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E l C o b r e

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H E R E J E SG . K . C h e s t e r t o n

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C o l e c c i ó n A b y e c t o s , d i r i g i d a p o r L u i s C a y o P é r e z B u e n oT í t u l o o r i g i n a l : D a n s l e s t é n è b r e sD i s e ñ o g r á f i c o : G . G a u g e r

P r i m e r a e d i c i ó n : m a y o d e l 2 0 0 7© G . K . C h e s t e r t o n , 2 0 0 5© d e l a t r a d u c c i ó n : J u a n j o E s t r e l l a , 2 0 0 7 .E l C o b r e E d i c i o n e s , 2 0 0 6c / F o l g u e r o l e s , 1 5 , p r a l . 2 ª - 0 8 0 2 2 B a r c e l o n aM a q u e t a c i ó n : V í c t o r I g u a lI m p r e s i ó n y e n c u a d e r n a c i ó n : I n d u s t r i a s G r á f i c a s M á r m o lD e p ó s i t o l e g a l : B . 3 7 . 5 6 5 - 2 0 0 6I S B N : 8 4 - 9 6 5 0 1 - 1 6 - 7I m p r e s o e n E s p a ñ a

C o l e c c i ó n p r o m o v i d a p o r

E s t e l i b r o n o p o d r á s e r r e p r o d u c i d o , n i t o t a l n i p a r c i a l m e n t e , s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l e d i t o r.To d o s l o s d e r e c h o s r e s e r v a d o s .

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HEREJES

G.K. Chesterton

E l C o b r e

Tr a d u c c i ó n d e J u a n j o E s t r e l l a

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Í n d i c e

Prefacio, por Robert Asch 11

I. Comentarios introductorios sobre la importancia de la ortodoxia 15

II. Del espíritu negativo 26

III. De Rudyard Kipling y el empequeñecimiento del mundo 37

IV. Bernard Shaw 50

V. H.G. Wells y los gigantes 61

VI. La Navidad y los estetas 80

VII. Omar y el vino sagrado 88

VIII. La tibieza de la prensa amarilla 96

IX. El humor de George Moore 108

X. De sandalias y simplicidad 113

XI. La ciencia y los salvajes 119

XII. El paganismo y Lowes Dickinson 128

XIII. Celtas y «celtófilos» 143

XIV. De ciertos escritores modernos y la institución de la familia 149

XV. De los novelistas esnobs y de los esnobs 162

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XVI. De McCabe y una divina frivolidad 178

XVII. Del ingenio de Whistler 193

XVIII. La falacia de la joven nación 204

XIX. De los novelistas de los pobres y de los pobres 220

XX. Conclusiones sobre la importancia de la ortodoxia 235

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P r e f a c i o

Herejes es Chesterton del mejor, pero se trata de una desus primeras obras, y ha sido injustamente olvidada.Sin embargo, desde el primer momento se ganó un lu-gar en los corazones de una selecta minoría. R.H. Ben-son no tardó en escribir: «¿Ha leído usted –preguntó aun crítico en 1905– un libro de G.K. Chesterton titula-do Herejes? Si no lo ha hecho, hágalo y dígame qué leparece. En mi opinión, el espíritu que subyace en él esespléndido. No se trata de un autor católico, pero el es-píritu... Hacía tanto tiempo que nada me conmovía tan-to... Se trata de un auténtico místico, a su modo».

Rebosante de su característico e incisivo ingenio y deun brío espléndido, en la obra el autor analiza con pre-cisión de bisturí las falacias del pensamiento modernoejemplificadas en los principales escritores de su época,muchos de los cuales se cuentan, de hecho, entre losgrandes nombres del siglo: Nietzsche, Shaw, Yeats, Ki-pling, Ibsen, H.G. Wells, y muchos otros, todos some-tidos al implacable examen de Chesterton. El humortolerante que éste derrocha a expensas de sus criticadosno resulta ofensivo, y constituye, por el contrario, fuen-te de inagotable delicia. Veamos, a modo de ejemplo, loque dice sobre la «religión de la humanidad»:

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Y no es nada sensato atacar la doctrina de la Trinidady considerarla parte de un misticismo desconcertante, yacto seguido pedir a los hombres que adoren a un ser quees noventa millones de personas en un solo Dios, sin con-fundir las personas ni dividir la sustancia.

La imagen resulta a la vez risible y precisa, y sin em-bargo en ella no aparece ni rastro de malicia o de des-precio, –lo que tal vez nos ofrece una pista sobre porqué, en toda una vida dedicada a la polémica y a los de-bates sobre los temas más delicados, Chesterton no segranjeó prácticamente un solo enemigo.

A pesar de ello, Herejes es una declaración de gue-rra contra las locas ideologías de la época dictadas porel «apóstol del sentido común» y, como tal, suscitócierta oposición. Fue, en gran medida, el deseo de res-ponder a la oposición provocada lo que llevó a Ches-terton a defender sus posiciones en su incomparablecredo, es decir, en su obra Ortodoxia, que de manerabastante injusta ha llegado a eclipsar el presente volu-men, tal vez a causa de la proximidad en el tiempo deambas publicaciones y de la coincidencia de temas. Setrata de algo injusto, digo, tanto porque el impulsoque mueve Herejes es esencialmente distinto comoporque se trata de un tesoro lleno de cosas maravillo-sas; el capítulo «De ciertos escritores modernos y lainstitución de la familia», por ejemplo, se encuentra,según algunos críticos, entre los textos más valiosos ja-más escritos por el autor.

En sus Essays on His Own Times [«Ensayos sobresus propios tiempos»], Coleridge afirma:

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En todo Estado no del todo bárbaro debe existir una filo-sofía, buena o mala. Por escasa que sea la tendencia a ha-blar de la especulación y la teoría entendidas comoopuestas (tonta y absurdamente opuestas) a la práctica,no resultaría difícil demostrar que así como es el espírituexistente de la especulación, así será el espíritu y el tonode la religión, la legislación y la moral, y no sólo ellas,sino también las bellas artes, los modos y las modas.Todo esto no es menos cierto porque la mayoría de loshombres viva como los murciélagos, es decir, en la pe-numbra del anochecer, y conozca la filosofía de su tiem-po sólo a través de sus reflejos y refracciones.

Al filósofo político estadounidense Russell Kirk, ca-tólico converso, le gustaba tanto esta afirmación que lausó como epígrafe de su obra más célebre, The Conser-vative Mind [«La mente conservadora»]. En muchos as-pectos, serviría de admirable prefacio al presente volu-men. Chesterton no se habría definido a sí mismo comoconservador. Y, sin duda, como hemos visto, cuando es-cribió Herejes todavía no se había convertido al catoli-cismo. Con todo, fue un defensor infatigable de «lopermanente», que halla su verdadero hogar –como ha-ría él mismo más tarde– en lo más permanente de todo,la Iglesia Católica Romana.

Robert Asch

Prefac io

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I

C o m e n t a r i o s i n t r o d u c t o r i o s s o b r el a i m p o r t a n c i a d e l a o r t o d o x i a

Curiosamente, nada expresa mejor el enorme y silen-cioso mal de la sociedad moderna que el uso extraordi-nario que hoy día se hace de la palabra «ortodoxo».Antes, el hereje se enorgullecía de no serlo. Herejes eranlos reinos del mundo, la policía y los jueces. Él era or-todoxo. Él no se enorgullecía por haberse rebelado con-tra ellos; eran ellos quienes se habían rebelado contraél. Los ejércitos con su cruel seguridad, los reyes consus fríos rostros, los decorosos procesos del Estado, losrazonables procesos de la ley; todos ellos, como cor-deros, se habían extraviado. El hombre se enorgulle-cía de ser ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se plantabasolo en medio de un erial ululante era algo más que unhombre; era una iglesia. Él era el centro del universo; asu alrededor giraban los astros. Ni todas las torturassacadas de olvidados infiernos lograban que admitieraque era un hereje. Pero unas pocas frases modernas lehan llevado a jactarse de ello. Hoy, entre risas conscien-tes, afirma: «Supongo que soy muy hereje»; y se vuelve,esperando recibir el aplauso. La palabra «herejía» yano sólo no significa estar equivocado: prácticamente hapasado a significar tener la mente despejada y ser va-liente. Ello sólo puede indicar una cosa: que a la gentele importa muy poco tener razón filosófica. Pues sin

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duda un hombre debería preferir confesarse loco antesque hereje. El bohemio, con su corbata roja, debería de-fender a capa y espada su ortodoxia. El dinamitero, alponer una bomba, debería sentir que, sea o no otracosa, al menos es ortodoxo.

Por lo general, resulta una necedad que un filósofoprenda fuego a otro en el mercado de Smithfield por es-tar en desacuerdo con sus teorías sobre el universo. Esose hacía con frecuencia en el último periodo de deca-dencia de la Edad Media, y se erraba por completo en elobjetivo. Pero hay algo infinitamente más absurdo ypoco práctico que quemar a un hombre por su filosofía,y es el hábito de asegurar que su filosofía no importa,algo que se practica universalmente en el siglo xx, en ladecadencia del gran periodo revolucionario. Las teoríasgenerales se condenan en todas partes: la doctrina de losderechos del hombre se contrapone a la doctrina de lacaída del hombre. El propio ateísmo nos resulta dema-siado teológico hoy día. La revolución misma es de-masiado sistemática; la libertad misma, demasiado res-trictiva. No deseamos generalizaciones. Bernard Shawlo ha expresado en un epigrama perfecto: «La regla deoro es que no hay regla de oro». Cada vez más nos ocu-pamos de los detalles en el arte, la política, la literatura.Importa la opinión de un hombre sobre los tranvías, so-bre Botticelli. Pero su opinión sobre el todo no importa.Puede mirar a su alrededor y explorar un millón de ob-jetos, pero no debe, bajo ningún concepto, dar con eseobjeto extraño, el universo, pues si lo hace tendrá unareligión, y se perderá. Todo importa, excepto el todo.

Apenas hacen falta ejemplos de esta total levedad enrelación con el tema de la filosofía cósmica. Apenas ha-

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cen falta ejemplos para constatar que, sea lo que sea loque creemos que afecta los asuntos de índole práctica,no creemos que importe que un hombre sea pesimista uoptimista, cartesiano o hegeliano, materialista o espiri-tualista. Permítanme, no obstante, escoger un caso alazar. En torno a cualquier mesa inocente, tomando unté, es fácil oír a un hombre decir: «La vida no merece lapena». Lo aceptamos como quien acepta la afirmaciónde que el día es soleado. Nadie piensa que eso pueda re-percutir gravemente en el hombre o en el mundo. Y, sinembargo, si esas palabras fueran ciertas, el mundo sepondría patas arriba. A los asesinos les concederíanmedallas por librar a los hombres de la vida, a los bom-beros se los denunciaría por impedir la muerte; los ve-nenos se usarían como medicinas; se llamaría a los mé-dicos cuando la gente se sintiera bien, las sociedadesfilantrópicas serían erradicadas como hordas de asesi-nos. Y, sin embargo, nunca especulamos sobre si ese pe-simista fortalece o desorganiza la sociedad, pues esta-mos convencidos de que las teorías no importan.

Esa no era precisamente la idea de quienes nos in-trodujeron a la libertad. Cuando los viejos liberales su-primieron las mordazas de todas las herejías, su ideaera que, de ese modo, pudieran producirse descubri-mientos religiosos y filosóficos. Para ellos, la verdadcósmica era tan importante que todos debíamos poderaportar nuestro testimonio independiente. La idea mo-derna, por el contrario, es que la verdad cósmica im-porta tan poco que nada de lo que nadie diga sobreella es relevante. Aquéllos liberaron la investigacióncomo quien libera a un perro noble; éstos la liberan comoquien devuelve al mar un pez incomestible. Jamás ha

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habido tan poco debate sobre la naturaleza del hombrecomo ahora, cuando precisamente, por primera vez, to-dos pueden debatir sobre ella. Las viejas restriccionesimplicaban que sólo a los ortodoxos se les permitíaabordar el tema de la religión. La libertad moderna im-plica que no se permite a nadie abordarlo. El buen gus-to, la última y más vil de las supersticiones humanas, halogrado silenciarnos allí donde el resto había fracasado.Hace sesenta años era de mal gusto ser ateo reconoci-do. Luego llegaron los seguidores de Bradlaugh, los úl-timos hombres religiosos, los últimos para quienes Diosera importante. Pero no pudieron hacer nada; hoy siguesiendo de mal gusto ser un ateo declarado. Pero su ago-nía sólo ha conseguido que hoy sea también de mal gus-to ser un cristiano declarado. La emancipación sólo halogrado encerrar al santo en la misma torre de silencioque ocupaba el heresiarca. Y entonces hablamos de lordAnglesey y del tiempo, y decimos que esa es la absolu-ta libertad de los credos.

Con todo, hay personas –entre las que me cuento–que creen que lo más práctico e importante de los hom-bres sigue siendo su concepción del universo. Creemosque para la propietaria de una casa de huéspedes queesté pensando en aceptar a un nuevo inquilino es im-portante conocer sus ingresos, pero más importante aúnes conocer su filosofía. Creemos que para un general apunto de luchar contra el enemigo es importante cono-cer la filosofía de dicho enemigo. Creemos que la cues-tión no es si la teoría del cosmos influye sobre las cosas,sino si, a largo plazo, hay alguna otra cosa que influyasobre ellas. En el siglo xv, los hombres interrogaban ytorturaban a otros por predicar actitudes inmorales; en

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el siglo xix, jaleamos y elogiamos a Oscar Wilde porpredicar esa misma actitud, y después le rompimos elcorazón al condenarlo por llevarla a la práctica. Tal vezpueda cuestionarse cuál de los dos métodos resulta máscruel, pero no cuál resulta más descabellado. La épocade la Inquisición, por lo menos, no vivió la vergüenza decrear una sociedad que convirtió en ídolo a un hombrepor predicar las mismas cosas por cuya práctica le con-denaron.

Hoy, en nuestro tiempo, la filosofía o la religión, esdecir, nuestra teoría sobre las cosas más elevadas, hasido expulsada, más o menos simultáneamente, de dosde los campos que ocupaba. Los ideales generales do-minaban la literatura. Y han sido expulsadas de ella algrito de «el arte por el arte». Las ideas generales tam-bién dominaban la política. Y han sido expulsados deella en aras de la «eficiencia», al grito de lo que podríatraducirse libremente por «la política por la política».Con gran persistencia, a lo largo de los últimos veinteaños, los ideales de orden y libertad han menguado ennuestros libros; la ambición de ser ingeniosos y elo-cuentes ha disminuido en nuestros parlamentos. La li-teratura se ha vuelto deliberadamente menos política;la política se ha vuelto deliberadamente menos litera-ria. Y así, las teorías generales sobre la relación queexiste entre las cosas han desaparecido de ambas. Y es-tamos en posición de preguntar: «¿Qué hemos ganadoo perdido con esta desaparición? ¿Es mejor la literatu-ra, es mejor la política, tras haber descartado al mora-lista y al filósofo?».

Cuando todo lo que respecta a un pueblo se vuelvedébil e ineficaz, se empieza a hablar de eficacia. Lo mis-

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mo sucede cuando el cuerpo de un hombre zozobra; en-tonces ese hombre, por primera vez, empieza a hablarde salud. Los organismos vigorosos no hablan de susprocesos sino de sus metas. No puede haber mejorprueba de la eficacia física de un hombre que cuandohabla alegremente de un viaje al fin del mundo. Y nopuede haber mejor prueba de la eficacia práctica de unanación que cuando habla constantemente de un viaje alfin del mundo, un viaje al Día del Juicio y a la NuevaJerusalén. No hay mayor señal de absoluta salud mate-rial que la tendencia a perseguir alocados ideales; es du-rante la primera exuberancia de la niñez cuando pedi-mos la luna. Ninguno de los hombres fuertes de las erasfuertes habría comprendido el significado de «trabajarpara la eficacia». Hildebrand no habría dicho que tra-bajaba para la eficacia, sino para la Iglesia católica.Danton no habría dicho que trabajaba para la eficacia,sino para la libertad, la igualdad y la fraternidad. In-cluso si el ideal de esos hombres era, simplemente,echar escaleras abajo a otros hombres de un puntapié,pensaban en las metas, como hombres, y no en los pro-cesos, como paralíticos. No decían: «Elevando con efi-cacia mi pierna derecha, usando, como constatará, losmúsculos del muslo y la pantorrilla, que se hallan enperfecto estado, yo...». Ellos sentían las cosas de otromodo. Se hallaban tan impregnados de la hermosa vi-sión del hombre a los pies de una escalera, que en eseéxtasis el resto seguía como un destello. En la práctica,el hábito de generalizar e idealizar no significaba en ab-soluto sucumbir a una debilidad mundana. La época delas grandes teorías era época de grandes resultados. Enla era del sentimiento y las buenas palabras, a finales

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del siglo xviii, los hombres eran en realidad robustos yeficaces. Quienes vencieron a Napoleón eran unos sen-timentales. Los cínicos no atraparían ni a De Wet. Hacecien años eran los retóricos quienes dirimían, triun-fantes, nuestros asuntos, para bien o para mal. Ahora,nuestros asuntos los confunden, irremediablemente,hombres fuertes y silenciosos. Y del mismo modo enque ese repudio a las grandes palabras y las grandes vi-siones ha generado una raza de hombres de escasa tallaen política, también ha alumbrado una raza de hom-bres de escasa talla en las artes. Nuestros políticos mo-dernos se abrogan la licencia colosal de un césar y unsuperhombre, defienden que son demasiado prácticospara ser puros, y demasiado patrióticos para ser mora-les; pero el resultado de todo ello es que un mediocrellega a ministro de Economía. Nuestros nuevos filóso-fos artísticos exigen la misma licencia moral, una liber-tad para destrozar cielo y tierra con su energía; pero elresultado de todo ello es que un mediocre llega a poetalaureado. No digo que no existan hombres más fuertesque éstos, pero ¿diría alguien que existen hombres másfuertes que aquéllos de la antigüedad, dominados porsu filosofía y comprometidos con su religión? Puedediscutirse si el compromiso es mejor que la libertad.Pero a cualquiera le resultaría difícil negar que su com-promiso dio más frutos que nuestra libertad.

La teoría de la inmoralidad del arte se ha establecidocon firmeza entre las clases estrictamente artísticas. Tie-nen libertad para producir lo que se les antoje. Tienenlibertad para escribir un Paraíso Perdido en el que Sa-tán venza sobre Dios. Tienen libertad para escribir unaDivina Comedia en la que el cielo se halle bajo el suelo

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del infierno. ¿Y qué han hecho? ¿Han producido, en suuniversalidad, algo más grande y más hermoso que laspalabras pronunciadas por el aguerrido católico gibe-lino, por el rígido maestro de escuela puritano? Sabe-mos que sólo han creado unas pocas redondillas. Mil-ton no sólo los supera en devoción, los supera tambiénen su propia irreverencia. En todos sus librillos de poe-mas no hallarán un mejor desafío a Dios que el quepronuncia Satán. Ni encontrarán un sentimiento de pa-ganismo tan imponente como el que sintió aquel fierocristiano que Farinata describió irguiendo mucho la ca-beza en desdén del infierno. Y la razón es obvia. Lablasfemia es un efecto artístico, porque depende de unaconvicción filosófica. La blasfemia depende de la creen-cia, y se desvanece con ella. Si alguien lo duda, que sesiente y trate de provocarse ideas blasfemas sobre Thor.Creo que sus familiares lo hallarán, transcurridas unashoras, en un estado de fatiga extrema.

