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ALBA NEGRA 1 JAIME ESPINEL 1 Selección de cuentos del libro Alba negra, Medellín: Biblioteca Pública Piloto, 1991

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ALBA NEGRA1

JAIME ESPINEL

1 Selección de cuentos del libro Alba negra, Medellín: Biblioteca Pública Piloto, 1991

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“... Todo el territorio está tan cruzado

de estas montañas que los que no

tienen fuerzas suficientes para viajar

a pie, o que no quieren ir sobre los

hombros de los indios, tienen que quedarse toda la vida dentro de sus límites... La capital de esta

provincia es Santa Fe de Antioquia,

en el 6°48’ de latitud septentrional y

en el 74°36’ de longitud Occidental; pero a causa de su situación dentro del país se sabe tan poco de ella que es imposible dar ninguna descripción exacta”.

Así describe a Antioquia el exiliado

FRANCISCO ANTONIO ZEA en su

obra COLOMBIA, publicada en

Londres en 1822. La muerte de Zea

en el extranjero no demuestra el

improbable espíritu trotamundos que

se atribuye a sus paisanos. Parece

más acertado pensar que, a estas

remotas montañas, era imposible

volver, porque Zea sabía la dirección

y contaba con cartógrafos, sextantes,

esterlinas.

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BOLERO DEL LADRON ROBADO De todos los boleros

ninguno se te somete tanto

como éste que hoy como ayer te planto

lo coloco a tus pies, cantando y muriendo.

Feeling: Rubatto encanto

trunco canto en tu dado

mueres si muere el bardo

tu ladrón fue robado, robado.

Inscrita está en mis muslos

tu licencia abisal:

luz de tu ardor oscuro:

amar para matar.

Chicuca. Añicos. Pedacitos. Colador. Así lo dejaron, hermano: Vuelto añicos y usted no se

merecía esto. Se le notaban al camaján, se le veía el esfuerzo que tenía que hacer para encontrar las palabras y hablarme en un lenguaje que yo llamaría en él dediparado, un fatal engreimiento que de un momento a otro deja ver el cobre, muestra tu latín de latón. Me imaginé que al decirme lo que me estaba diciendo, yo era para él lo mismo que él era para mí: un perfecto desconocido de interior débil e inexistente. Como si el hombre, al mirar dentro de la coraza inexpugnable que era mi armadura de lino blanco, se hubiera encontrado de manos a boca con una tomadura de pelo al ver mi armadura vacía y hueca e inútil porque hacia rato que dentro de mí no habitaba nadie. Todo había desaparecido. El papirotazo de unos dientes tan blancos como una peineta de marfil de oreja a oreja, había borrado mi carnadura de la faz de la tierra con su mordisco. ¡Qué deflagre!

Y es que, muy temprano en la mañana e impelido por este bombo rugidor que todavía me

galopa en el pecho porque hoy hace cuatro años te conocí, mi amor, me vestí mejor que nunca para cantar y celebrar dignamente nuestra fecha más importante. Una blanca camisa de algodón sin

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curtir y con los faldones hacia afuera me puse y el saco muy blanco de lino también, y los pantalones tan de lino y tan blancos como la chaqueta y con todo así yo casi tan blanco como la chaqueta y con todo así todo yo casi tan blanco como mi alma, me senté a esperarla bruñendo mis zapatos hasta dejarlos convertidos en un par de pavonados revólveres negros que destellarían al menor golpe de las luces y, en el dije del recuerdo, puse las letras de las canciones que cantaría esta noche tan especial para decirle sin reversa que desde hacia cuatro años la amaba con el extraño dolor y la morada tristeza que produce el amar a una mujer casada, a una señora bonita y Snob con mayúsculas como el torcido cuello de los cisnes y ¿eh? y de los poetas y en el punto preciso del aburrimiento para ponerla a pulsar mano a mano contra la que le sacaran de todas. Por eso, como una corona de cultura y respeto, de gratitud y de dignidad, de historia real e invención de los hechos, de virilidad y de respeto intensos por este mi oficio de cantante de boleros, me toqué con un blanco sombrero aguadeño trepanado por una negra cinta negra a dos pedradas. Ni siquiera de espinas mi corona fue. Tan contemporánea como yo y encarnada lívida en ese aguadeño, la mía iba a ser una corona de amante alambre de púas para mí, esta noche. Las rosadas letras de “El Bardo”, tal vez el más bello de todos los boleros, y “El Ladrón”, el más erizador, no serían rosadas esta noche o no lo fueron porque...

-Estás preciosa, mi joya, preciosa estás-, le dije con mi rito al besarla. De negro. Venía matando el luto con un largo collar de perlas que le llegaba hasta la cintura

partiéndola en dos de un tajo blanco sobre su negro traje. Maquillada y magnífica, conspicua, tenía la extraña y grave elegancia de quien se dirige a un funeral. Dekó. Greta Garbo. La Bella. La misma de la foto de Sheriddan esa Garbo que como a ti todas las noches que quise tenerte tuve en casa, pero que nunca llegarías a desayunar conmigo, en la cama ni en la oscuridad de un cinematógrafo, siquiera, sino como la tercera pata de una freudiana silla vienesa en una antigua cantera rota. Pero por fortuna tu pelo está cada día más largo, más paje, menos ario y agrio tu perfil es. Crece tu pelo para nosotros; para el pacto secreto, ritual, inviolable, de los amantes; crece tu pelo. Beatrice entrevista navegando entre una nube de zancudos muy Cauca abajo en un a chalupa y nunca en ese tercer escalón de mármol que por su blancura puso al Dante de poniente y de paso lo chutó de Florencia al infierno. Serías una dama florentina si tuvieras el pelo un poco más largo,

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un poquito más pajecito. La risa. Stacatto. La palabra inventada no para sostener un diálogo sino para manifestar un desacuerdo.

-Hoy cumplimos cuatro años de amarnos y tenés una cara... -No te traigo buenas noticias. El Grill. Esta gran catedral se convertirá en un desaguadero, irá a ser sobre este brindis

nuestro. -¡Salud! ¿Qué pasa? -¡Salud! Esto se acabó. Soy una mujer casada y tengo familia: hice una tregua con mi esposo. Me lo dijo sonriéndome con crudeza, casi con crueldad. La miré y no pude imaginármela otra

vez metida a Greta Garbo. Pero por primera vez en cuatro años de estar en ella, me hizo sentir como un ladrón que hubiera entrado por su ventana para robarle lo que te dije, robarle qué a una foto fija, robarle qué al robo, quitarle qué al ladrón: Su pobre, su perdida felicidad de señora enjaulada en ella misma para que ella no se pierda a sí misma en las búsquedas o al menos para que cuando llegue a perderse, se encuentre. Y yo no soy un ladrón. Soy un cantante. Un artista. Un varón más decente que todos. Y eso me dolió porque yo soy todos los varones. Y segundo: Que después de cuatro años de estar conmigo, adherida a mi como una lapa, una sanguijuela, después de cuatro años a ti no te haya pasado nada, es como si nada te hubiera tocado: Vasija sin paredes. Volverás a tu “hogar” y a tus Jaquecas, juá, juá y al placer placer placer y mil Jesuses con silicios en tu jaula de oro. Al alcoholismo de un esposo al que no amas y rechazas pero que siempre estará esperándote como un elegante niño sin juguete y aguardiente y entre la copa tú, jugándosela, pero ahí estará cuando regreses porque de esa jaula te escaparás muy furtivita como San Juan de la Cruz en las noches para buscar tu hambre de mí en otros hombres. En blanco y negro, el pelo a la húsar con garbo. Porque además de ser el mejor hombre que tú has conocido, ninguno te amara

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como yo te he amado, y en cambio otras sí me amaran como me amabas tú cuando decidiste dejarte crecer el pelo para mí. Cardenala Florentina, agria aria en la sopa de judías. Siempre dijimos que entre nosotros no se repetiría la perdida historia del amor perdido sino que demostraríamos con la fusión hermosa de un amor imposible, la digna reverberación de nuestra pasión adúltera: la purificación por el pecado, eso llegamos a ser: el hueco de una ruana galáctica; el agua y el aceite: Ni sintigo, Ni con mí. Y el tajo. Mi cabeza puesta en una bandeja como trofeo de un pacto negrísimo. ¿A quién le eres leal, tú? Porque rojos con la sangre invisible de mi dolor de amor se mancharían mi traje y el blanco lino moruno de mi canto y tal vez hasta mis fusas quedarían impregnadas con el dulce almizcle de la muerte: ese olor metálico que tienen las azucenas y el vuelo de los moscardones.

Es como haber sido sin ser. Samsara. Un Samsara. Reconocer con el ramalazo de la mirada

ese remoto lugar desconocido que sin saberse por qué llevas registrado en la memoria, como tu mirada revista ahora y nunca antes vista por estos tus ojos verdes porque tú sabes que nunca jamás volverás a verlos sobre ti. Extraña paisana. Forastera paisana. Alien dentro de mi corazón. Second Class Citizen yo bajo tu mirada y entre tus palabras y entre tus dientes y entre tu cuerpo anudado a mí, tu epidermis y tus profundidades abisales delitos, y entre el ritmo punzante de tus pestañas, de tus gemidos y de repente: Esa mosca en la sopa, un cuerpo extraño. Un cuerpo en suspensión interponiéndose entre ella y yo como una vidriera. Ella sí. Tal vez su marido lo esté. Pero de todas maneras yo no estoy en ese juego. Mesa vienesa en la que ella juega a ser la pata más importante de las tres, pierde tercera pata más importante de las tres, pierde tercera pata y mesa siempre cae. Y ese melodrama interior que oprime por igual a todas las burguesas obligándolas a ponerle al dolor un libro en la cabeza para que camine derecho, se contenga, mienta con la hipocresía glamorosa de una buena Greta Garbo. Ese largo collar de perlas que saltó de la foto despedazado por la bofetada y el magnesio y tu perfil y el triste y gris relumbrón de las perlas de mal agüero que perla a perla esas perlas rodaron sobre el asfalto mojado por la lluvia de la madrugada hasta quedarse inmóviles, una a una, como brillantes lágrimas entre charquitos de fango. Quietas ahí, las perlas, quietas pero rasgando con su blancura el negro intenso de tu noche. Quieta las perlas en ese yo soy siempre el que soy y tú nunca la que eres porque las mujeres son hombres de poca fe y además tú eres hielo en la fachada mientras los bomberos te corretean por

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dentro, con sus mangueras. Esa Greta Garbo y su corte de pelo a la húsar. Dekó. Andrógino símbolo sexual de unos imbéciles que se llamaban así mismo hombres; medio dañado símbolo como lo grita Garbo que Greta no calcina a los hombres sino que con ellos hace pámpanos y témpanos que coloca al lado de la chimenea, sobre una alfombra húmeda y podrida con tanta agua de hombres diluidos, derretidos por ella, aunque mal: Págueme. Ese alterego denunciante, entre andrógino y transvestista huyéndole a Fellini; Aspasia, podés ser Viuda Negra o lo que querás pero Victoria Regia sí no te dejo ser, ¡las Guevas! Sí y no, Blanco y Negro. Es Tendal. Blanco es, gallina lo pone. Walkiria de entreguerra. Pérdida y posibilidad. Herido pasado no ocurrido. Oscura luna enlutada ¡Heil Hitler! Tan opuesta al blanco sol de mis linos del trópico. Si existo en tus perlas es porque tú eres la negra cinta de mi sombrero. Mi piel en el desolladero. En la banda transportadora mi cuerpo abierto en canal. Y ese eterno sostenerse durante días con todas sus noches en un instante fingido: Confía en mí, Te amo. Espérame dos meses. Compréndeme. Te adoro. Samsara. Tener y no tener modales para manifestar ser ambas cosas y ninguna. Mintiéndome con la más desconcertante claridad y la más displicente tristeza: “Voy a pensarlo” mientras se madura y se racionaliza el adiós, mientras me acomodo para despedirme de él, mientras lo estímulo hasta que llegue el momento para decirle Good Bye desde arriba, sin que me duela y sin que me importe un pepino si a él le duele y se queja, y para que desde esta casa desde la que sin irme me fui, la sinceridad del cantante se te transforme en aventura. Ese pelo a lo Greta Garbo no me gusta-, le dije. A mi marido le gusta así. Pues a tu hombre, que soy yo, no le gusta así a la húsar sino un poquito más largo, a la paje. Se hace más florentino tu rostro. Le quita esa aria dureza. Y empezaste a dejarte crecer el pelo. A ser la que tú querías serme. Y hacíamos cuentas en los centímetros que cada mes crecía tu pelo: ese mantón negro y brillante que arropaba tus pálidas y estrechas mejillas, para averiguar cuántos meses y días y horas sin hurras para estar juntos, vivir del todo juntos, nos faltaban. Lento el crecimiento. Loca y hermosa la espera que sólo iba a ser una demora. Y mientras más crecía tu pelo, menos Greta Garbo eras. Menos señora. Menos casada. Más mujer y más tú sin perder tu ignota dignidad mientras progresivamente perdías ese aire de flaca señora aburrida, de travesti contra una reja nocturna. Así te llevé a los bares de Manrique, del Club Unión al Bar Gardel. Fue Envigado y esa carreterita oscura en Otraparte, donde nos echamos un quicky y en honor al Viejito González Ochoa, tu pariente. Robledo. El Carlosé. Los Mangos. Pieles libres en cuanto camino malo sentimos el aguijonazo quemante de la piel. Todo nuestro mundo

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gastado ahí, atrapado ahí, dila y lapidado ahí en el limitado espacio de un pueblucho sin fronteras envueltos en sus odios de mitras, metras y coca en medio de un remolino atifonado donde todo lo que nos rodea festeja a la muerte. Pero vení yo te muestro la casa que descubrí, de Longas. Mirá esta ventana. Esta casa la construyó Nel, el del Palacio. Escuchá esta canción. Oí lo que dice Muñiz. ¿Qué ves en este cuadro? Mirá el libro que publiqué. Es pa’vos. Chicaniá con tu cantante, ofendé con tu cuentista. Opón tu orgullo al rumor, tu talante al chisme. Hagámos esto. Hagámos aquello. Hagámoslo todo. Juntos. Y de un momento a otro tuve la sensación de que me mentías y de que en lugar de crecérsele la nariz era tu pelo el que crecía. Y hoy, celebrando estos cuatro largos años de espera y demora me sales con que la cosa ya no va más entre nosotros, que pitití, que pititá.

-Venga a cantar, hermano. ¡Está triste? ¿Le pegó otra patada a la vida? ¿A semejante piedra?

Venga a cantar, hermano. Porque si está triste, usted va a cantar hoy mejor que nunca, me dijo el director de la orquesta, por variar.

Cuando canté “Sur” sentí que las enormes y muertas manos de “El Caballo” Rivero eran mías

ahora. Y cuando canté los dos boleros que le dije, estaban Fernando Albuerne y yucho Gatica fundidos en mí y en mi voz. Bajo la luz cenital que golpeaba mi sombrero enteneblando por completo mi cara, negro y blanco el sombrero, y yo ahora cantando en la plenitud de mi dolor poderoso la veía allá, enlutada, un mapa de Suramérica en la penumbra, sentada a la misma mesa donde todavía estaba mi copa, coqueteando con un desconocido. Cinco minutos después de haberme dicho Good Bye desde arriba y ya está con otro y yo aquí desgañitándome por dentro, tan cantante y tan duro de lo puro derecho que he sido, cantando mejor que nunca porque lo único que puede expresar con exactitud la fealdad del dolor y aplacarlo, es el canto. Un dolor que por nuestra perdida pasión de amor nos hacia los únicos ajenos al inmediato peligro de ahogarnos. El Canto. Mi canto que no se detiene y ¡Buena esa! , ¡Bravo! Hasta que un brassier pequeñísimo que me arrojó una Lolita fanática, me tapó los ojos para hacerme ver la hermosa realidad: Había cantado mejor que nunca. El dolor había vuelto a embellecer y a hacer más novedoso mi gastado y escaso repertorio, mi casi cascada y cataratuda Voz del Niágara. Entonces decidí no volver nunca más a Suramérica. Digo a esa Suramérica enlutada que parecía ser ella en la penumbra del Grill: un

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alargado corazón de plástico cuyo derretimiento se hubiera detenido a medio camino, y me dispuse a sentarme con los muchachos de la orquesta. Aquí me voy a quedar detrás de esta botella y cuando todo el mundo se haya ido haremos música para nosotros, muchachos; yo pago los tragos. Pero los muchachos no de habían puesto de pies todavía cuando llegó este desconocido que es usted y con quien converso ahora, hermano, y les dijo:

_Acompáñenme “El Ladrón”. Yo la puedo cantar. Me senté solo y de repente esa voz fue llenando de belleza todo el recinto. Yo, el mejor por lo

antiguo y lo clásico y lo renovador y lo osado que soy para cantar el bolero, jamás en mi vida había oído cantar “El Ladrón” con mayor delicadeza y pasión a la vez. Los glissandos, los trémolos, el rubatto, una voz rompiendo como un bisturí nuestro azul y tropical corazón de letra ridícula para bailar en una baldosa vientre a vientre, sintiendo tu cuerpo moverse con esa quietud de las pinturas egipcias que tienen el bolero, las maracas y su vil insistencia en la constante porque ellas son los dos corazones de la orquesta, su brassier. Esos silencios suyos cargados de una sonoridad suspendida en el aire, traídos de los cabellos a mis oídos como una buena noticia, una única alegría, inútil alegría, la perenne felicidad que espumea en el Mar Caribe cuando golpea en los acantilados. Cantaba tan bello usted, hermano, que decidí darme vuelta para verlo porque en mi tristeza yo estaba dándole la espalda solamente al mapa de Suramérica sino al escenario donde usted cantaba. Entonces lo vi y comprendí de inmediato que usted conoce el secreto que conocemos los grandes cantantes: La canción es una sola e indivisible de principio a fin, mutable e inmutable porque siendo siempre la misma tu voz siempre tendrá que hacerla diferente, distinta. Porque con voz o sin ella, con instrumentos musicales o no, con o sin silencios es una sola la canción y está dentro de uno como un pacto melodioso pacto. Es el alma, es el “Feeling”, es la palpitación. Palmera contra el cielo azul. Corazón y reloj. Así lo vi en Janis Joplin, en Benny Moré, en Edmundo Rivero., Belafonte o Makeba, Lead Belly, Otis Reeding, Muñiz. Por eso y desde mi aguadeño pude amar a Greta Garbo hasta convertirla en una alemana embarberada, un enlutado mapa de Suramérica en la penumbra, falsa hechura de un corazón de plástico que no puede derretirse en mí porque yo no lo poseo. Y por eso cuando lo vi allá, cantando, quedé atenazado por una imagen flagrante: usted estaba cantando de tenis. Y la música es un rito, una comunión. Uno no puede andar en tenis

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saltando de rito en rito: eso es como andar trotando de la misa a la moza, desnudo. ¿No me ve los zapatos a mi? Hora y media me gasté en cada uno bru-ñén-do-los. ¿Y no ve mi ropa, hermano? Claro que está manchado de sangre, el blanco lino del cantante triste que soy. ¿Y el sombrero? ¿Cómo le parece el aguadeño que me corona como Rey del Dolor, Rey de La Sangre Invisible y Rey del Cruel Canto? Invierta el dolor y el color de las perlas: Hágalas negras y tendrá la negra cinta de mi aguadeño partiéndola como si fuera un blanco coco mi canosa cabeza. Pero yo no canto sino que oficio mi rito. Tómese un trago y dígame:

-¿Por qué canta usted de tenis? -Pues hombre: Canto de tennis porque yo no soy un cantante. Yo lo que soy es ladrón. Sentí el temblor del ridículo haciéndome así por dentro y miré a Suramérica en la penumbra.

