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David Hume: Mi vida (1776) Cartas de un caballero a su amigo de Edimburgo (1745) Edición y traducción de Carlos Mellizo Con el apéndice «La muerte de David Hume» El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid

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Este volumen reúne dos escritos. Mi vida, redactada cuatro meses antes de su muerte, es a la vez una ejemplar autobiografía y un apasionado manifiesto, la brevedad del texto se justifica por un estricto criterio de selección, dirigido a suprimir lo superfluo en aras de lo necesario, y Cartas de un caballero a su amigo de Ed imburgo -«en la que se contienen algunas observaciones sobre un Ex-tracto de los Principios que se refieren a la Religión y a la Moral»

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David Hume:Mi vida (1776)

Cartas de un caballero a su amigo de Edimburgo (1745)

Edición y traducción de Carlos Mellizo Con el apéndice «La muerte de David Hume»

El Libro de Bolsillo Alianza Editorial

Madrid

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Título original: My Own L ife—-A Leííer from a Gentlema.•bis Friend in Edinburgh

Traductor: Carlos Mellizo

© de la edición y traducción: Carlos Mellizo© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1985

Calle Milán, 38; S 200 00 45

ISBN: 84-206-0075-X Depósito legal: M. 646-1985

Papel fabricado por Sniace, S. A.Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos del Jarama (Madrid)

Printed in Spain

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Se reúnen aquí dos escritos de David Hume que me­recían darse juntos: la breve, ejemplar autobiografía que Hume compuso poco antes de morir y que aparece en las primeras ediciones postumas de su obra, y la Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo, publicada anó­nimamente en 1745. Son piezas breves, de un carácter defensivo, resultado del constante deseo de justificación personal que el autor experimentó a lo largo de su vida.

A esos dos textos he añadido otro ejercicio también textual, La muerte de Hume, donde recojo algunos tes­timonios de amigos y enemigos del filósofo dados al público muy poco después de su fallecimiento. Se ve en esos juicios el inevitable apasionamiento de lo que se escribe en el calor de una polémica, y ayudan a entender lo que «el caso Hume» significó en la Escocia de su tiempo. Quizá también ahora.

Quiero expresar mi agradecimiento a la National Li- brary of Scotland por permitirme consultar y transcribir

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los folletos de George Horne y Samuel Jackson Pratt que quedan parcialmente reproducidos en el Apéndice.

C a r l o s M e l l i z o University of Wyoming

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Mi vida

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Introducción

Cuatro meses antes de su muerte, en abril de 1776, David Hume redactó la breve confesión My Oivn Ufe. El más reciente biógrafo de Hume, E. C. Mossner, ha calificado este escrito, atribuyéndole las características de ser «en parte una autobiografía, y en parte un ma­nifiesto».

Que ambas notas son fácilmente detectables en el pre­sente texto, es algo que no pasa inadvertido ni para aquellos que han seguido en alguna medida la obra de Hume, ni para quienes My Own Ufe venga a ponerles por primera vez en contacto directo con el filósofo de Edimburgo.

Una autobiografía que engloba un período de sesenta y cinco años y cuyo relato no excede las diez hojas, es asunto que en sí mismo invita a la meditación. Hume pudo, sin duda alguna, haber escrito mucho más. Si nolo hizo, es verosímil suponer que esta brevedad estuvo condicionada por un estricto criterio de selección, diri­

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gido a suprimir lo superfluo en aras de lo necesario. My Oivn lije no es, por tanto, el relato de los días y las noches, sino un resumen dulceamargo de triunfos y fra­casos, o, si se quiere, el resultado final de un balance sincero.

Muy poco más debe decirse en esta nota introducto­ria. Solamente un dato para los bibliófilos y otro para los literatos:

My Own Ufe fue incluido por voluntad expresa del autor en la primera edición postuma de sus obras. Fue hecho público por primera vez en enero de 1777, junto con una carta de Adam Smith relatando la muerte del filósofo, en la revista Scots Magazine. Y en marzo del mismo año, ambos documentos se publicaron en Londres, con singular acogida.

El talento literario de Flume ha sido reconocido desde antiguo. Además de ser considerado como el más gran­de de los filósofos británicos, Hume posee un estilo impecable, vivo aún, donde la ironía, la claridad y el sentimiento nunca dejan de estar presentes. El fue quien dijo: «Sé filósofo. Pero por encima de tu filosofía, sé simplemente un hombre.»

Esta traducción de My Own lije apareció por vez pri­mera en la revista Papeles de Son Armadans, núm. CXCV, 1972.

C. M.

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Mi vida

Es difícil para un hombre hablar por extenso de sí mismo sin pecar de vanidad; por lo tanto, seré breve. Quizá pueda pensarse que es ya un ejemplo de vanidad el mero hecho de pretender escribir mi vida; sin embar­go, este Relato apenas si contendrá algo más que lo que pertenece a la Historia de mis Escritos, pues, en efecto, casi toda mi vida se ha consumido en proyectos y ocu­paciones de índole literaria. Y el éxito primero de la mayoría de mis obras no fue tan grande como para que se convierta en objeto de vanidad.

Nací el 26 de abril de 1711 — oíd style 1— en Edim­burgo. Pertenecí a una buena familia, tanto por parte de padre como de madre: la familia de mi padre es una

1 Oíd Style, un modo de registrar las fechas siguiendo el sis­tema del Calendario Juliano, utilizado en Inglaterra hasta el 2 de septiembre de 1752, y en Rusia hasta 1917. New Style se refiere ya al sistema del Calendario Gregoriano. De acuerdo con él, el3 de septiembre de 1753 se convirtió en el 14 de septiembre.

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rama de los Earl of Home’s, o Hume’s; y mis antece­sores fueron propietarios de este título, que ahora posee mi hermano, durante varias generaciones. Mi madre era hija de Sir David Falconar, Presidente del College of Justice: el título de Lord Halkerton recayó por sucesión en su hermano.

Mi familia, sin embargo, no era rica. Y siendo yo un hermano menor, mi patrimonio, de acuerdo con los usos de mi país, fue, lógicamente, exiguo. Mi padre, que pasó por ser un hombre de buenas prendas, murió cuando yo era niño, dejándome, junto con mi hermano mayor y una hermana, bajo el cuidado de nuestra madre, mujer de un mérito singular, la cual, pese a ser joven y her­mosa, se entregó por entero a la crianza y educación de sus hijos. Yo pasé el normal período educativo con éxito, y muy pronto nació en mí la pasión por la literatura, que ha sido la pasión dominante de mi vida y la fuente principal de mis satisfacciones. Mi disposición estudiosa, mi sobriedad y mi industria hiceron pensar a mi familia que el Derecho sería la adecuada profesión para mí; pero yo sentía una insuperable aversión hacia todo lo que no fueran las tareas de la filosofía y el conocimiento en general; y mientras ellos suponían que yo estaba escu­driñando los textos de Voet y Vinnius, Cicerón y Vir­gilio eran los autores que yo devoraba en secreto.

Sin embargo, al no ser compatible mi escasa fortuna con este plan de vida, y al resentirse mi salud a causa de mi ardiente aplicación, me vi tentado, o mejor, obli­gado a hacer un débil intento por introducirme en un escenario vital más activo. Fui a Bristol en 1734 con algunas recomendaciones para comerciantes de renombre. Pero al cabo de unos meses me di cuenta de que aquello no iba conmigo. Marché a Francia, con el propósito de continuar mis estudios en un retiro campestre; y allí viví de acuerdo con ese plan de vida que he logrado mantener invariable. Resolví adoptar una rígida frugali­

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dad para compensar mis pobres recursos económicos, mantener incólume mi independencia y despreciar todo, a excepción del desarrollo de mis talentos en el campo de las letras.

Durante mi retiro en Francia, primero en Reims, pero sobre todo en La Fleche (Anjou) compuse mi Treatise of Human N ature1. Después de pasar tres años muy agra­dables en ese país, fui a Londres en 1737. Al final de 1738 3, publiqué mi Treatise e inmediatamente des­pués volví con mi madre y mi hermano, el cual vivía en su casa de campo, donde se aplicable con juicio y éxito en aumentar su fortuna.

Jamás un intento literario ha sido tan poco afortunado como lo fue mi Treatise of Human Nature. Nació muer­to de la imprenta, sin recibir, por lo menos, la distinción de suscitar un murmullo entre los fanáticos. Pero siendo yo de un temperamento entusiasta y jovial, pronto reco­bré el aliento y proseguí con gran ardor mis estudios en el campo. En 1742 4 imprimí en Edimburgo la pri­mera parte de mis Essays: la obra fue recibida favora­blemente, y pronto me hizo olvidar por completo mi primer desengaño. Continué en el campo con mi madre y mi hermano, y por aquel tiempo recuperé el conoci­miento de la lengra Griega, a la que apenas si había prestado atención en los primeros años de mi juventud.

En 1745 recibí una carta del Marqués de Annandale, invitándome a ir a Inglaterra y vivir con él; supe que los amigos y la familia de aquel joven noble estaban deseosos de ponerle bajo mi tutela y dirección, porque su estado mental y su salud lo requerían. Viví con él doce meses. Durante esa época, mi empleo supuso un considerable aumento de mi pequeña fortuna. Después

2 Existe una traducción española de Vicente Viqueira: Tratado de la Naturaleza Humana, Calpe, 1923.

3 Vols. I y II en 1739, Vol. I I I en 1740.4 Vol. I. en 1741.

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recibí una invitación del General St. Clair para ayudarle como secretario en su expedición, que primero estuvo planeada contra Canadá, pero que terminó en una incur­sión a las costas .de Francia. Al año siguiente, es decir, en 1747, volví a recibir una invitación del General para desempeñar el mismo cargo en su embajada militar de las Cortes de Viena y Turín. Vestí entonces el uniforme de oficial y fui presentado en aquellas Cortes como ayuda de Campo del General, junto con sir Harry Erskine y el Capitán Grant, hoy General Grant. Esos dos años fueron casi las únicas interrupciones que han experimentado mis estudios durante el curso de mi vida: los pasé agrada­blemente y en buena compañía; y mis cargos, junto con mi frugalidad, hicieron que alcanzara a poseer una for­tuna, que yo llamaba independiente, aunque muchos amigos míos se sonreían al oírme hablar así. En breve, llegué a ser dueño de unas mil libras.

Siempre había albergado la sospecha de que mi falta de éxito al publicar el Treatise of Human Nature había procedido más del modo con que fue redactado que de su contenido, y que yo había sido culpable de una indis» creción muy común al llevarlo a la imprenta demasiado pronto. Por consiguen te, vertí de nuevo la primera parte de esa obra en el Enquiry concerning Human Understand- ing, que fue publicado cuando yo estaba en T urín5. Pero este trabajo no pasó de tener al principio un poquito más de éxito que el Treatise of Human Nature. A mi regreso de Italia, padecí la mortificación de comprobar que toda Inglaterra estaba revolucionada con motivo del Free Enquiry del Dr. Middleton, mientras que mi pro­ducción había sido pasada por alto y despreciada. Una nueva edición de mis Essays, Moral & Political que ha­bía sido publicada en Londres, tampoco tuvo mucho me­

5 En abril, antes de salir para Turín. Hay traducción espa­ñola: Investigación sobre el conocimiento humano, J . Salas, Tr., Alianza Editorial, Madrid, 1980.

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jor acogida6. La fuerza del temperamento natural es tan fuerte, que aquellos desengaños apenas si hicieron mella en mí. En 1749 volví a la casa de campo y viví dos años con mi hermano, porque mi madre había muerto ya. Compuse allí la segunda parte de mis Essays, a los que titulé Political Discourses, y también mi Enquiry con- cerning the Principies of Moráis, que es otra parte de mi Treatise, refundida de nuevo. Mientras tanto, mi editor, A. Millar, me informó de que mis primeras pu­blicaciones (excepto el desafortunado Treatise) comen- zaban a ser tema de conversación; que las ventas iban aumentando gradualmente y que se pedían ediciones. Surgieron, en el plazo de un año, dos o tres refutaciones provenientes de Reverendos y Obispos; y me di cuenta, a juzgar por la indignación del Dr. Warburton, de que los libros comenzaban a ser estimados en buena compa­ñía. Sin embargo, yo había tomado la resolución, que mantuve inflexiblemente, de no responder nunca a nadie; y al no ser de un temperamento muy irascible, he conse­guido sin gran dificultad mantenerme al margen de dispu­tas literarias. Esos síntomas de una creciente reputación me dieron ánimos, ya que siempre me vi predispuesto a fijarme más en el lado favorable que en el desfavora­ble de las cosas: una manera de ser que me reporta más felicidad que si hubiera heredado al nacer una renta de diez mil libras anuales.

En 1751 me mudé del campo a la ciudad, el verda­dero escenario para un hombre de letras. En 1752 se publicaron en Edimburgo, donde yo entonces vivía, mis Political Discourses, la única de mis obras que alcanzó el éxito en la primera publicación7. Fue bien recibida

6 En noviembre.7 Existe una traducción española de esta obra: Ensayos Políti­

cos, Trad. Enrique Tierno Galván, Instituto de Estudios Políti­cos, 1955.

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en el extranjero y en mi país. En el mismo añ o8 se publicó en Londres mi Enquiry concerning the Prin­cipies of M oráis9, que, en mi opinión (aunque yo no debería juzgar sobre este asunto) es, de todos mis escritos históricos, filosóficos o literarios, incomparablemente el mejor. Vino al mundo, y pasó desapercibido.

En 1752, la Facultad de Abogados me nombró Biblio­tecario: un empleo con el que apenas si recibí algún emolumento, pero que puso a mi disposición una vasta biblioteca. Entonces proyecté escribir la Historia de In­glaterra; pero asustándome con la idea de relatar un período de 1700 años, comencé con la llegada de la Casa de Estuardo, una época en la que, pensaba yo, las tergiversaciones de partido empezaron a tener lugar. Fui — lo concedo— demasiado entusiasta en mis expectacio­nes sobre el éxito de esta obra. Pensaba que yo era el único historiador que había hecho caso omiso del poder presente, de los intereses, de la autoridad y del clamor de los prejuicios populares; y como el asunto aquél estaba al alcance de todos, yo confiaba en recibir propor­cional aplauso. Pero tuve un triste desengaño: fui ata­cado por un grito de reproche, de desaprobación y hasta de odio; el Inglés, el Escocés y el Irlandés, el Whig y el Tory, el eclesiástico y el sectario, el librepensador y el religionista, el patriota y el cortesano se unieron en su ira contra el hombre que se había atrevido a verter una generosa lágrima por el destino de Carlos I y del Eearl of Strafford; y cuando se aplacaron las primeras ebulli­ciones de su furia, cosa que fue aún más mortificante, el libro pareció sumergirse en el olvido. Mr. Millar me dijo que en doce meses sólo se habían vendido cuarenta

8 En 1751.9 Hay una traducción al español de Juan Antonio Vázquez, fe­

chada en 1939, publicada en Argentina, por Losada, en 1945. Al comienzo del libro se incluye también — en traducción aceptable— el presente texto.

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y cinco ejemplares. Apenas si oí de un solo hombre de los tres reinos, considerado en el mundo de las letras, que hubiese podido soportar el libro. Debo hacer ex­cepción del primado de Inglaterra, Dr. Herring, y el primado de Irlanda, Dr. Stone, ciertamente dos raras excepciones. Estos dignos prelados me enviaron dos men­sajes por separado, instándome a que no me desanimara.

Pero yo estaba, debo confesarlo, desanimado; y de no haber estallado por aquel tiempo la guerra entre Francia e Inglaterra, • sin duda me habría retirado a alguna ciu­dad provinciana del reino mencionado en primer lugar, me habría cambiado de nombre y nunca jamás habría retornado a mi país natal. Pero como este proyecto era ahora impracticable y el segundo volumen estaba ya con­siderablemente avanzado, resolví sacar fuerzas de flaque­za y perseverar.

En este intervalo 10, publiqué en Londres mi Natural History of Religión, junto con otras piezas menores: su recepción por el público fue bastante oscura, si se ex­ceptúa que el Dr. Hurd escribió contra el libro un panfleto, ejemplo de toda esa mezquina petulancia, arro­gancia y chabacanería que caracterizan a la escuela War- burtoniana. Este panfleto me dio algún consuelo frente a la indiferencia general con que la obra había sido recibida.

En 1756, dos años después de la aparición del primer volumen, se publicó e l . segundo de mi History, en el que se contenía el período comprendido entre la muerte de Carlos I y la Revolución. Esta obra pareció disgustar menos a los Whigs y fue mejor recibida. No sólo se abrió paso por sí misma, sino que ayudó a sostenerse a su desgraciada hermana.

Pero aunque yo había aprendido por experiencia que el partido Whig ostentaba el privilegio de establecer

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quiénes eran los mejores tanto en el campo de la polí­tica como en el de la literatura, fui tan poco susceptible de rendirme a su estúpido alboroto, que las más de cien correcciones que ulteriores estudios, lecturas y reflexio­nes me vi obligado a hacer en los reinados de los dos primeros Estuardos, fueron siempre favorables al partido Tory. Es ridículo considerar la constitución inglesa an­terior a ese período como un plan regular de libertad.

