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INSTITUTO DE FORAMCION
TEOLOGICA MINISTERIAL
MATERIA INTRODUCCION AL NUEVO
TESTAMENTO
PROFESOR GUILLERMO SEBASTIAN OLIVERA
ROTONDA JUAN MARIA GUTIERREZ
415 Y 416
BERAZATEGUI
BUENOS AIRES
ARGENTINA
PROGRAMA DEL CURSO
“INTRODUCCION AL NUEVO TESTAMENTO”
OBJETIVOS GENERALES:
Es un estudio de los “INTRODUCCION AL NUEVO TESTAMENTO”, es decir
Mateo, Marcos y Lucas; el estudiante deberá familiarizarse al concepto de estos
evangelios y definir con claridad su marco histórico, conceptual y auditorio o
publico al cual están dirigidos, considerando la Biblia como base de información y
lectura, solo se aceptara lecturas y material de consulta que conduzcan a una mejor
comprensión de esta materia y deberán ser autorizadas por este profesor.
OBJETIVOS
Cognoscitivos
1. Familiarizarse con La INTRODUCCION AL NUEVO TESTAMENTO.
2. Conocer con claridad y precisión,EAL NUEVO TESTAMENTO.
Afectivos
1. Reconocer la dependencia del Espíritu Santo para entender la Palabra y vivir
según sus enseñanzas.
2. Valorar profundamente la Biblia al ver la constancia de sus afirmaciones a toda
cultura y a todo hombre.
Psicomotores
Conocer EL NUEVO TESTAMENTO desde la perspectiva de la Biblia como base
infalible de toda verdad sobre la vida de nuestro salvador Jesucristo sin prejuicios,
en forma práctica y haciendo buen uso de las normas y visiones del nuevo
testamento y su introducción.
2 Aplicar y conocer la introducción al nuevo testamento.
REQUISITOS DEL CURSO:
1. Obtener mínimo un 70% de la nota.
3. Asistir puntualmente a clases. Después de 10 minutos es tardía y tres llegadas
tardías equivalen a una ausencia.
4. Se calificara el concepto del alumno en:
a. Responsabilidad en tareas y funciones asignadas
b. Asistencia puntual al devocional
c. Entusiasmo en su quehacer estudiantil
d. Participación en actividades en clase y extra-clase
e. Respeto profesor-alumno y personal
5. Deberes del alumno:
a. Leer anticipadamente el material asignado para cada clase
b. Investigar y profundizar sobre cada tema para su propio conocimiento
c. Participación activa en clase individual y grupalmente
d. Cumplir con exámenes, tareas y trabajos en las fechas establecidas
e. Las tareas entregadas tarde pierden 30 puntos y tiene máximo 8 días para
entregarla
f. El estudiante que no realice el examen al día indicado debería justificar su
ausencia solo con enfermedad confirmada o muerte de un familiar, asunto de
trabajo urgente u otro aspecto que aceptan máximo 8 días después del día
indicado.
g. Apagar el celular en clases.
CRITERIOS GENERALES DE EVALUACIÓN
Resolver todos los cuestionarios del libro de texto en un cuaderno 30%
Exposición Trabajos por Equipo 20%
Primer Relámpago 20%
Examen final 30%
Total: 100 %
NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD DE JESÚS
La natividad
Augusto César ocupaba el trono del imperio romano, y bastaba un
movimiento de su dedo para poner en juego la maquinaría del gobierno sobre casi
todo el mundo civilizado. Estaba orgulloso de su poder y riquezas, y era una de sus
ocupaciones favoritas preparar un registro de las poblaciones y de los productos de
sus vastos dominios. Por esto promulgó un edicto, como dice Lucas el evangelista,
"que toda la tierra fuese empadronada", o para expresar con más exactitud lo que
las palabras quieren decir, que se hiciera un censo de todos sus súbditos, para que
sirviera como base para futuras contribuciones.
Uno de los países afectados por este decreto fue Palestina, cuyo rey, Herodes
el Grande, era vasallo de Augusto. Esto puso a toda la tierra en movimiento;
porque, de conformidad con la antigua costumbre judaica, el censo se tomaba, no
en las localidades en donde los habitantes residieran sino en los lugares a que perte-
necían como miembros de las doce tribus originales.
Entre las personas que el edicto de Augusto, desde lejos, arrojó a los caminos,
estaba una humilde pareja de la villa de Nazaret de Galilea, José, carpintero de la
aldea, y María, su esposa. Para inscribirse en el registro debido, tenían que hacer un
viaje de unos 150 kilómetros, porque a pesar de ser aldeanos, tenían en sus venas la
sangre de reyes y pertenecían a la antigua y real ciudad de Belén, en la parte
meridional del país. Día por día la voluntad del emperador, como una mano
invisible, los impulsaba hacia el sur, por el pesado camino, hasta que por fin
ascendieron la pedregosa subida que conducía a la puerta de la población; él
amedrentado de ansiedad, y ella casi muerta de fatiga.
Llegaron al mesón, pero lo hallaron atestado de forasteros que llevando el
mismo negocio que ellos, habían llegado con anticipación. Ninguna casa abrió
amistosamente sus puertas para recibirlos, y se resolvieron a preparar para su
alojamiento un rincón del corral, que de otro modo hubiera sido ocupado por las
bestias de los numerosos viajeros. Allí, en esa misma noche, ella dio a luz a su hijo
primogénito; y por no haber una mano femenil que la ayudara, ni cama que lo
recibiera, lo envolvió ella misma en pañales y lo acostó en un pesebre.
De esta manera fue el nacimiento de Jesús. Nunca comprendí bien lo patético
de la escena hasta que, estando un día en el cuarto de un antiguo mesón de la
población de Eisleben, en la Alemania Central, me dijeron que en ese mismo punto,
cuatro siglos hacía, en medio del ruido de un día de mercado y la confusión de un
mesón, la esposa del pobre minero Hans Lutero, que estuvo allí en un negocio,
sorprendida como María por una angustia repentina, dio a luz, en medio de tristeza
y pobreza, al niño que había de ser Martín Lutero, el héroe de la Reforma y el
creador de la Europa moderna.
A la mañana siguiente, el ruido y la actividad comenzaron de nuevo en el
mesón y en el corral. Los ciudadanos de Belén seguían con sus ocupaciones; el
empadronamiento continuaba; y entre tanto el más grande suceso de la historia del
mundo se había verificado. Nunca sabemos dónde pueda estarse iniciando el
comienzo de una nueva época. La venida de cada nueva alma al mundo es un
misterio y un arca cerrada llena de posibilidades. Sólo José y María conocían el
tremendo secreto; que sobre ella, la virgen rústica y esposa del carpintero, se había
conferido la honra de serla madre de Aquel que era el Mesías de su raza, el
Salvador del mundo y el Hijo de Dios.
Había sido predicho en la antigua profecía que el había de nacer en ese
mismo punto: "Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá,
de ti me saldrá el que será Señor en Israel". El decreto del soberbio emperador hizo
caminar hacia el sur a la fatigada pareja; pero otra mano los iba guiando, la de
Aquel que encamina los intentos de emperadores y reyes, de estadistas y
parlamentos, para llevar a cabo Sus propios propósitos, aunque ellos no lo
conozcan. Los guiaba él que endureció el corazón de Faraón, llamó a Ciro como
esclavo a sus pies, hizo del poderoso Nabucodonosor siervo suyo, y de la misma
manera podía dominar para su magno propósito la soberbia y la ambición de
Augusto César.
El grupo alrededor del niño
Aunque Jesús hizo su entrada al teatro de la vida de una manera tan humilde
y silenciosa; aunque los ciudadanos de Belén ni soñaban lo que pasaba entre ellos;
aunque el emperador de Roma ignoraba que su decreto había tenido que ver con
el nacimiento de un rey que había de reinar no sólo sobre el mundo romano, sino
también sobre muchas tierras en donde las águilas romanas no llegaron jamás;
aunque a la mañana siguiente la historia del mundo seguía ruidosamente las vías de
sus intereses ordinarios, completamente inconsciente del suceso que acababa de
verificarse, sin embargo, este acontecimiento no pudo dejar del todo de llamar la
atención. Tal como la criatura saltó en el vientre de la anciana Elizabet cuando se le
acercó la madre del Señor, así cuando apareció Aquel que traía consigo un mundo
nuevo, anticipaciones y presagios de la verdad nacieron en varios de los
representantes del mundo antiguo que había de desaparecer. Aquí y allá, un
temblor indefinido y apenas perceptible, conmovió a almas sensibles que estaban
en espera, y las reunió alrededor de la cuna del niño. ¡Ved al grupo que se juntó
para mirarle! Representa en miniatura toda su historia futura.
Primero vinieron los pastores, de los campos vecinos. Lo que no fue visto por
los reyes y los grandes del mundo, fue motivo que arrebató a los príncipes del cielo
hasta hacerles romper los límites de la invisibilidad con que se revisten, para
expresar su gozo y explicar la significación del gran suceso. Y buscando los
corazones más dignos para comunicarlo, los hallaron en estos sencillos pastores, que
pasaban una vida de contemplación y oración en los campos llenos de instructivos
recuerdos; en donde Jacob había guardado sus rebaños, donde Booz y Rut se
casaron, y David, el personaje máximo del Antiguo Testamento, pasó su juventud.
Allí aprendían éstos, por el estudio de los secretos y necesidades de sus propios
corazones, mucho más, tocante a la naturaleza del Salvador venidero, que lo que
pudiera aprender el fariseo en medio de la pompa religiosa del templo, o el escriba
hurgando a ciegas en las profecías del Antiguo Testamento. El ángel los dirigió a
donde estaba el Salvador, y se apresuraron a ir a la aldea para hallarlo. Eran
representantes de la gente aldeana "de corazón bueno y recto" que más tarde
formó la mayor parte de sus discípulos.
Después de ellos vinieron Simeón y Ana, representantes de los devotos e
inteligentes escrutadores de las Escrituras que en aquel tiempo esperaban que
apareciera el Mesías, y después vinieron a ser algunos de sus más fieles adherentes.
Al octavo día después de su nacimiento, el niño fue circuncidado, "conforme
a la ley", ingresó en el pacto y con su propia sangre escribió su nombre en la lista de
la nación. Poco después, cuando terminaron los días de la purificación de María, lo
llevaron de Belén a Jerusalén para presentarlo al Señor en el templo. Era "el Señor
del templo entrando al templo del Señor"; pero pocos de los que visitaban el
sagrado recinto deben de haber recibido menos atención por parte de los
sacerdotes, porque María, en vez de ofrecer el sacrificio que era usual en semejantes
casos, sólo pudo ofrecer dos tórtolas, la ofrenda de los pobres.
Sin embargo, había ojos que observaban, sin ser deslumbrados por la
ostentación y el brillo del mundo, ante los cuales la pobreza del niño no lo
ocultaba. Simeón, el anciano santo, que en respuesta a sus oraciones había recibido
promesa secreta de que no moriría sin que hubiera visto al Mesías, encontró a los
padres con el niño. Como un rayo pasó por su inteligencia la idea de que éste, por
fin, era Aquél; y tomándolo en sus brazos, alabó a Dios por la venida de la luz que
iba a ser revelada a los gentiles y la gloria de su pueblo Israel.
Mientras hablaba, otro testigo entró en el grupo. Era Ana, viuda piadosa que
literalmente moraba en los atrios del Señor y había limpiado la vista de su espíritu
con la eufrasia y la ruda de la oración y el ayuno, hasta que pudo traspasar con una
mirada profética el velo del sentido. Agregó su testimonio al del anciano, alabando
a Dios y confirmando el tremendo secreto a las otras almas que estaban en espera y
en busca de la redención de Israel.
Los pastores y estos ancianos santos estaban cerca del punto en que el nuevo
poder entraba al mundo. Pero el mismo suceso conmovió a almas susceptibles que
estaban a una distancia mucho mayor. Es probable que fuera después de la
presentación en el templo y después que sus padres habían vuelto a Belén, adonde
querían fijar su residencia en vez de Nazaret, que Jesús fue visitado por los sabios
del Oriente. Estos eran miembros de la clase instruida conocida por el nombre de
magos, depositarios de la ciencia, la filosofía, la habilidad médica y los misterios
religiosos de los países de más allá del Eufrates.
Tácito, Suetonio y Josefo nos dicen que prevalecía, en las regiones de donde
vinieron los magos, una expectación general di que un gran rey iba a levantarse en
Judea. Sabemos también, por los cálculos del gran astrónomo Kepler, que en ese
mismo tiempo se veía en el cielo una brillante estrella temporaria. Los magos se
dedicaban con ardor al estudio de la astrología y creían que todo fenómeno
extraordinario en el cielo era señal de algún suceso notable en la tierra; y es posible
que, viendo alguna relación entre esta estrella, a la cual indudablemente su atención
estaba activamente dirigida, y esa expectación general de que hablan los antiguos
historiadores, se dirigieran hacia el Occidente para ver si esta esperanza había sido
cumplida. Pero debe de haberse despertado en ellos un deseo más profundo, al que
Dios respondió. Si su indagación comenzó por la curiosidad y la especulación
científica, Dios la condujo en adelante hasta llegar a la verdad perfecta.
Este es su modo de actuar siempre. En vez de increpar a los imperfectos, él
nos habla en lenguaje que comprendemos, aunque exprese su idea muy imperfec-
tamente y de este modo nos conduce a la verdad perfecta. De la misma manera
que hizo uso de la astrología para conducir a la astronomía, y de la alquimia para
conducir a la química, y tal como el Renacimiento literario precedió a la Reforma,
así él empleó la erudición de estos hombres, que era mitad error y superstición,
para conducirnos a la luz del mundo. La visita de ellos era una profecía de cómo,
en el futuro, el mundo gentil recibiría la doctrina y salvación divinas y traería sus
riquezas y talentos, su ciencia y filosofía para ofrecerlos a los pies de Jesús.
Todos éstos se colocaron alrededor del niño para adorarle; los pastores con
su sencilla admiración, Simeón y Ana con la reverencia aumentada por la sabiduría
y la piedad de largos años, y por último los Magos con sus valiosos dones del
Oriente y sus almas preparadas para recibir la instrucción. Pero mientras estos
ilustres adoradores contemplan al niño, podemos ver con la imaginación cómo
aparece tras ellos, un semblante siniestro y asesino.
Este era Herodes. Este príncipe ocupaba entonces el trono de la nación, el
trono de David y de los Macabeos. Era un usurpador extranjero de baja cuna; sus
súbditos lo aborrecían, y ocupaba el trono solamente por el favor de los romanos.
Era capaz, ambicioso y espléndido. Sin embargo, tenía un alma tan cruel, astuta,
sombría e impura, que solamente podía encontrarse entre los tiranos de los países
orientales. Había sido culpable de todos los crímenes, y había por decirlo así hecho
nadar su palacio en la sangre de su esposa, de sus tres hijos, y de muchos de sus
parientes. Ahora en su vejez estaba atormentado por las enfermedades, los
remordimientos, el odio del pueblo, y el cruel temor que le causaba el pensamiento
de que se levantara un aspirante al trono que él había usurpado.
Los magos habían tenido que llegar a la capital para preguntar dónde había
de nacer Aquel cuya estrella habían visto en el Oriente. Esta pregunta hirió a
Herodes en su punto más susceptible, pero con diabólica hipocresía ocultó sus
temores. Habiendo sabido por los sacerdotes que el Mesías nacería en Belén, hacia
allá dirigió a los extranjeros e hizo de modo que volviesen y le dijeran con
exactitud dónde se encontraba el nuevo Rey, a quien esperaba destruir de un solo
golpe. Sus planes fueron frustrados. Los magos, amonestados por Dios para que no
volviesen, regresaron a su país por otro camino.
Entonces su furia estalló como tempestad y envió sus soldados a que matasen
en la ciudad de Belén a todos los niños de dos años abajo. Tan fácil le hubiera sido
hender una montaña de diamante como cortar la cadena de los designios divinos.
Metió su espada al nido, pero ya el pájaro había volado. José y María huyeron con
el niño a Egipto y allí permanecieron hasta la muerte de Herodes. Volvieron
después, y residieron en Nazaret, siendo amonestados que no fueran a Belén,
porque allí hubieran estado en los territorios de Arquelao, hijo de Herodes y
semejante a su sanguinario padre. El semblante asesino de Herodes, contemplando
de una manera malévola al niño, era una triste profecía de cómo los poderosos del
mundo habían de perseguirlo y cortar su vida de sobre la tierra.
Los años de silencio en Nazaret Falta de informes fidedignos
Los datos que hasta aquí poseemos son relativamente completos; pero con su
establecimiento en Nazaret, después del regreso de Egipto, se acaban nuestros
informes. Lo demás de la vida de Jesús, hasta el principio de su ministerio público,
nos está encubierto con un denso velo que se levanta una sola vez.
Nosotros habríamos deseado que la narración hubiese continuado, siendo
igualmente completa con respecto a los años de su niñez y juventud. En las
biografías modernas hay pocas partes más interesantes que las anécdotas que
relatan de la juventud de sus héroes, porque en éstas podemos ver, en miniatura y
con encantadora simplicidad, el carácter y el plan de su vida en el porvenir, ¿Qué
no daríamos por saber los hábitos, las amistades, los pensamientos, las palabras y
las acciones de Jesús, durante tantos años? Pero así plugo a Dios, cuyo silencio no es
menos admirable que sus palabras.
Era natural que donde Dios había guardado silencio y la curiosidad era muy
intensa, la imaginación del hombre procurara llenar el vacío. Por eso, en los
primeros tiempos de la iglesia, aparecieron evangelios apócrifos, pretendiendo dar
todos los detalles de los acontecimientos que los evangelios inspirados no
mencionan. Están llenos especialmente de dichos y hechos de la niñez de Jesús.
Pero estos escritos sólo manifiestan cuan incapaz es la imaginación humana de tratar
semejante tema, y por el contraste de su oropel y exageración, ponen en relieve la
solidez y veracidad de la narración de las Escrituras. Ellos le hacen autor de frívolas
maravillas, diciendo que hacía pájaros de barro y los echaba a volar, y que
cambiaba en cabritos a sus compañeros de juego, etc. En una palabra, son
colecciones de fábulas indignas y blasfemas.
Un mal éxito tan grotesco nos amonesta a no entrometer la imaginación en el
recinto sagrado. Bástanos saber que él crecía en sabiduría, en estatura, y en favor
con Dios y con los hombres. Fue un niño y un joven real y pasó por todos los
grados de un desarrollo natural. Su cuerpo y su inteligencia crecían juntos, el
primero aumentándose en vigor, y la otra adquiriendo conocimientos y poder. Su
carácter, en continuo crecimiento, manifestaba tal gracia que cualquiera que le viese
descubría y amaba su bondad y pureza.
Pero aunque no se nos permite dar rienda suelta a nuestra imaginación, no se
nos prohíbe y es más bien nuestro deber hacer uso del material auténtico que nos
proporcionan costumbres de la época o incidentes de su vida posterior que se
relacionan con su edad temprana, para enlazar la infancia con el período de su vida
en que los evangelistas toman de nuevo el hilo de la biografía. Y es posible que de
este modo adquiramos, a lo menos en cierto grado, una idea verdadera de lo que
él era como niño y como joven, y entre cuáles influencias continuó su desarrollo
durante tantos años de silencio.
Su hogar
Sabemos cuáles fueron las influencias del hogar en que fue educado. Su hogar
era uno de aquellos que hacían la gloria de su país como la hacen de los nuestros,
hogares de piadosos e inteligentes artesanos. José, el jefe de la familia, era un
hombre sabio y santo; pero el hecho de que no se le menciona en el resto de la
vida de Jesús ha hecho que se crea generalmente que murió durante la juventud de
Cristo, dejando a es e el cuidado de la familia.
Su madre probablemente ejerció la más decisiva de todas las influencias
exteriores sobre el desarrollo de Jesús. Lo que era ella puede inferirse del hecho de
haber sido escogida de entre todas las mujeres del mundo, para ser coronada con el
más alto honor que a una mujer pudiera concedérsele. El cántico que de ella nos
queda, tocante a su gran privilegio, nos la presenta como un alma religiosa,
rebosante de fervor poético y de patriotismo, y como una mujer que estudiaba las
Escrituras y especialmente lo relativo a las mujeres célebres, porque está saturado
del Antiguo Testamento y amoldado sobre el cántico de Ana. Ella no fue una reina
milagrosa de los cielos, como la califica la superstición, sino una mujer pura,
eminentemente santa, amante y de alma elevada. No necesita ella más aureola.
Bajo el influjo del amor de María crecía Jesús, que igualmente la amaba con amor
ardiente.
Había otros miembros de la familia; tenía hermanos y hermanas. De dos de
ellos, Santiago y Judas, tenemos Epístolas en las Escrituras, y por ellas podemos
conocer sus caracteres. Tal vez no sea irreverente inferir del tono severo de sus
escritos, que en el estado de incredulidad deben de haber sido de carácter duro y
poco simpático. Nunca creyeron en Jesús durante su vida y probablemente no
fueron sus compañeros muy íntimos en Nazaret. Es probable que estuvo solo la
mayor parte del tiempo, y lo patético de su dicho que "no hay profeta sin honra
sino en su tierra y en su casa" tuvo también aplicación aun antes de que él iniciara
su ministerio.
Influencias educativas
Jesús recibió su educación en casa, o tal vez en la de algún escriba de la
sinagoga de la aldea; pero fue solamente la educación de un pobre. Como decían
con desprecio los escribas, "nunca había aprendido", o como nosotros diríamos, no
era graduado de ninguna institución. Esto es cierto; pero el amor al saber se había
despertado en él en edad muy temprana. Todos los días experimentaba la alegría
que produce la buena y profunda meditación. Tenía la mejor clave para adquirir
conocimientos: la inteligencia lista y el corazón amante; y los tres grandes libros: la
Biblia, el Hombre, y la Naturaleza, estaban abiertos delante de él.
Es fácil comprender el entusiasmo ferviente con que Jesús se dedicó al estudio
del Antiguo Testamento. Sus dichos, llenos de citas de él, nos dan una prueba muy
convincente de que este estudio formaba, por decirlo así, el alimento de su
inteligencia y el consuelo de su alma. El estudio que hizo de las Escriturasen su
juventud fue el secreto de la admirable facilidad con que hacía uso de ellas en lo
sucesivo para enriquecer su predicación y reforzar su doctrina, para resistir los
asaltos de sus opositores, y para vencer las tentaciones del maligno.
Las citas que hizo Jesús de aquellas Escrituras nos indican también que las leyó
en el original hebreo y no en la versión griega que se usaba generalmente. El
hebreo era idioma muerto aun en Palestina, tal como actualmente lo es el latín en
Italia; pero era natural que él deseara leer las Escrituras en las mismas palabras en
que fueron escritas. Aquellos que no han logrado tener una buena educación, pero
que con muchas dificultades han logrado aprender lo suficiente del griego para leer
el Nuevo Testamento, entenderán mejor como Cristo, en una aldea, se posesionaría
de aquel antiguo idioma y con cuánto deleite se dedicaría al estudio de los
pergaminos de la sinagoga o de los manuscritos que él mismo pueda haber tenido.
El idioma en que él hablaba y pensaba familiarmente era el arameo, rama del
mismo tronco a que pertenecía el hebreo. Tenemos fragmentos de éste en algunos
de los dichos memorables de Jesús, tales como: "Talita, cumi", y "Eloi, Eloi, lama
sabactani". Por otra parte, tuvo la misma oportunidad de aprender el griego, que
un muchacho nacido en Panamá o en Puerto Rico tendría para aprender el inglés,
pues Galilea de los gentiles estaba habitada por muchos que hablaban el griego. De
modo que él poseyó, probablemente, tres idiomas: uno, el gran idioma religioso
del mundo, en cuya literatura estaba profundamente versado; otro, el más perfecto
que jamás ha existido para expresar las ciencias y los conocimientos humanos,
aunque no tenemos evidencia de que estuviese familiarizado con las grandes obras
de literatura griega; y el tercero, el idioma del pueblo al cual con especialidad
dirigía sus predicaciones.
Hay pocos lugares donde la naturaleza humana pueda estudiarse mejor, que
en un pequeño pueblo o aldea, porque allí se conoce casi totalmente la vida y
carácter de sus habitantes. En una ciudad puede verse mayor número de personas,
pero con pocas está uno relacionado íntimamente, porque allí sólo la vida exterior
es visible; no así en una aldea, donde la vista exterior es reducida, pero la interior
es profunda y la espiritual ilimitada. Nazaret era una ciudad notable por su maldad,
como puede muy bien inferirse de aquella pregunta proverbial: "¿De Nazaret puede
haber algo de bueno?". Jesús no conocía el pecado en su propia alma, pero en la
ciudad tenía delante la exhibición completa del tremendo problema del mal con el
cual era su misión luchar.
Entraba en contacto íntimo con la naturaleza humana por motivo de su
oficio. No cabe duda de que él trabajaba como carpintero en el taller de José.
¿Quiénes podían conocerlo mejor que los que vivían en el mismo lugar y los que,
más tarde, admirados por su predicación, exclamaron: "¿No es éste el carpintero?".
Sería difícil comprender plenamente la significación del hecho de que de entre todas
las condiciones en que Dios pudiera haber colocado a su Hijo, durante su
permanencia entre los hombres, escogiese la de un artesano. Este hecho selló con
eterno honor el trabajo del obrero. Hizo también que Jesús se familiarizase con los
sentimientos de la multitud y le ayudó a conocer lo que es el hombre. Después se
dijo que él sabía esto tan perfectamente, que no necesitaba que ningún hombre se
lo enseñase.
Los viajeros nos dicen que el lugar en donde él creció es uno de los más
hermosos de la tierra. Nazaret está situado en un valle apartado, en forma de
cuenca, entre las montañas de Zabulón, precisamente en donde éstas descienden
al valle de Esdraelón, con el cual está unido por una vereda escarpada y pedregosa.
Sus blancas casas. con vides que trepan por las paredes, se medio ocultan entre los
huertos y arboledas de olivo, higuera, naranjo y granado. Sus campos están
divididos por cercas de cacto, y adornados con flores de diferentes colores. Tras la
aldea se levanta una colina de 150 metros de altura, desde cuya cima se disfruta de
una de las vistas más hermosas del mundo. Al norte se ven las montañas de
Galilea, y las cumbres del Hermón cubiertas de nieve; al oeste, la cumbre del
Carmelo, la costa de Tiro y las relucientes aguas del Mediterráneo; a unas cuantas
millas al este, la masa cónica del Tabor; y al sur el llano de Esdraelón con las
montañas de Efraín más allá.
La predicación de Jesús nos muestra cuan profundamente él había aspirado la
esencia de la belleza natural y lo mucho que se había deleitado en los variados
aspectos de las estaciones. Fue mientras andaba por estos campos cuando era joven
que recogió aquellas hermosas figuras que usaba con tanta abundancia en sus
parábolas y discursos. En aquella colina adquirió el hábito de su vida posterior, de
retirarse a las montañas para pasar la noche en oración solitaria. Las doctrinas de su
predicación no fueron formuladas en el momento de pronunciarlas. Fueron
emitidas como una corriente al presentarse la ocasión, pero el agua de ella se había
estado recogiendo en un recóndito manantial durante muchos años. Su doctrina la
había desarrollado en los campos y en las montañas durante los años de feliz y
tranquila meditación y oración.
Debe mencionarse todavía otra influencia educativa. Cada año, después de
haber cumplido los doce años, iba con sus padres a Jerusalén, a la fiesta de la
Pascua. Afortunadamente tenemos el relato de la primera de estas visitas. Es la
única ocasión durante treinta años, en que el velo de lo desconocido se levanta un
tanto.
Todos aquellos que recuerdan su primer viaje de la aldea a la capital de su
país, comprenderán el gozo y agitación que debe de haber experimentado Jesús al
salir del hogar. Por más de 100 kilómetros el camino atraviesa una región de la cual
cada kilómetro rebosaba de recuerdos históricos e inspiradores. El se unió a la
creciente caravana de peregrinos que caminaban, llenos de entusiasmo religioso,
para conmemorar la gran fiesta eclesiástica del año. Se dirigía hacia una ciudad que
cada corazón judío amaba con una intensidad mayor que la que se haya dado
jamás a cualquier otra capital. Una ciudad llena de objetos y recuerdos a propósito
para tocar las más profundas fuentes de interés y emoción en su alma.
En tiempo de la Pascua la ciudad hervía con forasteros de más de 50 países
diferentes, que hablaban otros tantos idiomas y vestían otros tantos trajes
diferentes. Jesús tomaba parte, por primera vez, en una solemnidad antigua y llena
de recuerdos patrióticos y sagrados. No ha de extrañarnos que cuando llegó el día
en que debía volver, estuviese tan excitado con los nuevos objetos de interés, que
no se uniese a la compañía en el lugar y tiempo señalados. Un lugar fascinaba su
interés sobre cualquier otro: el templo, y especialmente la escuela donde
enseñaban los maestros de la sabiduría. Su mente rebosaba de preguntas, cuya
aclaración podía pedir a aquellos doctores. Su sed de sabiduría tenía la primera
oportunidad para satisfacerse. Allí pues, escuchando a los oráculos de la sabiduría
de aquel tiempo y con la excitación pintada en su semblante, le hallaron sus
atribulados padres, que volvían con ansiedad para buscarlo, habiéndole echado de
menos después de la primera jornada hacia el Norte.
Su respuesta a la pregunta un tanto represiva de su madre, descubre el
carácter de su alma en el tiempo de su juventud, y nos deja ver ampliamente los
pensamientos que lo ocupaban en las campiñas de Nazaret. Nos muestra que a
pesar de su juventud se había elevado ya sobre las masas del pueblo, las que pasan
la vida sin preguntarse cuál será la significación o el término de la existencia. Sabía
que había de desempeñar una misión divinamente señalada, cuyo cumplimiento
debía ser la sola ocupación de su vida. Este fue el pensamiento ardiente de toda su
vida posterior. Debiera ser el primero y el último pensamiento de toda vida. En la
vida posterior de Jesús vemos que con frecuencia repite en sus predicaciones ese
pensamiento, y por último lo oímos resonar, cual campana de oro, al concluir su
obra, en aquellas palabras tan solemnes: " ¡Consumado es!".
Se ha preguntado con frecuencia si Jesús supo siempre que era el Mesías, y en
caso contrario, cómo y cuándo le vino este conocimiento; si le fue sugerido al oír a
su madre referir la historia de su nacimiento, o si le fue anunciado por inspiración
interior. ¿Vino este conocimiento de una sola vez, o gradualmente? ¿Cuándo fue
que tomó forma en su alma el plan de su carrera, que llevó a cabo tan
resueltamente desde el principio de su ministerio? ¿Fue el lento resultado de años
de reflexión, o le vino instantáneamente? Estas preguntas han ocupado la atención
de los más eminentes cristianos, y han recibido muy diferentes contestaciones. Y no
me atreveré a resolverlas; mucho menos, teniendo delante la respuesta que dio a su
madre, me permito pensar en que haya habido un tiempo en que no supiese cuál
iba a ser su misión en este mundo.
Sus visitas subsecuentes a Jerusalén deben de haber tenido mucha influencia
sobre el desarrollo de su carácter. Si volvió con frecuencia a escuchar y a hacer
preguntas a los rabinos de las escuelas del templo, no debe de haber tardado en
descubrir cuan superficial era su renombrada sabiduría. Es probable que en estas
visitas anuales descubriese la completa corrupción de la religión de aquel tiempo, y
la necesidad de una reforma radical tanto en la doctrina como en la práctica, y
marcase las prácticas y las personas que más tarde había de atacar con la
vehemencia de su indignación sagrada.
Tales fueron las condiciones externas entre las cuales creció Jesús hasta la edad
madura. Sería fácil exagerar la influencia que pudiera suponerse que ejercieron
sobre su desarrollo. Mientras más grande y original sea el carácter, menos depende
de las peculiaridades de su situación. Se alimenta de las fuentes profundas que tiene
dentro de sí, y en su germen encierra un tipo que se desarrolla según sus propias
leyes y que desafía las circunstancias. En otras circunstancias cualesquiera, Jesús
hubiera llegado a ser, en todos los puntos esenciales, exactamente la misma persona
que llegó a ser en Nazaret.
LA NACIÓN Y LA ÉPOCA
Llegamos ahora al tiempo en que, después de treinta años de silencio y retiro
en Nazaret, iba Jesús a presentarse en el teatro de la vida pública. Es pues, el punto
en que conviene hacer un examen de las circunstancias de la nación en la cual iba a
trabajar, y formar un concepto claro de su carácter y de sus propósitos.
Toda biografía notable es el registro de la entrada al mundo de una nueva
fuerza, que trae consigo algo diferente de todo lo que ha habido antes, y del modo
en que esto nuevo es gradualmente incorporado con las fuerzas conocidas, para
formar parte de lo futuro. Es obvio, pues, que los que quieren formarse idea de esta
fuerza necesitan dos cosas: primero, una clara comprensión del carácter de la nueva
fuerza misma; y segundo, una consideración del mundo en que se ha de incorporar.
Sin ésta, no es posible entender la diferencia específica de aquélla, ni puede
apreciarse la manera en que será recibida; es decir, la bienvenida que le sea dada o
la oposición con que tenga que luchar. Jesús hizo al mundo el aporte más original
tendiente a modificar la historia futura de la raza que lo que ha traído cualquier
otro. Pero no podemos comprender ni su carácter, ni las dificultades que confrontó
mientras procuraba incorporar en la historia el don que traía, sin tener una idea
clara de la condición de la esfera en que iba a pasar su vida.
El teatro de su vida
Cuando al concluir el último capítulo del Antiguo Testamento, volteamos la
hoja y vemos el primer capítulo del Nuevo, tendemos a pensar que en el tiempo de
Mateo se hallaban las mismas personas y el mismo estado de cosas que en el de
Malaquías. Pero no puede haber idea más errónea. Cuatrocientos años pasaron
entre Malaquías y Mateo, y efectuaron en Palestina un cambio tan completo como
no se ha efectuado en ningún otro país en igual tiempo. Hasta el lenguaje mismo
del pueblo había cambiado; y ahora existían costumbres, ideas, partidos, e
instituciones tales que si Malaquías hubiese resucitado, apenas habría conocido su
país.
La condición política del país
Políticamente el país había pasado por vicisitudes extraordinarias. Después del
cautiverio había sido organizado como una especie de Estado sagrado bajo la
dirección de sus sumos sacerdotes; pero conquistador tras conquistador lo había
hollado, cambiando todas las cosas. Por algún tiempo los valientes macabeos
habían restaurado la antigua monarquía. La batalla de la libertad se había ganado
muchas veces y otras tantas se había perdido; un usurpador ocupaba el trono de
David; y por fin el país estaba completamente bajo el poder del gran imperio
romano, que había extendido su dominio sobre todo el mundo civilizado. El país
había sido dividido en varias porciones pequeñas, que el extranjero tenía bajo
diferentes formas de gobierno tal como los ingleses gobernaban la India. Galilea y
Perea eran gobernadas por reyezuelos, hijos de aquel Herodes bajo cuyo reinado
nació Jesús, quienes mantenían con el imperio romano una relación semejante a la
que tenían los reyes súbditos de la India para con la reina Victoria. Judea estaba
bajo un oficial romano que era subordinado del gobernador de Siria y guardaba
para con aquel funcionario una relación como la del gobernador de Bombay con el
gobernador general de Calcuta. Los soldados pasaban revista en las calles de
Jerusalén; los estandartes romanos ondeaban sobre las fortalezas del país; los
recaudadores del tributo del imperio se sentaban a las puertas de todas las ciudades.
Al Concilio Sanedrín, órgano supremo del gobierno judío, le era todavía concedida
una sombra de su poder; sus presidentes los sumos sacerdotes eran viles
instrumentos de Roma, puestos y quitados según el capricho de aquélla. Tanto
había caído la nación orgullosa, cuyo ideal siempre había sido gobernar el mundo,
y cuyo patriotismo era una pasión religiosa y nacional tan intensa como nunca
ardió en otro país alguno.
La condición religiosa y social
Respecto a la religión los cambios habían sido igualmente grandes y la caída
igualmente completa. Es cierto que exteriormente parecía haber progreso en lugar
de retroceso. La nación era mucho más ortodoxa que en ningún período anterior
de su historia. En un tiempo, su peligro principal había sido caer en la idolatría;
pero lo que había sufrido en la cautividad la había corregido de aquella tendencia
para siempre. Desde entonces, dondequiera que han llegado los judíos han sido los
monoteístas más intransigentes.
Después de la vuelta de Babilonia se organizaron los oficios y órdenes
sacerdotales, y los servicios del templo y las fiestas anuales continuaron
observándose en Jerusalén con estricta regularidad. Además se organizó una nueva
y muy importante institución religiosa que casi dejó en segundo término el templo
y su sacerdocio. Esta fue la Sinagoga con sus rabinos. Parece que antiguamente no
existía, pero debe su existencia a la reverencia que se tenía a las Escrituras. Las
sinagogas se multiplicaban dondequiera que había judíos, y cada sábado se llenaban
con las congregaciones ocupadas en la oración; se pronunciaban exhortaciones por
los rabinos— una nueva orden creada por la necesidad de que hubiera traductores
del hebreo, en el que se encontraban las Escrituras y que había llegado a ser un
idioma muerto—y se daba lectura a casi todo el Antiguo Testamento una vez al
año, en oídos del pueblo. Se establecieron escuelas de teología semejantes a
nuestros seminarios, donde se educaban los rabinos y donde los libros santos eran
inspirados.
Pero, a pesar de toda aquella religiosidad, la religión había declinado
tristemente. Las exterioridades se habían multiplicado y la espiritualidad había
desaparecido. Por más ruda y pecaminosa que haya sido a veces la nación antigua,
era capaz, aun en sus peores tiempos, de producir poderosas figuras religiosas que
sostenían en alto el ideal de la vida y conservaban la relación entre la nación y el
cielo; y las inspiradas voces de los profetas mantenían fresca y limpia la corriente de
la verdad. Pero no se había oído la voz de ningún profeta desde hacía
cuatrocientos años. Los libros de las antiguas profecías se conservaban con
reverencia idolátrica; pero no había hombres con suficiente inspiración del Espíritu
para entender lo que él mucho antes había escrito.
Los representantes de la religión de aquel tiempo eran los fariseos. Como su
nombre hebreo lo índica, en su origen se levantaron como campeones de la
separación de los judíos de entre las demás naciones. Era una idea noble mientras la
distinción a que se daba importancia consistía en la santidad. Pero era mucho más
difícil mantener esta distinción que la diferencia en las peculiaridades exteriores,
tales como el vestido, el alimento, el lenguaje, etc. En el curso del tiempo esta
diferencia vino a sustituir aquélla.
Los fariseos eran ardientes patriotas, listos siempre para dar su vida por la
libertad de su país, y aborrecían el lujo extranjero con intensidad apasionada.
Despreciaban y aborrecían a las demás razas, y retenían con una fe tenaz la
esperanza de un futuro glorioso para su país. Pero insistieron tanto en la misma
idea que llegaron a creerse especialmente favorecidos del cielo simplemente porque
eran descendientes de Abraham, y perdieron de vista la importancia del carácter
personal. Multiplicaron las peculiaridades judaicas y sustituyeron con observancias
exteriores tales como ayunos, oraciones, diezmos, abluciones, sacrificios, etc., la
gran diferencia característica de amor hacia Dios y hacia el hombre.
Al partido fariseo pertenecía la mayor parte de los escribas. Se llamaban así
porque eran a la vez intérpretes y copistas de las Escrituras y abogados del pueblo;
pues estando el código legal de los judíos incorporado en las Escrituras, la
jurisprudencia llegó a ser una rama de la teología.
Eran los principales intérpretes en las sinagogas, aunque se permitía hablar a
todo varón que estuviera presente en el culto. Profesaban una reverencia ilimitada
a las Escrituras, contando cada palabra y letra de ellas. Tenían magnífica
oportunidad para difundir entre el pueblo los principios religiosos del Antiguo
Testamento, exhibiendo los gloriosos ejemplos de sus héroes y diseminando las
palabras de los profetas, pues la sinagoga fue uno de los medios más poderosos de
instrucción que jamás se ha inventado en país alguno. Pero ellos perdieron del todo
esta oportunidad. Formaron una estéril clase eclesiástica y escolástica, usaron de su
posición para su propio engrandecimiento y despreciaron a aquellos a quienes
daban piedras en lugar de pan, considerándolos como una canalla vulgar e
ignorante. Lo más espiritual, esencial, humano y grande en las Escrituras lo pasaban
por alto.
Generación tras generación se multiplicaban los comentarios de sus hombres
notables, y los discípulos estudiaban los comentarios en vez del texto. Aún más, era
entre ellos una regla que la interpretación correcta de un pasaje tenía tanta
autoridad como el texto mismo; y puesto que las interpretaciones de los maestros
famosos se considerabais correctas, el cúmulo de opiniones tenidas en tanto aprecio
como la Biblia misma llegó a adquirir proporciones enormes. Estas eran "las
tradiciones de los ancianos".
Gradualmente vino a estar en boga un sistema arbitrario de exégesis por el
cual, cada opinión podía relacionarse con algún texto y recibir el sello de la
autoridad divina. Cada una de las peculiaridades farisaicas que se inventaban era
sancionada de este modo. Estas se multiplicaron hasta aplicarse a todos los detalles
de la vida personal, doméstica, social y pública, y llegaron a ser tan numerosas que
requerían toda una vida para aprenderlas. La instrucción de un escriba consistía en
estar familiarizado con ellas, con los fallos de los grandes rabinos, y con las formas
de exégesis que ellos habían sancionado. Esta era la hojaresca con que ellos
alimentaban al pueblo en las sinagogas. Cargaban la conciencia con innumerables
detalles, cada uno de los cuales se representaba tan divinamente sancionado como
cualquiera de los diez mandamientos. Esta fue la carga intolerable que Pedro dijo
que ni él ni sus padres habían podido soportar. Esta fue la horrible pesadilla que se
apoderó, por tanto tiempo, de la conciencia de Pablo.
Pero tuvo consecuencias aún peores. Es una ley bien conocida de la historia
que, siempre que el ceremonial es elevado al mismo nivel que la moral, ésta pronto
se pierde de vista. Los escribas y los fariseos habían aprendido a hacer a un lado,
mediante su exégesis arbitraria y sus discusiones casuísticas, las obligaciones morales
de mayor peso, y compensaban el desprecio que de ellas hacían, aumentando las
observancias rituales. Así podían ostentar el orgullo de la santidad, mientras daban
rienda suelta a sus egoístas y viles pasiones. La sociedad estaba podrida por dentro
con los vicios, y barnizada por fuera con una religiosidad engañosa.
Había un partido de protesta. Los saduceos impugnaban la autoridad que se
daba a las tradiciones de los padres, demandaban que se volviera a la Biblia, y a
nada más que la Biblia, y reclamaban la moralidad en lugar del ritual. Pero su
protesta era efecto solamente de un espíritu de negación y no impulsada por el
ardiente principio opuesto de religión. Eran escépticos, fríos y mundanos. Aunque
alababan la moralidad, era una moralidad raquítica, y sin la iluminación de ningún
contacto con las regiones elevadas de las fuerzas divinas, de donde debe venir la
inspiración de una moralidad pura. Rehusaban sobrecargar sus conciencias con los
penosos escrúpulos de los fariseos; pero era porque deseaban llevar una vida de
comodidad y regalo. Ridiculizaban el exclusivismo farisaico, pero habían perdido lo
que era más propio del carácter, la fe y las esperanzas de la nación. Se mezclaban
libremente con los gentiles, afectaban la cultura griega, acostumbraban diversiones
extranjeras, y consideraban inútil pelear por la libertad de la patria. Una de las
ramas extremas de esta secta eran los herodianos, quienes aprobaban la usurpación
de Herodes, y trataban, por medio de corteses lisonjas, de ganarse el favor de los
hijos de éste.
Los saduceos pertenecían principalmente a las clases más elevadas y ricas de la
sociedad. Los fariseos y los escribas formaban lo que pudiéramos llamar la clase
media aunque algunos de ellos pertenecían a las familias de alto rango. Las clases
bajas y los campesinos estaban separados de sus ricos vecinos por una gran cima;
pero se apegaban a los fariseos por admiración, como los ignorantes se allegan
siempre a los partidos extremos. Más abajo todavía había otra clase numerosa que
había perdido toda conexión con la religión y con la vida social bien ordenada;
ésta la formaban los publícanos, las rameras, y otros pecadores, por cuyas almas
nadie se interesaba.
Tal era el estado lastimoso de la sociedad en medio de la cual Jesús había de
desarrollar su influencia. Una nación esclavizada; las clases más elevadas entregadas
al egoísmo, a las intrigas de la corte y al escepticismo; los maestros y representantes
principales de la religión perdidos en un mero formalismo, jactándose de ser los
favoritos de Dios, mientras que sus almas estaban carcomidas por la falsa esperanza
y por el vicio; el pueblo común desviado por ideales falsos; e hirviendo en el fondo
de la sociedad, una masa abandonada de pecado desvergonzado y desenfrenado.
¡Este era el pueblo de Dios! Sí, a pesar de su horrible degradación, éstos eran
los hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob, los herederos del pacto y de las
promesas. Atrás, más allá de los siglos de degradación, descollaban las figuras
imponentes de patriarcas, de reyes según el corazón de Dios, de salmistas, de
profetas y de generaciones de fe y de esperanza.
Sí, y por delante había grandeza también. La palabra de Dios, una vez
enviada del cielo y vertida por la boca de los profetas, no podía volver a él vacía.
El había dicho que a aquella nación le sería concedida la perfecta revelación de Sí
mismo, que en ella aparecería el ideal perfecto del hombre, y que de ella saldría la
regeneración de toda la raza humana. Por eso les esperaba un futuro maravilloso. El
río de la historia se había perdido como en las arenas del desierto; pero estaba
destinado a reaparecer y a seguir el curso que Dios le había señalado. El término en
que se cumpliría esta promesa estaba cercano, por más que las señales de los
tiempos parecían extinguir toda esperanza. ¿No es cierto que todos los profetas
desde Moisés habían hablado de uno que había de venir, precisamente cuando la
oscuridad fuera más profunda, y más honda la degradación, para restaurar la
perdida gloria del pasado?
Tal pregunta se hacía no pocas almas fíeles en aquel tiempo tan penoso y
lleno de degradación. Hay hombres buenos aún en las épocas peores de la historia.
Había hombres buenos aun en los egoístas y corrompidos partidos judaicos. Pero
especialmente persiste la piedad en tales épocas, en los hogares humildes del
pueblo. Así como nos es permitido esperar que en la Iglesia Romana en los tiempos
modernos haya quienes a pesar de todas las ceremonias interpuestas entre el alma y
Cristo puedan llegar hasta él, y por medio de un instinto espiritual apoderarse de la
verdad y dejar a un lado lo falso, así entre el pueblo común de Palestina hubo
algunos que oyendo leer las Escrituras en las sinagogas y leyéndolas en sus hogares,
instintivamente descuidaron las exageradas e interminables explicaciones de sus
maestros y vieron la gloría del pasado, de la santidad, y de Dios, que los escribas no
alcanzaban a ver.
El punto de más interés para estas personas era la promesa de un libertador.
Sintiendo hondamente la vergüenza de la esclavitud nacional, lo falaz de los
tiempos, y la iniquidad tremenda que se fermentaba bajo la superficie de la
sociedad, ansiaban y oraban por el advenimiento del Prometido y la restauración
del carácter y la gloría nacionales.
También los escribas se ocupaban mucho de este punto de las Escrituras; y era
un distintivo principal de los fariseos el apreciar altamente las esperanzas
mesiánicas. Pero ellos habían torcido las profecías sobre el particular por
interpretaciones arbitrarias, y pintaban el futuro con colores tomados de su propia
imaginación carnal. Hablaban del advenimiento como de la venida del reino de
Dios, y del Mesías como el Hijo de Dios. Pero lo que ellos principalmente
esperaban de él era que por la acción de sus maravillas y por su fuerza irresistible,
libertara a la nación de la servidumbre y la levantara al más alto grado de
esplendor mundano. No dudaban que simplemente porque eran miembros de la
nación escogida, serían destinados a ocupar los lugares más elevados en el reino, y
nunca sospecharon que les era necesario un cambio interior para poder llegar hasta
él. Los elementos espirituales del mejor tiempo, es a saber la santidad y el amor,
estaban ocultos a sus mentes tras las formas deslumbrantes de una gloria material.
Tal era el aspecto de la historia judía cuando llegó la hora de realizarse el
destino nacional. Esto complicó extraordinariamente la obra que el Mesías debía
llevar a cabo. Era de esperarse que él encontrase una nación empapada en las ideas
inspiradas por las visiones de sus precursores los profetas, a cuya cabeza pudiera
colocarse y de la cual recibiera una cooperación entusiasta y eficaz. Pero no fue así,
Apareció en un tiempo en que el país había caído de sus ideales y había falseado sus
tradiciones más sublimes. En vez de hallar a una nación llena de santidad y
consagrada a la obra divinamente ordenada de ser una bendición para todos los
pueblos, nación que él podría fácilmente llevar a su completo desarrollo y salir con
ella luego a la conquista espiritual del mundo, halló que su primera obra debía ser
proclamar una reforma en su propio país, y soportar la oposición de las
preocupaciones que se habían acumulado allí durante siglos de degradación
Las últimas etapas de su preparación
Entre tanto, Aquél que cada uno esperaba conforme a sus miras, estaba en
medio de ellos sin que se sospechara su presencia. Difícilmente podían ellos pensar
que Aquél que era el objeto de sus meditaciones y oraciones, crecía en el hogar de
un carpintero allá en la despreciada Nazaret. Pero así era. Allí estaba, preparándose
para su carrera. Su mente estaba ocupada en considerar las vastas proporciones de
la obra que tenía por delante, tal como las profecías del pasado y los hechos del
presente indicaban; sus ojos estaban fijos en todo el país, y su corazón doliente a
causa del pecado y vergüenza de la nación. Sentía moverse dentro de sí las fuerzas
gigantescas necesarias para hacer frente al vasto designio; y gradualmente se volvía
una pasión irresistible el deseo de salir y dar expresión a los pensamientos que
tenía, y de ejecutar la obra que le había sido encomendada.
Jesús no tenía más que tres años para llevar a cabo la obra de su vida. Si
tomamos en consideración cuan rápidamente pasan tres años de una vida ordinaria
y lo poco que generalmente queda hecho a su fin, comprenderemos cuáles deben
de haber sido la grandeza y la calidad de ese carácter, y cuáles la unidad e
intensidad de esa vida que en un tiempo tan asombrosamente breve hizo impresión
tan honda e indeleble sobre el mundo, y legó a la humanidad una herencia tan
valiosa de verdad y de influencia.
Es generalmente admitido que al entrar en la vida pública Jesús tenía una
mente cuyas ideas estaban completamente desarrolladas y ordenadas, un carácter
perfectamente definido en todas sus partes, y unos designios que marchaban a su
fin sin la menor vacilación. Durante los tres años no hubo ninguna desviación de la
línea que marcó para sí desde el principio. La razón de esto debe de haber sido
que durante los treinta años anteriores a su ministerio público, sus ideas, su carácter,
y sus designios pasaron por todos los grados de un desarrollo completo. A pesar del
humilde aspecto exterior de su vida en Nazaret, era debajo de la superficie una vida
de intensidad, variedad y grandeza. Bajo su silencio y retiro se verificaron todos
los grados de un crecimiento que dio nacimiento a la magnífica flor y fruto que
todos los siglos contemplan con admiración. Su preparación duró mucho
tiempo. Para uno que poseía facultades como las de que él disponía, treinta años
de reticencia y reserva absolutas fueron largo tiempo. En su vida posterior él no
desplegó otro rasgo característico mayor que su grandiosa reserva en palabra y
obra. Esto también lo aprendió en Nazaret. Allí esperó hasta que sonara la hora de
su preparación completa. Nada podía tentarlo a que saliera antes de su tiempo, ni
el ardiente deseo de intervenir con protesta indignada en la escandalosa corrupción
de la época, ni las creces de su pasión de hacer bien a sus semejantes.
Pero al fin arrojó de sí la herramienta del carpintero, dejó a un lado el
vestido de trabajador, y se despidió de su hogar y del querido valle de Nazaret.
Pero faltaba algo todavía. Su carácter, aunque en secreto había crecido hasta
adquirir tan nobles proporciones, necesitaba todavía una preparación especial para
la obra que tenía que hacer; y sus ideas y designios, a pesar de estar muy maduros
ya, necesitaban ser solidificados por el fuego de una importante prueba. Aún
faltaban los últimos dos incidentes de su preparación: el bautismo y la tentación.
El bautismo de Jesús
Jesús no vino ante la nación, de su retiro de Nazaret, sin una nota de aviso.
Puede decirse que su obra fue comenzada antes de que él pusiera mano a ella.
Una vez más, antes de oír la voz de su Mesías, la nación había de escuchar la
voz de la profecía, callada durante tanto tiempo. Por todo el país corrían nuevas de
que en el desierto de Judea había aparecido un predicador; no como los que
repetían en las sinagogas las ideas de hombres ya muertos, ni como los cortesanos y
lisonjeros maestros de Jerusalén, sino un hombre rudo y fuerte, que hablaba de
corazón a corazón, con la autoridad de uno que está seguro de su inspiración.
Juan había sido nazareno desde su nacimiento; había vivido años enteros en
el desierto, vagando en comunión con su propio corazón por las solitarias riberas
del Mar Muerto. Vestía el manto de pelo y el cinto de cuero de los antiguos
profetas, y su rigor ascético no buscaba alimento más delicado que langostas y miel
silvestre que hallaba en el desierto. Sin embargo, conocía bien lo que es el hombre.
Estaba informado de todos los males de la época, de la hipocresía de los partidos
religiosos, y de la corrupción de las masas; poseía un poder maravilloso para
escudriñar el corazón y conmover la conciencia, y sin temor alguno descubría los
pecados favoritos de todas las clases sociales.
Pero lo que más llamó la atención hacia él, e hizo vibrar todo corazón
judaico de un cabo del país al otro, era el mensaje que traía. Este no era otra cosa
que manifestar que estaba para venir el Mesías, y que iba a establecer el reino de
Dios. Toda Jerusalén salía a él. Los fariseos estaban ansiosos de oír las nuevas
mesiánicas, y aun los saduceos fueron despertados momentáneamente de su
letargo. Multitudes venían de las provincias para oír su predicación, y los esparcidos
y ocultos individuos que ansiaban y oraban por la redención de Israel se
congregaban para dar la bienvenida a la conmovedora promesa.
Pero a la vez que este mensaje, Juan traía otro, que en diferentes almas
despertaba muy diferentes sentimientos. Decía a sus oyentes que la nación en
general no estaba preparada para recibir al Mesías; que el simple hecho de
descender de Abraham no sería motivo suficiente para que fuesen admitidos a su
reino, sino que había de ser un reino de justicia y de santidad, y que la primera
obra de Cristo sería rechazar a todos aquellos que no fuesen caracterizados por
estas cualidades, así como el agricultor arroja con su aventador la paja y el
hortelano corta todo árbol que no da fruto. Por esto llamaba a la nación en
general—a toda clase y a todo individuo—al arrepentimiento, mientras todavía
había tiempo, como una preparación indispensable para gozar de las bendiciones
de la nueva época. Como signo externo de este cambio interior, bautizaba en el
Jordán a todos aquellos que recibían con fe su mensaje. Muchos fueron movidos
por el temor y la esperanza y se sometieron al rito, pero eran muchos más los que
se irritaban por la exposición de sus pecados y se retiraban llenos de ira e
incredulidad. Entre éstos estaban los fariseos hacia los cuales él era especialmente
severo, y quienes se ofendieron hondamente porque él tenía en tan poco aprecio la
descendencia de Abraham a la cual ellos daban tanta importancia.
Un día apareció entre los oyentes del Bautista, uno que llamó su atención de
una manera especial, e hizo temblar su voz que nunca había vacilado mientras
denunciaba en lenguaje enérgico a los más elevados maestros y sacerdotes de la
nación. Y cuando éste se presentó, después de concluido el discurso, entre los
candidatos para el bautismo, Juan retrocedió. Comprendía que a éste no
correspondía el baño de arrepentimiento que no vacilaba en aplicar a todos los
otros, y que él mismo no tenía derecho para bautizarlo. Había en el semblante del
candidato una majestad, una pureza, una paz, que hirió a este hombre duro como
una roca, con un sentimiento de indignidad y de pecado. Era Jesús, que había
venido directamente acá, de la carpintería de Nazaret.
Parece que Juan y Jesús no se habían visto antes, aunque sus familias tenían
parentesco, y la conexión entre sus carreras había sido predicha antes de su naci-
miento. Esto puede haber sido debido a la distancia entre sus respectivos hogares en
Galilea y en Judea, y aún más a los hábitos peculiares de Juan. Pero cuando,
obedeciendo al mandato de Jesús, procedió Juan a la administración del rito, llegó
a entender la significación de la abrumadora impresión que el desconocido había
hecho sobre él; porque le fue dado el signo por el cual, como Dios le había
indicado, había de conocer al Mesías, de quien él era precursor. El Espíritu Santo
descendió sobre Jesús, al tiempo que salía del agua en actitud de oración, y la voz
de Dios en el trueno lo anunció como su Hijo amado.
La impresión hecha en Juan por la simple mirada de Jesús revela mucho
mejor que lo que harían muchas palabras, cuál era su aspecto cuando iba a
comenzar su obra, y las cualidades del carácter que había estado madurándose en
Nazaret hasta su perfecto desarrollo.
El bautismo mismo tenía una significación importante para Jesús. Para los
demás candidatos que lo recibieron, el rito tenía un significado doble. Indicaba el
abandono de sus pecados anteriores, y su entrada en la nueva era mesiánica. Para
Jesús no podía tener la primera de estas significaciones, sino en tanto que él se
hubiera identificado con su nación, adoptando este modo de expresar su convicción
de la necesidad que ella tenía de ser purificada. Pero significaba que también estaba
ya entrando por esta puerta a la nueva época de la cual él mismo iba a ser el autor.
Este acto expresaba su idea de que había llegado el tiempo en que debía abandonar
las ocupaciones de Nazaret y dedicarse a su obra especial.
Pero aun más importante fue el descenso del Espíritu Santo sobre él. No era
ésta una vana manifestación, ni simplemente una indicación para el Bautista. Era el
símbolo de un don especial, dado entonces, para prepararlo para su obra, y para
culminación del prolongado desarrollo de sus facultades peculiares.