El recién llegado con quien coqueteaba, acababa de terminar de cortarle el cabello muy a la húsar, a la Garbo, tal como a mí me disgusta. Y la pulía para que pudiera aguantar el reventón de su próximo collar de perlas, tal como no debe ser. Entonces comprendí todo y me dije:

-Voy a comprarme unos tennis y la próxima vez que me sorprenda una Greta Garbo

suramericana de esas que parecen unas muñecas alemanas compradas en Maicao, antes del pique le arrancaré el corazón de un raponazo y ojalá que el sombrero no se me caiga en la carrera.

EL SAN CARLOS DE SU EXCELENCIA

Para Oscar Jaramillo Eduardo Peláez

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Otro digno homenaje al disparate, un éxito más al desorden, había sido la lectura de poemas de los jóvenes poetas en la fría capital. Ante lo restallante de esos versos que gran parte del auditorio calificará de difíciles pero repugnantes y provincianos, ninguno de los jóvenes poes- de Silva se rió siquiera o de Pombo mofóseles y mucho menos cuando posesos por una alegre luz de locura iluminaron el largo y trasnochador zaguán del restaurante Arizona para por primera vez en horas yantar parvos.

Más de uno de los poes había roto más de dos o tres corazones de teta grande con sus versos

de neones, semáforos y servicentros y, tras ellos, caían desparramados los levantes de cuerpo presente: Unas gruesas y chiquitas y moradas muchachas tan cachetones y feítas como cualquier bogotana que, sin pecar de advenedizas, venían a descuadrar con sus vientres el magro presupuesto de esos pobres poes provincianos en gira nacional morral al hombro mas no el ánimo que a todos los unía y que vos también sentiste cuando en tropel cruzamos esa puerta.

Como su nombre lo dice, el restaurante Arizona no era tan de Colt cuarenta y cinco al cinto ni

tan de mala muerte pero tanto el licor como los musicos serenateros que lo frecuentaban: Tríos para el entelerido bolero y los sones; Duetos para el bambuco cachaco y Tríos; Solistas para cantar las de María Greever tan líricas y viriles, pero con Trío-, si eran tan baratos como la comida exquisita y variada como los comensales gregarios: Unos grises bohemios trasnochadores forrados del todo en gris: Grises los trajes y el sobretodo, grises las ruanas y los sombreros de los que tampoco se despojaban para comer y también grises los húmedos paraguas y el ajiaco como si todos los aquí presentes fueran calvos o friolentos-, me dije bajo mi troskysta gorra de cuero rojo.

Cómo que donde y cuando pues aquí y ahora vigente sigue siendo hombre Heidegger, rige a la

cita: ”La patria es la infancia”, dice Rilke; “Pero sin la rosa envenenada”, te acepto pero para ver que la patria es la infancia no es sino que mirés y verás que así han sido tu verso y tu vida, poe, sólo se trasciende si estamos aquí y ahora y tenemos la intuición y las agallas para decirlo con belleza de pie olvidado al marcar los compases de estos pasillos de petimetres oí que ahí van tus pies bajo la mesa al ritmo del gran dolor y de la gran imaginación del tiple al inspirar en “Bochica” o será “Alfonso López” ese tan tan del alma pasillo fiestero y rápido paramuno y frailefónico que nos tocó en suerte

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bailá, bailá, hace aterizar a Kant y a Marx y a Platón y al que querás entre estas fiestas de cuerdas y este rincón de emanaciones olélas son un haz confuso de olores está bien: Almizcles a fritos y cocidos y el golpe de ala sumercé yo olvido a Sartre en esta nevera te digo y a los suecos me dices porque al menos ellos se imaginan los colores y no los ven como nosotros ahí estábamos porque mirá que de un momento a otro todos los grises de que hablábamos de transformaron o los apagó el tropel de tipos fuertes y cetrinos y como cúbicos: Selección chulavita-, farfullan, que sin decir palabra se colocaron contra las paredes de cara a los comensales: “Sopa y seco de fuego cruzado”, musito. Recuerdo mi pargo rojo y el cecinado sábalo de quién era róbalo enfriándose en nuestra ciudad pido heladas y que aquí me sirven al clima para que la temperatura ambiente las enfríe y comprendes nunca se supo si fue en el páramo o en las miradas que nos cruzábamos donde como mudos quedamos al ver los negros y relucientes cañones de esas armas largas: fusiles, ametralladoras que sobresalían bajo los sobretodos y las ruanas de aquellos hombres del frío más helados aun que la andina noche de afuera y mi sangre aterida, congelada bajo un suéter francés y una astrosa chaqueta de corduroy mientras el frío también me calaba colándoseme entre los mocasines incapaces de soportar mi friolenta cobardía y la tuya y la mía y al fin nuestra común cobardía al verlos viéndome indemne a mi ante decí vos diez o quince tipos que, cuando les diera la gana y creo que ustedes sintieron lo que yo sentí saltar de mi vida como un soplete de acetileno que utilizamos como lanzallamas para por asalto tomarnos un iglú joven, poe, el gran susto nos trepidaba el temor dices y por supuesto pero atendé y poné atención vos no escuchás el nuevo retumbar de esas otras botas que resuenan en el zaguán sobre las gélidas nieves del Kilimanjaro dejá a Hemingway qué qué cual es la salida de Alain Robbe-Grillet y su novela objetal si él intenta asesinar lo mejor de Maupassant no me digas debo leerlo lo sé y ya pasé el año pasado y mirón fui del ciclista tras la celosía porque no es el conocimiento, no, no, ni tampoco la investigación mejor no es la razón enfrasquémonos, sino la tesa investigación que sobre lo desconocido intentaron tener nuestros dos preciosos ejemplos para ahuyentar el miedo te dije casi a gritos es imposible enceldar entre un sarcófago la literatura y el arte como han creído los europeos pero nadie inventa ni descubre nada. Ellos dicen que nos descubrieron. Y también nos inventaron. Tienen la obligación de enterrarnos la literatura, según ellos, aquí mismo sobre estos nuestros espléndidos róbalos y nuestros pargos ya azules o verduzcos abrían más los ojos para no perder detalle como tú y yo, únicos que mirábamos en este instante hacia la puerta del restaurante para ver las botas y no los

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galones de unos cuasi-caucásicos edecanes caucanos muy bien escogidos y altos y rojizos y marciales y atención ¡firr! Resonaron sus tacones al unísono cuando oyeron la voz de mi Comandante desde el contraportón del zaguán del Arizona.

-Todo está en orden, mi general-, dijo resonando él también por la patria. “No hay moros en la costa”, “”No hay enemigo pequeño”. “La patria es la patria, grité, “La patria

es la infancia”-, corregiste, “Sin novedad en el frente-, remarcó Remarqué y esto si provocó una colectiva y estentórea pero silenciosa carcajada entre los poes, que empeoró cuando entró Mi General seguido por un pelotón de oficiales y luego entró Su Excelencia, sí, Su Excelencia el Excelentísimo Presidente de la República en persona y en compañía de dos amigos, todos tres borrachos.

El Restaurante quedó como su nombre lo dice: silenciosos como el desierto de Arizona. Ni

una mosca osó revolotear sobre las viandas. No era para menos pero, primero las damas, que digo: Primero fueron los poes con sus chistes, luego las damas y al poco rato todos los comensales habían recuperado su mundo anterior y a él volvieron entre el rentintín de cubiertos y el chás-chás de las copas y volvió a sonar en las cuerdas el cachaco pasillo fiestero sería “Los Filipichines”” me parece cuando el mesero vino a nuestra mesa para informarnos que su Excelencia El Señor Presidente venía al Arizona con frecuencia no a cenar ni a beber sino en busca de sus músicos predilectos: El Trío Automático; un trío de cuatro integrantes que cuando había que cantar boleros era de tres o podía transformarse en dueto para los bambucos y guabinas. Pero los músicos predilectos de Su Excelencia y sus amigos estaban tomando aguardiente, Su Excelencia había decidido sentarse con su séquito a esperar el trío que no debe tardar en volver pues es el deseo de Su Excelencia que sus músicos predilectos le acompañen a parrandear esta noche sanamente en Palacio nos decía el mesero cuando:

-¡Mozo, mozo!-, llamó Su Excelencia.

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Tanto inclinó ante El Presidente el mesero su cabeza que Su Excelencia sonrió con repugnancia al ver cómo de la incipiente calva goteaban pelos al azar sobre los platos de comida caliente y las copas de licor y los vasos de agua y los tazones de chocolate santafereño caliente mientras el mesero le respondía en voz muy baja no sé qué mirá y miramos y vimos cuando Su Excelencia miraba el vaso de reojo y a renglón seguido puso su mirada en la mesa de los poetas o sea nuestra mesa y nuestros poes jóvenes o sea nosotros ni nos inmutamos cuando el mesero dijo prosopoqué?

-Esos son los nadaístas, Señor Presidente. ¡Nada! Cómo quien dice no creen ni en lo que se

comen-, y salió charol en mano, patoniando. “La patria es la infancia”, no. “Esta es Colombia, Pablo!!”, tampoco. “Viva España”, caliente no:

¡Traición! El presidente de la res pública se levantó, alzó su copa cuan alto pudo e infló su pechito de torcaza.

-¡Brindo por la poesía-, dijo. Y en ustedes, muchachos, saludo emocionado a los nuevos aedas

del Parnaso nacional. Ponéos pues de pies, y alzad pues vuesas copas y al unísono con vuestro Presidente, brindemos todos a la salud de la única belleza imperecedera e inmortal cual es: ¡La poesía!

Sin romperlo, sin mancharlo, remolino, torbellino, media-vuelta, vuelta entera y héme aquí que

yo también alcé mi copa con la pisca de sensibilidad y fervor patrióticos que me quedaban y bebí con él.

Ron. De Puerto Rico. Corre fuego esófago abajo. Enciendo un cigarrillo sin atreverme a

sentarme pues Carreño postulas que no debo hacerlo porque El Presidente sigue de pies pero meciéndose como una gruesa palma caucana y no como los lánguidos camellos de doble mandoble que a la orilla del Cauca creía ver su padre; tan pulido él que sacrificaba un muslo para pulir un muerto. Y mientras yo pienso en Quintín Lame arrastrado calle abajo por unas mulas o por un poeta greco-caucano, criptokafkano, El Presidente continuó con su solemne oratoria.

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-Poetas: Estoy a la espera de mis músicos predilectos y, en el interregno, es decir: mientras los músicos retornan, todo lo que pidan mis amigos, mis queridos y distinguidísimos amigos, Los Poetas, lo pago yo, Yo: El Presidente de la República. Además y para que a Los Poetas no les quepa la menor duda de que, no por lo reciente es menos sincera mi amistad, los invito a parrandear, a beber, a declamar conmigo en el Palacio de San Carlos tan pronto los músicos retornen, y como si fuera poco....

Ante la presión de sus amigos y edecanes, el Señor Presidente se callo la boca y cayó en su

asiento; y desde allá se oyó su voz cascada y su lengua tartajosa y entre carrasperitas ordenó que hubiera de todo en nuestra mesa que nada faltara y los licores y los pasabocas y los entremeses y los platos fuertes y los principios como dicen los bogotanos llovían generosos chubascos y mientras los poetas nos desatrasábamos de los almuerzos no cometidos y anticipábamos aquellos por venir se me removió el corazón y contra mi voluntad pensé en el Capitán Rey Calmante, en el Capitán Escalera, en El Capitán Tarzán, en el Capitán Veneno, en el Capitán Exterminio y en Chispas, Desquite, Sangrenegra, El Pálido y en nuestros pobres campesinos vueltos unos vándalos políticos, convertidos en pájaros azules y rojos y exterminados en las montañas como fieras por una clase hecha cuero y carne en Su Excelencia, mi anfitrión. Por un momento me asaltó la terrible idea de mi que dignidad consistía en rechazar la invitación presidencial a Palacio, pero ni peligro, me dije. ¡Quieto en primera vós, Jack!

En ese momento entraron los músicos predilectos de Su Excelencia: un enjuto trío de lívidos trasnochadores que no se porque razón necesitaba, pero carecía, de tres acuciosos edecanes que les cirenearan para cargar la cruz de los pesados estuches, tan grises como sus trajes, de los instrumentos. Tienen lira, me dije, cuando a petición de Su Excelencia el trío Bochica como abrebocas. Nada del otro mundo, dijo el Presidente levantándose y, copa en mano, nos reiteró su tartajosa pero solemne invitación a parrandear y agregó:

-Caballeros: Os propongo un último brindis pero triple: ¡Viva la poesía! ¡Vivan los poetas! ¡Viva

San Juan de la Cruz! Ahora sí: a Palacio, vamos todos a Palacio.

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Cuando escuché en labios de Su Excelencia tu sacrosanto nombre San Juan, apuré mi ron con ganas y por primera vez en la vida estuve de acuerdo con un Presidente de la República; y por primera vez me sentí en el poder, compartiendo el poder.... Culpa tuya, San Juan.

Ahora mi decisión de ir a rumbear en Palacio con el Presidente perentoria y acérrima enemiga

de cualquier manifestación en contra de la invitación. Tan vívida y hermosa era mi visión de la visita que a este encantamiento se sumó al deseo que me asaltaba de fumarme y ay me veía a mi mismo fumándomelo el interminable habano de marihuana asomado al balcón desde donde dicen que saltó Bolívar instigado por su dulce Manuelita, paraguas en mano saltó el Libertador, dicen. ¡Qué bueno matar una chicharra ahí, en ese balcón!, pensé mientras el Presidente pagaba la cuenta con un “¡Cárguelo a la cuenta de Palacio!”-, pero señor Presidente cómo se le ocurre medio alcanzaron a decirle que ya que los primeros escoltas, silenciosos felinos zapadores casi invencibles, salían a desbrozar el camino de posibles atentados y también fueron saliendo los generales, los comodoros, tres vicealmirantes de marina, los edecanes, su Excelencia y sus amigos, los músicos y sin zozobrar pero de últimos como siempre, los poes, los poes conspirando a sotto-vocce: “Del Arizona a Palacio”, A Palacio, Marat, Hoy: Gran parranda palatina; los poes cerrando la descomunal procesión hacia Palacio. Pobre Marat, amarga toma de La Bastilla, pensé ya en el zaguán.

Pero, cuando llegamos a la puerta sentí el frío cañón de una Madssen en la nuca -¿A dónde van?- nos preguntó el comodoro al mando de unos duros infantes de ruana, grises. -A Palacio; vamos a Palacio. El Excelentísimo Señor Presidente de la República acaba de

invitarnos a Palacio. En ese momento varios escoltas pugnaban por acabar de embutir entre una larga y negra

limousina a una Su Excelencia enfurecido y contumaz.

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-Los poetas son mis amigos. Yo los invité a venir a palacio conmigo. Yo: la suprema autoridad de la República. No podemos abandonar a los poetas porque los poetas son los únicos hombres que de verdad existen y vibran...

-¿Ve usted que sí es cierto? EL Señor Presidente de la República insiste en que vamos con él

a Palacio. -¿No ve?- dijo un poe. -Está borracho-, contestó el hombre de ruana gris y dorado diente de oro y me hundió más el

cañón de la ametralladora en el pescuezo. La metra continuaba apoyaba ahí contra mi nuca, doliéndome, cuando el cortejo de limousinas

partía y se perdía en la fría noche andina y cuando ya iban casi lejos, el Presidente de la República, sacando la cabeza por la ventanilla, seguía gritando a voz de cuello:

-No me los dejen. No me los dejen ahí, por favor. Son mis amigos. Los poetas son mis únicos

amigos. -¿Sí ve que Su Excelencia está borracha?-, me dice. Pero no me quitaba la metra de encima y ahora, ante este róbalo de evocaciones, te confieso

que aún ahora conservo el obsesionante deseo de fumarme un marihuano en el balcón aquel aunque la limousina del Presidente haya mucho que vaya lejos, años ha que trastornó en la quince con octava, y contra cualquier explicación vuelvo a sentir ante este róbalo aquel olvido imborrable tan tangible que aún aquí y ahora sigue bien hundido en mi nuca el negro y frío cañón de la Madssen como esperando contra toda lógica a que el róbalo cierre los ojos y mientras espero un milagro imposible tirito, tirito, y tirito, ¿No ven? ¿Sí escuchan?

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DEJEN MORIR TRANQUILO A ESE MUERTO Como un beriquí entre el oído se sentía el estridente rechinar de las chicharras en el samán del

parque cuando los Vilardo lo vieron descender del camión interveredal casi a las seis de la tarde, y si verlo de vuelta era ya un reto extraordinario, con facilidad pasaron de la ira al asombro cuando el hombre osó cruzar la calle maleta en mano y, parsimoniosos como si la cosa no fuera con él pero sin mostrarse desafiante pues al parecer a nadie miraba o ni siquiera veía, se dijo:

-Si es cierto que el tiempo acaba con todo ¿qué no habrá sido capaz de hacer con esta intensa

inquina que siempre nos hemos tenido Cisco y yo que nos envejecimos a punta de oído? Machacábase, maldecíase y se detuvo bajo el samán para encender un cigarro pero ante la

exagerada lengua de fuego con la que el yesquero de mecha le lamió los ojos, alzó la cara su instinto para alejarse del calor y fue cuando contra el crepúsculo descubrió a los tres Vilardo en el balcón, observándolo quién sabe desde hacia cuánto rato con el mismo arcaico y letal rencor que apenas un minuto antes aun él mismo había creído extinguido.

