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1 I Certamen de Relatos F U N D A C I Ó N P A R A L A E C O N O M Í A C I R C U L A R E C O N O M Í A C I R C U L A R - 2 0 1 7

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I Certamen de Relatos

F U N D A C I Ó N P A R A L A E C O N O M Í A C I R C U L A R

E C O N O M Í A C I R C U L A R - 2 0 1 7

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I Certamen de Relatos

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Primera edición: marzo 2018

© de cada autor, 2017

© de esta edición: Fundación para la Economía Circular www.economiacircular.org [email protected] Corrección y revisión: Anabel Rodríguez Diseño y Maquetación: Onlinevalles, S.L www.onlinevalles.com

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la Fundación para la Economía Circular.

Editado en España – printed in Spain

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«Caminante, son tus huellas

el camino, y nada más;

caminante, no hay camino:

se hace camino al andar.

Al andar se hace camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino,

sino estelas en la mar».

Extracto de Proverbios y Cantares (XXIX), Campos de Castilla, Antonio Machado

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Índice:

1. Prólogo 2. Relación de relatos

Ciudad de vacaciones De cómo Clavillo acabó siendo Clavillo La bolsa o la vida Delirio Circular Diez pasos para encontrar la felicidad El autobús reciclado El baúl de Bruno El Pañal El profesor de música Erre de Resistencia Jardines de carnaval La chica de los ojos azul oscuro La montaña blanca La odisea feliz de El Recuperador La ventana Mándala Mensaje en una botella Mi abuela Renata Reduce, reuse, recycle Segundas oportunidades Tengo un sueño Todo vuelve Vidas circulares Vidas dando vueltas

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PRÓLOGO

Concienciar a la sociedad sobre la necesidad de transitar hacia un modelo económico circular, ha sido el principal objetivo de la creación de este primer Certamen de Relatos sobre Economía Circular, organizado por la Fundación para la Economía Circular (FEC).

Los autores han demostrado tener un increíble talento para explicar a través de su prosa, y con palabras asequibles para cualquier público, en qué consiste la economía circular y lo necesario que es girar hacia este nuevo modelo económico, opuesto al lineal imperante, caracterizado por extraer-fabricar-consumir-tirar. Se han presentado más de 100 relatos, algunos por autores de Latinoamérica, lo que demuestra no solo el enorme interés que esta primera edición del Certamen ha despertado, sino el impacto mundial que genera el concepto de Economía Circular. Ha sido un concurso narrativo en el que los participantes han escrito maravillosas historias, donde se promueve la economía circular y los principios en los que esta se sustenta: el uso eficiente de los recursos, el ecodiseño, la funcionalidad de los productos, la reparación, la reutilización, el reciclado y la valorización energética, sin olvidar el componente social y humano, imprescindibles para que el cambio sea posible.

Este documento recoge los 24 relatos más votados por los miembros del Jurado de los premios, si bien, todos los que participaron tienen un encomiable mérito.

Anabel Rodríguez, Directora Ejecutiva de la FEC

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CIUDAD DE VACACIONES Señor Esteban Primer Premio

Carlos Gómez Díez, de Elorrio (Vizcaya), profesor e investigador en el Departamento de Electrónica e Informática de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad de Mondragón, y ganador del primer premio, ha declarado que “Con 20 años visité por primera vez un pueblo abandonado, un pueblo sin nombre porque

hasta el cartel de la carretera había sido retirado, y fue tanta la impresión que me causó ver las calles vacías y polvorientas, las casas caídas y saqueadas, el pueblo sin vida, que quise imaginarme cómo habría sido la gente que allí había vivido, saber por qué un día lo abandonaron. Aquella experiencia me hizo escribir mi primer relato: ‘La leyenda del pueblo fantasma’. Desde entonces, me fascina la naturaleza y nuestra convivencia con ella, y no abandono la esperanza de que algún día sea una simbiosis sostenible”.

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Me caía bien el señor Esteban. Tal vez por su sinceridad, su autenticidad

o su simpleza. Su hija ya me aseguró que era así y que no tendría ninguna

dificultad en engañarlo.

—Todo el mundo le engaña de puro bueno que es.

Y así había sido. Me bastó con pedirle su firma para un estudio

medioambiental y él, sin leerlo, —dudo que supiera leer— estampó un garabato

en el contrato de compraventa que yo había negociado con su hija.

—No necesita mi firma —me había dicho—. La tierra no me pertenece,

somos nosotros los que pertenecemos a ella.

—¿Quiere decir que mi coche no es mío? —le pregunté con ironía,

señalando mi flamante BMW.

—Dígamelo dentro de 100 años —respondió solemnemente.

Radiante de satisfacción, con la firma del último propietario en la

guantera, decidí contemplar sobre el terreno el emplazamiento de la futura

ciudad de vacaciones “Picos de Europa”: bosques vírgenes, prados infinitos,

picos de nieves perpetuas; pero no era eso lo que yo veía, yo divisaba ya

hoteles, campos de golf, piscinas climatizadas, chalés adosados y la cuenta de

resultados de mi constructora rebosante de liquidez.

Embargado por el perfume embriagador del dinero recién conseguido no

reparé en que una fina capa de nieve se estaba instalando sobre la carretera y

de que, lenta y silenciosamente, las líneas blancas desaparecieron y la

carretera, empinada y tortuosa, se había ocultado bajo un gélido manto de

nieve virgen.

Sin cadenas, agitado por el nerviosismo y a velocidad inadecuada, no

tardé en quedar atrapado en la cuneta sombría de un intrincado tramo de esa

serpenteante carretera.

La angustia inicial cesó al recordar aliviado que, como siempre, llevaba

encima el móvil.

—Llamaré a una grúa —musité contrariado.

Saqué el teléfono y comprobé horrorizado cómo una voz femenina

repetía incesantemente:

—Fuera de cobertura, fuera de cobertura...

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Salí del coche, subí al terraplén, orienté el móvil hacia todas direcciones

posibles una y otra vez.

—Fuera de cobertura, fuera de cobertura...

Tiritando regresé al coche, encendí la calefacción y esperé a que pasara

alguien. La nieve seguía cayendo lenta y sigilosamente, la noche comenzaba a

abatirse sobre la ladera, el viento golpeaba los cristales con sus dedos blancos

y yo, contemplando cómo bajaba la aguja del depósito, rezaba porque alguien

pasara por allí.

“Allá arriba, detrás de esta loma, en algún lugar al que yo no se llegar,

estará el señor Esteban. Y yo, con mi flamante BMW, mi móvil de última

generación, mis estudios, mi cultura, mi visión para los negocios, no se qué

hacer. La gasolina se acaba, las lunetas son opacas, pronto el coche estará

oculto bajo un manto blanco y yo no se qué hacer: tengo miedo de salir y de

quedarme dentro, de que no pase nadie, de que pasen y no me vean, de morir

aquí, solo, lejos de mi familia, lejos de todo”.

El frío me atenaza, la noche espera agazapada a que cierre los ojos

para abalanzarse sobre el débil hálito de vida que todavía en mí palpita. No

siento las piernas, no muevo los brazos, el depósito se acabó no sé ya cuándo

y mis párpados de hielo pesan como rocas que ya no puedo levantar. Al fin los

párpados caen y es entonces, en ese momento, cuando comienzan a surcar mi

mente las imágenes mudas de toda una vida”.

—¡Dios mío!

“Una voz interrumpe la secuencia. Debe haber comenzado para mí el

sueño eterno. Pero ese rostro arrugado lo conozco, esa voz ronca me suena,

ese burro que me lleva a lomos lo he visto antes, esa casa de montaña que me

recibe con el fuego bajo devolviéndome la vida la he visitado yo y la he

comprado, porque es el señor Esteban el que, no sé cómo ni por qué, acaba de

salvarme la vida”.

—¡Dios mío! Ya le dije que regresara rápido, sin entretenerse, que el

otoño es aquí muy traicionero. Ande, ande, no se disculpe y acérquese a la

lumbre. El fuego es vida. Aunque no le puedo ofrecer muchas comodidades:

los muebles eran de mi abuela, fíjese, castaño auténtico, más sólidos que los

que hacen ahora, la televisión no se ve cuando hay ventisca, teléfono no tengo,

pero puede charlar conmigo si quiere.

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No se esfuerce, no intente hablar, ahora debe tomarse el caldo caliente,

aunque le queme. Le calentará las manos y la garganta. Ande, bébaselo poco

a poco. ¿A que está rico? Me enseñó a hacerlo mi Aurelia, que en paz

descanse. El punto ácido es de los arándanos. ¡Cómo la echo de menos! Mi

Aurelia lo aprovechaba todo. Nunca tirábamos nada. Con lo que sobraba de la

comida hacía unas croquetas o un caldo o una caldereta.

No vea lo que sufro cada vez que voy a la ciudad y veo a mi hija tirar

directamente a la basura las sobras de la comida. ¡Es un crimen! Pero mi hija

siempre me dice que la guerra fue hace muchos años y que ahora ya no hay

hambre. Ella no entiende nada. No es por eso. Derrochar por derrochar es un

crimen.

Pero siga, usted siga bebiendo, le serviré otro tazón, tenemos de sobra.

Antes de casarnos, cuando Aurelia y yo vivíamos en el pueblo de abajo y no

éramos ni siquiera novios y el pueblo estaba lleno de gente, entonces, cuando

llegaba el invierno, a veces incluso en octubre, la nieve cubría las empinadas

calles y los jóvenes excavábamos túneles para comunicar las casas, y cada

tarde, al oscurecer, justo después de cenar, todo el pueblo se reunía en una

casa, cada noche en una diferente, y allí los anfitriones ofrecían tazas de este

caldo que usted está ahora saboreando, y el caldo circulaba como si fuese

agua y, además de calentar el cuerpo, el caldo templaba el alma y avivaba la

imaginación y despertaba la memoria y soltaba la lengua y las gentes hacían lo

que aquí llamamos un filandón.

Usted no sabrá a qué me refiero. No, no diga nada, ya me responde su

movimiento de cabeza. La gente contaba historias al calor de la lumbre como

se ha hecho siempre desde la noche de los tiempos. Eso es un filandón.

Y mientras los ancianos narraban sus historias ancestrales, historias

aprendidas de sus abuelas, los jóvenes las escuchábamos, las visualizábamos,

las sentíamos nuestras y, casi sin darnos cuenta, las aprendíamos de memoria.

Y mientras los ancianos hablaban y los jóvenes atendíamos, nuestros padres,

que podían recitar las historias de memoria, reparaban aperos de labranza o

arreglaban zapatos o tejían jerséis o zurcían calcetines o transformaban ropa

usada en mantas para el ganado. Nada se tiraba entonces, todo se convertía

en algo que pudiese ser aprovechado por segunda vez.

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Cuando visito a mi hija en la ciudad, contemplo horrorizado cómo tira a

la basura zapatos casi nuevos. Asisto incrédulo a cómo sustituye unos muebles

casi flamantes, o cómo cambia los electrodomésticos sin llevarlos a arreglar. Y

me resulta inaudito escuchar al vendedor de lo que sea asegurar, sin un ligero

temblor de voz, que sale más barato comprar uno nuevo que arreglar el

estropeado.

Debe de ser porque yo, a diferencia de usted, soy un viejo y mi vida está

más en el pasado que en el futuro, pero soy totalmente incapaz de comprender

un mundo que prefiere objetos nuevos antes que reparar los usados.

¿Sabe? Quizá sea porque me sienta más cercano al objeto usado y

porque en el fondo tenga miedo de que un día mi hija haga conmigo lo mismo

que hace con el frigorífico estropeado.

No, no ponga esa cara, no hablo en serio. En la montaña también

hacemos bromas. ¿Qué sería de la vida sin la risa? No crea que es orgullo de

padre, pero mi hija nunca me haría eso. Ella se ha criado aquí y sabe lo que yo

amo esta casa, esta montaña, estos prados. Ella nunca me sacaría de aquí

porque sabe que me moriría de pena en la ciudad.

Además, a ella le gusta esto, aunque solo venga en verano. Y a mis

nietos les encanta. ¿Le he dicho que tengo dos nietos? ¿No? Mírelos en esta

foto. Aquí están con Rayo, mi perro. Lo adoraban. Lloraron mucho cuando un

verano vinieron y él ya no estaba. Es ley de vida. Un verano próximo les pasará

lo mismo conmigo y sufrirán, pero seguirán viniendo todos los años. A mi yerno

también le agrada este aire tan puro y esta tranquilidad.

No sé si se ha dado cuenta, pero fue idea suya colocar las placas

solares en el tejado. Aquí siempre habíamos calentado el agua al sol en

verano, pero esto de las placas es un gran invento. Mi yerno está obsesionado

con aprovechar la energía al máximo, con no derrochar nada, con usar el

mínimo imprescindible. El piso de la ciudad está perfectamente aislado para

que no se escape el calor y aprovechan la luz natural todo lo posible.

Quiso hacer aquí un estudio de eficiencia energética y se dio cuenta de

que ya antiguamente, aunque no tenían placas solares, orientaban las casas al

sur y hacían ventanas grandes al sur y diminutas al norte. Por no hablar del

grosor de estos muros, que hace la casa fresca en verano y cálida en invierno.

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Pero yo le dejé hacer, que lo descubriera por sí mismo. Si él también

ama esta casa y estos prados, podré irme tranquilo en busca de Aurelia

sabiendo que dejo este trozo de montaña en buenas manos.

No me responda más que con un gesto y siga, siga bebiendo el caldo.

Usted también vive en una ciudad, supongo. No piense que desprecio la

ciudad. No es cierto. Cuando voy allí a visitar a mi hija, disfruto mucho yendo al

cine y al teatro. Y envidio esos hospitales que tienen allí. Aquí más vale no

ponerse enfermo. Los médicos del pueblo hacen lo que pueden, pero son tres

para 40 aldeas y tres pueblos y aquí ya ha visto lo traicionero que es el otoño.

Sin embargo, lo que nunca he comprendido es esa obsesión por

acaparar cosas: un piso, un coche, otro coche mejor, otro piso en la playa,

ropa, más ropa, muebles, otros muebles nuevos, dinero, más dinero, todo el

dinero posible, tierras, más tierras, todas las tierras…

Fíjese, aquí hemos vivido miles de años y nunca hemos tenido mucho,

pero sí lo suficiente, que es bien poco.

Solamente un trozo del prado circundante a las casas es privado, el

resto, la gran porción que asciende a las cumbres y que come el ganado en

verano, no es de nadie y es de todos.

No me mire así, ya sabe a qué me refiero, son prados comunales, del

concejo, y el concejo reparte su uso porque lo importante no es la propiedad, lo

crucial es su utilización, poder llevar ahí al ganado por un precio justo, sin que

nadie se enriquezca sentado en casa, sin hacer nada, con el sudor de otros. Ni

por todo el oro del mundo vendería los prados el concejo porque el ganado no

come oro.

¿Y sabe usted cómo se hace el reparto de los prados comunales? No,

no me responda, su movimiento de hombros ya lo está haciendo. Usted piensa

que es un sorteo, que la suerte lo decidirá y que ése es el sistema más justo.

No lo es. La suerte siempre es caprichosa y esquiva. Aquí hacemos lo mismo

que los pescadores del cercano Cantábrico: uno de los ganaderos hace los

lotes para el reparto de los pastos y ese ganadero es el último en escoger.

Ingenioso, ¿verdad? El sistema ha garantizado que todos los lotes fueran

semejantes desde tiempo inmemorial.

Ahora, con el turismo, el concejo anda un poco revolucionado y los

habitantes estamos divididos. Usted mismo ha venido hasta aquí, en esta

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época traicionera del año, y se ha quedado atrapado en mitad de la ventisca

por hacer ese estudio ambiental que me ha dicho y eso solamente puede ser

por el turismo. Nadie hace estudios de ésos porque sí. Y si el resultado de su

estudio es favorable, se llenará esto de gente, construirán carreteras, hoteles

en el pueblo y nuestra forma de vida desaparecerá.

No, no se inquiete. Usted hace su trabajo, se vuelve para su casa y tal

vez nunca más pise esta tierra. Para usted esta visita será un informe en un

papel y el recuerdo fugaz de un viejo que le salvó la vida en mitad de una

ventisca.

Pero yo conozco a mis vecinos, al concejo, a la gente de la montaña y

sé que nadie querrá renunciar a esto: a esta paz, a esta serenidad, a esta

comunión con la naturaleza, a esta forma de vida ancestral. Tal vez los

jóvenes, sí, esos jóvenes que salieron a estudiar a la ciudad y que ya no

regresaron más que de vacaciones. Tal vez mi hija, sí, tal vez los hijos de otros

paisanos. Pero todo eso sucederá cuando ninguno de los que vivimos aquí

estemos ya.

***

El señor Esteban quedó en silencio con la mirada perdida en la lumbre,

como queriendo adivinar en el crepitar del fuego un futuro en el que él ya no

sería protagonista.

Por un instante creí haber sido descubierto y temí que aquel anciano,

aparentemente analfabeto, supiera más de lo que aparentaba de mi fraudulenta

visita. En realidad, azuzado mi temor por la terrible experiencia vivida en el

interior de un coche al borde de la congelación, aguardé a que el señor

Esteban arrojase a la lumbre en cualquier momento los documentos de mi

cartera y consideré justo que me arrojase a mí también.

Nada de eso sucedió, sin embargo. Superado aquel silencio crítico, más

crítico por mis infundados temores, el caldo caliente consiguió reanimar mi

garganta y la voz, muda por el frío gélido, comenzó a brotar en mí de nuevo.

Al principio era un susurro tenue y tembloroso que no reconocía, parecía

surgida de un abismo insondable, como si fuese una voz de ultratumba; pero,

después, sucesivos tragos de aquel caldo milagroso le devolvieron su tono y su

timbre habitual y durante minutos, tal vez horas, brotaron de mis labios

luminosas y conmovedoras palabras de agradecimiento. Tantas, y tan sinceras,

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que descargaron una lluvia de emoción en la mirada del señor Esteban y una

tormenta de histeria en mis ojos anegados.

Cuando la tempestad amainó, como amainan todas las tempestades, me

creí en el deber de alabar su vida sencilla, tremendamente respetuosa con la

naturaleza, en simbiosis con el entorno, y en la necesidad de apuntar que yo,

también, allá en la ciudad, en la medida de mis posibilidades hacía algo por el

medio ambiente. Y le hablé del reciclado, de cómo en mi casa teníamos un

caldero para la basura, otro para el papel, otro para el vidrio y otro para el

plástico, Y cómo, además, íbamos a empezar a usar otro más para separar la

basura orgánica para llevarla después a un contenedor marrón y que se

pudiese reciclar en compost para los jardines.

El señor Esteban sonreía con la condescendencia de quien, durante

toda su vida y sin contenedores de diferente color a su alcance, siempre ha

reciclado todo.

—No se es limpio por reciclar, sino por no generar tantos residuos —me

pareció decir sin recordar dónde lo había leído.

Quise contribuir un poco más a su discurso ecológico con otro grano de

arena en la inmensidad del desierto y le aseguré que en mi casa éramos 4

personas —y le mostré la foto de mi esposa y mis 2 hijas en la pantalla de un

móvil fuera de cobertura— y que no derrochábamos nada de agua. Nunca nos

bañábamos —siempre nos duchábamos— y placas solares en el tejado

calentaban el agua. Además, la lavadora era de máximo ahorro energético y no

teníamos lavavajillas. Dosificadores en los grifos disminuían el chorro de agua

y nunca dejábamos un grifo abierto más de lo necesario.

No sabía por qué, pero aquella experiencia al borde de la muerte y

aquella conversación con el señor Esteban me habían lanzado a una

competición por demostrar que yo era más ecológico y sostenible de lo que

nunca hubiese imaginado.

Recordé en aquel momento la obsesión de mi mujer por el mercado de

proximidad y por comprar siempre productos de kilómetro 0 y por los huertos

ecológicos que te surtían de productos de temporada, por aquellos lotes de

verduras y hortalizas que, una vez a la semana, traían a casa y a los que nunca

les había dado mayor importancia.

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Ya estaba lanzado a hablar al señor Esteban de todo aquello y a

demostrar ante él, como si de un juez se tratase, mi inocencia ante el cambio

climático recitando lo que hacía yo, humilde ciudadano, para luchar contra él

bajo el principio de que “para cambiar el mundo hay que empezar por

cambiarse a sí mismo”. Ya estaba a punto de encontrar un manantial de

palabras cuando toda la tensión acumulada por la proximidad de una muerte

gélida, por la posterior salvación inesperada y por la resurrección cálida al amor

de la lumbre del señor Esteban, toda la tensión se precipitó sobre mis párpados

de repente, sin previo aviso, y un denso sueño reparador oscureció mi mirada e

invadió mi alma.

Tres días pasé en la casa del señor Esteban, sin despegarme de la

lumbre, recuperando todo el calor que había perdido atrapado en mi coche a

merced de la ventisca. Tuve suerte de que me encontrara al filo de la

congelación. Dice que un tímido claro de luna le marcó mi posición y que desde

siempre la gente de la sierra se ha ayudado mutuamente para sobrevivir.

No sé, un pensamiento me atenaza, aquel anciano, solo en la montaña,

sin teléfono, sin coche, casi analfabeto, es capaz de leer la tormenta, de

escuchar los vientos, de entender las señales que la naturaleza muestra, de

sobrevivir en un entorno inhóspito y hostil. Y yo, con todos mis estudios, mi

cultura, mi tecnología, mi orgullo… ¿No seré acaso yo el analfabeto?

Al tercer día una grúa llevó al taller mi coche con la firma del señor

Esteban en la guantera y la futura ciudad de vacaciones ya en mi mente.

***

Nunca entregué aquel documento; en su lugar propuse a la constructora

que buscase otro emplazamiento por la reticencia de algunos propietarios a

vender y deseé que el señor Esteban, la sierra y toda su sabiduría ancestral

permanecieran allí intactas para siempre.

Desde entonces, cada vez que enciendo mi móvil en un lugar remoto y

no hay cobertura aparece ante mí la imagen inocente, sencilla y auténtica del

señor Esteban y creo oír su voz ronca, ingenua, sincera y profundamente sabia

señalando mi coche y diciendo:

—Dígamelo dentro de 100 años.

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DE CÓMO CLAVILLO ACABÓ SIENDO CLAVILLO Navia Gaifeiros Segundo Premio

Eliana Bouzas Collazo, de Valga (Pontevedra), y ganadora del segundo premio, manifestó que “el placer por la lectura ha desembocado en mí el gusto por la escritura. Junto a mi afición por la palabra, está la necesidad de buscar respuestas a los acontecimientos, a las circunstancias con las que me tropiezo; así el no aceptar la cultura ‘del usar y tirar’, el asumir

un compromiso con el entorno, el investigar nuevas formas de vivir, más respetuosas con nosotros/as mismos/as, el territorio, las personas, el medio ambiente, me ha conducido a cursar estudios de Responsabilidad Social Corporativa y a seguir indagando en experiencias relacionadas con la innovación y la economía social, el consumo responsable, la economía circular… Así fue como conocí la Fundación para la Economía Circular y este certamen. Me gustó mucho la idea y estuve barajando varias opciones para escribir mi historia. En eso conocí a Emilio y su afición (que quería convertir en profesión). El inspiró ‘Mi Clavillo’; el saber aprovechar/dar segundas oportunidades, el ver belleza y utilidad donde la mayoría sólo ven desechos. El mirar de forma diferente es lo que conduce a un mundo distinto y eso es parte de la filosofía de la economía circular”.

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I Los años no pasan en balde. Me siento vieja y desgastada. El silencio, la

suciedad, el polvo y las telas de araña lo impregnan todo. Mi cuerpo, fuerte y

resistente, es agujereado poco a poco, sin tregua. Estoy carcomida, cansada

de todo, cansada de nada.

A veces, como hoy, cuando la lluvia se cuela sin tregua por el tejado, tan

roto y agujereado como yo, me da por pensar en aquellos años llenos de

sonidos, de luz, de vida. La casa engalanada, las fiestas interminables, las

damas con sus impresionantes vestidos largos, los caballeros de esmoquin y

fumando aquellos horribles puros. Era lo único que detestaba: el humo. Me

encantaba observar desde lo alto, desde mi horizonte privilegiado. ¿Y ahora?

Ahora no queda nada de todo eso.

Un día llegó una carta, escuché llantos y esa terrible frase “estamos en

la ruina”. Ahí empezó todo. Se apagaron las luces, se acabaron la diversión y

las risas. El timbre dejó de sonar. Poco a poco se llevaron los muebles, las

hermosas alfombras, las grandes lámparas de cristales multicolor… hasta que

un buen día la puerta se cerró. Sin más. “Se han marchado”, corrió la voz. “La

casa está en venta”. De cuando en cuando, la puerta se volvía a abrir para dar

paso a gente extraña que no regresaba. Ya no me acuerdo cuando fue la

última vez de todo aquello.

¿A qué huele? ¿Qué es ese crepitar? ¡Oh no, han vuelto los hombres de

los grandes puros! No puedo respirar, me ahogo, el humo se cuela por mis

agujeros. El calor me abrasa, oigo como todo cae a mi alrededor. ¿Qué

sucede?

Me duele todo, el olor a quemado lo inunda todo. Junto a él, una

humedad humeante, viscosa. Lo último que recuerdo son las bocinas, esas

luces intermitentes y el ajetreo de la gente. Después, un sueño nebuloso e

intranquilo del que me acabo de despertar. El sol me quema, levanto la vista y

no hay nada más que una gran mancha de hollín.

Me llegan voces, griterío de gente y pájaros, el ladrido de los perros.

¿Qué ha pasado? Miro hacia abajo, la luz entra a raudales por todas partes,

me deslumbra y daña mi piel, ya de por sí bastante maltratada. La puerta

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chirría, se oyen golpes y ruidos para mí desconocidos. Entran varias personas

y observan las paredes, me miran sin verme. No puedo saber lo que dicen, mi

oído ya no es lo que era. Están ahí abajo, lejos… y el sonido de sus palabras

se pierde entre martillazo y martillazo.

***

Sólo logro discernir una palabra, el eco de esa palabra maldita, “ruina”.

Mi cuerpo se estremece. Siento que todo ha acabado. No hay esperanza, el

fuego ha quemado la casa y los técnicos han decidido derruirla. En pocos días

vendrán las máquinas y todo quedará reducido a escombro, a cascotes

inservibles que iremos a parar quién sabe dónde.

A la mañana siguiente, temprano, escuché su voz; era una voz dulce y

amable pero firme. Una voz cautivadora que llenaba el espacio de tranquilidad

y —¿por qué no decirlo?— de aliento. Es absurdo, lo sé, pero sentí cómo esa

sensación penetraba en mí. Resulté reconfortada y llena de alegría. Mañana

tras mañana, esperé volver a oír su voz. Las mañanas dieron paso a las tardes,

y estas a las noches, y todo permanecía igual. Un día, un fuerte golpe en uno

de los laterales me despertó. Después, el ensordecedor ruido de máquinas y el

movimiento ajetreado de operarios con casco. Lloré como nunca había llorado.

“Vieja estúpida”. Venían a por mí y yo ya no tenía fuerzas para resistirme. El

hombre de la voz amable se había llevado consigo todas mis esperanzas.

Perdí el conocimiento, la noción de tiempo y espacio. ¿Quién era?

¿Dónde estaba? Escuché, olí, toqué. Estaba en un sitio extraño, en contacto

con una superficie dura y fría. Acostumbrada a mirar desde lo alto, el no poder

hacerlo me oprimía, al igual que el contacto directo con el suelo.

No puede ser, pensé, pero mis oídos no podían equivocarse, su voz se

había quedado adherida a mi piel. Era él, tenía que ser él. Estaba salvada.

Se agachó, noté el tacto de su mano. Cómo ésta me acariciaba,

observándome en silencio, calibrando mi aspecto ennegrecido, herido por años

y años de humedad y polilla.

II “Es una buena madera. Está muy estropeada y carcomida pero una vez

limpia y trabajada se pueden hacer maravillas con ella”. Estos fueron los

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primeros pensamientos de Emilio cuando estudió, detenidamente, la viga que

había rescatado del incendio de la Ferrería.

Había conocido, por las noticias, que aquella casa, largo tiempo

abandonada y que acababa de sufrir un mediático incendio, iba a ser derruida

porque su estructura estaba seriamente dañada y era un peligro para los

viandantes.

Emilio era un enamorado de los materiales nobles. Sabía reconocer el

potencial de un trozo de madera aun estropeado por la humedad y la polilla. Su

experiencia, pericia y dedicación eran de quien procuraba nueva vida a vigas y

otros elementos rescatados de derrumbes, a viejos muebles abandonados, a

ramas y restos de poda… Esa era la materia prima de sus obras, materia que

él se encargaba de transformar en objetos originales, diferentes, útiles y de

largo recorrido.

Aquella viga era especial, no cabía duda; de una calidad única a pesar

de su aspecto ennegrecido, carcomido e hinchado por el exceso de humedad.

Tenía mucho trabajo por delante con aquella pieza y aún no sabía en qué se

acabaría transformando, pero seguro que, fuese lo que fuese, sería un objeto

único y hermoso.

Lo primero limpiar las partes estropeadas. Solo una vez hecho esto

podría escuchar su “corazón”, pues sería éste el que le indicara qué forma le

gustaría adoptar en su nueva vida.

Emilio era un mero ejecutor. Su trabajo consistía en escuchar, en sentir

la textura, en observar las pulsiones y esos pequeños detalles que escapan a

un ojo no entrenado.

III Cada día me sentía más ligera; había rejuvenecido, libre de capas de

mugre y sanadas las heridas causadas por la polilla. Me encantaba sentir cómo

el cepillo se deslizaba por mi cuerpo, limando asperezas. El delicioso olor a

aceite envolvía todos mis sentidos y podía notar cómo me impregnaba,

tonificando y nutriendo mi piel. Jamás me había sentido tan mimada como

ahora, en manos de Emilio.

Sabía que nuestra relación entraba en otra fase; debía dar forma y

sentido a mi cuerpo. No volvería a ser esa viga fuerte que sostenía a toda una

casa. No me importaba, estaba preparada para la transformación, aun

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sabiendo que ésta iba ser dolorosa. Mi hechura, toda una, sería separada para

vivir nuevas vidas. Confiaba en la mano experta de Emilio a pesar de que lo

veía dudoso, siempre mirando aquellos papelotes, sin acabar de decidirse.

El milagro se obró una mañana. Una niña entró. Con su manita me

acarició y, acercando un pequeño taburete, subió a horcajadas, rozándome con

su tierna mejilla y rodeándome con sus brazos. Podía sentir el olor de su

cuerpecillo, el tenue peso de su pelo. Su respiración suave y dulce. Se había

quedado dormida sobre mi cuerpo. Me mantuve quieta y silenciosa, no quería

perturbar su plácido sueño.

“Anais”, escuché que llamaban, “Anais, ¿dónde estás?”. Una chica joven

y de pelo castaño, que supuse era su madre, se acercó y delicadamente

separó su cuerpo del mío para no despertarla. Muy despacio y en silencio se

marchó con la niña en brazos, dejándome huérfana de ese pequeño ser que

acababa de conocer. Su fragancia infantil quedó en mí y añoraba su

cuerpecillo, el calor que desprendía, la tierna expresión de su cara mientras

dormía en mi improvisado regazo.

La niña volvió más tarde. Esta vez en compañía de Emilio, su abuelo.

Había algo de él en ella; ese mirar curioso y, sobre todo, la suavidad de su

tacto. Apenas hacía unas horas que la conocía y ya la extrañaba. Quería estar

con ella, formar parte de su vida, de sus risas, de sus juegos. Anais parecía

sentir lo mismo.

Su abuelo notó esa conexión entre nosotras. Cogió uno de sus

papelotes y se lo enseñó a la niña. ¿Qué te parece si con esta madera

construimos un bonito caballo? Anais abrió los ojos, loca de contenta y estuvo

girando sobre sí misma un buen rato, mientras aplaudía. “Sí, sí, sí, abuelo”.

Así fue como un aspecto diferente comenzó a fraguarse en mi cuerpo.

Fueron tiempos extraños, de mucho ajetreo y un no reconocerse. Ruidos

ensordecedores, máquinas infernales que me convertían en delgados listones.

Eso fue lo peor.

Después vino el mimo y el cuidado de Emilio, dando forma a cada

detalle, lijando con esmero. Anais también contribuyó lo suyo, frotando mi

superficie con un trapo untado en aceite natural. Sentada en el suelo, con las

piernas abiertas, sujetaba una de mis partes, pasaba su mano por los perfiles

recién lijados. A continuación, con sumo cuidado y ligeros golpecitos, me

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bañaba en aceite, tal como le había enseñado su abuelo. Podían pasarse

horas y horas, absortos cada uno en su trabajo, hasta que una voz, a la que no

ponía cuerpo, los llamaba.

Mañana será otro día, decía Emilio. Cogía a Anais de la mano y los dos

se iban para dejarme a mí sola, contemplándome y constatando que, aunque

por separado, seguía siendo yo.

Al día siguiente, ninguno de los dos apareció, tampoco al otro ni al otro.

¿Se habrían olvidado de mí? ¿Les habría pasado algo? ¿Y ahora qué? Mis

partes esparcidas por el taller. Ahora que solo quedaba ensamblar y ponerme

bonita. En esas estaba, cuando una parte de mí llamó mi atención.

—Oye, ¿y yo qué?

Al principio, no lograba entender qué me quería decir, hasta que me fijé

un poco más. Seguía siendo solo un trozo de viga.

—Pues no sé chica, tú serás otra cosa. A ver, ¿a ti que te gustaría ser?

—La verdad es que no tengo mucho interés en acabar convertida en un

simple objeto para el divertimento de esa niña mimada.

—¡Eh!, que Anais no es ninguna mimada; es divertida, graciosa y muy

trabajadora, o ¿no te has fijado como ayuda a su abuelo?

—Que sí, que vale, lo que tú digas, pero ¿qué quieres que te diga? Los

niños no son lo mío. Yo me imagino guardando tesoros provenientes de otros

mares, de esos con mil historias que contar … —y, sin más, se sumergió en

sus propias fantasías.

Sus palabras quedaron ahí, perfumando de pesadumbre el ambiente.

¿Realmente quería yo convertirme en un caballito? Siempre me han

gustado los libros… y ¿si fuese una librería? ¡Oh no, ahora ya era demasiado

tarde para cambiar de opinión! El miedo se apoderó de mí, ¿me habría dejado

guiar por el impulso contagioso de una niña? ¿y si ni caballito ni nada de nada?

¿y si me quedaba así: descompuesta, ciscada de cualquier manera, en un viejo

taller? Me veía, otra vez, presa fácil de la polilla y la humedad. Me ahogaba, no

era capaz de respirar. Anais y Emilio ¡no podían hacerme esto! ¡No podían

dejarme así, de cualquier manera! Algo debió pasar, pero ¿qué?

La respuesta a mi pregunta se hizo esperar aún unos días más. Una

tarde, cuando la pereza propia de la sobremesa me acompañaba, oí como la

puerta se abría y entraban dos hombres. Uno era Emilio, el otro no lo conocía.

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Emilio fue recogiendo las piezas de madera, una a una y depositándolas en su

mesa de trabajo.

—¿Y esto? —preguntó el desconocido.

—Son las piezas del caballito que estoy haciendo para Anais. Ahora solo

queda engarzarlas unas con otras, pero con todo el rebumbio de los últimos

días en el trabajo, no he tenido ni tiempo ni ganas para hacerlo. Hace días que

no entro aquí.

—Es una pena —le contestó el otro—. La verdad es que lo que tú haces

con todos esos objetos inservibles es digno de admiración. ¿Has pensado en

dedicarte profesionalmente a esto?

Así que era eso. Emilio había tenido problemas en el trabajo. Estuve a

punto de gritarle a ese ignorante “que yo no era un objeto inútil” sino un trozo

de madera con mucha historia y saber a mi espalda. ¡Qué sabría el fulano este!

Pero en algo llevaba razón. Emilio es bueno con lo que hace. En el

tiempo que he vivido aquí he visto auténticos ingenios; desde un perchero

fabricado con ramas de poda hasta una vieja cámara fotográfica reconvertida

en lámpara o las mesitas hechas con palés. He visto la ilusión, el cariño y el

tiempo que ha puesto en cada pieza. Ese disfrutar con lo que hacía sin importar

lo que sucedía ahí fuera. Podría haberse acabado el mundo, fulminado por un

meteorito, que él no se habría enterado.

—No sé —dijo Emilio—. Lo he pensado en más de una ocasión, pero

una cosa es hacerlo por afición y otra muy distinta que pueda vivir de esto.

Sería maravilloso, aunque no es tan fácil: cada pieza de estas es única e

irrepetible. Todo o casi todo el trabajo es hecho a mano y son horas y horas.

¿Crees que habrá gente suficiente dispuesta a pagar por todo el trabajo

invertido en un simple mueble?

—¿Y por qué no? Hay mucha gente concienciada de la necesidad de

hacer un uso responsable de los recursos. Y tú lo haces, le das otra vida a

elementos predestinados a acabar en el vertedero o peor aún, tirados en

cualquier sitio. No estoy diciendo que sea fácil, pero creo que bien planificado,

con una línea pequeña de productos y centrándote en la fabricación bajo

demanda podría funcionar. Además, siempre puedes compaginarlo con

formación y consultoría en esta temática y la venta de los productos que utilizas

para hacer tus creaciones. Yo, en tu lugar, me lo pensaría.

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O sea, que Emilio invierte su tiempo libre en buscar materiales para

darles una segunda oportunidad. La verdad es que nunca lo habría pensado.

Ahora me explico por qué muchos días sólo se acercaba un ratito o pasaba

tiempo sin verlo. Pues no es mala idea la del tipo este. Está claro que no se

puede prejuzgar a nadie. ¡Hasta el más nimio puede tener buenas ideas!

Aclarado el porqué del abandono de Emilio, ¿ahora qué pasa conmigo?

¿Cuándo volveré a ver a Anais? Lo cierto es que la extraño mucho. Me

veo ya convertida en todo un caballo, en el que la niña cabalga una y otra vez.

Puedo escuchar su risa, ver su cara iluminada y ligeramente enrojecida por

tanto trote.

—Pues sí, a lo tonto, a lo tonto, has aclarado tus ideas.

Me sobresalto al escuchar estas palabras.

—Tranqui, colega. Soy yo, el trozo de viga que sigue sin oficio ni

beneficio.

—¡Ah, qué susto me has dado! Me había olvidado de ti.

—Ya, parece que ese es mi signo. No desesperes mujer, que tarde o

temprano encontrarás tu lugar.

—Si tú lo dices…

IV Aquella noche, Emilio fue incapaz de dormir. ¿Y si se planteara en serio

dedicarse a la fabricación de objetos, a partir de desechos y materiales

inservibles? El crear, el transformar, el ir descubriendo el potencial de cada

materia, al tiempo que eliminaba las partes dañadas, era algo con lo que

disfrutaba especialmente. Perdía la noción del tiempo, se olvidaba de todas sus

preocupaciones. Todo quedaba en un segundo plano. Y esos días, en los que

trabajó, codo con codo, con su pequeña fueron especiales. Ver la ilusión de la

niña, el modo en que frotaba con esmero y sumo cuidado las piezas de

madera, fue algo difícilmente descriptible.

Después vino lo otro, esos malditos avarientos a los que nunca les llega

nada. El puñetero dinero, una y otra vez. Engañar, mentir, utilizar a las

personas. ¿De verdad vale la pena? Él tiene muy claro que no va a dejar en la

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estacada a sus clientes y que hará todo lo que esté en sus manos para que

éstos recuperen su dinero. Cuando eso acabe… pues, ya pensará si sigue el

consejo de Fermín.

Lo primero es lo primero y mañana toca acabar el caballo. “Quiero

tenerlo listo para cuando Anais venga el sábado. Además, con la parte que no

utilice puedo hacer una caja para mi hija, una caja como la que tenía de niña,

aquella donde guardaba todos sus tesoros”.

Dicho y hecho. A la mañana siguiente se levantó temprano y, después

de tomar un café solo, se metió en su “guarida”, como le gustaba llamarla a su

esposa. Sería estupendo que ella participara de su idea y pudiesen trabajar

codo con codo; así podrían pasar más tiempo juntos, tal como soñaban cuando

eran jóvenes.

Cogió, una a una, las piezas y fue montándolas. Acabó de aplicarle los

últimos retoques y listo. El caballo estaba preparado para, junto a su pequeña

amazona, vivir multitud de aventuras. Emilio lo contempló satisfecho. Habrá

que buscarte un nombre. ¿Cómo te gustaría llamarte caballito?, o ¿dejamos

que sea Anais quien lo decida?

Después de comer, reanudó el trabajo. Ahora era el turno de la caja

guarda tesoros. Quería, si la memoria se lo permitía, recrear aquella caja que la

madrina había regalado a su hija y que ésta llevaba consigo, a todas partes,

hasta que, por un descuido estúpido, acabó debajo de la rueda de un camión.

¡Qué desconsuelo, qué pena más grande se adueñó de la niña durante días y

días! Tanto él como su madre le habían insistido para comprar otra cajita pero

la niña no quería más que la suya. ¿Qué tendría guardado en ella? Por más

que le preguntaron nunca se lo dijo.

V He vuelto a la ciudad o, mejor dicho, a las afueras de la ciudad. Ahora

vivo en una pequeña urbanización de casitas con jardín. Todo muy “cool”,

aunque mi vida transcurre entre la habitación de Anais y la casa de sus

abuelos. Estoy encantada siendo Clavillo, un hermoso corcel a lomos del cual

Anais corre una y mil aventuras. Unas veces surcamos los cielos, otras

trotamos por peligrosos despeñaderos o galopamos por la estepa siberiana.

Clavillo, ese soy yo ahora. No muy lejos de mí, se encuentra parte de mi

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antiguo yo, aquel trozo de viga que acabó convirtiéndose en una preciosa caja

que Marta, la madre de Anais, tiene en la cómoda de su habitación, que, por

cierto, también fue hecha por Emilio a partir de un antiguo chinero que, tal

como paso conmigo, empodrecía de tristeza, olvidado en un viejo trastero del

que nadie parecía tener la llave.

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LA BOLSA O LA VIDA Isola Bella Tercer Premio

Isabel Núñez Márquez, sevillana pero afincada en Madrid, ha sido la ganadora del tercer premio. “Me encontré con una gran dificultad porque siempre había escrito sobre ficción y no sobre la más rabiosa actualidad, como en este caso sucede con la

economía circular; además, así lo recogían las bases”. Sorprendida por la capacidad de respuesta que ha tenido su relato en las redes sociales, dedicó el premio a su familia y, especialmente, a sus hijos pequeños, presentes en el acto de entrega, diciendo que “al fin y al cabo, los niños son la representación del futuro”.

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I Aquella mañana, Sabata no había acudido a la ventana.

Cada día, acurrucada entre sus esponjosas alas, esperaba paciente en

el alféizar a que, desde el interior, el sonido del viejo despertador rompiese el

silencio. Entonces se estiraba, dejando al descubierto su inusual pie de color

rojo y se arreglaba las plumas con el pico, deseando que Roque izase la

persiana y la invitase a entrar.

El marinero le ofrecía su brazo y ella, pizpireta como pocas, subía hasta

el hombro con aire triunfal, sabiendo que le esperaba su buen desayuno.

Roque miró disgustado el cuenco de pan migado en agua que le había

preparado. Cerró la cafetera forzando el mango, que se partió en dos y

refunfuñando se fue al baño. Cada día le costaba más trabajo meter la pierna

mala en la bañera. Su mujer le decía que debían cambiarla por un plato de

ducha, que ya no tenían edad para aquello, pero él sabía que la verdadera

razón era su pierna. Quedó muy dañada en el accidente cuando se le

enganchó al molinete que recogía los aparejos, pero afortunadamente pudieron

salvársela. Aún así, el viejo pescador nunca dio su aprobación para sustituir la

bañera y ahora que su esposa le faltaba, no tenía ánimo para aquello.

Todavía mojado y enrollándose torpemente la toalla sobre sus tatuajes

azulados, salió presuroso del baño. Creía haber oído algo en la ventana, pero

cuando llegó a ella, comprobó con pesar, que no era más que una rama que

movida por el viento, golpeaba con desgana el cristal.

A través del mismo, se quedó mirando fijamente cómo llegaban las olas

furiosas a la orilla del mar, salpicando en vano la arena humedecida por la

lluvia de la noche anterior. Un silbido agudo proveniente de la cocina, lo sacó

de sus pensamientos. El café se estaba escapando de la cafetera a

borbotones, y el cubre fogones de papel de aluminio había quedado inundado

bajo él. Con un rasgado paño de cocina, sacó la cafetera del fuego y la metió

bajo un chorro de agua fría, llevándose un dedo quemado a la boca.

No había tiempo para recoger aquel desastre o preparar otro café.

Se puso la camisa de los domingos y se la abrochó con dificultad. Le

faltaba el botón del cuello desde hacía unos meses, pero no se apreciaba bajo

su espesa barba gris. Agarró la gorra azul de marina que le regalaron por su

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jubilación y se puso rumbo a la Cofradía de Pescadores, no sin antes volver,

apesadumbrado, su mirada a la ventana de nuevo.

II Llegó a la puerta de la Cofradía diez minutos antes de la convocatoria.

Sus compañeros, algunos de los cuales ya estaban entrando, lo saludaron con

respeto. Dudó por un momento si acompañarlos al interior o pasar fugazmente

a la tasca de en frente a por un café. El sonido de su estómago lo sacó de

dudas.

—¡Don Roque! ¡Qué alegría tener al Patrón Mayor por aquí! —lo saludó

el tabernero mientras secaba un vaso opaco con un trapo—. ¿Qué le pongo?

—Buenos días, Genaro. Ponme un carajillo —indicó mirando a través de

la ventana medio empañada—. Ponle un poco más de brandy que hoy lo voy a

necesitar.

El tabernero lo miró consternado.

Una ráfaga de aire irrumpió en la tasca, zarandeando las antiguas fotos

que mostraban la historia de la Cofradía a lo largo de los años. Genaro salió de

detrás de la barra y aseguró el pestillo de la cristalera.

—Soplan vientos de cambio —dejó escapar con melancolía—. Hace un

rato han estado aquí el Pedro y el Rogelio y ya me han dicho que vienen unos

de Madrid a jorobar otra vez, ¿no?

Roque se bebió el carajillo de un tirón y con un golpe seco, dejó el vaso

en la barra.

—Eso parece —contestó con las aletas de la nariz hinchadas—. ¿Qué

sabrán esos me-que-tre-fes de secano, con su palabrería y sus aires de

ciudad?

—Verdad —asintió el tabernero, llevándose una tiza detrás de la oreja.

—¿Qué te debo? —dijo Roque mientras se ponía en pie y se enroscaba

la gorra con el ceño fruncido.

—Nada, nada. Vaya ahí y si vienen contra nosotros… ¡defienda el arte

del oficio!

El marinero se puso en pie y empuñó su bastón, enfilando decidido la

salida.

—Por cierto, ¿y la Sabata? —preguntó extrañado Genaro.

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El Patrón paró en seco. Volvió la mirada hacia su hombro, como si

acabase de descubrir que el pájaro no lo acompañaba.

—No lo sé. Hoy no ha venido por casa —contestó cabizbajo.

—¡Claro, claro, es la época del celo! Se habrá echado un novio y estará

por ahí con él —bromeó Genaro.

Pero Roque no rió. Apartó torpemente las tiras metálicas de la cortina de

la entrada, y dejó escapar un suspiro que se perdió en el tintineo.

III A la hora en punto, Roque abrió las puertas emparejadas de la Cofradía,

que a modo de anunciación, chocaron sonoramente con las paredes. Su figura

se dibujaba a contraluz, y la algarabía que resonaba en el interior, se ahogó de

golpe.

Mientras avanzaba lentamente por el pasillo central de la sala, los

asistentes fueron tomando asiento a ambos lados, en una especie de efecto

dominó donde él era la pieza de salida. Al llegar al fondo de la estancia, todos

estaban sentados. Todos a excepción de una chica que, enfundada en una

elegante gabardina, lo esperaba ante la gran mesa que hacía de estrado.

—¿Cómo está usted? —lo saludó ofreciéndole la mano con una gran

sonrisa—. Soy… —Pero no acabó la frase. Roque había pasado ante ella

como si no la hubiese visto.

La sala estaba en completo silencio. El Patrón Mayor arrastró

pesadamente la silla que iba a ocupar, dejó el bastón sobre la mesa y saludó a

derecha e izquierda al Presidente y al Secretario de la Cofradía. Con voz

atronadora, se dirigió a sus oyentes.

—Buenos días. Como ya sabéis, os he convocado para zanjar, de una

vez por todas, este asunto de la recogida de plásticos —sentenció—. Cuando

no son acusaciones por sobrepesca, es que destruimos el fondo marino y así

constantemente. Ahora llevamos meses sufriendo el bombardeo de peticiones

para que traigamos a tierra la basura que queda atrapada en nuestras redes y

hay que ponerle un final a esto ya. Nuestro trabajo es muy duro, nuestra

profesión es muy sacrificada y no podemos estar atendiendo los caprichos de

estos verdes… que no tienen ni idea de lo que es la mar —dijo clavando su

mirada en la chica por primera vez—. Somos pescadores, no dentistas, ni

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albañiles ni basureros. Echamos las redes, cogemos los peces y todo lo que

sobra lo tiramos por la borda. Así es como lo hemos hecho siempre y así lo

seguiremos haciendo. ¡No hay más que hablar!

Agarró su bastón y se dispuso a ponerse en pie, viendo con satisfacción,

como la chica comenzaba a caminar por el pasillo, en dirección a la salida.

Roque miró la esfera rallada de su reloj de cuerda. No habían

transcurrido ni cinco minutos y como en sus mejores tiempos, ya había resuelto

el asunto. Ahora le parecían ridículos los nervios pasados en días anteriores,

mientras se preparaba el discurso para despachar a aquellos ecologistas… o lo

que quiera que fuesen. Los madrileños, después de tanta insistencia por

reunirse, sólo habían mandado a una muchacha y se la había quitado de en

medio de un plumazo. O al menos eso creyó por un momento, hasta que se dio

cuenta que la chica no estaba abandonando la sala, sino que había avanzado

hasta la mitad del pasillo y aclarándose la garganta, tenía la intención de

dirigirse a la audiencia.

IV Los pescadores estaban atónitos ante la situación. No sabían si

levantarse o quedarse sentados, pero antes de que pudiesen parpadear,

aquella chica delgada, se echó para atrás la coleta y les comenzó a hablar.

—Mi nombre es Lucía Morales y como creo que saben, vengo de

Madrid… aunque en realidad soy de Barbate, una localidad pesquera de Cádiz.

Me he criado a orillas del mar y he visto con mis propios ojos, cómo las

conchas que recogía en la orilla con mis primillos, se han ido sustituyendo por

botellas de plástico, tapones y restos de bolsas. Las playas por las que de

chiquilla corría descalza, se han convertido en un campo de minas llenas de

cristales rotos y latas oxidadas. Ustedes saben de lo que les hablo, ¿verdad?

Un par de marineros asintieron con la cabeza inconscientemente. Roque

los fulminó con la mirada.

—Mi padre es pescador y antes que él, mi abuelo y antes que él, mi

bisabuelo… y se me parte el alma cuando me cuenta que día tras día, las

redes vienen cargadas de basura. Esos residuos terminan en los estómagos de

la fauna marina. Las tortuguillas confunden las bolsas de plástico con las

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medusas de las que se suelen alimentar y muchas mueren por ello. Lo mismo

sucede con los cachalotes, las aves y los peces que luego nosotros… nos

comemos. ¿No se dan ustedes cuenta? —les preguntó girándose hacia el

Patrón Mayor—. El plástico en el mar no es un asunto menor o un capricho. El

plástico en el mar, mata. ¡La bolsa o la vida!

Se formó un murmullo generalizado. Roque observaba desconcertado

cómo sus compañeros parecían estar de acuerdo con aquellas afirmaciones.

Empezó a tener calor. Se desabrochó el abrigo y se llevó la mano al hombro

derecho en busca de Sabata. Le tranquilizaba acariciarle la cabeza y sentir

cómo su pico agudo le respondía. Entonces recordó que no estaba.

—Existe una isla de residuos flotantes en el Pacífico Norte. El sexto

continente lo llaman —sonrió Lucía con tristeza—. Sin embargo, aquí en el

Mediterráneo, la basura se hunde. Y como no se ve, pues no existe ¿verdad?

—Se giró para poder ver a toda la sala.

Algunos de los asistentes bajaron la cabeza, huyendo de la mirada de la

chica.

Otros se movían incómodos en sus asientos.

—El mar ha sido un gran vertedero mundial durante muchos años.

Demasiados. Y todavía son pocos los ciudadanos conscientes de su

responsabilidad. Pero esto no tiene por qué seguir siendo así. Esta triste

situación también puede ser una oportunidad y ustedes tienen una de las llaves

del cambio.

V Roque se puso en pie. Estaba viendo venir lo que se avecinaba y lo

tenía que parar.

—Señorita, ¡basta ya! —estalló interrumpiéndola—. No necesitamos que

venga a contarnos lo que vemos cada día y menos aún, que nos culpe por ello.

—¿Culpar? Nooo, al contrario. Bueno, la responsabilidad es compartida

con otros ciudadanos, pero lo interesante es que ustedes son parte clave en la

solución —dijo balanceándose sobre sus zapatillas deportivas, hasta quedarse

de puntillas.

—¿Nosotros? —se oyó preguntar desde la última fila.

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—¡Carmen, si quieres hablar, pide el turno! ¡Respetemos las normas,

por favor lo pido! —reprendió el Patrón Mayor a una de las marineras de la

Cofradía.

Que la gente se estuviese animando a participar, no le parecía buena

señal. Miró a su derecha, buscando apoyo en el presidente, pero este estaba

esperando con atención a que aquella chica enjuta, desvelase cómo era eso de

que ellos eran parte de la solución.

—¡Sí, todos ustedes! Verán, con la presentación movidita que he tenido,

no he podido contarles a qué he venido. Estoy aquí como representante de la

organización donde trabajo: una empresa de moda —hizo una pausa para que

pudiesen digerir aquella información—. Pero es una empresa diferente.

Nosotros fabricamos tejidos a partir de plásticos reciclados. Estas zapatillas —

dijo poniéndose de puntillas de nuevo—, están hechas con botellas de plástico

recicladas y esta gabardina, con poliéster reciclado… del Mar Mediterráneo.

Se armó un revuelo en la sala. Algunos se miraban incrédulos. Otros no

salían de su asombro y a los que menos, les empezó a sonar todo aquel

asunto.

—¡Ah, sí! Mi hija me contó que, en los pueblos vecinos, estaban

recogiendo plásticos para hacer ropa, pero creí que eran fantasías de críos.

—¡Francisco! ¡Pedid el turno si queréis hablar! ¡No lo digo más! ¡El

próximo se va a la calle! —señaló Roque apretando su gorra con las manos.

Aquello se estaba descontrolando.

—Pues su chiquilla tenía razón —confirmó Lucía—. Ya participan más

de 160 barcos pesqueros de arrastre de la Comunidad Valenciana. Los

residuos que quedan atrapados en sus redes, no son devueltos al mar, sino

que los traen a tierra y nosotros los empleamos para fabricar hilo. 70 botellas

de plástico, dan para un metro cuadrado de tejido. Increíble, ¿verdad? La

producción de este hilo a partir de materias recicladas reduce en un 20% el

consumo de agua, en un 50% el consumo de energía y en un 60% la

producción de contaminantes atmosféricos…y las prendas son de gran calidad

—apuntó con orgullo.

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VI

Aquello no era lo que Roque esperaba, pero a esas alturas, no estaba

dispuesto a rectificar.

—¡Ah, ya veo! Entonces lo que quiere es que les hagamos el trabajo,

¿no?

—¡No! ¡Qué disparate! —aclaró Lucía divertida ante tal ocurrencia—. Lo

que vengo a pedirles es su colaboración, pero no solo para que nos faciliten los

residuos que quedan atrapados en sus redes.

—¡Ja! Ya sabía yo que aquí había gato encerrado —apuntó el Patrón

Mayor satisfecho con el nuevo rumbo que estaba tomando aquello. Ella sola

hundiría el barco.

—Lo que vengo a pedirles es algo más grande —dijo Lucía

balanceándose de nuevo—. Es que, con su ejemplo, contribuyan al cambio

necesario para el desarrollo sostenible de la sociedad. Es que hagan posible

proyectos como estos, donde actores de siempre, trabajen bajo un nuevo

enfoque, demostrando que hay otra manera de hacer las cosas, y hacerlas

mejor. Es que ustedes, marineros de tradición, sean un referente y parte del

engranaje en la nueva economía circular, posibilitando el uso eficiente de los

recursos.

Roque se había quedado sin argumentos y observaba atónito, cómo el

entusiasmo se había apoderado de la sala.

—Ustedes recibirán una retribución por esos residuos, nosotros los

empleamos como materia prima y entre todos, les damos una nueva

oportunidad de uso. Los plásticos son un recurso muy valioso, y no deberían

ser desviados a vertedero o al fondo del mar. Así ganaríamos todos. La pesca

sería más sostenible, el mar se iría limpiando, nosotros obtendríamos el

material que necesitamos sin tener que extraerlo de origen, se consumen

menos recursos y contaminamos menos. Es un negocio redondo… o más que

redondo, ¡circular!

El presidente de la Cofradía se puso en pie.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Estupendo! —declaró mientras indicaba con las

manos a la audiencia, que volviesen a sentarse—. ¡Un poco de silencio!…

¡silencio! ¡SILENCIO! ¡Gracias! —Abrió con parsimonia una botellita de agua y

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bebió un trago, más por hacer tiempo para que el personal se calmase, que por

sed. Se acercó hasta donde estaba Lucía y le echó un brazo por los hombros—

. Me ha parecido muy interesante y por el revuelo causado, creo que a mis

compañeros también. Por eso opino que deberíamos someter a votación la

colaboración que nos piden, aunque parece bastante claro el resultado —dijo

dejando escapar una carcajada mientras se sujetaba su redonda barriga.

IV Roque abandonó a toda prisa la Cofradía de Pescadores, esquivando a

sus compañeros y sin despedirse de nadie. El aire fresco de la calle alivió por

un momento la presión en su pecho. No entendía qué había pasado ahí dentro.

Todo giraba a su alrededor y sólo quería llegar a casa. Estaba tan cansado…

Se apoyó por un instante en el quicio de una puerta vecina y decidió

tomar el camino del paseo marítimo. Comenzaba a chispear y con aquel

tiempo, estaría vacío. No quería encontrarse con nadie.

Su abrigo de paño, se iba calando a medida que caía la lluvia. Se guardó

el bastón bajo el brazo, avanzando contra el viento.

El mar, salpicado por crestas de espuma, estaba embravecido y

revuelto. Escupía a la orilla restos de madera, cristales pulidos, bolsas, latas y

botellas. Con sus olas, los golpeaba una y otra vez, en un intento desesperado

de deshacerse de aquellos residuos que lo habitaban. Y entre ellos, le llamó la

atención un bulto de algodón empapado.

Se le heló la sangre.

Dejó caer el bastón y saltó como pudo el murete que separaba el paseo

marítimo de la playa. La arena se hundió bajo el peso de su cuerpo y el

marinero cayó sobre ella. Intentó ponerse en pie, pero no pudo. Los latidos de

su corazón le retumbaban en la cabeza. Con las manos aún en la arena, hizo

un nuevo intento por ponerse en pie, pero no resultó. Avanzó gateando hasta la

orilla y recogió suavemente, entre sus manos surcadas por el sol y la sal,

aquella bola húmeda.

Una punzada intensa le recorrió las entrañas, cuando al girarla, confirmó

lo que le había parecido ver desde el otro lado. Aquella patita roja que tantas

veces había subido por su brazo, colgaba inerte del cuerpecillo empapado del

ave.

Se la llevó al pecho, dejando escapar un alarido profundo de dolor.

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—¡NOOOO! ¡Tú no!… ¡Tú no, Sabata!

Volvió a mirarla, esperando encontrar algún signo que indicase que

seguía viva, que no era tarde para ayudarla.

Le acarició la cabecita, a lo que se le abrió un poco el pico. En su

interior, algo brillaba. Tan delicadamente como pudo, metió su dedo pulgar en

el hueco de su boca y sacó el extremo de algo plateado. Tiró de él y cerró

pesadamente los ojos, cuando colocándolo en la palma de su mano para

examinarlo, comprobó que aquello con lo que se había ahogado su pequeña

compañera, era ni más ni menos, que un trozo de una bolsa de plástico.

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DELIRIO CIRCULAR Lo!!

Diecinueve años atrás, mi hijo de tres años, jugaba a la orilla del mar.

Era una delicia verlo recoger delicadamente cada trozo de concha o cochayuyo

(alga comestible rica en yodo, que habita en la costa de los mares de Chile)

que se topaba en el camino, pero a su vez, se encontraba constantemente con

pequeñas piezas plásticas las cuales también pasaban a ser parte de su

colección, porque para él eran igual de valiosas que las otras y servían para

armar su invento del momento. Aquel preciso instante fue el primero en que me

cuestioné la presencia casi “natural” de plástico en una playa. Una tapita

plástica, reemplazaba inexorablemente una concha. Esa pieza representaba el

mismo valor que esa bella escultura de calcio natural.

Bueno, definitivamente ya todo cambiaba más rápidamente y si bien aún

no teníamos acceso a internet y los planos de los objetos aún los hacíamos a

mano, pues ya podíamos comer tomate todo el año debido a los famosos

invernaderos y las inyecciones de quizás qué cosa, que permitían tener una

cascara muy dura y que pudiésemos hasta casi jugar tenis con ellos.

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Ya los CD inundaban el mercado y, en general, ya no se veían

ochenteros rebobinando el cassette con el lápiz bic. Simplemente comenzaron

a convertirse en colección o bulto en las bodegas de las casas.

Provengo de una familia en que los sillones se envolvían en otra tela

para protegerlos y solo se osaba destaparlos en caso de visitas. Donde el

control remoto de la tele vivió todos sus días envuelto en una bolsa de plástico

para que no se rallara. En la que te mandaban a comprar con la bolsa del pan

de género y el aceite a granel en botella de vidrio.

El triciclo metálico pasó a ser propiedad de alrededor de tres décadas de

críos y la goma blanca de las ruedas seguía ahí mismo. La ropa se reparaba

una y otra vez, al igual que los zapatos. Los materiales nos permitían poder

manipularlos continuamente, hasta que ya no dieran más y ni siquiera había

opción de regalarlos. Generalmente un pantalón terminaba siendo parche de

una docena más y al final de sus días lustraban la madera recién encerada.

Los objetos y la ropa eran caras para la economía de la época, por lo

tanto, se cuidaban mucho, porque costaba mucho obtenerlos. En general

también duraban mucho más. No existía el crédito ni las grandes cadenas

comerciales. Y rememorando a Don Nicanor Parra, “las gallinas corrían crudas

por el paisaje”.

En torno a los usos y desusos se generó una economía basada en la

retornabilidad, en el arreglo de lo estropeado. Cada cosa tenía una o varias

oportunidades más. Si tenías la habilidad podías repararlo, si no, recurrías al

señor de la esquina que era muy hábil y heredó un oficio o estudió un curso a

distancia en la revista de la época.

Así, se fueron especializando los rubros de la reparación y sencillamente

la palabra reciclaje solo se podría haber escuchado en un programa como los

supersónicos. Simplemente no existía.

Si bien en el colegio te enseñaban algo de ecología en Biología, al final

de año tenías que terminar pinchando unos cuantos bichos para hacer un

insectario, en pos de la educación, decían.

Yo, la verdad, no tengo claro de cuando todo esto se transformó en un

basurero. Si sé, que desde que los famosos “Chicago Boys”1 le vinieron con el

1 “Chicago Boys”: denominación aparecida en la década de 1970 que hace referencia a los economistas neoliberales educados en la Universidad de Chicago, bajo la dirección de los

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cuento al tipo ese, que se quedó por más tiempo del que queríamos, pues la

economía se puso pujante y avasalladora, para algunos. De ahí en adelante,

comenzaron a llegar los objetos deslumbrantes, baratos y fácilmente rompibles

y reemplazables. Lo curioso es que no tan solo llenaban espacio material, sino

que también satisfacían “necesidades” que curiosamente antes no existían.

Pero que aparecieron de repente y hasta el momento, no se han vuelto a ir.

Cosas de la modernidad.

La magia neoliberal comenzó a llenar de plástico los intersticios de

nuestros prístinos paisajes. Y si bien la minería del 1.800 ya había socavado

nuestros bosques y recursos nortinos ahora se venía de lleno algo nuevo e

ineludible. El plástico-objeto desechable. Ese de un solo uso, a pesar de que

ese concepto no era tema para la época. Jamás, nunca, nos habíamos

imaginado el impacto que esto ocasionaría en nuestro mundo. Las imágenes

de animales y entornos afectados por nuestros residuos recién comenzaron a

dar la vuelta al mundo con la globalización de Internet.

Pero en realidad, estamos aquejados de no querer mirar para el lado,

porque hemos hecho la vista gorda ante los basurales y malos hábitos que

hemos sumado en todo este tiempo, aquí a la vuelta de la esquina, o más

cerca, en nuestra propia casa.

Y bueno, solemos echarle la culpa a la educación, pero francamente

nadie en este mundo estaba preparado para tamaño cambio en la composición

química de nuestros materiales. Nosotros como simples mortales que vivimos

el día a día y que no somos parte de las corporaciones que producen,

confiamos que los objetos que compramos son inocuos para el uso que les

damos.

Pero, simplemente no estábamos preparados, nadie nos enseñó nunca

las consecuencias de uso y desuso de las cosas, porque en general, nadie las

sabía con certeza. Además, mientras antes y mejor un objeto cumpla y

resuelva nuestros deseos, pues no hay mayor asunto que cuestionarse. Esa ha

sido la mejor estrategia para vender hasta lo impensable, nosotros los

humanos somos pequeños dioses capaces de satisfacer nuestras prioridades y estadounidenses Milton Friedman y Arnold Harberger. Los Chicago Boys tuvieron influencia decisiva en el Régimen Militar de Augusto Pinochet en Chile, siendo los artífices de reformas económicas y sociales que llevaron a la creación de una política económica referenciada en la economía de mercado de orientación neoclásica y monetarista. (Ref: Wikipedia).

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deseos. Pero no nos dimos cuenta de que el mundo es finito y nos lo estamos

comiendo a mordiscos.