Es una verdad que se olvida con frecuencia, que el carácter humano de Jesús
dependía, desde el principio hasta el fin, del Espíritu Santo. Estamos inclinados a
imaginarnos que la conexión entre este carácter y la naturaleza divina hacía esto
innecesario. Al contrario, lo hacía mucho más necesario, porque para ser órgano de
su naturaleza divina, su naturaleza humana debía estar investida de dones
supremos, y sostenida constantemente por el ejercicio de ellos. Estamos
acostumbrados a atribuir la sabiduría y gracia de sus palabras, su conocimiento
sobrenatural aun de los pensamientos de los hombres, y los milagros que hacía, a su
naturaleza divina. Pero en los Evangelios tales prerrogativas se atribuyen constante-
mente al Espíritu Santo. Esto no significa que eran independientes de su naturaleza
divina, sino que en ellos su naturaleza humana fue capacitada mediante un don
especial del Espíritu Santo, para ser el instrumento de su naturaleza divina. Este don
le fue dado en su bautismo. Era análogo al posesionamiento de los profetas, tales
como Isaías y Jeremías, por el Espíritu de inspiración en aquellas ocasiones de que
han dejado el relato, en que fueron llamados a iniciar su vida pública. Es análogo
también al derramamiento especial de la misma influencia que reciben a veces en su
ordenación, aquellos que van a comenzar la obra de su ministerio. Pero a él le fue
dado sin medida, mientras que a otros siempre ha sido dado sólo en cierta medida;
y comprendía especialmente el don de poderes milagrosos.
La tentación de Jesús
Un efecto inmediato de esta nueva investidura parece haber sido el que
experimentan con frecuencia, en menor grado, otros que en su pequeña medida
han recibido el mismo don del Espíritu para alguna obra. Todo su ser fue
conmovido con respecto a su obra. Su anhelo de ocuparse de ella fue elevado al
punto más alto, y sus pensamientos se ocuparon intensamente de los medios por
los cuales la había de llevar a cabo.
Aunque su preparación para su obra había durado muchos años, aunque su
corazón estaba puesto en ella, y el plan de su vida estaba claramente definido, era
natural que cuando se dio la señal de comenzarla inmediatamente, y se sintió
repentinamente poseído de los poderes sobrenaturales necesarios para ejecutarla, se
presentaron en tumulto a su mente innumerables pensamientos y sentimientos, y
que buscara un lugar solitario en donde reflexionar una vez más sobre toda la
situación. Por tanto, se retiró apresuradamente de las riberas del Jordán y fue
impulsado al desierto, según se nos dice, por el Espíritu que acababa de serle dado.
Allí, por cuarenta días vagó entre arenales y montañas áridas, estando su mente tan
absorbida con las emociones e ideas que se amontonaban sobre él que se olvidó
aun de comer.
Pero nos causa sorpresa y asombro cuando leemos que durante estos días su
alma era escenario de una terrible lucha. Se nos dice que fue tentado por Satanás.
¿Con qué podría él ser tentado, en momentos tan sagrados?
Para entender esto es menester recordar lo antes dicho del estado de la
nación judaica, y especialmente sobre la naturaleza de las esperanzas mesiánicas que
abrigaban. Esperaban a un Mesías que obrara maravillas deslumbrantes y
estableciera un imperio que abarcara todo el mundo, con Jerusalén como su centro,
y habían puesto en segundo término las ideas de justicia y santidad. Invirtieron por
completo el concepto divino del reino que no podía menos que dar a los
elementos espirituales y morales la preferencia sobre las consideraciones materiales,
morales y políticas. Ahora bien, lo que tentó a Jesús fue ceder en algo a estas
esperanzas, al ejecutar la obra que su Padre le había encomendado. Debe de haber
previsto que de no hacerlo así, era probable que la nación, viendo frustradas sus
esperanzas, se apartara de él con incredulidad e ira.
Las diferentes tentaciones no fueron más que modificaciones de este mismo
pensamiento. La sugestión de que cambiara las piedras en pan para satisfacer su
hambre era una tentación a hacer uso del poder de milagros de que acababa de ser
dotado, para un objeto inferior a aquellos para los cuales le fue conferido. Esta
tentación fue precursora de otras en su vida posterior, tales como cuando la
multitud pedía una señal, o que descendiera de la cruz para que pudieran creer en
él.
Es probable que la sugestión de que se arrojara del pináculo del templo fuera
también una tentación a condescender con el deseo del vulgo de ver maravillas,
porque era parte de la creencia popular que el Mesías aparecería repentinamente y
de una manera maravillosa; tal como, por ejemplo, si saltara del pináculo del
templo para caer en medio de las multitudes congregadas abajo.
Es claro que la tercera y principal tentación, la de ganarse el dominio de
todos los reinos del mundo por un acto de homenaje al maligno, no fue más que
un símbolo de obediencia al concepto universal de los judíos de que el reino
venidero había de ser una vasta estructura de fuerza material. Era una tentación tal
como la que todo obrero de Dios, fatigado con el lento progreso de la justicia,
debe de sentir con frecuencia, y a la cual personas aun de las mejores y más sinceras
han cedido a veces; una tentación a comenzar por fuera en vez de comenzar por
dentro, a hacer primero una gran armazón de conformidad externa con la religión,
y llenarla después con la realidad. Fue la tentación a que sucumbió Mahoma
cuando hizo uso de la espada para sojuzgar a aquellos a quienes después iba a dar
la religión, y a la que sucumbieron los jesuitas cuando bautizaban a los paganos
primero y los evangelizaban después.
Nos causa asombro pensar en que se presentaran semejantes sugestiones a la
santa alma de Jesús. ¿Podía ser tentado él a desconfiar de Dios y aun a adorar al
maligno? No hay duda de que estas tentaciones fueron arrojadas de él como las
imponentes olas se retiran, hechas pedazos, del seno de la peña sobre la que se han
arrojado. Pero estas tentaciones pasaron sobre él no sólo en esta ocasión, sino
muchas veces antes en el valle de Nazaret, y frecuentemente después en las luchas y
crisis de su vida. Debemos tener presente que no es pecado el ser tentado, que sólo
es pecado ceder a la tentación. Y de hecho, cuanto más pura sea el alma tanto más
doloroso será el aguijón de la tentación al buscar entrada en su pecho.
Aunque el tentador se apartó de Jesús sólo por algún tiempo, fue ésta la lucha
decisiva; fue completamente derrotado y su poder destruido de raíz. Milton ha
indicado esto concluyendo en este punto el Paraíso Restaurado. Jesús salió del
desierto con el plan de su vida, formado sin duda mucho antes, endurecido por el
fuego de la prueba. Nada es más notable en su vida posterior que la resolución con
que llevaba a cabo este plan. Otros hombres, aun aquellos que han ejecutado
grandes obras, no han tenido a veces ningún plan definido, y sólo han visto
gradualmente, en la evolución de las circunstancias, el camino que debían seguir.
Sus propósitos han sido modificados por los eventos y por los consejos de otros.
Pero Jesús principió con su plan perfeccionado, y nunca se desvió de él ni en el
grueso de un cabello. Rechazó la intervención en este plan de su madre y de su
discípulo principal, tan resueltamente como lo sostenía bajo la furibunda oposición
de sus enemigos declarados. Y su plan era establecer el reino de Dios en el corazón
de cada hombre, y poner su confianza no en las armas de fuerza política y material
sino en el poder del amor y en la fuerza de la verdad.
Su ministerio
Divisiones de su ministerio público
Se calcula generalmente que el ministerio público de Jesús duró tres años.
Cada uno de ellos tiene su carácter propio. El primero puede llamarse el año de
retiro, tanto porque los datos que tenemos de él son muy escasos, como porque
durante este año, parece sólo haber estado saliendo muy lentamente a la luz
pública. Fue pasado en su mayor parte en Judea. El segundo fue el año de
popularidad, durante el cual todo el país había llegado a saber de él. Su actividad
era incesante, y su fama resonaba por toda la extensión del país. Transcurrió casi
totalmente en Galilea. El tercero fue el año de oposición. durante el cual su
popularidad iba menguando, sus enemigos se multiplicaban, y lo atacaban con más
y más tenacidad, y por fin él sucumbió, víctima del odio. Pasó los primeros seis
meses de este año final en Galilea, y los otros seis en otras partes del país.
Bajo este aspecto el bosquejo de la vida del Salvador se parece al de muchos
reformadores y bienhechores de la humanidad. Una vida tal comienza, muchas
veces, con un período durante el cual el público llega gradualmente a tener noticias
del nuevo hombre que está entre ellos. Luego viene el período en que su doctrina o
reforma es llevada en hombros de la popularidad; y concluye con una reacción en
la cual las añejas preocupaciones e intereses que han sido atacados por él se
recobran del ataque, y ganando a su favor las pasiones del vulgo lo destruyen en su
rabia.
EL AÑO DE RETIRO
Los datos que de este año poseemos son en extremo escasos, y consisten sólo
en dos o tres incidentes, que deben ser enumerados aquí, especialmente porque for-
man una especie de programa de la futura obra de Jesús.
Los primeros discípulos
Cuando él salió del desierto después de los cuarenta días de tentación, con su
plan para el futuro mejor comprendido y más asegurado por aquella terrible lucha,
y con la inspiración de su bautismo que henchía aún su corazón, apareció otra vez
en la ribera del Jordán, y Juan lo señaló como su gran sucesor, del cual había
hablado frecuentemente. Lo presentó especialmente a algunos de sus discípulos
escogidos, quienes al momento se hicieron discípulos de Jesús.
Es probable que el primero de éstos a quienes Jesús habló fuera el hombre
que más tarde había de ser su discípulo favorito y dar al mundo el más inspirado
retrato de su carácter y vida. Juan el Evangelista—porque en verdad lo era—ha
dejado de este primer encuentro, y de la entrevista que siguió, una narración que
retiene en toda su frescura la impresión que la majestad y pureza de Cristo hicieron
en su alma impresionable.
Los otros jóvenes que se juntaron a él al mismo tiempo fueron Andrés, Pedro,
Felipe, y Natanael. Habían sido preparados para seguir a su nuevo Maestro, por
haber estado asociados con el Bautista; y aunque no abandonaron por lo pronto
sus ocupaciones para seguir a Jesús, como lo hicieron más tarde, recibieron en su
primera entrevista impresiones que determinaron toda su carrera subsecuente.
Parece que los discípulos del Bautista no pasaron todos a la vez a unirse con
Cristo. Pero los mejores de ellos lo hicieron. Algunos mal intencionados trataron de
excitar envidia en Juan, llamando su atención al hecho de que él iba perdiendo
influencia mientras el otro la ganaba. Pero conocían poco a ese gran hombre, cuyo
principal rasgo característico era su humildad. Les contestó diciendo que era su gozo
menguar mientras Jesús crecía, porque Cristo era el esposo que conduce la esposa a
su casa, mientras que él no era más que el amigo del esposo, cuya felicidad consistía
en ver la corona de festiva alegría puesta en las sienes del otro.
El primer milagro
Con sus nuevos seguidores Jesús se apartó de la escena del ministerio de Juan
y se fue para el norte, a Cana de Galilea, para asistir a unas bodas a que había sido
invitado. Aquí hizo la primera manifestación del poder milagroso de que acababa
de ser dotado, cambiando el agua en vino. Fue una manifestación de su gloria
hecha especialmente para sus nuevos discípulos quienes según se nos dice, desde
entonces creyeron en él, lo cual quiere decir sin duda, que fueron completamente
convencidos de que él era el Mesías. También tenía por objeto dar la nota
fundamental de su ministerio como totalmente diferente del ministerio del Bautista.
Juan era un ermitaño ascético, que huía de las moradas de los hombres y llamaba a
sus oyentes a que salieran al desierto. Pero Jesús traía nuevas de gozo a los hogares
de los hombres; iba a mezclarse en la vida común de ellos, y a efectuar una feliz
revolución en sus circunstancias, lo cual sería como cambiar en vino el agua de su
vida.
La purificación del templo
Poco después de este milagro, Jesús volvió otra vez a Judea para asistir a la
Pascua, donde dio otra prueba aún más notable del alegre y entusiasta estado de su
mente en aquel tiempo. Purgó el templo de los vendedores de animales y de los
cambiadores de dinero, que habían introducido su tráfico a los atrios sagrados.
Se les permitía a estas personas seguir su sacrílego tráfico bajo el pretexto de
la comodidad de los forasteros que venían para adorar en Jerusalén, vendiéndoles
las víctimas que no podían traer desde países extranjeros, y proporcionándoles a
cambio de dinero extranjero las monedas judaicas que eran las únicas con que
podían pagar sus contribuciones al templo. Pero lo que había comenzado bajo el
velo de un pretexto piadoso, había llegado a ser una perturbación enorme al culto,
y a echar a los prosélitos gentiles del lugar que Dios les había concedido en su casa.
Es probable que Jesús haya presenciado con indignación esta vergonzosa
escena muchas veces durante sus visitas a Jerusalén. Ahora, con el celo profetice de
su bautismo sobre él, prorrumpió en una manifestación de su desagrado. La misma
mirada de irresistible pureza y majestad que había asombrado a Juan cuando Jesús
pedía el bautismo, evitó de parte del innoble gentío toda resistencia hizo que los
espectadores reconocieran en él las facciones de los profetas de los días antiguos,
ante quienes reyes y turbas igualmente temblaban. Fue el principio de su obra de
reformación contra los abusos religiosos de la época.
Nicodemo
Hizo otros milagros durante la fiesta, los cuales deben de haber suscitado
muchos comentarios entre los peregrinos de todo lugar, cuya multitud llenaba la
ciudad. Uno de los resultados de estos milagros fue el traer a su alojamiento, una
noche, a aquel venerable y ansioso investigador a quien pronunció el maravilloso
discurso sobre la naturaleza del nuevo reino y los requisitos para ser admitido en él,
que nos ha sido conservado en el capítulo 3 del Evangelio según San Juan. Parecía
ser una señal de esperanza el que uno de los principales de la nación se acercara a él
en un espíritu tan humilde; pero Nicodemo fue el único de ellos sobre cuya mente
la primera manifestación del poder del Mesías produjo una impresión honda y
favorable.
Causas de la escasez de informes sobre este año
Hasta aquí seguimos con claridad los primeros pasos de Jesús. Pero en este
punto nuestros informes con respecto al primer año de su ministerio, después de
comenzar con tanta abundancia, terminan por completo y durante los ocho meses
siguientes nada sabemos de él, sino que bautizaba en Judea—"aunque Jesús no
bautizaba, sino sus discípulos"—y que él "hacía y bautizaba más discípulos que
Juan".
¿Qué puede significar semejante vacío? Es de notarse también que sólo en el
cuarto Evangelio tenemos los pocos detalles indicados arriba. Los otros tres omiten
por completo el primer año de su ministerio, y comienzan su narración con el
ministerio en Galilea, apenas indicando de la manera más ligera que hubo uno
anterior en Judea.
Es harto difícil explicar esto. La explicación más natural sería tal vez, que los
incidentes de este año eran' imperfectamente conocidos al tiempo en que los
evangelios fueron escritos. Sería enteramente natural que los pormenores del
período durante el cual Jesús no había llamado mucho la atención pública, se
hubieran recordado con menos exactitud que los períodos en que él era, por
mucho, el personaje más conocido del país. Pero, en verdad, los sinópticos hacen
poca mención de lo que sucedía en Judea hasta que se acercaba el fin de su vida. Es
a Juan a quien debemos la narración sistemática de sus repetidas visitas al Sur.
Pero es difícil que Juan, al menos, haya ignorado los acontecimientos de estos
ocho meses. Quizás hallemos la explicación, fijándonos en un hecho poco
observado, referido por Juan; que por algún tiempo Jesús continuó en la obra del
Bautista. Bautizaba por manos de sus discípulos y juntaba aun mayores multitudes
que Juan. ¿No quiere decir esto que estaba convencido, por la poca impresión que
su manifestación de sí mismo en la Pascua había producido, que la nación aún
estaba enteramente incapaz de recibirlo como el Mesías, y que era necesario
continuar la obra preparatoria de arrepentimiento y bautismo; y por consiguiente,
teniendo en reserva su carácter más elevado, se hizo por algún tiempo colega de
Juan? Confirma esta opinión el hecho de que fue al tiempo de la prisión de Juan, a
fines de este año, cuando entró de lleno en su carrera mesiánica en Galilea.
También se ha sugerido otra explicación más profunda del silencio de los
sinópticos acerca de este periodo, y sus pocas noticias de sus visitas posteriores a
Jerusalén. Jesús vino primeramente a la nación judaica, cuyos representantes
autorizados se hallaban en Jerusalén. El era el Mesías prometido a sus padres, el
complemento de la historia de su nación. En verdad tenía una misión mucho más
extensa para con todo el mundo, pero debía comenzar con los judíos y en
Jerusalén. La nación sin embargo, representada por sus caudillos en Jerusalén, lo
rechazó, y así él se vio obligado a establecer desde otro centro la comunidad que
había de abarcar todo el mundo. Habiéndose hecho evidente esto antes del tiempo
en que fueron escritos los evangelios, los sinópticos pasaron casi en silencio, como
obra de resultados puramente negativos, su actividad en el centro de la nación, y
concentraron la atención en el período de su ministerio en el cual él estaba
formando la compañía de almas fíeles que había de ser el núcleo de la iglesia
cristiana. Sea esto como fuere, a fines del primer año del ministerio de Jesús ya se
proyectaba sobre Judea y Jerusalén la sombra de un tremendo suceso futuro; la
sombra del más espantoso crimen nacional que el mundo ha visto jamás, el
rechazamiento y la crucifixión de su Mesías
EL AÑO DE POPULARIDAD
Galilea, la escena del trabajo de este año
Después de pasar un año en el Sur, Jesús cambió la esfera de su actividad al
Norte del país. En Galilea podría él dirigirse a mentes que no estaban ofuscadas por
las preocupaciones y el arrogante orgullo de Judea, donde tenían su centro las
clases sacerdotales e instruidas y cabía esperar que si su doctrina e influencia se
arraigaban profundamente en una parte del país, aunque remota del centro de
autoridad, podría volver al Sur sostenido por un irresistible reconocimiento
nacional y ganar de un asalto la ciudadela misma de la preocupación.
Su extensión y población El campo en donde desplegó su actividad durante
los siguientes dieciocho meses era bastante reducido. Aun toda la Palestina era un
país muy limitado: bastante menor que la república de El Salvador, y apenas un
tercio del área de Costa Rica. Es importante que se tenga esto presente, porque
hace inteligible la rapidez con que el movimiento que inició Jesús se extendió por
todo el país, y cómo las multitudes le siguieron de todas partes. Es de interés
recordar esto como una demostración del hecho de que las naciones que más han
contribuido a la civilización del mundo han sido limitadas, durante el período de su
grandeza, a territorios muy pequeños, Roma no era más que una sola ciudad, y
Grecia era un país muy pequeño.
Galilea era la más septentrional de las cuatro provincias en las que Palestina
estaba dividida. Tenía casi 100 kilómetros de largo por 50 de ancho. Estaba
constituida, en su mayor parte, por una elevada meseta, cuya superficie estaba
interrumpida por irregulares masas montañosas. Cerca de su lindero oriental,
remataba súbitamente en un gran barranco por el cual corría el Jordán, y en medio
del cual, a 150 metros bajo el nivel del Mediterráneo, estaba el hermoso Mar de
Galilea, de forma de arpa.
Toda la provincia era muy fértil, y su superficie estaba densamente cubierta
de grandes aldeas y pueblos. Pero el centro de actividad era la cuenca del lago,
extensión de agua de 20 kilómetros de largo por 10 de ancho. A su margen
oriental, alrededor del cual corría un listón de verdor de unos 400 metros de
ancho, se elevaban colinas altas y desnudas, surcadas por lechos de torrentes. Por el
lado occidental las montañas descendían lentamente y sus faldas estaban ricamente
cultivadas, produciendo espléndidas cosechas de todas clases, mientras que a su pie,
la ribera estaba verde con vigorosos bosques de olivos, naranjos, higueras y todos
los productos de un clima casi tropical.
Al extremo septentrional del lago, el espacio entre el agua y las montañas
estaba ensanchado por la boca del río, y regado por muchas corrientes de las
colinas, de tal manera que era un perfecto paraíso de fertilidad y hermosura. Se
llamaba la llanura de Genesaret, y aún en la actualidad, cuando toda la cuenca del
lago casi no es más que una ardiente soledad, se cubre todavía de mieses,
dondequiera que lo toca la mano del agricultor; y en donde la pereza lo ha dejado
desatendido, está cubierto de espesos matorrales de espinos y adelfas. En el tiempo
de nuestro Señor contenía las principales ciudades de aquella región, tales como
Capernaún, Betsaida y Corazín. Pero toda la ribera estaba tachonada de pueblos y
aldeas y formaba una verdadera colmena de bulliciosa vida humana.
Los medios de subsistencia eran abundantes, gracias a las cosechas y frutas de
toda clase que los campos producían tan ricamente; y las aguas del lago hervían de
peces, dando empleo a miles de pescadores. Además, pasaban por aquí los grandes
caminos reales de Damasco a Egipto y de Fenicia al Eufrates, y lo hacían un vasto
centro de tráfico. Miles de naves para la pesca, el transporte, o la diversión se
movían de aquí para allá sobre la superficie del lago, de tal manera que toda la
región era un foco de energía y prosperidad.
Vuelta de Jesús del Sur
La noticia de los milagros que Jesús había hecho en Jerusalén, ocho meses
antes, había sido llevada a Galilea por los peregrinos que habían estado al Sur en la
fiesta. Sin duda también las noticias de su predicación y su bautismo en Judea
habían dado origen a mucha conversación y admiración antes de que él llegara. Por
consiguiente, cuando volvió entre ellos, los galileos estaban algo preparados para
recibirlo.
Visita a Nazaret
Uno de los primeros lugares que visitó fue Nazaret, el hogar de su niñez y
juventud. Apareció allí en la sinagoga un sábado, y siendo ahora conocido como
predicador, fue invitado a leer la Escritura y a hablar a la congregación. Leyó un
pasaje de Isaías en el cual se da una descripción fervorosa de la venida y de la obra
del Mesías: "El Espíritu del Señor Jehová está sobre mí, porque me ungió Jehová;
me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los
quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura
de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová...".
Mientras hacía comentarios sobre el texto, pintando los rasgos característicos
del tiempo del Mesías—la emancipación del esclavo, el enriquecimiento del pobre,
la curación de los enfermos—la curiosidad del auditorio al oír por primera vez, a
un joven predicador que se había educado entre ellos, pasó a un encantado
asombro, y prorrumpieron en los aplausos que era costumbre permitir en las
sinagogas judaicas.
Pero pronto vino la reacción. Comenzaron a murmurar: ¿No era éste el
carpintero que había trabajado entre ellos? ¿No eran sus padres vecinos suyos? ¿No
estaban sus hermanas casadas en la población? Su envidia se despertó. Y cuando
prosiguió diciéndoles que la profecía que acababa de leer se cumplía en él mismo,
manifestaron un colérico desdén. Le exigieron una señal, como aquellas que se
decía que había hecho en Jerusalén; y cuando les hizo ver que no podía actuar
milagros entre los incrédulos, se arrojaron sobre él en una tempestad de envidia e
ira. Arrastrándolo de la sinagoga a una peña detrás de la población, si no se hubiera
librado de una manera milagrosa, lo habrían despeñado, coronando así su
iniquidad proverbial con un hecho que habría despojado a Jerusalén de su mala
preeminencia de matar al Mesías.
Cambio de su morada a Capernaum
Desde aquel día Nazaret no fue más su hogar. Es cierto que en otra ocasión,
movido de su amor profundo para con sus antiguos vecinos, la visitó, pero sin
mejor resultado. Desde entonces estableció su residencia en Capernaum, en la
ribera noroeste del Mar de Galilea. Esta población ha dejado de existir por
completo. No es posible descubrir con certeza ni aun su sitio. Puede ser que ésta sea
una razón para que, en la mente del cristiano, no se relacione con la vida de Jesús,
con "la misma prominencia que tiene Belén, en donde nació, Nazaret, en donde fue
criado, y Jerusalén, en donde murió. Pero debemos fijar aquella población en
nuestra memoria al lado de éstas, porque fue su residencia durante dieciocho de los
meses más importantes de su vida. Se le llama su propia ciudad, y en ella se le pidió
el tributo como ciudadano de la localidad. Estaba perfectamente adaptada para ser
el centro de sus trabajos en Galilea, porque era el foco de la actividad en la cuenca
del lago, y estaba cómodamente situada para excursiones a todas partes de la
provincia. Todo cuanto sucedía allí se sabía pronto en todas las regiones situadas
alrededor.
Su vida en Capernaum
En Capernaum, pues, comenzó su ministerio en Galilea; y por muchos meses
fue su costumbre estar allí con frecuencia, como centro de sus operaciones,
haciendo viajes en todas direcciones y visitando los pueblos y aldeas de Galilea.
Unas veces su viaje era tierra adentro, hacia el Poniente. Otras veces era una vuelta,
siguiendo las poblaciones situadas a la ribera del lago, o una visita a la tierra del
lado oriental. Tenía una nave que le servía para llevarlo donde quisiera. Volvía a
Capernaum a veces sólo por un día, a veces por una semana o dos.
Su popularidad
A las pocas semanas, en toda la provincia resonaba su nombre. Era el tema de
conversación en toda nave del lago y en cada casa de toda la región; las mentes de
todos estaban movidas con una profunda excitación, y todos deseaban verlo. Las
multitudes comenzaron a juntarse alrededor de él. Se hacían cada vez más grandes.
Aumentaban hasta contarse por miles y por docenas de miles. Lo acompañaban
dondequiera que iba. La noticia corrió por todas partes más allá de Galilea y traía
multitudes de Jerusalén, Judea, y Perea, y aun de Idumea en el extremo Sur, y de
Tiro y Sidón en el lejano Norte. A veces no podía quedarse en ninguna población,
por cuanto las multitudes impedían el tránsito de las calles y se atropellaban unos a
otros. Se veía obligado a sacarlos fuera, a los campos y desiertos. El país estaba
conmovido del uno al otro extremo, y encendido con grande excitación respecto
de él.
Los medios que empleaba
¿Cómo fue que Jesús produjo tan grande y tan extendido movimiento? No
fue por declararse el Mesías. Es cierto que el haberlo hecho así hubiera despertado
en todo pecho judaico la más profunda sensación de que era capaz. Pero por lo
general, Jesús ocultaba su verdadero carácter, aunque se reveló de vez en cuando,
como lo hizo en Nazaret. Sin duda el motivo de esto fue que entre las excitables
multitudes de los incultos galileos con sus groseras esperanzas materialistas,
semejante declaración hubiera causado un levantamiento revolucionario contra el
gobierno, que hubiera distraído la atención del pueblo del verdadero objeto de
Jesús y hubiera hecho caer sobre la cabeza de éste la espada romana, de la misma
manera que en Judea esta declaración le hubiera traído un ataque fatal de parte de
las autoridades judaicas. Para evitar interrupciones de una y otra clase, mantenía en
reserva la revelación plena de sí mismo, esforzándose en preparar el espíritu público
para recibirle en su verdadero significado interior y espiritual cuando llegara el
debido momento para divulgarla y dejando entre tanto, que su identidad se
comprendiera por su carácter y su obra.
Los dos grandes medios que Jesús empleaba, en su obra, y que excitaron tanta
atención y entusiasmo, eran sus milagros y su predicación.
Milagros
Tal vez sus milagros movieron más hondamente la atención. Se nos refiere
cómo se extendió por dondequiera con la rapidez de un incendio la noticia del
primer milagro que hizo en Capernaum, hecho que atrajo multitudes a la casa en
donde estaba; y siempre que hacía un nuevo milagro de carácter extraordinario, la
excitación se hacía mayor y el rumor de él se extendía por todos lados. Cuando,
por ejemplo, curó por primera vez la lepra, la enfermedad más maligna que se
conocía en Palestina, el asombro del pueblo no tuvo límites. Lo mismo sucedió I la
primera vez que venció un caso de posesión demoníaca; y cuando restauró al hijo
de la viuda de Naín, I resultó una especie de temor abrumador, seguido de una I
deliciosa admiración y del hablar de miles de lenguas. Toda Galilea estuvo por
algún tiempo en movimiento, por lo numeroso de los enfermos de todas clases que
andando o arrastrándose, llegaban hasta cerca de él, y de los grupos de solícitos
amigos que llevaban sobre lechos y camillas a los que no podían andar. A uno y
otro lado de las calles de las aldeas y ciudades estaban alineados los enfermos, al
tiempo que pasaba el médico divino. Algunas veces tenía que atender a tantos que
no tenía tiempo ni para comer, y en una época estaba tan absorto en sus benévolos
trabajos y tan arrebatado de la santa excitación que le causaban, que sus parientes
con indecorosa premura trataron de interrumpirlo, diciéndose unos a otros que
estaba fuera de sí.
Los milagros de Jesús en su conjunto, eran de dos clases— milagros que se
hacían sobre el hombre, y milagros hechos en la esfera de la naturaleza externa,
tales como cambiar el agua en vino, calmar la tempestad, y multiplicar los panes.
Aquéllos eran, por mucho, los más numerosos. Consistían principalmente en curar a
los que tenían enfermedades más o menos malignas, tales como los cojos, ciegos,
sordos, paralíticos, leprosos, etc. Parece haber variado mucho su modo de hacerlos
por motivos que no podemos explicar. Algunas veces empleó medios materiales
tales como el tacto, barro mojado puesto en la parte afectada, o haciendo que el
paciente se bañara. En otras ocasiones los sanó sin el uso de medios, y aún a veces a
distancia.
A más de estas curaciones físicas, curaba también las enfermedades mentales.
Estas parecen haber prevalecido de una manera especial en Palestina en esa época,
y haber excitado el temor más extremo. Se creía que eran acompañadas de la
entrada de demonios en las pobres víctimas locas o rabiosas, y esta idea no era sino
muy verdadera. El hombre a quien sanó Jesús entre los sepulcros de la tierra de los
gadarenos fue ejemplo horroroso de esta clase de enfermedad, y el cuadro de él
sentado a los pies de Jesús, vestido y en su juicio, demuestra el efecto que su
presencia tan cariñosa, calmante y autoritativa, tenía en las mentes distraídas por
estas enfermedades.
Pero los más extraordinarios de los milagros de Jesús sobre el hombre fueron
los casos en que restauró los muertos a la vida. No eran frecuentes, pero como era
natural, produjeron una impresión extraordinaria siempre que sucedían.
Los milagros de la otra clase—los que hizo sobre la naturaleza—eran del
mismo carácter indescriptible. Algunas de sus curaciones de la enfermedad mental,
si estuvieran solas, podrían ser explicadas por la influencia de una naturaleza
poderosa sobre un alma perturbada; y de la misma manera algunas de sus
curaciones corporales podrían ser explicadas por la influencia que ejercía sobre el
cuerpo por medio de la mente. Pero un milagro como el andar sobre el
tempestuoso mar está completamente fuera del alcance de toda explicación natural.
¿Por qué empleaba Jesús estos medios? Pueden darse a esta pregunta varias
respuestas.
Primero, hizo milagros porque su Padre le dio estas señales como prueba de
que él lo había enviado. Muchos de los profetas del Antiguo Testamento habían
recibido la misma prueba de la autenticidad de su misión, y aunque como los
Evangelios nos informan en su sencilla veracidad, Juan que revivió el oficio de
profeta no hizo milagros, era de esperarse que Aquél que era un profeta mucho
mayor que el más grande de los que habían venido antes de él, mostrara aun
mayores señales de su misión divina que cualquier otro. Era una demanda
estupenda la que él hacía sobre la fe de los hombres anunciándose como el Mesías,
y habría sido injusto esperar que fuera admitida por una nación acostumbrada a los
milagros como señales de una misión divina, si él no hubiera hecho ninguno.
En segundo lugar, los milagros de Cristo eran la manifestación natural de la
plenitud divina que moraba en él. Dios estaba en él y su naturaleza humana estaba
llena de los dones del Espíritu Santo sin medida. Era natural que un ser como él en
el mundo, también manifestara prodigios en él. El mismo era el gran milagro, del
cual sus milagros particulares no eran más que chispas o emanaciones. El era la
interrupción máxima del orden natural, o más bien un nuevo elemento que había
entrado en el orden natural para enriquecerlo y ennoblecerlo, y sus milagros
entraron con él, no para perturbar sino para restaurar la armonía de la naturaleza.
Por consiguiente todos sus milagros llevaban el sello de su carácter. No eran simples
manifestaciones de poder, sino también de santidad, sabiduría y amor.
Los judíos a menudo le pedían simples prodigios gigantescos, para satisfacer
su manía de maravillas. Pero él siempre los rechazaba, haciendo solamente los
milagros que fueran auxilio para la fe. El exigía fe por parte de todas las personas a
quienes curaba, y nunca respondía ni a la curiosidad ni a los desafíos incrédulos que
se le hacían para que exhibiera maravillas. Esto distingue sus milagros de los
prodigios fabulosos de los antiguos nigromantes y de los "santos" de la Edad Media.
Estaban caracterizados por una sabiduría y benevolencia invariables, porque eran la
expresión de su carácter en su plenitud.
En tercer lugar, sus milagros eran símbolos de su obra espiritual y salvadora.
No se necesita más que considerarlos por un momento para ver que todos eran
triunfos sobre la miseria de este mundo. La humanidad es presa de mil males, y aun
la naturaleza externa lleva señales de alguna catástrofe del pasado. "Toda la
creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora". Este vasto
conjunto de males físicos en la suerte de la raza humana es la consecuencia del
pecado. Esto no quiere decir que se puede hallar la relación entre cada enfermedad
o desgracia y algún pecado especial, aunque puede hacerse en muchos casos. Las
consecuencias de los pecados pasados recaen sobre toda la raza. La miseria del
mundo es la sombra causada por el pecado. El mal físico y el mal moral, estando
tan íntimamente relacionados, se explican uno al otro. Cuando él curaba la ceguera
corporal, era un tipo de curación del ojo interior; cuando levantaba a los muertos,
quería indicar que él era la resurrección y la vida en el mundo espiritual también;
cuando sanó al leproso, su triunfo hablaba de otro triunfo sobre el pecado; cuando
multiplicó los panes, siguió con el discurso sobre el pan de vida; cuando calmó la
tempestad, era una seguridad de que podía hablar de paz a la conciencia
perturbada.
De esta manera sus milagros eran una parte natural y esencial de su obra
mesiánica. Eran un excelente medio de darse a conocer a la nación. Así los que eran
curados se unían a él por las fuertes ligas de la gratitud, y sin duda, en muchos
casos, la fe en él como hacedor de milagros conducía a una fe más elevada. Así fue
en el caso de su devota seguidora María Magdalena, de quien echó siete demonios.
A él mismo, esta obra debe de haber traído gran pesar y gran gozo a la vez.
Para su corazón tan tierno y exquisitamente simpático, que nunca se hizo insensible
ni en el menor grado, debe de haber sido desgarrador tener contacto con tanta
enfermedad, y ver los efectos espantosos del pecado. Pero él estaba en su lugar
debido, pues convenía a su amor supremo estar en donde había necesidad de
socorro. Y qué gozo debe de haberle causado distribuir bendiciones por todas
partes y borrar las huellas del pecado; ver volver bajo su tacto la salud; recibir las
miradas alegres y llenas de gratitud de los ojos que se abrían; oír las bendiciones de
madres y hermanas, mientras restauraba sus amados a sus brazos; ver la luz de amor
y bienvenida en los rostros de los pobres, al entrar en sus pueblos y aldeas. Bebía
profundamente la bienaventuranza de hacer el bien del pozo del cual quería que
sus discípulos estuvieran bebiendo siempre
Predicación
El otro gran instrumento de que Jesús se servía para su obra era su enseñanza.
Era, por mucho, el más importate de los dos. Sus milagros no eran más que la
campana que llamaba al pueblo a oír sus palabras. Impresionaban a aquéllos que tal
vez no hubieran sido susceptibles a la otra influencia más sutil, y los conducían hasta
estar al alcance de ella.
Es probable que los milagros hicieran más ruido, pero su predicación también
extendía su fama por todos lados. No hay otro poder cuya atracción sea más segura
que el de la palabra elocuente. Los bárbaros que escuchaban a sus poetas y
narradores de leyendas, los griegos que escuchaban la refrenada pasión de sus
oradores, y las naciones prácticas como los romanos, todos igualmente han
confesado que el poder de la elocuencia es irresistible. Los judíos la apreciaban
sobre casi todo otro atractivo, y entre las figuras de sus afamados antepasados, a
ninguno reverenciaban más que a los profetas— aquellos elocuentes anunciadores
de la verdad que el cielo les enviaba de edad en edad. Aunque el Bautista no hacía
milagros, las multitudes acudían a él en tropel, porque reconocían en sus acentos el
trueno de este poder, el cual ningún oído judío había escuchado por tantas
generaciones. Jesús también fue reconocido como profeta, y por consiguiente su
predicación causaba excitación intensa: "Hablaba en las sinagogas de ellos, siendo
glorificado de todos". Sus palabras eran escuchadas con admiración y asombro.
Algunas veces la multitud en la playa del lago le oprimía tanto para oírle, que él
tenía que entrar en un navío y dirigirse a ellos desde la cubierta, mientras se
extendían en semicírculo sobre la ascendente ribera. Sus mismos enemigos dieron
testimonio de que "jamás habló hombre alguno como este hombre", y a pesar de
ser poco lo que nos queda de su predicación, es muy suficiente para que nos
hagamos eco del mismo sentimiento y comprendamos la impresión que producía.
Todas sus palabras juntas que nos han sido conservadas no ocuparían más lugar,
impresas, que una media docena de sermones ordinarios; pero no es exageración el
afirmar que forman la herencia literaria más preciosa de la raza humana. Sus
palabras, como sus milagros, eran expresiones de él mismo, y cada una de ellas
tiene en sí algo de la grandeza de su carácter.
La forma de la predicación de Jesús era esencialmente judaica. La mente
oriental no funciona de la misma manera que la occidental. El modo nuestro de
pensar y hablar, en su mejor estado, es fluido, expansivo, y estrictamente lógico. La
clase de discurso que más nos agrada es aquel que toma un asunto importante, lo
divide en sus diferentes partes, lo trata ampliamente bajo cada una de sus
divisiones, relaciona estrechamente una parte a otra, y concluye con una apelación
conmovedora a los sentimientos, con el fin de influir en la voluntad, conduciéndola
a algún resultado práctico.
La mente oriental, al contrario, suele meditar por mucho tiempo sobre un
solo punto, verlo por todos lados, concentrar toda la verdad acerca de él, y
emitiría en unas pocas palabras penetrantes y fáciles de grabarse en la memoria. El
estilo es conciso, epigramático, magistral. El discurso del orador del Occidente es
una estructura sistemática, o como una cadena en la cual cada eslabón está
firmemente unido con los demás; el oriental es como el cielo en la noche, lleno de
innumerables puntos ardientes, que brillan sobre un fondo oscuro.
Tal era la forma de la enseñanza de Jesús. Estaba constituida por muchas
sentencias, cada una de las cuales contenía la mayor cantidad posible de verdades
en la menor extensión posible, expresada en lenguaje tan conciso y penetrante que
se fija en la memoria como una flecha. Leedlas y hallareis que cada una de ellas
mientras las meditáis, absorbe la mente más y más como un vórtice, hasta que se
pierde en sus profundidades. Hallaréis también que hay muy pocas de ellas que no
sepáis de memoria. Se han arraigado en la memoria del cristianismo como ninguna
otra palabra lo ha hecho. Aún antes de que se comprenda su sentido, la expresión,
tan perfecta y sentenciosa, se fija con firmeza en la mente.
Pero había otro rasgo característico en la forma de la enseñanza de Jesús:
estaba llena de figuras retóricas. Pensaba en imágenes. Había sido siempre un
observador amante y exacto de la naturaleza eme le rodeaba —de los colores de
las flores, las costumbres de las aves, el crecimiento de los árboles, los cambios de
estaciones- y un observador igualmente perspicaz de las costumbres de los hombres
en todos los niveles de la vida: en la religión, en los negocios, y en el hogar. El
resultado fue que no podía ni pensar ni hablar sin que su pensamiento se vertiera
en el molde de alguna figura natural. Su predicación era vivificada con alusiones de
esta naturaleza, y por consiguiente estaba llena de color, movimiento, y variadas
formas. No eran afirmaciones abstractas; se transformaban en verdaderos cuadros.
De esta manera, en sus dichos podemos ver, como en un panorama, los
aspectos del campo y de la vida de aquel tiempo: Los lirios movidos del viento,
cuya hermosura vistosa deleitaba los ojos; las ovejas siguiendo al pastor; las puertas
anchas y angostas de la ciudad; las vírgenes con sus lámparas, aguardando en la
oscuridad la venida de la procesión nupcial; el fariseo con sus anchas filacterias y el
publicano con la cabeza inclinada, orando juntos en el templo; el rico sentado en
su palacio en banquete, y el mendigo echado a su puerta con los perros lamiendo
sus llagas; y centenares de otros cuadros que descubren la vida íntima y minuciosa
de aquella época sobre la cual la historia en general marcha descuidadamente con
paso majestuoso.
Pero la forma más característica que empleaba era la parábola. Era una
combinación de las dos cualidades ya mencionadas: la expresión concisa y fácil de
grabarse en la memoria, y el estilo figurado. Usaba un incidente tomado de la vida
común y lo transformaba en un cuadro hermoso, para expresar la correspondiente
verdad en la región más elevada y espiritual.
Era entre los judíos un modo favorito de presentar la verdad, pero Jesús le
impartió su más rico y perfecto desarrollo. Cerca de la tercera parte de todos los
dichos suyos que nos han sido conservados son en forma de parábolas. Esto
demuestra como se fijaban en la memoria de los discípulos. De la misma manera, es
probable que los oyentes de los sermones de cualquier predicador, después de
algunos años, se acordarán de los ejemplos mucho mejor que de cualquier otra
parte de ellos ¡Cómo han quedado estas parábolas en la memoria de todas las
generaciones desde entonces! El hijo pródigo, El sembrador, Las diez vírgenes, y
otras muchas, son otros tantos cuadros colgados en millones de espíritus. ¿Cuáles
pasajes de los grandes maestros de expresión —de Hornero, de Virgilio, de Dante,
de Shakespeare— han conseguido para sí un poder tan universal sobre los hombres
o se han conservado tan perennemente nuevos y verdaderos?
Nunca tuvo que ir lejos para buscar ejemplos. Como un maestro pintor hará,
con un pedacito de yeso o de carbón, una cara que os hará reír, llorar, o
maravillaros, así Jesús tomaba los objetos e incidentes más comunes alrededor de él
—el coser un pedazo de género sobre un vestido viejo, la rotura de un odre viejo,
los muchachos en la plaza jugando a matrimonios o a funerales, o la caída de una
choza en una tempestad— y los transformaba en cuadros perfectos, haciéndolos,
para el mundo, los vehículos de la verdad inmortal. ¡No era extraño que las
multitudes le siguieran! Aun el más ignorante tendría gusto en semejantes cuadros y
llevaría, como un tesoro para toda su vida, al menos la expresión de las ideas de
Jesús, aunque podría necesitarse el pensamiento de generaciones para penetrar las
cristalinas profundidades de ellas. Nunca hubo discursos tan sencillos y sin embargo
tan profundos, tan pintorescos y sin embargo tan absolutamente verdaderos.
Tales eran las cualidades de su estilo. Las cualidades del predicador mismo han
sido conservadas para nosotros en las críticas de sus oyentes y se manifiestan en sus
discursos contenidos en los Evangelios.
La más prominente de estas cualidades parece haber sido su autoridad: "Las
gentes se admiraban de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como los escribas".
La primera cosa que notaron sus oyentes fue el contraste entre sus palabras y
la predicación que acostumbraban oír de los escribas en las sinagogas. Estos eran los
representantes del sistema más muerto y más árido de teología que haya sido
considerado como religión en cualquier siglo. En vez de explicar las Escrituras, que
estaban en sus manos y que hubieran prestado a sus palabras un poder vivo, no
hacían más que referir las opiniones de los comentadores, y tenían miedo de
presentar cualquiera afirmación que no estuviera sostenida por la autoridad de
algún maestro. En lugar de ocuparse de los grandes temas de la justicia y la
misericordia, del amor y de Dios, torturaban el texto sagrado para hacer de él un
manual de ceremonias, y predicaban sobre la debida anchura de las filacterias, las
debidas posturas en la oración, la debida duración de los ayunos, la distancia que
era permitido andar el sábado, y otras cosas por el estilo; porque en estas cosas
consistía la religión de aquel tiempo.
Para ver en los tiempos modernos, alguna cosa un poco parecida a la
predicación que prevalecía entonces, tenemos que volver para atrás hasta el
período de la Reforma, cuando según nos dice el biógrafo de Knox, las arengas
pronunciadas por los monjes eran vacías, ridículas y miserables en extremo.
"Cuentos fabulosos tocantes al fundador de alguna orden religiosa, los milagros que
hacía, sus combates con el demonio, sus veladas, ayunos y flagelaciones; las virtudes
del agua bendita, el crisma, el persignarse, y el exorcismo; los horrores del
purgatorio, y el número de individuos libertados de él por la intercesión de algún
santo poderoso. Estos, con groseras bromas, charlas y chismes de viejas formaban
los temas favoritos de los predicadores, y eran presentados al pueblo en lugar de las
puras, saludables y sublimes doctrinas de la Biblia "
Tal vez el contraste que el pueblo escocés, tres siglos y medio ha, sintió entre
semejantes arengas y las elevadas palabras de Wishart y Knox, nos dé la mejor idea
que podemos formarnos del efecto que la predicación de Jesús producía en sus
contemporáneos. Nada sabía él de la autoridad de los maestros y escuelas de
interpretación, pero hablaba como uno que había visto con sus propios ojos los
objetos del mundo eterno. No necesitaba que nadie le hablara de Dios ni del
hombre, porque conocía a ambos perfectamente. Estaba posesionado del cono-
cimiento de su misión, el cual lo llevaba adelante e impartía vehemencia a toda
palabra y acción. Se conocía a sí mismo como enviado de Dios, y sus palabras como
las de Dios y no suyas propias. No vacilaba en decir a los que desatendían sus
palabras que en el día del juicio serían ellos condenados por los de Nínive y por la
reina de Saba, quienes habían escuchado a Jonás y a Salomón, porque ellos estaban
oyendo a uno mayor que todo profeta o rey de la antigüedad. Los amonestaba que
de la aceptación o rechazamiento del mensaje que él traía, dependía su eterna
felicidad o miseria. Tal era el tono de solicitud, de majestad y de autoridad que
hirió con asombro a sus oyentes.
Otra cualidad que el pueblo notaba en él era su intrepidez: "Pues, mirad,
habla intrépidamente" (Valera "públicamente", Juan 7:26). Esto les parecía más
asombroso porque él era hombre indocto, que ni había cursado las escuelas de
Jerusalén, ni recibido licencia de ninguna autoridad terrenal. Pero esta cualidad
provenía de la misma causa que su autoridad. La timidez nace generalmente de la
conciencia de sí mismo. El predicador que teme a sus oyentes y respeta la persona
de los grandes y sabios, está pensando en sí mismo y en lo que se dirá de lo que
hace. Pero aquel que se siente impulsado a una misión divina se olvida de sí mismo.
Para él toda congregación es igual a cualquiera otra, sean nobles o plebeyos; piensa
sólo en el mensaje que tiene que dar.
Jesús siempre miraba directamente a las realidades espirituales y eternas. El
encanto de la grandeza de ellas se había apoderado de ¿y todas las distinciones
humanas desaparecían en presencia de ellas; los hombres de todas clases no eran
mis que hombres para él. Era llevado adelante por el torrente de su misión, y
ninguna cosa que pudiera sucederle podía detenerle en temores o dudas.
Manifestó su valor principalmente atacando los abusos e ideales de su tiempo.
Sería una equivocación completa pensar en él como todo dulzura y humildad. Casi
no hay otro elemento más saliente en sus palabras que una vena de ardiente
indignación. Era una edad de imposturas más que cualquiera otra que haya habido.
Ellas ocupaban todo alto puesto. Se ostentaban en la vida social, ocupaban las
cátedras de la enseñanza y sobre todo, degradaban la religión en todas sus partes.
La hipocresía había llegado a ser tan universal que ya había dejado de desconfiar de
sí misma. Los ideales del pueblo eran completamente mezquinos y erróneos. Se
siente, pulsando en todas las palabras de Jesús desde el principio hasta el fin, una
indignación contra todo esto, que había comenzado con su primera observación en
Nazaret y se maduraba a medida que crecía en su conocimiento de la época. Según
él afirmaba terminantemente, las cosas más apreciadas entre los hombres eran una
ofensa a la vista de Dios. Nunca hubo en la historia del lenguaje una polémica tan
asolado, tan aniquiladora, como la de él contra las figuras a quienes, antes de que
sus ardientes palabras fueran descargadas sobre ellos, la multitud rendía honores: el
escriba, el fariseo, el sacerdote y el levita.
Una tercera cualidad que sus oyentes notaban era su poder: "Su palabra era
con potestad". Esto fue el resultado de aquella unción del Espíritu Santo sin la cual
aun las verdades más solemnes caen en el oído sin efecto. Estaba lleno del Espíritu
sin medida. Por consiguiente la verdad se apoderó de él. Ardía y se henchía en su
pecho, y él la hablaba de corazón a corazón. Tenía el Espíritu no sólo en tal grado
que le llenaba a él mismo, sino que lo podía impartir a otros. Se derramaba con sus
palabras y se apoderaba de las almas de sus oyentes, llenando de entusiasmo la
mente y el corazón.
Una cuarta cualidad que se observaba en su predicación, y que de seguro fue
muy prominente era su gracia: "Estaban maravillados de las palabras de gracia que
salían de su boca". A pesar de su tono de autoridad y sus ataques severos y
denodados contra la época, se difundía sobre todo lo que decía un brillo de gracia
y de amor. En esto especialmente se manifestaba su carácter. ¿Cómo podía Aquél
que era la encarnación del amor hacer menos que dejar que el brillo y el calor del
fuego celestial que moraba en él se difundieran sobre sus palabras? Los escribas de
aquel tiempo eran duros, orgullosos y sin amor. Lisonjeaban a los ricos y honraban
a los sabios, pero de las grandes masas de sus oyentes decían: "Esta gente no sabe la
ley, malditos son". Pero para Jesús toda alma era infinitamente preciosa. No
importaba bajo qué humilde vestido o deformidad social estaba escondida la perla;
no importaba aun bajo qué basura e inmundicia de pecado estaba sepultado; nunca
la perdía de vista, ni por un instante. Por consiguiente, hablaba con el mismo
respeto a sus oyentes de todos los grados sociales. Verdaderamente las parábolas
del capítulo 15 de San Lucas eran el amor divino mismo manifestándose desde lo
más íntimo del ser divino.
Tales eran algunas de las cualidades del predicador. Cabe mencionar una más,
que quizás incluya a todas las demás, y es tal vez la cualidad más elevada de todo
discurso público. Se dirigía a los hombres como hombres, no como miembros de
alguna clase o como poseedores de alguna cultura peculiar. Las diferencias que
dividen a los hombres, tales como riquezas, rango, y educación, son todas
superficiales. Los elementos en que todos son iguales —el extenso sentido del
entendimiento, las grandes pasiones del corazón, los instintos primarios de la
conciencia— son profundos. No quiero decir que sean los mismos en todos los
hombres. En algunos son más profundos, en otros menos; pero en todos son más
profundos que otra cosa cualquiera. Aquel que se dirige a estos sentimientos apela a
lo más profundo de sus oyentes. Será inteligible para todos igualmente. Todo
oyente recibirá de él su propia porción; la mente estrecha y de poca profundidad
recibirá todo lo que puede tomar, y la más grande y profunda se llenará en el
mismo banquete. Es por eso que las palabras de Jesús son perennes en su frescura.
Son para todas las generaciones, y para todas igualmente. Apelan a los elementos
más profundos de la naturaleza humana hoy, en Inglaterra o en China, tanto como
lo hacían en Palestina cuando fueron pronunciadas.
Cuando llegamos ahora a investigar cuál era la materia de la predicación de
Jesús, esperamos tal vez encontrarle explicando el sistema de doctrina que
conocemos, tal como viene expuesto en un catecismo o en una confesión de fe.
Pero lo que hallamos es muy diferente. No hizo uso de ningún sistema de doctrina.
Es verdad que no podemos dudar de que todas las numerosas y variadas ideas de su
predicación, así como aquellas a que no dio expresión, coexistían en su mente
como un sistema perfectamente desarrollado de verdad. Pero no coexistieron así en
su predicación. No empleaba la fraseología teológica, hablando de la Trinidad, de
la predestinación o del llamamiento eficaz, aunque las ideas que estos términos
abarcan formaban la base de sus palabras, no hay que dudar de que sea el deber de
la ciencia descubrirlas. Pero él hablaba el lenguaje de la vida ordinaria y
concentraba su predicación en unos cuantos puntos luminosos que afectaban el
corazón, la conciencia y la época.
La idea central y la frase más común de su predicación era el reino de Dios.
Todos recordarán cuántas de sus parábolas comienzan con "El reino de los cielos es
semejante" a esto o a aquello. El dijo: es menester que también a las otras ciudades
predique yo el reino de Dios", caracterizando así el asunto de su predicación; y de
la misma manera se dice que envió a sus apóstoles "a predicar el reino de Dios". El
no inventó la frase. Era una expresión histórica, traída del pasado, y muy común en
la boca de sus contemporáneos. El Bautista había hecho gran uso de ella, siendo la
sustancia de su mensaje: "El reino de Dios se acerca".
¿Qué significa esta expresión? Se refería a una nueva era que los profetas
habían predicho y los santos habían esperado. El tiempo de espera estaba
cumplido. Muchos profetas y justos, decía Jesús a sus contemporáneos, habían
deseado ver lo que ellos veían, pero no lo habían visto. Afirmaba que tan grandes
eran los privilegios y las glorias de la nueva época, que el que menos participaba de
ellas era mayor que el Bautista, aunque éste había sido el mayor representante del
tiempo antiguo.
Todo esto no era más que lo que sus contemporáneos habrían esperado oír,
si hubieran comprendido que el reino de Dios realmente había venido. Pero
miraban en todas direcciones y preguntaban en dónde estaba la nueva era que
Jesús decía que había traído.
En este punto, él y ellos estaban en completo desacuerdo. Ellos se fijaban más
en la primera parte de la frase, "el reino", él en la segunda, "de Dios". Ellos
esperaban que la nueva era apareciera bajo magníficas formas materiales; en un
reino del que Dios sería en verdad el gobernador, pero que mostraría, en sí mismo,
esplendor mundanal, fuerza de armas, y un imperio universal. Jesús veía la nueva
era en un imperio de Dios sobre el corazón amante y la voluntad obediente. Ellos
lo buscaban afuera. El decía: "Está dentro de vosotros". Ellos esperaban una era de
gloría y felicidad externas. El basaba la gloría y la bienaventuranza del nuevo
tiempo en el carácter. Y era un carácter totalmente diferente de aquel que se
consideraba entonces como el que impartía gloría y bienaventuranza al individuo
que lo poseía: el del orgulloso fariseo, del rico saduceo o del sabio escriba.
Bienaventurados -decía él- son los pobres en espíritu, los que lloran, los mansos, los
que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los
pacificadores, los que son perseguidos a causa de la justicia.
La tendencia principal de su predicación era exponer esta idea del reino de
Dios, el carácter de sus miembros, su felicidad en poseer el amor y comunión de su
Padre en los cielos, sus expectativas en el mundo venidero. Ponía de relieve el
contraste entre este reino y la religión de exterioridades de la época, con su
carencia de espiritualidad y su sustitución de observancias ceremoniales en lugar del
carácter. Invitaba a su reino a todas las clases sociales. Invitaba a los ricos,
demostrando, como en la parábola del rico y Lázaro, la vanidad y el peligro de
buscar la felicidad en las riquezas; y a los pobres, infundiéndoles un sentimiento de
su propia dignidad, persuadiéndoles con el afecto más exuberante y las palabras
más convincentes que la única riqueza verdadera consiste en el carácter, y
asegurándoles que si buscaban primero el reino de Dios, su Padre celestial, que
alimentaba a las aves y vestía los lirios, no los dejaría sufrir.
Pero el centro y el alma de su predicación era él mismo. En él estaba la nueva
era. El nuevo carácter que hacía a los hombres súbditos del reino y participantes en
los privilegios de ese reino, podía conseguirse sólo en él. Por esto el resultado
práctico de cada uno de los discursos de Cristo era el mandato de venir a él,
aprender de él, seguirle a él. "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados"
era la palabra principal, la más profunda, y la final de todos sus discursos.
Es imposible leer los discursos de Jesús sin notar que maravillosos como son,
sin embargo, algunas de las doctrinas más características del cristianismo tal como
están expuestas en las epístolas de San Pablo, ahora conservadas con aprecio en las
almas de los cristianos más devotos y más sabios, ocupan en ellos un lugar
insignificante.
Especialmente esto se echa de ver respecto a las grandes doctrinas del
Evangelio, tales como la manera en que el pecador se reconcilia con Dios, y cómo
en su alma perdonada se produce gradualmente el carácter que lo hace parecido a
Cristo y aceptable al Padre. La falta de referencia a tales doctrinas puede haberse
exagerado mucho, siendo el hecho que no hay una sola doctrina prominente del
gran apóstol cuyos gérmenes no se encuentren en la enseñanza de Cristo mismo. Sin
embargo, el contraste es lo suficiente marcado para dar cierta excusa a los que
niegan que las doctrinas distintivas de San Pablo sean elementos legítimos del
cristianismo.
Pero la verdadera explicación del fenómeno es muy diferente. Jesús no era
sólo un instructor. Su carácter era más grande que sus palabras, y así lo era también
su obra. La parte principal de esa obra era hacer expiación por los pecados del
mundo con su muerte en la cruz. Pero sus discípulos más íntimos nunca quisieron
creer que él había de morir, y hasta que se verificara su muerte, era imposible
explicar su significado más profundo. Las doctrinas más distintivas de San Pablo no
son más que explicaciones de dos grandes hechos: la muerte de Cristo y el Espíritu
enviado por el Redentor glorificado. Es obvio que estos hechos no podían ser bien
explicados en las palabras de Jesús mismo, cuando todavía no se habían verificado;
pero suprimir la explicación inspirada de ellos sería apagar la luz del evangelio y
robarle a Cristo su gloría más elevada.
El auditorio de Jesús variaba en diferentes ocasiones, tanto en su número
como en su carácter. Muchas veces era una gran multitud. Se dirigía a éstas en todas
partes: sobre la montaña, en la orilla del mar, en el camino, en las sinagogas, en los
atrios del templo. Pero estaba igualmente pronto a hablar con un solo individuo,
por humilde que fuera. Se aprovechaba de toda oportunidad para hacerlo así. A
pesar de estar rendido de cansancio, habló con la mujer junto al pozo de Jacob.
Recibió a Nicodemo a solas y enseñó a María en su casa. Se dice que en los
Evangelios se mencionan diecinueve de estas entrevistas privadas. Dan a sus
discípulos un ejemplo notable. Esta es tal vez la más eficaz de todas las formas de
instrucción, y de todos modos, constituye la mejor prueba de solicitud en enseñar.
El hombre que predica con entusiasmo a miles de personas puede ser un simple
orador; pero aquel que busca oportunidad para hablar directamente al individuo
sobre la condición de su alma, debe de tener el verdadero fuego celestial ardiendo
en su corazón.
