hernancortés revista clío

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1 HERNÁN CORTÉS: LUCES Y SOMBRAS DEL CONQUISTADOR DE NUEVA ESPAÑA Su familia paterna procedía de tierras del antiguo reino de León, seguramente de Salamanca. Su bisabuelo, el hidalgo Nuño Cortés, fue el último que permaneció en tierras castellanas, siendo su hijo Martín Cortés el Viejo, el primero en establecerse en el condado de Medellín. Arraigaron en la tierra, llegaron a ser una familia extensísima, con bienes raíces hasta la Edad Contemporánea. Su abuelo, Martín Cortés el Viejo, sirvió con su caballo en la vega de Granada, a las órdenes de los casi legendarios Álvaro de Luna y Pedro Niño. En recompensa por sus servicios, el rey Juan II de Castilla, el tres de julio de 1431, lo armó solemnemente caballero de Espuela Dorada. Tras finalizar su etapa como militar, se asentó definitivamente en tierras de Medellín. Una decisión que no tenía nada de particular, pues Extremadura se repobló básicamente con castellano- leoneses. La familia vivía modestamente en Medellín. El padre Bartolomé de Las Casas escribió en su Historia de las Indias que Martín Cortés, padre del conquistador, era hidalgo y cristiano viejo pero harto pobre y humilde. Don Martín, había conseguido honra y fama para todo su linaje. Como otros caballeros, tenía su casa solariega en la villa matriz, pero pasaba la mayor parte del tiempo en una aldea del entorno, concretamente en Don Benito, donde tenía la mayor parte de sus fincas rústicas. Las tierras las adquirió seguramente en compensación por sus servicios de guerra, siendo normal que los caballeros recibiesen entre cuatro y doce yugadas. Tuvo al menos seis hijo legítimos cuatro varones y dos mujeres-, además de una hija ilegítima. El padre del conquistador, era el más pequeño de los hijos varones de Martín Cortés El Viejo, nacido en torno a 1449, probablemente en la casa solariega que la familia poseía en el centro de la villa de Medellín, en la calle Feria, y donde pasaban una parte del año. En el concejo de esta villa desempeñó distintos cargos, como regidor y procurador general. Se desposó con Catalina Pizarro Altamirano, una mujer de ascendencia hidalga, cuya familia procedía de Trujillo a donde había llegado en el siglo XIII, procedente de Ávila. El matrimonio tuvo un solo hijo varón, el futuro conquistador de México. La situación económica era modesta, pues aunque Martín Cortés El Viejo, abuelo del conquistador, tuvo una considerable fortuna, debió repartirla entre su extensa

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HERNÁN CORTÉS: LUCES Y SOMBRAS DEL

CONQUISTADOR DE NUEVA ESPAÑA

Su familia paterna procedía de tierras del antiguo reino de León, seguramente de

Salamanca. Su bisabuelo, el hidalgo Nuño Cortés, fue el último que permaneció en

tierras castellanas, siendo su hijo Martín Cortés el Viejo, el primero en establecerse en el

condado de Medellín. Arraigaron en la tierra, llegaron a ser una familia extensísima, con

bienes raíces hasta la Edad Contemporánea. Su abuelo, Martín Cortés el Viejo, sirvió

con su caballo en la vega de Granada, a las órdenes de los casi legendarios Álvaro de

Luna y Pedro Niño. En recompensa por sus servicios, el rey Juan II de Castilla, el tres

de julio de 1431, lo armó solemnemente caballero de Espuela Dorada. Tras finalizar su

etapa como militar, se asentó definitivamente en tierras de Medellín. Una decisión que

no tenía nada de particular, pues Extremadura se repobló básicamente con castellano-

leoneses.

La familia vivía modestamente en Medellín. El padre Bartolomé de Las Casas escribió en su Historia

de las Indias que Martín Cortés, padre del conquistador, era hidalgo y cristiano viejo pero harto pobre

y humilde.

Don Martín, había conseguido honra y fama para todo su linaje. Como otros

caballeros, tenía su casa solariega en la villa matriz, pero pasaba la mayor parte del

tiempo en una aldea del entorno, concretamente en Don Benito, donde tenía la mayor

parte de sus fincas rústicas. Las tierras las adquirió seguramente en compensación por

sus servicios de guerra, siendo normal que los caballeros recibiesen entre cuatro y doce

yugadas. Tuvo al menos seis hijo legítimos –cuatro varones y dos mujeres-, además de

una hija ilegítima. El padre del conquistador, era el más pequeño de los hijos varones de

Martín Cortés El Viejo, nacido en torno a 1449, probablemente en la casa solariega que

la familia poseía en el centro de la villa de Medellín, en la calle Feria, y donde pasaban

una parte del año. En el concejo de esta villa desempeñó distintos cargos, como regidor

y procurador general. Se desposó con Catalina Pizarro Altamirano, una mujer de

ascendencia hidalga, cuya familia procedía de Trujillo a donde había llegado en el siglo

XIII, procedente de Ávila. El matrimonio tuvo un solo hijo varón, el futuro

conquistador de México.