-Es Andrés Ríos, tío Cisco. ¿A qué vendría al pueblo?, preguntó el mayor de los gemelos

Vilardo, Caín. -Pues a matarme, gran pendejo. ¿A qué cosa iba a venir Andrés Ríos aquí? Echaba chispas,

tío Cisco. -Pero: ¿Por qué quiere matarte, tío Cisco?, preguntó Abel, el menor de los gemelos Vilardo.

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-Pues porque yo no he podido matarlo a él. -Pero: ¿Por qué se quieren matar, tío? -Es una historia tan vieja que a veces ni yo mismo se el por qué... Pero que nos odiamos, nos

odiamos. Hundido en la mecedora de mimbre, el tío Cisco Vilardo se sumergió en un aluvión de

recuerdos que abarcaban casi seis décadas e, incapaz de recordar cómo, dónde, cuándo y por qué había jurado matar a Andrés Ríos o morir en el empeño si recordó con nitidez como cuando apenas tenía quince años cumplidos, Andrés Ríos y él ya estaban acosándose entre las minas de a pie o de a caballo, en planchones y ferries sobre unos ríos quietos. Entre los primeros polines del ferrocarril se batieron a barbera en un combate legendario; entre los últimos vapores se surcaron el Magdalena dieron manga rota a sus enconos con esa rabia instalada adentro, colgante como un ahorcado de aquí para allá; se buscaron entre las primeras carreteras y ambos tuvieron que vender sus mulas con arneses y todo para comparar un tiquete aéreo y seguir buscándose tratando de encontrar al otro de espaldas en los aeropuertos y entre el tráfago de unas ciudades pequeñas pero superpoblándose y así y asá durante años en un acoso estéril, con un encono inútil, en un esfuerzo vano, hasta que claro que ambos envejecieron solterones, enjutos y casi en la ruina, cada uno contemplando por su lado la fabulosa colección de armas que a las claras mostraba la progresiva evolución de sus combates: De la espada al mosquete; las lujosas pistolas de duelo habían sido reemplazadas por el Colt 45 y este revólver vuelto obsoleto a su vez por el rifle Winchester de repetición. Ya no había facones ni navajas y el caballo había sido reemplazado por unos caballos de fuerza con timón y sin montura y al lado de la carabina San Cristóbal Punto 30 que durante sus muchos años de guerra ambos hombres habían pavonado como la insuperable arma larga que le daría la victoria había, ahora, un fusil M-16 de mira telescópica y livianas ametralladoras Mini Uzzi, pneumáticas, sionistas.

¿Y el odio? ¿Por qué Cisco Vilardo y Andrés Ríos se perseguían con ira? Nadie lo sabe.

Nunca se supo. Todo son suposiciones. Trescientas verdades se dicen aquí. Trescientas una con

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la mía. Se trama, se urde y los chismes que corren nos llevan a problemas por deudas de juego y líos de faldas, pleitos por aguas, linderos, simples cosas de borrachos y póngale y dígale pero nadie ha dado en el clavo y a ninguno de los dos, Cisco, Andrés, se les ha escuchado decir personalmente qué fue lo que pasó entre ellos. ¡Cosas de hombres! Y los hombres de temple como ellos, se llevan sus secretos a la tumba y ambos hombres ya están pero bien viejos, pasan de los setenta. Claro que como Andrés Ríos está más entero parece más joven y también cuenta con la ventaja de que a Cisco Vilardo lo agallinó ese raro mal; un como ese cansancio que los médicos llaman deficiencia cardíaca que lo postró en su mecedora y sus novelas como desorientado y como ido porque como del Andrés Ríos no se volvió a saber nada durante años como si estuviera muerto, o escondido, o se lo hubiera tragado la tierra, o como si el Andrés anduviera buscando a Cisco en el extranjero y Cisco aquí leyendo sus novelas en el balcón y meciéndose a la espera con la seguridad de que Andrés Ríos regresaría tarde o temprano parta matar la inquina de una vez por todas, con mayor razón ahora que Cisco era un enemigo inerme, un blanco inválido aunque, para poder darle su merecido, para poder matarlo, Andrés tuviera que pasar por sobre los cadáveres de sus sobrinos los gemelos Vilardo, muy diestros con las armas mas más aún el Caín, que se da sus ínfulas de hermano mayor y de matón porque, dice, le lleva casi dos minutos de edad a su hermano gemelo Abel, ahí en el balcón con él, juntos e igualiticos. Curioso, pero los sobrinos Vilardo aparecieron de súbito, cuando el viejo quedó baldado y hasta dicen que son unos guardaespaldas a sueldo y que no hay tal, que lo que pasa es que Cisco Vilardo ha tenido vicios ocultos, ya ve. De todas maneras eso iguala las cosas pues siendo tan mujeriego como dicen que ha sido, al Andrés Ríos no se le conocen hijos o sobrinos o guardaespaldas que continúen incubando su odio o lo venguen si cae.

-Mátelo ahora tío. Nunca lo volverá a tener tan de pechitos-, dijo Caín. -Si ni siquiera me puedo mover, ¿con qué alientos cree que lo voy a matar?. Cascarrabias: la

ira le había puesto la cara roja, un fuego en los ojos, y un conato de infarto al miocardio. -Pero véalo ahí está facilito... Son sesenta o más años de...

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-Cincuenta y pico de años ajustamos en éstas, para ser más exactos. ¡toda una vida? Dos vidas. Pero es que la que me hizo Cisco Vilardo no se le hace a nadie, y nadie se queda con ésa, piensa Andrés Ríos sin buscar el revólver.

Bajo el samán fueron el odio y el pistón del odio su impulso, y la intención de desatrasarse del

tiempo perdido le borró por un momento del alma el rayón de la afrenta inolvidable porque, en una iluminación repentina, Andrés Ríos decidió matar a Cisco Vilardo en un ya, allí mismo, de sorpresa. Mientras él fumaba y hacía sus cálculos bajo el ala del sombrero, Caín y Abel Vilardo desaparecieron en el interior de la casa en busca de armas, se dijo, y también Cisco Vilardo está armado; es notorio el bulto del revólver bajo la cobija de lana que cubre sus muslos de inválido hasta donde se ha descargado, boca-abajo, el libro con una mariposa amarilla posada en el único pie descalzo de un hombre muerto, boca-arriba, en la carátula porque Cisco dejó la lectura para no quitarme los ojos de encima y como los gemelos Vilardo no tardarán en volver, será mejor que me vaya a recorrer el pueblo a tontas y a locas para despistarlos y al menor descuido volveré a volver cisquillo a Cisco en su silla y a correr porque por lo menos yo no estoy inválido, gracias a Dios, ¡Qué tal! Porque matarlo de lejos no sería matarlo pues quiero que en el momento de morir me vea, me toque, me sienta y experimente en carne propia lo que es morir viendo cómo te asesina tu asesino pues tampoco es de hombres matar de sorpresa o dejarse matar así sin más ni más, de modo que a guardar tu maleta en una cantina hombre Andrés Ríos y te me vas a revolotear por ahí, escotero, como los gavilanes sobre el galpón porque si cagando lo encuentro, cagando lo mato,

Y como usted tío Cisco, inválido, no podía matar a Andrés Ríos y nosotros, sus sobrinos, los

gemelos Vilardo, no podíamos permitir que él lo matara a usted, tuvimos que comprar su odio, tío. Usted quería enterrarlo a él antes de morirse y mi hermano y yo asumimos su venganza. ¿Recuerda tío? Caín y Abel Vilardo juramos matar a Andrés Ríos o quitarnos la vida si fallábamos en el intento cuando mi hermano y yo vimos por primera vez el contenido de sus misteriosos baúles, tío Cisco: mapas, armas, sextantes, pólvora, catalejos y del más grande de los baúles extrajimos unas tulas de cordobán y usted nos gritó: “Abranlas, pendejos!!”, y como un par de imbéciles Caín y yo extrajimos dos alijos de lona y lino como una momia, más papel pero Albanene y papel cebolla y papel de arroz hasta desempacar el dulce-abrigo porque –al fin- como un postre envueltas entre terciopelo

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refulgieron dos navajas gitanas del tamaño de un brazo y punzantes, filosas, a las muy garridas sonábales el argento entre sus estuches cuando como cunas las sacudimos y salimos hacia el samán en donde por supuesto Andrés Ríos no nos estaba esperando, ni bobo que fuera, tío Cisco; y entonces salimos a buscarlo a la topa tolondra por boca y nariz, y la gente nos decía por allí va, salió de aquel café, acaba de tomarse un tinto aquí, dobló la esquina, llegó al parque, ¿recuerdas, hermano? Lo vimos bebiéndose una cerveza de pies y en la botella y ya lo íbamos a matar cuando se nos atravesó un jinete, después una bicicleta, luego un taxi y por último, cuando pasó el bus, Andrés Ríos estaba conversando con el alcalde por sobre unos linderos; sobre unas misas con el cura; con su primo Jorge; después se nos atravesó una guapa pero vil viejita de paraguas y ríanse: a Andrés Ríos vi en el parque y de allá veníamos, nos dijo ella y échele por este atajo, esta callejuela, agarrá esa travesía y vélo allá ya está llegando al balcón, casi detrás casi debajo del balcón estaba Ríos y usted tío Cisco concentrado en la letal lectura de la tal muerte anunciada esa, como si ninguna muerte estuviera anunciada, ni siquiera la del muy ladino Andrés Ríos, corréle que ese hijueputa va a matar al tío Cisco a la traición pero no nos ha visto, dijiste, porque estaba tan concentrado en usted, en columbrar hasta dónde estaba usted en el mundo de la novela inmerso que ni cuenta se dio cuando veníamos, ni cuando llegamos, ni cuando “¡Caéle!” te grité y le caímos y lo encendimos a punta de navajazos, de andaluzazos, de gitanazos, de midiosazos y de hijueputazos contra las paredes y las puertas y en las ventanas y en media calle hasta cuando cayó y aún caído le seguimos dando golpes de yerro y de nácar y Andrés Ríos en el suelo vuelto cendales: Un colador de café rojo, no; parecía un tibio surtidor cuando, casi exangüe, fueron perdiendo altura los chorros que brotaban de él por falta de presión como cuando apagan la fuente luminosa del parque, tío Cisco, y sólo nos lo pudieron quitar de encima o de debajo cundo mi hermano y yo ya estábamos exhaustos y romas teníamos las navajas andaluzas, rotas e inútiles. Como setenta u ochenta y pico de agujeros le contaron los médicos, tío, y si no le pegamos más fue porque ya no había más a qué darle y si Andrés Ríos no se murió ahí mismito, estése tranquilo, tío, que de esta no sale porque nosotros también lo desguasamos, ¿cierto, hermano?... ¡Lo desguasdamos! Quedó tan mal, tío que los médicos del hospital dijeron que ahí ya no había nada que hacer con él, que Andrés Ríos estaba más que muerto y que lo mejor sería...

-“Dejen morir tranquilo a ese muerto”, fue lo que dijeron, tío Cisco-, terminó el otro gemelo.

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Y así es: pasados los dos o tres primeros días, el difunto Andrés Ríos se negaba a morir, y

solito solito se vino fluyendo del más allá para el más acá y ante la tenaz fiereza con que se aferraba a la vida, hasta los médicos sumaron a sus suturas su granito de arena y las drogas y las radiografías a la gran playa blanca que formaban las plegarias de las muchas mujeres que Andrés Ríos había dejado como granito de arena esparcidas por las playas entre sus suspiros de amores deshechos por todo el país; granito fueron las apuestas al “SI se muere”, “NO se muere” y granito de arena fue el rechinar de las chicharras en el samán del porque; granito del odio de Cisco Vilardo y granito de arena la frustración de sus sobrinos los gemelos, prófugos desde el día del atentado y después semiocultos durante meses entre las turegas y los aperos del cuarto de sanalaejo y a quienes ya los vecinos habían oteado oteando detrás de las cortinas porque como Andrés Ríos no se había muerto y el cuerpo de delito caminaba convaleciente y flacuchento por los pasillos del hospital, los gemelos Vilardo terminaron andareguiando calle arriba y calle abajo, de cantina en cantina, y en una borrachera parejita porque sabían que, aunque furioso e iracundo como el carriquí, el tío Cisco atalayaba desde el balcón la salida de Andrés Ríos cuando lo dieran de alta en el hospital y como aquí a nadie le gusta perderse detalle de nada, todos absolutamente todos escuchamos sus gritos:

-¡Caín, Abel! Corran, corran, que ese hijueputa cedazo está otra vez bajo el samáan, mijos. Sobre los recalentados frisoles de la víspera y los cuatro huevos y las dos tazas de chocolate

para cada unos y las cuatro arepas con mantequilla ya mirándose a los ojos, ora acariciando con dulzor el pesado revólver embutido entre la pretina, ni Caín ni Abel Vilardo dizque escucharon al tío Cisco llamándolos a gritos desde el balcón porque, claro que ninguno de los gemelos se ha atrevido a reconocer que al verse obligados a elegir entre el suculento desayuno y la dulce venganza, ya llevaban el primero muy adelantado como para dejarlo ahí servido y que al llegar aquí, Andrés Ríos ya no estaba bajo el samán sino en un bus con rumbo quién sabe hacia dónde y el tío Cisco se moría morado, moradísimo, presa de un infarto al miocardio tan fulminante y furioso que lo mató después de que Caín y Abel llegaran de barriga llena y Colt 45 en mano al balón y en lugar del rojo sangre de Ríos, hubieron de llevar luto por su tío Cisco Vilardo, de quien una vez muerto nadie, ni

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siquiera el cura, pudo cerrar sus ojos de halcón que aún desde la sepultura siguen espiando la puerta del hospital.

-Que sea un motivo, Abel. -Que sea un motivo Caín. Ebrios y extrovertidos, pero sin dejar entrever los motivos que los empujaban a empinar el codo

por despecho aquí o acullá alegría, nos preguntábamos al verlos: ¿Por qué beben o brindan Caín y Abel Vilardo? De tristeza por el duelo o de alegría por su jugosa herencia, o quizá acaso el odio que sentían por Andrés Ríos les descendía garganta abajo o cerebro arriba subíales, o tal vez porque aparentemente después de la tempestad viene la calma, con mayor razón si el desenlace de la guerra es de capicúa: Los gemelos Vilardo ricos, el tío Cisco muerto y Andrés Ríos huyendo, digamos que las cosas habían llegado a puerto pacífico, estaban en su sitio y todos podían quedarse allí quietos pero tan pronto los Vilardo se estaban desternillando de la risa, los veíamos llorar a moco tendido con la cabeza clavada en la mesa entre envases de cerveza, un tufo a ron y Los Trovadores de Cuyo y Obdulio y Julián cantando en la vitrola, y ni sus mejores amigos llegaron a sospechar que el tal remordimiento que no los dejaba vivir tranquilos y les remordía tan adentro las conciencias era el juramento hecho ante el tío Cisco en su lecho de muerte y el pacto entrambas almas gemelas hecho de suicidarse con cianuro al unísono si fracasaban pero como no sabían si Andrés Ríos estaba vivo o muerto, Caín y Abel ya no eran los gemelos sino casi el par de zombies Vilardo pues llevaban varios días con sus noches sin dormir y al garete como botes remolían hasta que lo rayaron el disco aquel del Trío San Juan, el del suicida, el del disparo cuando, náufragos y ahogados en el licor, alguien les tiró un salvavidas, alguien que nadie supo nunca quién.

-Muchos han visto a Andrés Ríos viajar en el camión interveredal de Tapartó; muchos lo han

visto, y varias veces. Eso fue como con la mano: Caín y Abel dejaron de empinar el codo y se embebieron en los

esmeriles y en las grasas y bayetas de las armas blancas y de fuego ante la confirmación de que

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Andrés Ríos seguía vivito y coleando, tranquilo como siempre, y los gemelos Vilardo se dedicaron a pavearlo, a buscar la caída de Tapartó para acá y de acá para Tapartó, de día y de noche, juntos o por turnos sin que, jamás de los jamases, Andrés Ríos se les cruzara en el camino. Parecía un fantasma de aire, un espectro de agua, algo que fue y es a la vez, eso parecía el Andrés. ¿Verdad,. Caín?, ¿Cierto Abel? Porque ustedes confirmaron con sus propios ojos cómo, en el colmo del optimismo, Andrés Ríos pintó con lentitud la finca de amarillo: una casa polaca en medio monte, sobre el cañón, y él mismo resanó los techos trecho a trecho e irguió las casi en el suelo paredes, encaló; azul les puso a los pilares del patio y otra vez alegraron los canarios y zezontles cautivos en las jaulas de oro la casa con sus trinos y aletazos y las orquídeas florecieron orquídeas y las flor de un día parecen importadas de lo hermosas ¿ves Andrés? pero importadas de las mil y una noche las preciosas, y hasta nuevas zanahorias y rábanos y lechugas brotaron de las eras al conjuro de su entusiasmo, les digo, porque yo, Andrés Ríos, me veía florecer en todo, mi yo renacía en la huerta, en el jardín y hasta en el perro y en el gato fluyo yo a borbotones después de llevar una vida en duermevela porque yo no quería tener venganzas con Caín y Abel Vilardo pues pensaba que muerto el ahijado, acabado el compadrazgo, según dicen, y sin darme cuenta casi estaba era agonizando en mi inocente ingenuidad porque como aquí nadie tuvo el valor de decirme que los gemelos Vilardo habían jurado suicidarse con cianuro si no eran capaces de matarme para vengar en mí un muerto que no maté, me parece hasta vergonzoso que ustedes me digan tan ingenuo vos, hombre Andrés, pues todos ustedes conocían el pacto de Caín y Abel, sabían lo del cianuro de los Vilardo mientras yo, digamos que permanecía en babia pero alerta, sin buscarlos pero sin permitir que ellos me encontraran, con la convicción de que tarde o temprano tendría que enfrentármeles cara a cara hasta el día del guayacán amarillo...

-Pero él lo sabía. Andrés Ríos sabía que... Pero ya no importa si Andrés Ríos sabía o no lo del juramento. Lo cierto del caso es que un

hombre de su viveza y de su bravura y de su soltura y tan de mundo y tan de lances como él, no iba a estar exponiendo su vida de esa manera. ¿Viajar en un camión al lado del chofer? Ese su aire de yo no fui tan a flor de piel fue siempre parte de su gato. Andrés Ríos es un gato; no se le olvide que yo venía en el Tapartó interveredal cuando en la curva de Evelio, ya tardecito, los gemelos Vilardo

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detuvieron el camión con naturalidad y de un solo salto, como dos acróbatas se treparon revólver en mano y sin mediar palabra sometieron a Andrés Ríos a un plomeo cruzado y escandaloso y tan persistente que todavía no me explico cómo alcanzó a arrojarse ese hombre al río San Juan que, pedregoso, corre allá abajo entre unos profundos cañones oscurísimos. ¿Han tirado una piedra para sonar allá abajo, en el fondo, y a esos abisales abismos se arrojó el gato Andrés y nada habíamos vuelto a saber de él hasta el sol de hoy...