En 1759 publiqué mi History of the House of Tudor. El vocerío contra esta obra fue casi igual al que había suscitado la historia de los dos primeros Estuardos. El reinado de Isabel resultó particularmente ofensivo. Pero ya estaba inmunizado contra la sandez del público, y continué pacífica y tranquilamente en mi retiro de Edim­burgo para acabar, en dos volúmenes, la primera parte de la English History que di al público en 1761, con un tolerable, y nada más que tolerable éxito.

No obstante esa variedad de vientos y estaciones a los que habían estado expuestos mis escritos, habían hecho tales progresos que el dinero por derechos de autor que recibí de los editores llegó a exceder, con mucho, cual­quier otra suma conocida con anterioridad en Inglaterra. Me convertí no sólo en un hombre independiente, sino en opulento. Me retiré a Escocia, mi país natal, y decidí no volver a sacar un pie de allí, con la íntima satisfac­ción de no haber pedido jamás nada a un hombre pode­roso, ni de haber procurado siquiera la amistad de nin­guno de ellos. Habiendo llegado por este tiempo a los cincuenta, pensaba pasar el resto de mi vida de esta manera filosófica, cuando recibí, en 1763, una invitación del Earl of Hertford, con el cual no tenía la menor relación, para acompañarle en su embajada a París con el proyecto inmediato de hacerme secretario de emba­jada y de desempeñar las funciones propias del cargo mientras me llegara mi nombramiento. Al principio re­chacé la oferta, a pesar de ser tan atractiva, porque

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estaba receloso de establecer contacto con los grandes y porque temía que los refinamientos y la ostentación de París resultarían desagradables para una persona de mi edad y carácter; pero dada la insistencia de su seño­ría, acepté. Tengo todas las razones, de agrado y de interés, para considerarme afortunado por mi relación con aquel noble, así como, posteriormente, con su her­mano, el General Conway.

A esos que no han visto los extraños efectos de las modas les será imposible imaginar la recepción con que me encontré al llegar a París, compuesta de hombres y mujeres de todo rango y condición. Cuanto más empeño ponía en rechazar sus excesivos refinamientos, más me veía abrumado por ellos. Sin embargo, es una gran sa­tisfacción vivir en París, a causa del inmenso número de gentes con sensibilidad, conocimiento y educación que abundan en esa ciudad, más que en cualquier otro lugar del mundo. Hasta llegué a pensar en instalarme allí el resto de mi vida.

Fui nombrado secretario; y en el verano de 1765, Lord Hertford me dejó, pues había sido nombrado Lord Lieutenant of Ireland. Fui chargé d ’ajfaires hasta la lle­gada del Duque de Richmond, hacia final de año. A prin­cipios de 1766 me marché de París, y al verano siguiente fui a Edimburgo con mi antiguo propósito de enterrar­me en un retiro filosófico. Regresé a aquel lugar, no más rico que cuando lo había dejado, pero con mucho más dinero y una renta mayor, gracias a la amistad de Lord Hertford; y estaba deseoso de probar lo que podría redundarme una vida de lujo, ya que había experimen­tado con anterioridad lo que significaba llevar una vida con lo necesario para subsistir. Pero en 1767, recibí una invitación de Mr. Conway para el cargo de subse­cretario. El carácter de la persona y mis relaciones con Lord Hertford me impidieron rechazar esta invitación. Volví a Edimburgo en 1769, muy opulento (pues poseía

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una renta de 1.000 libras anuales), con buena salud, y, aunque algo abatido por los años, con la perspectiva de disfrutar de un largo descanso y de ver aumentar mi fama.

En la primavera de 1775 fui aquejado de una dolencia en los intestinos que al principio no parecía alarmante, pero que no ha cesado desde entonces, llegando a ser — según yo pienso— incurable y mortal. Cuento con que el desenlace será rápido. Esta enfermedad me ha traído poco sufrimiento; y, lo que es más extraño, a pesar del gran bajón que ha experimentado mi persona, no ha supuesto ni un momento de crisis en mi estado de ánimo; hasta tal punto, que si se me pidiera designar un período de mi vida que yo escogiese para pasar de nuevo por él, me vería tentado a señalar este ultimo período. Poseo el mismo ardor de siempre en el estudio, y la misma alegría al verme acompañado. Considero, además, que un hombre de sesenta y cinco años, cuando muere, se limita a cortar unos cuantos años de molestias; y aun­que veo muchos síntomas de que mi prestigio literario empieza por fin a adquirir un brillo considerable, siem­pre tuve el convencimiento de que sólo dispondría de unos pocos años para disfrutarlo. Es difícil estar más desprendido de la vida de lo que yo lo estoy al presente.

Para concluir históricamente con mi propio carácter: soy, o mejor, he sido (pues éste es el estilo que debo emplear de mí mismo para expresar mejor mis senti­mientos), he sido — decía— un hombre de disposición afable, dueño de su temperamento, de una abierta, socia­ble y alegre manera de ser, capaz de encariñarse con las personas, poco susceptible de enemistad, y de una gran moderación en todas sus pasiones. Y ni siquiera mi de­seo de fama literaria, mi pasión dominante, llegó jamás a agriarme el carácter, a pesar de mis frecuentes desen­gaños. Mi compañía no fue desdeñada ni por los jóvenes y atolondrados, ni por los literatos y gente estudiosa; y

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como encontré un particular agrado estando en compañía de mujeres sencillas, no tuve razones para estar descon­tento con la acogida que me dispensaron. En una pala­bra, pese a que la mayor parte de los hombres de alguna forma eminentes han encontrado razones para quejarse de calumnia, yo nunca fui tocado, ni siquiera amenazado por sus colmillos peligrosos; y aunque me expuse repe­tidas veces a las iras de las facciones, tanto civiles como religiosas, éstas parecieron quedar desarmadas, en mi provecho, de su acostumbrada furia. Jamás mis amigos tuvieron ocasión de justificar alguna circunstancia de mi carácter o conducta. Y aunque los fanáticos — según es fácil suponer— habrían encontrado una gran satisfacción inventando y propagando alguna historia en perjuicio mío, nunca pudieron dar con ninguna que por lo menos tuviese el aspecto de probable. No puedo decir que no haya vanidad al hacer esta oración funeral de mí mismo, aunque espero que no esté demasiado fuera de lugar; es éste un asunto de hecho, que puede ser fácilmente clarificado y constatado.

DAVID HUME

Abril, 18, 1766.

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Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo en la que se contienen algunas observaciones

sobre un E x t r a c t o d e l o s P r i n c i p i o sQUE SE REFIEREN A LA RELIGIÓ N Y A LA M ORAL,

y que se dice son mantenidos en un Libro publicado últimamente bajo el título

Tratado de la Naturaleza Humana, etc.

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Introducción

II

Semejante en su intención y en su factura al Resu­men 1 de 1740, la Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo, publicada en 1745, responde también a una necesidad circunstancial. Ambos escritos, cuya paternidad humeana es hoy indiscutible, aparecieron como anóni­mos. Si el propósito del primero tuvo un carácter que hoy llamaríamos «publicitario» — el de brindar a los lectores un esmerado extracto de los contenidos del Tra­tado de la Naturaleza Humana— , la finalidad del segun­do fue la de lograr, en desesperado esfuerzo, algo que Hume deseó durante toda su vida y que jamás le fue concedido: una cátedra universitaria.

En su excelente y bien documentado estudio prelimi­nar al escrito, E. C. Mossner y J . V. Price nos ofrecen

1 Resumen del Tratado de la Naturaleza Humana, Trad. Esp. de C. Mellizo, Aguilar, S. A., Buenos Aires, 1973.

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los pormenores del desafortunado episodio académico2 que dio lugar a esta Carta, ahora por primera vez asequi­ble al público de lengua castellana.

Vacante la Cátedra de Filosofía Moral de la Universi­dad de Edimburgo tras la dimisión del Dr. John Pringle, se hizo necesario buscar a la persona indicada que viniese a continuar la labor docente que Pringle había desem­peñado durante casi quince años. Aunque el Presidente de la Universidad, John Coutts, había apoyado desde un principio la candidatura de Hume, pronto se puso en claro que sus posibilidades de acceder al puesto eran prácticamente nulas, debido, en palabras del propio Hume, «al clamor popular que se ha levantado contra mí en Edimburgo, y que me acusa de escepticismo, he­terodoxia y otras cosas que confunden al ignorante». El fragmento pertenece a una carta fechada el 25 de abril de 1745, dirigida por Hume a Matthew Sharpe de Hod- dam, cuyos párrafos finales constituyen una abierta pe­tición de ayuda al amigo, persona allegada a los círculos universitarios de Edimburgo. De hecho, cuando esta petición fue cursada, los concejales de la ciudad, bajo cuya jurisdicción estaba la Universidad, ya habían elegido por mayoría a un nuevo catedrático, Francis Hutcheson, hasta entonces profesor en Glasgow de la misma disci­plina. La circunstancia de que Hutcheson no aceptara la cátedra que se le ofrecía, no supuso mayor ayuda a la candidatura de Hume, pues una coalición de adversa­rios doctrinales, en causa común, hacía ya prácticamente imposible el buen éxito de sus pretensiones.

2 A Letter frorn a Gentleman to bis Friend in Edinburgh, Edited by Ernest C. Mossner and John V. Price, Edinburgh University Press, 1967. El episodio es allí relatado por extenso y con gran abundancia de datos. Lo que aquí se expone es sólo una versión muy resumida de tan largo y confuso incidente. El lector interesado en conocer los últimos detalles debe remitirse a las páginas vii-xxii de la edición Mossner-Price.

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Dividido el Concejo en dos bandos, quienes apoyaban a Hume estaban en franca minoría cuando tuvo lugar la votación definitiva. Convocada ésta inicialmente para el 29 de mayo, hubo de aplazarse. Ya a mediados del mis­mo mes, doce de los quince ministros religiosos de la comunidad, reunidos con el pleno del Concejo, habían pronunciado su avisamentum contra Hume. Entre los eclesiásticos más fervientemente opuestos a su candida­tura figuraba William Wishart, quien ocupaba un alto cargo en la Universidad, y a quien deben serle atribuidos los escritos que dieron lugar a la airada respuesta de Hume. Esta Carta de un caballero a su amigo de Edim­burgo es, pues, una defensa contra las acusaciones de Wishart, dirigida, aunque siempre en forma anónima, a John Coutts.

Por fin, la votación última tuvo lugar el cinco de junio, siendo elegido un William Cleghom, hasta la fecha sustituto provisional de la cátedra que había ocupado Pringle.

La derrota de Hume se había consumado, y los posi­bles efectos ventajosos de su Carta, redactada en «una mañana» desde su residencia campestre de Hertfordshire — donde era tutor del Marqués de Annandale— , no se materializaron en nada.

Aún hizo Hume un nuevo intento por acceder a otro puesto académico, esta vez la Cátedra de Lógica de la Universidad de Glasgow. Pero también este empeño, como el anterior, fue condenado al fracaso, y Hume hubo de permanecer siempre al margen del mundo uni­versitario del país que lo había visto nacer.

La Carta consta de cuatro secciones claramente de­finidas:

1. Un prefacio en el que Hume, ocultando su iden­tidad, y refiriéndose a sí mismo en tercera persona, anun­cia su propósito de «hacer justicia al autor» del Tratado

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de la Naturaleza Humana frente a las acusaciones de escepticismo y ateísmo de que ha sido víctima.

2. Una transcripción del Extracto de Wishart y del correspondiente Sumario de Cargos contra las doctrinas de Hume.

3. Una concisa refutación de los seis puntos que componen dicho Sumario.

4. Por último, una llamada al público, en la que solicita clemencia y comprensión para el autor, y exalta los valores de la libertad de pensamiento.

Es cierto que el Extracto, como el propio Hume seña­la, ofrece en ocasiones una visión excesivamente sim­plista y desfigurada de los contenidos del Tratado. La intención apologética de Wishart va unida a otros mo­tivos más urgentes, siendo el principal de ellos cargar las tintas sobre la heterodoxia de Hume y sobre el ca­rácter irreligioso de su filosofía, en vísperas de una votación académica. Entonces, como ahora, el sistema universitario no estaba libre de intereses de partido y de agrias confrontaciones ideológicas.

Mossner y Price3 recurren a ejemplos que ponen de manifiesto la tendenciosa mutilación que a manos del acusador padece el texto original de Hume. Así, por mencionar una de las muestras, el punto 4 del Sumario se limita a observar que «con respecto al principio que afirma que la Deidad creó la materia y le dio su impulso original, manteniéndola después en la existencia, dice nuestro autor que esa opinión es en verdad curiosa, pero que resultaría superfino examinarla en este lugar». En rigor, las palabras de Hume forman parte de un con­texto más amplio, a cuya luz adquieren un sentido quizá menos escandaloso y libre de irreverente ironía. Leamos el pasaje completo:

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Esta opinión es ciertamente muy curiosa, y bien merecedora de nuestra atención. Pero resultaría superfluo examinarla en este lugar, si reflexionamos un momento en el propósito que nos ha llevado a reparar en ella. Hemos establecido como un principio, que todas las ideas se derivan de impresiones o de percepciones precedentes, y que es imposible que podamos obtener una idea de poder y eficacia, a menos que logremos mostrar algunos casos en los que dicho poder es percibido en su propio ejercicio. {Tra­tado, Libro I, Parte III , Secc. 14).

Si es verdad que el tono de la acusación de Wishart adolece de una falta de equilibrio, no lo es menos que la defensa de Hume está en cierto modo condicionada — como era lógico de esperar, dadas las circunstancias— por una voluntad extrema de suavizar las consecuencias de un cuerpo de doctrina que, vano sería negarlo, no ofrece apenas resquicio al conocimiento metafísico. Este segundo aspecto de la Carta no es, según pienso, subra­yado por Mossner y Price. Pero son muchas las afirma­ciones de Hume, anteriores y posteriores a la redacción de este escrito, en las que queda reiterada la inequívoca postura humeana sobre la imposibilidad de pronunciarnos en cuestiones que trasciendan la realidad matemática o el mundo de lo empírico. Por citar también uno de los fragmentos de Hume que confirman lo dicho, baste con recordar su famosa sentencia:

Si cae en nuestras manos un volumen de teología o de meta­física escolástica, por ejemplo, debemos preguntarnos: ¿Contiene un razonamiento abstracto referente a la cantidad o al número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental referente a las cuestiones de hecho y a la existencia? No. Arrojémoslo, entonces, a las llamas, porque no puede contener otra cosa que no sea sofistería e ilusión. (Investigación sobre el Entendimiento Huma­no, Sección X II, Parte III.)

Naturalmente, y contra lo que algunos tal vez pudie­ran suponer, ni ésta ni ninguna de las afirmaciones hu-

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meanas en torno al orden de lo sobrenatural permiten ser interpretadas como manifestaciones de un formal ateísmo, palabra, esta última, no siempre empleada con la propiedad debida.

Tratando, pues, de poner las cosas en su más justa dimensión, cabría decir que la «peligrosidad» de Hume queda en este punto reducida a la negación de la teolo­gía natural como disciplina siquiera remotamente cien­tífica.

No es la intención de este prólogo terciar en la polé­mica y juzgar uno a uno los seis puntos de la acusación y las correspondientes aclaraciones de Hume. Dicha polé­mica, además, se prolonga en el tiempo, y resultaría imposible dar aquí una adecuada noticia de ella 4. Con todo, acaso resulte oportuno llamar la atención del lector sobre un pasaje que a mi juicio ofrece especial interés. Se trata de la declaración que pondera resueltamente el valor demostrativo de la prueba cosmológica, un argu­mento (como queda indicado en la nota 5 del texto) cuyo carácter experimental se ajusta a las exigencias dic­tadas por los principios huméanos. «N o sería difícil mostrar», dice Hume en la Carta, «que los argumentos a posteriori, a partir del orden y el curso de la Natu­raleza, esos argumentos tan apropiados, convincentes y obvios, todavía conservan toda su fuerza». Tan favorable dictamen sobre la prueba en cuestión es repetido por Hume en otros lugares, por ejemplo, en el párrafo intro­ductorio de su Historia de la Religión Natural, donde se nos indica que

Todo el ámbito de la naturaleza habla en favor de un autor dotado de inteligencia; y no hay un investigador que, después de reflexionar seriamente, pueda dejar de creer ni un momento enlo que son los principios primarios del verdadero teísmo y de la verdadera religión (Historia de la Religión Natural, Introducción).

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Según esto, parecería legítimo afirmar que, para Hume, hay una modalidad de acceso a la demostración de la Existencia Divina; una modalidad no tanto basada en razonamientos apriorísticos, como en la observación del comportamiento y estructura del orden natural. Sin em­bargo, la tarea de certificar que éste fue verdaderamente el sentir de Hume, no se halla libre de dificultades.