La situación económica era modesta, pues aunque Martín Cortés El Viejo,

abuelo del conquistador, tuvo una considerable fortuna, debió repartirla entre su extensa

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prole. Las rentas familiares apenas superaban los 30.000 maravedís anuales, incluyendo

varios réditos de vacas de hierba, un viñedo, algunas fanegas de trigo y un molino de

trigo en el río Ortigas, conocido como de Matarratas. Las rentas eran suficientes, pero

en años de malas cosechas, la escasez y las estrecheces debían hacerse patentes en el

hogar familiar.

NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD

No se sabe con exactitud la fecha exacta de su nacimiento, que debió ocurrir

entre 1482 y 1484. Y ello porque el propio Hernán Cortés ofreció datos contradictorios

entre sí sobre su propia edad. Hay que tener en cuenta que en aquella época no se le

daba gran importancia a la fecha de nacimiento. La historiografía tradicional ha

sostenido que se bautizó en la parroquia de San Martín, donde se conserva una pila

antigua que parece de la época y que se exhibe como aquella en la que recibió sus

primeras aguas.

Todo parece indicar que el conquistador de México no destacó por su aspecto

físico ni por su complexión sino por su carisma y por su fuerte personalidad. Sabía

rodearse de amigos y, en general, daba la impresión de ser una persona con carisma, con

liderazgo y con una gran potencialidad para acometer grandes empresas.

Se crió, obviamente, como lo que era, es decir, como hijo único, con el cariño y

las caricias de su madre Catalina y de su tía Inés. Así lo declaró él mismo en una carta

dirigida a esta última y fechada en 1524. Ya siendo un adolescente se lo imaginaba

Salvador de Madariaga cabalgando en el rucio de su padre, cazando con el galgo

familiar o viviendo alguna aventura con su grupo de amigos. También es posible que

jugase a moros y cristianos en las laderas del imponente castillo de los Portocarrero y

que acudiese a pescar a orillas del molino de Matarratas o a colaborar con su padre en el

castrado de la colmena familiar.

En mayo acompañaría presumiblemente a su padre a la feria de ganados que se

desarrollaba por espacio de veintidós días, atrayendo a los principales compradores y

vendedores de la comarca. No padeció agobios excesivos, hambre, ni inquietudes en su

juventud. Vivió sin lujos pero también sin las estrecheces extremas con las que

convivían muchos de sus conciudadanos.

Conoció la férrea mano de la justicia, pues en el rollo de la plaza se ajusticiaba a

los condenados, después de haberlos paseado vergonzantemente por las principales

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calles de la villa. También debió oír de boca de su padre, o de otros hidalgos de la villa,

relatos fantásticos de heroicas batallas ganadas a los infieles, de los triunfos de los

tercios españoles en Europa o de las nuevas tierras descubiertas allende los mares por un

enigmático genovés llamado Cristóbal Colón. Ello despertó en él un gran interés por

conocer lo que ocurría fuera de los límites de su pequeña villa. En 1499 se marchó de

Medellín y ya sólo regreso de manera muy ocasional.

Según Demetrio Ramos, que estudio su etapa universitaria en Salamanca, jamás llegó a pisar sus

aulas, constituyendo otro de los grandes mitos que han rodeado su biografía.

Sus padres quisieron que su hijo estudiara, pues le auguraban un mejor destino

entre papeles que en la guerra. Para ello, lo enviaron a la ciudad universitaria, a casa de

la hermanastra de su padre Inés Gómez de Paz. Sin embargo, su paso por las aulas de la

señera institución no fue más que otro de los grandes mitos que han rodeado su

biografía. Ni tenía la edad adecuada para cursar estudios universitarios, ni

conocimientos previos. Como ya hemos dicho, cuando se presentó en Salamanca poseía

solo una formación básica, entre otras cosas porque no existía más infraestructura

educativa en su villa natal.