Así pues, ni en el mundo de la política ni en el de laliteratura, el rechazo a las teorías generales ha demos-trado ser un éxito. Tal vez hayan existido muchos idea-les descabellados y engañosos que, de vez en cuando,han desconcertado a la humanidad. Pero no ha existi-do, sin duda, un ideal en la práctica más descabellado yengañoso que el ideal de la practicidad. Con nada se hanperdido más oportunidades que con el oportunismo delord Rosebery. Él es, ciertamente, un símbolo vivientede esta época: el hombre que es, en teoría, un hombrepráctico, y en la práctica, menos práctico que un teóri-co. Nada en el universo resulta menos sensato que esaveneración por la sabiduría mundana. Un hombre queno deja de pensar en si esta o aquella raza son fuertes,

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en si esa o aquella causa resultan prometedoras, es elhombre que jamás creerá en nada el tiempo suficientecomo para que se imponga aquello en lo que cree. Elpolítico oportunista es como el hombre que deja de ju-gar al billar porque le han ganado al billar, que deja dejugar al golf porque le han ganado al golf. No hay nadaque debilite más, en lo referido a las perspectivas de tra-bajo, que esa inmensa importancia que se da a la victo-ria inmediata. No hay nada que fracase tanto como eléxito.

Una vez he descubierto que el oportunismo fracasa,me he sentido inclinado a estudiarlo con más deteni-miento y, al hacerlo, he visto que no puede ser de otromodo. Percibo que es mucho más práctico empezar porel principio y discutir de teorías. Veo que los hombresque se mataron por la ortodoxia del homoousion eranmucho más sensatos que quienes discuten sobre la Leyde Educación. Pues los dogmáticos cristianos trata-ban de establecer un reino de santidad, y de definir, enprimer lugar, lo que era realmente sagrado. Pero nues-tros modernos pedagogos tratan de establecer una li-bertad religiosa sin determinar antes qué es religión yqué es libertad. Si los antiguos sacerdotes forzaban a lahumanidad a comulgar con un juicio, al menos, previa-mente, se tomaban la molestia de acotarlo. Perseguir acausa de una doctrina sin siquiera estipularla es algoque ha quedado para las turbas modernas de anglica-nos e inconformistas.

Por estas razones, y muchas más, yo, concretamente,he llegado a creer en el regreso a lo fundamental. Esa esla idea general de esta obra. Deseo discutir con mis másdistinguidos contemporáneos, no sólo personalmente o

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de un modo meramente literario, sino en relación con elcuerpo real de la doctrina que enseñan. A mí no me in-teresa Rudyard Kipling en tanto que prolífico artista opersonalidad vigorosa; a mí me interesa en tanto quehereje, es decir, en tanto que hombre cuya visión de lascosas tiene la osadía de diferir de la mía. No me intere-sa Bernard Shaw en tanto que uno de los hombres vivosmás brillantes y más sinceros; a mí me interesa en tan-to que hereje, es decir, en tanto que hombre cuya filo-sofía es bastante sólida, bastante coherente, y bastanteequivocada. Regreso a los métodos doctrinales del si-glo xiii, inspirado en la confianza general de lograr algo.

Supongamos que en la calle se produce una conmo-ción general por algo, digamos que por una farola degas, con la que muchas personas influyentes pretendenacabar. Un monje de hábito gris, que es el espíritu de laEdad Media, es convocado para que dé su opinión, yempieza por decir, a la manera ardua de los escolásti-cos: «Consideremos en primer lugar, hermanos míos, elvalor de la luz; si la luz, en sí misma, es buena...». Lle-gado a este punto, la gente, no sin excusarse, se aleja deél. Todos se acercan apresuradamente a la farola que,en cuestión de diez minutos, acaba en el suelo. Y se fe-licitan unos a otros por su practicidad nada medieval.Pero con el tiempo se ve que las cosas no resultan tanfáciles. Hay gente que ha derribado la farola porquequería instalar luz eléctrica; otros porque prefieren lasviejas, de hierro; otros porque desean que reine la oscu-ridad y poder, de ese modo, obrar mal. Algunos creenque no basta con derribar una farola; otros, que ya esdemasiado; algunos han actuado porque querían des-truir el mobiliario municipal; otros, porque querían

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destruir algo. Y en medio de las tinieblas estalla la gue-rra, y nadie sabe contra quién lucha. De modo que,gradual e inevitablemente, hoy, mañana, pasado, regre-sa la convicción de que el monje tenía razón y de quetodo depende de cuál sea la filosofía de la luz. La dife-rencia es que lo que podríamos haber discutido a la luzde la farola de gas, nos vemos obligados a abordarlo aoscuras.

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D e l e s p í r i t u n e g a t i v o

Mucho se ha dicho, y con razón, de lo enfermizo de lavida monacal, de la histeria que con frecuencia se aso-cia a las visiones de eremitas o monjas. Pero no olvi-demos que esa religión visionaria es, en cierto sentido,necesariamente más completa que nuestra moralidadmoderna y razonable. Y lo es por la siguiente razón:porque contempla la idea de éxito o triunfo en la deses-perada batalla hacia el ideal ético, en lo que Stevensonllamaba con su habitual y pasmosa facilidad de pala-bra «la batalla perdida de la virtud». Una moralidadmoderna, por otra parte, sólo puede señalar, con abso-luta convicción, los horrores que se siguen del quebran-tamiento de la ley; su única certeza es una certeza de lomalo. Sólo puede señalar las imperfecciones. Carece deperfección que señalar. Pero el monje que medita sobreCristo, o sobre Buda, cuenta en su mente con una ima-gen de salud perfecta, algo de colores vivos y aire lim-pio. Tal vez contemple ese ideal de plenitud mucho másde lo que debiera; tal vez lo contemple hasta olvidarseo hasta excluir otras cosas; tal vez lo contemple hastaconvertirse en soñador o en charlatán; pero, aun así, loque contempla es plenitud y es felicidad. Tal vez sevuelva loco; pero se vuelve loco por el amor a la cordu-ra. Por el contrario, el estudiante moderno de ética, in-

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cluso si se mantiene cuerdo, permanece sano por un te-mor insano a la locura.

El anacoreta que se revuelca sobre las piedras en sutrance de sumisión es, fundamentalmente, una personamás sana que muchos de esos hombres sensatos que,tocados con sombrero de seda, caminan por Cheapside.Pues muchos de ellos son buenos sólo a través de undesvaído conocimiento del mal. No defiendo en estemomento, para el devoto, nada más que esa ventajaprimaria; que aunque personalmente se esté debilitan-do y convirtiéndose en alguien patético, sigue anclandosus pensamientos, en gran medida, en una fuerza y unafelicidad gigantescas, en una fuerza que carece de lími-tes y en una felicidad sin fin. Sin duda, existen otras ob-jeciones que pueden hacerse, no sin razón, contra la in-fluencia de dioses y visiones en la moral, ya sea en lasceldas o en las calles. Pero esa ventaja, la moral místicala tendrá siempre, siempre será más alegre. Un jovenpuede mantenerse alejado del vicio pensando sin cesaren la enfermedad. También puede mantenerse alejadode él pensando continuamente en la Virgen María. Puedecuestionarse cuál de los dos métodos resulta más razo-nable, e incluso cuál de los dos es más eficaz. Pero de loque no puede dudarse es de cuál resulta más pleno.

Recuerdo un panfleto escrito por G.W. Foote, aquelseglar capaz y sincero, que contenía una frase que sim-bolizaba y dividía esos dos métodos con gran agudeza.El panfleto en cuestión llevaba por título La cerveza yla Biblia, ambas cosas muy nobles, y más aún al rela-cionarlas de un modo que el señor Foote, a su maneraseria, de viejo puritano, parecía considerar sardónica,pero que, lo confieso, a mí me resulta apropiado y en-

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cantador. No tengo a mano la obra, pero recuerdo queel señor Foote rechazaba con desprecio todo intento detratar el problema de la bebida a través de oficios e in-tercesiones religiosas, y afirmaba que la imagen del hí-gado de un borracho resultaría más eficaz para lograrla moderación que cualquier oración o alabanza. Enesas afirmaciones pintorescas se halla encarnada, a miparecer, la incurable enfermedad de la ética moderna.En ese templo las luces son tenues, la multitud se arro-dilla, se elevan himnos solemnes. Pero lo que se hallasobre el altar, aquello ante lo que todos los hombres searrodillan, ya no es la carne perfecta, el cuerpo y la sus-tancia del hombre perfecto; sigue siendo carne, sí, peroestá enferma. Es el hígado de borracho del Nuevo Tes-tamento lo que se daña ante nosotros, lo que tomamosen recuerdo suyo.

Hoy, es ese gran hueco en la ética moderna, esaausencia de imágenes vívidas de pureza y triunfo espi-ritual, lo que subyace en el fondo de la objeción real quemuchos hombres sensatos plantean a la literatura rea-lista del siglo xix. Si algún hombre corriente afirmaraalguna vez que le horrorizan los temas que abordan Ib-sen o Maupassant, o el lenguaje llano en que se expre-san, ese hombre corriente mentiría. La conversaciónmedia del hombre medio, a lo largo y ancho de la civi-lización moderna, en todas las clases y en todos losambientes, es de tal calibre que ni Zola se atrevería adarla a la imprenta. Tampoco el hábito de escribir asísobre esos temas es nuevo. Al contrario, son la mojiga-tería victoriana y su silencio los que todavía resultannovedosos, aunque ya estén muriendo. La tradición dellamar a las cosas por su nombre se inicia muy pronto

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en nuestra literatura, y prosigue hasta fecha reciente.Pero lo cierto es que al hombre sincero, corriente, porvago que sea el relato que haya hecho de sus sentimien-tos, no le disgusta ni le enoja el descaro de los moder-nos. Lo que le disgusta, y con razón, no es la presenciade un realismo claro, sino la ausencia de un idealismoclaro. El sentimiento religioso auténtico y fuerte nuncaha puesto ninguna objeción al realismo; por el contra-rio, la religión era la realista, la brutal, la que decía lascosas por su nombre. Esa es la gran diferencia entre al-gunos desarrollos recientes del inconformismo y el granpuritanismo del siglo xvii. Para los puritanos lo funda-mental era que la decencia no les importaba lo más mí-nimo. Los periódicos de los Inconformistas Modernosse distinguen por suprimir precisamente esos nombres yadjetivos que los fundadores del inconformismo dedi-caban a los reyes y las reinas. Pero si era una exigenciaprincipal de la religión que ésta hablara abiertamentedel mal, la principal exigencia de todas era que hablaraabiertamente del bien. Lo que se echa en falta –y yocreo que con razón–, lo que más se echa en falta en lagran literatura moderna, de la que Ibsen constituye unejemplo, es que mientras que el ojo que es capaz de per-cibir cuáles son las cosas malas alcanza una claridadcada vez más sobrenatural y destructora, el ojo que velas cosas buenas se enturbia más y más, hasta que laduda casi lo ciega por completo. Si comparamos, pon-gamos por caso, la moralidad de la Divina Comediacon la de los Espectros, de Ibsen, veremos lo que ha he-cho en realidad la ética moderna. Nadie, supongo, acu-sará al autor del Infierno de mojigatería victoriana nide optimismo podsnapiano. Pero Dante describe tres

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instrumentos morales: el Cielo, el Purgatorio y el In-fierno; la visión de la perfección, la visión de la supera-ción y la visión del fracaso. Ibsen sólo cuenta con uno:el Infierno. Suele decirse, y con razón, que nadie puedeleer una obra como Espectros y permanecer indiferentea la necesidad de un autocontrol ético. Eso es así, y lomismo puede decirse de las descripciones más mons-truosas y materiales del fuego eterno. Es bastante cier-to que realistas como Zola, en cierto sentido, defiendenla moralidad; la defienden en el sentido en que la de-fiende el ahorcado, en el sentido en que la defiende eldiablo. Pero sólo inciden en esa pequeña minoría queacepta cualquier virtud del coraje. La mayoría de lagente sana rechaza esos peligros morales como rechazala posibilidad de bombas y microbios. Los realistas mo-dernos son, sin duda, terroristas, lo mismo que dinami-teros; y fracasan lo mismo en su empeño de asustar.Tanto los realistas como los dinamiteros son personasbienintencionadas, comprometidas con su misión –unamisión a la larga obviamente inútil– de usar la cienciapara promover la moral.

No deseo que el lector me tome, ni por un momento,por una de esas personas indefinidas que imaginan queIbsen es lo que llaman «un pesimista». Hay muchas per-sonas íntegras en Ibsen, muchas personas buenas, mu-chas personas felices, muchos ejemplos de hombres queactúan sabiamente, y de cosas que terminan bien. No eseso lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que Ibsentiene de principio a fin –y no lo disimula– una vaguedady una actitud cambiante, así como una actitud vacilantehacia lo que es, realmente, la sabiduría y la virtud enesta vida; una vaguedad que contrasta muy notablemen-

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te con la determinación con la que se abalanza sobre loque percibe como raíz del mal, cierta convención, ciertoengaño, cierta ignorancia. Sabemos que el héroe de Es-pectros está loco, y sabemos por qué lo está. Tambiénsabemos que el doctor Stockman está cuerdo; pero no sa-bemos por qué. Ibsen no afirma saber de qué modo sealcanza la virtud y la felicidad, en el sentido en que síafirma saber cómo llegamos a nuestras tragedias sexua-les modernas. Las obras de la falsedad propician el de-sastre en Los pilares de la sociedad, pero las obras de laverdad propician ese mismo desastre en El pato salvaje.No existen, en el ibsenismo, virtudes cardinales. En Ib-sen no hay hombre ideal. Todo esto no sólo se admite,sino que se exhibe en el más apasionado y profundo delos panegíricos sobre Ibsen, The Quintessence of Ibse-nism «La quintaesencia del ibsenismo», de Bernard Shaw.Shaw resume las enseñanzas de Ibsen en la frase: «La re-gla de oro es que no hay regla de oro». A sus ojos, esaausencia de ideal perdurable y positivo, esa ausencia declave permanente para la virtud, es el gran mérito de Ib-sen. No discuto aquí en profundidad si eso es así o no.Lo que pretendo señalar, con firmeza renovada, es queesa omisión, sea buena o mala, nos enfrenta cara a caraal problema de una conciencia humana llena de imáge-nes muy definidas del mal, y sin imagen definida delbien. Para nosotros, en adelante, la luz debe ser la cosaoscura, la cosa de la que no podemos hablar. Para nos-otros, como para los demonios de Milton en su «Pande-monio», lo visible es la oscuridad. La humanidad, segúnla religión, cayó una vez, y al caer llegó al conocimientodel bien y el mal. Ahora hemos caído por segunda vez,pero en nosotros sólo perdura el conocimiento del mal.

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Un gran derrumbamiento silencioso, un desengañoinmenso y mudo, ha caído en nuestro tiempo sobrenuestra civilización occidental. Todas las edades ante-riores han sudado y han sido crucificadas en su intentopor comprender qué era realmente la vida recta, quéera, realmente, un buen hombre. Una parte definida delmundo moderno ha llegado a la incuestionable conclu-sión de que no existe respuesta a esas preguntas, de quelo más que podemos hacer es colgar unos cuantos car-teles en los lugares donde el peligro es más obvio, paraprevenir a los hombres, por ejemplo, contra los malesde beber hasta la intoxicación, o de ignorar la meraexistencia de sus vecinos. Ibsen es el primero en regre-sar de la infructuosa cacería trayéndonos las nuevas deun gran fracaso.

Todas y cada una de las modernas expresiones po-pulares e ideales constituyen artimañas destinadas aminimizar el problema de lo que es el bien. Nos encan-ta hablar de «libertad»; y eso, hablar de ella, es un tru-co para evitar discutir sobre lo que es bueno. Nos en-canta hablar del «progreso», y eso es también un trucopara evitar discutir sobre lo que es bueno. Nos encantahablar de «educación», y eso es un truco para evitardiscutir sobre lo que es bueno. El hombre modernodice: «Dejemos de lado todos esos criterios arbitrariosy abracemos la libertad». Eso, trasladado a la lógica,equivale a decir: «No decidamos lo que es bueno, y sinembargo consideremos bueno no decidirlo». El hombremoderno dice: «Abandona tus viejas fórmulas morales.Yo soy partidario del progreso». Dicho en términos ló-gicos, es como afirmar: «No determinemos qué es bue-no. Determinemos, en cambio, si obtenemos más de no

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hacerlo». El hombre moderno dice: «Amigo mío, ni enla religión ni en la moral se encuentran las esperanzasde la raza, sino en la educación». Esto, claramente ex-presado, equivale a: «No podemos decidir lo que esbueno, pero enseñémoselo a nuestros hijos».

H.G. Wells, ese hombre tan clarividente, ha seña-lado en una obra reciente que esto ha ocurrido en rela-ción con aspectos económicos. Los viejos economistas,afirma, generalizaban y, al hacerlo (según Wells), seequivocaban del todo. Pero los nuevos economistas pa-recen haber perdido la capacidad de plantear generali-zaciones de cualquier clase. Y justifican esa incapaci-dad con la pretensión general de que son, en casosconcretos, vistos como «expertos», pretensión «ade-cuada en el caso de un peluquero o un médico de moda,pero indecente cuando se trata de filósofos o de hom-bres de ciencia». Pero a pesar de la reconfortante racio-nalidad con la que el señor Wells señala esto, hay quedecir también que él mismo ha caído en el mismo errormoderno. En las páginas iniciales de ese libro excelen-te, Mankind in the Making [«La humanidad en cons-trucción»], rechaza los ideales del arte, la religión, lamoral abstracta y el resto, y declara que va a considerara los hombres en su función básica, la función de la pa-ternidad. Va a abordar la vida como «tejido de naci-mientos». No va a preguntar qué producirá santos ohéroes satisfactorios, sino qué producirá padres y ma-dres satisfactorios. El autor lo plantea todo con tal sen-satez que el lector tarda unos segundos en darse cuentade que se trata de otro ejemplo de evitación inconscien-te. ¿De qué sirve engendrar a un hombre si no se ha de-terminado qué tiene de bueno ser hombre? Al hacerlo,

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nos limitamos a traspasarle un problema que no nosatrevemos a resolver nosotros. Es como si a un hombrele preguntaran: «¿Para qué sirve un martillo?», y res-pondiera: «Para hacer martillos»; y cuando le pregun-taran: «Y esos martillos, ¿para qué sirven?», él respon-diera: «Para hacer más martillos». Del mismo modo enque, de esta forma, el hombre estaría evitando constan-temente la cuestión del uso último de la carpintería, asíWells y todos los demás logramos evitar la cuestión delvalor último de la vida humana.