Al sol de hoy y con Andrés Ríos escondido quién sabe dónde, la finca polaca se volvió a

enmontar: la selva y la maleza invadieron la casa, la pintura se floreó en ampollas que estallaban como triquitraques al calor del poniente y ni hablar de las huertas herbazaladas, de los despojos de los pájaros mustios o muertos de hambre en sus jaulas, inanes; hasta del perro y del gato que no se dejaron ver de nadie en su tristeza y del guayacán amarillo que mondo y áspero vimos. Era como si en lugar de oír, estuviéramos demoliendo “Las Acacias”, esa engolada canción nostálgica pues ya ni vive nadie en ellas y que ahora si les hizo retomar la copa con mayor intensidad en sus interminables farras despilfarradoras a los gemelos Vilardo que obsesos en un Samsara porque no sabían si eran vengadores o suicidas, si iban o venían, bebían a la desesperada rodeados de aduladores, prostitutas y lustrabotas que los obnubilaban a punta de loas y de chistes, de malos versos y peores canciones, con ese dolor y con esa paisura tan intensos que siempre degeneran en una ridícula alegría, en un éxtasis de susto, y como castañuelas del terror resonaban sus copas de cantina en cantina; patanes primitivos lanzando al aire sus frases de doble sentido, de triple intención, de siete venenos como: “Ya se cayó el arbolito”, “Fatigado de este viaje de la vida”, “No me amenaces, no me amenaces” estaban cuando entró en la cantina de José aquel desconocido altísimo y demacrado a quien de una apodamos “Lázaro” y les arrojó a los gemelos Vilardo un segundo salvavidas para rescatarlos de sus eufóricas pero tormentosas borracheras de anís, cerveza, cerdo frito y rameras en donde sin saber si estaban vivos o muertos como Andrés Ríos, navegaban Caín y Abel Vilardo cuando como náufragos se aferran a aquel salvavidas de dos cañones:

-¡Caín! ¡Abel! Alguien ha estado pintando la finca polaca otra vez... ¡Caín! ¡Abel!-. les gritaba

Lázaro desde la puerta de la cantina.

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El recuerdo es confuso pero: ¿Quién fue el que dijo: ”Yo no invento, transcribo”? Porque gente

rara, unos fuereños, moraba en la casa ahora. Digo fuereños porque tienen gustos diferentes pues mirá que para empezar, al frente y a los corredores de la casa les cambiaron el color amarillo polaco y ahora vibran con una pintura color rojo vida y han sembrado unas extrañas flores en el jardín que circunda el patio grande, plantaron otras hortalizas en la huerta que ellos llaman habas, una especie de frisol pero grande. EL desconcierto de Caín y Abel Vilardo empezó cuando les mostraron las guacamayas amazónicas con los colores de la bandera nacional y llegó casi al clímax cuando los gemelos se vieron frente a frente a esos pájaros que ladran como perros, son capaces de imitar los sonidos del viento y la flauta los de una puerta de golpe al cerrarse: ¡Plocccc! Y remedan el remurmurar del río y el seseo de la voz humana; al paisa.

-Cómo se llaman los animalitos?-, preguntó Abel. -Arrendajos-, contestó el fuereño. -¿Son para la venta?-, preguntó Caín Vilardo. -Son míos; no se venden estos pájaros. -¿Cuánto hace que estás trabajando aquí en esta finca? -Yo no le trabajo a nadie. Yo soy el dueño de la finca y de todas las mejoras que ven. -No nos venga a decir ahora que usted compró esta propiedad. -Sí. -¿A quién? ¿Cómo es el hombre que se la vendió?

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-Eso es cosa mía. Pero en la notaría municipal encontrarán el registro de la escritura de traspaso, por si de pronto siguen interesados en saber-, y el forastero les do la espalda y volvió a sus arrendajos.

Abatidos, con la frente marchita, Caín y Abel Vilardo emprendieron lo que a ojos vistas era un

evidente regreso a la semilla. Ralo y tenaz los despidió el guayacán de Andrés Ríos antes de estallar de nuevo como un Van Gogh de flores efímeras, ¿lo ves? En este lugar, en este mismo aquí se sentó Andrés Ríos ese día a esperar el camión Tapartó interveredal como nosotros ahora.

-Pero Andrés Ríos no tenía miedo, hombre Caín. -¿Tenés miedo vos, hombre Abel? -Sí. Pero no le temo a Andrés Ríos. ¿A qué viene ese miedo, entonces? -Les tengo un pánico cerval a nuestro pacto y a tu maldita cobardía, Caín. -Ahí viene el camión-, dijo Caín. Derrumbado, mostrando en el rostro un cansancio indescifrable, Abel Vilardo le echó una última

mirada al magro guayacán y se entregó a los bandazos del camión Tapartó interveredal aceptándolos como un sedante; otros golpes y golpes que agregar a su cansancio y a la repugnancia que le producía odiar a Andrés Ríos entre este mismo camión azul que repite sus pájaros, su cigarro bajo el samán del parque: un relumbrón de vida bajo las navajas andaluzas y el trepidar del plomo o bajo el balcón ante la imagen de mi distraído tío Cisco tullido en su mecedora de mimbre que se mece y se mece como un péndulo recordatorio aún tantos meses después de muerto quien se mecía; el templado acero y el tibio revólver entre la pretina; el pacto suicida con su cobarde hermano gemelo; el cianuro y el traquetraque del camión lo sumieron en una desenfrenada carrera

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carretera abajo, en un descenso indetenible que lo arrastraba hacia los insondables cañones del río San Juan y a su lecho de piedras enormes que todo lo maceran y oxigenan como airean las lombrices de tierra y los tubérculos, o los uracos aún sin restañar que dejaron las balas en el espaldar del asiento, par pulmones, pleuras gemelas las de Andrés Ríos en este mismo camión cuando aquí en la curva de Evelio lo encendimos a candela, a balazos y...

-Aquí fue. -Sí. ¿Qué vamos a hacer ahora? -¿A hacer de qué? -¡No te me hagas el bobo! ¿Qué vamos a hacer de nuestro juramento? -Todavía no sabemos si Andrés Ríos está vivo o muerto. -¡No me importa Andrés Ríos! No aguanto más esta incertidumbre, estoy cansado, harto. -Calmate, calmate. Vení vamos a ver el registro de la escritura. -¿Por qué no pasamos primero por la farmacia, hombre Caín?-, dijo Abel halándolo del brazo. Ante el enorme y pesado libro de registrs más ansioso Abel que Caín Vilardo estaba; a éste le

corría un leve sudor frío y cobardón frente abajo mientras su hermano, agacahado, recorría con el índice Erre arriba y Erre abajo en busca de Ríos y Caín ya comparaba el peso del sólido libro con la ingrávida levedad de la dosis del cianuro capaz de matar un toro, quien la ve hombre Abel y ya ves...

-Aquí está. Mirala.

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-Esa es la firma de Andrés Ríos, yo la conozco, hermano. ¿Qué hacemos, hermano?-, vaciló Caín Vilardo.

-¿Cómo que qué hacemos? ¡Pues cumplir como hombres de palabra! -Pero esta firma no prueba nada, no demuestra nada; seguimos sin saber si Andrés Ríos está

vivo o... -Lo que pasa es que tú siempre has sido u cobarde, Caín. -No me has entendido. ¿Cómo... -Con un café, en una cerveza, disuelto en un vaso de agua pura... -Abel: Quiero decir: ¿Dónde se pudo haber metido ese hijueputa? --Dónde quieras: En la cantina, en la casa, en el monte, bajo el samán del parque o... -No me arrastrés Abel, no me arrastrés. Comprendé que estamos en las mismas. -Y en las mismas, Caín. Vení conmigo que te lo doy al hacer tragar en el cementerio, al lado de

la tumba del tío Cisco Vilardo. ¡Vení, cobarde! -¿Cobarde yo? ¡Suélteme! -Vení conmigo si no querés que te mate aquí mismo, Caín. ¡Qué más da si de todas maneras

mañana florecerá otra vez ese maldito guayacán amarillo. Vení, Caín; vení tomémonoslo

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ACUERDAME DE RECODARTELO

“Es tanta la confusión reinante

que ya no se si soy de los

nuestros”.

Alvaro Vélez Más que la pertinaz obsesión de unos coetáneos partisanos o el ilusorio sueño de unos poetas

trastornados, como una novia a la vuelta de la esquina estaba esperándonos la tan amada y necesaria y hasta hoy imposible revolución. Dánse las condiciones osábamos decir pero sin impostar la voz el bonito refrán “Una chispa puede incendiar toda la pradera” y dice El Ché que el foco es esa chispa y también lo dijo el chino Sun-Tzú hace miles de años cuando se vio obligado a elegir entre Este o Este e inventó el famoso “Distrae a Este y Ataca a Oeste” pues como sabemos la guerra se hizo para defendernos y derrotar al enemigo, y decíamos decíamos esta década de los sesenta se extenderá por el planeta como una tea libertaria y la revolución ya está aquí muchachos también decíamos, veíamos esa realidad. Con Nasser nace una luna llena para los árabes; en Africa merodean como marabuntas las negras legiones de los Mau-Mau: ahí está Kenyatta y Lumumba y Mandela y Sengkor y ¿Qué me dicen de “los valientes anamitas” qué llamó Martí? y en Indochina Von-Giap y Ho-Chi-Min les están sacudiendo la bufanda a los franceses y la China de Mao ha crecido tanto que ya parece una naranja californiana: Sun-Kist que llaman, compañero, Eso sí: Con una condición: Mientras ellos, incluyendo a los asiáticos apenas están pasando de un feudalismo milenario... ¡Cállate! Sí: dejémonos de teorías y vamos al grano.

-“¿Quiénes somos nosotros, entonces? Nosotros somos el joyoso hombre nuevo que acaba de

botar la cola según Chardin nos dicen pero no. ¡Nosotros somos unos rastacueros, eso somos! ¡Somos los hijos pródigos y ya en desuso de don Martín del Corral y de su elocuente cuento titulado “Que pase el aserrador” decíamos mas que un cuento eso es un prontuario que resume como virtudes todos los defectos que si sales de Antioquia los demás seres humanos conocen como

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delitos. Porque si además de brillantes y emancipados los paisas no fuéramos unos rastacueros ya le tendríamos ojeriza a Míster Herbert. ¿Cuál Míester Herbert? Míster Herbert Geithner, el tahúr alemán dueño del Bar Metropol: Este garito que nosotros, poetas, hemos llegado a amar como una madre. Tan racista el Herbert tan nibelungo y tan nazi pero tan querido, gandules”.

”El Metropol”, mas que un bar o un ruidoso salón de billares, más que un café, Edith Piaff o una academia de ajedrez que terminaba allá al fondo cerca de los orinales en una garito remiso, era para Navarro “El abrevadero de las almas perdidas”, pero para mi “El Metropol” sigue siendo aquel enorme hangar que no ocupo en la memoria y allá, al fondo del gran hangar el vibrátil vitral transparentado un intenso paisaje diurno cuya luminosidad amanecida aquella cuando, entre el húmedo y el tufo, decidimos hacer nosotros también nuestra revolucioncita pero en serio, nos dijimos y juramos con tal vehemencia y espumosas cervezas que nuestra irreductible promesa de ”¡Patria o Muerte!” acalló los tastases de los billares pero se enardeció el silencio de los ajedrecistas con la severidad de nuestra disparatada aventura.

-Traigan armas e instrumentos útiles como brújulas y poleas u objetos valiosos como sabonetas

de oro con leontina, azafates de diamantes. Porque para hacer la revolución si que se necesita plata, muchachos, mucha plata, dijo Sócrates.

¿De que se ríe? Eso de llamarse Sócrates es un infortunio tan greco-quimbaya como decirle:

“Esta es Colombia, Pablo”, un país donde los perros solo pueden tener dos nombres : Nerón y Trotzky; sin otra explicación el podía llamarse Sócrates porque, desde el principio, hacer la revolución aquí es la alegría más lúgubre del globo o pregúntales al peruano Heraud y otras minucias: Dalton, Otto René, Fabrizio y en fin porque en América Latina estamos y si usted se sigue riendo le tallará la risa porque además de ser nuestro Comandante en Jefe, este griego de aquí, Sócrates, aportó la Mackaroff, sí: Su enorme pistola rusa suena pero no pega; única arma del grupo si excluimos a Sócrates, también experto en artes marciales asiáticas y en el cultivo del chocolate o teobroma, y en casa de Sócrates nos encontramos al otro día para partir de ahí.

¿Qué quien llevó a la Bardott? Ni idea. Sobre la cama de Sócrates, al lado de la Mackaroff, se

oxidaban los senos de la BB en un afiche y habían piolas y manilas esparcidas; dos o tres cuchillos

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de monte con cachas de ciervo como un recuerdo de Sir Robert Lord Baden Powell of Gildwell; ese inglés de sombrero de fieltro a cuatro pedradas se inventó a los Boy Scouts para combatir con zapadores a los Boers y a Siddharta. Vi que de dos había una brújula británica en buen estado y garrochas, marmitas y baterías de cocina, platos, cubiertos, servilletas de sobra; cobijas; una multicolor carpa intacta, como de circo, muy delatora; el frasco de colapiscis para el sombrero de Baden Baden, pensé; suero antiofídico, seda dental, aspirinas, akaseltzers, citrinetta para el tsé-tsé, un diminuto ajedrez magnético; bicarbonato, anfetaminas, barbitúricos, yerbabuena, las obras completas de Camus, Vallejo, César, Kafka y Tolstoievsky, dos Jack London, un San Juan de La Cruz de relojera; poco, muy poco dinero, y sólo un arma: La fiel rusa negra de Sócrates.

Sobre la colcha de retazos todo eso yacía (o chillaba) sobre la colcha en un alborotado

matalotaje no carente del orden que digamos tiene un rompecabezas sin estrenar. ¿Podemos cambiar el trato? El usted es distante y creo que nos conocemos ha rato y confiesote que al ver esa como cuasi-excursión sobre la cama me asaltó el escepticismo y con él la certeza de la derrota, el típico síndrome del falluto. Porque, más que el equipo de combate de un pionero grupo guerrillero aquel alijo parecía un esquizoide mural donde nos desdoblábamos vidas e historias: el estúpido equipaje de excursionistas al páramo.

Pero éramos inmortales y todos teníamos absoluta fe en el triunfo, dijo alguien. ¿Acaso

Jesucristo y Fidel no empezaron las suyas con doce? Y Don Quijote fue capaz de hacerlo con uno y un rocín. Sin pecar de optimista, creo que superábamos en número el Dueto de Antaño que eran tres y también a los tres que fueron cuatro mosqueteros; mas que los Siete Sabios de Sión éramos pues nuestra columna tenía casi el poder de fuego de un equipo de fútbol, mas el grupo que se nos uniría en Cartagena. Por lo tanto no había razones para desistir ahora a la hora, de nona. ¡Confianza en el anteojo, no en el ojo-, muchachos, coreamos.

Y pusimos los ojos y los binóculos en la Sierra Nevada no sé si porque nos hacía agua la boca

su seca sattiva o por la proximidad casi palpable del mar y del sol y de las cumbres, o quizá por aquello de que moran allá los Arhuacos con sus poporos y sus nácares y su orgullo insostenible fue o simplemente así es porque ni nos sentíamos ni éramos del Caribe o de los Andes ¡Qué tal! Pero si

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bien románticos en el buen sentido de la palabra somos los últimos románticos hombre en Holderlin fuimos, nunca en Los Panchos, qué tal.

Para abrir el frente, para que la libertad llegara al poder, nuestras vías no podían ser más

expeditas y claras que las que nos ofrecía el Comandante Sócrates y su fiel rusa negra. Traqueteando con el bus rumbo al norte también son parte de la columna tres poetas jóvenes y brillantes con ron y marihuanita pero pecadores existencialistas sartrianos según sus padres; náufragos en los tremedales de la droga para sus enemigos salmuera, o sosos místicos locattos de creérles a los blandos nenúfares que en sus almas flotan hemos y a las fotografías de unas novias hermosísimas vueltas un zurullo aleve en el fondo de los morrales y, aquí entre nos, ocultas bajo el blazer y los pantalones de flannel, grises, tan típicos de mi su cocacolo que despúés de abandonarla ha llegado al descaro de esconder sus fotografías como un pecado inconfesale. Pero no podía darte explicaciones cuando a nuestra gloriosa columna de inmortales la esperaba un destino glorioso. Tú comprendes cómo es ella, la gloria, vidita, de exigente le dije y en un tono más melodramático agregué la poética es una porquería y debo pensar en utopías más profundas, mi amor. Mirá que hasta Rimbaud tuvo que dejarla porque el muy egoísta quería matarse vivo y sin ayuda. ¿Y qué me dices de Maiakovsky?-, les digo que te dije él prefirió volarse la tapa de los sesos porque después de hacer la revolución ¿con qué se sigue? ¿Qué hay detrás de la libertad? Tal vez otro vacío, mi amor, pero espérame: Yo te traeré ese vacío- ¡No! Entonces el único consuelo de la poética es seguir sabiendo que la camisa con la que se ahorcó Sergei Essenin en la Pensión Inglaterra, se transformó en un chal para ejecutar una venganza común porque el pobre poeta del campo no se resignó a aceptar la perdida de la perdida Isadora ni aún después de muerto, adiós, y le colgué, muchachos. Sin embargo, por ella, mi corazón sigue girando como un trompo en llamas. ¿Se toman un trago, Daríos? Brindemos por ellas aunque mal paguen, muchachos; digo yo.

Son tres Daríos que no los poseían entre Persia y Nicaragua, rumbo al frente. Darío el poeta de la apenada puma enjaulada eran en él bruno el uno por el dolor y rubio el

otro, el narciso por convicción si se piensa en sus poemas de pelotas de ping-pong y letras amarillas donde el golf y el mamey me endurecen pero saborear el mamey y a secas me produce un

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remordimiento de este color, muchachos-, y abre los brazos para mostrar el color del remordimiento que se siente en dénme mameyes agrega y fuma el poeta Darío como Jean Paul Belmondo fumó en Sin Aliento y con sus duros dientes de depredador muerde con tal fuerza el cigarrillo que el filtro sangra y nos salpica y humea por su puma y por mis diazepanes y por todo esto muchachos porque cuando uno se muere lo único que deja son todas las cosas e insiste en urdir un nudo As de Guía con el último lazo de fique que nos queda porque ya empezó la invasión de las sogas de plástico y en tus bragas asoman el Nylon, la Lycra, mi Puma y adiós porque llegó Michaux muchachos.