Sin embargo, pese al mito de la Universidad, el extremeño aprovechó bien su

estancia de tres o cuatro años en la ciudad de sus antepasados paternos. De hecho,

aunque nunca obtuvo ningún título universitario, su formación era similar a la de un

bachiller en leyes. Simplemente, tenía dos o tres años de estudios, lo que en aquella

época significaba tener bastantes más conocimientos que la mayoría.

Otro enigma sin respuesta clara es el porqué de esa marcha tan repentina e

inesperada, sin haberse titulado. Todo parece indicar que simplemente carecía de

vocación estudiantil, pues su abandono fue voluntario, presentándose en su casa con

gran disgusto de sus progenitores. Se dice que Martín Cortés se enojó al verlo porque

quería que se hubiese titulado en leyes, buscando siempre un futuro más digno para su

hijo que el que le esperaba en su arruinado terruño. Lo cierto es que, tras tres o cuatro

años en Salamanca, creyó que había llegado el momento de enfrentarse a la vida y

luchar por un destino mejor para él y los suyos. Probablemente le pudo su deseo

aventurero de enrolarse en alguna expedición de guerra, bien en Italia a las órdenes de

Gonzalo Fernández de Córdoba, o bien, en las Indias Occidentales. Los progenitores se

resignaron, sin ocultar su entristecimiento, convencidos de que sería imposible cambiar

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la terca voluntad de su intrépido hijo. Ya atisbaban el carácter aventurero de su joven

vástago, heredado de su abuelo paterno.

El período comprendido entre su salida de Salamanca en 1501 y su embarque

para La Española en 1504 es probablemente el más desconocido de toda su biografía.

Apenas disponemos de dos o tres datos sueltos proporcionados por las crónicas que, a

veces, incluso, se contradicen entre sí. La historiografía sostiene que pensó primero en ir

a Italia a enrolarse en las tropas del ya afamado Capitán Gonzalo Fernández de

Córdoba. Varios cronistas de la época, como Cervantes de Salazar, lo ubicaron en

Valencia, ciudad desde la que pretendía embarcarse hacia Nápoles, cambiando de

opinión a última hora. Siguiendo los pasos de otros metellinenses, marchó a Sevilla con

la idea de enrolarse en la flota del nuevo gobernador de las Indias frey Nicolás de

Ovando. Es posible que el viaje de regreso lo hiciera a través de Granada, pues, por

algunas alusiones suyas sabemos que conocía personalmente la ciudad y muy

especialmente sus hilaturas de seda.

RUMBO A LAS AMÉRICAS

La armada del nuevo gobernador se aprestó a lo largo de 1501 y en las primeras

semanas de 1502, zarpando de Sanlúcar de Barrameda en febrero de este último año. Fue

la más grande enviada hasta entonces al Nuevo Mundo, pues estuvo formada por una

treintena de buques y unos 1.200 pasajeros, además de la tripulación, instrumental,

animales, material litúrgico, etc. Pero, ¿por qué no se embarcó finalmente? Se trata de

otra incógnita no resuelta de su biografía. Los cronistas de la época aluden a dos

argumentos más o menos compatibles: el primero, un lío de faldas en las semanas

previas a su embarque. Al parecer, cortejó a una mujer casada y, en uno de los

encuentros, en la quinta donde vivía, se subió a una tapia poco sólida que terminó

derrumbándose con gran estruendo. Al parecer, el marido de su amante, un hidalgo

viejo que ya sospechaba de sus veleidades, cogió inmediatamente su espada y sin dar

tiempo al joven Cortés a huir se abalanzó sobre él. Cuentan los cronistas que, si no

intervinieran la suegra de aquél y otros vecinos sobresaltados por el ruido, allí mismo lo

hubiese asesinado. Al parecer, del golpe sufrió una dolencia que le impidió el embarque.

En cambio, el segundo de los argumentos resulta algo más creíble, aunque igual de

infundado desde el punto de vista documental; padeció nuevamente fiebres cuartanas,

una variedad de malaria, que le obligó a regresar a la casa paterna para recuperarse.

Esta versión resulta más plausible en 1502 que en 1499 cuando regresó de Salamanca.

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Probablemente, el abandono de los estudios debió ser voluntario, pero desertar de su

sueño indiano debió estar motivado, ahora sí, por alguna causa mayor.

Ya recuperado, a finales de 1502 o en 1503 volvió a salir de su villa natal, esta

vez con destino a Valladolid, para ponerse de nuevo bajo el tutelaje de su apreciado tío

Francisco Núñez. Éste se había mudado a Valladolid con su familia al ser designado

relator del Consejo de Castilla. Con su tío pudo completar su formación humanística y

jurídica, llegando a dominar el latín y a conocer los corpus jurídicos tradicionales,

especialmente las Siete Partidas. Al parecer, su formación teórica se completó con un

trabajo al lado de un escribano.