El «progreso», tema de conversación general, consti-tuye sin duda un caso extremo. Tal como se enuncia enla actualidad, el «progreso» es sencillamente un com-parativo del que no hemos establecido el superlativo.Enfrentamos todo ideal de religión, patriotismo, belle-za o placer bruto al ideal alternativo del progreso; esdecir, comparamos toda propuesta de obtener algo so-bre lo que poseemos conocimientos con la propuestaalternativa de obtener mucho más de nadie sabe qué. Elprogreso, correctamente entendido, tiene un sentido sinduda serio y legítimo. Pero usado en oposición a unosideales morales precisos, se convierte en algo absurdo.No es cierto que el ideal de progreso deba oponerse alde finalidad ética o religiosa. Lo cierto es, precisamen-te, lo contrario. A nadie servirá usar la palabra «pro-greso» a menos que cuente con una creencia definida ycon un código de moral sólido. Nadie puede ser pro-gresista sin ser doctrinal; me atrevería casi a decir quenadie puede ser progresista sin ser infalible; en cual-quier caso, no puede serlo sin creer en cierta infalibili-dad. Pues el progreso, tal como se deduce de su mismonombre, indica una dirección; y en el instante en que

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sentimos la menor duda acerca de la dirección a seguir,vacilamos también, y en el mismo grado, acerca delprogreso mismo. Tal vez nunca como ahora, desde elprincipio del mundo, se ha vivido una época con menosderecho a pronunciar la palabra «progreso». En el ca-tólico siglo xii, en el filosófico siglo xviii, la direcciónpuede haber sido buena o mala, los hombres puedenhaber discrepado más o menos sobre lo lejos que que-rían llegar, y hacia dónde deseaban ir, pero, en general,estaban de acuerdo en la dirección y, por consiguiente,contaban con una sensación genuina de progreso. Noso-tros, en cambio, discrepamos precisamente sobre ladirección; si la excelencia futura pasa por más leyes omenos leyes, por más o menos libertades; si la pro-piedad acabará por concentrarse o por repartirse; si lapasión sexual alcanzará su mayor desarrollo en un in-telectualismo casi virgen o en una libertad animal ple-na; si debemos amar a todo el mundo, con Tolstói, o si,con Nietzsche, no hemos de salvar a nadie... Estas sonlas cosas sobre las que en realidad más luchamos. Nosólo es cierto que la época que menos ha determinadoqué es el progreso sea la más «progresista». Es que lagente que menos ha determinado qué es el progreso esla más «progresista». A la masa corriente, los hombresque nunca se han preocupado por el progreso, podríaencomendársele éste, tal vez. Los individuos particula-res que hablan de progreso saldrían disparados en to-das direcciones cuando se diera el pistoletazo de salida.No digo, por tanto, que la palabra «progreso» carezcade significado; lo que digo es que carece de significadosin la definición previa de una doctrina moral, y quesólo puede aplicarse a grupos de personas que compar-

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ten dicha doctrina. «Progreso» no es una palabra ilegí-tima, pero lógicamente resulta evidente que para noso-tros sí lo es. Se trata de una palabra sagrada, de unapalabra que sólo debería ser usada por estrictos creyen-tes, y en épocas de fe.

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D e R u d y a r d K i p l i n g y e l e m p e q u e ñ e c i m i e n t o d e l m u n d o

No hay en el mundo un tema que no sea interesante; loque sí puede haber son personas que no se interesen porellos. Nada se necesita más que una defensa de los abu-rridos. Cuando Byron dividía a la humanidad entre losque aburren y los que se aburren, pasó por alto queen quienes inspiran aburrimiento concurren las másaltas cualidades, mientras que entre quienes lo sufren–incluido Byron– concurren las más bajas. El que abu-rre, con su iluminado entusiasmo, su felicidad solemne,puede, en cierto modo, resultar poético. El que se abu-rre resulta sin duda prosaico.

Puede, qué duda cabe, resultarnos fastidioso contartodas las briznas de hierba o todas las hojas de un ár-bol. Pero no sería a causa de nuestro entusiasmo y ale-gría, sino a pesar de ellos. El que aburre emprendería latarea, entusiasta y alegre, y hallaría las briznas de hier-ba tan espléndidas como las espadas de un ejército. Elque aburre es más fuerte y más feliz que nosotros; es unsemidiós. Mejor dicho, es un dios. Pues son los dioseslos que no se cansan de la iteración de las cosas; paraellos la puesta de sol es siempre nueva, y la última rosaes tan roja como la primera.

La sensación de que todo es poético es algo sólido yabsoluto; no se trata meramente de un asunto de la fra-

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seología o la persuasión. No es simplemente verdadero,es demostrable. Tal vez los hombres puedan sentirse re-tados a negarlo; los hombres pueden sentirse retados amencionar algo que no sea objeto poético. Recuerdoque, hace mucho tiempo, un sensato editor vino a ver-me con un libro en la mano titulado El señor Smith,o La familia Smith, o algo por el estilo. Me dijo, más omenos: «De aquí seguro que no sacas ni una gota de tumaldito misticismo». Y debo admitir que no le decep-cioné. Pero su victoria fue demasiado evidente y fácil.En la mayoría de los casos el nombre no es poético peroel hecho sí lo es. En el caso de «Smith»,* el nombre re-sulta tan poético que estar a su altura debe de ser unatarea ardua y heroica para el hombre que lo lleva. Elnombre de Smith es el nombre de un oficio que inclusolos reyes respetaban, podría reclamar la mitad de lagloria de aquellas arma virumque que todos los épicosaclamaron. El espíritu de la fragua se encuentra tan cer-ca del espíritu de la canción que se ha mezclado conésta en un millón de poemas, y todo herrero es un he-rrero armonioso.

Incluso los niños de pueblo sienten que, de algúnmodo impreciso, el herrero es poético –del mismo modoque el tendero y el zapatero remendón no lo son–,cuando disfrutan viendo las chispas danzarinas y oyen-do el ensordecedor golpeteo en la caverna de esa vio-lencia creativa. El resultado bruto de la naturaleza, elapasionado ingenio del hombre, el más duro de los me-tales de la Tierra, el más curioso de sus elementos, elhierro inconquistable conquistado por su único conquis-

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* Smith significa «herrero» en inglés. (N. del T.)

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tador; la rueda y el arado, la espada y la maza de vapor,el despliegue de todos los ejércitos y toda la leyenda delas armas; todas esas cosas se hallan escritas, breve-mente, sí, pero legiblemente, en la tarjeta de visita delseñor Smith. Y sin embargo, nuestros novelistas llamana su héroe «Aylmer Valence», que no significa nada, o«Vernon Raymond», que no significa nada, cuando ensu poder está concederles el sagrado nombre de Smith,ese apellido hecho de hierro y de fuego. Sería naturalque cierto orgullo, cierta elevación de cabeza, cierta ele-vación del labio superior distinguieran a todos aquellosque se apellidan Smith. Y tal vez así sea. Yo confío en queasí sea. Puede haber otros que sean recién llegados, perolos Smith no lo son. Desde los albores de la historia, eseclan ha partido a la batalla; sus trofeos se encuentranen todas las manos, su nombre está en todas partes. Esmás antiguo que el de las naciones, y su emblema es elmartillo de Thor. Pero, como ya he dicho, este no sueleser el caso. Lo frecuente es que las cosas corrientes seanpoéticas; lo que no es frecuente es que lo sean los nom-bres corrientes. En la mayoría de los casos lo que esun obstáculo es el nombre. Mucha gente habla como siesto que defendemos, que todas las cosas son poéticas,fuera una mera ocurrencia literaria, un juego de pala-bras. Pero es precisamente lo contrario. Lo literario, loque es un mero producto de las palabras, es que hayacosas que no sean poéticas. El término «garita de seña-les ferroviarias» no es poético. Pero el objeto que des-cribe no deja de serlo. Se trata de un lugar en el que unoshombres, vigilantes hasta el cansancio, encienden fue-gos rojos como la sangre y verdes como el mar para ale-jar a otros hombres de la muerte. Esa es la descripción

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simple y auténtica de lo que es. La palabra «buzón» noes poética. Pero lo que esa palabra describe no deja deserlo: se trata de un lugar en el que amigos y amantesdepositan sus mensajes, conscientes de que, una vez lohan hecho, éstos se vuelven sagrados, y no pueden sertocados no sólo por los demás sino incluso (¡toque reli-gioso!) por ellos mismos. Ese cilindro rojo es uno de losúltimos templos. Enviar una carta y casarse se cuentanentre las pocas cosas que todavía son del todo román-ticas; pues para que algo sea enteramente romántico,debe ser irrevocable. Creemos que un buzón es prosai-co porque no nos suscita ninguna rima. Creemos que esprosaico porque nunca lo hemos visto en un poema.Pero el hecho en sí está de parte de la poesía. Su nom-bre es sólo un nombre, pero se trata de un santuario depalabras humanas. Si alguien cree que el apellido Smithes prosaico, no es porque sea práctico y sensato; es por-que le afectan demasiado los refinamientos literarios.Ese nombre es poesía a gritos. Quien piense lo contrarioes porque está empapado, calado hasta los huesos, dereminiscencias verbales, porque recuerda perfectamen-te las viñetas del Punch o del Comic Cuts en las que elseñor Smith está borracho o al señor Smith le incordian.Todas esas cosas nos llegan poéticamente. Sólo median-te un proceso largo y elaborado de esfuerzo literario lasconvertimos en prosaicas.

Pues bien; lo primero y más justo que debe decirse deRudyard Kipling es que ha desempeñado un papel fun-damental en esa recuperación de las provincias perdi-das de la poesía. No le ha asustado el aire brutal y ma-terialista que se aferra a las palabras; ha penetrado enla materia romántica e imaginativa de las cosas en sí

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mismas. Ha percibido la importancia y la filosofía de lasmáquinas y del argot. El vapor puede ser, si quieren, unsucio producto de la ciencia. El argot puede ser, se loconcedo, un sucio subproducto del lenguaje. Pero al me-nos Kipling ha sido de los pocos que ha visto la paterni-dad divina de esas cosas, y sabe que donde hay humohay fuego, es decir, que allí donde se encuentran las co-sas más sucias, también se hallan las más puras. Sobretodo, ha tenido algo que decir, una visión definida delas cosas que pronunciar, y ello siempre significa que unhombre es valiente y se enfrenta a todo. De momentocontamos con una visión del universo, lo poseemos.

El mensaje de Rudyard Kipling, aquel sobre el querealmente se ha concentrado, es lo único de lo que me-rece la pena ocuparse en su caso o en el de cualquierotro hombre. Con frecuencia ha escrito mala poesía,como Wordsworth. Con frecuencia ha dicho estupide-ces, como Platón. Con frecuencia ha dado rienda suel-ta a la histeria política, como Gladstone. Pero nadiepuede dudar de su pretensión firme y sincera de deciralgo, y la única pregunta seria que puede formularse eneste sentido es: «¿Qué es lo que ha tratado de decir?».Tal vez el mejor modo de establecerlo con justicia seaempezar con el elemento sobre el que tanto él mismocomo sus oponentes más han insistido. Me refiero a suinterés por el militarismo. Pero cuando vamos en buscade los verdaderos méritos de un hombre no es sensatorecurrir a sus enemigos, y mucho menos aún recurrir aél mismo.

Bien. No hay duda de que Kipling se equivoca en suadoración por el militarismo, pero sus oponentes, porlo general, se equivocan tanto como él. El mal del mili-

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tarismo no es que enseñe a ciertos hombres a ser fieros,arrogantes y excesivamente belicosos; el mal del milita-rismo es que enseña a la mayoría de los hombres a serdóciles, tímidos y excesivamente pacíficos. El soldadoprofesional concentra cada vez más poder, mientras elvalor general de la comunidad mengua. Así, la guardiapretoriana adquiría cada vez más importancia en Roma,mientras Roma se hacía cada vez más decadente y dé-bil. El hombre militar obtiene un poder civil propor-cional a las virtudes militares que pierden los civiles. Ylo mismo que sucedía en la antigua Roma sucede en laEuropa contemporánea. No ha existido nunca una épo-ca en que las naciones hayan sido más militaristas queen ésta. Y nunca ha habido una época en que los hom-bres hayan sido menos valientes. En todas las épocas,en todas las épicas, se ha cantado a las armas y al hom-bre. Pero nosotros hemos propiciado simultáneamenteel deterioro del hombre y la fantástica perfección de lasarmas. El militarismo demostró la decadencia de Roma,y demuestra la decadencia de Prusia.

E, inconscientemente, Kipling lo ha demostrado, ylo ha hecho de modo admirable. Pues si su obra se leecon atención se comprende que lo militar no apareceen modo alguno ni como lo más importante ni como lomás atractivo. Kipling no ha escrito tan bien de solda-dos como lo ha hecho de ferroviarios o de constructo-res de puentes, o incluso de periodistas. El hecho es quelo que atrae a Kipling sobre el militarismo no es la ideadel valor, sino la de la disciplina. Existía mucho másvalor por metro cuadrado en la Edad Media, cuando niun solo rey contaba con ejército permanente pero to-dos los hombres disponían de un arco o una espada.

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Pero la fascinación que los ejércitos permanentes ejer-cen sobre Kipling no se debe al valor, que apenas leinteresa, sino a la disciplina, que es, en definitiva, sutema principal. El ejército moderno no es un milagrode valentía; no dispone de suficientes oportunidades, acausa de la cobardía de todos los demás. Pero sí es unmilagro de organización, y ese es el verdadero ideal deKipling. El tema de éste no es esa valentía que pertene-ce propiamente a la guerra, sino esa interdependenciay eficacia que pertenece, en la misma medida, a inge-nieros, marineros, mulas o locomotoras. Y así sucedeque cuando escribe sobre ingenieros, marineros, mulaso locomotoras es cuando escribe mejor. La verdaderapoesía, el «verdadero romance» que Kipling ha ense-ñado, es el de la división del trabajo y el de la discipli-na en todos los oficios. Canta a las artes de la paz conmucha mayor precisión que a las artes de la guerra. Y suprincipal argumento resulta vital y valioso: todo es mi-litar en el sentido de que todo depende de la obedien-cia. No existe un confín del todo epicúreo. No existeun lugar del todo irresponsable. En todas partes, loshombres nos han allanado el terreno con su sudor y susumisión. Tal vez nosotros nos tumbemos en una ha-maca en un arrebato de divina despreocupación; peroagradecemos que quien la fabricara no lo hiciera du-rante un arrebato de divina despreocupación. Podemosmontarnos, en broma, en el caballo de cartón de unniño; pero agradecemos que el carpintero, en broma,no haya dejado las patas sin encolar. En vez de limitar-se a asegurar que el soldado que limpia su arma debeser objeto de adoración porque es militar, el mejor ymás lúcido Kipling asegura que el panadero que hor-

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nea el pan y el sastre que corta trajes son tan militarescomo todos los demás.

Defendiendo, como defiende, esa visión inabarcabledel deber, Kipling es, cómo no, un cosmopolita. En-cuentra sus ejemplos en el Imperio británico, pero casicualquier otro imperio le serviría, e incluso cualquierpaís altamente civilizado. Lo que él admira en el ejérci-to británico lo hallaría también, y de modo más evi-dente, en el ejército alemán; lo que desea para la policíabritánica lo hallaría materializado en la francesa. Elideal de disciplina no abarca toda la vida, pero sí se ex-tiende por todo el mundo. Y la veneración que sientepor él tiende a confirmar en Kipling cierto toque de sa-biduría mundana, de la experiencia del viajero, que esuno de los verdaderos encantos de sus mejores obras.

La gran carencia en su mente se da en lo que some-ramente podríamos llamar «falta de patriotismo», esdecir, que carece por completo de la facultad de vincu-larse a cualquier causa o comunidad para un fin, trági-camente (pues toda finalidad debe ser trágica). AdmiraInglaterra, pero no la ama; pues admiramos con razo-nes, pero amamos sin ellas. Él admira Inglaterra porquees fuerte, no porque sea inglesa. No hay acritud en es-tas palabras pues, para hacerle justicia, él mismo lo ad-mite abiertamente, con su habitual pintoresquismo ydescaro. En un poema muy interesante, afirma:

Si Inglaterra fuera lo que Inglaterra parece

Es decir, débil e ineficaz; si Inglaterra no fuera lo que(como él cree) es, es decir, poderosa y práctica:

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¡Con qué rapidez nos libraríamos de ella! ¡Pero no lo es!

Es decir, admite que su devoción es resultado de unacrítica, algo que basta para ponerlo en una categoríatotalmente distinta al patriotismo de los bóeres, a quie-nes persiguió sin descanso en Sudáfrica. Al hablar de lospueblos verdaderamente patrióticos, como el irlandés,le cuesta evitar en sus palabras cierto tono de irritación.El estado mental que describe con verdadera belleza ynobleza es el del hombre cosmopolita que ha vistohombres y ciudades.

Ver y admirary contemplar el ancho mundo.

Es un auténtico maestro de esa ligera melancolía conla que el hombre recuerda haber sido ciudadano de mu-chas comunidades, esa ligera melancolía con la que elhombre recuerda haber sido amante de muchas muje-res. Él es un donjuán de países. Pero un hombre puedeaprender mucho de mujeres y romances, y aun así per-manecer ignorante del primer amor; del mismo modo,un hombre puede haber conocido tantos lugares comoUlises, y aun así desconocer el patriotismo.

Rudyard Kipling, en un célebre epigrama, preguntaqué pueden conocer de Inglaterra quienes sólo conocenInglaterra. Pero constituye una pregunta mucho másprofunda y más aguda la siguiente: «¿Qué puede saberde Inglaterra quien sólo conoce el mundo?», pues elmundo no incluye Inglaterra más de lo que incluye a laIglesia anglicana. A partir del momento en que nosocupamos de algo profundamente, el mundo, es decir,

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todos los demás intereses misceláneos, se convierte ennuestro enemigo. Los cristianos lo demostraron cuandohablaban de mantenerse «limpios del mundo»; pero losamantes hablan de lo mismo cuando hablan de «per-derse del mundo». Astronómicamente hablando, creoque Inglaterra está situada en el mundo. De modo aná-logo, supongo que la Iglesia anglicana era parte delmundo, e incluso que los amantes son habitantes deese mundo. Pero todos sintieron cierta verdad: la ver-dad de que en el momento en que amas algo el mundose convierte en tu enemigo. Así, Kipling conoce sinduda el mundo. Es un hombre del mundo, con toda laestrechez de miras propia de aquellos que se ven apri-sionados en este planeta. Conoce Inglaterra como un in-teligente caballero inglés conoce Venecia. Ha visitadoInglaterra muchas veces; le ha dedicado largas estan-cias. Pero no pertenece a Inglaterra, ni a ningún lugar.Y la prueba de ello está en que cree que Inglaterra es unlugar. Desde el momento en que nos arraigamos enun lugar, ese lugar desaparece. Vivimos como los árbo-les, con toda la fuerza del universo.