La Carta está fechada en 1745. Ulteriores en su re­dacción y publicación son la Historia de la Religión Na­tural y los Diálogos. Estas dos últimas piezas, escritas ambas hacia 1751, no fueron dadas al público hasta 1757 y 1779, respectivamente, la segunda, por tanto, de apa­rición posterior a la muerte de Hume.

En la Carta y en la Historia se afirman los valores demostrativos del argumento, así como en varios frag­mentos de los Diálogos. Sin embargo, un extenso apar­tado de esta obra, la última en publicarse, se detiene en examinar, por boca del dialogante Filón, las muchas deficiencias que una meditación detenida podría descu­brir en el argumento por designio. Tal es la abundancia y el vigor de las objeciones a la prueba, que ello nos obliga a pensar si en verdad Hume estuvo alguna vez convencido de su eficacia.

Sea como fuere, y cualquiera que sea la reacción del lector ante esta defensa, hay algo que conviene recor­dar. Pese a la larga tradición que ha atribuido a Hume un papel eminentemente destructivo en materia religiosa, un conocimiento mediano de sus escritos bastaría para comprobar que en ellos abundan indicaciones de una honda preocupación por las eternas incógnitas del hom­bre. Falso sería decir que el pensamiento de Hume se ajusta a las normas de la filosofía cristiana. Pero sólo un juicio precipitado y erróneo podría ver en ello una falta de interés vital respecto al orden de lo trascendente.

C. M.

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Conservado en la Biblioteca Nacional de Escocia, el folleto A Letter from a Gentleman to His Friend in Edinburgh: Containing Some Observations concerning Religión and Morality said to be maintain’d in a Book lately publish’d, intituled, A Treatise of Human t a t u ­re C., fue publicado en Edimburgo en 1745. Una repro­ducción facsímil del texto está incluida en la edición de E. C. Mossner y J. V. Price, Edinburgh University Press, 1967), y a ella me he atenido para realizar esta traducción. Todos los subrayados son los del original, excepto el que antecede a la nota 18. Esa nota, y todas las demás, son adición mía. El texto de Hume carece de ellas.

He tratado de conservar la sintaxis y puntuación ori­ginales hasta donde lo permite el castellano, y he intro­ducido en mi versión algunas variantes expresivas, siem­pre menores, cuyo único propósito es el de evitar po­sibles equívocos.

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Las numeraciones al margen del Extracto correspon­den a las páginas del Tratado de la Naturaleza Humana (Edición de J. Noon, 1739, para los volúmenes I y II ; edición de T. Longman, 1740, para el volumen III) en que aparecen los textos que el acusador seleccionó para documentar sus cargos contra Hume. El autor del Ex­tracto espiga fragmentos del Tratado según su conve­niencia y los agrupa en un cierto orden temático. De ahí que la numeración varíe y no siga necesariamente la se­cuencia esperada. He preferido conservar en la traduc­ción este método de dar las citas para ajustarme lo más posible al formato del Extracto en su versión original.

C. M.

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Señor:

He leído el extracto de los principios referentes a la religión y a la moral, principios que se afirma son man­tenidos en un libro publicado recientemente bajo el títu­lo Tratado de la Naturaleza Humana en el que se intenta introducir el Método Experimental de Razonamiento en los Asuntos Morales. También he leído el llamado Suma­rio de Cargos. Según usted me informa, ambos escritos han sido profusamente difundidos y cayeron en sus ma­nos hace unos días.

Estaba yo persuadido de que las acusaciones de escep­ticismo, ateísmo, etc., habían sido tan frecuentemente esgrimidas por los hombres peores contra los mejores, que habían llegado a perder toda su influencia. Y no hubiera yo pensado en hacer puntualización alguna con respecto a esa serie de pasajes desfigurados y mutilados, si no me hubiese usted rogado que asumiese la tarea de

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hacer justicia al autor, y de sacar de su equívoco a las gentes de buena intención sobre las que, según parece, ese Sumario de Cargos ha hecho impresión tan profunda.

Reproduciré aquí la acusación en su totalidad, y luego comentaré el Sumario de Cargos, ya que es ese escrito el que contiene la sustancia del todo. También iré re­firiéndome al Extracto conforme vaya avanzando.

E x t r a c t o d e l o s P r i n c i p i o s r e f e r e n t e s a l a R e l i g i ó n y a l a M o r a l , e t c .

El autor reproduce en la primera página (vol. I, im­preso por /. Noon, 1739) un pasaje de Tácito: «Rara felicidad de nuestros tiempos el poder pensar como uno desee y el poder hablar como uno piense» Expresa el autor su deferencia hacia el público con estas palabras (Advertencia, p. 2):

«Considero que la aprobación del público es la »mayor recompensa a mis trabajos. Pero estoy firme- »mente dispuesto a aceptar -su juicio, sea éste el que »fuere, como la mejor enseñanza.»

458 Nos da en síntesis una valoración de su filoso-459 fía, desde la página 458 hasta la página 470:

«Estoy confundido con esta angustiosa soledad a »la que me ha llevado mi filosofía.— Me he expues- »to a la enemistad de todos los metafísicos, los »lógicos, los matemáticos, e incluso los teólogos.— »He declarado mi desaprobación hacia sus siste- »mas.— Cuando miro en mi propio interior, sólo

1 El pasaje figura en la página titular de la edición de John Noon y es reproducido después en subsiguientes ediciones de la obra, siempre en su original latino: Rara temporum felicitas, ubi sentire, quae velis; atque sentías dicere licet.

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»encuentro duda e ignorancia.— Todo el mundo »conspira para oponérseme y contradecirme; y tal »es mi debilidad, que siento como si todas mis

460 »opiniones se desmoronasen cuando les falta la »aprobación de los otros.— ¿Puedo estar seguro »de que, al abandonar todas las opiniones estable- »cidas, estoy acercándome a la verdad? ¿Mediante »qué criterio lograré distinguirla, incluso si For- »tuna me pusiera al fin tras sus huellas? Después »de concluir el más exacto y preciso de mis razo­nam ientos, no puedo encontrar la razón de por »qué debería darles mi asentimiento; y lo único »que noto es una fuerte propensión a considerar

461 »los objetos tal y como éstos se me aparecen.— La »memoria, los sentidos y el entendimiento están »fundados todos ellos en la imaginación.— No es »extraño que un principio tan falaz e inconstante »nos lleve al error, cuando lo seguimos implícita- »mente (como estamos obligados) en todas sus

464 »variaciones.— Ya he mostrado que el entendimien­t o , cuando actúa solo y de acuerdo con sus prin- »cipios más generales, da lugar a una total subver- »sión contra sí mismo y no deja en pie el menor

465 »grado de evidencia, ni en las proposiciones filo- »sóficas, ni en las que se refieren a la vida co-

466 »mún.— No nos queda más remedio que elegir »entre una falsa razón, o ninguna en absoluto.—

467 » ¿Dónde estoy, o qué soy? ¿De qué causas deri- »vo mi existencia y a qué condición he de volver? »¿Q ué favores debo buscar y qué iras he de te- »mer? ¿Qué seres me rodean? ¿Sobre quién tengo »yo alguna influencia o quién tiene alguna influen- »cia sobre mí? Estoy confundido con todas estas »cuestiones, y empiezo a pensar que me hallo en »la condición más deplorable que imaginarse pue- »de, rodeado de la más profunda oscuridad, y

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»priva<do por completo del uso de todo miembro468 »y facultad.— Si debo ser un loco, como cierta­

m en te lo son quienes razonan o creen en alguna »cosa, sean por lo menos mis locuras naturales y

469 »agradables.— En todos los acontecimientos de la »vida deberíamos conservar nuestro escepticismo: »si creemos que el fuego quema o que el agua »refresca, ello sólo es así porque nos costaría mu- »cho trabajo pensar de otra manera; y si somos »filósofos, deberíamos serlo basándonos únicamen-

470 »te en principios escépticos.— No puedo impedir »que el que me asalte la curiosidad de familiari­zarme con los principios del bien y del mal mora- »les, etc. Me preocupa la condición del mundo »instruido, el cual padece una ignorancia deplora­b l e en lo que se refiere a estos particulares. »Siento en mí la ambición de contribuir a la ins­trucción del género humano y de adquirir renom­b r e por mis inventos y descubrimientos. Y si »tratara de eliminar esas inclinaciones mías, siento »que me perdería un placer. Este es el origen de »mi filosofía.»

Continuando con la exposición de sus opiniones filosóficas, nos dice el autor en la página 123: «Fijemos nuestra atención, tanto como nos sea »posible, fuera de nosotros mismos.— De hecho, »nunca podemos dar un paso más allá de nosotros »mismos, ni podemos concebir ninguna clase de »existencia, habiéndonos de conformar con las »percepciones que han aparecido en un ámbito »muy estrecho: dicho ámbito es el universo de la »imaginación, y no poseemos ningunas otras ideas, »además de las que en él se producen.»— De acuer­do con ello, «una opinión o creencia puede defi-

172 »nirse con la mayor exactitud posible diciendo que »es una idea vivaz relacionada o asociada con una

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321 » impresión presente; y es más un acto de la parte363 »sensitiva, que de la parte cognoscitiva de nues­

t r a s naturalezas». Y «en general, la creencia no122 »es otra cosa que la vivacidad de una idea. La

»idea de existencia es exactamente la misma que»la idea de lo que concebimos como existente.— «Cualquier idea que queramos formar es la idea »de un ser; y la idea de un ser es cualquier »idea que queramos formar. Y por lo que se re- »fiere a la noción de una existencia externa, »como algo específicamente distinto de nuestras »percepciones, ya hemos mostrado su imposibili-

330 »dad. Y lo que llamamos mente no es otra cosa»que un conglomerado o colección de percepcio-»nes diferentes, unidas por ciertas relaciones, sien-

361 »do falso suponer que está dotada de una perfecta370 »simplicidad.» Y «la única existencia de la que

»estamos seguros es la de las percepciones.438 »Cuando entro en lo más íntimo de lo que llamo

»mi propio yo, siempre me tropiezo con alguna »percepción en particular.— Nunca puedo alcanzar

439 »mi propio yo desnudo de percepciones, y lo que »únicamente puedo observar son las percepciones »mismas.— Si alguien piensa poseer una noción »diferente de sí mismo, debo confesar que me re- »sultaría imposible razonar con esa persona.— Me »atrevería a afirmar que, por lo que se refiere al »resto de los seres humanos, éstos no son otra »cosa que un hato de percepciones que se suceden »las unas a las otras con inconcebible rapidez y »que están en perpetuo flujo y movimiento.»

Por si acaso el lector olvidara aplicar todo esto a la Mente Suprema y a la existencia de una Pri­mera Causa, el autor tiene una larga disquisición

321 que se refiere a las causas y efectos, la cual viene 138 a decir, en resumidas cuentas, que todos nuestros

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razonamientos referentes a las causas y efectos no se derivan de otra cosa que de la costumbre; y que «si alguien tratase de definir una causa di- »ciendo que es algo que produce otra cosa, es »evidente que no estaría diciendo nada; porque, »¿qué quiere decirse con la palabra producción?»

298 Añade que «podemos definir una causa diciendo »que es un objeto precedente y contiguo a otro, Mamando también causas a todos los objetos que »se parecen al primero y que se sitúan en una re­lación semejante de precedencia y contigüidad »con respecto a los objetos que se parecen al se- »gundo; o, en otras palabras, que una causa es un »objeto precedente y contiguo a otro, y de tal for- »ma unido a él, que la idea de uno determina a la »mente a formarse la idea del otro, y la impresión »del primero a formar una más vivaz idea del se- »gundo.»

A partir de estas claras y simples definiciones, infiere el autor que «todas las causas son de la»misma clase, y que no hay fundamento para esta-»blecer una distinción entre causas eficientes y »causas sine qua non, o entre causas eficientes y »causas materiales, formales, ejemplares y finales;

300 »y que sólo hay una especie de necesidad y que la301 »distinción común entre la necesidad moral y la

»necesidad física carece de un fundamento natu­ral; y que la distinción que frecuentemente hace- »mos entre el poder y el ejercicio del poder carece »igualmente de fundamento; y que la necesidad »de una causa para dar origen a toda existencia »no es algo que se funde en argumentos demostra- »tivos o intuitivos de ninguna clase; y, finalmente, »que cualquier cosa podría producir cualquier otra »cosa, de tal forma que la creación, la aniquila- »ción, el movimiento, la razón y la volición po-

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»drían producirse recíprocamente o a partir de »cualquier otro objeto que podamos imaginar.»

El autor repite a menudo esta curiosa fórmula, 284 pp. 430, 434. Y nos dice que «cuando hablamos

»de cualquier ser, ya se trate de una naturaleza »superior o inferior, como algo dotado de un po- »der o fuerza proporcional a un efecto dado, en »realidad no estamos haciendo uso de un lenguaje »común que no responde a ninguna idea clara y

294 »determinada. Y si realmente carecemos de una»idea de poder o eficacia en cualquier objeto, o de »una verdadera conexión entre causas y efectos, »carecerá de propósito probar que una eficacia es »necesaria en todas las operaciones. Nosotros mis­mos no podemos entender lo que decimos cuando »hablamos así; y como los ignorantes, confundi- »mos ideas que son totalmente distintas entre sí».

291 Añade el autor que «la eficacia o energía de las»causas no reside ni en las causas mismas, ni en »la Deidad, ni en la concurrencia de estos dos »principios, sino que pertenece enteramente al »alma (o conglomerado de percepciones), la cual »considera la unión de dos o más objetos en todos »los casos pasados. Y es ahí donde radica el poder »real de las causas, junto con su conexión y nece­sidad. Y, finalmente, que podemos observar una »conjunción o relación de causa y efecto entre di­feren tes percepciones, pero nunca podemos obser- »var dicha conjunción entre percepciones y obje- »tos». Es imposible, por tanto, que, partiendo de cualquiera de las cualidades de las primeras, logre­mos nunca formar ninguna conclusión en lo refe­rente a la existencia de los segundos, o incluso satisfacer nuestra razón en este particular por lo que se refiere a la existencia de un Ser Supremo. Es bien sabido que el principio Todo lo que co­

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mienza a existir debe tener una causa de su exis­tencia es el primer paso para demostrar la existen­cia de una Causa Suprema; y que, sin este princi­pio, es imposible dar un paso más en favor de dicha demostración. Pues bien, el autor emplea toda su energía, a partir de la página 141, en des­truir esa máxima y en mostrar que «no es ni in­tu itiv a ni demostrativamente cierta.» Y agrega que «la razón no puede satisfacernos a la hora de pro-

173 »bar que la existencia de un objeto implica también »la existencia de otro. De modo que, cuando pa- »samos de la impresión de uno a la idea y creen- »cia de otro, no estamos determinados por la ra- »zón, sino por la costumbre».

En una nota marginal de la página anterior, dice 172 que «en la proposición Dios existe, como en cual-

»quier otro juicio de existencia, la idea de existen- »cia no es una idea distinta que añadamos a la »idea del objeto y que sea capaz de formar una »idea compuesta como resultado de esa unión».

280 Por lo que se refiere al principio que afirma que la Deidad es el Primer Motor del Universo, quien primero creó la materia y le dio su impulso origi­nal y mantiene su existencia y le otorga sucesiva­mente sus movimientos, dice el autor que «Esta »opinión es en verdad curiosa, pero que resultaría »superfluo examinarla en este lugar.— Pues si toda »idea ha de derivarse de una impresión, la idea de una Deidad tiene también que proceder del »mismo origen; y si no hay impresión alguna que »implique fuerza o eficacia, es igualmente imposi­ble descubrir, e incluso imaginar que un principio »activo de esa clase resida en la Deidad.— Por tan- »to, como los filósofos han concluido que la ma- »teria no puede ser dotada de ningún principio »eficaz, ya que es imposible descubrir en ella tal

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»principio, el mismo curso de razonamiento debe- »ría determinarlos a excluir dicho principio del »Ser Supremo. Pero si estiman que esta última »opinión es absurda e impía, como es el caso, yo »puedo decirles cómo evitarla, a saber: concluyen­d o desde el primer momento que no tienen una »idea adecuada de lo que es el poder o la eficacia »en ningún objeto, ya que ni en el cuerpo, ni en »el espíritu, ni en las naturalezas superiores, ni en »las inferiores pueden descubrir la menor traza

432 »de ello». Y añade: «No tenemos idea de ningún»ser dotado con poder alguno, ni, mucho menos, »de un ser dotado con poderes infinitos».

