el peligro que viene dado con cualquier institucionalización: que la esencia trascendente del proceso fundamental se ahogue o pierda en las formas de la institución, que sirva a la misma y no a lo divino, lo cual está por encima de cualquier religión institucionalizada y por encima de todo lo mundano. Por otra parte, todo esto no resta importancia a la institucionalización, la cual es necesaria para que la vida religiosa se realice como un acto plenamente humano, se afiance y siga transmitiéndose.

• La dimensión histórica de la religión

Aunque el proceso religioso apunta en definitiva no al mundo ni a nada existente en él, sino a una realidad que está por encima y más allá, de hecho se desarrolla en el marco de este mundo, recibe su forma en el espacio y con el tiempo, está sujeto a la limitación, pluralidad y temporalidad de todo lo mundano, se inserta en la multiplicidad de formas de conducta religiosa y está condicionado no sólo por la dimensión corpórea y social de la existencia humana sino también por su dimensión histórica.

Tener historia es algo específico del hombre; el animal no tiene historia en sentido estricto. La historia sólo se da cuando está en juego la libertad: cuando el acontecer no se deriva simplemente de algo anterior (instintos innatos) sino que siempre está en juego por obra de unas decisiones.

La historicidad del proceso existencial humano afecta también a la religión; también ésta, en tanto que realización de la existencia humana, está sujeta al cambio del tiempo. Ello se hace patente sobre todo en las formas de expresión y conducta, en las que se concreta el fenómeno religioso. Cuando el hombre lo expresa, en tanto que ser corpóreo y social, entre otras cosas para entenderse con los otros en algo que es capital para él y llegar a un acuerdo, necesita establecer símbolos que sean inteligibles para todos (imágenes sensibles de lo divino, que en sí es invisible e indisponible, pero siempre de capital importancia) y ritos practicables (acciones que pueden repetirse).

Todo ello viene a constituir el «lenguaje» de la religión y respecto del hombre individual representa las más de las veces unos modelos de comprensión ya establecidos. El hombre religioso se crea ese «lenguaje», ese mundo religioso de conceptos e imágenes; y sus formas de conducta no surgen del vacío sino que las configura el hombre sirviéndose del depósito de formas de expresión y de modos de conducta que son posibles y pueden entenderse en la respectiva época histórica condicionada por su cultura y en su correspondiente concepción de la realidad.

Ese condicionamiento histórico es propio de todas las manifestaciones religiosas, tanto si se atribuyen a la acción misma de la divinidad como si en su constitución se deja campo a la iniciativa humana. La propia divinidad sólo puede convertir en símbolos de sus manifestación, de su querer y acción aquellas cosas y procesos, formas y maneras de conducta que resultan posibles y comprensibles en la respectiva concepción de la realidad que tiene un grupo en una determinada época histórica. Y cuando el hombre o un grupo determinado elige o crea unas formas de expresión

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para la vivencia de su sentimiento ante la divinidad, sólo puede tomarlas del ámbito que en cada caso puede darse y entenderse.

Por ello tanto los símbolos religiosos, en los que lo divino se le hace presente y comprensible al hombre, como las formas de expresión, en las que se concreta la reacción del hombre ante lo divino, están sujetos al cambio histórico. Y en virtud de ese condicionamiento histórico, los símbolos y ritos están en una relación tensa entre tradición y situación presente. De continuo surgen problemas cuando el sentido tradicional de los símbolos y ritos transmitidos le resulta algo extraño e incomprensible al individuo, y cuando esas formas de expresión religiosa llegadas del pasado no resultan inteligibles para una época nueva.

Dicha relación tensa se acentúa más aún por la tendencia de las manifestaciones y formas de expresión religiosa al anquilosamiento. Éste se explica, en parte, por la función que tales formas desempeñan de cara al proceso religioso subjetivo y, de otra, por su relación con lo divino. La inmutabilidad de lo divino fácilmente la traslada el hombre a las formas religiosas de manifestación y expresión.

II. Esencia de la religión

2. Respeto y diálogo entre las diversas religiones

• Respeto

La base del respeto que debe existir es el hecho de que ninguna religión es simpliciter falsa. Pablo VI, en el mensaje de Pascua de 1964, afirmaba: “No hay religión que no posea un rayo de luz, que nosotros no debemos menospreciar ni extinguir, aunque no baste para proporcionar al hombre la claridad que necesita para realizar el milagro de la luz cristiana, donde confluyen la verdad y la vida. Pero cualquier religión nos conduce hacia el Ser trascendental… Todas las religiones son un amanecer de fe, y nosotros esperamos que esta aurora se extienda y llegue hasta el radiante esplendor de la sabiduría cristiana”

Desde el punto de vista cristiano, el diálogo con otras religiones es muy fructífero. Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor “cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios”. Este diálogo –nos recuerda Juan Pablo II en Redemptor hominis- “no nace de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu, que sopla en donde quiere”.

Se camina con otros hacia la verdad y para colaborar en obras de interés común. Esto no quiere decir que se deba, ni siquiera que se pueda poner entre paréntesis la propia fe, aunque sea de manera provisional. La honestidad y la sinceridad del diálogo requieren, por el contrario, que las diversas partes se comprometan en la integridad de su fe. El diálogo no quiere decir compartir con el otro la misma fe.

• El derecho a la libertad religiosa

La persona tiene derecho a obrar según su conciencia en materia religiosa y a actuar conforme a ello. El fundamento de este derecho está en la dignidad de la persona, que no puede ser coaccionada: el hombre no puede ser nunca constreñido a aceptar la verdad. Así lo explica Juan

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Pablo II en Cruzando el umbral de la esperanza: “Si el hombre advierte en su propia conciencia una llamada, aunque esté equivocada, pero que le parece incontrovertible, debe siempre y en todo caso escucharla. Lo que no le es lícito es entrar culpablemente en el error, sin esforzarse por alcanzar la verdad”.

3. La religión y sus degeneraciones

Al llegar a este punto, conviene hablar de tres posturas falsas de religiosidad como son: las religiones de sustitución, la magia y el abuso de la religión.

• Las religiones de sustitución

La religión no debe confundirse con sus disfraces. Los sucedáneos se caracterizan por el hecho de que en ellos la nostalgia de lo sagrado es sustituida por una idealización idolátrica de los bienes y valores terrenos. Estas formas son típicas no sólo de las culturas primitivas, en las que abundan los ídolos y fetiches, sino también de culturas más evolucionadas. A este respecto es preciso señalar que al fenómeno de la secularización, entendido como rechazo explícito —tanto positivo (ateísmo) como negativo (indiferencia religiosa)— de la dimensión divina, no ha seguido tanto una situación de a-religiosidad sino una búsqueda de ídolos que dan vida a nuevas formas de experiencia pseudosacrales.

La lista de religiones de sustitución es larga y abraza ideologías y praxis socio-políticas tales como el nacionalsocialismo, el marxismo, el culto al dinero y al éxito propio que se da en ciertas formas de capitalismo. En todos estos casos se trata siempre de «valores» humanos que son absolutizados hasta convertirse en fetiches.

A pesar de las semejanzas exteriores, estas manifestaciones se distinguen de la religión tanto en su aspecto subjetivo como en su aspecto objetivo. En primer lugar, no se dirigen a una realidad verdaderamente absoluta y divina. En consecuencia, el término último al que se refieren no tiene un valor auténticamente sagrado. Al tratarse de valores radicalmente humanos no coinciden con el «Totalmente otro», con la realidad suprema y santa capaz de redimir al creyente llamándolo a una existencia radicalmente nueva.

Desde el punto de vista subjetivo, las religiones de sustitución no están en condiciones de madurar un sentimiento de temor y de amor verdaderamente reverencial. Aparte de exaltaciones momentáneas y de un lenguaje pseudomístico, los propugnadores de las religiones de sustitución no están en condiciones de experimentar sentimientos de auténtica adoración, de alabanza, de radical sumisión, de oración o de súplica respecto a las realidades divinizadas por ellos. Su capacidad de entrega puede conducir al sacrificio de sí mismo. El pathos que les anima puede incluso provocar la envidia de algunos creyentes por su fervor. Pero, sin embargo, no puede de ningún modo generar sentimientos similares a los que emergen en el interior de la vivencia religiosa.