Frecuentemente su auditorio se componía del círculo de sus discípulos. Su
predicación hacía división entre sus oyentes. El mismo, en sus parábolas, tales como
el sembrador, la cizaña y el trigo, la fiesta de bodas, etc., describía con una vividez
sin igual, los efectos de su predicación sobre las diferentes clases. A algunos su
predicación los repelía totalmente. Otros la escuchaban con asombro, sin que les
tocara el corazón; otros eran afectados por algún tiempo, pero pronto volvían a
sus antiguos intereses. Es terrible pensar cuan pocos eran, aun cuando era el Hijo de
Dios quien predicaba, los que oían para la salvación. Los que lo hicieron así
gradualmente formaron a su alrededor un cuerpo de discípulos. Le seguían,
escuchando todos sus discursos, y con frecuencia les hablaba a solas. Tales eran los
quinientos a quienes apareció en Galilea después de su resurrección. Algunos de
ellos eran mujeres, tales como María Magdalena, Susana y Juana la esposa del
mayordomo de Heredes, quien como era rica, suplía con gusto sus pocas y sencillas
necesidades.
A estos discípulos les daba una instrucción más perfecta que a las multitudes.
Les explicaba en privado cualquiera cosa que fuera oscura en su enseñanza pública.
Más de una vez hizo la extraña aseveración de que hablaba en parábolas a la
multitud, para que oyendo no entendiesen. Esto no podía sino significar que a
aquellos que realmente no tenían interés en la verdad no se les daba más que la
hermosa corteza, pero que el fin de la falta de claridad era incitar a una
investigación más profunda, así como un velo que medio cubre un bello rostro hace
más intenso el deseo de verlo; y que a aquellos que tenían una ansiedad espiritual
de saber más, gustosamente les comunicaría el secreto. Estos últimos, cuando se
hizo evidente que la nación en general no era digna de ser el instrumento de la
obra del Mesías, llegaron a formar el núcleo de aquella sociedad espiritual, elevada
por encima de todas las limitaciones locales y las distinciones de rango y
nacionalidad, por medio de la cual el espíritu y la doctrina de Cristo habían de ser
diseminados y perpetuados en el mundo
El apostolado
Llamamiento y educación de los doce. Quizá la formación del apostolado
debe colocarse a la par de los milagros y la predicación como un tercer medio por
el cual él efectuaba su obra. Los hombres que llegaron a ser los doce apóstoles no
eran más, al principio, que discípulos ordinarios como otros muchos. Esta, al
menos, era la posición de los que ya eran sus seguidores durante el primer año de
su ministerio. Al comenzar su actividad en Galilea, sus relaciones con él pasaron a
un grado más alto. Los llamó para que abandonaran sus empleos ordinarios y
estuviesen constantemente con el, y es probable que no pasaron muchas semanas
antes de que los ascendiese al tercero y final grado de intimidad con él,
ordenándolos como apóstoles.
Fue cuando su obra había llegado a ser tan extensa y apremiante que le era
completamente imposible abarcarla toda, que por decirlo así, se multiplicó a sí
mismo, nombrándoles a ellos como sus ayudantes. Los comisionó a enseñar los
elementos más sencillos de su doctrina, y les confirió poderes milagrosos semejantes
a los suyos propios. De esta manera fueron evangelizadas muchas poblaciones que
él no tenía tiempo para visitar, y muchas personas que no pudieron llegar a tener
contacto personal con él, fueron curadas.
Pero, como lo demostraron los sucesos futuros, sus fines al nombrarlos tenían
un alcance mucho mayor. Su obra era para todo tiempo y para todo el mundo. No
era posible que fuese terminada durante la vida de una sola persona. Previo esto, e
hizo provisión para ello, haciendo una temprana elección de agentes que pudieran
llevar adelante sus planes después de su partida y por medio de los cuales pudiera
extender su influencia sobre la humanidad. El mismo no escribió nada. Pudiera
pensarse que escribir hubiera sido el mejor modo de perpetuar su influencia, y de
dar al mundo una idea perfecta de sí mismo; y no podemos menos que
imaginarnos, animados de un vehemente deseo, lo que sería un volumen escrito
por sus propias manos. Pero por razones sabias él se abstuvo de esta clase de
trabajo y se resolvió a vivir, después de su muerte, en la vida de hombres
escogidos.
Es sorprendente ver qué clase de personas escogió él para tan grande destino.
No pertenecían a las clases instruidas y de más influencia. Sin dudas los cabecillas y
caudillos de la nación debían haber sido los instrumentos de su Mesías, pero ellos
mismos se mostraron totalmente indignos de tan alta vocación. El no los
necesitaba; no le hacía falta la influencia de poder y sabiduría carnales. Siendo su
costumbre hacer uso de aquellos elementos de carácter que no se limitan a ninguna
condición de vida o grado de cultura, no vaciló en confiar su causa a doce hombres
sencillos que carecían de instrucción y que pertenecían al pueblo común.
Hizo la elección después de una noche de oración, y sin duda después de
muchos días de deliberación. El resultado demostró con qué penetración de
carácter él había actuado. Resultaron ser instrumentos perfectamente adecuados
para el gran designio; cuando menos dos de ellos eran hombres de dones
supremos; y aunque uno de los doce resultó ser traidor, y es probable que aun
después de hechas todas las explicaciones la elección de él seguirá siendo un
misterio explicado apenas en parte; sin embargo, la elección de agentes que al
principio daban tan poca esperanza, pero que al fin alcanzaron tan grande éxito,
será siempre uno de los principales momentos de la incomparable originalidad de
Jesús.
Sería sin embargo una explicación muy inadecuada de la relación que existía
entre Jesús y los doce, señalar solamente la penetración con que descubrió en ellos
los gérmenes de aptitud para su grande porvenir. Llegaron a ser hombres muy
notables, y al fundar la iglesia ejecutaron una obra de importancia
inconmensurable. Se puede decir, en un sentido, que ellos ni soñaron que estarían
sentados en tronos, gobernando al mundo moderno. Ellos se levantan como una
hilera de columnas majestuosas al través de las llanuras de la historia. Pero la luz
que los baña y los hace visibles proviene sólo de Cristo. El les dio toda su grandeza;
y la de ellos es una notable prueba de la de él.
¡Qué no debe de haber sido Aquél cuya influencia les daba tanta magnitud de
carácter, y los hizo aptos para tan gigantesca tarea! Al principio eran rudos y
carnales en extremo. ¿Qué esperanza había de que alguna vez pudieran apreciar los
designios de una mente como la de él, heredar su obra, poseer en grado alguno un
espíritu tan exquisito, y transmitir a generaciones futuras una representación fiel de
su carácter? Pero los educaba con la paciencia más cariñosa, soportando sus
vulgares esperanzas y sus torpes interpretaciones de lo que él quería decir. No
olvidándose ni por un momento del papel que ellos iban a hacer en el futuro, se
dedicó a enseñarles, como su obra principal.
Estaban en compañía con él más constantemente aun que el cuerpo general
de los discípulos, viendo todo lo que él hacía en público y escuchando todo lo que
decía. Muchas veces ellos formaban el auditorio, y en tales ocasiones él les
descubría las glorias y los misterios de su doctrina, sembrando en sus mentes la
semilla de la verdad que después con el tiempo y la experiencia debía fructificar.
Pero la parte más importante de su educación era algo que quizás notaron
poco entonces, a pesar de que estaba produciendo tan magníficos resultados: la
influencia silenciosa y constante del carácter de Jesús sobre ellos. Los atraía a sí
mismo e imprimía en ellos su propia imagen. Esto fue lo que los hizo llegar a ser lo
que fueron. Por medio de esto, más que por otra cosa alguna, las generaciones de
los que lo aman dirigen sus miradas a ellos con envidia. Admiramos y adoramos
aun a tan grande distancia las cualidades de su carácter, pero iQué sería haberlas
visto en la unidad de su vida, y sentir durante años enteros su influencia
transformadora! ¿Podemos conocer con alguna exactitud los rasgos distintivos de
ese carácter, cuya gloría ellos veían y bajo cuya potencia vivían?
El carácter humano de Jesús. Tal vez el rasgo que notarían primero los
discípulos en Jesús sería su concentración en su propósito. Es indudable que esta
cualidad marca el tono fundamental que se oye en todos sus dichos que nos han
sido conservados, y es el pulso que sentimos latir en todas sus acciones cuyo
recuerdo tenemos. Estaba posesionado de un propósito que lo guiaba y lo
impulsaba hacia adelante.
La mayor parte de las vidas no se dirigen hacia ningún fin particular, sino que
se dejan llevar adelante, bajo la influencia de variados sentimientos e instintos o
por las corrientes de la sociedad, y nada terminan. Pero es evidente que Jesús tenía
por delante un objetivo definido, que absorbía sus pensamientos y desarrollaba
toda su energía. A menudo daba como motivo para no hacer algo: "Mi hora no ha
llegado", como si su designio absorbiera cada momento y como si cada hora tuviera
designada su parte propia en la tarea. Esto impartía a su vida un celo y rapidez de
ejecución de que la mayor parte de las vidas carecen. Esto le salvó también de
perder su energía en detalles, y del cuidado por las cosas pequeñas en que se
disipan las vidas de los que no tienen una vocación definida; y esto hizo que su
vida, a pesar de ser tan variadas sus actividades, fuera una perfecta unidad.
Muy íntimamente relacionada con esta cualidad había otra muy saliente, que
puede llamarse su fe. por la cual se quiere decir su asombrosa confianza en la
realización de su propósito, y una aparente desatención a los medios y a la
oposición. Si se considera, aun de la manera más general, cuan vasto era su
propósito —reformar su nación y emprender un movimiento religioso que debía
ser eterno y universal—; si se toma en consideración la oposición que encontraba y
que él preveía que su causa tendría que encontrar a cada paso; y si se recuerda lo
que él, como hombre, era —un indocto campesino de Galilea— su tranquila e
intrépida confianza en su buen éxito aparecerá tan sólo menos notable que el buen
éxito mismo.
Después de leer los Evangelios, una persona se pregunta con asombro qué
hizo él para producir una impresión tan tremenda en el mundo. No creó ninguna
maquinaría complicada para asegurar el efecto. No puso su mano sobre los centros
de influencia: educación, riquezas, gobierno, etc. Es cierto que instituyó la iglesia.
Pero no dejó ninguna explicación detallada de la naturaleza de ella ni reglas para su
constitución. Era la sencillez de una fe que no busca medios, ni hace preparativos,
sino que sencillamente sigue adelante y ejecuta su obra. Era la misma cualidad que
según él, podía traspasar montañas, y la que más deseaba ver en sus discípulos. Era
la insensatez del evangelio, de que se jactaba Pablo, saliendo con el denuedo que
da el poder, pero con una escasez ridícula de equipo, para conquistar al mundo
griego y romano.
Una tercera cualidad saliente de su carácter era su originalidad. La mayor
parte de las vidas se explican fácilmente. No son más que productos de las
circunstancias y copia de miles de otras vidas semejantes que coexisten con ellas o
las han precedido. Nos modelan los hábitos y costumbres del país a que
pertenecemos, la moda, y el gusto de nuestra generación, las tradiciones de nuestra
educación, las preocupaciones de nuestra escuela o secta. La obra que ejecutamos
nos es determinada por un concurso fortuito de circunstancias; en lugar de crecer
nuestras convicciones naturalmente desde adentro, las maneja una autoridad que
viene de afuera; nuestras opiniones no son traídas en fragmentos por cada viento
que sopla.
Pero, ¿cuáles circunstancias formaron al Hombre Cristo Jesús? Nunca hubo
otra edad más árida y estéril que aquella en que él nació. Era como una alta y
vigorosa palmera nacida en un desierto. ¿Qué había en la vida estrecha de Nazaret
para producir un carácter tan gigantesco? ¿Cómo era posible que la aldea
notoriamente pecadora produjera una pureza tan viviente? Quizás algún escriba le
haya enseñado las letras y los rudimentos del saber, pero su doctrina era una
contradicción completa de todo lo que los escribas enseñaban. Nunca se
apoderaron de su espíritu libre, las modas de las sectas. ¡Cuan claramente, en medio
de los sonidos que llenaban el oído de su época, oía él la desatendida voz de la
verdad, tan diferente de aquéllos! ¡Cuan claramente, detrás de las pretensiones y las
formas aceptadas de la piedad, veía la hermosa y desatendida figura de la santidad
verdadera! Crecía desde adentro. Dirigía sus ojos directamente a los hechos de la
naturaleza y de la vida, y creía lo que veía, en vez de permitir que su vista fuese
modificada por lo que otros decían haber visto.
Era igualmente fiel a la verdad en sus palabras. Se presentaba y hablaba sin
vacilación lo que creía, aunque sacudía hasta sus cimientos las instituciones, los
credos, y las costumbres de su país, y desataba las opiniones del pueblo en
centenares de los puntos en que habían sido educados.
Puede decirse en verdad, que a pesar de que la nación judaica de su tiempo
era un terreno totalmente árido, del que no era posible esperar que creciera cosa
alguna que fuera vigorosa o grande, él se volvió a la primitiva historia de su nación
y nutría su espíritu con las ideas de Moisés y de los profetas. Hay algo de verdad en
esto. Pero, a pesar de su cariñosa y constante familiaridad con ellos, los trataba con
mano libre e intrépida. Los libró de sí mismos y exhibió en su perfección las ideas
que ellos enseñaban sólo en germen. ¡Qué contraste entre el Dios del pacto con
Israel y el Padre en los cielos que él revelaba; entre el templo con sus sacerdotes y
sacrificios cruentos, y el culto en espíritu y verdad; entre la moralidad nacional y
ceremonial de la ley y la moralidad de la conciencia y del corazón! Aun en
comparación con las figuras de Moisés Elías, e Isaías, él se eleva sobre ellos en
solitaria originalidad.
Una cuarta y muy gloriosa cualidad de su carácter era su amor a ¡os hombres.
Ya se ha dicho que estaba posesionado de un propósito que dominaba todo. Pero
en el fondo de un gran propósito es necesario que haya una gran pasión que le dé
forma y lo sostenga. El amor al hombre era la pasión que dirigía e inspiraba a Jesús.
No se nos dice de manera explícita, cómo nació y crecía este amor en el retiro
de Nazaret, y de qué elementos se nutría. Sólo sabemos que cuando apareció en
público ésta era una pasión dominante que sofocaba todo amor propio, le llenaba
de una compasión ilimitada hacia la miseria humana, y le hacía capaz de seguir
adelante, sin vacilar, en la empresa a que se había consagrado. Sólo sabemos en
general que este amor se nutría del concepto que tenía del valor infinito del alma
humana. Sobrepasaba todos los límites que otros hombres han puesto a su
benevolencia.
Generalmente las diferencias de clase y de nacionalidad enfrían el interés de
los hombres unos por otros. En casi todo país se ha considerado como una virtud
aborrecer a los enemigos; y hay acuerdo general en aborrecer y evitar a aquellos
que hayan violado las leyes de la respetabilidad. Pero Jesús no hacía caso de estas
convenciones, teniendo en contra de ellas el concepto dominante del valor que
percibía igualmente en el enemigo, el extranjero y el proscrito de la sociedad.
Este amor dio forma al propósito de su vida. Le dio la simpatía más tierna e
intensa hacia toda especie de dolor y de miseria. Era su motivo más profundo para
adoptar la vocación de sanar. En donde más necesidad había de socorro, hacia allá
lo impulsaba su compasivo corazón. Pero era especialmente a salvar el alma a lo
que su amor le impelía. Sabía que ésta era la verdadera joya, para rescatar la cual
debía emprenderse todo, y que las angustias y los peligros de ella eran los mayores
de todos. Ha habido a veces un amor a otros sin este designio vital. Pero la
sabiduría dirigía su amor hacia el verdadero bienestar de aquellos a quienes amaba.
Comprendía que estaba haciendo lo mejor posible para ellos cuando los salvaba de
sus pecados.
Pero el atributo más prominente de su carácter era su amor hacia Dios. Es el
supremo honor y privilegio del hombre ser uno con Dios en sentimiento,
pensamiento, y propósito. Jesús tenía esta cualidad en grado perfecto.
Para nosotros es muy difícil formarnos en nuestro interior un concepto
adecuado de Dios. La mayoría de los hombres apenas piensan en él alguna vez, y
aun los más piadosos tienen que confesar que les cuesta un esfuerzo supremo
disciplinar su mente hasta formar el hábito de tenerlo siempre presente. Cuando
pensamos en él, es con un sentimiento penoso de la falta de armonía entre lo que
hay en nosotros y lo que hay en él. No podemos quedarnos ni por pocos
momentos en su presencia, sin sentir en cierto grado que sus pensamientos no son
nuestros pensamientos, ni sus caminos nuestros caminos.
Con Jesús no fue así. Siempre estaba consciente de la presencia de Dios.
Nunca pasó una hora, nunca efectuó una acción, sin referencia directa a Dios. Dios
lo rodeaba como el aire que respiraba o la luz del sol en que andaba. Sus
pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus deseos nunca fueron, en lo
mínimo, diferentes de los de Dios; su propósito, según su más plena convicción, era
el propósito de Dios para él.
¿Cómo llegó a tener esta armonía absoluta con Dios? En gran parte debe
atribuirse a la perfecta armonía de su naturaleza en sí, pero en cierta medida la
adquirió por los mismos medios por los cuales nosotros la procuramos con tanto
trabajo; por el estudio de los pensamientos y propósitos de Dios, revelados en su
Palabra, la cual desde su niñez era su gozo constante; cultivando en toda su vida la
costumbre de orar, para la cual hallaba tiempo aun cuando no tenía tiempo para
comer; y resistiendo con paciencia la tentación de dar lugar a sus propios
pensamientos y propósitos que fueran diferentes de los de Dios.
Esto fue lo que le dio tanta fe e intrepidez en su obra; sabía que el
llamamiento para ejecutarla venía de Dios, y que él no debía morir hasta que fuese
concluida. Esto fue lo que hizo de él, con toda su conciencia de sí mismo y su
originalidad, un modelo de humildad y sumisión; porque siempre reducía todo
pensamiento y deseo a la obediencia a la voluntad de su Padre. Este fue el secreto
de la paz y la majestuosa calma que impartían tanta grandeza a su conducta en las
horas más aflictivas de su vida. Sabía que lo peor que pudiera sucederle sería
contrariar la voluntad de su Padre acerca de él. Tenía siempre a mano un retiro de
perfecto descanso, silencio y luz, en el cual podía refugiarse del clamor y la
confusión que le rodeaba. Este era el gran secreto que legó a sus discípulos cuando
les dijo al partir: "La paz os dejo, mi paz os doy".
La impecabilidad de Jesús ha sido indicada con frecuencia como el atributo
culminante de su carácter. Las Escrituras, que refieren con tanta franqueza los
errores de sus héroes más grandes, tales como Abraham y Moisés no tuvieron que
registrar ningún pecado de él.
No hay otro rasgo de los santos de la antigüedad más notable que su
penitencia. Cuanto más perfectamente santos fueron, tanto más abundantes y
amargas fueron sus lágrimas y lamentaciones por su naturaleza pecadora. Pero
aunque es admitido de todos que Jesús era la suprema figura religiosa en la historia,
él nunca manifestó este distintivo de la santidad; nunca hizo confesión de pecado
alguno. ¿No debe ser esto porque no tenía pecado que confesar?
Sin embargo, la idea de la impecabilidad es demasiado negativa para expresar
la perfección de su carácter. El era sin pecado; pero lo era porque estaba
completamente lleno de amor. El pecado contra Dios no es más que la expresión
de la falta de amor hacia Dios, y el pecado contra el hombre es falta de amor al
hombre. Un ser completamente lleno de amor tanto a Dios como al hombre, no
puede, de ninguna manera, pecar contra el uno o el otro. Esta plenitud de amor a
su Padre y a la humanidad, dominando toda manifestación de su ser, constituía la
perfección de su carácter.
A la impresión producida en ellos por su prolongado contacto con su
Maestro, debían los doce todo lo que llegaron a ser. No podemos indicar con
exactitud en qué tiempo comenzaron a comprender la verdad central del
cristianismo, que tenían que publicar al mundo después, es a saber que detrás de la
ternura y majestad de este carácter humano, había en él algo más augusto; ni por
qué grados sus impresiones se maduraron hasta llegar a la plena convicción de que
en él la humanidad perfecta estaba en unión con la divinidad perfecta. Este era el
término de todas las revelaciones que les hacía de sí mismo. Pero el
quebrantamiento de su fe al tiempo de la muerte de él muestra cuan poco maduras
deben haber estado hasta entonces sus convicciones con respecto a su personalidad,
por más dignamente que hayan podido, en ciertas horas felices, expresar su fe en él.
Fue la experiencia de la Resurrección y Ascensión la que dio a las impresiones
inestables que por largo tiempo habían estado acumulándose en su mente, el toque
que las hizo cristalizarse en la convicción inconmovible de que en Aquél con el cual
les fue concedido asociarse tan íntimamente, Dios estaba manifestado en la carne
EL AÑO DE OPOSICIÓN
El cambio de sentimientos hacia él.
Durante todo un año Jesús prosiguió su obra en Galilea con energía incesante,
andando entre las multitudes dignas de lástima que solicitaban su ayuda milagrosa y
aprovechando toda oportunidad para derramar sus palabras de gracia y verdad en
el oído de la muchedumbre o del ansioso inquiridor solitario. En centenares de
hogares a cuyos miembros había devuelto la salud y la alegría, su nombre debe de
haber llegado a ser el asunto principal de conversación. Miles de espíritus cuyas
profundidades habían sido movidas por su predicación, pensaban en él con gratitud
y amor. El eco de su fama resonaba cada vez más distante. Por algún tiempo
parecía que todos los de Galilea iban a ser sus discípulos y que el movimiento
comenzado de esta manera podría con facilidad extenderse hacia el sur, venciendo
toda oposición y envolviendo todo el país en un entusiasmo de amor para con el
que los curaba, y de obediencia al Maestro.
Pero apenas habían pasado doce meses, cuando se hizo tristemente evidente
que esto no había de ser. La mente galilea resultó ser terreno pedregoso, en donde
la semilla del reino brotó con rapidez, pero con igual rapidez se marchitó. El
cambio fue repentino y completo, y alteró de una vez todas las condiciones de la
vida de Jesús. Permaneció en Galilea otros seis meses: pero éstos fueron muy
diferentes de los doce anteriores. Las voces que se oían alrededor de él ya no eran
aclamaciones resonantes de gratitud y aplauso, sino voces amargas y blasfemas de
oposición. Ya no se le podía ver moviéndose de una población grande a otra en el
centro del país, bien recibido por los que lo aguardaban para ver o experimentar
sus milagros, y seguido por miles, ansiosos de no perder ni una sola palabra de sus
discursos. Era un fugitivo buscando los lugares más distantes y extraños y
acompañado sólo por un número reducido de discípulos.
Al fin de los seis meses dejó a Galilea para siempre, pero no como en un
tiempo pudiera haberse esperado, llevado en alto sobre la crecida ola de
reconocimiento público, para hacer fácil conquista de los corazones en la parte
meridional del país y tomar posesión victoriosa de Jerusalén, hecha incapaz de
resistir a la voz unánime del pueblo. Es cierto que trabajó por otros seis meses en la
parte meridional del país —Judea y Perea— y que donde sus milagros eran vistos
por primera vez no faltaban las mismas señales de entusiasmo público que había
encontrado en los primeros meses de gozo en Galilea; pero lo más que hizo fue
añadir unos pocos a la compañía de los fieles discípulos.
En verdad, desde el día en que salió de Galilea, se dirigió constantemente
hacia Jerusalén; y los seis meses que pasó en Perea y Judea pueden considerarse
como ocupados en un lento viaje para allá; pero el viaje fue emprendido con la
plena convicción, que expresaba abiertamente a sus discípulos, de que en la capital
no habría de conseguir ningún triunfo sobre corazones entusiastas y mentes
convencidas, sino un rechazamiento nacional definitivo, ser muerto en vez de
coronado.
Debemos indicar las causas y el progreso de este cambio de sentimiento de
parte de los galileos, y de este triste cambio en la carrera de Jesús.
Causas de la oposición
Desde el principio, las clases influyentes e instruidas habían tomado una
actitud de oposición a Jesús. Los sectores más mundanos de ellas —los saduceos y
los herodianos— por largo tiempo les prestaron poca atención. Tenían sus propios
negocios en que ocuparse: sus riquezas, su influencia política y sus diversiones. Poco
les interesaba el movimiento religioso que se verificaba entre las clases inferiores. El
rumor público de que había aparecido uno que profesaba ser el Mesías no despertó
ningún interés en ellos, porque no participaban de las esperanzas populares sobre el
asunto. Se decían unos a otros que éste no era más que otro de los pretendientes
que las ideas peculiares del pueblo seguramente levantarían de tiempo en tiempo.
Fue sólo cuando les pareció que el movimiento amenazaba conducir a una
revolución política, la cual atraería sobre el país la mano férrea de sus gobernantes
romanos y daría al Procurador una excusa para nuevas extorsiones en que
peligrarían las propiedades y comodidades de ellos mismos, que se despertaron y
fijaron su atención en él.
Motivos de la oposición de los fariseos
Fue muy diferente la reacción de los sectores más religiosos de las clases
elevadas: los fariseos y los escribas. Ellos tomaban un interés profundo en todos los
acontecimientos eclesiásticos y religiosos. Un movimiento de carácter religioso entre
el pueblo excitaba fuertemente su atención, porque ellos mismos aspiraban a la
influencia popular. Una voz nueva en el campo profetice o la promulgación de una
nueva doctrina o dogma cautivaba su oído inmediatamente. Pero sobre todo,
cualquiera persona que se presentara como el Mesías, producía en ellos una grande
excitación, ya que abrigaban los más ardientes deseos mesiánicos, y en este tiempo
sufrían intensamente bajo el yugo extranjero.
En su relación con el resto de la comunidad, ellos correspondían a nuestro
clero y principales legos religiosos, y es probable que formaran una proporción
similar de la población y ejercían cuando menos tanta influencia como éstos tienen
entre nosotros. Se ha calculado que el número de ellos puede haber llegado a seis
mil. Se consideraban como las personas mejores del país, los que conservaban la
respetabilidad y la ortodoxia, y las masas los respetaban como personas que tenían
el derecho de juzgar y determinar todos los asuntos religiosos.
No se les puede acusar de haber desatendido a Jesús. Le daban su más
empeñosa atención desde el principio. Le seguían paso a paso. Discutían sus
doctrinas y sus pretensiones, y tomaron por fin una decisión respecto a él. Esta
decisión fue adversa, y la confirmaron con hechos, no disminuyendo su actividad ni
por una hora.
Esta es tal vez la más solemne y asombrosa circunstancia en toda la tragedia
de la vida de Cristo. Aquellos que lo rechazaban, lo perseguían como a una fiera, y
lo asesinaron, eran los hombres que se consideraban como los mejores de la nación,
como sus maestros y modelos, los que celosamente conservaban las Escrituras y las
tradiciones del pasado. Eran hombres que esperaban ansiosamente al Mesías,
quienes juzgaron a Jesús, según ellos creían, de conformidad con las Escrituras, y
pensaban que estaban obedeciendo los dictados de su conciencia y sirviendo a Dios
al tratarle como lo hacían.
No puede dejar de pasar a veces por la mente del lector de los Evangelios un
fuerte sentimiento de lástima y una especie de simpatía hacia ellos. ¡Jesús era tan
diferente del Mesías que ellos esperaban y que sus padres les habían enseñado a
esperar! ¡Contrariaba tan completamente sus preocupaciones y máximas, y
deshonraba tantas cosas que ellos habían aprendido a considerar como sagradas! Se
les puede compadecer seguramente; nunca hubo crimen como el de ellos, y nunca
hubo castigo como el de ellos. Sentimos la misma tristeza con respecto a aquellos
que se hallan arrojados en medio de cualquiera grande crisis en la historia del
mundo y que, no entendiendo las señales del tiempo, han caído en errores fatales,
como lo hicieron, por ejemplo aquellos que en el tiempo de la Reforma no
pudieron declararse y seguir la marcha de la Providencia.
Sin embargo, ¿qué era lo que les pasaba en el fondo? Era precisamente que
estaban tan cegados por el pecado que no podían ver la luz. Sus opiniones con
respecto al Mesías habían sido pervertidas por siglos enteros de apego al mundo y
de falta de espiritualidad. En esto eran herederos parecidos a sus antepasados.
Consideraban a Jesús como pecador, porque no se conformaba con las ordenanzas
que sus padres profanamente habían añadido a la Palabra de Dios, y porque el
concepto que ellos tenían de lo que es un hombre bueno, al cual concepto no
correspondía Jesús, era completamente falso.
Jesús les daba evidencia suficiente, pero no podía darles ojos para verla. Hay
algo en el fondo de los corazones buenos y sinceros que, por más larga y
profundamente que haya sido sepultado bajo la preocupación y el pecado, salta
con alegría y con el deseo de abrazar lo que sea verdadero, lo que sea venerable, lo
que sea puro y grande, cuando se acerca. Pero nada de esto había en ellos; sus
corazones estaban cauterizados, endurecidos y muertos. Para juzgarle, usaban sus
reglas anticuadas y normas arbitrarias, y nunca bastó la grandeza de él para
desviarles de su fatal actitud de oposición. El les ponía delante la verdad, pero no
tenían el oído afecto a la verdad para reconocer su sonido encantador. Les traía la
más deslumbrante pureza, tal que hubiera hecho a los arcángeles velar sus
semblantes para mirarla, pero ellos no fueron intimidados. Les acercó el rostro
mismo de misericordia y amor celestial, pero sus ofuscados ojos no respondieron.
Podemos en verdad tener lástima de la conducta de tales personas como una
espantosa calamidad, pero es mejor temerla y temblar ante ella como una
espantosa culpabilidad. Mientras más completamente pecaminosos llegan a ser los
hombres, más inevitable es que pequen; en cuanto más grande se hace el cúmulo de
pecado de una nación, más inevitable es que se cometa algún horrendo crimen
nacional. Pero cuando lo inevitable sucede, es objeto no sólo de lástima, sino
también de santa y celosa ira.
Una cosa en Jesús que desde el principio excitó la oposición de ellos fue lo
humilde de su origen. Sus ojos estaban deslumbrados por las preocupaciones
propias de los ricos y sabios, y no podían ver la grandeza del alma cuando se les
presentaba aparte de los accidentes de posición y cultura. El era hijo del pueblo.
Había sido carpintero, y según creían ellos, había nacido en la ruda y malvada
Galilea. No había cursado las escuelas de Jerusalén, ni bebido de las fuentes
acreditadas de sabiduría que existían allí. Creían que un profeta, y sobre todo el
Mesías, debía nacer en Judea, educarse en Jerusalén como el centro de la cultura y
de la religión, y aliarse con todo lo que fuera distinguido e influyente en la nación.
Por el mismo motivo se ofendían a causa de los discípulos que él escogió y en
cuya compañía andaba. Sus instrumentos escogidos no eran de entre ellos mismos,
los sabios y de alta cuna, sino legos sin educación, pobres pescadores. Aún más, uno
de ellos era publicano.
Nada de lo que Jesús hizo, tal vez, ofendió más que la elección de Mateo,
recaudador de tributos, para apóstol. Como agentes de una potencia extranjera, los
recaudadores de impuestos eran odiados por todo patriota y por toda persona
respetable, tanto por su ocupación como por sus extorsiones y su carácter. ¿Cómo
podía Jesús esperar que hombres respetables y educados entraran en un círculo
como el que había formado alrededor de sí?
Además, se mezclaba libremente con la clase ínfima de la población; con
publícanos, rameras y pecadores. Nosotros que vivimos en los tiempos cristianos
hemos aprendido a amarle más por esto que por otra cosa alguna. Nos es fácil ver
que si en verdad él era el que salvaba del pecado, no podía hallarse en una
compañía que le conviniera mejor que la de los que más necesitaban la salvación.
Ahora sabemos que podía creer que muchas de aquellas almas perdidas eran más
bien víctimas de las circunstancias, que pecadores voluntarios, y que pasando el
imán por encima de la basura atraería muchos fragmentos de metal precioso. Los
más puros de espíritu y los de más elevada cuna han aprendido, desde entonces, a
seguir sus pisadas, bajando a los confines de la inmundicia y del vicio para buscar y
hallar a los perdidos.
Pero ningún sentimiento de esta naturaleza se reconocía en el mundo antes
de su venida. La masa de pecadores que estaban fuera de los límites de la
respetabilidad eran despreciados y aborrecidos como enemigos de la sociedad, y no
se hacía ningún esfuerzo para salvarlos. Al contrario, todos los que aspiraban a una
distinción religiosa evitaban como una contaminación aun el contacto con ellos.
Simón el fariseo, cuando hospedó a Jesús, no dudaba de que si fuera profeta y
supiera quién era la mujer que le tocaba, la hubiera despedido.
Tales eran los sentimientos del tiempo. Sin embargo cuando Jesús trajo al
mundo el nuevo sentimiento y les mostró el rostro divino de misericordia, debían
haberío reconocido. Si sus corazones no hubieran sido completamente duros y
crueles habrían corrido a dar la bienvenida a esta revelación humana de lo divino.
El espectáculo de pecadores que abandonaban sus malos caminos, de mujeres
pecaminosas que lloraban a causa de su mala vida, y de extorsionadores como
Zaqueo que se volvían sinceros y generosos, debía haberles deleitado. Pero no
produjo este resultado, sino sólo que aborreciesen a Jesús por su compasión, y le
llamasen amigo de publícanos y pecadores.
Un tercer y muy grave motivo de oposición era que él mismo no practicaba
ni instaba a sus discípulos a practicar muchas de las observancias rituales, tales como
ayunos, escrupulosidad en el lavamiento de manos antes de la comida, etc., que se
consideraban entonces como los distintivos de un hombre santo.
Se ha explicado ya cómo tuvieron principio estas costumbres. Habían sido
inventadas en una edad fervorosa pero mecánica, con el fin de hacer resaltar las
peculiaridades del carácter judaico y mantener la separación entre los judíos y las
demás naciones. La intención en su origen fue buena, pero el resultado fue
deplorable. Pronto se olvidó que no eran más que invenciones humanas; se
consideraban como obligatorias por autoridad divina, y fueron multiplicadas hasta
regir toda hora del día y toda acción de la vida. Para la mayoría de los hombres,
llegaron a sustituir a la verdadera piedad y moralidad. Para las conciencias sensibles
formaban una carga intolerable, porque apenas se podía dar un paso o mover un
dedo, sin peligro de infringir alguna de ellas. Pero nadie dudaba de su autoridad, y
la observancia escrupulosa de ellas era reputada como la insignia de una vida santa.
Jesús las consideraba como el mal más grande de la época. Por esto las
desatendía y animaba a otros a hacer lo mismo, conduciéndolos al mismo tiempo a
los grandes principios de juicio, misericordia y fe, y haciéndolos sentir la majestad
de la conciencia y la profundidad y espiritualidad de la ley. Pero de allí resultó que
Jesús fue considerado como impío y engañador del pueblo.
Especialmente en lo referente al sábado se notaba la diferencia entre él y los
maestros religiosos. Sobre este punto las restricciones y reglas arbitrarias inventadas
por ellos habían llegado a la más portentosa exageración, hasta el grado de cambiar
el día de descanso, de gozo y bendición, en una carga insoportable. El
acostumbraba hacer sus curaciones en el sábado. Ellos creían que semejantes
trabajos eran una violación del mandamiento. El expuso el error de su objeción
repetidas veces, explicándoles el carácter de la institución misma como hecha "para
el hombre", haciendo referencia a los antiguos santos, y aun a la analogía de las
costumbres de ellos mismos en el día santo. Pero no se convencieron, y como él
seguía con su práctica a pesar de las objeciones de ellos, quedó esto como motivo
constante y amargo para que lo odiaran.
Se comprenderá fácilmente que habiendo llegado a estas conclusiones por
consideraciones tan mezquinas, no estaban de ningún modo dispuestos a escucharle
cuando se anunciaba a sí mismo como el Mesías, profesaba perdonar el pecado, e
insinuaba su relación superior con Dios. Habiéndose convencido de que él era
impostor y engañador, consideraban semejantes aseveraciones como blasfemias
odiosas, y no podían menos que desear tapar la boca al que las profería.
Puede parecer extraño que no fueran convencidos por los milagros que hacía.
Si realmente hacía los numerosos y estupendos milagros que se refieren de él,
¿cómo podían resistir a una prueba tan evidente de su misión divina? La discusión
entre las autoridades y el rudo razonadora quien Jesús curó de la ceguera, en el
capítulo nueve de San Juan, demuestra cuan estrechados se veían a veces por
razonamientos semejantes. Pero se habían satisfecho a sí mismos con una réplica
audaz. Debe recordarse que entre los judíos, los milagros nunca se habían
considerado como prueba concluyente de una misión divina; podían ser hechos por
profetas falsos lo mismo que por los verdaderos. Podían ser atribuidos a la acción
divina o a la diabólica. Si era una cosa o la otra, debía determinarse por otras
consideraciones. Por estas otras consideraciones ellos habían llegado a la conclusión
de que él no era enviado por Dios; por consiguiente, atribuían sus milagros a una
alianza con los poderes de las tinieblas. Jesús combatió esta interpretación blasfema
con toda la fuerza de una indignación santa y con argumentos concluyentes; pero
es fácil ver que ésta era una posición en que espíritus como los de sus opositores
podían atrincherarse con un sentimiento de mucha confianza.
Muy temprano ellos habían formado un juicio adverso a él, y nunca lo
cambiaron. Aun durante su primer ano en Judea, ya estaba casi formada la decisión
en su contra. Cuando se extendió la noticia de su éxito en Galilea, los llenó de
consternación, y enviaron comisiones desde Jerusalén, para actuar de acuerdo con
los adherentes locales de ellos para hacerle oposición.
Aun durante su año de regocijo Jesús tuvo repetidos encuentros con ellos. Al
principio los trataba con consideración y apelaba a su inteligencia y a su corazón.
Pero pronto vio que esto era inútil, y aceptó su oposición como inevitable. Exponía
a sus oyentes lo vacío de las pretensiones de aquéllos, y amonestaba a sus discípulos
en contra de ellos. Entre tanto, ellos hacían todo lo que podían pan envenenar la
mente del público en contra de él. Su éxito fue tristemente completo. Cuando a
fines del año la ola de popularidad de Jesús comenzó a retroceder, se aprovecharon
de esa ventaja, atacándole más y más atrevidamente.
En su propósito maligno incluso llegaron a azuzar los espíritus fríos de los
saduceos y herodianos, persuadiéndoles, sin duda, de que él estaba fomentando
una revuelta popular que pondría en peligro el trono de su amo Herodes, que
reinaba sobre Galilea.
Aquel príncipe despreciable y sin carácter se hizo también perseguidor de
Jesús. Tenía otros motivos de temerlo además de los que indicaron sus cortesanos.
Hacía tiempo él había asesinado a Juan Bautista. Era uno de los crímenes más viles
y detestables que se hallan en la historia, ejemplo aterrador del modo en que el
pecado conduce al pecado, y de la perseverancia maligna con que una mujer mala
consigue su objeto. Poco después de cometido este crimen, sus cortesanos vinieron
para hablar de los supuestos designios políticos de Jesús. Pero cuando tuvo noticia
del nuevo profeta, un pensamiento aterrador atravesó su conciencia culpable. "Es
Juan Bautista", exclamó él, "a quien degollé. Se ha levantado de entre los
muertos". Sin embargo deseaba verlo, sobrepujando su curiosidad a su terror.
Era el deseo del león de ver al cordero. Jesús nunca respondió a la invitación.
Pero precisamente por esto Herodes puede haber estado más inclinado a escuchar
las sugestiones de sus cortesanos de que lo arrestara como persona peligrosa. No
pasó mucho tiempo sin que procurase matarlo. Jesús se mantenía fuera de su
alcance, y sin duda esto, a la vez que otros motivos más importantes, ayudó a
cambiar el carácter de la vida de Jesús en Galilea durante los últimos seis meses de
su permanencia allí.
Enajenación del pueblo común
Opiniones populares acerca de él. Había parecido por algún tiempo que su
dominio sobre el espíritu y el corazón del pueblo común llegaría a ser tan poderoso
que traería irresistiblemente un reconocimiento nacional. Muchos son los
movimientos vistos al principio con desagrado por autoridades y dignatarios que,
encomendándose a las clases inferiores y consiguiendo su entusiasta
reconocimiento, han podido llegar a posesionarse de las clases más elevadas y
conquistar los centros de influencia. Hay en el consentimiento nacional un punto en
donde cualquier movimiento que a él llega se vuelve avalancha contra la cual la
preocupación y el desagrado oficial, por grandes que sean, no pueden sostenerse.
Jesús se entregó al pueblo común de Galilea y ellos le dieron en cambio su
amor y admiración. En lugar de odiarlo como lo hacían los fariseos y los escribas, y
llamarlo comilón y bebedor de vino, lo consideraban como profeta. Lo
comparaban con las más grandes figuras del pasado, y muchos, según se
impresionaban más por lo sublime o lo conmovedor de sus enseñanzas, decían que
era Isaías o Jeremías, resucitado de entre los muertos.
Era una idea común de la época que la venida del Mesías debía ser precedida
por la resurrección de algún profeta. Aquel en quien más se pensaba era Elías. Por
consiguiente, algunas personas creían que Jesús era Elías. Pero lo consideraban sólo
como el precursor del Mesías, y no como el Mesías mismo. El no correspondía en
nada a su concepto groseramente materialista del Libertador venidero. De vez en
cuando en verdad, después de que él había hecho algún milagro
extraordinariamente notable se levantaba una o algunas pocas voces, diciendo:
"¿No es éste el que había de venir? " Pero maravillosos como eran sus hechos y sus
palabras, sin embargo, todo el aspecto de su vida era tan diferente de las
preocupaciones de ellos, que la verdad no alcanzó a imponerse en sus espíritus
fuerte y universalmente.
Efecto de alimentar a los cinco mil. Por fin pareció haber llegado la hora
decisiva. Esto fue precisamente en aquel punto crítico a que nos hemos referido a
menudo: el fin de los doce meses en Galilea. Jesús había sabido de la muerte del
Bautista, e inmediatamente se apresuró a ir con sus discípulos a un lugar desierto
para meditar y hablar sobre el funesto suceso. Navegó al lado oriental del lago, y
desembarcando con sus discípulos en la verde llanura de Betsaida, subió con ellos a
una montaña.
Pronto se juntó al pie de la montaña una gran multitud para oírle y verle.
Supieron en donde estaba, y vinieron a él de todas partes. Siempre pronto a
sacrificarse por otros, descendió para hablarles y curarles. Se iba acercando la noche
al mismo tiempo que se prolongaba su discurso, cuando movido de un impulso de
compasión por la multitud necesitada, efectuó el estupendo milagro de alimentar a
los cinco mil.
El efecto fue tremendo. Ellos se convencieron instantáneamente de que éste
no era otro sino el Mesías, y como no tenían sino un solo concepto de lo que esto
quería decir, procuraron tomarlo por la fuerza y hacerlo rey. Querían obligarlo a
hacerse el jefe de una revuelta mesiánica, por la cual podrían arrebatar el trono al
César y a los principillos que éste había establecido sobre las diferentes provincias.
Negativa de Jesús a ser su rey. Parecía ser la hora suprema del buen éxito.
Pero para Jesús mismo era una hora de triste y amarga vergüenza. ¡Este era el único
resultado de su año de trabajo! ¡Este era el concepto que todavía tenían de él! ¡Y
querían ellos determinar el curso de sus acciones, en vez de preguntarle
humildemente qué quería que ellos hicieran!
Aceptó esto como una indicación decisiva del efecto de su obra en Galilea.
Vio cuan poco profundos eran sus resultados. Galilea se había sentenciado a sí
misma como indigna de ser el centro desde donde su reino pudiera extenderse
sobre el resto del país. Huyó de tales deseos carnales, y al día siguiente,
encontrándolos otra vez en Capernaum, les dijo cuánto se habían equivocado
respecto de él. Ellos buscaban un rey de pan, que les diera ociosidad y abundancia,
montañas de pan, ríos de leche, toda clase de comodidad sin trabajar. Lo que él
tenía para dar era el pan de vida eterna.
Su discurso fue como una corriente de agua fría sobre el entusiasmo fogoso de
aquellas turbas. Desde esa hora la causa de Jesús estaba perdida en Galilea. "Muchos
de sus discípulos se volvieron atrás, y no andaban más con él". Esto era lo que él
buscaba. El mismo dio el golpe mortal a su popularidad. Resolvió dedicarse desde
entonces a los pocos que realmente entendían su carácter y que eran capaces de ser
adherentes de una empresa espiritual.
El aspecto cambiado de su ministerio
Prueba de los discípulos. Sin embargo, a pesar de que el pueblo de Galilea, en
su generalidad, se había mostrado indigno de él, un número considerable
permanecía fiel. El núcleo de este grupo lo formaban los apóstoles; pero había
también otros, probablemente hasta el número de algunos centenares.
Estos llegaron ahora a ser objeto de su cuidado especial. Los había salvado
como "tizones arrebatados de en medio del fuego", cuando toda la Galilea lo había
abandonado. Para ellos debe de haber sido un tiempo de grande prueba. Sus
opiniones eran, en gran parte, las del pueblo. Ellos también esperaban un Mesías de
esplendor mundano. Es cierto que habían aprendido a incluir en su concepto
elementos más profundos y espirituales, pero este concepto contenía además los
elementos tradicionales y materialistas. Debe de haber sido un misterio penoso para
ellos que Jesús tardara tanto en ceñirse la corona. Tan penoso había sido esto para
el Bautista en su solitaria prisión, que comenzó a dudar si no habrían sido ilusiones
la visión que había tenido en la ribera del Jordán y las grandes convicciones de su
vida, y envió a preguntar a Jesús si él realmente era el Cristo. La muerte del Bautista
debe de haberles sido un golpe tremendo. Si Jesús era el Poderoso que ellos
pensaban, ¿cómo podía permitir que su amigo llegase a tal fin?
Pero a pesar de esto, no lo abandonaron. Mostraron qué éralo que los
retenía cerca de él por la respuesta que uno de ellos dio cuando, después de la
dispersión que siguió al discurso de Capernaum, les hizo la triste pregunta:
"¿Queréis acaso iros también vosotros?" Le respondió Simón Pedro: "Señor, ¿a quién
iremos? Tú tienes palabras de vida eterna". Sus opiniones no eran claras; estaban en
medio de perplejidades; pero sabían que de él estaban recibiendo la vida eterna.
Esto los ligaba estrechamente con él, y les dio fuerza para esperar hasta que les
aclarara aquellos misterios.
Durante los últimos seis meses que pasó en Galilea, abandonó en gran parte
su antiguo trabajo de predicar y hacer milagros, y se consagró a la instrucción de
estos adherentes. Hizo con ellos largos viajes a las partes más distantes de la
provincia, evitando la publicidad en cuanto fuera posible. Así lo hallamos en Tiro y
Sidón, lejos al noroeste; en Cesárea de Filipo, en el lejano nordeste; y en Decápolis
al sur y oriente del lago. Estos viajes, o más bien huidas, se debían en parte a la
amarga oposición de los fariseos y en parte al temor de Herodes, pero
principalmente al deseo de estar a solas con sus discípulos. El resultado precioso de
estos viajes se ve en un incidente que se verificó en Cesárea de Filipo. Jesús
comenzó a preguntar a sus discípulos cuáles eran las opiniones populares acerca de
él, y le dijeron las varias conjeturas que circulaban: que era un profeta, que era
Elías, que era Juan Bautista, etc. "Pero vosotros, ¿quién decís que soy", preguntó él;
y Pedro contestó por todos; " ¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! ". Esta era la
convicción deliberada y definitiva en la cual ellos estaban resueltos a permanecer,
sucediera lo que sucediera. Jesús recibió esta confesión con grande regocijo, e
inmediatamente reconoció en los que la hicieron el núcleo de la futura iglesia que
iba a ser edificada sobre la verdad a que ellos habían dado expresión.
Pero el haber alcanzado ellos esto no hizo sino prepararles para una nueva
prueba de su fe. Desde entonces, se nos dice, comenzó él a informarles sobre sus
sufrimientos y muerte que se aproximaban. Estos acontecimientos se destacaban con
claridad en su propia mente como el único fin que podía esperarse de su carrera.
Esto lo había indicado a ellos antes; pero con esa fina y cariñosa consideración con
la que siempre acomodaba su enseñanza a la capacidad de ellos, no se refería a
estas cosas con frecuencia. Pero ahora que eran capaces hasta cierto punto de
soportarlo, y como era inevitable y estaba ya cerca, lo afirmaba constantemente.
Sin embargo, ellos mismos nos dicen que no lo entendían ni en lo más
mínimo. En unión de sus compatriotas esperaban a un Mesías que se sentara en el
trono de David, y cuyo reino no tendría fin. Creían que Jesús era este Mesías; y les
era completamente incomprensible cómo, en lugar de reinar, había de ser muerto
al llegar a Jerusalén. Le escuchaban, discutían sus palabras entre sí, pero
consideraban la significación literal de lo que decía como una absoluta
imposibilidad. Pensaban que él no hacía más que emplear una de las expresiones
parabólicas a que era tan afecto, y que el verdadero significado era que la humilde
forma actual de su obra había de morir y desaparecer, y que su causa se levantaría,
por decirlo así, del sepulcro en una forma gloriosa y triunfante. El procuraba
desengañarlos, entrando más y más minuciosamente en los detalles de sus
sufrimientos venideros. Pero sus mentes no podían recibir la verdad.
Las frecuentes disputas entre ellos en este período, sobre quién sería el mayor
de ellos en el reino venidero, y la petición de Salomé, que deseaba que sus hijos se
sentaran el uno a la derecha de Jesús y el otro a su izquierda en su reino,
demuestran cuan lejos del sentido verdadero estaban aun los mejores de ellos.
Cuando dejaron a Galilea y subieron a Jerusalén, fue con la convicción de que "el
reino de Dios iba a ser manifestado inmediatamente", es decir, que Jesús, al llegar
ala capital, dejaría la apariencia de humillación que había llevado hasta entonces, y
venciendo todo obstáculo por alguna manifestación de su gloría hasta entonces
oculta, se sentaría sobre el trono de sus padres.
¿Cuáles eran los pensamientos y sentimientos de Jesús mismo durante este
año? Para él fue un año de dolorosa prueba. Ahora por primera vez las profundas
líneas de ansiedad y dolor se trazaban en su semblante. Durante el año de trabajos
prósperos en Galilea, él estaba sostenido por el gozo de su constante buen éxito.
Pero ahora llegaba a ser, en el sentido más exacto el "varón de dolores". Detrás de
él estaba su rechazamiento por Galilea. La tristeza que sentía al ver que el terreno
en el cual había empleado tanto trabajo resultaba ser estéril, puede medirse sólo
por la grandeza de su amor a las almas que deseaba salvar, y la profundidad de su
consagración a su obra. Delante de él estaba su rechazamiento en Jerusalén. De este
rechazamiento en Jerusalén estaba ahora seguro; se le presentaba y se destacaba
constantemente y de una manera inequívoca a sus ojos, cada vez que los dirigía
hacia el futuro. Absorbía sus pensamientos. Era una perspectiva terrible; y ya que se
acercaba, conmovía a veces su alma con un conflicto de sentimientos tales que
apenas nos atrevemos a imaginárnoslos.
Permanecía mucho tiempo en oración. Este había sido siempre su deleite y su
recurso. En su período de mayor ocupación estuvo a menudo tan cansado de los
trabajos del día, que al acercarse la noche estaba para dejarse caer rendido de
fatiga. A pesar de esto, acostumbraba escaparse de las multitudes y de sus discípulos
y subir a la cima de una montaña, donde pasaba la noche en solitaria comunión
con su Padre. Nunca dio un paso importante sin pasar una noche así. Pero ahora él
estaba a solas con mucha mayor frecuencia que en ningún otro período,
exponiendo su situación a Dios "con vehemente clamor y lágrimas".
Sus oraciones recibieron una respuesta admirable en la Transfiguración. Esta
escena gloriosa se verificó a mediados del año de oposición, un poco antes de que
dejara a Galilea y emprendiera su viaje final.
La Transfiguración se verificó en parte para bien de los tres discípulos que lo
acompañaron a la cima de la montaña, para aumentar su fe y hacerlos capaces de
confirmar a sus hermanos. Pero tuvo un propósito especial referente a él mismo.
Era una gracia especial de su Padre, un reconocimiento de su fidelidad hasta esta
hora y una preparación para lo que aún le esperaba. Su partida, que iba a efectuar
en Jerusalén, fue el tema de que conversaba con sus grandes predecesores Moisés y
Elías, quienes podían participar de sus mismos sentimientos y a cuya obra había de
dar cima con su muerte.
Inmediatamente después de este suceso, dejó a Galilea y se dirigió hacia el
sur. Ocupó seis meses en el camino a Jerusalén. Era parte de su misión predicar el
reino en todo el país, y así lo hizo. Envió setenta de sus discípulos delante de él a
fin de preparar las aldeas y poblaciones para recibirlo. Otra vez, en este nuevo
campo, hubo las mismas manifestaciones que se habían visto en Galilea durante los
primeros meses de su trabajo allí; las multitudes que le seguían, las maravillosas
curaciones, etc.
No tenemos sobre este período informes suficientes para seguirlo paso a paso.
Lo encontramos en los confines de Samaria, en Perea, en las riberas del Jordán, en
Betania, en la aldea de Efraín. Pero Jerusalén era su término. Puso su rostro como
un pedernal para ir allí. A veces estaba tan absorto en la anticipación de lo que le
iba a suceder allí, que sus discípulos, viéndole caminar delante de ellos rápidamente
y en silencio, quedaban llenos de asombro y aterrados. Una que otra vez, es cierto,
cedía en algo su exaltación, como cuando bendecía a los niños o cuando visitaba la
casa de sus amigos en Betania. Pero su modo de ser en este período era más
austero, absorto y excitado que nunca. Sus disputas con sus enemigos eran más
violentas, y las condiciones que imponía a los que se ofrecían para ser discípulos
eran más rigurosas. Todo indicaba que el fin se acercaba. Estaba poseído de su gran
propósito de expiar los pecados del mundo, y su alma se angustiaba hasta que no
fuera cumplido.
La catástrofe se acercaba rápidamente. Durante los últimos seis meses de su
vida hizo dos visitas breves a Jerusalén antes de la última de todas. En cada ocasión
la oposición de las autoridades tomó una forma más amenazante. Procuraron
arrestarlo en la primera ocasión, y tomaron piedras para apedrearlo en la segunda.
Ya habían decretado que cualquiera que lo reconociese como el Mesías fuese
excomulgado. Pero la excitación producida en el espíritu popular por la
resurrección de Lázaro a las puertas mismas de la ciudadela eclesiástica fue lo que
acabó de convencer a las autoridades de que no podían quedar satisfechas sino con
su muerte. Así lo resolvieron en su concilio. Esto se verificó sólo un mes antes de
que llegase el fin, y le hizo salir, por lo pronto, de las inmediaciones de Jerusalén.
Pero se retiró solamente hasta que sonara la hora que su Padre le había designado
La Pascua
Estaba por terminarse el tercer año del ministerio de Jesús, cuando las
estaciones trajeron en su giro la gran fiesta anual de la Pascua. Se dice que en
semejante ocasión se juntaban en Jerusalén hasta dos o tres millones de forasteros.
No sólo se congregaban de todas partes de Palestina, sino que venían por mar y
por tierra de todos los países en donde la raza de Abraham estaba dispersa, para
celebrar el suceso que dio comienzo a su historia nacional.
Eran atraídos por varios motivos. Algunos venían con los pensamientos
solemnes y el profundo gozo religioso que correspondían al recuerdo venerable
que se celebraba. Algunos deseaban principalmente reunirse con parientes y amigos
de quienes habían estado largo tiempo separados por residir en tierras lejanas. No
pocos de los más bajos traían consigo las pasiones favoritas de su raza, y se
interesaban principalmente por hacer algún buen negocio en un concurso tan
grande.
Pero este año, los espíritus de miles de personas estaban llenos de excitación
especial y venían a la capital esperando ver algo más notable que todo lo que
habían visto hasta entonces. Esperaban ver en la fiesta a Jesús, y abrigaban muchos
vagos presagios sobre lo que pudiera suceder relativo a él. El nombre de él era la
palabra que más que ninguna otra, pasaba de boca en boca entre los grupos de
peregrinos que llenaban los caminos, y entre las reuniones de judíos que
conversaban entre sí sobre la cubierta de las naves que venían de Asia Menor y de
Egipto.
Sin duda estarían presentes casi todos los discípulos de Jesús, abrigando la
ardiente esperanza de que por fin, en esta reunión nacional él dejaría la apariencia
de humillación que ocultaba su gloria, y de alguna manera irresistible demostraría
que era el Mesías. Debe de haber acudido multitud de personas de la parte
meridional del país, en donde él había pasado los últimos meses, llenos de las
mismas opiniones entusiastas acerca de él que habían prevalecido en Galilea a fines
de su primer año allá. Sin duda había también miles de galileos favorablemente
dispuestos hacia él y prontos a tomar el más profundo interés en todo nuevo
aspecto de sus asuntos. Otros miles, de puntos más lejanos, que habían oído hablar
de él pero nunca lo habían visto, subían a la capital con la esperanza de que él
estaría allí, y de que tendrían la ocasión de ver un milagro o de escuchar las
palabras del nuevo profeta.
Las autoridades de Jerusalén también esperaban su venida, aunque con
sentimientos muy diferentes. Esperaban que algún suceso les daría por fin la
oportunidad de quitarlo de en medio; pero no podían menos que temer que él se
presentase a la cabeza de un séquito provincial que le diera la supremacía sobre
ellos.
El rompimiento final con la nación Su arribo a Betania
Seis días antes de que comenzara la Pascua, Jesús llegó a Betania, la aldea de
sus amigos Marta, María y Lázaro, situada a media hora de distancia de la ciudad al
otro lado de la cumbre del Monte de los Olivos. Era un lugar muy a propósito para
vivir durante la fiesta, y allí se alojó con sus amigos. Las solemnidades comenzaban
el jueves, de modo que fue el viernes de la semana anterior cuando él llegó a
Betania. Había sido acompañado, en los últimos 30 kilómetros, por una inmensa
multitud de peregrinos, de quienes él era el centro de interés. Lo habían visto curar
al ciego Bartimeo en Jericó y el milagro había producido en ellos una excitación
extraordinaria. La aldea resonaba con la reciente resurrección de Lázaro, cuando los
peregrinos llegaron a Betania y en seguida llevaron a las multitudes que desde todas
partes se habían reunido ya en Jerusalén, la noticia de que Jesús había llegado.
Entrada triunfal en Jerusalén
Por consiguiente, cuando después de descansar en Betania durante el sábado,
salió el domingo para ir a la ciudad, halló las calles de la aldea y los caminos
cercanos llenos de una vasta multitud. Estaba formada en parte por los que lo
habían acompañado el viernes, en parte, por nuevas aglomeraciones que habían
venido tras él desde Jericó y habían oído hablar en el camino de sus milagros, y en
parte por aquellos, que, oyendo que él se acercaba, habían salido en gran número
para verlo.