Afirma el cronista y sobrino político del conquistador, Juan Suárez de Peralta,

que de Valladolid volvió directamente a Sevilla donde trabajó junto a un escribano, lo

cual le permitió subsistir durante meses en la puerta y puerto de las Indias. En 1504 se

embarcó rumbo a la Española en la nao de Alonso Quintero pero, por motivos que

desconocemos, regresó a la Península a finales de ese mismo año, para reembarcarse

dos años después.

En el Archivo Histórico Provincial de Sevilla –leg. 2171, fols. 102r-102v.- se conserva la carta de pago

del conquistador por su pasaje en la nao San Juan Bautista:

Sepan cuantos esta carta vieren como yo Fernando Cortés, hijo de García Martín Cortés, vecino de Don

Benito, tierra de Medellín, otorgo y conozco que debo dar y pagar a vos Luis Fernández de Alfaro,

vecino de esta dicha ciudad, maestre de la nao que Dios salve, que ha nombre San Juan Bautista que

ahora está en el puerto de las Muelas, del río de Guadalquivir de esta dicha ciudad… once pesos de oro

fundido y marcado que son por razón del pasaje y mantenimiento que me debéis de dar en la dicha

vuestra nao, desde el puerto de Barrameda hasta la isla Española, al puerto de la villa de Santo

Domingo, este viaje que ahora va la dicha nao.

En diciembre de 1506 estaba de nuevo en la isla, una fecha muy tardía que

explica su escasa promoción social. Vivió -o malvivió- como asistente de la notaría de

Azua, cuya titularidad la ostentaba Diego Velázquez. El salario debió ser tan escaso

como la limitada actividad legal, completando sus ingresos con una pequeña

encomienda en el Dayguao, concedida por el gobernador frey Nicolás de Ovando. No

consiguió fortuna, pero obtuvo algo no menos valioso: una relación más o menos

interesada con el influyente Diego Velázquez. En 1511 viajó a la vecina isla de Cuba

como su secretario, adquiriendo en breve plazo un gran prestigio social y una buena

posición económica. En esta isla caribeña sí que ostentó el mérito de ser uno de los

primeros conquistadores y pobladores, siendo nombrado en 1512 escribano de la

capital, Santiago de Baracoa. En los primeros años mantuvo unas magníficas relaciones

con Diego Velázquez, gozando de su apoyo y protección. Disfrutó de un buen

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repartimiento de indios que usó lo mismo en la extracción de oro que en la cría de

ganado. Todo ello le reportó una buena posición económica y un gran prestigio social

que a la postre le sirvieron para consolidar su liderazgo. Entre 1514 y 1515 se desposó

con una de las pocas españolas casaderas de la isla, Catalina Suárez Marcayda, fallecida

siete u ocho años después en circunstancias extrañas.

LA CONQUISTA DE NUEVA ESPAÑA

Sin embargo, su relación con el teniente de gobernador no fue fácil, quizás

porque ambos tenían sus propios proyectos expansivos, incompatibles entre sí. No

obstante, Diego Velázquez interpretó que el metellinense era la persona que necesitaba

para encabezar la expedición que planeaba. Cuando se quiso dar cuenta del peligro de

traición era demasiado tarde. El 10 de febrero de 1519 zarpó con 11 barcos, 550

hombres, 16 caballos y 14 cañones. Tras diez días de navegación llegaron a la isla de

Cozumel, donde se encontró con Jerónimo de Aguilar, superviviente de un naufragio,

que hablaba la lengua de los mayas. Éste y doña Marina, la Malinche, una india que le

fue regalada en Tabasco, se convertirían en sus interlocutores con el mundo mexica.

El apoyo de la india tabasqueña doña Marina –La Malinche- fue decisivo en la consumación de la

Conquista, no sólo por ser su traductora personal sino porque era siempre la primera en enterarse de

las conspiraciones. Precisamente por ello algunos la acusan de traicionar a su pueblo, opinión muy

extendida en el México actual. Pero huelga decir que no se le puede culpar de haber traicionado al

pueblo mexicano porque éste no existía como tal, pero ni tan siquiera al pueblo indio porque nunca

tuvieron conciencia de unidad –y esa fue precisamente su perdición-. El único error que cometió fue

enamorarse de un hombre que no le correspondió en la misma medida en que recibió.

Prosiguieron su viaje hacia San Juan de Ulúa fundando, pese a la prohibición de

Velázquez, la ciudad de Veracruz. El poder municipal quedó en manos de sus

habitantes, al tiempo que estos nombraron al metellinense como su capitán general.