En conclusión, estas formas no tienen con la religión más una semejanza o analogía externa. Querer a cualquier precio llamarlas religión —como hemos visto que hacen algunos autores— es claramente abusar de un lenguaje metafórico.

• Magia y religión

La religión no es equiparable a la magia. La magia es el intento de someter algunas fuerzas naturales o divinas personales.

Aunque es difícil discernir, vamos a profundizar en algunos aspectos en los que difieren ritos

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mágicos y espiritualidad religiosa. Las diferencias se captan cuando se consideran ambos fenómenos en su formalidad más propia.

1. La actitud del hombre: la religión representa una mente obediente, mientras que la magia representa una actitud imperiosa, autoafirmativa; es sumisión frente a control. Una persona religiosa trata la sobrenatural como sujeto, mientras que un mago lo trata como objeto. A la magia le mueve sobre todo el deseo de constreñir la potencia divina para que cumpla los propios deseos.

2. En relación con la sociedad: la religión es una cuestión que atañe al individuo y la sociedad, mientras que la magia es asunto del individuo. En la magia el individuo está en primer plano.

Las prácticas mágicas suelen ser antisociales o, al menos, asociales. Mientras que la religión tiene un carácter fuertemente cohesivo y socializante (ya que tiende a crear comunión no sólo entre Dios y el hombre, sino también entre los creyentes), la magia tiene un carácter antisocial. Se sigue de aquí que, mientras que la religión tiende fácilmente a la institucionalización, la magia se muestra refractaria a cualquier forma de socialización.

3. El instrumento: La magia recurre principalmente a fórmulas de conjuro y de exorcismo a diferencia de la pietas, que recurre a la profesión de fe y a la oración de súplica, de invocación y de alabanza. Así lo ha expresado el Profesor M. Guerra: «El hombre religioso quiere agradar a la divinidad, a la que se puede implorar, pero no forzar; la divinidad puede concederle lo que pide o demorar su concesión y no dársela jamás; el religioso lo acepta y se pliega a la voluntad divina. El mago se sirve de la divinidad, manipulando lo sagrado con su "técnicas", que la "obligan", pues —según él— se da relación inmediata y necesariamente eficaz entre el rito del tipo que sea y el éxito de la empresa o consecución de lo significado por el gesto o rito y por lo pedido. La eficacia del conjunto mágico reside más en las palabras pronunciadas y en las acciones concomitantes (fórmulas, exclamación, gestos, invocaciones, encantamientos mágicos) que en la divinidad invocada».

Es cierto que el mago también invoca y suplica. Pero sus oraciones son hechas con la intención de halagar a la potencia divina más que con la de rendirle homenaje. Son expresiones de una voluntad de afirmación más que de una voluntad de sumisión confiada. Expresan el deseo de coercionar a lo sagrado más que el intento de cumplir la voluntad divina.

4. El fin: En la religión se busca la cercanía con lo divino; en la magia se pretenden determinadas metas de la vida. La magia tiene, por ello, una finalidad muy egoísta. A diferencia de la religión, no tiene como objeto la alabanza y el reconocimiento adorante, sino el interés de quien recurre a ella. Mientras que la religión es un fin en sí misma, la magia es un medio para lograr que se realice el deseo del mago.

En conclusión, podemos decir que la magia difiere de la religión en que la magia es manipuladora en esencia, aunque esta manipulación de realice en una atmósfera de miedo y respeto, maravilla y prodigio, similar a lo que caracteriza a la actitud religiosa.

• El abuso de la religión

Se trata de determinadas expresiones religiosas, que, conservando la apariencia de religión, se

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han desviado de su esencia o la han perdido. Hay dos formas principales de abuso de la religión: la ideologización de la religión y el fanatismo religioso.

La religión como ideología

En muchos lugares y en muchos momentos, la religión ha sido usada como ha sido usada como instrumento de dominio y de opresión por parte de muchos gobernantes.

Se trata, evidentemente, de un abuso de la religión. La religión es instrumentalizada con el objeto de aumentar el poder. Se busca precisamente lo venerable en la forma de la religión para que el poder mismo, que en ciertas circunstancias es malo, parezca digno de veneración.

Pero la religión está en el polo opuesto a la ideología. La religión, al proclamar la soberanía y primacía de Dios, se opone a toda forma de absolutismo político y de tiranía. Si se ideologiza la religión, se da una forma de abuso de la misma.

El fanatismo religioso

El fanatismo, considerado en general, es una actitud humana que comporta la entrega exagerada y desmedida a una idea. Supone, por tanto, una preocupación o apasionamiento ciego por una cosa; una exaltación de la inteligencia (obcecación) y de la voluntad (terquedad).

El fanatismo religioso es una cierta forma de ideologización de la religión. Consiste fundamentalmente en una exaltación del ánimo que conduce al exceso en la afirmación de determinadas creencias religiosas. El fanático es el visionario que se persuade de estar en posesión de la verdad, recibida de lo alto y de esta persuasión brota su actitud cerrada e intransigente hacia todo lo que no sea su idea. El fanatismo más radical es el de quien no sólo proclama que su opinión y su actitud son frutos de una revelación divina, un mensaje que él ha recibido de los dioses, sino que dice que ese mensaje es exclusivista y que debe ser impuesto violentamente contra todos y contra toda razón. Por esto ese fanatismo pseudorreligioso no admite el diálogo.

La raíz del fanatismo está en la voluntad de ser como dioses, de suplantar a Dios y otorgar un valor incondicionado a la propia voluntad finita. Con la pretensión de actuar nombre de la religión y de Dios se impone la propia voluntad. Así, el fanático quiere ser absoluto y no tolera en el fondo que otro, a saber, Dios, sea absoluto y limite o cuestione sus pretensiones. De esa manera, en realidad sólo creerá en sí mismo y en el hecho de que por su propia fuerza puede ser el Dios del mundo, Pero dará a entender que cree en Dios, y quizá estará persuadido de esto.

El fanatismo es un abuso de la religión, una forma inauténtica de religiosidad, porque en él el derecho absoluto de Dios pasa a ser derecho absoluto del hombre. El fanático no cree en nadie más que en sí mismo, lo cual le conduce a desconfiar de todos, llegando así a la cerrazón, la estrechez y la coacción. De esa manera la esencia de la religión se invierte en ésta forma de abuso de la misma.

El fanatismo es también una forma de irracionalismo que surge cuando decaen las auténticas formas de vida religiosa. Se apoya en la credulidad de otras personas, que otorgan una confianza acrítica a lo que proclama el fanático. Se echa de ver, por último, que el fanático vive del recuerdo de la auténtica posibilidad de la religión. Sólo porque existe una forma auténtica de vivir la religión puede el fanático enmascarar su actitud.

III. Problema filosófico de la diversidad de las religiones

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A. Origen

La existencia de una diversidad de religiones es esencial al fenómeno religioso tal como se nos presenta. Ahora bien, cabe preguntarse tanto por la razón de esa pluralidad como por la relación del cristianismo como religión con el resto de religiones.

Para responder a la pregunta inicial, hay que partir de la infinitud de Dios y de la finitud del hombre en todas sus vertientes. En la religión hay dos sujetos: Dios y el hombre. La falibilidad viene desde lo humano: de la inteligencia —deficiencia en el conocimiento de Dios— y de la voluntad –deficiencia en el reconocimiento de Dios—.

El Concilio Vaticano II señalaba: «Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra; y tienen también un solo fin último, Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos. [...] Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los recónditos enigmas de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte y, finalmente, el último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia el que nos dirigimos. Desde la antigüedad hasta nuestros días, se halla en los diversos pueblos una cierta sensibilidad de aquella misteriosa fuerza que está presente en el curso de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también se reconoce la Suprema Divinidad y también al Padre. Sensibilidad y conocimiento que impregnan la vida de un íntimo sentido religioso. Junto a eso, las religiones, relacionadas con el progreso de la cultura, se esfuerzan en responder a las mismas cuestiones con nociones más precisas y con un lenguaje más elaborado» (Nostra aetate, 1-2).