Lo recibieron con entusiasmo, y comenzaron a exclamar " ¡Hosana al Hijo de
David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas! ". Era
un movimiento mesiánico tal como aquellos que él antes había evitado. Pero ahora
él lo aceptó. Probablemente estaba satisfecho de la sinceridad del homenaje que se
le tributaba; y la hora había llegado en que ninguna consideración podía permitirle
ocultar más a la nación el carácter con que él se presentaba y lo que exigía de la fe
de ellos. Pero al ceder a los deseos de la multitud de que asumiera el carácter de un
rey, mostró de una manera inequívoca en qué sentido aceptaba tal honor. Mandó
traer un pollino de asno, y habiendo sus discípulos puesto sobre el animal sus
vestidos, se sentó encima y caminó a la cabeza de la multitud. No venía armado de
pies a cabeza, ni montado en caballo de guerra, sino como Rey de sencillez y de
paz.
El cortejo pasó la cuesta del Olivete y bajó por su costado; atravesó el
Cedrón, y subiendo el declive que conducía a la puerta de la ciudad, pasó por las
calles hasta llegar al templo. La procesión se aumentaba conforme avanzaba.
Gentes en gran número corrían de todas direcciones para unirse a ella. Las
aclamaciones resonaban cada vez más fuertes. Los de la comitiva cortaban ramas de
palmeras y de olivos y las agitaban triunfalmente. Los ciudadanos de Jerusalén
corrían a sus puertas, se asomaban a sus balcones, y preguntaban: "¿Quién es éste?".
Los de la procesión contestaban: "Este es Jesús, el profeta de Nazaret".
Fue en efecto, una demostración enteramente provincial. Los de Jerusalén no
tomaron parte en ella, sino que se abstuvieron con indiferencia. Las autoridades
sabían demasiado bien lo que aquello quería decir, y lo vieron con ira y temor.
Llegaron a Jesús y le mandaron dar orden a sus seguidores de que se callasen,
insinuando sin duda que si no lo hacía, la guarnición romana que tenía su cuartel
cerca, descendería sobre él y sobre ellos, y castigaría la ciudad misma por un acto
de traición al César.
No hay punto en la vida de Jesús en el cual nos sintamos más inclinados a
preguntar: ¿Qué habría sucedido, si sus aspiraciones se hubieran realizado; si los
ciudadanos de Jerusalén hubieran sido arrastrados por el entusiasmo de los
provincianos, y si las preocupaciones de los sacerdotes y escribas hubieran sido
vencidas por el torrente de la aprobación pública? Estas cuestiones nos llevan muy
pronto a un punto donde no hallamos fondo, pero ningún lector inteligente de los
Evangelios puede menos que hacérselas.
Jesús se había ofrecido formalmente a la capital y a las autoridades de la
nación, pero no lo aceptaron. El reconocimiento provincial de sus pretensiones no
bastaba para conseguir el consentimiento nacional. Aceptó la decisión como final.
La multitud esperaba una señal de él, y en su condición excitada la hubiera
obedecido, cualquiera que hubiera sido. Pero no les dio ninguna y, después de
mirar un poco a su alrededor en el templo, los dejó y volvió a Betania.
Frustrada así las esperanzas de la multitud, las autoridades tuvieron una
oportunidad de la cual no tardaron en aprovecharse. Los fariseos no necesitaban
estímulo, y aun los saduceos, aquellos fríos y orgullosos amigos del buen orden,
viendo en el estado del espíritu popular un peligro para la paz pública, se aliaron
con sus acerbos enemigos en la decisión de quitarlo de en medio.
El gran día de controversia
El lunes y el martes volvió a aparecer en la ciudad y se ocupó de su antiguo
trabajo de sanar y enseñar. Pero en el segundo de estos dius intervinieron las
autoridades. Fariseos, saduceos y herodianos. pontífices, sacerdotes y escribas,
hicieron en esta sola ocasión causa común. Vinieron a él mientras enseñaba en el
templo y le preguntaron con qué autoridad hacía estas cosas.
Con toda la pompa de traje oficial, de orgullo social y de celebridad popular,
se pusieron en contra del sencillo galileo, mientras las multitudes presenciaban la
escena. Entraron en una astuta y prolongada controversia con él, sobre puntos
escogidos de antemano, poniéndole al frente sus más hábiles controversias para
sorprenderle en sus propias palabras.
Procuraban o desacreditarlo ante la concurrencia, o sacar de sus labios, en el
calor de la discusión, algo que sirviera de base para acusarlo ante la autoridad civil.
Así, por ejemplo, le preguntaron si era lícito dar tributo a César. Si contestaba que
sí. ellos sabían que su popularidad se acabaría al instante, porque esta sería una
contradicción completa a las ideas mesiánicas del pueblo. Si por el contrarío
contestaba que no, lo acusarían ante el gobernador romano.
Pero Jesús era en extremo superior a ellos. Hora por hora rechazaba el ataque
con firmeza. Su rectitud ponía en vergüenza la duplicidad de ellos, y su destreza en
el argumento volvió contra el pecho de ellos todos los dardos que le dirigían. Por
fin él llevó la lucha a los terrenos de ellos mismos, y les convenció de tanta
ignorancia o tanta falta de sinceridad que les puso en completa vergüenza delante
de los espectadores. Entonces, cuando los hubo hecho callar, soltó sobre ellos la
tempestad de su indignación en la filípica que nos ha sido conservada en el capítulo
veintitrés de San Mateo. Expresando sin restricción alguna el juicio adverso que
había estado formando durante toda su vida sin haberlo manifestado, expuso las
hipócritas prácticas de ellos en frases que caían como rayos e hicieron de ellos un
objeto de escarnio y de risa, no sólo para los oyentes en aquella ocasión, sino desde
entonces para el mundo entero.
Este fue el rompimiento final entre él y ellos. Habían sido completamente
humillados delante de todo el pueblo, sobre el cual estaban puestos en autoridad y
honor. Esto les parecía intolerable, y se resolvieron a no perder ni una hora en
buscar la venganza. Esa misma noche el Concilio Sanedrín celebró una sesión, en el
calor de su ira, con el fin de formar algún plan para deshacerse de él. Quizás
Nicodemo y José de Arimatea hayan protestado contra los procedimientos; pero
los hicieron callar con indignación, y por unanimidad acordaron matarlo
inmediatamente.
Pero las circunstancias contuvieron su cruel premura. Convenía guardar
cuando menos las apariencias de la justicia, y además, era evidente que Jesús
gozaba de una popularidad inmensa entre los forasteros que llenaban la ciudad.
¿Qué no podía hacer esa multitud ociosa si se le arrestaba en presencia suya? Era
necesario esperar hasta que la masa de los peregrinos saliera de la ciudad. Acababan
de llegar con grande repugnancia a esta conclusión, cuando recibieron una sorpresa
inesperada y muy grata; uno de los propios discípulos de él se presentó y ofreció
entregarlo por precio.
Judas Iscariote
Judas Iscariote es la palabra de escarnio usada por toda la raza humana. En su
"Visión del infierno", Dante lo coloca en el más profundo de todos los círculos de
los condenados, como el único que participa con Satanás mismo del castigo más
extremado; y al fallo del poeta corresponde el de toda la humanidad.
Sin embargo, Judas no era un monstruo de iniquidad tal que esté más allá de
nuestra comprensión o aun de nuestra simpatía. La historia de su vil y espantosa
caída es perfectamente inteligible. El se había unido con los discípulos de Jesús,
como lo hicieron los otros apóstoles, con la esperanza de tomar parte en una
revolución política y de ocupar algún alto puesto en un reino terrenal. Parece
inconcebible* que Jesús lo hubiera hecho apóstol si no hubiera habido en él, en
algún tiempo, un entusiasmo noble y una consagración a él.
Que era persona de energía superior y de capacidad administrativa, puede
inferirse del hecho de que era tesorero de la compañía apostólica. Pero había en la
raíz de su carácter un germen de corrupción que gradualmente absorbió todo lo
que había de bueno en él, y se convirtió en una pasión tiránica. Era el amor al
dinero. Lo alimentaba con los hurtos de las pequeñas sumas de dinero que Jesús
recibía de sus amigos para las necesidades de su acompañamiento y para el auxilio
de los pobres entre los cuales él estaba continuamente. Judas esperaba dar
satisfacción ilimitada a esta pasión cuando llegara a ser canciller de la tesorería en el
nuevo reino.
Las miras de los otros apóstoles eran quizás tan mundanas, al principio, como
las de él. Pero el efecto de sus relaciones con el Maestro fue muy diferente. Ellos se
hacían cada vez más espirituales; él se hacía siempre más mundano. En verdad,
mientras Jesús vivía, ellos nunca alcanzaron a tener la idea de un reino espiritual
aparte de uno terrenal, pero los elementos espirituales que su Maestro les había
enseñado a agregar a su concepto material se hacían cada vez más prominentes. En
gran manera fue quitado todo lo esencial de su concepto mundano, y quedó
solamente la corteza, que a su debido tiempo sería destruida y desaparecería.
Pero las ideas terrenales de Judas lo ocupaban más y más, y lo despojaban
cada vez más de todo lo que hubiera en él de espiritual. Se impacientaba por la
realización de estas ideas. Predicar y curar a los enfermos le parecía pérdida de
tiempo; la pureza y la espiritualidad de Jesús lo irritaban. ¿Por qué no establecía el
reino de una vez? ¡Después podría predicar tanto como quisiera! Por fin comenzaba
a sospechar que no habría reino alguno tal como lo había esperado. Se consideraba
como engañado, y comenzó no sólo a despreciar a su Maestro, sino a aborrecerlo.
El hecho de que Jesús no se hubiese aprovechado de la buena disposición del
pueblo en el Domingo de Ramos, acabó de convencerlo de que era inútil continuar
más en la causa. Vio que el barco se hundía, y se resolvió a abandonarlo. Llevó a
cabo su resolución de una manera tal que correspondía a su pasión dominante y
ganaba para sí el favor de las autoridades. El ofrecimiento de Judas llegó a éstas en
el momento más a propósito. Lo aceptaron ansiosamente, y habiendo convenido
en el precio con este hombre miserable, lo enviaron a que buscara la oportunidad
conveniente para entregarlo. La halló más pronto de lo que ellos esperaban; a la
segunda noche después de haberse concluido el vil contrato.
Jesús en presencia de la muerte Multitud de sus pensamientos
El cristianismo no tiene otra posesión más preciosa que el recuerdo de Jesús
durante la semana en la cual estuvo cara a cara con la muerte. Inefablemente
grande como era siempre, puede decirse reverentemente que nunca fue tan grande
como durante estos días de la más horrenda calamidad. Todo lo que tenía de más
sublime y de más tierno, los aspectos humano y divino de su carácter fue
manifestado como nunca lo había sido antes.
Jesús vino a Jerusalén con el conocimiento pleno de que su muerte se
acercaba. Durante todo un año el hecho había estado constantemente a su vista, y
llegó por fin lo que por mucho tiempo se había esperado. Sabía que era la voluntad
de su Padre, y cuando llegó la hora dirigió sus pasos con valor sublime al lugar
fatal. Pero no fue sin un conflicto terrible de sentimientos; flujo y reflujo de las más
diversas emociones. Angustia y éxtasis, el abatimiento más prolongado y
abrumador, el gozo más triunfante y la paz más majestuosa iban y venían dentro
de él como los movimientos de un vasto océano.
La muerte en perspectiva
Algunas personas han dudado en atribuir a Jesús algo del horror a la muerte
tan natural en los hombres, pero seguramente carecen de razones suficientes. Es un
instinto perfectamente inocente; quizás el mismo hecho de que el organismo físico
de Jesús era puro y perfecto, puede haber sido causa de que este instinto fuera más
fuerte en él que en nosotros. Téngase presente cuan joven era. Tenía apenas treinta
y tres años, y las corrientes de la vida eran fuertes en él. Estaba lleno de actividad.
Que estas corrientes poderosas fuesen detenidas y que la luz y el calor de su vida
fuesen apagados en las aguas heladas de la muerte, debe de haberle sido
completamente repugnante.
La visita de los griegos
Un incidente acaecido el lunes le causó un grande acceso de este dolor
instintivo. Algunos griegos que habían venido a la fiesta expresaron por conducto
de dos de los apóstoles su deseo de tener una entrevista con él. Había en este
período muchos paganos en diferentes partes del mundo donde se hablaba el
griego, que habían hallado en la religión de los judíos radicados entre ellos un asilo
contra el ateísmo y la repugnante inmoralidad de la época, y se habían hecho
prosélitos del culto a Jehová. A esta clase pertenecían estos que le buscaban. Pero
su petición conmovió a Jesús con pensamientos que ellos ni se imaginaban.
Solamente dos o tres veces en el curso de su ministerio, según parece, tuvo
contacto con los representantes del mundo de más allá de los límites de su propio
pueblo, siendo su misión exclusivamente para las ovejas perdidas de la casa de
Israel. Pero en cada una de estas ocasiones encontró una fe, una cortesía, y una
nobleza que contrastaba con la incredulidad, la grosería y la pequeñez de los judíos.
¿Cómo podía él menos que ansiar sobrepasar los límites estrechos de Palestina y
visitar naciones de genio tan sencillo y generoso? Debe de haber tenido a menudo
visiones de una carrera como la que Pablo efectuó después, cuando llevó las
gozosas nuevas de tierra en tierra y evangelizó a Atenas, Roma y los demás grandes
centros del Occidente. ¡Qué gozo habría proporcionado a Jesús semejante carrera,
que sentía dentro de sí la energía y la abundante benevolencia tan a propósito para
ese objeto! Pero la muerte estaba cerca para extinguirlo todo.
La visita de los griegos hizo que lo inundara una grande ola de pensamientos.
En vez de responder a su petición, permaneció absorto, su semblante se oscureció, y
su cuerpo se estremecía con la angustia del conflicto interior. Pero pronto se
recobró y dio expresión a los pensamientos con los cuales fortificaba su alma en
aquellos días: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, él solo queda; mas si
muriere, mucho fruto lleva". "Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a
mí mismo". Podía ver más allá de la muerte, por terrible y extraña que fuese la
perspectiva, y podía asegurarse de que el efecto del sacrificio de sí mismo sería
infinitamente más grande y más extenso que jamás podría serlo el de una misión
personal al mundo pagano. Además, la muerte era lo que su Padre le había
designado. Esta era la última y más profunda consolación con la que calmaba su
alma humilde y fiel en esta ocasión como en otras semejantes: "Ahora está turbada
mi alma; ¿y qué diré? ¡Padre, sálvame de esta hora! Mas por esto he venido en esta
hora. ¡Padre, glorifica tu nombre!"
Compasión por su patria
La muerte se le acercaba con todo su acompañamiento terrible. Debía ser
víctima de la traición de uno de sus propios discípulos a quienes había escogido y
amado. Su vida iba a ser arrebatada por manos de los de su propia nación, en la
ciudad tan querida de él. Había venido para exaltar su nación hasta el cielo, y la
había amado con una consagración nutrida de la más inteligente y tierna
familiaridad con su historia pasada y con los grandes hombres que la habían amado
antes de él, y también del conocimiento de todo lo que podía hacer por ella. Pero
su muerte haría descender el azote de mil maldiciones sobre Palestina y Jerusalén.
Cuan claramente preveía el porvenir, lo muestra el memorable discurso
profetice de Mateo 24, que pronunció a sus discípulos en la tarde del martes,
sentado en la pendiente del Monte de los Olivos, con la desgraciada ciudad a sus
pies. Cuan amarga era la angustia que le causaba quedó demostrado el domingo,
cuando aun en la hora de su triunfo, mientras la multitud gozosa lo conducía por el
camino de la montaña, se detuvo en el punto en que la ciudad se presenta a la
vista, y con lágrimas y lamentaciones predijo su ruina. Este debía haber sido el día
de bodas de la hermosa ciudad, cuando se desposara con el Hijo de Dios; pero la
palidez de la muerte estaba ya sobre su faz. El, que la hubiera estrechado contra su
corazón, como la gallina recoge sus polluelos debajo de sus alas, veía las águilas ya
en el cielo, volando velozmente para despedazarla.
Soledad
En las tardes de esta semana iba a Betania; pero es lo más probable que haya
pasado la mayor parte de las noches a solas, al aire libre. Vagaba por la soledad de
la cumbre y entre los olivares y jardines que cubrían las laderas de la colina, quizá
pasando muchas veces por el mismo camino por donde la procesión había
avanzado. Mientras miraba al través del valle, desde el punto en que se había
detenido antes, a la ciudad que dormía a la luz de la luna, interrumpía el silencio de
la noche con gritos más amargos que las lamentaciones que había intimidado a la
multitud; repitiendo muchas veces a su solitario corazón las grandes verdades que
había pronunciado en presencia de los griegos.
Su aislamiento era terrible. Todo el mundo estaba en su contra: Jerusalén que
ansiaba su muerte con odio apasionado, y los miles de provincianos que se habían
apartado de él por el desengaño que habían sufrido. Ni uno solo de sus apóstoles,
ni aun Juan, comprendía en el menor grado la situación, ni era capaz de ser el
depositario de los pensamientos de Jesús. Esta era una de las gotas más amargas de
su cáliz. Comprendía, como ninguna otra persona lo ha comprendido, la necesidad
de vivir en el mundo después de su muerte. La causa que él había inaugurado no
debía morir. Era para todo el mundo, y había de durar por todas las generaciones
y alcanzar todas las partes del globo. Pero después de su partida, quedaría en
manos de los apóstoles, quienes se mostraban ahora tan débiles, tan indiferentes e
ignorantes. ¿Eran capaces de desempeñar la obra? ¿No había resultado uno de
ellos ser traidor? ¿No naufragaría la causa, ya ido él? —tal vez así le decía el
tentador— y todos sus extensos planes para la regeneración del mundo ¿no
desaparecerían como las visiones imaginarias de un sueño?
Consuelo en la oración
Sin embargo, no estaba solo. Entre las densas sombras de los huertos y en la
cima del Olivete, buscaba el recurso inagotable de otros y más felices tiempos, y lo
halló en su necesidad extrema. Su Padre estaba con él, y ofreciendo súplicas con
vehemente clamor y lágrimas, fue oído y librado de su temor. Tranquilizaba su
espíritu la convicción de que el perfecto amor y sabiduría de su Padre determinaban
todo lo que le sucedía, y de que estaba glorificando a su Padre y cumpliendo con la
obra que le había encomendado. Esto bastaba para desvanecer todo temor, y
llenarlo de un gozo inefable y glorioso.
En el cenáculo
Por fin se aproximaba la conclusión. Llegó la noche del jueves, cuando en
toda casa de Jerusalén se comía la Pascua. Jesús también, con los doce, se sentó
para comerla. El sabía que ésta era su última noche sobre la tierra y que ésta era su
reunión de despedida de los suyos. Afortunadamente se nos ha conservado una
historia bastante completa de esta ocasión, la cual es bien conocida de todo
cristiano. Fue la noche cumbre de su vida. Su alma rebosaba ternura y grandeza
indescriptibles. Algunas sombras, es verdad, cruzaron su espíritu en las primeras
horas de la noche. Pero pronto pasaron; y durante las escenas de lavar los pies de
los apóstoles, comer la Pascua, instituir la cena del Señor, el discurso de despedida,
y la oración pontifical, toda la gloria de su carácter se daba a conocer. Se dejó
llevar completamente de los alegres impulsos de la amistad, manifestando sin límite
su amor a los suyos. Como si se hubiera olvidado de las imperfecciones de los
discípulos, se regocijaba previendo las futuras victorias de ellos y el triunfo de su
propia causa. Ninguna sombra interceptaba a su vista el rostro de su Padre, ni
disminuía la satisfacción con que miraba su obra ya a punto de consumarse. Era
como si la Pasión hubiera pasado ya, y la gloria de su exaltación comenzase a brillar
sobre él.
Getsemaní Pero muy pronto vino la reacción. Levantándose de la mesa a la
media noche,pasaron por las calles y salieron fuera de la población por la puerta
oriental de la ciudad; atravesando el Cedrón, llegaron a un lugar muy frecuentado
por él al pie del Olivete; el huerto de Getsemaní. Aquí siguió la pasmosa y
memorable agonía. Fue el acceso final del espíritu de depresión que había estado
luchando toda la semana con el espíritu de gozo y confianza que llegó a su colmo
mientras estuvieron a la mesa. Fue el ataque final de la tentación, de la cual su vida
nunca había estado exenta. Pero no nos atrevemos a analizar los elementos de la
escena. Sabemos que todo concepto nuestro ha de ser completamente incapaz de
agotar su significado. ¿De qué manera, sobre todo, podemos apreciar aun en el
menor grado,lo que formaba el elemento principal de esa escena, el peso
abrumador, aselador, del pecado del mundo, que él expiaba?
Pero la lucha terminó en una victoria completa. Mientras los pobres discípulos
pasaban dormidos las horas de preparación para la crisis que ya estaba cerca, El se
había preparado completamente para ella. Había subyugado los últimos restos de
tentación; la amargura de la muerte había pasado ya; y pudo sostener las escenas
que siguieron con una calma que nada podía alterar, y con una majestad que
convirtió su juicio y crucifixión en el orgullo y la gloria de la humanidad.
El juicio
Acababa de triunfar en esta lucha cuando por entre las ramas de los olivos vio
moverse a la luz de la luna la turba de sus enemigos, que venían bajando por la
ladera opuesta, con el fin de arrestarlo. El traidor estaba a la cabeza de ellos. El
conocía bien este sitio tan favorito de su Maestro, y probablemente esperaba
hallarlo allí dormido. Por este motivo había escogido para su negro intento la
media noche. Esta hora convenía también a los que lo enviaban, porque temían el
estado exaltado de los forasteros galileos que llenaban la ciudad. Por otra parte
sabían cuánto horror causaría a sus amigos si habiendo terminado el juicio durante
la noche, lo podían presentar al despertarse el pueblo por la mañana, como un
criminal ya sentenciado y en manos de los que habían de ejecutar la ley.
Habían traído linternas y antorchas, pensando que podrían hallar a su víctima
escondido en alguna cueva o que tendrían que perseguirlo por entre el bosque.
Pero él salió a encontrarlos a la entrada del huerto, y ellos temblaron
cobardemente ante su mirada majestuosa y sus asoladoras palabras. El se entregó
voluntariamente y lo condujeron otra vez a la ciudad. Probablemente era cerca de
la media noche, y las horas restantes de la noche y de la madrugada fueron
ocupadas con los procedimientos legales que debían observar antes de que
pudieran satisfacer su sed de venganza.
El juicio doble; motivo de esto
Hubo dos juicios: uno eclesiástico y otro civil, en cada uno de los cuales hubo
tres grados. Aquel se verificó primero ante Anas, luego ante Caifás, y una comisión
irregular del Concilio Sanedrín y finalmente ante una sesión formal de esta corte; el
juicio civil se verificó, primero ante Pilato, luego ante Herodes, y por fin ante Pilato
otra vez.
La razón de este juicio doble era la situación política del país. Judea, como ya
se ha explicado, estaba sujeta directamente al imperio romano. Formaba parte de la
provincia de Siria, y era gobernada por un oficial romano que residía en Cesárea.
Pero no era la política de Roma despojar de todas las formas de gobierno propio a
los países que había subyugado. Aunque regía con manos de hierro, recolectando
tributos con severidad, suprimiendo con prontitud toda señal de rebelión y
haciendo efectiva su autoridad suprema en las grandes ocasiones, concedía sin
embargo a los conquistados, tanto como podía, las insignias de su antiguo poder.
Era especialmente tolerante en materia de religión. En Palestina permitía al
Concilio Sanedrín, corte suprema eclesiástica de los judíos, juzgar todas las causas
religiosas. Solamente si la sentencia era de pena capital, su ejecución no podía
verificarse sin que la causa fuese revisada por el gobernador. Cuando un reo era
sentenciado a la pena capital por el tribunal eclesiástico judío, debía ser enviado a
Cesárea y procesado ante la corte civil, a menos que el gobernador estuviera por
acaso, en ese tiempo en Jerusalén. El crimen de que fue acusado Jesús correspondía
naturalmente a la corte eclesiástica. Esta corte le sentenció a la última pena. Pero no
tenía el poder para ejecutarla. Debía entregarlo al tribunal del gobernador, que
estaba en ese tiempo en la capital, pues era su costumbre visitada en la Pascua.
El juicio eclesiástico
Jesús fue conducido primero al palacio de Anas. Este era un anciano de
setenta años, que había sido sumo sacerdote veinte años antes, y aún conservaba el
título, como lo hacían cinco de sus hijos que le habían sucedido, aunque su yerno
Caifás era el sumo sacerdote actual. Su edad, su inteligencia y la influencia de su
familia le daban una inmensa importancia social y era en la realidad aunque no en
la forma, cabeza del Concilio
Sanedrín. No juzgó a Jesús, pero quiso verlo y hacerle algunas preguntas, de
modo que pronto fue llevado del palacio de Anas al de Caifás,que probablemente
formaba parte del mismo grupo de edificios oficiales.
Caifás, como actual sumo sacerdote, era presidente del Concilio Sanedrín ante
el cual Jesús fue juzgado. Una sesión legal de esta corte no podía verificarse antes
de que saliera el sol, quizá cerca de las seis. Pero muchos de sus miembros estaban
ya presentes, atraídos por su interés en el juicio. Estaban ansiosos de emprender su
trabajo, tanto para satisfacer su propio odio contra él, como para evitar que el
pueblo interviniera en los procedimientos. Por esto resolvieron tener una sesión
irregular, en la cual pudiera prepararse la acusación, las pruebas y lo demás, de
modo que cuando llegara la hora legal de abrir las puertas, no hubiera más que
hacer que repetir las formalidades necesarias y llevarlo al gobernador. Así se hizo; y
mientras Jerusalén dormía, estos "jueces celosos" se apresuraron a poner por obra
sus negros designios.
No comenzaron como podría haberse esperado, con una exposición clara del
crimen de que le acusaban. En verdad, les hubiera sido difícil hacerlo así porque
estaban muy divididos entre sí mismos. Muchas de las cosas de la vida de Jesús que
los fariseos consideraban como criminales eran vistas por los saduceos con
indiferencia; y otros de sus actos tales como la purificación del templo, que habían
causado enojo entre los saduceos, agradaban a los fariseos.
El sumo sacerdote comenzó por preguntarle acerca de sus discípulos y su
doctrina, evidentemente con el propósito de descubrir si había enseñado algunos
principios revolucionarios que pudieran formar la base de una acusación ante el
gobernador. Pero Jesús rechazó la insinuación, afirmando con indignación que
siempre había hablado abiertamente ante todo el mundo, y exigiendo que
indicaran y probaran cualquier mal que él hubiera hecho. Esta réplica poco común
indujo a uno de los sirvientes de la corte a herirle en el rostro con una bofetada,
acto que según parece, la corte no reprimió, y que demostraba qué clase de
"justicia" podía él esperar de parte de sus jueces.
Después se intentó presentar testigos contra Jesús, y varios se presentaron
repitiendo afirmaciones que decían haber oído de él, de las cuales se esperaba
poder formar una acusación. Pero esto no dio resultado alguno. Los testigos no
concordaban entre sí; y cuando por fin, se logró que dos se unieran en una relación
torcida de algo que él había dicho al principio de su ministerio, la cual parecía tener
algún carácter criminal, resultó ser tan insuficiente que hubiera sido absurdo
presentarse con eso ante el gobernador como la base de una grave acusación.
Ellos estaban resueltos a que él había de morir; pero parecía que la presa se
les escapaba de las manos. Jesús contemplaba todo en absoluto silencio, mientras
los testimonios contradictorios de los testigos se destruían mutuamente.
Tranquilamente tomó su posición natural de superioridad sobre sus jueces. Lo
comprendían; y por fin el presidente, en un rapto de ira e irritación, se levantó y le
mandó que hablase. ¿Por qué habló el presidente en voz tan alta y penetrante? El
espectáculo humillante que se estaba verificando en el tribunal y la dignidad
silenciosa de Jesús comenzaban a turbar las conciencias aun de estos hombres así
congregados al amparo de la noche.
La causa se había perdido por completo, cuando Caifás se levantó de su
asiento y con una solemnidad teatral le hizo esta pregunta: " ¡Te conjuro por el
Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios!". Fue una pregunta
hecha simplemente con el fin de que se recriminara a sí mismo. Pero él, que había
guardado silencio cuando bien podía haber hablado, ahora habló cuando podía
haber guardado silencio. Con gran solemnidad contestó afirmativamente que sí,
que él era el Mesías y el Hijo de Dios. Nada más necesitaron sus jueces. Por
unanimidad lo declararon culpable de blasfemia y digno de muerte.
Todo el juicio se había conducido con precipitación y con total desatención a
las debidas formalidades de un cuerpo judicial. Todo era dictado por el deseo de
descubrir alguna criminalidad y no de hacer justicia. Las mismas personas eran a la
vez acusadores y jueces. Ni se pensó en presentar testigos a favor de la defensa.
Aunque los jueces actuaban, sin duda, en conciencia al dar el fallo, su decisión era la
de espíritus cerrados desde mucho antes contra la verdad y poseídos de las pasiones
más amargas y vengativas.
El juicio se consideró como terminado ya, siendo una mera formalidad los
procedimientos legales después de la salida del sol, que se concluirían en pocos
momentos. Por consiguiente, Jesús fue entregado como reo sentenciado, a la
crueldad de sus carceleros y del gentío.
Siguió una escena sobre la cual quisiéramos correr un velo. Estalló sobre él
una brutalidad oriental de ultrajes tal que hiela la sangre. Parece que los mismos
miembros del Concilio Sanedrín tomaron parte en ella. Este hombre que los había
confundido, disminuido su autoridad y expuesto su hipocresía, era para ellos muy
odioso. Aun la frialdad de los saduceos podía Hervir con bastante calor, una vez
que se excitara. El fanatismo farisaico inventó nuevas crueldades. Le dieron de
bofetadas, le escupieron, y cubriéndole el rostro y mofándose de sus dones
proféticos le mandaban profetizar quién le había herido, mientras le golpeaban
cada uno a su turno. Pero no nos detendremos en contemplar una escena tan
vergonzosa para la naturaleza humana.
El juicio civil
Probablemente fue entre las seis y las siete de la mañana cuando llevaron a
Jesús, atado de cadenas, a la residencia del gobernador. ¡Qué espectáculo! ¡Los
sacerdotes, maestros y jueces de la nación judaica conduciendo a su Mesías, para
pedirle a un gentil que le diera la muerte! Era la hora del suicidio de la nación. ¡Esto
era todo lo que había resultado de la elección que Dios había hecho de ellos,
tomándolos sobre alas de águilas, y sosteniéndolos todos los días de la antigüedad,
enviándoles profetas y libertadores, redimiéndolos de Egipto y de Babilonia, y
haciendo que su divina gloria por muchos siglos pasase delante de sus ojos! Parecía
estar burlada la misma Providencia. Pero Dios no puede ser burlado. Sus designios
marchan a través de todo el hilo de la historia con paso irresistible, sin atender a la
voluntad del hombre; y aun esta hora trágica, en que la nación judaica convertía
los beneficios divinos en objeto de irrisión, estaba destinada a demostrar las
profundidades de su amor y de su sabiduría.
El hombre ante cuyo tribunal iba Jesús a aparecer era Pondo Piloto,
gobernador de Judea desde hacía seis años. Era el tipo de un romano, no de los
sencillos del tiempo antiguo, sino de los del tiempo del imperio; un hombre cuya
alma carecía por completo de la antigua justicia romana, pero amante de los
placeres, imperioso y corrompido. Aborrecía a los judíos a quienes gobernaba, y en
momentos de cólera derramaba libremente la sangre de ellos. Los judíos
correspondían con pasión a su aborrecimiento, y lo acusaban de todo crimen, mala
administración, crueldad y robo. Visitaba a Jerusalén con la menor frecuencia
posible; porque en verdad, para una persona acostumbrada a los placeres de Roma,
con sus teatros, baños, juegos y alegre sociedad, Jerusalén, con su religiosidad y el
espíritu revoltoso de sus habitantes, era una residencia triste. Cuando la visitaba,
habitaba en el magnífico palacio de Heredes el Grande, pues era costumbre común
que los oficiales enviados por Roma a los países conquistados ocuparan los palacios
de los soberanos depuestos.
Por la ancha avenida que conducía al frente del edificio, atravesando un
magnífico parque, arreglado con calles, estanques y árboles de todas clases, los
miembros del Concilio Sanedrín y la multitud que se había ido uniendo a la
procesión a su paso por las calles, condujeron a Jesús. El tribunal estaba al aire libre,
sobre un embaldosado de mosaico, al frente de aquella porción del palacio que
unía sus dos colosales alas.
Las autoridades judaicas esperaban que Pilato aceptara la decisión de ellos
como suya propia, y que sin entrar en los pormenores del asunto pronunciara la
sentencia que deseaban. Los gobernadores de las provincias hacían esto con
frecuencia, especialmente en asuntos de religión, los que, como extranjeros, no era
de esperarse que entendiesen. Por esto, cuando él preguntó cuál era el crimen de
Jesús, ellos respondieron: "Si este no fuera malhechor, no te lo habríamos
entregado". Pero él no estaba en disposición de hacer concesiones, y les dijo que si
él no juzgaba al criminal, ellos tendrían que contentarse con aplicarle el castigo que
la ley les permitía.
Parece que él sabía algo de Jesús. "Sabía que por envidia lo habían
entregado". Es seguro que estaba informado de la procesión triunfal del domingo; y
el hecho de que Jesús no hiciera uso de aquella demostración para realizar algún fin
político, puede haberle convencido de que no era peligroso bajo este punto de
vista. El sueño de su esposa puede indicar que Jesús había sido objeto de
conversación en el palacio; y quizá el hombre de sociedad y su esposa hayan
sentido que su tedio por la visita a Jerusalén había disminuido con la historia del
entusiasta y joven aldeano que desafiaba a los fanáticos sacerdotes.
Forzados, contra lo que esperaban, a hacer cargos formales, las autoridades
judaicas arrojaron una andanada de acusaciones, de entre las cuales sobresalían
estas tres: que pervertía la nación, que prohibía pagar el tributo romano y que se
había establecido como rey. En el Concilio Sanedrín ellos lo habían condenado por
blasfemia; pero tal acusación habría sido tratada por Pilato, como ellos bien sabían,
de la misma manera que fue tratada después por el gobernador romano, Galión,
cuando los judíos de Corinto la presentaron contra Pablo. Por eso tuvieron que
inventar nuevas acusaciones, las cuales presentaran a Jesús como peligroso al
gobierno. Es humillante pensar que al hacerlo así, no sólo llegaron a la más grosera
hipocresía, sino hasta a falsedades deliberadas; porque ¿de qué otro modo
podemos calificar la segunda acusación, cuando recordamos la respuesta que él dio
a esta misma pregunta el martes anterior?
Pilato comprendía su pretendido celo por la autoridad romana. Conocía el
valor de esta vehemente ansiedad de que el tributo romano fuese pagado. Levan-
tándose de su asiento para escapar de los gritos fanáticos de la turba, condujo a
Jesús al interior del palacio con el objeto de interrogarlo. Aunque no lo sabía, era
para él un momento solemne. ¡Qué suerte tan terrible era la suya que le conducía a
ese lugar y en tal tiempo! Había centenares de oficiales romanos esparcidos por el
imperio, que regían su vida por los mismos principios que normaban la de él. ¿Por
qué le tocó a él venir a aplicar estos principios a este caso?
Pilato no tenía ni la más remota idea de los resultados que estaba
determinando. El reo puede haberle parecido un poco más interesante y su causa
más difícil que las de otros; pero era solamente uno de los centenares que pasaban
diariamente por sus manos. vNo era posible que le ocurriera que, aunque él parecía
ser el juez, tanto él como el sistema que representaba comparecían ante el juicio de
Uno cuya perfección juzgaba y descubría el carácter de todo hombre y sistema que
se aproximaba a él. Le preguntó acerca de las acusaciones hechas en su contra,
informándose especialmente de si era verdad que pretendía ser rey. Jesús respondió
que no había sustentado tal pretensión en un sentido político, sino solamente en el
terreno espiritual, como Rey de la verdad.
Esta respuesta habría conmovido a cualquiera de aquellos espíritus más nobles
del paganismo que pasaban su vida en busca de la verdad; y fue dada tal vez para
ver si en el espíritu de Pilato había respuesta a tal sugestión. Pero éste no abrigaba
tal pasión por la verdad, y pasó adelante con una risa de desprecio. Sin embargo,
estaba convencido de que detrás de ese rostro puro, pacífico y melancólico no
había nada de demagogo o revolucionario mesiánico y volviendo al tribunal, dijo a
los acusadores que lo había absuelto.
Este anuncio fue recibido con gritos de ira contrariada, y con la reiteración en
alta voz de las acusaciones en contra de Jesús. Era aquel un espectáculo
enteramente judaico. Muchas veces esta chusma fanática había vencido los deseos y
decisiones de sus gobernantes extranjeros, solamente por sus clamores y pertinacia.
Pilato debía haberlo librado y protegido inmediatamente. Pero él era un verdadero
hijo del sistema en que había sido educado; la política de conveniencias y
estratagemas. En medio de los gritos que herían sus oídos tuvo el gusto de oír uno
que le brindaba una excusa para deshacerse de todo el negocio. Ellos gritaban que
Jesús había excitado al pueblo "por todo el país, comenzando desde Galilea, hasta
este lugar". Esto le recordó que Herodes, gobernador de Galilea, estaba en la ciudad
y que podía excusarse de tan dificultoso asunto enviándoselo a él, pues era un
procedimiento común de la ley romana transferir un prisionero del tribunal en que
era arrestado al del territorio en que residía. Por esto lo mandó en manos de los
soldados de su guardia y acompañado por los infatigables acusadores, al palacio de
Herodes.
Hallaron a este principillo, que había venido a Jerusalén para asistir a la fiesta,
en medio de su pequeña corte de aduladores y alegres compañeros, y rodeado de
los guardias que mantenía en imitación de sus amos extranjeros. Mucho se alegró al
ver a Jesús, cuya fama había sonado por tanto tiempo en todo el territorio que él
gobernaba. Era el tipo de un príncipe oriental; tenía un solo pensamiento en su
vida: su propio placer y diversión. Fue a la Pascua solamente para distraerse. La
venida de Jesús parecía prometerle una nueva sensación, cosa de la cual él y su
corte tenían a menudo necesidad urgente; esperaba ver a Jesús hacer algún milagro.
Era un hombre completamente incapaz de tomar en serio cosa alguna, y aun
pasó por alto el negocio por el que los judíos estaban tan preocupados, y comenzó
a proferir un diluvio de preguntas y observaciones sin dar lugar a la respuesta. Pero
al fin se cansó, y entonces esperó la contestación de Jesús. Pero esperó en vano,
pues Jesús no se dignó dirigirle una sola palabra de ninguna clase.
Herodes había olvidado el asesinato del Bautista, pues en su alma sin carácter
toda impresión era como escrita en el agua; pero Jesús no lo había olvidado.
Comprendía que Herodes debía avergonzarse al ver en su presencia al amigo del
Bautista. No se humillaría ni aun hablando a un hombre capaz de tratarlo como un
simple operador de milagros que podía comprar el favor de su juez exhibiendo su
habilidad; miraba con tristeza y vergüenza a aquel que había abusado tanto de sí
mismo que ya no le quedaba ni conciencia ni virilidad. Pero Herodes era incapaz de
sentir la fuerza aniquiladora del desdén de aquel silencio. El y sus hombres de
guerra tuvieron en nada a Jesús. Echaron sobre sus hombros una túnica blanca a
imitación de la que usaban en Roma los candidatos que aspiraban a algún cargo,
para indicar que era candidato al trono de los judíos, pero tan ridículo que era
inútil tratarlo sino con desprecio, y lo mandó volver a Pilato. En ese traje volvió
Jesús sus cansados pasos al tribunal del romano.
Entonces siguió de parte de Pilato una serie de procedimientos que hicieron
de su persona el tipo del contemporizador, para ser exhibido a los siglos bajo la luz
de Cristo que todo lo revela. Era evidentemente su deber, cuando Cristo volvió de
Herodes, pronunciar desde luego el fallo de absolución. Pero en vez de hacerlo así,
echó mano a la política y, forzado de un paso falso a otro, fue por fin despeñado al
precipicio de una completa traición a la justicia.
La ejecución de aquel monstruoso propósito fue sin embargo interrumpida
por un incidente que parecía ofrecer a Pilato una vez más, un medio de escaparse
de la dificultad. Era costumbre del gobernador romano, en la mañana de la Pascua,
poner en libertad cualesquiera de los presos que el pueblo deseara. Era un privilegio
altamente apreciado por los habitantes de Jerusalén, porque siempre había en la
cárcel una abundancia de presos, a quienes la multitud consideraba como héroes,
por haberse rebelado contra el aborrecido yugo extranjero. En este momento del
juicio de Jesús la turba de la ciudad, desbordándose de las calles y callejuelas a la
manera de los orientales, llegó como un torrente por toda la avenida, hasta frente
del palacio, pidiendo a gritos su prerrogativa anual.
Por esta vez la petición agradó a Pilato, porque vio en ella una manera de
escaparse de su desagradable posición. Pero esto resultó ser un lazo en que estaba
metiendo el cuello. Ofreció a la turba la vida de Jesús. Por un momento ésta quedó
indecisa. Pero ellos tenían un favorito, un caudillo distinguido contra la dominación
romana. Además empezó inmediatamente a correr por todos los oídos una voz que
acudía a todo motivo de persuasión con el objeto de inducirles a que no aceptaran
a Jesús. En lugar del celo que una hora antes habían mostrado tener para con la ley
y el orden, los miembros del Concilio Sanedrín no tuvieron escrúpulo en ponerse
del lado del campeón de la revuelta, y tuvieron muy buen éxito en envenenar la
mente del pueblo, que comenzó a clamar a favor de su propio héroe Barrabás.
"¿Qué, pues, haré con Jesús? ", preguntó Pilato, esperando que la respuesta de ellos
fuera: "Dánoslo también". Pero él se equivocaba; las autoridades judaicas habían
ejecutado con éxito su trabajo. De miles de pechos resonó el grito: " ¡Sea
crucificado!". Tales sacerdotes, tal pueblo: la nación ratificaba lo que sus sus
gobernantes decían. Completamente confundido, Poncio Pilato preguntó con
enojo: "¿Por qué? ¿Qué mal les ha hecho?". Pero él había puesto la decisión en sus
manos, y ellos gritaron: "¡Fuera con él! ¡Crucifícale, crucifícale! ".
Pilato no pensaba todavía en sacrificar la justicia por completo. Todavía tenía
un recurso en reserva, pero entre tanto mandó a azotar a Jesús; el acostumbrado
preliminar de la crucifixión. Los soldados lo llevaron al cuartel vecino, y allí
satisficieron sus instintos crueles con los sufrimientos de Jesús. No podemos describir
la vergüenza, y el dolor de este repugnante castigo, ¡Qué sería para él, con su
honor y amor a la naturaleza humana, el ser maltratado por aquellos hombres
groseros y ver tan de cerca la más extrema crueldad de la naturaleza humana!
Los soldados se daban gusto en esta obra, y agregaban el insulto a la
crueldad. Cuando acabaron de azotarle, le hicieron sentar, pusieron sobre sus
hombros un manto de grana en burlesca imitación de la púrpura real y un pedazo
de caña en las manos como cetro; y tejiendo algunas ramas espinosas de una zarza
cercana y dándole la apariencia grosera de una corona, clavaron las punzantes
espinas sobre sus sienes. Entonces, pasando por delante de él, cada uno por turno
hincaba la rodilla, mientras al mismo tiempo escupían su semblante y tomando de
su mano la caña, le herían en la cabeza y en el rostro.
Al fin, habiendo saciado su crueldad, lo condujeron nuevamente al tribunal,
llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Al ver la mofa de los
soldados las multitudes lanzaron gritos y carcajadas insensatas. Pilato, con
semblante burlesco, empujó adelante a Jesús, para que las miradas de todos se
concentraran en él, y exclamó: " ¡He aquí el hombre! " Quería decir que
seguramente no era necesario hacer más con él; que no valía la pena ocuparse de
él. ¿Acaso podría uno tan quebrantado y tan miserable hacer algún daño?
¡Cuan poco entendía sus propias palabras! Aquel " ¡Ecce Homo! " resuena
todavía por todo el mundo y atrae las miradas de todas las generaciones a aquel
rostro maltratado. Y contemplándolo, la vergüenza desaparece; se ha quitado de él
para caer sobre Pilato mismo, sobre los soldados, los sacerdotes y la multitud. La
deslumbrante gloria ha destruido el último resto de ignominia, y ha tachonado la
corona de espinas con centenares de puntos de deslumbrante brillantez.
Pero Pilato estaba igualmente equivocado en su concepto del pueblo que
gobernaba, cuando supuso que la vista de la miseria y debilidad de Jesús satisfaría la
sed de venganza. La objeción que ellos habían hecho siempre contra él había sido
que uno tan pobre y sin ambición quisiera ser el Mesías; y la vista de él ahora,
azotado y escarnecido por el soldado extranjero pero todavía queriendo ser rey,
hizo que su ira rayara en locura. Ahora más que nunca, gritaron: " ¡Crucifícale!"
Ahora también por fin dejaron escapar la acusación verdadera, la que hacía
mucho que tenía lacerando sus corazones y que ya no podían soportar por más
tiempo: "Nosotros tenemos una ley", gritaron, "y según nuestra ley debe morir,
porque se hizo Hijo de Dios".
Estas palabras tocaron en el corazón de Pilato una fibra en la cual ellos no
pensaron. En las antiguas tradiciones de su tierra natal había muchas leyendas de
hijos de los dioses que en tiempos pasados habían vivido sobre la tierra de modo
tan humilde que no se podían distinguir del común de los hombres. Era peligroso
tener que ver con ellos, pues un mal que se les hiciera atraería sobre el ofensor la ira
de los dioses padres.
La fe en estos antiguos mitos había desaparecido desde hacía mucho tiempo,
porque no se veían en la tierra hombres tan distintos de sus semejantes que hiciera
necesaria semejante explicación. Mas en Jesús, Pilato había visto algo inexplicable
que le había llenado de un terror indefinido. Y ahora las palabras de la multitud: "El
se hizo Hijo de Dios...", cayeron como un rayo. Hicieron volver de lo más
escondido de su memoria las antiguas y olvidadas historias de su niñez, y revivieron
el terror pagano, que forma el tema de algunos de los más grandes dramas griegos,
de cometer inadvertidamente un crimen que desatara la venganza tremenda de los
cielos. Su mente pagana razonaba de este modo: ¿No podría Jesús ser el Hijo del
Jehová de los hebreos, como Castor y Pólux lo fueron de Júpiter? Apresuradamente
lo hizo entrar otra vez al palacio y mirándole con nuevo pavor y curiosidad, le
preguntó: "¿De dónde eres tú?"
Pero Jesús no le respondió ni una palabra. Pilato no le había escuchado
cuando Jesús deseaba explicarle todo; había ultrajado su propio sentimiento de
justicia por la flagelación; y si un hombre vuelve la espalda a Cristo cuando él
habla, la hora vendrá en que preguntará y no recibirá respuesta. El orgulloso
gobernador estaba sorprendido e irritado a la vez, y preguntó: "¿A mí no me
hablas? ¿No sabes que tengo potestad para crucificarte, y que tengo potestad para
soltarte? ". A lo que Jesús respondió, con la indescriptible dignidad de que la brutal
vergüenza de su tortura no le había hecho perder nada: "Ninguna potestad tendrías
contra mí, si no te fuese dada de arriba".
Pilato se había jactado del poder que tenía para hacer lo que quisiera con el
prisionero; pero era en realidad muy débil. Volvió de su entrevista privada con la
determinación de ponerlo en libertad inmediatamente. Los judíos vieron esta
resolución pintada en su semblante y esto les hizo sacar su última arma, la que
tenían en reserva desde el principio; amenazaron acusarle ante el emperador. Esto
fue el significado del alarido con que interrumpieron sus primeras palabras: "Si a
éste sueltas, no eres amigo de César". Esto había estado en la mente tanto de ellos
como de Pilato en todo el curso del juicio. Esto era lo que le había hecho estar tan
indeciso.
No había otra cosa que un gobernador romano temiera tanto como que
fuese enviada por sus súbditos semejante queja. En este tiempo era especialmente
peligroso; porque ocupaba el trono imperial un sombrío y desconfiado tirano, que
se complacía en degradar a sus propios servidores, y que se encendería en un
momento a la insinuación de que uno de sus subordinados favorecía a un aspirante
al poder real. Pilato comprendía demasiado bien que su administración no podía
resistir a una inspección, pues había sido cruel y corrompido en extremo. Nada
puede estorbar tan absolutamente a un hombre en hacer el bien que quiere, como
el mal que ha practicado en su vida pasada. Esta fue la tentación que rindió por fin
a Pilato, precisamente cuando se había resuelto a obedecer a su conciencia. El no
era un héroe que siguiera sus convicciones a toda costa. Era enteramente mundano,
y vio que tenía que entregar a Jesús a la voluntad de ellos.
Sin embargo, él era preso no sólo de la ira por su completa derrota, sino
también de un poderoso temor religioso. Pidiendo agua, se lavó las manos en
presencia de la multitud, y exclamó: "Soy inocente de la sangre de este justo". Se
lavó las manos cuando debía haberlas usado. El agua no lava tan fácilmente la
sangre. Pero la turba, en triunfo completo, hizo mofa de sus escrúpulos llenando el
aire con sus vociferaciones de: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos".
Pilato sintió vivamente el insulto, y volviendo contra ellos su enojo, quiso
tener también su triunfo. Echó a Jesús delante de modo que todos lo vieran,
comenzó a burlarse de ellos, pretendiendo considerarlo como verdaderamente su
Rey, y preguntó: "¿A vuestro rey he de crucificar?". Ahora tocó a ellos su turno para
sentir el a-guijón de la mofa y gritaron: " ¡No tenemos más rey que César!". ¡Qué
confesión en boca de los judíos! Era renunciar a la libertad y la historia de la nación.
Pilato les tomó la palabra y entregó inmediatamente a Jesús para que lo
crucificaran.
La crucifixión
Ellos habían conseguido arrebatar a su víctima de las manos de Pilato, en
contra de la voluntad de éste, y "tomaron entonces a Jesús y le condujeron fuera de
la ciudad". Al fin podían satisfacer su odio en el más alto grado. Lo llevaron
precipitadamente al lugar de ejecución, con todas las manifestaciones de un triunfo
inhumano. Los ejecutores eran soldados de la guardia del gobernador; pero
moralmente la acción pertenecía por completo a las autoridades judías. Ni aun así
quisieron dejarla a cargo de los empleados de la ley a quienes correspondía, sino
que con indecorosa ansiedad se pusieron ellos mismos a la cabeza de la procesión,
con el objeto de celebrar su venganza contemplando los sufrimientos de Jesús.
La turba
Deben de haber sido ya cerca de las diez de la mañana. La multitud frente al
palacio se había ido aumentando. Cuando la procesión fatal, encabezada por los
miembros del Concilio Sanedrín pasó por las calles, atrajo a muchos más. Era día de
fiesta, de modo que había millares de ociosos, listos para cualquier novedad. Todos
aquellos, especialmente, que habían sido inoculados con el fanatismo de las
autoridades, salieron en gran número para presenciar la ejecución. Era pues en
medio de millares de espectadores despreciativos y crueles que Jesús caminaba a la
muerte.
El Calvario
El lugar donde él padeció no puede señalarse ahora con certeza. Estaba fuera
de las puertas de la ciudad, y era indudablemente el lugar común de ejecución. Se
llama generalmente el monte del Calvario, pero no hay nada en los Evangelios que
justifique semejante nombre, ni parece haber habido ninguna colina en las inmedia-
ciones sobre la cual pudiera haber tenido lugar. El nombre Gólgota, "lugar de la
calavera", puede significar la cima de una colina que tuviese tal forma, pero más
probablemente se refiere a las horribles reliquias allí esparcidas de las tragedias
verificadas en aquel lugar. Era probablemente un espacio ancho y despejado, en el
que podía reunirse una multitud de espectadores; y parece haber estado al lado de
algún camino muy frecuentado, porque además de los espectadores estacionarios,
había muchos otros que pasando por allí, hacían también mofa de Jesús en sus
sufrimientos.
Los horrores de esta forma de muerte
La crucifixión era una muerte indeciblemente horrible. Como nos dice
Cicerón, que estaba familiarizado con este suplicio, era el más cruel y vergonzoso
de todos los castigos. Añade "que nunca al cuerpo de un ciudadano romano se
acerque esto, ni aun a su pensamiento, vista ni oído". Estaba reservada para los
esclavos y los revolucionarios, cuyo fin debía marcarse con especial infamia. Nada
podía ser más contranatural y repugnante que colgar a un hombre con vida en
semejante posición. La idea parece haber tenido su origen en la costumbre de clavar
bestias dañinas en algún lugar público, como una especie de diversión vengativa.
Si la muerte hubiera venido durante los primeros golpes, aún así habría sido
terrible y dolorosa. Pero generalmente la víctima padecía dos o tres días con el
dolor ardiente de los clavos en sus manos y pies; la tortura de tener las venas
sobrecargadas; y lo peor de todo, la sed insoportable que aumentaba cada vez más.
Era imposible no moverse para aliviar sus penas; sin embargo, cada movimiento
traía consigo una nueva y excesiva agonía.
Su triunfo sobre ellos
Pero con gusto nos apartamos del horrible espectáculo para pensar cómo, por
la fuerza de su alma, su resignación y su amor, triunfó Jesús sobre la vergüenza, la
crueldad, y el horror de esa muerte. De la misma manera que el sol, al ponerse con
encamada gloria, hace que aun el charco corrompido brille como un escudo de
oro, e inunda de esplendor aun los objetos más viles que alumbren sus rayos, así él
convirtió el símbolo de la esclavitud, maldad y horror, en símbolo de lo más puro y
glorioso en el mundo.
La cabeza estaba suelta en la crucifixión, de modo que él podía no sólo ver lo
que sucedía abajo, sino también hablar. Pronunció a intervalos siete palabras, las
cuales se nos han dejado como siete ventanas por las cuales podemos ver aun
dentro de su misma mente y corazón y aprender las impresiones hechas en él por lo
que acontecía. Ellas nos demuestran que mantenía inquebrantable la serenidad y
majestad que le caracterizaron durante el juicio, y que exhibía de una manera
sobresaliente todas las cualidades que ya habían hecho ilustre su carácter.
Triunfó sobre sus sufrimientos, no por la serenidad indiferente del estoico,
sino por el amor que le hacía olvidarse de sí mismo. Cuando desmayaba en la vía
dolorosa, bajo la carga de la cruz, olvidó su fatiga y ansiedad para compadecerse
de las hijas de Jerusalén y de los hijos de ellas. Cuando lo clavaron en la cruz, es-
taba absorto en oración por sus asesinos. Olvidó los sufrimientos de las primeras
horas de crucifixión por su interés en el ladrón arrepentido, y en su cuidado de
proveer un nuevo hogar para su madre. Nunca mostró su verdadero carácter más
completamente; carácter de absoluta negación en su trabajo por los demás.
Sus sufrimientos mentales
Fue en verdad, solamente por su amor que pudo sufrir tan profundamente.
Sus sufrimientos físicos, aunque intensos y prolongados, no fueron mayores que los
que han soportado otros, a menos que lo exquisito de su organismo físico los haya
aumentado a un grado que a los demás hombres nos es inconcebible. El no duró
más que cinco horas, tiempo más corto que el común, tanto que los soldados que
estaban encargados de quebrarle las piernas, se sorprendieron al encontrarlo ya
muerto. Sus peores sufrimientos eran los del espíritu. El, cuya vida era amor, que
ansiaba el amor como el ciervo suspira por las corrientes de agua, estaba rodeado
de un mar de odio y de pasiones oscuras, amargas e infernales, que surgían a su
alrededor y rompían en oleadas contra la cruz. Su alma era completamente pura; la
santidad era su misma vida; pero el pecado la rodeaba y la oprimía con su contacto
detestable, que la hacía estremecerse en todas sus partes.
Los miembros del Concilio Sanedrín fueron los primeros en descargar sobre él
todas las expresiones posibles de desprecio y de odio malicioso, y el pueblo seguía
fielmente su ejemplo. Estos eran los hombres que él había amado y amaba aún con
pasión inextinguible; y ellos le insultaban, le golpeaban y pisoteaban su amor. Por
los labios de ellos el maligno reiteraba una y otra vez la tentación con la cual había
acometido a Jesús durante toda su vida, la de salvarse a sí mismo y ganar la fe de la
nación por alguna manifestación de poder sobrenatural hecha para su propia gloria.
Aquella masa agitada de seres humanos, de semblantes desfigurados por la
pasión y que le miraban con ferocidad, era un epítome de la iniquidad de la raza
humana. Los ojos de Jesús tuvieron que mirar todo esto, y la brutalidad, la tristeza,
la falta de honor a Dios y esta exhibición de la vergüenza de la naturaleza humana
fueron para él como un haz de lanzas concentradas en su pecho.
Llevando el pecado del mundo
Había otra angustia todavía más misteriosa. No solamente oprimía así su
alma santa y amante el pecado del mundo reflejado en las personas de los que
estaban a su derredor; también venía a atormentarlo de lejos, del remoto pasado y-
del futuro. El llevaba los pecados del mundo; y el fuego destructor del carácter de
Dios, que es el reverso de la luz de su santidad y amor, flameaba contra él para
destruir así el pecado. Así plugo al Señor afligirlo, cuando a Aquél que no conoció
pecado, constituyó en pecado a causa de nosotros.
Obscuridad
Estos son los sufrimientos que hicieron aterradora la cruz. Después de dos
horas, se apartó él completamente del mundo exterior y dirigió su mirada hacia el
mundo eterno. Al mismo tiempo, una extraña oscuridad cubrió la tierra,y Jerusalén
tembló bajo una nube cuyas lóbregas sombras parecían el comienzo de su
condenación. El Gólgota estaba casi desierto. Jesús, silencioso, permanecía
suspendido de la cruz, en medio de la oscuridad exterior e interior, hasta que al fin,
de las profundidades de una angustia que ningún pensamiento humano sondeará
jamás, salió la exclamación: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?".
Este fue el momento en que el Angustiado bebió la copa de amargura hasta las
últimas gotas.
Ultimas palabras
Pero la oscuridad pasó, y el sol volvió a brillar. También el espíritu de Cristo
salió de su eclipse. Con la fuerza de la victoria obtenida en la última lucha,
exclamó: " ¡Consumado está! " y entonces, con perfecta serenidad, entregó su
espíritu con un texto de un salmo favorito: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu".