Consumada la traición, envió a dos emisarios a la corte de Valladolid para tratar de

justificar sus acciones. Acto seguido desguazó los navíos para evitar que algunos

opositores volviesen a Cuba a informar de la defección a Diego Velázquez. Estando en

Veracruz, tuvo noticias de la existencia de la confederación mexica y de un tlatoani o

emperador llamado Moctezuma. El 16 de agosto de 1519, dejó todo dispuesto y partió

en busca de ese fabuloso estado.

Las huestes avanzaron sobre Tlaxcala, un pueblo celoso de su libertad que

planteó una gran resistencia. Finalmente, viendo que no podían derrotar a los

extranjeros, se aliaron con ellos para vengarse de sus viejos enemigos mexicas.

Sometida Tlaxcala, permanecieron allí apenas tres semanas, el tiempo suficiente para

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reponer fuerzas y reorganizarse. El 11 de octubre de 1519 partieron, acompañados por

varios miles de cempoaleses y tlaxcaltecas, con el objetivo explícito de entrar en

Tenochtitlán, capital de los mexicas. Antes pasaron por la ciudad sagrada de Cholula, la

cual fue saqueada y sus habitantes masacrados, en un acto de barbarie que tuvo como

objetivo amedrentar a sus oponentes.

Destruida la ciudad sagrada, el soberano mexica sabía que la siguiente parada

era en la propia ciudad de Tenochtitlán. Y precisamente allí se encaminaron las huestes

a primero de noviembre de 1519, al tiempo que el tlatoani decidía dejarlos entrar en la

ciudad. Una opción que no fue descabellada, pues pensó que sería más fácil acabar con

ellos dentro que en un combate en campo abierto. Prueba evidente de su acierto fue la

derrota de estos en la Noche Triste.

El de Medellín lo tenía todo bajo control hasta que llegó el segoviano Pánfilo de

Narváez. A corto plazo supuso un grave problema para el extremeño aunque a la larga

significó el empujón definitivo para hacerse con el control de la confederación mexica.

A principios de mayo de 1520 supo que el segoviano había desembarcado en la costa

de Veracruz, al mando de un ejército de 1.400 hombres. No fue un problema su derrota,

aunque sí la rebelión indígena que sufrió Pedro de Alvarado en Tenochtitlán,

aprovechando la ausencia del metellinense. Retornó a toda prisa, pero era demasiado

tarde. Obligó a Moctezuma a que se asomara a una terraza del palacio para calmar a sus

súbditos pero estos lo abatieron de una pedrada, pues habían elegido por sucesor a su

propio hermano, es decir, a Cuitláhuac. Los españoles, decidieron huir precipitadamente

de la capital, aprovechando la noche. Eso no evitó que 800 hispanos y 5.000 indios

auxiliares perdieran la vida, en la mayor derrota sufrida por los europeos en toda la

conquista de América. Las huestes consiguieron alcanzar Tlaxcala, donde Cortés

reorganizó a sus hombres y los preparó psicológicamente para el combate final. La

batalla de Otumba no fue una batalla más, sino la última ofensiva lanzada por el ejército

mexica para acabar con los extranjeros. Con razón, Cervantes de Salazar interpretó

Otumba como la contienda más memorable de toda la Conquista. Derrotados los

nativos, ya solo faltaba asediar y tomar la gran ciudad de Tenochtitlán, la cual cayó el

13 de agosto de 1521. Se estima que en el asedió murieron más de 100.000 defensores,

cifra elocuente del padecimiento de los asediados.

El martes 13 de agosto de 1521, festividad cristiana de San Hipólito, cayó la gran ciudad lacustre de

Tenochtitlán. Con ella finalizaba el quinto sol mexica y nacía una nueva era, la de un imperio en el

que pronto el sol nunca se pondría. Se estima que en el asedió murieron poco más de medio centenar

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de hispanos así como varios miles de indios aliados, frente a cerca de 100.000 mexicas. Cifras

elocuentes del padecimiento de los asediados.

La caída de la capital no fue el final de la conquista pues, tanto al norte como al

sur había infinidad de pueblos no sometidos a la confederación, que no estaban

dispuestos a reconocer la autoridad de los extranjeros. El de Medellín no tardó en

ponerse manos a la obra para completar su conquista, dominando en pocos años un

extenso territorio de aproximadamente unos 300.000 km2.