Y hasta hoy, la humanidad simplemente sigue su día a día y un gran

porcentaje no se pregunta a dónde van a parar los restos de las cosas que

usamos, ni siquiera de dónde vienen, ni cómo se hicieron. Se ha desarrollado a

través del tiempo un pensamiento lineal de “usar y tirar”, perdiendo la mirada

sistémica que tenían nuestros antepasados, esa mirada cíclica conectada con

la naturaleza, que se veía plasmada en las costumbres y modos de vida, todos

asociados al clima, los materiales y alimentos del entorno más cercano.

Bueno, viéndolo de ese modo, el problema no es que usemos objetos,

sino el haber perdido la mirada sistémica de cómo interactuamos con el resto

del planeta, incluido los objetos y su paso por este mundo, que al fin y al

cabo… ¡Es finito!

Esa pérdida sistémica se ve reflejada en la estructura del pensamiento

económico lineal que maneja todo, extrayendo indiscriminadamente, ocupando

mucha energía y generando mucho residuo con química no precisamente

inocua para las condiciones que se requieren para la vida.

Entonces, nos encontramos ante un escenario que definitivamente no

propicia nuestra continuidad como especie sobre este planeta. Ese eslogan

que nos pone a nosotros, humanos, como los seres más inteligentes sobre la

tierra, no calza con los resultados que vemos día a día en nuestras vidas. Al

perder nuestro ciclo, perdimos la visión del todo, preocupándonos solo de las

pequeñas partes. Pequeñas partes que cada una por sí sola, no se vuelve a

integrar a un sistema.

Ciclos, ciclos, ciclos…. Dan vueltas en mi cabeza y me introducen a un

sueño profundo de ideas, de fantasías, de convicciones que cada vez se

arraigan más en mi ADN. Me siento a escribir para plasmar un mundo mejor,

ese que me gustaría que yo y mis hijos viéramos, y me introduzco en

escenarios sacados de un libro de ciencia ficción, en los que mi visión, se ve

plasmada en todo lo que veo. No lo puedo creer, esto es lo que yo me he

imaginado por tanto tiempo y hoy lo veo aquí, puedo sentirlo con todos mis

sentidos.

Un zumbido me distrae, es cada vez más fuerte, son ellas que

laboriosamente visitan mis flores. Desde que las incorporamos en nuestro

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jardín, todo es más abundante, la primavera tiene más colores, los arboles

tienen más frutos, la miel es más pura. Hoy, no me imagino sin ellas. Me

incorporo de la cama, hay sol, pero hace frío afuera. Adentro siempre se

mantiene cálido, las ventanas del norte se encargan de recibir toda la

iluminación necesaria para mantener temperado el ambiente. Apoyo mis pies

descalzos en el tibio suelo, no necesito más abrigo. No hay una fuente de calor

extra para proporcionar esta temperatura, solo la exposición al sol basta para

que los muros absorban con sus poros el calor y lo transmitan adentro.

Recuerdo que tuvieron que pasar décadas para que los nuevos

materiales evolucionaran y se fabricaran emulando las membranas naturales.

Los muros están compuestos de una estructura similar a las membranas de las

hojas de los árboles, pero más gruesas para actuar como aislante. Cada poro

capta el calor y lo transmite por toda la retícula de la masa hacia adentro,

generando un ambiente con temperatura siempre estable. Como el tamaño del

poro es más pequeño que una molécula de agua, estas no entran cuando

llueve, pero pequeños canales externos se encargan de distribuirla a un

contenedor que actúa como reserva para uso doméstico o regadío. Si el

contenedor tiene suficiente cantidad, el resto sigue su camino al “porocemento”

que absorbe todo lo que la ciudad no necesita, devolviéndolo a la tierra, donde

las extensas redes de las raíces de los árboles que conviven con nosotros,

generan una estructura que soporta la ciudad y se nutre de la humedad

captada por este material y de los nutrientes de las lombriceras caseras,

industriales y publicas existentes en todos los parques, en las cuales se

convierten en abono todos los residuos orgánicos de las ciudades. El agua

proviene de las precipitaciones o se capta del aire. Los materiales de las

construcciones, en general, propician la absorción como un mecanismo natural

de obtención de recursos hídricos y energéticos. La iluminación nocturna

proviene del sol o de la interacción de hongos quimioluminiscentes utilizando la

descomposición de materia orgánica muerta.

Cuando se produjo la guerra del agua se derivaron muchos recursos en

crear sistemas innovadores que reciclaran o modificaran la forma en que se

usaba el agua. Es inimaginable que antes usaran el agua para lavar ropa. Sé

que suena anacrónico, pero por fortuna, con dichas innovaciones se crearon

telas que repelen la suciedad y los malos olores, dejándole la función de

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limpieza al sol. Hoy todos los textiles se limpian con energía solar. Se usan

fibras en base a plantas como el cáñamo y otras estacionales, para que se

biodegraden o de supraplásticos que son fácilmente reciclables. Los colores se

generan por medio de tintes naturales de desechos orgánicos o simplemente la

forma microscópica de la tela produce su color por medio de la reflexión solar.

Dos generaciones sufrieron con la guerra del agua, había tanto plástico

en el mar y el calentamiento global cambió tanto su ciclo, que hubo que tomar

medidas drásticas en la forma en que se fabricaba todo. ¡Todo! Desde un

simple lápiz hasta la complejidad de los sistemas de transportes y ciudades.

Las multas por emitir y generar residuos comenzaron a hacer que compañías

enteras quebraran, ya que, si no eran capaces de adaptarse y funcionar

cuidando el entorno, no eran viables para la continuidad de la especie humana.

Los ecosistemas en general llegaron a un estado de fragilidad extrema,

en el cual cada día desaparecían especies de animales y plantas que hoy en

día solo es posible verlas en animaciones, videos o fotografías. Como humanos

nos despreocupamos tanto que nuestros bebés ya no nacían sin moléculas

tóxicas en su organismo. Tuvieron que pasar dos generaciones, sí, dos, para

volver a restablecer el equilibrio en el mundo. Si bien, los efectos de la gran

extinción aún están latentes y sus consecuencias duran hasta el día de hoy,

aprendimos que sin la naturaleza simplemente no podemos sobrevivir.

Comenzamos a generar nuevas ideas basadas en ella para fabricar

materiales. Como ya no existe el petróleo tuvimos que modificar nuestra

manera de producir, movilizarnos, generar energía, ¡vivir!

Y, si bien en esos tiempos ya existían fuentes renovables de energía, la

petróleoadicción, no nos dejaba avanzar más allá de simples sistemas aislados

que beneficiaban a unos cuantos. Hoy en día la “Red solar interconectada”, nos

asegura una fuente inagotable de energía para todos sin necesidad de quemar

biomasa ni usar otro tipo de combustibles. Se crearon tratados mundiales para

asegurar el transporte limpio y silencioso basado en la energía

electromagnética, solar y eólica. Hoy las empresas ya ni se cuestionan que tipo

de energía van a usar para producir, porque simplemente no se puede usar

otra que no sea renovable.

Los procesos productivos están basados en el autoensamblaje de

moléculas que crean materiales en frío o con muy poca energía incorporada.

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La química verde se apoderó del mundo para quedarse. Cualquier aditivo

químico que se use en alimentos o materiales para producir, debe estar

aprobado por la “Green Chemistry”. Ya casi no existe la policía verde. Pasamos

de un sistema punitivo producto de conflictos sociales y catástrofes

ambientales, a uno asociativo y sistémico que se fue instaurando a medida que

llegamos al acuerdo de que o hacíamos “Algo” o nos extinguimos y punto.

Total, la naturaleza se las va a arreglar de maravillas sin nosotros.

Claramente pasar de un estado tan fragmentado, a uno que considera

los ciclos del sistema para funcionar en el día a día, con todas las variables que

implica satisfacer nuestras necesidades como seres humanos, no ha sido nada

fácil. Pero como buenos humanos, aprendemos a patadas.

Tuvo que caer por su propio peso la bolsa económica mundial y venirse

abajo el paradigma del consumo desmedido, para que poco a poco

comenzaran a regenerarse sistemas asociativos y colaborativos que

funcionasen en base a necesidades y recursos locales.

Al estar ante la casi extinción de la agricultura, recién valoramos la

importancia de rescatar las semillas y de establecer una seguridad alimentaria

global. Se integraron cultivos en todos los hogares, oficinas y construcciones. A

raíz de esto, se estableció una cuota de retribución humana al ecosistema, por

el derecho a construir en el entorno. Actualmente se debe retribuir al medio

ambiente en “cuotas verdes” que aporten oxígeno, nutrientes y alimentos al

sistema, para conservar la biodiversidad y mantener la seguridad alimentaria.

Hoy, las normativas se asocian a cumplir con las “cuotas verdes”, ya no

se aspira a alcanzar lo “mínimo para no contaminar”, porque el concepto de

contaminación ya no es aceptado socialmente por nadie. Desde que se

firmaron los grandes tratados de economía circular propuestos en primera

instancia por el Parlamento Europeo, las normativas apuntaron a ayudar a

instaurar un sistema circular en el mundo.

Se eliminó la pirámide de jerarquización y valorización de residuos que

existía en aquellos tiempos. Ahora, ha sido reemplazada por un círculo, del

cual se sacó la idea de eliminación, porque hoy en día todo es valorizable. Se

mantiene en su exterior la prevención, la reutilización, el reciclaje y la

valorización. Y en el centro descansa plácidamente el concepto de

bioinspiración. Porque ya nos dimos cuenta, que inspirarnos en la naturaleza

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ha sido lo más eficiente que hemos podido instaurar en todo orden de cosas. Al

fin y al cabo, ella ya ha solucionado todos los mecanismos que queramos

utilizar en nuestras vidas. Aislación térmica, absorción, vuelo, hidratación,

distribución, etc. Ya está todo hecho, no hay que inventar la rueda nuevamente.

La bioinspiración pasó a ser un concepto fundamental en la educación

en todos los ámbitos de la vida. Desde la pequeña infancia en los jardines

infantiles, instaurada en los contenidos y el equipamiento con formas naturales,

hasta las carreras universitarias de Diseño, Ingeniería, Arquitectura, etc., en las

que se propicia un pensamiento sistémico acorde a los ciclos naturales. Por lo

tanto, el ser humano durante toda su vida comprende la importancia de los

ciclos en todos los ámbitos de la existencia. Al suceder esto, la producción de

elementos y servicios contemplan un análisis de ciclo de vida y una analogía

con la naturaleza para ser llevados a cabo.

Se ha logrado instaurar el gran sueño que tuvieron los que escribieron

“Cradle to cradle”, porque hoy en día absolutamente todo es considerado como

nutriente que vuelve a ser integrado al ciclo. Mucho de lo que antes se

consideraba como propiedad privada ahora son servicios que solucionan

nuestras necesidades y que una vez usados, las compañías se hacen cargo de

retroalimentar al sistema.

Sé que todo esto suena utópico, suena raro… suena nuevamente un

zumbido, cada vez más cerca. Despierto. Pensé que eran abejas, pero es el

ruido de la calle. Me encantaría tener abejas, pero es algo inimaginable en un

balcón, además casi no llega el sol. Es invierno, llueve, hace frío, afuera y

adentro también.

Soñé que escribía un cuento sobre el futuro. ¡Ja!… Todo se veía mejor.

Es tarde. Ya es hora de trabajar. Me levanto, el suelo está heladísimo. Prendo

la estufa, puta… ¡se acabó el gas!

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DIEZ PASOS PARA ENCONTRAR LA FELICIDAD Rompetechos

Primer paso: Acércate a la fachada de tu casa. Fíjate en la pared. Llevas

cinco años pagando fielmente la hipoteca, y te quedan treinta por delante. Pese

a ese esfuerzo titánico parece que tiene humedades. Saca las llaves y abre la

puerta. Tener humedades pagando casi mil euros debiera estar prohibido.

Deja que un sentimiento de congoja te invada.

“¿Qué sentido tiene tu vida?”.

No hallas respuesta. La casa está desordenada. Desde que se fue

Leonor nada se parece a lo de antes. Dirígete a la cocina. Abre la bolsa y saca

la pizza. Pon el horno a calentar. Abre el frigorífico y extrae una cerveza.

“¿Qué estará haciendo Leonor?”.

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Deja que te invada la duda. Tras dos cervezas y una llamada a tu madre,

la pizza estará libre ¿lista? Sácala con los guantes que compraste en la

teletienda y acude con ella en el carro transporta comida (que adquiriste en la

cadena esa en la que tanto compras) al salón. Por el camino el robot aspirador

te tenderá una trampa. Cáete. No es para lo que estaba diseñado el robot, pero

la vida a veces va más allá de cómo estaba diseñada.

Tras recoger la pizza del suelo te tumbas en el sofá de cuero que os

regalaron tus primos por la boda, y con el mando en una mano, cambias de

canal mientras con la otra sostienes la porción que parece querer

desprenderse.

Mira el mando. Respira aliviado. Menos mal que has contratado la

televisión de pago, pues si no ahora tendrías que aguantar noticias

desagradables del mundo.

Segundo paso: Tras la siesta improvisada te das cuenta que el

sentimiento de congoja sigue estando presente. Afortunadamente lo cobras

bien, y la crisis no se ha llevado por delante tu empleo porque, si fuera así,

(deja que te invada una congoja mayor) a ver cómo pagabas la hipoteca de esa

casa llena de humedades.

Un pensamiento te conduce a otro y Leonor tampoco te ha llamado hoy.

Reflexiona: “si lleva treinta y cinco días fuera de casa y no llama, tal vez

sea porque no quiere volver”.

Necesitas algo para no pensar en ella. Levántate. Vete a la cocina y

coge del frigorífico el helado de chocolate. Te invade una duda. A la dietista le

dijiste que ibas a tomar helado solo los fines de semana, y estamos a martes.

Pregúntate: “¿quién es la dietista para tomar decisiones por mí?”.

Tienes razón. Cucharilla en mano devoras la caja de helado de

chocolate mientras en la tele sigues viendo series americanas de bajo

presupuesto.

Vuelve a repetirte: “Menos mal que la televisión es de pago”. Dítelo

fuerte. “MENOS MAL QUE LA TELEVISIÓN ES DE PAGO”. Hay que reforzar

los avances que existen en los países desarrollados.

Tras el helado, el sentimiento de congoja sigue ahí, como si fuera un

cachorrito acurrucado sobre el pecho de tu perra. Es la segunda vez que se te

viene a la cabeza la congoja. El asunto empieza a ser serio. Lo malo de

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trabajar solo por las mañanas es que luego tienes todas las tardes para pensar,

y cuando los pensamientos no acompañan, la vida resulta muy cuesta arriba,

como cuando tu pareja te dice que tenéis que hablar después de medio año sin

apenas intercambiar palabras. Decide algo, pero decídelo ya, de lo contrario te

volverás loco.

PASO TRES: Camino del centro comercial en el Todocamino el mundo

es maravilloso. Echas de menos a Leonor, llamando a alguna amiga y

contándole la última adquisición en artículos de cocina, o esa joya que de

camino a casa le compraste. No te preocupes. Seguro que un día de estos

encontrarás en la sección femenina, esa en la que siempre te detienes para

añorar la ausencia de tu ex, a alguna mujer dispuesta a ser agasajada con

lencería interior.

Pon la radio. A veces escuchar música te permite distraerte. Cambia de

emisora.

“¡CUIDADO!”

Di mierda: “Mierda”.

No. Dilo más fuerte. “MIERDA”.

Acabas de chocar con un coche cochambroso. El golpe no ha sido

grande pero ya has aboyado tu flamante Todocamino. Bájate cabreado. Échale

en cara al “gualtraposo” ese que no se puede frenar a lo loco, que hay que

señalar los movimientos, que de qué va. Mueve los brazos con muchos

aspavientos.

Di varias veces vaya tela: “Vaya tela”, “vaya tela”.

Fíjate. El “tirado” ni se inmuta. Arregláis los papeles y el del coche

cochambroso se va tan feliz.

Te lo estás preguntando. Hazlo en alto para que las palabras alcancen

una dimensión más terrenal: “¿Cómo se puede ser feliz con ese coche de

mierda?”.

PASO CUATRO: Gira la cabeza desaprobando la forma de conducir de

todo el que hay alrededor. Resopla unas cuantas veces. Toca el claxon

siempre que te lo pida el cuerpo. Blasfema y acuérdate de los ancestros de

algunos conductores. Con coches como el tuyo deberían dar preferencia en la

carretera, incluso por delante de ambulancias u otros vehículos de urgencias.

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Notas algo en el pecho. Es como si el sentimiento de congoja creciera,

como si tuvieras un flotador pequeñito alojado en los pulmones y alguien,

Leonor mismo, soplase para que te faltara el aire.

Da el intermitente a la derecha. Menos mal que ya has llegado. Aparcas

el coche en discapacitados. Siempre lo haces, porque como eres buen cliente

sabes que no te van a decir nada. Además, tú ahora no tienes pareja por lo que

de alguna manera te sientes algo discapacitado e incluso, si te obligaran a ir a

juicio, podrías ganarlo.

Sonríe. Menos mal que te tienes a ti mismo para alegrarte el día.

PASO CINCO: En la sección de caballero revisas toda la peletería.

Siempre es cara esa sección y no hay mejor cura para tu congoja que

demostrarte lo que vales. Pese a ello, das dos vueltas y no te convence nada.

Dudas si preguntar, pero todas las dependientas están ocupadas.

Da igual. No es lo que estás buscando. Continúa andando. Date prisa,

pues, aunque el sentimiento de congoja ha disminuido, sigue estando latente.

Coge el ascensor. En él, un par de señoras conducen sus carros de marca. Da

gusto cuando las marcas están presentes desde el nacimiento. Un sentimiento

de orgullo nace en tu pecho, consiguiendo que respires con más holgura.

Párate un momento. Esos pensamientos pueden ser clasistas. Sonríe. Eres

clasista. Lo sabes y además estás orgulloso.

PASO SEIS: Coge esa perchita. Pon a contraluz las bragas que acabas

de mirar. Esas bragas le podrían sentar bien a muchas personas, entre ellas a

la dependienta que no te quita ojo. ¿La recuerdas? Te ha vendido muchas

cosas.

Acércate y pregúntale algo banal: “¿Tenéis algo de Agent Provocateur?”.

Has dado en el clavo. Así por lo menos demuestras que tus gustos son

exquisitos, y que a tu lado iba a estar como una reina. Te mira raro. Levanta

una ceja y te dice que no conoce la marca. ¿No la conoce? Piensa que

rápidamente le regalabas un conjuntito y luego, después de gastarte un pastizal

se lo quitabas a bocados.

NO. No se lo digas. Era un pensamiento loco. Hay ciertos códigos que

un caballero debe tener presentes. Y más si quiere dejar constancia de tener

estilo y clase.

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Obviado el impulso te asalta un pensamiento. “Necesito sexo ya”.

Sugiérete “Tal vez llame a Leonor esta noche”.

Y esa sonrisa que tiene la dependienta.

Hazte preguntas en ráfaga como si fueran balas que salen de una

kalashnikov: “¿Le habré hecho gracia?”, “¿se estará riendo de mí?”, “¿me

estará intentando seducir al conocer mi solvencia económica?”.

Tal vez debieras explicarle que esa marca es la más cara del mundo

cuando a lencería se refiere, y que viéndola con los ojos con los que la ves, no

te importaría regalarle un conjuntito.

Vuele a aparecer el silbido en tu garganta. La situación te desconcierta

tanto que te planteas abordarlo de una forma seria. Invítala a cenar. Mejor no.

Tal vez hoy no sea el día. Dale las gracias. No divagues y huye. Además, en

esa sección poco se te ha perdido.

PASO SIETE: Es el momento de acertar de una vez por todas antes de

que te falte el resuello. En el departamento de informática siempre hay

juguetitos que te pueden apartar de tus problemas.

Observas todo. Lo ves con avidez. Sabes que si tuvieras un mejor

sueldo o una hipoteca más baja te podrías llevar varias cosas un mismo día.

Pero no se puede tener todo.

Te detienes en portátiles de última generación. Son caros, pero deben

de darte prestaciones que no tiene ni el Todocamino. Aunque por otra parte en

casa ya tienes cinco portátiles. Tal vez para una persona sola, aunque seas

publicista, son muchos portátiles.

Di que no: “NO”.

Tus pies se resisten a abandonar esa sección.

Gira el cuello. A la derecha tienes la de fotografía. Es un mundo que te

apasiona, pero no tienes ni idea de tirar una foto y, aunque como publicista ese

dato lo obvias en tu perfil, la realidad siempre es más cruda de lo que uno

quiere ver. Se te vienen a la cabeza las humedades. Es el claro ejemplo de

realidad cruda, mohosa y resbaladiza. Tan resbaladiza como el dinero que

destinado al pago de la hipoteca te quita religiosamente el banco.

No te pierdas. Vuelve al aquí y al ahora. Recuerda que las tres últimas

cámaras las has terminado regalando a algún familiar listillo. No es el

momento. Mejor vete a la sección de robótica.

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Piensa que es un acierto que una gran superficie tenga una sección así.

La pena es que no estén suficiente explicados los diferentes “cachivaches

inteligentes”.

Coge por banda al dependiente de turno y pregúntale cosas. Al final el

hombre terminará explicándote el funcionamiento de un robot limpiafondos de

piscina, el de un robot mayordomo que te recibe siempre con un “Hola señor.

¿Cómo está usted?” y el robot que cocina solo y que va cuatro planetas por

delante de la Termomix que desde que no está Leonor se ha quedado

desempleada.

De repente ves un perrito robot que solo cuesta mil euros. Dirías que es

una monada llevándote la mano derecha a la boca, pero siendo un hombre con

barba al que acaba de dejar su mujer no es tal vez el comportamiento más

esperado en una sociedad estereotipada.

No obstante, cuando has visto ese perrito robot, te has dado cuenta que

ahí está la felicidad y que tal vez, teniéndolo en tu poder, te libere de esa

presión en el pecho. La emoción es máxima. Empiezas a levitar por el

establecimiento. Te gustaría aletear como un niño pequeño, pero frente a eso,

le dices cinco veces seguidas al hombre de azul que te atiende que quieres ese

robot perrito.

El dependiente levantará las cejas. Piensa que tal vez has sido

desmedido. Dile que… no sé… invéntate algo que te haga parecer normal.

Justifícate: “Es que a mi hija pequeña le hacía mucha ilusión en las

pasadas Navidades y no encontramos nada”.

El hombre lo levanta y se dirige al mostrador. Acompáñalo. Notas como

vuelves a recuperar la alegría. Caminas con determinación. Abres la cartera y

de ella sacas distintas tarjetas. No sabes si pagar a débito o a crédito. La

emoción te impide que pienses con claridad. Dile que te diga un número del

uno al dos.

“¿Dos?”

Pagas con una Visa Oro.

PASO OCHO: Camino a casa con el coche abollado y el perrito robot en

el maletero del Todocamino todo es felicidad. Te sientes lleno, completo, libre

de presiones. No necesitas nada, ni a nadie. Ya no te acuerdas de Leonor.

Conduces como si fueras un adolescente problemático al que le acaban de

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dejar el coche. La vida debería ser ese sentimiento de ligereza todo el tiempo.

Y en el pecho, ni rastro del flotador que te oprimía.

Ya en la urbanización ve saludando a todos, aunque no los conozcas.

No se es tan liviano todos los días.

Dejas el coche perfectamente aparcado en el garaje. Te llenas de valor

para enfrentarte, con tu robot en la mano, a las humedades de la mañana.

Nada. No te duelen nada. Tanta congoja y al final, por menos de mil

euros, un cánido inteligente te ha solucionado el problema. Te tumbas en el

sofá de cuero satisfecho y pones la tele.

Deja que la caja descanse sobre ti. En ella estará segura tu brillante

solución. Sin agobios, sin problemas, ni la necesidad de llamar a un ñapas para

que te cobre por una chapuza. Todo es redondo.

Con la tele de pago sonando de fondo te quedas dormido, como cuando

eras niño y no parabas durante todo el día.

PASO NUEVE: Levántate aturdido. La televisión sigue puesta, aunque

no sabes realmente cómo has terminado ahí. Asústate. Notas un pequeño peso

opresor en el pecho. Relájate. Es el perrito robot que compraste ayer. Con

tanta emoción no lo probaste.

Abre la caja con cuidado. Enciéndelo. No leas las instrucciones. Seguir

las instrucciones es para analfabetos o funcionarios y tú eres un emprendedor.

Disfruta de él. Tras un rato manipulándole sientes necesidad de

compartir la compra con algún afecto. Saca del bolsillo del pantalón el móvil de

última generación con el que intentas dar envidia a todos los compañeros de

trabajo. Mira que te costó conseguirlo. Busca en la agenda de contactos la

persona idónea con la que compartirlo.

Pasas los de la familia. Con la mitad solo tienes relación en las bodas, y

la otra mitad siempre está ahí, pero te aburren. Llegas a Leonor. Omítela. Si la

llamas tampoco te va a responder. Pasas los del trabajo. Te odian en la misma

medida en la que tú los odias a ellos. Pasas los contactos de la universidad. A

los cincuenta te quedan lejos. Luego hay contactos sueltos. Te paras un

momento en un nombre.

“¿Agustín?”. “¿Quién carajo será Agustín?”.

Di con verdadera sorpresa: “¡Ah, el cochambroso de ayer!”.

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Vuélvete a preguntar por qué era feliz ese hombre con el coche ridículo

que llevaba. No obtienes respuesta.

Definitivamente no tienes a nadie con quien compartir la última compra.

Repítete que lo mismo da, que eres un tipo feliz con un perrito robot

gracias a un buen sueldo, acorde con tu buen chalet y tu mejor coche y que

poca gente puede decir eso.

Tras jugar un rato con él, miras hacia la humedad. Está ahí, no te

despierta congoja, aunque la sensación de plenitud de ayer por la tarde frente

al dependiente ha remitido. Reflexionas sobre el poder del dinero. Que dijera

un número del uno al dos, con tu tarjeta de débito en una mano y la de crédito

en otra, no está pagado. Tal vez suene un poco snob o pretencioso, pero tus

padres te enseñaron a ser consciente del poder que tienes.

Tras jugar un poco con el perrito robot déjalo estar, no vaya a ser que se

estropee el primer día.

PASO DIEZ: El perrito robot sigue ladrando al robot aspiradora. Las

guerras entre ellos son fratricidas y tú ya estas harto de tanto ladrido enlatado.

Es el segundo fin de semana que pasas con el chucho desde ese martes

y te está sobrando la última semana. Cógelo. Desconéctalo. De camino al

sótano reparas en las humedades. Detente frente a ellas. Vuelve a parecerte

una locura que una casa por la que pagas una hipoteca tan alta tenga

humedades.

Notas ese flotador de nuevo en tu pecho. La sensación de congoja

vuelve a aparecer con fuerza. Caminas rápido por el jardín hasta dar con la

puerta que te lleva al sótano. Enciendes una bombilla sin lámpara. El polvo del

lugar te hace estornudar. Al final ves la puerta. Te diriges a ella esquivando

cinco bicis compradas en los tres últimos años. El perrito robot sigue en tu

brazo derecho. Con el izquierdo abres el pomo de la puerta.

Un mar de objetos se avalancha sobre ti. Terminas medio sepultado por

los cachivaches que has ido guardando en el trastero desde que llevas en esa

casa.

Cinco años son muchos objetos.

Tras incorporarte intentas meterlos de uno en uno en esa habitación del

demonio. La mitad de ellos no sabes cuándo los compraste, y la otra mitad

desconoces para qué sirven. Cuando ya solo queda el perrito robot, apenas

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hay espacio. Lo metes con fuerza y cierras la puerta con pestillo. Ahora,

después de dedicarle esa media hora a ordenar basura hazte la pregunta del

millón.

“¿Para qué quieres tantos objetos inservibles?”.

Tal vez encontrando la respuesta adecuada puedas poner orden en

tanta desdicha.

Se hace un silencio más rotundo que tu soledad.

No hallas respuesta, pero alguien está soplando con fuerza en tus

pulmones.

Apresúrate. Coge el coche y acércate al centro comercial. Seguro que

allí puedes poner freno a esa sensación de ahogo.

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EL AUTOBÚS RECICLADO Javier Belmar

El cementerio de coches era un refugio. Allí, entre automóviles de todo

tipo abandonados a la intemperie, los chicos de la pandilla pasaban el tiempo

soñando con viajar muy lejos. Querían bañarse algún día en el mar, porque

únicamente lo habían contemplado en el cine o por la tele.

Noelia era la chica del grupo, la única que los otros habían admitido por

ser tan valiente cuando un día se acercó a ellos y les pidió pertenecer a la

pandilla.

—Pero tú eres chica.

—¿Y qué?

Como no supieron lo que contestar a eso, la dejaron que formara parte

de la pandilla. Era mandona y un poco repipi. Pero a Quique le gustaba mucho,

estaba loco por ella en secreto, aunque los alumnos del colegio la llamaran

delgaducha o estirada.

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Noelia tenía fama de ser la mejor estudiante, pero había otras chicas

más guapas y llamativas. Aunque a Noelia eso no le importaba mucho. Ella era

como era, y ya está.

Javi vestía siempre con prendas de marca y en clase lo marginaban

acusándolo de pijo. Casi todos los chicos y chicas de clase lo tachaban de

listillo y de pelota, como les ocurre a los que no pierden el tiempo en el colegio.

A veces iba de sabiondo, pero Noelia le bajaba los humos cuando se ponía

pesado.

Iván era el más pequeño del grupo. Vivía con su mamá y desde siempre

le habían gustado todo tipo de vehículos. Era un chico menudo, porque comía

poco. Tenía unos grandes ojos asombrados, porque todo le fascinaba y creía

en el mundo de los cuentos de hadas y de magos.

Le gustaba pertenecer a la pandilla, porque así todos en clase lo

consideraban más grande por codearse con aquellos chicos mayores. Aunque,

sobre todo, lo que a Iván le apasionaba era poder entrar con ellos al

cementerio de coches.

Ricardo era el chico del grupo con más edad, pues había repetido un

curso. Todos le tenían un poco de miedo por ser muy corpulento. Era callado y

poco sociable. Solo tenía de amigos a los chicos del grupo. Algunos alumnos

del colegio se reían a sus espaldas, llamándole raro.

Como a Ricardo no le gustaba estudiar, los profesores lo consideraban

rebelde. Los chicos de la pandilla eran todo cuanto tenía en este mundo.

Aunque hablaba poco, una vez contó que sus padres le habían abandonado al

nacer y pasó la infancia en un orfanato.

Quique nunca destacaba por nada. Era tímido, tenía complejo de feo y

se consideraba inferior a los demás. Los compañeros de clase lo ignoraban

como si fuera invisible, pero los chicos de la pandilla lo habían acogido sin

problemas, porque allí todos eran diferentes y en ello residía su valor.

También estaba Foxy, el pequeño perro sin raza definida que habían

adoptado como mascota cuando lo encontraron una tarde junto a la carretera,

con una pata de atrás herida, seguramente atropellado por un coche cuando

intentaba cruzar al otro lado.

Los chicos de la pandilla gastaron casi todos los ahorros en llevarlo al

veterinario para que lo curase. Pasaron días y noches atendiéndolo en un

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cobertizo que había en el jardín del chalé que tenían los padres de Javi,

turnándose para que nunca se sintiera solo. Quien mejor lo atendió fue Iván,

porque veía en el perrito su propio ejemplo de chico al que su mamá le había

costado criar siendo niño, porque no le gustaba comer.

Foxy se curó por completo, aunque le quedaba una ligera cojera que le

impedía correr a su gusto. Le pusieron ese nombre por su pelaje, dorado como

el de los zorros.

Los chicos de la pandilla pasaban las horas libres jugando con aquellos

automóviles abollados y cubiertos de óxido, abandonados allí por averiados,

por viejos o por haber pasado de moda. Cruzaban al otro lado del muro que

rodeaba el cementerio de coches por una parte de la pared que se había

desmoronado. Para ellos era un territorio secreto, donde poder jugar sin que

nadie les molestara.

Siempre se reunían dentro de un anticuado autobús color azul celeste,

situado en la parte más apartada de la finca. Los asientos del viejo autobús

parecían butacones, aunque la intemperie los hubiera estropeado. Javi soñaba

con ponerlo en funcionamiento y fugarse juntos hacia el mar, pero siempre le

aguaba la fiesta Ricardo, devolviéndolo a la realidad. Porque no era tan

soñador como los demás.

—Ni siquiera tenemos la llave para ponerlo en marcha.

—Pues haré un truco juntando los cables del arranque —alardeaba

Javi—, he visto cómo lo hacen en las películas.

—Da igual —negaba Ricardo—, porque no tendrá batería ni

combustible.

Todo el rato en el cementerio de coches lo pasaban rebuscando entre

las guanteras y los maleteros de los vehículos apilados entre la maleza,

jugando a imaginar la vida de los antiguos propietarios, los lugares que habrían

visitado y qué sería de todos ellos, dónde los habría llevado el destino.

Iván jugaba entusiasmado a conducir los coches más llamativos, como

el viejo y enorme Cadillac plateado que había entre la maleza. Era tan listo que

ya sabía manejar los pedales y la palanca de las marchas como si fuera de

verdad. Porque le daba lo mismo que aquellos viejos cacharros abandonados

no funcionasen, o que ni siquiera tuvieran ruedas como el Cadillac. Porque

para su fabulosa imaginación todo era posible.

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Iván pensaba que los coches eran seres vivos que, aunque ya nadie los

quisiera por viejos, averiados o inservibles, todos ellos mantenían latiendo un

corazón sensible dentro de su grasiento motor.

Durante los días de lluvia los chicos permanecían dentro del autobús

azul, viendo resbalar el agua por el parabrisas y las ventanillas, evocando los

trayectos que habría hecho ese vehículo a lo largo de su vida.

Soñaban con arreglarlo y llegar hasta el mar, aunque hubiese sido más

fácil reunir el dinero necesario y alquilar uno de aquellos flamantes autocares

con televisor, aire acondicionado y wi-fi a bordo. Pero ellos deseaban aquel

modelo antiguo, al que habían tomado cariño.

Cuando se cansaban de jugar y llegaba la hora de la merienda, reunidos

en torno al autobús, abrían las mochilas del colegio y sacaban lo que se

hubieran traído desde casa, compartiéndolo todo con el perrito.

—A lo mejor hay baterías, gasolina y neumáticos en esa casita de junto

a la entrada —opinaba Javi, siempre con la misma idea en la cabeza.

—¿En la mansión del mago? —preguntaba Iván, que imaginaba el

cobertizo del cementerio de coches como un castillo encantado.

—Yo no llamaría mansión a esa casucha —murmuró Ricardo.

—Ese hombre no es un mago, Iván —descartaba Noelia—, solo es el

viejo guarda de la finca.

—¿Y tú cómo lo sabes —replicaba Iván—, es que has visto alguna vez

un mago?

—Yo creo que no es el guarda, sino el dueño —intervino Quique—, y

como nos vea rondando por su finca puede llamar a la policía. Lo mejor es no

acercarse por esa casucha.

—Dicen que tiene muy mal genio.

—Porque la gente se burla de su gordura.

—También he oído decir que vive solo desde hace muchos años, que no

tiene familia ni amigos.

—Claro, no hay quien lo soporte con ese mal genio.

—Menos mal que no le da por patrullar. Porque si nos descubre, no

quiero ni pensar lo que nos haría.

—Nos metería en su casucha para torturarnos.

—Y a Foxy se lo comería con patatas.

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—¡Guau, guau, guau! —ladró el perrito al escuchar eso.

—No creo que pueda, está muy viejo para eso.

— Bueno, mejor será no acercarse por allí.

—Bah, no hay peligro, sólo es un tipo achacoso.

—No tenemos que criticar a nadie por su edad —opinó ella—. Toda

persona tiene sus defectos y tenemos que aceptar a cada uno como es.

Aquella misma tarde, cuando los chicos terminaban de merendar

sentados en viejos neumáticos de camión, todos alrededor del autobús azul,

Foxy comenzó a ladrar mirando hacia la entrada de la finca.

—¡Guau, guau, guau!

Los chicos vieron una columna de humo negro subiendo hacia el cielo

entre los montones de vehículos acumulados.

—Aquello es la mansión del mago —dijo Iván.

—Que no es un mago, es el guarda.

—Parece un incendio.

—¿Qué hacemos?

—Quedarnos quietos.

—Pero si es fuego debemos acudir.

—¿Por qué motivo?

—El cementerio de coches también es como nuestra casa, no podemos

consentir que arda.

—Pues venga, vamos.

Corrieron hacia el humo, con Foxy ladrando, retrasado a causa de la

cojera. Cuando llegaron al cobertizo vieron que la columna de humo salía por

una ventana. Ricardo abrió la puerta de una patada y descubrieron el

problema. Un hornillo había prendido el mantel que cubría la mesa de madera.

Tendido en el suelo había un hombre con los ojos cerrados. Noelia

localizó un grifo, llenó un cubo de agua y la echó sobre las llamas, que

resoplaron al apagarse.

Mientras tanto, Ricardo, Quique y Javi sacaron al hombre, con esfuerzo

porque pesaba mucho. Tenía el cabello despeinado y color ceniza, la barba

canosa y de varios días, vestido con andrajos.

—Mira que si está muerto —tembló Noelia.

—Creo que más bien parece borracho.

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Entonces el hombre comenzó a toser, expulsando el humo de los

pulmones.

Abrió los ojos y parpadeó, como si no creyera en lo que veía.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —gruñó enfurecido—, esto es una

propiedad privada.

—Oiga, que acabamos de salvarle la vida —replicó Noelia.

—El hornillo ha pegado fuego al mantel de la mesa y casi se le quema la

casa.

—Pero no se preocupe, ya lo hemos apagado.

—¿Es usted un mago? —inquirió Iván, acercándose con cautela.

—Debería tener más cuidado —amonestó Noelia, tan mandona como

siempre—, ha estado a punto de incendiar todo esto.

—Bueno, vámonos ya —propuso Ricardo.

—Aguardad —les detuvo el hombre, que todavía estaba un poco

desorientado por lo sucedido—, prepararé café o lo que tenga por aquí.

Se incorporó con esfuerzo, sudoroso y congestionado por la falta de

respiración. Cuando los chicos entraron al cobertizo, el anciano caminó hacia la

cochambrosa cocina, donde se acumulaban los cacharros llenos de suciedad.

Comenzó a revolver los botes y las cajas amontonados alrededor del

fregadero, mientras buscaba el frasco del café, perdido entre todo aquel caos

cubierto de mugre y atufado de humo.

—No se moleste, si ya nos íbamos.

—¿Vive usted aquí? —preguntó Iván, un poco desilusionado al

comprobar que aquel anciano, en efecto, no parecía tener nada de mago, y el

cobertizo que habitaba no era precisamente una mansión embrujada.

—Ya sé que no es un hotel de cinco estrellas —gruñó el viejo.

Era una casucha sombría, con una sola ventana, por donde había salido

el humo del incendio a través de los cristales rotos.

—Me temo que no tengo nada que ofreceros —dijo el hombre, dejando

de buscar.

—No se preocupe, si ya hemos merendado.

—¿Es usted el propietario de todo esto? —inquirió Noelia.

—Sí, pero vosotros preguntáis mucho y contestáis poco. ¿Qué hacéis

dentro de mi finca?

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—Nada malo, sólo pasamos el rato.

—¿Cómo habéis entrado?

—Por allá, donde hay una parte de la tapia desmoronada.

—Nunca os he visto antes.

—Nos reunimos dentro del autocar azul.

—Ese autobús fue mío, lo conducía yo.

—¿En serio?

—Sí, pero eso pasó hace tiempo, cuando aún era chófer —añadió con

nostalgia.

—¿Por qué lo dejó?

—Estoy jubilado y enfermo del corazón. Además, hace mucho tiempo

que no quepo en el asiento del conductor. La panza —se tocó la voluminosa

barriga con las manos—, la tengo tan grande que me roza contra el volante. Ya

no puedo conducir.

—¿Y por qué no adelgaza? —preguntó Noelia.

—Eso es fácil decirlo, niña.

—Oiga, no me llame niña que ya soy mayor aunque me vea tan delgada.

—Bueno, ¿y por qué os gusta mi autobús?

—Porque Javi dice que podríamos ponerlo en marcha —dijo Noelia.

—Ni lo sueñes —negó el hombre—, para eso necesitaría un buen

reajuste. Lleva demasiados años inactivo y es muy viejo. Como yo.

—¿Funcionará todavía?

—Supongo que sí, porque tenía un buen motor y sólo haría falta

limpiarlo y ponerlo a punto. Con ese autocar he recorrido toda España. Por eso,

cuando me jubilé adquirí este negocio de reciclaje automovilístico —pronunció

con ironía—, porque nadie quiere llamarlo cementerio de coches. Aunque sea

la verdad. Ya lo veis, muchachos —añadió el anciano—, a los coches antiguos

y a las personas viejas nos arrumban cuando ya no servimos para nada.

—Podría usted intentar arreglarlo —le animó Noelia—, nosotros le

ayudaríamos. Nuestro compañero Ricardo es muy manitas, ¿verdad?

Ricardo asintió en silencio, no muy convencido de todo aquello. Pero el

anciano conductor miró a Noelia frunciendo el entrecejo:

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—¿Arreglarlo para qué?, yo no puedo ir a ninguna parte, apenas consigo

caminar unos cuantos metros, ya os he dicho que padezco del corazón. Y este

autobús lleva demasiado tiempo abandonado. Somos dos trastos viejos.

—Pues nosotros pensábamos arreglarlo y marcharnos de aquí.

—¡Queríais robármelo! —exclamó el anciano fingiendo enfado, aunque

divertido en el papel de viejo gruñón que le había otorgado la gente a causa de

su carácter malhumorado por culpa del abandono y la soledad.

—Robarlo no —puntualizó Noelia—, sólo tomarlo prestado.

—Para viajar a la costa y bañarnos en el mar —dijo Quique.

—Nunca hemos salido de la ciudad —añadió Javi.

El anciano lanzó un suspiro, se levantó pesadamente de la silla, rebuscó

en una de las alacenas y cogió unas llaves que había colgadas en un clavo.

—Anda, venid, vamos a echarle un vistazo.

Por el camino hasta el autobús, atravesando la finca plagada de maleza,

hierbajos, piezas metálicas y ruedas podridas, aprovecharon para presentarse:

—Yo me llamo Braulio y tengo más de setenta —indicó el viejo chófer

cuando le tocó el turno—, estoy ya más averiado que toda esta chatarra.

—Pues yo le veo a usted muy bien —elogió Noelia.

—Si no le diese tanto a la botella —murmuró Javi.

—Está hecho un toro —secundó Quique, mirando de reojo su

voluminoso vientre y su vestimenta convertida en harapos.

—Menos cachondeo, chavales; que uno está enfermo, pero no ha

perdido la cabeza. Ya sé que con mi aspecto no me voy a fugar con una

bailarina.

Cuando llegaron frente al autobús, Braulio se acercó a él con reverencia

y los ojos brillando de lágrimas.

—Qué pena dejarlo a la intemperie, pero es que no tengo lugar cubierto

para guardarlo —acariciaba la carrocería como si fuera un ser vivo—. Subid,

vamos a ver si arranca.

Braulio intentó acomodarse dentro del puesto de conductor, pero como

no podía, bajó triste y lanzando resoplidos de fatiga.

—De todas formas, no creo que funcione —replicó abatido—, la batería

debe llevar mucho tiempo inservible y el aceite se habrá evaporado.

—Podemos cambiar la batería y reponer el aceite —intervino Javi.

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—Eso es lo de menos, chaval. Para empezar, habría que cambiarle los

neumáticos y hacer muchos ajustes mecánicos en el motor.

—Vale, ¿pues cuándo empezamos?

—La mecánica es un oficio complicado, no un juego de niños.

—No somos niños —puntualizó Noelia.

—El que algo quiere algo le cuesta —repuso Javi—, siempre tan

voluntarioso y decidido.

—De todas formas, yo no quepo en el asiento, ya lo habéis visto.

—Tengo una idea —intervino ella de nuevo—, usted nos dice todo lo que

debemos hacer para poner el autobús a punto, y mientras tanto se toma en

serio lo de adelgazar. Así cuando consigamos arreglarlo, usted también estará

listo para conducirlo y llevarnos a la costa. ¿Qué le parece? —sonrió Noelia.

—Pues que tenéis muchos pájaros en la cabeza, eso me parece.

***

Un mes después, los chicos habían ayudado a Braulio a mejorar su

aspecto y limpiar el cobertizo hasta dejarlo presentable. Mientras tanto, el

anciano conductor había recuperado parte de su salud, porque lo que más le

perjudicaba para su enfermo corazón era sentirse un trasto viejo arrinconado,

como aquellos pobres automóviles que lo habían dado todo y luego los

olvidaban amontonados en el cementerio de coches.

Mientras todos los de la pandilla trabajaban reparando el autobús azul,

Braulio paseaba por los alrededores del recinto haciendo ejercicio junto a Foxy.

El perrito le servía como ejemplo de voluntad y empeño.

Lo que necesitaba el anciano era una motivación para recuperar su

autoestima, sentir que todavía importaba. Y aquellos chicos, cada uno con su

propio defecto, le habían devuelto las ganas de ser útil. Ya no estaba solo, la

pandilla era su familia. Y ahora tenía una buena razón para seguir sano y en

activo. Porque había hecho propio el sueño juvenil de viajar a la costa.

—Os bañareis en el mar —prometió un día que los chicos le

acompañaron al ambulatorio para que lo auscultara el especialista en corazón.

La gente murmuraba señalándolo, asombrados de que aquel hombre tan

hosco y malhumorado saliera de su finca por primera vez en muchos años.

Los chicos dejaron el autobús como nuevo. Con ayuda de Ricardo, el

más fuerte y mañoso de todos ellos, Braulio calzó el vehículo con ruedas

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nuevas, compradas a precio de saldo en un taller cuyo dueño liquidaba por

cierre. Luego cambiaron la batería por otra sin estrenar. Todo aquello era caro,

pero al anciano conductor no le importaba gastarse lo que hiciera falta para

poder hacer felices a sus nuevos y jóvenes amigos.

—Para qué quiero el dinero de la pensión si no es para darle alguna

utilidad. Total, ya no puedo gastármelo en vino ni tabaco —gruñía—, el médico

al que me habéis llevado me lo ha prohibido todo menos el agua.

—No se queje, necesitamos un chófer en buena forma.

Una mañana de domingo los chicos de la pandilla se acercaron muy

temprano al cementerio de coches, provistos con la comida para toda la

jornada, pues por fin había llegado el momento de partir hacia la costa.

—Conozco un lugar de maravilla —dijo Braulio, que por cierto ya cabía

en su flamante puesto de conducción—, una playa casi secreta.

Los chicos ocuparon los asientos bien limpios y remendados, todos junto

a las ventanillas. Iván quiso sentarse lo más delante para no perderse detalle,

porque todo aquel panel de mandos, la palanca de cambios, el volante forrado

de cuero, le parecía un autobús encantado.

Braulio revisó el funcionamiento de los mandos y niveles antes de

arrancar.

—¿Preparados? —anunció cuando todo estuvo listo.

Giró la llave de arranque ante la mirada entusiasta de Iván. El motor

emitió un poderoso bramido y comenzó a repicar, alegre ante su inesperada

resurrección. La pandilla lanzó un hurra colectivo, Braulio condujo despacio

hacia la salida de la finca y enfilaron en dirección a la carretera nacional.

—Suena de maravilla —corroboró el chófer.

Iván sonreía divertido sin perder un solo detalle de la conducción,

pensando que quizá, después de todo, aquel hombre sí era un mago.

Los chicos iban disfrutando del paisaje, con Foxy ladrando como loco de

contento.

—¡Guau, guau, guau!

Javi sonreía orgulloso, porque la idea de restaurar el autobús había sido

suya y ahora gozaba recordándolo. Pero Ricardo era el más henchido de

satisfacción, al comprobar que su fuerza y su maña le habían servido de mucho

a Braulio para reparar el vehículo.

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Noelia fue nombrada por todos la responsable del avituallamiento.

Llegada la hora del almuerzo, repartió los bocadillos y los refrescos que se

había traído desde casa, todo muy bien envuelto y presentado.

A Quique le gustaba mucho aquella chica. Tanto, que hasta le dolía el

pecho y se le cortaba la respiración cuando la miraba. Pero no encontraba

nunca el valor para declarárselo.

Braulio, sin quitar ojo a la carretera, iba contándole a Iván historias y

anécdotas de los lugares por donde pasaban, como si fuera un guía turístico.

Tras una hora y media de trayecto, el maduro chófer giró a la derecha y

enfiló por una carretera comarcal, en cuyas cunetas crecían pinos centenarios.

Ya podían percibir la brisa del mar penetrando por las ventanillas abiertas.

—No falta mucho —sonreía Braulio, mirando a Iván de reojo.

De pronto, tras un repecho de la carretera, lo vieron. ¡El mar! Allí estaba,

como una inmensa lámina de intenso color azul extendida por detrás de los

pinos que brotaban entre las dunas de arena, bajo un acantilado.

—¡Cómo brilla!

—¡Y qué grande!

—¡Guau, guau, guau!

Braulio aparcó el autobús a la sombra y apagó el motor.

—Bajad por ahí —señaló—, es un camino que desemboca en la playa.

Los chicos de la pandilla corrieron apresurados por aquel estrecho

sendero entre rocas y piteras, mientras iban quitándose la ropa. Debajo ya

traían puesto el bañador. Conforme fueron llegando al borde, se arrojaron

contra la claridad deslumbrante del agua, poblando el aire de gritos divertidos.

—¡Está salada! —exclamó Iván.

—Pues claro —dijo Javi, que ni siquiera en momentos como aquel

perdía la ocasión para demostrar lo mucho que sabía—, eso es por su

abundancia en sales minerales que lleva disueltas debido a…

—Cállate ya, pesado —le ordenó Quique, salpicándolo de agua.

Entonces Javi, Quique y Ricardo se dieron cuenta. Noelia traía puesto

un biquini amarillo que perfilaba su cuerpo delgado pero atractivo. La miraban

boquiabiertos, mientras Iván, el más pequeño, ajeno a la turbación de sus

compañeros, reía y saltaba junto a Foxy, que ladraba muy excitado.

—¡Guau, guau!

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Le tenía miedo al agua y no quería ni siquiera mojarse las patas. Braulio,

sentado a la sombra de un pino, les miraba entretenido.

Pasaron un día genial. Devoraron todo lo que traía Noelia desde casa y

después durmieron la siesta, con Foxy tumbado entre los claroscuros del

ramaje, agradecido a pesar de su cojera por haber encontrado a unos amos tan

simpáticos y nobles, que le trataban así de bien.

Cuando el sol ya declinaba, tiñendo de rojo la superficie marina, Braulio

subió al autobús y lo puso en marcha para ir calentando el motor, mientras los

demás recogían los restos de la comida para preservar limpia la naturaleza.

En el viaje de regreso Quique no dejaba de pensar en Noelia, cuya

imagen en bañador le había impresionado mucho.

Iván iba sentado en el asiento delantero, junto al conductor. Noelia en la

parte de atrás, mirando melancólica por la ventanilla, mientras Quique, Ricardo

y Javi jugaban a las cartas con una baraja encontrada en la guantera del

autobús, pero pronto se aburrieron y fueron quedándose dormidos.

Anochecía. Todos los de la pandilla dormían desde hacía un rato, felices

y cansados de tanto nadar y corretear por la playa. Braulio conducía

recordando sus años de cuando era joven, porque aquellos chicos le habían

hecho sentirse útil y válido de nuevo.

De pronto experimentó un súbito agobio en el pecho y comenzó a sudar,

congestionado. Lo había pasado tan bien contemplando cómo se divertía la

pandilla, que había olvidado tomar la medicación recetada para su viejo

corazón.

Trató de alertar a los pasajeros haciendo un esfuerzo, pero le faltaron las

fuerzas y cayó derribado encima del volante, mientras el autobús continuaba su

marcha rodando sin guía por la carretera.

Entonces Foxy, alertado por su intuición animal, abrió un ojo, se dio

cuenta enseguida de lo que pasaba y comenzó a ladrar en dirección a los

chicos.

—¡Guau, guau, guau, guau!

Pero estaban todos tan fatigados que ninguno se despertaba.

Olvidando su pata herida, el perrito dio un salto y se subió a las piernas

de Iván. El chico se despertó, miró hacia la carretera y luego hacia Braulio, que

ya caía sin sentido sobre la palanca de cambios.

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No se lo pensó dos veces. Con esfuerzo, Iván apartó al anciano y ocupó

el asiento del conductor. Las piernas apenas le llegaban a los pedales y el

volante le parecía gigantesco. Pero tanto tiempo practicando la conducción

dentro del viejo Cadillac averiado y sin ruedas le hizo tomar el control del

vehículo, justo cuando ya se desviaba de la carretera.

Cuando el resto de la pandilla despertó, vieron asombrados que Iván era

quien conducía el autobús, mientras Braulio reposaba en el asiento del copiloto

con la pechera de la camisa desabrochada, reponiéndose de su repentino

desfallecimiento.

Aquel viaje les había ensañado que cada uno tiene su valor, sea joven o

sea viejo. Que siempre debemos compartirlo todo y permanecer unidos.

Al cabo de un rato, Quique se acercó al conductor para tenderle su

cantimplora con agua y que se tomase la medicación.

—Gracias chico —resopló—, menudo susto.

—De nada —dijo Quique, volviéndose hacia su asiento.

—Si quieres mi consejo —le detuvo Braulio—, creo que deberías

decírselo.

—¿Cómo dice? —preguntó Quique.

—No disimules conmigo, chaval —dijo el conductor guiñándole un ojo,

he visto cómo la miras. Noelia te gusta, ¿verdad?

Quique tragó saliva y asintió.

—Esa chica vale mucho —reconoció Braulio—, y es muy guapa. No

deberías dejarla escapar. ¿Por qué no le dices lo que sientes por ella?

—No es fácil.

—Claro que no, la mecánica del amor es tan compleja como la de un

motor de autobús, pero todo puede arreglarse cuando amas lo suficiente.

—No me atrevo —admitió Quique—, soy muy tímido.

—Escucha: vosotros me habéis hecho comprender que nadie debería

sentirse inferior. Todos tenemos alguna deficiencia, como la cojera de Foxy,

pero mira —Braulio señaló hacia Iván, conduciendo muy atento el autobús—, el

chico más jovencito y menudo de la pandilla nos ha salvado la vida. No hay

nadie inferior en este mundo, tan sólo somos diferentes y cada uno tiene su

valor. Venga —Braulio volvió a guiñarle un ojo—, ve y habla con ella.

—¿Y si me rechaza?

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—Tendrás que correr ese riesgo.

Entonces Quique atravesó todo el pasillo del autobús hasta la parte de

atrás, donde se había sentado Noelia. Tomó asiento junto a ella y le preguntó:

—¿Quieres salir conmigo?

Ella esbozó una espléndida sonrisa y asintió:

—Pues claro, pensé que no ibas a pedírmelo nunca.

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EL BAÚL DE BRUNO Mettodo

Parte 1: tristeza

Era un día triste, o Bruno así lo sentía. En realidad, todos los detalles

auguraban lo contrario: era 23 de junio, el primer día de las vacaciones de

verano, hacía un tiempo espléndido y en el ambiente se respiraban ganas de

festejar una fecha tan señalada: la noche de San Juan.

Por momentos, Bruno se contagiaba de ese entorno, pero al rato pasaba

por su habitación, veía el baúl del olvido lleno hasta arriba de sus antiguos

juguetes y al lado, el baúl mágico con la tapa abierta y prácticamente vacío, y

algo se le encogía en el pecho y se le quedaba ahí instalado.

Analizaba los recuerdos que el baúl mágico le traía y eran todo buenos

momentos: batallas interminables, momentos graciosos como cuando intentó

comprobar si era cierto aquello de que una serpiente es capaz de tragarse un

elefante y acabó utilizando la torre de su castillo de Lego como abrebocas

reptil; las inverosímiles estructuras que había creado, como aquella torre que

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llegó hasta el techo y desde la que lanzó uno a uno todos los muñecos del

bando perdedor de la batalla, ...

Seguido de repasar estas imágenes volvía al momento actual y entendía

que eso era el pasado y que nunca volvería. La sensación en el pecho tomaba

fuerza.

Bruno seguía sin entender la decisión de madre y padre de no comprar

juguetes nuevos. Se enfurecía y la ira le envolvía de la cabeza a los pies al

pensar en ello.

A ratos se castigaba por algunas barbaridades que había hecho con los

juguetes, por no haberle hecho caso a madre o por no haber visto que el baúl

mágico se estaba vaciando de juguetes en perfecto estado y que el baúl del

olvido pesaba cada vez más, lleno de “escombros”. Pero a la vez, otra parte de

él sentía que poco podía haber hecho. Sí, podría haber tratado con más

cuidado algunos juguetes… pero para él jugar era eso, justo lo que había

hecho con sus juguetes. Además, era obvio que muchos juguetes estaban

diseñados para romperse tarde o temprano, ¡si hasta madre lo decía!

Pasó un par de días así, desganado y con el runrún en la cabeza. La

noche de San Juan, nada memorable.

El día de playa con los primos alivió esa sensación. E incluso el día

después a la playa fue distinto: batalló con un escuadrón de tullidos y con ello

creó aún más bajas y piezas que resultaba imposible discernir a quién

correspondían: directas al baúl del olvido. Jugó a lo mismo otro día más, pero

al tercero le resultó difícil siquiera encontrar muñecos que fuesen reconocibles.

Cayó en la cuenta de que ese juego no tenía futuro.

El fin de semana, padre y madre organizaron un plan con el padre y la

madre de Ramón. Por la mañana fueron a la sierra e hicieron una parrillada en

el bosque para comer. Cuando los adultos se tumbaron a la siesta, unas gotas

como bombillas empezaron a caer. Llegaron a los coches empapados y

decidieron ir a casa de Ramón, que estaba cerca. La tarde fue pura playa para

Bruno: saboreó de nuevo la sensación de jugar. Padre y madre tuvieron que

tirar literalmente de él cuando llegó la hora de volver a casa. Bruno contraatacó

dando la tabarra todo el camino de vuelta: ¡eso es injusto! ¿Por qué Ramón se

compra juguetes nuevos y yo no?

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Parte 2: caos

Las siguientes semanas Bruno vivió una etapa un tanto caótica en la que

buscó distintas estrategias para conseguir tener juguetes nuevos. Madre fue la

que más sufrió las consecuencias: cuatro días seguidos escuchando

“¡¡¡madre!!! ¿Me compras el Ranchengi XIV? ¡Porfi porfi porfi!”; seguidos de

otros cuatro donde Bruno se convirtió en un mudito contrariado; para acabar

con otros cuatro donde Bruno se convirtió en el niño más atento y complaciente

de la ciudad. Ninguna estrategia funcionó.

Tuvo mayor fortuna al visitar a Abu, ya que mostró su cara más arrugada

y consiguió unas monedas que intercambió por dos relucientes coches de

carreras, duraron vivos semana y media.

Los sentimientos de Bruno eran una montaña rusa. Su estado natural

era sentir que algo le faltaba y se aliviaba puntualmente cuando alguna de sus

estrategias funcionaba, pero como ninguna se sostenía en el tiempo la rabia, la

tristeza y el estrés le atacaban continuamente.

Pasaba tiempo viendo la tele para distraerse, pero en cuanto la apagaba

sentía como su necesidad de tener juguetes había aumentado y con ello su

malestar.

Siguió probando estrategias. Intentó hacer trabajillos para ganar

monedas con las que comprar más juguetes. Limpió el coche de padre a fondo,

le hizo los recados a la vecina Agustina e incluso pasó varias tardes cuidando

de sus primos pequeños Martín y Lucho, lo cual aborrecía totalmente. Pero las

monedas que obtuvo no eran suficientes para conseguir Ranchengi XIV y se

tuvo que contentar con los dragones Maltoro, que duraron... lo que duraron.

“¡Seguro que Ramón tiene a Ranchengi XIV! ¿Por qué yo no?”, se martirizaba

Bruno.

Parte 3: oportunidad

Cierto día las tornas empezaron a cambiar. Después de rebuscar todos

los armarios de su casa sin éxito, el bingo saltó cuando convenció a padre para

ir al trastero y encontraron un par de cajas con antiguos juguetes de padre.

¡Eran preciosos y además irrompibles!

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Las partidas eran interminables, Bruno estuvo en una nube durante dos

semanas, pero llegado cierto punto, las dos cajas no eran suficiente. La

sensación de que algo le faltaba le inundó de nuevo.

La solución fue ir a la tienda a buscar un complemento para los antiguos

juguetes de padre. ¡Imposible! Bruno volvió de vacío, no había nada compatible

con aquellos juguetes de hacía décadas. Pero es que Bruno descubrió que

para más inri, ni siquiera hubiese sido posible encontrar complementos para los

últimos caballeros Rangún que le trajeron los Reyes Magos en Navidad. ¡Vaya

tela!

Sin embargo, la visita a la juguetería le abrió las puertas a Bruno, sin que

él en ese momento fuera consciente, a un nuevo mundo: ¡la economía circular!

Estando en la tienda observó a otro chico, poco más joven que él, que

estaba jugando dentro de la juguetería con los juegos de muestra. No habló

con él aquel día, pero una semana después madre le contó que había estado

media hora en la juguetería para elegir un juguete para el primo Martín (¡qué

morro!, pensó Bruno) y que había visto a un chico todo ese rato pasándoselo

pipa con los juguetes de muestra de la tienda. “¡Tengo que conocerle!”, pensó

Bruno.

Dicho y hecho. Al día siguiente, en cuanto tuvo un rato libre le dijo a

padre que se iba a la plaza a jugar y se fue a la juguetería con una sonrisa de

oreja a oreja. Al llegar, el chico no estaba allí y como a Bruno le daba

vergüenza entrar él solo a jugar, se sentó en el escalón de la tienda de al lado,

atento y paciente.

Pasó un buen rato y nada; la atención de Bruno decaía a cada minuto.

Tras 20 minutos, Bruno entró en la tienda a mirar juguetes y 20 minutos más

tarde, sin darse cuenta de ello, estaba formando un ejército de juguetes de

muestra y preparándolos para la batalla. Cuando todo estaba listo y Bruno

daba tres pasos hacia atrás para levantar la bandera que daba el pistoletazo de

salida a la batalla, pisó encima de algo, tropezó y cayó encima de una

estructura de Lego, destrozándola. Ese algo era el pie del chico, que había

llegado a la juguetería sin que Bruno se enterase, y la estructura era lo que le

había llevado un buen rato montar. Enfadado, el chico barrió todos los juguetes

que Bruno había alineado para la guerra. Y ambos se enzarzaron en una pelea.

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La solución al conflicto no tardó en llegar: la tendera les separó, les

mandó recoger los juguetes y les invitó a abandonar la tienda.

Como ocurre a menudo en edades tempranas, la amistad entre Bruno y

Lucas comenzó con un enfado y pelea. Lucas venía de una familia humilde de

un barrio a las afueras. Los juguetes eran su pasión y su vía de escape:

cuando el ambiente se caldeaba en casa, Lucas aprovechaba para escaparse,

caminar durante una hora hasta la juguetería y fluir jugando hasta que la tienda

cerraba. No tenía juguetes en casa, pero tampoco los echaba en falta.

Trabajaba mucho su imaginación, así que para él estar en la plaza del barrio y

jugar —solo o con cualquier amigo del barrio— al juego que se inventaran, era

estar en el paraíso.

Quedaron en verse en la juguetería el siguiente lunes después de salir

de clase. Lo pasaron como lo que eran: ¡enanos! Pidieron perdón a la tendera

por lo ocurrido el último día y jugaron en una esquina alejada de la entrada,

tratando de no montar mucho alboroto.

Poco a poco las quedadas se convirtieron en hábito y aumentaron en

frecuencia. No había semana en la que Bruno y Lucas no pasaran al menos las

tardes del lunes y el miércoles en la juguetería.

Parte 4: oportunidad circular

—¿Qué te pasa últimamente? ¡se te ve contento y has dejado de dar la

tabarra con el Renchenjún aquel! —preguntó cierto día madre a Bruno.

Bruno les contó entusiasmado mil y una historias que habían ocurrido

jugando con Lucas las últimas semanas.

—¿Así que la tendera os deja jugar con los juguetes de muestra todo lo

que queráis? ¿Y le habéis pedido permiso? —preguntó padre con interés.

—No, realmente no le hemos pedido permiso; pero yo creo que le gusta

que estemos allí. Nos suele preguntar qué tal nos parecen los juguetes y a

veces explicamos a otros niños cómo utilizarlos —contó Bruno—. Padre, ¿por

qué no abres tú una tienda de juguetes donde los niños podamos ir a jugar? —

Bruno sabía que padre se dedicaba a “abrir tiendas y negocios” así que la

propuesta tenía sentido en su mente.

—Me lo pienso... —dijo padre con una sonrisa comprensiva en la cara-.

—¡Sí! Un sitio enorme donde Lucas, todos mis amigos y yo podamos ir y

jugar con todos los juguetes que queramos —Bruno empezó a darle rienda

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suelta a su imaginación—. La juguetería es muy pequeña, además solo

podemos utilizar algunos pocos juguetes y tenemos que tratarlos con

muchísimo cuidado, no podemos romper ninguno. Tú podrías cambiar eso, ¿a

que sí padre?

—Le doy una vuelta y lo hablamos, ¿vale? —intentó cerrar padre,

sabedor de que la imaginación de Bruno podía llegar a ser demasiado.

—¡Hecho! —respondió feliz Bruno.

Parte 4: realidad circular

Cuatro meses más tarde la realidad había superado, con mucho, los

sueños de Bruno. Play era un espacio amplio con varias salas, conectado a un

patio dentro de la manzana aún más amplio. Uno entraba a Play, escogía de

entre la inmensa gama de juguetes disponibles, elegía rincón y… ¡a jugar!

Había salas silenciosas para juegos de estrategia y concentración. Se

organizaban partidas conjuntas. También era posible alquilar juegos y

llevárselos por un tiempo a casa.

Padre estaba orgulloso de lo que estaban haciendo y Bruno… Bruno no

salía de allí.

Pero todo no fue tan bonito en un principio. Al poco tiempo de arrancar el

proyecto, se dieron cuenta de que Lucas, si bien se lo pasaba en grande en

Play, no acudía muy a menudo; de hecho había semanas en las que ni

aparecía. Cierto día Lucas confesó que con la paga que recibía no podía pagar

la simbólica cuota de entrada con tanta frecuencia como le gustaría. Realmente

fue fácil entender que lo que Lucas aportaba a Play cada vez que jugaba allí

tenía un valor incomparable con el precio de la entrada; la solución, se creó un

rol de gurú mediante el cual jugadores “expertos” podían enseñar y acompañar

a noveles y obtener a cambio entradas para Play.