Vamos pues a profundizar en las razones que sobresalen para que se de tal diversidad de religiones:

Deficiencias en la inteligencia

El hombre es consciente de que conoce algo de Dios, que su conocimiento natural de Dios es incompleto, imperfecto, entreverado de oscuridades, pero que no es de ningún modo del todo falso. La diversidad de religiones refleja la incapacidad del hombre para llegar al conocimiento claro y perfecto de Dios por medio del conocimiento racional, sin la Revelación divina.

El conocimiento racional de Dios es siempre analógico1. El hombre necesita expresar, con lenguaje humano, lo divino. El lenguaje y el conocimiento, cuando nos referimos a Dios, no es unívoco o perfectamente equivalente con la realidad conocida. De acuerdo con los términos de los que preferentemente se parta para establecer las analogías, la divinidad será representada de una u otra forma. Así, por ejemplo, los pueblos nómadas, pastores y de constitución patriarcal suelen concebir a la divinidad como un dios padre celeste; los sedentarios, agrícolas y de constitución matriarcal como diosa, madre tierra. No se trata de inventar la divinidad ni de proyectar, objetivando fuera de nosotros, las aspiraciones de acuerdo con el sistema de vida y de organización familiar. Lo que ocurre es que el hombre descubre de un modo distinto las huellas de Dios en el mundo.

1 Con la palabra “analogía” se indica, hoy especialmente, un uso particular de los términos que, sin perder nada de su significado original, saben indicar proporcionalmente la realidad a la que se refieren. La analogía resulta necesaria sobre todo cuando el sujeto quiere expresar su apertura a lo trascendente, partiendo de su propia condición de ser histórico y finito.

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Ese elemento racional de la religión es causa también no sólo de diferenciación sino también de errores y deformaciones. El hombre puede no haber alcanzado un conocimiento adecuado de Dios cayendo en errores panteístas o politeístas, formándose una imagen de Dios en la que los elementos impersonales casi ahogan los personales, deformando sus atributos, concibiéndolo como un ser de algún modo cruel, o arbitrario, etc.

Así por ejemplo, Juan Pablo II recuerda que hay algunas “religiones primitivas, las religiones de tipo animista, que ponen en primer plano el culto a los antepasados”. Juzga que quienes las practican se encuentran especialmente cerca del cristianismo. En efecto, ¿Hay, quizá, en esta veneración a los antepasados una cierta preparación para la fe cristiana en la comunión de los santos, por la que todos los creyentes -vivos o muertos- forman una única comunidad, un único cuerpo? La fe en la comunión de los santos es, en definitiva, fe en Cristo, que es la única fuente de vida y de santidad para todos. No hay nada de extraño, pues, en que los animistas africanos y asiáticos se conviertan con relativa facilidad en confesores de Cristo, oponiendo menos resistencia que los representantes de las grandes religiones del Extremo Oriente”.

Deficiencia en el elemento volitivo-afectivo

La religión implica una disposición de la voluntad por la que el hombre reconoce y acepta su dependencia de Dios. Por tanto, la voluntad puede deformar la misma vida religiosa, dando lugar a fenómenos que van desde la simple irreligiosidad práctica, hasta la soberbia o rebeldía frente a Dios, la pretensión de divinizar las realidades humanas o mundanas cayendo así en la idolatría, el intento de plegar el poder divino a finalidades humanas tal y como se encuentra, por ejemplo, en la magia, etc.

Estos dos factores se influyen mutuamente (un error en el conocimiento de Dios facilita el que la voluntad se aparte de Él, y, viceversa, una voluntad desviada puede, para autojustificarse, conducir a deformar la idea que de Dios se tiene), y, mezclándose con otros de fuente diversa, dan origen a las numerosas deformaciones e incluso aberraciones (sacrificios humanos, cultos orgiásticos, etc.) que documenta la historia; y con respecto a alguna de las cuales resulta incluso dudoso que nos encontremos ante un hecho que merezca el calificativo de religioso, pero que no lo es en sí mismo.

Las influencias culturales y sociopolíticas

El elemento religioso es influido por factores contingentes, circunstanciales; no puede evadirse de los condicionamientos culturales, geográficos, cronológicos, socioculturales, etc. Encontramos como ejemplos, las castas del mundo hindú, la política en el Islam.

Vale la pena mostrar aquí lo que el Papa escribía hace algunos años sobre el influjo cultural que ejercen los modelos occidentales en el mundo oriental. “Si bien la fe en Cristo tiene acceso a los corazones y a las mentes, la imagen de la vida en las sociedades occidentales (en las sociedades que se llaman «cristianas»), que es más bien un antitestimonio, supone un notable obstáculo para la aceptación del Evangelio. Más de una vez se refirió a eso el Mahatma Gandhi, indio e hindú, a su manera profundamente evangélico y, sin embargo, desilusionado por cómo el cristianismo se manifestaba en la vida política y social de las naciones. ¿Podía un hombre que combatía por la liberación de su gran nación de la dependencia colonial, aceptar el cristianismo en la forma que le era presentado precisamente por las potencias coloniales?

El Concilio Vaticano II ha sido consciente de tales dificultades. Por eso, la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con el hinduismo y con las otras religiones del Extremo Oriente es tan

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importante. Leemos: «En el hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía; buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, sea mediante formas de vida ascética, sea a través de la profunda meditación, sea en el refugio en Dios con amor y confianza. En el budismo, según sus varias escuelas, se reconoce la radical insuficiencia de este mundo mudable y se enseña un camino por el que los hombres, con corazón devoto y confiado, se hagan capaces de adquirir el estado de liberación perfecta o de llegar al estado de suprema iluminación por medio de su propio esfuerzo, o con la ayuda venida de lo alto» (Nostra aetate, 2)”.

La personalidad de los fundadores

Vale la pena señalar que una personalidad profunda y definida, tanto de signo positivo como negativo, aglutina entorno de sí y de su doctrina a un grupo de personas, capaz de sobrevivir con existencia autónoma incluso tras la muerte del fundador.

B. Distintas actitudes ante otras religiones

Actitud exclusivista

Se considera la propia religión como la única forma que tiene un valor positivo para la humanidad. En relación con la propia experiencia, las demás religiones son consideradas como supersticiones, impías o idólatras. Ante la plenitud de verdad y de gracia que participa la propia la propia comunidad, los otros pueblos son considerados como paganos, que adoran falsas imágenes y realidades demoníacas.

Esta visión ha sido sostenida en ocasiones por algunos cristianos. Se encuentra especialmente en los musulmanes. También los judíos consideran que sólo se salvan los miembros de su etnia. Los hinduistas reverencian a los Vedas como eternos y absolutos. En ocasiones, los budistas contemplan las enseñanzas del Buda como el dharma único que puede liberar al hombre de la ilusión y la miseria.

Actitud pluralista o relativista

Se sostiene que todas las formas de religiosidad tienen el mismo valor, la misma dignidad y significado. Esta posición responde a un fuerte relativismo y se encuentra muy extendida.

El relativismo cultural afirma que cada religión es expresión de su cultura. El relativismo epistemológico sostiene que no podemos conocer ninguna verdad absoluta, sino solamente lo que es verdadero para nosotros –aunque no podemos asegurar que es la verdad para todos los pueblos-. Y el relativismo teológico sostiene que todas las religiones son simplemente senderos distintos hacia la misma meta

Actitud inclusivista

Esta postura admite que hay una cierta verdad en las otras religiones, pero afirma que la verdad última está en la propia tradición religiosa.

Así por ejemplo, el hinduismo considera que las otras religiones son caminos hacia la misma realidad divina, aunque serían estadios inferiores en un desarrollo espiritual.

El Concilio también recuerda que «la Iglesia católica no rechaza nada de cuanto hay de verdadero y santo en estas religiones. Considera con sincero respeto esos modos de obrar y de vivir, esos preceptos y esas doctrinas que si bien en muchos puntos difieren de lo que ella cree y propone,

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no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero Ella anuncia y tiene la obligación de anunciar a Cristo, que es «camino, verdad y vida» (Juan 14,6), en quien los hombres deben encontrar la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios ha reconciliado Consigo mismo todas las cosas» (Nostra aetate, 2).