Mostró un especial interés por la exploración del océano Pacífico, lo que

entonces se conocía como el Mar del Sur. Tenía prisas por reemprender la expansión y

no le faltaban motivos. En teoría, cualquier vecino podía solicitar licencia para

descubrir, rescatar o conquistar territorios, con la única condición de que viajase con

ellos un veedor que velase por el quinto real. En la práctica, había dos personajes muy

temidos y poderosos que tenían medios para llevar a cabo dicha expansión, se trataba

del propio Diego Velázquez y de Francisco de Garay. Dicho y hecho, en el mismo año

de 1522 envió a Pedro de Alvarado al istmo de Tehuantepec, llegando al territorio de los

Quichés y de los Cakchiqueles a los cuales terminó sometiendo. En 1525 estaba

pacificado todo el territorio, pese a lo cual se sintió agraviado y desplazado del poder

político por los funcionarios llegados desde la Península, viéndose obligado a acudir

personalmente a la Corte a reclamar sus derechos. Lo que todavía no sabía era que

detrás de los recortes en sus privilegios y de algunas usurpaciones de sus posesiones

estaba la propia Corona quien pretendía preservar la Nueva España dentro de los

territorios de realengo. En Castilla, Cortés consiguió que el monarca le otorgara el título

de marqués del valle de Oaxaca y el cargo de capitán general, aunque sin funciones

gubernativas. El 15 de julio de 1530 estaba de regreso en las costas veracruzanas,

estableciéndose en Cuernavaca desde donde exploró el área del golfo de California.

Otra vez, en 1540, diez años después de su primer retorno, decidió, regresar a España a

continuar la defensa de sus derechos. Lo hizo pensando en volver a Nueva España, la

tierra que le dio honra, fama y fortuna, pero las circunstancias hicieron que no viera

cumplido este objetivo. La enfermedad evolucionó demasiado deprisa y, pese a que se

acercó a Sevilla con la intención de reembarcarse, la muerte le sorprendió el 2 de

diciembre de 1547.

Cortés fue un hombre de su tiempo, un guerrero de la frontera cristiana. Que

nadie busque en él a una persona pacifista, compasiva y misericordiosa, sino a un

luchador agreste dispuesto a conquistar un imperio a cualquier precio.

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SUS ÚLTIMOS AÑOS

El de Medellín llevaba prácticamente toda la década de los treinta litigando con

las autoridades de México, mientras residía fuera de la localidad, a caballo entre su

residencia de Cuernavaca y sus astilleros de Tehuantepec. La llegada del virrey Antonio

de Mendoza no hizo más que empeorar su situación, siendo desplazado definitivamente

del poder político. Agobiado y presionado por los interminables pleitos, decidió

finalmente, en la primavera de 1540, retornar a España. Su pretensión no era otra que

conseguir del Consejo de Indias lo que las autoridades novohispanas le negaban y de

paso restablecer su buen nombre, muy deteriorado en la Corte tras la llegada de varios

memoriales contra su persona.

Dejó atrás a toda su familia, salvo a dos de sus hijos, ambos ilegítimos, el

primogénito Martín, que entonces tenía tan solo ocho años y el pequeño Luis. Todo

parece indicar que viajó con la idea de permanecer en la Península tan sólo el tiempo

estrictamente necesario para resolver sus problemas. Nada más desembarcar se

encaminó a Madrid, donde fue bien recibido por los miembros del Consejo de Indias,

quienes le cedieron una casa señorial, concretamente la morada del comendador Juan de

Castilla. Durante algún tiempo estuvo rodeado de la élite nobiliaria y de los consejeros

del Emperador. En 1541 decidió acompañar a este último en su fracasada campaña de

Argel, junto a sus hijos Luis y Martín. La precipitación del ataque, lanzado

inadecuadamente en noviembre, y los temporales hicieron fracasar la empresa. Hernán

Cortés viajó en la galera capitaneada por Enrique Enríquez que, como tantas otras,

naufragó, aunque consiguió salvar su vida milagrosamente.

Aunque el conquistador y su hijo sobrevivieron al naufragio perdieron las cinco esmeraldas que

llevaba consigo, valoradas en 100.000 ducados.

De vuelta de su aventura argelina decidió establecerse en Valladolid, una ciudad

que, por un lado, le traía muy gratos recuerdos de su juventud, y por el otro, le permitía

estar cerca de la Corte. Casi hasta el final de su vida mantuvo sus aspiraciones de que el

Emperador le devolviese el poder político que en justicia creía que merecía. Desde

marzo de 1542 está documentada su presencia en la capital de Castilla y León, donde

permanecerá hasta el 23 noviembre de 1545.