Otro inconveniente fue resuelto llegando a un acuerdo de servitización

con los productores de juguetes. Llegado cierto punto en la andadura de Play,

algunos niños pedían disponer de los últimos juegos disponibles en el mercado,

algo inimaginable ya que supondría compras casi semanales, acumulación de

juguetes y tener que deshacerse de los antiguos. Tras unos cuantos meses de

reuniones con productores de juguetes, se consiguió alcanzar un acuerdo para

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que “Jolasbeti”, un productor local, les suministrase sus últimos modelos y se

hiciese cargo de los antiguos.

Las ventajas de tal acuerdo eran incontables para ambas partes: la

presión por sacar nuevos juguetes al mercado disminuyó y en cambio las

ganas de crear juguetes que satisficieran lo que los niños deseaban aumentó.

La relación se estrechó tanto que no era raro ver a diseñadores de juguetes

jugando en Play y a niños ayudando con los diseños de nuevos juguetes. Para

los niños poder influir en sus juguetes del futuro era impagable, ¡ya no se

rompían al de tres batallas! Los productores aprendieron pronto lo interesante

que era diseñar juguetes modulares, que partiendo de una estructura base

pudieran ser modificados y evolucionados.

Los ahorros en materia prima eran considerables: la estructura base no

hacía falta producirla tan frecuentemente y los añadidos se diseñaban de tal

manera que una vez obsoletos pudiesen ser bien reutilizados o reciclados para

producir los nuevos modelos. Pronto “Jolasbeti” expandió la servitización en

más lugares y varios productores de juguetes comenzaron a experimentar con

este modelo.

La existencia de Play no trajo buenas noticias para todos; la juguetería

donde se generó la semilla del proyecto se vio muy perjudicada: los niños ya no

pedían juguetes a sus padres, querían ir a Play a jugar. Pura canibalización. La

solución que encontraron fue de nuevo aprovechar el conocimiento, en este

caso de las tenderas de la juguetería para recolocarlas en roles dentro de Play.

Además, la juguetería se reconvirtió en un PlaySpace, el primero de varias

“copias” de Play por la ciudad.

Padre, Bruno y todos los integrantes de Play sabían que en el futuro

seguirían encontrándose con nuevos inconvenientes. Así era, y estaban

preparados y motivados para seguir innovando.

Parte 5: Universo circular

La gente en Play se encontraba como en casa: un espacio seguro, una

comunidad y un ambiente que invitaba a imaginar y crear. Eso propició que

surgieran numerosas propuestas y proyectos alrededor.

El baúl del olvido fue fuente de inspiración para una de ellas. Bruno lo

llevó a Play al principio y después de meses parado cogiendo polvo, un niño

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curioso lo abrió y pasó la tarde creando nuevos juguetes a partir de piezas

rotas de otros. Ese acto fue la semilla de Delivery room, una sala convertida en

taller en la que cualquiera podía crear nuevos juguetes a partir de piezas

antiguas. Algunos llamaban al taller “Infirmary”, ya que ese también era el lugar

de trabajo del sanador de juguetes, un experimentado artesano que se

encargaba de “curar” cualquier juguete deteriorado.

Lucas originó otra iniciativa sin quererlo, al dar continuamente rienda

suelta a su imaginación y crear multitud de juegos para los que ni siquiera eran

necesarios los juguetes. Todos aquellos juegos “desmaterializados” que los

niños creaban y gustaban, eran recopilados en una biblioteca virtual y

compartidos con todo el mundo. Incluso se organizaban sesiones para enseñar

aquellos juegos que gustaban mucho y otras para co-crear juegos

desmaterializados.

Parte 6: futuro circular

La reunión por el primer aniversario de Play sirvió para echar la vista

atrás, sacar conclusiones y sentar las bases para el futuro.

El recorrido les había mostrado que la autonomía de los participantes,

una visión conjunta que les mantenía unidos como equipo y las ganas de

convertirse en expertos y crear un futuro mejor para todos los actores

implicados, habían sido clave para generar la motivación intrínseca que todos

sentían que les movía a seguir haciendo cosas.

Entendieron que no merecía la pena convencer y explicar a todo el

mundo lo que era la economía circular; de hecho, ni siquiera ellos mismos

habían tomado ese camino conscientemente. A muchos usuarios no les

interesaba, aunque hacían uso de Play y estaban encantados. Y aquellos que

querían saber más, se acercaban y preguntaban.

Por último, firmaron un “acuerdo para la evolución”: nuestra visión “un

mundo donde jugar no sea cuestión de edad, sea para todos y para siempre”

nos mueve y nos motiva a abrazar el cambio y con ello la difícil tarea de no

obsesionarse con lo conseguido y dejarlo morir cuando llegue su momento.

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PAÑAL Latido de Mar

He llegado a Satkopal, una pequeña ciudad del sur de Francia donde

vive mi hermana. No me ha resultado difícil encontrar su casa; está en una

calle no muy alejada del centro y muy bien señalizada. Solo he tenido que

preguntar un par de veces y finalmente aquí estoy. Su casa es un chalet

unifamiliar que se me antoja muy acogedor con un pequeño jardín en la parte

delantera. La casa luce un bonito porche ideal para la siesta y la lectura.

He detenido el coche justo enfrente de la portezuela que da acceso al

jardín, es un buen sitio, no molesto a nadie y está permitido aparcar. La

cancela que da paso al jardín está abierta y también observo desde la acera

que la puerta principal parece ligeramente entornada. Antes de moverme

inspecciono un buzón con forma de casita que está pegado a la valla que

separa el jardín de la acera. Hay una pequeña placa en ella. Leo: “Monsieur

Frederick La Porte et Madame Laura Cruz”. Sin duda esta es la casa donde

viven mi hermana y su marido. Entro y atravieso el jardín por un pequeño

camino de baldosas de piedra que lleva al porche. Una vez allí tengo que

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esquivar una mesita, un balancín que se mece ligeramente impulsado por la

brisa y dos hamacas. Como había observado, la puerta está abierta y por aquí

no se ve a nadie. Tomo la decisión de entrar en la vivienda. Lo primero que me

encuentro es un gran salón bien decorado pero sencillo, observo pocos

muebles y pocos adornos: algunas fotografías, libros, una bandeja sobre la

mesa en la que veo dos vasos de cristal y poco más. Si algo destaca es la

escasez de objetos inútiles comparado con mi casa y otras que suelo visitar.

Tampoco veo a nadie por aquí.

—¡Laura!, ¡he llegado! —grito a la nada, anunciando mi entrada a la

casa-.

—¡Sube! Estoy en el piso de arriba. —La voz de mi hermana se escucha

perfectamente desde algún lugar, supongo, del piso superior-.

—¡Subo! —contesto, y empiezo a caminar hacia una escalera de

madera que veo al final del salón.

Al llegar, asciendo despacio por unos peldaños que, aunque procuro no

hacer mucho ruido, crujen bastante a cada paso que doy. Al final de los

escalones encuentro un pequeño distribuidor en el que hay tres puertas, una de

ellas deja ver la luz de su interior porque no está completamente cerrada.

Además, unos murmullos y algún ruido que no logro identificar desde aquí

fuera procedentes de dentro de la estancia. Con toda seguridad hay alguien

ahí. Sin hacer ruido y casi de puntillas decido entrar.

—¿Se puede? —anuncio, y golpeando ligeramente la puerta, sin esperar

más tiempo, abro con decisión y paso dentro.

Es una habitación luminosa pintada con tonos azul pastel y blanco.

Destaca en el centro de la habitación una preciosa cuna de madera con los

barrotes pintados de blanco. A lado de la ventana, al fondo, veo a mi hermana,

de pie, algo inclinada sobre lo que parece un mueble bañera y cambiador, algo

se está moviendo entre sus manos.

—Hola hermanita —le susurro al oído situando mi cabeza cerca de su

oreja.

—Hola Carlos, ¡ya estás aquí! ¡Qué ilusión! ¡Déjame que te abrace! —

Sin más, se gira, me abraza muy fuerte y me da dos de esos besos que se

quedan pegados a la piel durante unos segundos y al corazón toda la vida.

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En estos momentos me doy cuenta que lo que se mueve entre las

manos de mi hermana es un bebé, pequeño dulce y maravilloso.

—Laura, ¿y este pequeñín? —exclamo con sorpresa—. ¡Déjame verlo!

—¡Déjame tocarlo! —No puedo contener mi excitación.

Aparto con cuidado a mi hermana y ahí está, una sonrosada cosita que

mueve torpemente los brazos y las piernas, tiene unos enormes ojos abiertos

color cielo y emite gorjeos con la boca ligeramente entreabierta. Está tumbado

boca arriba sobre el cambiador. Y soporta sin rechistar las maniobras de mi

hermana, ahora, le coge por los tobillos, le levanta un poco y pasa una toallita

húmeda por su culito, la toallita, una vez cumplida su misión, va a parar a un

cubo de basura estratégicamente situado a los pies del cambiador, ahora le

aplica polvos de talco también en el trasero y lo que parece ser una crema por

pecho y piernas. Sin duda, el bebé, que debe tener unos cuatro meses, está

empezando a descubrir su propia voz y trata torpemente de comunicarse

emitiendo gorjeos continuamente y sonriendo a cada estímulo. Es entrañable;

le hago carantoñas y sonríe mucho más, su boca se abre ligeramente y

aparecen unos divertidos hoyuelos en la comisura de los labios, lo está

pasando bomba y yo también; es delicioso, no puedo parar de mirarlo y de

tocarle le aprieto los muslos, juego con sus minúsculos dedos y siento una

irresistible tentación de comérmelo enterito.

—Es Juan, tu sobrino, le estaba cambiando ahora, se manchó enterito el

muy gocho —informa mi hermana.

Me recreo un instante observando detenidamente la imagen: El niño tan

pequeñito y las manos de mi hermana maniobrando con soltura. Me parece un

milagro que una cosita tan pequeña sea mi sobrino. Sin duda mi hermana ha

estado limpiando al bebé y ahora le está dando un masaje y va a ponerle un

pañal limpio; él, dócil, se deja hacer y mi hermana maneja su cuerpecito y los

diversos productos que están sobre el cambiador con la rapidez y habilidad de

quien ha realizado esta operación innumerables veces.

En el ambiente flota ese olor característico que indica con exactitud lo

que ha ocurrido hace poco tiempo: Mi sobrino está sano y ha llevado a buen

término su digestión sin aparentes problemas. A un ángel como éste se le

perdona todo y ni siquiera el tufillo residual que permanece en el aire logra

enturbiar este fraternal instante. Continúo embelesado, ahora mi hermana ha

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entrado como en una especie de trance y profiriendo unos grititos de

indescriptible condición agita su cabeza sobre la tripa del niño a la voz de:

—¿Quién se va a comer esta tripota?, ¿eh?, ¿quién se la va a comer?

A cada embestida el indefenso bebé sufre una especie de espasmo a lo

que se ve gozoso puesto que emite lo que parece un intento de carcajada, que

conforma una risa increíblemente contagiosa.

Poco a poco un agradable olor a colonia de bebé va llenando la

estancia, ahora los cinco sentidos pueden disfrutar en plenitud del momento.

Observo que Laura está poniendo a la criatura un pañal de tela que se me

antoja incómodo y antiguo. Decido preguntar:

—Laura, ¿por qué no utilizas pañales desechables?

—¡Uy! No tienes ni idea —contesta mi hermana empleando un tono de

voz que denota superioridad moral. Ella lo usa muchas veces, superioridad

moral que muchas veces utiliza cuando se dispone a explicar algo a otras

personas. Es una superioridad moral auto atribuida que a veces llega a cansar,

pues a poca gente le gusta que le hablen como si fueran ignorantes y mucho

menos insensibles o egoístas.

—Tú no sabes la cantidad de campos llenos de pañales que hay en las

afueras de las ciudades —continúa—. El pañal desechable tarda 500 años en

biodegradarse y un bebé necesita 6.000 pañales en sus primeros 24 meses de

vida. Para un pueblo mediano como este son cientos de miles de pañales al

año. Han calculado, que, al utilizar este tipo de pañales, naturales y lavables,

puedes ahorrar 130 kilos de plástico al año; 270 kilos de algodón y otros

materiales de relleno al año; 70 por ciento de energía en su fabricación con

respecto a la consumida en la media de los pañales desechables; y 37 por

ciento en agua aun lavándolos en la lavadora.

—Suena bien. —Es lo único que ahora acierto a decir. Pero decido

exponer algunas pegas e ideas que surgen en mi cabeza en un primer

momento—. ¡Vaya!, te refieres a pañales como los que utilizaban nuestros

antepasados, sin control de calidad ni investigación —añado.

—¡No! —interviene—, ya no son como antaño. Ahora se fabrican con

telas biodegradables y se utilizan unos papeles también biodegradables que se

insertan en el interior del pañal. Son estos papeles los que tiramos al W.C.,

igual que el papel higiénico cuando se cambia el pañal, de esta manera solo

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queda la tela del pañal por lavar, ¡sin los inconvenientes de los pañales que

utilizaban nuestras bisabuelas! Además, son estos, los naturales y ecológicos,

los que protegen mejor la delicada piel del bebé que los desechables. Piensa

que utilizan menos plásticos y productos sintéticos.

Está claro que mi hermana está dispuesta a defender su opinión con

argumentos sólidos.

—Pero, ¿no son más caros? —Intento otro ataque.

—¿Lo ves?, nuevamente estas equivocado —no cede ni un ápice—.

Escucha: Contando el número medio de pañales usados por meses, se gasta

una media de 1.250 euros en pañales desechables los dos primeros años, 718

euros el primer año y 540 el segundo, contra 750 euros en total para los dos

años con los pañales de tela ecológicos, es decir, ahorrarías más de 500 euros

con estos pañales. —Su explicación es de nuevo contundente.

—Y ¿tendrás que añadir el consumo de agua para lavarlos?, ¿y también

la energía gastada para hacerlo? —contraataco.

—Mira, hermanín, el coste por pañal es de 0,14 euros en el caso de uno

de tela y ecológico, contra 0,25 euros de media por un pañal normal de

plástico. El coste del pañal ecológico corresponde al pañal, 0,11 euros, más

0,03 euros de lavado. —No hay color, su explicación está siendo

increíblemente detallada, esta vez he de reconocer que ha estudiado la

cuestión a fondo.

—Sí, pero tienes que lavarlos —argumento sin rendirme—. ¡Vaya rollo!,

tendrás que lavar un montón de pañales. Y eso es más trabajo y más tiempo

que dedicar al bebé, ¿no te da ya suficiente trabajo? Y, además, siempre

esperar a que se sequen. No creo que sea muy buena idea. Ya tendrás

suficiente trabajo extra con ese precioso querubín: levantar, preparar las tomas,

dar de comer, pasear, baños, acostar, llantos nocturnos, y ahora añade lavar

pañales, secar pañales, ordenar pañales…, ¡uf! ¡Vaya complicación! —Creo

que mi argumento ha hecho efecto e insisto por esta vía—. Por otra parte, lo

normal es que nunca sepas cuando te van a hacer falta pañales y es necesario

tenerlos siempre a mano preparados.

—Error de nuevo —dice enseguida.

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Ahora, me fijo en su rostro, yo conozco esa expresión, esa cara

iluminada de felicidad que refleja el sentimiento triunfal de alguien que se

dispone a asestar el golpe definitivo. Inicia su explicación:

—Mira, en este pueblo, unos chavales jóvenes han montado una

empresa que se llama “Happy Nappy”, ¿sabes?

—Sí, Laura, “El Pañal Feliz”, yo también hablo inglés —replico algo

fastidiado ya.

—Te lo voy a explicar —continúa— son geniales. Escucha. Aquí

podemos firmar un contrato de servicio con esta empresa y por una módica

cantidad al mes ellos cada mañana recogen de la puerta de tu casa una caja

como esta donde nosotros hemos puesto todos los pañales sucios que vamos

acumulando y que previamente hemos ido guardando por separado en bolsas

herméticas individuales que también nos han facilitado. Ellos, cada mañana,

dejan otra caja con los pañales limpios lavados y esterilizados junto con

bolsitas, así siempre tenemos pañales limpios sin tener que ir a comprarlos,

gastar más tiempo y consumir gasolina. —Mientras habla me señala una caja

de diseño atractivo y funcional a los pies del cambiador; también observo,

preparadas, las bolsitas individuales para meter los pañales sucios. Todo

parece muy pensado y diseñado ergonómicamente. Estudio la caja y veo que

tiene un cierre hermético, supongo para facilitar su uso y evitar posibles

problemas derivados de escapes o vertidos inesperados. Parece imposible que

se puedan fugar de ella olores o contaminaciones no deseadas. Su aspecto,

además, es moderno y de una pulcritud impecable. Lo mismo ocurre con las

bolsitas individuales; representan un ingenioso método para evitar que se

mezclen los pañales de unos bebés con otros. La verdad, estoy gratamente

impresionado, abrumado por tanta argumentación. Mi hermana está dispuesta

a ganar por K.O en esta ocasión y continúa—: Happy Nappy es una empresa

verde por lo que certifican que solo utilizan detergentes ecológicos y altamente

biodegradables, así como lavadoras que procuran gastar el mínimo posible de

agua y con eficiencia energética A++. Asimismo, la ruta de recogida y entrega

de bolsas la realizan en un carrito que se mueve a pedales, parece un carrito

de esos de las películas americanas dedicado a la venta ambulante de helados

o perritos calientes.

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Son estupendos —prosigue—, siempre van por ahí con sus carritos

saludando y por no contaminar, ni contaminación sonora realizan, pues el

sonido de sus cláxones es el suave y nada molesto timbrazo de una bicicleta.

Lo tienen todo muy bien pensado y están empleando, para sus repartos, a

muchos jóvenes de la población. Las telas de los pañales que ofrecen están

supervisadas por expertos y su tamaño y composición son las que mejor se

ajustan a la edad de los bebés y las que tienen toda la garantía para cuidar su

delicada piel. Yo personalmente y por curiosidad he ido a visitar sus

instalaciones. ¡No te lo puedes imaginar hasta que no lo ves! Trabajan con

todas las medidas de higiene necesarias, parece un laboratorio.

Para mí es perfecto, no tengo que ocuparme de nada ni de ir buscando

los pañales para comprar, ni de lavarlos según se van usando, siempre tengo

disponibles y siempre limpios. Si por alguna circunstancia necesitara algunos

más basta con llamarlos por teléfono y me los traen. También venden otros

productos relacionados, chupetes, mantas, cremas y muchas cosas del mundo

de bebé.

Definitivamente ha ganado y me mira sonriente. Va a rematar:

—Ellos cierran el ciclo, dan un servicio de valor a la Comunidad,

contribuyen a la reducción del uso de recursos y generan un beneficio que

finalmente revierte en su entorno colaborando en el empleo juvenil. ¡Redondo!

Concluye:

—Es genial, ¿verdad? —me pregunta—. Yo ya no tengo excusas para

no comportarme respetuosamente con mi entorno, esos chavales han sabido

aprovechar las oportunidades que se presentan en el tratamiento de los

residuos y han generado valor con esa actividad, provecho para la sociedad y,

en definitiva, riqueza.

Me ha convencido. Lo ha vuelto a hacer. Ahora estoy concienciado en la

necesidad de limitar el consumo energético y en la necesidad de disminuir la

producción de residuos, pero este ejemplo tan simple me ha resultado

clarificador. Decidí claudicar:

—Sí, es genial, ojalá lo que han conseguido esos chavales aquí lo

aplicaran los gobernantes y los políticos, los poderosos dueños de las grandes

corporaciones y los Consejos de Administración en su actividad de Gobierno e

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Industriales: obtener una ventaja competitiva en el contexto del desarrollo

humano consiguiendo resultados económicos, sociales y ambientales.

—Me alegra que al final lo hayas podido comprender —Laura prosigue.

—Sí, gracias —finalizo —, de momento, si no te importa, voy a la cocina

cojo una cerveza y salgo un rato al porche a tomarla sentado en ese balancín

que he visto, parece muy cómodo y el viaje ha sido largo.

—Me parece fenomenal —dice ella—, ve bajando que ahora en un ratito

bajo yo y me tomo otra contigo.

Así concluye esta refriega con un claro vencedor. Inicio la retirada, pero

antes quiero echar un último vistazo a mi sobrino. Enzarzado como estaba en

el debate sobre el pañal, me había distraído un poco del objeto de mi estancia

allí: disfrutar del tierno muñequito que ahora, boca abajo y con los bracitos

extendidos, me miraba con la cabeza de lado apoyada en el cambiador y con

los ojos muy abiertos. Imagino lo que ese bebé podría estar pensando; en

definitiva, lo que hagamos con el planeta y cómo lo dejemos a nuestro paso

será nuestra herencia para él, para sus hijos y para sus futuros nietos.

Ya en el porche, sentado en el cómodo balancín y disfrutando de una

suave brisa primaveral, pienso que lo que esos ojos tan abiertos me estaban

diciendo era un simple “gracias, hazlo por mí”. Es curioso lo que un simple

pañal me ha descubierto hoy, ¿y si pensáramos de forma similar con los

neumáticos, las bolsas, los envases, los aceites y los millones de toneladas de

residuos que nuestra sociedad produce a diario? Estoy seguro que

encontraríamos cientos de oportunidades como la que aprovecharon los chicos

de “Happy Nappy”.

Cuando voy hacia el coche una simpática carretilla blanca pasa por el

centro de la calle conducida por un muchacho en bicicleta, Sobre la caja en

grandes letras de alegres colores pude leer “Happy Nappy”.

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EL PROFESOR DE MÚSICA Permuta

Por culpa de la crisis terminé en un colegio de primaria, impartiendo

clases a un grupo de niños resabidos que no paraban de decir “profe, ¿se ha

reinventado usted o se ha reciclado?”. Y la verdad, yo no encontraba una

respuesta que lograra convencerlos para que mantuvieran la boca cerrada y

me dejaran tranquilo mientras hacían las sumas. Sobre todo, Ernesto, el típico

líder que no había conocido nunca la vergüenza, tenía el cuaderno abierto, las

cifras por sumar y levantaba la mano, eso sí, aguardando a que me acercara a

su pupitre.

—Profe, ¿cuántas veces se puede reciclar una persona? ¿Y de qué

color sería nuestro contenedor? Porque el otro día escuché en la televisión que

el papel se recicla indefinidamente y mamá me explicó que indefinido es una y

otra vez, millones de veces. Como no terminaba de creerla me habló de las

reencarnaciones pues en la India las personas no mueren. Es que como no

hace mucho se murió mi abuelo...

¿Se habrá reciclado?

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Una reflexión como aquella en un niño de tan corta edad me dejó un

tanto desconcertado. Todavía no comprendían bien las figuras geométricas, el

significado de algo circular que va modificándose continuamente para retornar

al punto de partida como para elaborar ese tipo de preguntas.

Para esa jornada me había preparado los ejercicios de matemáticas y

los de lengua. Las lecciones de ciencias naturales tocaban para el día

siguiente. Ni siquiera había mirado el tema que estaban estudiando y mucho

menos sospeché que ningún niño se me hubiera adelantado haciendo una

lectura por anticipado.

—Todo eso está muy bien, Ernesto, pero primero debes saber sumar

millones de veces, que ahora nos toca matemáticas y en matemáticas se

hacen cálculos con los números.

—Claro profe. Es que en el enunciado de uno de los problemas pregunta

que cuántos árboles se pueden salvar de ser talados si se reciclaran cada día

diez mil kilos de papel. Está en la página veinticinco. A mí me gustan los

árboles y mamá me riñe mucho cuando arranco una hoja del cuaderno porque

he cometido un error y me ha salido un borrón de tinta. Dice que sin árboles no

habría oxígeno para respirar y que, si tiro el papel con las peladuras de fruta, el

próximo árbol que corten será culpa mía.

Maldije al director porque había sido idea suya eliminar las clases de

música. Dijo que con ello salvaba mi puesto de trabajo y que a nadie le

interesaba tocar flauta y castañuelas. En plena crisis nadie tenía euros para

comprar violines y pianos y mucho menos alcanzaban los sueldos para un

extra tan fuera del alcance de la economía como las entradas para los

conciertos de Strauss y Chaikovsky, o las clases particulares de instrumentos

de viento y cuerda. Pensé que si no podía con esos críos lo único que me

quedaba era pedir en la puerta de las iglesias o tocar en la plaza del Sol tras

pasar el examen. Si ese crío quería guerra, la tendría.

—Tus compañeros van todavía por los ejercicios de la página veintitrés,

pero te prometo que me tomo muy en serio tu pregunta y la resolveremos

durante la semana que viene en todas las asignaturas. Aprenderemos todo lo

que se puede reciclar millones de veces y lo que solo puede hacerse cinco o

seis veces. Entre todos buscaremos cosas que contaminan y cómo podemos

mejorar el aire que respiramos. Calcularemos la cantidad de agua que

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desaparece cada año y la cantidad de hielo que se pierde por el calentamiento

del planeta. Y podemos probar con algún experimento de laboratorio para que

lo comprendáis mucho mejor. Ahora Ernesto, queda poco rato para que suene

el timbre y es un tema tan largo que no nos daría tiempo ni de empezar.

—Vale profe —respondió mientras se aplicaba sobre su cuaderno—. Yo

escribí en la pizarra las tareas para el fin de semana.

*Terminar las sumas de matemáticas. Corrección el lunes.

*Buscar cosas que se pueden reciclar. Cada uno que traiga una.

*Copiar la definición de Reciclar del diccionario.

*Buscar en el mapa los océanos.

*Dibujar con el compás varios círculos, uno dentro de otro, y pintarlos de

distintos colores.

Escuché protestas por el exceso de tareas pues el fin de semana era

para jugar al fútbol con una pelota redonda y no para hacer círculos redondos

en una hoja de papel.

—De acuerdo. Lo que no hayáis completado lo iremos haciendo durante

la semana.

***

Me quedé unos minutos en el aula, observando la estampida de los críos

que tenían por delante dos días de descanso. Su ruido no se parecía a la

armonía de la orquesta sinfónica interpretando “El lago de los cisnes”, ni a la

dulzura de las bailarinas acompasando sus portés, el tercer arabesque o el

cabriolé. Imaginé moviendo la batuta y la estridencia resultante de una partitura

desafinada.

Guardé el material en la mochila, limpié el encerado y estuve un buen

rato mirando por la ventana. Encima de la mesa tenía el periódico del día en el

que Stephen William Hawking vaticinaba que la vida en la Tierra tenía los días

contados y solo podríamos vivir en otro planeta. Aunque lograra concienciar a

dos docenas de críos de la importancia de respetar el medio ambiente, la

utilización de energías renovables y el uso sostenible de los recursos, eran sólo

pequeñísimos gramos de arena en el intento por salvar el planeta. Y aunque

dejaran de respirar un minuto el aire contaminado y guardaran una docena de

bolsas de plástico para reciclar, ¿qué podían hacer frente a las chimeneas de

las gigantescas industrias, los reactores de los aviones que destrozaban la

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capa de ozono a cada segundo o los tubos de escape de millones de coches

que plagaban el planeta?

Durante el fin de semana metí la nariz entre partituras de música (por

eso de que amansaba a las fieras) y acaricié las cuerdas de la guitarra en

busca de una solución. En otras circunstancias aprovechaba el tiempo libre

para componer letras de canciones, pero mi mente estaba demasiado

contaminada y, como habían dicho los pequeños alumnos, debía reciclarme o

reinventarme. Me sentía en uno de esos puntos muertos en los que uno no

avanza hacia ningún lado y, si me descuidaba, podía acabar en un vertedero

de basura perfectamente. Tal era mi estado de desánimo que tampoco me

apetecía estudiarme las lecciones de la siguiente semana. Tampoco quería

discutir con el director sobre la técnica Freinet en la que los niños podían

aprender por sí solos todo lo relacionado con el reciclaje y renovables, pues a

buen seguro no vería con buenos ojos que el aula se convirtiera en el

sucedáneo de los contenedores de colores y las mesas se poblaran con

residuos susceptibles de volver a ser aprovechados.

Pensé que, puestos a recibir una bronca (imposible no librarme), podía

apelar al trabajo en equipo, al intento de alejar a los muchachos de las

pantallas de ordenador y teléfonos móviles para hacerlos pensar en lo que

tenían entre manos, traían de los supermercados, ponían en sus mesas o

trataban de eliminar de casa una vez que habían hecho uso de ello.

¿Cuántas veces se podía reciclar el desasosiego interno, la soledad, la

ausencia de los seres queridos, el abuelo de Ernesto, los pensamientos? En

algún sitio había leído que la estructura del cerebro era muy arrugada para

aumentar el volumen aprovechable, como si cada pliegue intentara por si

mismo almacenar información constantemente, borrando y añadiendo,

limpiando y reescribiendo encima, olvidando cosas y memorizando las más

recientes, evolucionando en un periodo de acomodación.

Eso era lo que tenía que hacer, adaptarme a las nuevas circunstancias y

entender de una maldita vez que el resto del curso iba a lidiar con faltas de

ortografía, deberes sin hacer, suspensos por falta de conocimientos y bostezos

durante la explicación de las materias más aburridas. Aspirar a que atendieran

en clase, que llegaran motivados y con ganas de aprender, mantener el silencio

desde el minuto cero y no verlos salir en estampida cuando sonaran los timbres

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era pura ilusión. Para mí, el pitido del mediodía y el de la tarde serían el único

recuerdo de notas discordantes, de escalas de do mayor o si menor, de mi

título colgado en la pared por el que parecía ser que me capacitaba para

enseñar, aparte de música, asuntos sobre la teoría del círculo.

El lunes estuvo plagado de sorpresas. A primera hora de la mañana los

niños parecía que habían dejado las legañas en casa y traían ganas de

trabajar. Traían en las mochilas un enorme surtido de productos para reciclar y

estaban llenos de argumentos con los que salvar al mundo.

Así, encontré periódicos que decían se podían reciclar media docena de

veces hasta que adquirían ese color grisáceo por la pérdida de celulosa del

proceso de elaboración. También traían bolsas de plástico, zapatillas viejas,

envases de leche, botes de cristal, aceite usado, juguetes viejos, prendas de

ropa que ya se les habían quedado pequeñas, bombillas y hasta baterías de

los teléfonos móviles. El aula se convirtió en una especie de puesto de venta

ambulante. Estuve seguro de que el olor no tardaría en atraer a profesores

curiosos asomando sus narices por los cristales. Enseguida se formaron los

grupos de trabajo para ordenar el desorden y los chiquillos buscaban en los

ordenadores el número de veces que se podía reciclar cada objeto, la cantidad

de recursos naturales que se podían ahorrar con cada proceso. Inventaron

relojes de arena, fabricaron disfraces con calcetines rotos, elaboraron joyeros

con trozos de madera e incluso decoraron tarros de cristal para que sirviera de

hucha o porta lapiceros.

—¿Se puede saber qué están haciendo? —bramó el director en un tono

que indicaba el desastre.

Mantenía la puerta abierta, golpeaba con el pie las baldosas del suelo y

blandía en la mano un fajo de papeles. Ernesto se me adelantó.

—Señor director, estamos haciendo problemas de matemáticas para

calcular los árboles que pueden salvarse si el papel se utilizara seis veces,

aprendemos la composición de muchas de las cosas que usamos cada día y,

además, practicamos la lectura obligatoria y la ortografía, porque batería se

escribe con be de burro y alcalina sin hache. ¿Sabe usted que las ciudades

menos contaminadas están en Europa? Si mira el mapa, allí está Suiza,

Finlandia y Noruega, aunque en todas ellas debe hacer mucho frío.

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Sin darse cuenta, Ernesto acababa de salvarme la vida. Hablarle al

director de conocimientos en todas las materias por fuerza tenía que obrar en

mi favor.

—¿Sabía, señor director, que hasta las hojas de los árboles se pueden

aprovechar? ¿Y que si la calefacción está tan alta y abrimos las ventanas

derrochamos tanta energía como para llenar tres campos de fútbol?

El señor director se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz,

agachó las orejas y cerró la puerta dejándonos continuar tranquilos.

—Muy bien, niños —no pude por menos que decir.

El resto de compañeros, cuando sonó el timbre, vinieron a darme

palmaditas en la espalda pensando que me habían expedientado. Bajo ningún

concepto se les ocurría saltarse las programaciones y mucho menos innovar en

las aulas. Cuando les había hablado de la técnica Freinet implantada en

Francia por un profesor que enseñaba a los niños a pensar por sí mismos, a

redactar revistas escolares con una imprenta rudimentaria y a plasmar el

resultado de sus descubrimientos, me tomaron por loco. Sin embargo, a los

niños les divertía probar y sin darse cuenta aprendían muchas más cosas que

si les hubiera obligado a memorizar las lecciones sin entender el contenido.

Cuando nos tocó la clase de religión, fue Rubén el que levantó la mano

para preguntar si era cierto que los creyentes de la religión budista se

reencarnaban una y otra vez y que podían terminar siendo gusanos, hormigas,

vacas sagradas o el niño recién nacido en casa de los vecinos.

¿Cómo demonios podía explicarles el concepto de la reencarnación si ni

siquiera yo lo creía? Pero se lo había prometido a Ernesto cuando preguntó si

su abuelo estaba en el cielo o se había reciclado en otra cosa.

Sayuri, la niña china, dijo que estábamos en el año del dragón y que si

hacíamos sonar las campanas espantaríamos a los malos espíritus. Dibujó un

montón de círculos y dijo que en su familia nadie iba al cielo para siempre, sino

que regresaban de nuevo para hacer la colada con su alma hasta que quedaba

limpia como para descansar.

—Vaya, ¿así que también nosotros nos reciclamos? Mi madre me dijo

que el abuelo había muerto para siempre y que no volvería a verlo nunca.

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—Los míos también murieron, pero mamá dice que el abuelo está en el

rosal del jardín y por eso no debo olvidarme de regarlo a diario y la abuela en el

gato de color marrón que no para de refunfuñar.

Me salvó el timbre. Ni siquiera Ernesto se quedó en su pupitre a esperar

una mejor explicación, como si lo que había dicho Sayuri le sirviera para hablar

con su abuelo convertido en el oso de peluche o en el balón de fútbol que

llevaba bajo el brazo y no le había visto golpear con el pie.

Sobre las mesas quedaban los pósteres, que después colgaríamos en

las paredes, todavía sin terminar. Paseé ojeando el resultado. Este me

sorprendió. Había gráficas en las que aparecían las semillas, los árboles, el

papel, el cubo de la basura o la máquina de reciclado y de nuevo el papel. Otro

grupo de niños había trabajado con las energías renovables, los molinos de

viento, las placas solares, el calor generado por el agua o por la combustión de

las plantas. En las cuatro últimas mesas que revisé habían pintado el fin del

mundo, naves espaciales y otros planetas llenos de extraterrestres donde sí se

podía respirar un aire puro, no existía contaminación de fábricas y coches y la

gente se desplazaba en bicicletas de tres ruedas.

Aquellos niños prometían —pensé mientras anhelaba la música.

Si había sido capaz de enseñarles tantas cosas bajo el mismo tema ¿por

qué no rebelarme frente al señor director y poner cuatro acordes en todo

aquello? Recordé al grandísimo Michael Jackson que allá por el año 1991 ya

hablaba de curar al mundo, de hacer un mundo mejor, de la naturaleza humana

o en 1995 preguntaba que le habíamos hecho al mundo en sus dos míticas

canciones Heal The World y Earth Song.

***

Elegí la banda sonora de Pocahontas: Colores en el viento, por

considerarla más cercana a los niños y coloqué en el pentagrama la escala de

notas para los instrumentos en clave de sol. A la vez que aprendían a respetar

la naturaleza, con la música amansaba a las pequeñas fieras que cada vez que

sonaba el timbre, saltaban de los asientos hacia la libertad.

Supuse que mis métodos no eran aprobados por la mayoría y que

alguien se había encargado de que me hicieran una inspección sorpresa con

objeto de colocarme en mi sitio. Así es la naturaleza humana, redonda como la

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envidia y tan corrosiva que resulta imposible de reciclar pues arrasa a los

semejantes antes de darles una oportunidad.

Ocurrió la mañana en la que íbamos a poner en común todo lo

aprendido y de cada grupo el niño portavoz comunicaba a los demás las

conclusiones. Hablaron de usar las cosas, reutilizar antes de desecharlas, de

alargarles la vida todo lo posible.

—Señor director, señor inspector, ¿ustedes han venido al colegio en

coche? Si su coche es viejo contamina igual que treinta y seis coches nuevos

recién comprados. Venía en un problema de matemáticas.

—Hemos aprendido que los productos de desecho pueden volver a

utilizarse al menos una docena de veces. Si reciclamos no es necesario volver

a extraer los productos primarios de la naturaleza. Si reciclamos una lavadora o

un teléfono móvil tenemos la materia prima una y otra vez.

—Si echamos las botellas de cristal al contenedor verde no hará falta

extraer arena de sílice para su elaboración.

—Algunos plásticos no son recuperables pero los biodegradables

contaminan menos el medio ambiente.

—Es como una reencarnación constante, nada muere para siempre, sino

que se reutiliza una y otra vez.

Conforme los niños resumían sus pósteres, los demás acompasaban las

palmas golpeando los pupitres. No los llamé al orden. Estaban cerrando mi

círculo.

—Muy bien profesor, veo que ha sido capaz de enseñarles algo más que

cuatro notas de música. Si Célestin Freinet hubiera visto la pedagogía de la

música aplicada al método natural de aprendizaje sobre esta materia tan

comprometida, no habría podido por menos que felicitarle. No me opondré a su

libre estimulación pues parece que es usted capaz de abarcar todas las

asignaturas, incluida la que había estimado excluir del plan de estudios. Si

mantiene el descubrimiento continuado no me opondré a que lleve a cabo sus

proyectos.

Acababa de reinventarme sin apenas darme cuenta. Ese francés nacido

en la Provenza francesa allá por finales del siglo XIX me había devuelto a la

vida, pues no solo había recuperado la libertad de enseñanza, sino que la

habían aplaudido. Sentí como si volviera de nuevo al principio.

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ERRE DE RESISTENCIA Max Logan

Conocí a Joseva en el mercadillo sabatino de Nambroca. Mejor dicho,

junto al mismo, pues, según supe después, los municipales no le permitían

ocupar el espacio reservado a los vendedores, debido a que carecía de la

condición de vendedor ambulante como autónomo. “Esto es un claro ejemplo

de la esquizofrenia de la Administración —se lamentaba—; en algunos pueblos

me pagan para que acuda a sus mercados en calidad de artesano y productor

ecológico, y en otros me lo prohíben por la misma razón”. Por eso ocupaba un

hueco entre el mercadillo y el pequeño Parque de la Libertad, nombre que

contrastaba con sus hechuras: un rectángulo pavimentado con hormigón

impreso de color cenagoso y vallado con altas rejas picudas en toda su

extensión, salvo en la minúscula puerta de apenas metro y medio. Lo llamativo

del caso era que, llegado el mediodía, cuando los comerciantes comenzaban a

desmontar sus tenderetes, los mismos municipales se acercaban al

rudimentario puesto de Joseva para hacer negocios. Y digo negocios porque

Joseva no solía vender, prefería cambiar. Sobre el carrito que llevaba adosado

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a la bicicleta, a manera de remolque, colocaba el primer palé que encontraba

junto a los contenedores –de los muchos que desechaban tras la descarga el

resto de los vendedores–, y ahí exhibía su género: verduras y hortalizas de

temporada, fruta cuando tocaba, plantas aromáticas, huevos de gallina y

codorniz, conejos, bolsas de compost, tarros de miel, mermelada, botellas de

licores diversos, jabones de distintos colores y aspecto tosco, botijos y otros

cacharros de barro… Uno de los municipales, Gerardo, se llevó dos docenas

de huevos a cambio de una botella de aceite, y el otro intercambió una pastilla

de jabón rosa por una bolsa de aceitunas en salmuera. Si de algo andamos

sobrados en el pueblo es de olivos, de ahí que nuestros excedentes siempre

digan relación con ellos.

Me acerqué al singular puesto de Joseva por curiosidad, me había

llamado la atención el color de los huevos que vendía, verde pálido. Como he

sido muy aficionado a las gallinas sabía que procedían de gallinas araucanas,

más nunca había tenido la oportunidad de verlos. Decidí llevarme media

docena para sorprender a mis hijas, no porque los necesitara, ya que, en casa,

por aquel entonces, convivían con nosotros cerca de veinte gallinas.

—Si los quieres porque tienen menos colesterol que los blancos o

marrones, no te los lleves, eso es un bulo. Lo dicen para incrementar su precio

—me advirtió Joseva.

Algo había oído al respecto, sin embargo, nunca había prestado

demasiada atención, dado que, de momento, la amenaza de la arteriosclerosis

no se cernía sobre la familia.

—¿Cómo es que tienes araucanas? No es una raza muy frecuente por

aquí. De hecho, no conozco a nadie que las críe —ya puestos, ¿por qué no

saciar del todo la curiosidad?

—¿Araucanas? Ni sabía el nombre. Me las regalaron en la Granja

Escuela donde trabajaba mi novia; querían hacer renovación de animales y, a

cambio, les instalé el riego por goteo. Fue después cuando vi que ponían

huevos de este color. A la gente le llama la atención y se venden bien.

Yo no tenía nada para cambiar, de modo que se los pagué.

—Para la próxima vez tráete algo que me pueda apañar: legumbres,

harina, leche…

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Le dije que, por lo atinente a los huevos, no iba a haber próxima vez,

porque andaba sobrado, pero que la miel tenía muy buena pinta, y llevaba

tiempo con ganas de hacerme con un botijo como los de antes. También le dije

que, puesto que tenía gallinas, podía proporcionarle trigo y cebada ecológicos,

conseguidos de un amigo agricultor del vecino pueblo de Ajofrín, interesado en

los cultivos biológicos. Fue como si le hubiera anunciado un premio gordo de la

lotería. Ahí nació nuestra amistad. Lo llevé a casa para que viera mis gallinas y,

dada la hora, lo invité a comer. Mi mujer y las dos niñas quedaron encantadas

con tan peculiar personaje, y eso que la conversación estuvo monopolizada por

el asunto de las gallinas, una de mis mayores aficiones, junto a la lectura y el

ajedrez.

Yo estaba convencido, desde chico, de que la gallina es la mejor amiga

del hombre, de manera que cuando compramos la casa en Nambroca, un

pueblo cercano a la ciudad, lo hicimos buscando una con terreno suficiente

para montar un modesto huerto y alojar gallinas. Al principio me aventuré con

dos, marrones, de las llamadas ponedoras o industriales, y pronto, al ver sus

muchos beneficios, incrementé el número. Me limpiaban la parcela de malas

hierbas, la abonaban con sus excrementos, daban buena cuenta de los

desperdicios de nuestras comidas y, por si fuera poco, producían huevos. Y

huevos cuyo sabor poco tenía que ver con el de los que venden en

supermercados. Otra ventaja era que apenas me ocupaba de su

mantenimiento; con la hierba y los insectos tenían más que suficiente. Con

procurarles agua limpia y fresca, y algo de pienso durante los meses de

invierno, bastaba. El mayor problema con el que me enfrenté fue el del piojillo,

un parásito que les hacía bajar la producción. Alguien me aconsejó que

colocara un montón de ceniza de la chimenea para que pudieran revolcarse en

ella, y con tan sencillo remedio la plaga desapareció.

Con el tiempo comprobé que las gallinas marrones tenían un ciclo de

puesta muy breve. Durante los dos primeros años ponían prácticamente a

diario, con algún descanso entre finales de noviembre y mediados de enero, no

obstante, al comenzar el tercer año, si conseguía un huevo a la semana, me

tenía que dar por contento. La selección genética que había producido tal raza,

la agotaba prontamente, razón por la cual busqué gallinas autóctonas, de

puesta no tan intensiva, pero sí muchísimo más dilatada en el tiempo.

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Preguntando aquí y allá, me enteré de que en la Granja El Encín, en

Alcalá de Henares, el Instituto Nacional de Investigación Avícola, llevaba años

con un proyecto de recuperación de razas de gallinas nacionales, en el que se

incluía ofrecer a particulares ejemplares recién nacidos de las mismas a un

precio testimonial con el objeto de que se fueran difundiendo. Y allá que me fui.

Por una cantidad ridícula me traje pollitos de castellana negra, andaluza

barrada, prat leonada, menorquina, cara blanca, leonesa india, vasca roja y

leghorn.

Joseva me escuchaba como si estuviera asistiendo a una clase

magistral de cualquier materia. Le hablé de las diferencias entre las productivas

tradicionales y las sintéticas, entre las ornamentales y las utilizadas en la

fabricación de mosca artificial para la pesca, de la puesta aproximada anual de

cada una de ellas. Se quedó prendado de mis gallinas sedosas del Japón y de

las moñudas holandesas, las cuales parecían tener pelo en lugar de plumas.

—Son muy bonitas y originales, pero poco prácticas. Yo las tengo por las

chiquillas, les hacen gracia, y porque son buenas madres, casi como las

americanas. Por lo demás, no las recomiendo —continué con mis enseñanzas.

Cuando mi afición estaba en todo lo alto, había llegado a criar de todas

las razas, tanto con una incubadora casera, como de manera natural. Un gallo

pardo de León de muy buenas hechuras se reveló como un magnífico

semental, a la par que como metódico despertador. Antes de hacerme con sus

servicios pregunté a los vecinos más próximos si les molestaría el canto del

gallo, y ninguno puso reparos, es más, incluso festejaron la idea reconociendo

que eso los haría regresar, en parte, a su niñez. Entiendo que tuve mucha

suerte y que no es habitual coincidir en la misma urbanización con gente tan

considerada. Pero cuando ya no fue sólo un gallo, sino varios, le tocó a mi

mujer poner freno a la afición y me indicó con la sutileza que la caracteriza que

me fuera olvidando de los despertadores con plumas.

Ella, en los postres, cansada ya de tanto tema avícola, pasó a lo práctico

y le hizo a Joseva un tercer grado en toda regla. No le molestaba hablar de él,

aunque tampoco le gustaba oírse. Su nombre era José Valentín, natural de

Toledo, nada del País Vasco, como había supuesto, tanto por su diminutivo

como por su aspecto: alto, muy delgado, con coleta, un diminuto aro en la nariz

y ropas holgadas bastante coloridas. No quiero decir con esto que mi imagen

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de todos los vascos tenga que ver con esta descripción, mas sí que me hizo

relacionarlo, acaso de manera inconsciente. Tal como decía Pascal: “El

corazón tiene razones que la razón no conoce”, pues a mí me sucede lo mismo

con el pensamiento.

Había estudiado Ingeniería Agrícola en Ciudad Real, por vocación, y

estaba convencido de que el mundo necesitaba un giro radical si queríamos

legarles a nuestros hijos y nietos un lugar medianamente habitable. “Yo tengo

la obligación moral de dejar en herencia a tus hijas un mundo mejor, pero tú

tienes la misma obligación de dejarle en herencia al planeta unas hijas

mejores”, dijo parafrasear a Clint Eastwood. Por eso había llevado sus ideas al

extremo e intentaba vivir –con envidiable éxito, como pude comprobar no

mucho después– de un modo autosostenible. Hablaba reposadamente y sus

ademanes transmitían tranquilidad. No era un radical ni un fanático, en

absoluto; quiero decir que exponía sus argumentos desde la sencillez, sin

intentar convencer, pero con gran convencimiento, valga la paradoja, si acaso

la hubiera. Como no podía ser de otra manera, mi mujer no tardó en indagar

acerca de su estado sentimental, pues había cazado al vuelo la referencia que

hizo a su novia, la que trabajaba en la Granja Escuela:

—Ex novia. Esmeralda. Pudo con ella la presión. Tengo que reconocer

que lo intentó, sin embargo, cuando no puede ser… El proyecto lo iniciamos

dos parejas. Alba y Andrés aguantaron tres meses. Esmeralda dos más. De

modo que ahora sólo quedo yo.

El proyecto consistía en vivir en una especie de huerta a menos de diez

minutos de Toledo en bicicleta, subsistiendo de modo ecológico y sostenible.

—Esmeralda nunca asumió que aquello tenía que convertirse en un

modo de vida, no en una extravagancia de la que se podía descansar cuando

se nos antojase. De vez en cuando se liaba la manta a la cabeza y se

marchaba todo un fin de semana a vivir la vida, como ella decía, es decir, a

pasear por centros comerciales, quedar con los amigos para el consabido

botellón, atiborrarse de hamburguesas… Tenía, bueno, sigue teniendo,

supongo, un hermano dentista en Burgos. Ni corta ni perezosa cogía el autobús

y allá que se iba para sus revisiones. Y lo veía tan normal, sin reparar en el

gasto de tiempo y gasoil. Yo le decía que tengo un cuñado en Albacete que es

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controlador de la ORA y no por ello me voy a aparcar el coche allí. Pero nada,

hablábamos idiomas diferentes.

Lo del coche era un recurso argumental, pues no tenía. Se apañaba con

su bicicleta y el carrito adosado. Ya tenía mérito desplazarse de ese modo, y

más en Toledo, con tanta cuesta. A cambio había conseguido modelarse ese

cuerpo fibroso gracias al ejercicio continuo. Tres años pedaleando para

transportar su mercancía de un pueblo a otro, de un mercadillo a otro, lo habían

doctorado en el esfuerzo.

—La gente se asombra porque tenemos muy poca memoria histórica.

Nuestros abuelos se manejaban así, con caballerías y carros en los mejores

casos; lo normal era llevar el género a cuestas. Hoy en día, con estas bicicletas

que no pesan nada, no es tan penoso. Además, el esfuerzo grande es la ida,

porque, como has visto esta mañana, vuelvo casi siempre de vacío.

Nos estaba enganchando cada vez más su historia. Sus padres habían

fallecido en un accidente de tráfico nada más acabar él sus estudios

universitarios, y como no se veía con fuerzas para terminar de pagar la

hipoteca de la casa familiar, la vendió para poder comprar un terreno a las

afueras, en el paraje llamado Huerta del Rey; algo más de media hectárea

entre el Tajo y las vías del AVE, un lugar poco apetecido debido a su mala

situación. Su adquisición contaba con un pozo y una caseta de peones

camineros. Valló el terreno, acondicionó la casa, colocó unos pequeños

paneles solares y él mismo se fabricó un generador eólico con viejos

ventiladores que rebuscó en vertederos y en tiendas de segunda mano. La

estética del lugar no aspiraba a ningún premio internacional, mas su

funcionalidad sí. El cercado para los cerdos y el gallinero, en cambio,

construido todo con palés reciclados, sí tenían su encanto. El mobiliario de la

casa también mostraba algún elemento de palés, como un sofá o una mesita

con ruedas. Pasear por sus dominios era hacerlo por el reino del reciclaje: el

riego por goteo lo había confeccionado valiéndose de los tubos corrugados

encontrados en las muchas obras abandonadas por culpa de la burbuja

inmobiliaria. A pesar de contar con agua gratis y en cantidad, consideraba una

necesidad racionalizar su uso, de ahí que prefiriese el goteo al riego por

inundación. Y no es que estuviera en contra del progreso en general, solo del

destructivo o no sostenible. Gastaba, por ejemplo, teléfono móvil, radio,

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ordenador portátil y un gran arcón frigorífico. En su compra se había asegurado

de que fueran de la máxima eficiencia energética y de que no estuvieran

fabricados con elementos como el coltán. Incluso se había confeccionado un

modesto blog desde el que extendía sus ideas acerca del reciclaje, de los

cultivos ecológicos, del desarrollo sostenible…, al tiempo que ofertaba sus

productos; una especie de tienda on line de considerable éxito, ya que sólo

servía a Toledo y alrededores, es decir, a donde pudiera desplazarse con su

bicicleta, y el precio, a pesar de tratarse de productos ecológicos o artesanos,

no se elevaba en exceso. Esa era otra de sus ideas: pensaba que, al principio,

para potenciar el consumo responsable y el desarrollo del comercio justo, se

debía evitar su encarecimiento con el fin de que los compradores no

continuaran decantándose por las compras tradicionales para no gastar más.

Por lo general, argumentaba, la gente prefiere la merma de la calidad si con

ello aumenta el ahorro.

—Pero, Joseva, tú eres así, por…, ¿por cuestiones religiosas, políticas,

sociales…? —mi mujer no quería dejar ningún cabo sin atar.

Y el muchacho explicaba que era así porque no podía ser de otra

manera, por lo mismo que la culebra necesariamente repta y no puede volar. A

veces hablaba en parábolas, como Jesucristo. Si bien el lado religioso jamás

había sido una de sus motivaciones vitales.

—Sigo en proceso de búsqueda permanente —aseguraba—. No sé si

existe o no existe Dios. Desde luego que el que nos presentan la mayoría de

las religiones no me convence en absoluto.

—¿No eres católico?

—Bautizado estoy, y tomé la primera comunión y todo eso, pero no me

considero católico. A mí esa idea de un Dios que manda a su hijo a morir, esa

religión de tanto sufrimiento gratuito, de tanto ayuno y sacrificio me repele. Si la

vida ya tiene suficientes desgracias, ¿para qué añadirle más en nombre de

Dios? Mira, no te quiero escandalizar, lo que sucede es que un Dios como del

que nos han hablado es imposible que exista. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque

si yo de la nada creo algo por amor, procuro darle lo mejor, sin más

consideraciones. ¿Tú no quieres lo mejor para tus dos hijas? —le preguntaba a

mi mujer—. ¡Pues ya está! Lo mejor es lo mejor, sin más. Y quien nos ha

creado no ha querido lo mejor para nosotros, a la vista está, porque hay en el

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planeta muchísima más gente llevando una existencia miserable que

disfrutando lo que nosotros vivimos. Y no me vengas con la excusa de la

libertad y todo eso porque no me vale. Tú quieres lo mejor para tus hijas, y

punto. No dices: aunque las quiero mucho, voy a dejarlas libres, pueden tomar

decisiones equivocadas que le arruinen la vida, pero… ¡No! Un Dios que nos

crea libres antes que felices es un inconsciente. Por eso digo que sigo en

proceso de búsqueda.

Pilar se quedaba casi en las mismas; sabiendo que no frecuentaría la

Iglesia, mas a oscuras sobre las verdaderas motivaciones de Joseva para

elegir tan pintoresco estilo de vida. Bien mirado, casi todo eran ventajas: era su

propio jefe y él se marcaba las horas y los métodos de trabajo; trabajaba en lo

que le gustaba, comía muy sano y disfrutaba de la compañía de animales y de

la Naturaleza, ganaba lo suficiente para vivir sin lujos, pero sin privaciones,

teniendo las necesidades básicas más que cubiertas. No se le podía considerar

un anti sistema porque pagaba sus impuestos y sus facturas, es más, estaba

sobradamente integrado, ya que cuando lo requerían para visitar algún colegio

y dar una charla sobre aquello de lo que entendía, lo hacía gustoso y de

manera altruista. Al menos tres cursos de escolares habían visitado su curiosa

granja como ejemplo de sostenibilidad, alumnos que le ayudaban a alimentar a

los animales, a abonar la huerta, chavales que se maravillaban ante sus

colmenas de abejas, frente al barrizal de sus cerdos, bajo la sombra de sus

jóvenes frutales…

Tampoco era vegano, ni crudívoro, ni seguía dieta alguna; en realidad,

dentro de su excepcionalidad, era un chaval de lo más corriente.

Algo más de su filosofía existencial que nos dio que pensar fue el hecho

de que sólo trabajara para vivir; dicho de otro modo, que cuando calculaba que

ya tenía suficiente para salir adelante durante un tiempo, dejaba de ir a los

mercadillos o de atender los pedidos de su tienda virtual, siempre que ello no

generase desperdicio de género. No quería acumular ganancias a costa de su

tiempo, consideraba que este era mucho más importante que el dinero porque

era de las pocas cosas que no se podían comprar ni vender.

—Tan pronto como veo que ya puedo pagar el recibo de mi seguro

médico, las facturas del agua y del teléfono, y que la despensa está repleta, me

dedico a vivir y a disfrutar de la tranquilidad de mi entorno.

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El día que lo visité por vez primera me llevé a la pequeña de mis hijas, y,

dejándola a su albur, disfrutó ella sola más que si la hubiera tenido toda la tarde

en un parque de atracciones. A la vuelta hubo que meterla directamente en la

ducha, de la cantidad de barro y sustancias orgánicas varias que cubrían su

cuerpo, mas esa era una de las maneras más naturales de ir inmunizándola

contra todo. Quizás lo que más le gustó de la casa de Joseva fuera el rincón de

las mariquitas, una caja de plástico de las de almacenaje, grande, donde criaba

tan beneficiosos insectos; había cientos entre pliegues de borrajas, hojas de

lechugas y lombardas. “Son el mejor insecticida biológico, no hay pulgón de la

clase que sea, que se les resista”, nos explicaba.

Estuve viendo sus aves y la regular gestión que hacía de las mismas.

Había casi tantos gallos como gallinas, lo que mermaba la producción, puesto

que el acoso al que se sometía a las hembras era excesivo, amén de que las

continuas peleas entre machos alborotaban el conjunto. Además, sin

excepciones, todos los animales eran más viejos que la tos; estaban

demandando un viaje inmediato a la cazuela para hacer buenos caldos. La

oportunidad de beneficio mutuo se presentó al instante. Andaba yo a vueltas

con la idea de deshacerme de mis gallinas por la llegada de un vecino algo

más tiquismiquis de lo normal, quien se había quejado un par de veces de los

cacareos de mis castellanas al poner. No es que el hombre amenazara con

denuncias ni nada por el estilo, no obstante, por si acaso no cejaba en sus

veladas indirectas y para continuar teniendo la fiesta en paz, haciendo un

ejercicio muy sano de convivencia, en lugar de recriminarle que sus dos perros

molestaban muchísimo más con sus ladridos a deshoras que mis gallinas,

resolví regalárselas a Josevi a cambio de que me tuviera surtido de huevos

hasta que las aguas volvieran a su cauce, extremo que, mucho me temía, se

demoraría décadas, pues el nuevo vecino era propietario, no inquilino. Joseva

aceptó encantado. Durante muchos días comió pollo y gallina en todas sus

variedades para dejar hueco a las nuevas, y en unos días mis castellanas y

leghorns —a más de un par de gallos sussex que le facilité— se acomodaron

en su huerta. Le recomendé que jamás superara la proporción de un gallo por

cada docena de gallinas, con mayor motivo tratándose de razas ponedoras, de

esa manera se mantenía el sano equilibrio. No tardó apenas en notarse el

incremento de la producción y la calidad de los huevos.

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Ya no presentaban el curioso color de los de antes, sin embargo, el

tamaño aumentó y el sabor mejoró. ¿La razón? Al ser razas autóctonas

estaban mejor acostumbradas a aprovechar los recursos naturales y no

dependían tanto del pienso, por lo que su dieta se enriquecía con mayor

variedad de hierbajos y su pericia para encontrar insectos también era superior.

La colaboración entre Joseva y mi familia continuó de diversas maneras.

Por ejemplo, aunque el minúsculo huerto de mi patio me entretenía y rendía lo

suyo, no tenía nada que ver con las instalaciones de Joseva. Su tierra era feraz

hasta el extremo, en razón del abundante y buen abono del que disponía:

estiércol de ganado, gallinas, ceniza de leña, compost fabricado por él mismo;

y la ausencia de productos químicos para prevenir o frenar plagas añadía un

plus de calidad a los resultados. No fueron necesarios más motivos para que, a

cambio de ir a echarle una mano de vez en cuando, y de continuar

proporcionándole el cereal ecológico de mi conocido de Ajofrín, nos surtiera de

frutas, verduras y hortalizas. Ni que decir tiene que siempre me acompañaba

en esos nada sufridos jornales mi hija pequeña, a quien el aire hortelano le

sentaba de maravilla.

Como en ocasiones a Joseva se le amontonaba el trabajo de

comerciante, y le coincidían varios mercadillos los sábados, me nombró

“delegado” en mi pueblo; esto es, cuando faltaba una semana a su cita con la

clientela habitual, advertida la tenía de que podían recoger el género

encargado en mi casa. No siempre había oferta suficiente para cubrir la

demanda, tal llegó a ser la fama de, sobre todo, la miel de Joseva. Para abril y

mayo lo que más le pedían los paisanos eran simientes; las de tomate en su

variedad corazón de buey constituían una apuesta segura. Los plantones que

se solían comprar en grandes superficies comerciales, o las propias semillas,

rendían solo un año, si acaso, debido a que las multinacionales se encargaban

de modificarlas genéticamente para que sus frutos produjesen semillas

estériles. En cambio, las de Joseva, mimadas con el objeto de primar la calidad

sobre la cantidad, cada año eran mejoradas por la misma Naturaleza, como

había venido sucediendo desde que el mundo era mundo.

Una buena mañana, en lugar de ser él quien llamara a mi puerta para

descargar el género, lo hizo una muchacha de aspecto vikingo y desastroso

castellano: Therese. Joseva me enviaba saludos a través de ella, pues hasta

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dentro de tres meses no me volvería a ver. Conoció a la alemana cuatro días

antes en la Plaza de Zocodover; esta había venido a Toledo a mejorar su

español y no dudó en entablar conversación con Joseva al ver su

desacostumbrado medio de transporte. Bastaron unas horas para que se

pusieran al corriente de sus vidas, convergentes en muchos puntos, y para que

mi amigo decidiera aceptar la propuesta de la germana. Ella se haría cargo de

su huerta mientras él trabajaba lo que Therese había dejado en Ottmaring, un

proyecto bastante similar al de Joseva. Ni corto ni perezoso, allá que se fue. Él

siempre decía que lo que mucho se piensa jamás se realiza. Aventura en

estado puro.

Therese —o frau Erre, apodo que le venía por su defensa de palabras

como reciclaje, recuperación, reutilización, reducción, repensar, restaurar…—

continuó siendo igual de acogedora que Joseva, con nosotros y con quienes se

acercaban a sus dominios. Aprendía de lo autóctono e introducía novedades.

Por ejemplo, aprovechando la cercanía del Tajo, dedicó un espacio a la cría de

caracoles; los resultados se verían a largo plazo, no obstante, el proyecto

merecía la pena, fundamentalmente porque exigía pocos recursos y, una vez

puesto en marcha, el rendimiento era continuo. La carne de caracol es rica en

proteínas, ofrece muchas posibilidades gastronómicas y las conchas

constituyen un complemento perfecto para la dieta de las gallinas, así como un

elemento enriquecedor de los abonos. También se atrevió con el cultivo de los

champiñones, creando pequeños y oscuros invernaderos apilando neumáticos

usados. Si Joseva era un virtuoso del reciclaje de los palés, Therese no le

andaba a la zaga reutilizando neumáticos. Primero los rellenaba de tierra

inservible o escombros, la prensaba bien y, durante un tiempo, los dejaba

apartados para que se fuera asentando el interior. Luego los utilizaba a manera

de bloques de hormigón. Construimos —yo fui el aprendiz de arquitecto— una

caseta para las herramientas y otro corral para los gorrinos, además de las dos

champiñoneras. Como no eran pocos los niños que se dejaban caer por allí (mi

hija, de las más habituales), sacó tiempo para edificar con neumáticos un

pequeño parque infantil, pintando de distintos colores el resultado.

Resultaba curioso comprobar que Therese no era capaz de nombrar en

castellano objetos tan de uso corriente como maletín, chaqueta, armario y, sin

embargo, pronunciaba a la perfección otros como berenjena, alcachofa,

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arriate… Sí aprendió el vocablo desperdicio, no obstante, se negaba a utilizarlo

por inadecuado. En su filosofía de vida no existían los desperdicios; para ella

eran aquellas cosas que la gente no sabe cómo utilizar. En su particular y

ejemplarizante universo tampoco tenía cabida el concepto de la propiedad

privada; admitía, al menos, que nominalmente cada tierra, cada producto, cada

cosa había de pertenecer a alguien, mas siempre y cuando lo aprovechase

convenientemente; es decir, le resultaba inconcebible que se vieran campos

dejados de la mano de Dios, sin cultivar, o casas en perfecto uso sin habitar.

Según ella, lo que fuera susceptible de ser utilizado o de producir, por más que

siguiera perteneciendo a su legítimo dueño, de su gestión habría de encargarse

quien tuviera ganas de hacerlo. De ese modo tan sencillo se terminaría con la

especulación de todo tipo. Y para demostrar que sus ideas no eran meros

brindis al sol, predicó con el ejemplo y fue un paso más allá de donde había

logrado llegar Joseva. Esto es, consciente del potencial que encerraba el

proyecto y del aumento de curiosos que se dejaban ver por la huerta, se

adentró en el terreno colindante, otro par de hectáreas de viva maleza, y la

ofreció a los visitantes para que trabajaran allí sus pequeños huertos; siempre

bajo su desinteresado asesoramiento. No se molestó en preguntar quién era el

dueño de aquel barbecho, sólo se paró a considerar que aquella fértil tierra

estaba desaprovechada mientras decenas de vecinos andaban ansiosos por

cultivar sus hortalizas careciendo de recursos. Contra todo pronóstico, el dueño

ni denunció la ocupación ni apareció por allí. En previsión de que vinieran mal

dadas, le aconsejé a frau Erre que indagara acerca de la titularidad del terreno

e incluso me ofrecí a hacerle la gestión. Declinó el ofrecimiento. Razonaba que,

si el amo se dignaba a hacer acto de presencia, no podría sino dar gracias por

la mejora que habían experimentado sus posesiones y que si protestaba, se le

devolvería el uso de los huertos, siempre y cuando se comprometiera a seguir

trabajándolos o a buscar gente que lo hiciera.

La gente hablaba de que aquel triángulo junto al río pertenecía a

RENFE, cierto o no, nadie de esa compañía vino nunca a echar un vistazo.

Quienes sí se personaron fueron un par de técnicos del ayuntamiento

mostrando gran interés en el “movimiento ciudadano ecológico” —así lo

llamaron— que se había generado con tanto éxito en tan poco tiempo, al

margen de las instituciones. Alabaron esto, aquello, lo de más allá, hicieron

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fotografías, vídeos, mediciones…, Therese les dejaba hacer, ¡qué remedio!,

pero cuando le dijeron que tenían que sentarse a hablar para mejorar el

proyecto, comentando que todo aquello podría pasar a estar gestionado por el

ayuntamiento, ofertándolo a más gente, acondicionándolo con mayor

vistosidad, dándole publicidad en los medios y otras cuantas zarandajas por el

estilo, frau Erre se negó en redondo. En parte porque ella andaba de paso, y,

sobre todo, porque no veía la necesidad. En su horrible castellano les explicó

que el proyecto funcionaba a las mil maravillas, de manera que lo más sensato

sería que el ayuntamiento destinara sus recursos a otros lugares donde todo

estuviera por hacer o donde realmente sí se necesitase un empujón.