Ante esto, el Papa añade: “las palabras del Concilio nos llevan a la convicción, desde hace tanto tiempo enraizada en la tradición, de la existencia de los llamados semina Verbi («semillas del Verbo»), presentes en todas las religiones. Consciente de eso, la Iglesia procura reconocerlos en estas grandes tradiciones del Extremo Oriente, para trazar, sobre el fondo de las necesidades del mundo contemporáneo, una especie de camino común. Podemos afirmar que, aquí, la posición del Concilio está inspirada por una solicitud verdaderamente universal. La Iglesia se deja guiar por la fe de que Dios Creador quiere salvar a todos en Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres, porque los ha redimido a todos. El Misterio pascual está igualmente abierto a todos los hombres y, en él, para todos está abierto también el camino hacia la salvación eterna.

En otro pasaje el Concilio dirá que el Espíritu Santo obra eficazmente también fuera del organismo visible de la Iglesia (cfr. Lumen gentium,13). Y obra precisamente sobre la base de estos semina Verbi, que constituyen una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones.

He tenido ocasión de convencerme de eso en numerosas ocasiones, tanto visitando los países del Extremo Oriente como en los encuentros con los representantes de esas religiones, especialmente durante el histórico encuentro de Asís, en el cual nos reunimos para rezar por la paz.

Así pues, en vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas”.

XIV. ¿BUDA?

PREGUNTA

Antes de pasar al monoteísmo, a las otras dos religiones (judaísmo e islamismo), que adoran a un Dios único, quisiera pedirle que se detuviera aún un poco en el budismo. Pues, como Usted bien sabe, es ésta una «doctrina salvífica» que parece fascinar cada vez más a muchos occidentales, sea como «alternativa» al cristianismo, sea como una especie de «complemento», al menos para ciertas técnicas ascéticas y místicas.

RESPUESTA

Sí, tiene usted razón, y le agradezco la pregunta. Entre las religiones que se indican en Nostra aetate, es necesario prestar una especial atención al budismo, que según un cierto punto de vista es, como el cristianismo, una religión de salvación. Sin embargo, hay que añadir de inmediato que la soteriología del budismo y la del cristianismo son, por así decirlo, contrarias.

En Occidente es bien conocida la figura del Dalai-Lama, cabeza espiritual de los tibetanos. También yo me he entrevistado con él algunas veces. Él presenta el budismo a los hombres de Occidente cristiano y suscita interés tanto por la espiritualidad budista como por sus métodos de oración. Tuve ocasión también de entrevistarme con el «patriarca» budista de Bangkok en Tailandia, y entre los monjes que lo rodeaban había algunas personas provenientes, por ejemplo, de los Estados Unidos. Hoy podemos comprobar que se está dando una cierta difusión del budismo en Occidente.

La soteriología del budismo constituye el punto central, más aún, el único de este sistema. Sin

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embargo, tanto la tradición budista como los métodos que se derivan de ella conocen casi exclusivamente una soteriología negativa.

La «iluminación» experimentada por Buda se reduce a la convicción de que el mundo es malo, de que es fuente de mal y de sufrimiento para el hombre. Para liberarse de este mal hay que liberarse del mundo; hay que romper los lazos que nos unen con la realidad externa, por lo tanto, los lazos existentes en nuestra misma constitución humana, en nuestra psique y en nuestro cuerpo. Cuanto más nos liberamos de tales ligámenes, más indiferentes nos hacemos a cuanto es el mundo, y más nos liberamos del sufrimiento, es decir, del mal que proviene del mundo.

¿Nos acercamos a Dios de este modo? En la «iluminación» transmitida por Buda no se habla de eso. El budismo es en gran medida un sistema ..ateo». No nos liberamos del mal a través del bien, que proviene de Dios; nos liberamos solamente mediante el desapego del mundo, que es malo. La plenitud de tal desapego no es la unión con Dios, sino el llamado nirvana, o sea, un estado de perfecta indiferencia respecto al mundo. Salvarse quiere decir, antes que nada, liberarse del mal haciéndose indiferente al mundo, que es fuente de mal. En eso culmina el proceso espiritual.

A veces se ha intentado establecer a este propósito una conexión con los místicos cristianos, sea con los del norte de Europa (Eckart, Taulero, Suso, Ruysbroeck), sea con los posteriores del área española (santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz). Pero cuando san Juan de la Cruz, en su

Subida del Monte Carmelo y en la Noche oscura, habla de la necesidad de purificación, de desprendimiento del mundo de los sentidos, no concibe un desprendimiento como fin en sí mismo:

«[...] Para venir a lo que no gustas,

has de ir por donde no gustas.

Para venir a lo que no sabes,

has de ir por donde no sabes.

Para venir a lo que no posees,

has de ir por donde no posees. [...]»

(Subida del Monte Carmelo, I,13,11).

Estos textos clásicos de san Juan de la Cruz se interpretan a veces en el este asiático como una confirmación de los métodos ascéticos propios de Oriente. Pero el doctor de la Iglesia no propone solamente el desprendimiento del mundo. Propone el desprendimiento del mundo para unirse a lo que está fuera del mundo, y no se trata del nirvana, sino de un Dios personal. La unión con Él no se realiza solamente en la vía de la purificación, sino mediante el amor.

La mística carmelita se inicia en el punto en que acaban las reflexiones de Buda y sus indicaciones para la vida espiritual. En la purificación activa y pasiva del alma humana, en aquellas específicas noches de los sentidos y del espíritu, san Juan de la Cruz ve en primer lugar la preparación necesaria para que el alma humana pueda ser penetrada por la llama de amor viva. Y éste es también el título de su principal obra: Llama de amor viva.

Así pues, a pesar de los aspectos convergentes, hay una esencial divergencia. La mística cristiana de cualquier tiempo -desde la época de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente, pasando por los grandes teólogos de la escolástica, como santo Tomás de Aquino, y los místicos noreuropeos, hasta los carmelitas- no nace de una «iluminación» puramente negativa, que hace al hombre consciente de que el mal está en el apego al mundo por medio de los sentidos, el intelecto y

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el espíritu, sino por la Revelación del Dios vivo. Este Dios se abre a la unión con el hombre, y hace surgir en el hombre la capacidad de unirse a Él, especialmente por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y sobre todo el amor.

La mística cristiana de todos los siglos hasta nuestro tiempo -y también la mística de maravillosos hombres de acción como Vicente de Paul, Juan Bosco, Maximiliano Kolbe- ha edificado y constantemente edifica el cristianismo en lo que tiene de más esencial. Edifica también la Iglesia como comunidad de fe, esperanza y caridad. Edifica la civilización, en particular, la «civilización occidental», marcada por una positiva referencia al mundo y desarrollada gracias a los resultados de la ciencia y de la técnica, dos ramas del saber enraizadas tanto en la tradición filosófica de la antigua Grecia como en la Revelación judeocristiana. La verdad sobre Dios Creador del mundo y sobre Cristo su Redentor es una poderosa fuerza que inspira un comportamiento positivo hacia la creación, y un constante impulso a comprometerse en su transformación y en su perfeccionamiento.

El Concilio Vaticano II ha confirmado ampliamente esta verdad: abandonarse a una actitud negativa hacia el mundo, con la convicción de que para el hombre el mundo es sólo fuente de sufrimiento y de que por eso nos debemos distanciar de él, no es negativa solamente porque sea unilateral, sino también porque fundamentalmente es contraria al desarrollo del hombre y al desarrollo del mundo, que el Creador ha dado y confiado al hombre como tarea.

Leemos en la Gaudium et Spes: «El mundo que [el Concilio] tiene presente es el de los hombres, o sea, el de la entera familia humana en el conjunto de todas las realidades entre las que vive; el mundo, que es teatro de la historia del género humano, y lleva las señales de sus esfuerzos, de sus fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen que ha sido creado y conservado en la existencia por el amor del Creador, mundo ciertamente sometido bajo la esclavitud del pecado pero, por Cristo crucificado y resucitado, con la derrota del Maligno, liberado y destinado, según el propósito divino, a transformarse y a alcanzar su cumplimiento» (n. 2).