El trotamundos vive en un mundo más pequeño queel campesino. Siempre respira un aire local. Londres esun lugar, y puede compararse con Chicago. Chicagoes un lugar, y puede compararse con Tombuctú. PeroTombuctú no es un lugar, pues allí, por lo menos, vivenhombres que la ven como un universo, y no respiran elaire local, sino los vientos del mundo. El hombre a bor-do del barco de vapor ha visto todas las razas de hom-bres, y piensa en las cosas que las dividen: alimenta-ción, vestimenta, decoro; pendientes en la nariz, comoen África, o en las orejas, como en Europa; pintura azul

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para los antiguos, pintura roja para los modernos bri-tanos. Por su parte, el hombre que cultiva repollos noha visto nada. Pero piensa en las cosas que unen a loshombres: el hambre, la descendencia, la belleza de lasmujeres, la promesa o la amenaza que viene del cielo.Kipling, a pesar de todos sus méritos, es el trotamun-dos; carece de paciencia para convertirse en parte denada. A un hombre tan importante y sincero no puedeacusársele meramente de cosmopolitismo cínico. Contodo, su cosmopolitismo es su debilidad. Esa debilidadse expresa de forma magistral en uno de sus mejorespoemas, la «Sestina of the Tramp-Royal», en la que unhombre declara ser capaz de soportarlo todo, incluso elhambre y el horror, pero no la presencia permanente enun lugar. Y, ciertamente, en ello existe un peligro.Cuando más muerta y seca y polvorienta sea una cosa,más viaja; el polvo es así, y también el diente de león, yel Alto Comisionado de Sudáfrica. Las cosas fértiles pe-san algo más, como los macizos árboles frutales en loslodos preñados del Nilo. En la acalorada ociosidad dela juventud todos nos sentíamos inclinados a rebatir lasimplicaciones de ese refrán inglés que dice que «piedraque rueda no cría moho». Y nosotros nos preguntába-mos: «¿Y quién quiere criar moho, salvo las viejas ne-cias?». Pero ahora empezamos a percibir que el refránes cierto. El canto rodado avanza resonando de piedraen piedra. Pero el canto rodado está muerto. El mohoes silencioso porque está vivo.

La verdad es que esa exploración y ampliación con-vierten el mundo en un lugar más pequeño. El telégrafoy el barco de vapor empequeñecen el mundo. El teles-copio empequeñece el mundo. Sólo el microscopio lo

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agranda. El mundo no tardará en enzarzarse en unaguerra entre telescopistas y microscopistas. Aquéllosestudian las cosas grandes y viven en un mundo peque-ño; éstos estudian las cosas pequeñas y viven en unmundo grande. Resulta sin duda estimulante recorrerveloces la Tierra en automóvil, sentir que Arabia es unremolino de arena o que China es un destello de arro-zales. Pero ni Arabia es un remolino de arena ni Chinaun destello de arrozales. Son civilizaciones antiguas convirtudes extrañas enterradas como tesoros. Si deseamoscomprenderlas no hemos de hacerlo como turistas o in-vestigadores, debemos hacerlo con la lealtad de los ni-ños, y con la gran paciencia de los poetas. Conquistaresos lugares es perderlos. El hombre que permanece ensu huerto, la tierra extendiéndose más allá de la vallade su casa, es el hombre de las grandes ideas. Su mentecrea distancia, mientras que el automóvil la destruyetontamente. Los modernos creen que la Tierra es unorbe, algo que puede abarcarse fácilmente, que cabe enel espíritu de una maestra. Ello se ve en el curioso errorque siempre se comete con Cecil Rhodes. Sus enemigosdicen que podría haber tenido grandes ideas, pero queera un mal hombre. Sus partidarios dicen que tal vezfuera un mal hombre, pero que sin duda tenía grandesideas. Lo cierto es que no fue un hombre esencialmentemalo, fue un hombre de gran genialidad y muy buenasintenciones, pero curiosamente un hombre de mirasmuy estrechas. Pintar el mapa de rojo no es ningún actode grandeza; es un inocente juego de niños. Pensar encontinentes es tan fácil como pensar en guijarros. La di-ficultad surge cuando queremos conocer la sustancia decualquiera de las dos cosas. Las profecías de Rhodes so-

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bre la resistencia bóer ilustran admirablemente cómolas «grandes ideas» prosperan cuando no se trata depensar en continentes, sino de comprender a unos cuan-tos hombres de carne y hueso. Y bajo toda esa gran ilu-sión del planeta cosmopolita, con sus imperios y suagencia Reuter, la vida real del hombre sigue ocupán-dose de este árbol o aquel templo, de esta cosecha o esacanción, del todo incomprendida, del todo intacta. Y des-de su espléndido provincianismo observa, seguramentecon una sonrisa pícara, como avanza, triunfante, la ci-vilización motorizada, adelantándose al tiempo, consu-miendo el espacio, viéndolo todo y sin ver nada, despe-gando al fin a la conquista del sistema solar, y todo paradescubrir que el sol es castizo y las estrellas, pueblerinas.

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I V

B e r n a r d S h a w

En los viejos tiempos, antes de la aparición de los malesmodernos, cuando el genial, el viejo Ibsen llenaba elmundo de absoluta alegría, y los amables relatos del ol-vidado Émile Zola mantenían nuestros hogares felices ypuros, que a alguien lo malinterpretaran solía conside-rarse una desventaja. Pero puede ponerse en duda quelo sea siempre, o incluso en general. El hombre al que semalinterpreta cuenta siempre con la siguiente ventajasobre sus adversarios: que éstos no conocen su puntodébil, ni su plan de campaña. Salen a cazar pájaros conredes, y a pescar peces con flechas. Existen varios ejem-plos modernos de esta situación. Chamberlain constitu-ye uno muy bueno; constantemente elude o vence a susoponentes porque sus verdaderos poderes y defectosson bastante distintos a aquellos que tanto sus parti-darios como sus detractores le atribuyen. Aquéllos lorepresentan como a un infatigable hombre de acción; és-tos, como rudo hombre de negocios, cuando, en reali-dad, no es ni lo uno ni lo otro, sino un admirable oradorromántico, además de un actor también romántico.Cuenta con un poder que es el alma misma del melo-drama: el poder de fingir –incluso cuando le apoya unaamplia mayoría– que se halla acorralado. Pues todaslas facciones son tan caballerosas que sus héroes deben

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dar alguna muestra de desgracia; esa clase de hipocre-sía es el tributo que la fuerza rinde a la debilidad.Chamberlain dice tonterías y, al mismo tiempo, hablamuy bien de su ciudad, que nunca le ha abandonado.Lleva una flor vistosa y fantástica, como un decadentepoeta menor. En cuanto a su franqueza, su dureza y sudefensa del sentido común, todo eso es, por supuesto, elprimer truco de la retórica. Se enfrenta a su público conla venerable afectación de un Marco Antonio:

Yo no soy orador, como Bruto,sino, como todos sabéis, un hombre sencillo y directo.

El objetivo del orador y el de cualquier otro artista,como el poeta y el escultor, son del todo distintos. Lameta del escultor es convencernos de que es escultor,mientras que la del orador es convencernos de que no esorador. Si permitimos que a Chamberlain se le tome porhombre práctico, tiene la partida ganada. Le basta concomponer un tema sobre el imperio, y la gente dirá queesos hombres simples dicen grandes cosas en las grandesocasiones. Sólo tiene que zambullirse en las nociones ge-nerales y vagas de todos los artistas de segunda fila paraque la gente diga que, después de todo, ese hombre denegocios demuestra moverse por grandes ideales. Todossus planes han acabado en nada; ha llevado la confusióna todo lo que ha tocado. Existe un pathos céltico en loque rodea a su figura; como los gaélicos de la cita deMatthew Arnold, «se aprestaba a la batalla, pero siem-pre caía». Es una montaña de propuestas, una montañade fracasos; pero una montaña al fin y al cabo. Y unamontaña siempre resulta romántica.

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Existe otro hombre en el mundo moderno que puedeconsiderarse la antítesis de Chamberlain en todos lossentidos, y que sin embargo también representa unmonumento vivo a la ventaja de ser malinterpretado. ABernard Shaw, quienes están en desacuerdo con él y,me temo, también (si es que existen) quienes están deacuerdo con él, lo representan como humorista jocoso,acróbata deslumbrante, un «frégoli». Se dice que no pue-de ser tomado en serio, que es capaz de defender o deatacar cualquier cosa, que es capaz de todo con talde asombrar o divertir. Y todo eso no sólo es falso, sinoque lo cierto es, precisamente, todo lo contrario. Se tra-ta de algo tan equivocado como afirmar que Dickenscarecía de la avasalladora masculinidad de Jane Aus-ten. Toda la fuerza, todo el triunfo de Bernard Shawradica en que se trata de un hombre coherente. Su po-der, lejos de consistir en saltar por aros o hacer el pino,consiste en defender su fortaleza día y noche. Shaw so-mete a examen, rápida y rigurosament, a todo lo quesucede en el cielo y la tierra. Su nivel de exigencia novaría nunca. Lo que más odian (y temen) de él tanto losrevolucionarios como los conservadores de pensamien-to débil, es precisamente eso, que su vara de medir esigual para todos, y que sus leyes se aplican con justicia.Se pueden atacar sus principios, como hago yo; pero noconozco ningún caso en que se pueda atacar el modo enque los aplica. Si le desagrada el desgobierno, le des-agrada tanto el desgobierno de los socialistas como elde los individualistas. Si se opone a la fiebre del patrio-tismo, se opone a ella tanto en bóers como en irlande-ses, así como en ingleses. Si no le gustan los votos y lasobligaciones del matrimonio, todavía le gustan menos

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las mayores obligaciones y los más estrictos votos delamor libre. Si se ríe de la autoridad de los sacerdotes, seríe aún más de la pomposidad de los hombres de cien-cia. Si condena la irresponsabilidad de la fe, condena,con coherencia sana, esa misma irresponsabilidad en elarte. Shaw ha complacido a todos los bohemios al de-cir que las mujeres son iguales que los hombres; perolos ha enfurecido al sugerir que los hombres son igualesque las mujeres. Imparte justicia de modo casi mecáni-co, pues tiene ese algo terrible propio de las máquinas.Quien es alocado y voluble, quien se muestra en verdadfantástico e incalculable no es Shaw, sino el ministromedio. Es sir Michael Hicks-Beach el que salta por aros.Es sir Henry Fowler el que hace el pino. Los sesudos yrespetables hombres de Estado pasan de una postura aotra, están dispuestos a defender cualquier cosa, o a nodefender nada. No hay que tomarlos en serio. En cam-bio, sé perfectamente qué es lo que defenderá BernardShaw dentro de treinta años: lo mismo que ha defendi-do siempre. Si, dentro de treinta años, me encuentrocon el señor Shaw, un venerable caballero con una bar-ba plateada hasta el suelo, y le digo: «Uno no puede,claro está, atacar verbalmente a una mujer», el patriar-ca alzará su envejecida mano y me tumbará de un gol-pe. Sabemos, digo, lo que el señor Shaw dirá dentro detreinta años. Pero ¿existe alguien tan ducho en lecturade estrellas y oráculos que se atreva a predecir lo que elseñor Asquith dirá dentro de treinta años?

Lo cierto es que se trata de un error suponer quela ausencia de convicciones definidas proporciona a lamente libertad y agilidad. El hombre que cree en algo semuestra dispuesto e ingenioso porque cuenta con todas

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sus armas. Es capaz de someter lo que sea a su examenen todo momento. El hombre que se enzarza en unadiscusión con Bernard Shaw puede imaginar que tienediez caras; de manera análoga, el hombre que se enzar-za en un duelo con un rival experto puede imaginar quela espada que éste sostiene en su mano se ha convertidoen diez espadas. Pero eso no es porque, en realidad, elhombre luche con diez espadas, sino porque apunta conmucho empeño, pero sólo con una. Es más, un hombrecon una creencia definida siempre parece raro, porqueno cambia con el mundo; se ha subido a una estrella fija,y es la Tierra la que gira ahí abajo, como un zoótropo.Millones de hombres trajeados se definen a sí mismoscomo cuerdos y sensatos simplemente porque siemprevan a la par con la locura del momento, porque van atoda prisa de locura en locura, llevados por la corrientedel mundo.

La gente acusa a Bernard Shaw y a personas muchomás tontas de «demostrar que lo negro es blanco». Peronunca se preguntan si el lenguaje que usamos para de-finir los colores siempre es correcto. La fraseología or-dinaria y sensata a veces llama blanco a lo negro, y sinduda llama blanco a lo amarillo, y blanco a lo verde, yblanco a lo rojizo. Decimos «vino blanco» a un caldoque es de lo más amarillo. Decimos «uvas blancas» aunas frutas que son manifiestamente de un verde páli-do. Y a los europeos, cuyo color de piel es más bien ro-sado, los llamamos «hombres blancos», una imagenmucho más pavorosa que cualquier espectro de Poe.

Pero no hay duda de que si alguien, en un restauran-te, pidiera una botella de vino amarillo a un camarero,o unas uvas verdosas, éste lo consideraría loco. Lo mis-

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mo que si a un funcionario del gobierno, hablando delos europeos que residen en Birmania, se le ocurrieraafirmar que «allí sólo viven dos mil hombres rosas», loacusarían de contar chistes y lo expulsarían de su pues-to. Con todo, también resulta obvio que esos dos hom-bres habrían tenido problemas por decir la verdad es-tricta. Pues bien, ese hombre sincero del restaurante,ese hombre sincero de Birmania, es Bernard Shaw, queparece excéntrico y grotesco porque no acepta la creen-cia general de que el amarillo es blanco. Shaw ha basa-do toda su brillantez, su solidez, en el hecho manido yal tiempo olvidado de que la verdad resulta más raraque la ficción. La verdad, claro está, ha de ser necesa-riamente más rara que la ficción, pues la ficción la he-mos inventado nosotros a nuestra conveniencia.

Así, una apreciación razonable resultará ser, en Shaw,vigorizante y excelente. Él asegura ver las cosas talcomo son; algunas de ellas, en cualquier caso, sí las vetal como son, algo que no hace el resto de nuestra civi-lización. Con todo, en el realismo de Shaw falta algo, yese algo es la seriedad.

La vieja y reconocida filosofía de Bernard Shaw apa-recía con fuerza en The Quintessence of Ibsenism [«Laquintaesencia del ibsenismo»]. Venía a decir que losideales conservadores eran malos, no por ser conserva-dores, sino por ser ideales. Cualquier ideal impedía alhombre juzgar correctamente en cada caso particular;cualquier generalización moral oprimía al individuo; laregla de oro era que no había regla de oro. La objeciónque puede hacerse a todo esto es, sencillamente, quepretende liberar a los hombres, pero lo que logra es im-pedirles hacer lo único que los hombres desean hacer.

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¿De qué sirve decir a la sociedad que la sociedad es li-bre para cualquier cosa menos para crear leyes? Lalibertad para dotarse de leyes es lo que constituye unpueblo libre. ¿Y de qué sirve decirle a un hombre (o aun filósofo) que es libre para todo menos para genera-lizar? La generalización es lo que le hace hombre. Enresumen, cuando Shaw prohíbe al hombre tener idealesmorales estrictos actúa como quien prohibiera al hom-bre tener hijos. La máxima «la regla de oro es que nohay regla de oro» puede, en realidad, responderse sim-plemente dándole la vuelta: que no haya regla de oro yaes, en sí mismo, una regla de oro. O, mejor, es muchopeor que una regla de oro. Es una regla de hierro: un gri-llete puesto ante el primer movimiento del hombre.

Pero la gran sensación causada por Shaw en los últi-mos años ha sido su repentino desarrollo de la religióndel superhombre. Él, que en ese pasado olvidado, se-gún todos los indicios, se burlaba de toda fe, ha descu-bierto un nuevo dios en el inimaginable futuro. Él, quehabía echado toda la culpa a los ideales, ha establecidoel más imposible de ellos, el ideal de una nueva criatu-ra. Pero lo cierto, con todo, es que quien conociera deverdad cómo funciona la mente de Shaw, y la admiraraen consecuencia, ya podría haber adivinado todo estohacía mucho tiempo.

Porque la verdad es que Shaw nunca ha visto las co-sas tal como son. De haberlo hecho, se habría arrodi-llado ante ellas. Él siempre ha tenido un ideal secretoque ha eclipsado todas las cosas de este mundo. Se hapasado toda la vida comparando en silencio la huma-nidad con algo que no era humano, con un monstruode Marte, con el hombre sabio de los estoicos, con el

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hombre económico de los fabianos, con Julio César,con Sigfrido, con el Superhombre. Pues bien, contar conese criterio interno y despiadado puede ser algo muybueno o muy malo, excelente o desgraciado, pero no esver las cosas tal como son. No es ver las cosas como sonpensar primero en un Briareo de cien manos, y despuésllamar manco a un hombre por tener sólo dos. No esver las cosas como son empezar por una visión de Ar-gos con sus cien ojos, y luego menospreciar a los hu-manos, que sólo tienen dos, como si sólo tuvieran uno.Y no es ver las cosas como son imaginar a un semidiósde infinita claridad mental, que quizás surja en los úl-timos días de la Tierra o quizás no, y luego considerarque todos los hombres son idiotas. Y eso es lo que Ber-nard Shaw ha hecho siempre, en mayor o menor me-dida. Cuando vemos a los hombres tal como son, no loscriticamos, los adoramos; y con razón. Pues un mons-truo de ojos impenetrables y pulgares milagrosos, consueños raros en su cabeza, que siente una curiosa ter-nura ante un lugar o un recién nacido, es ciertamentemotivo de asombro y respeto. Sólo la costumbre, bas-tante arbitraria y mojigata, de comparar con otra cosanos permite sentirnos cómodos en su presencia. Un sen-timiento de superioridad nos hace modernos y prácti-cos; los hechos descarnados nos harían hincarnos derodillas, como presas de un temor religioso. Es el hechode que todos y cada uno de los instantes de la vidaconsciente son un prodigio inimaginable. Es el hecho deque todos y cada uno de los rostros que vemos en la ca-lle contienen la sorpresa inesperada e increíble de uncuento de hadas. Lo que impide al hombre darse cuen-ta de esto no es ninguna clase de clarividencia, ni tam-

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poco la experiencia, sino simplemente el hábito pedantey fastidioso de comparar unas cosas con otras. Shaw,que tal vez sea el hombre más humano de todos desde elpunto de vista práctico, resulta, en este sentido, inhu-mano. Incluso se ha visto infectado, hasta cierto punto,por la debilidad intelectual de su principal nuevo maes-tro, Nietzsche, por la rara idea de que cuanto mayor ymás fuerte sea el hombre, más despreciará las demáscosas. Cuanto mayor y más fuerte es el hombre, más in-clinado se siente a postrarse ante un bígaro. Que Shawtuerza el gesto y mire con altivez el colosal panoramade imperios y civilizaciones no ha de convencernos ne-cesariamente de que vea las cosas tal como son. A míme convencería más de que las ve como son si lo en-contrara mirándose los pies poseído de asombro reli-gioso. «¿Qué son esos dos hermosos e industriosos se-res –lo imagino preguntándose entre murmullos– queveo por todas partes y que me sirven sin yo saber porqué? ¿Qué maravillosa diosa madre me los ofreció, sa-cándolos de la tierra de los gnomos? ¿A qué dios de losconfines, a qué bárbaro dios de las piernas, debo rendirtributo con fuego y vino, para que no salgan corriendoconmigo encima?»