En mi humilde opinión, los burócratas municipales quisieron

aprovecharse de una iniciativa que había entusiasmado a la gente y para la

que se requería poca inversión, con el fin de obtener fácil publicidad. De otro

modo no se explica que, a raíz de la negativa de Therese, comenzaran a llegar

los problemas. Cuando no aparecía la policía municipal amenazando con

denuncias ridículas, tales como que las instalaciones eran insalubres, que el

mal olor llegaba hasta muy lejos, que las gallinas podían saltar la valla y atacar

a paseantes, aparecían fulanos salidos de no se sabía bien dónde exigiendo

las autorizaciones de las placas solares, mirando con lupa las revisiones

pertinentes. Por fortuna Joseva no tuvo que sufrir el rosario de humillaciones a

las que quisieron someter a Therese, quien, de todas formas, se hacía la

sueca. Cuando él regresó, las hostilidades por parte de la administración

habían cesado, y lo habían hecho debido a que, cansados de tanto viaje en

balde y de que el pequeño huerto continuara funcionando a pleno rendimiento

con cada vez más gente, decidieron lanzar una enmienda a la totalidad. No

más insignificantes denuncias, mucho mejor un cierre total del proyecto. ¿Qué

alegaron? No sé cuántos artículos de las ordenanzas municipales que se

incumplían. Con lo ilusionado que había regresado Joseva de Alemania, con la

cantidad de ideas nuevas que estaba dispuesto a aplicar, con… “Tiene narices,

por no decir otra cosa, que quienes más debieran aplaudir esto que estamos

haciendo, sean precisamente los que más palos nos ponen en las ruedas”, vino

a decir el muchacho. ¡Y qué razón tenía!

De esto han pasado ya dos años, que se dice pronto, y me gustaría

terminar con el consabido final de fueron felices y comieron perdices, no

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obstante, en este cuento —¡ojalá lo fuera! —, los únicos colorines colorados a

los que cabe aludir son los que visitan, cada primavera, con los mirlos y

carbonerillos, el huerto de Joseva para nidificar. Como él es un idealista, no se

dejó vencer por las circunstancias y no tardó en encontrar otro rincón donde

continuar su labor. No está tan cerca de la ciudad ni tiene tanta agua como el

antiguo, pero, al menos, pasa por ser un sitio discreto. Nosotros, cuantos

disfrutamos y aprendimos de la compañía de Joseva, todos los primeros

sábados de mes, llueva o truene, nos reunimos en la antigua huerta de

Joseva con pancartas reivindicativas exigiendo el cese de las hostilidades y la

rehabilitación de la zona. El ayuntamiento quiso apuntarse un tanto con el

esfuerzo ajeno y, en su lugar, está cosechando una nefasta publicidad. Es lo

menos que se merece quien ni come ni deja comer. Una de las veces en las

que nos acompañó Therese, añadió una palabra más a su vocabulario, de las

que le gustan, las que comienzan por erre: resistencia. Resulta paradójico que

para recuperar el planeta, no solo no se cuente con la colaboración de los

poderes públicos, sino que haya que luchar contra ellos, lo que viene a

confirmar, según las tesis de Joseva, que los gobernantes, en la mayoría de

los casos, trabajan al dictado del dinero –llámese este, empresa multinacional

o grupo de presión—, no buscando el bien común.

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JARDINES DE CARNAVAL Manfred Camelle

Los operarios la acaban de situar ceremoniosamente en el centro de la

sala. Manuela sonríe y acaricia el tablero. Las abuelas siamesas montan su

particular bulla. Aplauden igual que el día que trajeron la televisión de plasma,

aunque ahora pareciera que hay mayor intensidad en su errático palmoteo.

Sofía se ha perfumado con jazmín y empuja mi silla hacia esta mesa tan

redonda como una luna de parmesano. Apoyo mis nudillos y hago un repique

que suena a bulería. A ella estos arranques míos le hacen gracia. Los

celadores hacen bromas mientras acercan las otras sillas. Los “refugiados” que

todavía caminan, deciden cómo van a romper sus horas y algunos se marchan

al paseo. Manuela se coloca a mi lado. El timbre del fin de clases se escucha

desde el colegio vecino. Es como una sirena de toque de queda… pero esos

niños privilegiados no saben de toques y menos de guerras. Así está bien.

Sofía mira el carillón y taconea feliz abriendo las puertas. Es la hora de las

visitas y algunos se suman a nuestro taller clandestino. Yo preferiría pintar

mandalas, pero este cose-que-te-cose también es entretenido.

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Mariana me hace un mohín señalando el atuendo peculiar de Sofía.

Ajusto mis lentes y veo lo bien que le sienta esa falda acampanada. Lleva el

pelo recogido y unos pequeños aretes, pero lo que más llama la atención son

sus stilettos rojos y me sorprende la ausencia de sus habituales zuecos con

agujeritos… Últimamente se le hinchan los tobillos. Agarro una hebra amarilla y

aprieto el primer nudo de la jornada. Mi Juan volverá en mayo. Eso prometió.

Solo tenía que ir a Bruselas a recoger algunas cosas, firmar papeles y

despedirse de “la francesita” de manera civilizada.

Sería cosa de poco, pero yo supe que sería cosa de mucho porque

mientras me contaba sus planes, se me iban mojando los ojos.

—¡Ay! Mi niño, ¿quién te mandaba?

***

Desde que tejemos los jardines de Sofía ya no vemos la tele. Preferimos

escuchar a Julia Otero y un trocito del programa que le precede. Manuela dice

que hemos montado un filandón. Antes sacábamos las sillas a la calle, ahora

nos hemos metido dentro, pero en esencia es el mismo patio de vecinos. Dicen

que vestiremos la mesa con unas faldas de terciopelo. A Manuela le faltan tiras

rojas y se levanta a azuzar a los encargados de la línea de corte. Yo aprovecho

para preguntar a Roberto, que es quien lleva el calendario al día, cuánto queda

para mayo.

A mi Juan le gustará esta mesa. Le chiflan las cosas redondas y

recicladas. Dicen que viene de un palacete de la calle Serrano que acaban de

derribar. Cerrado por derribo como en la canción de Sabina. Es emprendedor,

me refiero a mi Juan (Sabina no, ese es pintor), en verdad, es economista

circular, pero él dice que suena pretencioso. Le ha costado años convencerme

de que esta economía “en redondilla” es heredada, porque ya la empecé a

aplicar yo en los orígenes de mi fábrica, cuando caí en la cuenta de que el

proceso lineal de extraer, producir y tirar no podía funcionar más. En mi época

lo que se estropeaba, se arreglaba, pero ahora hemos involucionado hacia el

“usar y tirar” y así no vamos por buen camino. Si fabricásemos sabiendo que

podemos reutilizar el producto final, ganaríamos todos, el cliente y el fabricante,

pero, sobre todo, dejaríamos a la naturaleza descansar.

Hace unos años le conté estas cosas a la Otero por la radio.

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—Me trataron con mucho respeto —digo en voz alta, para que puedan

oírme los demás—, hablé del reciclaje, que no podíamos continuar con nuestro

consumo patológico, que hay que tener conciencia colaborativa… —Roberto

asiente y le pide a su nieto que me preste atención—. Me salió una entrevista

del tirón, como en mis años mozos y ni se notó que se me había secado la

lengua… —Aprovecho para pedirle a un celador que rellene mi vaso de agua—

. Sofía, le mandaste el audio al chico, ¿fuiste tú? y te dijo que le había gustado,

¿verdad? —Sofía sonríe con ternura—. ¡Estuviste fantástica! —y vuelve a

girarse hacia la ventana. Sus mejillas están coloreadas y sus pestañas más

negras que nunca. Parece preocupada. Lleva una semana con la lavadora

estropeada. Será por eso. A mí me gustaba lavar mis camisones con jabón

casero. Manuela reniega, dice que ya no se levanta a por más rojos y se pone

a coser lo que le queda de verde.

—Las lavadoras no tendrían que ser de nadie. Bueno de la fábrica sí,

pero no de las personas. Las lavadoras tendrían que alquilarse y con el pasar

de los años se cambiarían por otras nuevas y así se aprovecharían las piezas

—añade el nieto de Roberto— y tendríamos que hacer lo mismo con los

lavavajillas, los frigoríficos y…

—¡Por supuesto! —interrumpo animosa—, incluso hay marcas de

coches que ya están en ello. —Manuela asiente y recuerda cuando se llevaron

su lavadora y luego la encontró en un contenedor con la puerta reventada,

como si la hubieran violado.

Una de las limpiadoras ha traído más bolsas del Refash-shop que nos

encantan. Se cortan muy bien y el nudo queda firme. Las bolsas del súper

también son resultonas. Sea como fuere, nuestra tarea es usar todo el plástico

que llegue a la mesa sin distinción, aunque los reyes de nuestros jardines sean

los disfraces de los colegios.

Nos gustan los carnavales escolares. Nos ilusionan los niños de colores

que iluminan las calles, y nos entretiene imaginar a la madre que hay detrás de

cada traje. Hay vestidos hechos a la carrera, con dibujos recortados al galope y

hay otros más elaborados, con pegatinas compradas ex profeso. Hay disfraces

unidos con cinta fina de doble cara y otros grapados a lo loco. De repente me

estoy acordando de la niña triste y suelto una retahíla de palabrotas.

Últimamente me da por ahí.

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Tengo una selección gourmet de palabras malsonantes guardada en

algún hueco entre las muelas y se me escapan como un salivazo. A Manuela le

disgusta. A Sofía le hace gracia. Este año todos los niños iban disfrazados.

Menos mal, por eso me he calmado. No puedo olvidar los ojillos apagados de

esa pequeña. Nadie se había molestado en hacerle su vestido y se notaba que

la maestra le había colocado una improvisada corona de papel antes de salir al

pasacalle…

Los niños se apelotonan delante de nuestro porche porque les damos

caramelos. A los niños no les importa rozar nuestras manos arrugadas. A esa

pequeña con corona de papel le regalé mi bolsa entera. Aunque cien

caramelos no borren vergüenzas.

—Si quieres descubrir a qué sabe la luna, tienes que ir escalando de

hombro en hombro. Vas del elefante a la jirafa, de la jirafa a la cebra y así

hasta llegar a la luna… —Eso me contaba el niño que iba disfrazado de cielo,

como si en su pequeño cuerpecito pudiera contenerse el mar de nubes que

cubría Madrid.

Es curioso que ahora se usen bolsas de basura para carnaval. Más de

usar y tirar no puede ser el asunto. Democrático. Barato. Sucio.

A Roberto se le han vuelto a escurrir las tijeras. Dice que es un trasto

viejo, un zarrio. Sofía sonríe. En la naturaleza no hay trastos, no hay basura, no

hay desechos. En la naturaleza todo tiene su uso y todo se reutiliza. La rueda

de la vida.

Trato de desabrocharme la chaqueta con la que me han vestido, pero los

botones se resisten. Manuela aparta mis dedos con delicadeza. Me abanico

con una postal del Manneken Pis y me dejo hacer.

—Me gustaría que fuéramos a casa a recoger nuestra ropa —le digo a

Manuela—, estas cosas son demasiado abrigadas y, además, tenemos que ir a

dar una vuelta. Las casas que no se ventilan, se acaban ahogando —afirmo

acariciando el tablero de castaño—. Teníamos una mesa parecida en el salón

blanco, ¿te acuerdas? Sobre ella firmamos la última empresa del chico ¡qué

ocurrencia!, pantalones vaqueros de alquiler. Imaginación no le falta. Es un anti

fast-fashion. Yo pensé que a la gente no le gustaría vestirse de prestado y mira

si me equivoqué porque le está yendo de perlas… —Agarro una hebra amarilla

y la paso con cuidado por uno de los huecos de la malla—. Siete mil litros de

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agua por cada vaquero y nueve kilos de ropa usamos cada persona al año.

Son cifras que no se olvidan. ¡Una exageración! Y para colmo, la mitad de

nuestra ropa se apolilla en los armarios…

—Vintage se escribe con uve de viento —canturrea Manuela.

En la radio dicen que la temperatura global del planeta ha subido más de un

grado, que liberamos el calor de cuatro bombas atómicas cada segundo, que

los polos se derriten y el nivel del mar ha subido diecisiete centímetros en cien

años. Nueva York, Valencia y no sé cuántas ciudades más, desaparecerán

bajo el agua.

—Juraría que Roberto me acaba de guiñar el un ojo —le susurro a Sofía.

Cuando Sofía ocupó el puesto de la antigua profesora, era una jovencita recién

salida de la facultad. Le temblaban los pinceles y a mí me parecía la chiquilla

más vulnerable del mundo. Supongo que por eso le amadriné al instante. Ella

me enseñaba sus primeros bocetos y yo las fotos de mi Juan. Quién diría que

aquella florecilla se iba a convertir en la “artista upcycling” que es ahora. Así le

llaman en el impredecible mercado del arte donde unos emergen y otros se

sumergen. Quién diría que lo que empezó como una necesidad de trabajar con

los materiales a su alcance, iba a ser un acierto. A menudo viaja para acudir a

sus exposiciones, pero siempre regresa aquí. Ella asegura que estar mucho

tiempo lejos de la casa de los refugiados, es robarle inspiración a la vida.

—Te preferiría a ti de nuera —Sofía se sonroja y acaricia su vientre.

Ella no sabe que un día les descubrí tonteando bajo el olivo. Y se reían.

Ella no sabe que con sus abrazos recupero algunos archivos de mi memoria y

soy capaz de recordar que en mayo nacerá mi nieto. Pinceladas de ilusión que

se desvanecen ante cualquier simpleza. Las mellizas se han puesto a regañar

por la misma hebra de plástico… y me distraigo. Y el troyano vuelve a

agujerear mi cerebro. Y necesito que alguien me reinicie.

—Esto que hacemos es como rezar un Rosario —afirma Manuela—,

nudo a nudo se rompen las horas. Si hiciéramos una oración por cada nudo, ya

tendríamos el cielo ganado.

—Pues tendríamos que haber empezado desde el primer jardín, porque

llevamos unos cuantos nudos perdidos —respondo.

Sofía abre la ventana y deja entrar un aire húmedo. La falda se pega

contra su cuerpo y dibuja sus esbeltas piernas. Es una mujer atractiva, aunque

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parece que últimamente está ganando peso. Quiero girarme y contarle a

Manuela esta observación mía, pero las abuelas siamesas tosen y protestan.

Me distraigo de nuevo. Roberto inspira y dice que huele a musgo del norte.

Suena el teléfono en el dispensario y alguien opina que las faldillas de la mesa

tendrían que ser de algodón porque el terciopelo sale caro.

—Nosotros, en la fábrica, fuimos los primeros en hilar con algodón

orgánico y luego empezamos a reciclarlo. Nos lo traían de Holanda. Su

“basura” deshilachada era nuestro oro —le digo al nieto de Roberto.

—Tu basura es mi arte —dice Sofía plegando una bolsa.

Anochece y las visitas se van yendo, pero los de la mesa redonda no

tenemos prisa. Las mellizas de Mariana se aplican a última hora porque este

jardín se colgará temporalmente en su colegio antes de viajar a Berlín y quieren

lucirse. A veces, cuando su abuela no vigila, las crías se hacen selfies con su

trocito de jardín. Así firman su parte.

—Los móviles no tendrían que ser de nadie. Tendrían que alquilarse,

como los teléfonos que te ponían antes en las casas —me giro hacia a

Manuela—. ¿Te acuerdas del de baquelita negra del despacho?

Manuela canta—: Baquelita se escribe con be de baile.

Roberto arranca una estrellita plateada y la aprieta contra la frente del

nieto pero no pega. A lo mejor si la chupara… En la cocina ya se escucha el

trastear de platos.

Huele a puré de verduras. Las zanahorias de nuestro huerto no son

como las de los anuncios. Las que nos crecen aquí son amorfas y peludas,

pero están sabrosas.

Sofía consulta su móvil, suspira y se calza los zuecos de agujeritos. Los

stilettos ojos los coloca bajo el perchero. Detenida. En ese instante la tarde

recupera la misma cotidianeidad de las otras trescientas sesenta y cinco tardes

del año.

Un papel arrugado cae sobre la mesa. A veces pasa… La gente nos

entrega una pelota de bolsas y se olvidan de tirar los tickets de sus compras.

Cuando encontramos un resguardo se lo pasamos automáticamente a Roberto.

Le chiflan los que tienen los artículos bien detallados y los guarda. Es un

coleccionista de gastos ajenos.

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Suena un claxon en la calle y las mellizas dan un beso fugaz a su

abuela. En la radio dicen que el noventa y cinco por ciento de los coches están

parados la mayor parte del tiempo. Los coches no deberían ser de nadie. Sería

mejor usarlos cuando los necesitemos y luego dejar que los coja otro. Con

gestos pequeños, el mundo puede cambiar a mejor. Las mellizas se abrochan

los abrigos y desaparecen agitando sus manos en el aire. A Manuela, un beso

fugaz como el de esas niñas, le haría bien. Me acerco a ella y le susurro, “te

quiero”.

Mariana recoge su labor, pero siempre se queda algún plástico

enganchado a la falda. Ella dice que nació con exceso de estática, pero lo que

tiene es exceso de durabilidad porque es la más longeva. Como si a ella le

faltara el gen de la obsolescencia. Gasta mucha energía, por eso le guardamos

las galletas de la merienda. Se despierta hambrienta y no aguanta hasta el

desayuno.

Somos austeros en esta casa, pero no pasamos hambre. Aquí comemos

solo lo que vamos a consumir. Aquí consumimos solo lo que necesitamos y lo

que necesitamos no viene de países lejanos. Aquí necesitamos cada vez

menos. Aquí compartimos lo que tenemos, no lo que nos sobra.

Sofía sujeta las piezas del jardín en la pared y se aleja unos pasos.

Medita. Es un momento grato de la tarde. También lo es para nosotros.

Roberto ha echado cuentas y dice que hoy hemos retirado cincuenta metros de

plástico de los océanos. Las hebras, al tener varios tamaños, parecen

hojarasca llena de vida y se agitan con la brisa de las ventanas. Los tonos son

vivaces y desde lejos nadie diría que se trata de unas cuantas bolsas

entrelazadas. Jardín Bruselas quiere llamarlo. Como si no quisiera olvidar su

último viaje. Le dije que mi Juan le haría de Cicerone porque es un buscador de

los pequeños tesoros escondidos de las ciudades.

Nunca pregunté si se habían encontrado…

La sala de manualidades se va quedando vacía. Casi todos los

refugiados esperan en el comedor mirando hipnóticamente sus platos de igual

manera que las mellizas miran sus móviles. Bajo el jardín de la pared siguen

aparcados los stilettos rojos.

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Detenidos. Conteniendo pasos que no se han dado. Zapatos sin dueño.

Sofía dice que se los puso en Bruselas y le hicieron rozadura, pero son los

favoritos de él y claro…

—These shoes are a punishment from the Middle Ages —Manuela me

regaña y dice que deje de hablar en mi inglés raro. Está perdiendo oído.

El nieto de Roberto desenchufa su portátil. Me gustaría que ese cable

estuviera enganchado a la energía del viento. Este año está viniendo casi todas

las tardes. Dice que prefiere nuestro silencio al de la biblioteca. A veces le

gritan desde la calle. Su abuelo le anima a que se vaya con sus colegas. Pero

el muchacho y yo sabemos que los de ahí afuera… no son sus colegas. Los

amigos no hacen lo que hacen esos. Mi Juan es un experto reparador de

corazones dañados. Se lo presentaré y nos sentaremos aquí a charlar. Cuando

se tiene que hablar de dolor, no se puede hacer alrededor de una mesa con

esquinas.

***

No me acuerdo mucho del último día que pasé en la fábrica. Sé que me

homenajearon en una fiesta de despedida y que ya estaba Manuela en mi vida

porque anudó los cordones de mis Oxford. Acabamos cenando en Cándido y

nos hicimos unas fotos. Mi nuera estaba exultante y mira que es sosita la

pobre… Hacía mucho frío y aunque iba colgada de un brazo me resbalé y me

empapé de nieve sucia. “La francesita” aprovechó para recriminar mi abrigo de

sangre. No sé si el asco que sentí fue por mi jubilación, por las pieles que olían

a naftalina o por lo culpable que me había hecho sentir mi nuera. Se me

removieron las tripas. No tenía que haber aceptado el orujo de hierbas. Vomité

nada más llegar a casa.

—Esas fotos de la fiesta, ¿dónde estarán? Cuando vayamos a por la

ropa, las buscamos… Creo que las metimos en el secreter del salón blanco —

Manuela asiente con tristeza. Ella sabe que ya no hay fotos, ni secreteres y que

lo único que queda de nuestra casa es esta mesa redonda de castaño que nos

han traído hoy.

El que esteriliza a los gatos está aparcando su moto. El verano pasado

arrancó las baldosas para instalar el huerto. A la directora le atrae ese hombre

tosco. Solo sale del despacho cuando él ronda por la casa haciendo los

mantenimientos. Si pudiera, se encaramaría a unos tacones como los de Sofía,

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pero tiene juanetes y poco arte para eso. Es una mujer peculiar, distante y

buena gestora, pero no le interesa la vida de los que llevan batas o los que

usamos pañales. El que manda siempre está solo. Esa es la frase que más le

he repetido a mi chico. Me costó dejarle las riendas de la fábrica, pero así

debía ser. Ahora todo está bien.

A la directora le disgusta que nos llamemos “los refugiados”, pero es lo

que ponía en el membrete de aquella postal tan graciosa que envió mi Juan:

“Casa de los refugiados climáticos de Madrid”.

El yogurt me da acidez, pero a Manuela no le protesto. Hay noches que

ponen flan, pero se conoce que hoy no toca. Los ascensores nos van subiendo

por turnos. Los que todavía caminan, como Roberto, se marchan cuando les da

la gana a la cama o se quedan en el cuarto de estar hasta las once. A mí me

tienen que hacer curas nocturnas, de las que no me gusta hablar, por eso me

recogen de las primeras.

Manuela me lee pedacitos de novelas y así me distraigo de las miserias

del cuerpo.

Nos han cambiado a la habitación de los dos balcones. Al principio nos

pusieron en una ratonera al lado de las escaleras y era incómoda. Ahora todo

está bien.

—Quiero que me entierren bajo el olivo que da sombra a las tomateras

—le confieso bajito, como si fuera un secreto.

—Así sea —afirma Manuela suspirando.

—¿Cuánto queda para mayo? —pregunto con la boca torpe por los

efectos de la pastilla del sueño.

—Mayo se escribe con eme de amor —canta mientras estira el embozo

de mi sábana.

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L A CHICA DE LOS OJOS AZUL OSCURO Rosana

Ricardo llegó a su casa después de la jornada de trabajo y de pasar un

rato por la ONG donde echaba una mano a gente necesitada. Después de una

reconfortante ducha se plantó delante de la tele en pijama, pensando en

desconectar con cualquier cosa. Sin embargo, al encenderla, la imagen de la

pantalla captó su atención: una joven aparecía inmutable frente a una

retroexcavadora que se acercaba amenazante. Le recordó enormemente a la

imagen de aquel chico de la matanza de Tiananmen, allá en los años ochenta,

delante de una larga fila de tanques que avanzaban igualmente impasibles.

Se quedó mirando la noticia, aunque no logró escuchar el principio. Al

parecer, por alguna razón, querían desalojar a aquella chica de su casa. Algo

relacionado con la factura eléctrica y sus condiciones de vida. Supuso que se

trataba de alguna indigente a la que querían echar de su chabola, así que se

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fijó en que en la parte inferior de la pantalla aparecía el lugar donde estaba

pasando todo aquello y decidió acercarse. Se cambió de ropa y salió para allá.

El lugar estaba a las afueras de la ciudad, pero no estaba lejos de su

casa. Realmente le había producido mucha curiosidad tanto ruido alrededor de

aquello y la imagen había sido impactante.

Al acercarse no le pareció que el lugar fuera algo así como un vertedero,

según habían informado en la tele. Más bien le pareció un lugar de otra época,

como si hubiera vuelto a los ochenta o a los noventa de nuevo. Para llegar

hasta la casa que había visto en la retransmisión había que atravesar una zona

verde que, aunque estaba bastante crecida, no parecía realmente descuidada

como se desprendía de la noticia, sino simplemente desbordante de

vegetación, y la casa, pequeña, tampoco le pareció una chabola. Al contrario,

aunque los materiales con los que estaba construida eran poco habituales, la

edificación tenía buen aspecto y claramente estaba bien mantenida. No

acababa de comprender qué era lo que le transportaba al pasado de aquella

manera, así que se paró un momento a observar.

«Claro», pensó, «ese coche junto a la casa es un Fiesta». Hacía mil

años que no veía uno así, pero igual que todo lo demás, estaba limpio y

parecía recién comprado. Continuó mirando a su alrededor y le llamó la

atención una estructura metálica de tubos de colores que, de nuevo, le hicieron

sentirse un chaval. Era un viejo juego de parque infantil de su época de niño,

pero también estaba reluciente, como si le acabaran de dar una mano de

pintura. Según se acercaba a la puerta de la vivienda pudo ver, en el porche de

entrada una pequeña mesa y una silla a juego.

«Dios, son iguales que las de mi colegio, con ese acabado de melamina

verde», pensó incrédulo ante tantas cosas, tan viejas y a la vez tan nuevas. Al

otro lado del porche, una mesa camilla y una mecedora le volvieron a

sorprender.

No consiguió encontrar el timbre, así que llamó usando la aldaba de

estilo clásico que había atornillada a la puerta. Al poco tiempo preguntaron

desde el otro lado de la puerta.

—¿Quién es?

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—Buenas tardes —contestó, alzando la voz para que le oyeran—, me

llamo Ricardo y me gustaría hablar contigo. Soy voluntario en una ONG social y

creo que puedo ayudarte.

Después de un silencio que parecía no acabarse nunca, por fin notó

como se abría la puerta lentamente y poco a poco fue apareciendo la figura de

la chica que había visto en la tele. Tenía una larga melena negra y un rostro

blanco salpicado de pecas que enmarcaban unos enormes ojos azul oscuro

que la hacían digna de un cuento. Parecía que todo en aquel lugar era

asombroso y la belleza de aquella mujer era verdaderamente cautivadora, tanto

que se quedó un buen rato embobado contemplando aquella imagen, como

quien contempla un cuadro de Sorolla.

—¿Por qué crees que puedes ayudarme? —preguntó la joven—. ¿Tú

también me vas a ofrecer un chalet en la sierra? —continuó irónica.

Saliendo de su ensueño, Ricardo retomó su actitud de voluntario y

cortésmente le empezó a aclarar cómo desde su ONG podían gestionarle

recursos jurídicos gratuitamente para optar al bono social, como consumidora

vulnerable, dado que se encontraba a las puertas del umbral de la pobreza.

Se dio cuenta de que la cara de la chica era de puro escepticismo y su

charla, tan ensayada, empezó a bajar de velocidad hasta que por fin le

preguntó por su expresión.

—Mira, yo no sé qué andan contando por ahí los periodistas, pero creo

que estás algo equivocado conmigo. ¿Te apetecería un té? Acabo de preparar

—y mientras Ricardo asentía, le señaló la mecedora y le invitó a sentarse. Al

poco rato salió con una bandeja en la que llevaba una vieja tetera y dos tazas

completamente diferentes una de otra. Lentamente tomó asiento al otro lado de

la mesa camilla y sin prisa comenzó a hablar:

—Acabo de sentarme en mi silla de la entrada. Comodísima. Era de mi

abuela y con unos pequeños arreglos quedó perfecta. Cada vez que me siento

en ella, me acuerdo de tantos buenos momentos que pasé con ella. ¿Cómo te

llamas? —preguntó Ruth.

—Ricardo —respondió él y, también sonriendo, añadió—: este té está

buenísimo.

—Gracias, Ricardo, yo soy Ruth Kreis. —Y tras unos segundos de pausa

premeditada, continuó—: Todo lo que ves son objetos recuperados de las

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obras de construcción de esta casa, heredados de familiares o amigos, o

cedidos por empresas o instituciones cuando dejaron de ser útiles en su

ubicación original y reutilizados, a veces, de una nueva forma en todo o en

parte y casi siempre después de ser reparados. Ninguno de estos objetos ha

llegado a estar nunca en la basura. Simplemente son de segunda mano.

Tienen un nuevo uso en un lugar nuevo.

—Recuperados, reutilizados, reparados... ¡cuántas erres! —comentó

Ricardo, sonriendo.

—Sí, es el concepto multi-R: repensar, rediseñar, refabricar, reparar,

redistribuir, reducir, reutilizar, reciclar, recuperar energía. No lo he inventado yo,

pero sí que lo aplico tanto como puedo.

Ricardo se quedó con la sonrisa en la cara y con la sensación de ser un

poco pardillo. No había oído nunca ese concepto.

—Ah, yo solo conocía tres de esas erres: reducir, reutilizar y reciclar,

pero lo que dices tiene mucho sentido. ¿Y por eso te han sacado en el

telediario?

—Bueno, por eso y por algo más. Las grandes corporaciones invierten

mucho en frenar la expansión de estos conceptos, especialmente el de la

recuperación de energía. Esta casa cuenta con varias medidas de ahorro

energético, como una capa de aislamiento ecológico de corcho, adosada al

exterior de la fachada, ventanas con rotura de puente térmico, cubierta verde y

más elementos pasivos. Así que realmente el consumo de energía es muy

pequeño. Y ese poco gasto energético lo cubro holgadamente con placas

solares, una caldera geotérmica y, bueno, con más técnicas. Alguna de ellas es

precisamente la que pone tan nerviosas a las multinacionales.

—Pero eso que me cuentas ya empieza a ser prácticamente obligatorio,

¿no? Soy ingeniero industrial y me consta que en edificación la tendencia es

precisamente la de los edificios de consumo de energía casi nula, e incluso

positiva. Este tema me interesa, porque todos sabemos que a este ritmo nos

cargamos el planeta de forma irreversible. ¿Por qué se iban a molestar las

multinacionales en una pequeña e insignificante usuaria de una de esas

viviendas?

—Ya —asintió Ruth—, todo eso está muy bien cuando parece bastante

teórico, pero casi inalcanzable en la práctica. Si eres ingeniero sabrás que

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precisamente la clave está en el almacenamiento de la energía eléctrica.

Mientras no se supere ese escollo, todo el tema de las renovables se queda

siempre en un segundo plano, con la dependencia ineludible de la red eléctrica

general. A mi casa no llega la red general. Soy autosuficiente energéticamente

hablando.

Ricardo se la quedó mirando con cara escéptica.

—Con las renovables es imposible ser autosuficiente, tú misma lo has

dicho, no se puede garantizar el servicio continuo de la energía y su

almacenamiento a largo plazo es difícil. Las eléctricas no tienen nada que

temer, siempre dependeremos de ellas.

Ruth se tomó unos instantes, se levantó despacio y le indicó con un

gesto que la siguiera. Así lo hizo Ricardo y atravesando la casa, salieron por la

puerta trasera hasta el fondo del jardín, donde había una caseta de aperos

hecha de madera. Ruth abrió la puerta y, para su sorpresa, lo que vio allí no

eran herramientas, ni trastos almacenados, sino una serie de cajas metálicas

interconectadas. Miró con curiosidad y se acercó para verlas con más detalle.

Al girarse encontró a Ruth muy cerca de él y entonces ella le susurró:

—Esta es la razón por la que salí en las noticias... Esto que ves es

exactamente lo que estás pensando, son baterías de almacenamiento de

energía. Pero no son unas baterías corrientes. Estas son capaces de

almacenar hasta un 3.000% más que unas de las que podemos encontrar en

un distribuidor corriente. Funcionan con una tecnología puntera basada en un

nuevo tipo de electrodo de grafito, que proviene del helecho. Esto es lo que les

pone nerviosos y por lo que han organizado el teatro ese que has visto en la

televisión. Por suerte no estoy sola. Unos amigos llegaron a tiempo, justo

cuando las retroexcavadoras iban a demoler mi casa. Algunos de ellos son

abogados y sabían exactamente qué decirles ante esa situación, así que no les

quedó más remedio que irse.

En ese momento vieron unos destellos de luz cortando la oscuridad de la

noche, que ya había caído sobre ellos. Salieron del cobertizo sin hacer ruido y

se dirigieron de nuevo a la casa. Desde allí pudieron observar cómo dos

hombres uniformados con un mono azul se acercaban al cobertizo del que

acababan de salir. Al llegar a la puerta comenzaron a manipular la cerradura

insistentemente. Ricardo miró a Ruth nervioso. Ella le devolvió la mirada.

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—No les va a resultar fácil abrir esa puerta, pero tampoco es infalible. Si

insisten, al final lo conseguirán —le dijo en un tono muy bajo de voz, casi en un

susurro de nuevo. Y casi en el mismo momento, abrió la puerta trasera

estrepitosamente, con un móvil en la mano y, con voz alta y firme les gritó a los

hombres—: Estoy grabando todo lo que estáis haciendo. Si no desaparecéis de

inmediato de mi vista, esto sale para la policía echando leches y después a mi

canal favorito de televisión.

La amenaza funcionó y los hombres salieron corriendo sin mirar atrás.

Ruth salió rápidamente detrás de ellos y Ricardo la siguió a toda velocidad,

pero solo alcanzaron a ver el polvo que dejó la camioneta en la que habían

huido.

—¡Qué rápida has sido! Me has dejado de piedra con lo del móvil. Sí que

estás preparada, ¿te había pasado esto antes? —le dijo Ricardo excitado por lo

que acababa de presenciar.

—La verdad, para mandar un vídeo con este móvil, me haría falta un

milagro. No estoy precisamente a la última en tecnología, soy más de alargar la

vida al móvil hasta que ya no dé más de sí... ya sabes, la R de reducir. Reducir

en consumo, o en consumismo, más bien. Pero un buen farol es una estrategia

de toda la vida que funciona divinamente. La R de reutilizar... el cerebro —dijo

Ruth levantando una ceja y sonriendo, como quien está ya de vuelta de

muchas cosas—. Y no, no me había pasado nunca esto. Hasta ahora se

habían limitado a enviarme cartas o a abogados ofreciéndome sumas de dinero

o cambiarme la casa por un chalet, pero nunca mercenarios. Esta tarde ha sido

la primera vez que intentan destruir mi propiedad, primero con las excavadoras

y ahora con esos desgraciados —dijo, borrando la sonrisa de su cara—. Ahora

veo que acaban de empezar mis problemas de verdad. No pensé que estas

cosas pasaran en la vida real. La verdad, no sé cómo voy a salir de esto, no

soy ninguna Juana de Arco...

La mente de Ricardo no paraba de moverse buscando una solución. Se

había quedado impactado con todo lo que había vivido en esa tarde.

Realmente era la lucha de David contra Goliat, pero la idea de dejar a Ruth a

su suerte le parecía una traición a sus propios principios. Después de tantos

años como voluntario de ONG había aprendido que la fuerza reside en la unión

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de muchas voces y de muchas manos. Muchas pequeñas acciones que juntas

formaran un gran movimiento.

A la vez, Ruth daba vueltas y más vueltas a su cabeza tratando de dar

con algo para salir del lío en que se había metido. Tenía la sensación de tener

la solución delante de sus narices, pero estaba nerviosa y necesitaba

tranquilizarse un poco para poder pensar. Se quedó con la mirada perdida

sobre Ricardo sin darse cuenta, como si fuera transparente. Así transcurrieron

algunos minutos, ambos en silencio. Ruth fue calmándose mientras la figura de

Ricardo fue haciéndose nítida ante su mirada y comenzó a pensar en cómo le

había conocido esa misma tarde, aunque parecía como si hiciera años de ese

momento en que le vio al abrir la puerta de su casa. ¿Qué hacía él allí? ¿Por

qué había ido a verla? Las preguntas surgían una detrás de otra en su cabeza

hasta que algo hizo clic dentro de ella. «¡Claro!», pensó, «había sido la

televisión».

—Ricardo, esa es la clave, tenemos que dar a conocer esto a todo el

mundo. Es la única manera de que no vuelvan las excavadoras. Las redes

sociales, los medios de comunicación, tenemos que usar todo lo que esté a

nuestro alcance para difundirlo. Hay que decirle a la gente que esto es posible,

no basta con que lo sepamos unos pocos. Todos somos capaces de vivir mejor

con menos, de aplicarnos todas esas R... Es el momento R en la Economía

Circular —sentenció finalmente Ruth con una gran sonrisa.

Ricardo se contagió del entusiasmo de Ruth y juntos empezaron a

planear la estrategia. Las horas pasaron rápidamente aquella noche, en medio

de una frenética actividad con la que pusieron en pie un plan a gran escala.

Había que unir todas las iniciativas conocidas: páginas web, blogs, plataformas

virtuales, pero también había que ir a contarlo a colegios, ayuntamientos,

organizaciones sociales y profesionales. La información era la clave y el tiempo

jugaba en su contra. Debían llegar a cada hogar y a cada centro de trabajo.

Empezaron por sus conocidos y allegados, buscando expertos en

determinados campos, como los de la comunicación y la publicidad. En

realidad la información estaba ahí, al alcance de todos, pero no había calado

aún en la sociedad. Había que dar el empujón final para dar el salto definitivo a

un sistema en el que el usar y tirar estuviera mal visto, donde la reparación

fuera el camino natural de lo que se estropea, mucho antes de tener que

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deshacernos de algo. Donde nadie aceptara una bolsa de plástico en el

supermercado y donde la propia sociedad exigiera su liberación de las redes de

energía convencionales en favor de las renovables. En definitiva, había que

Repensar y Rediseñar para cambiar de una vez el rumbo lineal en el que se

mueve el mundo. No se trataba solo de salvar a Ruth, sino de que todos

pudieran vivir como ella, en equilibrio con el planeta.

Cuando quisieron darse cuenta ya habían salido los primeros rayos de

sol. Estaban agotados después del intenso trabajo y decidieron parar un rato a

tomar un café y comer algo antes de continuar, porque aun no habían

terminado, quedaba mucho por hacer. Mientras preparaban el desayuno

encendieron la radio y se quedaron paralizados al oír a un parlamentario bien

conocido haciendo suyas algunas de las cuestiones que habían estado

difundiendo aquella noche. Encendieron la televisión y también allí, en los

debates de primera hora, se hablaba de ello y, por lo que pudieron entender en

esos primeros minutos, se habían producido algunas dimisiones en puestos

relevantes del gobierno. Se asomaron a los periódicos y también allí aparecían

artículos que hablaban de cerrar el ciclo de vida de los productos, con enlaces

a los sitios que habían estado publicando la noche anterior. Por todas partes se

veían flechas circulares. Incluso se estaba estudiando duplicar el presupuesto

asignado a I+D+i dentro del Ministerio de Energía y crear una Dirección

General de Economía Circular, debido a la presión social generada en las

últimas horas.

Alguien llamó a la puerta y cuando abrieron no podían creer lo que veían

sus ojos. Había decenas de periodistas con cámaras y micrófonos, lanzando

preguntas sobre este movimiento y sobre lo que cada uno puede hacer, el

papel de las empresas, de las instituciones... fue una verdadera avalancha que,

desde luego, no esperaban, al menos no tan pronto. Realmente era abrumador

el poder de internet. Por suerte llegó el amigo de Ruth que era abogado y

empezó a poner orden en todo aquel caos de gente. Ruth le había puesto al

tanto de lo que estaban haciendo desde la noche anterior y él se presentó allí

simplemente para hablar con ella. No se esperaba tampoco aquella

repercusión, pero estaba más fresco que los otros dos y poco a poco organizó

una improvisada sala de prensa frente a la casa de Ruth, en el jardín delantero,

donde informaron de lo que habían estado poniendo en marcha aquella noche.

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Les facilitaron información y datos sobre tantas y tantas iniciativas

relacionadas, incluso les remitieron a otros países donde ya existían proyectos

públicos que estaban probando su funcionamiento a pequeña escala local.

Parecía como si estuvieran hablando de algo nuevo, cuando en realidad hacía

décadas que existía este movimiento y que incluso se había instalado en las

instituciones europeas.

Los días que siguieron fueron tan frenéticos como la noche anterior, y

ocurrieron cosas tan inesperadas y sorprendentes que no podía creer lo que le

estaba pasando. Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados,

pasando de vivir su tranquila vida de persona anónima, aunque luchadora y

con buenos amigos, a ser un personaje público que atendía entrevistas en los

medios y se reunía con instituciones. En una ocasión llegó a encontrarse con el

mismísimo Presidente, junto con Ricardo y otros activistas de ONG que

promovían la economía circular y los cambios sociales a gran escala. No era

capaz de llevar la cuenta de los días, pues estos se sucedían a un ritmo

vertiginoso, siempre trabajando, sin descanso.

El momento más impactante ocurrió una tarde, ya hacia última hora,

cuando estaban terminando de escribir un artículo que les habían pedido para

un semanal de distribución nacional. Recibió una llamada y Ricardo la cogió.

Con cara estupefacta le pasó el teléfono y escuchó en alemán —Merkel. Guten

Abend, Frau Kreis. Gratuliere!— y una larga parrafada más en la que la

mismísima canciller del motor de Europa alababa sus méritos y sus logros en la

difusión y empuje de la economía circular hasta alcanzar la primera línea de la

política mundial, destacando que siempre había sido un asunto de gran

importancia, pero siempre a la sombra de tantos otros asuntos. Y acabó

felicitándola por su labor, junto al resto de asociaciones, profesionales y

voluntarios que estaban haciendo posible lo que parecía no llegar nunca,

aunque fuera el giro más importante que iba a dar el ser humano desde la

invención de la máquina de vapor.

***

Aquella noche se fue a dormir con el corazón palpitando a toda

velocidad, pero su nivel de agotamiento era tal, que no tardó en caer dormida

en un sueño profundo y reparador.

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Al día siguiente el sol la despertó con su calor entrando en su habitación.

Se encontraba en paz con el mundo. Se respiraba una inusual calma. Era

tarde, pero no había sonado el teléfono, así que decidió adaptarse al ritmo que

le marcara el día y tomarse un respiro mientras la dejaran tranquila. Resolvió

no encender el ordenador, ni la tele, ni la radio. Tampoco leería el periódico.

Desayunó pausadamente en el porche, tomando cada minuto como un

preciado tesoro y se propuso dedicarle su día al jardín y al huerto.

Salió con sus herramientas de jardinera y comenzó a quitar malas

hierbas, colocar ramas y comprobar el avance de sus calabacines. El día

transcurría despacio por una vez en mucho tiempo mientras cuidaba de sus

plantas, en cuclillas; pero algo en su cabeza martilleaba como un mensaje

cifrado, que no acababa de entender. Hasta que de repente cayó en la cuenta.

Se sentó de golpe en el suelo y abrazando sus piernas flexionadas comprendió

lo que estaba pasando: «Claro», pensó, «todo ha sido un sueño.»

Comenzó a analizar sus recuerdos tratando de distinguir el sueño de la

realidad, hasta llegar al momento en que comenzaron a entremezclarse. Fue

recorriendo sus vivencias hacia atrás. ¿Realmente había hablado con Angela

Merkel? ¿Llegó a reunirse con el Presidente? ¿Hicieron aquella rueda de

prensa en el jardín? No sabía ya si habían pasado aquella noche frenética

montando la distribución del ideario y puesta en práctica de la economía

circular. ¿Quisieron de verdad forzar la puerta de su caseta de las baterías?

¿Fueron las excavadoras a su casa? Era incapaz de reconocer hasta dónde

llegaba el sueño y hasta dónde su vida real... ¿Existía Ricardo?

Así, sentada en el suelo, con la mirada perdida entre las plantas, su

cabeza se esforzaba por encontrar respuestas. Sus enormes ojos azul oscuro

no veían y sus oídos no oían lo que había a su alrededor, metida como estaba

en sus pensamientos.

Sobre la mesa de la cocina, su móvil hacía un rato que sonaba

insistentemente. Un largo número de multitud de dígitos aparecía en pantalla.

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LA MONTAÑA BLANCA Bejarano

¿Qué ocurriría si fuéramos capaces de diseñar un

sistema que, de forma segura, capturara el fosfato ya

en circulación, en lugar de desecharlo como lodo?

“De la cuna a la cuna”

McDonough / Braungart

Durante cuarenta largos años se estuvieron vertiendo los residuos en la

marisma, de cualquier manera, sin encomendarse ni a dios ni al diablo. Primero

fueron los de la fábrica de fertilizantes, pero cuando los responsables de otras

industrias comprobaron que todo el monte era orégano, optaron por callar,

otorgar y sumarse a la fiesta. Allá que fueron a parar entonces no ya las

vergüenzas de toda la industria química emplazada en las cercanías, sino que

llegaron incluso los residuos radiactivos de una acería accidentada en una

provincia limítrofe, a más de doscientos kilómetros de distancia.

Con el tiempo la marisma se fue haciendo monte subrepticiamente; sin

que la ciudad se pudiera dar cuenta emergió una montaña blanca de

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fosfoyesos que lentamente acabó por transformar la viva suavidad salobre de

esas planicies, en un fantasma de polvo y silencio.

El ingeniero Bejarano había elaborado un detallado informe en torno a

las nuevas normativas aprobadas por la Unión Europea, el cual envió con

registro de entrada al director de la fábrica de fertilizantes y por extensión a

todo el staff directivo. Como no recibiera más respuesta que un comentario en

mitad de un pasillo, en el que un compañero le advertía de que esas cosas no

se trataban en la fábrica, y que era cosa de los propietarios, Daniel Bejarano

hizo lo que tenía que hacer por el bien de la fábrica, que consideraba después

de tantos años poco menos que su propia casa. Revisó el informe, aportó

nuevos datos y lo remitió esta vez al consejo de administración de la empresa,

a través del mismísimo director general.

Se trataba de un informe técnico muy riguroso, escrito por él y por lo

tanto desde la propia empresa, y en el que entre otras cosas daba cuenta de

que los vertidos iban a cesar, a poco que la Unión Europea fuera consciente de

la barbaridad que allí se estaba cometiendo. El ingeniero Bejarano hacía

además una propuesta que finalmente terminaría llevándose a cabo, la

deslocalización de la sección de fertilizantes, trasladando la producción a otro

país. El informe, metódico y hasta brillante en su ejecución, aconsejaba la

construcción de una nueva factoría, más cerca a la materia prima, los fosfatos

del Sahara, y en un país donde una legislación más laxa permitiera que los

residuos se pudieran verter en zonas que en todo caso, por responsabilidad

moral, deberían estar acondicionadas y seguras, con las necesarias medidas

proteccionistas que evitaran en un futuro próximo que se volviera a repetir una

situación como la de ahora en las marismas. Insistía el ingeniero en que los

vertidos incontrolados tenían fecha y hasta hora de caducidad, la cual señalaba

en la conclusión del informe en los primeros días del siguiente año. Sin que

hubiera lugar a más prórrogas ni aplazamiento alguno.

Un par de meses después de que llegara el informe de Daniel Bejarano

a las oficinas centrales, de que se registrara y se hicieran las pertinentes copias

para el director general y para los miembros del consejo de administración, y

tan solo un par de semanas antes de que el ingeniero se tomara las vacaciones

de verano, la empresa le vino a ofrecer una indemnización más que generosa y

el salario base de catorce pagas anuales hasta que cumpliera la edad

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necesaria para jubilarse. La oportunidad de cambiar el viejo Robalo 2660 por el

Catarsi Mangiamari que tenía en venta Alarcón el del varadero viejo, no le hizo

dudar ni un minuto, aceptó la oferta y firmó el finiquito que le puso por delante

un conocido despacho de abogados de Madrid; uno que mezclaba en su

rúbrica apellidos de antiguos ministros y banqueros a partes iguales.

Fue la tarde en que estrenó la nueva embarcación, cuando cayó en la

cuenta de que aquel monte de residuos tóxicos y peligrosos podría haber

tenido algo que ver en su sorprendente, aunque agradable caída. Enfilaba con

su amigo y habitual compañero de pesca Amador Quiroga, el canal de los

muelles en la reluciente embarcación, limpios los cromados, engrasados y

puestos a punto los motores, cuando al virar hacia poniente por el muelle de

pescadores se manifestó en toda su grandeza la montaña blanca. El sol le

daba de pleno e irradiaba un color irrealmente blanco. La ausencia de vida

apagó hasta el sonido del agua chapoteando en la proa, el monótono sonido

del motor se hizo sordo y por encima de todo un pitido apenas audible se le

metió muy adentro de sus pensamientos y de su conciencia al ingeniero Daniel

Bejarano, cincuenta y siete años, casado, con dos hijas y feliz justo hasta ese

instante.

Puso proa Bejarano hacia la boya del petrolero, para andar unas millas

hacia poniente y estar de vuelta antes de que se pusiera el sol en el Club

Náutico. Amador fue describiendo las virtudes y bondades de la nueva

embarcación, y como viera que el patrón se mantenía serio y no hablaba, le

hizo relación de las novedades que con ese barco podrían incluir en las

jornadas de pesca que se les presentaran en adelante. Tampoco Amador se

preocupó por el carácter de su amigo en aquellas apenas dos horas de

navegación, achacando su seriedad y su silencio a la responsabilidad de estar

al mando de una embarcación nueva y por descubrir, al querer entenderse con

el barco porque a los barcos, como a todas las cosas vivas, se les debe hablar

desde el silencio.

Amarrado el barco nuevo en su pantalán, Amador se quedó

observándolo y aún dando favorables opiniones sobre la manera en que

navegaba, lo marinero que era y la limpieza que mostraba sobre el agua. Como

no obtuviera respuesta se dio la vuelta para percatarse de que Bejarano estaba

ya en las puertas del restaurante del Club, como a cien metros del amarre en el

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que se había quedado Amador hablando solo. Cuando le dio alcance, el

ingeniero estaba saludando a gente conocida de ambos, por lo que ya no hubo

lugar a reproches. Quedaron para ir un par de días después a los marlines con

el cojo Lirola. Bejarano se marchó con sus soledades y Amador se quedó con

un gin-tonic y con otros dos elementos discutiendo de fútbol. Dos días después,

tal como habían quedado, se volvieron a ver.

El cojo Lirola conocía el río y las costas aquellas como nadie, entre otras

cosas porque en ellas se había criado. Su hermana solía decir que aprendió a

nadar antes que a andar, y era cierto. La cojera le vino de un día que se saltó el

muro del matadero para torear unas vacas, pero no porque las vacas fueran

bravas y le embistieran de mala manera, sino porque al descolgarse, siendo de

noche como era, se dejó caer justo por donde había apiladas unas cajas,

perdió el equilibrio en el oscuro y ciego salto cayendo de mala manera. Sacarlo

de allí fue toda una odisea, y luego en el hospital le arreglaron regular la rodilla.

Como no hay mal que por bien no venga, cuando iba a cambiar el tiempo entre

el menisco y el tendón de la rótula le daban con antelación cumplido aviso.

En las soledades del muelle caía la lluvia con desgana, tan míseramente

que el cojo Lirola estaba tan ricamente sentado en un noray con las piernas

cruzadas, protegido apenas por una gorra del capitán mercante que nunca fue,

fumando en silencio. Amador daba vueltas a su alrededor, con el móvil en la

mano mientras giraba hacia la izquierda y el móvil en la oreja cuando viraba a

estribor. Habían estado esperando solo cinco minutos hasta que asomó Daniel

Bejarano por las puertas del Club. Amador le dio dos voces que el ingeniero ni

contestó. El cojo tiró el pitillo al suelo, descruzó las piernas, se incorporó y

aplastó la colilla con la pierna buena o con la otra, a saber, porque la cojera era

sutil y hasta le daba cierto aire elegante al caminar.

Desamarrado el barco y antes de salir del pantalán, el cojo Lirola dijo

que pasada la boya del petrolero, cuando se alinea la primera de las casas

verdes de la playa de Levante con un pino muy gordo que está por detrás, se

toma rumbo sur suroeste y ya está, que por allí más o menos a diez o doce

millas estarían los marlines. Amador lo miró con los ojos muy abiertos y

Bejarano, sabiendo que lo que decía el cojo iba a misa, se propuso seguir sus

indicaciones sin más. A su lado permaneció Amador mientras que Lirola, dadas

sus indicaciones y aceptadas por el resto de la tripulación, procedió a

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escurrirse por la banda de estribor agarrándose como pudo a obenques y

estáis. Una vez en la bañera colocó una colchoneta sobre el balcón de popa,

abrió un tambucho del que sacó una nevera y de la nevera una cerveza helada,

cerró el recipiente de poliespan, sobre el que descansó las patas, la mala y la

buena; abrió la cerveza, dio un suspiro y se desentendió de todas las

maniobras y quehaceres del barco. “Cuando lleguemos te aviso”, le gritó con

ironía desde la cabina Amador. Pero no hacía falta, el cojo tenía un sexto

sentido y a los marlines había quien decía que los olía. Puede.

Al salir de la bocana del puerto el ingeniero dejó la caña del timón a

Amador y bajó a por unos prismáticos. Se apoyó en la cabina por babor

dirigiendo las lentes hacia lo que en breve se tendría que asomar, aquella

montaña blanca abarloada ya para siempre a la ciudad.

—En media hora estamos en Rompeculos, Daniel.

—No, si no estoy mirando a la playa.

—Es que por aquí no hay nada que mirar.

—Ya.

—¿Has visto como suena el motor?

—Redondo.

—Ya lo creo. Vaya pedazo de barco que te has ligado. De tómbola, tío.

—Sí, Alarcón lo tenía bien cuidado. No sé cómo se ha desprendido de

él.

—Pues por qué va a ser, porque tiene otros dos que iban a ir al

desguace, pero los está recuperando y los va a dejar de lujo. Como este,

seguro.

—Eso suponía yo y eso me dijo.

Amador miraba de soslayo a Bejarano y el ingeniero no paraba de mirar

hacia la enorme masa blanca y aparentemente inerte, a los cuarenta años de

andar vertiendo los lodos en las tranquilas e inocentes marismas. A Amador le

picaba la curiosidad, y como no tenía otra cosa mejor que hacer ni nadie con

quién hablar, estando como estaba el cojo en la popa y a su aire, quiso saber

qué andaba observando con tanto interés el ingeniero.

—¿Pero qué coño estás mirando por ahí, si ahí no hay nada?

—La montaña blanca, Amador, la montaña blanca.

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—¡Coño, los fosfoyesos! ¡Vaya tela! No me comía yo un pescao de aquí

ni aunque me estuviera muriendo de hambre.

—Hombre, el pescado, que se sepa, no tiene residencia fija. Los

venenos de aquí se los comen todos los que por aquí pasen. Tú de metales

pesados, con todo el pescado que comes, tienes que estar hasta la coronilla,

de modo que un robalo o una baila que engancháramos por aquí, no estaría

mal. Y una más o una menos, tampoco sería para tanto.

—Para tanto y para tanta. No me jodas.

Amador viró suavemente y enfiló el canal por la boya del petrolero tal

como había avisado el cojo. Bajó la velocidad, quitó la marcha y el apagado

motor permitió que se oyera el chapoteo del agua en la obra muerta de la

embarcación.

—Aquí se pescaban robalos en cantidad, de kilo y medio el más chico, y

pargos que ni te cuento, y corvinas a punta pala, y hasta un zafío que medía lo

menos cuatro metros cogí yo una vez con el Nani y el Manuel.

—¡Exagerado!

—¡Por la salud de mi madre!

—Congrios de cuatro metros no hay.

—¡Ay que no! Y de exagerao, nada. Cuatro metros, cojones. Que te lo

digo yo y si no el Nani que venía conmigo, o Manuel el del kiosco del Liebre.

Tenía una cabeza que parecía la de un tío. Ahora aquí no hay nada, y si

hubiera desde luego yo no echaba aquí la caña ni loco. Y ahora mira lo que hay

ahí delante.

Amador había dejado el barco al pairo y este se había girado hasta

trazar la crujía una línea perpendicular a la línea de costa. Delante había una

mancha en el agua dibujada con un azul más claro que asemejaba un río, y

flotando en aquel fluir, peces muertos. Detrás, la montaña blanca. El barco y

Bejarano quedaron en absoluto silencio, solo el leve golpear del agua en las

bandas daban vida a la escena.

—Son los lixiviaos —interrumpió Amador las meditaciones del ingeniero.

—¿Y tú qué sabes qué son los lixiviados?

—Pues lo sé. Tú que te habrás creído. A ver si ahora los únicos que

sabéis hacer la o con un canuto sois los ingenieros. Los lixiviaos son la mierda

que suelta todo eso de ahí enfrente por abajo sin que nos demos cuenta.

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Veneno, Daniel Bejarano, veneno puro, a ver si te enteras. Tantos años en la

puta fábrica esa de los huevos me habrá servido para algo. A ver si te enteras,

chaval, que yo también conozco todo esto. A ver si te enteras.

—Sí que me he enterado, Amador, sí que me he enterado. Cuando

llegué aquí, y va ya para cuarenta años, esto era un paraíso. Vine a montar la

fábrica de amoniaco, pero al año siguiente me tentaron estos de los fertilizantes

y ahí acabé mi carrera. Porque lo que hice fue acabar con mi carrera y con mis

ilusiones en ese polígono que igual me corroía los bajos del coche que el fondo

del alma.

—Anda, pero si ahora va a resultar que el señor ingeniero es también

poeta —dijo el cojo Lirola, que extrañado de que el barco estuviera sin gobierno

se había incorporado y asomaba el jeto por la escotilla en el momento más

lírico de la conversación.

Amador sonrió, apretó el acelerador y viró en redondo, cruzó la línea de

color azul claro por la que transitaban venenos y peces muertos, para poner

proa hacia el sur suroeste. Avante claro. A medida que se alejaban de los

fosfoyesos el silencio fue dejando de ser tan espeso y ya empezaba a notarse

el agua golpeando con más fuerza el casco, oyéndose redondo y limpio el

motor. Cuatrocientos cuarenta caballos de vapor. Todos de pura raza. Milla y

media después, Daniel Bejarano retomó la caña del timón y el mando en la

embarcación, que olía a nueva. Amador se acomodó a su lado, abrió una lata

de cerveza helada que pasó al patrón y otra que lanzó hacía el hueco de la

escotilla donde apenas asomaban los ojillos traviesos del cojo Lirola. Daniel

bebió contra el viento y dejó que la espuma se abriera paso por la estrecha

apertura y le salpicara la cara. El aire cargado de sal le aliviaba. Apretó el

acelerador. A toda máquina. De locos. Amador se agarró como pudo al

guardamancebo, dio un grito de alegría y como pudo se abrió otra lata de

cerveza para él. El cojo se fue a trajinar con los cebos. Dos horas después y

tres marlines a bordo, uno de ellos con casi cuarenta kilos de peso, estaban los

marineros de vuelta en el Club. El cojo Lirola se encargó de las tres piezas y

Amador se quedó con Daniel en la terraza, con más cervezas abiertas sobre la

mesa y unos langostinos de trasmallo recién cocidos. Tibios.

—Así los ponen en Portugal, no fríos, coño —Amador hablaba a voces,

feliz—. Daniel, échame cuenta, que estás ido. A ti te pasa algo, Bejarano,

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mamón. A ti te pasa algo y no me lo quieres decir. Eso de poner el barco como

lo has puesto, que casi me tiras por la borda y la cara de triste que se te ha

puesto con el pedazo de barco que te has ligado. A ti te pasa algo, Bejarano. Y

no me lo quieres decir, pero sabes qué te digo, que si no me lo quieres decir no

me lo digas, que te den por culo; pero vamos, yo pensaba que éramos amigos.

—Es esa montaña blanca, Amador, es esa montaña blanca que hemos

levantado entre todos, por acción o por omisión, entre todos la hemos

levantado y eso no se lo van a querer llevar de aquí. Nunca. ¿Tú te acuerdas

de Lorenzo Sancho, un chaval que era periodista?

Daniel tuvo que esperar a que acabara de chupar la cabeza de un

langostino y se limpiara los morros con una servilleta de papel. También a que

le diera un trago, largo y lento, a la jarra de cerveza, a que llamara al camarero

para pedir otra y solo entonces, contestó Amador con suficiencia y

conocimiento de causa.

—Claro, el que daba en el periódico una caña que no veas con lo de la

contaminación, ¿no?

—Ese.

—Ya no escribe. Y lo hacía bien el jodido, ahora que a la fábrica no veas

cómo la ponía: mirando para Gibraltar.

—Sí, el problema de este periodista, es que iba por libre. La asociación

de industrias acordó una campaña publicitaria con el periódico con la que le

arreglaron la cuenta de resultados para ese año, fue un dineral. Al día siguiente

le estaban rescindiendo el contrato sin la menor explicación. Le comentaron

algo por fuera de que era necesario ajustar la plantilla, que había que evitar un

expediente de regulación o incluso tener que cerrar el periódico. Por aquel

entonces, Lorenzo Sancho se hablaba con mi niña.

—¡Anda, coño!, ¿con la Lorena?

—Con Lorena, sí. Pero se tuvo que ir de aquí. Encontró un trabajo en

Madrid al poco tiempo y se fue. O se fue y entonces encontró trabajo, ya no me

acuerdo si fue una cosa antes o fue la otra. Da igual. Lorena lo pasó mal. Al

chaval apenas le conocí, vino por casa un par de veces y se le veía simpático.

Lorena decía que era muy inteligente pero que estaba como una cabra, que

salvo el trabajo no se tomaba nada en serio.

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—Pues los cabrones estos de la fábrica sí que se lo tomaron en serio a

él.

—Ha vuelto.

—Ah, ¿va a trabajar otra vez en el periódico?

—No, Lorena dice que ha venido a hacer un reportaje sobre algo que

están investigando en la Universidad. Creo que están desarrollando un

corrector de suelos ácidos a partir de los fosfoyesos. El caso es que se pueden

reutilizar todos esos vertidos, toda esa montaña blanca podría desaparecer de

las marismas y hasta se podría restaurar el paisaje y luego catalogar esas

marismas como espacio protegido, como el resto de las marismas litorales de

toda la provincia.

—¿Tú crees?

—En teoría sí, se podría hacer. Tengo mis dudas, pero no técnicas, sino

de otro tipo. Ahora me voy a enterar de todo porque el chaval este, Lorenzo, va

a venir a casa. Las niñas han organizado una barbacoa para el viernes por la

noche. Vienen a casa y así nosotros cuidamos a los niños mientras ellos están

con las chuletas y los tintos de verano, ¿qué te parece?

—Bien, me parece bien, y si me invitas me parecerá mejor.

—Pues claro, te vienes con tu mujer y ya está. ¿Le decimos al cojo que

se venga también?

Amador se echó para atrás en la silla metálica, hasta dejarla en un

inestable equilibrio sobre las dos patas de atrás. Abrió los brazos y tiró de

ironía y buen humor.

—¡Sí, hombre! ¡Para que se beba toda la cerveza!

—No creo. Habrá cerveza de más, y sangría…

—Vale, vale, voy. Se lo digo a Elisa y vamos. Llevamos vino, más vino,

por si las moscas. Pero, vamos a ver, La Lorena y su antiguo novio, el

periodista…

—Siguen siendo amigos, a pesar del tiempo y de las distancias.

—¿Y qué dice tu yerno?

—Y yo qué sé lo que dice mi yerno, solo he hablado con mi hija. Pero

son amigos, los tres son amigos. Esta gente no es tan cateta como nosotros,

Amador. Estos tiempos son otros tiempos. Esta gente está más preparada. El

mundo ha cambiado; el mundo ha cambiado tela. Ahora, por ejemplo, ni por

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asomo se permitiría que se vertiera toda esa porquería, los fosfoyesos, en

plena marisma, pegados a la ciudad y rodeados de parajes naturales. Lo que

se ha estado haciendo todos estos años hoy sería una auténtica barbaridad.

—Hombre, si aprovecharan los fosfoyesos, si eso de ser basura pasara

a ser algo que tuviera algún valor, o sea, Daniel, para no dar más vueltas: si el

capital vislumbrara que a toda esa mierda le puede sacar un euro, se la llevan;

aunque sea con un carrillo de manos. Eso seguro, se lo vuelven a llevar tal

como lo fueron trayendo estos hijos de la gran puta.

—Está claro, ¿pero tú te crees que donde echaron lo de la acería, los

vertidos radioactivos, toda esa parte, la van a limpiar también?

—Eso ni de coña. Eso nos lo comemos con papas, mismamente como

nos lo estamos comiendo ahora.

Amador no paraba de comer. Señaló al plato como pidiendo permiso y

trincó otro langostino. Mientras se ocupaba en pelarlo, el ingeniero Bejarano

trató de concluir su discurso.

—Claro, el problema es que todo es mentira. Si a alguna parte de la

montaña blanca se le pudiera sacar dinero, le meten mano, pero a los residuos

radiactivos y a lo que no sea rentable extraer porque está ya, por el peso y por

el tiempo, hundido en la marisma, a eso no le van a meter mano nunca. Esa

mierda la terminarán tapando, echándole por encima una capita de tierra,

plantarán cuatro pinos y harán un campo de golf o un parque con un

merendero para que vayamos a disfrutar de los días de sol, pero abajo se

quedan todos esos residuos que hemos ido vertiendo durante cuarenta años

seguidos, eso fijo, Amador, eso fijo; de eso no nos libra ni la Caridad.

Amador asentía y seguía a lo suyo. Daniel Bejarano, prejubilado de la

fábrica de fertilizantes, castellano de tierra adentro afincado cuatro décadas

atrás en las orillas suaves de la mar atlántica, guiñaba los ojos para mejor ver

más allá del muelle y de los barcos, la perfecta línea comba del horizonte, esa

línea difusa que separa el cielo de la realidad.

Cuando Amador acabó con los langostinos se quedó absorto mirando la

fuente vacía. Luego miró de reojo a su amigo y con cara de preocupación le

habló en voz queda, para que sus palabras fueran más confidencia que

consejo.

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—Daniel, a ti todo esto de la jubilación te está afectando y no me lo

quieres decir. Vas a tener que mirar las cosas de otra manera. El mundo es

como es y no lo vamos a cambiar ahora así por las buenas, tú y yo, los dos

solos. Porque si tú te metes en más líos con el periodista ese o con lo que sea,

yo contigo hasta el fin del mundo. Que a mí la montaña blanca me importa un

carajo, pero tú no, Danielito mío de mi alma. Contigo voy yo, aunque sea al fin

del mundo, y por mis muertos que me cago en todo lo que se menea desde

aquí hasta Pernambuco ida y vuelta. ¿Estamos?