Por lo que se refiere a la inmaterialidad del alma (sobre la que se funda el argumento en favor de su inmortalidad, es decir, que no puede perecer por disolución, como el cuerpo), dice el autor:

431 «Podemos ciertamente concluir que el movimien- »to pueda ser, y que de hecho sea la causa del pen- »samiento y la percepción. Esto no debe sorpren-

434 »dernos, ya que cualquier cosa podría ser la cau-»sa o el efecto de cualquier otra cosa, lo cual, evi- »dentemente, pone a los materialistas en situación »venta josa sobre sus adversarios». Pero añade, más

418 claramente: «Afirmo que la doctrina de la inma-»terialidad, la simplicidad y la indivisibilidad de »una sustancia pensante es un verdadero ateísmo »y sirve para justificar todas esas opiniones por »las que Spinoza ha sido reprobado universal- »mente». Según el autor, esas horrendas hipótesis

449 son casi las mismas que las que defienden la inma­terialidad del alma, y que se han hecho tan popu­lares. Y de nuevo se afana en probar que todos los absurdos que pueden encontrarse en el sistema de Spinoza, pueden también encontrarse en los sistemas de los teólogos. Termina diciendo que

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425 «no podemos dar ni un paso que nos lleve a esta­b lecer la simplicidad e inmaterialidad del alma, »sin que nos prepare el camino hacia un peligroso »e inevitable ateísmo».

Las opiniones del autor acerca de la moral apa­recen en el volumen III , impreso por T. Long-

p. 5 man en 1740. Allí nos dice que «la razón no tiene»influencia sobre nuestras pasiones y nuestras ac- »ciones: las acciones pueden ser laudables o re- »probables, pero no pueden ser razonables o no-

19 »razonables. Que todos los seres del universo,»considerados en sí mismos, se nos aparecen suel- »tos o independientes los unos de los otros, siendo »sólo mediante la experiencia como podemos ave- »riguar su influencia y conexión mutuas; y que no »deberíamos extender dicha influencia más allá de »los límites de la experiencia».

Se afana en probar, a partir de la página 37, que la justicia no es una virtud natural, sino arti­ficial. Para ello nos da una razón bastante extraña:

128 «Podemos concluir», dice, «que las leyes de la»justicia, siendo universales y perfectamente infle- »xibles, no pueden jamás derivarse de la natura-

101 »leza. Supongamos que una persona me ha pres- »tado una suma de dinero, con la condición de »que le sea devuelta en un plazo de días; supon- »gamos que, pasado el plazo convenido, me pide »que le devuelva el dinero. Yo pregunto: ¿Qué »razón o motivo me obliga a devolvérselo? Los »intereses del público no están naturalmente vincu- »lados a la observación de las reglas de la justicia,

48 »sino que se asocian a ellas en virtud de la con- »vención artificial que ha establecido dichas reglas. »A menos que digamos que la Naturaleza ha esta- »blecido una sofistería y la ha convertido en algo »necesario e inevitable, hemos de reconocer que

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»el sentido de la justicia y de la injusticia no se »derivan de la Naturaleza, sino que surgen artifi- »cialmente, aunque necesariamente, de la educa- »ción y de las convenciones humanas. He aquí una

69 «proposición que debe considerarse como cierta: »Que es sólo en el egoísmo y la limitada genero- »sidad de los hombres, junto con la escasa provi- »sión que les ha hecho la Naturaleza para satisfa­c e r sus necesidades, donde la justicia tiene su »origen. Las impresiones que dan lugar a este «sentido de la justicia no son naturales a la mente »del hombre, sino que surgen del artificio y de las «convenciones humanas. Sin convenciones de ese

734 «tipo, nadie podría ni soñar que hubiese la llamada «virtud de la justicia, ni que los hombres tuviesen «que ejecutar sus acciones conforme a ella. To- «mado cualquier acto por separado, mi justicia «podría ser perniciosa en todos los respectos. Y es «solamente asumiendo que otros deberían seguir mi «ejemplo, como puedo ser inducido a abrazar esa «virtud, ya que sólo la asociación de personas con «un propósito común puede hacer de la justicia «algo ventajoso y procurarme un motivo para com- «portarme conforme a sus reglas. En general, pue-

44 «de afirmarse que no existe en las almas humanas «la pasión del amor a la humanidad, como tal pa- «sión, independientemente de las cualidades per- «sonales, del servicio o de la relación con nosotros «mismos».

Mr H ob bs2, que se esforzó en librarnos de to­das las obligaciones naturales, estimó, sin embargo, necesario conservar, o fingir conservar la obliga­ción de cumplir con nuestros pactos y promesas.

2 Hobbs en el original. Se refiere a Thomas Hobbes (1588- 1679). El tema aquí aludido es desarrollado por Hobbes en su

! Leviathan, publicado por primera vez en París, en 1651.

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Pero nuestro autor quiere eliminar muchas más 101 cosas. Dice: «Que la regla moral por la que se

»gobierna el cumplimiento de nuestras promesas »no es algo natural, queda de manifiesto si consi- »deramos estas dos proposiciones que probaré a continuación, a saber: Que una promesa no sería

114 »inteligible si las convenciones humanas no lo hu­b ieran establecido con anterioridad; y que, inclu- »so si fuera algo inteligible, no llevaría consigo »ninguna obligación moral». Concluye diciendo que «las promesas no imponen ninguna obligación »natural». Y añade en la página 115: «M ás aún: »como cada nueva promesa impone una nueva obli­gación moral en la persona que promete, y como »esta nueva obligación surge de su voluntad, el »acto de prometer es una de las operaciones más »misteriosas e incomprensibles que imaginarse »puede, y quizá sería posible compararla a la Tran- »substanciación, o a las Ordenes Sagradas, donde »una cierta fórmula verbal, unida a una cierta in­tención, cambian enteramente la naturaleza de un »objeto externo, e incluso de una criatura humana. »Para terminar (dice el autor), como la coacción »se supone que invalida todos los contratos, ello »prueba que las promesas no implican ninguna »obligación natural y que son meros productos »atificiales, creados para conveniencia y ventaja »de la sociedad».

S u m a r io d e c a r g o s

Del extracto precedente parece desprenderse que el autor mantiene:

1. Un escepticismo universal. Véanse sus afirmacio­nes en las páginas 458-470, donde él dice dudar de todo (excepto de su propia existencia), y donde califica de

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locura todo empeño por creer en alguna cosa con certi­dumbre.

2. Principios que llevan a un ateísmo radical, al ne­garse la doctrina de las causas y efectos. Véanse las páginas 321, 138, 298, 300, 301, 303, 430, 434 y 284, donde afirma que la necesidad de una causa para todo aquello que comienza a existir no es un principio que pueda encontrar apoyo en argumentos demostrativos ni intuitivos.

3. Errores concernientes al mismo ser y existencia de un Dios. Véase, por ejemplo, la nota marginal en la página 172, donde se refiere a la proposición Dios exis­te (o a cualquier otro juicio de existencia), diciendo que «la idea de existencia no es una idea distinta que añada­mos a «la dea del objeto, y que sea capaz de formar una »idea compuesta como resultado de esa unión».

4. Errores concernientes a Dios como Primera Cau­sa y Primer Motor del Universo. Pues con respecto al principio que afirma que la Deidad creó la materia y le dio su impulso original, manteniéndole después en la existencia, dice nuestro autor que «esa opinión es en verdad curiosa, pero que resultaría superfluo examinarla »en este lugar, etc.» (p. 280).

5. Debe acusársele de negar la inmaterialidad del alma, y de las consecuencias que se derivan de dicha negación (pp. 431, 4, 418, 419, 423).

6., Debe también acusársele de minar los fundamen­tos de la moral, por negar la diferencia natural y esen­cial entre lo virtuoso y lo torpe, el bien y el mal, y la justicia y la injusticia, haciendo de esa diferencia algo meramente artificial que es producto de convenciones y convenios humanos (vol. II , pp. 5, 19, 128, 41, 43, 48, 69, 70, 73, 4, 44).

Como usted ve, estimado señor, no he ocultado parte alguna de la acusación, y he reproducido el Extracto y

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los Cargos tal y como me fueron remitidos, sin introdu­cir en ellos la más pequeña variación. Ahora comentaré el Sumario de Cargos, ya que en él se contiene la sustan­cia del todo. Y también me referiré al Extracto confor­me vaya avanzando.

1.° Por lo que se refiere al escepticismo de que se acusa al autor, debo observar que la doctrina de los pirrónicos3 y escépticos ha sido siempre considerada, en todas las edades, como una colección de principios cu­riosos e interesantes, una suerte de Jeux d ’esprit sin influencia alguna en las firmes convicciones de los hom­bres ni en su conducta vital. En realidad, el filósofo que duda de las máximas de la razón común e incluso de sus propios sentidos, pone de manifiesto que carece de verdadero celo y que no pretende ofrecer ninguna opinión firme que regule nuestros juicios y acciones. Todo lo que puede lograr con sus escrúpulos es abatir el orgullo de los razonadores puros, mostrándoles que, incluso en lo que se refiere a los principios que parecen más evidentes y que los fuertes instintos de la Natura­leza nos obligan a aceptar, no nos es posible alcanzar una absoluta certeza, ni dotarlos de completa consisten­cia. Así, pues, la modestia y la humildad con respecto a nuestras facultades naturales, es el resultado del escep­ticismo, y no una duda universal. Una duda así no puede ser sostenida por ningún hombre, ya que el primer y más trivial accidente de la vida bastaría para desbara­tarla y destruirla inmediatamente.

¿Cómo podría un esquema mental de ese tipo causar algún daño a la piedad? ¿No sería ridículo asegurar que

3 Seguidores de Pirrón de Elis (c. 360-270 A. C.). En la obra filosófica de Hume abundan las referencias a los pirrónicos y a la imposibilidad práctica de profesar su escepticismo total. Las doctrinas y enseñanzas de Pirrón fueron recogidas por su discí­pulo Timón de Flío.

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nuestro autor niega los principios de la religión, cuando los considera igualmente ciertos que los objetos de sus sentidos? Si yo estoy tan seguro de esos principios como de que esta mesa en la que escribo está ahora ante mí, ¿que otra cosa podría desear el más riguroso de mis antagonistas? Es evidente que una duda tan extrava­gante como la que el escepticismo parece recomendar destruyendo todas las cosas, de hecho no afecta a nada, y no debe tomarse en serio, sino más bien como un mero entretenimiento filosófico o un ejercicio de ingenio y sutileza.

Las referencias que hace el autor a este tema del escepticismo vienen sugeridas por la misma naturaleza del asunto que está tratando; y no contento con dejarlas simplemente expuestas, el propio autor así lo declara. De tal forma, que todos esos principios que se citan en el Extracto como pruebas del escepticismo del autor, son rechazados por él mismo, unas páginas más adelante, calificándolos de efectos de la melancolía filosófica y del error. Estas son las palabras que el mismo autor emplea.Y el hecho de que su acusador las haya pasado por alto, podrá considerarse como una medida de prudencia, pero supone un grado de mala intención que a mí me parece de todo punto asombroso.

Si fuera adecuado recurrir a autoridades en el curso de un razonamiento filosófico, podría yo citar a Sócrates, el más religioso de los filósofos griegos, o a Cicerón, entre los romanos, los cuales llevaron sus dudas filosó­ficas al más alto grado de escepticismo. Todos los anti­guos Padres, así como nuestros primeros Reformadores, abundan en la representación de la debilidad y la incer- tidumbre que aquejan a la mera razón humana. Mon- sieur H u et4, el docto obispo de Avaranches (tan cele­

4 Pierre Daniel Huet (1630-1694). A este mismo autor, y con parecido propósito, alude Hume en los Diálogos sobre la Religión Natural: «Un famoso Prelado de la Iglesia Romana», dice allí

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brado por su Demonstraron Evangelique, obra que con­tiene todas las grandes pruebas de la religión cristiana), escribió también un libro sobre este mismo asunto, en el que trata de resucitar todas las doctrinas de los anti­guos escépticos y pirrónicos.

En realidad, ¿de dónde provienen todas las varias sec­tas heréticas — los arríanos, los socinianos, los deístas— , sino de haber depositado demasiada confianza en la mera razón humana, facultad que ellos consideran como regla de todas las cosas, y que no debe someterse a la superior luz de la Revelación? ¿Podría uno hacer mejor servicio a la piedad, que el de mostrar que este exagerado racio­nalismo, lejos de explicar los grandes misterios de la Trinidad y de la Encarnación, no es ni siquiera capaz de satisfacerse plenamente en lo que a las propias operacio­nes de la razón se refiere, y debe, en cierta medida, caer en una suerte de fe implícita, incluso cuando trata de explicar los principios más familiares y evidente?

2 ° Se acusa al autor de mantener opiniones que nos llevarían a un radical ateísmo, por negar aquél el prin­cipio que afirma que todo lo que comienza a existir debe tener una causa de su existencia. Para hacernos una idea de lo extravagante que es esa acusación, debo explicarme con algún detalle.

Es común entre los filósofos distinguir cuatro clases de evidencia: la intuitiva, la demostrativa, la sensible y la moral. Mediante esta división, lo único que se preten­de es marcar una diferencia entre las distintas clases, sin implicar que unas sean superiores a las otras. La certeza moral puede alcanzar un grado de firmeza tan

Hume, «—hombre de muy amplios conocimientos que escribió una demostración del Cristianismo— ha compuesto también un tratado que contiene todas las frívolas objeciones del más genuino y más determinado pirronismo» (Diálogos sobre la Religión Na­tural, Trad. Esp. C. Mellizo, Aguilar, S. A., Buenos Aires, 1973, Parte I, p. 41). De inspiración escéptica es, en efecto, su Traité philosophique de la faiblesse de l’esprit humain (1723).

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alto como el que podría alcanzar la certeza matemática.Y nuestros sentidos deben sin duda considerarse como una de las más claras y convincentes evidencias.

Ahora bien, siendo el propósito del autor, en las pá­ginas que se citan en el Extracto, examinar los funda­mentos de la proposición más arriba mencionada, se ha tomado la libertad de cuestionar la opinión común, la cual afirma que dicho principio se basa en una certeza demostrativa o intuitiva. Sin embargo, el autor afirma que el tal principio tiene como apoyo una evidencia moral, y que es tan convincente como pueden serlo ver­dades del tipo todos los hombres son mortales y el sol saldrá mañana. ¿Es esto lo mismo que negar la verdad de tal proposición, una proposición de la cual sólo quie­nes hayan perdido todo sentido común se atreverían a dudar?

Pero aun concediendo que el autor la hubiese negado. ¿Cómo podría decirse que su postura nos lleva al ateís­mo? No sería difícil mostrar que los argumentos a poste- riori, a partir del orden y el curso de la Naturaleza5, esos argumentos tan apropiados, convincentes y obvios, todava conservan toda su fuerza, y que nada ha sido afectado, a excepción del metafísico argumento a priori, un argumento que muchos hombres bien preparados no pueden entender, y al que otros muchos hombres bien preparados y de inclinaciones religiosas no dan mu­cho valor6. El Obispo Tillotson1 se ha expresado en este punto con un grado de libertad que ni yo mismo me permitiría; y en su excelente sermón sobre la sabi­

5 El argumento defendido por el personaje Cleantes en los Diálogos. A esta prueba a posteriori, de carácter en cierto modo «experimental», Hume pareció dispensar algún crédito. Sin em­bargo, una crítica implacable a ese mismo razonamiento es la que Hume pone en boca del personaje Filón (Vid. Diálogos, Parte II).

6 Es decir, el llamado «argumento ontológico».7 John Tillotson, Arzobispo de Canterbury (1630-1694).

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duría de ser religioso, dice estas palabras: Que la exis­tencia de un Dios no es susceptible de demostración, sino de evidencia moral. Espero que nadie sospeche que este santo Prelado trataba con esto de debilitar la evidencia de la Existencia Divina, sino únicamente de distinguir con exactitud su peculiar especie de evidencia.

Pero voy todavía más lejos, y afirmo que incluso los argumentos metafísicos en favor de la Deidad no son afectados por el hecho de negar la proposición mencio­nada más arriba. Solamente el argumento del Dr. Clark 8 podría verse de algún modo afectado. Pero hay muchos otros argumentos de la misma clase, que aún quedarían en pie: el de Descartes9, por ejemplo, el cual siempre se ha considerado tan sólido y convincente como el otro.

Añadiré que hay una importante distinción que siem­pre debería tenerse en cuenta: es la distinción que separa las firmes y declaradas opiniones de un hombre, de lo que, según su gusto, pueden otros deducir de ellas. Si el autor hubiese negado realmente la verdad de la propo­sición antes mencionada (cosa que hasta al lector más superficial jamás se le habría ocurrido pensar), tampoco podría acusársele de pretender invalidar ningún argu­mento que los filósofos han empleado en favor de la Existencia Divina. Tal conclusión es tan sólo una infe­rencia construida por otros, que él podría refutar si lo considerara oportuno.

Podrá usted juzgar la poca sustancia de la acusación, cuando en ella se dice que cambiar una clase de eviden­cia para una proposición, por otra clase de evidencia, es lo mismo que negar la proposición; que invalidar un

8 Clark en el original. Referencia a Samuel Clarke (1675-1729). El argumento aquí rechazado por Hume es el que aparece en la obra A discourse concerning the Being and Attributes of God, the obligations of Natural Religión and the Truth and certainty of the Christian Revelation (1705-1706).