La resurrección y la ascensión La muerte del cristianismo
Nunca hubo en el mundo una empresa que pareciera más completamente
terminada que la de Jesús, en aquel sábado que era el último de la antigua
dispensación. El cristianismo moría con Cristo y era sepultado con él en la tumba. Es
cierto que nosotros, mirando atrás desde esta distancia y viendo la piedra colocada
a la boca del sepulcro, experimentamos poca emoción. Nosotros estamos ya en el
secreto de la Providencia y sabemos lo que ha de suceder. Cuando él fue enterrado,
no había un solo ser humano que creyera que él se levantaría antes del día del
juicio.
Las autoridades judaicas estaban completamente satisfechas de esto. La muerte
finaliza toda controversia; y había terminado aquella que existía entre Jesús y ellos,
con el triunfo de ellos. El se había puesto delante como el Mesías, pero casi no tenía
ninguna de las señales que ellos esperaban de uno que se presentara con tales
pretensiones. Nunca recibió ningún reconocimiento nacional de importancia. Sus
adeptos eran pocos y sin influencia. Su carrera había sido muy corta. Ahora yacía en
la tumba. No había que pensar más en él.
La reacción de los discípulos
El quebrantamiento de los discípulos había sido completo. Cuando él fue
aprehendido, "dejándolo, huyeron". Pedro, en verdad, le siguió hasta el palacio del
sumo sacerdote, pero sólo para caer más ignominiosamente que todos los demás.
Juan le siguió hasta el Gólgota, y puede haber esperado, casi sin creerlo, que en el
último momento descendiera de la cruz para ascender al trono mesiánico. Pero aun
el último momento pasó sin que nada se hiciera. ¿Qué les quedaba, sino volver a
sus hogares y a su pesca, como hombres engañados, que serían burlados durante el
resto de su vida por la insensatez de seguir a un pretendiente, y a quienes se
preguntaría por los tronos en que había prometido sentarlos?
Jesús, en verdad, había predicho sus sufrimientos, muerte y resurrección. Pero
ellos nunca entendieron estas palabras; las olvidaron o les daban un significado
alegórico, y cuando él estaba ya muerto, ellas no les impartían consuelo alguno. Las
mujeres vinieron al sepulcro, el primer domingo cristiano no para ver la tumba
vacía, sino para embalsamar el cuerpo. María corrió para decirles a los discípulos,
no que había resucitado, sino que su cuerpo había sido quitado y puesto no sabía
ella dónde. Cuando las mujeres dijeron a los demás discípulos que él las había
encontrado, "sus palabras les parecían un desvarío, y no las creyeron". Pedro y
Juan, como Juan mismo nos dice, "no conocían todavía la Escritura, que él había de
resucitar de entre los muertos". ¿Podría haber otra cosa más patética que las
palabras de los dos discípulos que iban a Emmaús: "Esperábamos que él era aquel
que había de redimir a Israel?" Cuando los discípulos se reunieron, "estaban lamen-
tándose y llorando". Nunca hubo hombres tan completamente desilusionados y
desalentados.
Pero ahora nosotros podemos alegramos de que ellos se hayan entristecido
tanto. Ellos dudaron para que nosotros pudiéramos creer. Porque ¿cómo se explica
que estos mismos hombres, algunos días después, estuvieran llenos de confianza y
gozo, su fe en Jesús reavivada, y la empresa de la cristiandad otra vez en
movimiento con una vitalidad mucho mayor que la que había poseído jamás? Ellos
nos dicen que la causa de esto es que Cristo ya había resucitado y que ellos lo
habían visto.
Nos hablan de sus visitas a la tumba vacía, y de cómo él apareció a María
Magdalena, a las otras mujeres, a Pedro, a los que iban a Emaús, a diez de ellos en
una ocasión, a once de ellos en otra, a Santiago, a los quinientos, etc.
¿Son creíbles estas historias? Pudieran no serlo, si se encontrasen
aisladas. Pero la afirmación de la resurrección de Cristo iba acompañada con la
resurrección, indiscutible del cristianismo. ¿Y cómo se explica la segunda sino por
la primera? Podría decirse que Jesús había llenado las mentes de sus discípulos con
sueños de imperios que no había podido llevar a cabo; y que éstos, habiendo
tenido una vez la idea de una tan magnífica carrera, no podían volver a sus redes, e
inventaron esta historia con el objeto de llevar adelante la empresa por su propia
cuenta. O podría decirse que solamente se imaginaron haber visto lo que cuentan
acerca del resucitado.
Pero lo que causa admiración es que cuando renovaron su fe en él, ya no se
les ve más siguiendo fines mundanos, sino fines intensamente espirituales. Ya no
esperaban tronos, sino la persecución y la muerte. Sin embargo, se dirigieron a su
nueva obra con una fuerza de inteligencia, nunca antes habían mostrado. Así como
Cristo se levantó de entre los muertos con un cuerpo transfigurado, lo mismo
sucedió con el cristianismo. Se había desembarazado de todo lo que tenía de carnal.
¿Qué es lo que efectuó este cambio? Ellos dicen que fue la resurrección y la vista de
Cristo resucitado. Pero no es el testimonio de ellos en sí la prueba de que él
resucitó. La prueba incontestable es el cambio mismo, el hecho de que pronto
llegaran a ser valientes, llenos de esperanza, creyentes, sabios, poseídos de ideas
nobles y razonables sobre el porvenir del mundo, y preparados con recursos
suficientes para fundar la iglesia, convertir al mundo, y establecer entre los hombres
el cristianismo en toda su pureza.
Entre el último sábado de la antigua dispensación y el tiempo, pocas semanas
después, en que este estupendo cambio se había indudablemente verificado, debe
de haber intervenido algún acontecimiento que pueda presentarse como causa
suficiente de tan grande efecto. Solamente la resurrección responde a las exigencias
del problema, y en tal virtud, está probada con una demostración más convincente
de lo que pudiera serlo cualquier otro testimonio. Es una felicidad que este
acontecimiento sea capaz de tal prueba; porque si Cristo no resucitó, vana es
nuestra fe; pero si él resucitó, entonces toda su vida milagrosa es creíble, porque
éste es el mayor de los milagros; su misión divina queda demostrada, porque debe
de haber sido Dios quien lo resucitó, y se nos da la visión más consoladora que la
historia ofrece de las verdades del mundo eterno.
Cristo resucitado
Cristo resucitado permaneció sobre la tierra el tiempo suficiente para
satisfacer a sus adherentes de la verdad de su resurrección. Ellos no se convencieron
fácilmente. Los apóstoles recibieron la noticia de las mujeres con incredulidad
sarcástica; Tomás dudó del testimonio aun de los otros apóstoles, y algunos de los
quinientos, a quienes él apareció sobre la montarla de Galilea, dudaron de su
propia vista, y creyeron sólo cuando oyeron su voz. La paciencia tan tierna con que
él trató a estos incrédulos muestra que aunque su apariencia física estaba cambiada,
en su corazón era el mismo de siempre. Esto fue patéticamente demostrado
también por los lugares que visitó en su forma gloriosa. Estos fueron los sitios
queridos en los cuales había orado, predicado, trabajado y sufrido: las montañas de
Galilea, el muy amado lago, el Monte de los Olivos, la aldea de Betania y sobre
todo Jerusalén, la ciudad fatal que había matado a su propio hijo, pero a la cual él
no podía dejar de amar.
La ascensión
A pesar de esto, había claras y evidentes indicaciones de que él no pertenecía
ya a este mundo inferior. En su humanidad resucitada notamos cierta reserva que
no existía antes. Prohibió a María Magdalena tocarle, cuando ella quiso besar sus
pies. Se aparecía en medio de los suyos repentinamente y también repentinamente
desaparecía de la vista. Sólo de vez en cuando estaba en su compañía, y ya no
concediéndoles el trato constante y familiar de días pasados. Al fin, al cabo de
cuarenta días, cuando el propósito que le detenía aún en la tierra estuvo cumplido,
y cuando los apóstoles, fortalecidos por su nuevo gozo, estaban listos para llevar las
nuevas de Su vida y de Su obra a todas las naciones, su humanidad glorificada fue
recibida arriba en aquel mundo a que pertenecía por perfecto derecho.
***CONCLUSIÓN
Ninguna vida concluye, aun para este mundo, cuando el cuerpo que por un
poco de tiempo la ha hecho visible, desaparece de sobre la faz de la tierra. Entra en
la corriente de la siempre creciente vida de la humanidad y allí continúa actuando
con toda su fuerza para siempre. En verdad, la magnitud real de un ser humano
muchas veces sólo puede medirse por lo que esta vida posterior nos muestra que
aquel era.
Así fue con Cristo. La modesta narración de los Evangelios apenas nos prepara
para la demostración maravillosa de la fuerza creativa que produjo su vida, cuando
parecía estar concluida. Su influencia en el mundo moderno es la prueba de cuan
grande es, y es hasta hoy; porque debe haber tanto en la causa como hay en el
efecto. Se ha extendido sobre la vida del hombre, y la ha hecho florecer con el
vigor de una primavera espiritual. Ha absorbido en sí todas las otras influencias,
como un poderoso río que corre por en medio de un continente recibe tributarios
que bajan de centenares de montes. Y la cualidad ha sido aun más excepcional que
su cantidad.
Pero la prueba más importante de lo que él era, no se halla en la historia
general de la civilización moderna, ni en la historia pública de la iglesia visible, sino
en la experiencia de la sucesión de los verdaderos creyentes que, como eslabones
de una cadena, llegan hasta él, a través de las generaciones cristianas. La experiencia
de millares de almas redimidas por él de sí mismas y del mundo, prueba que la
historia quedó dividida con la aparición de un regenerador que no era un mero
eslabón en la cadena de los hombres comunes, sino Uno a quien la raza no podía
por sí misma producir; el tipo perfecto, el Hombre entre los hombres. La
experiencia de millares de conciencias que, aunque permanecen sensibles a su
propia depravación, sin embargo, son capaces de regocijarse en una paz con Dios a
quien han hallado ser el más grande motivo de una vida santa, prueba que en
medio de las edades fue hecho un acto de reconciliación por el cual los hombres
pecadores pueden unirse con el santo Dios. La experiencia de millares de espíritus
beatificados por la visión de un Dios que a los ojos purificados por la Palabra de
Cristo es luz tan completa que no hay ninguna tiniebla en él, prueba que la
revelación final del Eterno al mundo ha sido hecha por Uno que lo conocía tan per-
fectamente que él mismo no podía ser menos que divino. La vida de Cristo en la
historia no puede cesar. Su influencia se aumenta cada vez más. Las naciones
muertas esperan hasta que ésta les alcance, y ella es la esperanza de los espíritus más
ardientes que están trayendo una nueva época. Todos los descubrimientos del
mundo moderno, cada desarrollo de ideas más justas, de poderes más elevados, de
sentimientos más exquisitos en la humanidad, son solamente nuevos auxilios para
interpretar esa influencia. Levantar la vida al nivel de las ideas y del carácter de
Cristo es el programa de la raza humana.
LUGAR DE PABLO EN LA HISTORIA
El hombre necesitado por el tiempo
Hay algunos hombres cuya vida es imposible estudiar sin recibir la impresión de
que fueron enviados al mundo expresamente para hacer una obra demandada por
las exigencias de la época en que vivieron. Por ejemplo, la historia de la Reforma
no puede ser leída sin admirar la disposición providencial por la que hombres tan
grandes como Lutero, Zwinglio, Calvino y Knox se levantaron simultáneamente en
diferentes partes de Europa con el objeto de romper el yugo del papado y publicar
de nuevo el evangelio de gracia. Cuando el avivamiento evangélico, después de
haber sido de bendición para Inglaterra, estuvo próximo a romper en Escocia y
terminar el triste reino del Moderatismo, se levantó con Tomás Chalmers una inteli-
gencia capaz de absorber por completo el nuevo movimiento y de bastante
simpatía e influencia para difundirlo hasta en los más remotos confines de su país
natal.
Ninguna vida mejor que la del Apóstol San Pablo ha producido esta impresión
de que venimos hablando. El fue dado al cristianismo cuando éste se hallaba en los
primeros momentos de su historia. El cristianismo, en verdad, no era débil, y
ningún hombre puede ser considerado como indispensable para aquel, pues llevaba
en sí mismo el vigor de una existencia inmortal y divina que no podía menos de
revelarse en el curso del tiempo. Pero si reconocemos que Dios hace uso de los
medios que se recomiendan aun a nuestros ojos como adaptados al fin que tiene
delante, entonces debemos decir que el movimiento cristiano, en el momento en
que se presentó San Pablo en la palestra, necesitaba en extremo de un hombre de
extraordinarias dotes, quien, poseído de genio, lo incorporase en la historia general
del mundo; y en Pablo encontró al hombre que necesitaba.
Un tipo del carácter cristiano
El cristianismo obtuvo en Pablo un tipo incomparable del carácter cristiano. En
verdad, ya poseía el modelo perfecto del carácter humano en la persona de su
fundador; pero él no fue como otros hombres, porque nunca tuvo que luchar con
las imperfecciones del pecado; y el cristianismo necesitaba aún demostrar lo que
podía hacer de la naturaleza humana imperfecta. Pablo proporcionó la
oportunidad para demostrar esto. Naturalmente era de gran fuerza y alcance
mental. Aun si nunca hubiera sido cristiano siempre habría sido un hombre notable.
Los otros apóstoles habrían vivido y muerto en la oscuridad de Galilea si no
hubieran sido elevados a un lugar prominente por el movimiento cristiano; pero el
nombre de Saulo de Tarso hubiera sido recordado bajo algún carácter, aun cuando
el cristianismo nunca hubiera existido. En Pablo el cristianismo tuvo la
oportunidad de demostrar al mundo toda la fuerza que traía consigo. Pablo estaba
convencido de esto, aunque lo expresó con perfecta modestia cuando dijo: "Por
esto fui recibido a misericordia para que Jesucristo mostrase en mí el primero
toda su clemencia para ejemplo de los que habían de creer en él para vida eterna".
Su conversión probó el poder del cristianismo para destruir las más fuertes
predisposiciones y estampar su propio tipo en una gran naturaleza por una
revolución tan instantánea como permanente. La personalidad de Pablo era tan
fuerte y original, que de cualquier hombre se hubiera esperado, menos de él, un
cambio tan completo; pero desde el momento en que tuvo contacto con Cristo
quedó tan dominado por su influencia que por todo el resto de su vida su deseo
dominante fue el de ser un mero eco y reflexión de Aquel para el mundo. Pero si el
cristianismo demostró su fuerza por la tan completa conquista que hizo de Pablo,
no demostró menos su valor en la clase de hombre que de él hizo, cuando Pablo se
entregó a su influencia. Satisfizo las necesidades de una naturaleza peculiarmente
hambrienta, y nunca, hasta el fin de su vida, reveló en lo más mínimo que esta
satisfacción hubiese disminuido. Su constitución original estaba compuesta de
materiales; finos: pero el Espíritu de Cristo, pasando a ellos, los levantó a un grado
de excelencia del todo sin igual. Ni a él mismo ni a otros le fue dudoso que la
influencia de Cristo le hiciera lo que él fue. El verdadero lema de su vida sería su
propia frase: "y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí". En verdad, Cristo fue tan
perfectamente formado en él que podemos estudiar el carácter de Cristo en el
suyo; y los principiantes tal vez pueden aprender mucho más de Cristo por el
estudio de la vida de Pablo que por la de Jesús. Había en Cristo mismo una
concurrencia tal de todas las excelencias que impidió que su grandeza fuera
vislumbrada por el principiante a la manera como por la perfección misma de las
pinturas de Rafael quedan decepcionados los ojos sin educación cuando las ven. En
Pablo, en cambio, unos pocos de los más grandes elementos del carácter cristiano
estuvieron expuestos con tan clara determinación que ninguno puede dudar de su
existencia, así como las características más prominentes de las pinturas de Rubens
pueden ser apreciadas por cualquier espectador.
El pensador del cristianismo
En segundo lugar, el cristianismo obtuvo en Pablo un gran pensador. Por el
momento esto era especialmente lo que necesitaba. Cristo había partido del mun-
do, y aquellos a quienes dejó para que le representaran eran pescadores sin
instrucción, y la mayor parte sin ninguna notabilidad intelectual. En un sentido, este
hecho demuestra una gloria peculiar del cristianismo, porque prueba que no debe el
lugar que tiene como una de las grandes influencias del mundo a las habilidades de
sus representantes humanos: no por fuerza, ni por poder, sino por el Espíritu de
Dios se estableció el cristianismo en la tierra. Sin embargo, si miramos al pasado,
claramente podemos ver cuan esencial era que un apóstol de educación y carácter
diferentes se levantara.
Cristo una vez por todas había manifestado la gloria del Padre y había
completado su obra expiatoria. Pero esto no era suficiente. Era necesario que el
objeto de su venida se explicara al mundo. ¿Quién era el que había estado aquí?
¿Qué fue lo que precisamente hizo? A estas preguntas los primeros apóstoles podían
contestar con respuestas breves y populares; pero ninguno de ellos tenía el alcance
intelectual o la disciplina mental necesarios para responder satisfactoriamente al
mundo de las inteligencias. Felizmente no es esencial a la salvación poder contestar
a tales cuestiones con exactitud científica. Hay muchos que conocen y creen que
Jesús fue el Hijo de Dios y murió para la remisión de los pecados, y que confiando
en El como en su Salvador son purificados por la fe, pero que no podrían explicar
estas afirmaciones sin caer en equívocos en casi cada frase. Sin embargo, si el
cristianismo había de hacer una conquista tanto moral como intelectual del mundo,
era necesario para la iglesia haberse explicado exactamente la completa gloría de su
Señor y el significado de su obra salvadora. Por supuesto, Jesús había tenido en su
mente una comprensión tanto de lo que fue como de lo que hizo, tan clara como
la luz del sol. Pero era uno de los aspectos más patéticos de su ministerio terrestre el
hecho de que no podía declarar toda su mente a sus seguidores. Ellos no eran
capaces de llevarla; eran demasiado rudos y limitados para entenderla. Jesús tenía
que llevarse del mundo sus más profundos pensamientos sin haberlos expresado,
confiando con una fe sublime en que el Espíritu Santo guiaría su iglesia en el curso
de su desarrollo subsiguiente. Aun lo que él expresó fue entendido muy
imperfectamente. Había una inteligencia, es cierto, en el círculo original de los
apóstoles, de las más bellas cualidades y capaz de remontarse a las mayores alturas
de la especulación. Las palabras de Cristo penetraron en la mente de Juan, y,
después de haber quedado en ella por medio siglo, aparecieron y crecieron en las
admirables formas en que las heredamos en su Evangelio y Epístolas. Pero aun la
mente de Juan no era apropiada a las exigencias de la iglesia; era demasiado fina,
mística y rara. Sus pensamientos son aún hoy día la posesión especial de las
inteligencias más ilustradas y espirituales. Se necesitaba de un hombre de pensa-
mientos más vastos y más sólidos, que bosquejara el primer contorno de las
doctrinas cristianas; y tal hombre se encontró en Pablo.
Pablo fue un gran pensador por naturaleza. Su inteligencia fue de extensión y
fuerza majestuosas; trabajaba sin descansar; nunca fue capaz de abandonar un
asunto que tuviera entre manos, sino cuando lo había perseguido hasta sus primeras
causas, y cuando había vuelto de nuevo a demostrar todas sus consecuencias. No le
era bastante saber que Cristo fue Hijo de Dios; tenía que descomponer este hecho
en sus elementos y entender precisamente lo que significaba. No le bastaba creer
que Cristo murió por los pecadores; necesitaba más; tenía que investigar por qué
fue necesario que lo hiciera así y cómo su muerte los lavó. Pero no solamente
poseía este poder especulativo por naturaleza, sino que su talento fue desarrollado
por la educación. Los demás apóstoles eran hombres iliteratos, pero él reunía los
más completos adelantos de la época. En la escuela rabínica aprendió la manera de
arreglar, afirmar, y defender sus ideas. Tenemos la prueba de todo esto en sus
epístolas, que contienen la explicación mejor que el mundo posee del cristianismo.
El verdadero modo de verlas es considerarlas como la confianza en las enseñanzas
propias de Cristo. Ellas contienen los pensamientos que Cristo no expresó cuando
estuvo en la tierra. Por supuesto, Jesús las hubiera expresado de una manera
diferente y mucho mejor. Los pensamientos de Pablo en todo tienen el colorido de
sus propias peculiaridades mentales; pero en sustancia son los mismos que los de
Cristo, si él los hubiera expresado.
Hubo especialmente un gran asunto que Cristo tenía que dejar sin explicación:
su muerte. Él no podía explicarlo antes de que sucediera. Este fue el tema principal
del pensamiento de Pablo: enseñar por qué la muerte de Cristo fue necesaria y
cuáles fueron sus benditos resultados. Pero en realidad no hay ningún aspecto de la
vida de Cristo que no fuera penetrado por su mente infatigable e investigadora. Sus
trece epístolas, cuando están arregladas en orden cronológico, demuestran que su
mente de continuo penetraba más y más en lo profundo del asunto. Los progresos
de sus pensamientos fueron determinados en parte por los progresos naturales de
su propia experiencia en el conocimiento de Cristo, porque siempre escribió de su
propia experiencia; y en parte por las varias formas de error con las cuales tenía
que encontrarse constantemente. Estas vinieron a ser medios providenciales para
estimular y desarrollar su comprensión de la verdad; así como en la iglesia cristiana
la aparición del error ha sido el medio de excitar las más claras afirmaciones de
doctrina. Sin embargo, el impulso gobernante de su pensamiento como de su vida
siempre fue Cristo; y fue su devoción eterna a este inagotable tema lo que le
constituyó en el gran pensador del cristianismo.
En tercer lugar, el cristianismo obtuvo en Pablo al misionero a los gentiles. Es
raro encontrar unido el más alto poder especulativo con la mayor actividad prácti-
ca; pero en él estuvieron unidas ambas cosas. No solamente fue el pensador más
grande de la iglesia, sino el obrero más infatigable que ésta haya poseído. Hemos
considerado la tarea especulativa que le aguardaba cuando se unió con la
comunidad de los cristianos. Pero hubo una tarea práctica no menos estupenda que
también le aguardaba. Esta fue la evangelización del mundo gentil.
Uno de los grandes objetos de la venida de Cristo fue romper el muro de
separación entre judíos y gentiles y hacer las bendiciones de salvación propiedad de
todos los hombres sin distinción de raza o idioma. Pero no le fue permitido llevar
este cambio a la realización práctica. Fue una de las extrañas restricciones de su vida
terrestre, el ser enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Fácilmente puede imaginarse cuánto congenió dicha tarea con su corazón
intensamente humano, para llevar el evangelio más allá de los límites de Palestina y
proclamarlo de nación en nación. Pero él fue quitado en la mitad de sus días, y
tenía que dejar la tarea para sus seguidores.
Antes de la aparición de Pablo en la escena, la ejecución de dicha obra había ya
comenzado. Se habían disipado parcialmente las preocupaciones de los judíos, el
carácter universal del cristianismo en cierto grado había quedado establecido, y
Pedro había dado acceso a los primeros gentiles en la iglesia por el bautismo. Pero
ninguno de los primeros apóstoles se había colocado a la altura de la emergencia.
Ninguno de ellos pudo comprender la idea de una igualdad perfecta de judío y
gentil, y aplicarla a todas las consecuencias prácticas; y ninguno de ellos tenía la
combinación de dones necesaria para aventurarse en la conversión del mundo
gentil en grande escala. Ellos fueron pescadores de Galilea, bastante aptos para en-
señar y predicar dentro de los límites de Palestina; pero más allá de Palestina estaba
el gran mundo de Grecia y Roma; el mundo de grandes poblaciones, de poder y
cultura, de placeres y ocupaciones. Se necesitaba un hombre de ilimitadas aptitudes,
de educación, de inmensa simpatía humana, para ir allá con el mensaje del
evangelio. Un hombre que no solamente fuera un judío a los judíos, sino un griego
a los griegos, un romano a los romanos, un bárbaro a los bárbaros; un hombre que
no solamente se encontrara con rabíes en sus sinagogas, sino con orgullosos
magistrados en sus cortes y con filósofos en sus centros de educación; un hombre
atrevido, que viajara por tierra y por mar, que demostrara su presencia de ánimo
en todas circunstancias y que no se acobardara por dificultad alguna. Ningún
hombre de talla semejante perteneció al círculo de los primeros apóstoles, pero el
cristianismo necesitaba uno de tales condiciones y lo encontró en Pablo.
Originalmente apegado de un modo más estricto que cualquier otro de los
apóstoles a las peculiaridades y prevenciones del exclusivismo judaico, apartó su ca-
mino del matorral de estas distinciones, aceptó la igualdad de todos los hombres en
Cristo, y aplicó inflexiblemente ese principio en todos sus fines. Dio su corazón a la
misión entre los gentiles, y la historia de su vida es la historia de cuan sincero fue en
su vocación. Nunca hubo tal sencillez de atención y tal entereza de alma. Nunca
hubo energía tan incansable y sobrehumana.
Nunca hubo tal acumulación de dificultades tan victoriosamente dominadas, ni
de sufrimientos, motivados por la defensa de causa alguna, tan alegremente sobre-
llevados. En él estaba Jesucristo para evangelizar al mundo, haciendo uso de sus
manos y de sus pies, de su lengua, su cerebro, y su corazón, para hacer la obra que
no le había sido posible hacer personalmente a causa de los límites de la misión que
tenía que cumplir.
SU PREPARACIÓN INCONSCIENTE PARA SU OBRA
Fecha y lugar de su nacimiento
Las personas cuya conversión ha tenido lugar en la edad adulta, suelen ver
retrospectivamente hacia el período de su vida anterior a su conversión, con tristeza
y vergüenza, y desean que una mano obliteradora lo borre del registro de su
existencia. San Pablo experimentó con fuerza este mismo sentimiento; hasta el fin
de sus días estuvo rodeado por el espectro de sus años perdidos, y solía decir que él
era el menor de todos los apóstoles, que no era digno de ser llamado apóstol,
porque había perseguido a la iglesia de Dios. Pero estos pensamientos sombríos sólo
son parcialmente justificables. Los propósitos de Dios son muy profundos, y aun en
aquellos que no le conocen, puede estar sembrando semilla que solamente
germinará y producirá el fruto mucho tiempo después que éstos hayan terminado
su carrera impía. Pablo nunca hubiera sido el hombre que llegó a ser, ni hubiera
hecho el trabajo que hizo, si en los años precedentes a su conversión no hubiera
tenido un curso designado de preparación que lo hiciera apto para su carrera por
venir. El no conocía para qué estaba siendo preparado; sus propias intenciones para
el futuro eran diferentes de las de Dios; peto hay una divinidad que dispone
nuestros fines, y ella lo hizo una flecha aguda para la aljaba de Dios, aunque él no
lo sabía.
La fecha del nacimiento de Pablo no se conoce exactamente, pero puede fijarse
con aproximación, lo cual es suficiente para el propósito práctico. Cuando en el
año 33 d.C. los que apedrearon a Esteban pusieron sus capas a los pies de Pablo,
era "un joven". Tal término en verdad, en el original griego es muy amplio y puede
indicar una edad comprendida entre veinte y treinta años. En este caso
probablemente se refiere, mejor que al primero, al último límite; pues hay razón
para creer que en este tiempo, o poco después, fue miembro del concilio, oficio
que ninguno que no tuviera treinta años de edad podía obtener; y la comisión que
inmediatamente después recibió del concilio para perseguir a los cristianos apenas
habría sido confiada a un joven. Treinta años después de haber lamentablemente
participado en el asesinato de Esteban, en el año 62 d.C., se hallaba en una prisión
en Roma esperando la sentencia de muerte por la misma causa por la que Esteban
había sufrido; y cuando escribía una de sus últimas epístolas, la de Filemón, se
llamaba "anciano". Este último término, también, es muy amplio, y un hombre que
ha pasado por muchos sufrimientos muy bien puede considerarse de más edad que
la que tiene; aunque apenas podría tomar el nombre de "Pablo el anciano" antes de
los sesenta años de edad. Estos cálculos nos conducen a creer que nació casi en el
mismo tiempo que Jesús. Cuando el niño Jesús jugaba en las calles de Nazaret, el
niño Pablo jugaba en las calles de su ciudad natal, al otro lado de las cumbres del
Líbano. Parecían tener carreras totalmente distintas; sin embargo, por el arreglo
misterioso de la Providencia, estas dos vidas, como caudal que corre de fuentes
opuestas, un día, cual río y tributario, habrían de unirse.
El lugar de su nacimiento fue Tarso, capital de la provincia de Cilicia al sudeste
del Asia Menor. Estaba a unas cuantas millas de la costa en medio de un llano fértil,
y situado sobre las dos orillas del río Cidno, que descendía de las montañas vecinas
del Tauro, en cuyas nevadas cimas era la costumbre de los habitantes del país
contemplar, en las tardes de verano, desde los techos llanos de sus casas, la belleza
de la puesta del sol. Arriba de la ciudad, no lejos de ella, el río se arrojaba sobre las
rocas en gran catarata, pero abajo venía a ser navegable, y dentro de la ciudad sus
orillas estaban cubiertas de muelles donde se reunían las mercancías de muchos
países, mientras los marineros y comerciantes, vestidos según las costumbres de
diferentes razas, y hablando diversos idiomas, constantemente se encontraban en
las calles. Tarso hacía un comercio extenso en maderas, en las cuales abundaba la
provincia, y en el fino pelo de las cabras que a millares eran apacentadas en las
montañas vecinas. Este era empleado en hacer una especie de paño burdo y en la
fabricación de varios artículos; entre los cuales, las tiendas, como las que después
Pablo se ocupaba en coser, formaban un extenso artículo de cambio por todas las
costas del Mediterráneo. Tarso era también el centro de intenso transporte
mercantil; pues, atrás de la ciudad, un famoso paso llamado las Puertas Milicianas
conducía a las montañas de los países centrales de Asia Menor; y Tarso era el
depósito adonde se llevaban los productos de estos países para ser distribuidos por
el Oriente y el Occidente. Los habitantes de la ciudad eran numerosos y ricos. La
mayoría eran cilicianos nativos, pero los comerciantes más ricos eran griegos. Estaba
la provincia bajo el dominio de los romanos, viéndose en la capital las señas de su
soberanía, aunque Tarso gozaba el privilegio de gobierno propio. El número y
variedad de habitantes crecían aún ma's por el hecho de que Tarso no solamente
fue el centro del comercio sino también el asiento de la instrucción. Era una de las
tres principales ciudades universitarias establecidas en aquella época, siendo las otras
dos Atenas y Alejandría; y se dice que sobrepujaba a sus rivales en eminencia
intelectual. En sus calles se veían estudiantes de muchos países, espectáculo que no
podía sino despertar en las jóvenes inteligencias pensamientos acerca del valor y
objeto de la instrucción.
¿Quién dejará de ver cuan a propósito fue que el apóstol de los gentiles naciera
en este lugar? En cuanto él crecía se preparaba inconscientemente para encontrarse
con hombres de todas clases y razas, para simpatizar con la naturaleza humana en
todas sus variedades, y tolerar la mayor diversidad de hábitos y costumbres. En su
vida posterior siempre fue amante de las ciudades. Mientras su Maestro huyó de
Jerusalén y gustaba de enseñar en las montañas o en las orillas de los lagos, Pablo
constantemente se movía de una gran ciudad a otra. Antioquia, Efeso, Atenas,
Corinto, Roma, las capitales del mundo antiguo, fueron los lugares de su actividad.
Las palabras de Jesús' son peculiares del campo y abundan en pinturas de su belleza
tranquila y del trabajo del hogar: los lirios del campo, las ovejas que siguen al
pastor, el sembrador en el surco, el pescador que arroja sus redes. Pero el lenguaje
de Pablo está impregnado con la atmósfera de la ciudad y como activado por el
movimiento y confusión de las calles. Su imaginación está poblada de escenas de la
energía humana y de movimientos de la vida culta: el soldado con su armadura
completa, el atleta en la arena, el constructor de casas y templos, la triunfal
procesión del general victorioso. Tan duraderas son las asociaciones del niño en la
vida del hombre.
Su hogar
Pablo tenía cierto orgullo por el lugar de su nacimiento, como lo demostró en
una ocasión, jactándose de que era ciudadano de una ciudad no baja. Tenía un
corazón formado por la naturaleza para sentir el ardor del ma's vehemente
patriotismo. Sin embargo, no era por Cilicia ni Tarso, por lo que este fuego ardía.
Era extranjero en la tierra de su nacimiento. Su padre fue uno de los muchos judíos
que se esparcieron en aquella época por las ciudades del mundo gentil a causa del
tráfico y del comercio. Habían dejado la Tierra Santa, pero no la habían olvidado.
Nunca se mezclaron con los pueblos entre quienes vivían; aun en el vestido,
alimento, religión y otros muchos particulares permanecieron como un pueblo
peculiar. Como regla general eran menos rígidos en sus opiniones religiosas y más
tolerantes de las costumbres extranjeras que los judíos que permanecieron en
Palestina. Pero el padre de Pablo no fue de los que daban lugar a la relajación de
costumbres. Pertenecía a la más estricta secta de su religión. Es probable que haya
salido de Palestina no mucho tiempo antes del nacimiento de su hijo; pues Pablo se
llamaba a si mismo "hebreo de hebreos", nombre que parecía pertenecer
únicamente a los judíos de Palestina y a los que continuaban en conexión muy
íntima con ella. De su madre absolutamente nada sabemos, pero todo parece
indicar que el hogar donde Pablo fue educado fue uno de aquellos de donde se han
levantado casi todos los eminentes maestros religiosos, un hogar de piedad, de
carácter, tal vez de algún principio extremo y fuertemente afecto a las
peculiaridades de un pueblo religioso. Tal espíritu fue imbuido en él que, aunque
no pudo menos que recibir impresiones innumerables e imperecederas de la ciudad
donde nació, la tierra y la ciudad de su corazón eran Palestina y Jerusalén; y los
héroes de su imaginación no fueron Curcio y Horacio. Hércules y Aquiles, sino
Abraham y José, Moisés, David, y Esdras. Al remontarse hasta el pasado, no fueron
los anales oscuros de Cilicia donde él puso los ojos, sino que contempló la corriente
clara de la historia de los judíos hasta sus fuentes en Ur de los Caldeos; y cuando
pensaba en el futuro, la visión que se levantaba delante de él era el reino del Mesías
entronizado en Jerusalén y gobernando las naciones con vara de hierro.
El sentimiento de pertenecer a la aristocracia espiritual lo .elevaba sobre la
mayoría de aquellos entre quienes vivía, y se profundizó más en él por lo que vio
de la religión del pueblo que le rodeaba. Tarso era el centro de una forma del culto
a Baal, de carácter imponente, pero por todo extremo degradante, y en ciertas
estaciones del año era el escenario de festividades frecuentadas por toda la
población de las regiones vecinas, y acompañadas con orgías de un grado de
abominación moral felizmente fuera del alcance de nuestra imaginación. Por
supuesto, un niño no pudo ver los abismos de este misterio de iniquidad, pero
pudo ver bastante para huir de la idolatría con el oprobio peculiar a su nación y
considerar la pequeña sinagoga donde su familia adoraba al Santo de Israel como
mucho más gloriosa que los brillantes templos de los paganos. Tal vez a esta
primera experiencia podemos atribuir en cierto grado aquellas convicciones de los
abismos en donde la naturaleza humana puede caer, y su necesidad de una fuerza
redentora omnipotente, que después formaron una parte tan fundamental de su
teología y le dieron tanto estímulo en su obra.
Su educación
Ciudadanía romana.- Al fin llegó el tiempo para decidir qué ocupación debía
escoger el joven, momento crítico en la vida de todo hombre; y en la de éste, de
una decisión trascendental. Quizá la carrera más propia para él hubiera sido la de
comerciante; porque su padre se ocupaba en el comercio, los negocios de la ciudad
ofrecían precios espléndidos a la ambición mercantil, y la energía propia del joven
habría garantizado un éxito brillante. Además su padre tenía una ventaja que darle,
especialmente útil para un comerciante: aunque judío, era ciudadano romano; y
este derecho daría protección a su hijo en todas partes del mundo romano donde
tuviera ocasión de viajar. No podemos decir cómo obtuvo este derecho el padre;
pudo ser comprado, ganado por servicios distinguidos al estado, o adquirido de
otros varios modos; en todo caso, su hijo nació libre. Fue un valioso privilegio y
demostró ser de gran utilidad para Pablo, aunque no de la manera que su padre
esperó que lo usara. Pero se decidió que no debía ser comerciante. La decisión
puede haberse debido a las decididas opiniones religiosas de su padre, o a la ambi-
ción piadosa de su madre, o a su propia predilección; pero se resolvió que iría al
colegio para ser un rabí; es decir, ministro, maestro y abogado, al mismo tiempo.
Fue una sabia determinación en vista del espíritu y capacidades del joven, y resultó
ser de importancia infinita para el futuro de la humanidad.
Fabricante de tiendas.— Pero aunque así eludió las oportunidades que parecían
llevarlo a un llamamiento secular, sin embargo, antes de ir a prepararse para la
profesión sagrada, debía adquirir algunas nociones en los asuntos de la vida:
porque era costumbre entre los judíos, que todo joven, cualquiera que fuese la
profesión que iba a seguir, debía aprender algún oficio como recurso en tiempo de
necesidad. Esta era una costumbre sabia, porque daba empleo a los jóvenes en una
edad en que la molicie es demasiado peligrosa, y enseñaba, en cierto sentido, a los
ricos y a los instruidos, los sentimientos de aquellos que tenían que ganar su pan
con el sudor de su frente. El oficio a que se dedicó era uno de los más comunes en
Tarso, la fabricación de tiendas de pelo de cabra, tejidos por los cuales se había
hecho célebre el distrito. Poco pensaron él y su padre, cuando comenzó a manejar
el desagradable material, cuan importante iba a serle este oficio en los años
subsecuentes. Llegó a ser el medio de su sostenimiento durante sus viajes
misioneros, y en el tiempo en que era esencial que los propagadores del
cristianismo se sobrepusieran a las sospechas de motivos egoístas, este oficio lo
capacitó para sostenerse en una posición de noble independencia.
Sus conocimientos de la literatura griega.- Es natural preguntar si, antes de dejar
el hogar para ir a obtener su educación como rabí, Pablo asistió a la Universidad de
Tarso. ¿Bebió en los manantiales de saber que fluían del monte de Helicón antes de
ir a sentarse junto a los que brotaban del de Sión? Del hecho de consignar dos o
tres citas de los poetas griegos se ha inferido que le era conocida toda la literatura
de Grecia. Pero por otro lado se ha indicado que estas citas eran breves y comunes,
tanto que cualquiera que hablara griego tenía que usarlas alguna vez; y el estilo y
vocabulario de sus epístolas no son de modelos de la literatura griega sino de los de
la Septuaginta, la versión griega de las escrituras hebreas que estaba entonces en uso
universal entre los judíos de la época de la dispersión. Probablemente su padre
hubiera considerado un pecado permitir que su hijo asistiera a una universidad
pagana. Sin embargo, no es verosímil que creciera en un gran asiento de instrucción
sin recibir alguna influencia del tono académico del lugar. Su discurso en Atenas
demostró que era capaz, cuando lo creía conveniente, de manejar un estilo mucho
más elevado que el de sus escritos; y una inteligencia tan sutil no es admisible que
permaneciera en ignorancia total de los grandes monumentos del lenguaje en que
se reflejaba.
Hubo también otras impresiones que probablemente recibió de la ilustrada
Tarso. Su universidad era famosa por esas pequeñas disputas y nulidades que
algunas veces turban la calma de los retiros académicos; y es posible que el rumor
de las tales haya podido dar el primer impulso al desdén por la astucia de los
retóricos y las tempestuosas disputas de los sofistas, que forma un distintivo tan
notable de algunos de sus escritos.
Las miradas de la juventud son claras y seguras, y, aunque joven, pudo haber
percibido cuan pequeñas son las almas de ciertos hombres y cuan mezquinas sus
vidas, aun cuando sus bocas estén llenas de la fraseología más bella.
Su educación rabínica, Gamaliel. Su conocimiento del Antiguo Testamento.- El
colegio para la educación de los rabíes judíos estaba en Jerusalén, y allí fue enviado
Pablo, cerca de los trece años de edad. Su llegada a la Ciudad Santa pudo haber
acontecido en el mismo año en que Jesús a la edad de doce la visitaba por primera
vez; y las emociones dominantes del niño de Nazaret, en la primera visita a la
capital de su nación, pueden tomarse como un indicio de la experiencia no
registrada del de Tarso. Para todo niño judío de disposición religiosa, Jerusalén era
el centro universal —las pisadas de los profetas y reyes resonaban en sus calles;
recuerdos sagrados y sublimes palpitaban en sus muros y edificios— y brillaba en un
horizonte de ilimitadas esperanzas.
Sucedió que en este tiempo el colegio de Jerusalén era presidido por uno de los
más notables maestros que habían tenido los judíos. El tal fue Gamaliel, a cuyos pies
Pablo nos dice que fue educado. Era llamado por sus contemporáneos la
"Hermosura de la Ley", y aún es recordado entre los judíos como el Gran Rabí. Era
un hombre de elevado carácter e ilustrado, un fariseo muy apegado a las
tradiciones de sus padres. Sin embargo, no era intolerante ni hostil a la cultura
griega, como lo fueron algunos de los escrupulosos fariseos. La influencia de tal
hombre en el despejado entendimiento de Pablo debe haber sido muy grande; y
aunque por algún tiempo el discípulo llegó a ser un intolerante celoso, sin embargo
el ejemplo del maestro debe haber tenido algo que ver con la conquista que
finalmente superó las preocupaciones.
El curso de instrucción que un rabí' tenía que sostener, era prolongado y
peculiar. Consistía enteramente en el estudio de las Escrituras, y de los comentarios
de los sabios y maestros acerca de ellas. Las palabras de las Escrituras y las sentencias
de los sabios eran aprendidas de memoria; se tenían discusiones acerca de puntos
debatibles; y, merced a las numerosas cuestiones que les era permitido suscitar tanto
a los discípulos como a los maestros, las inteligencias de los estudiantes se aguzaban
y sus opiniones se dilataban. Las relevantes cualidades de la inteligencia de Pablo
que fueron conspicuas en su vida ulterior, su maravillosa memoria, la perspicacia de
su lógica, la superabundancia de sus ideas, y su manera original de recurrir a
cualquier asunto, se desplegaron por primera vez en esta escuela, y excitaron,
podemos creer, el ardiente interés de su maestro.
Aquí él mismo aprendió mucho que le fue de gran importancia en su carrera
subsiguiente. Aunque con especialidad tenía que ser el misionero de los gentiles,
también fue un gran misionero de su propio pueblo. En toda ciudad que visitaba
donde había judíos se presentaba desde luego al público de la sinagoga. Su
educación como rabí le aseguraba la oportunidad de hablar, y su familiaridad con
los modos de pensar y raciocinar de los judíos le habilitaba para dirigirse a sus
oyentes de la manera más adaptada para asegurar su atención. Su conocimiento de
las Escrituras le capacitaba para aducir pruebas de una autoridad que sus oyentes
reconocían ser suprema. Además, estaba destinado a ser el gran teólogo del
cristianismo y el principal escritor del Nuevo Testamento. Ahora lo nuevo resultaba
de lo antiguo; el uno es en todas sus partes la profecía y el otro el cumplimiento.
Pero se requería una mente henchida, no sólo del cristianismo sino del Antiguo
Testamento, para dar tal resultado, y en la edad en que la memoria tiene mayor
poder de retención Pablo adquirió nociones tan sólidas del Antiguo Testamento
que todo lo que contiene estaba a su disposición. La fraseología antiguo
testamentaria vino a ser el lenguaje de su pensamiento; literalmente él escribe en
citas, y cita de todas partes con igual facilidad: de la ley, de los profetas y de los
salmos. Así, fue el guerrero equipado con la armadura y las armas del Espíritu, antes
de saber en la defensa de qué causa habrían de emplearlas.
Su desarrollo moral y religioso
Entretanto, ¿cuál era su estado moral y religioso? Estaba estudiando para ser un
maestro de la religión. ¿Era él mismo religioso? No lo son todos los enviados por
sus padres al colegio con objeto de prepararse para el servicio sagrado; y en cada
ciudad del mundo la senda de la juventud está rodeada de tentaciones que pueden
arruinar la vida desde el primer momento. Algunos de los más grandes maestros de
la iglesia, como San Agustín, han tenido que ver casi la mitad de su vida empañada
y cicatrizada por el crimen o el vicio. Tal caída no afeó los primeros años de Pablo;
cualesquiera que hayan sido las luchas que en su pecho sostuvo con sus pasiones, su
conducta siempre fue pura. En aquella época Jerusalén no era un lugar muy
favorable para la virtud. Era la Jerusalén contra cuya santidad exterior, e interior
depravación, nuestro Señor, unos pocos años después, arrojó tan duras cuanto
merecidas invectivas; era el asiento mismo de la hipocresía donde un joven de
carácter algo débil podía aprender la manera de ganar las recompensas de la
religión mientras evitaba sus cargas. Pero Pablo se preservó de estos peligros, y
después pudo declarar que había vivido en Jerusalén desde el principio en toda
buena conciencia.
La ley.— El había llevado consigo desde su hogar la convicción que forma la
base de una vida religiosa, es a saber, que las únicas recompensas que dignifican la
vida son el amor y el favor de Dios. Esta convicción creció en él de una manera
muy apasionada a medida que entraba en años, y preguntó a su maestro cómo
podía ganar tales recompensas. Era obvia la respuesta: guardando la ley. Y esa
respuesta fue terrible; porque la ley significaba no solamente lo que entendemos
por el término, sino también la ley ceremonial de Moisés, y las mil reglas añadidas
a ella por los maestros judíos, cuya observancia hizo de la vida una especie de pur-
gatorio para toda conciencia delicada. Pero Pablo no era hombre que huyera de las
dificultades. Él había puesto su corazón en el ventajoso favor de Dios, sin el cual
esta vida le parecía un blanco y la eternidad, la tiniebla más oscura; y si este era el
camino para llegar al término, él deseaba recorrerlo. Sin embargo, en esto no
solamente estaban comprendidas sus esperanzas personales; las esperanzas de su
nación también dependían de ello, pues era la creencia universal de su pueblo que
el Mesías sólo vendría a una nación que guardara la ley, y aun se decía que si un
hombre la guardaba perfectamente por un día tan sólo, su mérito traería a la tierra
al rey que ellos esperaban. La educación rabínica de Pablo entonces lo encumbró en
el deseo de ganar esta recompensa de rectitud, y al dejar el colegio de Jerusalén
hizo de esto el propósito de su vida. La resolución del estudiante solitario fue
momentánea por el mundo; porque primero probó entre secretas agonías que este
camino de salvación era falso, y entonces quiso enseñar su descubrimiento a la
humanidad.
Partida de Jerusalén y regreso a ella.— No podemos decir en qué año terminó
la educación de Pablo en el colegio de Jerusalén, ni adonde fue inmediatamente
después. Los jóvenes rabinos después de completar sus estudios salían a la manera
que lo hacen hoy los estudiantes de teología, y comenzaban una obra práctica en
diferentes partes del mundo judío. Tal vez regresó a Cilicia y allí practicó su
vocación en alguna sinagoga. En todo caso, por algunos años estuvo a cierta
distancia de Jerusalén y Palestina, porque éstos fueron los mismos años en que se
sintió el movimiento religioso de Juan el Bautista y el ministerio de Jesús, y es claro
que Pablo no habría estado cerca sin verse envuelto en alguno de estos
movimientos, ya como amigo, ya como enemigo.
No mucho tiempo después regresó a Jerusalén. En aquellos tiempos era para los
más elevados talentos rabínicos tan natural tender hacia Jerusalén como lo es en los
nuestros para los talentos literarios y comerciales superiores tender hacia París o
Londres. Llegó a la capital del judaísmo poco después de la muerte de Jesús; y
fácilmente podemos imaginarnos las impresiones que recibiría de sus amigos
farisaicos, con respecto al evento y a la carrera de aquel modo terminado. No
tenemos razón para suponer que tuviera todavía duda alguna de su propia religión.
En verdad, de sus escritos inferimos que ya había pasado por varios conflictos
mentales muy severos. Aunque la convicción permanecía firme en su mente de que
las bendiciones de la vida eran alcanzadas tan sólo por el favor de Dios, sin
embargo, sus esfuerzos para alcanzar esta codiciada posición por la observancia de
la ley no le habían satisfecho. Por el contrario mientras más se esforzaba por
guardar la ley más activas venían a ser las incitaciones del pecado dentro de él; su
conciencia llegó a estar más oprimida con el sentimiento de la culpa; y la paz de un
alma llena de reposo en Dios era la recompensa que pedía a sus esfuerzos. No
dudaba de las enseñanzas dadas en las sinagogas. Hasta entonces, esto para él tenía
la misma autoridad que la historia del Antiguo Testamento, donde veía las figuras
de los santos y profetas, los cuales eran la garantía de que el sistema que
representaban debía ser divino, y tras el cual vio al Dios de Israel revelándosele en
el don de la ley. La razón por la que él creía que no había alcanzado la paz y
comunión con Dios, era porque no había luchado bastante contra el mal de su
naturaleza ni honrado bastante los preceptos de la ley. ¿No había servicio,
entonces, que completara todas las deficiencias y ganara esa gracia en la cual los
grandes de otro tiempo habían estado firmes? Tal era el estado mental en que
regresó a Jerusalén y se llenó de indignación y asombro al tener noticia de la secta
que creía que Jesús, el que había sido crucificado, era el Mesías del pueblo judío.
Estado de la Iglesia Cristiana
El cristianismo tenía sólo dos o tres años de existencia y se desarrollaba muy
tranquilamente en Jerusalén. Aunque aquellos que lo habían oído predicar en el
Pentecostés habían llevado las nuevas de él a sus hogares, y por lo mismo a muchos
distritos, sus representantes públicos, sin embargo, no habían dejado la ciudad de su
nacimiento. En el principio las autoridades se habían inclinado a perseguirlo, y a
rechazar a sus enseñadores cuando aparecieron en público. Pero cambiaron su
opinión y actuando bajo el consejo de Gamaliel resolvieron despreciarlo, creyendo
que perecería si lo dejaban solo. Los cristianos por su parte, en cuanto les fue
posible, incurrieron en pocas faltas; en lo externo de la religión continuaron siendo
judíos estrictos y celosos de la ley, concurriendo al templo para el culto,
observando las ceremonias judaicas, y respetando a las autoridades eclesiásticas. Fue
una especie de tregua que se concedió a los cristianos por un espacio corto para el
crecimiento secreto. En sus cenaderos se reunían los hermanos para partir el pan y
para orar a su Señor que había ascendido. Era un hermoso espectáculo. La nueva fe
había descendido a ellos como un ángel y fue derramada pura en sus almas, y
alentó en sus humildes reuniones el espíritu de paz. Su mutuo amor no tenía límite;
estaban llenos de la inspiración del sentido revelador, y cuantas veces se reunían, su
Señor invisible aparecía en medio de ellos. Era como el cielo sobre la tierra.
Mientras Jerusalén proseguía al derredor de ellos en su curso ordinario de
mundanalidad y rigidez eclesiástica, estas almas humildes se felicitaban entre sí con
un secreto que no ignoraban contenía las bendiciones de la humanidad y el futuro
del mundo.
Pero el reposo no había de durar mucho, y las escenas de paz pronto fueron
invadidas con el terror y la matanza. El cristianismo no podía tener tal descanso,
porque hay en él una fuerza conquistadora del mundo, que lo impele a todo
peligro para propagarse, y la fermentación del nuevo vino del evangelio de
libertad, era seguro, que tarde o temprano debía romper las formas de la ley
judaica. Al fin se levantó en la iglesia un hombre en quien estaban incorporadas
estas tendencias agresivas. Este fue Esteban, uno de los siete diáconos que habían
sido nombrados para velar sobre los negocios temporales de la sociedad cristiana.
Era un hombre lleno del Espíritu Santo y poseía dones que la brevedad de su
carrera bien podía sugerir, pero que no permitía desarrollarse por sí mismos. Iba de
sinagoga en sinagoga predicando el oficio mesiánico de Jesús, y anunciando el
advenimiento de la libertad del yugo de la antigua ley. Se encontró con los
campeones de la ortodoxia judaica, pero no eran capaces de comprender su
elocuencia y celo santo. Sobrepujados en argumentos, ellos empuñaron otra clase
de armas y excitaron a las autoridades y al populacho al fanatismo sanguinario.
Una de las sinagogas en las cuales acontecieron disputas de esta clase, fue la de
los cilicianos, los paisanos de Pablo. ¿Pudo éste haber sido un rabí en esta sinagoga
y uno de los oponentes de Esteban en la argumentación? En todo caso cuando el
argumento de la lógica fue cambiado por el de la violencia él estaba al frente.
Cuando los testigos que arrojaron las primeras piedras se desnudaban para su obra,
pusieron sus vestidos a sus pies. Allí, en el teatro de aquella escena de salvajismo, en
el campo del asesinato judicial, vemos su figura que permanecía un poco apartada,
y vivamente vuelta contra las masas de perseguidos no recordados en el registro de
la fama; a sus pies la confusa mezcla de mantos de variadas clases, y ante su vista el
santo mártir, de rodillas en el momento de morir y orando así: "¡Señor, no les
imputes tal pecado!".
El perseguidor
Su celo en esta ocasión puso a Pablo prominentemente bajo el conocimiento de
las autoridades. Es probable que procurara tener un asiento en el concilio, donde
pronto después lo encontramos dando su voto contra los cristianos. De todos
modos, este celo hizo que se le confiara la obra de la destrucción completa del
cristianismo, a lo cual ahora se habían resuelto las autoridades. El aceptó la
proposición, porque creía que era la obra de Dios. Vio con más claridad que cual-
quier otro que el designio del cristianismo, si se propagaba con potencia, era
trastornar todo lo que él consideraba más sagrado. La anulación de la ley era, a sus
ojos, la extinción del único medio de ser salvo, y la fe en un Mesías crucificado una
blasfemia contra la esperanza divina de Israel. Además tenía un profundo interés
personal en la tarea. Hasta ahora se había esforzado en agradar a Dios, pero
siempre sintió que sus servicios eran cortos; aquí hubo una oportunidad para
recuperar todos los atrasos por medio de un espléndido acto de servicio. Fue la
agonía de su alma lo que hizo enérgico su celo. En todo caso no era hombre que
hiciera las cosas a medias; y se arrojó temerario a su empresa.
Terribles fueron las escenas que sucedieron. Voló de sinagoga en sinagoga y de
casa en casa, arrastrando hombres y mujeres, que fueron puestos en prisión y
castigados. Parece que algunos fueron condenados a muerte y a los más infames
ultrajes de la plebe; otros fueron obligados a blasfemar del nombre del Salvador. La
iglesia de Jerusalén fue esparcida, y los miembros que escaparon de la ira del
perseguidor se desbandaron por los países y provincias vecinas.
Parece demasiado llamar a esto el último período de la preparación
inconsciente de Pablo para su carrera apostólica, pero en verdad así fue. Al entrar
en la carrera de perseguidor iba en derechura por la línea del credo en el cual había
sido educado, y esta era su reducción a lo absurdo. Además, por la obra de gracia
de Aquel, cuya gloria más alta es traer del mal el bien, resultó que estos hechos
tristes engendraron en la mente de Pablo una humildad tan grande, una voluntad
tal para servir al menor de los hermanos de quienes había abusado, y un celo por
redimir el tiempo perdido que más tarde fueron los estímulos de su actividad en la
nueva carrera que emprendió.
SU CONVERSIÓN
La severidad de su persecución
La esperanza del perseguidor era exterminar completamente el cristianismo.
Pero él comprendía poco de la índole de este último. No sabía que crece por la
persecución, y que la prosperidad a menudo le ha sido fatal, más la persecución
nunca. "Los que eran esparcidos iban por todas partes predicando la palabra." Hasta
entonces la iglesia había estado limitada dentro de los muros de Jerusalén; pero
ahora, en toda Judea y Samaria, y en la lejana Fenicia y Siria, el faro del evangelio
comenzó a esparcir luz entre las tinieblas, y en muchos pueblos y aldeas dos y tres
se reunían en un salón, para impartirse unos a otros el gozo del Espíritu Santo.
Podemos imaginarnos cuánta ira sentiría el perseguidor ante la noticia de estas
erupciones del fanatismo que él había esperado demoler. Pero él no era persona
capaz de darse por vencida, y resolvió perseguir a los que eran objeto de su odio
aun en los más oscuros y apartados escondites. De consiguiente, en cada ciudad,
una después de otra, aparecía, armado con los aparatos del inquisidor, para llevar a
cabo su sanguinario propósito. Habiendo oído que Damasco, la capital de Siria, era
uno de los lugares donde los fugitivos habían encontrado refugio, y que llevaban
adelante su propaganda entre los numerosos judíos de aquella ciudad, él fue al
príncipe de los sacerdotes, quien tenía jurisdicción sobre los judíos tanto fuera como
dentro de Palestina, y obtuvo cartas que le autorizaban para perseguir y traer
atados a Jerusalén a todos los que allí encontrara que hubiesen aceptado el nuevo
camino.
Dando coces contra el aguijón
Al verlo partir para un viaje que debía ser tan importante, es muy natural que
nos preguntemos: ¿Cuál era el estado de su mente? Tenía inclinaciones nobles y
corazón tierno; pero la obra en que estaba comprometido puede suponerse que
sólo podría congeniar con hombres de los más brutales sentimientos. Entonces, ¿no
había sentido algún remordimiento? Aparentemente no. Se nos dice que, al andar
por ciudades extranjeras en persecución de sus víctimas, se sentía excesivamente
airado contra ellas; y cuando se dirigía a Damasco todavía respiraba amenazas y
deseos de matanza. Estaba a cubierto de la duda por medio de su reverencia hacia
los objetos que corrían peligro con la herejía; y si tenía que actuar contra sus
sentimientos naturales y ultrajarlos con la sangrienta misión, ¿no era su mérito tanto
mayor?
Pero en su viaje la duda por fin asaltó su mente. Era un viaje muy largo, de más
de 180 millas, y con los medios lentos y cansados de locomoción que entonces se
usaban, tardan cuando menos seis días en realizarlo. Una parte considerable de este
tiempo temía que ocuparla en atravesar un desierto donde nada había que
distrajera su mente y alterara su reflexión. La duda, pues, se levantó en esta
inacción involuntaria. ¿Qué otra cosa puede significar la palabra con la que el Señor
le saludó: "Dura cosa te es dar coces contra el aguijón"? Esta figura de lenguaje fue
tomada de la costumbre de los países orientales: el boyero lleva en la mano una
garrocha terminada en aguda punta de hierro, de la cual se sirve para hacer andar
al animal, para hacerlo pararse, cambiar de dirección, etc.; si el buey es rebelde, da
coces contra la garrocha, lastimándose y enfureciéndose con las heridas que recibe.
Este es el vivo retrato de un hombre herido y atormentado por los remordimientos
de su conciencia. Había algo en él que se rebelaba contra la corriente de la
humanidad, en la que su barquilla iba flotando, y le sugería que estaba peleando
contra Dios.