—Claro que estamos, Amador. De eso no tengo la menor duda.

Amador le dio dos palmadas en la espalda, luego un pescozón a la

altura de la coronilla y se echó para atrás, se aflojó la correa y se desabrochó el

primer botón de la bragueta. Levantó una mano para llamar al camarero y en

cuanto este le sonrió, le pidió otras dos jarras de cerveza y unos chocos fritos.

Entonces se dirigió a Daniel Bejarano con sabias palabras.

—Y ahora te comes unos choquitos, cojones, que si no, me los como yo

todos, como los langostinos, que no he tenido más huevos que comérmelos

todos. Así que, a comer chocos, que si no se me van a quitar las ganas de

comer con tanta comida y luego la Elisa me monta un pollo como no me coma

la sopa de eso, de pollo. Con verduras, que dice que estoy gordo como un

sollo. Y eso sí que es jodido, Danielito, hijo, eso sí que es jodido, que a la Elisa

le dé por decir que estoy gordo, porque entonces empieza con las verduritas y

no para. Vamos, que me tengo que comprar los chorizos a escondidas y

guardarlos en la caja fuerte para que no los descubra.

—Elisa se tiene ganado el cielo contigo.

—Tu puta madre, Daniel. Con perdón, que tu madre sería una santa,

pero tú es que eres muy cabrón, Daniel, hijo, tú es que eres muy cabrón. Y

come chocos que si no me los voy a comer yo todos y después…, eso, que se

me quitan las ganas de comer. Yo, como coma, después no como. Pero

cualquiera deja la sopa de pollo con verduras… Esa, en cuanto llegue a casa

me la tengo que tragar, aunque luego me tenga que comer dos paladas de

bicarbonato.

—Toda la vida trabajando en una fábrica de ácidos y te vas a quejar de

la acidez —el ingeniero Bejarano rió por fin de buena gana y a carcajadas—. A

la vejez, viruelas.

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—Yo viruelas y a ti te pasa algo, Daniel, aunque menos mal que al

menos te ríes con las tonterías que digo.

—Claro que me río y claro que me pasa algo, Amador, hijo, pues claro

que me pasa. Me pasaba y me está pasando más ahora, fíjate tú.

—¡Ahora! ¿Pero me puedes decir cuándo has estado mejor en toda tu

vida, Daniel, hijo?, a ver, dime cuándo: jubilado y con ese pedazo de barco que

te has comprado, con el pastizal que te han largado para quitarte de en

medio…

—¡Eso es! —interrumpió Bejarano—, para quitarme de en medio. Ahí

está la cuestión, que no ha habido ajuste de plantilla ni nada que se le parezca,

ni ERE ni ocho cuartos. Que me han largado como largaron al novio de mi

hija…

—Ex, ex novio —le interrumpió ahora Armando.

—Bueno, sí, eso. Me han largado igual, sin dar la cara. Algo les molestó

o sintieron miedo… algo hice que no debería haber hecho.

—Y qué vas a hacer tú, que eres un pedazo de pan, toda la vida

trabajando en la fábrica sin una queja de nadie, sin poner una mala cara,

haciendo turnos cuando había que hacerlos o chupándote las noches que te

has chupao, Daniel, hijo mío de mi alma, chupándote las noches que te has

chupao…

—Hice un informe.

—Anda, coño, ¡vaya crimen! ¿y un informe de qué?

—De los fosfoyesos.

—¿¡De los fosfoyesos!? ¿Y para qué coño tenías tú que informar de los

fosfoyesos ni nada de eso? ¿Quién te dio vela en ese entierro?

—Nadie, desde luego. Lo hice por profesionalidad. Me llegó una

notificación del Colegio de Ingenieros que daba cuenta de la directiva de la

Unión Europea que iba a terminar por prohibir los vertidos a las marismas.

Resultaba que las quejas de los ecologistas y de los naturalistas habían dado

sus frutos después de un montón de años. Ya sabes, como sabemos todos,

que los verdes son ahora más fuertes que nunca y que ya tienen presencia, y

no poca, en parlamentos, en municipios y en todos lados. Total, que la Unión

Europea ha decidido que hasta aquí hemos llegado, y entonces yo hice lo que

creí que debería hacer, informar a la empresa para terminar con esta

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barbaridad antes de que nos pusieran la cara colorada. Total, si esto tenía ya

fecha de caducidad, para qué ponernos en evidencia.

—Tiene huevos. Un tío que trabaja para una empresa y que le dice que

no tiene que hacer lo que está haciendo, desde luego no es normal. Pero, ¿tú

qué te has creído, Daniel?, ¿tú crees que empresas enormes como estas

químicas funcionan como una democracia? No, hijo, no. Son auténticas

tiranías, y además tiranías sin rostro, sin un tirano que dé la cara. Las fábricas

no son de nadie, son de un montón de accionistas, de bancos y de inversores

que se reúnen todos los años para decir que esto sí y que esto no; luego

cuentan los dividendos, esto para ti y esto para mí y a tomar por culo. Don

Thomas Jefferson, que además de ser el tercer presidente de los Estados

Unidos de América, fue toda una eminencia, un hombre sabio, decía que los

sistemas bancarios eran más peligrosos que los ejércitos. Y tenía toda la razón

el hombre. En un ejército, por muy cruel que sea, aunque sea el más terrible de

todos los ejércitos que haya habido en el mundo, siempre puede haber un

hueco para la piedad, un pequeño resquicio por el que se asome la bondad

humana, pero en los sistemas bancarios, no. El capital no tiene nombre, unos

se escudan detrás de los otros y nadie da la cara. Se reúnen en sus juntas

generales de accionistas, aprueban objetivos para cumplir en el siguiente

ejercicio, nombran director general o director gerente a un tipo joven y muy

preparado, que carezca de escrúpulos y que tenga sus principios morales

sometidos a su cuenta bancaria, y ese es el que planifica todo, sin piedad. Y se

acabó. La empresa no tiene rostros, Daniel, hijo mío de mi alma. No hay lugar

para la compasión. Todo eso que ves de que hacen obras sociales, que

ayudan al deporte, a la cultura y a su puta madre, es todo fachada, campañas

de promoción, pura publicidad pergeñada en el departamento de márquetin o

en el de relaciones externas. Pero es todo mentira, Daniel. A ver, a qué viene

eso de hacer un informe. ¿A ti, quién coño te pidió un informe?

—Nadie, es la verdad.

—Y entonces, ¿a qué viene hacer informe ni hostias?

—Por responsabilidad. Yo sabía…

—Tú sabías, tú sabías… —Amador se levantó de la silla, hizo señales al

camarero para que le trajera de una vez los chocos fritos, más cerveza y ya

que estaba se quedó de pie para seguir diciendo lo que siguió diciendo—. Tú lo

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que tienes que saber es que eres tonto y que todos los tontos tienen suerte.

Hiciste un informe metiéndote en camisa de once varas, y les ha sentado como

una patada en los mismísimos huevos. Menos mal que te han sabido callar la

boca con el pedazo de finiquito que has firmado.

—De eso nada, ayer estuve con este chico, con Lorenzo el periodista.

Anda metido en organizaciones ecologistas y cosas de esas. Le conté todo lo

de los fosfoyesos, le dije que la montaña blanca no es lo que parece, que está

hundida por su propio peso, que el proyecto de la Universidad no va a seguir

para adelante, pero no porque no sea bueno, que lo es, y serio, sino porque

cuando se lleven los fosfoyesos, aparecerá el pastel que hay abajo, que no es

fosfoyeso todo lo que reluce en esa gran montaña blanca y hundida. Además,

no podrán ni acercarse a los residuos radiactivos, a esos que nos regalaron los

de la acería, porque entonces saltarán todas las alarmas. También le tengo que

contar que en el consejo de administración de la empresa a la que ya no estoy

en absoluto vinculado y con la que solo he firmado la rescisión de mi contrato

laboral, hay gente con mucho poder político, ex consejeros y antiguos

diputados, o ¿por qué crees tú que meten a los políticos en los consejos de

administración, a los de un lado y a los del otro? ¿Porque son expertos o

porque son muy sabios?

—Y un mojón.

—Pues claro que y un mojón, los meten para que les solucionen

papeletas como esta de los vertidos radioactivos. Qué tiene huevos que dieran

la alerta desde Suiza, Alemania, Francia, Italia y hasta de Portugal y aquí no

hubiera sensor alguno que avisara del escape. Un escape radioactivo y todo el

mundo callado ¿Tú te crees que esto es normal? Por eso estoy mal, Armando,

por eso estoy mal, no por mi situación personal, sino porque hace cuarenta

años llegué a esta tierra y me encontré con el paraíso terrenal, me enamoré de

esta tierra amable y tranquila, profunda y sosegadamente hermosa, y de paso

también de una mujer como Lucía, que ya sabes cómo es…

—Desde luego.

—Y mis hijos son de aquí, ¿no lo entiendes, Armando? Mis hijos son de

aquí, yo ya soy de aquí también, conozco esta tierra y estoy enamorado de

esta tierra, la siento como propia y no puedo aguantar que estas playas

abiertas al mar y esta gente abierta a todo el que llega, haya sido violada por

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esa cosa sin alma de la que tú hablabas, Armando. Por eso estoy mal, porque

no puedo pasar por delante de la montaña blanca sin pensar en lo que allí hay,

en que no va a haber solución porque no les interesa que haya solución. Estos

de la Universidad que han investigado lo de la reutilización de los fosfoyesos,

para corregir la acidez de suelos que se podrán mejorar y utilizar en usos

agrícolas, no saben que hay muchas vergüenzas ocultas bajo esa montaña

blanca. Sí que saben lo del vertido radioactivo, porque se han medido las

radiaciones y son tremendas en el lugar donde echaron toda la porquería del

accidente de la acería. También saben que lo que está soltando por la baticola

la balsa de fosfoyesos, esos lixiviados, Armando, son una mezcla mortal de

necesidad, porque ahí dentro se están combinando toda clase de compuestos,

Armando, que tienen ahí almacenado el sistema periódico, desde el hidrógeno

hasta el último de los actínidos, pero nadie pía; Armando, nadie habla porque a

nadie le interesa que se pregone lo que hay en esa montaña que, además, está

hundida.

—Los intereses creados.

—Exactamente. Los intereses creados.

—Ojú, Daniel, esto te va a afectar al coco.

—De eso nada, Armando. De eso nada porque yo sí que voy a hablar.

Ahora con Lorenzo, y después con todo el que me quiera escuchar. Han sido

muchos años sacrificado en esa fábrica, entregado a ella, y no tengo que

guardar lealtad alguna a quienes me han dado una patada en el culo

simplemente porque informé de la realidad. Ahora, Armando, voy a dar cuenta

de este crimen contra mi tierra, contra mis hijos y contra todo lo que más amo.

¿Te das cuenta, Armando? Ahora voy a entrevistarme con Lorenzo y luego con

quien haga falta. Todavía no estoy jubilado del todo. Ahora me queda un

informe mucho más largo y tremendo por realizar. Y tengo un objetivo claro,

que esa montaña blanca desaparezca de nuestra vista, de nuestra vida y aun

de nuestra memoria. No estoy triste, mi querido amigo, estoy serio. Serio pero

feliz. Y ahora, vamos a meterle mano a los chocos.

—Así me gusta.

—Y mañana a las corvinas.

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—Qué quieres que te diga, si hasta he quedado con el cojo Lirola a las

siete de la mañana en el muelle, llueva, haga calor o truene, a las siete de la

mañana aquí. ¡A por las corvinas!

—Hay tiempo para todo.

—Claro que sí. Y yo a tu lado, en las corvinas y en lo que haga falta.

Mientras más seamos, mejor. A tomar por culo la montaña blanca.

—¡Qué mal hablado eres!

—Está bien, a reutilizar los lodos procedentes de la elaboración de

fertilizantes en la corrección de suelos ácidos.

—Así se habla.

—¡Ea, pues ya está! Esto no ha hecho más que empezar. Vamos Daniel

Bejarano, hasta el infinito y más allá, pero de momento, vamos a por los

chocos.

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LA ODISEA FELIZ DE EL RECUPERADOR El navegante del mar de las sirenas

Asomada por la borda de estribor de ese pantagruélico barco de infinita

eslora y descomunal tonelaje, Isabel aspiró el aire salobre de la madrugada del

océano Pacífico sur mientras daba pequeños sorbos a su taza de té verde.

Durante esa travesía ya se había acostumbrado a llevar botas industriales en

vez de sandalias playeras, para no resbalar sobre cubierta, y a tener puesto el

impermeable de color chillón con el fin de evitar que las micro gotas de agua

marina le calasen hasta el tuétano de los huesos. De repente, un trío de

delfines empezó a saltar acrobáticamente sobre la superficie. Ella sonrió, pues

los vivaces mamíferos marinos se habían dado cuenta de que no debían temer

al antiguo pesquero de arrastre, que tiempo atrás había surcado el mar con

monstruosas redes, esquilmando todo tipo de vida oceánica susceptible de ser

comestible. Eso ya no volvería a ocurrir jamás, pues ahora el navío depredador

se había reconvertido en un buque limpiador, encargado de recoger el plástico

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flotante que se movía a la deriva arrastrado por las corrientes y produciendo

uno de los mayores desastres ecológicos del planeta, ya que los cálculos, para

nada alarmistas, advertían de que para mediados del primer siglo del tercer

milenio habría en los mares de la Tierra más residuos de plástico que peces.

¿Y cómo, había llegado Isabel, una joven ama de casa reinventada en la

figura de emprendedora sostenible, hasta allí? Pues todo se debía a una

pastilla de jabón. Sí, la causa de ello estaba en un pequeño cuadrado de

emolientes perfumados. Siete años atrás, ella había aparcado su carrera de

bioquímica para dedicarse a la crianza de sus dos hijos, niño y niña; mientras

su marido, banquero de profesión, proveía de todo lo necesario para la

manutención del hogar. Tenía ya asegurada una confortable, y monótona, vida

urbanita. Pero, cierta tarde, en la que asistía a una reunión del club de cocina,

observó al término de la misma cómo vertían el aceite sobrante de la

elaboración de las recetas directamente por el desagüe, lo cual traería consigo

graves consecuencias para las fuentes de agua, ya que un solo litro de aceite

fugado por las cañerías podía llegar a contaminar varios litros de agua potable.

Y ese día llamó la atención al resto de sus compañeras, quienes minimizaron el

asunto asegurando que usualmente todos hacían lo mismo en sus casas.

Seguidamente Isabel reflexionó sobre el asunto, reconociendo que incluso en

su propio hogar se procedía de igual manera.

Esa noche, antes de dormir y después de haber leído 33 páginas de un

best-seller de moda, estuvo dándole vueltas al asunto buscando alguna

solución para esa situación. Llegó hasta el punto de soñar con el problema.

A la mañana siguiente después del desayuno, creyó haber encontrado la

ansiada panacea: montaría un sistema de recuperación similar al que ya existía

para la recogida y tratamiento de residuos de vidrio o papel y cartón, para

reciclar el aceite utilizado y darle un nuevo buen uso. A partir de ahí, Sergio, su

marido experto en finanzas, le ayudó a dar forma a un pequeño proyecto

empresarial con el cual tocaría las puertas de los bancos en busca de la

necesaria financiación. De esta manera nació la compañía “Eco-jabón”

dedicada a procesar el aceite quemado transformándolo en productos de aseo

personal.

Así, una modesta iniciativa fue creciendo poco a poco gracias al impulso

dado por una inteligente estrategia de mercadotecnia mediante la cual algunas

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conocidas figuras del mundo del espectáculo (estrellas de cine y prestigiosos

futbolistas) se sumaron de forma altruista al apoyo de esta nueva marca

ecológica, haciendo posible que se multiplicasen, como los bíblicos panes y

peces, los consumidores de este jabón biológico elaborado también con

extractos y aromas naturales.

El éxito de esta iniciativa empresarial verde trajo consigo cierta

notoriedad para Isabel, quien empezó a frecuentar los círculos académicos y

empresariales donde se producía la ebullición de las nuevas ideas de

economía sostenible y circular. En uno de estos encuentros conoció a Rita, otra

emprendedora coetánea suya, quien también había dado vida a un proyecto no

menos fascinante. Se trataba de una novedosa compañía tecnológica

bautizada con el nombre de “Teléfonos gorila”, cuya misión era la recuperación

de los teléfonos celulares en desuso, debido a la vertiginosa evolución del

mercado de la telefonía móvil, que obligaba a jubilar los terminales telefónicos

antes de tiempo. De esta manera, y en poco menos de dos años, esta firma

TIC había logrado recolectar alrededor de dos millones de teléfonos de

penúltima y antepenúltima generación, que simplemente hubiesen ido a parar a

los vertederos de los países del sur donde trabajando en condiciones

infrahumanas los ancianos, mujeres y niños habrían desmontado con sus

propias manos estos aparatos, buscando sacar de sus entrañas electrónicas

materias primas que se pudiesen aprovechar, o lo que es lo mismo: elementos

contaminantes cuya sustancias y emanaciones envenenaban los indefensos

cuerpos de estas personas. Al mismo tiempo, con su labor, los “Teléfonos

gorila” disminuían de una forma considerable la minería del coltan, el preciado

metal empleado en la fabricación de teléfonos móviles, tabletas electrónicas y

consolas para videojuegos, y cuya principal fuente se encontraba en el corazón

del continente africano, en un lugar habitado por los hermosos gorilas de

montaña. Aquellos soberbios especímenes que la legendaria primatóloga, Dian

Fossey, estudió durante varios años agazapada en la maleza y en medio de las

nieblas de las montañas volcánicas de Virunga. Estos sorprendentes primates

se encontraban en serio peligro de desaparecer, debido a que los “Señores de

la guerra” se habían dado a la tarea de arrasar su ecosistema vital en busca del

coltan que les permitiese financiar sus contiendas fratricidas. Y es que, a pesar

de la descolonización, la tierra africana continuaba desangrándose a causa de

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las injerencias e intereses de las antiguas potencias coloniales, que aún no se

habían dado cuenta de que África ya no era un lugar de libre pillaje y expolio.

Este par de mujeres emprendedoras comprendieron que podían unir

sinergias entre ellas y otras personas con intereses similares, y de esta manera

hacer posible recuperar una diversidad de elementos que a diario eran

catalogados como desperdicios y a los cuales se les podía volver a dar una

vida útil, reduciendo la mal llamada basura en el entorno, al tiempo que se

relajaba la presión sobre los recursos naturales en esa búsqueda insaciable de

materias primas para la sociedad de consumo. De esta manera nació la

“Federación círculo de la vida”, a la cual se fueron sumando iniciativas

variopintas, todas ellas encaminadas a poner en práctica la llamada filosofía de

las “tres erres”: reduciendo, reciclando y reutilizando, con lo cual algún día

nuestra despilfarradora humanidad podría llegar a ser solidaria y responsable, y

lograr la meta de la “producción cero” de residuos.

A esta coalición ecológica se fueron sumando emprendedoras y

emprendedores (todo hay decirlo) de varias ciudades del país y de la casa

común europea. Estaban los empresarios orgánicos, aquellos que convertían

los residuos de comida de casas y restaurantes en compost que servía de

abono para jardines y plantaciones. No faltaban los de la rama textil, que

recolectan ropa usada, la cual limpiaban y arreglaban convenientemente para

ponerla en tiendas especializadas donde se daba trabajo y dignificaba a

personas en riesgo de exclusión social, al tiempo que alguna buena parte de

los beneficios obtenidos se dedicaban a causas nobles. Participaban también

los recicladores de bicicletas, el medio de transporte más ecológico en todas

las ciudades del mundo, quienes recuperaban y reparaban con gran estilo los

velocípedos para ponerlos a la venta con precios atractivos, al mismo tiempo

que se iban extendiendo los carriles bici en las grandes, medianas y pequeñas

urbes. Incluso llegó Isabel a encontrar un socio estratégico, que empleaba una

parte importante del aceite doméstico reutilizado de su empresa para elaborar

el biocombustible, un diésel mucho menos nocivo para la atmósfera en

comparación con el que se producía a partir de combustibles fósiles.

Las cosas ahora iban por buen camino, pero todavía la tarea se

vislumbraba larga y titánica.

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Unos meses después, en una de esas optimistas tardes de primavera

con las cuales el triste invierno empieza a decir adiós, Isabel y Rica asistieron a

la conferencia de un barbado navegante. Se trataba de un antiguo marino de la

Armada real británica quien, por sus actos de valor durante la Guerra de las

Malvinas en las gélidas aguas del Atlántico sur, había recibido la afamada Cruz

Victoria. Tiempo después de dejar la marina de su graciosa Majestad, este

lobezno de mar se había dedicado a surcar las rutas oceánicas a bordo de un

grácil velero, el cual había puesto a disposición de diversas causas solidarias

como, por ejemplo, el transporte de vacunas para los niños de las zonas

costeras del sur de África; el rescate de los refugiados de guerra en Timor

oriental o sirviendo como escudo humano entre los grandes cetáceos marinos y

los barcos balleneros japoneses, los cuales con el pretexto de la “caza

científica” terminaban convirtiendo a los grandes leviatanes en filetes para los

exóticos restaurantes nipones. Después de trasegar por todos los mares

abiertos e interiores de nuestro planeta azul, el antiguo oficial marino, que

respondía simplemente al nombre de Richard, tomó conciencia de la gran

invasión de materiales plásticos de toda forma y tamaño que se estaba

produciendo tanto en las zonas de litoral como en alta mar. Esto le había

llevado a diseñar un plan de “limpieza de los mares”, utilizando para ello

antiguos barcos pesqueros de arrastre que ahora se encontraban a las puertas

de los cementerios de naves debido a la gran disminución del recurso

ictiológico a causa de la pesca intensiva y suicida, y que se estaba intentando

paliar ahora con el desarrollo de la acuicultura. Las diapositivas y proyecciones

en vídeo presentadas por Richard no dejaban lugar a dudas: la superficie del

mar se estaba cubriendo de un repugnante y terrorífico manto de plástico que a

su vez ahogaba y envenenaba a todas las criaturas del dios Neptuno. Enormes

tortugas atragantadas con bolsas de supermercado, cachalotes varados en la

playa con el vientre repleto de envases de plástico y peces intoxicados con

micro partículas de poliuretano, eran los trágicos testigos de uno de los

mayores ecocidios perpetrados por la raza humana en detrimento de la casa

común.

Ante estos argumentos, Isabel, Rita y los demás líderes empresariales

del llamado “Círculo de la vida” decidieron no quedarse impasibles y actuar con

prontitud, aunando recursos propios e inversiones externas. Así adquirieron un

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mega pesquero norteamericano que se encontraba casi embarrancado frente a

la costa de Bangladesh, en espera de ser desguazado de forma rudimentaria

por cientos de hombres descalzos, quienes trabajaban bajo unas condiciones

muy peligrosas. Los ingenieros acondicionaron el barco rescatado del

desguace para que el antiguo sistema de redes de arrastre se convirtiese en un

recolector de superficie con el cual poder atrapar la mayor cantidad de plástico

flotante. El material recuperado se guardaría en las enormes bodegas donde

antaño era depositado el pescado en cámaras frigoríficas, y luego se

trasladaría a un centro de reciclaje en la costa atlántica europea, donde todos

esos desechos serían clasificados y reconvertidos para diversos fines, tales

como pistas deportivas, materiales de construcción o componentes de

vehículos. La idea consistía en que a partir de este primer barco se fuesen

sumando otros más hasta llegar a crear una flota mundial que recogiese los

plásticos a la deriva y los llevase a centros de reciclaje situados en todos los

continentes. Todo esto paralelo al incremento en la producción de materiales

biodegradables, es decir, aquellos que una vez desechados pudiesen ser

absorbidos por el medio natural sin ningún tipo de perjuicio para el mismo.

El otrora pesquero fue rebautizado con el nombre de El Recuperador.

Sus calderas y motores se adaptaron para el uso de bioetanol y la tripulación

se constituyó con veteranos marinos pescadores que ahora se encontraban

desempleados debido al agotamiento de los caladeros, y tentados con la

opción de poner sus conocimientos sobre las artes del mar al servicio de

contrabandistas de diverso pelambre. En la tripulación no dejaron de enrolarse

también románticos voluntarios que prestaban sus brazos, mentes y corazones

a la causa de la sostenibilidad ambiental; tales como estudiantes universitarios,

activistas ecologistas o investigadores científicos becarios.

La labor no fue fácil, en una época del año en la cual los tifones y

tormentas tropicales campeaban a sus anchas en el Pacífico sur, el muy

zarandeado El Recuperador llevó a cabo su labor de barrer los mares

recogiendo toda la inmundicia sintética que las personas desconsideradas

habían arrojado desde las playas, puertos y costas hacia las olas, quizás

creyendo con peligrosa ingenuidad que no estaban haciendo en absoluto nada

malo.

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Después de dos meses de faenar sin descanso, el primer gran barco de

la basura del mar se disponía a volver a puerto con su estratégica carga. Sobre

ello meditaba Isabel en la borda del barco mientras contemplaba los delfines,

en el mismo momento en que, sin saber de dónde, varias lanchas rápidas se

situaron en ambos costados de la nave y con una agilidad cinematográfica sus

ocupantes, pequeños hombrecillos de ojos rasgados, abordaron a El

Recuperador armados con fusiles de asalto.

Habían sido capturados por los modernos piratas del siglo XXI. Y es que

en los últimos tiempos las flotillas de bucaneros asiáticos y africanos venían

cometiendo tropelías en aguas internacionales, asaltando desde buques

cargueros hasta yates de recreo con el fin de agenciarse importantes botines.

Pero cuál sería la sorpresa de estos inesperados asaltantes cuando

comprobaron que en las bodegas de El Recuperador no había, según su

criterio, valiosas mercancías, sino montañas y montañas de basura plástica. Al

principio creyeron que se trataba de alguna artimaña para ocultar algo de más

valor, como por ejemplo opio traído desde el Triángulo dorado asiático, o seres

humanos convertidos en esclavos modernos para traficar con ellos. Pero nada

de ello hallaron por más que buscaron.

A punto de perder la paciencia, se disponían ya a amenazar a la

integridad de los tripulantes con el fin de obtener la verdad sobre la presencia

de algún tesoro oculto en el interior del navío. En ese momento, Rita, quien

contaba entre sus titulaciones académicas con el de psicóloga especializada en

resolución de conflictos, entabló un diálogo en el rudimentario inglés de los

filibusteros para explicarles que se encontraban a bordo de un barco basurero,

es decir, dedicado a limpiar el mar.

Los neo piratas no daban crédito a lo escuchado. Algunos rieron de

manera incrédula. Enseguida, Rita les propuso que para no irse con las manos

vacías tomasen las propiedades personales de ella y los demás navegantes.

De esta manera, se hicieron con un botín para ellos considerable consistente

en dinero efectivo de diversas monedas nacionales, relojes, cámaras

fotográficas y de vídeo, algunas joyas de mediano valor, otros aparatos

electrónicos y una caja de champán francés y otra de coñac del mismo país.

Ante el trato recibido los piratas incluso llegaron a despedirse amablemente de

sus víctimas dando las gracias y lamentando cualquier molestia ocasionada.

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Ante las caras un poco enfurruñadas de sus compañeros, Rita comentó: “eran

nuestras pertenencias o nuestras propias vidas. Creo que la elección era muy

clara”. No se dijo ni una palabra más.

Prosiguieron la navegación y al día siguiente se cruzó en su camino una

fragata de guerra de un importante estado insular del Pacífico asiático.

Creyeron que se trataba de una misión militar que venía en su auxilio debido al

ataque de los piratas. “La caballería ha llegado tarde”, sentenció Richard. Pero

estaba equivocado.

El barco, que presentaba pintura de camuflaje para la guerra en el mar,

tenía el propósito de inmovilizar a El Recuperador, por cuanto a juicio del

capitán de la nave de combate ellos estaban saqueando los recursos de su

nación para beneficio de extranjeros. Por todos los medios posibles intentaron

hacerle entender que simplemente habían limpiado una parte del mar, y que si

bien lo recuperado produciría alguna regalía económica para algunos

inversores y trabajo remunerado para los empleados, la ganancia ecológica

para la comunidad global sería mucho mayor. No hubo manera. Con esa

mentalidad tan cuadriculada propia de quienes han sido formados en la

jerarquía de las fuerzas armadas, el oficial se plantó en sus trece, pues para él

eso era lo mismo que la pesca ilegal, el saqueo de tesoros arqueológicos o la

extracción sin permiso de recursos minerales en las aguas territoriales de su

país. El Recuperador no se movería.

El capitán Richard reconoció que las negociaciones se encontraban en

punto muerto y solo se podría avanzar recurriendo a un nivel más alto en la

cadena de mando. Ahora el turno le tocó a Isabel, quien después de informarse

a través de internet (la gran enciclopedia ilustrada de la centuria número 21)

sobre el gobierno de ese país sur Pacífico, descubrió que quien llevaba las

riendas era un antiguo alto cargo militar, reconvertido en el presidente

constitucional quien, aunque ahora vestía de civil con trajes de famosos

diseñadores hechos a medida, seguía siendo llamado “el General”. Su consorte

era una brillante y cosmopolita mujer, veinte años menor que el líder de la

nación, muy involucrada con el desarrollo de su pueblo y los temas solidarios.

Era, sin lugar a dudas, la cara amable del régimen.

Haciendo uso de las tecnologías de comunicación satelital a bordo del

barco, que no habían sido esquilmadas por los piratas, Isabel logró concertar

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una audiencia vía internet con la Primera Dama del país, quien hablaba de

forma muy fluida, además de su lengua nativa, un inglés con acento

australiano, el francés con cadencia polinésica, y un latín bastante católico. Y

de esta manera, como si estuviese intentando vender un proyecto empresarial

a un grupo de inversores, Isabel le explicó todo a la esposa del General

convenciéndola de que ella misma podía poner en marcha un sistema de

recolección de plásticos en el mar territorial de su país, los cuales podrían ser

posteriormente llevados a un centro de acopio y de reciclaje en su territorio

nacional. La mente abierta de la consorte presidencial y su rápida capacidad de

respuesta hizo posible que el buque de guerra no solamente les franquease el

paso, sino también que los escoltase durante un buen trecho para evitar que

pudiesen correr un nuevo peligro. Y de esta manera, la proa de El

Recuperador, enfiló de una vez por todas de vuelta a casa.

Al acercarse a su puerto de destino, los tripulantes de El Recuperador

celebraron el fin del viaje brindando con zumo de piña fermentada, ya que

todas las bebidas alcohólicas del barco habían sido requisadas en su momento

por los piratas de los mares del sur. Ya daban por concluida la misión,

creyendo que de inmediato se iniciaría el trabajo de reciclaje, cuando al atracar

en el puerto los agentes de aduanas les informaron de que esa mercancía no

podía ser descargada, ya que debía regularizarse de acuerdo con la legislación

aduanera vigente, con el consiguiente pago de unos altísimos aranceles cuyo

coste hacia la operación prácticamente inviable. Después de haber sorteado a

la cuadrilla de corsarios y al buque de guerra que los retuvo, se encontraban

ahora inmovilizados a las puertas de su país debido a un incomprensible

legalismo. Y de nada sirvieron las llamadas personales al director de Aduanas.

A juicio de los funcionarios, al tener un potencial uso industrial lo que estaba

entrando en las fronteras no eran residuos sino materias primas. Había llegado

entonces el momento de combinar la movilización ciudadana con el lobby

político.

Fueron convocados al puerto donde estaba detenido El Recuperador un

gran número de periodistas y reporteros de todos los medios de comunicación

impresos, audiovisuales y digitales, a quienes se les explicó la situación, no

tardando la gente de la prensa en divulgar esta historia de tintes kafkianos y en

la cual se veía peligrar una valiosísima iniciativa medioambiental por culpa de

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la interpretación acomodaticia de las leyes. Al mismo tiempo, se llevaron a

cabo contactos con la ministra de Medio Ambiente, quien había iniciado su

carrera política ecológica a principios de los años noventa del pasado siglo XX

participando en la representación nacional que asistió a la Cumbre de la Tierra

de Río de Janeiro. La ministra no tardó en convencerse de que la acción

emprendida por su gobierno podría llevar al traste este y otros proyectos

similares que aunaban el desarrollo económico y la protección del medio

ambiente. También su sagacidad le hizo vislumbrar que la oposición podría

sacar réditos electorales de este error gubernamental. Así pues, la ministra en

persona, sin tener cita previa, se plantó en el despacho del ministro de

Hacienda y después de un debate personal de hora y media de duración,

acompañado por cuatro capuchinos espumosos, logró que se abriesen las

puertas a la carga que traía El Recuperador y que ansiosamente esperaba en

las plantas de reciclaje.

El sol brillaba en la mañana de ese día, pero no hacía excesivo calor.

Para Isabel esos eran los días mejores. Llegó a la planta de reciclaje

encabezando la caravana de camiones, todos ellos movidos por

biocombustibles o motores eléctricos de cero emisiones, que llevaban los

residuos de plástico recogidos en el mar hacía las factorías recicladoras donde

se les daría una nueva vida. Al llegar a las puertas de la fábrica descubrió con

sorpresa que estaba allí presente un fantástico comité de bienvenida. Se

trataban de los niños y niñas de las clases de primaria del colegio donde

estudiaban sus dos hijos. Coincidentemente en esa fecha se celebraba el Día

Mundial del Medioambiente. Y qué mejor forma de conmemorarlo, pensaron los

profesores, que llevando a los niños y niñas a recibir a quienes traían esa

basura que mataba la vida marina y de la cual podía obtenerse ahora un nuevo

beneficio para todos.

En ese preciso instante Isabel comprendió que toda su labor empresarial

y ambiental, la cual se inició en la cocina de su casa fabricando una pastilla de

jabón artesanal, tenía como fin último dejar la mejor herencia que las nuevas

generaciones podrían recibir: un planeta saludable en el cual fuese posible la

vida.

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LA VENTANA Remedios Pozo

Martes, 12 de abril de 2016, Alonso, jefe del servicio de clientes de la

empresa concesionaria de suministro de aguas de la ciudad, llama por teléfono

al director general:

—Perdone que le moleste, Sr. Director.

—Sí, dígame Alonso.

—Ya no hay dudas, es Remedios Pozo. He visto con mis propios ojos

cómo un cliente le ha entregado un sobre y se lo ha guardado en el bolso.

¿Quiere que llame a seguridad?

—No, todavía no. No haga nada hasta que yo le diga. Quiero estar

seguro, esperaremos los informes de la auditoría. Mientras tanto, la citaré

mañana en mi despacho para interrogarla. Puede haber más gente implicada.

Buen trabajo Alonso.

***

“Me llamo Remedios Pozo. Trabajo en la empresa de aguas de la

ciudad, en el servicio de clientes. Salvo mi jefe, Alonso, todas mis compañeras

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me llaman Reme. Me llevo muy bien con ellas, aunque sé que les molesto

continuamente con mis manías, sobre todo con la ventana, pero no lo puedo

evitar, me gusta tenerla abierta. Y claro, pues muchos se quejan: que si entra

frío, que si entra agua, el viento, el polvo, calor, ruido, bichos, malos olores...,

Ya no saben qué inventar para obligarme a tener cerrada la ventana: denuncias

al servicio de prevención, me echan la culpa de todos los resfriados…, hasta

me acusan de que el aire acondicionado gasta más, cuando por la ventana

entra un fresquito sanísimo. Pero bueno, yo tampoco me enfado cuando vuelvo

del desayuno o del baño y me la encuentro cerrada. Espero un ratito y, muy

disimuladamente, voy abriendo poquito a poco mi ventanita.

Para mí trabajar en esta empresa es un privilegio, un sueño hecho

realidad, porque no hay nada más bonito que dar a las personas cosas que son

imprescindibles para la vida, como el agua. Me siento tan importante como el

maestro que nos inculca el saber o el médico que cuida de nuestra salud.

Todos dicen que soy una enchufada del antiguo director de la empresa,

que me quería mucho y antes de irse facilitó mi sueño de trabajar con los

clientes. Pocos saben lo que me costó, la mayoría no estaban en esa época.

Empecé haciendo prácticas, sin cobrar nada. Desde pequeña quería trabajar

en la empresa del agua, sin importarme lo que hiciera, de cualquier cosa y

unas prácticas de tres meses se alargaron durante más de un año,

costeándome a diario el tren desde mi pueblo. A mí no me importaba,

disfrutaba de lo que hacía. Eso sí, tuve que asegurarme de caerle bien a doña

Rosita.

Doña Rosita era la secretaria del director, la eterna y temida secretaria

del director. Solterona de alta cuna, iba siempre vestida de negro con un moño

enorme también negro y perfectamente recogido, que no cambiaba nunca.

Aunque alternara de vestido, también negro, lo único que se apreciaba del

cambio era un pasador sobre la cabeza, delante del moño, de un color distinto

para cada día de la semana. Era como un calendario, sólo con mirarle el moño

sabías el día de la semana que era. Ella decía que igual que a ella, el que más

nos gustaba a todos era el de color rosa, que hacía honor a su nombre, y es

que todo el mundo al verlo sonreía, pero lo hacían porque sabían que el broche

rosa era, el de los viernes. Tenía un monóculo colgado de una cadena de plata

que se ponía en un ojo para examinarte de arriba a abajo para luego soltarlo y

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decir: «¡oh, esta juventud de ahora; a dónde vamos a llegar, dios nos

ampare!». A mí siempre me decía que no podía ir por ahí siempre sonriendo,

que así sólo conseguiría atraer a los hombres como una mujer facilona, que

algún día me iba a acordar de ella porque iba a traer una desgracia para mí y

mi familia. Un día, estaba yo en el baño, cuando entró ella, llamó a la puerta del

váter y no contesté. Entonces creyendo que estaba sola, cerró el pestillo por

dentro. Permanecí callada escuchando y la oía suspirar placenteramente. No

me pude contener y muy sigilosamente me subí a la taza del váter y me asomé

sin hacer ruido y ¡ooohhhh!, había desecho su moño y se había soltado el pelo.

Tenía una melena larga preciosa que le llegaba por debajo de la cintura, un

pelo negro azulado, el pelo más bonito y brillante que jamás había visto,

impresionante para su edad. Se llevó un rato cepillándoselo cuidadosamente,

con delicadeza, humedeciéndolo con agua que llevaba en un frasco. Cerraba

los ojos acariciándolo y suspiraba, como si fuera su tesoro. Yo no desvelé

nunca su secreto, y a partir de este descubrimiento ya no me volvió a dar

miedo ella nunca más.

Pasaron los meses hasta que, en pleno invierno, coincidió que varios de

los ordenanzas cayeron enfermos al mismo tiempo y me hicieron un contrato

para cubrir una de las bajas. Yo no me lo creía porque nunca antes habían

contratado a una mujer de ordenanza y curiosamente no fue el director el que

propuso contratarme, ni por supuesto doña Rosita, sino la mujer del director,

que me conocía de verme y pararse muchas veces a hablar conmigo cuando

venía a visitar a su marido. Yo estaba feliz, sentía que cada papel que llevaba,

cada carta, era la llave para que el agua llegara, y me apresuraba, me sentía

importante y orgullosa de participar del milagro de llevarle el agua a tanta

gente.

Y así empecé en esta empresa, “enchufada” como ordenanza. Luego

cuando el trabajo de ordenanza iba decayendo, sobre todo con el correo

electrónico, pasé a cubrir bajas de administrativo hasta que, con 70 años, se

jubiló doña Rosita, y entonces pasé a secretaria de dirección. Allí pasé más de

quince años, hasta que antes de irse el anterior director, sin esperarlo, me

comunicó que me iban a destinar al departamento de clientes. Él sabía que era

donde yo había querido trabajar siempre, para tener trato directo con las

personas a las que suministrábamos agua, en primera fila, conociendo cada

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caso, cada historia personal, cada necesidad, nuestra razón de ser y para lo

que yo me sentía predestinada.

Sin embargo, la realidad en este servicio distaba mucho de lo que yo

esperaba, nadie quiere estar aquí, es un trabajo muy poco valorado y las

compañeras esperan la primera oportunidad para cambiarse de servicio, así

que la rotación de personal es alta; soy la más antigua aquí y he conocido a

más compañeros nuevos en estos cinco años que en los veinte años

anteriores. Me pongo de los nervios cuando mi jefe le dice al de recursos

humanos: «mándeme personal nuevo, para renovar, porque esto quema

mucho y hay que incorporar savia nueva, y si son chicas jóvenes y guapas

mejor, que para eso somos la cara de la empresa». ¡Qué repugnante! Cuando

viene una nueva, ¡pobres chicas!, le gusta explicarles, sobre todo si llevan

escote, mirándolas descaradamente y babeándoles encima. Si doña Rosita lo

viera, se le caería el moño del susto. Pobrecilla, no me la imagino calva sin su

pelo. Sé que a mi jefe le encantaría que yo me fuera, soy flaca y no tengo

escote que rellenar, estaría a sus anchas sin mí, pero yo aquí estoy encantada;

no quiero irme, estoy feliz. Él aprovecha para decírmelo cada vez que tenemos

“movida”, me dice: «estás muy estresada y necesitas un cambio, lo comprendo.

Si tú quisieras, mañana mismo te podrías ir…». Yo pienso que ojalá tuviera una

boca prestada para decirle: «pero “so” hipócrita, si todos los problemas vienen

por tu culpa, que eres el único que se queja cuando tengo la ventana abierta, y

eso que tu despacho está en la otra punta» o cuando le dice a la limpiadora

cuando llega: «anda que te lo vas a encontrar todo lleno de polvo; lo siento,

pero no conseguimos educarla». Será cacho de… si mi amiga la limpiadora me

dice bajito que no me preocupe, que no es nada comparado con lo que le tiene

que quitar a él en su despacho. Que se encuentra de todo: vasos sucios, restos

de comida, periódicos tirados por el suelo, y lo más desagradable, ¡mocos

pegados en el borde de la papelera o restos de cortarse las uñas y otras

guarradas! ¡Por favor!, ¡qué asqueroso!

Pero bueno, a pesar de todo, disfruto atendiendo a mis clientes. Muchos

ya me conocen y siempre esperan a que me quede libre. A veces me da un

poco de apuro porque se me forman colas cuando hay otras compañeras libres

que les podrían atender, pero prefieren esperar a que les pueda atender yo, y

eso me llena de satisfacción, pues para mí su valoración es la que más me

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importa. Lo peor ha llegado con la crisis: familias enteras han quedado sin

trabajo y apenas les quedan recursos para subsistir. Yo lo sé muy bien porque

me ha tocado también; mi marido lleva tres años en paro después de veinte

años trabajando. Hemos tenido que apretarnos el cinturón para que nuestros

dos hijos puedan terminar sus estudios universitarios. En estas circunstancias

te llega de todo: hemos tenido días agotadores, porque no puedes dejar ir a

nadie sin darle una solución que le asegure que no le va a faltar su agua.

Porque cuando alguien deja de pagar el agua es porque lo está pasando

verdaderamente mal. Afortunadamente, desde hace un año tenemos el bono

solidario, que es un fondo con el que pagamos las facturas de los clientes que

no pueden hacerlo por problemas económicos. Y aquí es donde radica el

mayor problema, pues ha resultado insuficiente por los innumerables casos que

nos están llegando y me acusan de que se están pagando facturas de agua a

personas que no lo necesitan. Tengo que reconocer que muchas veces no sigo

el procedimiento establecido y acepto solicitudes que no vienen con todos los

papeles, pero es que los informes de asuntos sociales pueden tardar más de

tres meses y se quedarían sin agua mientras llega el dichoso informe, no

puedo consentirlo. Y claro, este es el principal conflicto que tengo con mi jefe,

que solo sale del despacho para ver escotes o cuando viene alguien de parte

de algún directivo o político, que por supuesto se encarga de atender

personalmente. Para ellos no le importa no seguir el procedimiento, ¿verdad?,

eso sí, lo apunta todo en un papel y lo deja para que lo hagamos después

nosotros en el sistema informático, según dice él para no hacerles esperar, y

no me extraña, porque como no lo hace nunca, tardaría una eternidad. Cada

vez son más los expedientes que nos llegan a través de él, pero claro, así se

gana luego la llamadita dándole las gracias por la atención prestada, y se pone

todo ancho, en su sillón, sintiendo que lo tiene bien asegurado. Eso sí, luego

sale con la sonrisa de oreja a oreja y nos lo dice a todos para que también nos

sintamos partícipes de los éxitos del departamento, que para eso somos un

equipo; para eso, para otras cosas no, es patético.”

***

[Al día siguiente, miércoles 13 de abril de 2016]

Eran las 10 de la mañana cuando Reme llegó puntual a la cita con el

director. Estaba muy nerviosa; era mucho lo que se jugaba y sabía que lo tenía

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todo en contra. El director había salido a tomar un café y, aprovechando que su

secretaria salía con una jarra de agua, le pidió un vaso para beber y calmarse.

Su última esperanza era poder tener a tiempo alguna prueba que disipasen las

sospechas que recaían sobre ella y había pedido ayuda a su amiga del

instituto, Sol Balenciaga, que trabaja en la delegación de Vivienda. Una vez

acomodados en su despacho, el director comenzó:

—Verá usted señora Pozo, voy a ser muy claro con usted. Le voy a dar

la oportunidad de explicarse, pero quiero que sea sincera conmigo, usted sabe

igual que yo que muchos de los expedientes que ha tramitado no están

justificados. Mire usted, hace tiempo que estamos detrás de este asunto y los

informes dejan sin justificar muchos de los expedientes y, lo que es más grave,

hay muchos pagos, los más elevados, que no se corresponden con familias

necesitadas. ¿A dónde ha ido a parar ese dinero? Sabemos que pasa por

dificultades económicas y ha solicitado varios anticipos de su nómina. Dígame,

¿le hacía falta el dinero y pensaba devolverlo? Sabemos que no ha podido

hacerlo sola, usted tiene muy buenos contactos. ¿Quién le ha ayudado? ¿Se

han repartido el botín? ¡Un fondo para familias necesitadas!, ¡qué vergüenza!

Conforme hablaba el director iba subiendo el tono de voz y Reme, que

era la primera vez que entraba en el despacho desde que se fue el anterior, no

dejaba de mirar de un lado para otro. El director prosiguió:

—Mire, el director anterior me pidió que confiara en usted; que con usted

podría cambiar el área de clientes y lo que ha conseguido: además de

aumentar las colas entreteniendo a la gente, es que ahora salgamos en todos

los periódicos por su culpa. Yo no sé lo que vería en usted ese viejo. No lo

entiendo. ¿Tiene algo que decir? ¿Podría explicármelo? ¿Por qué ha

traicionado esa confianza?

—¿Sabe usted lo que es no tener agua? —contestó por fin Reme.

—Pues cómo no voy a saberlo, claro que sí. Por eso tenemos el fondo,

para que nadie se quede sin agua, y mire como lo agradece usted.

Reme señalando la jarra de agua que había visto llenar a la secretaria y

que ahora estaba por la mitad, le dijo:

—Veo que siempre tiene una jarra de agua en la mesa, ¿cuándo bebe?

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—Qué importa ahora eso, bebo cuando tengo sed, como todo el mundo,

después del café. ¿A dónde quiere llegar? Mire, si me hace hablar mucho

tendré que beber también. ¿Se queda tranquila?

—¿Y ese lavabo de allí? No estaba antes. ¿Para qué lo utiliza?

—Esto es intolerable. Quiere usted distraerme con tonterías. ¿Para qué

uso el lavabo?, pues para lo que se usan todos los lavabos del mundo, para

lavarme las manos. Contésteme usted ahora: ¿dónde está el dinero del fondo?

¿Quiénes son sus cómplices?

Reme, aparentemente serena, seguía insistiendo, mientras que el

director estaba cada vez más alterado.

—…Y, ¿cuándo se lava las manos?

—Pues cuando lo necesito, faltaría más, todas las veces que es

necesario, pero ¿qué pretende?, el grifo tiene dispositivo de ahorro y el agua se

recicla para el riego del jardín, ¿creía que iba a ser un derrochador?, ¿era eso

verdad? Ordené poner un lavabo porque aquí entra mucha gente de todo tipo,

te manosean constantemente y, como usted comprenderá, no iba a estar todo

el día en el pasillo para ir a lavarme las manos; hasta aquí podríamos llegar.

¿Me va a contestar usted a mí ahora?

—¿Y si no tuviera agua y no pudiera lavarse las manos?, ¿podría dar la

mano a toda esa gente, con las manos sudadas, sucias, llenas de grasa, de

microbios, con enfermedades, hartas de tocarlo todo? ¿Podría tocarse luego la

cara? ¿Podría tocar la comida? ¿Y si no pudiera beber su vaso de agua

después del café?

El director pálido, con la frente sudorosa y la boca abierta, miraba

fijamente la jarra de agua y después de tragar la poca saliva que le quedaba,

cogió la jarra con la mano temblorosa, llenó el vaso de agua hasta arriba y se lo

bebió saboreándolo. Luego ya más calmado, dijo:

—Vale. Usted gana. Nunca me había pasado esto, no me lo había

imaginado. No lo soportaría, no puedo pasar sin lavarme las manos, me

moriría, es superior a mí. Pero eso no cambia nada. Le doy una última

oportunidad para que me explique qué ha pasado con el dinero del fondo

solidario o tendrá que hacerlo en la comisaría de policía.

Entonces Reme le dijo:

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—Ahora lo he visto en su cara, es la cara que veo siempre, cuando

alguien lo siente de verdad. Todos tenemos momentos de emoción con el

agua, momentos de los que no somos conscientes y que no apreciamos hasta

que nos falta, pero sin los que no podríamos vivir. Y eso es lo que me hace

amar nuestro trabajo, es lo que me hace saltarme los procedimientos para que,

por problemas burocráticos, no se queden familias sin poder tener su agua, su

agua para beber, para comer o para… lavarse las manos. El agua para aquello

sin lo que no podrían vivir. Lo vi muchas veces cuando era pequeña y me gusta

descubrirlos, se sorprendería de cuántas experiencias extraordinarias nos

proporciona el agua. Es increíble. No sé cuántas veces lo he contado en este

despacho, el viejo, como usted le ha llamado, siempre se emocionaba.

—No va a conseguir ablandarme con su manipulación emocional, si es

lo que pretende. Le ha salido bien el jueguecito del agua. Reconozco que me

ha hecho sentir algo desesperado, pero por mucho misterio que le ponga a su

trabajo, se ha cargado la reputación de esta empresa y tendrá que pagar por lo

que ha hecho. Pero bueno, tengo curiosidad por saber en lo que se entretenía

el viejo con usted; podemos esperar unos minutos, cuénteme, ¿cuál es esa

historia?

Reme comenzó a contarle:

—Sucedió hace mucho tiempo, muy cerca de aquí, donde Sierra Morena

tropieza con el valle del Guadalquivir. Esta sierra es el primer obstáculo que

encuentran los frentes cargados de agua que entran por el Atlántico, recorren

el valle y, al tener que elevarse, se enfrían y descargan abundantes lluvias que

empapan el interior de la sierra. Este agua luego va escurriendo, filtrada, poco

a poco, surtiendo veneros, fuentes y arroyos cristalinos que se mantenían

incluso en verano. En este ecosistema húmedo y cálido a la vez, existía una

exuberante vegetación, con una alta densidad de bosques de fresnos,

castaños, encinas y sauces, formando galerías en torno a ríos y arroyos que

mantenían el agua fría y transparente, al resguardo del sol en todo su curso.

El director escuchaba atentamente, Reme prosiguió al verlo interesado.

—En este pequeño paraíso, habitado desde los fenicios, hay

yacimientos mineros de los que durante cientos de años, se había extraído de

forma sostenible el mineral que dejaban al descubierto el curso de las aguas,

de ahí el nombre del poblado principal, centro de este entorno, Villanueva del

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Río y Minas. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, con el desarrollo

industrial y el uso de maquinaria pesada, la extracción de mineral fue creciendo

sin parar, extrayendo toneladas y toneladas de mineral con ayuda de

gigantescos camiones y maquinaria pesada que iban socavando el terreno y

arrasando toda la vegetación existente. Además, para el proceso de lavado y

separación de arenas y minerales, se necesitaban ingentes cantidades de agua

que se devolvían a los cauces contaminadas con metales pesados. La vida en

el pueblo también había cambiado mucho, la empresa minera no paraba de

construir viviendas para alojar a los obreros, talleres, infraestructuras, escuelas,

hospitales, economatos y, mientras otras zonas rurales subsistían en la

miseria, la “Empresa”, como la conocían todos, abastecía de agua, luz, carbón,

alimentos, ropa y todo lo necesario para sostener la mano de obra que iba

llegando de otras cuencas. La población, dependiente de la Empresa y cegada

por la prosperidad económica, no veía el deterioro ambiental irreversible que

estaba acabando con el hábitat que otrora los romanos eligieron para erigir el

único templo de su civilización dedicado a la Diosa del Paraíso, Munigua. Eran

pocos los que se atrevían a advertirlo y acababan aislados, despreciados por

todos; solo algún agricultor que quedara por expropiarle las tierras para acabar

como asalariado de la omnipresente Empresa. Poco a poco la sobreexplotación

de los acuíferos, como si fueran infinitos y las excavaciones de las capas

impermeables del subsuelo iban desecando la esponja natural de la sierra,

hasta que en el verano de 1970, como si de pronto se hubiera quitado el tapón

de desagüe, todos los arroyos dejaron progresivamente de fluir y las fuentes de

brotar, fue entonces cuando todo cambió.

—¿Qué pasó entonces?, bueno, si quiere continuar, no olvide que

estamos aquí para otra cosa —se le escapó al director, que quería disimular su

expectación.

Reme prosiguió:

—La población tenía agua corriente suministrada por la Empresa, pero

por su mal sabor y baja calidad, todas las familias acudíamos a alguna de las

fuentes cercanas para llenar recipientes de agua para las necesidades básicas.

Con escasos días de diferencia se iban agotando las fuentes y los vecinos se

iban concentrando, incluso de noche, en las que todavía tenían agua, aunque

cada vez con menos cantidad. La Empresa achacaba la escasez a la falta de

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lluvias, y aseguraba disponer de agua en el embalse hasta que volvieran las

lluvias, pero ese año no llovió en todo el otoño. La explotación minera tuvo que

bajar la producción por falta de agua y comenzaron a despedir obreros con la

promesa de reincorporarlos tras la sequía. La población sufrió en pleno verano

cortes de agua cada día más severos y con un agua cada vez peor, hasta

hacerla imbebible. Se declaró la situación de emergencia y el ejército acudía a

diario para abastecer a la población con cisternas llenas de agua racionada

para beber y otros usos esenciales. Cada vez que llegaba la cisterna a nuestro

barrio, yo corría para ser la primera en llegar y adueñarme de uno de los grifos.

Poco a poco llegaban los vecinos con sus cacharros para llenarlos de agua

formando largas colas. Por mi corta edad y mi constitución endeble no me

permitían ayudar acarreando agua, así que me esmeraba abriendo y cerrando

el grifo para llenar un cacharro tras otro sin dejar escapar una sola gota de

agua. Y es aquí cuando empezó mi aprendizaje, cada persona que llegaba,

mientras llenaba su recipiente, me contaba su historia. Me explicaban el motivo

por el cual no podían pasar sin el agua y que en ese instante sentían que iban

a poder reparar. Veía la emoción en su cara, inconfundible, una expresión de

placer, de satisfacción, algo de lo que no habían sido conscientes mientras la

tenían pero que disfrutaban ahora cuando la iban a recuperar. En ese

recipiente que llenaban, tenían su agua, su tranquilidad asegurada. Fueron

tantas y tan distintas las emociones que me transmitieron durante ese tiempo

que comencé a interesarme por ellas, a buscarlas, y si alguien no me las

contaba, yo les sonsacaba hasta descubrirlas. Lo que empezó como una

curiosidad, como un juego, se convirtió en una necesidad, en una obsesión

para mí, comencé a coleccionarlas, queriendo descubrir otras nuevas,

buscando siempre las que no tengo y, por qué no, intercambiarlas con otros

coleccionistas, y esto es lo que hacía con el antiguo director, él era otro

coleccionista.

—Y la de lavarse las manos, ¿la tenía ya en su colección?

—Claro que sí, no se avergüence, las emociones relacionadas con la

higiene del cuerpo son muy frecuentes, hay muchas personas como usted que

no pueden pasar sin lavarse las manos; para otras es la cara, el pelo, los

dientes, la nariz, los pies, la cabeza, etc.

Reme prosiguió enumerando historias de su colección.

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—Mi abuela María, que había llegado al pueblo procedente de Cerro

Muriano, donde mi abuelo era minero, tenía un patio repleto de macetas

pintadas de azul en el que pasaba la mayor parte del tiempo, pues cuando no

estaba arreglando sus flores, disfrutaba leyendo o cosiendo en este rincón que

le recordaba a su Córdoba natal. Su secreto mejor guardado para que sus

flores florecieran exuberantes era el agua con las que las regaba, agua de

lluvia que almacenaba en un aljibe construido bajo el suelo del patio. Mi padre,

uno de los pocos agricultores que resistió, cada noche antes de acostarse, se

quedaba un rato mirando el cielo, las nubes, las estrellas, la luna, escuchando

el viento en los árboles, parecían decirle algo. Luego entraba y nos decía con

seguridad el tiempo que haría al día siguiente y nunca se equivocaba. Mi

madre, cada vez que enfermábamos, preparaba junto a la cama un paño y un

recipiente de agua helada con la que nos refrescaba la frente para evitar que

nos subiera la fiebre. Siempre temía que le faltara. Yo no supe hasta más tarde

que a mi compañera de juegos, la hermana mayor de mi madre, se le paró la

edad por una fiebre alta de pequeña. Mi vecina Carmen hacía ir a su marido

cada semana a buscar agua a la fuente de La Peregrina, a cuatro horas de

camino a pie, solo para preparar su cocido de los sábados. Con él soñábamos

todos los olfatos que pasábamos por la calle y del que su marido daba buena

cuenta sábado, domingo y lunes si quedaba. Don José Gómez, el médico del

pueblo, con bata de pulcro blanco, solía recetar para acompañar las medicinas,

beber el agua de una u otra fuente según la dolencia del paciente y había quien

sanaba sin tomar la medicina, solo con el agua.

En ese momento, interrumpió la conversación el ordenanza de dirección,

el único que quedaba, para entregarle en mano a Reme un sobre urgente. El

director le preguntó:

—Espere, y ¿cuál es su historia?, porque… tendrá usted también la

suya, supongo.

—Desde pequeña iba con mi padre a pescar truchas al arroyo

Galapagar, en un paraje de bosque galería formado por sauces llorones. Allí

bebíamos en una pequeña cascada de agua helada y cristalina. Beber ese

agua me despertaba el hambre y me comía todo lo que mi madre me había

preparado, incluso lo que mi padre dejaba, aunque yo sé que lo hacía porque

luego en casa apenas comería. Había probado llevando el agua cogida allí

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mismo, pero no era igual que beber aquel agua directamente del arroyo. La

vegetación, los olores, los sonidos del agua corriendo en aquel lugar mágico,

desperezaban mis sentidos y cualquier comida me sabía distinta, un sabor que

sólo allí estimulaba mi paladar. Cuando el arroyo desapareció, ya nunca

recobré el gusto con esos sabores, comiendo sin ganas, sólo para mantenerme

viva sobre el filo de una delgada línea, antesala de la anorexia.

—Conmovedora historia, le aseguro que no me deja indiferente, pero el

asunto para el que está aquí ahora es otro bien distinto, y muy grave, y tengo

que cumplir con mi obligación. Acláreme por favor lo que ha pasado con el

fondo, le prometo que intentaré ayudarla.

Reme abrió el sobre que le había enviado su amiga de Urbanismo, justo

a tiempo, comprobando que había conseguido las pruebas que confirmaban

sus sospechas.

—Verá, hace unos días, mi marido me habló de una urbanización de

chalets con piscina, a las afueras de la ciudad, a los que había ido a hacer

unos arreglos y entonces recordé que muchos de los expedientes, que nos

habían llegado a través de mi jefe, eran de allí. Como usted sabe, a los

expedientes que se acogen al fondo solidario no se les exige el cumplimiento

de las normas urbanísticas y como también recordará, no queda constancia en

ningún sitio de quién contrató el agua de esta forma, para preservar la intimidad

y el derecho a la dignidad de los beneficiarios. Pues bien, tengo aquí las

pruebas de que estos chalets, por estar en zona no urbanizable, no disponían

de agua corriente y fueron adquiridos a muy bajo precio. Luego los cedieron a

una ONG que ha alojado temporalmente a familias de inmigrantes. Solicitaron a

continuación la contratación del agua acogiéndose al bono solidario. Una vez

que han dispuesto de agua corriente, al poco tiempo han trasladado a los

inmigrantes y han vendido los chalets multiplicando por diez su precio. Aquí

están todas las pruebas.

El director se quedó por un momento enmudecido y ojeando los

documentos dijo:

—No puede ser, no me lo puedo creer, la ONG de… la ONG de la mujer

del subsecretario. ¡Quién lo iba a decir!, ¡qué escándalo! Por favor, no diga

nada a nadie; usted solo hablará con la policía, no sabemos quién puede estar

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implicado, le entregaremos toda la documentación. Pero usted… entonces…

¿por qué recibe usted esos sobres?

—¿Los sobres?, aaahh sí, mis sobres, los sobres de mis clientes. Les

pido que me escriban sus historias, por qué es importante el agua para ellos,

son para mi colección.

—Claro, ahora lo comprendo. No sabe usted lo que me alegro, me ha

quitado un peso de encima. Reme, seguiremos hablando, estoy muy contento.

Lamento no haberla conocido antes. Vaya pensando cómo podríamos cambiar

el área de clientes, quiero escucharla y la veo liderando el cambio. Pero, por

favor, una última cosa, ¿podría usted dejar de ser tan maniática?, ¿sería usted

capaz de cerrar de vez en cuando la ventana?

—Verá usted señor director, a través de esa ventana veo la fuente del

jardín, el sauce que está allí, escucho el agua correr, huelo la tierra mojada,

entonces cierro los ojos y puedo imaginarme pescando con mi padre.

Únicamente así, puedo comer con algo de apetito cada día.

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MANDALA Sísifo

FEBRERO

El hombre cava un hoyo en el jardín del patio de su casa, a los pies del

almendro en flor, y deposita con cuidado las cenizas de su perra. Luego, echa

tierra encima.

Iskra, su perra pequeña, fea y mestiza, le había otorgado once años de

compañía, fidelidad y cariño, once años de amor. Una vez enterrada y

pisoteada la tierra para compactarla, el hombre se percata que está llorando

cuando algunas lágrimas fugitivas alcanzan sus labios. Agradece la solitud del

momento. Después se siente desahogado tras el llanto, pero también, un punto

ridículo; él, un varón cincuentón, había sido educado por sus padres en el

principio de que los chicos no lloran. “Arturo, eres un sentimental”, se dice a sí

mismo, sorprendido por enésima vez de que le hubieran bautizado con un

nombre de pila tan rotundo y que tan poco casa con su carácter y

temperamento.

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MARZO

Arturo trabaja como conserje en una planta de reciclado de residuos y su

empleo le ocasionaba con frecuencia, reflexiones pesimistas acerca del tipo de

sociedad en la que vivimos. Pese a los años que lleva en su puesto, aún le

sorprenden las cosas que llega a tirar la gente; muebles, aparatos y enseres

todavía en buen estado. Arturo se pregunta con asiduidad si somos una

sociedad del despilfarro, material y… moral, y, por consiguiente, además de

deshacernos de toda clase de objetos, también se abandonan los perros en las

gasolineras y a los ancianos en las residencias.

Como cada tarde, antes de finalizar su jornada, Arturo revisa en la

sección de papel los libros que han sido vertidos aquel día en los contenedores

azules. La gente se está deshaciendo de sus bibliotecas, el uso del e-book

remplaza al libro de papel, es el triunfo de lo digital sobre lo vegetal. Arturo

encuentra una revista que contiene un reportaje sobre un museo de letreros de

neón en Las Vegas. Lugar que se le antoja como una metáfora excelente de

nuestra civilización: falaz, efímera, brillante y superficial. Torpemente les

comenta el artículo a sus compañeros, los que conducen los camiones de

recogida de desechos y que, en esos momentos, hacen cola para fichar la hora

de salida. Se ríen de él con descaro. “Hay que ser gilipollas”, proclaman, para

estando en la capital del vicio y del exceso, pasarse el día en un museo de

letreros de neón. El conserje piensa que lo haría, que el lugar debe desprender

una melancolía dulce. Los compañeros de Arturo son hombres aguerridos,

testosterónicos, listillos y futboleros, ejemplares genuinos de la clase obrera.

Arturo es el raro, el diferente, el que no encaja en el molde de una

masculinidad arquetípica, la excepción a la machada. A cuenta de la soltería

del conserje, casi toda la plantilla cree que es homosexual, y lo desprecian por

ello; aunque se equivocan.

ABRIL

La planta dispone de un punto de recogida de materiales para su

reciclaje, abierto al público en una sala semejante a un garaje con acceso a la

calle y cuya persiana metálica, Arturo se encarga de levantar por la mañana y

bajar por la tarde. En su interior se alinean diversos contenedores destinados a

la recogida de papel, plásticos, desechos orgánicos, baterías, tubos

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fluorescentes, radiografías, neumáticos, madera, aceites industriales y aceites

de cocina usados.

A través de las cámaras del circuito cerrado de la planta, Arturo observa,

una vez más, a la mujer de los cabellos grises. No hay semana en que no se

presente transportando algún residuo para reciclar. Aparca su bicicleta junto a

la puerta y penetra en la estancia con varias bolsas en las que ha separado los

despojos. La persistencia de la mujer, la fidelidad con que repite sus actos,

produce en el hombre un amago de asco, como si la mediocridad de su trabajo

de conserje y la mediocridad de su vida, tuvieran una naturaleza cíclica, y

fueran un laberinto circular atrapado en el interior de una botella.

Suena un timbre. Arturo, que ha apartado su mirada del monitor para

concentrarse en mirar dentro de sí mismo, vuelve a prestar atención a la

pantalla. Es la mujer de cabellos grises la que ha apretado el timbre.

Arturo baja hasta la sala. La mujer le explica con modales impecables

que el cajón con los tubos fluorescentes usados está repleto y que no cabe uno

más y ella ha traído tres para reciclar. El conserje retira la gaveta con ruedas y

trae otra vacía. La mujer se lo agradece.

Al caer la tarde, Arturo rebusca una vez más la sección de papel y

cartones. Halla un volumen amarillento y desencuadernado, casi un legajo, que

lleva por título “El eterno retorno: Introducción a la filosofía de Nietzsche”.