9 La prueba ontológica de Descartes. Su formulación aparece en las Meditationes de Prima Philosophia.

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tipo de argumento, es lo mismo que ser formalmente ateo, y que rechazar un solo argumento de esa clase, es lo mismo que rechazar la especie entera. Y estas infe­rencias, deducidas por otros, se- le atribuyen al autor como si constituyeran su verdadera opinión.

Resulta imposible satisfacer siempre a un adversario dispuesto a encontrar faltas en todo. Pero me sería fácil convencer al juez más severo, de que todos los argumen­tos sólidos en favor de la Religión N atural10 retienen su fuerza en virtud del principio mantenido por el autor en lo que se refiere a las causas y efectos, y que ni si­quiera es necesario alterar los métodos comunes de ex­presar o concebir dichos argumentos. Ciertamente, el autor ha afirmado que es sólo mediante la experiencia como podemos juzgar las operaciones de las causas, y que, razonando meramente a priori, podría parecemos que cualquier cosa sería capaz de producir cualquier otra. No podríamos saber que las piedras caen y que el fuego quema, si no hubiéramos tenido experiencias de esos efectos. Y, desde luego, sin la experiencia no podríamos inferir con certeza la existencia de una cosa a partir de la de otra. Esta visión del asunto, lejos de ser paradó­jica, ha sido también la de varios filósofos, y parece ser la opinión más obvia y natural sobre el presente tema. Pero aunque todas las inferencias que se refieren a las cuestiones de hecho11 se resuelven en la experiencia,

10 En éste y otros contextos, la expresión Religión Natural tiene para Hume un significado equivalente a lo que venimos entendiendo por Teología Natural: la ciencia de Dios adquirida mediante el uso natural de la razón.

11 Recuérdese el célebre párrafo inicial de la Sección IV del Enquiry concerning Human Understanding, donde Hume esta­blece su bien conocida división entre las relaciones de ideas y las cuestiones de hecho: «Todos los objetos de la razón humana »o de cualquier investigación, pueden ser naturalmente divididos »en dos clases, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho. »A la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, el » Algebra y la Aritmética, y, en breve, toda afirmación que sea

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dichas inferencias no se ven en modo alguno debilitadas por ello, sino que, por el contrario, veremos que adquiri­rán más fuerza siempre que los hombres estén dispues­tos a fiarse de su experiencia más que del mero razona­miento humano. Dondequiera que yo vea una realidad organizada, inferiré, basándome en la experiencia, que allí ha habido un designio y una planificación. Y el mis­mo principio que me lleva a deducir eso cuando con­templo un edificio regular y hermoso en su estructura, me obliga también a inferir la existencia de un Arqui­tecto infinitamente perfecto cuando contemplo el arce y el designio infinitos que pueden observarse en la fábrica toda del Universo a . ¿No es ésta la luz a la que este argumento ha sido visto por todos los autores que tra­tan de la Religión Natural?

3.° La siguiente acusación de ateísmo es tan frágil, que no sé qué hacer con ella. Es cierto que nuestro au­tor afirma, siguiendo al docto y piadoso Obispo de Cloy- ne 13, que no poseemos ideas abstractas o generales, pro­piamente hablando. Y que esas ideas que llamamos gene­rales no son más que ideas particulares unidas a términos generales. Así, cuando pienso en el universal Caballo, siempre tengo que concebir un caballo, blanco o negro, gordo o flaco, etc. Y no puedo formarme ninguna no­ción de un caballo que no tenga algún color o tamaño

»intuitiva o demostrativamente cierta (...). Las proposiciones de »esta clase pueden establecerse gracias a la mera operación del »pensamiento, sin depender de lo que exista en cualquier parte »del universo (...). Las cuestiones de hecho, que son los otros »objetos de la razón humana, no pueden ser averiguadas del »del mismo modo, ni es nuestra evidencia de su verdad, por »grande que ésta sea, de la misma naturaleza que la precedente. »Lo contrario de cada cuestión de hecho es siempre posible, por- »que nunca puede implicar contradicción.»

12 Vid. nota. 5.13 George Berkeley (1685-1753). Berkeley trata el asunto de

las ideas abstractas en su Treatise on the Principies of Human Knowledge, publicado en 1710, un año antes del nacimiento de Hume.

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determinados. En relación con ese mismo asunto, el au­tor ha dicho que no tenemos una idea universal de la existencia, como algo distinto de cada existencia particu­lar. Pero hace falta que un hombre tenga una sagacidad muy extraña para que vea en esa proposición tan inofen­siva un síntoma de ateísmo. En mi opinión, una tal actitud de sospecha sería explicable en la Universidad de Salamanca o en un tribunal de la Inquisición Es­pañola.

Creo firmemente que cuando afirmamos la existencia de una Deidad, no nos formamos una idea general y abs­tracta de la existencia, para añadirla luego a la idea de Dios, logrando, mediante esa unión, una idea compuesta. Pero esto que digo es aplicable a todos los casos en que se formulan juicios de existencia. Siguiendo, pues, el ra­zonamiento del acusador, tendríamos que negar la exic- tencia de todas las cosas, incluso la de nosotros mismos. Mas hasta el mismo acusador habrá de admitir que el autor está persuadido de lo contrario.

4.° Antes de responder a la cuarta acusación, debo tomarme la libertad de exponer brevemente la historia de una opinión filosófica.

Cuando los hombres consideraron los varios efectos y operaciones de la Naturaleza, fueron llevados a exami­nar la fuerza o poder en cuya virtud dichas operaciones tenían lugar. A propósito de este asunto, las opiniones de los filósofos se dividieron, según sus otros principios

I fueran más o menos favorables a la religión. Así, los seguidores de Epicuro y de Estratón aseguraban que aquella fuerza era original e inherente a la materia, y que, actuando ciegamente, producía todos los efectos que

I contemplamos. Las escuelas Platónica y Peripatética, dán- f dose cuenta de lo absurdo de esta proposición, adscri- | bieron el origen de toda fuerza a una causa primera y | eficiente, la cual transmitió dicha fuerza a la materia y la I guió sucesivamente en todas sus operaciones. Pero todos

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los filósofos antiguos estuvieron de acuerdo en que había en la materia una fuerza real, ya original, ya derivada; y que era el fuego el que realmente tenía el poder de quemar, y el alimento el de nutrir, cuando observávamos que estos efectos se seguían de las operaciones de estos cuerpos. Los escolásticos dieron también por supuesto que había un poder real en la materia, para cuyas operacio­nes, sin embargo, se requería la asistencia de la Deidad, así como para el sostenimiento de la existencia que se había otorgado a la materia, lo cual ellos consideraban como una perpetua creación.

Nadie hasta Descartes y Malebranche había sostenido nunca la opinión de que la materia no tenía fuerza alguna, ni primaria ni secundaria, ni independiente ni concurren­te, y que ni siquiera podía ser llamada un instrumento en las manos de Dios para servir los propósitos de la Providencia. Estos dos últimos filósofos introdujeron la noción de causas ocasionales, en virtud de las cuales se afirmaba que una bola de billar no movía a otra median­te su impulso, sino que era sólo la ocasión por la que la Deidad, siguiendo una ley universal, daba movimiento a la segunda bola. Pero aunque esta opinión es totalmente inofensiva, nunca ganó gran aceptación, especialmente en Inglaterra, donde fue considerada como demasiado contraria a las populares opiniones recibidas, y tan poco apoyada por argumentos filosóficos, que sólo fue tomada como mera hipótesis. Cudworth I4, Lock 15 y Clark apenas si la mencionan. Sir Isaac Newton (aunque algunos de sus seguidores han adoptado ahora otros modos de pen­sar) la rechaza abiertamente, sustituyéndola por la hipó­tesis de un fluido etéreo, siendo éste, y no la inmediata volición de la Deidad, la causa de la atracción.

14 Ralph Cudworth (1617-1688).15 Lock en el original. Se refiere, naturalmente, a John Locke

(1632-1704).

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En resumen, lo que se desprende de todo lo anterior es que ésta ha sido una disputa enteramente dejada a las argumentaciones de los filósofos, y en la cual la religión nunca se ha considerado afectada en lo más mínimo. Resulta, pues, evidente, que el autor está refiriéndose a la doctrina cartesiana de las causas secundarias, cuando dice (en el pasaje al que se alude en la acusación) que esa opinión es en verdad curiosa, pero que resultaría su- perfluo examinarla en este lugar.

El tema que es allí tratado es bastante abstracto. Pero creo que cualquier lector podría darse cuenta de que el autor está muy lejos de negar (como se asegura en la acusación) que Dios es la Causa Primera y el Primer Motor del Universo. Que a las palabras del autor no po­dría dárseles ese significado, es un hecho tan evidente para mí, que no sólo mi reputación como filósofo, sino también todas mis pretensiones en favor de la verdad, así como mis creencias en los asuntos comunes de la vida, las arriesgaría con gusto en su defensa.

5 ° Por lo que se refiere al artículo quinto, el autor, que yo recuerde, no ha negado en ninguna parte la inma­terialidad del alma, en el sentido que damos comúnmente a esa palabra. Lo único que dice es que esa cuestión no admite un significado claro y distinto, porque no tenemos una idea distinta de lo que sea la sustancia. Esta opinión del autor puede encontrarse por todas partes tanto en la obra de Mr. Lock como en- la del Obispo Berkeley.

6.° Y llego ahora a la última acusación, la cual, según la opinión dominante de los filósofos de este siglo, ha de ner considerada como la más grave. Es la que acusa al autor de destruir todos los fundamentos de la moral.

Ciertamente, el autor ha negado la eterna diferencia entre lo virtuoso y lo torpe en el sentido que Clark y Woolaston 16 dan a esa distinción, a saber: que las pro­

16 William Wollaston (1660-1724).

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posiciones de la moral son de la misma naturaleza que las verdades de la matemática y de las ciencias abstractas, y que los objetos de la moral son puramente racionales, y no sentimientos dependientes de nuestros gustos e in­clinaciones. En esto coincide el autor con los antiguos moralistas y con Mr. Hutcheson 17, profesor de filosofía moral en la Universidad de Glasgow, quien, junto con otros, ha resucitado la filosofía antigua en lo que a este particular se refiere. ¡Qué artificio tan ruin el citar un pasaje mutilado de un discurso filosófico, a fin de hacer recaer sobre el autor el odio de las gentes!

Cuando el autor afirma que la justicia es una virtud artificial, y no natural, ha sido consciente de que las palabras por él empleadas podrían dar lugar a una malin­tencionada interpretación. Y toma las medidas adecuadas, haciendo uso de definiciones y explicaciones, a fin de impedirla. Pero de estas precisiones el acusador no hace caso alguno.

Por virtudes naturales el autor entiende la compasión, la generosidad y todas aquellas otras a las que somos llevados naturalmente por un instinto natural; y cuando habla de virtudes artificiales se refiere a la justicia, a la lealtad y a todas aquellas otras que requieren, además del instinto natural, una cierta reflexión sobre los intere­ses generales de la sociedad de los hombres y sobre su mutua relación. En ese mismo sentido podríamos decir que el acto de mamar es un acto natural al hombre, mien­tras que el lenguaje es artificial. ¿Qué hay en esta doc­trina que pueda considerarse siquiera mínimamente per­nicioso? ¿No ha establecido el autor expresamente que la justicia, en otro sentido de esa palabra, le es tan natural al hombre, que ninguna sociedad humana ni nin­gún individuo dentro de esa sociedad podría carecer por

17 Francis Hutcheson (1694-1746), autor de Pbilosopbiae Mo- ralis Institutio Compendiaría, obra publicada en 1742.

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completo de un sentido de lo justo? A algunas personas (aunque sin razón, según yo pienso) no les agrada la filosofía de Mr. Hutcheson porque basa todas las virtu-

; des en el instinto, dejando muy poco sitio para la razón , y la reflexión. Y les gustaría certificarse de que una rama S tan considerable de los deberes morales se funda en este f último principio, es decir, en la razón.

Pues bien, el autor se ha tomado el cuidado de afirmar : taxativamente que no es que los hombres no estén obli- | gados a respetar los contratos a menos que así se lo in- ! dique la sociedad, sino que nunca se les habría ocurrido t establecer contratos, y ni siquiera habrían entendido su

significado, si la sociedad no hubiera existido 18.En el extracto se hace la observación de que nuestro

; autor se ofrece a probar que, aun suponiendo que una ' promesa fuera inteligible antes que las convenciones hu­

manas la hubieran establecido, no sería asistida por nin- j guna obligación moral. Sin embargo, hasta el lector me­

nos cuidadoso se dará cuenta de que el autor no entiende aquí el término moral en un sentido tan amplio que venga a negar la obligación implícita al acto de prome­ter, con independencia de la sociedad. Por el contrario, no sólo afirma lo que se ha dicho más arriba, sino que también dice que las leyes de la justicia son universales y perfectamente inflexibles. Es evidente que, suponiendo que la humanidad, en alguna incoherente etapa primitiva, hubiera encontrado algún medio de conocer la naturaleza

: de eso que llamamos contratos o promesas, ese conoci­miento no habría implicado ninguna obligación, si no fuese acompañado de las circunstancias que dieron ori­gen a esos contratos.

Siento verme obligado a citar de memoria, y no puedo ; mencionar páginas y capítulos con tanta precisión como

el acusador. Vine en el coche del correo y no traje libros

18 El subrayado es mío.

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conmigo. Tampoco puedo conseguir aquí, en el campo, el libro que estoy comentando.

Esta larga carta con la que ahora le importuno a us­ted, fue compuesta durante una mañana, a fin de poder cumplir con su ruego de que yo respondiese inmediata­mente a las serias acusaciones que han recaído sobre su amigo. Espero que ello disculpe las inexactitudes que puedan haberse infiltrado en mi respuesta. Ciertamente, soy de la opinión de que el autor debería haber retra­sado la publicación del libro 19. Y lo pienso así, no por­que en él se contengan principios nocivos, sino porque, de haberlo trabajado con mayor madurez, podría haberlo hecho mucho menos imperfecto introduciendo en él co­rrecciones y revisiones. Al mismo tiempo, no quiero tampoco omitir la observación de que nada puede ser escrito tan exacta e inocentemente que no pueda ser per­vertido con las malas artes del tipo que se han empleado en esta ocasión. Ningún hombre habría emprendido una tarea tan odiosa como la que ha ocupado al acusador de su amigo, a menos que no lo hubiesen empujado a ello intereses particulares. Y ya sabe usted lo fácil que es, haciendo uso de citas mutiladas e incompletas, pervertir cualquier discurso, y, mucho más, un discurso de conte­nido abtstracto, donde siempre es difícil, si no imposible, que la víctima de la acusación se defienda ante el público. Las palabras que han sido cuidadosamente escogidas de un extenso volumen, tendrán, sin duda, un aspecto peli­groso ante lectores poco avezados. Y, a mi modo de ver,

19 Opinión que Hume mantuvo hasta el fin de sus días. Lee­mos en My Own Life, escrito en vísperas de su muerte: «Siem- »pre había albergado la sospecha de que mi falta de éxito al »publicar mi Tratado de la Naturaleza Humana había procedido »más del modo con que fue redactado, que de su contenido, y »que yo había sido culpable de una indiscreción muy común, al «llevarlo a la imprenta demasiado pronto» (Mi Vida, Trad. Esp. de C. Mellizo, Papeles de Son Armadans, n.° CXCV, 1972, p. 314. La traducción completa de esa autobiografía de Hume va va incluida en el presente volumen).

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el autor no puede defenderse sin entrar en detalladas explicaciones, las cuales serían ininteligibles para los lec­tores de esa clase. De esta circunstancia se ha aprovecha­do el acusador, abusando de ella hasta el extremo. Con todo, disfruta el autor de una ventaja que vale cien veces más que las que sus antagonistas pueden esgrimir. Esa ventaja es la de su inocencia. Y espero que se le dis­pense otra más, la del favor, si es que realmente vivimos en un país libre, donde los delatores y los inquisidores son tan merecidamente detestados por todo el mundo, y donde la libertad, por lo menos la libertad de pensa­miento, es tan altamente valorada y estimada.

Quedo de usted, Señor,Su más obediente y humilde servidor.

8 de mayo, 1745.

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La muerte de David Hume (Textos de una polémica)

Por Carlos Mellizo

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Entre las ilustres y numerosas amistades de que dis­frutó David Hume, quizá ninguna fuese tan firme y du­radera como la que lo unió a su compatriota Adam Smith. Las biografías de estos dos hombres coinciden en pocas cosas. Y acaso sea esa circunstancia la razón que justifique el acuerdo que, salvo raras excepciones, existió siempre entre ambos pensadores. Sus modos de ser eran complementarios; lo que, unido al noble com­portamiento de que uno y otro, por diferentes caminos, dieron sobradas muestras a lo largo de sus vidas, explica la mutua fidelidad que en todo momento se prestaron. No es ésta la ocasión de entrar por menudo en la his­toria de esa relación amistosa. Para los propósitos de estas páginas, sólo interesa registrar aquí la cercanía entre Smith y un Hume agonizante que, a la edad de sesenta y cinco años, dejaría el mundo de los vivos en la tarde del 25 de agosto de 1776.