La verdad es que toda apreciación auténtica se basaen cierto misterio, en cierta oscuridad, en cierta hu-mildad. Quien dijo: «Bienaventurado el que no esperanada, pues no se verá decepcionado», pronunció unamáxima equivocada. La verdadera es «Bienaventuradoel que no espera nada, pues se verá gloriosamente sor-prendido». El que no espera nada ve las rosas más ro-jas que los demás hombres, la hierba más verde, un solmás deslumbrante. Bienaventurado el que nada espera,

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pues poseerá ciudades y montes; bienaventurado elmanso, pues heredará la tierra. Hasta que no nos demoscuenta de que las cosas pueden no ser, no podremosdarnos cuenta de lo que las cosas son. Hasta que no ve-amos el fondo de oscuridad no podremos admirar laluz como cosa única y creada. En cuanto vemos la os-curidad, toda la luz se ilumina, repentina, cegadora ydivina. Hasta que no imaginamos la no entidad, subes-timamos la victoria de Dios, y no podemos darnoscuenta de las victorias de Su guerra antigua. Que nadasepamos hasta que no conocemos la nada es uno de losmillones de bromas de la verdad.

Y este es, lo expreso abiertamente, el único defectoen la grandeza de Shaw, la única objeción a su preten-sión de ser un gran hombre: que es muy exigente. Escasi una excepción solitaria a la máxima esencial y ge-neralizada según la cual las cosas pequeñas complacena las grandes mentes. Y de esa ausencia de la más es-candalosa de las cosas, la humildad, nace indirecta-mente su peculiar insistencia en el superhombre. Trascriticar a mucha gente durante muchos años por no serprogresistas, Shaw ha descubierto, con característicasensatez, que resulta muy dudoso que algún ser huma-no con dos piernas pueda ser progresista. Tras dudar sila humanidad puede combinarse con el progreso, lamayoría de la gente, menos exigente, habría optado porabandonar el progreso y sumarse a la humanidad. PeroShaw no es de los que se conforma con facilidad, por loque decide deshacerse de la humanidad con todas suslimitaciones e ir en pos del progreso por el progresomismo. Si el hombre tal como lo conocemos no está ala altura de la filosofía del progreso, Bernard Shaw no

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reclama una nueva filosofía, sino un nuevo hombre. Esalgo así como si una enfermera se hubiera pasado va-rios años dando comida amarga a los recién nacidos y,al descubrirlo, en vez de dejar de dársela y exigir otroalimento, tirara a los recién nacidos por la ventana yexigiera otros nuevos. El señor Shaw no puede entenderque lo que resulta valioso y admirable a nuestros ojossea el hombre; ese hombre que bebe cerveza, que adop-ta credos, que lucha, que se equivoca, que es sensual yrespetable. Y las cosas que se han fundado sobre esacriatura permanecen inmortales. En cambio, lo que seha fundado sobre el superhombre ha muerto con todaslas civilizaciones agonizantes que lo han alumbrado.Cuando Jesús, en un momento simbólico, establecía sugran sociedad, no escogió como piedra fundacional aPablo ni a Juan, el místico, sino a un pedante, a un co-barde; en definitiva, a un hombre. Y sobre esa piedraedificó su Iglesia, y las puertas del Infierno no han po-dido con ella. Todos los imperios y los reinos han caído,a causa de su debilidad inherente y continua, pues losfundaron hombres fuertes, sobre otros hombres fuer-tes. Pero esa otra cosa, la Iglesia cristiana histórica, sefundó sobre un hombre débil, y por eso es indestructi-ble. Pues no hay cadena que sea más fuerte que el másdébil de sus eslabones.

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H . G . We l l s y l o s g i g a n t e s

Si observamos con bastante atención a un hipócrita, lle-garemos a apreciar incluso su sinceridad. Debemos in-teresarnos en la parte más oscura y real del hombre, enla que no habitan los vicios que no muestra, sino lasvirtudes que no conoce. Cuanto más nos aproximemosa los problemas de la historia humana con esa caridadaguda y penetrante, menos espacio dejaremos a la purahipocresía de cualquier clase. Los hipócritas no nos en-gañarán haciéndonos creer que son santos; pero tam-poco nos engañarán haciéndonos creer que son hipó-critas. Cada vez serán más los casos que se sumarán anuestro ámbito de investigación, casos en los que enverdad no se trata en absoluto de hipocresía, casos en losque la gente es tan ingenua que parece absurda, y tanabsurda que no parece ingenua.

Existe un caso sorprendente que ejemplifica esa acu-sación injusta de hipocresía. Siempre se ha reprochado ala religión de épocas pasadas su incoherencia y doble ra-sero, por combinar una profesión de humildad casi de-gradante con una lucha sin cuartel por alcanzar el éxitoterrenal, que logró con considerable éxito. Se considerafraudulento que un hombre se empeñara tanto en que loconsideraran miserable pecador y, al mismo tiempo pre-tendiera que lo consideraran rey de Francia. Pero lo

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cierto es que no hay más incoherencia consciente entrela humildad y la voracidad de un cristiano que entre lahumildad y la voracidad de un amante. Lo cierto es queno hay nada por lo que el hombre esté dispuesto a hacerun esfuerzo tan hercúleo que por las cosas que sabe queno merecen la pena. No ha existido nunca un hombreenamorado que no se declarara dispuesto a consumarsu deseo, por más que le tensaran los nervios hastarompérselos. Como no ha existido nunca un hombreenamorado que no declarara que no debería consumar-lo. El secreto del éxito práctico de la cristiandad radi-ca en la humildad cristiana, por más imperfectamenteque se practique. Pues al suprimir toda noción de méri-to o pago, el alma se ve de pronto libre para emprenderviajes increíbles. Si le preguntamos a un hombre cuerdocuánto vale, su mente mengua instintiva e instantánea-mente. Duda de si vale seis pies de tierra. Pero si le pre-guntamos qué es capaz de conquistar... puede conquis-tar las estrellas. Y así llegamos a eso que conocemoscomo «novela de caballerías», un producto enteramen-te cristiano. El hombre no puede merecer aventuras; nopuede ganar a dragones e hipogrifos. La Europa medie-val que instauró la humildad obtuvo a cambio la nove-la de caballerías; y la civilización que ha obtenido la no-vela de caballerías ha obtenido un mundo habitable. Elgrado de alejamiento entre ésta y el sentimiento paganoy estoico queda admirablemente expresado en una céle-bre cita. Addison pone en boca del gran estoico: «Nocorresponde a los mortales gobernar el éxito; pero noso-tros haremos más, Sempronio, lo mereceremos».

Pero el espíritu del romance de la cristiandad, el es-píritu que se halla en todo amante, que ha sembrado la

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tierra de aventura europea, es casi el contrario a éste.«No corresponde a los mortales exigir el éxito. Peronosotros haremos más, Sempronio; nosotros lo alcan-zaremos.»

Y esa humildad alegre, ese considerarnos poca cosay a la vez dispuestos a lograr un número infinito detriunfos inmerecidos, ese secreto es tan simple que todoel mundo ha supuesto que debía de tratarse de algo si-niestro y misterioso. La humildad es una virtud tanpráctica que el hombre cree que debe ser un vicio. Lahumildad triunfa tanto que la confunden con el orgu-llo. La confunden fácilmente con todo ello, pues por logeneral se acompaña de un amor sencillo por el esplen-dor que se toma por vanidad. La humildad, preferente-mente, se viste de escarlata y oro. Orgullo, en cambio,es lo que no deja que el oro y el escarlata impresionen,o complazcan demasiado. En resumen, el fracaso de esavirtud se encuentra, de hecho, en su éxito: resulta unainversión demasiado provechosa como para conside-rarla virtud. La humildad no sólo es demasiado buenapara este mundo; resulta también demasiado práctica.He estado a punto de decir que es demasiado terrenalpara este mundo.

El ejemplo que más se menciona en la actualidad eslo que se conoce como «la humildad del hombre deciencia». Y sin duda se trata de un buen ejemplo, ade-más de moderno. Nos resulta difícil en extremo creerque un hombre capaz de allanar montañas y dividirmares, de derrumbar templos y alargar los brazos hacialas estrellas, sea en realidad un señor viejo y tranquiloque sólo pide que le permitan mantener su inofensivopasatiempo, que le permitan hacer caso de lo que le dic-

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ta su maltrecho olfato. Cuando un hombre divide un gra-no de arena y el universo, como consecuencia de ello, sepone patas arriba, resulta difícil percatarse de que, paraquien lo ha hecho, lo que es importante es la división deese grano de arena, y el caos del universo una minucia.No es fácil comprender los sentimientos de un hombreque contempla un nuevo cielo y una nueva tierra a laluz de un subproducto. Pero fue sin duda gracias a esainocencia casi fantasmagórica del intelecto como losgrandes hombres del gran periodo científico, que ahoraparece estar terminando, adquirieron su enorme podery sus triunfos. Si derrumbaban los cielos como castillosde naipes, su excusa no era siquiera que lo habían he-cho por principio; su irrebatible pretexto era que lo ha-bían hecho sin querer. Siempre que existiera en ellos elmenor atisbo de orgullo por lo que habían hecho, habíauna base desde la que atacarlos; pero mientras se mos-traran del todo humildes, salían victoriosos. Ante unHuxley podía haber alguna respuesta; pero ante Dar-win no existía respuesta posible. Era su inconsciencia loque lo hacía convincente; casi podría decirse que era sudesinterés. Esa mente infantil y prosaica está empezan-do a escasear en el mundo de la ciencia. Los hombres deciencia empiezan a darse importancia; empiezan a sen-tirse orgullosos de su humildad. Empiezan a mostrarseestéticos, como el resto del mundo, a escribir «Verdad»con inicial mayúscula, a hablar de los credos que creenhaber destruido, de los descubrimientos que hicieronsus predecesores. Como los ingleses modernos, empie-zan a mostrarse blandos respecto de su propia dureza.Se vuelven conscientes de su propia fuerza, es decir, sedebilitan. Pero en estas décadas rabiosamente moder-

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nas ha surgido un hombre puramente moderno que nostrae hasta nuestro mundo la transparente simplicidadpersonal del viejo mundo de la ciencia. Contamos conun hombre de genio que es un artista pero que fue hom-bre de ciencia, y que parece estar marcado, más allá decualquier otra consideración, por esa gran humildadcientífica. Me refiero a H.G. Wells. Y, en su caso, asícomo en los que ya se han comentado, han de hacersegrandes esfuerzos previos para convencer a las perso-nas corrientes de que esa virtud es atribuible a un hom-bre como él. Wells inició su obra literaria con visionesviolentas, visiones de los últimos estertores de este pla-neta; ¿puede ser humilde un hombre que inicia su ca-rrera entre visiones violentas? Después siguió escribien-do relatos cada vez más duros en los que los hombres seconvertían en bestias y los ángeles caían abatidos pordisparos, como pájaros. ¿Puede ser humilde alguienque dispara a los ángeles y convierte a los seres huma-nos en bestias? Desde entonces, su atrevimiento ha su-perado el de esas blasfemias anteriores: ha profetizadoel futuro político de todos los hombres, y lo ha hechocon agresiva autoridad y con brillante profusión de de-talles. ¿Puede considerarse humilde el profeta del fu-turo de todos los hombres? Dadas las condiciones delpensamiento actual en lo concerniente a conceptos comoel orgullo y la humildad, resultará sin duda difícil res-ponder cómo puede ser humilde alguien que hace cosastan grandes y tan atrevidas. Pues la única respuesta esla que di al principio de este capítulo: es el hombre hu-milde el que hace grandes cosas. Es el hombre humildeel que hace cosas atrevidas. Es al hombre humilde aquien se le conceden las visiones más sensacionales. Y

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ello es así por tres razones obvias; en primer lugar, por-que abre los ojos más que cualquier otro hombre paraverlas. En segundo lugar, porque se siente más impre-sionado y feliz cuando llegan; y en tercer lugar, porquelas registra con mayor exactitud y sinceridad, las adul-tera menos con su yo cotidiano, sometido a más prejui-cios y a un mayor engreimiento. Las aventuras las vivenquienes menos las esperan; en ese sentido, las aventuraslas viven los menos aventureros.

Sin embargo, esa asombrosa humildad mental deH.G. Wells puede ser, como sucede con muchas otrascosas que resultan vitales y vívidas, difícil de ilustrarcon ejemplos, aunque si a mí me pidiesen que pusierauno, no me costaría decidir por cuál empezaría. Lo másinteresante de H.G. Wells es que es el único entre susmuchos contemporáneos brillantes que no ha dejado decrecer. Si uno se quedara despierto por la noche y escu-chara con atención, lo oiría crecer. La manifestaciónmás evidente de ese crecimiento suyo es sin duda sucambio gradual de opiniones. No se trata de un saltomortal de una posición a otra, como en el caso de Geor-ge Moore. Es más bien un avance continuo por un ca-mino sólido, en una dirección definible. Pero la mayorprueba de que no es voluble ni vanidoso es que, en ge-neral, su avance se ha producido desde unas opinionesmás sorprendentes hasta otras más anodinas. En ciertosentido, se ha tratado de un avance desde unas opinio-nes nada convencionales hasta otras que sí lo son. Esedato prueba la honestidad de Wells y demuestra que nose trata de un impostor. Wells defendió, en un tiempo,que la clase alta y la baja llegarían a diferenciarse tantoen el futuro que una se comería a la otra. Sin duda, nin-

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gún charlatán de la paradoja que hubiera hallado argu-mentos para defender una opinión tan asombrosa re-nunciaría nunca a ella, a no ser que se le ocurriera otramás asombrosa aún. Pero Wells sí lo ha hecho, y paraadoptar la intachable creencia de que las dos clases aca-barán subordinándose o asimilándose en una especie declase media científica, la clase de los ingenieros. Haabandonado su teoría sensacional con la misma serie-dad honorable, con la misma simplicidad con que laadoptó. Entonces creía que era cierta, lo mismo queahora cree que no lo es. Ha llegado a la conclusión másterrible a la que puede llegar un hombre de letras, laconclusión de que la noción corriente es la correcta. Essólo la mayor de las valentías la que le permite subirsesobre una torre, ante diez mil hombres, y gritarles quedos y dos son cuatro.

H.G. Wells se halla en la actualidad progresando demanera feliz y emocionada hacia el conservadurismo.Cada vez es más consciente de que las convenciones,aunque silenciosas, siguen vivas. Un ejemplo tan buenocomo cualquier otro para ilustrar esa humildad y esasensatez suyas puede encontrarse en su cambio de opi-nión sobre el tema de la ciencia y el matrimonio. Segúncreo, antes él defendía una opinión que todavía sostie-nen algunos sociólogos, según la cual los seres huma-nos pueden aparearse y criar a la manera de los perrosy los caballos. Y ahora ya no la defiende. Y no sólo yano la defiende, sino que, en su obra Mankind in theMaking [«La humanidad en construcción»], ha escritoal respecto con un sentido del humor tan atroz que meresulta difícil creer que todavía alguien la defienda. Cier-to es que su principal objeción a la propuesta es que re-

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sulta físicamente imposible, lo que a mí me parece unargumento muy débil y casi prescindible comparado conotros. La única objeción al matrimonio científico dig-na de atención es, sencillamente, que semejante cosasólo podría imponerse a los esclavos y a los cobardes.Yo no sé si los defensores del matrimonio científicotienen razón (como dicen ellos) o se equivocan (comoafirma Wells) al defender que la supervisión médicaproduciría individuos sanos y fuertes. De lo que no mecabe duda es de que, si así fuera, el primer acto de esoshombres sanos y fuertes sería acabar con la supervi-sión médica.

El error de toda esa charlatanería médica radica enrelacionar la idea de la salud con la idea de la atención.¿Qué tiene que ver la salud con la atención? La saludtiene que ver con la desatención, con el descuido. En ca-sos anormales y especiales es necesario tener cuidado.Cuando nos sentimos particularmente enfermos tal vezsea necesario extremar los cuidados para volver a sen-tirnos sanos. Pero incluso en esos casos, si intentamosrecuperar la salud es para poder volver a despreocupar-nos. Si somos médicos, hablamos con hombres excep-cionalmente enfermos, y es a ellos a quien debemos re-comendar que extremen las atenciones. Pero si somossociólogos nos dirigimos a hombres normales, a la hu-manidad. Y a la humanidad hay que decirle que sea ladespreocupación misma. Pues todas las funciones fun-damentales del hombre sano deben realizarse clara-mente con placer y para el placer; no deben realizarse,claramente, con precaución ni para la precaución. Elhombre debe comer porque tiene un buen apetito quesaciar, y no, claro está, porque tenga un cuerpo que ali-

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mentar. El hombre no debe ejercitarse porque esté gor-do, sino porque le encanta la esgrima, o los caballos, olas montañas altas, y le encantan porque sí. Y el hom-bre debe casarse porque se ha enamorado, y no, claroestá, porque al mundo le haga falta poblarse. El ali-mento que ingiera renovará sus tejidos siempre y cuan-do él no piense en sus tejidos. El ejercicio lo mantendráen forma siempre y cuando él piense en otras cosas. Ytal vez el matrimonio dé el fruto de una generaciónsana, siempre y cuando se haya originado en su excita-ción natural y generosa. La primera ley de la salud esque nuestras necesidades no deben ser consideradas ne-cesidades, sino lujos. Tengamos, pues, cuidado con lascosas pequeñas, como los rasguños o las enfermedadesleves, o con cualquier cosa que pueda manejarse concuidado; pero, en nombre de la cordura, despreocupé-monos de las cosas importantes, como el matrimonio,pues si no lo hacemos así, la fuente de nuestra propiavida se estropeará.

Con todo, Wells no se libra lo bastante del reduccio-nista enfoque científico como para ver que hay cosasque no deben ser científicas. Todavía sigue algo afec-tado por la gran falacia científica; me refiero al hábitode empezar no por el alma humana, que es lo primero delo que el hombre aprende algo, sino por algo como elprotoplasma, que es lo último de lo que tiene conoci-miento. El defecto de ese hombre dotado de un esplén-dido equipo mental consiste en que no deja espaciopara la materia de que está hecho el hombre. En su nue-va utopía dice, por ejemplo, que un punto básico de lautopía será no creer en el pecado original. De haber em-pezado por el alma humana –es decir, de haber empe-

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zado por sí mismo–, habría descubierto que el pecadooriginal es casi lo primero en lo que hay que creer. Ha-bría descubierto, por decirlo en pocas palabras, que laposibilidad permanente del egoísmo surge del hechomismo del yo, y no de cualquier accidente de la edu-cación o el maltrato. Y el punto débil de toda utopía esése, que toma las mayores dificultades del hombre y lasconsidera superadas, para pasar después a relatar condetalle cómo superar las más pequeñas. Primero presu-pone que ningún hombre querrá tener más que su par-te, y después demuestra gran ingenio para exponer siesa parte que sí le corresponde le llegará en coche oen globo aerostático. Y un ejemplo más claro de la in-diferencia de Wells respecto de la psicología humana sehalla en su cosmopolitismo, en la abolición, en su Uto-pía, de todas las fronteras nacionales. Dice, con su ca-racterística inocencia, que Utopía debe ser un Estadomundial, pues de otro modo la gente podría guerrear enella. No parece ocurrírsele que, para muchos de noso-tros, si hubiera un solo Estado mundial, seguiríamosguerreando hasta el fin de los tiempos. Pues si admiti-mos que debe existir variedad en las artes y en las opi-niones, ¿qué sentido tiene que no haya variedad en losgobiernos? En realidad, se trata de algo muy simple. Amenos que pretendamos impedir deliberadamente queuna cosa sea buena, no podremos impedir que merezcala pena luchar por ella. Es imposible impedir un posibleconflicto de civilizaciones, porque es imposible impedirun posible conflicto de ideales. Si nuestra moderna con-tienda entre naciones hubiera cesado, sólo quedaríauna contienda entre Utopías. Pues lo más elevado nosólo tiende a la unión; lo más elevado también tiende a

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la diferenciación. Con frecuencia se logra que los hom-bres luchen para conseguir la unión; pero nunca puedeimpedírseles que luchen para lograr la diferenciación.Esta variedad en lo más elevado se expresa en el patrio-tismo exacerbado, el nacionalismo exacerbado de la grancivilización europea. Y también, indirectamente, en ladoctrina de la Trinidad.