No es difícil concebir de donde se levantaron estas dudas. El era discípulo de
Gamaliel el abogado de la humanidad y de la tolerancia, y quien había aconsejado
al concilio que dejasen a los cristianos. El mismo era demasiado joven todavía para
haber endurecido y acostumbrado su corazón a todo lo desagradable de obra tan
horrible. Por muy grande que fuera su celo religioso, la naturaleza no pedía menos
que hablar por fin. Pero probablemente sus remordimientos se despertaron con
especialidad a causa de la conducta de los cristianos. Él había oído la noble defensa
de Esteban, y había visto brillar su rostro como el de un ángel, en la Cámara del
Consejo. Le había visto arrodillarse en el campo de la ejecución, y orar por sus
asesinos. Sin duda en el curso de sus persecuciones había sido testigo de otras
escenas parecidas. ¿Parecían estas gentes enemigas de Dios? Habiendo penetrado en
sus hogares para llevarlos a la cárcel, adquirió algunas ideas acerca de la vida social
de los cristianos. Estas escenas de pureza y amor ¿podrían ser el producto del poder
de las tinieblas? Aquella serenidad con que sus víctimas iban al encuentro de su
destino cruel ¿no parecía la misma paz por la que él había en vano suspirado? Los
argumentos de los cristianos también deben haber hablado a una mente como la
suya. El había oído a Esteban probar por las Escrituras que era necesario que el
Mesías sufriese; y el tenor general de la apologética de los primitivos cristianos
demuestra que en su prueba deben haber apelado a pasajes como el 53 de Isaías,
donde se predice una carrera al Mesías admirablemente parecida a la de Jesús de
Nazaret. El había oído de los labios' cristianos incidentes de la vida de Cristo que
representaban un personaje muy diferente del que mostraban los retratos
bosquejados por sus informadores fariseos; y las palabras que los cristianos citaban
de su Maestro no sonaban como el lenguaje del fanático, como creía a Jesús.
Su visión de Cristo
Tales son algunas de las reflexiones que agitaban al viajero mientras caminaba
sumido en triste meditación. Pero ¿no serían éstas meras sugestiones de la tentación,
de la fantasía calenturienta de una mente cansada, o de un espíritu malo que quería
retraerlo del servicio de Jehová? La vista de Damasco, brillante como una joya en el
corazón del desierto, lo sacó de su abstracción. Allí, en compañía de rabíes
cariñosos, y en la excitación del esfuerzo, arrojaría de sí estos fantasmas nacidos con
la soledad. Así pues so apresuró a caminar, y el sol de mediodía le alumbraba,
urgiéndole a llegar a las garitas de la ciudad.
La noticia de la venida de Saulo había llegado a Damasco antes que él; y el
pequeño rebaño de Cristo hacía oración para que se impidiera, si fuera posible, la
aproximación del lobo que estaba en camino para atacar el redil. Sin embargo,
cada vez estaba más y más cerca; había llegado a la última jornada de su viaje, y a
la vista del lugar que contenía sus víctimas crecía e! apetito por su presa. Pero el
buen pastor había oído los gritos de su rebaño afligido, y se adelantó a encontrar al
lobo por el bien de las ovejas. Repentinamente, a mediodía, mientras que Saulo y
su compañía cabalgaban hacia la ciudad bajo el ardiente sol siriaco, una luz, que
debilitó aun el brillo del gran astro, resplandeció alrededor de ellos, un golpe hizo
vibrar la atmósfera, y en un momento se hallaron postrados en tierra. Lo demás
sólo fue para Pablo. Una voz sonó en sus oídos: "Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? ". Pablo miró hacia arriba y preguntó a la radiante figura que le había
hablado: "¿Quién eres, Señor?". Y la respuesta fue: "Yo soy Jesús, a quien tú
persigues".
El lenguaje en que Pablo se expresaba después al hablar de este suceso, nos
prohíbe pensar que hubiera sido una mera visión de Jesús lo que él vio. La consi-
deró como la última aparición del Salvador a sus discípulos, y la coloca en el mismo
lugar que las apariciones a Pedro, a Santiago, a los once y a los quinientos. Fue en
realidad Cristo Jesús, investido de su humanidad glorificada, quien dejó su lugar,
donde quiera que esté en los espacios del universo donde él está sentado en su
trono mediatorio. para mostrarse a este discípulo electo, y la luz que sobrepujó a la
del sol no fue otra que la gloria en que su humanidad está envuelta. Las palabras
dirigidas a Pablo suministran una evidencia incidental de esto. Esas palabras fueron
dichas en hebreo, o más bien en arameo, la misma en que Jesús había
acostumbrado dirigirse a las multitudes en el lago y para conversar con sus
discípulos en las soledades del desierto; y como en los días de su encarnación solía
abrir su boca en parábolas, así ahora revistió su reprensión con una fuerte metáfora,
"dura cosa te es dar coces contra el aguijón".
Efectos de su conversión sobre su pensamiento
Sería imposible exagerar lo que pasó en la mente de Pablo en este solo instante.
No es sino un modo ordinario el que tenemos de dividir el tiempo por el reloj, en
minutos y horas, días y años, como si cada porción así medida fuera del mismo
tamaño que otras de igual extensión. Esto puede adaptarse bastante bien para los
fines comunes de la vida, pero hay medidas más finas para las que es
completamente inconducente. El tamaño real de cualquier espacio de tiempo debe
medirse por la suma en cantidad y el valor en calidad de las experiencias adquiridas
por el alma; ninguna hora es exactamente igual a otra, y hay simples horas que son
más grandes que los meses. Así medido, este solo momento de la vida de Pablo fue
tal vez- más largo que todos sus años precedentes. El deslumbramiento de la
revelación fue tan intenso que muy bien pudo haber fogueado el ojo de la razón y
aun quemado la vista misma, como la luz externa deslumbró los ojos de su cuerpo
hasta la ceguedad. Cuando sus compañeros se recobraron y volvieron a su jefe,
descubrieron que había perdido la vista, y tomándolo por la mano lo condujeron a
la ciudad. ¡Qué cambio se efectuó! En vez del orgulloso fariseo que caminaba por
las calles con la pompa de un inquisidor, un hombre afligido, temblando, andando
a tientas, pendiente de la mano de su guía, llega a la posada entre la consternación
de los que lo recibieron, y tiene que pedir apresuradamente un cuarto donde pueda
pedirles que lo dejen solo. Allí queda en medio de la oscuridad, abandonado a sus
meditaciones.
Pero aunque la oscuridad reinaba exteriormente, en lo interior había luz. La
ceguera le había venido con el propósito de excluirlo de distracciones exteriores y
hacerlo capaz de reconcentrarse en el asunto que se había presentado a su mirada
interna. Por la misma razón, ni comió ni bebió por tres días. Estaba demasiado
absorto en los pensamientos que se agrupaban en su mente de un modo rápido y
continuo.
En estos tres días, puede decirse con seguridad, que obtuvo comprensión,
cuando menos en parte, de todas las verdades que después proclamó al mundo,
porque toda su teología no es más que la explicación de su propia conversión. Su
vida previa entera cayó en fragmentos a sus pies. A él mismo le pareció que, a pesar
de sus imperfecciones, estaba en la línea de la voluntad de Dios. Pero muy lejos de
esto, ella se había arrojado en oposición diametral de la voluntad y revelación de
Dios, y ahora había sido parada y rota en pedazos por la colisión. Aquello que le
había parecido la perfección del servicio y obediencia, envolvió su alma en la culpa
de blasfemia y sangre inocente. Tal había sido la consecuencia de buscar la
justificación por las obras de la ley. En el mismo instante en que su justificación pa-
recía al fin haberse vuelto a la blancura tanto tiempo deseada, fue cogida en la
llama de esta revelación, y tornada en tinieblas. Había sido un equivoco, pues,
desde el principio hasta el fin. La justificación no había de obtenerse por la ley, sino
solamente la culpa y la condenación. Este era el resultado inequívoco, y llegó a ser
uno de los polos de la teología de Pablo.
Pero mientras su teoría de la vida caía así en pedazos, con un estampido que
por sí solo hubiera agitado su razón, en el momento mismo le sobrevino una
experiencia contraria. Jesús de Nazaret le apareció sin cólera ni venganza, como se
hubiera esperado que apareciera al enemigo mortal de Su causa. La primera palabra
hubiera sido una demanda de retribución, y su primera podría haber sido su última.
Pero en vez de esto, su rostro había aparecido lleno de divina benignidad, y sus
palabras de consideraciones para su perseguidor. En el momento en que la divina
fuerza lo arrojó en tierra, se sintió circundado de divino amor. Esta era la
recompensa por la que en vano él había luchado todo el tiempo de su vida, y
ahora la obtenía al descubrir que sus luchas habían sido combates contra Dios. Fue
levantado de su caída en los brazos del amor divino; fue reconciliado y aceptado
para siempre. Cuanto más pasaba el tiempo tanto más seguro estaba él de esto. Sin
esfuerzo, encontró en Cristo la paz y la fuerza moral que en vano había buscado. Y
esto vino a ser el otro polo de su teología: que la justificación y la fuerza se
encuentran en Cristo, sin las obras de los hombres, por la mera confianza en la
gracia de Dios y aceptación de su dádiva. Mucho más había entre estos dos
extremos, y la adquisición de su contenido era cuestión de tiempo; pero el sistema
del pensamiento de Pablo siempre ha girado dentro de estos polos.
Efectos de su conversión en su destino
Los tres días de oscuridad no le vinieron sino después de conocer una cosa: que
debía dedicar su vida a la proclamación de estos descubrimientos. En cualquier caso
lo mismo hubiera sucedido. Pablo nació propagandista, y no llegaría a ser el
poseedor de verdad tan revolucionaria sin difundirla. Además, tenía un corazón
ardiente, susceptible de ser conmovido por la gratitud; y cuando Jesús, de quien él
blasfemaba y cuya memoria había tratado de borrar del mundo, lo trató con divina
benignidad, volviéndole de su existencia desastrosa y colocándole en aquella
posición que ya le había parecido el premio de la vida, sintió que no podía menos
que dedicarse a su servicio con todos sus poderes. Era un exaltado patriota. Para él,
la esperanza del Mesías había ocupado todo el horizonte del futuro; y cuando
conoció que Jesús de Nazaret era el Mesías de su pueblo y el Salvador del mundo,
se deducía naturalmente que debía gastar su vida en dar a conocer a este Mesías.
Pero su destino también le fue anunciado claramente desde el exterior. Ananías,
con toda probabilidad el principal en la pequeña comunidad de los cristianos de
Damasco, fue informado en visión del cambio que había acontecido en Pablo y
enviado para restaurarle la vista y admitirle en la iglesia cristiana por el bautismo.
Nada más hermoso que la manera como este siervo de Dios se acercó al hombre
que había venido a la ciudad para matarlo. Tan luego como conoció el estado del
caso perdonó y olvidó todos los crímenes del enemigo, y se apresuró a recogerlo
en los brazos del amor cristiano. Seguro como estaba Pablo del perdón en su ser
íntimo, debe haber sido para él gratísimo consuelo, al abrir de nuevo sus ojos a la
luz del mundo externo, no encontrar contradicción alguna que empañara las
visiones que había tenido, sino, por el contrario, ver desde luego un rostro humano
inclinándose a él con miradas de perdón y amor sincero. Aprendió de Ananías que
había sido tomado por Cristo para ser el vehículo de Su nombre a gentiles y reyes y
a los hijos de Israel. Aceptó la misión con devoción infinita, y desde entonces hasta
la hora de su muerte no tuvo más que una ambición: conseguir aquello para lo que
Cristo Jesús le había adquirido
SU EVANGELIO
Su permanencia en Arabia
Cuando un hombre ha sido repentinamente convertido, como Pablo, por lo
general es guiado por un fuerte impulso a dar testimonio de su caso. Tal testimonio
es muy impresionante, porque es el de un alma que está recibiendo sus primeras
luces de las realidades del mundo invisible; y hay tal viveza en el informe que da de
ellas, que produce los efectos irresistibles de la realidad y la evidencia. No podemos
decir con certeza si Pablo se entregó de una vez a este impulso o no. El lenguaje del
libro de los Hechos, donde se dice que "luego predicó a Cristo en las sinagogas", nos
conduciría a suponerlo. Pero aprendemos de sus escritos, que hubo otro impulso
poderoso que al mismo tiempo tenía influencia sobre él; y es difícil averiguar a cuál
de los dos obedeció primero. Este impulso fue el deseo de retirarse a la soledad y
profundizar el significado y los resultados de lo que le había acaecido. No sería
extraño que él considerara esto como una necesidad. Había sido ejemplarmente
leal a su primer credo y lo había consagrado todo a él; pero verlo de repente
despedazado debe haber sido cosa que le trastornó de un modo muy severo. La
nueva verdad que le había iluminado fue tan penetrante y revolucionaria que no
podía ser entendida de una vez en todas sus relaciones. Pablo era un pensador de
nacimiento. No le era suficiente experimentar alguna cosa; tenía que comprenderla
y ajustaría a la estructura de sus convicciones. Por este motivo, inmediatamente
después de su conversión, partió, según él mismo nos lo dice, para Arabia. En
verdad no expresa el objeto que le llevó allá; pero como no hay ningún registro de
sus predicaciones en aquel país, y la declaración de su viaje se halla en medio de
una vehemente defensa de la originalidad de su evangelio, podemos concluir con
una muy considerable certeza, que se retiró con el fin de comprender las relaciones
y los detalles de la revelación de que había sido hecho poseedor. En el silencio de
su retiro solitario formuló su importantísima consulta, y cuando volvió a los
hombres, ya estaba en posesión de aquel juicio del cristianismo que tan peculiar le
fue, y que más tarde formó el tema de sus predicaciones.
Hay alguna duda en cuanto al lugar preciso de su retiro, porque Arabia es una
palabra de vago y variable significado. Pero más probablemente denota la Arabia
de las peregrinaciones, cuyo punto de cita principal! fue el Monte Sinaí. Era éste un
recinto santificado por grandes memorias y por la presencia de varios de los
prohombres de la revelación. Aquí Moisés había visto la zarza ardiendo, y se había
comunicado con Dios en la cima de la montaña. Aquí Elías se había retirado,
perdida la esperanza, y bebido de nuevo en las fuentes de la inspiración. ¿Qué lugar
hubiera sido más a propósito para las meditaciones de este sucesor de aquellos
hombres de Dios? En los valles donde el maná cayó, y a la sombra de las cumbres
que habían ardido a los pies de Jehová, profundizó el problema de su vida. Es un
gran ejemplo, pues la originalidad en la predicación de la verdad religiosa depende
de la intuición solitaria de ella. Pablo gozó de la especial inspiración del Espíritu
Santo; pero esto no hizo innecesaria la actividad concentrada de su mente, sino la
hizo más intensa; y la claridad y certidumbre de su evangelio fueron debidas a estos
meses de meditación en el desierto. Su retiro puede haber durado un año o más;
porque entre su conversión y su partida final de Damasco, adonde volvió desde
Arabia, pasaron tres años, y uno de ellos, a lo menos, fue empleado en el camino.
No tenemos registro detallado de cuáles eran los bosquejos de su evangelio,
hasta un período muy posterior a éste; pero como dichos bosquejos, cuando se
distinguen por primera vez, son sólo un trasunto de las características de su
conversión, y como su intelecto trabajó mucho y poderosamente en la
interpretación de este evento en aquel período, no puede dudarse de que el
evangelio bosquejado en las Epístolas a los Romanos y a los Calatas era en sustancia
el mismo que había predicado desde el principio. Estamos seguros en inferir de
estos escritos nuestra historia de sus meditaciones en Arabia.
El fracaso de la justificación humana
El punto de partida del pensamiento de Pablo era todavía la convicción,
heredada de generaciones piadosas, de que el verdadero fin y la felicidad del
hombre consisten en gozar del favor de Dios. Este fin había de ser alcanzado por la
justicia: solamente con los justos podía Dios estar en paz; y solamente a ellos podía
favorecer con su amor. Por esta razón, alcanzar la justicia debía ser el móvil
principal del hombre.
Pero el hombre no había alcanzado la justicia, y por ello había perdido el favor
de Dios, y se había expuesto a su ira. Pablo prueba esto llamando la atención hacia
el cuadro de la historia de los hombres en los tiempos precristianos, en sus dos
grandes secciones, la de los gentiles y la de los judíos.
El fracaso de los gentiles.- Los gentiles fracasaron. Podía, en verdad, suponerse
que no habían tenido las condiciones preliminares para buscar la justicia, porque no
gozaron de la ventaja de una revelación especial. Pero Pablo sostiene que aun los
gentiles conocen bastante de Dios para tener conciencia del deber de buscar la
justicia. Hay una revelación natural de Dios en sus obras, y en el íntimo sentido
humano, suficiente para iluminar a los hombres en cuanto a este deber. Pero los
gentiles, en vez de hacer uso de esta luz, la extinguieron culpablemente. No
quisieron retener a Dios en su conocimiento ni conformarse con las restricciones
que esta sola noción les imponía. Corrompieron la idea de Dios para
proporcionarse los goces de una vida inmoral. La venganza de la naturaleza vino
sobre ellos en el oscurecimiento y la confusión de sus inteligencias. Cayeron en la
insensatez de cambiar la naturaleza gloriosa e incorruptible de Dios en la imagen de
hombres y bestias, aves y reptiles. A esta degeneración intelectual siguió una
degeneración moral más profunda. Dios, cuando ellos le abandonaron, les aban-
donó a ellos también; y cuando su gracia restrictiva fue quitada, cayeron en los
abismos de la podredumbre moral. La concupiscencia y la pasión les dominaron, y
su vida llegó a ser una masa de enfermedades morales. Hacia el fin del primer
capítulo de la epístola a los Romanos las características de su condición son bos-
quejadas en colores que podían haberse tomado de la habitación de los demonios,
pero que fueron tomados literalmente, como se prueba con toda claridad por las
páginas aun de los historiadores gentiles, de la condición de las naciones paganas
cultas en aquel tiempo. Esta, entonces, era la historia de una mitad del género
humano: había caído enteramente de la justicia, y se expuso a la ira de Dios, que es
revelada del cielo contra toda injusticia de los hombres.
El fracaso de los judíos. — Los judíos componían la otra mitad del mundo.
¿Habían tenido éxito donde los gentiles habían fracasado? Gozaron, en verdad, de
grandes ventajas sobre los gentiles, porque poseyeron los oráculos de Dios, en los
cuales la naturaleza divina fue exhibida en una forma que la hizo inaccesible a la
perversión humana, y la ley divina fue escrita con igual claridad en la misma forma.
¿Pero habían aprovechado estas ventajas? Una cosa es saber la ley, y otra cumplirla;
y la justicia consiste en cumplirla, no en saberla. Entonces, ¿habían cumplido la
voluntad de Dios, la cual conocieron? Pablo había vivido en la misma Jerusalén en
donde Jesús atacó la corrupción e hipocresía de los escribas y fariseos; había
examinado íntimamente las vidas de los representantes de su nación; y no vacila en
acusar a los judíos en masa de los mismos pecados que a los gentiles; va todavía
más allá: dice que por ellos el nombre de Dios fue blasfemado entre los gentiles. Se
jactaban de su conocimiento, y de ser los que llevaban la antorcha de la verdad,
cuya llama resplandeciente sacó a luz los pecados de los paganos. Pero su religión
era una crítica amarga de la conducta de otros. Se olvidaron de examinar su propia
conducta a la luz de la misma antorcha; y mientras repetían, "no hurtes", "no
cometas adulterio", y una multitud de otros mandamientos, ellos mismos eran
culpables de estos pecados. En estas circunstancias, ¿qué bien reportaban de sus
conocimientos? Solamente les condenaron más; porque su pecado era en contra de
la luz. Mientras los paganos conocían tan poco que sus pecados eran
comparativamente inocentes, los pecados de los judíos eran conscientes y
presuntuosos. La superioridad de que se jactaban se convirtió por esta razón en
inferioridad. Fueron mucho más condenados que los gentiles a quienes
despreciaron, y se expusieron a una maldición más pesada.
La caída, la causa fundamental del fracaso.- La verdad es que tanto los gentiles
como los judíos habían fracasado por una misma razón. Seguid estas dos corrientes
hasta los manantiales de su origen y llegaréis a un punto donde no son dos
corrientes sino una. y antes que la bifurcación aconteciera, algo había sucedido que
predeterminó el fracaso de ambos. En Adán todos cayeron, y de él todos, tanto
gentiles como judíos, heredaron una naturaleza demasiado débil para alcanzar la
justicia. La naturaleza humana es carnal ahora, no espiritual. Y por esto no es capaz
de esta acción espiritual suprema. La ley no pudo alterar esto; no tuvo poder
creador para hacer de lo carnal espiritual; al contrario agravó el mal; en realidad,
multiplicó las ofensas, porque su descripción plena y clara de los pecados, que
hubiera sido una incomparable guía para la naturaleza normal y sana, se convirtió
en tentación para la naturaleza morbosa. El mismo conocimiento del pecado
impele a hacerlo; el mismo mandamiento de no hacer alguna cosa es para la
naturaleza enferma una razón de hacerla. Este fue el efecto de la ley: multiplicó y
agravó las transgresiones y este fue el intento de Dios. No que fuera el autor del
pecado, sino que como un hábil médico, que algunas veces tiene que usar ciertas
medicinas para madurar una llaga antes de curarla, así Dios permitió que los
paganos siguieran su propio camino, y dio a los judíos la ley para que el pecado de
la naturaleza humana exhibiera todas sus cualidades inherentes antes de intervenir
en su curación. La curación, sin embargo, fue su constante y real propósito; les
encerró a todos bajo el pecado para tener de todos también misericordia.
La justificación de Dios
La desesperación del hombre fue la oportunidad para Dios. No, en verdad, en
el sentido de que habiendo fracasado un modo de salvación, Dios inventara otro.
La ley nunca, en su intento, había sido un modo de salvación; fue solamente un
medio de ilustrar la necesidad de la salvación. Pero el momento en que esta
demostración llegó a ser completa, fue la señal para que Dios manifestara el
método que había guardado en su consejo durante las generaciones de la prueba
humana. Nunca había sido su intento permitir que el hombre fracasara en su
verdadero fin, solamente dio tiempo para probar que el hombre caído nunca podía
alcanzar la justificación por sus propios esfuerzos; y cuando se hubo demostrado
que la justificación del hombre era imposible, reveló su secreto, la justificación de
Dios.
Este fue el cristianismo. Esta fue la suma, y éste fue el resultado de la misión de
Cristo: conferir al hombre, como un don gratuito, lo que es indispensable para su
felicidad, pero que él mismo no ha podido alcanzar. Es un acto divino; es la gracia;
y el hombre lo obtiene reconociendo que él mismo no ha podido alcanzarlo, y
aceptándolo de Dios. Se obtiene por la fe solamente. Es la justificación de Dios por
la fe en Jesucristo para todos los que creen.
Aquellos que así la reciben entran desde luego en la posesión de la paz y favor
de Dios, que es en lo que consiste la felicidad humana y que fue el fin que tenía
delante Pablo cuando se esforzaba en alcanzar la justificación por la ley.
"Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro
Señor Jesucristo, por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la
cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios". Es una
vida brillante de gozo, paz, y esperanza la que disfrutan aquellos que han llegado a
conocer este evangelio. Puede haber pruebas en ella; pero cuando la vida del
hombre descansa en la adquisición de su verdadero fin, las pruebas son ligeras, y
todas las cosas actúan juntamente para bien.
Esta justificación de Dios es para todos los hijos de los hombres. No para los
judíos solamente, sino para los gentiles también. La demostración de la incapacidad
del hombre para alcanzar la justificación fue hecha de acuerdo con el propósito
divino en ambas secciones de la raza humana, y su cumplimiento fue la señal para
la exhibición de la gracia de Dios igualmente a ambas. La obra de Cristo no fue para
los hijos de Abraham, sino para los hijos de Adán. Como en Adán todos murieron,
así todos en Cristo vivirán. Los gentiles no tenían necesidad de sujetarse a la
circuncisión y guardar la ley para poder ser salvos, porque la ley no era parte de la
salvación; perteneció enteramente a la demostración preliminar del fracaso del
hombre; y cuando había cumplido este servicio, estuvo lista para desaparecer. La
única condición humana de obtener la justificación de Dios, es la fe; y esta
condición es tan accesible al gentil como al judío. Esta fue una deducción de la
propia experiencia de Pablo. En su conversión había sido tratado, no como judío
sino como hombre. Ningún gentil hubiera tenido menos derecho de obtener la
salvación por los propios méritos que él. Pero la ley, lejos de conducirle un solo
paso hacia la salvación, le había apartado todavía más de Dios que a cualquier
gentil, y le había arrojado en una condenación más profunda. Entonces, ¿para qué
aprovecharía a los gentiles estar colocados en tal puesto? Para obtener la
justificación, en la cual ahora Pablo se regocijaba, no había hecho nada que no
hubiera estado en el poder de todo ser humano.
Fue este amor universal de Dios, revelado en el evangelio, lo que inspiró a
Pablo su ilimitada admiración del cristianismo. Sus simpatías habían sido restringidas
y limitadas a una concepción mezquina de Dios. La nueva fe libertó su corazón y lo
sacó al aire libre y puro. Dios vino a ser un nuevo Dios para él. Llama su
descubrimiento el misterio que había sido escondido por edades y generaciones,
pero que había sido revelado a él y a los demás apóstoles. Le pareció ser el secreto
de los tiempos y estar destinado para inaugurar una nueva era, mucho mejor que
cualquiera otra que el mundo hubiera visto. Lo que los reyes y profetas no habían
conocido, l'e había sido revelado a él. Se le presentó como la mañana de una nueva
creación. Dios ofrecía ahora a todos los hombres la suprema felicidad de la vida;
aquella justificación por la que se habían esforzado en vano en las edades pasadas.
Este secreto de la nueva época, en realidad, no había sido totalmente ignorado
en los tiempos anteriores. Había sido atestiguado por la ley y por los profetas. La
ley pudo dar testimonio de él sólo negativamente, por la demostración de su
necesidad. Pero los profetas lo anticiparon de un modo positivo. David, por
ejemplo, describió la bienaventuranza del hombre a quien Dios ha imputado la
justificación sin obras. Todavía más claramente Abraham lo había anticipado. Fue
un hombre que alcanzó la justificación, y no por las obras, sino por la fe. Creyó en
Dios, y le fue imputado a él para justificación. La ley nada tenía que ver con su
justificación, porque no existió hasta cuatro siglos después; ni la circuncisión tenía
que ver con ella, porque fue justificado antes que este rito se instituyera. En
resumen, fue como hombre y no como judío que fue tratado por Dios, y Dios pudo
tratar a cualquier ser humano de la misma manera. El camino escabroso de la
justificación legal, sagrado en concepto de Pablo, le había hecho pensar alguna vez
que Abraham y los profetas lo habían recorrido antes que él. Ahora conoció que su
vida de místico gozo y sus salmos de santa calma fueron inspirados por experiencias
muy diferentes, las cuales ahora estaban difundiendo la paz del cielo también en su
corazón. Pero solamente los primeros rayos de la mañana habían sido vistos por
ellos; el día perfecto había llegado en el tiempo de Pablo.
El descubrimiento de Pablo de este camino de la salvación fue una experiencia
actual. Conoció simplemente que Cristo, en el momento en que lo encontró, le
había colocado en aquella posición de paz y favor con Dios que tanto había
buscado en vano; y en cuanto pasó el tiempo, sintió más y más que en esta
posición estaba disfrutando la verdadera felicidad de la vida. De aquí en adelante su
misión sería proclamar este descubrimiento en su realidad simple y concreta bajo el
nombre de la justificación de Dios. Pero un entendimiento como el suyo no pudo
menos que preguntar cómo la posesión de Cristo había hecho tanto para él. En el
desierto de Arabia estudió esta cuestión, y el evangelio que predicó después
contenía la respuesta luminosa.
De Adán sus hijos reciben una triste doble herencia: una deuda de culpas que no
pueden reducir, pero que, en cambio, está creciendo constantemente, y una natu-
raleza carnal incapaz de alcanzar la justificación. Estas son las dos características de
la condición religiosa del hombre caído, y son la doble fuente de todas sus miserias.
Pero Cristo es un nuevo Adán, una nueva cabeza de la humanidad; y aquellos que
están unidos con él por la fe llegan a ser herederos de una doble herencia de clase
precisamente opuesta. Por un lado, como por nuestro nacimiento en la línea del
primer Adán heredamos la culpa inevitablemente, así por nuestro nacimiento en la
línea del segundo conseguimos una herencia ilimitada de méritos, que Cristo, como
la cabeza de su familia, hace de propiedad común para sus miembros. Esto extingue
la deuda de nuestra culpa y nos hace ricos en la justificación de Cristo. "Como por
la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la
obediencia del otro los muchos serán constituidos justos". Por otro lado, de la
misma manera que Adán trasmitió a su posteridad una naturaleza carnal alejada de
Dios e incapaz para la justificación, así el nuevo Adán imparte a la raza, de la que es
cabeza, aquella naturaleza espiritual inclinada hacia Dios y que se goza en la
justificación. La naturaleza del hombre, según Pablo, consta normalmente de tres
elementos: cuerpo, alma y espíritu. En su constitución original, estos ocuparon
relaciones definidas de superioridad y subordinación unos respecto de otros, siendo
supremo el espíritu, inferior el cuerpo, y ocupando el alma una posición media.
Pero la caída desarregló este orden, y todos los pecados consisten en la usurpación
por el cuerpo o el alma del lugar del espíritu. En el hombre caído, estas dos
secciones inferiores de su naturaleza, que juntas forman lo que Pablo llama la carne,
o sea aquel lado de la naturaleza humana que mira hacia el mundo y hacia el
tiempo, han tomado posesión del trono y gobiernan completamente la vida;
mientras el espíritu, el lado del hombre que ve hacia Dios y hacia la eternidad, ha
sido destronado y reducido a la condición de ineficacia y muerte. Cristo restaura la
superioridad perdida del espíritu del hombre, tomando posesión de él por su
propio Espíritu. Su Espíritu mora en el espíritu humano, vivificándolo y
sustentándolo con una fuera tan creciente que llega a ser más y más la parte
suprema de la constitución humana. El hombre cesa de ser carnal y llega a ser
espiritual. Es guiado por el Espíritu de Dios y viene a estar más y más en armonía
con todo lo que es santo y divino. Pero la carne no se sujeta fácilmente a la pérdida
de la supremacía. Interrumpe y obstruye la marcha progresiva del espíritu, y lucha
para volver a tomar posesión del trono. Pablo ha descrito con viveza terrible esta
lucha en la que todas las generaciones de los cristianos han reconocido los
caracteres de su experiencia más profunda. Mas el resultado de la lucha no es
dudoso. El pecado no volverá a tener dominio sobre aquellos en quienes el Espíritu
de Cristo mora, ni les alejará de su posición en el favor de Dios.
Las peculiaridades notables del evangelio de Pablo
Tales son los bosquejos sencillos del evangelio que Pablo trajo consigo de la
soledad de Arabia, y que después, con entusiasmo incansable predicó. Este evan-
gelio no pudo menos que ser mezclado en su mente y en sus escritos con las
peculiaridades de su propia experiencia como judío, y éstas hacen difícil para no-
sotros comprender su sistema en algunos de sus detalles. La creencia en la cual había
sido educado, de que ningún hombre podía ser salvo sin hacerse judío, y las
nociones acerca de la ley, de las que tuvo que librarse, están muy distantes de
nuestras simpatías modernas. Sin embargo, su teología no pudo formularse en su
entendimiento, sino en contraste con estas concepciones falsas. Esto posteriormente
vino a ser todavía más inevitable cuando se encontró con sus antiguos errores
sirviendo como lemas de un partido dentro de la misma iglesia cristiana contra el
cual tuvo que hacer una larga y obstinada guerra. Aunque este conflicto le forzó a
expresar con mayor claridad sus opiniones, las embarazó con referencias a
sentimientos y creencias que ahora han perdido su interés entre los hombres. Pero a
pesar de estos obstáculos, el evangelio de Pablo sigue siendo una propiedad de
valor incalculable para la raza humana. Su investigación profunda del fracaso y de
las necesidades de la naturaleza humana, su maravilloso desenvolvimiento de la
sabiduría de Dios en la educación del mundo precristiano, y su presentación de la
profundidad y universalidad del amor divino, figuran entre los elementos más
notables de la revelación.
Pero es en su manera de concebir a Cristo en lo que el evangelio de Pablo lleva
su corona imperecedera. Los evangelistas bosquejaron con numerosas características
de hermosura simple y conmovedora la manera de la vida terrestre del hombre
Jesús, y en éstos se buscará el modelo de la conducta humana; pero para Pablo fue
reservada la tarea de hacer conocer en sus alturas y profundidades la obra que el
Hijo de Dios cumplió como Salvador de la raza. Pocas veces se refiere a los
incidentes de la vida terrestre de Cristo, aunque aquí y allí manifiesta que los
conoció bien. Para él, Cristo fue siempre el ser glorioso, brillando con el resplandor
del cielo, que le había aparecido en el camino de Damasco, y el Salvador que le
había elevado a la paz y gozo celestiales de la nueva vida. Cuando la iglesia de
'Cristo piensa en su Cabeza como libertador del alma del pecado y de la muerte,
como influencia espiritualizadora que siempre está con ella y actúa siempre en cada
uno de los creyentes, y como Señor sobre todas las cosas, el cual vendrá otra vez
aparte de pecado para salvación, lo hace en formas de pensamiento dadas por el
Espíritu Santo por instrumentalidad de Pablo.
LA OBRA QUE AGUARDABA AL OBRERO
Ocho años de inactividad comparativa en Tarso
Pablo estaba ahora en posesión de su evangelio, y conoció que la misión de su
vida era predicarlo a los gentiles. Pero todavía tuvo que esperar largo tiempo antes
de comenzar su obra peculiar. Oímos poco de él por siete u ocho años. Y
solamente podemos conjeturar cuáles pueden haber sido las razones de la Provi-
dencia al hacer esperar a su siervo tanto tiempo.
Puede haber habido razones personales para ello, relacionadas con la historia
espiritual de Pablo, porque el esperar es un instrumento común de la disciplina
providencial para aquellos a quienes ha sido designada una obra extraordinaria.
Una razón pública puede haber sido que Pablo era todavía demasiado antipático a
las autoridades judaicas para ser tolerado en aquellas reuniones en que la actividad
cristiana tenía influencia. Había tratado de predicar en Damasco donde ocurrió su
conversión. Pero inmediatamente fue forzado a huir de la furia de los judíos, y
yendo de allí para Jerusalén y comenzando a testificar como cristiano encontró en
dos o tres semanas demasiada oposición. No es de extrañarse; pues, ¿cómo
hubieran podido los judíos permitir que el hombre que últimamente había sido el
adalid principal de su casa predicara la fe para cuya destrucción se le había
empleado? Cuando huyó de Jerusalén dirigió sus pasos a Tarso, su ciudad natal,
donde por años quedó en oscuridad. Sin duda dio testimonio de Cristo a su familia,
y hay algunas indicaciones de que llevó el evangelio a su provincia de Cilicia; pero
si lo hizo, se puede decir que su obra era la de un hombre que trabaja en secreto,
porque no estuvo en la corriente central ni visible del nuevo movimiento religioso.
Estas no son más que meras conjeturas motivadas por la penumbra histórica de
aquellos años. Pero hubo una razón indudable y de la más grande importancia
posible para la dilación de la carrera de Pablo. En este intervalo aconteció aquella
revolución, uña de las más importantes en la historia del género humano, por la
cual los gentiles fueron admitidos a gozar privilegios iguales con los judíos en la
iglesia de Cristo. Este cambio procedió del círculo originario de los apóstoles en
Jerusalén; y Pedro, el principal de todos ellos, fue el instrumento para efectuarlo.
Por medio de la visión del lienzo bajado del cielo con los animales puros e
impuros, que tuvo en Jope, fue preparado para la parte que había de tomar en este
cambio, y admitió en la iglesia a Cornelio y su familia, un gentil incircunciso de
Cesárea, por bautismo. Esta fue una innovación que envolvía incalculables
consecuencias. Fue un preliminar necesario para la obra misionera de Pablo, y los
eventos subsecuentes demostraron cuan sabio fue el arreglo divino por el cual los
primeros gentiles que entraron en la iglesia fueron admitidos por las manos de
Pedro, y no por las de Pablo.
Pablo descubierto por Bernabé y llevado a Antioquia
Su obra allí
Tan luego como este hecho aconteció, el campo estuvo listo para la carrera de
Pablo e inmediatamente fue abierta una puerta para su entrada en él. Casi al mismo
tiempo en que acontecía el bautismo de la familia gentil en Cesárea, un gran
avivamiento brotó entre los gentiles de la ciudad de Antioquia, capital de Siria. El
movimiento había principiado con los fugitivos arrojados de Jerusalén por la
persecución, y fue continuado con la sanción de los apóstoles, quienes enviaron de
Jerusalén, para presidirlo, a Bernabé, uno de sus colaboradores de más confianza.
Este hombre conoció a Pablo. Cuando este último llegó a Jerusalén la primera vez
después de su conversión, y trató de unirse con los cristianos de allí, todos tuvieron
miedo de él, sospechando que los dientes y las garras del lobo estuvieran ocultos
bajo el vellón del cordero. Pero Bernabé superó estos temores y sospechas, y
habiendo tomado al nuevo convertido y oído su historia, creyó en él y persuadió a
los demás a recibirle. La comunión comenzada así duró solamente dos o tres
semanas en aquella época, puesto que Pablo tuvo que dejar Jerusalén; pero
Bernabé había recibido una profunda impresión de su personalidad y no se olvidó
de él. Cuando fue enviado para presidir el avivamiento en Antioquia pronto se
encontró embarazado con su magnitud y sintió la necesidad de ayuda. Se le ocurrió
la idea de que Pablo era el hombre que necesitaba.
Tarso no estaba lejos, y allá se fue para buscarle. Pablo aceptó su invitación y
volvió con él a Antioquia.
La hora que había esperado había llegado, y se entregó a la obra de evangelizar
a los gentiles con el entusiasmo de una gran naturaleza que al fin se encuentra en su
propia esfera. El movimiento desde luego respondió a su actividad. Los discípulos
llegaron a ser tan numerosos y prominentes, que los paganos les dieron un nuevo
nombre —el de cristianos— que, desde entonces, ha continuado siendo el título de
su fe en Cristo; y Antioquia, una ciudad de medio millón de habitantes, llegó a ser
el centro del cristianismo, en lugar de Jerusalén. Pronto una gran iglesia se formó, y
una de las manifestaciones del celo de que estuvo llena fue el propósito, que
gradualmente se transformó en resolución entusiasta, de enviar misioneros a los pa-
ganos. Como consecuencia, Pablo fue designado para este servicio.
El mundo conocido en aquel periodo
Al verle afrontando, al fin, la obra de su vida, detengámonos para hacer una
breve revista del mundo, al cual fue enviado a conquistar. Nada menos que esto se
propuso. En el tiempo de Pablo el mundo conocido era tan pequeño que no
parecía imposible que un solo hombre hiciera la conquista espiritual de él, especial-
mente cuando éste había sido preparado maravillosamente para enfrentar la nueva
fuerza que estaba a punto de atacarlo.
Consistía en un disco estrecho de tierra que el mar Mediterráneo rodeaba. Este
mar mereció en aquel tiempo el nombre que llevaba, porque el centro de gravedad
del mundo, que desde entonces ha cambiado a otras latitudes, estaba en él. El
interés de la vida humana estaba concentrado en los países del sur de Europa, la
porción occidental de Asia, y una zona del norte de África, las que forman sus
orillas. En este pequeño mundo hubo tres ciudades que se dividieron entre sí los
intereses de aquella época. Estas fueron Roma, Atenas y Jerusalén, las capitales de
las tres razas, la romana, la griega y la judaica. Estas ciudades gobernaban en todos
sentidos aquel antiguo mundo. Esto no significa que cada una de ellas hubiera con-
quistado una tercera parte del círculo de la civilización, sino que cada una de ellas
se había difundido en turno sobre todo él, y todavía lo dominaba, o, a lo menos,
había dejado señales imperecederas de su presencia.
Los griegos.- Los griegos fueron los primeros en tomar posesión del mundo.
Fueron el pueblo de destreza y genio, los maestros perfectos del comercio, de la
literatura y de las artes. En las épocas muy primitivas desplegaron su instinto de
colonización, y enviaron a sus hijos a conseguirse nuevas habitaciones por el
Oriente y el Occidente, lejos de su hogar natal. Por fin, se levantó entre ellos uno
que concentró en sí mismo las tendencias más fuertes de la raza, y que por la fuerza
de las armas extendió el dominio de Grecia hasta la frontera de la India. El vasto
imperio de Alejandro Magno se rompió a su muerte, pero un resto de la vida e
influencia griegas permaneció en todos los países por los cuales había pasado la
corriente de sus ejércitos conquistadores. Las ciudades griegas, tales como Antioquia
en Siria y Alejandría en Egipto, florecieron en todo el Oriente; los comerciantes
griegos abundaban en todos los centros del comercio; los maestros griegos
enseñaron la literatura de su patria en muchas comarcas; y, lo que es más
importante, el idioma griego llegó a ser el vehículo general para la comunicación,
entre las naciones, de los pensamientos más serios. Aun los judíos, en los tiempos
del Nuevo Testamento, leyeron sus propias Escrituras en una versión griega,
habiendo muerto el original hebreo. Tal vez la lengua griega es la más perfecta que
el mundo ha conocido, y hubo una providencia especial en su difusión completa,
antes que el cristianismo necesitara un medio de comunicación internacional. El
Nuevo Testamento se escribió en griego, y dondequiera que los apóstoles del
cristianismo viajaban, estaban en posibilidad de ser entendidos en este idioma.
Los romanos.- En seguida tocó su turno a los romanos en la posesión del globo.
Originalmente, los individuos de una pequeña tribu, vecina de la ciudad que les dio
nombre, se extendieron poco a poco, se fortalecieron y adquirieron tanta habilidad
en el arte de la guerra y del gobierno, que llegaron a ser conquistadores irresistibles,
marchando en todas direcciones para hacerse amos del mundo. Sujetaron a la
Grecia misma y dirigiéndose al Oriente conquistaron los países que Alejandro y los
que le sucedieron habían gobernado. En realidad, todo el mundo conocido llegó a
ser suyo, desde el Estrecho de Gibraltar hasta el más lejano Oriente. No poseyeron
el genio de los griegos. Sus cualidades eran la fuerza y la justicia. Sus artes no eran
las del poeta ni las del pensador, sino las del soldado y las del juez. Derribaron las
divisiones entre las tribus de los hombres y les obligaron a estar en paz unos con
otros, porque todos igualmente estaban bajo el mismo gobierno de hierro.
Cubrieron los países de caminos que los unían con Roma, y que fueron triunfos tan
sólidos de ingeniería que algunos de ellos han permanecido hasta hoy. Por estos
caminos avanzó el mensaje del evangelio. De esta manera los romanos también
demostraron ser los precursores del cristianismo, porque su autoridad en tantos
países proporcionó a los primeros propagadores facilidad de movimiento, y
protección contra los caprichos e injusticias de los tribunales de ciertas localidades.
Los judíos.— Entretanto, la tercera nación de la antigüedad también había
completado su conquista del mundo. Aunque no por la fuerza de las armas, los
judíos, también se difundierpn como los griegos y romanos lo habían hecho.
Verdad es que por varios siglos habían soñado con la venida de un héroe guerrero,
cuyo valor sobrepujaría al de los más célebres conquistadores gentiles. Pero nunca
vino; y la ocupación por los judíos de los centros de civilización tuvo que efectuarse
de una manera más quieta. No ha habido cambio en las costumbres de ningún
pueblo más extraordinario que el ocurrido en la raza judaica, en el intervalo de
cuatro siglos entre Malaquías y Mateo, del cual no tenemos registro en las sagradas
Escrituras. En el Antiguo Testamento vemos a los judíos encerrados dentro de los
estrechos límites de Palestina, ocupados principalmente en asuntos de agricultura, y
guardándose con celo de toda comunicación con las naciones extranjeras. En el
Nuevo Testamento los encontramos todavía apegados con tenacidad desesperada a
Jerusalén, y a la idea de su propio estado de separación. Pero sus costumbres y
habitaciones han cambiado completamente. Han abandonado la agricultura y se
han entregado con actividad y éxito extraordinarios al comercio.
Y con este objeto en vista, se han difundido por todas partes, por África, Asia y
Europa: y no hay ciudad de importancia donde no se encuentren. Por cuáles pasos
este cambio extraordinario se efectuó, sería largo y difícil de decir. Pero se había
efectuado y el resultado fue de suma importancia en la historia primitiva del
cristianismo. Donde quiera que los judíos se establecieran, tuvieron sus sinagogas,
sus Escrituras sagradas, su creencia inflexible en el único y verdadero Dios. No
solamente esto; sus sinagogas, por todas partes agruparon prosélitos de los pueblos
gentiles en derredor de ellas. Las religiones paganas estaban en este período en un
estado de postración completa. Las naciones más pequeñas habían perdido la fe en
sus deidades, porque no habían podido defenderlas de los victoriosos griegos y
romanos. Pero los conquistadores, por otras razones, habían perdido igualmente la
fe en sus propios dioses. Fue una época de escepticismo, decaimiento religioso y
corrupción moral. Pero siempre ha habido hombres que desean un credo en que
poder confiar. Estos andaban en busca de una religión, y muchos de ellos
encontraron refugio de los mitos degradantes e increíbles de los dioses del
politeísmo, en la pureza y monoteísmo del credo judaico. Las ideas fundamentales
de este credo son los fundamentos de la fe cristiana también. Donde quiera que los
mensajeros del cristianismo viajaron, se encontraron con personas con quienes
tenían muchos conceptos religiosos en común. Sus primeros convertidos fueron
judíos y prosélitos. La sinagoga fue el puente por el cual el cristianismo pasó a los
paganos.
Los bárbaros y los cristianos.- Tal fue, pues, el mundo al
que Pablo fue enviado a conquistar. Fue un mundo lleno por todas partes de
estas tres influencias. Pero hubo otros dos elementos en la población, que
proporcionaron numerosos convertidos para los primeros predicadores: los
habitantes originarios de varios países, y los esclavos aprisionados en las guerras, o
los descendientes de éstos, sujetos a ser cambiados de un lugar a otro, y vendidos
según las necesidades o caprichos de sus amos. Una religión cuya principal gloria era
predicar las buenas nuevas a los pobres no rechazaría estas clases bajas; aunque el
conflicto del cristianismo con las fuerzas del tiempo que tenían posesión del destino
del mundo naturalmente atrajo la atención, no debe olvidarse que sus mejores
triunfos han consistido siempre en el alivio y mejoramiento de la condición de los
humildes.
SUS VIAJES MISIONEROS
El primer viaje
Sus compañeros.— Desde el principio había sido costumbre de los predicadores
del cristianismo, no ir solos en sus expediciones, sino de dos en dos. Pablo mejoró
esta práctica, yendo generalmente con dos compañeros, uno de ellos joven, el cual
tal vez tomó el cargo de los arreglos del viaje. En su primera expedición sus
compañeros fueron Bernabé y Juan Marcos, el sobrino de Bernabé.
Ya hemos visto que Bernabé puede ser llamado el descubridor de Pablo. Y
cuando partieron juntos en este viaje, probablemente estuvo en condiciones de ser
el patrón de Pablo, pues gozaba de mucha consideración en la comunidad cristiana.
Convertido aparentemente en el día de Pentecostés, había tomado una parte
importante en los eventos posteriores. Fue un hombre de alta posición social,
propietario en la isla de Chipre, y lo sacrificó todo en aras del nuevo movimiento a
que se había unido. En el ardor del entusiasmo que condujo a los primeros
cristianos a partir sus propiedades unos con otros, vendió todo lo que tenía y puso
el dinero a los pies de los apóstoles. Desde entonces estaba empleado
constantemente en la obra de la predicación, y tenía un don de elocuencia tan
notable que fue llamado el "hijo de exhortación". Un incidente que ocurrió en la
última parte de este viaje nos da una idea del aspecto de los dos hombres. Cuando
los habitantes de Listra los tomaron por dioses, llamaron a Bernabé Júpiter, y a
Pablo Mercurio. En el arte antiguo, Júpiter fue representado siempre por una figura
alta, majestuosa, y benigna, mientras Mercurio fue el pequeño y rápido mensajero
del padre de los dioses y de los hombres. Probablemente les pareció por esto que
Bernabé, por su figura grande, graciosa, y paternal, era el jefe y director de la
expedición, mientras Pablo, pequeño y ardiente, no era más que el subordinado. La
dirección que tomaron fue la que se esperaba que Bernabé escogería naturalmente.
Se fueron primero a Chipre, la isla en donde había tenido su propiedad, y donde
muchos de sus amigos todavía residían. Estaba a ochenta millas al sudoeste de
Seleucia, el puerto de Antioquia, y pudieron llegar a ella en el mismo día en que
dejaron a esta última ciudad, centro de sus operaciones.
Chipre.- Pero aunque Bernabé parecía ser el jefe, este buen hombre
probablemente conoció que las humildes palabras del Bautista podían ser usadas
por él mismo con referencia a su compañero: "A él conviene crecer, mas a mí
menguar". De todos modos, tan pronto como su obra entrara en un período de
actividad, esta debía ser la relación entre ellos. Después de pasar por toda la isla,
del oriente al occidente, evangelizando, llegaron a Pafo, su ciudad principal, y allí
los problemas para cuya solución habían salido les encontraron en la más concreta
forma. Pafo era el centro del culto de Venus, la diosa del amor, la cual se dijo haber
nacido de la espuma del mar en este mismo sitio, y su culto se caracterizó por el
libertinaje y la disolución. Fue en pequeño la pintura de Grecia, sumida en la
decadencia moral, Pafo fue el asiento del gobierno romano también, y en la silla
proconsular sentábase un hombre, Sergio Paulo, cuyo carácter noble, pero
absolutamente falto de una fe sólida, demostraba la ineptitud de Roma en aquella
época para satisfacer las mayores necesidades de sus mejores hijos. En la corte
proconsular, jugando con la credulidad del investigador, prosperaba un hechicero
judaico, llamado Elimas, cuyas artes formaron el cuadro de las más bajas miserias a
que el carácter judaico pudo descender. Toda la escena fue una especie de
miniatura del mundo, cuyos males habían salido a curar los misioneros. En
presencia de tales exigencias, Pablo desplegó por primera vez los poderes superiores
de que estaba dotado. Un acceso del Espíritu Santo le tomó y le capacitó para
vencer todos los obstáculos. Redujo al hechicero judaico a la vergüenza, convirtió
al gobernador romano, y fundó en la ciudad una iglesia cristiana en oposición al
templo griego. Desde aquella hora Bernabé ocupó el segundo lugar, y Pablo tomó
su posición natural como jefe de la misión. Ya no leemos más, como antes, de
Bernabé y Saulo, sino siempre de Pablo y Bernabé. El subordinado había llegado a
ser el jefe; y como para indicar que se había convertido en un nuevo hombre y
tomado un nuevo puesto, ya no fue llamado por el nombre judaico de Saulo, que
hasta entonces había llevado, sino por el nombre de Paulo (Pablo), que, a partir de
allí, ha sido su nombre entre los cristianos.
El continente del Asia Menor.— El movimiento que siguió vino a señalar tan
claramente la elección del nuevo jefe, como el anterior había fijado la del chipriota
Bernabé. Cruzaron el mar hasta Perge, población a la mitad de la costa meridional
de Asia Menor; luego pasaron hacia el norte, cien millas en el continente, y
entonces hasta el este, hasta un punto casi directamente al norte de Tarso. Esta ruta
les condujo por una especie de semicircuito, por los distritos de Panfilia, Pisidia, y
Licaonia, que tocan por el oeste y norte con Cilicia, la provincia natal de Pablo. Así
que, si se dio el caso de haber evangelizado ya a Cilicia, ahora estaba extendiendo
sus trabajos a las regiones más cercanas.
La deserción de Marcos. - En Perge, punto de partida de la segunda mitad del
viaje, una desgracia aconteció a la expedición: Juan Marcos desertó de sus
compañeros y partió para su hogar. Puede ser que la nueva posición asumida por
Pablo le ofendió, aunque su generoso tío no sintió tal enemistad por aquello que
fue la ordenanza de la naturaleza y la de Dios. Pero es más probable que la causa
de su separación fuera el desmayo producido por la intuición de los peligros que
había de encontrar. Estos fueron tales que bien pudieron infundir terror aun en los
corazones más resueltos. Más allá de Perge se levantaban las cimas cubiertas de
nieve del monte Tauro, que habían de penetrar por estrechos desfiladeros en los
que debían cruzar, por débiles puentecillos, rápidos-torrentes, y en donde los
castillos de los ladrones, que velaban para prender a los viajeros, estaban
escondidos en posiciones tan inaccesibles, que aun los ejércitos romanos no habían
podido exterminarlos. Cuando estos peligros preliminares hubieron sido vencidos,
la perspectiva de más allá no fue más atractiva. El país al norte del Tauro era una
vasta mesa más elevada que las cumbres de las más altas montañas de Inglaterra,
contaba con lagos solitarios, masas irregulares de montañas y extensiones de desier-
to, donde la población era ruda y hablaba una variedad casi infinita de dialectos.
Estas cosas llenaron de terror a Marcos y le hicieron volverse. Pero sus compañeros,
llevando sus vidas en la mano, iban adelante. Para ellos era suficiente saber que allí
había una multitud de almas que perecían y que necesitaban la salvación de que
ellos eran los heraldos. Y Pablo conoció que allí había una porción de su propio
pueblo esparcida en estas distantes regiones de los paganos.
Antioquia en Pisidia, e Iconio.- ¿Podemos concebir cuál fue su conducta en las
ciudades que visitaron? Es difícil, ciertamente, representárnoslo. Al tratar de verlos
con los ojos de la inteligencia entrar en alguna población, naturalmente pensamos
de ellos como de los más importantes personajes del lugar. Para nosotros su
entrada es tan augusta como si hubieran sido llevados en un carro de triunfo. Muy
diferente, sin embargo, fue la realidad. Entraban en una ciudad tan quieta y
secretamente como dos extranjeros cualesquiera, que alguna mañana pasasen por
una de nuestras poblaciones. Su primer cuidado era conseguir alojamiento, y luego
tenían que buscar trabajo, porque trabajaban en su ocupación donde quiera que se
hallaran. Nada podía ser más común. ¿Quién había de pensar que este hombre,
cubierto del polvo del camino, yendo de la puerta de un fabricante de tiendas a la
de otro, buscando trabajo, estaba llevando el porvenir del mundo bajo su capa?
Cuando el sábado llegara, cesarían de trabajar, como los otros judíos de la ciudad,
y se reunirían en la sinagoga. Participarían en cantar los Salmos y en orar con los
otros adoradores, y escucharían la lectura de las Escrituras. Después de esto el
presbítero, quizá, preguntaría si alguno tenía palabra de exhortación que
pronunciar. Esta sería la oportunidad de Pablo. Se levantaría y con mano extendida
comenzaría a hablar. Desde luego el auditorio reconocería los acentos del rabí
educado, y la nueva voz ganaría su atención. Considerando los pasajes que habían
sido leídos, pronto se juntaría con la corriente de la historia judaica hasta hacer el
anuncio sorprendente de que el Mesías, esperado por sus padres y prometido por
sus profetas, había llegado ya, y que el que hablaba había sido enviado entre ellos
como su apóstol. Entonces seguiría la historia de Jesús: era cierto que había sido
rechazado por las autoridades de Jerusalén y crucificado, pero podía demostrarse
que esto había acontecido de acuerdo con las profecías, y que su resurrección de la
muerte era una prueba infalible de que había sido enviado por Dios. Ahora había
sido exaltado a ser Príncipe y Salvador para dar a Israel arrepentimiento y remisión
de los pecados. Fácilmente podemos imaginar la sensación que produciría tal
sermón de tal predicador, y el murmullo de conversaciones que se levantaría de
entre los congregantes después de su separación de la sinagoga. Durante la semana
sería el tema de conversación en la ciudad, y Pablo estaría listo para platicar en su
trabajo o en los momentos desocupados de la tarde, con cualquiera que deseara
recibir más informes. El siguiente sábado la sinagoga estaría llena, no de judíos
solamente, sino también de gentiles que tendrían curiosidad de ver a los
extranjeros. Y Pablo ahora descubriría el secreto de que la salvación por Jesucristo
era, tanto para los gentiles como para los judíos. Esta sería generalmente la señal
para que los judíos contradijeran y blasfemaran, y volviéndose de ellos, Pablo se
dirigiera a los gentiles. Pero entre tanto el fanatismo de los judíos se excitaría, y
levantarían a la gente o asegurarían el interés de las autoridades contra los
extranjeros; y en un tempestuoso tumulto popular, o por decreto de las
autoridades, los mensajeros del evangelio serían arrojados de la ciudad. Tal
aconteció en Antioquia de Pisidia, su primera estación en el interior del Asia Menor,
y fue después muy frecuente en la vida de Pablo.
Listra y Derbe.- Algunas veces no escaparon con tanta facilidad. En Listra, por
ejemplo, se encontraron entre paganos rudos, que al principio quedaron tan
encantados con las palabras atractivas de Pablo y tan impresionados con la
apariencia de los predicadores, que les tomaron por dioses, y estuvieron al punto
de ofrecerles sacrificio, .Esto llenó a los misioneros de tal horror que rechazaron las
intenciones de la multitud con violencia. Una repentina revolución sucedió en el
sentimiento popular, y Pablo fue apedreado y arrojado de la ciudad aparentemente
muerto.
Tales fueron las escenas de excitación y peligro por las cuales tenían que pasar
en esta región remota. Pero su entusiasmo nunca flaqueó. Nunca pensaron en vol-
verse. Cuando eran arrojados de una ciudad, iban a otra. Y por malo que fuera su
éxito algunas veces, no abandonaban una ciudad sin dejar tras ellos una pequeña
compañía de convertidos, tal vez unos pocos judíos, algunos prosélitos y cierto
número de gentiles. El evangelio encontró a aquellos para quienes había sido
designado: a penitentes cargados con el pecado; almas no satisfechas con el mundo,
ni con la religión de sus antepasados; corazones que anhelaban la simpatía y el
amor divinos; y "los que estaban ordenados para la vida eterna creyeron". Estos
formaron en cada ciudad el núcleo de una iglesia cristiana. Aun en Listra, donde la
derrota pareció ser completa, un pequeño grupo de corazones fíeles se reunió
alrededor del cuerpo) molido del apóstol fuera de las puertas de la ciudad. Eunice y
Loida estuvieron allí con sus ministraciones tiernas, y el joven Timoteo, al mirar
aquella cara pálida y sangrienta, sintió que su corazón estaba unido para siempre
con el héroe que había tenido el valor de sufrir hasta la muerte por su fe.
En el amor intenso de tales corazones Pablo recibió compensación por el
sufrimiento y la injusticia. Si, como algunos suponen, el pueblo de esta región
formó parte de las iglesias de Galacia, vemos en la epístola dirigida a ellos la clase
de amor que le tenían. Le recibieron, dice, como a un ángel de Dios y aun como a
Jesucristo mismo. Estuvieron listos aun para sacarse los ojos y dárselos a él. Fueron
de bondad ruda e impulsos violentos. Su religión nativa era de vivas y excitantes
demostraciones, y llevaron estas características a la nueva fe que habían adoptado.