Adam Smith asumió de buen grado el papel de cro­nista oficial de los últimos días de su amigo. Y debe decirse «oficial», porque antes de enviar su famosa carta-

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elegía al editor William Strahan con la petición de que se imprimiese, informó a Hume del contenido de ese texto, solicitando su visto bueno para darlo a la impren­ta. El 22 de agosto de 1776 — tres días antes del falle­cimiento— escribe Smith a Hume en los siguientes tér­minos:

« . . . Si me da usted permiso, quisiera añadir unas líneas al relato de su vida 1 que usted dejó escrito, aña­diendo alguna información, firmada por mí, referente a la conducta de usted durante esta enfermedad que, bien contrariamente a mis esperanzas y deseos, quizá sea su mal postrero. Algunas conversaciones que man­tuvimos últimamente, sobre todo aquélla en la que usted mencionó su carencia de una buena excusa que presentar a Caronte, la excusa que al fin se le ocurriría a usted, y la mala acogida que probablemente tendría por parte de Caronte, creo que constituiría una parte no des­agradable que pudiera añadirse a su relato. Bajo los efectos de una enfermedad agotadora y en un precario estado de salud que se ha prolongado por más de dos años, usted ha contemplado la muerte con una firmeza y serenidad de ánimo que muy pocos hombres han sido capaces de mantener siquiera por unas horas y aunque disfrutasen de perfecta salud» 2.

La contestación no se hizo esperar. Al día siguiente, ya en plena agonía y sirviéndose de la mano de su so­brino, escribe Hume a Smith desde su lecho de muerte:

« . . . Es usted muy generoso al pensar que esas pe­queñas bagatelas que me conciernen puedan ser dignas de su atención. Pero le doy entera libertad para incluir todas las adiciones que usted guste al relato de mi vida» \

Obtenida la autorización, Adam Smith envió su escri­to a las prensas, apareciendo éste como apéndice a la

1 Se refiere a My Own Life.2 Cit. en Rae’s Life of Adam Smith, McMillan and Co. Lon-

don-NewYork, 1895, pp. 300-301.3 Greig, Te Letters of David Hume, Oxford University Press,

1932, ii, p. 336.

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primera y a las subsiguientes ediciones de la autobio­grafía My Own Life que Hume redactara pocos meses antes. La carta de Smith a William Strahan, poco cono­cida de los lectores de lengua española, dice así:

Kirkaldy, Fifeshire, 9 de noviembre de 1776

Estimado Señor:Con un gran placer, aunque también con gran melancolía,

tomo la pluma para darle a usted un breve informe de la con­ducta de nuestro excelente amigo, el difunto Mr. Hume, durante su última enfermedad.

Aunque a su propio juicio el mal que lo aquejaba era mortal e incurable, se sometió al ruego de sus amigos y emprendió un largo viaje, por ver qué efectos podría ello procurarle...

Ya de vuelta en Edimburgo, se encontró mucho más débil; pero su buen humor no se vio disminuido, y continuó entrete­niéndose como de costumbre, corrigiendo sus obras para una nueva edición, o leyendo libros de pasatiempo, o conversando con sus omigos. Algunas veces, a la caída de la tarde, jugaba una partida de whist, su juego favorito. Su buen humor era tal, y sus conversaciones y entretenimientos se parecían tanto a lo que era acostumbrado en él, que, a pesar de todos los malos síntomas, muchos no podían creer que estuviera muriéndose. «Le contaré a su amigo el Coronel Edmonstoune», díjole un día el Dr. Dundas, «que le he dejado a usted en un estado mucho más saludable y en francas vías de recuperación». «Doctor», le respondió Hume, «como sé que usted eligiría siempre decir la verdad, mejor fuera que le comunicase al Coronel Edmonstoune que estoy muriéndome tan rápidamente como lo desearían mis enemigos, si es que tengo alguno, y tan alegre y pacíficamente como podrían desearlo mis mejores amigos». Al poco tiempo, el Coronel Edmonstoune vino a verlo y a despedirse de él; ya de regreso a su casa, no pudo evitar escribirle, dándole una vez más el eterno adiós y refiriendo al moribundo aquellos maravillosos versos en francés con los que el Abate Chaulieu, en espera de su propia muerte, lamentaba su inminente separación del Mar­qués de la Fare. La magnanimidad y firmeza de Mr. Hume eran tales, que sus amigos más íntimos sabían que no era imperti­nencia hablarle " escribirle como se habla y escribe a un hombre que está muriendo; y que lejos de herirlo con esta franqueza, a Hume le agradaba y se sentía halagado por ella.

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Coincidió el que yo entrara en la habitación de Mr. Hume cuando él leía la carta del Coronel Edmonstoune, carta que aca­baba de recibir y que me mostró inmediatamente. Le dije que, si bien me daba cuenta de lo mucho que se había debilitado, y de que los síntomas eran, en muchos respectos, muy malos, su disposición era tan alegre y el espíritu de la vida era tan fuerte en él, que yo no podía evitar albergar algunas vagas esperanzas. A lo que él me respondió: «Sus esperanzas carecen de funda­mento. Una disentería habitual durante un período de más de un año es una enfermedad muy grave a cualquier edad; a los años que yo tengo, es una enfermedad mortal. Cuando me acuesto por la noche me siento más débil que cuando me levanté por la mañana; y cuando me levanto a la mañana siguiente me siento más débil que cuando me acosté la noche anterior. Sé, además, que algunos de mis órganos vitales han sido dañados, y no hay duda de que moriré pronto». «Pues bien», le dije yo; «si ha de ser así, al menos tiene usted la satisfacción de dejar a todos sus amigos, y en particular a la familia de su hermana, en un estado de gran prosperidad». El me contestó que esa satisfacciónlo invadía profundamente, y que cuando, unos días antes, estaba leyendo los Diálogos de los muertos, de Luciano, no pudo en­contrar, de entre todas las excusas que se le presentaban a Caronte para no entrar en su barca, ninguna que fuese adecuada a su propia situación: no necesitaba terminar de construir su casa, no tenía ninguna hija a la que cuidar y mantener, y no tenía enemigos de los que deseara vengarse. «La verdad es que no puedo imaginar», dijo, «qué excusas podría yo presentar a Caronte, a fin de obtener de él una prórroga. He hecho todo aquello que, siendo de cierto valor, me había propuesto hacer; y no podría desear dejar a mis parientes y amigos en mejor posi­ción que ésta en la que ahora espero dejarlos. Por lo tanto, no me faltan razones para morir satisfecho». Mr. Hume se entretuvo luego en inventar algunas excusas chistosas que quizá podría darle a Caronte, imaginando las respuestas que mejor se adapta­ran al carácter de éste, y que sin duda recibiría como contes­tación. «Después de reflexionar», me dijo, «creo que yo podría dirigirme a Caronte de esta manera: Mi buen Caronte: última­mente he estado corrigiendo mis obras, con miras a una nueva edición. Concédeme un poco de tiempo para que yo pueda ver cómo recibe el público esas modificaciones. Pero Caronte respon­dería: Cuando hayas visto los efectos de esas modificaciones, querrás hacer otras, y no habrá punto final para tus excusas. De modo que sube a bordo, mi honesto amigo. Yo podría insis­tir, diciéndole: Ten un poco de paciencia, buen Caronte. Me he

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propuesto abrir los ojos del público. Si me concedes unos años acaso tenga la satisfacción de presenciar el derrumbamiento de algunos de los sistemas de superstición que hoy todavía preva­lecen. Mas Caronte perdería entonces toda su moderación y compostura: ¡Eso no ocurriría ni en un centenar de años! ¿Crees que voy a concederte una prórroga tan larga? Vamos ya, y no seas un picaro perezoso. Sube a la barca ahora mismo».

Pero aunque Mr. Hume siempre hablaba de su inminente di­solución con gran sentido del humor, nunca llegó al afectado extremo de presumir de su magnanimidad. Jamás mencionaba el asunto, a menos que el curso natural de la conversación lo lle­vara a ello; y nunca se detuvo en el tema más de lo que la charla naturalmente pedía. Si habló de esa cuestión con bastante frecuencia, eso se debió a que los amigos que venían a verlo le hacían preguntas referentes a su estado de salud...

Y así murió nuestro excelente e inolvidable amigo. Por lo que respecta a sus opiniones filosóficas, no hay duda de que los hom­bres juzgarán de muy diverso modo, ya aprobándolas, ya con­denándolas, según éstas concidan o no estén de acuerdo con las suyas. Pero en lo que se refiere al carácter y a la conducta de Mr. Hume, apenas si habrá alguna diferencia de opinión. Ciertamente, su temperamento parecía estar mejor equilibrado — si se me permite la expresión— que el de cualquier otro hom­bre que yo he conocido. Incluso en los peores momentos de su fortuna, su extrema y necesaria frugalidad no le impidieron ejer­citarse en actos de caridad y generosidad, si la ocasión se le presentaba. Era una frugalidad la suya que no estaba fundamen­tada en la avaricia, sino en el amor a la independencia. Su extra­ordinaria gentileza jamás debilitó la firmeza de su pensamiento ni la determinación de sus resoluciones. Su inalterable cortesía era la genuina efusión de su benevolencia y buen carácter, atem­perados siempre por la delicadeza y la modestia, y sin la menor traza de malicia —esa nota que, por lo común, es el origen desagradable de lo que en otros hombres llamamos agudeza de ingenio. Jamás quiso mortificar con sus bromas; y, consiguiente­mente, lejos de ofender, rara era la ocasión en que no compla­cían y agradaban, incluso hasta a quienes eran el objeto de ellas. Para sus amigos, de quienes Mr. Hume se chanceaba frecuente­mente, no había quizá otra virtud, de entre todas sus magníficas y amables cualidades, que mejor contribuyera a hacer más grata su conversación. Y esa alegría de ánimo, tan agradable en la vida social, pero que suele ir acompañada de otras cualidades frívolas y superficiales, fue, en el caso de Mr. Hume, asistida por la más estricta aplicación, el más vasto conocimiento, la

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máxima profundidad de pensamiento y una amplísima capacidad en todos los órdenes del saber. En general, yo siempre consideré a Mr. Hume, tanto en su vida como después de su muerte, como alguien que estuvo tan próximo a la idea de lo que debe ser un hombre perfectamente sabio y virtuoso, como quizá la frágil naturaleza humana será capaz de permitir 4.

Queda, estimado señor, muy afectuosamente suyo,

ADAM SM ITH,

No hay duda de que la carta, escrita con el ademán generoso que a Smith le dictaba la amistad, fue un no­ble intento por asegurar el respeto postumo a la me­moria de Hume. De hecho, y, al menos en parte, como consecuencia de tan vibrante apología, su persona ins­pira una profunda admiración en la que participa un amplio sector del mundo intelectual. Por otra parte, la reacción negativa ante el «caso Hume» también es una realidad que a nadie podría pasarle inadvertida. Si la carta de Smith, preñada de buenas intenciones, cargaba la mano en las virtudes del filósofo, ignoraba al mismo tiempo otras cosas que para muchos debían por fuerza ser motivo de ofensa. El ambiente de serenidad y de calma que en todo momento presidió la agonía de Hume — corroborado, entre otros, por el Dr. Joseph Black, su médico de cabecera5— originó la indignación, siempre

4 La carta, en su versión original inglesa, puede encontrarse en Greig, Letters, ii, p. 336.

5 Dirigiéndose al propio Smith cuando éste había regresado ya a su residencia habitual de Kirkaldy, Joseph Black describe así la muerte de su paciente y amigo:

Ayer, hacia las cuatro de la tarde, expiró Mr. Hume. La cercanía de su muerte se hizo evidente en la noche del jueves, cuando se agravó su flojera intestinal, que se vio acompañada de vómitos. En ese estado permaneció el pa­ciente durante la mayor parte del tiempo que le quedó de vida, llegando un punto en que su debilidad no le per­mitió ya levantarse de la cama. Continuó hasta el final perfectamente consciente, y libre de dolores excesivos o de sentimientos de depresión. En ningún momento salió de sus labios expresión alguna que denotase impaciencia. Por

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mal disimulada, de quienes interpretaron el episodio como un acto de insolencia.

Tal fue, por ejemplo, el sentir de Bosw ell6 y, sobre todo, el de George Horne, Presidente del Magdalen College, en Oxford, y autor del folleto A letter to Adam Smith, LL. D. on the life, death and philosopby of his friend David Hume, Esq., publicado a las pocas semanas de morir el filósofo. La obrita de Horne, de la que se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Esco­cia, es, quizá, la primera reacción meditada al escrrito de Smith. Su autor prefirió permanecer en el anonimato, y su nombre se oculta bajo esta larga rúbrica: «Uno que pertenece a los que son llamados cristianos». El carác­ter decididamente confesional del texto explica esta pro­fesión de fe. Y aunque en esas páginas no está ausente la nota sarcástica, el tono general de la crítica resulta más tolerable que el de otras piezas antihumeanas 7. Por razones difíciles de imaginar, Adam Smith jamás dio contestación al folleto. Virtualmente desconocido hoy, tanto para el lector anglosajón como para el público de habla española, se traducen aquí sus pasajes principales:

el contrario, toda vez que tuvo ocasión de dirigirse a quienes lo rodeaban, lo hizo con afecto y ternura. Me pareció inoportuno escribirle a Vd. para que se desplazase hasta aquí, especialmente porque llegó a mis oídos que Mr. Hume, en carta dirigida a Vd. el jueves o el miérco­les, expresaba su deseo de que no viniera. Cuando se puso muy débil, tenía que hacer un gran esfuerzo para hablar. Pero Mr. Hume murió con tal compostura y tranquilidad, que nada hubiese sido necesario para mejorarlas. (Greig, Letters, ii, p. 449.)

6 Véase, sobre esto, mi estudio «David Hume, hoy», Cuader­nos Salmantinos de Filosofía, Vol. II I , 1977.

7 Por ejemplo, el ataque del conde José de Maistre, que E. Tierno Galván cita en su prólogo a los Ensayos Políticos de Hume, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1955.

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Carta a Adam Smith, LL. D. sobre la vida, la muerte y la filosofía

de su amigo David Hume esq.

Uno que pertenece a los que son llamados cristianos

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Aviso preliminar

No es preciso, gentil lector, que ni tú ni el Dr. Smith conozcan el nombre de la persona que se dispone a escribir estas líneas. La mente no puede ser influenciada de ninguna manera por aquellas cosas de las que per­manece ignorante. Las puntualizaciones que aparecen en las páginas que siguen no son ni verdaderas ni falsas por el hecho de que yo las publique, sino que las publico porque estoy convencido de que son verdaderas. Léelas, pues, medítalas y determina por ti mismo acerca de su posible valor. Si no encuentras satisfacción en lo que digo, arroja este libro al fuego y lamenta (si bien con moderación, como corresponde a un filósofo) el hecho de haberte gastado un chelín en vano, y hazte el propó­sito de no gastarte otro de la misma manera. Si, por el contrario, te satisface la lectura de lo que ahora te ofrez­co (cosa que humildemente espero conseguir), no dejes de comunicar a otros lo que a ti te ha sido comunicado; habla de mí dondequiera que vayas y haz que tus con­ciudadanos y conocidos se familiaricen con mi mensaje.

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Los enemigos de la religión están despiertos; no permi­tamos que los que son sus amigos permanezcan dormidos.

Me había propuesto escribir un trabajo mucho más largo. Pero, de igual modo que le aconteció al editor de la Vida de Mr. Hume, conviene que responda lo más pronto posible a la «impaciencia y a la curiosidad del público», pues es preciso oír cuanto antes lo que ese mismo público, que cree en Dios, tiene que decir, una vez que haya sido informado y haya tenido ocasión de manifestarse libremente. Si estas breves páginas consi­guen su propósito, ¿para qué extenderme más? Muy lejos estoy de coincidir con todas las observaciones he­chas por M. Voltaire. Pero hay una con la que por fuer­za tengo que estar de acuerdo: «H e dicho» — grita el pequeño héroe— , «y he intentado amoldarme a ello, que el defecto de la mayoría de los libros que se escri­ben es que son demasiado largos». Después de releer lo que yo he escrito, creo que no ha lugar el que se le añada nada más.

De no haber escogido ocultar mi identidad — cosa que he hecho por razones que yo conozco mejor que nadie— ciertamente habría posado para mi retrato y habría contemplado la portada de mi libro con ojos tan expresivos y satisfechos como los del propio Mr. Hume. Además, mi librero me dijo que esa manera de hacer las cosas me hubiese traído mayor provecho: «Ya sabe us­ted» — fue lo que me dijo— : «Podríamos haber cobra­do por el libro seis peniques más».

CARTA A ADAM SMITH, ETC.