Como el poeta también odia el nylon su tocayo Darío, el orfebre más, aún, si digo odio al nylon

me quedo corto porque en realidad este orfebre fiorentino y fino detesta todo lo sintético y sostiene a pie juntillas que mediante la alquimia ha obtenido el oro mediante la alquimia dice pero no se le ocurrió, nunca se le ocurrió, recuerdan, fabricar oro en ese momento cuando lo delataban sus temblonas manos de Benvenutto, su cabeza de chorlito y su corazón de león mientras trepidábamos intrépidos entre la polvareda rumbo a la guerra descubrí en esos dedos algo que no es cobardía ni falta de agallas nos dice, nos los muestra, aunque sus dedos son muchos más duchos si lapidan una gema muzuana, balandronean a la cera perdida sus pectorales primitivos, dice, más hermoso aquel set de cáliz, copón, báculo y sagrario que me encargaron Los Carmelitas chicanea y ¿Esos dedos me digo-, tendrán esos dedos los hígados que se necesitan para apretar el gatillo de una ametralladora? y sin darme cuenta y quién sabe desde hacía cuánto rato me sorprendí escrutándome los míos y luego el pulgar, el meñique de Javier, el más joven de los poes.

Traducido literalmente, Javier parece más dramático y melancólico, que quién dijéramos por

sus poros flameaban el fuego de Prometeo y las alas de Icaro adheridas a su magro cuerpo con cera virgen. Sin ir muy lejos, Javier es el poe que más deja de todos-, reíamos. Al abandono de su novia y de la precoz poética que lo alumbra, sus mozas, se le suma una mesiánica intención de morir tan marcada como el poker de Vladimiro en la frente.

El último de nuestros Daríos era el símbolo visible de nuestra lucha: Darío, el obrero, ese si

que deja dijimos de ti: Deja el mal pago yugo de su turno en la fábrica; a Fabiola con siete meses de embarazo deja y sin un plato de comida que darle a Fabiolita también deja y el obrero piensa en su

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amada y le casteñetean los dientes como si se nos muriera de frío y aquí en Cartagena se le yelan las lágrimas con su Fabiola favela arrimada o arrumada estará ahí sin ser como un escaparate inútil me la tendrán preñada, gestando sus nana, su otra cebollas estará.

Firme está Jaime. Mi tocayo, suponemos, utiliza un nombre falso pero Jaime o no él es un

bandido grueso y alto; bandidos no escasos hoy: Buen tirador y hombre de ley entre el hampa y el lumpen bien curtido en atarvanadas. Si negros como la noche le restallaban los ojos tampoco nos gustó nunca su siniestra sonrisa por blanca que fuera. Dicho en otras palabras, Jaime era todo un soberano hijuetántas pero era nuestro hijuepta ¿O no, Mr Teodoro el del I took...?

El otro valiente soy yo. ¡Bienvenidos a la cena! ¿Recuerdan que decíamos ayer yo había roto

la foto de mi novia y...¡ -Ni un trago más-, ordenó Sócrates. Estamos llegando a Cartagena y tengo dos cosas que

decirles: La primera es que, en todo el país, no se pudo conseguir ni un solo proyectil para la Mackaroff; por lo tanto tendremos que hacer la revolución con una sola bala y la segunda es que por favor no sigan bebiendo así porque no quiero que José, Javier y Jorge Rojas Herazo nos vean el forro de borrachines desde el comienzo. ¡Poetas! Solamente yo y tal vez Dios creé en ustedes.

Pero fueron Los Trillizos los que pelaron el cobre porque ni siquiera nos esperaban al llegar.

Este incumplimiento me obligó a pensar mientras los perseguían que claro que Cartagena huele a mar y a ojo tapado, a mar del puro. Cómo que no me lo huelo no digan eso muchachos si después de que casi rojos nos dejara la ira nos convertimos en un verdadero comando para buscarlos durante tres días, inútil caza: los trillizos habíanse hecho humo entre la murallas y Las Casas antes de que iniciáramos la guerra. Mas el cazurro del Sócrates ya se había olido la primera traición. ¿Y si los Trillizos Herazo son espías?-, preguntó sin enunciar cómo íbamos a atrapar a los trillizos con una bala pero terminábamos cambiando de hotel para evitar sorpresas y ahora andábamos como alma en pena casi sin fondos e inermes pero en el clandestinaje y semihambrientos y ni siquiera los suculentos Bikinis diminutos, justos o la posibilidad de una salobre aventura amorosa allende la impenetrable Mar Caribe donde pululan los fantasmas de piratas, de patriotas y de petimetres nos

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conmovía nada nos conmovía ni el Mirá Mirá qué caderas las de esas caderas y allá esa como irlandesa pelirroja del helado de frambuesa bañado en leche agria y ni el ahí va la tetona mulata encandongada y ve que negras de grito abierto ¡Cóco Frecco!, el yo ya atalayé a la turgente francesa de los omelettes pero nada, nada ni nadie podía arrancarnos del alma la certeza de nuestra derrota. ¿Por qué? El hombre es una pasión inútil y la literatura es la elección del fracaso qué más dá.

Con ante nos el prohibido mapa de la Sierra Nevada que yo mismo había comprado por

ventanilla en el Instituto Agustín Codazzi escrutamos las cotas a la inglesa, nos escapamos de sus vertientes paramunas y husmeamos en un manual su vegetación casi compuesta a punta de cactos y frailejones antes de aventurarnos a recorrer con la mente sus caminos inescrutables con tanta propiedad que, hablando con franqueza, el conocimiento que llegamos a tener de la Sierra nos hubiera llevado de la mano al descubrimiento de Ciudad Perdida en mil novecientos sesenta y uno. ¿O fue en el sesenta y dos, hombre tocayo? Sentíamos un hálito maldito ante el mapa y flotaba como si todos los gatos negros del mundo hubieran cruzado para mala pata las calles del alma, nuestra alma que más que un optimista columna guerrillera parecíamos un derrumbado octeto para cañones sin pólvora. Apenas si alzábamos la copa para apurar un “Suffering-Bastardo” o para echarle furtivas miraditas a la fiel rusa negra de Sócrates induciéndonos al suicidio desde su mesita de hotel con baño colectivo pero sólo había una única bala en la recámara de la Mackaroff y éramos ocho como ahora; once porque entonces también contábamos a los trillizos.

-Aterricemos- dijo Sócrates. ¿Cuánto dinero nos queda? -Trescientos pesos-, contestó Darío el obrero que fungía de tesorero. ¿Tesorero, yo? Nó, mijo:

Primer Banco Estatal de la Revolución. Ya verán como estamparé mi firma en los billetes de la libertad. “Persa” y rúbrica. ¿O acaso Guevara no se firma “Ché”?

A ratos fue nuestra risa el disuasor, nuestra manera de silbar en la noche para espantar los

fantasmas que nos acosaban como a Sábato decíamos pero de noche para esquivar los guiños melifluos, seductores, llamándonos desde la mesita, sí o nó.

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-Ya que no podemos jugar a la ruleta rusa con la negra, nos jugaremos ese dinero a la ruleta

en el Casino, dijo Sócrates. -Y nombramos la comisión de tahúres, dices tú. -Con doscientos pesos, porque dejamos los otros cien pesos para que ustedes se los bebieran

en el hotel. -“Suffering- Bastard”-, dices. -Y “Bloody Mary” tomé yo, recuerdo-, evoca el aquí. Una comisión de dos, únicamente dos de nosotros podían jugar en el Casino. Sin uniforme y

sin armas o mejor dicho con ellos aquí adentro, en el alma, pero con un platal para despilfarrar pensábamos todos creo cuando por un feliz golpe de suerte dejé de ser un poeta y me transformé en uno de los dos afortunados individuos que participaría en el operativo del Casino: La Ropa.

-Petimetres desaforados-, grita aquel con envidia. -Cocacolos bien vestidos. Para entrar al Casino, el comando debía vestir con elegancia como digamos Omar Shariff y

todos los integrantes de la columna modelábamos pinta de Sport un poco montaraz y friolenta para el Caribe: Blue-Jens (pero que sean Levis’s- gritamos); camisa estilo Leñador canadiense, par de pieles rojas mocasines hechos a mano por los Black-Foot y las obvias medias de rombos amén de las opacas gafas Ray-Ban. En todo este guardarropa ninguna prenda resistiría el aguafuerte de la elegancia, tampoco el ajetreo de la guerra, tal vez los blue.jeans, digamos, pero todo los demás se diluiría en humedades menos las botas, claro: las puntiagudas botas tejanas de media caña; tan tejanas como los anzuelos y hasta las carnadas especiales para pescar trucha o salmón río arriba

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descubrimos en el fondo de los morrales cuando los revolcábamos en busca de unos trajes decente. Hasta revistas Play-Boy había en el maldito fondo de los morrales y por eso nadie dijo nada ¿o nó? Cuando, inexplicablemente, al lado de las fotografías de mi novia descubrieron en el fondo del morral envueltos en papel Albanenne un blazer auténtico y unos legítimos pantalones de flannel inglés dándome dedo dobladitos, impecables.

-Pienso ser embajador-, les dije y soltamos la carcaja, como ahora. -Tú y yo le agradecimos mucho a Sócrates-, me dices, Darío. Y sí. Agradeciéndolo mucho a Sócrates me vestí como un inglés para ir al grado de su hijo y

tú, Darío, dejaste en el hotel tu, para mí, detestable boína de vate porque le chillaba a tu añoso pero impresionante traje de pana y algo así como si habían visto ya el mar mis ojos paliqueábamos de Walter Walker y sus pasos en Nicaragua y cómo pican estos doscientos entre el bolsillo y decidimos qué carajo tomémonos un trago y resultamos bebiéndonos de a tres “Suffering-Bastards” por cabeza mas el marihuano que camino al Casino fumáramos nos hacían sentir más tahúres y confiados que el mismo Fedor. ¿O no, hermano? Los dioses son los amigos y los amigos tenemos la suerte de los dioses te dije cuando ya nos estábamos ganando un platal al Black-Jack

-¿Cuánto dinero ganaron esa noche?-, pregunta Sócrates. -Creo que dos mil, dos mil cien pesos... Cuando la plata valía-, dices tú Darío. -¡Bandidos! Treinta años después vengo a saber cuánto dinero ganaban-, grita el obrero. -¡Cállense, vejetes! Continúa-, dice este Judas. En el cuénte cuánta plata para comprar pistolas teníamos estábamos cuando como dos corzas

saltaron las dos gringas al otro lado de la mesa Black-Jack.

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-Eran preciosas... Pero antes de verlas, habíamos hablado del General Electric, ¿Recuerdas?-, dice Javier.

Sí pero cuando tú y yo decíamos eso, ellas ya eran pecosas, muslonas y manguianchas y

como del cielo nos caían como ángeles las dos deliciosas enemigas fortalecidas con Milo: ¡Míralas! Solitarias y pagando como una pelota en el área de candela, un plato de afán. ¿Escogés, escocés?- te dije andan solas también. ¿Solas? Andan con dos gringos viejos: sus amantes. ¡Bitches? Son sus padres, tienen que ser sus padres. Estás loco. Pero esos dos gringos si resultaron ser papás de nuestros suculentos platos pecosos.

Sam Walker y Sam General Electric se llamaban pero al poco rato todo el mundo ya les decía

Tío Sam a ambos. Sam y Sam eran socios, amigos, divorciados, cincuentones, y cada uno tenía una hija que ni a Nabokov: Ambas en sus veinte o veintiuno y tan universitarias como universitarios resultamos Javier y yo a la hora de empatar nuestra labia con la difícil jerga sajona de cuatro gringos en vacaciones. Pero las ganas de echarle mano a las pecosas eran intransigentes y al final nuestras libres y perniabiertas y desenvueltas muchachas se cerraron a la banda con el cuento de que querían ver Catayina and it’s fortesses con nosotros y sólo con nosotros.

Por supuesto que como un par de poes, desventurados, traidores, regresamos al otro día al

hotel, amanecidos y sin un solo centavo entre el bolsillo a informarle a Sócrates que en una noche de farra habíamos despilfarrado, y con dos gringas, la plata de las pistolas de la revolución nos decían, furiosos, ustedes, y hasta pensaron en fusilarnos pero como no había sino una bala, a falta de nuestra ejecución concebimos otro plan un poco lumpenesco pero infalible y digamos que todo normal estaba...

-¿Normal?-, preguntó Darío, el orfebre. -¡No me interrumpas... Sí: noormal. -¿Es normal doblar un blazer en el fondo de un morral guerrillero?

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-Pues tan normal era mi blazer como tus anzuelos tejanos para pescar truchas. Quiero decir que todo lo que nos ocurría parecía un juego predispuesto que obedecía a un

libreto ya trazado, algo así como una película con un definitivo y seguro final feliz pero hasta hace poco antes del final. Y, más que normal, no me parecía de maravilla que el enemigo a robar nos resultara el imperialismo yanqui personalmente. Lo curioso es que nunca pude establecer cuál era la sutil diferencia que había entre los gringos: el enemigo a vencer, y las gringas: objeto de nuestros deseos. Porque ni a tu gringa ni a la mía me provocaba decirles: Yanki: Go Home! Sino Acurrucadita a mí y creo que no me opuse al marrullero plan que urdimos porque si uno les roba unos dolaritos a un par de gringos para hacer la revolución toda queda en paz porque ladrón que roba a ladrón/como el que peca y reza, empata.

Es extraordinario, no normal, que a nombre de la revolución tú y yo hubiéramos invadido las

habitaciones de los gringos con la nefasta intención de arrastrarlos a jugar al casino y casi obligarlos a ganar para asaltarlos después y despojarlos de su buena suerte. Más que normal y a nombre de la liberación es beber whisky que no me gusta y menos en las rocas y tener que soportar las despectivas alusiones que a Fidel, a Bolívar y a nosotros hacían los industriales imperialistas ¡Puaff!, digo nuestros suegros, y nuestros rastacuerismo ante las pecas de los desvelos ¿Recuerdas? Porque en nombre de la patria tú y yo también nos afanábamos como hormiguitas para repartirnos entre manosear a las gringuitas y mantener repletos como cargueros de whiskies los vasos del enemigo hasta cuando decidieron bajar al Casino instigados por nosotros que también hicimos en una demostración de que aún cuando jugaban a la ruleta, Dios estaba con ellos como en la política y en la guerra y en los negocios.

-¿Cuánto dinero ganaron los gringos?-, pregunta Sócrates, y apenas ahora descubro que tiene

grises las sienes y blando el vientre; también canoso estoy yo y flaco como siempre. -Casi medio millón.

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-¿Tanto dinero? Con esa plata hubiéramos hecho una revolución para cada uno. Sí: Repetir la disolución de la Gran Colombia en yo tu republiqueta, tu la mía, él la de ellos y si

así hubiera sido a lo mejor no estaríamos hoy aquí, veinticinco nó: veintisiete años después evocando la frustración de nuestra hermosa utopía: A cada cual según sus necesidades rezó el sueño porque somos un pueblo pródigo y manirroto, y alegre aún con el fusil al hombro o inermes como estamos nosotros ahora y viejos y juntos por una única y exclusiva razón sentimos cómo abrasa nuestra antigua alegría tan remota como la del mismísimo Bolívar bailando sobre las mesas incas brincando para celebrar el triunfo de Ayacucho; la alegría del Comandante Guevara cuando después de la toma de Santa Clara lo vieron salir de una farmacia con su ametralladora caliente todavía por el fragor del combate y un inhalador para asmáticos en la boca regalo del farmaceuta, laurel al héroe. La novata alegría que sintieron y rechazaron Villa y Zapata, presidentes de la montura al solio. Pero me entristece, sigue entristeciéndome la persistente constancia de las intervenciones gringas aquí entre nos machacándonos la frase aterradora de Bolívar: “Parece que los Estados Unidos de América estuvieran destinados por la Providencia para plagar de males a América Latina en nombre de la Libertad” y ¡Ay Martí? Y ¡Ayy! España y ahí va otro ¡Ayy! Mucho más largo y condolido que las anteriores porque miro y nos veo tan feos y perversos como lo delatan nuestras colitas de chanchos.

Los cierto es que, invitados a comer por nuestros borrachos suegros anglosajones y medio

millonarios como dizque son siempre los gringos simplemente porque así es, porque así lo quiere Dios, que lo adora, y hasta Destino Manifiesto les donó para que nos guiaran entre los entretelones de la guerra de la economía, de la buena mesa... Pero dejemos eso ahí porque no quiero degradarme en invectivas y en este momento aparece la pistola, otra vez la Mackaroff sobre la mesa como aquella vez el hotelito cartagenero, guiñándonos nó: matándonos un ojo. El saludo de la vieja camarada que regresaba del pasado parece no perturbarnos; sentimos el asombro natural de quien se encuentra repentinamente con un amigo de infancia; no el temor que producen los verdugos.

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-Sería largo y dispendioso e inútil contarles cómo y cuando volvió a mis manos mi fiel rusa negra, pero aquí está, caballeros, con la misma y única bala. Continúa-, terminó Sócrates dirigiéndome a mí.

No olía el aire aquella noche al salir del Casino. Me decía, les digo que me decía es la corbata,

esta maldita corbata es la que quizá me obligaba a marchar más rápido, zig-zagueando en traspiés nervioso, culpable, así me sentía cuando te ví, Sócrates, como a cincuenta metros. Tú y Darío el orfebre hacían de postas que alertan o actúan en caso de necesidad y desde las palmeras y los arbustos del otro lado nos venía la presencia de Darío, oculto. Tú y yo caminábamos adelante con las muchachas agarraditas por el talle a unos treinta o cuarenta metros de sus padres que ya pedían par de putas a pleno pulmón.

Aún ahora y después de tantos años sigo desconociendo las razones y creo que ustedes

también las ignoran, las razones que tuvo Sócrates para formar el comando de asalto y tampoco voy a preguntártelas, te digo; y tampoco serviría de nada porque así fue. Darío, el obrero y Jaime, el lumpen, siempre me parecieron una inaudita mescolanza; era como unir dos países, desarmar dos reyes. Esa unión de obrero y bandido nos saltó a la vista como tu primer error, hombre Sócrates; y puso en evidencia tu incompetencia como Comandante: Enviar juntos al bien y al mal para que se tomen a Cartagena y con un arma para los dos me sigue pareciendo un contrasentido.