En la ciudad del Pisuerga continuó con sus negocios, pues realizó numerosas

transacciones comerciales que se pueden rastrear a través de sus escrituras notariales.

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Pese a sus ocupaciones, siempre sacaba tiempo para acudir a diversas reuniones con

cortesanos, juristas, teólogos y humanistas. De hecho, en su propia casa se celebraban

con frecuencia cenáculos, donde se mantenían acaloradas tertulias sobre historia,

política y filosofía. Allí acudían intelectuales, juristas, prelados y empresarios, como

Pedro de Navarra, Juan de Vega, virrey de Sicilia, el cardenal Francesco Poggio o

Francisco Cervantes de Salazar, entre algunos otros. Este último quedó tan fascinado

por su figura que decidió escribir su famosa Crónica de la Nueva España, que el de

Medellín pudo leer y disfrutar en 1546. Probablemente fue su última gran satisfacción

antes de su fallecimiento. En noviembre de 1543 no quiso perderse el enlace, en

Salamanca, entre el príncipe Felipe –futuro Felipe II- y doña María de Portugal,

acudiendo en compañía de su hijo Martín. Conviene insistir que los nobles invitados

fueron contadísimos lo que evidencia su excelente relación con el príncipe.

El 20 de noviembre de 1545 aún permanecía en Valladolid, partiendo en

dirección a Sevilla, a finales de noviembre o a principios de diciembre de ese mismo

año. Al parecer, hizo una estancia breve en Madrid que duró poco más de medio año,

pues en septiembre de 1546, estaba ya a orillas del Guadalquivir. Parece claro que su

objetivo no era otro que regresar a Nueva España para morir en la tierra por la que tanto

luchó y que todo se lo dio.

Estaba enfermo pero en absoluto impedido, pues estuvo asistiendo a actos

públicos y realizando infinidad de gestiones hasta el mismo día de su fallecimiento. En

octubre su situación empeoró de forma ostensible por lo que decidió formalizar su

testamento en Sevilla, ante el escribano Melchor de Portes, el 11 de octubre de 1547. Al

mes siguiente, concienciado de su inminente desaparición, decidió dejar la casa

sevillana en la que se hospedaba y en donde le importunaban todo tipo de personas,

acreedores, admiradores, funcionarios, pedigüeños, etcétera, y marcharse a Castilleja de

la Cuesta, al hogar de su buen amigo, el jurado Juan Rodríguez de Medina. Según

Bernal Díaz, pretendía morir en paz, alejado de muchas personas que le importunaban

en negocios.

La morada que lo cobijó en sus últimas semanas era un sólido edificio de

cantería, que ya en el siglo XIX fue totalmente reformado por los Duques de

Montpensier al estilo neogótico. Al parecer, padecía disentería desde hacía algún tiempo

lo que le había provocado una degradación física paulatina, hasta dejarlo totalmente

extenuado. La situación empeoró gravemente, mientras su vida se fue apagando

lentamente, acompañado en todo momento por su hijo Martín.

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Pero ni siquiera en las horas finales perdió ese espíritu inquieto que le había

acompañado a lo largo de toda su vida. Sorprendentemente, el mismo viernes dos de

diciembre en que falleció decidió llamar urgentemente a un escribano público para

otorgar un codicilo que firmó en su nombre fray Diego Altamirano. Y digo que

sorprende porque apenas introdujo modificaciones de importancia. Minutos antes de su

óbito, todavía tuvo tiempo de confesar con mucha devoción y recibir los santos óleos.

Fray Pedro de Zaldívar le auxilió espiritualmente, ayudándole a morir como lo que era,

es decir, como un cristiano. Esa madrugada del 2 de diciembre de 1547 expiró

finalmente, confortado por los sacramentos y en presencia de un corto número de

personas, entre las que se encontraban su mayordomo, su ayuda de cámara, una

asistenta de su confianza que vino con él desde Valladolid, llamada doña Juana de

Quintanilla, Juan Rodríguez, dueño de la casa y los religiosos fray Pedro de Zaldívar y

Francisco López de Gómara. Mientras este luctuoso suceso ocurría, su mujer, seguía en

Cuernavaca administrando como podía el marquesado y siempre a la espera del retorno

de su marido que, finalmente, nunca se produjo.

En su testamento dispuso su enterramiento provisional en la parroquia del lugar

donde falleciera, hasta su traslado al monasterio de Concepcionistas que el mismo fundó

en Culiacán. Hubiese sido inhumado temporalmente en la iglesia de Santiago de

Castilleja de no ser por su codicilo en el que dispuso finalmente su entierro provisional

en la iglesia de la dicha ciudad de Sevilla o de otra parte donde los señores mis

albaceas o cualquiera de ellos que se hallare presente, ordenaren.