Señor:Recientemente se ha ocupado Vd. en hacer el panegírico de

un filósofo, del cuerpo de un filósofo, diría yo; pues, por lo que se refiere a la otra parte de la persona de Mr. Hume, ni Vd. ni él parecen -poseer idea alguna. De lo contrario, esa otra parte habría reclamado con toda seguridad algo de su atención y cui­dado. Uno está inclinado a pensar que la fe en la existencia e inmortalidad del alma no haría ningún mal —sino que produ-

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ciría mucho bien— en una Teoría de los sentimientos morales. Pero, en fin, dejémoslo. Cada quien entiende mejor sus propios negocios.

¿Me concederá Vd., señor, el honor de aceptar unas pocas y simples puntualizaciones, dichas en tono desenfadado, acerca de la curiosa carta que Vd. ha dirigido a Mr. Strahan y en la cual tiene lugar ese memorable panegírico? A lo largo de este escrito mío tendré también ocasión de considerar el relato que nuestro filósofo compuso acerca de su propia vida.

Créame Vd., distinguido Doctor, si le digo que no soy ni fa­nático ni enemigo del saber humano, y que — Ego in Arcadia— he leído con frecuencia las obras de Cicerón y de Virgilio, del mismo modo que lo hizo Mr. H um e8. Pocas personas (aunque, quizá —como dice Mr. Hume en una coyuntura semejante— , «no debería yo juzgar sobre este asunto») están capacitadas para saborear mejor que yo lo que es producto del genio y las belle­zas de un estilo literario. Por lo tanto, no es mi intención ni está en mi poder echar por tierra la personalidad literaria de su amigo. He recibido gran placer de la lectura de algunos de los escritos de Mr. Hume, y siempre he juzgado que su Historia de Inglaterra es un noble esfuerzo de Materia y Movimiento. Pero cuando a un hombre se le mete en la cabeza propagar el mal, debe Vd. comprender, señor, que el público se lamente al repa­rar en que esas doctrinas hayan sido formuladas por un tipo listo.

Pienso que no se me tildará de vanidoso si me atrevo a decir que en esta composición mía hay una buena dosis de lo que nuestro inimitable Shakespeare llamaba la leche de la caridad humana. Nunca supe lo que fueron la envidia ni el odio; y estoy dispuesto a prodigar mis alabanzas siempre que mi honor y mi conciencia así lo aconsejen.

Sin duda fue David, como Vd. afirma, una persona muy agra­dable en su trato social, capaz de contar buenas anécdotas y excelente jugador de whist, su juego favorito. No sé si Juan el Pintor tuvo esas mismas virtudes, pero no hay absurdo en suponer que así fuese. Si no las tuvo, bien pudiera haberlas tenido —no se ofenda Vd., Dr. Smith, no hay malicia en esto que digo. Lo que intento establecer es que me sería imposible aprobar, por el mero hecho de tener en cuenta esas virtudes suyas, el que Juan el Pintor tuviese la extraña ocurrencia de pegar fuego a todos los puertos marítimos del reino.

Y, por lo que se refiere a las opiniones filosóficas de Mr. Hume, hace Vd. la observación de que «sin duda los hombres juzgarán

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acerca de ellas de muy variadas maneras». Ciertamente, serán los hombres muy libres de actuar así, ya que nuestro autor hizo lo mismo. Algunas veces, Mr. Hume juzgó que su obra era inteli­gente, profunda, sutil, elegante, y que estaba llamada a procu­rarle una fama literaria que se extendería hasta los confines del mundo. Pero también es verdad que, en otras ocasiones, juzgó acerca de sus escritos de modo bien diferente: «Ceno» —nos dice el filósofo— , «juego una partida de ajedrez, paso un buen rato conversando con mis amigos. Y cuando, después de tres o cuatro horas de entretenimiento, vuelvo a estas especulaciones, me resultan tan frías, tan forzadas y tan ridiculas, que me falta el ánimo para meterme a fondo en ellas» 9.

Así, pues, señor, si me permite usted juzgar, antes de la cena, la filosofía de Mr. Hume tal y como éste la juzgó después de la cena, no habrá ocasión de disputa en lo que concierne a este asunto. Si ello fuera posible, yo preferiría tener ante mí un esquema de pensamiento susceptible de mantenerse en pie a cualquier hora del día; porque, si no, una persona se vería obligada a mantener al mismo tiempo dos tipos diferentes de lo que podríamos llamar «caballos metafísicos», a fin de poder ca­balgar en uno por la mañana y en otro por la tarde.

Después de todo, señor, y aunque soy amigo de la libertad de opinión (y creo que nadie podría decir lo mismo con mayor con­vicción que la que yo tengo) lamento bastante, ahora que lo pien­so, el hecho de que los hombres juzguen de muy varias maneras en torno a las especulaciones filosóficas de Mr. Hume. Pues como la finalidad de esas especulaciones consiste en borrar de la faz del mundo toda idea verdadera que haga referencia a la paz de ánimo, a la salvación e inmortalidad del alma, a la Providencia e, incluso, a Dios, es una lástima el que no podamos todos los hombres juzgar de manera unánime en torno a esos desvarios. Eso no quita para que, en alguna ocasión, nos haya entretenido escuchar algún chiste de labios del autor, cuando éste hacía gala de su buen humor teniendo entre sus manos un vaso de vino.

Me hubiese complacido sobremanera, señor, el haber sido in­formado por Vd. que, antes de su muerte, Mr. Hume cesó de incluir entre sus joviales efusiones de buen humor esas salidas de tendencia disolvente. Porque (y déjeme Vd., Doctor, utilizar un tono más personal en este asunto —no tenga miedo, mi nom­bre no empieza con «B» *) ¿está Vd. seguro y puede Vd. asegu-

9 Tratado de la Naturaleza Humana, Selby-Bigge Ed., p. 269.* Probable alusión a James Beattie (1735-1803), autor dej bien

conocido Essay on Truth, publicado en vida de Hume. El Essay

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rarnos que de verdad no existen cosas tales como un Dios y un estado futuro de recompensas y castigos? Si así fuera, bien estaría el no preocuparnos de nada, consumiendo nuestras últimas horas leyendo a Luciano, jugando a las damas y haciendo chistes sobre Caronte y su barca; bien estaría que todos muriésemos tan insen­sible y tan irresponsablemente como las vacas del campo o como los burros del desierto. Pero si esas realidades postreras E X IS­TEN —y es seguro que EX ISTEN — ¿estaría bien, señor, que Vd. nos dijese que es «perfectamente sabio y virtuoso», tanto en su carácter como en su conducta un hombre que, como Hume, demostró albergar una incurable antipatía hacia la R ELIG IO N y que empleó todas sus fuerzas en suprimir y extirpar el espíritureligioso de entre los hombres hasta el punto de hacerlo desapa­recer, si ello fuese posible, de la memoria de la humanidad? ¿Imagina Vd. que es factible reconciliarnos con una persona de esa clase y tenerla afecto sólo porque el individuo en cuestión era amable en su trato social y sabía jugar a las cartas?

A pesar de la baja calidad moral de los tiempos que corren, me aventuro a confiar en que todavía hay gracia suficiente para que el pueblo se resienta ante un uso semejante.

Pretende Vd. entretenernos con las agradables ingeniosidades que Mr. Hume supuso podrían tener lugar entre él y el viejo Caronte. El filósofo cuenta a este anciano caballero que «había intentado abrir los ojos del público»; que «estaba corrigiendo sus obras para una nueva edición» de la que esperaba grandes cosas; en breve, que «si se le permitiese vivir tan sólo unos cuantos años más (y ésa era la única razón por la que deseaba retrasar su muerte) podría tener la satisfacción de ver el desmo­ronamiento de los prevalecientes sistemas de superstición».

Todos sabemos, señor, lo que denota la palabra SUPERSTI­CION en el vocabulario de Mr. Hume, y que lo que él pretende es minar los fundamentos de la Religión. Pero, Doctor Smith, ¿cree Vd. o querría hacernos creer que es Caronte quien nosllama a la hora de dejar este mundo? ¿Es que no nos llamaEl Mismo que nos dio la vida? Permítame Vd. poner en otras palabras el deseo de Mr. Hume, dirigiéndome al Unico a quien verdaderamente deberíamos dedicar nuestras plegarias. Dice así:

«Señor, sólo hay una razón por la cual yo desearía continuar viviendo. Te ruego que me concedas unos pocos años más, hasta

contiene una crítica a las doctrinas de Hume y un ataque a la persona del filósofo, notablemente más violento que el de Home. T Turne leyó la obra de Beattie, calificándola de «a horrible lie in octavo» (N. del T.)

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que mis ojos vean el éxito de mis esfuerzos, los cuales consisten en derrocar con mi filosofía lo que tu Hijo trajo a la Tierra, y por la cual se encarnó en un cuerpo de hombre, y borrar de la faz del mundo el amor que te es debido.»

En la frase anterior no hay figuras retóricas, no hay hipérbo­les, no hay exageraciones. Se dicen las cosas de una manera directa. Y yo, señor, me atrevo a pedirle a Vd., poniendo al mundo entero por testigo, y a cualquier hombre que sea capaz de leer y entender los escritos de Mr. Hume, que me diga si no es esto, dicho en simple y claro inglés, lo que se desprende de su filosofía —como se ha dado en llamarla— y para la propaga­ción de la cual nuestro autor deseaba prolongar su vida, y de la que Vd. se complace en decir que «los hombres juzgarán de muy varios modos, según coincidan o discrepen de las opiniones del autor».

A propósito de esto, nos vemos obligados a pensar en el autor de la primera filosofía, el cual también se propuso abrir los ojos del público. Y así lo hizo. Pero el único descubrimiento que los hombres fueron capaces de hacer fue el darse cuenta de que estaban DESNUDOS.

Habla Vd. mucho, señor, de la gentileza, el buen natural, la compasión, la generosidad y la caridad de nuestro filósofo. Pero es seguro que todas esas virtudes se marchitaron y desaparecie­ron en las muchas ocasiones en que Mr. Hume se dispuso a desterrar de los corazones de la especie humana el conocimiento de Dios y sus bondades. Calmosa y deliberadamente, quiso Mr. Hume negar la providencia divina que nos protege con amor paternal; quiso negarnos toda esperanza de poder disfrutar de su gracia y de su favor, tanto aquí como en la otra vida; quiso pri­varnos del amor divino y del que nos tienen nuestros hermanos en Jesucristo, y de la paciencia en la tribulación, y de todos los consuelos que provienen de fuentes perennes y que nos confor­tan en tiempos de sufrimiento. ¿Es que puede un hombre, en virtud de encantamientos metafísicos, hacer que desaparezca el sol del firmamento y secar todos los ríos de la tierra? Cicerón, que sólo tuvo una noción muy imperfecta de esas regiones ultrate- rrenas a las que estamos destinados, juzgó que la promesa de una vida futura era tan consoladora, que ningún hombre debería apartarla de sí. Y nadie discutirá que Cicerón fue un filósofo, igual que Mr. Hume 10. Y si hubiera tenido ante sus ojos la luz

10 Quod si in hoc erro, quod ánimos hominum immortales esse credam, libenter erro; nec mihi nunc errores, quo defector, dum vivo, extorquen volo. DE SENECTUTE, ad Fin.

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de la Revelación que ya brillaba ante Hume, es seguro que no la habría rehusado; si se le hubiera ofrecido el mismo vaso de gracia que se le ofreció a nuestro autor, no lo habría apartado de sí sin ni siquiera probarlo.

«Quizá nuestros escépticos de ahora no saben que, sin la creencia en Dios y sin la esperanza en la inmortalidad del alma, las miserias de la vida humana serían insoportables. Pero, ¿puedo suponer que esos escépticos se encuentran en un estado de in­vencible estupidez y que nada saben del alma humana ni de lo que es propio de los hombres? Ciertamente, ellos no me agrade­cerían el que yo hiciese una suposición así. Y, sin embargo, eso es lo que debo suponer. Si no lo hiciera, habría de creer que dichos escépticos son individuos de una crueldad y una perfidia incomparables. Adulados por los que a sí mismos se llaman egregios, absorbidos por las formalidades de la vida, ebrios de vanidad,, engreídos por los elogios, disipados en el tumulto de ocupaciones o entre las vicisitudes de su propia locura, es posible que esos escépticos sientan poca necesidad de la religión y no tengan dispuesto el paladar para saborear sus consuelos. Pero conviene hacerles saber que en las situaciones solitarias de la vida hay muchos tiernos y honestos corazones que sufren con una angustia incurable, que sienten en sí el punzante aguijón del desengaño, que carecen de amigos, que se ven sumergidos en la pobreza y en la enfermedad o esclavizados por el opresor; y que si no fuera porque confían en la Providencia y esperan en una recompensa futura, nada podría librarlos de las agonías de la desesperación. ¿Es que no intentan los escépticos violar con sus manos sacrilegas este último refugio de los desgraciados y robar­les el único consuelo que les permite soportar los embates de la miseria, la maldad y la tiranía?

¿Habrá llegado a ocurrir que por la influencia de sus execra­bles manifestaciones se haya perturbado la tranquilidad del que vive en un virtuoso retiro y se haya hecho más profunda la tris­teza humana o se hayan hecho más intensos los temores ante la muerte? ¿Habrá ocurrido así en muchas ocasiones? ¿No es probable que, por lo menos, haya ocurrido una vez? ¡Oh, voso tro, s traidores de la especie humana, asesinos del alma! ¿Qué justifica­ción podréis dar a la maldad de vuestras acciones? De seguro que ya no os queda ni una chispa de generosidad, si la consideración de lo que habéis hecho no os produce remordimiento. Pero sé que mis palabras caen en el vacío. Sin duda habéis escuchado antes argumentaciones parecidas y las habréis desechado por frívolas y superficiales. Si pudiera reforzar este argumento mío con alguna alusión que viniese a satisfacer vuestra vanidad,

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quizá lograría entonces hacer alguna impresión en vuestras almas. Pero conducirme en esta ocasión invocando los principios de la BENEVOLENCIA y la GENEROSIDAD sería hablaros en un idioma que, ni ahora entendéis y que no entenderéis jamás. Y en cuanto a la vergüenza de veros vosotros mismos culpables de ha­ber incurrido en absurdos, o de ser ignorantes, o de faltaros honestidad intelectual, esas son cosas sobre las que habéis de­mostrado carecer de la más mínima sensibilidad. Pero que no se desanimen los que son amantes de la verdad. El ateísmo no puede durar mucho ni hay gran peligro de que se convierta en un error universal; por la influencia de algunos personajes conspicuos se ha puesto ahora de moda —lo que no es extraño en una época como la nuestra, que se caracteriza por su insen­satez y extravagancia. Pero cuando los hombres hayan apartado de sí los poderes de la seria y meditada reflexión, se encontrarán con que no les quedará otra cosa que un espantoso fantasma; y la mente volverá entonces, con renovado esfuerzo y entusiasmo, a abrazar aquellos perdidos consuelos. Una cosa sabemos con seguridad: que las modas de los sistemas escépticos y metafísicos son efímeras. Esos productos innaturales que provienen de las viles efusiones de un corazón endurecido que confunde su propia inquietud con su inspiración intelectual, y sus propias falacias con la sagacidad de pensamiento, puede, como otros monstruos, sorprendernos y agradarnos en virtud de su singularidad. Pero ese encanto pronto se termina. Y las generaciones que vengan después se asombrarán al oír que sus antepasados fueron enga­ñados o entretenidos con tales desvarios.»

Vd., señor, ha leído ya antes el párrafo que acabo de trans­cribir. Pero esta carta puede llegar a manos de muchos para quienes esas palabras les eran desconocidas, y es un toque de alarma que debería resonar continuamente en los oídos de los admiradores de Mr. Hume.

Y ahora, señor, ¿me permite Vd. hacerle algunas preguntas? ¿A qué viene tanta prisa y tanto afán por calmar la pretendida «impaciencia del público» y por hacerle saber que nuestro filó­sofo vivió y murió perfectamente compuesto y sereno? ¿Es que había alguna sospecha en Escocia de que él no hubiese mos­trado en ocasiones la compostura y serenidad que debiera? ¿Hubo, en particular, algún libro escrito contra él que se ocupase en deshacer ante sus propios oídos su sistema, reduciéndolo a una pila de escombros? ¿Hubo algún libro así cuyo éxito y cla­mor pudiese haber afectado de alguna manera la salud física y mental de Mr. Hume? ¿Hubo algún autor al que los amigos de Mr. Hume jamás mencionaban en su presencia, cuidándose de

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advertir a los extraños que lo visitaban para que tampoco lo hiciesen, ya que cuando, por accidente, alguno mencionaba a Mr. Hume el nombre de algún antagonista suyo nuestro autor estallaba en un apasionado arrebato de insultos y juramentos? n . ¿Es que acaso se estimó necesario o conveniente, en vista de lo anterior, ofrecer al público una imagen de Mr. Hume según la cual él apareciese como una persona perfectamente segura del crecimiento de su reputación filosófica, como si no se hubiera escrito ningún libro que se opusiese a sus doctrinas? ¿Es que quizá se juzgó más conveniente hacer como si este nuevo dios Dagon no hubiera caído por tierra, en lugar de tratar de ponerlo de nuevo sobre su pedestal? Yo, señor, vivo en el sur de Gran Bretaña; y, consecuentemente, no estoy al tanto de lo que ocurre en la lejana Escocia. Pero Vd. puede informamos de lo que allí sucede, y por eso le ruego que nos diga lo que pensará la gente cuando la benevolencia, la caridad, la virtud y la sabiduría de nuestro autor se vean premiadas con la publicación de un tratado suyo dirigido a demostrar la mortalidad del alma y de otro, escrito con el justo propósito de recomendarnos el suicidio. Por el mérito que se contiene en ambos tratados, no hay duda de que las generaciones presentes y futuras bendecirán la gentileza y amabilidad de su autor.