Pero creo que el principal defecto de la filosofía deWells es algo más profundo, que él expresa de maneramuy entretenida en el capítulo introductorio de su nue-va utopía. En cierto sentido, su filosofía equivale a unanegación de la posibilidad de la filosofía misma. Al me-nos, sostiene que no existen ideas seguras y fiables antelas que podamos sentir una satisfacción mental plena.Resultará sin duda más claro y más divertido citar laspalabras del propio Wells: «Nada dura, nada es precisoy cierto (excepto la mente de un pedante...) ¡El ser! Nohay ser, sino un llegar a ser universal de individualida-des, y Platón dio la espalda a la verdad cuando se vol-vió hacia su museo de ideas específicas». Otra de lasafirmaciones de Wells es la siguiente: «No hay nadaperdurable en lo que sabemos. Pasamos de unas lucesmás débiles a otras más potentes, y cuanto más poten-tes son, más rasgan nuestros cimientos hasta entoncesopacos, y revelan las nuevas y distintas opacidades quehay debajo».

Pues bien, cuando Wells afirma este tipo de cosas, yodigo con todo respeto que no observa una distinciónmental evidente. No puede ser cierto que no existanada permanente en lo que sabemos. Pues si no lo hu-biera, no lo sabríamos, y no podríamos llamarlo cono-cimiento. Nuestro estado mental puede ser muy distin-

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to al de otra persona que viviera hace miles de años.Pero no enteramente distinto, pues en caso contrarionosotros no seríamos conscientes de la diferencia. Wellsha de percatarse, sin duda, de la primera y más simplede las paradojas que habita junto a los manantiales dela verdad. No pude dejar de ver que el hecho de que doscosas sean distintas implica que sean similares. La tor-tuga y la liebre difieren en su rapidez, pero deben coin-cidir en el atributo del movimiento. La más rápida delas liebres no será nunca más rápida que un triánguloisósceles o la idea del color rosado. Cuando decimos quela liebre se mueve más deprisa, estamos diciendo que latortuga se mueve. Y cuando decimos que algo se mue-ve, estamos diciendo, sin necesidad de más palabras,que hay cosas que no se mueven. E incluso en el acto deafirmar que las cosas cambian, decimos que hay cosasque son inmutables.

Pero sin duda el mejor ejemplo de la falacia de Wellsse encuentra, precisamente, en el que él mismo escoge.Es cierto que vemos una luz leve que, comparada conalgo más oscuro, es luz, pero que, comparada con otraluz más potente, es oscuridad. Pero la cualidad de la luzpermanece igual, pues de no ser así no podríamos decirque es más potente, ni reconocerla como tal. Si el ca-rácter de la luz no estuviera fijado en la mente, podría-mos, del mismo modo, llamar luz más potente a unasombra más densa, o viceversa. Si, aunque fuera un ins-tante, el carácter de la luz quedara sin fijar; si, aunquesólo fuera durante una fracción de segundo, se volvieradudoso; si, por ejemplo, en nuestra idea de luz se intro-dujera a hurtadillas una vaga idea de azul, entonces, enese instante, dudaríamos de si la nueva luz tiene más o

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menos luz. Por decirlo en pocas palabras, el progresopuede ser tan variable como una nube, pero la direc-ción ha de ser tan recta como una carretera francesa. Elnorte y el sur son términos relativos, en el sentido deque yo me encuentro al norte de Bournemouth y al surde Spitzberg. Pero si existe alguna duda respecto de laposición del Polo Norte, existirá, en el mismo grado,duda respecto de si yo me encuentro al sur de Spitzbergo no. La idea absoluta de la luz puede ser inalcanzableen la práctica. Tal vez nosotros no podamos conseguirla luz pura. Tal vez no lleguemos nunca al Polo Norte.Pero que el Polo Norte sea inalcanzable no implica ne-cesariamente que sea indefinible. Y es sólo porque elPolo Norte no es indefinible por lo que podemos trazarun mapa fiable de Brighton y de Worthing.

En otras palabras, Platón se puso de cara a la verdady dio la espalda a Wells cuando se volvió hacia su mu-seo de ideas específicas. Es precisamente en ello en loque Platón demuestra su buen juicio. No es verdad quetodo cambie; las cosas que cambian son todas las cosasmanifiestas y materiales. Hay algo que no cambia, y esprecisamente la cualidad abstracta, la idea invisible.Wells afirma, con razón, que algo que hemos vistocomo oscuro en un caso, podemos verlo en otro comoclaro. Pero lo que es común a los dos incidentes es lamera idea de la luz, que nosotros no hemos visto en ab-soluto. Wells puede crecer y crecer durante eones, has-ta que su cabeza llegue más alto que la estrella máslejana. Me lo imagino escribiendo una buena novelasobre ello. En ese caso, primero vería los árboles comocosas altas, y después como cosas bajas. Primero veríalas nubes altas, y después bajas. Pero, a través de las

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eras, en su soledad estelar, permanecería en él la idea dealtura. En el desolado espacio tendría por compañía yconsuelo la concepción definida de que estaba crecien-do y no (pongamos por caso) engordando.

Y ahora se me ocurre que H.G. Wells ha escrito enrealidad una deliciosa novela de caballerías sobre hom-bres que crecen tanto como árboles; y que, también eneste caso, me parece que ha resultado víctima de suvago relativismo. El alimento de los dioses es en esen-cia, como la obra de Bernard Shaw, un estudio sobre laidea del superhombre. Y creo que, a pesar de su velo dealegoría con mucho de pantomima, se halla expuesta almismo ataque intelectual. No puede esperarse que ten-gamos el menor respeto por una gran criatura si ésta nose adapta en modo alguno a nuestros criterios. Pues amenos que supere nuestro criterio de grandeza, no po-dremos siquiera llamarla «grande». Nietzsche resumiótodo lo que resulta interesante en la idea del super-hombre cuando dijo: «El hombre es algo que debe sersuperado». Pero la idea misma de superación implicaun criterio que es común a nosotros y a la cosa que nossupera. Si el superhombre es más hombre que los hom-bres, sin duda éstos acabarán por deificarlo, incluso siantes lo matan. Pero si, sencillamente, es más super-hombre, entonces tal vez se muestren indiferentes a él,lo mismo que si se hallaran frente a otra monstruosidadparecida. El superhombre debe someterse a nuestroexamen incluso si ha de someternos. La mera fuerza yel tamaño pueden ser criterios, pero por sí mismos nobastan para hacer creer a los hombres que otros son su-periores. Los gigantes, como los de los sabios cuentosinfantiles, si no son buenos, son alimañas.

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El alimento de los dioses es el cuento de El sastreci-llo valiente contado desde el punto de vista del gigante.Creo que se trata de algo que no se había hecho antesen literatura; pero tengo pocas dudas de que su sustan-cia psicológica existía ya. Tengo pocas dudas de que elgigante al que el sastrecillo capturó se veía como super-hombre. Es muy probable que considerara al sastrecillocomo persona estrecha de miras, provinciana, que que-ría frustrar un gran avance de la vida. Si (como solía serel caso) tenía dos cabezas, señalaría la máxima elemen-tal que afirma que dos son mejor que una. Se extende-ría en la sutil modernidad de semejante dotación, quepermitiría al gigante ver un objeto desde dos puntos devista, o rectificar con rapidez. Pero el sastrecillo valien-te era el campeón de los criterios humanos perdurables,del principio que defiende que los hombres deben tenersólo una cabeza, y sólo una conciencia, sólo un cora-zón, sólo dos ojos. Al sastrecillo no le impresionaba lacuestión de si aquel gigante era particularmente gigan-tesco. Lo único que quería saber era si era un gigantebueno, es decir, un gigante que era bueno para noso-tros. ¿Cuáles eran sus opiniones sobre religión? ¿Legustaban los niños? ¿O le gustaban sólo en el sentidomás oscuro y siniestro del término? Recurriendo a unaexpresión que se usa para referirse a la cordura emo-cional: ¿tenía el corazón en su sitio? El sastrecillo tuvoque ponerlo a prueba para saberlo. La antigua historiade El sastrecillo valiente es en realidad la historia com-pleta del hombre; si se hubiera comprendido, no haríanfalta ni Biblias ni Historias. Pero el mundo moderno enconcreto no parece entenderlo en absoluto. El mundomoderno, como Wells, está de parte de los gigantes; es el

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lugar más seguro, y por tanto el más mezquino y el másprosaico. El mundo moderno, cuando ensalza a sus pe-queños césares, se refiere a la necesidad de ser fuertes yvalientes. Pero no parece comprender la eterna parado-ja que implica la conjunción de estas ideas. El fuerte nopuede ser valiente. Sólo el débil puede serlo. Y aun así,en la práctica, sólo de quienes pueden ser valientes pue-de esperarse que, en tiempos de crisis, sean fuertes. Elúnico modo en que un gigante podría entrenarse con-tra el sastrecillo sería luchando contra otros gigantesdiez veces más fuertes que él. Es decir, dejando de ser gi-gante y convirtiéndose en sastrecillo. Así, ese ponersede parte de los pequeños, de los derrotados, que confrecuencia han reprochado liberales y nacionalistas, noes en absoluto un inútil sentimentalismo, como creenWells y sus amigos. Es la primera ley de la valentía prác-tica. Hallarse en el campo más débil es hallarse en lamás poderosa de las escuelas. Tampoco imagino nadaque hiciera más bien a la humanidad que el adveni-miento de una raza de superhombres que lucharancomo dragones. Si el superhombre es mejor que noso-tros, no debemos luchar contra él, por supuesto. Peroen ese caso, ¿por qué no llamarlo santo? Sin embargo,si simplemente es más fuerte (ya sea física, mental omoralmente más fuerte, eso no importa), entonces de-beríamos valorar en nosotros la fuerza con la que con-tamos. Que seamos más débiles que él no significaque debamos volvernos más débiles que nosotros mis-mos. Si no somos lo bastante altos como para llegar alas rodillas del gigante, no tenemos por qué volvernosmás bajos hincándonos sobre las nuestras. Y eso es, en elfondo, lo que significa toda esa veneración moderna

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por el héroe, esa celebración del hombre fuerte, el césar,el superhombre. Para que él pueda ser algo más que unhombre, nosotros debemos ser algo menos.

Sin duda, existe un culto al héroe mejor y más anti-guo. Pero el viejo héroe era un ser que, como Aquiles,resultaba más humano que la humanidad misma. El su-perhombre de Nietzsche resulta frío y hosco. Aquilesadora tan locamente a su amigo que pasa por la espadaa ejércitos en la agonía de su luto. El césar triste deShaw dice, en su desolado orgullo: «El que nunca ha al-bergado esperanzas no se sume en la desesperación». Elhombre-dios de los antiguos le responde desde su lúgu-bre colina: «¿Ha existido alguna vez pena como mipena?». El hombre fuerte no es aquel que siente menosque los demás hombres; es un hombre tan fuerte quesiente más. Y cuando Nietzsche dice: «Te doy un nuevomandamiento: sé duro», lo que está diciendo en reali-dad es: «Te doy un nuevo mandamiento: sé muerto».La sensibilidad es la definición de la vida.

Recurro una última vez a El sastrecillo valiente. Si heabordado este tema de Wells y los gigantes no es por-que se tratara de algo que ocupara un lugar muy desta-cado en su mente. Sé que el superhombre no destacatanto en su cosmos como en el de Bernard Shaw. Heabordado el tema precisamente por lo contrario: por-que esta herejía de inmoral culto al héroe se ha apo-derado de él ligeramente y tal vez todavía pueda im-pedirse que pervierta del todo a uno de los mejorespensadores de la actualidad. En The New Utopia «Lanueva Utopía», Wells alude elogiosamente en más de unaocasión a W.E. Henley. Ese hombre listo y desgraciadosentía admiración por una violencia vaga, y siempre re-

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gresaba a los viejos cuentos rudos, a las viejas baladasrudas, a las literaturas fuertes y primitivas, para hallarel elogio de la fuerza y la justificación de la tiranía. Perono la encontraba. No está ahí. La literatura primitiva sehalla en el cuento de El sastrecillo valiente. La vieja lite-ratura de la fuerza es un elogio del débil. Los viejos y ru-dos cuentos son tan sensibles con las minorías como elmás idealista de los políticos modernos. Las viejas yrudas baladas muestran tanta comprensión hacia el dé-bil como la Sociedad Protectora de Aborígenes. Cuan-do los hombres eran duros y curtidos, cuando vivían en-tre golpes duros y duras leyes, cuando sabían lo que eraluchar, sólo tenían dos clases de canciones. Las prime-ras celebraban que los débiles hubieran derrotado a losfuertes; las segundas lamentaban que los fuertes hu-bieran derrotado a los débiles. Pues ese desafío al statuquo, ese constante empeño por alterar el equilibrio exis-tente, ese desafío prematuro a los poderosos, es la na-turaleza toda y el secreto más íntimo de la aventurapsicológica que llamamos hombre. Su fuerza se basa endesdeñar la fuerza. La esperanza vana no es sólo unaesperanza real, es la única esperanza real de la humani-dad. En las baladas más descarnadas de los bosques, loshombres más admirados son los que desafían, no sóloal rey, sino, y más acertadamente, al héroe; el momentoen que Robin Hood se convierte en una especie de su-perhombre, ese momento en que el cronista caballeres-co nos muestra a Robin abatido por un pobre vagabun-do al que creía que podría vencer sin más. Y el cronistanos muestra a Robin recibiendo el golpe con gesto ad-mirado. Esta magnanimidad no es producto del huma-nitarismo moderno. No es producto de nada que tenga

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que ver con la paz. Esta magnanimidad es, simplemen-te, una de las artes perdidas de la guerra. Los partida-rios de Henley reclaman una Inglaterra curtida y beli-cosa, y regresan a las viejas y fieras historias de losingleses curtidos y belicosos. Y lo que encuentran escri-to en esa vieja literatura, por todas partes, es «la políti-ca de Majuba».

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V I

L a N a v i d a d y l o s e s t e t a s

La Tierra es redonda, tanto que las escuelas del optimis-mo y el pesimismo llevan toda la vida discutiendo si estáal derecho o al revés. La dificultad no surge tanto delmero hecho de que el bien y el mal se hallen repartidos enproporciones prácticamente equivalentes; surge, princi-palmente, del hecho de que los hombres siempre disien-ten respecto de cuáles son las partes buenas y cuáles laspartes malas. De ahí las dificultades que asaltan a las «re-ligiones no confesionales». Dicen incorporar lo que eshermoso de todos los credos, pero parecen recoger todolo que éstos tienen de aburrido. Todos los colores mez-clados es un ámbito puro deberían dar como resultado elblanco. Pero cuando se mezclan en la paleta de cualquierpintor, el producto que se obtiene es una especie de ba-rro. Algo muy similar sucede con las nuevas religiones.Semejante mezcla suele resultar en algo mucho peor quecada uno de los credos que los integran tomados por se-parado, incluido el credo de los ladrones. El error nacede la dificultad de detectar, en cualquier religión, cuál esla parte buena y cuál es la mala. Y esa dificultad se con-vierte en una carga pesada para aquellos que tienen ladesgracia de pensar, respecto de una u otra religión, quelas partes normalmente consideradas buenas son malas,y que las partes consideradas malas son buenas.

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Resulta trágico admirar, y admirar sinceramente a ungrupo humano, pero aún más hacerlo en un negativo fo-tográfico. Es difícil felicitarse por que los blancos seannegros y los negros sean blancos. Y eso es lo que con fre-cuencia nos sucede en relación con las religiones huma-nas. Tomemos a modo de ejemplo dos instituciones queson testigo de la pujanza religiosa del siglo xix. El Ejér-cito de Salvación y la filosofía de Auguste Comte.

El veredicto habitual que las personas educadas emi-ten sobre el Ejército de Salvación puede expresarse conestas palabras: «No me cabe duda de que hacen muchoel bien, pero lo hacen con un estilo vulgar y profano; susfines son excelentes, pero se equivocan en sus medios».A mí, por desgracia, me parece que es justo lo contra-rio. Desconozco si los fines del Ejército de Salvaciónson excelentes, pero estoy bastante seguro de lo admi-rable de sus medios. Sus medios son los mismos que uti-lizan las religiones intensas y sinceras; son populares,como lo son todas las religiones; militares, como todaslas religiones; públicos y sensacionalistas, como todas lasreligiones. No son más reverentes que los católicos ro-manos, pues la reverencia, en la acepción triste y deli-cada del término, es algo que sólo les es posible a losinfieles. Ese hermoso ocaso se encuentra en Eurípides,en Renan, en Matthew Arnold; pero no se encuentra enhombres creyentes; en ellos se encuentra sólo risa y gue-rra. Un hombre no puede mostrar esa clase de reveren-cia a una verdad maciza como el mármol; sólo puedemostrarse reverente ante una hermosa mentira. Y elEjército de Salvación, por más que su voz haya surgidoen un entorno malo y con una forma desagradable, re-presenta en realidad la vieja voz de la alegre y airada fe,

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enfervorizada como las turbas de Dionisos, salvajecomo las gárgolas del catolicismo, que no debe confun-dirse con una filosofía. El profesor Huxley, en una desus brillantes frases, llamó al Ejército de Salvación«cristianismo coribante». Huxley fue el último y másnoble de esos estoicos que nunca han comprendido laCruz. Si hubiera comprendido qué es el cristianismo,habría sabido que no ha existido nunca, y nunca existi-rá, un cristianismo que no fuera coribántico.

Y está además esa diferencia entre medios y fines. Juz-gar los fines de algo como el Ejército de Salvación es muydifícil, pero juzgar sus rituales y su ambiente resultamuy fácil. Tal vez nadie, salvo un sociólogo, sea capazde ver si el plan de vivienda del general Booth es co-rrecto. Pero cualquier persona sana es capaz de ver quehacer sonar unos platillos de latón tiene que ser bueno.Una página llena de cálculos estadísticos, un plano de vi-viendas piloto, cualquier cosa que sea racional, es siem-pre difícil de entender para la mente seglar. Pero lo irra-cional lo entiende todo el mundo. Por eso la religiónapareció tan pronto en el mundo y se propagó tanto,mientras que la ciencia apareció tarde y no se ha pro-pagado en absoluto. La historia certifica unánimemen-te que sólo el misticismo tiene alguna posibilidad deser comprendido por la gente. El sentido común debe serguardado en secreto esotérico, en el oscuro templo de lacultura. Y así, mientras que la filantropía de los salva-cionistas y su sinceridad pueden ser objeto de discusiónrazonable para los doctores, no pueden dudarse de lasinceridad de sus bandas de música, pues las bandas demúsica son puramente espirituales, y sólo buscan acele-rar la vida interior. El objeto de la filantropía es hacer

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el bien; el objeto de la religión es ser bueno, aunque seasólo por un momento, en medio del estruendo de losmetales de esas bandas.