El bien y el mal siempre en movimiento dialectizándonos bajo la luna caribe cabe estas

murallas invictas, díjete, gringuita y también el único que se tomó a Cartagena fue el Barón de Pointiess, un corsario francés que penetró por Getsemaní cuando esta perla no estaba amurallada. Después todos los ladrones y piratas del mundo se le lanzaron al abordaje: Drake, Morgan, Hawkins atravesó del Pacífico al Atlántico por el antiquísimo y hoy ciego Canal del Cura; Vernon se murió de viejo y de tristeza desgastando a pura yema las pesadas esterlinas donde él mismo acuñara su ominosa mentira. ¿Aayy! Don Blass. Una de cada dos cosas dicen que le faltaban al de Lezo: De dos un ojo; por una ventana de la nariz respira; oye como los pocillos; hubo quien lo apodara “Mediobeso” y hasta “Mordiz” por “Mordizco”; su brazo izquierdo fue un desgarrador gancho de fierro y chirriaba su pata de palo dominguera, la de comino crespo, tal vez un regalo del “Alejaidinho” ese

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tac-tac sobre los adoquines llevando a Don Blas a la Santa Misa. Y mira gringa que si una de cada dos cosas le faltaban no me atrevo a hablarte de sus partes nobles por nobleza y prefiero llamarlo: Dn. Bla de Le con ternura y cariño: Hablaba yo en ese entonces un inglés conmovedor y picante muy próximo a Fariña; un inglés que calienta mejor tus inverosímiles orejas de turista en el Caribe donde todo llama y huele a ti, decíale y ella feliz.

Al obrero y al bandido los presentíamos inmóviles entre las palmeras, nos los traía el aire

iodoso que olía ya a Macakroff. Sí. Después supimos que quien debía llevar la rusa negra era Darío pero al sentirla entre las manos dice él que le estalló un volcán en las entrañas, vomitó y se empapó de un sudor frío y cobarde tan demoledor que le tuvo que entregar la Mackaroff aquí a mi tocayo. Pero, de repente todo todo, hasta el mar se quedó quieto: ¡Estatua! Y como cuando se avecina un terremoto también había cesado la brisa de tal manera que ¿Cómo oímos el grito? –Hand up!-. y les ordenaste en singular, tocayo. Tú y yo seguíamos caminando con las gringuitas como si nada y muy tranquilos les hablábamos duro y a dúo para acallar cualquier suspicacia con el doble sentido de nuestro diálogo, ¿Recuerdas?

-No veo ni una luz en el mar-, dijiste. -What is your friend saying?-, preguntó mi gringa. -That there is no lights on the seas-, traduje. -What a kind of light diseases?-, me malentendió esta gringa. -Que esta enfermo el mar, le dije en español. -What are you talking about?-, preguntó tu gringa. -That there is a lot of light diseases on the seas.

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Tradújele y Darío el obrero nada que salía de su escondite a “Expropiar a los yanquis”-, fue la orden de Sócrates y como aquí mi tocayo no sabía sino esas dos palabras en inglés y además en singular, ni siquiera fue capaz de repetir su orden de “Hands up”, pues se concentró en el fatídico respaldo que le ofrecía la fiel rusa negra. Jaime embocaba a los gringos como todo un profesional: Agachado sobre sus piernas abiertas empuñaba la Mackaroff con la mano derecha apoyada sobre el brazo izquierdo que hacía de mampuesto para apuntalar la ominosa amenaza de la pistola en un inútil despliegue de audacia y veteranía que se prolongaba con angustia porque el obrero seguía sin aparecer y el éxito del operativo se nos derrumbaba ante los ojos. Ahí estábamos tú y yo mirando el teatro de los acontecimientos a medio llenar, a medio representar la escena del crimen; tú y yo defendiéndonos en una perla bilingüe, playa abajo y casi muy lejos arrastrábamos a las pecosas hijas de las víctimas.

-What is happening with our fathers down there?-, preguntó la tuya. La mía nó; fue la tuya. Nó. La tuya. Acepto que hubiéramos tenido distanciamiento con ellas...

A fin de cuentas, hablaban y hablan otro idioma... Pero contigo: Otro poe que habla y escribe y lée escasos libros como tú... Fue la tuya: Se detuvo, miró hacia atrás, violó todo y preguntó:

-“What is happening with our fathers down there, Sussan?” Preguntó la tuya porque la mía no

se llamaba Sussan sino Anna y en ese momento salió Darío, ¿cierto, Darío? Y mi gringa arrancó en carrera.

-Let’sgo down there-, dijo. Doscientos metros de palmeras y arena nos separaban del atraco... -¿Atraco? Querrás decir “Expropiación”-, grita Sócrates. Y lo veo tan furioso que por un momento pensé que le iba a echar mano a la pistola pero me

dijo: “Continúa” con una sibilina voz calmadísima y les digo que bizarro me fue el mundo, y ajeno, y

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por un momento sentí este flash, interior e intermitente que desde esa noche galopa aquí, tocá, y aunque desconocíamos el final de aquella barahúnda el flash decíame Jaime lo tuyo no es la gloria del héroe sino que la Olympia, esta máquina de escribir es tu patria y es el alfabeto que se revela, desvela y devela tu patria es la letra me insistía al ver cómo por arte de birlibirloque, nuestra aún virgen columna guerrillera se había transformado en una especie de brigada internacional empeñada en rescatar a mi enemigo de las manos de su enemigo y ese enemigo era a su vez nuestro aliado y nuestros aliados en la brigada internacional de rescate eran las hijas de nuestros enemigos imperialistas o sea nuestras enemigas sobre el papel y la geopolítica y todo ese maremágnum veía ahí tan espeso y enredado que con nadie hablaba porque con ninguno se podía y al fondo ese Caribe y la luminosidad de su cielo estrellado que le riela las aguas sin hundirse, no se hunde el hermoso cielo en la mar mas yo si me hundía y casi ahogábamos de la risa y de las ganas y del ridículo que me quitaba la respiración cuando no sé de donde sacamos fuerzas y malicias suficientes nos les fuimos aproximando con nuestro nadadito de perro que cada vez aquí adentro me acercaba, llegando sin llegar, queriendo sin querer llegar al grupo porque mi palabra no hubiera sabido qué camino coger, qué partido tomar, quién era yo mientras un Darío frenético esculcaba la billeteras y despojaba de sus dólares a los gringos y les devolvía esos cueros huecos de dinero pero con su acordeón de tarjetas de crédito y documentos de identidad y el escandaloso verdor de su pasaporte color dólar cuando inexplicablemente porque Darío nada les había dicho al respecto, nuestros suegros anglosajones también se desprendieron de sus relojes, de sus alhajas.

-Recibíles todo eso, Darío. Recibíles todo. ¡Todo! Te ordenaba a ti, Darío, mi tocayo Mackaroff

en mano aquí presente. Te veo Darío, como si todavía estuviéramos allí cuando recibiste, vacilante, el botín y lo

envolviste en un pañuelo que no alcanzaste a guardar porque en ese momento llegábamos nosotros ¿Sí o no?

-La suerte está echada-, y repites la misma frase. -Estaba.

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-Por qué lo dices? La suerte está echada. La suerte está echada en el sofá y esta echada de la casa; este

nuestro inactivo albur que nos cayó encima porque no podíamos rescatar a nuestros suegros sin traicionar a la patria, pero tampoco podíamos quedar como el par de cómplices de unos viles y anónimos pandilleros y, para justificar mi escepticismo y mi inacción ya indefectibles me dije que la cosa no era conmigo, que a mi nada me importaba en esta vida y remasqué como una docena de veces la frase de Bolívar hasta comprender que sí, que todo estaba muy bien hecho allá afuera y que nuestro deber era expropiar a los gringos y comprar ese dinero para echarles plomo si se interponían en el camino de la liberación y, aunque humanos, los veía monos y pecosos son íntimos de Dios todas las personas que no hablan inglés están jodidas, son malditas. Tú, tocayo, me sacaste de ese estado delirante del que de todas maneras alguien iba a resultar siendo el traidor. ¿Recuerdas? Nos apuntaste con la Mackaroff, mírala, y dijiste:

-Manos arriba vos también, Darío, y ustedes también. A ver; Darío ¡Dáme la plata y las

alhajas! Sin salir de un tibio duermevela fuimos testigos de la ira con que tú, Darío le entregaste a mi

tocayo hasta tu propio reloj Orfina. Después, Jaime, desvalijaste a las gringas, me arrebataste la chaqueta y te perdiste en la noche con tu traición, el botín y la pistola.

-También se robó la revolución esta porquería-, dices, poe. -Sí. ¿Pero por qué vendiste la pistola de la revolución?-, te pregunta Sócrates, tocayo. -¿Cómo lo sabes?-, me preguntas, tocayo. -Porque esa misma noche se la vendiste al tallador del Casino, nuestro amigo: está cargada

con la misma. Única bala, te digo, Jaime.

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-Veintisiete años largos ha estado esa bala en la recámara, esperándote-, dice Sócrates. -Pero muchachos, dices. -¿Muchachos nosotros, estos barrigones cincuentones? ¡Otra vez la risa como disuasor! Creo que pensó aquí mi tocayo, muchachos, porque de

verdad mi chiste enfrió el ambiente tenso que hasta este momento respirábamos. Porque mucho más allá de mi intención al apretar el gatillo retumbó nuestra fiel rusa negra y el fogonazo iluminó tus negros ojos y borró tu sonrisa de traidor de la faz de la tierra para siempre, y, aquí entre nos, sólo nos hiciste falta mientras te buscábamos.

BLANCO ES.... -Esta maldita Líster no quiere dar chispa. Gervasio. -Pégale el otro envión, hombre. Casi todos los habitantes del pueblo costero habían colaborado para comprar “La Máquina de

La Luz”: un antigua y pesada planta eléctrica marca Líster, y muchos fueron los que se fueron a traerla desde Acandí en varias pangas unidas con tablones para formar un enorme balsón que navegó sobre un sereno Mar Caribe de Octubre el Golfo de Urabá; casi entre todos hicieron fuerza para instalar en el muellecito que recala en la bahía del almendro, y se sentaron a esperar, lelos y ansiosos, a que la maldita planta le diera la gana de dar chispa y encender las tres o cuatro bombillas destinadas por un fátum maldito a acabar del todo con la noche y las estrellas de Capurganá. Pero la máquina de la luz se les ranchaba sin prudencia, tal vez temerosa ante su también fatal destino.

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Sobre la playa blanca era tal la compacta amalgama del grupo y la extraña concentración de todo ese planeta ensimismado en el encendido de la planta que ni los manglares, ni las lapas, ni el mar, oyeron el motor de la avioneta que sobrevolaba la costa en busca de la clave: una luminosa e intermitente señal que parpadearía en la oscuridad de la noche marina en el caribe soy.

-Allá abajo está, hermano. Vea las lucecitas prendiéndose y apagándose-, dijo El Piloto. -Sí, esos son- confirmó El De Atrás. Volemos en círculos y tirémosles la mercancía rapidito,

rapidito... Entre El De Atrás y El Otro De Atrás se prepararon para arrojar las enormes e impermeables

tulas repletas de macizos y hermosos adobes de un polvo muy blanco y bien prensado y muy bien enrocado entre sus tres envolturas protectoras: impermeabilizada con natrón de primera; la segunda de un grueso papel fabricado con excrementos de fieras salvajes: elefantes, leones, panteras, para asustar con su pestilencia a los sabuesos drogadictos de la DEA, y la última, resistente y decorativa y rotulada con las iniciales de su destinatario fantasma escritas con un finísimo marcador de trazo tan negro y seguro y estético que parecían dibujadas por un gran marica, tal era su delicadeza. Sólo que todo ese esmero que se había iniciado en los ensorochados páramos bolivianos y que terminaba en semejante obra de arte que eran las tulas, se vino a tierra también cuando Los dos De Atrás arrojaron la carga y se felicitaron golpeándose las palmas de las manos con tanta vehemencia que de sus gruesos anillos de reluciente oro rojo salió un chispero que puso en peligro la seguridad de la avioneta que, después de hacer un último vuelo circular, entró en tierra derecha y se perdió entre el cielo y el Mar Caribe muy negros ambos, ambos.

-Ahora sí, muchachos: démonos el último pase con esta pureza de coca peruana que tengo

aquí, pa’celebrar... Dijo el Piloto. Sobre la playa blanca, El Negrito fue el primerito que se escurrió por entre las piernas de los

negrotes que a la espera estaban de que la chispa de la Líster diera de luz a las bombillas y nada, nada, y por entre ellas buscó hasta encontrar y tocar infaliblemente otras piernas quizá iguales a las

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suyas si no por lo grandes y viejas: las piernotas de su padre, esas eran: las piernotas de El Negro Primero, a quien todos llamarían así desde entonces hasta hoy en día, porque él fue el primero en saberlo todo cuando su hijo, El Negrito Primerito, le dijo que desde el techo de la casa estaba cayendo algo así como leche en polvo o una nieve blanca como de Papá Noel o como un polvo de escamas de ángel o de estrellas, pá. Por eso cuando El Negro Primero, inexplicablemente y sin decirle nada a nadie arrancó para su casa y de paso también fue el primero de todos en romper el hechizo que sobre ellos ejercía la pesada máquina de la luz varada entre la húmeda playa como una enorme caja fuerte sobre los pilotes de mangle que ya empezaban a hundirse en la arena, sus amigos, o sea casi todos los hombres del pueblo, partieron detrás de El Negro Primero en carrera y tan de prisa y alargados fueron los trancos que muchos alcanzaron a compartir al unísono con él su asombro cuando al cruzar la puerta de su casa él fue el primero en detenerse y colocar las palmas de las manos hacia arriba para recibir ese irisado hilillo de polvo blanco que deslizándose como una vía láctea caía desde el techo pajizo.

El Negro Primero miró el polvo: un pequeño nevado del ruiz que se elevaba en la palma de su

mano. Después lo olió y humedeció con saliva su dedo índice que luego hundió entre el polvo para llevárselo a la boca y a renglón seguido a la nariz para, probando-probando-probando, llegar a ser también el primero en conocer personalmente a Mamá Oca frente al oleaje del Mar Caribe y el primero en sentir sus efectos. El segundo fue Gervasio, aquí presente.

Antes de aterrizar, EL Piloto de La Pipper Comanche intentó llevarse otra vez la mano al bolsillo

de la camisa para sacar la roca peruana de prístina pureza por última vez. -Démosnos aquí the last one y chiquitico, muchachos. Don Santa will be happy cuando nos

vea de regreso y con la misión cumplida. -¿Don Santa, dijiste? Pues guarda rápido esa roca que allá abajo ya está Don Santa en

persona, esperándonos-, dijo El Copiloto.

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-¿Qué pasaría, muchachos?-, preguntó El Piloto. Joven pero barrigoncito y de pulido bigote mas vestido sin ostentación, Don Santa ya estaba esperándolos al lado de la avioneta cuando los que te dije pisaron tierra. Entre los ocho o diez guardaespaldas armados se destacaban dos gringos altos y rubios como magníficas moscas entre la leche.

-Tienen demasiada fibra en el cuerpo para ser bandidos, pensó El De Atrás. En cambio

nosotros que si somos auténticos bandidos de esquina, ya estamos cultivando nuestra frisolera barriguita...

-Yes, man: los gringos son hombres atléticos; parecen hombres de cuartel-, pensó Don

Santa... Y cuando El De Atrás miró a Don Santa, ya Don Santa lo estaba mirando, y el De Atrás

comprendió otra vez lo que Don Santa desde la primera vez sabía. Don Santa arrugó la frente y se sobó las manos como un pitcher la lengua:

-Me parece que existe un malentendido, muchachos. Pueden quedarse aquí y jugar billar con

ellos o poker, Black-Jack. Yo no demoro en volver. Vení vos conmigo-, le dijo Don Santa a El De Atrás y luego, mirando a los gringos a los ojos:

-It seems to me that there is a misunderstanding, gentelemen. Would not you mind to wait a

little bit for me here and play billiards with them, or poker o some Black-Jack if you want to. I will be back in just a moment. Vení vos conmigo, terminó Don Santa dirigiéndose a El De Atrás.

El De Atrás salió de Don Santa, mas los gringos se quedaron atónitos cuando intuyeron que

Don Santa, utilizando con el mismo ritmo y la misma precisión esas palabras iguales en dos idiomas diferentes, lo que en español les había dicho a sus hombres, era totalmente distinto a lo que en inglés les había dicho a ellos; pero ni a los gringos no a los colombianos les cupo la menor duda de que los mensajes eran opuestos. No habían caminado diez metros cuando el de Atrás sintió que el

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tenue seseo que cortaba el aire, también le estaba quitando la respiración. Ese seseo era la voz de Don Santa:

-Qué fue lo que hicieron, guevones? ¿Dónde tiraron la cosa? Cuando El De Atrás le hubo contado todo, Don Santa ordenó: -Se me devuelven ahora mismo para Capurganá, manada de pendejos, y a como de lugar me

rescatan esa mercancía, ¿entienden? Yo los voy a esperar aquí, con los gringos. -¿Y qué va a hacer usted si esos gringos resultan ser de la DEA?... ¿Usted solo, Don Santa? -Espero que no se nos hayan infiltrado, porque si es así no tendremos más remedio que... Pero

por mí no te preocupes; preocúpate por vos si no me recuperan esa mercancía, pendejo. La de El Negro Primero también fue la primera alegría que, desbordada, inauguró las euforias

en Capurganá y, al verlo así, los demás también tomaron la decisión de probar aquel polvo blanco y esplendente que como una lluvia de blanco maná les había caído del cielo. Incansables e insomnes e inapetentes por todo lo que no fuera la fiesta y el ron y el blanco polvo de estrellas que además de inhalarle habían engullido a dos carrillos los muy tragaldabas hasta caer, ahítos pero alegres, en el más oscuro amanecer de la más oscura noche en la playa, ahí al lado de la inútil Líster que ni la mera nada de la luz les diera, y cuando el sol caía tan verticalmente que nada en absoluto era capaz de moverse y proyectar su sombra porque el calor era tal que tampoco nadie se atrevía a salir a la calle y más bien sólo detrás de tí tu propia sombra que tampoco quiso aspirar ni engullir ese escamado polvo y ese ron, y ni cinco que le gustó a tu sombra que fueras a sacudirte en el baile y en la despreciable alegría de esos imberbes posesos que sólo vinieron a reconocer el alto vuelo del ave cuando ya la avioneta de los bandido estaba aterrizando entre el jolgorio y también El Negro fue el primerito que vio descender los hombres: bien armados, decididos, peligrosos; bigotudos y barrigones y muy metralletos ellos.