En general, Doctor, las intenciones de Vd. son buenas. Pero no creo que, en esta ocasión, tenga Vd. éxito. Tomando a David Hume como ejemplo, parecería que quiere Vd. persuadirnos de que el ateísmo es el único antídoto contra el desánimo y el miedo a la muerte. Pero si un hombre puede mirar con complacencia cómo un amigo suyo ha empleado mal sus talentos a lo largo

11 «He sido un hombre de disposición afable, dueño de mi temperamento, de una abierta, sociable y alegre manera de ser, capaz de tener afecto por las personas y de una gran modera­ción en todas mis pasiones. Y ni siquiera mi deseo de tama literaria, mi pasión dominante, llegó jamás a agriarme el carác­ter» (Mi Vida). Sin embargo, y a juzgar por lo que Mr. Hume dice de algunos obispos, como Warburton y Hurd, y de algunos fanáticos (es decir, los cristianos) y de la resolución que una vez tomó de querer cambiar de nombre y establecerse en Francia porque sus escritos no encontraron suficiente buena acogida, pa­rece deducirse que había algo de irritable en la constitución de Mr. Hume. Pero eso son menudencias, y no quiero detenerme en ellas ahora. Lo que en esta circunstancia me anima a escribir es un propósito más noble. Pues la atroz desviación que estriba en querer difundir el ateísmo por todo el mundo es un asunto que nos concierne a todos.

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de su vida, y cómo, a la hora de la muerte, se ha dedicado a entretenerse con Luciano, el whist y Caronte, también ese hom­bre debería sonreírse ante el espectáculo de ver Babilonia en ruinas, o gozarse ante el terremoto que destruyó Lisboa o felicitar al Faraón que pereció entre las olas del Mar Rojo. Recurrir a la comicidad en tales circunstancias no es otra cosa que un loco desvarío:

Locura es reírse vanamentecuando la más grave tristeza nos rodea.

¿Sería posible descubrir cuáles son las pestilentes consecuen­cias a que da lugar una filosofía falsa? Buen ejemplo tenemos de esas funestas consecuencias si contemplamos lo ocurrido en el caso deplorable de Mr. Hume.

Esto que acabo de decir, señor, puede parecer excesivamente duro. Pero es conveniente proclamarlo. Y si los espíritus que ya nos dejaron tienen algún conocimiento de lo que está ocurriendo en este mundo, el espíritu de Mr. Hume verá con agrado el que alguien se esfuerce enérgicamente en impedir que sus escritos produzcan entre la humanidad los efectos que él había perse­guido mientras estaba entre nosotros. No nos engañemos ni deje­mos que otros se engañen. Es la voz de la fe y de la Verdad eterna la que nos advierte a Vd., señor, a mí y al mundo entero: El que cree en el Hijo tiene la vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que está sobre él la cólera de Dios n.

Como contraste de la conducta de Mr. Hume a la hora de la muerte, después de haber vivido sin Dios en este mundo, permí­tame, señor, comunicarle a Vd. y al público cuáles fueron los últimos sentimientos del verdaderamente sabio, juicioso y admi­rable Hooker, quien empleó sus días en el servicio de su Hace­dor y Redentor. Así hablaba el autor de El Gobierno Eclesiás­tico, inmediatamente antes de expirar:

«He vivido para ver que este mundo está hecho de perturba­ciones, y desde hace mucho tiempo he estado preparándome para dejarlo, reuniendo consuelos que podrían servirme a la rigurosa hora de rendir cuentas ante Dios, hora que estimo está ya muy próxima. Y aunque, en virtud de Su gracia, amé a Dios en mi juventud, lo temí siempre y me esforcé por tener la conciencia libre de pecado, ¿qué ocurriría, Señor, si quisieras ser riguroso con mis faltas? ¿Quién podría superar esa prueba? ¡Compadécete

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de mí, Señor, y perdóname! Porque mis virtudes no valen nada, y es sólo por Tus méritos como los pecadores penitentes pueden alcanzar la Salvación. Y como yo he de morir, Señor, haz que mi muerte no sea terrible. Pero sea lo que Tú digas, y no se haga mi voluntad, sino la Tuya. ¡Oh, Señor, escucha mis plega­rias, ya que estoy en paz con todos los hombres, acógeme tam­bién en Tu amor! Estar seguro de esa bendición me llena de una alegría interior que nadie en el mundo puede arrebatarme. Yo podría desear vivir más, a fin de continuar sirviendo a la iglesia. Pero no debo esperar que eso se cumpla, pues mis días han pasado ya, como una sombra que jamás regresa.»

Y añade el biógrafo del insigne Hooker: «Más cosas habría continuado diciendo, pero le fallaron las fuerzas; y después de una breve batalla entre la naturaleza y la muerte, un leve sus­piro puso fin a su vida, abriéndole paso al sueño eterno y a compartir, como Lázaro, el descanso en el seno de Abraham. Dejadme que corra aquí el telón hasta que llegue el día en que, gloriosamente acompañado por los Patriarcas y los Apóstoles y un nobilísimo cortejo de Mártires y Confesores, este hombre sabio y humilde despierte para recibir la Paz Eterna y un grado de Gloria mucho mayor del que pertenecerá a los comunes cris­tianos».

Cuando al Doctor Smith le llegue la hora de su partida, ¿a quién imitará? ¿Seguirá el ejemplo del creyente o del infiel? En su mano está el hacer lo que quiera. Yo, por mi parte, debo decir que no me merece respeto quien no exclame lo mismo que yo me veo obligado a exclamar:

¡Permíteme, Señor, morir la muerte de los justos! ¡Haz que mis días terminen como los de ellos!

Su muy humilde servidor que sinceramente le envía sus mejores deseos,

Uno de los que son llamados cristianos.

Junto al folleto de Horne habría que mencionar otro, más extenso, de Richard Hurd, obispo de Litchfield y Coventry. Publicado en Londres bajo el título Remarks on Mr. Hume's Essay on the Natural History of Reli­gión. Addressed to the Rev. Dr. Warburton su pri-

13 Tanto el Dr. Warburton como Richard Hurd habían provo­cado la irritación de Hume. Comentando el folleto Remarks on

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mera edición data de 1756 — fecha anterior a la de la muerte de Hume— , aunque fue reimpreso en 1777, sin duda como refuerzo al empeño de Horne. El libro a duras penas se mantiene dentro de los límites de un polemismo admisible. Quizá lo más valioso del texto sea la crítica a la distinción, de suyo confusa, que Hume parece establecer entre naturaleza y razón. Acaso, como el propio editor insinúa en el prefacio a la segunda edi­ción, la iniciativa de reimprimir la obra fuese motivada no tanto por razones de ideología como por la ley del oportunismo editorial.

En medio de estas manifestaciones contrarias, aparece, también en 1777 y representado el polo opuesto, la apología del joven poeta Samuel Jackson Pratt, como un decidido intento por reivindicar la fama del filósofo. El libro se publica en Londres con el título An Apology for the Life and Writings of David Hume Esq. with a Parallel Between Him and the late Lord Chesterfield; To which is added an address to one of the peo pie called Christians. By way of Reply to his letter to Adam Smith, LL. D. Dedicada también a William Strahan, la Apología hace constante referencia a la carta de Smith y tiene como propósito principal corroborar las afirma­ciones de éste. «Se ha pensado durante mucho tiempo», dice Pratt en la introducción, «que aquellas personas que en alguna medida comparten la filosofía favorecida por Mr. Hume no serían capaces de poseer un carácter como el que describe el Dr. Smith. Sin embargo, este caballero ha dejado en claro, con una fortaleza de ánimo ciertamente encomiable, las buenas virtudes que ador­naban a su difunto amigo. El objeto de las páginas que siguen es confirmar esas aserciones y ofrecer razones filosóficas en apoyo de su justo fundamento» (pp. iv y v).

Mr. Hume's Essay on the Natural History of Religión, se expre­sa Hume en los siguientes términos: « ... publiqué en Londres mi Natural History of Religión, junto con otras piezas menores: su recepción por el público fue bastante oscura, si se exceptúa que el Dr. Hurd escribió contra el libro un folleto, ejemplo de toda esa mezquina petulancia, arrogancia y chabacanería que caracte­rizan a la escuela Warburtoniana» (Mi Vida).

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Y añade, muy significativamente:

Sin embargo, hay otros tres motivos relacionados con mi pro­yecto de escribir esta Apología: mi conocimiento personal de Mr. Hume, la sospecha de que pronto se reavivará la censura popular contra él —y quizá también contra su íntimo amigo el Dr. Smith— , y un deseo que he albergado durante mucho tiempo: el de tener la oportunidad de introducir algunas preci­siones que corrijan la atroz falsificación que sobre este asunto ha tenido lugar...» (pp. v y vi).

A decir de su autor, la Apología está escrita sin traza de irreligiosidad o irreverencia. Promueve el buen sen­tido moral, sea cual fuere el credo en que pudiera ori­ginarse. Y ataca toda hipocresía, dondequiera que radique. Aflora con insistencia en la obra de Pratt la idea humea- na, expuesta por Filón en los Diálogos sobre la Religión Natural, de una «falsa religión», como algo opuesto a la «religión verdadera». Aquélla, siendo como una «capa que sirve para encubrir los más antirreligiosos propó­sitos, es más nociva para el Supremo Gobernador del mundo y para sus criaturas, que la libertad de principios mantenida por Mr. Hume». Y hasta llega a decir que «un ateísmo declarado no es ni la mitad de pernicioso que las actitudes engañadoras, especialmente cuando és­tas buscan refugio bajo la toga de profesores cristianos» (pp. xi y xii).

Concluidas las páginas introductorias, Pratt dedica la sección primera de su libro a mostrar cómo Hume fue consecuente con su filosofía, y a hacer ver que, aun siendo cuestionable la fuerza de su fe, nadie podría honestamente acusarlo de no haber practicado buenas obras. Refiriéndose específicamente a la muerte de Hume, éstas son sus consideraciones:

Aquellos para quienes la filosofía de Hume resulta ofensiva, esperaban y deseaban que los últimos momentos del filósofo se hubieran desarrollado de modo bien diferente. Sobre todo, tenien­do en cuenta (como fue el caso) que esos momentos transcu­rrieron bajo los efectos de una enfermedad capaz de desgastar las fuerzas corporales sin afectar por ello la lucidez mental. Las

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personas que mantenían ideologías opuestas y, según su propia estimación, más correctas, imaginaban que toda la sutileza de una actitud escéptica (...) desaparecería bajo la amenaza de una grave enfermedad, a medida que el peligro de muerte fuera haciéndose más evidente; y pensaban que lograrían ver a M. Hume envuelto en las agonías de un arrepentimiento impul­sado por el terror, o en los horrores de una abrumadora deses­peración. Yo mismo sé de una persona en particular, todavía viva y no desconocida entre los cristianos, que pronosticó para David Hume una muerte sobremanera trágica. «Créame usted», me dijo en cierta ocasión; «el triunfo de ese hombre (Hume) tiene los días contados. Está deshaciéndose. De poseer una corpulen­cia casi adética, se ha convertido, en unos pocos meses, en la sombra de sí mismo. Tengo entendido que todavía finge su acostumbrado buen humor y que persiste en sus convicciones anticristianas. Pero su conducta irá modificándose, a medida que su condición empeore. (...) Y preveo que David Hume será un triste ejemplo de esa vana y perniciosa filosofía que por tanto tiempo ha tenido la audacia de defender. Ya me parece que lo veo en su agonía, torturado por los azotes de su conciencia y pugnando por permanecer entre los vivos para así poder renegar de sus abominables escritos ( ...)» (pp. 5, 6, 7).

Añade Pratt que con el mismo « furor of language» con que este señor trataba a Hume, fue éste tratado por «muchos otros». Por eso, ante el hecho de su muerte ejemplar, y libre de los tormentos que sus adversarios vaticinaban, exclama Pratt sin poder ocultar su vena sarcástica: « ¡H a muerto David Hume! Jamás los pilares de la ortodoxia se habían estremecido como ahora lo ha­cen por culpa de este suceso» (p. 1).

La sección segunda de la Apología vuelve a incidir en el tema de la deformación religiosa — asunto favorito de Hume— , echándose de ver que Pratt conoce bien la obra humeana, en la que están inspirados párrafos como éstos:

Nuestros moralistas de hoy, y especialmente los que han reci­bido las órdenes sagradas, tienen la habilidad de presentarnos la virtud como algo terrible, y el vicio como un objeto de indife­rencia (p. 22).

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(Estos moralistas) nos han descrito la Deidad como si ésta fuese un demonio, y no Dios. Nos dicen que es sumamente mi­sericordioso y benevolente; y, sin embargo, insisten con gravedad en que sus castigos son extremados y en que su ira, en casos particulares, es eterna. Nos describen a Dios como un ser arma­do con una espada de fuego, dispuesto a destruir ese desdichado conjunto de pasiones que, según estos mismos moralistas nos dicen, el propio Dios puso en nosotros (pp. 23 y 24).

Me pregunto si quien escucha a estos predicadores no quedará impresionado por un sentido de venganza y barbarie divinas, en vez de por la idea consoladora de un Dios más tolerante y con atributos más atractivos (pp. 27 y 28).

La ira de Dios puede aterrarnos hasta el punto de vernos coaccionados a obedecerle, como ocurre cuando asustamos a un niño o a un criado, obligándolos a que nos engañen para evitar el castigo. Y esto es, de hecho, convertir a Dios en la causa de nuestra hipocresía (pp. 30-31).

La Apología se torna en panegírico cuando Pratt, an­tes de concluir la parte segunda de su libro, prodiga las alabanzas a Hume, a quien atribuye «elegancia de gustos», «castidad de sentimientos», «delicadeza», «de­cencia de actitudes», «control de sus pasiones» y «cul­tivo de la amistad» (p. 72).

Se complace el autor en que Hume no tuviera especial interés en buscar el apoyo de los poderosos. Las dedica­torias de los hombres de genio a los hombres de dinero o influencia le parecen ridiculas y serviles (pp. 54 y stes.).

Finalmente, la última parte del libro — como lo indi­ca su título completo— es una respuesta a la carta de Horne, no ausente de acritud:

Su epístola, señor, es la primera —aunque debo confesar que ha visto la luz antes de lo que esperaba— entre las que yo pronostiqué que serían escritas contra David Hume y el Dr. Smith. Sin duda es cierto que los llamados cristianos deberían defender con firmeza esa religión en la que están enraizados los más sagra­dos fundamentos de su fe. Eso es laudable, grato y noble. Pero, por otra parte, debería haberse llevado a cabo sin rencor y sin faltar a la caridad (p. 234).

Es usted prudente en grado sumo cuando aconseja a los lec­tores no satisfechos con su libro que «lo arrojen al fuego».

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Debo confesarle que cuando yo estaba hojeándolo, más de una vez estuve tentado de hacer algo parecido. Y más de una vez sentí también haberme gastado un chelín en comprarlo. Por lo que le aseguro que me cuidaré muy mucho de «no gastarme otro de la misma manera» (p. 138).

Espero que su libro de usted sea como uno de los tratados de Hume: que nació muerto de la imprenta y pertenece a todo ese cúmulo de obras que nadie recuerda (p. 141).

Carece usted de la liberalidad que debería caracterizar a todo investigador honesto y razonable. Pues, ¿es una actitud liberal la de intentar ridiculizar una vida dedicada a la amabilidad, la com­pasión, la generosidad y la caridad, sólo porque quien la vivió tenía opiniones diferentes a las suyas? (p. 138).

* * *

La polémica Horne-Pratt, originada por la carta de Adam Smith, es hoy de un interés principalmente aca­démico. Sin embargo, no hay duda de que también re­presenta los extremos de dos corrientes de opinión en torno a Hume que se han mantenido constantes en la historia del pensamiento durante los dos últimos siglos.Y es ése el motivo que hace de su lectura una ocupación cercana a nuestra actualidad filosófica.

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Indice

Prefacio ........................................................................... 7

Mi vida

Introducción............................................................... 11

Mi v id a ...................................................................... . 13

Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo

Introducción............................................................... 27

Nota del traductor.................................................... 35

Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo. 37

La muerte de David Hume ..

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