Se llenaron de gozo y del Espíritu Santo, y el avivamiento se extendió por todas
partes con gran rapidez hasta que la palabra publicada por las pequeñas
comunidades cristianas se oyó por los declives del Tauro y los valles del Cestro y
Halis. El ardiente corazón de Pablo no pudo menos que regocijarse en tal
exhibición de afecto. Correspondió a ella, dándoles su más profundo amor. Las
ciudades mencionadas en su itinerario son Antioquia en Pisidia, Iconio, Listra y
Derbe; pero cuando en la última de ellas había acabado su curso, y el camino se le
abrió para descender por las puertas de Cilicia a Tarso y de allí a Antioquia, prefirió
volver por el camino por donde había ido. A pesar de los peligros más inminentes
volvió a visitar todos estos lugares, para ver otra vez a sus amados convertidos y
consolarles en presencia de la persecución; y ordenó presbíteros en todas las
ciudades para que velaran sobre las iglesias durante su ausencia.
El regreso.- Al fin, los misioneros bajaron de estos terrenos altos a la costa, y
navegaron a Antioquia, de donde habían salido. Cansados con el trabajo y los
sufrimientos, pero llenos de gozo por su buen éxito, aparecieron entre aquellos que
los habían enviado y que sin duda los habían seguido con sus oraciones. Como
exploradores que volvían de encontrar un nuevo mundo, relataron los milagros de
la gracia que habían presenciado en el mundo desconocido de los paganos.
El segundo viaje
En su primer viaje, se puede decir que Pablo tan sólo probó sus alas porque
dicho viaje, aunque venturoso, se limitó enteramente a un círculo alrededor de su
provincia natal. En el segundo, hizo una expedición mucho más larga y peligrosa.
En verdad, este viaje fue no solamente el más grande que llevó a cabo, sino tal vez
el más importante de los registrados en los anales de la raza humana. En sus
resultados, sobrepujó la expedición de Alejandro el Grande, cuando llevó las armas
y la civilización de Grecia hasta el corazón de Asia, la de César, cuando desembarcó
en las costas de Bretaña, y aun la de Colón cuando descubrió el Nuevo Mundo. Sin
embargo, cuando partió no tuvo idea de la magnitud que su expedición había de
asumir, ni aun de la dirección, que había de tomar. Después de gozar de un breve
descanso al fin del primer viaje, dijo a sus compañeros: "Volvamos a visitar a los
hermanos por todas las ciudades en las cuales hemos anunciado la palabra del
Señor". Fue el anhelo paternal de ver a sus hijos espirituales lo que le atraía. Pero
Dios tuvo designios mucho más extensos, que se abrieron delante de Pablo
conforme adelantaba.
La separación de Bernabé.— Desgraciadamente el principio de este viaje fue
dañado por una disputa entre los dos amigos, que tenían la intención de hacerlo
juntos. La ocasión de esta diferencia fue el ofrecimiento de Juan Marcos de
acompañarlos. Sin duda cuando este joven vio a Pablo y a Bernabé que volvían
sanos y salvos de la empresa de la cual él había desertado, reconoció el error que
había cometido, y ahora quiso repararlo uniéndose a ellos. Naturalmente Bernabé
deseó llevar a su sobrino, pero Pablo se negó absolutamente. Uno de ellos, hombre
fácilmente accesible a la benevolencia, arguyó el deber de perdonar, y el efecto que
produciría la repulsa; mientras que el otro, lleno de celo para Dios, presentó el
peligro de colocar una obra tan sagrada en manos de uno en quien no podían tener
confianza, porque, "pie resbalador es la confianza en el prevaricador en tiempo de
angustia". No podemos decir ahora quién de ellos tenía razón o si ambos habían
errado en parte. Los dos, de todos modos, sufrieron por la separación: Pablo tuvo
que apartarse en enojo del hombre a quien probablemente debió más que a
cualquier otro ser humano; y Bernabé fue separado del más grande espíritu de la
época.
Nunca más volvieron a encontrarse; no fue debido, sin embargo, a la
continuación de su disputa. El calor de la pasión pronto se enfrió y el antiguo amor
volvió. Pablo, en sus escritos, menciona con honra a Bernabé, y en la última de sus
epístolas pide que Marcos venga a él a Roma, agregando especialmente que le es
útil para el ministerio: es decir, para lo mismo de que había dudado antes con
referencia a él. Pero por lo pronto, la disputa les separó. Acordaron dividirse la
región que habían evangelizado juntos. Bernabé y Marcos fueron a Chipre, y Pablo
procuró visitar las iglesias en el continente. Llevó como compañero a Silas en lugar
de Bernabé, y no había hecho todavía mucho de su nuevo viaje, cuando se
encontró con uno que ocuparía el lugar de Marcos. Este fue Timoteo, un
convertido que había hecho en Listra, en su primer viaje; era joven y moderado, y
continuó siendo el compañero fiel y el consuelo constante del apóstol hasta el fin
de su vida.
La mitad del viaje no descrita.- En cumplimiento del propósito con que había
salido, Pable comenzó este viaje visitando de nuevo las iglesias en cuya fundación
había tomado parte. Principiando en Antioquia, y siguiendo en dirección del
noroeste, hizo este trabajo en Siria, Cilicia y otras partes, hasta que llegó al centro
del Asia Menor, donde quedó cumplido el primer objeto de su viaje. Pero, cuando
un hombre está en el camino del deber, toda clase de oportunidades se abren ante
él. Cuando Pablo hubo pasado por las provincias que antes había visitado, nuevos
deseos de penetrar más allá comenzaron a arder en su pecho, y la providencia
abrió el camino. Todavía fue adelante en la misma dirección por Frigia y Galacia.
Bitinia, una gran provincia situada a lo largo de la costa del mar Negro, y Asia, una
provincia densamente poblada, en el oeste del Asia Menor, parecieron invitarle, y
deseó entrar en ellas. Pero el Espíritu, que guiaba sus pasos, le indicó, por medios
desconocidos a nosotros, que estas provincias le estaban cerradas en aquel tiempo;
y moviéndose adelante, en la dirección en la que su divino guía le permitió ir, se
halló en Troas, ciudad en la costa noroeste del Asia Menor.
Así viajó desde Antioquia, en el sudeste, hasta Troas, en el noroeste del Asia
Menor, evangelizando por todo el camino. Debe haber empleado meses, tal vez
aun años; sin embargo, de este largo y laborioso período no poseemos ningún
detalle, excepto tal o cual noticia de su comunicación con los Gálatas, que podemos
encontrar en su epístola a aquella iglesia. La verdad es que tan asombrosa como es
la historia de la carrera de Pablo dada en los Hechos, este registro es muy breve e
imperfecto; y su vida estuvo mucho más llena de aventuras, de trabajos y de
sufrimientos por Cristo, que lo que la narración de Lucas nos conduciría a suponer.
El plan de los Hechos es decir solamente lo que fue más nuevo y característico en
cada viaje; pasa por alto, por ejemplo, todas sus visitas repetidas a los mismos
lugares. Así, hay grandes vacíos en su historia, que, en realidad, estuvieron tan
llenos de interés como las porciones de su vida de las que tenemos una completa
descripción. Hay una prueba asombrosa de esto en una epístola que escribió dentro
del período cubierto por los Hechos de los Apóstoles. Mencionando en su
argumentación algunas de sus aventuras, pregunta:
"¿Son ministros de Cristo? yo más: en trabajos más abundante; en azotes sin
medida; en cárceles más; en muertes muchas veces; de los judíos cinco veces he
recibido cuarenta azotes, menos uno; tres veces he sido azotado con varas; una vez
apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado en lo
profundo de la mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de
ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciu-
dad, peligros en el desierto, peligros en la mar, peligros entre falsos hermanos; en
trabajo y fatiga, en muchas vigilias en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y
en desnudez; sin otras cosas además, lo que sobre mí se agolpa cada día, la solicitud
de todas las iglesias". Ahora, de las aventuras de este catálogo extraordinario, el
libro de los Hechos menciona muy pocas: de las cinco veces que fue azotado por
los judíos no cita ninguna; de las tres veces que fue castigado por los romanos,
solamente una; registra la vez que fue apedreado, pero ninguno de los tres
naufragios, porque el naufragio detallado en los Hechos aconteció más tarde. No
era parte del designio de Lucas exagerar la figura del héroe que estaba retratando.
Su breve y modesta narración es más corta que la misma realidad, y al pasar por las
pocas y simples palabras en que condensa la historia de meses o años, nuestra
imaginación requiere ser activa, para llenar el bosquejo con trabajos y labores a lo
menos iguales a aquellos cuya memoria se ha conservado.
Viaje a Europa.- Pareciera que Pablo llegó a Troas bajo la dirección del Espíritu
sin conocimiento de la dirección que tomaría en seguida. Pero, ¿pudo dudar de cuál
era el intento divino, cuando, mirando las aguas del Helesponto, vio las costas de
Europa al otro lado? Estaba ahora dentro del círculo encantado, donde por varios
siglos la civilización había tenido su hogar, y no podía quedar enteramente
ignorante de aquellas historias de guerra y empresas, ni de aquellas leyendas de
amor y valor que han hecho esta parte del mundo para siempre brillante y querida
al corazón del género humano. Sólo a cuatro millas de distancia estaba el llano de
Troya, donde Europa y Asia se encontraron en la lucha celebrada en el canto
inmortal de Hornero. No muy lejos de allí Jerjes, sentado en un trono de mármol,
revistó los tres millones de asiáticos con quienes trató de sujetar a Europa a sus pies.
Por el otro lado de aquel estrecho estaban Grecia y Roma, los centros de donde
habían salido la instrucción, el comercio, y los ejércitos que gobernaban el mundo.
¿Podría su corazón, tan ambicioso por la gloria de Cristo, dejar de arder en el deseo
de arrojarse sobre estos fuertes, o dudaría de que el Espíritu le guiaba en esta
empresa? Conoció que Grecia, con toda su sabiduría, carecía de aquel conocimiento
que hace sabio para la salvación; y que los romanos, aunque fueron los
conquistadores de este mundo, no conocían el modo de ganarse una herencia en el
mundo venidero. Pero en su pecho llevaba el secreto que ambas requerían.
Puede haber sucedido que tales pensamientos, moviéndose vagos y confusos en
su mente, se proyectaran en la visión que tuvo en Troas; o ¿fue la visión la que
primero despertó en él la idea de cruzar a Europa? Mientras dormía al arrullo del
mar Egeo, vio un hombre parado en la ribera opuesta, la que había visto antes de ir
a descansar, llamándole y gritando: "Pasa a Macedonia y ayúdanos". Aquella figura
representaba a Europa, y su grito demandando ayuda representaba la necesidad
que ella tenía de Cristo. Pablo reconoció en todo esto un llamamiento divino; y el
siguiente ocaso del sol que bañó el Helesponto con su áurea luz brilló sobre el
misionero sentado en la cubierta de un buque cuya proa se movía hacia la costa de
Macedonia.
Durante este traslado de Pablo, de Asia a Europa, estaba verificándose una gran
decisión providencial que nosotros como hijos del Occidente no podemos recordar
sin la más profunda gratitud. El cristianismo se levantó entre orientales y era de
esperarse que se hubiera extendido primeramente a aquellas razas con quienes los
judíos estaban más relacionados; en lugar de haber venido hacia el Occidente,
podría haber penetrado en el Oriente, podría haber llegado a Arabia, y haber
tomado posesión de aquellas regiones donde la fe del Falso Profeta ahora levanta
su bandera; pudiera haber visitado las tribus errantes del Asia Central, y,
atravesando los Himalayas, haber establecido sus templos a las orillas del Ganges, el
Indus, y el Godavary; pudo haber caminado más allá hacia el Este para sacar a los
millones de China del frío secularismo de Con-fucio. Si así hubiera sucedido, los
misioneros de la India y del Japón hoy día atravesarían el océano para venir a
predicar a Inglaterra la historia de la cruz; pero la providencia confirió a Europa la
superioridad, y el destino de nuestro continente se decidió al cruzar Pablo el mar
Egeo.
Grecia - Macedonia. - Como Grecia estaba más cerca de las costas de Asia que
Roma, la conquista de dicha nación para Cristo fue el gran móvil de su segundo
viaje misionero. Como el resto del mundo en aquel tiempo, encontrábase bajo el
dominio de Roma, y los romanos lo habían dividido en dos provincias.
Macedonia en el Norte y Acaya en el Sur, Macedonia fue, por consiguiente, el
primer escenario de la misión griega de Pablo. Estaba atravesada de oriente a occi-
dente por un gran camino romano, por el cual viajó el misionero. Y los lugares de
donde tenemos noticia de sus trabajos son Filipos, Tesalónica y Berea.
El carácter de los griegos en esta provincia septentrional estaba mucho menos
corrompido que en la más pulida sociedad del Sur. En el pueblo macedonio todavía
existía algo de la fuerza y el valor que cuatro siglos antes habían hecho de sus
soldados los conquistadores del mundo. Las iglesias que Pablo fundó aquí le dieron
mucho más consuelo que cualesquiera otras. Ninguna dé sus epístolas demuestra
más gozo y cordialidad que las que escribió a los tesalonicenses y filipenses; y como
escribió esta última ya muy avanzado en la carrera de su vida, su perseverancia en
el evangelio debe haber sido tan notable como la bienvenida que le dieron al
principio. En Berea se encontró con una generosa sinagoga de judíos, la más rara
experiencia que tuvo.
Una característica prominente de la obra en Macedonia fue la parte que
tomaban en ella las mujeres. En medio de la decadencia general de las religiones en
este período, muchas mujeres en todas partes buscaban la satisfacción de sus
instintos religiosos en la fe pura de la sinagoga. En Macedonia, tal vez a causa de su
profunda moralidad, estos prosélitos del sexo débil eran más numerosos que en
cualquiera otra parte, de manera que acudieron en gran número a formar en las
filas de la iglesia cristiana. Esto era un buen presagio; podemos decir que era la
profecía del cambio feliz que la iglesia cristiana de las naciones de Occidente había
de producir en el destino de la mujer. Si el hombre debe mucho a Cristo, la mujer
le debe aun más; la ha librado de la degradación de ser esclava o juguete del
hombre, y la ha levantado hasta ser su amiga e igual ante el cielo; mientras que, por
otra parte, una nueva gloria ha sido añadida a la religión de Cristo, en la delicadeza
y dignidad de que se hala investida por el carácter femenil. Estas cosas fueron
vivamente ilustradas en los primeros pasos del cristianismo sobre el continente
europeo. La primera conversión fue la de una mujer; al celebrarse el primer culto
cristiano en el suelo de Europa, el corazón de Lidia fue abierto para recibir la
verdad, y el cambio que se operó en ella prefiguró lo que la mujer sería en aquel
continente bajo la influencia del cristianismo. En la misma ciudad de Filipos se veía,
también al mismo tiempo, una imagen representativa de la condición de la mujer
en Europa antes de que el evangelio llegara allí, en una pobre muchacha poseída de
un espíritu de adivinación y tenida en esclavitud por hombres que hacían su fortuna
con la desgracia de ésta, y a quien Pablo sanó. Su miseria y su degradación eran un
símbolo de la condición femenina desfigurada; mientras que el carácter dulce y
benévolo de la cristiana Lidia era símbolo de la misma condición transfigurada.
Otra característica que hacía notables a las iglesias macedonias era el espíritu de
liberalidad. Insistían en suplir las necesidades de los misioneros; y aun después que
Pablo los había dejado, le enviaban dádivas para cubrir sus gastos en otras ciudades.
Mucho tiempo después, cuando él estaba prisionero en Roma, mandaron a
Epafrodito, uno de sus maestros, con dones semejantes a los anteriores, y lo
facultaron para quedarse con él asistiéndole. Pablo aceptó la generosidad de estos
leales corazones, aunque en otros lugares se hubiera deshecho las manos y hubiera
dejado su descanso natural antes que aceptar tales favores. Además, su voluntad de
dar no se debía a superioridad en riquezas; al contrario daban de su pobreza;
estaban pobres cuando comenzaron, y los volvieron aún más pobres las
persecuciones que tenían que sufrir. Estas persecuciones fueron más severas después
de que Pablo hubo salido, y duraron mucho tiempo. Por supuesto que en Pablo fue
en quien primero se hicieron sentir. Aunque él tuvo tanto éxito en Macedonia, al
fin le echaron fuera de las ciudades como lo peor de todas las cosas; esto era
generalmente hecho por los judíos que, o fanatizaban a las turbas y las excitaban
contra él, o le acusaban ante las autoridades romanas de estar introduciendo una
nueva religión, turbando la paz, o proclamando un rey que sería rival de César.
Ellos no querían entrar en el reino de los cielos ni podrían sufrir que otros entraran.
Pero Dios protegió a su siervo. En Filipos le libertó de la prisión por un milagro
físico, y por un milagro de gracia, todavía más maravilloso, efectuado en su cruel
carcelero; y en otras ciudades le salvó por medios más naturales. A pesar de la
amarga oposición, varias iglesias fueron fundadas en ciudad tras ciudad, y de éstas,
las buenas nuevas pasaron a toda la provincia de Macedonia.
Acaya.- Cuando al dejar a Macedonia Pablo caminó al sur con dirección a
Acaya, entró en la verdadera Grecia, el paraíso del genio y del renombre. La
memoria de la grandeza del país se levantó a su derredor en el camino. Al partir de
Berea pudo ver tras de sí las nevadas cumbres del monte Olimpo, donde se suponía
habitaban las deidades de Grecia. Pronto estuvo cerca de las Termopilas, donde los
trescientos inmortales permanecieron firmes contra millares de bárbaros; y a la
terminación de su viaje veía delante de él la isla de Salamina, donde otra vez la
Grecia fue salvada de destrucción por el heroísmo de sus hijos.
Atenas. - El destino de Pablo era Atenas, la capital del país. Al entrar en la
ciudad no pudo ser insensible a los grandes recuerdos estrechamente unidos a sus
calles y monumentos. Aquí la inteligencia humana había brillado con un esplendor
que no ha exhibido nunca en otra parte. En la edad de oro de su historia Atenas
poseía muchos más hombres del más alto genio que los que jamás hayan vivido en
cualquiera otra ciudad. Hasta hoy, sus nombres llenan de gloria el suyo. Sin
embargo, aun en el tiempo de Pablo la viviente Atenas era cosa del pasado.
Cuatrocientos años habían transcurrido desde su edad de oro, y en el curso de estos
siglos había experimentado un triste decaimiento. Habían degenerado la filosofía, la
oratoria, el arte, la poesía. Vivía de su pasado. Sin embargo, aún tenía un gran
nombre, y estaba llena de cierta cultura y saber. Abundaba en filósofos, así
llamados, de diferentes escuelas, y en maestros y profesores de toda variedad de
conocimientos; y millares de extranjeros de la clase rica, reunidos de todas partes
del mundo, vivían allí para estudiar o para satisfacer sus inclinaciones intelectuales.
Todavía representaba para el visitante inteligente uno de los grandes factores en la
vida del mundo.
Con la maravillosa adaptación que le capacitó para ser todas las cosas a todos
los hombres, Pablo se adaptó a este pueblo también. En la plaza o en el lugar de los
sabios entraba en conversación con los estudiantes y filósofos, como Sócrates había
acostumbrado hacerlo en el mismo lugar hacía cinco siglos. Pero Pablo encontró
aún menos apetencia de la verdad que el más sabio de los griegos. En vez del amor
a la verdad, una insaciable curiosidad intelectual poseía a los habitantes. Esta los
hizo bastante complacientes para tolerar a cualquiera que les presentara una nueva
doctrina: y entre tanto que Pablo desarrollaba la parte meramente especulativa de
su mensaje, le escuchaban con placer. Su interés pareció aumentar y al fin una
multitud de ellos le llevaron al Areópago, el centro mismo de los esplendores de su
ciudad, y le pidieron una presentación completa de su fe. Cumplió con sus deseos,
y en el magnífico discurso que allí pronunció, gratificó muy satisfactoriamente su
gusto peculiar, al desenvolver en oraciones de la más noble elocuencia las grandes
verdades de la unidad de Dios y la unidad de los hombres que forman la base del
cristianismo. Pero cuando avanzó de estos preliminares a tocar la conciencia de su
auditorio y a hablarles de su propia salvación, le abandonaron todos.
Partió de Atenas, y nunca volvió a ella. En ninguna parte había fracasado tan
completamente. Solía sufrir la más violenta persecución y reanimarse con corazón
alegre; pero hay algo peor que la persecución para una fe tan vehemente como era
la suya. Y aquí lo encontró. Su mensaje no despertó ni interés ni oposición. Los
atenienses nunca pensaron en perseguirle; simplemente no hicieron caso de lo que
dijo "este palabrero"; y tan frío desdén le cortó más severamente que las piedras del
populacho o las varas de los lictores. Quizá nunca se había sentido tan desanimado.
Cuando dejó a Atenas pasó a Corinto, la otra gran ciudad de Acaya; y él mismo
nos dice que llegó allí en flaqueza, y en temor, y en mucho temblor.
Corinto.- Había en Corinto bastante del espíritu de Atenas para que estos
sentimientos no desaparecieran fácilmente. Corinto era la capital mercantil de
Grecia y Atenas la intelectual. Pero los corintios también estaban llenos de
curiosidad disputadora e intelectual orgullo. Pablo temió tener una recepción
semejante a la de Atenas; ¿pudo ser que estos fueran pueblos para quienes el
evangelio no tuviera mensaje? Esta fue la difícil cuestión que le hizo temblar.
Parecía no haber en ellos nada que el evangelio afectara. Parecían no sentir
necesidades que éste pudiera satisfacer.
Hubo otros elementos de desmayo en Corinto. Era el París de los tiempos
antiguos, una ciudad rica y lujuriosa, enteramente entregada a la sensualidad. Se
desplegaba el vicio sin vergüenza, en formas que infundieron desesperación en la
mente purísima de Pablo. ¿Podrían los hombres rescatarse de las garras de vicios tan
monstruosos? Además la oposición de los judíos se levantó con malignidad mayor
que la usual. Por fin tuvo que abandonar la sinagoga, y lo hizo con expresiones de
los más fuertes sentimientos. ¿Iba el soldado de Cristo a ser arrojado del campo, y
forzado a confesar que el evangelio no estaba adaptado a la nación culta? Así le
pareció.
Pero vino un cambio. En el momento crítico Pablo fue visitado con una de
aquellas visiones que solían serle concedidas en las crisis más penosas y decisivas de
su historia. El Señor le apareció en la noche, diciéndole: "No temas, sino habla, y no
calles. Porque yo estoy contigo, y ninguno te podrá hacer mal; porque yo tengo
mucho pueblo en esta ciudad". El apóstol se reanimó y las causas del desmayo
comenzaron a desaparecer. Se desplegó en oposición de los judíos cuando llevaron
a Pablo con violencia ante Galio, el gobernador impuesto allí por los romanos,
pero fueron despedidos de su tribunal con ignominia y desdén. El mismo presidente
de la sinagoga llegó a ser cristiano, y las conversiones multiplicáronse entre los
corintios nativos. Pablo gozó el solaz de vivir bajo el techo de Aquila y Priscila,
amigos leales, de su propia raza y ocupación. Permaneció año y medio en la ciudad
y fundó una de las más interesantes de sus iglesias, plantando así el estandarte de la
cruz también en Acaya, y probando que el evangelio es el poder de Dios para
salvación aun en los centros de la sabiduría del mundo.
El tercer viaje
Efeso.- Debe haber sido una historia conmovedora la que Pablo tenía que
contar en Jerusalén y Antio-quía, cuando volvió de su segunda expedición; pero no
estaba dispuesto a dormir sobre sus laureles, y no mucho tiempo después
emprendió su tercer viaje.
Era de esperarse que, habiendo en el segundo establecido el evangelio en
Grecia, ahora dirigiera sus miradas a Roma. Pero si consultamos un mapa,
observaremos que en medio, entre las regiones del Asia Menor, que había
evangelizado durante su primera campaña misionera, y las provincias de Grecia, en
donde había establecido iglesias durante la segunda, hay un espacio, la provincia
populosa del Asia, al Occidente del Asia Menor. A esta región se dirigió en su tercer
viaje. Permaneciendo por tres años en Efeso, su capital, se puede asegurar que llenó
este espacio y conectó las conquistas de sus anteriores campañas. En realidad, este
viaje incluía, al principio, una visita a todas las iglesias anteriormente fundadas en
Asia Menor, y al fin una violenta visita a las iglesias de Grecia; pero fiel a su plan de
detenerse solamente en lo que era nuevo en cada expedición, el autor de los
Hechos sólo nos ha suministrado detalles con relación a Efeso.
Esta ciudad era en aquel tiempo el Liverpool del Mediterráneo. Poseía un
espléndido puerto en el que estaba concentrado el tráfico del mar que era entonces
el camino real de todas las naciones; y como Liverpool tiene detrás de sí las grandes
ciudades del Lancashire, así Efeso tenía tras de sí y a su derredor las ciudades que se
mencionan con ella en las epístolas a las iglesias y en el libro de Apocalipsis: Smirna,
Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia, y Laodicea. Era una ciudad de vastas riquezas, y
se había entregado a toda clase de placeres; se recordará que su teatro e
hipódromo eran de fama universal.
Pero Efeso era todavía más famosa como ciudad sagrada. Era el asiento del
culto a la diosa Diana, cuyo templo era uno de los más célebres altares del mundo
antiguo. Dicho templo era inmensamente rico y albergaba a un gran número de
sacerdotes. Era lugar de concurso, en ciertas estaciones del año, de multitudes de
peregrinos de las regiones vecinas; y los habitantes de la ciudad florecían
ministrando de varias maneras a esta gente supersticiosa. Los plateros hicieron un
oficio de la fabricación de pequeñas imágenes de la diosa, semejantes a la que
existía en el templo, y que se decía haber caído del cielo. Copias de los caracteres
místicos grabados en esta antigua reliquia se vendían como encantos. Pululaban en
la ciudad los hechiceros, adivinos, interpretadores de sueños y otras muchas gentes
de esta clase, que explotaban a los marineros, peregrinos y comerciantes que
frecuentaban el puerto.
Polémica sostenida contra la superstición.- El trabajo de Pablo tenía, por
consiguiente, que asumir la forma de polémica contra la superstición. Efectuó tan
grandes milagros en el nombre de Jesús, que algunos de los engañadores judíos
trataron de echar fuera demonios invocando el mismo nombre; pero el atentado
no les produjo más que una derrota. Algunos otros profesores de artes mágicas
fueron convertidos al cristianismo y quemaron sus libros. Los vendedores de objetos
de superstición veían que su industria se les escapaba de las manos. A tal grado
llegó esto en una de las fiestas de la diosa, que los plateros, cuyo tráfico en
pequeñas imágenes se estaba arruinando, organizaron una revuelta contra Pablo,
que se verificó en tal teatro y tuvo tanto éxito que le obligaron a salir de la ciudad.
Pero no salió antes de que el cristianismo se hubiera establecido firmemente en
Efeso, y el faro del evangelio resplandeciera brillante en la costa asiática, corres-
pondiéndose con el que fulguraba en las costas de Grecia, al otro lado del Egeo.
Tenemos un monumento de su éxito en las iglesias establecidas por todas las
cercanías de Efeso, a las que San Juan habló unos cuantos años después en el
Apocalipsis; porque fueron probablemente el fruto indirecto de los trabajos de
Pablo. Pero tenemos un monumento mucho más admirable de ello en la epístola a
los Efesios. Este es, tal vez, el más profundo libro que hay. Y, sin embargo, su autor
esperaba evidentemente que los efesios lo entendieran. Si los discursos de
Demóstenes, con su compacta y sólida demostración, entre cuyas articulaciones ni
el filo de la hoja de navaja se puede introducir, son un monumento de la grandeza
intelectual de Grecia, que los escuchaba con placer; si los dramas de Shakespeare,
con sus profundas opiniones de la vida y su lenguaje oscuro y complejo, son un
testimonio de la fuerza intelectual de la época de Isabel, que podía gozarse en un
lugar de entretenimiento con tan sólidos asuntos; entonces la Epístola a los Efesios,
que investiga las mayores profundidades de la doctrina de Cristo y que se eleva
hasta las mayores alturas de la experiencia cristiana, es un testimonio del adelanto
que los convertidos de Pablo habían alcanzado bajo su predicación en Efeso
SUS ESCRITOS Y SU CARÁCTER
Sus escritos
Su principal período literario.- Se ha hecho notar que el tercer viaje misionero
de Pablo terminó con una visita a las iglesias de Grecia. Esta visita duró varios
meses, pero la historia de ella en los Hechos está incluida en dos o tres versículos. Es
probable que no abundó en aquellos incidentes excitantes que naturalmente
inducen al biógrafo a entrar en detalles. Sin embargo, sabemos por otras fuentes
que esa fue tal vez la época más importante de la vida de Pablo; pues durante este
medio año escribió la más grande de todas sus epístolas, la de los Romanos, y otras
dos de casi igual interés, la de los Calatas y la segunda de los Corintios.
Así hemos entrado en la porción de su vida más señalada por la obra literaria.
Por grande que sea la impresión de la notabilidad de este hombre, producida por el
estudio de su historia —cuando se apresura de provincia en provincia, de
continente en continente, sobre la tierra y el mar, en persecución del objeto a que
se había dedicado— esta impresión se hace mucho más profunda cuando
recordamos que, al mismo tiempo, fue el pensador más grande de su época, si es
que no lo fue de cualquiera época, y que en medio de sus trabajos exteriores estaba
produciendo escritos que desde entonces han figurado entre las fuerzas intelectuales
más poderosas del mundo, y cuya influencia crece todavía. Bajo este concepto,
Pablo se levanta sobre todos los demás evangelistas y misioneros. Algunos de ellos
pueden haberse aproximado a él en ciertos respectos: Javier o Livingstone en el
instinto de conquistar el mundo, San Bernardo o Whitefield en la consagración y
actividad; pero pocos de estos hombres añadieron una sola idea nueva a las
creencias del mundo, mientras Pablo, igualándoles en su línea especial, dio a la
humanidad un nuevo mundo de pensamientos. Si sus epístolas pereciesen, la
pérdida para la literatura sería la más grande posible, con una sola excepción —la
de los Evangelios— que registran la vida, las palabras y la muerte de nuestro Señor.
Ellas han estimulado la mente de la iglesia como ningún otro escrito lo ha hecho, y
han esparcido en el suelo del mundo multitud de semillas, cuyo fruto es ahora la
posesión general de los hombres. De ellas se han originado los lemas de progreso
en todas las reformas que la iglesia ha experimentado. Cuando Lutero despertó a
Europa del sueño de los siglos, fue con una palabra de Pablo; y cuando, hace cien
años, Escocia fue levantada de la casi completa muerte espiritual, fue llamada con la
voz de hombres que habían vuelto a descubrir la verdad en las páginas de Pablo.
La forma de sus escritos.— Sin embargo, al escribir sus epístolas, Pablo mismo
puede haber tenido poca idea de la influencia que habían de tener en el futuro. Las
escribió simplemente a demanda de su obra. En el sentido más estricto de la
palabra, fueron cartas escritas para responder a ocasiones particulares, y no escritos
formales cuidadosamente proyectados y ejecutados con vista de la fama o del
porvenir. Son buenas cartas, ante todo, producto del corazón; y fue el corazón
ardiente de Pablo, anhelando el bien de sus hijos espirituales, o alarmado por los
peligros a que estuvieron expuestos, el que produjo todos sus escritos. Fueron parte
de su trabajo diario. De la misma manera que volaba sobre mar y tierra para visitar
de nuevo a sus convertidos, o enviaba a Timoteo o a Tito para llevarles sus
consejos y traerle noticias de cómo iban, así, cuando no pudo valerse de estos
medios, enviaba una carta con el mismo propósito.
El estilo de sus escritos. — Esto, parece, puede disminuir el valor de sus escritos;
podemos inclinarnos a desear que en vez de tener el curso de su pensamiento
determinado por las exigencias de tantas ocasiones especiales, y su atención
distraída por tantas particularidades minuciosas, pudiera haber concentrado la fuer-
za de su mente en la preparación de un libro perfecto, y explicado sus opiniones
sobre los profundos asuntos que ocuparon su pensamiento en una forma sistemá-
tica. No puede sostenerse que las epístolas de Pablo sean modelos de estilo. Fueron
escritas con demasiada prisa y nunca pensó en pulir sus oraciones. A menudo, en
verdad sus ideas, por la mera virtud de su delicadeza y hermosura, corren en
formas exquisitas de lenguaje, o hay en ellas una emoción tal que les da espontá-
neamente formas de la más noble elocuencia. Pero más frecuentemente su lenguaje
es áspero y de formas rudas; es indudable que fue lo que primero le vino a la mano
para expresar su pensamiento. Comienza oraciones y omite el acabarlas, entra en
digresiones y se olvida de volver a seguir la línea del pensamiento que había
abandonado, presenta sus ideas en masa en lugar de fundirlas en coherencia mutua.
Quizá cierta irregularidad conviene a la más alta originalidad. La expresión perfecta
y el arreglo ordenado de las ideas es un procedimiento posterior, pero cuando los
grandes pensamientos salen por primera vez a luz hay cierta aspereza primordial en
ellos. El pulimento del oro viene después: tiene que ser precedido por el arranca-
miento del mineral de las entrañas de la tierra. En sus escritos Pablo arroja a la luz
en bruto el mineral de la verdad. Le debemos centenares de ideas que no habían
sido expresadas antes. Después que el hombre original ha sacado su idea, el más
ordinario escriba puede expresarla a otros mejor que el que la originó. Así, por
todos los escritos de Pablo se hallan materiales que otros pueden combinar en
sistemas de teología y ética, y es el deber de la iglesia hacerlo; pero sus epístolas nos
permiten ver la revelación en el mismo proceso de su nacimiento. Al leerlas
cuidadosamente parece que somos testigos de la creación de un mundo de verda-
des, y quedamos maravillados como los ángeles al ver el firmamento
desenvolviéndose del caos, y la tierra extendiéndose a la luz. Tan minuciosos como
son los detalles de que a menudo tiene que tratar, toda su inmensa vista de la
verdad es recordada en la discusión de cada uno de ellos, como todo el cielo es
reflejado en una sola gota de rocío. ¿Qué prueba más impresionante de la
fecundidad de su mente puede haber que el hecho de que, en medio de las
innumerables distracciones de su segunda visita a los convertidos griegos, escribiera,
en medio año, tres libros tales como Romanos, Calatas, y el segundo a los
Corintios?
La inspiración de Pablo.— Fue Dios por su Espíritu quien comunicó esta
revelación de la verdad a Pablo. La misma grandeza y divinidad de ella suministran
la mejor prueba de que no podía haber tenido otro origen. A pesar de esto, se
presentó en la mente de Pablo con el gozo y el dolor del pensamiento original; le
vino por la experiencia, empapó y pintó las fibras todas de su mente y su corazón;
y la expresión de ella en sus escritos está de acuerdo con su peculiar genio y cir-
cunstancias.
Su carácter
Sería fácil sugerir compensaciones en Va forma de los escritos de Pablo para las
cualidades literarias que les faltan. Pero una de éstas prepondera tanto sobre todas
las otras que es suficiente por sí misma para justificar en este caso la manera de
actuar de Dios. En ninguna otra forma literaria podríamos tener tan fiel reflejo del
hombre en sus escritos. Las cartas son la forma más personal de la literatura. Un
hombre puede escribir un tratado particular, una historia y hasta un poema, y
esconder su personalidad tras el escrito. Pero las cartas no tienen valor ninguno a
menos que el escrito se muestre. Pablo está constantemente visible en sus cartas;
podéis sentir palpitar su corazón en cada capítulo que escribió. Ha trazado su
propio retrato —no sólo del hombre exterior sino de sus más íntimos
sentimientos— como ningún otro podría haberlo trazado. A pesar de la admirable
pintura que Lucas hace en el libro de los Hechos, no es de él de quien aprendemos
lo que Pablo en realidad era, sino de Pablo mismo. Las verdades que revela se ven
todas constituyendo al hombre. Así como hay algunos predicadores que son más
grandes que sus sermones, y la ganancia principal de los que les escuchan se obtiene
en los vislumbres que distinguen de una personalidad grande y santificada, así
también lo mejor de los escritos de Pablo es Pablo mismo, o más bien la gracia de
Dios en él.
La combinación de lo natural y lo espiritual.- Su carácter presentaba una
combinación admirable de lo natural y lo espiritual. De la naturaleza había recibido
una individualidad grandemente notable; pero el cambio que el cristianismo
produjo no fue menos obvio en él. No es posible separar exactamente en el
carácter de ningún hombre salvado lo que se debe a la gracia; porque la naturaleza
y la gracia se confunden dulcemente en la existencia redimida. En Pablo la unión de
las dos fue notablemente completa, y, sin embargo, era claro que había en él dos
elementos de diverso origen; y ésta es en realidad la llave para estimar con éxito su
carácter.
Características de Pablo
Su aspecto físico.- Comencemos con lo que es más natural: su aspecto físico, que
era una condición importante para su carrera. Así como la falta del oído hace
imposible la carrera musical, o la ausencia de la vista suspende los progresos de un
pintor, así la carrera misionera es imposible sin cierto grado de energía física. A
cualquiera que haya leído el catálogo de los sufrimientos de Pablo y observado la
facilidad con que se rehacía de los más severos para volver a su trabajo, se le ocurre
que debe haber sido una persona de constitución hercúlea. Al contrario, parece
haber sido de baja estatura y de una débil constitución. Esta debilidad parece que se
agravó algunas veces por enfermedades que le desfiguraron; y él sentía mucho la
decepción que su presencia excitaría entre los extraños; porque todo predicador
que ama su trabajo quisiera predicar el evangelio con todas las cualidades que
concilian el favor de los oyentes con el orador. Dios, sin embargo, usó su misma
debilidad, lejos de lo que esperaba, para ganar la ternura de sus convertidos; y así,
cuando estaba débil era fuerte, y aun en sus enfermedades era capaz de gloriarse.
Hay una teoría que se ha extendido bastante, acerca de que la enfermedad que le
aquejaba muy a menudo era una fuerte oftalmía, que le producía un color rojo
desagradable en los párpados; pero sus fundamentos no son seguros. Al contrario,
parece que tenía un poder notable de fascinar e intimidar a un enemigo con la
perspicacia de su vista, como en la historia del hechicero Elimas, que nos trae a la
memoria la tradición de Lutero, cuyos ojos, se dice, brillaban algunas veces de tal
manera que los circunstantes apenas podían mirarlos. No hay fundamento ninguno
para la idea de algunos biógrafos recientes de Pablo, acerca de que su constitución
era excesivamente frágil y crónicamente afligida por enfermedades nerviosas.
Ninguno podría haber pasado sus trabajos —sufriendo azotes, habiendo sido
apedreado y torturado de muchas otras maneras, como lo fue él—' sin tener una
constitución excepcionalmente sana y fuerte. Es verdad que algunas veces se hallaba
postrado por la enfermedad y hecho pedazos por los actos de violencia a que
estaba expuesto; pero la rapidez con que se recuperaba en estas ocasiones prueba
que tenía una gran cantidad de energía vital. Y ¿quién duda de que, cuando su cara
se impregnaba de amor tierno para pedir que los hombres se reconciliaran con
Dios, o cuando se encendía de entusiasmo al anunciar su mensaje, haya poseído
una belleza noble muy superior a la mera regularidad de las facciones?
Su actividad.— Hubo mucho de natural en otro elemento de su carácter, del
cual éste dependía en gran parte: su espíritu de actividad. Hay muchos hombres que
desean crecer donde han nacido. Les es intolerable tener que cambiar sus
circunstancias y tener relaciones con nueva gente. Pero hay otros que desean
cambiar de continuo su estado. Son las personas designadas por la naturaleza para
ser emigrantes y exploradores, y si se dedican al trabajo del ministerio son los
mejores misioneros. En los tiempos modernos ningún misionero ha tenido este
espíritu de aventuras en el mismo grado que el lamentado héroe David Livingstone.
Cuando por primera vez fue al África, encontró a los misioneros reunidos en el Sur
del continente, apenas dentro de los límites del paganismo. Tenían sus casas y
jardines, sus familias, sus pequeñas congregaciones de nativos, y estaban contentos.
Pero desde luego Livingstone avanzó más allá de los demás, hacia el corazón del
paganismo, y los sueños de regiones más distantes nunca cesaron de poblar su
imaginación, hasta que al fin comenzó sus viajes extraordinarios por millares de
millas en un país en el que jamás había estado misionero alguno; y cuando la
muerte le sorprendió todavía estaba avanzando. La naturaleza de Pablo fue de la
misma clase, llena de valor para las aventuras. Lo desconocido en la distancia, en
vez de hacerle desmayar, le atrajo. No se contentaba con edificar sobre los
fundamentos de otros hombres, sino que constantemente se apresuraba a ir a suelo
virgen, dejando las iglesias para que otros las edificasen. Creía que si se encendía la
lámpara del evangelio aquí y allí sobre vastas extensiones, la luz por su propia
virtud se extendería en su ausencia. Le gustaba contar las leguas que había viajado,
pero su lema era "siempre adelante". En sus sueños veía hombres llamándoles a
nuevos países. Siempre tenía en su mente un gran programa por ejecutar, y cuando
la muerte se aproximó, todavía estaba pensando en viajes a los más remotos
rincones del mundo conocido.
Su influencia sobre los hombres.- Otro elemento de su carácter, parecido al que
acabamos de mencionar, fue su influencia sobre los hombres. Hay algunos para
quienes es penoso tener que abordar a un extraño, aun tratándose de asuntos
urgentes, y la mayor parte de los hombres no están tranquilos sino entre los suyos,
o entre los hombres de su misma clase o profesión; pero la vida que Pablo había
escogido le puso en contacto con hombres de todas clases, y tuvo constantemente
que presentar a extraños los asuntos de que estaba encargado. Se dirigía a un rey o
un cónsul en una ocasión, y en otra a una compañía de esclavos o de soldados
comunes. Un día tenía que hablar en la sinagoga de los judíos, otro entre una
compañía de filósofos de Atenas, otro a los habitantes de alguna ciudad provincial
lejos de los asientos de cultura. Pero pudo adaptarse a todos los hombres y a todos
los auditorios: a los judíos hablaba como rabí acerca de las Escrituras del Antiguo
Testamento; a los griegos citaba las palabras de sus poetas; y a los bárbaros hablaba
del Dios que da la lluvia del cielo y las sazones fructuosas, llenando nuestros
corazones de alimento y gozo. Cuando un hombre débil o falso procura ser todas
las cosas a todos los hombres, termina siendo nada a nadie. Pero Pablo, arreglando
su vida por esta norma, halló por todas partes entrada para el Evangelio, y al
mismo tiempo ganó para sí mismo la estimación y amor de aquellos a quienes se
adaptó. Si fue odiado amargamente por sus enemigos, nunca hubo un hombre
amado más intensamente por los amigos. Le recibieron como a un ángel de Dios,
aun como a Jesucristo mismo, y estuvieron listos para sacarse sus ojos y dárselos a
él. Una iglesia estuvo celosa de que otra le tuviera demasiado tiempo. Cuando no
pudo hacer una visita al tiempo prometido, se enojaron como si les hubiera hecho
una injusticia; cuando estaba despidiéndose de ellos, lloraban, se arrojaban a su
cuello y le besaban. Multitudes de jóvenes le rodeaban continuamente, listos para
obedecer sus mandatos. En la grande/a del hombre estaba el secreto de esta
fascinación, porque a una gran naturaleza todos acuden, sintiendo que cerca de ella
les irá bien.
Su abnegación.- Esta popularidad, sin embargo, era debida en parte a otra
cualidad, que brillaba conspicuamente en su carácter: el espíritu de abnegación. Esta
es la más rara cualidad en la naturaleza humana, y su influencia es la más poderosa
sobre los demás, cuando existe puja y fuerte. La mayor parte de los hombres están
de tal manera absortos en sus propios intereses, y esperan tan naturalmente que los
otros lo estén, que si ven a otro que parece no tener interés propio, sino que desea
servir a los demás como lo hacen para sí mismos, les parece sospechoso y tienen
dudas respecto de si solamente estarán ocultando sus designios bajo la capa de la
benevolencia; pero si se mantiene firme y prueba que su desinterés es genuino, no
hay límite para el homenaje que están listos a tributarle. Como Pablo aparecía de
país en país y de ciudad en ciudad, era, al principio, un enigma completo para los
que se acercaban a él. Se formaban toda clase de conjeturas acerca de sus
verdaderos designios. ¿Era dinero lo que buscaba? ¿Era poder, o alguna otra cosa
todavía menos pura? Sus enemigos nunca cesaron de arrojar entre la gente estas
insinuaciones. Pero aquellos que llegaban a vivir cerca de él y vieron qué hombre
era, cuando supieron que rehusaba el dinero y trabajaba con sus propias manos día
y noche para cuidarse de la sospecha de motivos mercenarios, cuando le oyeron
orar con ellos uno por uno en sus hogares y exhortarles con lágrimas a una vida
santa, y cuando vieron el interés personal tan sostenido que tomaba por cada uno
de ellos, no pudieron resistir a las pruebas de su desinterés ni negarle su afecto.
Nunca ha habido un hombre más desinteresado; no tenía literalmente interés en su
vida propia. Sin lazos de familia, puso todos sus afectos, que pudieran haber sido
dados a esposa e hijos, en su obra. Compara su ternura hacia sus convertidos con el
amor de una madre para con sus hijos; aboga con ellos para que recuerden que es
el padre que los ha engendrado en el evangelio. Ellos son su gloria y su corona, su
esperanza y su gozo. Deseoso como estaba de nuevas conquistas, nunca perdió su
cuidado sobre las que había ganado. Pudo asegurar a sus iglesias que oraba y daba
gracias por ellas día y noche, y recordaba por nombre a sus convertidos ante el
trono de la gracia. ¿Cómo podía la naturaleza humana resistir a un
desinterés como éste? Si Pablo fue un conquistador del mundo, lo conquistó
por el poder del amor.
Su conciencia de tener una misión.- Todavía tenemos que mencionar los rasgos
más distintamente cristianos de su carácter. Uno de ellos fue la convicción de que
tenía la misión divina de predicar a Cristo, la cual estaba pronto a cumplir. La
mayor parte de los hombres nada más notan en la corriente de la vida, y su trabajo
es determinado por muchas circunstancias indiferentes; tal vez debieran estar
haciendo otra cosa, o preferirían, si fuera posible, no hacer nada. Pero desde el
tiempo en que Pablo se hizo cristiano, supo que tenía una obra definida que llevar
a cabo; y el llamamiento que recibió para ella nunca cesaba de sonar en su alma.
"¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!" Este era el impulso que lo llevaba
adelante. Sentía en sí un mundo de verdades nuevas que debía expresar, y que la
salvación de la humanidad dependía de tal expresión. Se comprendió llamado a dar
a conocer a Cristo a todas las criaturas humanas que estuvieran a su alcance. Era
esto lo que le hacía tan impetuoso en sus movimientos, tan ciego en el peligro. "De
ninguna cosa hago caso, ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que
acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar
testimonio del evangelio de la gracia de Dios." El vivía con la cuenta que tenía que
dar en el tribunal de Cristo, y su corazón se reanimaba en todas las horas de
sufrimiento con la visión de la corona de vida que, si era fiel, el Señor, el juez justo,
colocaría en su cabeza.
Su devoción personal a Cristo. — La otra cualidad peculiarmente cristiana que
modeló su carrera fue su devoción personal a Cristo. Esta fue la característica
suprema de este hombre, y el principal origen de sus actividades desde el principio
hasta el fin. Desde el momento de su primer encuentro con Cristo no tuvo más que
una pasión: su amor al Salvador ardió con más y más vehemencia hasta el fin. Se
deleitaba en llamarse el esclavo de Cristo, y no tenía ambición alguna excepto la de
ser el propagador de las ideas y el continuador de la influencia de su Señor. Tomó
la idea de ser el representante de Cristo sin vacilación. Afirmó que el corazón de
Cristo latía en su pecho hacia sus convertidos, que la mente de Cristo pensaba en su
cerebro, que continuaba la obra de Cristo y llenaba lo que faltaba en sus
sufrimientos. Dijo también que las heridas de Cristo eran reproducidas en su cuerpo,
que estaba muriendo para que otros vivieran, como Cristo murió para vida del
mundo. Pero realmente era la mayor humildad la que se encontraba en estas expre-
siones francas. Sabía que Cristo había hecho todo por él; que había entrado en él,
arrojando al antiguo Pablo y concluyendo la antigua vida, y había engendrado un
nuevo hombre con nuevos designios, sentimientos y actividades. Y era su más
profundo deseo que este procedimiento siguiera y se completara; es decir, que su
antiguo yo se desterrara completamente, y su nuevo yo, que Cristo había creado a
su propia imagen, predominara de tal manera que, cuando los pensamientos de su
mente fueran los de Cristo, sus palabras las de Cristo, sus hechos los de Cristo, y su
carácter el de Cristo, pudiera decir: "y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí".
CUADRO DE UNA IGLESIA PAULINA
La vista exterior e interior de la historia
El viajero en una ciudad extranjera anda por las calles con el libro de guía en la
mano, examinando los monumentos, iglesias, edificios públicos, y el exterior de las
casas, y de esta manera se supone que se informa bien de la ciudad; pero al
reflexionar hallará que ha aprendido muy poco, porque no ha estado dentro de las
casas. No sabe cómo vive la gente, ni qué clase de muebles tienen, ni qué clase de
alimentos comen, ni mucho menos cómo aman, qué cosas admiran y siguen, ni si
están contentos con su condición. Al leer la historia, uno se pierde con frecuencia,
porque solamente se ve la vida externa. La pompa y el brillo de la corte, las guerras
hechas, y las victorias ganadas, los cambios en la constitución y el levantamiento y
caída de administraciones, están fielmente registrados; pero el lector siente que
podría aprender mucho más de la verdadera historia del tiempo, si pudiera ver por
una sola hora lo que está pasando bajo los techos del campesino, del comerciante,
del clérigo y del noble. En la historia de las Escrituras se halla la misma dificultad. En
la narración de los Hechos de los Apóstoles recibimos relaciones vivas de los
detalles externos de la historia de Pablo. Somos llevados rápidamente de ciudad en
ciudad e informados de los incidentes de la fundación de las varias iglesias, pero
algunas veces no podemos menos que desear detenernos para aprender lo que está
dentro de una de estas iglesias. En Pafos o Iconio, en Tesalónica, Berea o Corinto,
¿cómo iban las cosas después que Pablo las dejó9 ¿A qué se asemejaban los
cristianos y cuál era el aspecto de sus cultos? Felizmente nos es posible obtener esta
vista interior. Como la narración de Lucas describe el exterior de la carrera de
Pablo, así las Epístolas de este apóstol nos permiten ver sus aspectos interiores. Ellas
escriben de nuevo la historia, pero bajo otro plan. Este es el caso especialmente en
las Epístolas que fueron escritas al fin de su tercer viaje, las cuales inundan de luz el
período de tiempo ocupado con todos sus viajes. En adición a las tres epístolas ya
mencionadas como escritas en este tiempo, hay otra que pertenece a la misma
época de su vida, la primera a los Corintios, que, puede decirse, nos transporta dos
mil años atrás, y, colocándonos sobre una ciudad griega, en la que hubo una iglesia
cristiana, quita el techo del lugar de reunión de los cristianos y nos permite ver lo
que está pasando en su interior.
Una iglesia cristiana en una comunidad pagana
Extraño es el espectáculo que vemos desde este lugar de observación. Es la tarde
del sábado, pero por supuesto la ciudad pagana no conoce ningún sábado.
Han cesado las actividades del puerto, y las calles están llenas de los que buscan
una noche de placeres, pues ésta es la ciudad más corrompida de aquel mundo
antiguo corrompido. Centenares de comerciantes y marineros de países extranjeros
se pasean. El alegre joven romano, que ha cruzado el mar para pasar un rato de
orgía en esta París antigua, guía su ligero carro por las calles. Si es el tiempo de los
juegos anuales se ven grupos de atletas rodeados de sus admiradores que discuten
las probabilidades de ganar las coronas codiciadas. En tal cálido clima, todos,
ancianos y jóvenes, están fuera de sus casas gozando la hora de la tarde, mientras el
sol, bajando sobre el Adriático, arroja su luz áurea sobre los palacios y templos de
la rica ciudad.
El lugar de reunión.— Entre tanto, la pequeña compañía de cristianos viene de
todas direcciones hacia su lugar de cultos, porque es su hora de reunión. El lugar en
donde celebran sus cultos no se levanta muy conspicuamente ante nuestra vista,
pues no es un magnífico templo, como aquellos de que está rodeado; no tiene
siquiera las pretensiones aun de la vecina sinagoga. Quizás en un gran cuarto en una
casa particular o el almacén de algún comerciante cristiano que se ha preparado
para la ocasión.
Las personas presentes. — Mirad a vuestro derredor, y ved los rostros. Desde
luego discerniréis una distinción marcada entre ellos. Algunos tienen las facciones
peculiares del judío, mientras los demás son gentiles de varias nacionalidades. Los
últimos constituyen la mayoría. Pero examinadles más de cerca, y notaréis otra
distinción: algunos llevan el anillo que denota que son libres, mientras otros son
esclavos, y los últimos predominan. Aquí y allí, entre los miembros gentiles, se ve
uno con las facciones regulares del griego, quizá sombreadas con la meditación del
filósofo, o distinguidas por la segundad de las riquezas; pero no se hallan allí
muchos grandes, ni muchos poderosos, ni muchos nobles: la mayoría pertenece a lo
que, en esta ciudad pretenciosa, sería contado como las cosas necias, débiles, viles y
despreciadas de este mundo; son esclavos, cuyos antecesores no respiraban el
transparente aire de Grecia, sino vagaban en hordas de salvajes en las orillas del
Danubio o del Don.
Pero notad una cosa más en todos los rostros: las terribles señales de su vida
pasada. En una moderna congregación cristiana se ve en las caras de algunos
aquella característica peculiar que la cultura cristiana, heredada de muchos siglos, ha
producido; solamente aquí y allí puede verse una cara en cuyos lineamientos está
escrita la historia de borracheras o de crímenes. Pero en esta congregación de
Corinto estos terribles jeroglíficos se ven por todas partes. "¿No sabéis", les escribe
Pablo, "que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis: ni los fornicarios,
ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones,
ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores,
heredarán el reino de Dios; y esto erais algunos". Mirad a aquel alto y pálido
griego, se ha arrastrado por el lodo de los vicios sensuales. Mirad a aquel escita de
frente baja, ha sido ladrón y encarcelado. Sin embargo, ha habido un gran cambio.
Otra historia, además del registro del pecado, está escrita en estos rostros. "Mas ya
sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el nombre del
Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios." Escuchad; están cantando; es el Salmo
XL: "Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso". Con cuánto
entusiasmo cantan estas palabras! ¡Qué gozo reflejan sus caras! Saben que son
monumentos de la gracia libre y el amor entrañable del moribundo Salvador.
Los cultos.- Pero supongámosles reunidos; ¿cómo proceden al culto? Había la
diferencia entre sus servicios y los nuestros, de que en lugar de nombrar una
persona que dirigiera el culto —ofreciendo oraciones, predicando, y dando
salmos— todos los hombres que se encontraban presentes tenían la libertad de
contribuir con su parte. Tal vez había un jefe o persona encargada de presidir; pero
un miembro podía leer una porción de las Escrituras, otro ofrecer una oración, un
tercero dirigir un discurso, un cuarto comenzar un himno, y así sucesivamente. No
parece que haya habido un orden fijo en que se sucedieran las diferentes partes del
culto; cualquier miembro podía levantarse para conducir a la compañía en
alabanza, oración, meditación, etc., según sus sentimientos.
Esta peculiaridad se debía a otra gran diferencia entre ellos y nosotros: los
miembros estaban dotados de dones extraordinarios. Algunos de ellos tenían el
poder de hacer milagros, tales como curar enfermos. Otros poseían un don extraño
llamado el don de lenguas. No se sabe bien lo que esto era; pero parece haber sido
una expresión arrebatadora, en la cual el orador emitía una apasionada rapsodia
por medio de la cual sus sentimientos religiosos recibían a la vez expresión y
exaltación. Algunos de los que poseían este don no podían decir a los otros el
significado de lo que decían, pero otros tenían este poder adicional; y había otros
que, aunque no hablaban en lenguas ellos mismos, eran capaces de interpretar lo
que hablaban los oradores inspirados. Había también miembros que poseían el don
de profecía; una dádiva muy valiosa. No era el poder de predecir los eventos
futuros, sino una facultad de elocuencia apasionada, cuyos efectos eran algunas
veces maravillosos: cuando un incrédulo entraba en la reunión y escuchaba a los
profetas, era arrebatado por una emoción irresistible, los pecados de su vida pasada
se levantaban ante él, y cayendo sobre su rostro confesaba que Dios, en verdad,
estaba entre ellos. Otros miembros ejercían dones más parecidos a los que
conocemos hoy tales como el don de enseñar, de administrar, etc. Pero en todo
caso parece haber sido una especie de inmediata inspiración, de manera que lo que
hacían no era efecto de cálculo, ni de preparativos, sino de un fuerte impulso na-
tural.
Estos fenómenos son tan notables que si se narraran en una historia, suscitarían
en la fe cristiana un gran obstáculo. Pero la evidencia de ellos es incontrovertible;
nadie, escribiendo a la gente acerca de su propia condición, inventa una descripción
fabulosa de sus circunstancias; y además, Pablo estaba escribiendo más bien para
restringir que para aumentar estas manifestaciones. Ellas demuestran con qué
poderosa fuerza el cristianismo, a su entrada en el mundo, tomó posesión de los
espíritus que tocaba. Cada creyente recibía, generalmente en el bautismo cuando las
manos del que bautizaba estaban puestas sobre él, su don especial, que ejercía
indefinidamente si continuaba fiel. Era el Espíritu Santo, derramado sobre ellos sin
medida, quien entraba en sus espíritus y distribuía estos dones entre ellos tan
diversamente como quería; y cada miembro tenía que hacer uso de su don para el
bien de todos los demás.
Luego que se concluían los servicios que acabamos de describir, los creyentes se
sentaban para tener una fiesta de amor, que concluía con el partimiento del pan en
la cena del Señor; y entonces, después de un beso fraternal, se iban a sus hogares.
Era una escena memorable, llena de amor fraternal y vivificado por el poder del
Espíritu. Mientras los cristianos se dirigían a sus hogares entre los grupos
descuidados de la ciudad gentílica, tenían la conciencia de haber experimentado lo
que los ojos no habían visto ni los oídos habían escuchado.