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-Buenas, buenas-, saludó El De Atrás. -Buenas las tenga usté también. ¿En qué podemos servirle, mi blanco?- contestó El Negro

Primero. -Andamos en busca de un polvo, negro; un polvo blanco bien empacado que se nos cayó

anoche de una avioneta. -Por aquí no ha caído pero es nada del maná blanco ese de que me habla, mi blanco. El De Atrás le hizo una seña a El Piloto y, casi imperceptiblemente, con los ojos le ordenó a El

Copiloto que fuera hasta allá hasta el avión y les trajera la tula. El copiloto les trajo la tula, se las puso en el piso y se le paró al lado para no sobrepasársele a la orden que, sabía, vendría después: abrir la tula.

El De Atrás llamó aparte a El Negro Primero y todos los vieron conversar, alejados, sin captar

una ola palabra de lo que se dijeron. Otra vez, también, y con una perseverancia tan persistente como un pleonasmo, fue El Primero El Negro en regresar y decirnos a Sus Dos Mejores Amigos, Gervasio y yo, muy en voz baja, que corriéramos la voz de lo que nos dijo que, una vez puesto a circular nos movería a todos hacia las casas impulsados por las ganas de plata y desde nuestras casas todos volvimos portando los paquetes de polvo blanco que colocamos frente a la tula ahora bien abierta para mostrar su vientre de cuero repleto de fajos de verdes dólares muy bien empacaditos y hasta con la cintilla del blanco membreteada y muy firmemente adherida a los bordes del bulluco de dólares, ella, la cintilla de los verdes dólares, ella.

El De Atrás y sus hombres entregaron los gruesos fajos de dólares a cambio de polvo blanco

alijado entre las tulas, y cuando todos o casi todos hubieron devuelto la ración de esa lluvia de maná en Capurganá, los hombres armados sonrieron; repartieron entre algunos afortunados elegidos al azar los billetes sobrantes, y lacados por su hermosa malicia, remontaron el vuelo de regreso en la avioneta.

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Eran un ave, una terrible ave marina la avioneta contra los penúltimos y solitarios soles de la

tarde cuando, aquí abajo, se volvió a prender la rumba. Con los bolsillos henchidos de crujientes dólares, todos corrieron hacia “El Empate” a bailar vallenato songo-songo amacizado, cinturoncito, rebotecito de caderas, negra, pide lo que quieras, y a desprenderse, para bailar mejor, del polvo blanco que algunos cicateros habían reservado para su consumo personal y delicioso, y el dinero comenzó a rodar a mares sobre las mesas y cada vez era más costoso y difícil escuchar tu canción predilecta en la rockola porque todos querían escuchar la suya a la vez, la suya que, por supuesto, tenía que sonar antes que la mía. Sí. Por ahí empezó la cosa. Por los turnos de filas largas e interminables que tuvimos que formar para poder introducir nuestras viles monedas en la rockola, algo nunca visto antes y tu canción predilecta hundida en ese turno de larga cola. Después empezó a escasear el licor y los precios se dispararon de tal manera que una botella de ron quedó costando veinte y treinta veces su precio corriente, y sólo cuando ya no quedaba un solo trago de nada para tomar en el pueblo, vinieron a parar la jarana. Digo la jarana, porque la cosa no paraba ahí.

-Hoy tampoco vas a salir a pescar, Negro Primero, le dijo su mujer. -Cómprale un sábalo a Gervasio, ahí no más. -Gervasio tampoco salió a pescar hoy. ¿Y es qué tú no sabes cuanto está costando un sábalo

ahora? ¡Treinta mil pesos! Treinta mil pesos vale un vil sábalo ahora Negro Primero. -¿Treinta mil pesos? ¿Y esa vaina por qué, ah? -Pues porque como aquí todos están millonarios ya ninguno quiere trabajar. El Negro Primero se bajó de la hamaca, embutió las manos entre los bolsillos de sus burdos

Bermudas y salió a caminar para quitarse ese acre sabor de entre las entrañas, con los nervios hechos pedazos y con la cabeza puesta en ninguna parte pero en esa.

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-No es que de un momento a otro todo el mundo se hubiera vuelto perezoso, no; ni tampoco que todo el mundo se hubiera hecho millonario. Sino que como toda la cosa consiste en tener plata para no tener que trabajar, entonces cuál es la joda, ¿entonces? Vamos, Gervasio; te invito a tomar ron.

-Nobody has became as richest as us and in such a shortest period of time as we have done it...

¡Ah? Les estaba diciendo aquí a los místeres que nadie se ha hecho más rico y en menos tiempo que nosotros...

Don Santa sonreía; era evidente que el hecho de ver el arrume de tulas que ante sus ojos

formaba el embarque de polvo casi totalmente recuperado, lo hacía feliz. El De Atrás sopesó las pilas de tulas frente a Don Santa y los gringos y mostró, vacía, la única tula de diferente color y que antes había estado hinchada de verdes dólares made by a Master Printer eirther at Envigado’s or in The Barrio Antioquia. Don Santa pensó about the best; the greatest Master Printer of them all, y sonrió: Al recuperar su cargamnento de polvo blanco pegándolo con sus propios dólares, había matado dos pájaros de un tiro; tal vez cuatro, contando a los gringos que ahora sí parecían más lelos y desconcertados que nunca con la demostración del poder y la eficacia de Don Santa que, sin perder la calma ni los buenos modales que había aprendido muy bien mas no sin hacer duros esfuerzos, se notaba, parecía un palomo de pecho azul pavoneándose orgulloso de sus propias hazañas.

Todo lo suyo había sido siempre así: el éxito, la fortuna, el poder y la soledad que su mirada de

muchacho crecido en el barrio no lograba ocultar o disimular siquiera porque la escuela pública y el fútbol y la esquina y Gardel le formaban una pesada laca de Manrique, Envigado, el barrio Antioquia y los Urieles que lo cubrían, Los Libardos, Los Chamorros que hasta por los poros se le brotaban con exuberancia pero sin oropeles, sin ninguna orna, sin bambas, sin gallos escandalosos y relucientes; Lisa y sencilla, amable y feroz pero sin hipocresía alguna y muy distantes de los deslindes y de los desmanes porque aquí la cosa es Sí o Nó, carajo; palabra de hombre empeñada y de la que depende o penden la vida, el poderoso DIM, las muchachas y los guaros bien sabrosos pero con otra camisa y bailando siempre otros bolero. Sí: Ante todo hay que conservar la vida, la

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propia vida, y el resto vendrá por añadidura. Estar bien vivo y esquivo como un bambú frente al temporal pero muy multimillonario y en su sitio. That is all, gentlemen.

Estas palabras todavía resonaban aquí en el recinto mientras en ese otro lugar de la tierra,

Capurganá, todos seguían siendo millonarios que sólo a los tres días de farra con sus noches, El Negro Primero dijo:

-Bueno... Ahora que no tenemos nada que hacer ¿qué vamos a hacer con la Líster? Vengan

vamos a pegarle unos enviones a ver si sí enciende ahora. Y como todos eran millonarios, también todos estaban tan desocupados que decidieron meterle

la mano parejo a la Líster y al ron: a la máquina para que encendiera de una vez por todas las bombillas del puerto y al ron que les prolongaría el incendio que sentía flamear en la sangre y en el alma y en el calor que expelía la blanca playa en la noche, y por primera vez en la vida, El Negro Primero y sus amigos decidieron hacer algo porque no tenían otra cosa qué hacer para matar el ocio que los estaba matando.

Pero a pesar de que eran muchos y machos y ricachos, la maldita Líster seguía negándose a

darles su luz a las bombillas que ya casi cansas estaban todas a la espera. Hieráticos y atemporales como fantasmas de piratas eran cuando sigilosamente y sin que nadie le hubiera visto singlar porque para lela será la negra noche caribe que tampoco podía quitarle el ojo a la Líster, volvió a atracar en el mismo muellecito la misma vieja panga tripulada por esos mismos negros grandes, fuertes, silenciosos y aterrados que descendieron mirando fijamente al corrillo de paisanos que seguían pegándole los más fuertes e inútiles envionazos a la máquina de la luz.

-Parece que hubieran dejado de comer pescado porque todos perdieron la fuerza. Dijo el paisa: el único hombre en el puerto que no les había devuelto a los bandidos ni una

pizca del mágico polvo blanco que había caído en el solar más grande del pueblo o sea el de su casa pues porque como él, paisa, había reservado toda la coca para su propio consumo poseído por

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su altísima pureza tan ostentible que, cuando lo vio brillar de noche bajo las estrellas, le pareció una simple e inofensiva y nada poderosa alba caspa de ángel. Los negros hundieron los pies en la arena húmeda, miraron a los demás a los ojos y, a los muchos segundos transcurridos, uno de ellos bebió a pico de botella un largo trago para darse valor para, como pasante, tomarse la osadía para decir:

-En Acandí me comprobaron que esos dólares que nos dieron por la coca son falsos. El Negro Primero también fue el primero en recordar que allá en su casa, las pilas de sus

verdes dólares sin gastar casi reventaban el escaparate y cuando entre los hombres volvió a aterrizar aterrado para comprender que todos los demás también como él habían caído repentina y violentamente al suelo, volvió con ellos a intentar hacer un último esfuerzo para darle impulso a la máquina de la luz con tanto empeño que ni él ni sus amigos ni nadie tuvo la facultad de percibir el vuelo casi silencioso de la avioneta de los bandidos escrutando de nuevo la noche caribe en busca de unas intermitentes pero huidizas señales luminosas, y después de su abrupto regreso a la realidad. El Negro Primero fue, por primera vez en la vida, un hombre igualitico a todos nosotros aquí en Capurganá cuando vio que la tierra, el mar y el cielo que muy pocas veces se ven igual de azules, oteando desde arriba la blanca playa y al filo de la media noche, clavaron en nosotros sus ojos café con leche para no perderse un solo detalle de nuestra reacción, ni un solo gesto de lo que ahora íbamos a hacer, ahora que volvíamos a ser pobres. Café con leche esos ojos, pericos; puros ojos de aterrizaje forzoso, también.

PUMPONES Y POMPONES

Nadie encuentra lo que busca

si lo que busca lo asusta

nadie encuentra ese tatira, mi vida

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si le asusta lo que busca.

La mirada contra el suelo

la muerte en la punta del arma

la punta del arma en el pelo

le abre al alma una negra alba.

Nadie encuentra lo que busca

si lo que busca lo asusta

nadie encuentra su guajira

si su guajira lo busca. -Frente a vos siempre he sentido como una distancia y un asquito, y unos deseos de vomitar,

frente a vos. ¿Sabes? Pero tomémonos un trago allí en el “Baliska” y escondé esa pistola en el mostrador por ahí derecho.

-Y vos cuándo vas a esconder la moto? -Después de haberme empujado el primer aguardiente y de echarle al “Cómo fue” del Benny.

No sé decirte cómo fue pero seguramente que yo, hermano, me puse a hablar más de la cuenta, a contar lejos del canto.

-¿Te acordás como cayó ese man cuando le dí? -No hablés tanto de eso, Esquinel-, le dije a mi hermano menor mirando la moto. Roja. De

poco cilindraje porque en este negocio no se necesita un caballo con poder sino con... usté sabe: una moto maniobrable y escurridiza entre el tráfico de esta ciudad que por algo llaman Metrallín.

-Yo manejo esa moto, hermano. Y no le digo hermano en un tono camajo sino en el familiar

ruiseñor que es el que nos une como hermanos legítimos que somos desde el balcón de la vieja

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casa en Sopetrán y entre zapotes. Amarillos los zapotes. Y usté sabe hermano que yo manejo esa motorcita mejor que cualquiera y no hable tanta bobada.

-¿Y por qué no la guarda, pues? ¿Y cómo así de que yo no hable tánto, dice? -“Acórdate como cayó cuándo le dí en la chonta con la Magnum. Tu moto ahí, Luis,

runruniando mientras me esperabas. -Dále sobre seguro, me dijo alguien cuando oprimí el gatillo antes de verlo caer como un

perforado y rígido cadáver que desde hacia rato estuviera rindiendo cuentas allá arriba. -Y él recibió el primer impacto en el cerebro porque ahí pego yo: en el merebro, en la mera

pepa... -Por eso estás hablando demasiado aquí en el Baliska. -¿Sí? -Sí. Y para acabar de ajustar, cometiste el error de dispararle a esa pinta desde muy lejos”. -No me gusta que me remedés, hombre; no me gusta. Ni me gusta la vocesita que utilizás

pa’remedarme, oíste? -¿Y qué? Yo no soy como vos. Yo ya escondí mi pistola y estoy limpio. En cambio con esa

moto aquí parqueado. Estás cargando con el delicioso y no te has dado cuenta. -Pero es tu lengua la que sigue metiendo las patas. No me gusta que uno y otra vez estés

diciendo cómo fue, no sé decirte cómo fue, entendés? Estás hablando del Benny y no de vos: de su voz. Y voz sos vos aquí cantándole a todo el mundo como fue que le dimos a ese man cuando debemos ser unas tumbas. ¿Qué qué? ¿Qué cómo? No sabemos nada. ¡Nada de nada!

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-Bueno ya. Nadie tiene por qué saber quién manejaba la moto o cual de los dos jinetes del rojo

caballo de 180 cilindros, un fogoso alacrán disparando ráfagas de Ingram, de Magnum, de M-16 entre los autos, disparó el arma que fuera, nadie. Porque lo único cierto de todo es que seguís hablando pendejadas nos hundís a todos y yo no quiero tocar fondo porque a vos los años te hubieran dado por ese lado. Pero voy al teléfono un momento, hermano... “a llamar a Mi Don a ver cómo hacemos pa’tapale la boca antes de que nos hundamos todos, entiende?!.

-Qué hubo pues, qué tal? Cómo les ha ido mientras resuenan las manos en el saludo de

esquina. Restallan las palmas en un saludo que recuerda las mil y una noches hechas pateando un deshecho clavelito pero sin dejarlo caer y ese olor a frisoles y a carne sudada, a posta con yucas amarillas, a sazón y a colegialas en sazón, a baldoncito repicando sobre la grama como un pequeño planeta de cuero partido en cascos, bajo el sol que se movía más despacio haciendo más largos los días de los 15 años.

-Y eso mismo es lo que estamos haciendo ahora aquí, en el Baliska. Somos los mismos, mirá.

Un poco más creciditos. Grandes. Grandotes. Armados. Invictos. Felices. Como muchos de los amigos que con nosotros patearon miles de veces pero con suavidad un clavelito en esta esquina y hoy están ya muy serios y hechos una criba bajo tierra, con una tibia cebolla plantada en el ombligo. Una cebolla que mañana freiremos los vivos para darle gusto a los huevos pericos con perico y más perico todavía, ese primer derivado del café: el café con leche. Los mismos pero menos y en las mismas, eso somos. Los mismos, los que quedamos vivos estamos bebiendo veinte años después en la misma esquina del clavelito como si nada. ¡Mentiras! Ahora no estaban en la acera de enfrente sino dentro del Baliska. Ahora no tenían, dijeron sus muertos amigos, clavelito, no colegialas, ni posta con yucas sino unas pesadas cadenas de oro al cuello y unas pistolas y unas metras acuarteladas bajo el sobaco. Y aquí están ellos que sólo atinan a preguntar ¿Cuándo nos vamos y pa’donde? Y yo, en la sabrosura que me produce la risita de haber matado con ventaja, sigo diciéndoles como lo ví caer contra el antejardín, sacudiéndose, y eso que el primero se lo pegué como a veinte metros. Y me le tuve que arrimar pero mientras me le acercaba seguía disparándole y a cada impacto el tipo estaba cada vez más lejos de mí. Hasta que dejé de darle con esa medio

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bobadita que hace rato hice guardar en el cajón del Baliska pa’poder tomarme mis aguardienticos tranquilo. Pero el tiro de gracia no se lo dí con la Magnum de 9 milímetros sino con una Brownning calibre 22, pequeña, porque me le tuve que acercar demasiado. Estaba caído contra ese antejardín con flores amarillas y otras muy blancas y muy olorosas y llenas de moscas. Creo que lo que me tiene hablando, muchachos, es que tuve que pegarle como ocho balazos. Estaba muy lejos cuando le disparé el primer tito. Pero ustedes saben cómo soy yo cuando lo hago de cerca. Como con la mano. La coloco como una pelota de Jairo Arboleda.

-Déjate de echar tanta cháchara y vámonos de rumba a comer arepa de La Negra. -Vamos. -Pero nos vamos en mi carro. -Oiste loco: aquí entre nos y mientras dure el viaje, podéis hablar duro y decir todo lo que dé la

perra gana. Por algo estás entre amigos, hombre loco, loquito, locuaz. -Claro. Estamos de aguardiente y arepa de chócolo. -A mí me trae lo mismo, Nerita, y unas empanadas. -Entonces por quién brindamos pues, ¿por vos o qué? -Por mí? ¿Y me lo dicen con esa frescura, como si nada, eh? Claro. Saben, pienso, que mi

pistola está bien fría pagando escondidijos en el Baliska. Allá está buena. Es como tener mamá pero como te dije. Y estos manes que andan todos mancados. Pero es imposible que mi hermano me vaya a dejar sin entucar, sin sacar la cara por mí. Pero ahora caigo en cuenta de que el hombre también anda desarmado. No le gusta montarse en la pistola o en la metra cuando le toca la moto. Dice que el peso de la Magnum, le hace perder el equilibrio, la movilidad, los reflejos. En cambio la mía:como me haces falta, mi Magnum. Sin vos me siento desnudo. Me hace falta tu cuerpo frío

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bajo el sobaco, tibio bajo la pretina, caliente cuando salís tronando. ¡Machihembra? Ese poder que tenés pa’tumbar un tipo. De cerca. De lejos. Ese grito como de karateca que pegás, púm! Eso es profesionalismo, conocimiento, eficacia. Y ahora me vienes dizque a morder aquí, como si no me conocieras, como si nunca nos hubiéramos visto en las buenas y en las malas.

-Lo mismo y un chucito. -Si vieran. Yo ya había visto al hombre. Desde cuando Mi Don me entregó la foto y me dijo

más o menos por dónde se movía, cómo se vestía, qué clase de carro tenía, el hombre ese estaba más frío que ni pa’qué. Fue hace dos meses. Ni la moto de mi hermano necesité. Le asenté la pistola por detrás en la chonta, apreté el gatillo y el resto parecía una pizza, muchachos; un vómito, les digo. Eso es lo que yo llamo profesionalismo, frialdad, efectividad.

--Al paso que va los va a contar todos. -Cállate que nos estás dañando el chucito y los guaros. Y para acabar de ajustar, nos los

dañas hablando de un hombre al que vos mismo sabés que Mi Don te mandó a darle por boquiancho.

-Claro que yo sabía que el hombre era un sapo. -Tu hermano está hablando demasiado. Está tan loquito que si sigue así le quito de ahí.