Luego otro libro con mándalas para colorear, sin uso, intacto. Junto al cajón

con libros, un saco de papel marrón con las cartas dirigidas a los reyes magos

que entregaron los niños la pasada Navidad a los pajes reales. ¡Bonita

metáfora de la vida! Ahí es dónde van a parar las ilusiones perdidas, a un

vertedero de residuos. Inopinadamente, a Arturo se le humedecen los ojos. El

hombre se esconde para que no lo vean llorar sus compañeros de trabajo.

Al día siguiente Arturo coge la baja por depresión.

MAYO

La psicóloga le escucha con atención. Cabizbajo, Arturo relata sus

miedos. Cree que no tiene derecho a ser feliz y lamenta que nunca ha vivido

una gran historia de amor. Piensa que ya es mayor, que lo que le espera es

decadencia, vejez, enfermedad y muerte. Sostiene que ya es demasiado tarde

para recuperar su vida. La juventud, el tiempo desperdiciado y las

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oportunidades se desvanecieron como agua que se escurre por el desagüe.

Para el hombre la vida tiene sabor a estafa.

A la salida de la consulta, Arturo se dirige a la estación de ferrocarril.

Observa absorto las vías del tren. “¡Sería tan fácil!” se dice a sí mismo.

Bastaría con un último gesto de coraje, él, que nunca lo tuvo en la vida, para

acabar con todo el sufrimiento, para abrazar el final con plenitud y dejar de ser

un muerto anticipado.

—¡Arturo! —alguien le grita. Se da la vuelta y ve a la mujer de los

cabellos grises que se acerca hacia él caminando con paso presto por el

andén.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Oye, que no soy ninguna espía —ríe la mujer y su risa es limpia,

amplia, cristalina—. Aparece publicado en la página web del Ayuntamiento.

—¡Ah! Ya, claro.

—¿Qué hacías? Parecías hipnotizado.

—Meditar.

—Yo también lo hago a menudo.

El conserje observa a la mujer. Su estética tiene un aspecto

trasnochado. Falda larga, blusa amplia, foulard al cuello, pendientes de cobre

largos y, por bolso, un capazo de mimbre entretejido. “Esta es de las que vive

con cincuenta gatos, se alimenta con comida macrobiótica y abraza árboles”,

piensa el hombre con crueldad. Sin embargo, bajo los cabellos grises, su rostro

es sereno, claro y hermoso, pese a las arrugas de expresión. Sus ojos vivaces,

de color miel, desprenden calidez e invitan a la confianza. A su manera, es

desconcertantemente bella.

—Bueno, no quería interrumpirte —se disculpa la mujer.

—No lo has hecho, al contrario, me has hecho un favor…, creo.

—Vale, pues siendo así, ya me quedo más contenta. —Ella le extiende

la mano.

—¿Qué? —pregunta de una manera idiota el conserje.

—Me llamo Alicia.

—Yo…, bueno, ya sabes cómo me llamo.

—Hasta pronto Arturo —se despide la mujer.

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Arturo se queda petrificado en el andén, ofuscado, le atenaza un

sentimiento de confusión. El tren llega, se detiene y emprende su marcha. Qué

vergüenza si se hubiese arrojado a las vías, cavila el hombre sin reparar en lo

incongruente de su reflexión. ¿Qué pensaría esa mujer, esa tal Alicia, si se

suicidara? ¿Qué pensarían los cenutrios de sus compañeros? Seguro que se

regocijarían con la noticia recreándose en los detalles truculentos. ¿Para qué

darles el gusto? “¿Suicidio? ¡Qué idiota eres Arturo!”, se reprocha a sí mismo.

De regreso a su casa, el hombre pasa junto a un campo de amapolas.

“Es pecado morir en primavera”, masculla. Siente un ataque de ira positiva, un

sentimiento de rebeldía. No, él no se va a ir a ninguna parte, van a tener que

aguantarle. Todavía tiene cuentas pendientes con la vida.

JUNIO

El conserje se reincorpora a su trabajo. Sabe que algunos creen que la

baja por depresión es una cortina de humo, una treta, un pasadizo a la

vagancia. Y también sabe que la mayor parte de sus compañeros se ríen de él

a sus espaldas —compañero, que palabra tan poco acertada—, pero por

primera vez le importa un bledo.

La mujer de los cabellos grises ha regresado. Se baja de la bicicleta y

Arturo admira a través de la pantalla del monitor su esbelta figura y,

comprende, que esa mujer le gusta. El conserje decide abordarla y desciende

hasta la sala, ella le responde con un saludo radiante.

—¿Otra vez aquí? —pregunta Arturo con dulzura, haciéndose el

encontradizo.

—Un grano no hace al granero, pero ayuda, compañero —responde ella

entre risas—. Si nosotros no protegemos nuestro planeta, ¿quién lo hará?

—Sí, claro. Piensa globalmente, actúa localmente —suelta el conserje

una frase leída en alguna parte.

—Exacto.

—Te veo muy concienciada.

—Hay quién piensa que reciclar es una pérdida de tiempo, pero están

equivocados. Te pongo un ejemplo: Yo colaboro con un proyecto llamado

“Respiro” dedicado a menores con autismo a los que se les ofrece actividades

de ocio adaptadas a sus circunstancias a cargo de monitores especializados,

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incluidas, una vez al mes, salidas de fin de semana. No puedes imaginarte

cómo les cambia la vida a esos chicos y a sus familias. Y parte del proyecto se

financia mediante la venta de tapones de plástico a una planta de reciclaje.

—Sí, creo que vi un punto de recogida de tapones en la biblioteca —

“Parece buena persona”, piensa Arturo.

—¿Te das cuenta? No es una abstracción, a través del reciclaje puedes

ayudar a mejorar la vida de las personas de una manera real.

Arturo supone que quizás la mujer tenga un hijo con algún tipo de

trastorno autista. Sin embargo, aquella conjetura no le hace perder su interés

por ella. Se fija en que la mujer lleva anillo.

—¿Y tú marido no colabora contigo?

—En estos momentos no tengo marido —declara la mujer que esboza

una expresión de sorpresa y después una sonrisa.

—No quería ser indiscreto.

—No lo has sido.

El hombre quisiera pedirle su número de teléfono, pero es tan tímido que

no se atreve. Se ofrece a invitarle a un café, pero ella rehúsa. Entonces Arturo

recuerda que aún guarda el libro de mándalas en su taquilla y le pide a Alicia

que aguarde.

—Toma, te lo regalo —le ofrece el libro.

—Muchas gracias.

—Espero que te gusten las mándalas.

—Claro, todo en esta vida es un ciclo. Los pueblos poseedores

sabidurías ancestrales lo han comprendido desde siempre.

Esa tarde el conserje descubre unos cuantos libros viejos de texto de

ciencias naturales de la época en que estudiaba primaria. Con nostalgia repasa

las ilustraciones que explican los procesos del ciclo de los alimentos y del ciclo

del agua.

AGOSTO

Arturo se pasa las vacaciones en su casa leyendo novelas, a duras

penas, pues no puede sacarse a Alicia de la cabeza. Se debate entre la

esperanza y el pesimismo. “Seguro que tiene novio”, se dice a sí mismo con

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una reiteración despiadada, con el fin de desengañarse cuanto antes, de

evitarse un enésimo dolor.

En el último día de sus vacaciones, la tarde del treinta y uno de agosto,

Arturo se contempla con demora en el espejo y no le gusta lo que ve: su cara

ancha con una leve papada, las arrugas incipientes, sus cabellos entrecanos,

su sobrepeso…

¿Quién va a enamorarse de él? La belleza de lo físico, la materia, en

definitiva, siempre se impone al espíritu en la pugna por el amor, dictamina en

silencio.

Esa tarde el hombre pasea por el parque de su barrio. Hace calor,

aunque una brisa de levante lo suaviza. Un niño y una niña juegan. Ella

sostiene un molinillo que se mueve alegre con el viento, él quema un papel de

periódico con el haz de luz refractada a través de la lente de una lupa. Arturo

se siente feliz observándolos y le da por pensar que lo invisible mueve y

transmuta el mundo. ¿Y qué es el amor, si no, una energía invisible y

transformadora?

SEPTIEMBRE

La dirección de la empresa obliga a toda la plantilla a asistir a una

conferencia sobre economía circular. Durante tres horas, la conferenciante,

ayudándose de imágenes que se proyectaban en una pantalla, desgrana la

necesidad de abandonar el insostenible modelo lineal de extraer-producir-usar-

tirar que caracteriza la actual economía lineal para ser reemplazado por una

economía circular, en la que, tomando como modelo los ciclos de la naturaleza;

los materiales, los productos y los desechos, se aprovechen económicamente

durante el mayor tiempo posible, a la vez que se reduce al mínimo la

generación de residuos, procurando que estos entren de nuevo en el ciclo de

producción como materias primas secundarias.

Arturo, hombre curioso y más culto que sus compañeros, escucha con

atención a la conferenciante pelirroja y con pecas, absorbiendo los gráficos y

esquemas que ella hace desfilar en la pantalla. Así, el conserje se empapa con

los principios rectores de la economía circular: privilegiar el uso de los

productos frente a su posesión y la venta de un servicio frente a un bien; el

segundo uso de los mismos; la reparación; la reutilización y el reciclado. Y,

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también, la conversión de los residuos en materia prima y la valorización

energética, entendida como la conversión de los desechos irrecuperables en

energía. Y, por encima de todo, una sentencia simple, pero trascendental: “En

un mundo de recursos finitos, no cabe un despilfarro infinito”.

Le interesan a Arturo las imágenes que representan la huella ecológica

que genera con su consumo cada habitante del mundo rico: Los barriles de

petróleo per cápita alineados, las garrafas con pesticidas expuestas, los

tablones de madera de árboles talados apilados…, y la montaña con las seis

toneladas de basura que genera cada ciudadano europeo al año. Pero, lo

mejor es la emisión del vídeo con el que se finaliza la conferencia: un concierto

a cargo de los jóvenes de la orquesta de instrumentos reciclados de Cateura

del Paraguay tocando con instrumentos confeccionados con desechos

recogidos en un vertedero, la Barcarola de Offenbach que Arturo reconoce

como parte de la banda sonora de su película favorita, “La vida es bella”.

A los compañeros de Arturo la conferencia les resultó insufrible e

inacabable, salen echando pestes del salón y, por supuesto, le dirigieron

miradas con odio a Arturo cuando este formuló una pregunta relacionada con la

obsolescencia programada.

Al conserje, en cambio, la conferencia no sólo le interesó, sino que en

cierto modo le reconcilia en buena medida con su trabajo, al hacerle reflexionar

acerca de la utilidad pública que conlleva. La rutina embrutece y Arturo se da

cuenta de que había perdido la perspectiva en su quehacer diario. Sin

embargo, todas estas consideraciones fluyen en un segundo término, como

una nota baja en una sinfonía. Un hecho turba al conserje, desde julio no ha

vuelto a ver a Alicia. Y él, tan imbécil como siempre, no le había pedido su

número de teléfono.

OCTUBRE

Es la fiesta patronal de la ciudad y durante su paseo vespertino Arturo se

topa con Alicia tras un tenderete de información de una asociación de

protección de los gatos callejeros. Alicia pide a una compañera que la sustituya

y se marcha con el conserje a tomarse un refresco a la terraza de un bar. La

conversación es amena y extensa. Arturo siente que simpatizan.

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Alicia le explica el motivo de su ausencia: ha pasado unas semanas

cuidando a su hermana enferma. También le cuenta que es viuda desde hace

siete años, su esposo falleció en un accidente laboral y desde entonces no ha

vuelto a tener relaciones. Estaba tan enamorada de su marido que duda que

nadie vaya a poder reemplazarlo en su corazón; es por eso que aún exhibe la

alianza de oro. Él era lo más importante de su vida y si ha logrado

sobreponerse al duelo ha sido volcándose en el voluntariado; ser útil a los

demás le hace más feliz. No tiene hijos, así que todo su cariño se lo lleva su

gato Negrito. Arturo dice comprenderla y que a él le pasaba lo mismo con su

perrita Iskra con lo que de paso, le explica las condiciones de su existencia

solitaria.

Poco antes de las once de la noche Alicia propone que vayan a admirar

juntos los fuegos artificiales, a lo que Arturo accede. Justo antes de empezar,

tras la primera traca, la mujer le sugiere que pida un deseo con la primera

palmera de fuego que estalle. “Que Alicia me ame”, musita Arturo. Ella no le ha

escuchado, pero en un gesto amable y cálido le toma la mano. El “¡Oh!”

general del público, subraya el momento.

Pasado el festival pirotécnico, él le pide el teléfono, para quedar algún

día a tomar un café.

—No —responde la mujer.

—¿Por qué no? Hemos pasado una velada agradable —argumenta el

hombre.

—Nunca tomo café. A una infusión, cuando quieras.

NOVIEMBRE

Arturo y Alicia quedan a menudo para conversar. El hombre se reprocha

a sí mismo su timidez casi adolescente, ¿por qué no le confiesa que le gusta y

lo que tenga que ser, será? Tiene miedo al rechazo, acumula ya demasiados a

lo largo de su vida.

La mujer, tras contarle que la mayoría de los muebles de su casa fueron

recogidos de la calle, invita a Arturo a subir a su apartamento para

mostrárselos. El hombre se anima, piensa que va a ocurrir algo. Semejante

invitación cuando ya son las diez de la noche pasadas, no pude ser tan sólo

para charlar sobre decoración.

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De camino a la casa de Alicia aparecen gatos que brotan de los bajos de

los coches, de callejones oscuros o de rincones en penumbra. Se acercan a la

mujer, le maúllan con una modulación suave. Ella va saludando a los sucesivos

felinos con nombres diversos: Nariz manchada, Misha, Canela, Chorbo. La

escena parece mágica.

—¿Conoces a todos estos gatos? —pregunta el conserje.

—Claro. En la asociación a la que pertenezco nos dedicamos a hacer un

seguimiento de las colonias urbanas. Les traigo comida, vigilo que no les falte

agua y hasta los llevo al veterinario. Los nombres se los he puesto yo.

—¿Y cómo es que salen a recibirte?, ¿acaso te huelen?

—Ellos saben que soy su amiga.

Entran en la casa, Negrito, el gato que es en realidad de color canela,

acude raudo y cariñoso a frotarse contra las piernas de su dueña. Alicia tenía

razón, el mobiliario parece rescatado y ofrece una combinación variopinta y

desconcertante. Ella le hace reparar en que las lámparas están hechas con

botellas de vidrio a las que ha introducido una bombilla, las mesas con palés de

madera y las estanterías con cajas de fruta pintadas con colores pastel. En

efecto, se cerciora Arturo, su amiga es una excéntrica, pero, ¿quién desea lo

común, lo previsible, una normalidad uniforme y sin alma? Bastante vulgaridad

ha tenido el hombre que tragar a lo largo de su vida. Un punto de locura sana

se agradece. Pasan al dormitorio y ella le informa que no hay somier, que el

colchón reposa sobre otros palés. ¿Es una alusión erótica? Aunque intenta

controlarse, el hombre siente que le tiemblan ligeramente las piernas. Se

acrecienta su deseo, pero se reprime. El conserje no quiere provocar una

situación en la que ella se sienta incómoda. Teme hacer algo que la enfade,

teme perderla y, como un memo pasa a contarle que hace dos meses asistió a

una conferencia sobre economía circular y, durante quince minutos, narra con

un punto de nerviosismo alguna de las cosas que aprendió.

Alicia, que le ha escuchado con atención, reconoce que le interesa el

concepto y afirma que irá a la biblioteca pública al día siguiente a recabar más

información. Ella no tiene una filosofía elaborada al respecto; su proceder

obedece casi a un impulso artístico —le confiesa mientras abandona el

dormitorio para preparar en la cocina una infusión de poleo-menta para ella y

una manzanilla para él—. Alicia declara tras servir las tazas:

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—Me gusta cambiar el destino de las cosas, darles una segunda vida,

una nueva oportunidad. Dignifico lo que otros subestiman y desprecian.

Descubro belleza allí dónde otros sólo ven defectos y decadencia.

—Eres como Miguel Ángel que podía ver la estatua prisionera en el

interior del bloque de mármol —suelta el conserje, obviamente, sin detenerse a

pensar en la exageración del halago.

—Yo no diría tanto, pero gracias —responde Alicia una vez respuesta de

la carcajada. Se ríe todavía durante algunos minutos, de buena gana. Y su risa,

espontánea y clara, la vuelve más bella y más joven. La alegría es su mejor

cosmético. Y luego, de repente, se pone seria—: Tras la muerte de Mario, mi

marido, sentí la necesidad de cambiar todos los muebles de la casa. Todos los

objetos me recordaban a él, era como vivir en un mausoleo.

Se despiden con cordialidad y, una vez en la calle Arturo se reprocha en

voz alta su falta de decisión: “¡Eres gilipollas! ¿Acaso pretendías ponerla

cachonda hablándole de economía circular?”. Admite que se ha comportado

como un colegial inexperto. Mientras dura el camino hasta su casa, el conserje

se tacha a sí mismo con los mil sinónimos de la palabra idiota.

DICIEMBRE

Arturo y Alicia se dan cita a menudo. El hombre, con cada encuentro, se

convence cada vez más, de que entre ellos tan sólo existe una bella amistad.

Una buena amiga, una amiga más. Arturo está por dejar de verla, ha habido ya

demasiadas buenas amigas en su vida; chicas que elogiaban la dulzura de su

carácter, su comprensión, el ser su paño de lágrimas, para al final, acabar

siempre en los brazos de otros hombres. No necesita una enésima amiga más,

precisa una mujer que lo desee, una mujer que lo ame. Necesita una

compañera en toda la plenitud de la palabra. Y siente que el tiempo se le

acaba. Alicia puede que sea su última oportunidad para ser feliz.

31 DE DICIEMBRE

Alicia le ha propuesto a Arturo pasar juntos la noche de fin de año. Ella

sugiere su casa y Arturo acepta. Como antes con los fuegos artificiales, la

mujer le advierte que tras las doce campanadas ha de pedir un deseo para el

nuevo año.

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Repiquetea la última campanada en el televisor y se abrazan

deseándose feliz año nuevo. Quizás sea porque las copas de cava ayudan,

porque la alegría se contagia, pero el abrazo se prolonga y se torna más

íntimo. Ella acaricia la nuca de él y un segundo después, le besa con timidez

en el cuello mientras cierra los ojos. Él piensa que quizás los dos han tenido el

mismo deseo, pero no se lo pregunta, no es el momento de hablar y responde

con otro beso en el cuello de ella, dulce, diminuto, húmedo. Luego, sus labios

se buscan.

FEBRERO

Arturo en albornoz, en la primera hora incierta del día, admira a través

del ventanal el almendro en flor que estalla en un éxtasis níveo. Mira su patio y

sabe con melancolía dulce, que apenas durará unas pocas jornadas aquel

fulgor con que le obsequia la naturaleza. Piensa que su adorada perrita está

también allí, en las raíces, en el tronco, en la sabia, en los pétalos tililando de

belleza. Iskra —chispa en ruso— participa en el milagro.

Alicia, también en albornoz blanco, se acerca por detrás y abraza al

hombre:

—¿Qué haces? —pregunta.

—Pensaba —contesta él.

—¿En qué?

—En que todo es circular; la naturaleza, la vida…

—Te lo dije una vez. Y la voluntad consiste en transformar los círculos

viciosos en virtuosos.

—¡Alicia! —se da la vuelta Arturo gratamente sorprendido— lo que

acabas de decir es una genialidad.

—Lo sé —afirma la mujer mientras sella con un dedo los labios del

hombre—. Volvamos a la cama.

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MENSAJE EN UNA BOTELLA Santamaría

Para Sergio la jornada del lunes había comenzado como cualquier otra.

El sonido del despertador lo arrancó con violencia de un plácido sueño muy de

mañana, y al poco, con un café en el estómago, ya se encontraba en su puesto

como operario en la planta de reciclaje de vidrio de Chiclana de la Frontera.

Ataviado con chaleco reflectante, casco de seguridad y unos guantes

gruesos, se afanaba junto a sus otros dos compañeros, Mateo y Antonio, en

«depurar» la zona del triaje a la que la cinta transportadora arribaba sin cesar

toneladas de vidrio mezclado con impropios, que los tres descartaban en unas

bandejas de plástico transparente, apartándolas así del proceso de limpieza del

material que iba a ser reciclado.

Apenas llevaban una hora desde que comenzaran la faena, y ya

discutían con chanza sobre la jornada de fútbol del día anterior, cada cual

seguidor de un equipo distinto. A las bromas, chascarrillos y comentarios sobre

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polémicas, goles y jugadas, les acompañaba un aire de camaradería que se

había fraguado a golpe de muchos años de faena en aquella planta.

Les gustaba su trabajo y, en cierta forma, eran conscientes de la

importancia que tenía su incomprendida labor para la sociedad y para la

economía de la Bahía de Cádiz, en particular. Habría empleos mejor

remunerados o mejor vistos para la comunidad, pero los tres coincidían en

sentirse realizados e importantes dentro del gran engranaje ambiental que les

había tocado protagonizar desde sus humildes puestos.

Todo hubiera transcurrido de forma habitual a cualquier otro lunes, de no

ser por aquella botella de refresco de cola que, dando brincos entre el resto de

cristales, papeles y trozos de plástico, parecía resistirse a seguir subiendo la

ligera pendiente de la cinta transportadora.

Durante largos segundos Sergio la observaba de reojo mientras iba

descartando en su bandeja todo tipo de materiales ajenos al vidrio, y mantenía

una encendida conversación con sus dos compañeros sobre el penalti

inexistente que habían pitado el día anterior a favor del Sevilla.

A punto estuvo Sergio de empujar con su mano la botella hacia arriba,

sacándola de ese tintineante círculo vicioso de saltitos y recortes que

mantenían en el mismo punto de su vista aquella pieza en concreto. Pero de

súbito observó algo en su interior que le llamó la atención: un trozo de papel.

Dudó de nuevo, pero en una segunda ojeada comprobó que el mismo

estaba doblado con cuidado y que la boquilla de la botella estaba sellada por

un trozo de corcho que impedía la salida de su contenido. Aquello se había

hecho a conciencia, y debía existir un porqué.

Tomó la botella en las manos y pidió permiso a sus compañeros para

ausentarse unos minutos.

—Vuelvo en un rato. Voy a mirar esto y de paso me tomo mi descanso

de media hora.

—¿Ya vas a escaquearte? —le respondió Mateo con sorna—…

temprano empiezas hoy.

Antonio acompañó el comentario con un par de risotadas, y dedicó un

guiño a Sergio, dejando claro que para ambos no había ningún problema en

cubrir su ausencia.

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—Ya nos contarás qué lleva eso ahí dentro… —rogó sin separar la vista

de los materiales depositados en la cinta transportadora, mientras sus ágiles

manos se movían con velocidad tomando impropios de un lado y otro,

arrojándolos luego a su bandeja de plástico, ya próxima a ser llenada.

Sergio caminó durante un par de minutos alejándose de la zona de triaje,

jugueteando con la botella entre sus manos, observando el movimiento de

aquel trozo de papel que resbalaba en su interior a cada giro.

Luego, tomó asiento en un banco cercano y con cierta dificultad,

consiguió liberar del corcho la boquilla de la botella, sacudiéndola después con

firmeza contra la palma de su mano, hasta que el contenido salió al exterior.

Tras desdoblar con mimo el papel, su mirada recorrió con frenesí la

superficie para leer unas palabras manuscritas y, acto seguido, exclamó entre

dientes y con cierto aire de fastidio:

—Otro…

***

El despacho de Miguel Arriaza, el encargado de la planta de reciclaje, se

encontraba en una nave contigua a escasos minutos de distancia de su puesto,

así que Sergio no dudó en encaminar sus pasos hacia su puerta, con el papel

en las manos. Estaba por completo convencido de que aquello no podía

tratarse de una coincidencia, de modo que decidió ponerlo en conocimiento de

su responsable inmediato, para que se tomasen las medidas que se

considerasen oportunas al respecto.

Subió un tramo de escaleras de aluminio con barandilla que

comunicaban hasta el despacho, escuchando el sonido metálico que producían

sus gruesas suelas de goma al golpear cada uno de los peldaños y, al llegar al

final, percutió un par de veces con sus nudillos esperando permiso al otro lado

para poder acceder al interior.

—Adelante —respondió una voz ronca que le era conocida.

—Buenos días, Miguel.

—¡Gallardo! Pasa, hombre, pasa… no te quedes ahí. ¿Qué sucede?

Sergio esgrimió el papel delante de sus ojos agitándolo con levedad, sin

variar la mueca de fastidio que se dibujaba minutos antes en su rostro al

comprobar el contenido de la botella, cuando estuvo sentado en el banco.

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Después lo depositó con estrépito sobre la mesa de su jefe, golpeteando varias

veces con la punta del dedo índice allí donde se leían unas líneas escritas.

—Ha llegado otro más… —respondió.

—Madre de Dios… ¿cuántos llevamos ya? —preguntó Arriaza mientras

echaba hacia atrás su corpachón para apoyarse en el respaldo de la silla.

—¿Este mes? Creo que fueron ocho. Pero si contamos desde el primero

que apareció hace un par de meses… calculo que ya son unos quince.

—Quince botellas…

—… con sus quince mensajes. Y todos dicen lo mismo. Con el debido

respeto, porque tu eres el jefe y no yo… habría que hacer algo, ¿no te parece?

Arriaza permaneció sentado tras su escritorio con las manos

entrelazadas sobre la superficie de la mesa y la mirada ausente. Rascó con

lentitud uno de los laterales de su cabeza, donde aún conservaba cabellos y al

cabo de unos segundos, respondió.

—Sí… pero eres tú quien ha estado pendiente de todo este asunto

desde el principio, Sergio. Además, por tu experiencia en la planta de reciclaje

y el puesto en el que trabajas, creo que podrías aportar cosas más interesantes

que yo. De hecho, tú has hablado a veces en público y has dado charlas en

colegios. Al fin y al cabo, lo mío es la burocracia, las llamadas de teléfono, las

reuniones con Medio Ambiente y el politiqueo —añadió esbozando una sonrisa

sarcástica—. ¿Tendrías inconveniente en encargarte tú?

—En absoluto, Miguel. Pero necesitaría un día libre para hacerlo.

—Tómalo cuando quieras, pero por favor… acaba con esto.

—Haré lo que esté en mi mano, jefe —concluyó guiñando un ojo al

encargado, dejando en evidencia que la relación entre ambos traspasaba lo

laboral, y compartían idéntica camaradería a pesar de que la jerarquía pudiera

indicar lo contrario.

—No lo pongo en duda. Creo que nadie mejor que tú puede hacerlo.

Sergio asintió agradecido por el comentario y la sinceridad que

transmitían las palabras de Arriaza y, tras despedirse con cortesía, cerró la

puerta a sus espaldas y bajó las escaleras, escuchando de nuevo el golpeteo

metálico de sus zapatos sobre el aluminio, mientras introducía con cuidado

aquel trozo de papel en el bolsillo trasero de sus tejanos para tenerlo a buen

recaudo. Había decidido que se tomaría el día libre ese mismo viernes.

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Cuanto antes decidiese ir a Cádiz, antes terminaría con aquella historia

que les había perturbado en los últimos meses, de una vez por todas.

II Aquel viernes, Sergio volvió a despertarse cumpliendo a rajatabla su

rutina diaria, a pesar de que aquel día no acudiría a la planta de reciclaje de

vidrio. Con el permiso concedido por Arriaza, y una vez lo habló con sus

compañeros, Mateo y Antonio, no hubo problema en tomarse el día para viajar

media hora en coche hasta Cádiz.

El día había amanecido espléndido, sin atisbo de nubes en el cielo y una

ligera brisa marina que refrescaba lo suficiente aquella mañana de primavera

que, de no haber sido así, de seguro le habría regalado una buena dosis de

calor bochornoso. Así que por un día abandonó chaleco, casco y guantes,

vistiéndose con una blanca camisa de lino de manga corta que acentuaba su

tez morena, tejanos azules gastados y unos mocasines negros.

Tras llegar a Cádiz y pasar las consabidas dificultades para aparcar

cerca del centro, consiguió hacerlo en la zona de la playa y muy cerca de su

objetivo: el Instituto de Enseñanza Secundaria «Columela».

Caminó despacio con las manos en los bolsillos mientras dejaba que la

brisa acariciara su rostro y alborotara sus cabellos, disfrutando de aquel regalo

que la naturaleza le daba esa mañana, alejado de vertidos y malos olores.

Subió con decisión las escaleras de la puerta principal y llegó hasta el hall del

edificio, donde se hallaba el mostrador de información, tras el cual una mujer

de mediana edad, media cabellera castaña rizada y gafas negras de pasta

atendía a todo aquel que solicitaba ayuda.

—Disculpe, señorita.

—Dígame… —respondió.

—Busco al profesor de Segundo de la ESO… ¿podría hablar con él?

—Es profesora… Lourdes, se llama. Se encuentra reunida en el claustro

con el resto de profesores, pero no tardará mucho porque debe empezar con

las clases en media hora. ¿Le importa esperarla aquí, señor…?

—Sergio, Sergio Gallardo… gracias, la esperaré aquí mismo.

Y dicho esto tomó asiento en un amplio banco de madera que se

encontraba justo enfrente. Al cabo de unos minutos la puerta del claustro se

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abría flanqueando su entrada varias personas con portafolios en sus manos.

Una de ellas, de pelo moreno recogido en una cola, recibió a lo lejos unas

indicaciones por señas de la señora que había entablado conversación con

Sergio antes, y se acercó hasta donde se encontraba.

—Soy Lourdes Casal, tutora de segundo de la ESO. Me han comentado

que usted quería hablar conmigo…, ¿en qué puedo ayudarle?

—Mi nombre es Sergio Gallardo —contestó incorporándose y tendiendo

su mano—… no me conoce ni hemos hablado antes.

—¿Pero es el padre de algún chico? No recuerdo tener ningún Gallardo

entre mis alumnos…

—No, no… soy operario de la planta de reciclaje de vidrio de Chiclana.

—Perdone, pero no entiendo…

—Ahora lo comprenderá… —y al decir esto, tomó el papel del bolsillo

trasero de su tejano, lo desplegó y se los mostró a la profesora.

«SI HAS ENCONTRADO ESTE MENSAJE, DIRÍGETE AL INSTITUTO

COLUMELA DE CÁDIZ Y PONTE EN CONTACTO CON LOS ALUMNOS DE

SEGUNDO DE E.S.O.»

Lourdes sonrió tomando el papel entre sus manos y respondió.

—Ah… se trata de esto. ¡Por fin alguien lo ha encontrado!

—¿Podría indicarme de qué se trata? Hemos encontrado otros catorce

más en nuestra planta de reciclaje, y todos los mensajes decían lo mismo.

—Es un proyecto que hicimos al principio de curso para tratar el tema

del comercio y la comunicación. Consistía en que cada alumno arrojara al mar

una botella con un mensaje, como se hacía antes, con el objeto de demostrar

la capacidad que tenemos los seres humanos para comunicarnos. Una idea

que fue muy bien acogida por todos, y hasta ahora no habíamos tenido

respuesta. Con sinceridad, creí que habíamos fracasado. ¿Le importaría venir

al aula y explicarnos cómo llegó a sus manos?

—Se lo iba a solicitar yo mismo, señorita, si no es molestia.

—¡En absoluto! Al contrario, será un placer escuchar lo que tiene que

contar a los chicos.

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Subieron una amplia escalera con recio pasamanos de madera que

conducía hasta la primera planta, y allí no tardaron en llegar al aula

correspondiente, donde una veintena de adolescentes conversaban a voz en

grito, gastándose bromas los unos y tratando de releer los apuntes del día

anterior los otros. A la entrada de Lourdes y Sergio, un súbito silencio se

adueñó del aula.

—Buenos días a todos. Os presento a Sergio Gallardo, operario de la

planta de reciclaje de Chiclana… viene a contaros algo que seguro os va a

interesar mucho. Cuando quiera… —invitó acompañando sus palabras con un

gesto de la cabeza y una amplia sonrisa en los labios.

Sergio avanzó unos pasos con cierta timidez, dio los buenos días y a

continuación sacó el papel que había encontrado días atrás, al cobijo del vidrio

y el corcho.

—Este mensaje lo encontré el lunes dentro de una botella de refresco, y

me ha traído hasta vosotros.

Las exclamaciones de asombro, vítores y aplausos siguieron a sus

palabras, obligando a la profesora a solicitar que guardaran silencio, pues aún

no había terminado la exposición del invitado.

—Vuestra tutora me ha explicado que esto formaba parte de un

experimento y, como podéis comprobar, ha sido un éxito. De hecho, hemos

encontrado catorce botellas más con el mismo mensaje. Es habitual que las

corrientes marinas que vienen del Atlántico, y recorren la costa de norte a sur,

arrastren objetos arrojados en Cádiz hasta las playas de Chiclana. Habéis

conseguido contactar con alguien de una manera poco habitual para los

tiempos que vivimos. Os doy mi enhorabuena por ello.

Los espontáneos aplausos emocionados cortaron el discurso de Sergio,

quien rogó de nuevo silencio levantando sus manos a la vez que pedía calma a

su joven auditorio.

—Si me lo permitís, tengo algo más que contaros, y que estoy seguro

me agradeceréis tanto vosotros como vuestra profesora Lourdes… Como os he

dicho antes, son un total de quince botellas las que han llegado hasta nuestra

planta de reciclaje. ¿Alguno de vosotros podría decirme qué hacemos en este

tipo de instalaciones?

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—¡Reciclar! —respondió con ironía una voz al fondo, provocando la

hilaridad en el resto de sus compañeros.

—En efecto… ¿y qué entendéis por reciclar?

—Volver a aprovechar algo que hemos desechado.

—¡Muy bien! —respondió Sergio— Por desgracia, no todo cae en

nuestras manos, como podréis imaginar. ¿Cuántas botellas se lanzaron al

mar?

—Veintidós… una por cada alumno —se adelantó Lourdes.

—En ese caso, quedan aún siete botellas en el mar que quizás

recuperemos para reciclar… o quizás no. Bien… me toca hacer una pregunta

más complicada. ¿Alguien sabría decirme cuánto tarda el vidrio en degradarse

por sí solo?

Veinte años, cincuenta, cien…, a cada respuesta espontánea Sergio

contestaba negando con la cabeza hasta que, ya derrotado el auditorio,

concluyó dispuesto a saciar la curiosidad de los presentes.

—Cuatro mil años.

Las exclamaciones de asombro continuaron un buen rato hasta que,

conscientes de lo que acababan de escuchar, volvieron a callar en espera de

que Sergio terminase su explicación.

—Cuatro mil años…y ahora pensad en esas siete botellas perdidas.

Incluso podemos ir más lejos… imaginad que no se hubiese rescatado

ninguna. Un total de veintidós botellas de vidrio descansarían en el lecho

marino durante los próximos cuatro mil años, hasta que la naturaleza

consiguiese degradarlas. No quiero con esto fastidiaros, ni mucho menos.

Seguro que vuestro experimento os ha servido para entender cómo podían

comunicarse antes, conociendo los ciclos de mareas…, pero debéis tener en

cuenta que a veces cometemos actos inocentes que repercuten, sin que lo

sepamos, en nuestro Medio Ambiente. Veintidós botellas de vidrio en el fondo

del mar pueden parecer una ridiculez, pero os aseguro que son muchos más

residuos los que se rescatan a veces del agua.

Los alumnos permanecían cabizbajos tras la alocución de Sergio, y al

cabo de unos segundos de completo silencio, Lourdes, que tampoco podía

evitar sentirse cómplice de aquello, tomó la palabra.

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—Sentimos lo ocurrido… no se nos pasó por la cabeza que esto pudiera

ser grave.

—No lo es, Lourdes, si tenemos esta oportunidad de concienciar. Por

eso se lo agradezco.

—¿Podemos hacer algo los chicos y yo para compensar el daño?

—Sí que pueden…

***

El despertador volvió a emitir su estridente melodía, obligando a Sergio a

abrir los ojos después de una noche de sueño reparador. La rutina se repetía

de nuevo, aunque era consciente de que aquel día sería diferente.

Como había convenido con Miguel Arriaza y con Lourdes Casal, esa

mañana un grupo de chavales de no más de trece años, recorrerían las

instalaciones de la planta de reciclaje de vidrio, y él actuaría como perfecto

cicerone para tan novedoso evento. Saber que cuando concluyera la visita

todos ellos sin excepción comprenderían el valor de su trabajo, provocaban la

íntima satisfacción de saber que el mundo aún podía tener esperanza en un

futuro mejor.

Pero contemplar frente a sus ojos aquel mensaje que había estado

encerrado en el interior de una botella, le convencieron de la ardua labor que le

quedaba por delante al ser humano para cambiar el curso de un consumo

autodestructivo, siendo a veces más fácil reciclar residuos que mentalidades.

Al menos con aquel sencillo grupo de alumnos… lo había conseguido.

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MI ABUELA RENATA Su nieto

Era temprano; el amanecer presagiaba un sábado de otoño precioso.

Estábamos en casa de mi abuela Renata porque mis padres iban a la boda de

un amigo de papá, a quien conocía desde la infancia. Ya nos habíamos

levantado todos a desayunar, preparándonos para aquel nuevo día.

Mis padres, felices por la celebración, se arreglaron de fiesta. Llevaban

la misma ropa que habían comprado hacía dos años para la comida que

organizaron mis abuelos maternos en la celebración de su 45º aniversario de

matrimonio. Sólo se la habían puesto aquella vez y la utilizaron de nuevo hoy.

A los dos les quedaba perfecta.

Yo estaba igual de ilusionado que ellos porque para mí también sería

fiesta. Me iba a quedar con mi abuela Renata el fin de semana. No la veía

desde las últimas Navidades. Es lo malo que tiene vivir lejos de tus familiares,

no los puedes ver cuando quieres ni todo el tiempo que te gustaría.

Ella tiene el pelo corto y canoso. Es fantástica, muy jovial y llena de

energía. Quizá sea así porque enviudó cuando papá era muy niño, y aprendió a

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sacar una sonrisa a la vida, aunque tuviera ganas de llorar. Tiene un montón de

maravillosas amistades, son su segunda familia. Con ellos va a pasear, hace

taichí y se reúnen en el Hogar del Jubilado. Me ha confesado que, igual que

hay grupos de lectura, ellos habían creado un grupo que se hacen llamar

“Amigos Circulares”. Por la tarde me iba a enseñar el montón de cosas que

hacían.

Mi abuela ya tenía planificada esa mañana. Cada momento con ella es

una sorpresa, sus ideas son geniales y siempre me lo paso muy bien. Es

metódica y organizada. Le gusta hacer primero las obligaciones para luego

ayudar a los demás o disfrutar de su tiempo libre. Dice que estar activa le

ayuda a mantenerse alegre y feliz, y eso es salud. Creo que tiene mucha razón.

Cuando se fueron mis padres, empezamos a preparar la comida, una

deliciosa ensalada de pasta. Coció las espirales de colores en agua hirviendo y

las apartó en su pota. Sobre el mismo fogón caliente de la vitro hizo unos

huevos duros poniéndolos varios minutos a fuego fuerte. Los apagó después

de un tiempo y mantuvo la pota sobre la zona en la que ya se había acumulado

la temperatura. Los dejó hacerse más en el agua con el calor residual. Probó

una espiral para comprobar que estuviera en su punto, escurrió la pasta en el

fregadero, dándole una ducha sobre el chorro de agua fría, para dejarlas

escurrir y las reservó tapadas en la ensaladera.

Luego cogió la lista de la compra del imán de la nevera, había

aprovechado un trozo del sobre de la factura del agua para anotar los recados.

Me iba a enseñar la nueva tienda del barrio. Estaba encantada porque vendían

productos a granel, como en su infancia. Me explicó que tenían precios

económicos porque se ahorraban los costes de los cartonajes y el plástico del

empaquetado. Comprabas al peso lo que necesitabas y no gastabas en

embalajes que contaminaban, y que iban a la basura tras haberlos pagado.

Metió una botella de vidrio vacía en una bolsa muy original que había hecho a

ganchillo con hilo de bramante.

Nos pusimos las mochilas y sacamos las bicis del trastero. Además del

cestillo delantero, que siempre tuvieron en el manillar, ahora les había puesto

en el portaequipaje dos papeleras rectangulares enganchadas a los laterales

con tornillos. Ese invento era una ocurrencia de tres de los “Amigos Circulares”.

Usaban las papeleras rectangulares para tener más profundidad en el

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transporte de cosas voluminosas cuando iban a la compra, equilibrando el peso

a los lados y ocupaban poco espacio. Era una idea original, práctica, sencilla y

barata.

Fuimos pedaleando por el carril-bici, luego nos desmontamos y

comenzamos a caminar por unas cuantas calles con el manillar cogido de la

mano, hasta que por fin llegamos. Tenía una pequeña zona para aparcar bicis

y allí las dejamos. La tienda era preciosa, recordaba un antiguo colmado. Fuera

había cajas de frutas y hortalizas de temporada expuestas con sus precios en

tiza sobre pequeñas pizarras. Aquello daba un toque de frescura y color a la

calle. Frente a la entrada un gran mostrador presentaba, a través del cristal que

había en el frente, una gran variedad en legumbres. Tenía altos anaqueles de

madera llenos de botes donde se exhibían los chocolates, cafés y tés,

productos del obrador de panadería, huevos ecológicos y camperos, además

de latas en gran formato para cereales, aceites y salazones. Rústicos sacos

reposaban sobre el suelo, presentando un muestrario de patatas muy variado:

rojas, bancas, violetas, grandes, pequeñas, lavadas y sin lavar, … mercancías

tratadas con cariño y saludables. Mi abuela siempre dice “somos lo que

comemos”.

Posó la botella vacía sobre el mostrador. De inmediato salió un chico

con un delantal negro enorme, y saludó a mi abuela por su nombre. Era el

tendero. Aprovechando que estábamos solos ella hizo el pedido leyendo los

artículos que tenía en su lista y él posaba sobre el mostrador cada artículo. Me

dijo que otras veces, con más clientes, ella misma se servía en las bolsas de

papel craft que había y pesaba cada una. Aunque tardaba algo más no le

importaba porque comprar a granel es un ritual que se disfruta sin prisas. Esta

vez había menos tiempo, teníamos que ir también a la ferretería y terminar la

comida.

Cogió una botella nueva con vino tinto al entregar la otra vacía, lentejas

verdinas, arroz largo, uvas rojas, melocotones amarillos, una rama de tomates,

cebollas chatas, ajos morados, un manojo de zanahorias y una barra de pan

crujiente. Eran muchas cosas, pero las íbamos a llevar entre los dos.

Mi abuela sacó de su mochila el monedero y varias bolsas en diferentes

colores de viejas camisetas recicladas. Les había cosido los bajos y cortado las

mangas para que hicieran las veces de asas. Una vez que metimos todo en las

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bolsas, mi abuela le pidió al tendero el favor de guardarnos la compra mientras

íbamos a otros recados. Era por un momento, ya que estaba cerca. El chico

accedió con agrado y las posó en el suelo, tras el mostrador.

Fuimos caminando hasta la ferretería. Quería comprar una lámpara solar

led para poner en una pequeña galería que hay en el salón de su casa. Allí

disfrutaría leyendo al calor en las noches de invierno. Le encanta todo lo que

sirva para el hogar y funcione con energías limpias. Hace un año las amigas le

regalaron en su cumpleaños un cargador solar para móvil, y desde ese

momento está enamorada de todos los inventos que usen energía renovable.

Regresamos a por nuestras compras con la lámpara led en una bolsa de

almidón de patata de tacto muy suave y biodegradable que le dieron. Ella

estaba feliz, era una cosa práctica y muy útil. Le pedimos la compra al chico de

la tienda, ahora había más gente y nos las devolvió rápidamente para seguir

atendiendo. Repartimos la carga de todas las bolsas en nuestras bicis.

Al llegar a casa, pusimos la mesa con unos mini manteles individuales

que había hecho de pantalones vaqueros reciclados. Le gustan porque si se

manchan solo metes el que está sucio a lavar, no es como si fuera un mantel

de mesa completa. Además de ahorrar espacio en la lavadora, al ser pequeños

secan más rápido.

Completamos la ensalada de pasta con unas cucharadas de mayonesa,

una lata de bonito, un bote de aceitunas y un tarro de espárragos, metiendo en

el fregadero los envases vacíos porque los iba a fregar para reutilizarlos: con la

lata hace corta pastas ovalados muy originales que regala, el bote de aceitunas

alto lo pinta y vale para los lápices, y con el tarro de espárragos me iba a hacer

una hucha.

Cogí los huevos duros de la pota. Mientras ella regaba las macetas con

el agua ya fría de cocer, yo los pelaba. Tiré las cáscaras en un cubo

rectangular que había para el compost y que tenía a un lado de la basura. Era

del mismo tipo de los que puso en las bicis, el cual estaba ya casi lleno. En él

metía todo lo reciclable para una compostera comunal que compartían entre

varios de los amigos del colectivo. Aportaban los residuos y se repartían el

humus entre ellos para sus huertos urbanos. Aquel centro de compostaje de los

“Amigos Circulares” estaba en la terraza del ático de Lola y Juan, un

matrimonio muy participativo a los que había visto solo un par de veces más.

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Teníamos que llevarles los residuos del cubo. Yo estaba muy contento

porque las cáscaras de huevos son buenísimas para cultivar y era lo primero

que se veía. Ella les llamó por teléfono antes de empezar a comer para saber

cuándo podríamos llevarles “nuestra aportación”. Estaban disponibles toda la

tarde, no pensaban ir a ningún lugar, y quedó con ellos después de comer en

su casa.

Nada más terminar de comer las uvas de postre mi abuela metió en su

mochila un montón de cuadros granny en ganchillo. Luego cogió la papelera

con su tapa y metió un molinillo roto en la bolsa que nos habían dado por la

mañana en la ferretería. Era uno de los molinillos que tenía en cada maceta de

las ventanas para espantar a las palomas y gaviotas. Juan sabía cómo

arreglarlo. Tampoco le corría mucha prisa solucionarlo, pero él tenía las

herramientas y materiales necesarios para hacerlo.

El ático estaba a dos manzanas de la casa de mi abuela, y en pocos

minutos llegamos allí. Abrió la puerta Lola, quien me recibió cariñosamente,

aunque nos habíamos visto dos veces. Juan estaba en la terraza probando un

invento que había descubierto por Internet.

Fuimos a saludarle y descubrí, con sorpresa, que esa terraza era un

vergel. Las paredes eran huertos verticales de botellas recicladas en cadena

donde se criaban lechugas de distintos tipos, fresas, y plantas aromáticas para

cocinar. En una esquina, protegido de los vientos fríos, estaba un hermoso

limonero en un macetón, al lado de un gran bidón que recogía el agua de lluvia

para regar. Tenía bien limpios varios cubos de pintura al agua que reutilizó para

plantar tomateras, zanahorias, cebollas y ajos. En otro rincón había dos cajas

apilables que se desmontaban para cosechar patatas durante todo el año.

Juan, al vernos entrar en su huerto-terraza, vino a saludarnos con una sonrisa.

Estaba probando un sistema de autorriego por goteo, reciclando botellas. Se

llenaba de agua una botella, agujereando el tapón, y se ponía boca abajo

enterrada hasta el cuello. La botella iba poco a poco cediendo el agua a la

tierra.

Tras recibirnos, me enseñó dónde tenían la compostera para que

vaciase lo que habíamos traído. Me limpió el cubo con el agua de lluvia que

tenía almacenada en el bidón y ese agua sucia que salió al aclarar la usó en

aquel momento para regar. Abrió la tapa inferior y me pidió que llenara de

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humus el cubo ya limpio. Lo llevaríamos a casa para que mi abuela abonara las

macetas que tenía en todas las ventanas con lechugas, espinacas y fresas.

Mi abuela le entregó el molinillo roto para que se lo arreglara. Según

Juan el sistema que le funcionaba mejor para ahuyentar a palomas y gaviotas

eran los DC colgados moviéndose al viento. Él aprovechó nuevamente la bolsa

de la ferretería llenándola de limones, y nos dijo que cuanto más se quiten más

dan. Me di cuenta que ese día era la tercera vez que usábamos la bolsa de

almidón de patata.

Nos invitaron a tomar un té. En la cocina había un viejo perrito de raza

pequeña durmiendo en un cesto y tapado por una manta hecha de una toalla

reciclada y cosida a máquina para que no se deshilachara. Mientras

tomábamos las infusiones mi abuela le dio a Lola los cuadros a ganchillo en

colores crema, blancos y pastel que traía. Parece ser que eran los que le

correspondían para terminar una colcha que estaban haciendo entre cinco. Se

la iban a regalar al nieto de una de sus amigas, que nacería en pocas

semanas. Aquel detalle me gustó mucho: entre varias personas un trabajo

complicado es más fácil de completar.

Nos fuimos después de un rato con el cubo lleno de humus tapado, los

limones y un montón de nuevas ideas para las macetas de las ventanas.

Cuando regresábamos a casa, mi abuela me invitó a un helado en el café de

otros amigos. Era un lugar acogedor, y en cada mesa habían puesto en el

centro un cactus diferente. Las macetas donde estaban plantados eran latas de

guisantes limpias y pintadas en colores alegres con el nombre del café escrito a

mano. Un detalle original que daba vida y belleza a ese lugar decorado en

maderas oscuras.

Pedí un helado de polo, y aprovechando nuestra visita le entregaron a mi

abuela una bolsa llena de pequeñas botellas de vidrio con tapa a rosca de los

zumos. El grupo de “Amigos Circulares” iban a aprovechar esos botellines. Esta

vez era ella la encargada de preparar esa actividad. No tenían profesor, eran

talleres libres en sus propuestas y participativos cuya colaboración se rotaba.

Aplicaban las ideas que sacaban de internet para mejorar activamente su vida

diaria.

Ella me dijo que ya tenía pensado como sería el taller del lunes. En los

botellines iba a elaborar aliños aromáticos diferentes: el aceite sería de ajos y

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para el vinagre usarían la piel de los limones que nos acababan de dar Lola y

Juan. Mientras me explicaba cómo daría el taller, recordó que con el palo del

helado, una vez limpia la madera, se podía hacer un marca-páginas

adornándolo con ceras de colores. Lo pensé y me apeteció hacerlo en casa al

terminar de comerlo. Me di cuenta que imaginar cómo reutilizar las cosas,

reparar lo roto, inventar cosas para reciclar lo que no sirve, … nos ayuda a

tener la mente en funcionamiento y a estar abiertos a nuevas ideas y

propuestas.

Aquel grupo de gente mayor me demostró estar más ilusionados y ser

más dinámicos que otras personas de menor edad. Aquellos abuelos estaban

viviendo una segunda juventud, con el espíritu más activo que muchos de

nuestros padres.

Al llegar a casa mi abuela me dio una lata de pinturas y me pidió que

sacara las que estaban muy pequeñas y los trozos de cera rotos. Me lavó el

palo y mientras esperamos a que secara, cortamos en pequeños trocitos de un

centímetro las ceras de colores. Las metí en unos moldes de silicona para el

microondas que ella me dio. Íbamos a reutilizar aquellos pequeños pedazos

con los que no se podía pintar. Puso el molde en el micro y lo programamos

dos minutos en intervalos de treinta segundos. La cera se fundió en los moldes.

Cuando los sacamos del microondas esperamos a que solidificaran en el

molde. Al derretirse habían quedado los colores mezclados en una fusión

artística. Se habían combinado en pequeñas olas y torbellinos, unidos en un

original y único trozo multicolor cuya tonalidad cambiaría durante el uso.

Mientras admiraba aquella unión mágica de tonalidades, ella metió en el

cubo de fregar los botellines de zumo a remojo. Los iba a dejar un día para que

las etiquetas se cayeran antes de lavarlos. Como me vio tan concentrado en el

colorido, me explicó que también se podían hacer, con los trozos de colores de

cera y vasos viejos, unas velas preciosas. Otro día lo haríamos, porque ahora

no tenía mechas, ni aceites esenciales, ni cera de velas que eran necesarios

para ello.

Empecé a pintar la madera con aquellos colores que se habían fundido,

y me gustó mucho el resultado. Cada vez que usara aquel marca-páginas me

acordaría de lo bien que lo estaba pasando.

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Mientras pintaba la madera, ella preparó una limonada con los limones

que nos había dado Juan de su huerto urbano. Nada más cortar el limón, su

perfume empezó a refrescar toda la cocina. Era delicioso aquel jugo de olor

ácido y afrutado. Estaba deseando beber un buen trago de aquella refrescante

limonada mientras veía cómo los pinchaba con un tenedor sobre la jarra para

exprimirlos. El olor lo inundaba todo, añadió agua fresca y unas cucharadas de

azúcar de caña. Mientras revolvía me alegré de oír aquel sonido musical de la

cuchara rozando contra las paredes de cristal. Sirvió la limonada en dos vasos

y nos bebimos más de la mitad de la jarra. Estaba deliciosa. Mi abuela limpió

las cáscaras de los limones, las hizo tiras gruesas y les quitó la zona blanca de

la corteza para empaquetarlas en film y meterlas en la nevera. Las iba a

aprovechar el lunes para los aliños aromáticos en su taller de reciclado. Aquella

limonada nos abrió el apetito, y al poco rato yo tenía hambre. Decidimos hacer

una merienda cena, y empezó a preparar una tortilla de patata con cebolla.

Metimos las mondas de pelar las patatas y las cebollas en otro cubo de

repuesto que tenía, porque el humus lo iba a distribuir en las macetas poco a

poco durante la semana siguiente.

Mientras se freían las patatas con la cebolla, lavé bien algunas hortalizas

para una ensalada: unas hojas de lechuga que criaba en las ventanas, unas

zanahorias y un tomate de los que habíamos comprado por la mañana. Iba a

ser una ensalada deliciosa para acompañar aquella tortilla de concurso. Tiré las

cáscaras de los huevos para el compost y los batí con un tenedor. Me gusta ver

cómo se van rompiendo las yemas y las claras, cómo se mezclan y al final son

un todo espumoso sobre el que echar las patatas con la cebolla.

Mientras mi abuela estaba pendiente de que la tortilla cuajase para darle

la vuelta, yo preparé la ensalada picando las crujientes hojas de lechuga,

cortando el jugoso tomate y rallando la zanahoria. Mi abuela preparó la

ensalada diciéndome que la próxima vez que hiciéramos otra sería con los

aliños que iban a elaborar el lunes.

Mientras la tortilla se hacía por la otra parte con el fuego apagado,

pusimos la mesa para la cena. Ella sacó los mini manteles individuales y un

salvamanteles de corchos reciclados para poner la sartén con la tortilla sobre

él. Protegería del calor la mesa y evitaría que se quemara. Era un cuadrado de

corchos de botellas muy original. Estaban unidos por una cuerda que los

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atravesaba por el centro. Varias filas de corchos unidos por cuerdas que se

ataban con nudos en los extremos para que se mantuviesen juntos.

Cenamos la tortilla con la ensalada, una combinación perfecta. Y de

postre cogimos los melocotones que habíamos traído de la tienda. Ella mezcló

el suyo troceado con yogurt que había hecho en su yogurtera, pero yo preferí

tomarlo al natural, mordiéndolo disfrutando de aquel sabor intenso y

perfumado.

Después de cenar, y tras fregar los cacharros, fuimos a tirar la basura y

a llevar al contenedor lo que teníamos para reciclar. Era un paseo, porque

estaba cerca; los contenedores rebosaban, pero nosotros llevamos una

pequeña bolsa de residuos y otra solo con unos cuantos cartones de bebidas.

Mientras regresábamos me explicó lo que iba a hacer con el bote que recuperó

de los espárragos que habíamos comido con la ensalada de pasta. Lo iba a

adornar poniendo puntitos, como lunares, con un esmalte de uñas. En aquel

bote podría ahorrar dinero para lo que más me gustase. Yo pensé de inmediato

en guardar un montón de monedas para mi siguiente visita con ella. No me

había ido y ya pensaba en el regreso. Estaba nervioso, porque sabía que a la

mañana siguiente mis padres vendrían de la boda y estaríamos en nuestra

casa, con la rutina diaria de la gran ciudad.

Cuando llegamos a casa me puso la tele para que estuviera entretenido

mientras pintaba de puntitos el bote de vidrio. Yo veía en la televisión una

película de dibujos animados muy divertida, pero me aburría. Quería estar todo

el rato con ella, me puse a su lado y observé cómo pintaba meticulosamente

todo el bote punto a punto, con enorme paciencia y pulcritud. Cando terminó lo

posó con cuidado para que secara, apagó la tele y me dijo si quería hacer algo

en especial. A mí siempre me gustaron los juegos de mesa, de hecho, algunas

veces echábamos una partida papá y yo. Ella me explicó que no importaba que

no tuviera ninguno, porque haríamos improvisadamente el tablero sobre un

papel.

Jugaríamos a las damas. Empezó a pintar sobre una hoja en blanco

ocho cuadrados a lo largo y ocho cuadrados a lo ancho, coloreando

alternativamente aquel damero de ocho por ocho. Fue a la cocina y trajo dos

botes con alubias, ellas iban a ser nuestras sencillas fichas en la partida.

Cogimos doce alubias blancas y doce alubias pintas. Las colocamos y jugamos

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por lo menos diez veces. Nunca me lo había pasado tan bien como hasta ese

momento, reímos y nos divertimos a lo grande. Así entendí que también con

objetos humildes y sencillos se puede disfrutar y pasar ratos divertidos.

Nos acostamos algo tarde, hablando de mis preocupaciones en clase,

de cómo eran mis amigos, de los lugares que me gustaría conocer en el

mundo, de mis gustos y aficiones, de lo que quería ser de mayor…, ella me

había mostrado a sus amigos, me había hecho partícipe de sus ilusiones e

inquietudes…, fue una conversación maravillosa que jamás olvidaré. Fuimos

dos iguales viendo el mundo de una forma parecida pese a tener un desfase

generacional de más de medio siglo. Ella me entendía mejor que mis otros

abuelos, o incluso que mis padres en algunos momentos. Así comprendí que la

edad de las personas no está según su fecha de nacimiento, sino que está en

la edad de su alma.

Me desperté aquella mañana con pena; me iba a marchar hasta las

próximas vacaciones de Navidad. Desayuné triste pensando que la despedida

no podía ser por tanto tiempo como esta vez. Mis padres llegaron puntuales,

vestidos con otras ropas menos festivas, y se sentaron en los sofás del salón.

Venían cansados de la boda, de bailar, del trasnoche, de hablar y ponerse al

día con personas que hacía años que no se veían. Nos explicaron

entusiasmados a todos los que habían visto. Fueron reencuentros de

amistades, ilusiones recuperadas…, como quien rescata la energía de una

infancia renovada.

Lo mismo hacían los “Amigos Circulares”, reparar, recuperar, reducir,

reciclar…, con los objetos y también con los sentimientos de aquel núcleo de

amigos con espíritu joven, cuya mayor celebración era poder compartir con

todos sus descubrimientos, logros, inventos…, rompiendo moldes sobre lo que

es moderno. Ellos ayudaban con su actitud a tener un planeta sostenible,

intentando hacer del sitio donde viven un lugar mejor. Aprendí más con su

ejemplo que con todo lo que nos explicaron en clase sobre las “Tres Erres”.

Al despedirnos la abuela Renata nos dio unas sorpresas que había

preparado. Eso me emocionó profundamente.

Nos regaló tres jabones de aceite reciclado de freír, y que habían

fabricado en frío durante uno de los talleres de los “Amigos Circulares”. Eran

para lavar la ropa, no para uso personal. También nos dio una alfombra a cada

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uno, hecha con tiras de vaqueros trenzadas. Se podían usar para la cama, para

la cocina, para los pies en la mesa de estudiar…, esos regalos son los que me

gustan, funcionales y con muchos usos. Y el tercer regalo, pequeño, pero no

menos importante, fueron unos calcetines de bebé llenos de arroz y cosidos,

para calentar en el microondas unos segundos. El arroz aguanta el calor y se

meten los pequeños calcetines en los bolsillos de los abrigos al salir a la calle

en los fríos días de invierno. Es como transportar calor seco que nos mantiene

las manos calientes.

Mis padres quedaron impresionados y muy agradecidos. Le dijeron a la

abuela que esos detalles eran muy especiales. Era mucho mejor que lo que les

habían dado en la boda como recuerdo. Si un regalo es útil y está hecho a

mano por alguien que te quiere, es el mejor del mundo, es inimitable e

irrepetible. Eso sí que era dar amor.

La abuela Renata es más moderna que mis padres para muchas cosas

de la vida, es práctica y busca la utilidad. Usa los recursos con inteligencia y

colabora con más amigos por el bien común. Quiero ser como ella cuando sea

mayor.

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REDUCE, REUSE, RECYCLE Orchis

Pepa ama a su familia tiernamente, pero tirar adelante su hogar

demanda mucha energía. Eso piensa Pepa mientras espolvorea canela sobre

las torrijas preparadas con pan de hace tres días. Sus hijas disfrutarán, las

torrijas les encantan; como desayuno sorpresa todavía más. Sin embargo, hoy

no es un día especial, y si se entretienen llegarán tarde a la escuela.

—Mamá, ¿me puedo duchar con Alba, porfi? ¡Así gastaremos menos

agua! —pregunta su hija pequeña con sonrisa pícara y mueca cómplice.

—De acuerdo, Mar, pero no os entretengáis.

Pepa sonríe para sus adentros, ¡estas niñas! Desde que cursó aquel

seminario el verano pasado sobre reducir, reusar y reciclar, y en inglés nada

menos, “Reduce, Reuse, Recycle”, todos se lo recuerdan. La verdad es que

siempre le gustó el medio ambiente, hizo muchos cursos sobre naturaleza

cuando estudiaba magisterio. Sus compañeros en la escuela donde trabaja

enseguida la ficharon:

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—Como eres la “verde” del grupo, podrías encargarte tú del huerto

escolar…

—Como tú sabes más que nadie sobre la naturaleza, podrías sugerir

algún sitio para ir de excursión con los niños…

Pero lo cierto es que el cursillo fue muy interesante, aprendió a valorar

mejor su entorno, y encima le ayudó a mejorar el inglés, lo cual le servirá

pronto, cuando empiece a dar ciencias naturales en esta lengua a los de sexto.

—Mamá, el timbre.

—Debe de ser Cari, es la hora ya.

La cuidadora de su suegra espera en la puerta.

—¿Cómo ha pasado la noche?

—Muy bien, estas pastillas que le dan para dormir le hacen mucho

efecto, y nos ayudan a todos.

—Ahora la preparo, hoy la sacaré a pasear.

Hace un día frío pero soleado, estupendo para que su suegra tome el

aire. Todavía tiene las piernas fuertes, pese a su enfermedad, esa enfermedad

terrible que le está robando los recuerdos.

—Le cambiaré el pañal.

A Pepa le gustaría comprar para su suegra pañales ecológicos para

adultos, pero en el supermercado solamente ha encontrado para niños. Tal vez

podría buscar pañales reutilizables, cuando tenga tiempo lo mirará por internet.

También tendrá que valorar si esto aumenta el trabajo, no puede pedir a Cari

que haga más de lo que hace. Lo dicho, tirar adelante esta familia requiere

mucha energía, y la vida moderna es demasiado complicada, a veces le cuesta

ser fiel a sus principios de sostenibilidad. Le pasa con la ropa, cuando sus hijas

eran pequeñas encontraba ropa de algodón ecológico, ahora que son más

mayores, ha renunciado, porque raramente encuentra. Decididamente, tendrá

que explorar en internet. Todavía recuerda su conversación con la dueña de

una tienda supuestamente moderna cuando pidió calcetines ecológicos para

bebés.

—¿Pero usted sabría diferenciar el algodón ecológico del normal? —le

preguntó la propietaria con suficiencia.

—Yo, no estoy segura, pero el medio ambiente seguro que nota la

diferencia —contestó.

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Pepa prepara la ropa de la suegra y de las niñas. Las niñas la ayudan y

buscan sus cosas.

Su suegra fue una buena madre para sus dos hijos. También les ayudó

mucho a ellos con las niñas, sobre todo cuando nacieron las gemelas y Diana

solamente tenía tres años. Ahora se da cuenta de que los primeros síntomas

de la enfermedad ya estaban allí, pero ellos estaban demasiado ocupados para

darse cuenta. Además, ¿cómo podrían habérselo imaginado? Una persona tan

fuerte, tan erudita, tan leída. ¿Cómo podían figurarse que era tan vulnerable?

Sabe que pronto les resultará demasiado difícil y demasiado costoso

mantenerla en casa, pero Pepa no quiere pensar todavía en esa decisión; la

retrasará todo lo que pueda. Su cuñado es soltero, y su trabajo como pintor de

cierta fama le hace dar la vuelta al mundo. Las decisiones las tendrán que

tomar su marido y ella. De todas formas, su cuñado siempre está de acuerdo

con lo que le proponen.

Toni sale del baño. Ha secado a las niñas.

—A desayunar, que se hace tarde.

—¿Te acuerdas de que este sábado salimos de excursión con la clase

de las gemelas?

—¿Cómo vamos, en tren o en coche?

—Esta vez vamos todos en tren, está cerca y bien comunicado.

—Mejor, más fácil. Además, si nos retrasamos volvería solo, el sábado

por la noche tengo concierto.

—Es verdad, no me acordaba.

Pepa y su familia disfrutan de la compañía de otras familias del colegio

de sus hijas. De tanto en tanto hacen excursiones cercanas, donde se llegue

en transporte público; si no, intentan llenar los coches, porque la mayoría son

conscientes de los problemas del medio ambiente. Para la familia de Pepa el

coche puede salir más económico, sobre todo si van lejos. Pepa siempre hace

cálculos entre el coste para el bolsillo y el coste para el medio ambiente, y ahí

tampoco lo tiene fácil. Algunas veces han hablado con su marido de vender el

coche y alquilar uno cuando lo necesiten. Pero la furgoneta todavía tiene vida

por delante; la mantienen en muy buenas condiciones. La utilizan cuando es

absolutamente necesario, lo cual no es muy a menudo, a pesar de la familia

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numerosa. La compraron cuando llegaron las gemelas, y su marido a veces la

usa también para los conciertos.

Pepa coloca la fruta del desayuno de las niñas dentro de las cajas de

plástico que ha ido reciclando de aquí y de allá. Una del queso fresco que

compró Cari en el supermercado, otra de sopa ecológica preparada que

compra en momentos de urgencia, otra del plato preparado que compró su

marido para su madre el día que Cari se puso repentinamente enferma.