Así, el domingo 4 de diciembre de 1547, a las cuatro de la tarde, ante el

escribano de Santiponce, Andrés Alonso, y con autorización del Duque de Medina-

Sidonia, se inhumó en el monasterio de San Isidoro del Campo, en la cripta del Duque,

sita en medio de las gradas del altar mayor. Fueron testigos del enterramiento don Juan

de Guzmán, Duque de Medina-Sidonia, el hijo de éste, don Juan Claros de Guzmán,

Conde de Niebla, así como el Marqués del Valle, el asistente de Sevilla y el Conde de

Castelar, entre otros.

El 29 de enero de 1548 la Corona emplazó a los herederos mediante una Real

Provisión con vistas a hacer el inventario y cumplir con su última voluntad. Su esposa,

doña Juana de Zúñiga, ausente en el momento de su óbito, sobrevivió a su marido varias

décadas. Residió durante algunos años en la collación de San Román, enfrente del

monasterio de Santa Paula, trasladándose en 1560 a otra vivienda de la collación de San

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Lorenzo. En la madrugada del 2 de diciembre de 1583 falleció en Sevilla, siendo

inhumada en el convento de Madre de Dios de Sevilla.

VALORACIÓN DE SU FIGURA

Todavía en pleno siglo XXI su figura sigue despertando pasiones encontradas.

Pero lo cierto es que ni fue un caballero andante ni un santo sino ni más ni menos que

un conquistador. Una persona con las mismas virtudes y defectos que la mayor parte de

las personas de su época. Un conquistador con suerte, pero a fin de cuentas un

conquistador, con sus éxitos y sus fracasos. Un hombre que sabía reír y también llorar.

Contaba Herrera que, tras conocer la magnitud del desastre de la Noche Triste, no pudo

contener las lágrimas. Fue compasivo o cruel, dependiendo de las circunstancias.

Fue también sumamente implacable con los paganos que no querían aceptar las

aguas del bautismo. Es bien sabido que, cuando entró en Culiacán, derribó el templo y,

porque un indio principal no quiso ayudar en ello, lo mandó ahorcar y lo ahorcó con

los diablos a cuestas. También infringió durísimos escarmientos a los indios rebeldes.

Por ejemplo, en 1523 los nativos de Pánuco acometieron a los hombres de Francisco de

Garay, matado a varias decenas de ellos. Hernán Cortés mandó a su capitán Gonzalo de

Sandoval para que castigase sin cuartel a los responsables. Mató a cientos de ellos,

despedazándolos después de tal forma que los demás indios ya no se atrevían ni a

levantar un dedo contra su poder. A veces también sabía actuar con dureza con sus

propios hombres si lo creía oportuno. En una ocasión el metellinense vio como uno de

sus soldados, robaba dos gallinas a un indio y lo quiso ahorcar, impidiéndoselo Pedro de

Alvarado que cortó a tiempo la soga del infortunado.

Pero, para una adecuada valoración de su figura es importante no extraerlo de su

contexto histórico. Estaba inmerso en ese cristianismo intransigente que desde finales

de la baja Edad Media había llevado al exilio a todas aquellas personas que no

profesaban la religión cristiana. También en ese sentido, como en todo lo demás, fue un

hijo de su tiempo. Por tanto, estamos de acuerdo con Octavio Paz cuando planteó la

necesidad de retornar al Cortés legendario al terreno de la historia: El conquistador debe

ser restituido al sitio a que pertenece con toda su grandeza y todos sus defectos: a la

Historia.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

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MADARIAGA, Salvador de: Hernán Cortés, Madrid, Austral, 1986.

MARTÍNEZ, José Luis: Hernán Cortés, México, Fondo de Cultura Económica, 1990.

MIRA CABALLOS, Esteban: Hernán Cortés: el fin de una leyenda. Badajoz,

Fundación Obra Pía de los Pizarro, 2010.

MIRALLES, Juan: Hernán Cortés, inventor de México, Barcelona, Tusquets Editores,

2001.

RAMOS, Demetrio: Hernán Cortés. Mentalidad y propósito. Madrid, Rialp, 1992.

THOMAS, Hugh: La Conquista de México. El encuentro de dos mundos, el choque de

dos imperios. Barcelona, Planeta, 2000.

ESTEBAN MIRA CABALLOS

Doctor en Historia de América y Miembro de la Academia Dominicana de la Historia