Estas palabras nos muestran que entre las religiones del Extremo Oriente, en particular el budismo, y el cristianismo hay una diferencia esencial en el modo de entender el mundo. El mundo es para el cristiano criatura de Dios, no hay necesidad por tanto de realizar un desprendimiento tan absoluto para encontrarse a sí mismo en lo profundo de su íntimo misterio. Para el cristianismo no tiene sentido hablar del mundo como de un mal «radical», ya que al comienzo de su camino se encuentra el Dios Creador que ama la propia criatura, un Dios «que ha entregado a su Hijo unigénito, para que quien crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Juan 3,16).

No está por eso fuera de lugar alertar a aquellos cristianos que con entusiasmo se abren a ciertas propuestas provenientes de las tradiciones religiosas del Extremo Oriente en materia, por ejemplo, de técnicas y métodos de meditación y de ascesis. En algunos ambientes se han convertido en una especie de moda que se acepta de manera más bien acrítica. Es necesario conocer primero el propio patrimonio espiritual y reflexionar sobre si es justo arrinconarlo tranquilamente. Es obligado hacer aquí referencia al importante aunque breve documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe «sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» (15.X.1989). En él se responde precisamente a la cuestión de «si y cómo» la oración cristiana «puede ser enriquecida con los métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y culturas distintas» (n. 3).

Cuestión aparte es el renacimiento de las antiguas ideas gnósticas en la forma de la llamada New Age. No debemos engañarnos pensando que ese movimiento pueda llevar a una renovación de la religión. Es solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del espíritu que,

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en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas. La gnosis no ha desaparecido nunca del ámbito del cristianismo, sino que ha convivido siempre con él, a veces bajo la forma de corrientes filosóficas, más a menudo con modalidades religiosas o pararreligiosas, con una decidida aunque a veces no declarada divergencia con lo que es esencialmente cristiano.

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XV. ¿MAHOMA?

PREGUNTA

Tema muy distinto, obviamente, es el que nos lleva a las mezquitas donde (como en las sinagogas) se reúnen los que adoran al Dios Uno y único.

RESPUESTA

Sí, ciertamente. Debe hacerse un comentario aparte para estas grandes religiones monotéístas, comenzando por el islamismo. En la ya varias veces citada Nostra aetate leemos: «La Iglesia mira también con afecto a los musulmanes que adoran al único Dios, vivo y subsistente, misericordioso y todopoderoso, creador del cielo y de la tierra» (n. 3). Gracias a su monoteísmo, los creyentes en Alá nos son particularmente cercanos.

Recuerdo un suceso de mi juventud. Nos hallábamos visitando, en el convento de San Marcos de Florencia, los frescos del beato Angélico. En cierto momento se unió a nosotros un hombre, que, compartiendo nuestra admiración por la maestría de aquel gran religioso artista, no tardó en añadir: «Pero nada es comparable con nuestro magnífico monoteísmo musulmán.» Ese comentario no nos impidió continuar la visita y la conversación en tono amigable. Fue en aquella ocasión cuando tuve una experiencia anticipada del diálogo entre cristianismo e islamismo, que se procura fomentar, de manera sistemática, en el período posconciliar.

Cualquiera que, conociendo el Antiguo y el Nuevo Testamento, lee el Corán, ve con claridad el proceso de reducción de la Divina Revelación que en él se lleva a cabo. Es imposible no advertir el alejamiento de lo que Dios ha dicho de Sí mismo, primero en el Antiguo Testamento por medio de los profetas y luego de modo definitivo en el Nuevo Testamento por medio de Su Hijo. Toda esa riqueza de la autorrevelación de Dios, que constituye el patrimonio del Antiguo y del Nuevo Testamento, en el islamismo ha sido de hecho abandonada.

Al Dios del Corán se le dan unos nombres que están entre los más bellos que conoce el lenguaje humano, pero en definitiva es un Dios que está fuera del mundo, un Dios que es sólo Majestad, nunca el Emmanuel, Dios-con-nosotros. El islamismo no es una religión de redención. No hay sitio en él para la Cruz y la Resurrección. Jesús es mencionado, pero sólo como profeta preparador del último profeta, Mahoma. También María es recordada, Su Madre virginal; pero está completamente ausente el drama de la Redención. Por eso, no solamente la teología, sino también la antropología del Islam, están muy lejos de la cristiana.

Sin embargo, la religiosidad de los musulmanes merece respeto. No se puede dejar de admirar, por ejemplo, su fidelidad a la oración. La imagen del creyente en Alá que, sin preocuparse ni del tiempo ni del sitio, se postra de rodillas y se sume en la oración, es un modelo para los confesores del verdadero Dios, en particular para aquellos cristianos que, desertando de sus maravillosas catedrales, rezan poco o no rezan en absoluto.

El Concilio ha llamado a la Iglesia al diálogo también con los seguidores del «Profeta», y la Iglesia procede a lo largo de este camino. Leemos en la Nostra aetate: «Si en el transcurso de los siglos no pocas desavenencias y enemistades surgieron entre cristianos y musulmanes, el Sacrosanto Concilio exhorta a todos a olvidar el pasado y a ejercitar sinceramente la mutua comprensión, además de a defender y promover juntos, para todos los hombres, la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad» (n. 3).

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Desde este punto de vista han tenido ciertamente, como ya lo he señalado, un gran papel los encuentros de oración en Asís (especialmente la oración por la paz en Bosnia, en 1993), además de los encuentros con los seguidores del islamismo durante mis numerosos viajes apostólicos por África y Asia, donde a veces, en un determinado país, la mayoría de los ciudadanos está formada precisamente por musulmanes; pues bien, a pesar de eso, el Papa fue acogido con una grandísima hospitalidad y escuchado con pareja benevolencia.

La visita a Marruecos por invitación del rey Hasán II puede ser sin duda definida como un acontecimiento histórico. No se trató solamente de una visita de cortesía, sino de un hecho de orden verdaderamente pastoral. Inolvidable fue el encuentro con la juventud en el estadio de Casablanca (1985). Impresionaba la apertura de los jóvenes a la palabra del Papa cuando ilustraba la fe en el Dios único. Ciertamente fue un acontecimiento sin precedentes.

Tampoco faltan, sin embargo, dificultades muy concretas. En los países donde las corrientes fundamentalistas llegan al poder, los derechos del hombre y el principio de la libertad religiosa son interpretados, por desgracia, muy unilateralmente; la libertad religiosa es entendida como libertad de imponer a todos los ciudadanos la «verdadera religión». La situación de los cristianos en estos países es a veces de todo punto dramática. Los comportamientos fundamentalistas de este tipo hacen muy difícil los contactos recíprocos. No obstante, por parte de la Iglesia permanece inmutable la apertura al diálogo y a la colaboración.

-XVI. LA SINAGOGA DE WADOWICE

PREGUNTA

Llegados a este punto -como era de esperar- Su Santidad pretende dirigirse a Israel.

RESPUESTA

Así es. A través de esa sorprendente pluralidad de religiones, que se disponen entre ellas como en círculos concéntricos, hemos llegado a la religión que nos es más cercana: la del pueblo de Dios de la Antigua Alianza.

Las palabras de la Nostra aetate suponen un verdadero cambio. El Concilio dice: «La Iglesia de Cristo reconoce que, efectivamente, los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya, según el misterio divino de salvación, en los Patriarcas, Moisés y los Profetas. [...] Por eso, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con el que Dios, en su inefable misericordia, se dignó sellar la Alianza Antigua, y que se nutre de la raíz del buen olivo en el que han sido injertados los ramos del olivo silvestre que son los gentiles. [...] Por consiguiente, siendo tan grande el patrimonio espiritual común a los cristianos y a los hebreos, este Sacro Concilio quiere promover y recomendar entre ellos el mutuo conocimiento y estima, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y de un fraterno diálogo» (n. 4).