—Mamá, ya pongo yo las cajas en mi bolsa del almuerzo y en las de las

gemelas.

—Gracias, cielo, eres una gran ayuda.

Pepa se admira de la cantidad de recipientes de plástico que acumulan,

a pesar de su política de minimizar compras de envasados. Ella prefiere

reutilizar estos envases de plástico a comprar fiambreras nuevas, la pequeña

sobre todo las rompe o las pierde a menudo. También reutiliza los recipientes

de vidrio donde a veces ponen el yogur casero o el kéfir, otras las mermeladas

o conservas de verduras que le gustan preparar cuando tiene tiempo. También

los utilizan para guardar las hierbas, los ajos, incluso guardan en botes de

vidrio los cubiertos.

—Mami, ¿dónde va el ciclaje? —pregunta Mar, mostrándole el envase

de yogur que acaba de tomarse.

—El reciclaje en el cajón debajo del fregadero, en el contenedor amarillo

al lado de los restos orgánicos.

Hace dos días que no tienen tiempo de hacer el yogur ellos mismos. En

cambio, han de estar constantemente pendientes del kéfir. Mar coge el

recipiente de plástico del yogur vacío y lo deposita en el lugar correcto. Pepa

mira a su hija con orgullo. Mar será siempre la pequeña para todos, porque

nació más tarde, y con menos peso que su gemela. Todavía ahora le preocupa

más que las demás. Está fuerte y se ve saludable, pero todavía va un poco por

detrás en muchos aspectos.

—Toni, ¿llevas tú a las niñas al colegio?

—Ningún problema, mi primera clase de saxo hoy no es hasta las diez.

—Entonces me voy, no quiero llegar tarde.

Pepa saca la bicicleta del trastero y, mientras sale, saluda al vigilante del

garaje. Con la crisis era más fácil pedalear por las mañanas, se redujeron los

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coches en la ciudad. Ahora parece que han vuelto a aumentar, aunque hay

muchos carriles bici que ha ido poniendo el ayuntamiento; también han

aumentado los usuarios.

Su escuela está cerca, aunque no tanto como la de las niñas, que irán

caminando. Por suerte el trayecto es sencillo, tiene carril bici de puerta a

puerta, y es bastante seguro. Aunque algunos ciclistas no parecen aceptar las

normas y a veces cometen infracciones graves. Claro que también los

peatones cometen excesos a veces. Incluso gente mayor que camina despacio

se salta los semáforos. Tal vez alguna de estas personas está perdida en su

mundo, como su suegra, y no se da plena cuenta de lo que hace. Se acuerda

de una escena, la mujer mayor desconcertada, ojos desorbitados, el marido en

el suelo tapado bajo la manta, la policía, la ambulancia. Pepa cambia de

pensamiento, no quiere deprimirse de buena mañana. Disfruta del sol en la

cara y del frescor de la mañana. Ya ha llegado, pone la cadena y entra.

La mañana discurre tranquila, los niños y niñas parecen reconfortados

por el sol espléndido que se cuela por las ventanas. Sin embargo, Pepa está

contenta de que fuera haga frío, últimamente el frío se hace de rogar y sabe

que es muy necesario. Algunas personas lo pasarán mal, sin embargo, porque

hay pobreza energética. En su casa casi nunca tienen que encender la

calefacción los últimos años. En parte por el calentamiento del planeta, pero

también porque su hermano, que es arquitecto, les revisó el apartamento, y les

dio muchas ideas, algunas muy sencillas y fáciles de implementar, como unas

gruesas cortinas, un buen aislante en el marco de las ventanas y en el cajón de

persianas. Como también revisaron el consumo eléctrico, desconectando todos

los aparatos cuando no se utilizan, la factura de la luz se les ha reducido. Pepa

es muy cuidadosa con el apagado de las luces en las estancias vacías, y lo ha

inculcado a sus hijas.

Al mediodía acompaña a su clase al comedor y sale a dar un paseo, no

muy lejos, a un parque cercano, a despejar la cabeza. Enseguida vuelve a

entrar. Comerá con varios colegas, y algunos padres y madres. Las cocineras

de su colegio son estupendas y algunas madres consiguieron introducir

productos ecológicos hace tres o cuatro años. Cada año el número de

productos ecológicos que se ofrecen a los niños aumenta, también los de

proximidad. A ella le gustaría que en la escuela de sus hijas también se hiciera,

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y con su amiga Elena ya lo están planeando. En algún sitio leyó que el

aumento de los productos ecológicos en los colegios podría contribuir a

aumentar la demanda y crear un mercado estable. Tal vez ayudaría a regular

los precios. En su casa intentan comprar productos ecológicos siempre que

pueden, o al menos de temporada y proximidad. Por suerte tiene una tienda

especializada en productos de proximidad cercana. También intenta comprar

en el mercado productos frescos acabados de recoger del campo en zonas

agrícolas vecinas. A Pepa le gusta mucho cocinar, e intenta comprar pocas

cosas empaquetadas, pero una vez más la complicada vida moderna interfiere.

Su marido en ocasiones se va fuera de concierto varios días lejos, y se queda

ella sola con la casa. Y entonces en ocasiones tiene que tirar de comida hecha

y productos elaborados para no volverse loca. Por suerte, es comida casera,

hecha a mano, con aceite de oliva virgen, como a ella le gusta. Hay empresas

que hacen comida ecológica para llevar, algún día de apuro debería probarlo.

—¿Qué será más ecológico, que cada persona haga su propia tortilla en

casa, o que alguien haga un montón de tortillas y las venda? ¿Y una sopa?

¿Tal vez el coste de hacerlas sea menor si se hacen en grandes cantidades?

Pero hay que añadir el transporte. Si son de proximidad, como en su tienda, ¿el

coste del transporte es bajo y compensa? —Pepa se hace preguntas como

estas continuamente, y no siempre tiene respuesta. Se pregunta si alguien la

tiene, aunque sabe que algunos científicos investigan los ciclos de vida de los

productos y deben de tener los cálculos.

Por la tarde, Pepa sale de la escuela y va al parque al lado de su casa.

Allí está su marido con las gemelas. Diana está en el conservatorio. Sus hijas

hacen pocas extraescolares, pero Diana quiere ser música como papá. Alba la

seguirá el año que viene, pero la pequeña Mar no quiere saber nada de eso.

En cambio, se pasa el día recogiendo piedrecitas, hojas, flores y frutos, y le

encantan los caracoles, los escarabajos y las arañas, que a veces coloca en

una cajita de plástico con lechuga.

—¿Vas a buscar a Diana?

—Sí, ahora voy.

Las gemelas se quedan jugando un rato mientras Pepa habla con otras

familias.

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—¿Sabéis que el mercado de intercambio de ropa de la escuela será el

jueves que viene?

—Fantástico, estaba esperándolo impaciente, nos estamos quedando

sin pantalones, sobre todo de las gemelas. De paso aprovecharé para dejar un

montón de ropa que se ha quedado pequeña.

—Guarda algo para las bolsas que llevaremos a la ONG que trabaja con

los de sexto.

—Creo que tendré para ambos.

—Tú tienes suerte, tu hermano te pasa mucha ropa de tu sobrina

—La verdad es que nos viene muy bien, porque la ropa de las niñas es

cara, y mi sobrina deja la ropa como nueva, no como mis gemelas. Pero

siempre hay cosas que nos faltan, aunque vaya pasando la ropa de mi mayor a

las pequeñas.

—Además, tú tienes la suerte de coser muy bien, haces unos remiendos

estupendos que ni se notan.

—Sí, es verdad, pero al final acaban destrozándolo todo, remendado o

no.

La ropa de la mayor pasa a las pequeñas, pero estas, sobre todo, la

rompen mucho. Las gemelas están colgadas de las barras, saltando de lado a

lado. Sus hijas son ágiles y fuertes, desde muy pequeñas trotan por el parque.

Las mira con admiración y orgullo.

—¡Mamá!

—¿Qué quieres, Alba?

—¿Me comprarás el disfraz de la película y la máscara para carnaval?

—Es verdad, carnaval, ya no me acordaba —exclama Pepa—. En mi

escuela tenemos un montón de trabajo durante aquella semana.

—Mamá, ¿me comprarás el disfraz, porfi, porfi?

—No cariño, haremos uno con ropa usada.

—Pero mamá, yo quiero que me compres ese disfraz de la tienda.

—Pues no puede ser, no tenemos tanto dinero.

—El mío me ha pedido un disfraz nuevo y se lo he comprado —dice su

amiga con cara compungida— y en el armario tiene varios y no se los pone.

—Al menos de aquí a un par de meses tendremos en el colegio la feria

de intercambio de juguetes.

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—Es verdad, podemos aprovechar para dejar los que ya no usan.

—Lo cierto es que a mis hijas les cuesta mucho deshacerse de los

juguetes viejos, las gemelas ya tienen seis años y la mayor nueve, pero todavía

juegan con sus juguetes de bebés.

—El mío se cansa enseguida de los juguetes, pero se los escondo y

cuando se los saco se vuelve loco de alegría.

—Eso hacemos también nosotros, pero voy a tener que tomar una

decisión y, además del intercambio, empezar a regalarlos. En realidad, ya

empecé con la mamá de Aitor y su hermanita pequeña. Pero mis hijas juegan

mucho con todo, juegan de maneras diferentes, les dan nuevos usos; usan

tanto la creatividad con ellos, que hasta ahora me daba pena darlos.

—Demasiados juguetes tienen todos.

—Tienes razón, y después se pasan las horas entretenidos con una

simple chapa o una piedra.

Después de un rato de juego, las gemelas están cansadas y a Pepa

todavía le quedan tareas pendientes. Así que se van a casa. Toni ha llamado y

ha dicho que se retrasan un poco; van a comprar partituras. Abre el portal, las

gemelas se adelantan y suben corriendo por las escaleras.

—¡Te hago una carrera!

—¡A que yo llego antes!

Aunque viven en un tercero, acostumbran a subir las escaleras

caminando. Naturalmente, resulta cómodo tener un ascensor cuando vienen

cargados o cuando las niñas están muy cansadas. Pero Pepa no entiende a su

vecina del primero. Le parece estupendo que una mujer madura que vive sola,

jubilada, con los hijos independizados, cuide su salud y vaya al gimnasio. Pero

le sorprende que cuando llega a casa siempre suba en el ascensor. Le ha

lanzado indirectas varias veces, pero su vecina no se da por enterada.

—Hummm… ¿En serio? —le responde haciéndose la distraída.

Tuvo más suerte con la chiquilla del segundo, se sonrojó cuando le

insinuó que utilizar las escaleras desde su piso era fácil, bueno para la salud y

beneficioso para el medio ambiente; por lo menos se dio por aludida.

—Me estoy convirtiendo en la vecina regañona y metomentodo de la

escalera —piensa Pepa.

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Pepa propondría muchas mejoras para aumentar la sostenibilidad en el

edificio. Por ejemplo, podrían montar un huerto ecológico común y cultivar

verduras en la azotea. Sería fácil y divertido. También podrían poner placas

solares y obtener energía para al menos iluminar la escalera, tal vez para agua

caliente. Pero en este edificio antiguo viven muchos pensionistas, y aunque el

barrio sea de clase media, sospecha que no todos pueden permitirse la

inversión. Incluso entre aquellos que pueden, no está claro que se pusieran de

acuerdo. Pepa piensa que podría buscar subvenciones, en los edificios

modernos ya se incluyen estos servicios, seguramente habrá ayudas para los

edificios antiguos. Después se trata de hacer un trabajo de hormiguita para

convencer a todos.

Pepa prepara las bolsas de la compra y descuelga el carrito del armario.

Le sorprende la cantidad de bolsas de plástico que han acumulado, a pesar de

que en su casa todos van a la compra con bolsa propia. ¿Qué debe de pasar

en las casas de la gente que no solo no reducen su consumo, sino que incluso

paga por ellas en el supermercado? Deben de tener la casa llena, del suelo al

techo, como un enorme monstruo flexible. Pepa sonríe mentalmente,

últimamente se deja llevar fácilmente por la imaginación. Pero tiene muchas

cosas que hacer todavía.

—Me voy a comprar —informa desde la puerta.

Pone en el carro la bolsa con ropa demasiado estropeada para dar o

intercambiar, la tirará en el contenedor de ropa usada cuando pase por el

parque. Una mujer pobremente vestida se le acerca.

—¿Tiene ropa de niño para darme?

—Solamente puedo darle ropa de niña menor de seis años, la tengo en

casa, ¿le sirve?

—No, gracias, tengo dos hijos más mayores, ninguna niña.

A su regreso, cargada con la compra, Pepa ve a un joven africano

empujando un carrito de supermercado con varias piezas metálicas. De

repente se le ocurre una idea.

—¿Te interesa un calefactor de metal?

El chico la mira, parece que la entiende con dificultad. Tiene unos ojos

negros, inteligentes y vivos, que destacan sobre su piel oscura. ¡Qué joven es!,

piensa Pepa. Y se estremece.

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—Metal…, sí.

—Espera un momento, ahora te lo bajo. ¿Te gustan los plátanos?

Los ojos del chaval, casi un niño ahora que lo ve más de cerca, se

iluminan.

—Toma —le dice Pepa arrancando un plátano del racimo que ha

comprado.

Pepa sube a casa a buscar el calefactor viejo que se estropeó, no hay

manera de arreglarlo, aunque por suerte ya no lo necesitan. Considera que le

va a dar un buen destino. Se acuerda del recuperador que les ayudó a sacar

muebles cuando vaciaron el piso de su suegra. Hicieron un trueque

espontáneo, ayuda a cambio de metal. También llevaba un carrito con piezas

metálicas, ella se quedó vigilando mientras su marido y el recuperador bajaban

la nevera. Aquel chico ya no era tan joven, estaría entrada la treintena. Les

explicaba con orgullo que ahora tenía un trabajo de media jornada por las

mañanas, como si no quisiera que le tomaran por un pordiosero. El trabajo

dignifica, y la crisis se ha llevado por delante demasiada dignidad, piensa Pepa.

¿Qué pasará en el futuro, cuando las máquinas hagan los trabajos más

pesados? Como maestra, Pepa sabe que cada persona tiene intereses y

capacidades que habría que cultivar. Una sociedad del conocimiento, donde

cada uno saca lo mejor de sí, deportes, artes, letras, ciencia, sin tener que

preocuparse por los trabajos más pesados, piensa Pepa.

Cuando abre la puerta se encuentra con una sorpresa.

—Mamá, la Abu se ha vuelto a escapar.

—Disculpa, Pepa, la vecina entró un momento para pedir un poco de

harina y se me escapó —Cari la mira con rostro compungido—. Solamente abrí

la puerta un momento. —Habitualmente dejan la puerta cerrada con llave para

que su suegra no escape.

Su vecina utiliza poco la harina, y de tanto en tanto le pide un poco para

que no se estropee la suya. A cambio le regala patatas del huerto de sus

padres. A Pepa le parece bien el intercambio, aunque igualmente le daría la

harina.

—¿Estuvo fuera mucho rato?

—No, la encontró una vecina y la subió.

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Se imagina a su suegra en la calle, perdida y sola; Pepa se echaría a

llorar. Hace poco salió en las noticias un señor que se separó de su cuidador

cuando lo llevaba al hospital. Lo encontraron tres días más tarde, junto a las

vías del tren, acurrucado y sin vida. Pepa abraza tiernamente a su suegra.

—Estaba tranquila y se dejó llevar, le dijo que se iba a su casa, que en

este piso vivían sus primos. Por suerte, ella recordaba el número, y la vecina la

reconoció.

El piso donde viven era de los primos de su suegra, no tuvieron hijos y

pasó a ellos. Su suegra vivió aquí un tiempo de pequeña, han pasado al menos

sesenta años. Pero esta tarde no se acordaba que ahora vive aquí con su hijo y

sus nietas, con ella. ¿Cuántas personas que viven en la calle estarán en esta

situación?, reflexiona Pepa. Gente que ha perdido la identidad, fantasmas que

vagan sin rumbo por la ciudad. Un día salieron de sus casas y no encontraron

el camino de vuelta. Imagina que la policía debe de buscarles. Pero ¿y si los

familiares no les quieren? ¿Y si no tienen familiares?

—Iba con su jersey negro de cuello alto, las zapatillas, la bata por

encima…

—Cari parece también a punto de llorar.

—Dejémoslo, no ha pasado nada, pero habrá que vigilar más.

Pepa coge el calefactor, y recuerda que también hay alguna otra pieza

metálica preparada para llevar al punto verde. ¿Estará en el trastero?, se

pregunta Pepa. No, aquí está.

Pepa está haciendo la cena. Ayer coció una gran cantidad de verdura

que se comieron todos muy a gusto. La verdura es ecológica y la compró en su

escuela; la compañía que suministra a la escuela ha empezado a vender

también a las familias y Pepa lo aprovecha. Ahora hará una crema

reconfortante con las sobras. Mientras tanto, Toni ha llegado con Diana.

—¿Sabes que las gemelas quieren que les compremos disfraces nuevos

para carnaval?

—¿Y qué les has dicho?

—¡Que no, naturalmente!

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A Pepa le gusta mucho coser y también hacer manualidades. Su trabajo

como maestra le proporciona muchas oportunidades. Continuamente están

haciendo objetos y dibujos con los niños.

—Sabes que no ven la televisión muy a menudo, pero aun así se

conocen todos los anuncios. Es frustrante.

—No te agobies, lo único que podemos hacer es tratar de orientarlas,

pero tenemos a todas las compañías conspirando contra nosotros para

conseguir que consuman —bromea.

Pepa piensa en todas las concesiones que ha tenido que hacer en la

crianza de sus hijas. No es fácil ir contra corriente. Le pasó con el azúcar y las

chuches, nunca pensó que entrarían en su casa, pero le cuesta mucho

mantenerlas fuera. Mientras tanto, Toni acaba de cortar las fresas, que cada

día llegan antes al mercado procedentes de los invernaderos, y que se estaban

pasando.

—No lo entiendo, intentamos tener la nevera al día, consumir los

alimentos e intentar que no se pasen, y al final siempre queda algo escondido

en el fondo que hay que consumir corriendo.

—Bueno, al menos hemos conseguido rescatar estas fresas, cortadas y

con un poco de miel por encima estarán de muerte.

—La verdad, las prefiero tal cual, son muy dulces.

—Al menos los restos sirven para el compostaje —dice Toni mientras

tira las partes estropeadas al reciclaje orgánico que reposa junto a los demás

recipientes bajo el fregadero—. ¿Qué te parecería si montamos un huerto en el

balcón?

—Me parece bien. ¿Lo cuidarás tú?

—De acuerdo, pero cuando esté fuera tendrás que ocuparte tú.

—Lo haré.

Las niñas duermen, la abuela también. Pepa en el sofá se arrebuja bajo

la manta, relajada por fin después de un largo día. Le gusta leer, devora los

libros. Algunos los compra, otros los pide prestados en la biblioteca. En el

colegio de sus hijas han empezado un proyecto mensual de intercambio de

libros. Pero estos “Entremeses” de Miguel de Cervantes que tiene en la mano

los ha rescatado del punto verde, y están muy sabrosos. Pepa se sonríe de su

propio chiste fácil. Su marido levanta la vista por encima del periódico.

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—¿Todo bien?

—Todo —ahora le sonríe a él.

—¿Otro día sin novedad en Fort Apache?

—Sí —musita.

—Pues vámonos nosotros también a dormir.

Y Pepa siente su mano cálida y su hombro reconfortante, mientras

apagan la luz.

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SEGUNDAS OPORTUNIDADES Elora Schultz

Soy una Vega Sicilia gran reserva. Mi vidrio no es una vasija para un

caldo cualquiera. Repito, soy una Vega Sicilia, estoy hecha para albergar vino

de alta calidad; algo así como un maniquí, percha perfecta, templo inmaculado,

útero destinado al esperma de un alto potentado. ¿Ustedes imaginan a la

Schiffer, la Campbell, la Hadid o la Vodianova en la cama con el mecánico que

repara su Porsche o el albañil que alicata el mármol de la cocina de su casita

en Los Hamptons? ¡Qué imagen tan denigrante! Solo una mente pervertida

puede imaginar esa rocambolesca escena.

Desde mi rincón de la vinoteca tengo una excelente panorámica de la

calle Iturrama de Pamplona. Es un buen barrio. Gente que habla y viste bien,

aunque las mujeres sean un tanto clásicas y sosas en el uso del color; parece

que solo conocen la gama de los tonos tierra o el azul que se perfila entre el

marino y el gris. Espero que llegue el verano y el colorido invada la calzada. Si

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me dan a elegir, hubiese preferido el cosmopolitismo de Barcelona, pero

Pamplona es una ciudad provinciana, pese a la cercanía de Francia. ¡Ah,

Francia! Quien dice Francia, dice París. Paris, je t’aime. Ese debiera ser mi

destino. ¿Se imaginan esta superbotella española compitiendo con las grandes

de Francia? ¿Por qué no? Nieves Álvarez ya ha desfilado en numerosas

ocasiones durante la semana de la moda de París, y no tiene nada que envidiar

a esas top francesitas.

Es una buena piel esta que me acaricia. Me sujeta con precisión y

delicadeza al mismo tiempo. Parece que quien lleva estos guantes sabe lo que

busca. Lee mi etiqueta y me coloca nuevamente donde estaba. Toma otra de

mis colegas y repite el mismo proceso. Vuelve a mí y se dirige al mostrador.

—¡Envidiosa! —digo a mi compañera.

—¡Zorra! —responde esta.

Mientras, el hombre de las manos enguantadas, zapatos relucientes y

abrigo de paño verde oliva entrega 650 € al dependiente que, contento tras la

venta, le devuelve calderilla. Agradezco que me haya envuelto en un precioso

estuche bien armado, pues soy tan delicada que fácilmente podría resfriarme.

Qué calentita estoy en el asiento de copiloto del Saab, escuchando a Brahms,

Bach, Beethoven... ¿Quién, quién es? Espero acabar en casa de algún amante

de la buena música, pues reconozco que tengo alguna lagunilla al respecto,

aunque una chica como yo no necesita demasiados conocimientos para brillar

por sí misma.

Atravesamos el pasillo central de la sala del banco Santander de la

famosa Plaza del Castillo de Pamplona. No sé qué hago aquí, yo esperaba

llegar a casa del elegante enguantado mientras se acerca la cena de

Nochebuena o Nochevieja. Algún motivo importante le obliga a llevarme con él.

El director de la sucursal le saluda efusivo y le acerca una silla. ¡Qué horror!

Deja la bolsa y el estuche que me protege en el suelo, a sus pies.

Verdaderamente no es tan delicado como suponía. Tal vez no esté mal

cambiar de manos. Y eso es lo que sucede. Tras agradecer su profesionalidad

y buen hacer al director, me ofrece a él como detalle anticipado de Navidad y,

aunque este le recuerda que ese es su deber e insiste en que su ética personal

le impide aceptar regalos, se ve obligado a tomarme. La verdad es que es un

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poco tontorrón, pienso yo, pues no debería rechazar tal regalo. Creo que sí,

que es un tipo honesto en un mundo carcomido por corruptelas.

¡Vaya chalé tiene Juan Pedro Oronoz, Juan para la familia y amigos, en

Gorraiz! Se ve que ésta es una urbanización de calidad a las afueras de

Pamplona. Es un buen sitio para ser descorchada. Su mujer, Marisa, va muy

bien peinada y huele a Yves Saint Laurent. Creo que este es mi lugar hasta las

próximas fechas navideñas.

Me he acostumbrado a esta serena rutina familiar. Juan madruga,

escucha las noticias por la radio y marcha al banco. Al terminar el día, escucha

imperturbable los chismorreos de su mujer, el empeño de ella por ennoviar a su

hija Beatriz con el amigo de su hijo Tomás. Juan sabe que Beatriz es

temperamental y soñadora y que está enamorada del periodista que ha

costeado la matrícula de su carrera con una beca merecida, gracias a su

esfuerzo y buenas notas. Al padre le gustan los tipos así, luchadores,

perseverantes y con talento, como Jaime y su propio hijo. Además, Jaime es un

hombre comprometido con la sociedad, siempre busca tiempo para colaborar

en la ONG de la que es miembro activo con Beatriz. Deduzco, por todas las

conversaciones que alcanzo a escuchar en esta casa, que tanto Juan Pedro

como su primogénito son honestos en su trabajo y conciliadores con aquellos

con quienes trabajan, Tomás en el laboratorio y él en la entidad bancaria, pero

ninguno de ellos tiene no sé si tiempo o ganas de echar una mano a Beatriz.

Esta chica acabará mal, viviendo tan bien como vive, puede acabar en un piso

de protección oficial, si sigue con este novio. Debería escuchar los consejos de

su madre y utilizar más la cabeza y menos el corazón, al fin y al cabo, el amor

pasa, pero las estrecheces económicas pueden arruinar un buen vivir. Jaime

pudiera ser un digno pasatiempo porque no solo tiene cuerpo atlético sino

también una sonrisa, unas pestañas, unos rizos…, y cuando habla, cómo

convence y seduce. Sospecho que hasta la boba de Marisa se derretía por él.

Hoy Juan Pedro volvió a casa temprano porque su mujer últimamente le

reprochaba el escaso tiempo que tiene para ella. Ha llegado con un ramo de

rosas y un par de entradas para la película que ella quería ver, pero Marisa

estaba ensimismada escuchando una disputa de los Kikos, el Matamoros y el

otro, en Sálvame. Necesitaba un rato para ver en qué quedaba aquella trifulca

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y después perdería una hora más ante el espejo, probándose varios modelitos

hasta que definitivamente elija el primero que se probó.

—¡Papi, ven a la cocina a tomar un café con nosotros! —Esta fue la

demanda que salvó a Marisa de un ataque por parte de su marido. Furibundo,

se apaciguó al ver a la chica y su novio. Se hacían bromas mientras transcurría

la tarde y, antes de despedirse, el padre me cogió y entregó a Jaime.

—Sé que tu padre no está pasando un buen momento, toma, deséale

unas felices fiestas de mi parte y compartidla juntos.

Miedo me da esa nueva mudanza. Jaime es un conquistador, aunque

pobre. Marisa siempre recordaba a Beatriz que este vivía en La Chantrea y

parecía que eso era un estigma. De hecho, añadía que lo ocultaba a su

hermana para que no descubriese lo bajo que había caído su sobrina. Ahora

era yo quien descendía de primera a segunda división o más bajo todavía,

quizá hasta regional. Acabaría en una cocina, al lado de un vulgar brik Don

Simón que me tutearía como si fuésemos iguales, rozando un plato con

taquitos de queso y jamón barato para picotear, a modo de aperitivo. ¡Una

Vega Sicilia como acompañante de aperitivo barato de domingo!

¿Por qué Jaime me esconde en el armario de su habitación, en medio

de una pila de camisetas deportivas? Supongo que me reservaba y escondía a

modo de regalo sorpresa para su padre. Es una pena, porque desde allí no

veía nada el mundo donde reinaba. Ligeramente podría describir el habitáculo

de Jaime, de pequeñas dimensiones, con la cama a un lateral y, en las otras

paredes, librerías sencillas de estas tipo Ikea, abarrotadas de libros, junto a una

mesa de estudio con flexo de arquitecto y una foto de su chica. Eso es todo lo

que ojeaba cuando abría la puerta del closet, como diría mi amiga Abraxas, la

botella californiana… Pero al menos he agudizado mi oído y no se me escapa

ninguna conversación.

La mamá de Jaime se llama Lola, bueno, Dolores, pero todos la llaman

Lola. Le gusta poco la tele y mucho la radio; lee tanto como su hijo, y duerme

poco. Habla con él todo lo que no puede hablar con su marido, que es un

broncas y un amargado, quejándose siempre de su mala suerte. En la fábrica

donde trabaja han despedido a una tercera parte de la plantilla y el resto se ha

visto obligado a reducir horario y sueldo. Cuando no está en casa, se respira

paz: Jaime pone en la minicadena de segunda mano algo de música italiana de

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los 70 y comenta con la madre sus planes; consulta con ella las diversas

ofertas de trabajo que recientemente le han ofrecido. Lola le empuja, porque

sabe que es capaz de renunciar a sus sueños por ayudar a su familia y no

separarse de Beatriz. Le convence para que elija la oferta que más le atraiga,

tal como también le sugiere su chica. Tiene que empezar a vivir por sí mismo y

escaparse de esa sombra paterna que, aunque le quiere, le ahoga y ata a su

lado.

De nuevo, el padre regresó algo tomado. Se me escapa parte de la

disputa que tiene con su mujer. Ella le reprocha su estado y él contraataca

insultando a la familia de ella. Tiene motes para todos sus cuñados y resucita

rencillas familiares desde ya hace más de veinte años. ¡Es un hombre tan

vulgar y acomplejado! No tiene argumentos, solo insulta, blasfema y grita, grita.

Cree que elevar su voz y mostrarse como un hombre airado le hace más fuerte.

Quisiera decirle a Lola que se marche, que es un mierdecilla sin ella, que no se

merece a ese tipejo; pero sé que no me hará caso, porque ella también sabe

que él, solo, se hundiría del todo y que la necesita para sobrevivir, aunque

nunca se lo reconocerá. Además, está el hijo, que quiere tanto a ambos, que

lucha por quitar a su padre de esa adicción que antes no tenía, que se esfuerza

en sus estudios no solo porque le gusta lo que hace y es competitivo, sino

también porque necesita becas que ahorrarán a sus padres un dinero

necesario en casa.

Escuchando tantas intimidades he logrado aprender bastante más de los

humanos. Hay quienes carecen de un vestuario de marca, otros exhiben

orgullosos sus Nike, Lacoste… Algunos son compasivos, amigables,

preocupados por sus semejantes; otros parecen cuerpos sin alma. Creo que a

Jaime le despreocupan los términos glamour, clase, estilo, charme… es un

joven que lleva ropa deportiva, vaqueros, camisetas y sudaderas que no son de

marca; pero tiene cuerpo y un alma limpia. Lola se hace la ropa. Le gusta

coser, le relaja y le permite economizar; también aprovecha parte del vestuario

que desecha una prima suya con la que se lleva muy bien. Es partidaria de

reaprovechar objetos, de darles una nueva vida. Sostiene, cuando su marido le

grita que no quiere desechos de otros en su casa, que ojalá no solo los objetos

sino también las personas tuvieran segundas oportunidades.

—Segundas oportunidades nunca fueron buenas —responde él.

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Ella le desoye y así apaña el vestuario y redecora la casa, pinta en marfil

los escasos muebles del salón para dar más luz a la estancia y sustituye las

cortinas descoloridas por otras nuevas que retiró la prima. Incluso gran parte de

sus lecturas son libros de segunda mano, comprados en tiendas dedicadas a

este tipo de comercio.

Veinte días de convivencia en esta casa y ya me veo obligada a una

nueva mudanza. Los enamorados han decidido mi destino. En Nochevieja

tienen por costumbre cenar con los chicos que acuden a la ONG para hacer las

tareas escolares. Esa noche, los voluntarios, los chicos con dificultades y sus

padres celebran juntos el fin de año. Es una cena informal donde cada uno

aporta algo de su tierra. Así, entre tarta de almendras marroquíes, sancocho

colombiano, plátano dulce de Ecuador y no sé qué productos de otras latitudes,

cometerán la torpeza del descorche de una Vega Sicilia. Es un delito. ¡Qué

mala combinación de productos y sabores! Me gustaría llamar a Chicote y

pedirle que acudiera en mi auxilio. Es mi descenso al infierno.

Al menos, Jaime hizo los honores. Unas manos de escritor para una

chica como yo, no está mal, si ignoro el contexto en el que me encuentro. Él

sirvió un trago largo a los adultos que acercaban los vasos de cristal. Sí, lo dije

bien, cristal o vidrio. ¿Qué esperaban ustedes, unos de plástico de los chinos,

de esos de todo a 0’60? Ah, no. A los chicos aquí no solo se les ayuda en sus

trabajos escolares, también se les educa y uno de los principios básicos es el

cuidado del medio ambiente, por lo que el plástico se evita, si se puede, pues

es altamente contaminante y difícil de degradar. Aquí también se utiliza vajilla

de cerámica o loza, aunque baratita, y, como es de suponer, un solo plato hace

la función de tres –llano, hondo y de postre–.

Otro de los principios es el de la participación o colaboración entre todos.

Yo prefiero un servicio pagado. Eso de cargar cajas, poner la mesa, limpiar y

efectuar trabajos primarios de este tipo son más propios de gente que carece

de ciertos dones o habilidades, bien pudiera ser la belleza, la inteligencia para

la música, la pintura o, por ejemplo, la ciencia.

Al finalizar la cena, un chico chileno, su padre y sus tíos desenfundaron

unas guitarras e interpretaron unas melodías de su tierra. Yaritza, la cubana,

hizo una magnífica imitación de Celia Cruz. Finalmente, los más jóvenes se

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decidieron por un karaoke. Sí, lo confieso, disfruté en este ambiente, alternativo

diría yo, por evitar llamarlo de otro modo.

Ya más tarde, cuando decidieron limpiar la sala, Beatriz les recordó que

recogiesen los vidrios con cuidado, evitando que se rompiesen pues cuando

comenzase de nuevo el colegio, ese primer sábado, tendrían un taller de

manualidades y pensaba aprovecharlos para ello. Yo, cuyo destino creí que ya

había terminado, iba a ser aprovechada en las actividades de la ONG. No sé si

eso me alegraba o me entristecía más. Tenía una segunda oportunidad y me

asustaba. Recordaba la sentencia del padre de Jaime: segundas oportunidades

nunca fueron buenas. Hasta ese momento, quedaría relegada junto a alguna

otra de menos categoría y botellines de Fanta y Coca Cola en una gran caja de

cartón.

El diez de enero, manos adolescentes me sujetaban con interés. Eran

cálidas, suaves y rápidas en sus movimientos; manos desnudas, sin joyas;

manos sabias, pese a su poca experiencia; manos que aún tendrían que

experimentar numerosas aventuras vitales. Eran las manos de Andrés

Orellana, oriundo de Guatemala.

Andrés escuchaba con interés las explicaciones de Beatriz sobre la

decoración del vidrio mediante la técnica del decoupage. Les mostró una

botella que ella había preparado y, francamente, quedaba bien bonita. Había

traído para trabajar varias servilletas con diferentes motivos. Andrés eligió para

imprimir sobre el cristal una cadena de florecillas azules que le recordaban

mucho a unas flores salvajes de su tierra que olían muy bien. De hecho,

cuando estuvo allí, ya hace cuatro años, su madre cogió unos ramilletes y los

colocó en la casa de la abuela para perfumarla y protegerla del mal de ojo.

El sábado siguiente finalizaron el trabajo, pues había que dejar secar la

capa de barniz para vidrio. Beatriz elogió el trabajo de Andrés; se ve que el

chico era buen artesano. Yo me sentía rara, no sé, no era yo. Todo mi cristal

estaba cubierto por una capa de pintura azul turquesa y, tanto la parte superior

como la inferior quedaban adornadas por una corona de florecillas azul azafata.

Todo giraba en torno a diversos matices de azul, el color favorito de la madre

de Andrés. Recuerdo que tuve la sensación que, tal vez, pudiera experimentar

Lola cuando confecciona sus vestidos, orgullosa al ver lo bien que le queda una

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prenda hecha por ella, sin nada que envidiar a otra comprada en el Corte

Inglés. La verdad es que no lucía mal, claro que con un Carolina Herrera…

El chico me llevó a su casa y me ofreció contento a su madre, el día que

regresaba de cuidar a un matrimonio de ancianos (en su tierra era maestra), un

viernes ya anochecido, pues ella estaba interna desde el domingo a las nueve

de la noche hasta el viernes. Siempre celebraban el regreso de la madre con

un helado, y en ese momento, el del helado de vainilla y chocolate con pepitas

de cacao, me entregó envuelta en papel de periódico viejo rodeado por una

cinta de pelo azul, detalle de Beatriz. A la madre le gustó mucho el regalo y el

padre añadió que estaba muy contento de seguir teniendo artesanos, porque

toda su familia siempre había trabajado muy bien la madera, eran buenos

ebanistas y así un pintor completaba ese clan familiar.

El día siguiente, la madre compró unas flores, tres blancas y una azul,

para colocármelas. Quedé así a modo de jarrón en el dormitorio de los padres,

que hacía también función de salita de la familia Orellana, pues compartían

piso con otra familia de su pueblo. Ya ven, de la mansión Oronoz a la mitad del

piso Orellana en barrio obrero. Dos habitaciones y un baño para cada grupo,

más una cocina compartida por todos. Andrés, de doce años, y su hermano,

Jorge Sebastián compartían una, la otra era para los padres.

Esa era mi segunda oportunidad. No era lo que hubiese esperado de mi

destino, pero tampoco estaba mal. ¿Me están oyendo bien? Sí, no me

gustaban los olores de gente arracimada en la casa, detestaba esos pocos

muebles mal combinados, pero la familia no estaba mal. Durante la semana,

quedaba con el padre, que hacía el rol de madre, y los chicos; durante el fin de

semana, todo brillaba con la presencia de la madre. Eran muy religiosos,

rezaban todas las noches. Siempre estaban contentos y, poco a poco, me iban

contagiando de un optimismo ingenuo, que realmente no comprendía muy bien.

¿Será que la naturaleza de los que tienen poco se conforma más fácilmente?

¿Será que necesitan menos? ¿Será que han descubierto el secreto de la

felicidad? Aún no lo entiendo, pero no me sentía mal compartiendo sus vidas.

Además, hablaban tan, tan bonito. Utilizaban palabras y expresiones que por

aquí no se escuchan y en un tono más cantarín.

Me miraban siempre tan bien. La mamá siempre decía complacida que

era un jarrón relindo, y yo, que estaba al lado de un espejo, llegaba a verme

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única, mejor dicho, único, pues ahora era jarrón de flores frescas, que

cambiaban cuando empezaban a ponerse feas. No les sobraba el dinero, pero

no les dolía gastar unos pocos euros en tres o cuatro flores naturales.

Ya se acercaban las vacaciones de Semana Santa y la ONG iba a

participar en un encuentro solidario con diversas asociaciones benéficas. Entre

todas organizarían un rastrillo para recaudar fondos, tendrían que aportar

objetos a los que pondrían precios simbólicos. Jaime y Beatriz pidieron a los

chicos colaboración y les sugirieron que añadiesen algo de su propia cosecha.

Andrés llevaría un tapete guatemalteco con motivos étnicos. La madre le

recordó que eso le pertenecía a ella y lo daría gustosa; pero él tendría que

donar algo suyo. ¿Por qué no aquel jarrón hecho con sus manos? Ella podría

prescindir de él, a fin de cuentas, no lo recibió ni en su santo ni en el día de la

madre. Debían ser generosos y recordar que ellos bien habían vivido de la

generosidad de personas anónimas. El chico se sintió lastimado, pero entendió

la postura de la madre. Era costoso desprenderse de aquello que tenía valor

para ellos, pero solo tendría mérito ofrecer algo apreciado. Nuevamente, mi

destino cambiaba de rumbo.

Me veía como una trotamundos, perdón, un trotamundos, pues no era

botella sino jarrón. Tal vez, dentro de mí vivía un espíritu burlón y aventurero.

Había sido feliz en aquella mini vivienda, pero no me importaba salir de mi

cómoda rutina. Ya no tenía miedo, había bajado en la escala social, de White

collar to Blue collar worker. Claro, que pudo haber sido peor, por ejemplo, como

acompañante de un homeless alcohólico, tumbado al lado de un chucho sin

pedigrí. Y, aunque mi estatus y mi orgullo sufrieron un duro golpe, aprendí algo

que llaman valores humanos, incluso descubrí la emoción de la aventura, el

riesgo.

Posaba estiloso, recuerden que soy jarrón o florero, como ustedes lo

prefieran, al lado del tapete, de unas pequeñas matrioskas eslavas, un cenicero

y un plato cerámico de Talavera de la Reina, un par de guacamayos

ecuatorianos, unos cuencos y unas pipas de mate gauchos, unos manteles

individuales rumanos, varias máscaras y un tambor africanos; además, un

sinfín de figuritas confeccionadas con papel por los chicos de la ONG. En las

mesas contiguas se ofrecían comestibles de cooperativas de los llamados

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países en vías de desarrollo: café y chocolate de Colombia, Perú, Ecuador y

Angola, infusiones variadas de Asia, vinos de Bulgaria y Rumanía…

Las mesas de comienzo y fin de cada fila conquistaban el paladar con

conservas de la huerta navarra, donadas por los productores locales:

alcachofas de Tudela, pimientos del piquillo de Lodosa, espárragos de otros

pueblos de la Ribera, tintos, claretes y blancos de bodegas de renombre. Todo

un lujo para amantes del buen comer y beber.

Amenizaban la jornada diversos grupos musicales y varios monitores

infantiles se ocupaban de los pequeños molestos en una zona adecuada para

ellos; de esa forma los padres podían moverse libremente por los diferentes

puestos, adquirir algo y colaborar con aquella acción solidaria.

Me manosearon con cuidado media docena de veces, la última de ellas,

yo diría que casi me acariciaba. Me repasaba con esmero, ya sabía, por la

forma en que me tocaba, que le había gustado. La señora rubia que me

sostenía preguntó a la chica de la mesa por mi historia, añadió que ella, cuando

adquiere algo, desea conocer su origen. La chica respondió que me había

trabajado un niño que acudía a los refuerzos escolares de una ONG

participante en aquellas jornadas. La mujer entregó 100 € y añadió que valía

mucho más que los 25 € que marcaba la etiqueta. Como pueden imaginar, no

aceptó la vuelta.

Aquella mujer se llamaba Rebeca y vivía en Madrid. Hacía dos días llegó

a Pamplona a visitar a su hermana Sole, casada con un notario de la provincia.

Eran únicas hermanas de una buena familia madrileña. Sole, desde su boda,

se instaló en el Norte, mientras Rebeca seguía en la capital, viuda, bien situada

económicamente y con cuatro hijos, de los que solo una, la tercera, vivía en

casa haciendo compañía a la madre. Le gustaba recorrer la geografía navarra

con su hermana y perderse en los pequeños pueblos de la montaña, donde tan

bien se come. Ya en la capital navarra acudían a espectáculos, que casi

siempre le parecían pobres si se comparaban con los de Madrid, y

especialmente a los diversos mercadillos benéficos.

Al mostrarme a su hermana, le dijo que había encontrado una joya. Ya

ven, ahora era la joya de la corona. La hermana le reprochó haber sido

demasiado generosa, a lo que añadió:

—Nunca se es excesivamente generosa, Sole, recuérdalo.

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Una semana más tarde, tomaba el tren para Madrid y se instalaba

nuevamente en la urbanización privada. En cuanto se marchase Isabela de

casa, la pondría en venta y se instalaría en el centro. Hasta ahora se lo habían

impedido los hijos, pues a ellos les encantaba la seguridad de la zona, el jardín,

la piscina, además de los amigos, todos ellos habitantes de la misma zona;

pero a ella le asfixiaba ese ambiente cerrado, donde se competía por ser o

tener algo más, siempre presumiendo. Allí los coches se renovaban cada tres o

cuatro años, no se repetía ropa de la temporada pasada, salvo los modelos

exclusivos que son atemporales, y entrometerse en la vida del vecindario era el

entretenimiento favorito.

Rebeca había sobrevivido a aquel ambiente porque se había mantenido

al margen, prefería que la considerasen extravagante o asocial. Asumió como

propio el leitmotiv de Timón y Pumba de El Rey León de Disney, vive y deja

vivir, y se dedicó a sus hijos, inculcándoles buenos principios. Sus amistades la

felicitaban por ello, lo había hecho bien, podía presumir de su troupe.

Ahora había comenzado el momento de mirar solo para sí, pues Isabela

se casaba en una semana y dejaba la casa. Seguro que notaba su vacío, esa

compañía alegre y esa sensibilidad tan parecida a la suya, pero tenía tantos

proyectos que estaba segura de no deprimirse por ello, además era la excusa

perfecta para dejar la casa. Alegaría que era demasiado grande para una mujer

sola, que su mantenimiento suponía un gasto excesivo y que siempre la

obligaba a depender de coche o autobús urbano. Sus vecinos difundirían

rumores maliciosos, como que estaba arruinada o que vivía una aventura

posiblemente con un hombre demasiado joven y prefería no ser vista con él.

Seguro que alguien añadía que un día la habían visto de la mano, en Argüelles,

con un chico de la edad de su hijo mayor. ¡Lástima no poder grabar la inmensa

maraña de chismes y tonterías que aquella gente ociosa era capaz de inventar!

Con razón no seguía las telenovelas, la vida estaba llena de guiones

novelescos.

Por el momento, tenía una semana para ultimar detalles de la próxima

ceremonia. Ellas, madre e hija, hubieran optado por algo íntimo y sencillo, pero

el novio prefería algo más rumboso y, por ello, llegaron a un acuerdo.

Aceptarían más invitados, pero menos derroche y estridencias; la ermita la

elegiría la chica, el lugar donde comer él y el menú, entre ambos.

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Rebeca entregaría dinero a los novios, una cifra relevante, para

acomodarse bien en París, que era una ciudad sumamente cara. Él estaba

destinado en la embajada española, y ella había encontrado trabajo en un

organismo internacional como traductora. Era un buen lugar y acudiría

encantada a visitarles y, de paso, podría tomar unas crepes con su amiga

Esperanza, quien decidió vivir allí ya hace muchos años, mientras aprendía

francés y se quedó embarazada de un médico cubano, que voló a Cuba en

cuanto supo la noticia. ¿Cómo iba a regresar a España con aquel hijo

chocolatito? ¿Cómo iba a soportar día a día los reproches de su ultracatólica

familia? No fue necesario, se quedó y comunicó la noticia por carta a sus

familiares, quienes le respondieron que sí, que lo mejor para todos sería que

ella se quedase allí, así hasta que veinte años después, cuando su padre

enfermó, llegó con su hijo mulato de casi dos metros y brillante inteligencia.

Ahora debía centrarse en aquel detalle personal que pensaba entregar a

su hija, algo que la recordase, algo fino, con clase, algo hecho por ella con todo

su cariño. Ya lo había elegido en Pamplona y pensaba transformarlo un poco

en el curso de restauración y manualidades al que acudía los miércoles por la

tarde. La pareja que lo dirigía era un par de soñadores “pata negra” ya que solo

trabajaban con materiales de primera calidad, en ocasiones solicitados al

extranjero. Seguían con interés las últimas tendencias en decoración y viajaban

a la India para traer buenos saris con los que confeccionar cortinas, manteles,

cojines o fundas para sillas. Tenían instinto y formación, ella estudió Historia

del Arte en Londres, él, arquitecto, había trabajado en la misma ciudad como

decorador de interiores y paisajista.

Cuando Rebeca me mostró a Cristina, esta me observó con sincera

fascinación y sugirió una idea. ¿Por qué no convertirme en lámpara, una

hermosa lámpara de mesa? Hace dos días habían recibido un pedido de seda

reciclada, pues procuraban que las materias con las que trabajaban fuesen

productos de reciclaje, y con ella pensaban crear pantallas para lámparas. De

nuevo, experimentaría una segunda, perdón, si cuento bien, tercera

oportunidad en mi deambular con los humanos.

No solo el miércoles, también el jueves, acudió Rebeca a sus clases

para trabajar bien todos los detalles. La seda tenía un tacto muy fino y necesitó

que Cris le echase una mano para lucir perfecta; posteriormente le añadieron

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un encaje estrecho que Rebeca desempolvó de una caja de bordados antiguos

heredados de su madre. He aquí que me veo vestida, me corrijo, vestido con

prendas de alta costura: un jarrón con una pantalla de seda, ¿quién lo diría?,

una lámpara de capricho.

Isabela lloró cuando abrió el paquete que dejó su madre sobre la cama.

Era el momento en que anochecía, justo cuando la tarde aún no ha muerto, y

una luz entre dorada y rojiza inundaba el dormitorio, que quedaba en

penumbra. Me acercó a la ventana, mientras los últimos abrazos del sol se

reflejaban en el cristal azulado de la lámpara. De reojo me veía en el espejo de

la puerta del armario abierto y no me reconocía. ¡Qué lámpara tan, tan relinda!,

como diría la madre de Andrés. Era un producto vintage de alto nivel. ¡Qué

bonita estampa, Isabela abrazada a mí, llorando emocionada!

En unos días nos instalaríamos en París, la ciudad de la luz, la ciudad

soñada, ¡Paris je t’aime! Y no solo decoraría, también iluminaría las

traducciones de Isabela y todos aquellos relatos que escribía en sus ratos

libres. Me hacía mucha ilusión colaborar con aquella joven, acompañarla en su

ruta literaria y dar vida a seres imaginarios. No estaba en París para

frivolidades. Ahora, bien podría responder al padre de Jaime, segundas

oportunidades nunca fueron buenas, fueron mejores todavía.

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TENGO UN SUEÑO Pinkerton

Somos una de las especies biológicas de este

planeta, y como tal estamos sometidos a todas las

leyes que gobiernan la existencia de la vida terrestre.

Nicholas Georgescu-Roege

Acabo de despertar, aún no ha amanecido, y he tenido un sueño.

Soñé con mi calle, en la que llevo viviendo tantos años y de la que

conozco a ojos cerrados la ubicación de cada bar, de cada comercio, de cada

portal. También conozco a quienes llevan asentados aquí bastante tiempo,

pues pese a la incertidumbre que parece caracterizar a esta época de

fluctuaciones continuas, de permanentes cambios y de gentes que van y

vienen, en esta calle mía aún gozo del privilegio de contemplar las caras de

siempre, vecinos arraigados a este rincón de la ciudad, a quienes las

circunstancias les han permitido echar raíces aquí.

Me gusta mi calle, y en este sueño mío no había perdido ninguno de sus

matices: allí seguían las acacias que, cuando verdean, alivian con su sombra la

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inclemencia del sol continental, acogiendo las terrazas veraniegas y los bancos

de fundición, de los de toda la vida, de esos que duran para siempre. En mi

sueño no faltaban los edificios decimonónicos que flanquean la calle, con sus

portales sin ascensor, los geranios en el balcón y tanta historia, tanta vida entre

las paredes de sus viviendas. Mis vecinos seguían siendo los mismos, aunque

había algunos nuevos y otros que afortunadamente habían regresado, como

Manuel…

Manuel se fue del barrio hace ya bastante tiempo. Era un hombre afable

de mediana edad, que perdió su trabajo en la fábrica de electrodomésticos en

la que ingenuamente creyó tener un trabajo estable. De buenas a primeras, la

dirección les comunicó que trasladaban la fabricación al sudeste asiático, así

que pagaron las indemnizaciones correspondientes y se largaron con sus

lavadoras a China. Manuel comenzó a buscar trabajo, no importaba dónde. Y

un buen día vimos un camión de mudanzas a la puerta de su casa. Alguien de

su portal comentó que se fue a Perú, a trabajar de peón en una empresa

constructora.

En mi sueño Manuel había regresado. Ahora tenía su propia tienda de

electrodomésticos en el local donde actualmente se ubica una franquicia de

comida rápida. Allí vendía lavadoras, frigoríficos y televisores, pero fabricados

de una forma distinta y mucho más inteligente por un joven ingeniero,

emprendedor y visionario, al que la visita a un punto limpio abrió los ojos. Se

había quedado perplejo al contemplar el enorme cementerio de aparatos, casi

todos nuevos, abandonados a la espera de quién sabe qué. Y se le ocurrió dar

la vuelta al proceso de una manera que seguramente fuese rentable, porque la

materia prima ya la tenía. Y así, tras conseguir la financiación para un

ambicioso proyecto que se quedó en la mitad por falta de presupuesto, el joven

ingeniero puso en marcha una cadena de producción en la que los frigoríficos,

las lavadoras y los televisores no había que fabricarlos, ya lo estaban. El

trabajo consistía en desmontar con mucho esmero los que le llegaban de los

vertederos, clasificar las piezas y volver a montar un electrodoméstico completo

con las que estaban en perfectas condiciones. Como normalmente suele ser

una misma empresa la que fabrica componentes para distintas marcas, apenas

había incompatibilidad entre unas y otras, y era relativamente fácil aprovechar

los elementos intactos para acoplarlos. Así, de su factoría salían frigoríficos,

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blancos brillantes y casi perfectos: se les perdonaba un pequeño golpe, o un

arañazo insignificante, porque quienes los compraban estaban encantados con

la relación calidad-precio, y no les importaba la pequeña herida de guerra en el

costado del aparato, un rasguño lateral que quedaba totalmente oculto por la

pared, o por el mueble contiguo, y que les hacía sentir la enorme satisfacción

de estar contribuyendo a algo grande.

Cada día se producían nuevos aparatos reciclados, gracias a los cuales

las montañas de electrodomésticos muertos de los vertederos iban

reduciéndose hasta casi desaparecer. Poco a poco la producción se fue

ampliando, ahora la fábrica disponía de un taller donde las piezas más valiosas

se reparaban cuando era posible —me comentaba Manuel— y de un gran

almacén en el que se ordenaban cuidadosamente piezas de repuesto

compradas a muy buen precio a los fabricantes originales, porque la

obsolescencia programada se había vuelto contra ellos, y enormes cantidades

de repuestos de modelos continuamente suplantados por los nuevos se habían

ido acumulando sin salida en sus instalaciones. Gracias a ello, sin fabricar más

piezas de las ya existentes, miles de aparatos volvían ser útiles de nuevo.

Me alegré al ver a Manuel tan feliz: ganaba dinero en su tienda, pero

nada comparable a la satisfacción que le proporcionaba comprobar que cada

día la gente era más sensata y miraban con ojos nuevos esos objetos

cotidianos que desde hace no tanto tiempo nos facilitan la vida, y a los que nos

hemos acostumbrado con una facilidad caprichosa y pueril, cambiándolos al

mínimo fallo por modelos más modernos, cuando aún son capaces de

desempeñar correctamente su función. Así eran los clientes de Manuel:

priorizaban el uso y la funcionalidad, desoyendo la necesidad compulsiva de

hacerse con la tecnología punta al precio que sea.

Salí de la tienda con la sensación de haberme empapado de una

filosofía nueva y necesaria.

Continué paseando por la acera de esta calle mía, reformada de esa

manera extravagante con la que los sueños decoran la realidad, y un nuevo

escaparate llamó mi atención. En él se exponían ordenadores e impresoras, y

decidí entrar y echar un vistazo. Detrás del mostrador estaba Nerea.

Nerea tiene apenas veintisiete años, un perro grandísimo que se

abalanza cariñosamente sobre todo el que le piropea y novio formal desde los

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dieciocho, con el que no se casa porque ella es indecisa por naturaleza,

necesita pensarse mucho las cosas antes de tomar una determinación. Menos

en mi sueño, porque allí lo del taller fue dicho y hecho: alguien le habló de la

posibilidad de reutilizar los equipos informáticos y desde entonces ella no paró

de investigar y de aprender. Ahora era capaz de reemplazar cualquier

componente en un abrir y cerrar de ojos —es bastante fácil cuando le coges el

tranquillo, decía— y sus clientes salían contentísimos, porque hoy en día un

ordenador personal es un elemento casi imprescindible, aunque no siempre

podemos invertir en un equipo nuevo al que no le sacaremos —seamos

sinceros— el cien por cien de utilidad. Pero en el sueño el gran éxito de Nerea

era su impresora 3D, una máquina casi perfecta, capaz de auto regenerarse,

porque en ella, además de crear piezas de recambio para otros equipos e

impresoras, Nerea fabricaba piezas de repuesto para la propia máquina, y sin

consumir plástico, sino biopolímeros sintetizados a partir de patatas. ¡Patatas,

sí, nada de petróleo!

A continuación de la tienda de Nerea había una tienda de alimentación,

pero como en esta calle onírica nada es lo que parece, decidí entrar y

descubrirlo.

Me atiende una mujer a la que no conocía, dice llamarse Julia y me

recibe con una sonrisa tan amplia como sincera. Me explica que ella y su socio

Javier sólo venden carne de productores locales. Quizás es mi cara de

perplejidad la que le anima a profundizar en el asunto, y entonces me cuenta

con detalle el proceso: sus cerdos provienen de una explotación en la que los

desechos de los animales y los residuos orgánicos que se recogen en los

contenedores de esta misma calle sirven para generar el biocombustible que la

alimenta, así el proceso no consume energía. Y los pollos los compran en una

pequeña granja, donde los animales son alimentados a base de vegetales que

cultivan allí. No se desperdicia nada: todos los residuos orgánicos son

almacenados para fabricar compost con el que abonan la tierra, en un ciclo

cerrado y casi perfecto. Y mientras escucho atentamente sus explicaciones, me

vienen a la mente mis abuelos, su forma de alimentarse y de vivir, y pienso que

quizás nos hayamos desviado del camino, deslumbrados por el reclamo

brillante de tantos objetos consumibles al alcance de casi todos, objetos

baratos que han tenido un coste demasiado elevado en los recursos limitados

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de la tierra. Sí, quizás sea esa la forma, volver al camino, a la senda por la que

iban nuestros antepasados, abasteciéndose moderadamente con los recursos

que tenían su alrededor, adaptando sus costumbres, sus viviendas, sus

vestimentas, y sus vidas a lo que el entorno ofrecía. ¿Eran más felices?

Seguramente, los índices de insatisfacción personal en las sociedades actuales

no se han dado en otras épocas, y es comprensible: antaño se abrazaba una

filosofía elemental y siempre efectiva, la de vivir para vivir, no para poseer. Es

esta última la que crea tantas frustraciones y vacíos, porque al igual que la olla

de monedas al final del arco iris, el afán de poseer obsesivamente puede

conducirnos a metas inalcanzables.

María y Javier, estos desconocidos de mi sueño, me han parecido

amables y también muy sensatos, y me gustaría comprarles una docena de

huevos, que tienen un aspecto magnífico, pero no quiero dar la nota, porque he

observado que los clientes acuden con sus propios envases, los mismos en los

que luego refrigeran el producto, evitando así el derroche innecesario del papel

de envoltorio.

Cuando salgo de la tienda ya ha oscurecido. Continúo caminando, y veo

una bicicleta que viene hacia mí. Es Jaime, mi marido, pero él tiene la edad que

tenía cuando nos conocimos, y aún no nos hemos casado, lo sé porque nada

más verme se dirige a mí con una sonrisa brillante y me saluda con el “Hola

preciosa” de los mejores tiempos y que ya tenía casi olvidado. Hace mucho que

no me lo dice, pero tampoco le culpo: los roces de la convivencia han

erosionado los detalles hasta hacerlos desaparecer.

Jaime desciende de una bicicleta que coloca junto a otras tantas

alineadas, introduce en un expendedor su tarjeta y la máquina le cobra el

alquiler del vehículo, al tiempo que le devuelve la fianza depositada por el

mismo. No entiendo nada, y le pregunto. Jaime me mira, y me explica

extrañado algo que yo ya debería saber: si solo utiliza la bici de cuando en

cuando, no necesita comprarse una, alquilarla es más sencillo y barato.

Camino a su lado, él me pasa el brazo por encima del hombro, y

continúa hablando de alquileres, esta vez de paraguas. Ahora tampoco

entiendo, pero disimulo, no quiero que me vea como una extraña en este

mundo diferente —y bastante más amable— en el que mi sueño ha convertido

la calle, nuestra calle. Y así, introduciendo en la conversación las preguntas

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justas con mucho tacto, logro enterarme del proyecto que tiene en mente este

Jaime que aún no es mi marido: va a instalar por varios puntos de la ciudad

expendedores de alquiler de paraguas. “Ya lo hemos hablado, Andrea: el

mundo no puede soportar que fabriquemos más paraguas, es suficiente con

utilizar los que ya hay cuando los necesitemos”. Y de nuevo pienso en la

simplicidad de este sistema que no genera tantos residuos y que no consume

energía produciendo objetos de usar y tirar que acabarán siendo enormes

montones de basura. Pienso en cómo no se nos habrá ocurrido antes… Jaime

está contento, relajado, hacía tiempo que no lo veía así. Me pregunta: “¿A que

no sabes qué día es hoy?”. Yo niego tímidamente con la cabeza, porque sé

que estoy inmersa en un sueño, y ya se sabe que las existencias oníricas se

rigen por caprichosas leyes y el tiempo suele ser una de las dimensiones más

distorsionadas. “¡Nuestro aniversario!”. Al parecer, hoy hace dos años que

comenzamos a vivir juntos, y Jaime, puerilmente entusiasmado, me hace correr

hasta detenernos frente a un amplio escaparate. Es una tienda de bolsos.

“Vamos, me gustaría hacerte un regalo”.

La chica que nos atiende es Nuria, somos de la misma edad y ella, al

igual que yo, siempre ha vivido aquí. Pero desconocía que tuviese un negocio

como aquel.

¡Cuántos bolsos! Pienso que no sabría cual elegir… Y mientras miro y

remiro, Jaime habla con ella, y le pregunta qué tal le va en esta empresa en la

que se ha embarcado. Al parecer son artículos de segunda mano, algunos

preciosos. Y pienso entonces en la cantidad de bolsos, mochilas y carteras que

rondan por nuestras casas convirtiéndose en una pesadilla para la reducida

capacidad de almacenaje de la mayoría de los hogares. La idea de Nuria ha

sido genial: la gente lleva allí sus artículos, los cuales están en prefectas

condiciones porque la mayoría han tenido un uso muy limitado, y ella se los

compra por una cantidad que depende fundamentalmente de la calidad del

objeto. La gran ventaja es que allí pueden encontrarse bolsos de piel

rescatados del fondo de un armario, fabricados hace sesenta años y que no

han perdido un ápice de su encanto, más bien al contrario, lucen en la tienda

con un aura mágica. Nuria los limpia y los deja como nuevos, dispuestos para

aguantar unos cuantos años más de uso, en un ciclo que terminará cuando el

hermoso bolso sea ya un objeto inutilizable. Nos cuenta que las cosas le van

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bastante bien: por poco dinero la gente adquiere un bolso nuevo, y cuando se

cansan de él, lo revenden y se compran allí mismo otro a un precio muy

asequible. Así los bolsos, que son artículos que no sufren un desgaste

excesivo, pueden circular de propietaria en propietaria y no acabar en un

montón de basura donde sus diversos componentes contribuirán sin duda a la

degradación ambiental… Salgo de allí con una bandolera de piel que acaricio

ensimismada.

Están a punto de echar el cierre en todos los comercios de la calle, por

eso tenemos que ir más rápido, dice Jaime. No sé adónde quiere ir ahora, pero

enseguida lo averiguaré.

Entramos en otra tienda nueva para mí. Apenas he podido detenerme en

el escaparate, pero en cuanto traspaso la puerta compruebo que es de

muebles. “Mira, este es el aparador que te comenté ayer”. Yo no recuerdo que

Jaime me haya hablado ayer de un aparador, porque ni siquiera sé qué día es

—paradojas temporales de los sueños— pero aun así afirmo con la cabeza. Un

chico alto y moreno al que no había visto antes acude a atendernos. Y mientras

habla con una pasión excedida del aparador que tanto le gusta a Jaime,

contemplo el resto del mobiliario. Me parece que son muebles reciclados, pero

no estoy segura, porque nada en su aspecto me hace sospecharlo. No me

atrevo a preguntar, una vez más a lo largo de este sueño temo parecer una

extraña en este mundo mucho más perfecto que el real. Afortunadamente

Carlos comienza a hablar de sus andanzas nocturnas en busca de muebles,

“No os imagináis las joyas que la gente desecha”, lo cual me aclara bastante

las cosas. Señala una preciosa mesilla vintage que encontró al lado del

contenedor de plásticos y que Cristina arregló. Y entonces, como invocada, ella

sale de la trastienda, nos saluda muy sonriente y comienza a contarnos los

detalles de la restauración de aquel mueble al que le faltaba una pata que

Carlos se encargó de tallar, y lo hizo con tal maestría que éramos incapaces de

adivinar cuál era la postiza y cual la original.

Lámparas, sillas, cuadros, cómodas, cabeceros, sillones… Todos

aquellos muebles, desechados por alguien o comprados en lotes a precios

económicos, habían sido rescatados de la destrucción y perfectamente

restaurados, y solo de imaginármelos amontonados en el vertedero, se me

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puso la piel de gallina. “¿Por qué no valoramos, por qué desechamos con esta

pasmosa facilidad?”.

Me gustó tanto el aparador como a Jaime, así que entre Carlos y él se

dispusieron a subirlo hasta nuestro piso, mientras yo pensaba en cómo sería mi

casa en el sueño, y que quizás no tuviésemos ya un lugar donde emplazarlo,

esas situaciones incómodas y agobiantes son tan habituales en el mundo

onírico…

Mientras subían las escaleras con el mueble a cuestas, Jaime y Carlos

hablaban de la creciente preocupación por reutilizar, y de cómo las nuevas

generaciones comenzaban ya a rechazar el consumismo atroz, desmesurado y

sin sentido… “De la cuna a la cuna”, decían refiriéndose a la necesidad

creciente del cierre completo del ciclo de los materiales. “De la cuna a la

cuna…”.

La cuna. Mi hijo llora desconsoladamente en esa cunita metálica en la

que yo también pasé mis primeros días y que mi madre guardó para mí,

ventajas de apegarse a determinados objetos. Lo cojo entre mis brazos y lo

arrullo, mientras observo a Jaime, profundamente dormido, tan cansado que ni

siquiera el llanto del niño lo ha despertado. Pienso entonces en cuánto ha

cambiado, porque acabo de verlo tan joven en mi sueño, en ese sueño en el

que el mundo —o al menos el microcosmos de mi calle— funcionaba de una

forma increíblemente sensata. Y entonces miro a mi bebé, quien a su vez me

observa atentamente, con sus enormes ojazos de niño muy abiertos, y le

pregunto: “¿Qué nos ha pasado?”. Él no capta la desazón en mi voz, por eso

sonríe ingenuamente. Lo aprieto contra mi pecho, porque de repente tengo

miedo y quiero protegerlo…

Tengo miedo de una sociedad enferma por consumir, donde un teléfono

móvil ha dejado de lado su funcionalidad inicial para convertirse en su

antagonismo, una barrera para la comunicación y símbolo indiscutible de la

obsolescencia de artefactos maravillosos que desechamos en un afán

incomprensible por superarlos con el último modelo del mercado, con el

mejor… Me asusta un mundo en el que una isla de desechos plásticos de

dimensiones aterradoras flota en mitad del océano, un mundo en el que a los

bosques les crecen las calvas sin posibilidad de tratamiento, en el que los

cultivos económicamente rentables desplazan a la vegetación autóctona

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creando un desequilibrio importante en los ecosistemas, un mundo cuyo aire es

irrespirable en algunas ciudades, en el que los alimentos se venden

compulsivamente envueltos en plásticos, en el que se tiran toneladas de

comida caducada para cuya fabricación hemos derrochado recursos limitados,

un mundo en el que la gente es feliz acumulando pares de zapatos en el

armario…Tarros y tarros y miles de tarros con potingues químicos para curar,

para prevenir, para rejuvenecer, para protegerse de un sol al que hemos hecho

desmesuradamente letal… Un mundo en el que los objetos nos rodean, por

todas partes, y acabarán por asfixiarnos. Tenemos tanto que nunca dejaremos

de necesitar, porque cada nueva pertenencia no nos satisface lo suficiente, y el

objetivo vital sigue siendo hacerse con la siguiente… A causa de ello, el aire se

llena de humo, el agua de contaminantes, el paisaje de basura. Pero no nos

importa, solo deseamos desear, desear cosas…

Mi hijo ahora duerme, ajeno a los nubarrones que se extienden por mi

mente. Miro alrededor y me hago la pregunta, aún temerosa de la respuesta:

de todo lo que estoy viendo, ¿Cuánto necesito realmente?