Dijeron de mí. -Claro. Yo también estoy sintiendo esa pistola de nueve milímetros apoyando su bocota contra

mi nuca. Ahí donde la cabeza hace su siesta: en la silla turca. También siento el percutor. Su click. Y, por último, no quiero sentir la peor de las volteretas; una enorme bala que no solamente destrozaría mi silla turca sino todos los muebles de la sala, los noventa y pico de escaparates y otras cuarenta y una sillas turcas que desde hace poco les estoy guardando en casa a Alí Babá y los Cuarenta Ladrones.

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-Nos soplamos otros cositos... ¿Sí o no? -Claro. Y metámonos un periquito, y tomémonos otro trago, que mañana lo pagamos, si se

enoja Don Joaquín, lo agarramos del tomín, y tomémonos otros tragos, y fumémonos un Lucky, y casquémosle al otro varillo porque mientras más cosas hagamos es mucho mejor.

-La noche es larga todavía. Tenemos tiempo para hacer de todo: Hasta de lo que sobre.

Pásame el ají. -Sabrosa esta carne. -Estaban muy calladitos. Casi no dicen ni una palabra. -Ni las siete palabras, ni la última palabra. Pero esta vaina si parece la última cena. Y todos

levantamos la mirada desde la carne destasada de cada uno o de la del otro y por supuesto que con ensalada y todo, con el chimichurri. Más tarde más vicio. Que no falte el vicio. Sí: El vicio es el ocio del lumpen ¿dijiste Esquinel?

-Yo no he dicho nada. Pero si me quieren oír creo que aquí se crea, se chulea, se menea.

Todo eso está aquí, embambao sobre el corazón del glorioso DIM, entre los chorizos de la negra y la grasa de la gorda y en estas pistolas que como serpientes con una nueva piel, pugnan por salir debajo de la pretina para ver quién a puede morder, una y otra vez, déle a la pólvora, los pumpones y los pompones.

-Y eso que ahora no están resollando las Ingram. Y eso que ahora estamos en paz. -Pero aunque estemos en paz nadie ha sacado nunca la cara por un boquiancho, ni en la paz ni

en la guerra. Por eso nada pasa aquí entre nosotros, hermano. Aquí estamos sabroso, y sigamos

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comiendo choricitos aunque sea para no seguir hablando demasiado y péguele al guaro que nos tapa la boca y acalla el tronar de las Ingrams.

-Claro. Eso antes de sacarlas. Porque cuando uno saca esas hijuemamas ya no hay barranco

que ataje la guerra. ¿Se acuerdan de Juangui, de Ignacio, de Ernesto y del échele candela al baile ese que duró como seis meses?

-Pero pasábamos muy bueno en el cuartel general, entre combate y combate, juá, juá. -¿En Robledo? Sí, como no, hombre. Lo duro era salir. -Yo sí me daba mis vueltecitas en la moto tirando frescura. -Pues porque usté me llevaba a mí de parrillero con una Ingram, hermano. -¿Y nosotros qué, ah? Te acordás de los Toyota. Te acordás de la batalla de los Toyota en

plena carretera de Santa Elena. Esas curvas. Esos candeleos subiendo y bajando, esas esperas como tanquecitos entre los recodos y en las carreteritas laterales. Y todo el mundo con su Toyota y su Ingram. Oigan a este.

-No teníamos tranquilidad. -¿Y cómo íbamos a tener si estábamos en guerra? Esa vaina de estar siempre embalado y

armado hasta los dientes, sin comer, sin dormir, sin bañarse, siempre pendiente del tiroteo, escondiéndose, saliendo a tender emboscadas que muchas veces se convertían en una trampa.

-Cómo cuando mataron a Omar, y al Gordo Tejada ¿Se acuerdan? -Ni los dones estaban seguros.

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-No había dones entonces. Todos eran Dones. Por eso hoy, después de esa guerra, quedan muy pocos Dones y las cosas están tranquilas. Porque mientras más pocos y más poderosos Dones tengamos, menos guerras tendremos. Es mucho más fácil entenderse entre pocos. Con mayor razón ahora cuando en el negocio tenemos desde oficiales del ejército hasta jefes de estado. Lo único que alcanzo a ver como obstáculo real para nosotros es el gobierno gringo: Estos cuatro pelagatos de Envigado y del Barrio Antioquia y de Manrique les estamos abriendo un hueco enorme en su sociedad y en su economía. Y como son tan envidiosos del bien ajeno, están que rechinan porque ellos no controlan el negocio sin nosotros. Claro que yo no los culpo porque a todo el mundo les gusta la plata.

-Pero el problema es que ahora y aquí, hay una cantidad de pelaos que van palo arriba.

Sóngoro cosongo se han ido trepando al carubito, tienen billete y no es difícil que por culpa de ellos estalle otra guerra. Muchos hasta son protegidos de Dones muy grandes y poderosos. A lo mejor tendremos que enfrentar muchas otras guerras peores. Unas guerraitas: Muchachos peleándose por un barrio, por una cuadra, por un jíbaro de esquina. Imagínese: desatar una guerra de Ingrams por un jíbaro.

-Eso es antes de esgrimirlas, repito. Nosotros ya no somos unos muchachitos. Sabemos que

cuando uno esgrime la Ingram es pa’ganar la guerra y los otros también. Eso es lo duro. -Por supuesto. Eso lo sabemos todos mientras comemos y pagamos. -O mientras nos convertimos en cebollas. -¿Por qué me mirás a mí cuando decís cebolla, ah? -No has entendido lo que dijo Julio? Parece que no supieras que Julio es el único de nosotros

que va a llegar lejos, arriba, muy alto, porque ha sido el único inteligente de la barra desde que estábamos chiquiticos, el Julio, con sus camisas de seda color salmón y sus corbatas también de seda pero rojas o viceversa.

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-¡Vámonos! Digo y mientras pienso en Julio, voy entendiendo poco a poco esa cosa de aceite

que siempre ha tenido: si intentas agarrarlo cuando está caliente, te achicharra la mano. Así es Julio. Un jefe. Un jefe típico. Haga esto. Váya usté por aquello. Mate a fulano o al perencejo del paraguas pero rapidito y no me venga a decir que fracasó o que no pudo completar el trabajo. Este negocio es el mejor del mundo pero también es el más peligroso. Por eso: chitón en boca. En boca cerrada no entran las balas, ya sabe. Y el pendejo de mi hermano no ha podido entender lo que está pasando y hasta yo estoy bailando en la cuerda floja por culpa suya. Y el problema es que yo sé que a Julio le gusta botarlos en plena boca del túnel y quedan como si entraran o salieran.

-Pará antes del túnel yo pego una meadita, dice Julio. -El antioqueño no mea sólo, hermano. Bájese usted también que es mi hermano legítimo, hijos

del mismo padre y de la misma madre allá en Sopetrán y entre zapotes. -Oí la canción que está sonando, hermano, mientras orinamos. Las luces del auto golpean

contra la espalda de Julio-. Julio termina. Julio se da vuelta y con sus ojos y su boca me dan una orden tan macabra que me petrifica la meada y siento que los orines me suben gaznate arriba como una gárgara mientras miro a mi hermano. Mi hermano no ha visto a Julio. Mi hermano tiene los ojos puestos contra el talud. Elevao. No dice ni una palabra. Porque desde no sabíamos donde, Benny Moré venía cantando “¿Cómo fue?” Y su voz rodaba entre el túnel para entregarnos la mejor versión de su mejor canción, otro Benny Moré, desconocido y más hermoso. Mi hermano seguía inmóvil, embelesado en el corte del talud, una empinada pared de cascajo y fango. Julio me repitió la señal y yo fui tras él en silencio. Estaba amaneciendo y apenas quedaba un cachito de luna muy alto y no como la luna de Manhattan, hermano, que parece asomándose como si los rascacielos fueran una ventana. Pensé que sería muy bueno darle ese cachito de luna a mi hermano mientras Julio me entregaba la Magnum grande y pesada. Los cachitos de luna destellaban contra su acero pavonado cuando me le acerqué a mi hermano por la espalda y me dí cuenta de que seguía lo mismo de ido. Había terminado de orinar hacía rato y todavía seguía sosteniendo el pipí entre las manos.

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-Por qué me has hecho esperar tanto? Eso no se le hace a nadie, hermano, no sea hijueputa. Esperar es lo peor que puede haber en la vida.

-Perdoná, hermano. -Perdoná qué. Hombe? Si desde que empezamos a comer chuzos yo ya la veía venir. Metí

las patas y qué: Esa es la ley. -Te lo voy a poner en la sien y perdoná si cierro los ojos. -En la sien no me la vaya a poner, hermano. Yo soy un profesional. Pongámela aquí detrás,

en el cerebro: desde la silla turca y hacia arriba, contra la pineal. -Qué qué? ¿Contra qué?-, pregunté. Pero puse la Magnum ahí donde mi hermano me dijo y

cerré los ojos.

EL PROFESOR (Monólogo escrito para mi

amigo Rubén Darío Trejos,

actor y profesor en ”El Bar

de la Calle Luna”). (NOCHE TEMPRANO. AL CALOR DE LAS PRIMERAS COPAS EL PROFESOR, UN HOM- BRE Y UNA MUJER, COMPARTEN EN EL

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BAR.) EL PROFESOR: Están equivocados. Ambos están equivocados. Y se los digo porque para mí

es imposible penetrar al interior de nuestra problemática, a partir de un lenguaje estereotipado y pordebajeador que me habla de mi mismo dizque desde un marco teórico. Por eso es que este país está como está, porque el análisis es ajeno y prestado y las palabras que utilizamos son una jerga yerta impuesta por el amo. ¡Ilusos! Sigan flotando en la nube de la superestructura y no aterricen... Dénse cuenta de que desde la misma introducción tan ladina y servil que le hicieron al problema, empezaron por desconocer que las contradicciones y las guerras de nuestros opresores, y entiendan que a nosotros nos queda muy difícil afeitarnos en un espejo prestado.

Pero si estuviéramos un poco más de acuerdo con nosotros mismos, si acaso nosotros no

fuéramos el invento que dicen que somos, de estraperlo podría servirnos como botón de muestra esta perla: Miren en lo que ha venido a parar el hasta hace poco infalible estructuralismo, por ejemplo: Altahusser le rompió el pescuezo a su mujer, ¡desnucó a su mujer! El mismísimo padre del estructuralismo, le volvió chicuca la estructura ósea a su mujer. ¡Eso si es una ideología de carne y hueso!

Claro que no se nos olvide que el infalible Papa del estructuralismo había sido ya precedido por

ese otro Gran Papa Negro. Pero no Arrupe, nó. El otro, el del sicoanálisis. Esa otra panacea occidental inventada por un vil y cocainómano empedernido. Tan cocainómano y occidental que casi llegaba al nivel drogo el tal Segismundo, ¿entienden? Ahora, cómo es posible que después de haber llenado entre todos miles de páginas, ninguno de los ensayistas serios racionaludos que nos marcan el pensamiento y el conocimiento contemporáneos, digamos Lancan. Chomsky, el propio Altahuseer, o nuestro Estanislao, ¿cómo es posible que ninguno de ellos hubiera columbrado el obvio homosexualismo de Thomas Mann? Según “Muerte en Venecia” el tal Thomas Mann no era tan man sino gay, Thomas Gay y ellos no lo descubrieron. De modo que esa grieta que les abrió el conocimiento les chupa la razón a todos, ¿no es cierto?

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Ah, y para acabar de ajustar, ahora se nos dejaron venir con ese otro espejito. Ese espejito... El inventico ese de la semiótica. Ahora cuando la semiótica está haciendo agua o echando babas o es sólo un eco... de Umberto.

Y qué me le hacen ustedes al “Gay Liberation Movement? Sí, el nuestro, el movimiento criollo.

¡Ahí tienen ustedes otra esquizofrenia bien carnuda! Resula que ellos, los gay... ¿o serán las gay?... Ellos son los únicos que se están liberandio en el lenguaje del amo, en inglés: ¡Gay! Claro que viéndolo bien también ellas, las nujeres, hombre, es que también ellas se quiren liberar en inglés:”Womwen’s Lib” o será “Women’s Lips? Sí ellas también se quieren liberar en un idioma andrógino y asexuado como es el inglés, de la ominosa opresión que sobre ellas ejerce el español. Un idioma con géneros como vacío o vacía, bello o bella; es decir, un idioma machista, sexista, dice. Por eso no les haga raro si de pronto se encuentran con una placa que diga: Teresa Mesa, Abogado. Está tan grave la cosa que hasta “Poetas” se hacen llamar ellas hoy por hoy. Y digo grave porque a ese paso nosotros los hombres vamos a terminar de “Poetas” como para empezar a desenredar la pita. Tanto ellas como nosotros, los hombres, que todavía no nos hemos liberado, tenemos un amo común que nos sigue oprimiendo a todos por igual. Aquí todos los hombres y todas las mujeres somos unos oprimidos. ¿O no? Por lo tanto el problema no es entre los sexos. Los mismos asesinatos que nos agobian, las matanzas y el sicariato, donde de paso nosotros los hombres estamos poniendo el 98% de los muertos, son hechos irrefutables a los que no nos podemos asomar con los ojos de la moral.

Los Estados Unidos dicen que el narcotráfico es un problema moral y eso es mentira. ¿Nó? El

narcotráfico es pura cuestión de plata, puro corazón de bolsillo, y como nosotros nacimos en la capital mundial del delito y aquí vivimos, pues también nos ha tocado recibir la disolvente y rumbera y embabada influencia desatada por la incalculable riqueza que ha generado el primer derivado de nuestro fiel café, o sea el perico. Y la incidencia que a nivel pesos ha tenido en los diferentes niveles que conforman el espectro de la produccción y los servicios, las ganaderías de reses de lidia y de caballitos de acero. Pero esa es una riqueza ajena y enajenada que produce un progreso ilusorio y suntuario, porque el Corazón de Jesús ya no es el Corazón de Jesús sino el Corazón de Piedra inconmovible, y la mayoría de los colombianos vivimos careciendo de todo aferrados como

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náufragos al vil tablón de nuestra democracia y de nuestra tan cacareada “libertad de país en desarrollo”.

Para apoyar esta afirmación tenemos el orgullo sde exhibir rascacielos con piscinas verticales

en apartamentos de propiedad horizontal construidos sobre empinadas laderas. “Una economía que anda bien, en un país que anda mal”. ¡Ah! Y hasta un tren metropolitano tenemos para estirar esta aldehuela a nivel metrópoli. Un tren que es un barberazo en la mitad del rostro de nuestra ciudad como monumento a las formas arcaicas de agresión de nuestros antepasados. Esa es una herida que ya nunca cicatrizará.

Esta macrocefalia que ustedes llaman progreso también se ha reflejado con benevolencia en el

clima de la ciudad que ahora es más tropical, más caliente y más doradorcito, y ese nuestro calor seguirá aumentando de temperatura a medida que se intensifiquen las ráfagas de ametralladoras y les aseguro que cada vez florecerán más floristerías y funerarias. De este modo podremos fortalecer la industria de la muerte y generar más empleo.

Al paso que vamos, la tal minita de coca les va a dar a nuestros chicaneros conciudadanos

exportadores de productos sicotrópicos precolombinos, la tal minita de coca les va a dar el dinero suficiente para comparar todo el planeta, y parte del Brasil.

(MAS TARDE. MAS BORRACHO)

Yo, yo no se si ustedes también; pero lo que soy yo vivo en un país que siempre ha estado en

estado. ¡Sí! En estado de sitio y en estado de coma, punto. Y porque moro y habito y convivo con ustedes en un país que sólo respira púas, pumpines y pompones, les pregunto: ¿Qué sería de nosotros sin los colombianos? En el planeta, sin los violentos colombianos ¿Cómo sería la vida en el planeta? Yo vivo muy agradecido, muy agradecido con los colmbianos porque gracias a nosotros nadie en el mundo tine mañana ni futuro. ¡Qué levante la mano el que tenga el futuro asegurado! ¿Quién mata a quién aquí, ah? Yo, yo lo único que sé es que aquí están tirando a dar y las balas

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están pegando muy cerquita,. Porque a nivel de violencia si que estamos bien mal. Pero a mí no me vengan a decior ustedes que nuestra violencia es de ahora. No. Nuestra violencia siempre ha sido endémica y letal y está presente en todo: “Se venden obleas y esta casa”, “Hecho en Medellín, Fábrica Nacional de Muñecos”. Y yo no estoy inventando nada. Nuestra violencia siempre ha sido empírica porque aquí aprendemos a matar matando. Por eso nadie tiene la vida comprada. Ahora mismo un sicario podría entrar aquí, pistola en mano, el sicario. ¿Saben de dónde viene la palabra Sicario? Sicario viene del latín “Siccae”, que quiere decir cuchillito, navajita alunada, señoritera arma blanca. O sea que para poder darte muerte debía el sicario acercársete así, así. El sicaro tenía que ser tu pariente o tu amigo o tu amante para acercársete así en Roma y hundir su sicae en ti. Por eso los que más suerte tenían podían morir en la cama haciendo el amor y cuando creían que venían, era que ya se iban.

Humm. Y el problema serio es que con la muerte violenta acabamos de un tirón cuatro mil

quinientos millones de años de evolución. Cuatro mil quinientos millones de años de evolución de la vida en el universo y de repente: ¡PUMM! Y si el hombre desciende del mono y el mono desciende del árbol y el desnudo desciende de la escalera... (LLAMA A LA MESERA) ¿Dónde estábamos? Ah, sí. En un trepe trepe insondable y terrible de las más abisales oscuridades del tiempo. ¿Cuatro mil quinientos años de evolución para terminar en esto? Yo, lo que soy yo, no le creo a ninguno que me salga en defensa de lo que tenemos. Porque después de cuatro mil años de evolución, lo único que defendemos es este vil segundo que llamamos vida. Y es imposible que cuatro mil quinientos millones de años, los haya inventado la naturaleza para comer papas fritas y salsa de tomate y lavar el carro envuelto en unas bermudas los domingos. ¿Cuatro mil quinientos millones de años de evolución para caer en la democracia, la hamburguesa y la muerte a manos de un sicario? Yo a éste, a este occidado occidente, no le creo ni cinco, muchachos. Ni cinco, ni cuatro, ni tres, ni... ¡Nada! Yo a occidente no le creo absolutamente nada porque occidente es lla destrucción, la desolación y el envilecimiento. No por accidente, occidente tiene la misma raíz que occiso, que quiere decir: muerto violentamente. Yo a este occiso occidente no le creo absolutamente nada y por eso ambos están equivocados. Ustedes dos, par de ocidentales, están equivocados. Y usted, y usted... ¡y usted también!

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