Tras las palabras de la declaración conciliar está la experiencia de muchos hombres, tanto judíos como cristianos. Está también mi experiencia personal desde los primerísimos años de mi vida en mi ciudad natal. Recuerdo sobre todo la escuela elemental de Wadowice, en la que, en mi clase, al menos una cuarta parte de los alumnos estaba compuesta por chicos judíos. Y quiero ahora mencionar mi amistad, en aquellos tiempos escolares, con uno de ellos, Jerzy Kluger. Amistad que ha continuado desde los bancos de la escuela hasta hoy. Tengo viva ante mis ojos la imagen de los judíos que cada sábado se dirigían a la sinagoga, situada detrás de nuestro gimnasio. Ambos grupos religiosos, católicos y judíos, estaban unidos, supongo, por la conciencia de estar rezando al mismo

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Dios. A pesar de la diversidad de lenguaje, las oraciones en la iglesia y en la sinagoga estaban basadas, en considerable medida, en los mismos textos.

Luego vino la Segunda Guerra Mundial, con los campos de concentración y el exterminio programado. En primer lugar, lo sufrieron precisamente los hijos de la nación hebrea, solamente porque eran judíos. Quien viviera entonces en Polonia tenía, aunque sólo fuera indirectamente, contacto con esa realidad.

Ésta fue, por tanto, también mi experiencia personal, una experiencia que he llevado dentro de mí hasta hoy. Auschwitz, quizá el símbolo más elocuente del holocausto del pueblo judío, muestra hasta dónde puede llevar a una nación un sistema construido sobre premisas de odio racial o de afán de dominio. Auschwitz no cesa de amonestarnos aún en nuestros días, recordando que el antisemitismo es un gran pecado contra la humanidad; que todo odio racial acaba inevitablemente por llevar a la conculcación de la dignidad humana.

Quisiera volver a la sinagoga de Wadowice. Fue destruida por los alemanes y hoy ya no existe. Hace algunos años vino a verme Jerzy para decirme que el lugar en el que estaba situada la sinagoga debería ser honrado con una lápida conmemorativa adecuada. Debo admitir que en aquel momento los dos sentimos una profunda emoción. Se presentó ante nuestros ojos la imagen de aquellas personas conocidas y queridas, y de aquellos sábados de nuestra infancia y adolescencia, cuando la comunidad judía de Wadowice se dirigía a la oración. Le prometí que escribiría gustoso unas palabras para tal ocasión, en señal de solidaridad y de unión espiritual con aquel importante suceso. Y así fue. La persona que transmitió a mis conciudadanos de Wadowice el contenido de esa carta personal mía fue el propio Jerzy. Aquel viaje fue muy difícil para él. Toda su familia, que se había quedado en aquella pequeña ciudad, murió en Auschwitz, y la visita a Wadowice, para la inauguración de la lápida conmemorativa de la sinagoga local, era para él la primera después de cincuenta años...

Detrás de las palabras de la Nostra aetate, como he dicho, está la experiencia de muchos. Vuelvo con el recuerdo al periodo de mi trabajo pastoral en Cracovia. Cracovia y especialmente el barrio de Kazimierz conservan muchos rasgos de la cultura y la tradición judías. En Kazimierz, antes de la guerra, había algunas decenas de sinagogas, que en parte eran grandes monumentos de la cultura. Como arzobispo de Cracovia, tuve intensos contactos con la comunidad judía de la ciudad. Relaciones muy cordiales me unían con su jefe, que han continuado incluso después de mi traslado a Roma.

Elegido a la Sede de Pedro, conservo pues en mi ánimo algo que tiene raíces muy profundas en mi vida. Con ocasión de mis viajes apostólicos por el mundo intento siempre encontrarme con representantes de las comunidades judías. Pero una experiencia del todo excepcional fue para mí, sin duda, la visita a la sinagoga romana. La historia de los judíos en Roma es un capítulo aparte en la historia de este pueblo, capítulo estrechamente ligado, por otro lado, a los Hechos de los Apóstoles. Durante aquella visita memorable, definí a los judíos como hermanos mayores en lafe. Son palabras que resumen en realidad todo cuanto dijo el Concilio y que no puede dejar de ser una profunda convicción de la Iglesia. El Vaticano II en este caso no se ha extendido mucho, pero lo que ha dejado confirmado abarca una realidad inmensa, una realidad no solamente religiosa sino también cultural.

Este extraordinario pueblo continúa llevando dentro de sí mismo las señales de la elección divina. Lo dije una vez hablando con un político israelí, el cual estuvo plenamente de acuerdo conmigo. Sólo añadió: «¡Si esto fuera menos costoso...."? Realmente, Israel ha pagado un alto

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precio por su propia «elección». Quizá debido a eso se ha hecho más semejante al Hijo del hombre, quien, según la carne, era también Hijo de Israel; el dos mil aniversario de Su venida al mundo será fiesta también para los judíos.

Estoy contento de que mi ministerio en la Sede de Pedro haya tenido lugar en el período posconciliar, mientras las aspiraciones que guiaron Nostra aetate iban adquiriendo forma concreta. De este modo se acercan entre sí estas dos grandes partes de la divina elección: la Antigua y la Nueva Alianza.

La Nueva Alianza tiene sus raíces en la Antigua. Cuándo podrá el pueblo de la Antigua Alianza reconocerse en la Nueva es, naturalmente, una cuestión que hay que dejar en manos del Espíritu Santo. Nosotros, hombres, intentemos sólo no obstaculizar el camino. La manera de este «no poner obstáculos» es ciertamente el diálogo cristianojudio, que se lleva adelante por parte de la Iglesia mediante el Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos.

Estoy además contento de que -como efecto del proceso de paz que se está llevando a cabo, a pesar de retrocesos y obstáculos, en el Oriente Medio, también por iniciativa del Estado de Israel- se haya hecho posible el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la Sede Apostólica e Israel. En cuanto al reconocimiento del Estado de Israel, hay que subrayar que no tuve nunca dudas al respecto.

Una vez, después de la conclusión de uno de mis encuentros con comunidades judías, uno de los presentes dijo: «Quiero agradecer al Papa todo cuanto la Iglesia católica ha hecho en pro del conocimiento del verdadero Dios en el transcurso de estos dos mil años.» En estas palabras queda comprendido indirectamente cómo la Nueva Alianza sirve al cumplimiento de lo que tiene sus raíces en la vocación de Abraham, en la Alianza del Sinaí sellada con Israel, y en todo ese riquísimo patrimonio de los profetas inspirado por Dios, los cuales, ya centenares de años antes de su cumplimiento, hicieron presente, por medio de los Libros Sagrados, a Aquel que Dios iba a mandar en la «plenitud de los tiempos» (cfr. Gálatas 4,4).

IV. La Justificación de la religión.

A. Reduccionismos.

Es necesario enfrentarse en esta última clase a los reduccionismos o corrientes que dan una valoración negativa al fenómeno religioso. Son escuelas que buscan reducir la relación con Dios a otros factores.

Se estudiarán, de modo particular, los reduccionismos antropológico, psicológico, sociológico y ético.

1. Reduccionismo antropológico. Es el intento de explicar el hecho religioso exclusivamente desde el hombre. Para algunos, el temor de los hombres es el origen de la misma idea religiosa. En esta línea están Feuerbach y Nietzsche. Pasemos a ver, en resumen, cuáles son sus teorías.

a) Feuerbach. Busca desmontar cualquier divinidad trascendente y proponer una nueva religiosidad que tenga como núcleo la veneración del hombre (antropoteísmo).

Según nuestro autor, la admisión de Dios envilece la mente humana porque es contraria a las exigencias fundamentales del pensamiento humano. Cualquier creyente que quiera ser fiel a su religión, está obligado –según Feuerbach- a admitir verdades dogmáticas que violan las verdades establecidas por la razón. Por ejemplo, el cristianismo está obligado a creer en un Dios que es al

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mismo tiempo uno y trino. Además, debe violentar las leyes de la naturaleza admitiendo la posibilidad de que la divinidad intervenga arbitrariamente en ella.