Abusos e irregularidades.— Pero la verdad pide que se muestre el lado oscuro lo
mismo que el brillante. Había abusos e irregularidades en la iglesia, que es doloroso
recordar. Eran debidos a dos cosas: los antecedentes de los miembros, y la mezcla
en la iglesia de los elementos judío y gentil. Si se recuerda cuan grande fue el
cambio que la mayor parte de los convertidos había experimentado al pasar de la
adoración de los templos paganos a la pura y simple adoración del cristianismo, no
sorprenderá que su antigua vida quedara todavía algo adherida a ellos, o que no
distinguiesen claramente qué cosas necesitaban ser cambiadas y cuáles podían seguir
como antes.
De la vida doméstica.- Sin embargo, nos admira saber que algunos de ellos
vivían en una deplorable sensualidad, y que los más filosóficos defendían esto en
principio. Una persona, aparentemente rica y de buena posición, vivía
públicamente en una relación que habría escandalizado aun a los gentiles; y aunque
Pablo escribió, indignado, que se le excomulgase, la iglesia dejó de obedecer,
aparentando haber interpretado mal la orden. Otros habían sido halagados e
invitados para volver a tomar parte en las fiestas de los templos idolátricos, a pesar
de su compañía en la embriaguez y orgías. Se escudaban con el pretexto de que ya
no comían los elementos en la fiesta en honor de los dioses, sino simplemente
como una vianda ordinaria, y argüían que tendrían que salir del mundo si no se
asociaban alguna vez con los pecadores.
Es evidente que estos abusos pertenecían a la sección gentílica de la iglesia. En la
sección judaica, por otra parte, había dudas y escrúpulos extraños acerca de los
mismos asuntos. Algunos, por ejemplo, escandalizados con la conducta de sus
hermanos gentiles, iban al extremo opuesto denunciando completamente el matri-
monio, y levantando ansiosas cuestiones acerca de si las viudas se podrían casar de
nuevo, si un cristiano casado con una mujer pagana debía divorciarse, y otros
puntos por el estilo. Mientras algunos de los convertidos gentiles estaban
participando de las fiestas de los ídolos, algunos de los judaicos tenían escrúpulos
acerca de comprar carne en el mercado, que hubiera sido ofrecida en sacrificio a los
ídolos, y censuraban a sus hermanos que se permitían semejante libertad.
Dentro de la iglesia.— Estas dificultades pertenecieron a la vida doméstica de los
cristianos; pero en sus reuniones públicas también hubo graves irregularidades. Los
mismos dones del Espíritu eran convertidos en instrumentos de pecado; porque los
que poseían los más atractivos dones, tales como los de milagros y lenguas, eran
demasiado afectos a exhibirlos, y los volvieron motivos de jactancia. Esto produjo
confusión y aun desorden, porque algunas veces dos o tres de los que hablaban en
lenguas emitían a la vez sus exclamaciones ininteligibles, de suerte que, como dijo
Pablo, si entrara en sus reuniones algún extraño diría que todos estaban locos. Los
profetas hablaban hasta el fastidio, y muchos se apresuraban a tomar parte en los
cultos. Pablo tuvo que reprender estas extravagancias muy severamente, insistiendo
en el principio de que los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas, y que
por este motivo el impulso espiritual no era excusa para el desorden.
Pero hubo otras cosas todavía peores en la iglesia. Aun la sagrada cena del
Señor era profanada. Parece que los miembros tenían la costumbre de llevar
consigo a la iglesia el pan y el vino que se necesitaban para este sacramento. Pero
los ricos llevaban en abundancia y de lo más escogido: y, en lugar de esperar a sus
hermanos más pobres y participar con ellos, comenzaban a comer y beber de una
manera tan glotona que la mesa del Señor algunas veces resonaba con borracheras
y tumultos.
Otro rasgo oscuro tiene que añadirse a este triste cuadro. A pesar del beso
fraternal con que terminaban sus reuniones habían caído en rivalidades y
contiendas. Sin duda esto era debido a los elementos heterogéneos reunidos en la
iglesia. Pero se permitió ir al extremo. Hermanos litigaban contra hermanos en las
cortes paganas en vez de buscar el arbitraje de algún amigo cristiano. El cuerpo de
los miembros se dividió en cuatro facciones teológicas. Algunos llevaban el nombre
de Pablo; éstos trataban los escrúpulos de sus hermanos más débiles acerca de la
comida y otras cosas, con desdén. Otros tomaron el nombre de Apolonios, de
Apolos, un maestro elocuente de Alejandría, el cual visitó a Corinto entre el
segundo y tercer viaje de Pablo. Estos eran del partido filosófico, negaban la
doctrina de la resurrección, porque creían que era absurdo suponer que los átomos
esparcidos del cuerpo muerto pudieran reunirse. El tercer partido tomó el nombre
de Pedro, o Cefas, como en su purismo hebreo prefirieron llamarle. Estos eran
judíos apocados que objetaron a la liberalidad de las opiniones de Pablo. El cuarto
partido pretendió ser superior a todos los demás, y se llamaron simplemente
cristianos. Estos eran los sectarios más intransigentes de todos, y rechazaron la
autoridad de Pablo con malicioso desdén.
Inferencias
Tal es el variado cuadro de una de las iglesias de Pablo, presentado en una de sus
epístolas, y que nos muestra varias cosas con mucha expresión. Muestra, por
ejemplo, cuan excepcionales eran su mente y su carácter aun en aquella época, y
qué bendición para la naciente iglesia eran sus dones y gracias de sentido común, de
grande simpatía unida con firmeza concienzuda, de pureza personal, y de honor.
Muestra que no hemos de buscar la "edad de oro" del cristianismo en el pasado sino
en el futuro. Muestra cuan peligroso es creer que la regla de costumbres eclesiásticas
de aquella época debe normar todas las épocas. Evidentemente todas las
costumbres eclesiásticas estaban en su edad experimental. En verdad, en los últimos
escritos de Pablo encontramos el cuadro de un estado de cosas muy diferente, en
que el culto y la disciplina de la iglesia estuvieron mucho más fijos y arreglados. No
debemos remontarnos a este tiempo primitivo para encontrar el modelo de la
maquinaria eclesiástica, sino para ver un espectáculo de poder espiritual nuevo y
transformador. Esto es lo que siempre atraerá hacia la edad apostólica los ojos de
los cristianos, pues el poder del Espíritu obraba en todos los miembros; emociones
desconocidas llenaban todos sus pechos, y todos sentían que la mañana de una
nueva revelación les había visitado; vida, amor y luz, se difundían por todas partes.
Aun los vicios de la iglesia eran debidos a las irregularidades de la vida abundante,
por falta de la cual, el orden inanimado de muchas generaciones subsecuentes ha
sido una débil compensación
LA GRAN CONTROVERSIA DE PABLO
La cuestión en disputa
La versión de la vida del apóstol suministrada en sus cartas está ocupada en
gran parte con una controversia que le costó mucha pena y empleó mucho de su
tiempo durante años, pero de la cual Lucas dice poco. En la fecha en que Lucas
escribió ya era una controversia muerta, y pertenecía a otro departamento que
aquel de que su historia trata. Pero durante el tiempo en que era activa molestó a
Pablo mucho más que viajes fatigosos o tumultuosos mares. Estaba más acalorada
hacia el fin de su tercer viaje, y las epístolas ya mencionadas como escritas en este
tiempo, puede decirse, eran evocadas por ella. La Epístola a los Calatas
especialmente es un rayo arrojado contra los opositores de Pablo en esta
controversia, y sus oraciones ardientes demuestran cuan profundamente era
movido por el asunto.
La cuestión en disputa fue si se requería que los gentiles llegasen a ser judíos
antes que pudieran ser cristianos; o, en otras palabras, si tenían que ser circun-
cidados para ser salvos.
Plugo a Dios en los tiempos primitivos hacer elección de la raza judaica de
entre las naciones, y constituirla en la depositaría de la salvación. Y hasta el
advenimiento de Cristo, aquellos de otras naciones que querían ser partícipes de la
verdadera religión tenían que buscar entrada como prosélitos en los límites sa-
grados de Israel. Habiendo destinado esta raza para ser el guardián de la revelación,
Dios tuvo que separarla muy estrictamente de todas las demás naciones y de todos
los demás asuntos que pudieran distraer su atención del sagrado depósito que les
había sido entregado. Con este objeto normó su vida con reglas y ceremonias
destinadas a hacerles un pueblo peculiar, diferente de todas las demás razas de la
tierra. Todos los detalles de su vida, sus formas de culto, sus costumbres sociales, su
alimento, fueron prescritos para ellos, y todas estas prescripciones eran
incorporadas en aquel vasto documento legal que llamaron la ley. La rigurosa
prescripción de tantas cosas, que naturalmente son dejadas al gusto de los hombres,
era un yugo pesado sobre el pueblo escogido. Fue una disciplina severa para la con-
ciencia, y así lo creyeron ser los más activos espíritus de la nación. Pero otros vieron
en ella una divisa de orgullo. Les hizo sentir que eran los escogidos de la tierra, y
superiores a los otros pueblos, y, en vez de gemir bajo el yugo como habrían hecho
si sus conciencias hubieran sido muy tiernas, multiplicaron las distinciones del judío,
aumentando el volumen de las prescripciones de la ley con otros muchos ritos. Ser
judío les pareció la señal de pertenecer a la aristocracia de las naciones. Ser
admitido a los privilegios de esta posición, era, a sus ojos, el más grande honor que
podía ser conferido a cualquiera que no perteneciera a la república de Israel. Todos
sus pensamientos estaban encerrados en el círculo de esta arrogancia nacional. Aun
sus esperanzas mesiánicas llevaban el sello de estas preocupaciones. Esperaban que
sería el héroe de su nación, y concibieron que la extensión de su reino abrazaría las
otras naciones en el círculo de la suya, por medio de la circuncisión. Esperaban que
todos los convertidos del Mesías se sujetaran a este rito nacional y adoptarían la
vida prescrita en la ley y tradiciones judaicas; en resumen, su concepción del reino
del Mesías era la de un mundo de judíos.
Por este mismo tenor iban indudablemente los sentimientos en Palestina
cuando Cristo vino; y multitudes de los que aceptaron a Jesús como el Mesías e
ingresaron en la iglesia cristiana, tenían estas concepciones como su horizonte
intelectual. Se habían hecho cristianos, pero no cesaban de ser judíos; todavía
asistían al culto en el templo; oraban a las horas fijas, ayunaban ciertos días, se
vestían al estilo del ritual judaico; se habrían creído manchados si hubieran comido
con gentiles incircuncisos; y ellos no tenían otro pensamiento sino éste: sí tos
gentiles se hicieren cristianos, deben circuncidarse y adoptar el estilo y las costum-
bres de la nación religiosa.
El arreglo de ella
Por Pedro.- La dificultad se arregló por la intervención directa de Dios en el
caso de Cornelio, el centurión de Cesárea. Cuando los mensajeros de Cornelio
estaban en camino para ver al apóstol Pedro en Jope, Dios mostró a aquel jefe
entre los apóstoles, por la visión del lienzo lleno de animales puros e impuros, que
la iglesia cristiana había de recibir igualmente a circuncisos e incircuncisos. En
obediencia a este signo celestial, Pedro acompañó a los mensajeros del centurión a
Cesárea, y vio tales evidencias de que Cornelio y su familia habían recibido
realmente los dones cristianos de 'la fe y del Espíritu Santo, a pesar de ser
incircuncisos, que no vaciló en bautizarlos considerándolos ya cristianos. Cuando
volvió a Jerusalén sus procedimientos levantaron la indignación entre los cristianos
de persuasión estrictamente judaica. El se defendió relatando la visión del lienzo y
apelando al hecho irrefutable de que estos gentiles incircuncisos demostraban por la
posesión de la fe y del Espíritu Santo que ya eran verdaderos cristianos.
Este incidente debió haber dejado arreglada toda la cuestión una vez por
todas; pero el orgullo de la raza y las prevenciones de una época no se dominan
fácilmente. Aunque los cristianos de Jerusalén admitieron la conducta de Pedro en
este caso especial, dejaron de extractar de él el principio universal que implicaba; y
aun Pedro mismo, como se ve después, no comprendió enteramente lo que
envolvía en cuanto a su propia conducta.
Por Pablo.- Entre tanto, sin embargo, la cuestión había quedado arreglada en
una mente mucho más fuerte y más lógica que la de Pedro. Pablo, por este tiempo,
había comenzado su trabajo apostólico en Antioquia, y poco después salió con
Bernabé para efectuar su primer gran viaje misionero en el mundo pagano, y donde
quiera que iban admitían gentiles en la iglesia cristiana aun cuando no fueran
circuncisos. Al hacer esto Pablo no copiaba la conducta de Pedro. El había recibido
su evangelio directamente del cielo. En las soledades de la Arabia, en los años
inmediatamente siguientes a su conversión, había reflexionado acerca de este
asunto, y había llegado a conclusiones mucho más radicales que las que hubieran
entrado en las mentes de cualquiera de los otros apóstoles. A él mucho más que a
cualquier otro de ellos le había parecido la ley un yugo de servidumbre; vio que no
era más que una rígida preparación para el cristianismo, no una parte de él; había
en su mente un golfo profundo de contrastes entre la miseria y maldición de un
estado y el gozo y libertad del otro. Para él, imponer el yugo de la ley a los gentiles
habría sido destruir el mismo genio del cristianismo; habría sido la imposición de
condiciones para la salvación totalmente diferentes de lo que él sabía que era la
única condición en el evangelio. Estas fueron las profundas razones que
establecieron el asunto en esta gran inteligencia. Además, como hombre que
conocía el mundo, y cuyo corazón estaba puesto en ganar a los gentiles para Cristo,
sentía mucho más fuertemente que los judíos de Jerusalén, con su horizonte
provincialista, cuan fatal sería para el éxito del cristianismo imponer las condiciones
que ellas querían, fuera de Judea. Los orgullosos romanos, los griegos de elevada
inteligencia, nunca habían consentido en ser circuncidados ni en sujetar su vida a los
reducidos límites de la tradición judaica; una religión embarazada por tantas trabas
nunca podría llegar a ser la religión universal.
Por el Concilio de Jerusalén. - Pero cuando Pablo y Bernabé volvieron de esta
expedición, a Antioquia, encontraron que se necesitaba establecer decisivamente la
cuestión, porque los cristianos de origen estrictamente judaico venían de Jerusalén a
Antioquia, diciendo a los gentiles convertidos que no podrían ser salvos a menos
que se circuncidaran. De esta manera los alarmaron, haciéndoles creer que les
faltaba algo para el bienestar de sus almas, y confundiéndoles acerca de la sencillez
del evangelio. Para calmar conciencias tan inquietas, resolviese que se apelaría a los
principales apóstoles en Jerusalén, y Pablo y Bernabé fueron enviados a dicha
ciudad para procurar una decisión. Este fue el origen de lo que se llama el Concilio
de Jerusalén, en el cual se resolvió autoritativamente la cuestión. La decisión de los
apóstoles y ancianos estuvo en armonía con la práctica de Pablo: no se requeriría
de los gentiles la circuncisión; solamente debían comprometerse a la abstención de
carnes ofrecidas a los ídolos, de la fornicación, y de la sangre. Pablo accedió a estas
condiciones. Realmente no veía mal en comer carne que hubiera sido ofrecida en
sacrificios idolátricos, cuando estaba expuesta de venta en el mercado; pero las
fiestas en los templos de los ídolos que a menudo eran seguidas de actos horribles
de sensualidad, a los que se aludía al prohibir la fornicación, eran tentaciones contra
las cuales debían ser amonestados los conversos del paganismo. La prohibición de la
sangre —es decir, de comer carne de animales cuya sangre no se había apartado—
fue una concesión a una preocupación extrema de los judíos, a la que, como no
envolvía ningún principio, no creyó necesario oponerse.
Así es que la agitada cuestión pareció haber sido resuelta por una autoridad
tan augusta que no admitía objeción alguna. Si Pedro, Juan y Santiago, las columnas
de la iglesia en Jerusalén, así como Pablo y Bernabé, jefes de la misión gentil,
llegaban a una decisión unánime, todas las conciencias quedarían satisfechas y los
oposicionistas callarían.
Esfuerzos para desarreglarla
Nos llena de asombro descubrir que aun este arreglo no fue final. Parece que
aun en los tiempos aquellos se le hizo una oposición feroz por algunos que
estuvieron presentes en la junta donde se discutía, y aunque la autoridad de los
apóstoles determinó la nota oficial que fue remitida a las iglesias distantes, la
comunidad cristiana en Jerusalén estaba agitada por tormentas de terrible
oposición. Y ni siquiera duró poco la oposición; al contrario, crecía cada vez más.
Estaba alimentada por fuentes abundantes. El terrible orgullo y prevención
nacionales la sostenían. Probablemente era nutrida por un interés propio, porque
los cristianos judaicos vivirían en mejores términos con los judíos no cristianos
mientras menor fuera la diferencia entre ellos; la convicción religiosa convirtiéndose
rápidamente en fanatismo la fortalecía también; y muy pronto fue reforzada por
todo el rencor del odio y el celo de la propaganda. Pues esta oposición se levantó a
tal altura, que los opositores resolvieron por último enviar propagandistas a visitar
las iglesias gentiles una por una, y en contradicción a la prescripción oficial de los
apóstoles, amonestarles, diciéndoles que estaban poniendo en peligro sus almas por
omitir la circuncisión y que no podrían gozar de los privilegios del verdadero cris-
tianismo a menos que guardaran la ley judaica.
Por años y años estos emisarios del mezquino fanatismo, que se creía ser el
único cristianismo genuino, se difundieron entre todas las iglesias fundadas por
Pablo en el mundo pagano. Su obra no era fundar iglesias por sí mismos; no tenían
nada de la habilidad exploradora de su gran rival; su objeto era introducirse en las
comunidades cristianas que Pablo había fundado y ganarlas para sus opiniones
reducidas. Espiaban los pasos de Pablo a donde quiera que él iba, y por muchos
años le fueron causa de inexplicable pena. Murmuraban al oído de sus convertidos
que su versión del evangelio no era la verdadera y que no debían confiarse en su
autoridad. ¿Era él uno de los doce apóstoles? ¿Había estado en compañía de Cristo?
Ellos pretendían aparecer como los que traían la verdadera forma del cristianismo
de Jerusalén, el centro sagrado; y no tenían escrúpulos en aparentar que habían
sido enviados por los apóstoles. Y así desviaban precisamente las partes más nobles
de la conducta de Pablo hacia sus propósitos. Por ejemplo, el hecho de que
rehusara aceptar dinero por sus servicios, lo imputaban a un sentido de su propia
falta de autoridad; los verdaderos apóstoles recibían siempre paga. De igual manera
torcían su abstinencia del matrimonio. Eran hombres hábiles para la obra que
habían asumido; tenían lenguas blandas, insinuantes; podían asumir un aire de
dignidad y no se detenían en nada.
Desgraciadamente sus esfuerzos no eran estériles en modo alguno. Alarmaban
las conciencias de los convertidos de Pablo, y envenenaban sus mentes contra él.
Con especialidad la iglesia gálata les fue como una presa; y la iglesia de Corinto se
permitió volverse contra su fundador. Pero realmente la defección se había
pronunciado más o menos en todas partes. Parecía como si toda la construcción
que Pablo había levantado con años de trabajo estuviera viniéndose al suelo. Esto
era lo que él creía que estaba sucediendo. Aunque estos hombres se llamaban
cristianos, Pablo negaba expresamente su cristiandad. Su evangelio era otro; si sus
convertidos lo creían, les aseguraba que habían caído de la gracia, y en los términos
más solemnes pronunció una maldición contra los que así estaban destruyendo el
templo de Dios que él había construido.
Pablo vence a sus opositores.
El no era, sin embargo, el hombre que había de permitir tal seducción entre
sus convertidos sin hacer los mayores esfuerzos para contrarrestarla. Se apresuraba,
siempre que podía, a ver las iglesias en donde hubiera entrado; les mandaba
mensajeros para volverlos otra vez a su deber; sobre todo, escribía cartas a las que
se encontraban en peligro; cartas en las cuales se ejercitaban hasta lo sumo sus
extraordinarios poderes intelectuales. Discutía el asunto con todos los recursos de la
lógica y de la Escritura; exponía a los seductores con una agudeza que cortaba
como el acero, y los abatía con salidas de ingenio sarcástico; se arrojaba a los pies
de sus convertidos y con toda la pasión y ternura de su poderoso corazón
imploraba de ellos que fueran fieles a Cristo y a él. Poseemos los registros de estas
ansiedades en nuestro Nuevo Testamento; y no podemos menos de sentir mucha
gratitud hacia Dios y una extraña ternura hacia Pablo al pensar que de sus pruebas
dolorosas nos haya venido tan preciosa herencia.
Es, sin embargo, consolador, saber que tuvo éxito. Por perseverantes que
fueran sus enemigos, él fue más que igual a ellos. El odio es fuerte, pero el amor es
todavía más fuerte. En sus escritos posteriores las señales de oposición son muy
débiles o enteramente nulas; había dado lugar a la polémica irresistible de Pablo, y
hasta sus vestigios habían sido barridos del suelo de la iglesia. Si los hechos no
hubieran sucedido así el cristianismo habría sido un río perdido en las arenas de las
preocupaciones cerca de su mismo nacimiento; sería en nuestros días una secta
judaica olvidada en lugar de ser la religión del mundo.
Una rama subordinada de la cuestión:
la relación de los judíos cristianos con la ley
A este punto podemos contraer claramente el curso de su controversia. Pero
hay otra rama de ella, acerca de cuyo verdadero curso es difícil saber toda la
verdad. ¿Cuál era la relación de los judíos cristianos hacia la ley, según la doctrina y
predicación de Pablo? ¿Era su obligación abandonar las prácticas por las cuales
habían sido obligados a regular sus vidas, y abstenerse de circuncidar a sus hijos y de
enseñarles a guardar la ley? Esto parecía implícito en los principios de Pablo. Si los
gentiles podían entrar en el reino de Dios sin guardar la ley, no era necesario que
los judíos la guardaran. Si la ley era una disciplina severa que intentaba atraer a los
hombres hacia Cristo, su obligación cesaba cuando se había llenado este propósito.
La sujeción y la tutela cesaron tan pronto como el hijo entró en posesión de su
herencia.
Es cierto, sin embargo, que los otros apóstoles y la masa de los cristianos en
Jerusalén no realizaron esto por muchos días. Los apóstoles habían convenido en
no exigir de los cristianos gentílicos la circuncisión y el cumplimiento de la ley. Pero
ellos mismos la cumplían y esperaban que todos los judíos hicieran lo mismo. Esto
envolvía una contradicción de ideas y condujo a tristes consecuencias prácticas; y si
hubiera continuado, o si Pablo se hubiera rendido a ella, habría dividido la iglesia
en dos secciones, una de las cuales habría visto mal a la otra. Porque era parte de la
estricta observación de la ley rehusar comer con los incircuncisos; y los judíos
habrían rehusado sentarse a la misma mesa de los que reconocían como sus
hermanos cristianos. Esta contradicción llegó, pues, a una crisis formal. Sucedió que
el apóstol Pedro estaba una vez en Antioquia, y al principio se mezcló libremente
en roce social con los cristianos gentílicos. Pero algunos más intransigentes, que
habían venido de Jerusalén, lo acobardaron de tal manera que se retiró de la mesa
gentil y se mantuvo lejos de sus compañeros en el cristianismo. Aun Bernabé fue
desviado por la misma tiranía del fanatismo. Pablo sólo fue fiel a los principios de
la libertad en el evangelio. El resistió a Pedro y le echó en cara la inconsecuencia de
su conducta.
Pablo, sin embargo, nunca sostuvo, en realidad, una polémica contra la
circuncisión y la observancia de la ley entre los judíos; esto era lo que se decía de él
entre sus enemigos, pero era un falso informe. Cuando llegó a Jerusalén, al concluir
su tercer viaje misionero, el apóstol Santiago y los ancianos le informaron del mal
que estas versiones estaban causando a su buen nombre, y le aconsejaron que las
desmintiera públicamente, diciendo en palabra extraordinaria: "Ya ves, hermano,
cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celadores de la ley. Mas
fueron informados acerca de ti, que enseñas a apartarse de Moisés a todos los
judíos que están entre los gentiles, diciéndoles que no han de circuncidar a los hijos,
ni andar según la costumbre. Haz, pues, esto que te decimos. Hay entre nosotros
cuatro hombres que tienen voto sobre sí: tomando a éstos contigo, purifícate con
ellos, y gasta con ellos para que rasuren sus cabezas, y todos entiendan que no hay
nada de lo que fueron informados acerca de ti, sino que tú también andas guardan-
do la ley". Pablo cumplió este consejo y siguió la regla que le recomendó Santiago.
Esto prueba claramente que nunca consideró como parte de su obra disuadir a los
judíos el vivir como tales. Puede pensarse que debía haberlo hecho así; que sus
principios requerían una dura oposición a todo lo asociado con la dispensación que
había pasado. El lo entendía de una manera diferente, y lo encontramos
aconsejando a los circuncidados que eran llamados al reino de Cristo que no se
hicieran incircuncisos, y a aquellos que habían sido llamados en incircuncisión que
no se sometieran a la circuncisión; y la razón que da es que la circuncisión no es
nada y la incircuncisión tampoco. La distinción para él, bajo un punto de vista
religioso, no era mayor que la distinción de sexo y la distinción de esclavo y señor.
En una palabra, no tenía ningún significado religioso para él. Sin embargo, si un
hombre prefería el modo judaico de vivir como una nota de su nacionalidad, Pablo
no tenía disputa con él; antes bien quizá le prefería en cierto grado. No tomaba
partido contra sus meras formas; solamente si ellas se interponían entre el alma y
Cristo o entre un cristiano y sus hermanos, era su opositor seguro. Pero sabía que la
libertad podía convertirse en instrumento de la opresión a semejanza del cautiverio,
y por esa razón en cuanto a las viandas, por ejemplo, escribió aquellas nobles
recomendaciones de abnegación en favor de las conciencias débiles y escrupulosas,
que están entre los más conmovedores testimonios de su perfecto desinterés.
Aquí tenemos, en verdad, un hombre tan eminentemente heroico, que no es
cosa fácil definirlo. Por su visión clara de las líneas de demarcación entre lo antiguo
y lo nuevo en la gran crisis de la historia humana, y por su defensa decisiva de los
principios cuando envolvían consecuencias reales, vemos en él la más genial
superioridad a meras reglas formales, y la más alta consideración para los
sentimientos de aquellos que no veían como él podía ver. De un solo golpe él se
había hecho libre de la servidumbre del fanatismo; pero no cayó nunca en el
fanatismo de la libertad, y siempre tuvo a la vista fines mucho más elevados que la
pura lógica de su propia posición.
EL FINAL
Vuelta de Pablo a Jerusalén
Después de haber completado su breve visita a Grecia, al fin de su tercer viaje
misionero, Pablo volvió a Jerusalén. Por este tiempo debe haber tenido cerca de
sesenta años de edad; y durante veinte años había estado llevando a cabo trabajos
casi sobrehumanos. Había estado viajando y predicando incesantemente, y
llevando sobre su corazón pesos enormes de cuidados. Su cuerpo estaba gastado
por las enfermedades y molido por los castigos; y su pelo debe haber emblan-
quecido y su cara mostrado surcos por las arrugas de la edad. Sin embargo, aún no
había señales de que su cuerpo estuviera en decadencia, y su espíritu todavía era tan
entusiasta y tan ardiente como antes en el servicio de Cristo. Sus miras se dirigían
especialmente a Roma, y antes de salir de Grecia envió a decir a los romanos que
tal vez lo podrían esperar pronto; pero mientras se dirigía hacia Jerusalén por las
costas de Grecia y Asia, sonó la señal de que su trabajo estaba casi concluido, y la
sombra de una muerte próxima apareció en su camino. Ciudad tras ciudad, los
miembros de comuniones cristianas que tenían el don de profecía predijeron que le
aguardaban cadenas y prisiones; y mientras más se aproximaba al fin de su viaje,
eran más frecuentes estas profecías. El sentía su solemnidad; era de valiente
corazón, pero demasiado humilde y reverente para que no le impusiera respeto el
pensamiento de la muerte y el juicio. Tenía varios compañeros, pero buscaba
oportunidades de estar solo. Partió de entre sus convertidos como un hombre que
muere, diciéndoles que no verían más su rostro. Pero cuando le rogaron que
volviera y evitara el peligro amenazante rechazó suavemente sus amantes brazos, y
les dijo: "¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón? Porque yo no sólo estoy
presto a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús".
No sabemos qué negocio tenía entre manos que demandaba tan urgentemente
su presencia en Jerusalén. Tenía que entregar a los apóstoles una colecta para sus
santos pobres, que él mismo había reunido en las iglesias gentílicas; y puede que
haya sido de importancia que él hiciera este servicio personalmente. O, tal vez,
estaba solícito por procurarse de los apóstoles un mensaje para sus iglesias gentiles,
dando una contradicción autoritativa a las insinuaciones de sus enemigos acerca del
carácter no apostólico de su evangelio. De todas maneras había alguna cosa
importante que lo llamaba, y a pesar del terror de la muerte y de las lágrimas de sus
amigos fue a su destino.
Arresto
Era la fiesta de Pentecostés cuando llegó a la ciudad de sus padres, y como de
costumbre en tales estaciones del año, Jerusalén estaba llena de judíos peregrinos de
todas partes del mundo. Entre éstos, por fuerza, debía haber algunos que le habían
visto en su obra de evangelización en las ciudades de los paganos. Su cólera contra
él había sido reprimida en el extranjero por la interposición de las autoridades
paganas; pero ¿no podrían saciar en él su venganza si lo encontraban en la capital
judía, contando con todo el pueblo?
Tumulto en el templo.- Este fue el verdadero peligro en que cayó. Ciertos judíos
de Efeso, el escenario principal de sus trabajos durante esta tercera expedición, le
reconocieron en el templo, y, gritando que allí estaba el hereje que blasfemaba de
la nación, la ley y el templo de los judíos, le rodearon en un momento de un
rabioso mar de fanáticos. Es raro que no haya sido hecho pedazos allí mismo; pero
la superstición prohibía derramar sangre en el patio de los judíos, y antes de que le
hubieran sacado al patio de los gentiles donde pronto le hubieran despachado, la
guardia romana, cuyos centinelas se paseaban sobre la muralla desde la que se veían
los patios del templo, corrieron y le tomaron bajo su protección, y cuando su
capitán supo que era ciudadano romano su vida quedó completamente asegurada.
Pablo ante el sanedrín.- Pero el fanatismo de Jerusalén ya se había levantado, y
rabiaba contra la protección que rodeaba a Pablo. El capitán romano, el día
después de la aprehensión, le llevó al concilio para asegurarse de los cargos que se
le hacían; pero la vista del prisionero levantó un clamor tan terrible que tuvo que
sacarle muy deprisa para evitar que le hicieran pedazos. ¡Extraña ciudad y extraño
pueblo! Nunca hubo nación alguna que produjera hijos más ricamente dotados de
todo lo necesario para hacerla inmortal; nunca hubo una ciudad cuyos hijos se
apegaran a ella con un afecto más apasionado; y sin embargo, como una madre
furiosa, hizo pedazos a los mejores de ellos y los arrojó destrozados de su pecho.
Jerusalén dentro de pocos años sería destruida; aquí estaba el último de sus hijos
inspirados y profetices, que había venido a visitarla por última vez, con un amor sin
límites; pero ella le habría asesinado, si los escudos de los paganos no le hubieran
salvado de su furia.
Trama de los celosos.- Cuarenta fanáticos se alistaron so pena de maldición para
arrebatar a Pablo aun de entre las espadas romanas; y apenas pudo el capitán
romano frustrar sus proyectos remitiéndole con una guardia poderosa a Cesárea.
Esta era una ciudad romana en la costa del Mediterráneo; residencia del Gober-
nador de Palestina, y cuartel general de las guarniciones imperiales; y en ella el
apóstol quedó completamente a salvo de la violencia de los judíos.
Prisión en Cesárea
Aquí quedó en prisión por dos años. Las autoridades judaicas trataron una y
muchas veces de obtener su condenación por el Gobernador, y de que se les dejara
a ellos para juzgarle como ofensor eclesiástico; pero no pudieron convencer a la
autoridad romana de que hubiera sido culpable de algún crimen digno de ser
juzgado por ella, ni hacer que les entregara un ciudadano romano a sus tiernas
caricias. El prisionero debió haber sido puesto en libertad, pero sus enemigos fueron
tan vehementes en asegurar que era un criminal de la peor clase, que fue detenido
para esperar a que viniera una prueba contra él. Además, su libertad fue estorbada
por el corrompido Gobernador Félix, esperando que la vida del jefe de una secta
religiosa quizá sería comprada por el soborno. Félix estaba interesado en su
prisionero y aun le oía con gusto, como Heredes había oído al Bautista.
Razón providencial de su confinamiento.- Pablo no fue incomunicado; tenía
cuando menos hasta los límites del cuartel en donde estaba detenido. Allí le po-
demos imaginar paseándose sobre las azoteas a orillas del mar Mediterráneo, y
mirando atentamente sobre las aguas azules en dirección de Macedonia, Acaya y
Efeso, donde sus hijos espirituales estaban pensando en él, o tal vez encontrando
peligros en los que necesitaban mucho de su presencia. Fue una providencia
misteriosa la que así contuvo su energía y condenó al ardiente obrero a la
inactividad. Sin embargo, encontramos una razón para ello: Pablo necesitaba
descanso. Después de veinte años de incesante evangelización necesitaba reposo
para almacenar la cosecha de la experiencia. Durante todo ese tiempo había estado
predicando sólo aquella faz del evangelio de que tanto había pensado al principio
de su vida cristiana, bajo la influencia del Espíritu revelador, en las soledades de
Arabia. Pero ahora había llegado a una edad en que, con tiempo y calma para
pensar, podía penetrar a las más recónditas regiones de la verdad cual es en Jesús.
Y era tan importante que tuviera este descanso que, para asegurarlo, Dios
había permitido aun su prisión.
El último evangelio de Pablo.- Durante estos dos años no escribió nada, fue un
tiempo de actividad mental interna y de progreso silencioso. Pero cuando comenzó
a escribir otra vez, los resultados fueron palpables. Las epístolas escritas después de
esta prisión tienen un tono más dulce y establecen opiniones de doctrina mucho
más profundas que sus primeros escritos. No hay, en verdad, inconsecuencia ni
contradicción entre sus primeros y sus últimos escritos; en la Epístola a los efesios y
en la que dirigió a los colosenses, construye sobre los vastos cimientos de Romanos
y Calatas; pero la superestructura es más elevada y más imponente. El vive menos
en el trabajo de Cristo y más en la persona de El; menos en la justificación del
pecador, y más en la santificación del creyente. En el evangelio que le había sido
revelado en Arabia manifestaba a Cristo como dominando la historia mundana, y
mostraba su primera venida como el punto hacia el cual habían estado tendiendo
los destinos de los judíos y los gentiles. En el evangelio que le fue revelado en
Cesárea el punto de vista es extraordinario: Cristo es representado como la razón
para la creación de todas las cosas, y como el Señor de los ángeles y de los mundos,
a cuya segunda venida se dirige el proceso gigante del universo entero, de quién, y
por quién, y a quién son todas las cosas. En las primeras epístolas el acto inicial de
la vida cristiana -la justificación del alma— es explicado hasta agotar el trabajo;
pero en las últimas trata de las relaciones subsecuentes para con Cristo de la
persona que ya ha sido justificada. En conformidad con esta enseñanza, todo el
espectáculo de la vida cristiana es debido a una unión entre Cristo y el alma; y para
la descripción de estas relaciones ha inventado un vocabulario de ilustraciones y
frases. Los creyentes están en Cristo, y Cristo en ellos; tiene para con él la misma
relación que las piedras de un edificio para con la piedra angular, que las ramas
para con el árbol, que los miembros para con la cabeza, que la esposa para con el
esposo. Esta unión es ideal, porque la mente divina en la eternidad hizo el destino
de Cristo y el del creyente, uno; es legal, porque sus deudas y méritos son
propiedad común; es vital, porque la conexión con Cristo suministra el poder de
una vida santa y progresiva; es moral, porque en mente y corazón, en carácter y
conducta, los cristianos constantemente se están haciendo más y más idénticos a
Cristo.
Su ética.- Otro rasgo de estas últimas epístolas es el balance entre sus enseñanzas
teológicas y morales. Esto es visible aun en la estructura externa de las más grandes
de ellas, porque están divididas en dos partes casi iguales: la primera se ocupa de
los principios doctrinales, y la segunda de exhortaciones morales. Las enseñanzas
éticas de Pablo se extienden a todos los departamentos de la vida cristiana; pero no
se distinguen por un arreglo sistemático de diversas clases de obligaciones, aunque
los deberes domésticos están tratados con bastante extensión. Su característica prin-
cipal consiste en los motivos que presentan para normar la conducta. Para Pablo, la
moralidad cristiana era enfáticamente una moralidad de motivos. Toda la historia
de Cristo, no en los detalles de su vida terrenal, sino en las grandes facciones de su
viaje redentor del cielo a la tierra y de la tierra otra vez al cielo, considerada desde
el punto de vista extramundano de estas epístolas, es un ejemplo que debe ser
copiado por los cristianos en su conducta diaria. Ningún deber es demasiado
pequeño para ilustrar uno u otro de los principios que inspiraron los actos divinos
de Cristo. Los hechos más comunes de beneficencia y humildad deben ser
imitaciones de la condescendencia que le trajo de la posición de igualdad con Dios
a la obediencia de la cruz; y el motivo principal del amor y la bondad practicados
por los cristianos entre sí debe ser el recuerdo de la conexión común con él.
Viaje a Roma
Apelación a César.- Después de que Pablo hubo estado prisionero por dos años,
Félix fue sucedido en el gobierno de Palestina por Festo. Los judíos nunca cejaron
en el empeño de que se les entregara a Pablo en sus manos, e inmediatamente
abordaron al nuevo gobernante con nuevas importunidades. Como Festo parecía
estar vacilando, Pablo se sirvió del recurso de apelación como ciudadano romano,
y pidió ser mandado a Roma y juzgado ante el tribunal del emperador. Esto no
podía rehusársele; y un prisionero tenía que ser enviado a Roma después de
haberse admitido su apelación. Muy pronto, pues, Pablo se embarcó bajo el
cuidado de soldados romanos y en compañía de muchos otros prisioneros que eran
dirigidos al mismo destino.
El viaje a Italia.— El diario de su viaje ha sido conservado en los Hechos de los
Apóstoles y se reconoce como el más valioso documento acerca de la marina en los
tiempos antiguos. Es también un documento precioso de la vida de Pablo, porque
muestra cómo su carácter brilló en una nueva situación. Un barco es una especie de
mundo en miniatura. Es una isla flotante, en que hay gobierno y gobernados. Pero
el gobierno es, como el de los países, susceptible de fluctuaciones sociales violentas.
Este fue un viaje de peligros extremos, que requería la mayor presencia de ánimo y
una singular energía, para ganar la confianza y obediencia de los que estaban a
bordo. Antes de que se concluyera. Pablo era virtualmente el capitán del buque, a
la vez que el general de los soldados; y todos a bordo le debían sus vidas.
Llegada a Roma.— Por fin, los peligros de la mar quedaron atrás, y Pablo se
aproximaba a la capital del mundo romano por la Vía Apia, el gran camino real
por donde entraban los viajeros del Oriente a Roma. El movimiento y el ruido
crecían a medida que se acercaba a la ciudad, y las señales del esplendor y renom-
bre romanos se multiplicaban a cada paso. Por muchos años había estado
dirigiendo su vista hacia Roma pero siempre había pensado entrar a ella en
circunstancias muy diferentes de las que ahora le rodeaban. Siempre había pensado
en Roma como un buen general piensa en el centro de la fuerza del país que está
conquistando, que espera ansioso el día en que dirigirá la carga contra sus puertas.
Pablo estaba comprometido en la conquista del mundo para Cristo, y Roma era el
último reducto adonde había esperado llevar el nombre de su Maestro. Pocos años
antes había dirigido a ella el famoso desafío: "Estoy presto a anunciar el Evangelio
también a vosotros que estáis en Roma; porque no me avergüenzo del evangelio;
porque es potencia de Dios para dar salud a todo aquel que cree". Pero ahora,
cuando se encontraba ya a sus puertas, y pensaba en la condición abyecta en que se
hallaba —un hombre viejo, cano, decaído: un prisionero encadenado que acababa
de escapar del naufragio— su corazón se entristeció y se sintió enteramente solo. En
estos momentos, sin embargo, sobrevino un pequeño incidente que le restauró un
tanto: en una pequeña población, a cuarenta millas de Roma, le encontró un
pequeño grupo de hermanos cristianos, quienes, al oír hablar de su llegada, habían
salido a darle la bienvenida, y diez millas adelante encontró otro grupo que venía
con el mismo propósito. Era excesivamente sensible a la simpatía humana, y la vista
de estos hermanos, así como el interés que tenían por él le reanimaron por
completo. Dio gracias a Dios y tomó valor; sus antiguos sentimientos volvieron con
fuerza, y cuando en compañía de estos amigos llegó a aquella altura de los montes
Albani, desde donde se obtiene la primera vista de la ciudad, su corazón se
ensanchó con la anticipación de la victoria; porque sabía que llevaba en su pecho la
fuerza que cautivaría a la orgullosa ciudad. No fue con el paso del prisionero, sino
con el del conquistador, que pasó por las puertas de la capital. Su camino tenía que
ser precisamente aquella Vía Sacra por la que tantos generales romanos habían
pasado en triunfo para dirigirse al Capitolio, sentados en un carro de victoria,
seguidos por los prisioneros y despojos del enemigo, y en medio de las
aclamaciones de la entusiasta Roma. Pablo no se parecía mucho a tales héroes.
Ningún carro de victoria le llevaba; andaba con sus pies, lastimados por el camino.
No iba adornado con medallas ni ornamentos; una cadena de hierro colgaba de sus
puños. Ninguna multitud entusiasta festejaba su llegada, unos cuantos amigos
humildes formaban toda su escolta. Sin embargo, nunca pisó el suelo de Roma un
conquistador más verdadero; ni pasó jamás bajo sus puertas un corazón más
confiado en la victoria.
Primera prisión en Roma
Dilación del proceso.- Mientras tanto, sus pasos no se dirigían al Capitolio, sino
a una prisión; y estaba destinado a quedar en ella mucho tiempo, pues su proceso
no vino hasta después de dos años. Las dilaciones de la ley han sido proverbiales en
todos los países y en todas las épocas; y la ley de la Roma imperial no era fácil que
estuviera libre de este reproche durante el reinado de Nerón, hombre tan frívolo
que cualquier compromiso de placer, o cualquier capricho, era suficiente para
apartarle del negocio más importante. A decir verdad, la prisión fue del carácter
más suave. Puede haber sido que el oficial que le trajo a Roma haya dado buenos
informes en favor del hombre que le salvó la vida durante el viaje; o puede haber
sido el oficial bajo cuya jurisdicción quedó y a quién se conoce en la historia
profana como hombre de justicia y humanidad, el que haya tomado informes en
este caso y formado una opinión favorable de su carácter. Pero de todas maneras,
se le permitió a Pablo alquilar una casa por sí mismo y vivir en ella en completa
libertad, con la única excepción de que debía cuidarle constantemente un soldado
que tenía la responsabilidad de él.
Ocupaciones de una prisión.- Esto estaba muy lejos de la condición que habría
deseado un espíritu tan activo. El habría querido andar de sinagoga en sinagoga en
la inmensa ciudad, predicando en las calles y en las pía/as, y fundando
congregación tras congregación entre este numeroso pueblo. Otro hombre así
arrestado en medio de una carrera de incesante movimiento, y encerrado dentro de
las paredes de una prisión, pudo haber permitido a su mente estancarse en la
inactividad y la desesperación. Pero Pablo se ocupó de una manera distinta
enteramente. Valiéndose de todas las posibilidades de la situación, convirtió su
propio cuarto en un centro de extensa actividad y beneficencia; en los pocos pies
cuadrados de superficie que le estaban permitidos, fijó el punto de apoyo de una
palanca con que movió el mundo, y estableció dentro de los muros de la capital de
Nerón una soberanía más extensa que la de aquel monarca.
Aun la circunstancia más tediosa de su suerte se volvía buena. Esta era el
soldado que le vigilaba. Para un hombre del temperamento fogoso y activo de
Pablo esto debe haber sido a menudo una molestia intolerable; y en verdad, en las
cartas que escribió durante su prisión frecuentemente habla de sus cadenas, como si
nunca hubiera podido apartar él esta idea de la mente. Pero no permitió que esta
irritación le quitara la oportunidad de hacer el bien que las circunstancias le pre-
sentaban. Por supuesto, su vigilante se cambiaba a ciertas horas, pues un soldado
relevaba a otro en la guardia. De esta manera tal vez haya habido seis u ocho con
él cada veinticuatro horas. Pertenecían a la guardia imperial, la flor del ejército
romano. Pablo no podía sentarse horas enteras al lado de otro hombre sin hablarle
del asunto que estaba más cerca de su corazón. Les habló a estos soldados acerca de
sus almas inmortales, y de la fe en Cristo. Para hombres acostumbrados a los
horrores de la guerra romana y a las maneras de los cuarteles romanos, nada podía
ser más admirable que una vida y carácter como los de él; y el resultado de estas
conversaciones fue que muchos de ellos se volvieron hombres cambiados, y un
avivamiento se extendió por entre los cuarteles y penetró hasta la servidumbre de
la casa imperial. El cuarto del apóstol estaba algunas veces lleno de hombres de
rostro severo y como de bronce, contentos de verle a otras horas que en aquellas
en que la obligación los forzaba a estar allí. El simpatizó con ellos, y entró en el
espíritu de su ocupación; en realidad estaba lleno del espíritu guerrero. Tenemos
una imperecedera reliquia de estas visitas en una arenga de elocuencia inspirada que
le dictó este período: "Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar
firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y
carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las
tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.
Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo,
y habiendo acabado todo estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos
con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia; y calzados los pies con el apresto
del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis
apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y
la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios". Esta figura fue tomada de la
armadura de los soldados que asistían a su cuarto, y tal vez estas vivas sentencias
fueron escuchadas por sus guerreros auditores antes de que hubieran sido
transferidas a la epístola en que están conservadas.
Sus guardias convertidos.- Pero tenía otros visitantes. Todos los que tenían
interés en el cristianismo en Roma, judío y gentil, se reunieron con él. Tal vez no
hubo un día, de ios dos años que duró su prisión, en que no haya tenido estas
visitas. Los cristianos de Roma aprendieron a ir a este cuarto como a un oráculo.
Muchos maestros cristianos afilaron allí su espada; y se difundió una nueva energía
por los círculos cristianos de la ciudad. Muchos padres ansiosos trajeron a sus hijos,
muchos amigos a sus amigos, esperando que una palabra de los labios del apóstol
despertara la conciencia dormida. Muchos hombres errantes, que vagaban por allí
por casualidad, se volvieron hombres nuevos. Tai fue Onésimo, un esclavo de
Colosas, que llegó a Roma habiendo huido de su dueño, pero que fue mandado
otra vez a su amo Filemón, no ya como un esclavo, sino como un hermano amado.
Visitas de ayudantes apostólicos. — Venían visitas todavía más interesantes. En
todos los períodos de su vida ejerció una fuerte fascinación sobre los jóvenes. Ellos
eran atraídos por el alma varonil que encerraba, en la cual encontraban simpatía
para sus aspiraciones e inspiración para el más noble trabajo. Estos jóvenes amigos,
que estaban esparcidos por todo el mundo en la obra de Cristo, lo visitaban en
regular número en Roma. Timoteo y Lucas, Marcos y Aristarco, Tíquico y Epafras, y
muchos otros venían a beber de este fresco e inagotable manantial de vigor y de
sabiduría. Y él los mandaba otra vez para llevar mensajes a sus iglesias o traer
noticias de sus circunstancias.
Mensajeros de sus iglesias.— Nunca cesó de pensar en sus hijos espirituales que
tan distantes se encontraban. Diariamente vagaba su imaginación por los valles de
Galacia y a lo largo de las costas de Asia y Grecia; todas las noches haci'a oración
por los cristianos de Antioquía y Efeso, de Fílipos, Tesalónica y Corinto. No
faltaban pruebas agradables de que ellos también hacían recuerdo de él. De vez en
cuando aparecía en su alojamiento un delegado de alguna iglesia distante que traía
las salutaciones de sus convertidos, o tal vez un auxilio para subvenir a sus
necesidades temporales o pedir su decisión sobre algún punto de doctrina o sobre
alguna práctica acerca de la que se hubieran levantado ciertas dudas. Estos
mensajeros no volvían vacíos: llevaban mensajes escritos de todo corazón, o
palabras áureas de consejo de su amigo apostólico. Algunos de ellos llevaban más
aún. Cuando Epafrodito, delegado de la iglesia de Filipos que había mandado a su
padre en Cristo un ofrecimiento amoroso, volvía a su iglesia, Pablo mandó con él
en reconocimiento a su bondad la Epístola a los filipenses, la más hermosa de todas
sus cartas, en la cual pone de manifiesto su corazón desnudo, y en cada sentencia
brilla un amor más tierno que el de una mujer. Cuando el esclavo Onésimo fue
mandado otra vez a Colosas, recibió como el ramo de paz para ofrecer a su amo,
la exquisita y pequeña Epístola a Filemón, monumento inapreciable de la cortesía
cristiana. Llevó también una carta dirigida a la iglesia de la ciudad en donde vivía su
amo, la Epístola a los colosenses. La composición de estas epístolas fue con mucho
la parte más importante de la variada actividad de Pablo en la prisión; y coronó
este trabajo escribiendo la Epístola a los efesios, que es tal vez el libro más
profundo y más sublime que el mundo haya conocido. La iglesia de Cristo ha
derivado muchos beneficios de las prisiones de los siervos de Dios; el libro más
grande de genio religioso no inspirado, "El Viador", fue escrito en una cárcel; pero
nunca vino a la iglesia mayor bendición con el disfraz de la desgracia, que cuando
el arresto de las actividades corporales de Pablo en Cesárea y Roma le suministró el
reposo que necesitaba para alcanzar las profundidades de la verdad sondeadas en la
Epístola a los efesios.
Sus escritos.- Puede haber parecido una oscura dispensación de la Providencia a
Pablo, que el curso de la vida que había llevado se hubiera cambiado tan
completamente; pero los pensamientos de Dios son más altos que los del hombre, y
sus caminos más altos que los de éste; y él dio a Pablo gracia para dominar las
tentaciones de su situación y hacer mucho más en su inactividad forzada por el
bienestar del mundo y la estabilidad de su propia influencia, que lo que había
podido hacer en veinte años de trabajo misionero. Sentado en su prisión, reunió en
su corazón simpático los suspiros y las tristezas de millares de hombres, y desde sus
fuentes inagotables de amor difundió valor y auxilio en todas direcciones. Su mente
se sumergía más y más en el pensamiento solitario hasta que, hiriendo la roca en la
oscura profundidad a que había llegado, dio origen a corrientes que todavía
alegran la ciudad de Dios.
Ultimas escenas
El libro de los Hechos cesa repentinamente después de haber dado un breve
sumario de los dos años de la prisión de Pablo en Roma. ¿Es que no había nada
más que decir? Cuando vino su proceso, ¿resultó en su condenación y muerte? ¿O
fue puesto en libertad y volvió a sus antiguas ocupaciones? Cuando la narración
lúcida de Lucas nos deja tan de improviso, la tradición viene a ofrecernos su
inseguro auxilio. Nos dice que fue absuelto en su proceso y fue puesto en libertad;
que volvió a sus antiguos viajes y visitó a España, entre otros lugares; pero que
poco tiempo después fue de nuevo aprisionado, y vuelto a mandar a Roma, donde
murió como tantos otros mártires en las manos crueles de Nerón.
Por fortuna, sin embargo, no dependemos enteramente de la ayuda precaria de
la tradición. Tenemos escritos de Pablo indudablemente posteriores a los dos años
de su primera prisión. Estas son las epístolas llamadas pastorales: las Epístolas a
Timoteo y a Tito. Por estos escritos vemos que obtuvo su libertad y asumió de
nuevo su empleo de visitar sus antiguas iglesias y fundar otras nuevas. Después de
esto sus pasos no pueden seguirse ya, en realidad, con certidumbre. Lo encontramos
otra vez en Efeso y Troas; lo encontramos en Creta, una isla en donde hizo escala
durante su viaje a Roma, y en la cual quizá tomó interés; lo encontramos también
explorando nuevos territorios en el norte de Grecia. Lo vemos una vez más como
el jefe de un ejército que manda a sus edecanes por el campo de batalla, enviando
a sus jóvenes ayudantes a organizar y vigilar las iglesias.
Su libertad. Nuevos viajes.- Pero esto no había de durar mucho. Había tenido
lugar un evento inmediatamente después de haber sido puesto en libertad, que no
podía menos de tener influencia en su destino. Este fue el incendio de Roma:
espantoso desastre, cuyo fulgor siniestro, aun a esta distancia, hace estremecer el
corazón. Probablemente fue un capricho loco del malicioso monstruo que entonces
llevaba el manto imperial. Pero Nerón vio la oportunidad de atribuirlo a los
cristianos, e instantáneamente se desató contra ellos la más atroz persecución. Por
supuesto, la fama del suceso pronto se extendió por el mundo romano; y no era
probable que el más notable apóstol del cristianismo pudiera escapar por mucho
tiempo. Todo Gobernador pensó que no podía prestar un servicio más agradable al
Emperador que remitirle a Pablo encadenado.
Segunda prisión en Roma.- Por consiguiente, no mucho tiempo después, Pablo
estaba de nuevo aprisionado en Roma; pero esta vez no fue una prisión ligera, sino
la peor dispuesta por la ley. No había grupos de amigos que ahora llenaran su
habitación, porque los cristianos de Roma habían sido asesinados y esparcidos, y
era peligroso para cualquiera llamarse cristiano. Tenemos una carta escrita desde su
calabozo, la última que escribió, la segunda Epístola a Timoteo, la cual nos
suministra una ligera idea de indecible elocuencia de las circunstancias del
prisionero. Nos dice que una parte de su prueba ha terminado ya. Ni un amigo
queda a su lado, cuando ve al tirano, sediento de sangre, que ocupa el tribunal de
juez. Pero el Señor le acompañaba y le capacitaba para hacer escuchar al
Emperador y a los espectadores de la concurrida basílica la voz del evangelio. El
cargo contra él se había nulificado; pero no tenía esperanza de escapar. Todavía
debían de venir otros trámites del proceso, y sabía que las pruebas para condenarlo
serían descubiertas o inventadas. La carta denuncia la miseria de su calabozo. Le
ruega a Timoteo que le traiga una capa que había dejado en Troas, para defenderse
de la humedad de la prisión y del frío del invierno. Pide sus libros y pergaminos,
para poder aliviar el tedio de las horas solitarias con el estudio que siempre había
amado. Pero sobre todo, suplica a Timoteo que venga él mismo, porque estaba
anhelando sentir el toque de una mano amiga, y ver el rostro de un amigo, siquiera
una vez antes de morir. ¿Había sido por fin conquistado el bravo corazón? Leed la
epístola y veréis. ¿Cómo comienza? "Asimismo padezco esto: mas no me
avergüenzo; porque yo sé a quién he creído, y estoy cierto que es poderoso para
guardar mi depósito para aquel día". ¿Cómo concluye? "Yo ya estoy para ser
ofrecido, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he
acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de
justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino
también a todos los que aman su venida". Esta no es la queja del vencido.
Proceso y muerte.- Poca duda hay de que haya aparecido nuevamente ante el
tribunal de Nerón, y esta vez la acusación no haya sido nulificada. En toda la
historia no hay una ilustración más notable de la ironía de la vida humana que esta
escena de Pablo ante el tribunal del déspota romano. En el tribunal como juez,
ataviado con la púrpura imperial, estaba sentado un hombre que en un mundo
malo había ganado la nota del ser peor y más miserable que existía: un hombre
manchado con toda clase de crímenes, el asesino de su propia madre, de sus
esposas y de sus más adictos bienhechores; un hombre cuyo ser entero estaba
empapado de tal manera en todos los vicios imaginables que su cuerpo y alma no
eran, como alguien dijo en su tiempo, más que un compuesto de lodo y sangre; y
en el banco del acusado estaba el mejor hombre que el mundo poseía, con sus
cabellos emblanquecidos por sus trabajos para el bien de sus semejantes y la gloria
de Dios. Tal era el ocupante del lugar de la justicia, y tal el hombre que estaba
colocado en el lugar del criminal.
Concluyó el proceso y Pablo fue condenado y entregado en manos del
verdugo. Fue conducido fuera de la ciudad, con una multitud de la peor gente
siguiéndole. Se llegó al sitio fatal; se arrodilló junto al tajo; el hacha del verdugo
brilló al sol y cayó; y la cabeza del apóstol del mundo rodó por el polvo.
Epilogo
Así cometió el pecado su peor mal. Sin embargo, cuán pobre y vano fue su
triunfo! El golpe del hacha solamente rompió la cerradura de la prisión y dejó al
espíritu ir a su hogar y a su corona. La ciudad falsamente llamada eterna lo arrojó
con execración de sus puertas; pero miles de miles le dieron la bienvenida en la
misma hora a las puertas de la ciudad que realmente es eterna. Aun en la tierra no
era posible que Pablo pereciera. El vive entre nosotros hoy con una vida cien veces
más influyente que aquella que latía en su cerebro mientras la casa terrena, que le
hacía visible, todavía estaba padeciendo en la tierra. Dondequiera que los pies de
los que publican las buenas nuevas pisen sobre las montañas, él va a su lado como
un inspirador y un guía; en miles de iglesias cada domingo, y en miles de hogares
cada día sus elocuentes labios enseñan aún ese evangelio del que nunca se
avergonzó. Dondequiera que haya almas humanas buscando la blanca flor de la
santidad o escalando las difíciles alturas de la abnegación, allí él, cuya vida fue tan
pura, cuya devoción a Cristo fue tan completa, y cuyo afán de alcanzar un
propósito único fue tan incesante, es bienvenido como el mejor de los amigos.
BIBLIOGRAFIA
Una edición de la Biblia. Para el Nuevo Testamento se recomienda J.M. BOVER - J.
O'CALLAGHAN, Nuevo Testamento trilingüe, y el volumen 5 de La Sagrada Biblia
(Eunsa, Pamplona, 2000-04)
Juan Chapa, Apuntes de uso exclusivo para los alumnos
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Herder, Barcelona 1982.
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A. GARCÍA-MORENO, Introducción al Misterio. Evangelio de San Juan, Ed. Eunate,
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U. VANNI, Apocalipsis, Ed. Verbo Divino, Estella 1980.
SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, BAC, Madrid 1955 y
1957, 2 vol. con texto bilingüe.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, Ed. Ciudad
Nueva, Madrid 1991.
http://www.fourthgospel.com
Ofrece links a otras páginas dedicadas al cuarto evangelio (en inglés)
http://catholic-resources.org/John/index.html
Contiene una gran variedad de links (por secciones) sobre los escritos joánicos (en
inglés)
http://catholic-resources.org/Bible/Revelation.htm
SEMINARIO REINA VALERA