Beso la frente de mi pequeño, lo deposito con cuidado sobre la cuna y

acaricio los barrotes fríos mientras le contemplo. Y pienso que ha de ser por él.

Sí, hemos de hacerlo por él, y por todos los que son como él, y por todas las

generaciones que aún están por venir…

Acabo de despertar, aún no ha amanecido, pero ya no puedo dormir,

porque ahora tengo un sueño… que debo hacer realidad.

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TODO VUELVE Dedé

Solo comprendes algo cuando puedes explicárselo a

tu abuela.

Albert Einstein

El aroma a café recién hecho flotaba en el aire y el sol de la mañana

entre las hojas de los plataneros creaba una atmósfera mágica. Mi abuelo

dormitaba después de su primer desayuno de la mañana en la habitación de al

lado, donde sonaba bajita la tele. Yo no solía dormir en casa de mis abuelos,

pero aquella mañana me venían a hacer LA GRAN ENTREVISTA y ellos vivían

en pleno centro neurálgico. Además, su jardín quedaría bien en las fotos. Yo,

en cambio, vivía a 50 km y no tenía jardín.

Mi abuela me miraba fijamente, agarraba la taza con las dos manos y su

expresión era casi de enfado. Solía ponerse un poco gruñona cuando no

entendía algo, pero en cuanto lo captaba todo cambiaba. Era una mujer

decidida y abierta de mente. Aunque bastante terca.

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—De verdad que no lo entiendo, ¿cómo qué vais a recomprar

obligatoriamente lo que os traigan? ¿Y qué vais a hacer con tanta basura hija

mía? ¡Es una locura! ¡Os arruinaréis! ¡O peor! ¡Se os comerán las ratas

trabajando entre basura!

—No es basura abuela. Nos comprometemos a recomprar solo los

productos que venderemos a partir de ahora, solo los retornables. Y en los

retornables todo es aprovechable por diseño. ¡En realidad es una mina!

—Intentaba explicarle a mi abuela por qué me había convertido en un

personaje mediático de la noche a la mañana. Por qué tenía que dar

entrevistas sobre mi empresa. Ella quería entender por qué la gente decía que

aquello era una revolución, comparable a la invención del trueque, del dinero y

de la máquina de vapor.

—¡Nadie querrá cosas usadas, sucias de otros! ¡Que a todos nos gusta

lo nuevecito! No va a funcionar…

—No estará sucio, pasará por un proceso de producción igual que hasta

ahora. Pero antes empezábamos de cero y ahora ya no. Aprovecharemos

cosas de los productos que nos traigan. Cuanto más arriba de la cadena lo

podamos recolocar más valor tendrá.

—Ahora me estás hablando en chino. —Su impaciencia crecía por

momentos.

—Tú puedes decidir que lo que compraste hace unos meses, que está

en perfecto estado, no lo quieres. Tal vez deseas el último modelo o ya no lo

necesitas porque has acabado el trabajo que tenías que hacer. Eso que

devuelves tiene mucho valor, porque no hace falta hacerle nada y otro lo puede

utilizar tal cual.

—Pero eso es lo que siempre se ha hecho, ¡no le veo el misterio!

¿Cuántas veces tu abuelo y yo hemos vendido nuestro coche viejo para

comprarnos otro nuevo?

—¡Exacto! Se lo puedes vender a tu vecino, al hijo de tu primo, a la

portera o a un desconocido, usando una aplicación del móvil. Y el que lo

compra realiza un acto de fe. Cruza los dedos, respira hondo y lo compra. Es

posible que no consigas vender eso que no utilizas y, para no llenar la casa de

trastos, lo tires a la basura. ¡Todo un pecado, con lo valioso que es! Bueno,

pues ahora nos lo podrías vender de nuevo a nosotros, los fabricantes, que

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estamos obligados a hacerlo si es nuestro y es retornable. Tenemos un

departamento de compra, donde lo revisamos, lo ponemos a punto y lo

ponemos de nuevo a la venta, con garantías. Y más barato que de primera

hornada, claro. Nadie hace un acto de fe, sólo una compra normal, pero más

barata porque seguramente no es el último modelo, aunque realiza

perfectamente su función. Y nosotros te pagamos su justo valor.

—¿Comprar todas esas cosas viejas? ¿Y todo un departamento para

eso?... ¡Saldrá carísimo!

—Comprar cosas viejas no sale caro cuando todo es aprovechable,

pronto saldrá más barato que comprar la materia prima, que además hay que

trabajar siempre desde cero y que en poco tiempo se va a poner por las nubes.

Y tener un departamento de recompra, a nosotros nos sale a cuenta porque

somos una empresa grande y nuestra marca es conocida, pero otras marcas

más pequeñas contratan a otras empresas que se dedican a eso en su

nombre. ¡Imagínate la cantidad de puestos de trabajo que eso supone!

—¿Y qué pasa si tenéis que cerrar? ¿Quién se hará cargo del

compromiso de recomprar que tenéis?

—Tenemos una empresa de respaldo. Es como un seguro. Saldrán

muchas empresas así cuando haya más como nosotros. Se harán cargo de la

recompra y de esa manera se quedarán ellos la materia prima, las piezas y los

productos retornables. Y podrán suministrar materiales a otros.

—O sea, resumiendo, que ahora vendéis cosas de segunda mano

además de las nuevas…, a mi me parece un retroceso, qué quieres que te

diga…

—Bueno, no exactamente. —Tomé aire, me estaba costando hacerme

entender, pero realmente era un buen entrenamiento para la entrevista que

tendría en unas horas—. Tú también podrías decidir que eso que te compraste

hace un año no está a la última, y que no hace lo mismo que el último modelo.

Pues según lo que sea, podemos actualizártelo, pero a precio mucho más bajo,

porque solo tenemos que incorporar algunas modificaciones, no hacerlo todo

nuevo.

—Vale lo entiendo, tal vez te quieras comprar el modelo nuevo y te

descuenten el viejo del precio, ¿no? Bueno, eso ya se hace… con los coches.

Te recompran el viejo y te rebajan el nuevo…

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—Es cierto abuela, a veces ya se hace, pero no dentro de un sistema

integral. Normalmente lo que te compran lo revenden si está bien, o lo funden

si no, o cogen alguna pieza para un modelo igual. Nosotros podemos

revenderlo, actualizarlo, coger sus piezas o usar sus materiales, pero lo

hacemos sin que sobre nada, porque los diseños retornables están pensados

para eso. Lo que no se ha podido aprovechar lo usamos como materia primera,

bueno segunda…, y tercera y cuarta…, y como hemos conseguido que no lleve

productos tóxicos, se puede volver a usar sin problemas, recirculando una y

otra vez. Casi no tendremos que comprar materia prima. ¡Con lo cara que se

pondrá cuando escasee todo en unos pocos años!…

—¡Ah! Eso lo cambia todo. —Ella siempre tan práctica empezaba a verle

la gracia a la revolución que se ponía en marcha.

—O si no nos sirve a nosotros lo podremos vender a otros que igual sí

les sirve. Y sino a otros que extraen la energía que contiene.

—¡Vaya! ¡Qué genios, como está la ciencia! ¿Y cómo lo hacen?

—Lo queman —se me escapó una sonrisilla maliciosa—, pero esa es

realmente una parte minúscula. Todo lo podremos aprovechar una y otra vez,

en diferentes etapas del proceso. A veces tal cual nos lo devuelvan, a veces

con pequeños ajustes en los nuevos modelos, o reparándolo y a veces

solamente utilizando los materiales que contiene.

—Pero, ¿no es fácil timaros? Pueden falsificar la marca y obligaros a

comprar su chatarra —pero qué lista era mi abuela, ¡madre mía! No se le

escapaba una…

—Les resultaría muy difícil. Todas las piezas son rastreables, miles de

datos almacenados que informaran de todo. Para que me entiendas, todo está

marcado y es casi imposible falsificarlo.

—Y los modelos tendrán que ser siempre igual, ¿no?, para poder

aprovechar las partes, me refiero... ¡pues no sé yo!, ¡que a la gente le gusta

estar a la última!…

—No abuela, lo que fabricamos a partir de ahora está diseñado para

desmontarse. Las piezas clave internas son bastante repetitivas y encajan unas

con otras, y las que le dan el aspecto exterior se fabrican de nuevo a partir de

la materia recomprada, y hay formas de fabricar las cosas muy diferentes,

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incluso a veces se imprimen. Es como un juego en el que las reglas más

sencillas conducen a los diseños más complejos… como en la naturaleza. Solo

cuatro letras forman un alfabeto de ADN del que está hecha la complejidad de

la vida. Y en la naturaleza todo recircula. La naturaleza no produce basura.

—Pero, ¿por qué no seguimos como hasta ahora y ya está? ¿Qué son

esas ganas de complicarse?

—No podemos hacer eso abuela. Todo está cambiando. Lo de extraer,

usar y tirar se acabó. Le está causando un grave problema al planeta y a

nosotros mismos. Además, ahora se están acabando los materiales y ya es un

problema económico. Ya sabes que en cuanto se toca el bolsillo… La

economía donde todo recircula va a cambiarlo todo, y habrá muchos trabajos

nuevos, algunos ni existen todavía. Lo que hacemos nosotros solo es una de

sus caras, hay mil maneras de aplicarla, pero es el principio de algo totalmente

diferente. Hasta ahora, lo nuevo era más barato porque había abundancia de

materias primas, si no aquí, pues en otro sitio. Si se te rompía algo lo tirabas

porque era casi más barato nuevo que arreglado, e infinitamente más fácil. Una

locura.

—Es que cuando yo era joven, ¡eso no pasaba! Si se te rompía algo,

pues a arreglarlo. Todo se torció luego…

—Claro, abuela, ese es el problema, todo se torció cuando empezó a ser

más barato y cómodo comprar cosas nuevas, ¿quién se iba a tomar la

molestia?

—Sí, ¡qué remedio te queda si no hay quién repare nada! ¿Y cómo se va

a conseguir cambiarlo todo, hija?

—Hasta ahora nadie pedía explicaciones si para obtener aquella materia

o para traerla en barcos desde las quimbambas estabas usando algo de todos

sin pagar por ello.

—¿A qué te refieres? ¿Robaban?

—Sí abuela, eso es, nos robaban la naturaleza y el futuro. El aire limpio,

el clima estable, el agua limpia, el suelo. Nos robaban el capital natural para

hacerse ricos. Y nadie decía nada. Las materias eran baratas porque no se

añadía a su precio la parte de naturaleza que se llevaba por delante el

conseguirlas. Y la energía que se necesitaba para extraer y fabricar esos

materiales producía gases que atrapan el calor del sol y que seguirán

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haciéndolo durante muchos años, aunque paremos hoy mismo de producirlos.

Los países más ricos empezaron a poner límite a esos gases que calientan el

clima y nos ponen a todos en peligro. Pero hecha la ley, hecha la trampa.

Como la contaminación de los millones de barcos no señalaba a nadie, nos

fuimos a fabricar las cosas lejos, o a traer los materiales de otro lado, que

contaminaran ellos, y problema arreglado. Metimos el problema debajo de la

alfombra del vecino pobre con unas reglas del juego amañadas.

—¡Qué tramposos...! Además, en esos países los tienen trabajando de

cualquier forma.

—¿Y eso ya no pasa?

—Todo eso está a punto de cambiar. Aquí cada vez tenemos menos

materia prima, cada vez con más frecuencia se ha de traer de lejos. Y la

energía que antes era fácil conseguir para el transporte, cada vez cuesta más

esfuerzo obtenerla. Durante doscientos años hemos tenido una fuente de

energía muy rentable, el petróleo.

—Pero tenemos otras formas de conseguir energía, ¿no?

—Sí, pero ninguna es como el petróleo. Con muy poco esfuerzo te da

mucha energía. Pero el petróleo fácil se acaba. Digamos que ahora hay que

cavar más hondo… Además, no es nuestro. ¡Si es que no tenemos materiales

ni energía! Y eso nos hace débiles. Por pura supervivencia nuestros gobiernos

se han puesto las pilas antes de que todos los materiales se acaben y la

energía se ponga por las nubes. Para acelerar el cambio, han empezado a

añadir el coste del daño que se le hace a la naturaleza al conseguir materiales

y energía. Los precios de las cosas nuevas empezaran pronto a ser más

reales. Y lo contaminante será más caro que lo que no lo es. Será más barato

reparar que comprar algo nuevo, y ese será el fin de eso tan extraño que los

humanos inventamos. La basura es el elemento que rompe el ciclo que

siempre ha seguido la naturaleza. Pero es el fin de una era. La era de la basura

—¡Qué feo!, no me gusta haber vivido en la era de la basura. ¡Nosotros

qué sabíamos!

—Ya lo sé abuela, se hizo lo fácil. Todas las generaciones hubieran

hecho lo mismo.

—Bueno, puede que lo que me explicas funcione, cuando yo era joven

reparábamos todo, porque todo escaseaba y era caro comprar cosas nuevas.

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Yo era la reina del zurcido de calcetines. Ponías una bolita de madera dentro

del calcetín y ¡a zurcir!

—Pero no basta solo con subir los precios, el cambio ha de ser más

rápido y por eso los gobiernos han empezado a poner normativas también para

limitar el uso de la energía y del material. Se empieza a hablar de contar los

gases del transporte de mercancías al país que las recibe. Eso aún tardará

porque hay muchos intereses oscuros, pero todo llegará… De momento se

trata de reducir nuestras necesidades de materiales y energía. Por ejemplo, en

las casas. Al principio han empezado por la energía que usan, en la luz o en la

calefacción. Dicen que los edificios han de producir tanta energía como

consumen, contabilidad cero.

—Sí, es verdad; nosotros tuvimos que ponernos esas placas solares

cuando hicimos la casa.

—¿Y estás contenta con ellas?

—Bueno, no me entero de que están, la verdad. La famosa batería es

como una neverita. No me molesta.

—Pues ahora los gobiernos se están poniendo más serios y se van a

fijar también en la energía de los materiales con que se han fabricado las

casas. La energía que se ha necesitado para obtenerlos se tendrá que tener en

cuenta en esa contabilidad Cero, pero Cero con mayúsculas.

—Pero eso serán muchas placas a colocar en los tejados, ¡no va a dar

para tantas!

—El truco está en disminuir la energía que se ha necesitado para

obtener los materiales. Algunos necesitan menos energía que otros y el daño a

la naturaleza que provocan es menor, porque se regeneran solos, o con un

poco de ayuda. Cada vez habrá más edificios de madera, ya verás. Es porque

para utilizarla se habrá necesitado mucha menos energía que usando hormigón

o metal.

—Y, además, las casas de madera son tan bonitas.

—Y no solo son bonitas, yaya. Mientras la madera crece, atrapa esos

gases que calientan la tierra. Y si la vamos utilizando en nuestros edificios

evitamos que vuelvan al aire y recalienten más la Tierra. Ya no solo son

casitas, ahora se hacen edificios de varias plantas.

—Maravillosos árboles, adoro los bosques…

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—¡Y yo! Y otro truco para disminuir la energía que se necesita para

construir los edificios es reutilizar cosas que provienen de antiguos edificios.

Algunas ni siquiera las notarías porque están en los materiales y no se pueden

distinguir. Otras pueden ser cosas más grandes, reparadas y recolocadas y le

dan personalidad al edificio.

—Bueno, eso es como las piezas de vuestros retornables que me

explicabas, ¿no?

—¡Justo eso, yaya! Lo ves, todo está relacionado, lo que hacemos

nosotros forma parte de un cambio de orden mundial. La factura energética y el

daño a la naturaleza de esas cosas reutilizadas también es mucho menor que

si se obtuviese de la naturaleza directamente, empezando desde cero.

—Y con todos esos trucos, ¿crees que se podrán colocar suficientes

placas para dejar la contabilidad de energía del edificio a Cero-con-

mayúsculas?

Mi abuela no perdía hilo, se notaba que era la reina del zurcido, ojalá

fuera ella la periodista que me tenía que entrevistar…

—La energía ahora es más fácil de producir y repartir entre varios

edificios conectados entre sí. La que a ti te sobra por la mañana en tu casa,

cuando todos están trabajando, se va a las oficinas del edificio vecino que en

aquel momento está funcionando a tope, o se almacena en las baterías de tu

coche o en los materiales de tu edificio para usarla más tarde como calor o

como frío. O se produce a nivel de todo el barrio. Habrá que hacer las cuentas.

—Todo suena muy bien hija. Me alegra verte tan convencida.

—Bueno, no todo está resuelto ¿sabes? Hay un problema grave.

—Vaya, ¿cuál?

—¿Sabes cuando haces una dieta y cuando la dejas engordas el doble

de lo que perdiste?

—Vaya si lo sé, el efecto yoyó. No creo en las dietas, lo que hay que

hacer es comer sano. ¿Tú comes sano?

—Sí yaya. Bueno, pues lo mismo, el efecto yoyó, o el efecto rebote,

llámalo como quieras. Lo que pasa es que si ahora todo es más barato porque

todo se hace de una forma más eficiente, todo el mundo querrá tener de todo y

acabará aumentando el consumo global. Mejor repartido, más justo, pero con

el mismo problema, o incluso peor para el planeta. Imagínate las ciudades,

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abuela, crecerán y crecerán, aunque la población no lo haga al mismo ritmo,

porque todo el mundo querrá siempre más. Y serán necesarias nuevas

carreteras y se necesitarán más coches para ir de un lado a otro y más

materiales para hacer más edificios. Y la naturaleza que ha de compensar todo

eso estará cada vez más debilitada y dispersa.

—¿Y entonces? ¿No sirve de nada esta revolución?

—Sí sirve abuela, pero ha de estar bien planificada y conocer los riesgos

para evitarlos. No se puede dejar que sean solo los precios los que marquen

las reglas del juego. Hay que evitar que sigamos haciendo mal las cosas por

sistema y nos parezca lo normal. No puede ser que te compres un coche para

tenerlo el 90% del tiempo aparcado. O que se construyan nuevas oficinas,

cuando las que hay están vacías la mitad del tiempo, incluso durante las horas

de trabajo y ocupando lugares céntricos de las ciudades. O que tiremos una

tercera parte de la comida. Siempre. Es lo normal y sabido. Queda tanto aún…

A veces, me desespero.

—¿Y qué se puede hacer?

—Cambiar la relación de la gente con las cosas. No poseer las cosas,

solo usarlas. Usuarios, no propietarios. Y usarlas una y otra vez, lo que hace

que su valor se mantenga durante más tiempo que si solo se usan una vez y se

tiran. En nuestra empresa es lo que hacemos indirectamente, porque si

compras un retornable, en realidad lo que pagas es el servicio que te da

mientras lo tienes. Luego lo recuperas en parte. Pero hay más formas de hacer

eso mismo. También se puede comprar solo el servicio y la empresa es la que

se encarga de poner lo necesario para que todo funcione. Ya se está haciendo

con la iluminación de las oficinas, imagínate. Otra cosa que podemos hacer es

manejar mejor la información para saber dónde y cuándo hay un excedente de

oferta. Qué coches están aparcados y se podría compartir su uso, por ejemplo.

Mi empresa empieza a hacer esas cosas también. Como queremos

expandirnos, pero no tenemos oficinas grandes en todas partes, usamos

aplicaciones que nos permiten saber dónde hay espacios disponibles cuando

un trabajador necesita un despacho. Y lo mismo con los coches de empresa.

Flexibilidad e información.

—¡Madre mía! ¡Afectará a todo!

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—A todo, abuela. También a los polígonos, ahí creamos alianzas.

Imagínate, en el polígono donde tenemos nuestra fábrica aquí, hay otra enorme

y el agua de su tejado cuando llueve la recoge el túnel de lavado de al lado. Y

esa fábrica utiliza los cartones de otra vecina para hacer fibras. En este

polígono estamos todos apuntados a una especie de club de ventajas mutuas.

Pero no lo hemos inventado nosotros, ¿eh? La naturaleza siempre encuentra la

forma de utilizar un recurso que sobra. Los pajaritos a lomos de rinocerontes

les quitan los bichos, ellos comen y los otros no se rascan. Es algo así, pero en

redes más grandes donde todos ganan.

—¡Qué listos! Eso suena muy interesante. Mira, ¡si fuera joven me

dedicaría a eso!

—Sí, ¡es apasionante! Pero hay muchas más trincheras abuelas, y todas

por cavar. Lo más importante es la educación y la comunicación. Educar y

educar para que entendamos que estamos todos en el mismo barco y que

fuera es de noche, hay olas gigantes y el agua está helada. Y planificar bien,

con gobiernos que sepan lo que hacen, o que se dejen asesorar por gente que

sabe. Ahora todo el mundo habla de esto, es el tema de moda, pero ha de

hacerse bien y no dejar que se gaste el concepto, de tanto repetirlo como

papagayos. No sería la primera vez que pasa.

—¿Así que es el tema de moda? Vaya, pues yo no lo había oído. ¿Por

eso te entrevistan?

—Me entrevistan porque pertenecemos al selecto grupo de los pioneros.

Y porque hemos convertido este sistema en nuestra imagen de marca. Somos

abanderados.

Nos hemos lanzado mientras la materia prima aún no escasea y la

energía aún es bastante fácil de obtener. Y antes de que se empiece a cargar

el coste ambiental al precio de todo. Así cuando suceda, que sabemos que

será muy pronto, estaremos preparados y extraeremos lo necesario de

nuestros retornables, que estarán pensados para eso. Y como aún tardaremos

un tiempo en que la gente empiece a devolver los primeros retornables ahora

es el momento perfecto de empezar.

Sus ojos se iluminaron de orgullo. Se quedó callada un rato dando

pequeños sorbitos al café. Ni rastro de la nube de enfado e incomprensión… La

idea había calado. Y una vez calaba no había vuelta atrás, porque tenía una

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lógica aplastante. Era una idea tan sencilla que una vez que la veías no

entendías cómo habíamos podido vivir rodeados de basura y, sobre todo, que

eso nos pareciera lo normal.

—¿Y vas a contar todo esto en la entrevista?

—Sí, pero con otras palabras más técnicas. Ecodiseño, análisis de ciclo

de vida, flujo de materiales, impacto ambiental, externalidades, residuos

estructurales, simbiosis industrial, Cradle to Cradle, Biomimética, Tasa de

Retorno de la Energía, GEI, servicios ambientales de la naturaleza, capital

natural, mitigación del cambio climático, paradoja de Jevons, energía gris o

incorporada, energía distribuida, nZEB, con “n” mayúscula o minúscula... La

idea tendrá éxito, pero es urgente que llegue a todos cuanto antes. Se ha de

explicar bien…

—Entonces cuéntaselo a ellos como me lo has contado a mí. Las

verdades de la vida a veces son tan evidentes para el que las ve, que las da

por sabidas por todos y la comunicación se vuelve imposible. A mí me pasa

con tu abuelo, nunca entiende lo que le digo. Explícaselo al periodista como se

lo has explicado a tu abuela. Y no te preocupes, que si veo que te lías te haré

gestos desde detrás de él. —Se levantó y fue a la nevera—. Y ahora desayuna.

Tómate el café que está muy rico.

Se hizo el silencio mientras saboreábamos nuestro café de Colombia y

nuestras tostadas con mantequilla de Irlanda.

—Así que “Los Retornables”, ¿ah? —Una sonrisita torcida apareció en

su cara.

—Sí, Retornables.

—Eso ya lo había cuando yo era joven —dijo levantando una ceja—,

llevábamos el envase retornable y nos devolvían 5 pesetas. Todo el mundo los

devolvía, un duro daba para mucho.

—Exacto abuelita…, si es que TODO VUELVE.

En el salón, mi abuelo seguía roncando suavemente.

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VIDAS CIRCULARES Kandinsky

Y así es como acaba, volviendo a empezar. Deseando que en el último

momento encuentre la mochila que necesito llevarme a falta de 5 horas para

que salga mi vuelo destino a no me acuerdo del nombre, en Indonesia. Nada.

Ni rastro. Mi memoria y yo somos incapaces de establecer relación alguna para

estos casos; yo pregunto, ella obvia la pregunta y me dirige a sitios donde

nunca encuentro lo que busco. Se acabó; dejo de buscar. No tengo tiempo.

Cuando finalmente me decido a ir a comprar una mochila, mi memoria me

llama: toc toc… Wallapop. Búsqueda rápida a menos de 1km de casa: esta es

cara, esta es muy grande, esta no se ve bien…, me decido a probar suerte

entre dos anuncios:

—Hola, estoy interesado en tu mochila. ¿Sigue en venta?

Tic Tac Tic Tac. No responden, me pongo nervioso.

—Hola, sí.

—Fenomenal, ¿te viene bien ahora para verla?

—Mmmm, estoy fuera, ¿dentro de un par de horas?

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—Mmmm, ok. Te veo en dos horas en la dirección que aparece en tu

perfil.

—Ok, ¡hasta ahora!

Vale, tengo mochila en dos horas y ningún margen de maniobra si no me

gusta la oferta, me deja tirado en el último momento, etc. Está bien, plan B:

preparo todo, lo meto en un par de bolsas y de camino puedo pasar a la tienda

por si me dejan tirado y…

—Hola, sí, sigue en venta.

Vaya, el segundo anuncio contesta. Probemos...

—¿Podría verla ahora?

—Sí, sin problema, pero no estoy en la dirección que aparece en mi

perfil. Te indico:

Pensamiento rápido en mi cabeza: genial, puedo ir ahora, vaya, no es

donde indica en el perfil y no me da tiempo… pero, ¿cómo? Pero esta

dirección…. yo, yo… ¡yo vivo ahí!

No podía creerlo, ¡me estaba indicando mi dirección! Me encuentro entre

la euforia y la desconfianza ante lo que estoy leyendo.

—Ok, pues en 10 minutos si te parece bien estoy allí.

—Genial, ¡hasta ahora!

Decido no comentar que vivo en el mismo edificio. Total, yo tampoco

tengo puesta la dirección exacta en mi perfil, ni siquiera mi nombre real y la

urbanización en la que vivo es enorme. A los 5 minutos bajo las escaleras y ya

estaba en el sitio indicado, en frente del portal principal para evitar

encontrarnos.

Apareció pocos segundos después y temí que me hubiera visto salir del

edificio, pero deseché la idea de inmediato. Llevaba la mochila colgada del

brazo izquierdo y me inspiró una ternura que nunca he conseguido describir.

Su tupida barba blanca, su camisa de manga corta con cuadros y sus enormes

gafas de pasta color marrón que le tapaban media cara le conferían un aspecto

entrañable. Caminaba distraído mientras cerraba las cremalleras de la mochila

y sacudía el polvo de la parte superior de la misma. Me llamó la atención en

primer lugar su enorme apariencia de hombre despistado y quizá por eso me

despertó tanta ternura, me veía fielmente reflejado en él cuando fuera mayor. A

continuación, la curiosidad de saber por qué alguien tan mayor usaba

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Wallapop. Sí, es un prejuicio, quizá infundado porque nunca me he encontrado

a gente de más de 60 años en esa aplicación.

—Hola, le digo mientras veo que se dispone a pasar por delante de mí y

seguir caminando.

—Hola.

—La mochila… yo soy.

—¡Ah! Sí, ehh, aquí tienes.

En verdad, no tenía ningún interés por la mochila más que el

estrictamente necesario. Toda mi atención se centraba ahora en ese hombre y

saber como conoce la aplicación, por qué la utiliza, sus intereses, etc.

Me limito a comprobar que van las cremalleras, veo que tiene menos

capacidad de lo que necesito, pero no está del todo mal y pese al polvo que

tiene aún en la cubierta, por dentro está impecable. Precio razonable, por lo

que no pienso regatear, saco el dinero y cuando me dispongo a dar lo

convenido en el anuncio, me dice:

—Pero, ¿y ese dinero?

—Es el que pone en el anuncio, ¿no es correcto?

—¿Qué anuncio?

Mi cara debió de ser lo suficientemente impactante para sacarle de su

despiste porque alzó las cejas tanto que de repente sus gafas parecieron

mucho más pequeñas de lo que en realidad eran.

—El anuncio de la mochila que estaba en venta…

—No sé de qué me hablas hijo. Mi nieta me ha pedido que baje esta

mochila para un amigo, ¿no es acaso tuya?

¡Ahora todo me cuadra! Pues vaya con la nieta pensé, ni siquiera le dice

que la mochila es para comprar.

—El caso es que he hablado con su nieta para comprarle la mochila.

—Pues no me ha dicho nada del dinero, solo me ha dicho que le diera la

mochila a su amigo Javi que estaba esperando abajo, enfrente del portal.

¿Cómo? ¿Sabe mi nombre? ¿Pero quién es esa chica? Quiero que me

cuente más, todo me está empezando a resultar extrañamente raro. Me

impaciento, me pongo nervioso y titubeando le pregunto por el nombre de su

nieta. El hombre me mira extrañado.

—¿Pero tú no eres Javi, el amigo de Paula?

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Paula, Paula, Paula…. ¿quién es Paula?

—Sí, sí, perdone, es que con tanto lío con lo del dinero me he

despistado por un momento. ¿Puede darle el dinero a Paula de mi parte?

—Claro, pero no me ha dicho nada de…

—Ya, ya, pero bueno, dígale que por las molestias.

—Está bien, como quieras. Bueno, ¡que la disfrutes mucho! ¡Adiós!

—Adiós. Gracias.

Me quedo esperando a que vuelva al edificio, pero ninguno de los dos

nos movemos en los siguientes, incómodos e interminables 10 segundos. Él se

despide nuevamente y entra por la puerta principal. Me invade la curiosidad de

ir tras él para ver dónde vive y saber quién es Paula, pero el miedo a que me

descubra y el poco tiempo que tengo para preparar la mochila e irme al

aeropuerto me impide hacerlo. Ya lo averiguaré a la vuelta, pienso mientras

intento hacer memoria de quién es Paula.

Mochila preparada, billetes, pasaporte, algo de dinero cambiado, la

dirección donde me alojo, ok, todo listo.

—Hola, ya estoy disponible, ¿quedamos para ver la mochila en 10

minutos?

¡Vaya! Me había olvidado del otro anuncio.

—Perdona, pero al final no estoy interesado.

—¡Qué pena! ¿Es por el precio? Es negociable.

—No, simplemente me corría mucha prisa y he conseguido otra. La

necesitaba ya porque me voy de viaje hoy mismo.

—Bueno, pues… ¡Buen viaje!

—Gracias.

Afortunadamente llego a la puerta de embarque a tiempo y cojo el vuelo

sin problemas. Ya en mi asiento, decido repasar las paradas de mi viaje, las

notas que tengo tomadas y los contactos que me han facilitado. El proyecto me

parece muy ambicioso, pero creo que es viable en un país como Indonesia. El

turismo sostenible está teniendo cada vez más cabida y consideración en

aquellas zonas que soportan una alta carga de visitantes y este país, aparte de

ser uno de los más poblados del mundo, aumenta anualmente el número de

turistas. Divagando en mi viaje y lo que tengo que hacer, en mi mente Paula va

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y viene todo el rato, poniendo a prueba mi memoria una vez más, ¿de qué me

conocerá?

En tan solo quince días tengo cuatro visitas, cinco vuelos internos y un

sinfín de horas de sueño acumuladas, pero los objetivos de mi visita se ven

cumplidos y estoy satisfecho con el trabajo realizado. La gente ha sido

encantadora y los promotores del proyecto en los diferentes puntos en los que

va a tener comienzo tienen las ideas claras, un plan de acción definido y los

recursos necesarios para llevarlo a cabo. Vuelta a casa.

Después de no recuerdo las horas durmiendo, me decido a empezar a

deshacer el equipaje. Libro de notas, ropa, bolsa de aseo, más notas, portátil,

chanclas, un sobre…. ¿un sobre? No recuerdo ese sobre. Lo abrí a toda prisa,

tenía la corazonada de que el sobre era de Paula.

“Piojosa”, es lo único que pude leer en una pequeña tarjeta que había

dentro del sobre amarillo. ¿Piojosa? ¿Qué es esto? Dudé, pero mi esperanza

de que el sobre fuera de Paula para mí se desvaneció al segundo. Puede que

fuera de ella, sí, pero desde luego no iba dirigido a mí.

Tras varias semanas deambulando por mi casa, sin tener muy claro qué

hacer con ella y tras encontrar mi vieja y querida mochila, me decidí por vender

la mochila de Paula. Estaba en buen estado, pero el tamaño no era el que yo

necesitaba y el dinero me vendría bien para otras cosas. Hubo varias personas

interesadas sin llegar a decidirse, hasta que un día otra pobre alma despistada

como yo pareció tener bastante urgencia en comprarla. En menos de dos horas

estaba frente a mi casa y al ver la mochila y comprobar que estaba en buen

estado y a buen precio noté como se iba iluminando su cara. Miró

minuciosamente que cerraban las cremalleras, ajustó las asas, revisó las

costuras y finalmente cerramos el trato. Estaba entrando ya en el edificio

cuando…

—¡Perdona!

—¿Sí?

—Esto estaba en uno de los bolsillos interiores.

—¡Oh! Muchas gracias.

Mi comprador se marcha casi corriendo y yo me sorprendo a mí mismo

con el pulso acelerado sosteniendo entre mis dejos una fotografía tamaño

carnet boca abajo. Le doy la vuelta muy despacio, como si se tratara del

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material más frágil del mundo. Efectivamente era una foto de una chica,

morena, con pecas, los ojos muy oscuros y la piel muy blanca… no la había

visto en mi vida. Ahora más que antes me invaden unas ganas incalculables de

averiguar quién es y por qué me conoce, pero… ¿acaso es Paula la chica de la

foto?

Tras varios días dudando sobre si escribirle o no, me decido a volver a

contactar con ella por la aplicación. Busco la conversación. Su Nick no da

ninguna pista sobre su nombre y tras escribirle un escueto “Hola” y esperar

más de 30 minutos delante del móvil, comprendo que no me va a contestar en

ese mismo momento. Sigo con mi vida y los días pasan con normalidad sin

respuesta por parte de Paula.

Una tarde, mi amigo Óscar me pide ayuda en la tienda. La tienda de

Óscar es un pequeño establecimiento de alimentación de venta a granel.

Según comenta siempre, la gente está cada vez más concienciada de la

necesidad de eliminar el embalaje de los productos, me gusta oírle hablar del

tema, Óscar es de esas personas que contagia entusiasmo a todos los que se

acercan a él, y transmite una energía tan fuerte que es imposible no dejarse

llevar por su discurso. Estábamos colocando los sacos de legumbres que

habían llegado, mientras Martín, el socio de Óscar, atendía a los clientes que

iban llegando. No me di cuenta hasta que, al levantarme de colocar el último

saco, de repente veo que estaba saliendo por la puerta alguien con la mochila

que había comprado y vuelto a vender.

No sabía muy bien qué hacer, así que decidí salir de la tienda y

comenzar a seguir a la persona que llevaba la mochila. Puede ser que sea otra

mochila, comencé a pensar mientras caminaba tras la chica que la llevaba. No,

imposible, esa marca ya no la fabricaban y la posibilidad de que hubiera dos en

el mismo barrio era remota. Camino a, no sabía dónde; me asaltaron un millar

de dudas, ¿qué estoy haciendo? ¿Por qué sigo a esta persona? ¿Por qué me

importa tanto esa mochila? Después de un rato caminando me encontré en mi

barrio de nuevo. Esa mochila tenía predilección por la zona, estaba claro. Tras

un lapsus inicial, identifico la plaza en la que me encuentro. La chica entró a un

portal pequeño y justo antes de entrar se giró y… nada, no es la chica de la

foto. Por detrás parecía ella, pero no. Se acabó, decido terminar con esta

locura, me di media vuelta y caminé hacia mi casa.

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Paula no contestaba, en su perfil apareció como desconectada hacía

más de un mes, por lo que entendí que no tendría la suerte de conocerla y

saber de qué me conocía.

Tras los meses iniciales de incertidumbre, el proyecto de Indonesia

estaba funcionando, la gente se había implicado y comenzábamos ya a ver

resultados fructíferos. Una nueva visita me esperaba, otros quince intensos

días, y allí estaba de nuevo, luchando junto a mi memoria por encontrar el lugar

donde había guardado la mochila, sin conocer su lugar de escondite, sin saber

si quiera si la había prestado a alguno de mis amigos. Bueno, esta vez he sido

previsor y el vuelo sale al final del día, tengo tiempo de sobra de encontrar la

mochila. Nuevamente me planteo comprar una, pero viendo mi trayectoria con

la última adquirida vuelvo a mi fiel método de compra-venta. Allá vamos:

mochila a menos de un kilómetro de distancia: esta es muy grande, esta muy

pequeña, esta es muy cara, esta es la mía… ¡esta es la mía! Pero… ¿Cómo es

posible? Allí estaba mi mochila. Mismo precio, misma descripción y…. ¡mismo

vendedor!

***

¡Toma! Piensa mientras mira su móvil y le da un trago al batido de fresa

que se acaba de preparar. Lleva 3 meses intentando vender esas dos mochilas

y nadie se ha interesado por ninguna de las dos, y de repente, hoy, va a

deshacerse de ambas.

Paula no cabe en sí de la emoción, se apresura a preparar ambas

mochilas y le indica a su abuelo que, por favor, baje a darle la mochila a su

amigo Javi que está en frente del edificio. Ella irá a vender la otra mochila, a un

chico que, por lo que ve, le urge bastante la compra. Paula es morena, tez

blanca y con pecas. Trabaja cerca de casa de su abuelo por lo que intenta ir a

visitarle regularmente, aunque en verdad va menos de lo que le gustaría.

Esa misma tarde ha quedado con sus amigos para preparar el viaje del

fin de semana, Javi necesitaba una mochila y ella decide prestársela y venderla

después. Mientras prepara la otra mochila para el comprador con el que ha

contactado, su abuelo vuelve y le entrega cuarenta euros.

—Pero, ¿y este dinero?

—Tu amigo ha insistido por las molestias.

—Ok, ¡gracias abuelo!

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Habrá querido comprar la mochila, reflexiona Paula, mientras prepara

rápidamente la otra mochila para el comprador que acaba de contactar. Paula

baja corriendo las escaleras y con las prisas se le cae el móvil. Lo recoge

corriendo, cruza la urbanización y sale a la calle. Nadie. Ha llegado algo menos

de diez minutos tarde, puede que aún no haya llegado, piensa mientras saca el

móvil del bolsillo para escribirle. ¡Vaya! Piensa Paula al ver la pantalla apagada

y ver que su móvil no enciende. Tras más de media hora esperando, Paula

sube a su casa, su buena suerte parece haberse visto truncada.

Por la tarde se reúne con sus amigos y al llegar Javi, este se disculpa

apresuradamente:

—Perdona Paula, imposible pasarme esta mañana para la mochila. Un

jaleo. Te he llamado, pero me salía apagado.

—Pero… ¿No te ha dado mi abuelo esta mañana la mochila?

—Eh, no, no he podido ir.

Paula cuenta la historia a sus amigos y entre risas, llegan a la conclusión

de que se han cruzado ambas mochilas. Afortunadamente ambas son iguales y

tras planear el viaje, Paula le entrega la otra mochila a Javi. Pasan las

semanas y entre viajes, compromisos y trabajos, Javi olvida darle la mochila a

Paula. Tras varios intentos fallidos, Paula consigue de nuevo la mochila y

decide probar suerte de nuevo. En su nuevo móvil, las fotos se ven mucho

mejor, esta vez tendrá más suerte… ¡Anuncio publicado!

Y así es como acaba, volviendo a empezar.

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VIDAS DANDO VUELTAS Circular Writer

Ruidos mecánicos ensordecedores, movimientos frenéticos sin parar, y

olor a metal recién fundido. Los techos de los pabellones eran

asombrosamente altos, y siempre había una temperatura más elevada de lo

normal; en cualquier estación del año, aunque en verano se volvía

insoportable. Muchas maquinarias de formas monstruosas estaban repartidas

por toda la fábrica, sus funciones no quedaban claras al observador inexperto.

La gente que trabajaba allí parecía de una raza extraterrestre. Siempre

llevaban trajes y máscaras de protección, para que no ocurrieran accidentes

cuando trabajaban con el calor o durante cualquiera de sus tareas en la planta.

El trasiego paraba solo unas horas al día, para poder refrescar los mecanismos

y cumplir con las normas de seguridad: vigilar, proceder con la manutención…

Pero el día siguiente se empezaba de nuevo, con ritmos que parecían aún más

apremiantes.

Podría no parecer el sitio más indicado para nacer, pero así les ocurrió a

dos gemelos, a los cuales nadie hubiera podido distinguir por su aspecto: la

única diferencia entre los dos eran sus nombres, diferentes únicamente por la

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letra final. No llevaban mucho tiempo allí, pero esa planta es todo lo que habían

tenido ocasión de conocer durante su vida hasta aquel momento. Nunca se les

permitía salir de la fábrica, porque todavía no se les creía listos para

enfrentarse a los peligros del mundo fuera de esos portones. De todas formas,

tenían a Javier “El Padre de Familia” y a Rafa “Mano Precisa”, los encargados

de organizar las cajas de tornillos que se enviarían a los clientes de la

empresa. Ellos los cuidaban cada día, casi como si fueran sus padres de

verdad. Los empleados de la fábrica se desahogaban. Hablaban de sus vidas

privadas, de sus familias, de historias que les contaban amigos en la

cervecería, y anécdotas sobre su trabajo en la fábrica.

Los dos gemelos pasaban los días observando el trabajo en la planta,

saboreando cada momento en un lugar tan familiar; los movían de un almacén

a otro para que no estuvieran en medio, sin ocupar demasiado espacio y sin

molestar a los obreros. Les gustaba imaginar dónde acabarían sus vidas, y a

qué función estarían destinados. No tenían grandes ambiciones, pero les

hubiera gustado poder hacer bien su trabajo y contribuir al “bienestar de la

sociedad”. Muchas veces habían escuchado esas palabras pronunciadas por

Javier, que era el que más se implicaba en cosas políticas. Siempre añadía:

“da igual el papel que desempeñes, da igual si eres un obrero o un manager de

alto rango: todos somos piezas de una gran maquinaria, y con que lo estés

haciendo bien y al máximo de tus posibilidades, seguramente estarás

contribuyendo activamente al bienestar de la sociedad”. Y fue así como llegó el

día en el que empezó la aventura de los dos gemelos en el mundo fuera de la

fábrica. Junto con unas cuantas cajas de las confeccionadas por Javier y Rafa,

fueron llevados a otro lugar, sin ni siquiera la posibilidad de despedirse de sus

amigos de toda la vida. Pero algo pasó que ellos nunca se hubieran esperado.

Los hombres del camión que se los llevaron decidieron separarlos y destinarlos

a sitios diferentes.

• La historia de 0D1530 - A

Yo bajé después de unas cinco horas de recorrido en la obscuridad. Lo

que vi justo fuera del camión me dejó muy sorprendido, porque si bien se

trataba de una fábrica, y a pesar de que parecía tener algo en común con la

planta en la que estaba antes, en este caso la estructura presentaba algunas

diferencias. Para empezar no tenía chimeneas tan altas y no salía de ella un

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aire tan caliente. Los empleados no llevaban máscaras tan raras ni trajes tan

pesados. Todos parecían ir de prisa y algunos llevaban muchos papeles en los

que apuntaban informaciones que debían de ser de la máxima importancia.

Según entré en mi nueva casa, vi una serie de miles y miles de máquinas muy

extrañas, la mayoría de ellas blancas con ventanas circulares y obscuras justo

en el centro, con botones y ruedas en la que parecía ser la cabeza de cada uno

de esos monstruos de lata. No entendía muy bien lo que eran, pero la cantidad

de ejemplares en esta planta me dejó completamente desconcertado. ¿Dónde

hubiera acabado ese ejército de máquinas?, y, ¿de qué forma hubieran

contribuido al “bienestar de la sociedad”?

Aunque estaba triste por no haberme quedado con mi hermano, y a

pesar de algunos momentos de desorientación debida al entorno tan particular,

también me sentía muy emocionado por imaginar los nuevos amigos que

encontraría en mi nueva casa: mi nueva familia. Decidí quedarme observando

lo que pasaba en la fábrica para intentar entender cuál sería mi papel en ella.

Lo que destacaba de forma particular eran unas larguísimas cintas negras que

serpenteaban por todo el edificio.

Se ramificaban y volvían a juntarse en varios nudos, y los obreros en

medio cogían piezas y las unían en tiempos record, cada uno con gestos

repetidos varias veces, siempre iguales y rápidos. Mirando bien en los ojos a

los obreros, se les notaba fríos y aburridos, pero siempre rápidos, intentando

mantener el ritmo que les imponía la cinta. Mi permanencia en la planta no duró

mucho, y de hecho no llegué a conocer a nadie. No encontré a otro Javier

“Padre de familia” o a otro Rafa “Mano precisa”. Sin ni siquiera decir una

palabra, me hicieron entender que mi tarea estaba relacionada con esas

mismas máquinas que me inspiraban tanta inquietud.

Después de pocas semanas vinieron a la fábrica unos hombres con

trajes y gorras rojos, para llevarse a algunos de esos raros soldados

mecánicos. También decidieron cogerme a mí y cargarme en un camión como

el que nos sacó a mi hermano y a mí de nuestra casa. El viaje no fue

particularmente agradable, ya que conducían bastante rápido y tampoco me

gustaba la obscuridad absoluta del remolque. El camión se paró, abrieron las

puertas y bajaron una por una las máquinas blancas envueltas en plástico y

protecciones para que no se dañaran durante el transporte.

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Lo que vi al salir de allí no lo voy a olvidar nunca. A través de unas

grietas en la caja me di cuenta de que estábamos ante un edificio muy grande,

y casi completamente rojo. Tenía grandes cristales en la fachada principal y

una gran inscripción blanca, que no conseguía leer desde mi posición. Creo

que los hombres rojos y yo entramos por una puerta secundaria, accediendo a

lo que me parecía ser un almacén. Había muchas máquinas envueltas en cajas

de cartón o en plástico y algunas personas con sudaderas rojas contándolas y

tomando notas, probablemente haciendo el “inventario” —me acuerdo de que

Rafa y Javier hablaban de ello de vez en cuando.

“Dejadlas ahí”, soltó uno de ellos hablando con los dos repartidores

rojos. Un par de sudaderas rojas abrieron la caja y me acompañaron a otra

parte del edificio. Se trataba de una zona completamente diferente de la

anterior, no tanto por el tamaño, sino por su organización. Mirando hacia

cualquier lado se podía ver una cantidad ingente de máquinas dispuestas en

filas y cada una con unos carteles de identificación. Si en la fábrica había

pensado que estaba ante un ejército, en aquella situación me di cuenta de que

había enteras poblaciones de cualquier tipo de artilugio mecánico y eléctrico.

Lo que más me extrañó fue que algunos de ellos tenían nombres iguales: había

varios “€259,99”, muchísimos “€319,99”, y algunos “€529,99”… No pude evitar

preguntarme si ellos también fuesen parientes, lo que me recordó a mi

hermano. Lo echaba mucho de menos y esperaba que estuviese bien, y que

cuidaran de él.

Tras un par de horas, los empleados con sudaderas rojas abrieron unas

puertas automáticas de cristal, por las que entraron flujos interminables de

personas. Todos andaban por el edificio mirando, comentando, indicando una y

otra cosa. Algunos se las llevaban, otros simplemente seguían paseando y

echando vistazos a algunas secciones. Yo me quedé allí, con la lavadora a la

que se me había asignado. Nadie me hacía caso, pero muchos se paraban

ante un cartel que los empleados habían puesto justo delante de mí. “Oferta”

ponía el cartel, con una descripción de las capacidades de la lavadora. La

llamaban “€199,99” —a lo mejor era un apodo—. Muy a menudo los que leían

el cartel llamaban a una sudadera roja para preguntarle algo. A veces la

conversación acababa con ellos yéndose del edificio con una hoja que ponía:

“Entrega gratuita en 2 días”.

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Mi experiencia en el edificio rojo no duró mucho; de hecho, tras menos

de una semana llegó otro camión y los repartidores con traje rojo se me

llevaron otra vez. Casi me había acostumbrado a todos esos viajes en la

obscuridad, pero nunca llegaron a ser agradables. Cada vez abandonaba un

sitio con la esperanza de encontrar a una familia, o de poder “contribuir al

bienestar de la sociedad”, como siempre repetía Javier. Esta vez, al salir del

remolque, vi un edificio que nunca había visto antes. Se trataba de una

estructura mucho más pequeña, con un techo inclinado y paredes coloradas.

Alrededor de ella, noté algo que nunca había visto antes: unos mechones

verdes surgían del suelo, todos con la misma altura.

Los repartidores con el traje rojo golpearon a la puerta del edificio y les

abrió una mujer que me acordaba de haber visto en el edificio rojo: era una de

las personas que habían indicado la lavadora “€199,99”, a la que me habían

asignado en la fábrica. Nos invitó a entrar y los repartidores me dejaron en un

cuarto muy pequeño, donde lo primero que noté fue un fuego encendido justo

encima de una placa negra. Me recordaba las llamas que observaba con mi

hermano en la fábrica. Me dejaron en un rincón con la lavadora, enchufaron un

par de cables y le explicaron brevemente a la mujer las funciones de la

“€199,99”. “No pierda la garantía, y acuérdese de que vale un año a partir del

día en el que se ha realizado el pago”, dijo uno de ellos. Se fueron sin

despedirse de mí, y me quedé allí, cuidando la lavadora.

No voy a mentir: tenía la percepción de que me quedaría en ese edificio

durante un tiempo. Estaba un poco desorientado, pero también me sentía

emocionado porque a lo mejor había por fin encontrado mi nueva casa.

Pensaba que había llegado mi momento de “contribuir al bienestar de la

sociedad”.

Y ahora me doy cuenta de que estaba equivocado. No acabo de

entender qué hice mal, pero las cosas no fueron como me esperaba. Sí, por un

lado, es verdad que durante unos meses parecía que todo funcionaba

correctamente. La lavadora no tardaba mucho en limpiar la ropa que tragaba

en ese misterioso agujero obscuro. Pero tras 8 meses empezó a intensificarse

el ruido que antes casi no se escuchaba. La señora Carmen empezó a

quejarse y a “sentirse estafada”. No estaba seguro de lo que significaba, pero

no debía de ser algo positivo. Llamó un par de veces a unos “técnicos del

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mantenimiento, y de hecho la lavadora parecía volver a funcionar. No obstante,

después de una semana más o menos ya empezaba de nuevo el problema, e

incluso un día se inundó la habitación porque salía agua de la lavadora. Yo no

sabía que hacer, y ninguno de los dueños estaba en casa. Según abrieron la

puerta de ese cuarto se echaron las manos a la cabeza, y no parecían

contentos. “¡Estoy harta ya!”, dijo Carmen dirigiéndose hacia el teléfono, “ahora

llamo a estos ineptos para que la sustituyan. No funciona, es defectuosa, te lo

he dicho un millón de veces al menos.”

Los días siguientes nunca se borrarán de mi memoria. Los hombres con

el traje rojo vinieron a casa de Carmen y ella les echó una bronca de

proporciones inimaginables. Mientras uno intentaba calmarla, el otro me cogió

junto con la “€199,99” y nos sacó fuera de la que creía ser mi casa. Nadie me

hizo caso, me pregunté si era por mi culpa. Igual fue porque estaba lleno de

polvo, igual no había cumplido con la misión que me habían asignado, igual

estaban enfadados conmigo. El viaje en la obscuridad esta vez se volvió

insoportablemente largo. No sabía que sería mi último viaje. El camión

ralentizó, y a través de una grieta en las puertas del remolque entraba un olor

muy raro. Más avanzábamos, y más fuerte se volvía el olor. De repente se

abrieron las puertas del camión y me di cuenta de que no estábamos

solamente la lavadora y yo en el camión, sino que también había muchas otras

máquinas. El suelo empezó a inclinarse y el contenido del remolque empezó a

deslizar hacia las puertas del portón. No pude hacer nada para evitar caerme

fuera del camión con la lavadora. Aterrizamos en un sitio que no reconocía:

parecía una montaña de metal y plástico, de varios colores. Todo parecía

sucio, y en general no olía bien para nada. El camión cerró los portones, el

remolque volvió a su posición originaria, y las ruedas se pusieron en marcha.

Lo vi irse, dejarme allí en medio de la nada, sin una palabra, sin un saludo. El

tiempo pasaba: días, meses, años.

Ahora sigo viviendo aquí, he abandonado la idea de que alguien se

acuerde de mí. No sé como sigo sobreviviendo. De hecho, no sé si esta se

puede considerar una existencia digna. Pero lo que más me duele es el hecho

de que nunca voy a entender lo que quería decir Javier por “contribuir al

bienestar de la sociedad”. Nunca tendré la suerte de ver de nuevo a mi

hermano. Y mirad, ahora. Ya llega otro camión, ya se está inclinando el

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remolque, ya se caen encima de mí y de la “€199,99” otras máquinas, otro

metal, otro plástico. Y ahora ni siquiera un rayo de luz ilumina la obscuridad en

la que estoy condenado a seguir existiendo, desde hace años, solo.

• La historia de 0D1530 - B

Yo tuve que esperar más tiempo para ver la luz de nuevo, en un sitio

totalmente desconocido y muy diferente de lo que consideraba como mi casa.

Detrás de los hombres que abrieron las puertas del remolque apareció un

edificio con una fachada muy agradable, blanca con un toque moderno. Estaba

dividido en varias alas; una en particular llamaba la atención por su forma

peculiar: se trataba de una esfera que contenía oficinas. Una bola de cristal en

la que no solamente se podía ver desde fuera, sino que también desde el

interior cualquiera podía ver una amplia panorámica de los alrededores. Estaba

rodeada por varios tipos de vegetación, cuyos orígenes no parecían

autóctonos. Se podía ver a los empleados trabajar en grupos dibujando formas

raras inclinados sobre unos papeles. Un cartel justo delante de ese edificio

destacaba por la letra, sencilla pero muy grande. En el ponía: “Imitando la

naturaleza para soluciones sostenibles.”

Había llegado el momento de entrar. Dos hombres ayudados de unas

carretillas elevadoras transportaban las cajas de materiales desde el camión

hasta el almacén. Un hombre con un traje muy colorido puso su firma en los

papeles de entrega y me acompañó por unos pasillos luminosos. De

maquinarias monstruosas, hasta ahora, ninguna señal. Llegamos a la

habitación con forma esférica, y el señor que llevaba el traje colorido me dejó

con los empleados que seguían concentrados en esos papeles. “A ver si esta

vez corresponde a lo que me habíais pedido…”, soltó con ironía y una media

risa. “Venga, echadle un vistazo, acaba de llegar el nuevo”. Todos se dieron la

vuelta y se me acercaron. Se miraron unos a otros y empezaron a sonreír con

complicidad. “Es él”, declaró uno de ellos. Déjanos uno momento y a ver si

acabamos con el prototipo para enseñártelo”.

Pivoté de uno a otro y me analizaron desde más cerca, con un interés

sincero que antes nadie me había dedicado. Rellenaban hojas con mis datos,

apuntaban códigos y fórmulas, y una parte del equipo se separó de los demás

apartándose en un rincón. Justo después, sacaron unas cuantas piezas de una

caja que estaba en medio de la habitación. Empezaron a juntarlas con unos

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tornillos recién desenvueltos del pedido que acababa de llegar. Otros grupos

seguían trazando formas raras y hablando de los “bancos de Oncorhynchus

mykiss”, de su capacidad de “interactuar con otros vórtices y aprovecharse de

su energía para moverse”, y de cómo se podían reducir los “kilovatios por

hora”. Al final, yo también tuve que colaborar para que el proyecto saliera bien.

El resultado fue una máquina bastante grande, con cuatro ojos transparentes

en el centro y varios botones en la que me parecía ser su frente.

Volvió el hombre con el traje colorido tras unos cuantos días de trabajo

intenso por parte de todos los empleados. Por fin pudo empezar la

demostración. Mientras la maquinaria emanaba un ruido de fondo y empezaba

a moverse algo en su interior, unos miembros del equipo de “Eco-design” —o

eso estaba escrito en la identificación que llevaban colgada al cuello—

explicaban que “el ahorro energético sería considerable”, que “la durabilidad del

conjunto incrementaría en un 250%”, y para terminar, que “se trata de una

multi-lavadora muy fácil de desmontar, y que por ello arreglar o sustituir cada

pieza no hubiera representado ningún problema”. Ahora era el momento de

pasar a la acción. No entendía muy bien todos esos discursos, pero el

entusiasmo que transmitían los diseñadores me hacía sentir orgulloso. Estaba

siendo parte de un proyecto que posiblemente contribuiría al “bienestar de la

sociedad.”

Después de varios meses, una vez organizada la planta productiva,

adoptado el design, arreglados un par de bugs, y testada la idea varias veces

con el mismo ruido de fondo, se pudieron almacenar los primeros productos

completados. Me encomendaron que cuidara de la Lavadora Cuádruple “B-

827”, destinada a una comunidad en la zona de Argüelles, Madrid. El contrato

de alquiler era provisional, con una duración de dos meses, ya que, al ser un

producto nuevo, la presidenta de la comunidad quería probarlo antes de firmar

el alquiler anual. Pero el hombre con el traje colorido —que, por cierto, ese día

llevaba una camisa más elegante porque era el día de lanzamiento de la Lx4

(así la llamaban en breve en las oficinas) — dijo que “seguramente querrán

prolongar el contrato, una vez que vean la primera factura de la electricidad y

del agua”. Un camión cargó unas cuantas lavadoras y las repartió entre varias

comunidades, hasta que al final llegó a Argüelles, en una calle pequeña, que

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parecía pertenecer a un tal “Benito Gutiérrez” —o al menos eso ponía en la

placa.

Los repartidores movieron las dos Lx4 al sótano de la comunidad, bajo la

supervisión de una mujer muy elegante que declaró ser la presidenta de la

Comunidad. Iban acompañados por uno de los diseñadores de la fábrica, que

explicó a la mujer todas las funciones de la Lx4. Ella, por su parte, convocó una

reunión de toda la comunidad para que se organizaran, y decidieran las reglas

de forma conjunta para utilizar las nuevas lavadoras. La señora elegante

explicó como funcionaba cada botón y modalidad de la lavadora, y especificó

que había que seguir las indicaciones de la empresa. “Acordaos todos que no

es de propiedad de la comunidad, sino que la estamos alquilando, entonces, si

por un lado es cierto que tenemos que cuidarla con particular atención, también

es verdad que es nuestro derecho señalar cualquier fallo técnico que pueda

tener, así los señores de la empresa se encargarán de venir cuanto antes para

arreglar lo que se haya estropeado”, concluyó la presidenta cerrando la

reunión.

Los dos meses pasaron sin ninguna complicación, y los empleados de la

compañía de las Lx4 pasaban una vez cada dos semanas para verificar el

estado de las máquinas y registrar datos de funcionamiento. Yo estaba

particularmente contento esos días, porque me dedicaban atenciones

especiales, y me limpiaban y se preocupaban por mí. Al final del contrato, de

común acuerdo, la comunidad decidió renovarlo, y quedarse al menos otro año

con las Lx4. Los que tenían lavadoras antiguas acordaron con la empresa que

podía quedárselas, así como con los materiales de los que estaban

compuestas. A cambio recibieron vouchers que los eximían de pagar el alquiler

durante unos meses.

Las visitas de mantenimiento se redujeron a una vez cada dos meses,

salvo algunas veces, en las que se les llamaba para resolver unos problemas

pequeños (que en realidad muy a menudo se debían a malos entendidos de

algunos inquilinos de la comunidad). A veces sustituían piezas oxidadas, e

incluso un día tuvieron que llevarme a la fábrica con la B-827 para cambiar el

motor de rotación de la cesta número 3. Sólo tardaron 5 días en arreglarlo, y

me alegré mucho de ver de nuevo a algunas caras conocidas.

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Por un lado, echaba de menos a Javier “Padre de Familia”, a Rafa

“Mano precisa”, al hombre con el traje colorido, a los eco-diseñadores y

especialmente a mi hermano; por el otro, me sentía acogido en una nueva

familia, e iba conociendo cada vez más las vidas de las personas que usaban

la Lx4. Descubrí que la presidenta de la comunidad se llamaba Rosario, que

tenía dos hijos y que trabajaba como abogada cerca de Ópera. Varias veces

acababa discutiendo de algunos casos por teléfono mientras cargaba la

lavadora en la habitación del sótano. Uno de sus hijos debía ser pequeño,

porque muy a menudo traía baberos manchados de papilla. Su marido era

seguramente médico, porque de vez en cuando aparecía una bata en la

lavadora.

El señor Diego era un hombre mayor, ya jubilado. Era un ex-ingeniero

que en realidad no había dejado nunca de amar su trabajo. Esto lo sé porque,

siempre que pensaba que no le estaban mirando, intentaba desmontar las

lavadoras o meter la cabeza en los agujeros donde estaban las cestas para

entender como funcionaban las Lx4. Siempre se quedaba sorprendido de lo

fácil que era desmontar y remontar la lavadora, “¡no como esos demonios

inasequibles de cuando yo era joven!”.

Tampoco me podré olvidar nunca de Ana y Rocío, dos gemelas de 14

años muy divertidas y vivaces, que se sentaban en el sótano durante los meses

de verano, haciendo sus deberes o cotilleando sobre los chicos populares de

su instituto. Esperaban a que terminara el programa de la lavadora, a veces se

traían el ordenador con la música y cantaban juntas, imaginando convertirse en

cantantes famosas de mayores. Ellas me gustaban de forma particular porque

me recordaban a mi hermano y a mí; y me preguntaba dónde estaría en ese

momento, esperando que estuviese bien, con gente que lo cuidara como

hacían conmigo.

De todas maneras, durante mis años de permanencia en la comunidad

de la Calle Benito Gutiérrez conocí a estas y a muchas otras personas con las

que compartí muchos momentos. No obstante, mi historia no termina en esta

calle. Un día se decidió sustituir a las Lx4 por otras lavadoras más eficientes, y

los repartidores volvieron para llevarme de nuevo a la fábrica del hombre con el

traje colorido. Me asignaron a otras lavadoras, a otros barrios, a otras

comunidades. Conocí a muchas personas, y creo que he ido descubriendo lo

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que Javier entendía por “contribuir al bienestar de la sociedad”. Todos me

trataron con mucha amabilidad, y creo que el hecho de que mi vida haya

durado tantos años se debe a ello en particular.

Los de mantenimiento han venido muchas veces en este período, y se

han fijado en mí con atención particular. El viernes de la semana pasada

volvieron para sustituir “unas piezas defectuosas” a media tarde, y yo me fui

con ellos. “Como para todas las cosas de este mundo”, o al menos eso es lo

que seguía repitiendo Don Diego de mi primera comunidad en Benito Gutiérrez,

“un día llegará mi fin también, y no le tengo miedo, porque sé que desde el

mundo he venido y al mundo volveré. Lo importante es que haya dejado algo

más de lo que había antes de que yo existiera”. De esa última parte estoy

particularmente convencido. No sabría como explicarlo, pero creo que no he

sido solamente un trozo de metal. Creo que durante mi existencia he dado la

posibilidad a varias familias de lavar su ropa, a comunidades enteras de

ahorrar energía, y de contaminar menos el medio ambiente. Creo que he

demostrado que un tornillo cualquiera puede contribuir al bienestar de la

sociedad: es suficiente que me limpien un poco, que me aprieten si hace falta y

que no me abandonen a la primera dificultad. Ahora ha llegado mi momento

también. Lo sé porque he vuelto a casa, a la fábrica donde todo empezó. Es

muy diferente respecto a la última vez que la vi hace unos cuantos años: ahora

no emite tanto humo de las chimeneas, Javier y Rafa no se quejan de todo

como antes, e incluso me pareció entrever un premio por ser la “Fábrica de

Tornillos más Circular de España - 2025”.

Hubiera deseado ver a mi hermano también, pero no he tenido tanta

suerte. Espero que siga teniendo la posibilidad de cumplir con sus misiones y

de ayudar a mucha gente para que laven su ropa, preparen su comida, o se

muevan por las carreteras con los coches eléctricos que están de moda ahora.

Yo, por mi parte, estoy contento con la existencia que he tenido, y sé que no

acaba todo aquí. Sé que una parte de mí, la materia que me compone, al

menos podrá seguir sirviendo de algo. Probablemente voy a ser otro tornillo,

ojalá pudiera convertirme en uno de estos modelos chulos como el C1RC -

U74R o el 3C0 - FR13ND. Pero no me importa tanto: sé que, si tendré bastante

suerte como para acabar en las manos de unos humanos respetuosos con

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nuestro planeta, seguramente podré cumplir con cualquier misión se me

encomiende, durante mucho, muchísimo tiempo.

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AGRADECIMIENTOS

La Fundación para la Economía Circular quiere agradecer sinceramente

su participación a todas las personas que, aportando desinteresadamente su

trabajo y su arte, han hecho posible esta publicación.

A todos y cada uno de los autores de este I Certamen de Relatos, por

regalarnos unas maravillosas historias.

A los miembros del Jurado de los premios, Clara Navío Campos,

Lourdes Picó Martínez, María Pérez Fernández, Rafa Ruíz Peña, y Luis

Guijarro García.

A Francisco Fernández Ortega, por su entusiasmo y compromiso

durante todo el Certamen.

A María Pérez Fernández, por su ayuda en la revisión de los relatos más

votados por los miembros del Jurado y que aquí se recogen.

Y, por supuesto, también a toda la gente que nos brinda a diario su

apoyo, ya sea individualmente o a través de las entidades a las que

pertenecen, para continuar trabajando a favor de la economía circular.