La misma antítesis se da en otra religión moderna.Me refiero a la religión de Comte, conocida común-mente como positivismo, o culto a la humanidad. Hom-bres como Frederic Harrison, el brillante y caballerescofilósofo que a pesar de ello, con su mera personalidad,representa ese credo, nos diría que él nos ofrece la filo-sofía de Comte, pero no las propuestas fantásticas deéste sobre pontífices y ceremoniales, el nuevo calenda-rio, las nuevas fiestas de guardar, el nuevo santoral. Noquiere decir que debamos vestirnos como sacerdotes dela humanidad, o que lancemos fuegos artificiales en elaniversario de Milton. Para el serio comtiano británico,según propia confesión, todo eso le parece un poco ab-surdo. Y a mí me parece la única parte sensata del com-tismo. En tanto que filosofía, no resulta satisfactoria.Sin duda es imposible adorar a la humanidad, del mis-mo modo que resulta imposible adorar el Savile Club;ambas son instituciones extraordinarias a las que pue-de darse el caso de que pertenezcamos. Pero nos damosperfecta cuenta de que el Savile Club no creó las estre-llas ni llena el universo. Y no es nada sensato atacar ladoctrina de la Trinidad y considerarla parte de un mis-ticismo desconcertante, y acto seguido pedir a los hom-bres que adoren a un ser que es noventa millones depersonas en un solo Dios, sin confundir las personas nidividir la sustancia.

Pero si la sabiduría de Comte era insuficiente, la locu-ra de Comte era sabia. En una era de modernidad pol-vorienta, cuando se consideraba que la belleza era algo

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bárbaro y la fealdad algo sensato, sólo él vio que loshombres deben conservar siempre lo sagrado de la mis-tificación. Vio que mientras las bestias cuentan siemprecon las cosas útiles, lo verdaderamente humano está enlas inútiles. Entendió la falsedad de esa idea casi univer-sal de la actualidad según la cual los ritos y las formasson algo artificial, añadido y corrupto. El ritual es, enverdad, mucho más antiguo que el pensamiento; es mu-cho más simple y más desbocado que el pensamiento.Un sentimiento que toca la naturaleza de las cosas nosólo hace sentir al hombre que hay ciertas cosas que de-cir; le hace sentir que hay ciertas cosas que hacer. Lasmás adecuadas de ellas son bailar, construir templos ygritar en voz muy alta; las menos, llevar claveles verdesy quemar vivos a otros filósofos. Pero en todas partes, ladanza religiosa precedió al himno religioso, y el hombre,antes de hablar, ya era ritualista. Si el comtismo se hu-biera propagado, el mundo se habría convertido no gra-cias a la filosofía de Comte, sino al calendario de Com-te. Al desechar lo que consideran una debilidad de sumaestro, los positivistas británicos han acabado con lafuerza de su religión. Un hombre con fe no sólo ha demostrarse dispuesto a ser mártir, sino también a ser ne-cio. Es absurdo afirmar que alguien está dispuesto a tra-bajar y a morir por sus convicciones si no está ni si-quiera dispuesto a llevar una guirnalda en la cabeza porellas. Yo, sin ir más lejos, estoy seguro de que no leeríatodas las obras de Comte por nada del mundo. Pero nome cuesta imaginarme a mí mismo encendiendo una ho-guera el Día de Darwin con el mayor de los entusiasmos.

Ese espléndido esfuerzo fracasó, y nada parecido hatenido éxito. No ha existido ninguna festividad racio-

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nalista, ningún éxtasis racionalista. Los hombres siguenvistiendo de luto por la muerte de Dios. Cuando el cris-tianismo fue duramente bombardeado en el siglo pasa-do, en ningún otro aspecto recibió más persistentes ybrillantes ataques que en el de su supuesta enemistadcon la alegría humana. Shelley, Swinburne y todas sushuestes han pisoteado el suelo una y otra vez, pero nolo han modificado. No han establecido un solo trofeonuevo, una sola insignia para la alegría del mundo. Nohan dado un nuevo nombre ni han propiciado una nue-va ocasión para el regocijo. El señor Swinburne no cuel-ga un calcetín la víspera del cumpleaños de Victor Hugo.William Archer no va de puerta en puerta, entre casascubiertas de nieve, cantando villancicos que describenla infancia de Ibsen. En el ciclo de nuestro año racionaly lúgubre perdura una fiesta que es recuerdo de aque-llas antiguas alegrías que cubrían toda la Tierra. La Na-vidad sigue recordándonos aquellos tiempos, ya fueranpaganos o cristianos, en que una mayoría no se dedica-ba a escribir la poesía, sino a representarla.

Resulta difícil entender en principio por qué algo tanhumano como es el ocio y la diversión debe tener siem-pre un origen religioso. Racionalmente, no existe nin-guna razón por la que no podamos cantar e intercam-biar regalos en honor a cualquier cosa: el nacimientode Miguel Ángel, la inauguración de la estación de Eus-ton. Pero las cosas no funcionan así. De hecho, las per-sonas sólo se vuelven avariciosas y materialistas con loespiritual. Si suprimimos el credo niceno y cosas simi-lares, estaremos haciendo un flaco favor a los vendedo-res de salchichas. Si suprimimos la extraña belleza delos santos, lo que nos queda es una fealdad mucho más

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extraña, la de Wandsworth. Si suprimimos lo sobrena-tural, lo que nos queda es lo antinatural.

Y ahora debo abordar un asunto muy triste. En elmundo moderno existe una clase admirable de perso-nas que protestan sinceramente en nombre de aquellaantiqua pulchritudo de la que hablaba san Agustín, queañoran las antiguas celebraciones y formalidades de lainfancia del mundo. William Morris y sus seguidoreshan demostrado que la Edad de las Tinieblas era muchomas radiante que la Edad de Manchester. W.B. Yeatsenmarca sus pasos en las danzas prehistóricas, pero na-die suma su voz a coros olvidados que sólo él es capazde oír. George Moore recoge todos los fragmentos depaganismo irlandés que el descuido de la Iglesia cató-lica –o tal vez su sabiduría– ha permitido preservar.Hay numerosas personas con lentes y ropas verdes querezan pidiendo el regreso del tronco de las cintas de co-lores o los Juegos Olímpicos. Pero se da en esas gentesun algo alarmante y perturbador que indica que tal vezno respetan la Navidad. Es doloroso contemplar bajoesa luz la naturaleza humana, pero parece posible queGeorge Moore no agite su cuchara y grite cuando seflambea el pudding. Es incluso posible que W.B. Yeatsnunca participe en el juego de tirar del caramelo parallevárselo. Si eso es así, ¿cuál es el sentido de todos sussueños de tradiciones festivas? Aquí tenemos una tradi-ción festiva sólida y antigua que sigue congregando amultitudes en la calle, y ellos la consideran vulgar. Si esees el caso, que tengan por seguro lo siguiente: que ellosson esa clase de gente que, en la era de las danzas de lascintas alrededor de un tronco, las considerarían vulga-res; que, en la época de los Juegos Olímpicos, habrían

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considerado vulgares los Juegos Olímpicos. Y sin dudalo eran. Que nadie se engañe: si por vulgaridad enten-demos lenguaje descarnado, comportamiento bullangue-ro, chismorreo, payasadas y mucho alcohol, la vulgari-dad ha estado siempre donde había alegría, dondehabía fe en los dioses. Allí donde hay creencia habrá hi-laridad, y donde hay hilaridad habrá ciertos peligros. Yasí como el credo y la mitología producen esta vidaburda y vigorosa, esa vida burda y vigorosa, a su vez,siempre producirá credo y mitología. Si alguna vez lo-gramos devolver a los ingleses a la tierra inglesa, volve-rán a ser un pueblo religioso y, si todo va bien, un pue-blo supersticioso. La ausencia, en la vida moderna, delas formas superiores e inferiores de la fe se debe, engran medida, al divorcio de la naturaleza, de los árbo-les, de las nubes. Si no existen más fantasmas con carade calabaza es sobre todo porque faltan calabazas.

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V I I

O m a r y e l v i n o s a g r a d o

Sobre nosotros ha estallado con cierta virulencia unanueva moral relacionada con el problema de la bebida;y los entusiastas en el asunto van desde el hombre quea las 12.30 ya es violentamente expulsado del pub porculpa de su estado de embriaguez hasta la mujer quedestroza las barras de los bares con un hacha. En estasdiscusiones, casi siempre se piensa que una posiciónsensata y moderada pasa por decir que el vino y demáslicores deberían tomarse sólo como medicina. Y yo meatrevo a disentir de ello con especial ferocidad. La úni-ca manera verdaderamente peligrosa e inmoral de be-ber vino es considerarlo una medicina. Y la razón esesta: si alguien bebe vino para obtener placer, trata deobtener algo excepcional, algo que no espera tener atodas horas, algo que, a menos que esté algo perturba-do, no tratará de obtener a todas horas. Pero si alguienbebe vino para obtener salud, está tratando de obteneralgo natural, es decir, algo de lo que no debe carecer, algocuya ausencia tal vez le cueste aceptar. Tal vez el éxta-sis de estar en éxtasis no convenza al hombre; resultamás deslumbrante ver un destello del éxtasis de sercorriente. Si existiera un ungüento mágico, se lo llevá-ramos a un hombre fuerte y le dijéramos: «Con esto po-drás tirarte del Monumento al Incendio de Londres y

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no te pasará nada», sin duda lo haría, aunque no se pa-saría el día haciéndolo, para deleite de los ciudadanos.Pero si se lo lleváramos a un ciego y le dijéramos: «Estote permitirá ver», se sentiría bajo una fuerte tentación.Sería difícil para él no frotarse los ojos cada vez queoyera el sonido de los cascos de un caballo, o los pája-ros cantando al despuntar el día. Nos es fácil negarnosnuestra propia diversión; nos es difícil negarnos nuestrapropia normalidad. De ahí deriva un hecho que todomédico conoce: que suele ser peligroso dar alcohol a losenfermos, incluso cuando lo necesitan. No hace faltaque diga que no comparto la idea de que sea necesaria-mente injustificable dar alcohol a los enfermos paraproporcionarles un estímulo. Pero sí creo que dárselo alos sanos, para proporcionarles diversión, es su verda-dero uso, mucho más coherente con la salud.

Lo sensato en este asunto parece ser, como sucedecon tantas cosas sensatas, una paradoja. Bebe porqueeres feliz, pero nunca si eres desgraciado. No bebasnunca si te sientes mal por no beber, o serás como esosbebedores de ginebra de los tugurios, que tienen la caragris. En cambio, bebe si serías feliz sin beber, y seráscomo el risueño campesino italiano. No bebas nuncaporque lo necesitas, pues eso es beber racionalmente, yuna vía segura a la muerte y el infierno. Bebe porque nolo necesitas, pues eso es beber irracionalmente, y en eseacto se encierra la antigua salud del mundo.

Durante más de treinta años, la sombra y la gloria deuna gran personalidad oriental han planeado sobrenuestra literatura inglesa. La traducción que Fitzgeraldhizo de Omar Jayyam concentraba con inmortal agu-deza todo el oscuro y vago hedonismo de nuestro tiem-

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po. Del esplendor literario de la obra sería banal ha-blar; en muy pocos libros los hombres han combinadocon tanta maestría la precisión alegre del epigrama conla tristeza vaga de la canción. Pero de su influencia filo-sófica, ética y religiosa, que ha sido casi tan grande ensu brillantez, sí me gustaría decir algo, algo –lo confie-so– de hostilidad insobornable. Hay muchas cosas quepueden decirse contra el espíritu del Rubaiyat, y contrasu prodigiosa influencia. Pero una en concreto se alzaominosa sobre todas las demás y supone una desgraciay una calamidad para nosotros. Se trata del terrible gol-pe que ese gran poema ha asestado contra la sociabili-dad y la alegría de vivir. Alguien ha llamado a Omar «eltriste y alegre persa viejo». Triste es; alegre no, en ab-soluto, en ningún sentido de la palabra. Ha sido másenemigo de la alegría que los puritanos.

Un oriental pensativo y grácil se agazapa bajo el ro-sal, con su jarra de vino y sus pergaminos de poemas.Puede resultar raro que los pensamientos de alguien via-jen, al recordarlo, hasta la cabecera de una cama dondeun médico administra coñac. Y puede resultar más raroaún que viajen hasta el bebedor de ginebra de Hounds-ditch. Pero una gran unidad filosófica los vincula a lostres en un lazo malvado. El consumo de vino de OmarJayyam es malo no porque sea consumo de vino. Es malo,y muy malo, porque es un consumo médico. Es la formade beber de un hombre que bebe porque no es feliz. Elsuyo es un vino que lo separa del universo, y no un vinoque se lo revela. No es un consumo poético, que es di-choso e instintivo; es un consumo racional, que es tanprosaico como una inversión, tan insípido como una do-sis de manzanilla. Desde el punto de vista del sentimien-

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to, que no del estilo, existe un vieja canción inglesa de-dicada a la bebida que se alza esplendorosa muchos cie-los por encima de sus versos: «Pasad de mano en manola jarra, camaradas/ y que corra la sidra». Pues esta can-ción fue compuesta por hombres felices para expresar elvalor de las cosas que verdaderamente lo tienen, la her-mandad, la alegría y el breve y amable asueto de los po-bres. Por supuesto, la mayor parte de los reproches mo-rales dirigidos contra la moral de Omar son tan falsos einfantiles como los reproches suelen ser. Un crítico cuyaobra he leído se atrevió con la necedad de llamar a lospartidarios de Omar ateos y materialistas. Y para un le-vantino resulta casi imposible ser ninguna de las dos co-sas; en Oriente Medio la metafísica se comprende dema-siado bien para que suceda eso. La verdadera objeciónque un cristiano filosófico podría plantear a la reli-gión de Omar no es que no deje sitio a Dios, sino que ledeje demasiado sitio. El suyo es ese teísmo terrible queno imagina nada más que la deidad, y que niega del todolos perfiles de la personalidad y la voluntad humanas.

La bola sin dudar acierta o fallamas caiga aquí o allí el Jugador la arroja,Y Aquel que te lanzó sobre este campotodo lo sabe, sabe, sabe.

Un pensador cristiano como pueda ser san Agustín oDante objetaría a esto, pues no tiene en cuenta el librealbedrío, que es el valor y la dignidad del alma. La opo-sición del más elevado cristianismo a esa forma de es-cepticismo no es en absoluto que éste niegue la existen-cia de Dios, sino que niega la existencia del hombre.

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En este culto del pesimista que busca placer, el Rubai-yat, en nuestro tiempo, figura a la cabeza de la lista. Perono está solo. Muchos de los intelectos más brillantes denuestro tiempo nos han instado a la misma privaciónconsciente de una rara delicia. Walter Pater dijo que to-dos nos encontrábamos bajo sentencia de muerte, y quela única vía era disfrutar de los momentos exquisitos porlos momentos exquisitos mismos. La misma lección laimpartía la muy poderosa y muy desolada filosofía deOscar Wilde. Se trata de la religión del carpe diem; perola religión del carpe diem no es la religión de las perso-nas felices, sino de las personas desgraciadas. La gran di-cha no recoge los capullos de las rosas mientras puede;sus ojos están fijos en la rosa inmortal que vio el Dante.La gran dicha posee en su seno el sentido de la inmorta-lidad; el esplendor mismo de la juventud es la sensaciónde que se cuenta con todo el espacio del mundo para es-tirar las piernas. En toda la gran literatura cómica, enTristram Shandy o en Pickwick, existe esta sensación deespacio y incorruptibilidad; sentimos que los personajesson personas inmortales en un relato eterno.

Cierto es que, sin duda, la felicidad más aguda seproduce sobre todo en ciertos momentos pasajeros;pero no que debamos pensar en ellos como pasajeros, odisfrutarlos sólo «por ellos mismos». Hacerlo así es ra-cionalizar la felicidad y, por tanto, destruirla. La felici-dad es un misterio, como la religión, y no debe raciona-lizarse nunca. Supongamos que un hombre experimentaun momento realmente espléndido de placer. No me re-fiero a un simple barniz de alegría, me refiero a algoque contenga una felicidad violenta; un hombre puedetener, pongamos por caso, un momento de éxtasis con

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un primer amor, o un instante de victoria en una bata-lla. El amante goza del momento, pero no precisamen-te por el momento en sí. Goza de él por la mujer, o porél mismo. El guerrero disfruta del momento, pero nopor el momento en sí; disfruta del momento por su ban-dera. La causa que esa bandera representa puede serabsurda, fugaz. El amor puede ser encaprichamiento ydurar una semana. Pero el patriota cree que la banderaes eterna; el amante cree que su amor es algo que noterminará nunca. Esos momentos están llenos de eter-nidad, y son felices porque no parecen momentáneos.Una vez los vemos como momentos a la manera de Pa-ter, se vuelven tan fríos como Pater y su estilo. El hom-bre no puede amar cosas mortales. Sólo puede amar co-sas que son inmortales un instante.

El error de Pater se pone de manifiesto en su frasemás célebre. Nos pide que ardamos con una llama duracomo una gema. Las llamas nunca son duras, nuncason como gemas. No pueden tocarse ni manipularse.Del mismo modo, las emociones humanas nunca sonduras, nunca son como gemas. Siempre resulta peligro-so, como sucede con las llamas, tocarlas, o incluso exa-minarlas. Sólo hay un modo en que nuestras pasionespueden hacerse duras como gemas, y es convirtiéndo-nos nosotros mismos en seres duros como gemas. Así,nunca se ha asestado un golpe tan duro, tan esteriliza-dor, a los amores naturales y la risa del hombre comocon ese carpe diem de los estetas. Para toda clase de pla-cer hace falta un espíritu totalmente distinto; cierta ti-midez, cierta esperanza indefinida, cierta expectativa in-fantil. La pureza y la simplicidad son esenciales para laspasiones. Incluso el vicio exige cierta virginidad.