La existencia de un Dios trascendente resultaría constitutivamente alienante para la praxis del hombre. El creyente deberá observar ciertos comportamientos que son intrínsecamente alienantes, ya que se caracterizan por la despreocupación por las realidades terrenas. Quien anhela los tesoros del cielo no puede sino despreciar los bienes ficticios de la tierra. Además, la historia muestra que la fe ha conducido a comportamientos caracterizados por la crueldad, el fanatismo y la intolerancia. En contraposición al amor humano, que es comprensivo y magnánimo, el rigor dogmático de las creencias religiosas conduce inevitablemente a actitudes crueles y despiadadas que inducen a perpetrar en el nombre de Dios crímenes y homicidios.

Por último, la fe resulta alienante respecto a la misma esencia humana en cuanto tal. Los dioses son, según Feuerbach, el resultado de una expropiación de las riquezas constitutivas del hombre en una realidad distinta. Por ello, Dios encuentra su cuna en la miseria del ser humano. El hombre no se da cuenta de que los atributos le pertenecen en propiedad. El error deriva del hecho de que proyecta inconscientemente los límites que provienen de la propia individualidad

Se sigue de ello que la fe en un Ser sobrehumano ha de ser combatida hasta su abolición, a pesar de que se reconozca a la religión una función histórica innegable: haber constituido una modalidad real de autoconciencia del hombre, pues ella percibe indirectamente la propia grandeza si bien la entiende como riqueza constitutiva de otro ser.

A continuación proclama el carácter infinito y divino del hombre en su esencia. No el individuo concreto, que es en cuanto tal finito, limitado y precario, sino la esencia humana, la especie posee de forma ilimitada (y por eso auténticamente divina) aquellas perfecciones que los creyentes atribuyen indebidamente al orden trascendente: inteligencia (omnisciencia), corazón (amor misericordioso), voluntad (omnipotencia).

A este reconocimiento teórico debe seguir una praxis que se ponga al servicio del hombre. Esta praxis postula una nueva ética. Dice Feuerbach que, mientras el principio supremo de la moral cristiana dice “haz el bien por amor al bien”, la norma de la moral que se funda sobre el hombre dice “haz el bien por amor al hombre”. Se trata de transformar a los hombres de candidatos al más allá en candidatos al más acá, en sujetos que empeñen su corazón y su inteligencia al servicio de la humanidad.

Crítica. El influjo de los factores psicológicos en la génesis de la religión, nada dice de la existencia o no de Dios. Si el hombre proyecta en Dios mucho de si mismo, esto no prueba que Dios sea una simple proyección humana y nada más.

Feuerbach se contenta con afirmar que el origen de la religión reside en una proyección del hombre, pero no se pregunta con suficiente radicalidad por el origen de esta proyección. Feuerbach alude a la “miseria humana” como lugar del nacimiento de Dios, pero no parece tener conciencia de las implicaciones ontológicas que semejante alusión encierra. ¿Cómo tiene el hombre conciencia de su miseria? La vivencia de la miseria es conciencia de una falta de plenitud, de un límite, de una carencia. En otras palabras, precisamente la vivencia de la miseria pone en relieve el deseo de Dios presente en el hombre. Pero este deseo no tiene su origen en la miseria, sino que es el que da lugar a la conciencia de la miseria.

Finalmente, se puede decir que Feuerbach critica a los idealistas con el mismo argumento con el que habla del hombre como objeto de la religión: no se refiere al hombre como ser individual y

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concreto, sino del hombre individual y abstracto.

b) Nietzsche. Para este autor la religión se sitúa en el ámbito de una concepción atea cuyo núcleo es la afirmación de la muerte de Dios. Según Nietzsche, la fe humilla al hombre y lo degrada, por lo que hay que liberarse de dicha esclavitud y encontrar formas de existencia que estén a la altura de las aspiraciones más profundas de nuestro ser.

Se sustituye paulatinamente a Dios por el dios poder: el hombre siempre quiere dominar a los demás y apoderarse de ellos. A esta exigencia se enfrenta la fe religiosa, que impide la aspiración absoluta y la afirmación ilimitada de la propia voluntad por el poder. Dios es pues, en los escritos de Nietzsche, todo lo que es débil, ruin y corrupto de la humanidad. El hombre hasta ahora ha sido un cobarde incapaz de convertirse en una persona divina, y nuestro autor desea liberarlo de este peso.

La religión recuerda al hombre el sentido del pecado y la conciencia se hace “cautiva”: es característica de un espíritu servil. Frente a ella es preciso instaurar una “moral de señores”, cuyo valor fundamental es la afirmación gozosa y triunfal de la vida. Esta moral excluye la piedad, pero no la generosidad. Una moral que se funda en la decisión de constituir la voluntad creadora del hombre como única fuente del bien y del mal.

Crítica. Para Nietzsche murió la fe del hombre en Dios. Es preciso señalar que este autor fue víctima del agnosticismo de su época. Sin embargo, se puede afirmar que hay tres motivos de su ateísmo. En primer lugar, él deseaba suprimir la moral, ya que creer en ella es condenar la existencia. Si la moral exige a Dios, para acabar con la moral, hay que acabar también con Dios.

En segundo lugar, Nietzsche deseaba afirmar al hombre, concebía al hombre como productor de toda la realidad. Y finalmente, en el fondo del ateísmo de Nietzsche está el orgullo frente a Dios. Por ejemplo, Zaratustra dice: “si hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no ser Dios?”.

A lo anterior hay que agregar que sin Dios la realidad entera se hunde en la nada y Nietzsche no oculta las consecuencias que ello tiene.

c) Implicaciones del reduccionismo antropológico: Se niega la religiosidad misma del hombre. Se proclama al ser humano como medida de todas las cosas, abandonando al hombre a su propio destino. De esta forma, la persona reniega su finitud, el pecado y la muerte. De igual forma, no acepta un salvador capaz de redimir al hombre de su precariedad.

2. Reduccionismo psicológico. Es el intento de interpretar el fenómeno religioso atendiendo sólo a los fundamentos de índole psíquico. En el plano de los contenidos, se tiende a reducir el fenómeno religioso a una simple experiencia de tipo psíquico sin referencia a una realidad objetiva de orden trascendente ni a nada que exceda el ámbito de la psique.

En el plano metodológico, es preciso resaltar a Sigmund Freud.

a) La interpretación psicoanalista de Freud. Para este autor, la religión estaría en un reino que no es totalmente objetivable, un ámbito que ejerce un influjo primario, fundamental, determinante, en la estructura del mismo sujeto consciente.

Este reino se identifica concretamente con la esfera de los impulsos instintivos de naturaleza sexual. La religión sería una forma de neurosis colectiva que, en último término es producto del complejo de Edipo. La experiencia religiosa es una forma e sublimación de los instintos de naturaleza sexual hacia una dirección aparentemente antitética. Según Freud, los impulsos instintivos son reprimidos por la sociedad, que realiza una censura frente a ellos. Frente a esta represión, el yo reacciona bien mediante un sentido de sufrimiento narcisista o bien mediante un

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movimiento de revuelta y defensa que se expresa por medio de actitudes de compensación y de transferencia. No pudiendo satisfacer abiertamente los instintos reprimidos, la religión aparece como una compensación consoladora.

El problema surge porque la fe, aunque intenta compensar los deseos reprimidos, no logra anularlos y confirma la condena que la sociedad ejerce respecto a los apetitos sexuales. Surge así una forma de neurosis obsesiva que no es algo sólo individual, sino también colectivo. Es un estado de malestar neurótico que se radica en el modo espontáneo de obrar del sujeto, que ve en la religión un modo concreto de desahogar, aunque sea de un modo disfrazado y por ello tolerado, el propio deseo de placer.

Freud insiste en que es el fundamento de la religión se asienta en el complejo de Edipo. Para este autor, el dogma central de la fe religiosa es la idea de un padre omnipotente. Afirma que el padre es percibido por el hijo como bueno y omnipotente, pero al mismo tiempo como déspota y competidor del amor de la madre. Esto genera en el niño un sentimiento de rebelión y de celos, por lo que en su imaginación el niño mata al padre para tener garantizado el favor exclusivo de la madre. Sin embargo, este asesinato produce un fuerte sentimiento de culpa y un deseo instintivo de reparación que se traduce en la exaltación de la idea paterna.

Según Freud, esta experiencia se dio desde los orígenes de la humanidad, cuando una horda primitiva asesinó a su padre por el hecho de que se reservaba para sí todas las mujeres.

En definitiva, nuestro autor afirma que la experiencia religiosa es no sólo un acontecimiento psíquico, sino una auténtica enfermedad mental. El origen de la religión estaría en hechos que son eminentemente humanos, pero también alienantes. Sería una forma de ilusión que debe ser superada mediante un proceso de desmitificación y sustituida por la acción de los psicoanalistas, que se convierten así en los nuevos pastores de almas.

b) Crítica. Para Freud, antes de que el creyente pueda decir algo, ya el juicio está decidido. Además, el autor no debería tomar partido sobre el alcance metafísico de la fe religiosa –nunca puede hablar de la existencia de Dios-, ya que cualquier intento en este sentido rebasa el ámbito de su proyecto y contradice su metodología.

Otro punto a señalar es que para Freud las exigencias de la conciencia no son más que una interiorización de unos mandamientos y prohibiciones externas. Sin embargo, la ética no puede comprendida como un código de normas que no se deben hacer, sino como el camino que lleva a la persona a alcanzar la felicidad y la plenitud. La orientación a Dios no se puede explicar desde una proyección primitiva: ¿no se puede entender como expresión de que los hombres se experimentan destinados a una comunidad y a un futuro que están más allá de sus capacidades y de su alcance?

Es cierto que se da una analogía entre la relación del hombre con Dios y la de un niño con su padre. Pero se trata de una metáfora y no de una analogía basada en relaciones necesarias. Dios no es un padre en el sentido humano del término y las relaciones entre Dios y los hombres son completamente distintas y tiene distintas bases. Freud insistió excesivamente en la idea de Dios como padre, llegando a antropomorfizar a Dios.

La postura de Freud no es la de un filósofo de la religión propiamente dicho, sino más bien la de un intérprete de la conducta patológica e inmadura de ciertas personas debida a vivencias deformadas de las verdades religiosas. La identificación de la religión con un estado neurótico, aparte de cimentarse sobre bases discutibles, invita a preguntar si no habrá una religiosidad sana al lado de una posible religiosidad enferma.

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3. El reduccionismo sociológico. Es el intento de interpretar el fenómeno religioso exclusivamente desde factores de índole social. Los representantes más destacados de esta posición pertenecen a dos ámbitos filosóficos distintos: la escuela sociológica francesa y el marxismo.

a) Interpretación de la religión de la escuela sociológica francesa –E. Durkheim-. De acuerdo a unas investigaciones hechas sobre una tribu australiana, se descubre que el centro de las manifestaciones religiosas de un pueblo es un tótem: un animal que es asumido como emblema del clan y que confiere a quien lo lleva un carácter sagrado.

La tribu establece una relación con el tótem en dos campos: el de los mitos y el de los ritos. Por medio de los mitos, la comunidad elabora una serie de narraciones ejemplares que relatan los orígenes y las vicisitudes, las esperanzas y los gozos, los problemas y las dificultades de la vida del clan: sintetizan la visión del mundo que la tribu va elaborando.

En el campo de los ritos, se busca circundar de misterio y de respeto el tótem, haciéndolo inviolable. Aparecen entonces actos rituales de homenaje y veneración que toman forma de plegarias, súplicas y sacrificios, danzas y cánticos.

Durkheim afirma entonces que la religión es fruto de la sociedad: el dios del clan, el principio totémico, no puede ser sino el clan mismo, pero presentado a la imaginación en forma sensible de vegetal o animal que sirve de tótem. Es decir, la sociedad es para sus miembros lo mismo que un dios para sus fieles.

Crítica. Un hecho positivo en esta apreciación es que resalta la función cohesiva de la religión. La religión es definida como “un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas, es decir, separadas y prohibidas, las cuales vinculan a quienes se adhieren a ellas en una comunidad moral, que se llama iglesia”.

Sin embargo, no se pueden absolutizar los aspectos sociales de la religión, reduciéndola a una de sus dimensiones. Además, las nuevas investigaciones sobre la religión, llevadas a cabo por los sociólogos, no caben en la teoría que Durkheim aplicó exclusivamente a unas tribus australianas.

b) La crítica marxista a la religión. Según la concepción marxista de la historia, todos los fenómenos de la vida social están condicionados por las formas de producción. La religión sería un elemento accesorio: la humanidad primitiva era atea y comunista, y no se planteaba de ningún modo el problema de la existencia de un ser trascendente divino. La religión aparece como el opio del pueblo: un instrumento de explotación y de dominio por parte de las clases dominantes.

La religión expresa entonces “el suspiro de la clase oprimida” y el corazón de un mundo sin corazón”, el espíritu de una situación privada de espíritu”, “el fundamento universal de consuelo y justificación”. Como ella tiene como meta sofocar el deseo de rebelión de la clase proletaria y ser un paliativo ilusorio, es preciso hacer una crítica a la religión y propagar el ateísmo como instrumento explícito y fundamental en la lucha de clases. Es preciso instaurar una sociedad radicalmente comunista, es decir, sin clases, sin religión y sin Dios.

Crítica. El primado de lo económico sobre cualquier otro valor no es más que un prejuicio ideológico infundando científicamente.

Aunque es verdad que algunos usaron la religión, convirtiéndola en una ideología para manipular a las personas, es reductiva la interpretación del fenómeno religioso desde parámetros que no exceden la contraposición entre explotadores y explotados.

Para Marx, la religión es un fenómeno que desaparecerá cuando el hombre haya logrado unas

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condiciones de vida que le permitan relacionarse con sus semejantes en un plano de igualdad en todos sus órdenes. No se da cuenta del vacío antropológico que se crearía en el caso de que la religión desapareciera completamente.

Es históricamente infundada la hipótesis de una sociedad primitiva sin Dios. Parece que olvida que el hecho religioso es una constante desde los orígenes de la humanidad hasta nuestros días.

4. El reduccionismo ético. Es el intento de explicar la religión como expresión de la actividad moral del hombre. Tiene su máxima expresión en el pensamiento kantiano.

Vamos a tratar de explicar un poco el pensamiento de Kant, ya que para él hay una auténtica subordinación del fenómeno religioso respecto a la ética. Según este autor, cualquier discurso metafísico que tenga la ambición de captar la realidad en sí está condenado al fracaso. Dios no es cognoscible porque está más allá de la experiencia; el hombre no puede demostrar la existencia de Dios.

Kant resuelve el problema religioso recurriendo a la razón práctica. En primer lugar, señala que el concepto de deber en cuanto tal, el imperativo categórico, es justificado de modo suficiente y autónomo por la razón práctica. La religión dependerá entonces de la ética; los deberes son entendidos en la ética como imperativos categóricos, como un “tú debes” incondicionado y absoluto. En la religión los deberes son percibidos como mandatos divinos. Querer fundar el “tú debes” sobre una autoridad extrínseca equivaldría a anular la libertad del hombre y, con ella, la posibilidad misma de un comportamiento ético.

La religión no es más que la forma que la misma ley moral asume en la conciencia de los hombres incultos. Para Kant, las verdades de las religiones (como el dogma del pecado original, la encarnación o la redención) no con más que alegorías que expresan de modo imaginativo verdades de orden moral. El mismo Cristo no sería más que la expresión paradigmática del hombre moralmente virtuoso. Cualquier culto que no sea el sublime respeto por la ley moral no es más que superstición y magia.

Crítica. Es interesante la apuesta de este autor por la autonomía de la moral: es importante saber que las normas pertenecen también a la esfera íntima de la persona.

No obstante, los imperativos morales y la utilidad práctica son realidades contingentes, que no exceden el ámbito de lo humano. En consecuencia, el hombre se encuentra sólo ante sí mismo. Está condenado a esperar, no se sabe con qué probabilidad de éxito, poder encontrar en el propio obrar aquella salvación que rechaza encontrar a Dios.