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El efecto de Omar (o de Fitzgerald) sobre el otromundo podemos llegar a tolerarlo, pero su mano eneste mundo ha resultado una carga muy pesada y para-lizante. Los puritanos, como ya he dicho, son muchomás alegres que él. Los nuevos estetas seguidores deThoreau o Tolstói resultan una compañía mucho másanimada. Pues, aunque la entrega a la bebida y otrosplaceres pueda parecernos negación ociosa, logran pro-porcionar al hombre innumerables placeres naturales y,sobre todo, ese poder natural del hombre que es la feli-cidad. Thoreau era capaz de disfrutar del amanecer sinnecesidad de tomarse un café. Y si Tolstói no puede ad-mirar el matrimonio, al menos es lo bastante sano comopara admirar el barro. La naturaleza puede disfrutarsesin siquiera los lujos más naturales. Para la contempla-ción de unos bellos matorrales no hace falta vino. Peroni la naturaleza, ni el vino, ni nada, pude disfrutarse sinuestra actitud hacia la felicidad es errónea, y Omar(o Fitzgerald) demostraba una actitud errónea hacia lafelicidad. Él, así como aquellos en quienes influyó, noentienden que si hemos de ser verdaderamente alegres,debemos creer que existe cierta alegría eterna en la na-turaleza de las cosas. No podremos disfrutar plena-mente ni siquiera de un baile a menos que creamosque las estrellas bailan al mismo compás. Nadie, sino elhombre serio, puede ser divertido. «El vino –rezan lasEscrituras– alegra el corazón del hombre.» Pero sólodel hombre que lo tiene. En definitiva, el hombre nopuede regocijarse más que en la naturaleza de las cosas.En definitiva, el hombre no puede disfrutar más que dela religión. En la historia de la humanidad hubo untiempo en que el hombre creía que las estrellas danza-

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ban al son de sus templos, y ese hombre danzaba comonunca ha danzado desde entonces. Con este viejo eude-monismo pagano la sabiduría del Rubaiyat tiene tanpoco que hacer como con cualquier variedad cristiana.No es más báquico que santo. Dionisos y su iglesia seasentaban en una joie de vivre muy seria, como la deWalt Whitman. Dionisos hizo del vino no una medici-na, sino un sacramento. Jesús también hizo del vino unsacramento, y no una medicina. Omar, por el contrario,lo convierte no en un sacramento, sino en una medici-na. Bebe porque la vida no es alegre. Se embriaga por-que no está contento. «Bebed –dice– porque no sabéiscuándo llegasteis ni por qué. Bebed, porque no sa-béis cuándo os iréis ni adónde. Bebed, porque las estre-llas son crueles y el mundo tan trivial como un peonza.Bebed, porque no hay nada en que confiar, nada por loque luchar. Bebed, porque todo degenera en una igual-dad soez y en una paz maligna.» Y así se alza y nosalarga la copa con la mano. Y en el elevado altar de lacristiandad se yergue otra figura que también sostienela copa de vino. «Bebed –dice–, pues todo el mundo estan rojo como este vino, encarnado del amor y la ira deDios. Bebed, pues las trompetas llaman a la batalla yeste es el estribo. Bebed, pues yo sé cuándo llegasteisy por qué. Bebed, pues yo sé cuándo os iréis y adónde.»

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V I I I

L a t i b i e z a d e l a p r e n s a a m a r i l l a

En la actualidad, desde diversos ámbitos surgen consi-derables protestas contra la influencia de ese nuevo pe-riodismo que se asocia con los nombres de sir AlfredHarmsworth y el señor Pearson. Pero casi todos los quelo atacan lo hacen por considerarlo sensacionalista, vio-lento, vulgar y chocante. Y yo no me expreso con afecta-da contrariedad, sino mostrando la simplicidad de unasincera impresión personal, cuando digo que este perio-dismo ofende precisamente por no ser ni lo bastantesensacionalista ni lo bastante violento. Su verdadero de-fecto no es ser chocante, sino insoportablemente tibio.La idea general es mantenerse y no salirse de cierto ni-vel de lo esperado, de lo trillado. Tal vez resulte bajo,pero también debe preocuparse por mantenerse plano.Nunca, ni por casualidad, existe en él nada de lo incisi-vo que es verdaderamente plebeyo, y que podemos oír-le decir a un taxista en cualquier calle. Todos hemosoído hablar de ciertos mínimos de decoro que exigenque las cosas sean divertidas sin resultar vulgares, peroes que los mínimos de este decoro exigen que si las co-sas son vulgares, deben serlo sin ser divertidas. Este pe-riodismo no sólo fracasa en su intento de exagerar lavida; la subestima. Y no puede ser de otro modo, puesestá pensado para débil y lánguido recreo de hombres a

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quienes fatiga la fiereza de la vida moderna. Esta pren-sa no es en absoluto prensa amarilla. Es prensa monó-tona. Sir Alfred Harmsworth no ha de dirigir al ofici-nista cansado ninguna observación más ingeniosa de laque el oficinista cansado sería capaz de dirigir a sir Al-fred Harmsworth. No debe poner en evidencia a nadie(es decir, a nadie poderoso), no debe ofender a nadie, nodebe siquiera complacer demasiado a nadie. Una vagaidea general de que, a pesar de todo ello, nuestra pren-sa amarilla es sensacionalista nace de características ex-ternas, como puedan ser los grandes tipos de letras o lostitulares escabrosos. Es cierto que esos editores tiendena publicarlo todo en grandes letras mayúsculas. Pero nolo hacen porque las noticias sean chocantes, sino por-que resultan de lo más anodino. Para esas personas ago-tadas o medio ebrias que van montadas en trenes maliluminados, resulta una simplificación y un alivio quelas cosas se les presenten de ese modo burdo y evidente.Los editores han de recurrir a ese alfabeto gigante pararelacionarse con sus lectores por la misma razón por laque padres e institutrices recurren a unas letras casiigual de grandes para enseñar a los niños a leer. Los edu-cadores no usan unas aes tan grandes como herraduraspara que los niños den un respingo; por el contrario, lasusan para que éstos se sientan a gusto, para que todo lesresulte más cómodo y evidente. Y del mismo carácter esla tenue y tranquila escuela que regentan sir AlfredHarmsworth y el señor Pearson. Todos sus sentimientosson sentimientos de cartilla escolar, es decir, sentimien-tos con los que el alumno ya está respetuosamente fa-miliarizado. Y todas sus escabrosas portadas son pági-nas arrancadas de un libro de copia.

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Del verdadero periodismo sensacionalista, como elque existe en Francia, en Irlanda, en Estados Unidos,no hay ni rastro en este país. Cuando, en Irlanda, unperiodista desea crear sensación, la crea con algo de loque merece la pena hablar. Denuncia por corrupción aalgún dirigente irlandés, o acusa a todo el sistema polí-tico de conspiración malvada y definitiva. Cuando unperiodista francés desea emociones fuertes, las logra;descubre, por decir algo, que el presidente de la Repú-blica ha asesinado a tres esposas. Nuestros periodistasamarillos inventan con la misma falta de escrúpulos. Sucondición moral es, respecto de la veracidad contrasta-da, aproximadamente la misma. Pero su calibre mentales de tal naturaleza que sólo son capaces de inventarcosas tranquilas e incluso tranquilizadoras. Las versio-nes ficticias de la masacre de los enviados a Pekín eranmendaces, pero no interesantes, excepto para aquelloscon razones particulares para sentir terror o pena. Noguardaban relación con ninguna visión osada o suge-rente de la situación china. Revelaban sólo la idea vagade que nada que no fuera una gran cantidad de sangrepodía impresionar. El verdadero sensacionalismo, delque yo, por cierto, soy gran seguidor, puede ser tantomoral como inmoral. Pero incluso en este último casorequiere de valentía moral. Porque sorprender sincera-mente a alguien es una de las cosas más peligrosas de laTierra. Si hacemos saltar a una criatura sensible, no serápara nada improbable que salte sobre nosotros. Perolos líderes de este movimiento carecen tanto de valentíamoral como de valentía inmoral. Su método consistesencillamente en decir, con gran y elaborado énfasis, loque todos los demás dicen sin darle más importancia, y

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sin recordar lo que han dicho. Cuando se disponen aatacar algo, nunca llegan al punto de atacar algo gran-de y real, que podría tambalearse con las críticas. Jamásatacan el ejército, como se hace en Francia, o a los jue-ces, como se hace en Irlanda, o la misma democracia,como se hacía en Inglaterra hace cien años. Atacan en-tidades como el Ministerio de la Guerra, una entidadque todo el mundo ataca, que nadie se molesta en de-fender, que aparece en las viñetas de los periódicos sa-tíricos de cuarta división. Del mismo modo que unhombre demuestra que tiene poca voz cuando la fuerzapara gritar, ellos demuestran la inútil y nada sensacio-nal naturaleza de sus mentes cuando intentan ser sensa-cionalistas. Con el mundo lleno de grandes y dudosasinstituciones, con toda la maldad de la civilización mi-rándolos fijamente a la cara, su idea de atrevimiento ybrillantez pasa por atacar al Ministerio de la Guerra.Pues que inicien una campaña contra el mal tiempo, oque formen una sociedad secreta para contar chistes desuegras. Y no sólo desde el punto de vista de los aficio-nados particulares al sensacionalismo, entre los que mecuento, está permitido afirmar, en palabras del Alexan-der Selkirk de Cowper, que «su docilidad me resultachocante». El mundo moderno en su totalidad ansía laaparición de un periodismo verdaderamente sensacio-nalista. Eso lo ha descubierto ese periodista capaz y sin-cero, el señor Blatchford, que inició su campaña contrael cristianismo, a pesar de que, según tengo entendido,le advirtieron desde todos los bandos que con ello arrui-naría su periódico, y que sin embargo perseveró, movidopor un sentido honroso de responsabilidad intelectual.Mas, por el contrario, descubrió que aunque, ciertamen-

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te, escandalizaba a sus lectores, las ventas de su perió-dico también aumentaban. En primer lugar lo compra-ban todos los que estaban de acuerdo con él y deseabanleerlo; y en segundo lugar aquellos que se mostraban endesacuerdo con él y querían escribirle cartas. Esas car-tas eran voluminosas (me alegra informar de que yo mis-mo contribuí a incrementar su volumen), y solían in-cluirse sin cortes. Así fue como, casualmente (lo mismoque en el caso de los motores de vapor), se descubrió lagran máxima periodística: que si un editor logra irritarlo bastante a la gente, la gente le escribirá gratis la mi-tad del periódico.

Algunos opinan que esa clase de periódicos no mere-cen ser objeto de consideraciones tan serias, pero esono puede defenderse desde el punto de vista político oético. En esta cuestión de la docilidad y la tibieza de lamente de Harmsworth se reflejan las líneas maestras deun problema mucho mayor y semejante.

El periodista harmsworthiano empieza con un cultoal éxito y la violencia, y termina en la timidez y la me-diocridad más absolutas. Pero no está solo en esto, ni seencuentra con ese destino porque sea tonto. Todo hom-bre, por más valiente que sea, que empiece rindiendoculto a la violencia, debe acabar en la mera timidez.Todo hombre, por más sabio que sea, que empiece rin-diendo culto al éxito, debe acabar en la mera mediocri-dad. Este destino raro y paradójico tiene que ver no conel individuo, sino con la filosofía, con el punto de vista.No es la necedad del hombre la que trae consigo esa caí-da necesaria; es su sabiduría. El culto al éxito es el úni-co, de entre todos los posibles, en el que eso es así, en elque sus seguidores están condenados de antemano a

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convertirse en esclavos y en cobardes. Un hombre pue-de ser héroe gracias a los códigos del señor Gallup, ogracias al sacrificio humano, pero no gracias al éxito.Pues, obviamente, un hombre puede decidir fracasarporque adora al señor Gallup, o porque adora el sacri-ficio humano; pero no decidirá fracasar porque le en-cante el éxito. Cuando la prueba del triunfo es la prue-ba a la que el hombre recurre para todo, éste nuncaresiste lo bastante como para triunfar. Mientras existeesperanza en las cosas, la esperanza es un mero halago,o una obviedad; es sólo cuando todo es desesperadocuando la esperanza empieza a convertirse en fuerza.Como todas las virtudes cristianas, resulta tan poco ra-zonable como indispensable.

Fue a través de esa paradoja fatal en la naturalezade las cosas como esos modernos aventureros llegaronal fin a una especie de tedio y aquiescencia. Deseabanla fuerza y, para ellos, desear la fuerza era admirar lafuerza; admirar la fuerza era, sencillamente, admirar elstatu quo. Pensaban que el que quería ser fuerte debíarespetar al fuerte. No se percataban de la sencilla ver-dad que dice que quien desea ser fuerte debe despreciaral fuerte. Buscaban serlo todo, poseer toda la fuerzadel cosmos a sus espaldas, disponer de una energía ca-paz de impulsar estrellas. Pero no se daban cuenta dedos importantes hechos: en primer lugar, que en el in-tento de serlo todo, el primer paso, que a la vez es elmás difícil, consiste en ser algo; en segundo lugar, quedesde el momento en que un hombre es algo, esencial-mente lo desafía todo. Los animales de los órdenes in-feriores, según los hombres de ciencia, lucharon paraascender con ciego egoísmo. Si eso es así, la única mo-

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raleja verdadera que se encierra en ello es que nuestrafalta de egoísmo, si debe triunfar, debe ser igualmenteciega. El mamut no apartó un poco la cabeza y se pre-guntó si los mamuts no estarían algo pasados de moda.Los mamuts estaban al menos tan al día como aquelmamut individual. El gran alce no decía: «Las pezuñashendidas ya están muy gastadas». Se afilaba las pro-pias armas para usarlas. Pero en el animal racional hasurgido un peligro más terrible, y es que puede fra-casar a través de la percepción de su propio fracaso.Cuando los sociólogos modernos hablan de la necesi-dad de adaptar el yo de cada uno a la tendencia de lostiempos, olvidan que la tendencia de los tiempos con-siste totalmente, en el mejor de los casos, en personasque no se adaptan a nada. Y en el peor de los casosconsiste en muchos millones de criaturas asustadas quese adaptan a una tendencia que no existe. Cada vezmás, esta es la situación de la Inglaterra moderna. To-dos hablan de la opinión pública, y por opinión públi-ca entienden la opinión pública menos la suya propia.Todos hacen de su contribución algo negativo bajo laimpresión errónea de que la contribución del vecinoes positiva. Todos entregan su opinión al tono general,que es, en sí mismo, una entrega. Y sobre toda esaunidad fatua y sin corazón se extiende esta prensanueva, cansina y tópica, incapaz de invención, de au-dacia, capaz sólo de un servilismo tanto más despre-ciable cuanto que no es siquiera un servilismo hacialos fuertes. Pero todos los que empiezan con fuerza yconquista acaban así.

La característica principal del «nuevo periodismo»es, sencillamente, que es mal periodismo. Sin compara-

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ción posible, se trata del trabajo más amorfo, descuida-do y gris que se publica en nuestra época.

Ayer mismo leí una frase que debería enmarcarsecon letras de oro y diamantes: es el lema mismo de lanueva filosofía del Imperio. La encontré (como el lec-tor, sagazmente, ya habrá adivinado) en la publicaciónde Pearson, mientras me comunicaba (alma con alma)con el señor C. Arthur Pearson, cuyo primer nombre,que abrevia reduciéndolo a una inicial, me temo quees Chilperic. Sucedió durante la lectura de un artículosobre las elecciones presidenciales de Estados Unidos.He aquí la frase, que todos deberían leer con atención,saboreándola con la lengua hasta extraer de ella todasu miel:

Un poco de sensatez, de sentido común, suele surtir másefecto ante un público de obreros americanos que los ar-gumentos más elevados. El orador que hubiera acompa-ñado la exposición de sus opiniones de la acción de clavarunos cuantos clavos a un tablón, habría obtenido cientosde votos en las pasadas elecciones presidenciales.

No pretendo manchar esta perfecta afirmación concomentario alguno. Las palabras de Mercurio resultanburdas tras los cantos de Apolo. Pero piensen por uninstante en la mente, en la mente extraña e inescrutabledel hombre que escribió esto, en el editor que lo apro-bó, en la gente que seguramente se sentirá impresiona-da con ello, en esos increíbles obreros americanos paralos que, hasta donde yo sé, esto podría ser cierto. ¡Pien-sen en cuál debe de ser su idea de «sentido común»! Re-sulta delicioso constatar que ustedes y yo, a partir de

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ahora, seríamos capaces de obtener miles de votos, sidecidiéramos presentarnos a las elecciones presidencia-les, haciendo algo similar. Pues supongo que los clavosy el tablón no son imprescindibles en esa exhibiciónde «sentido común», y que pueden darse variaciones.Podríamos leer: «Un mínimo de sentido común impre-siona a los obreros americanos más que los argumentoselevados. El orador que hubiera acompañado la expre-sión de sus opiniones de la acción de arrancarse los bo-tones del chaleco, habría obtenido cientos de votos enlas pasadas elecciones». O: «En Estados Unidos, el sen-tido común funciona mejor que los argumentos máselevados. Así, el senador Budge, que arrojaba su denta-dura postiza al aire cada vez que pronunciaba un epi-grama, obtuvo el apoyo mayoritario de los obrerosnorteamericanos». O, también: «La sensatez y el senti-do común de un caballero de Earlswood, que se iba me-tiendo briznas de paja en el pelo mientras pronunciabasu discurso, dio la victoria al señor Roosevelt».

Existen muchos otros elementos en este artículo so-bre los que me gustaría extenderme. Pero el asunto quedeseo destacar es que en esa frase se pone de manifies-to a la perfección toda la verdad de lo que nuestros par-tidarios de Chamberlain, nuestros listos, nuestros di-námicos constructores del Imperio, nuestros hombresfuertes, entienden en realidad por «sentido común».Para ellos, el sentido común es clavar, con un estruendoensordecedor y un efecto teatral, absurdos pedazos demetal sobre una superficie de madera. Un hombre subea un estrado en Estados Unidos y se comporta como unnecio charlatán con un martillo y un tablón. No le cul-po; tal vez, incluso, le admiro. Tal vez se trate de un es-

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tratega deslumbrante y bastante decente. Tal vez sea unbuen actor romántico, como Burke clavando la daga enel suelo. Incluso, por lo que sé, podría tratarse de unmístico sublime, profundamente impresionado, pro-fundamente imbuido del significado antiguo del comer-cio divino del carpintero, y se dedicara a ofrecer a lagente una parábola en forma de ceremonia. Lo únicoque deseo destacar es el abismo de confusión mental quehace posible que a ese ritualismo salvaje se le llame«sensato sentido común». Y es en ese abismo de confu-sión mental, y sólo en él, donde el nuevo imperialismovive, se mueve y tiene su ser. Toda la gloria y la grande-za de Chamberlain consiste en esto: si un hombre da unmartillazo en el clavo correcto, a nadie le importa haciadónde lo clava o qué hace ese clavo. La gente se preocu-pa por el ruido del martillo, no por el silencioso goteodel clavo. Antes y durante la guerra de África, Cham-berlain estaba siempre clavando clavos con estridentedecisión. Pero cuando preguntamos: «¿Qué es lo quesostienen unido estos clavos? ¿Dónde está su carpinte-ría? ¿Dónde están sus forasteros conformados? ¿Dón-de está la Sudáfrica libre? ¿Dónde está su prestigio bri-tánico? ¿Qué han logrado sus clavos?», entonces, ¿quérespuesta obtenemos? Debemos regresar (con un suspi-ro afectuoso) a nuestro Pearson para obtener respuestaa la pregunta de qué han logrado los clavos: «El oradorque hubiera clavado clavos en un tablón habría ganadomiles de votos».

Todo este párrafo es admirablemente característicode ese nuevo periodismo que Pearson representa, elnuevo periodismo que acaba de adquirir el Standard.Para centrarnos en un ejemplo entre cientos, el hombre

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incomparable del tablón y los clavos aparece, en el ar-tículo de Pearson, gritando (mientras clavaba el sim-bólico clavo): «Mentira número uno: mentira cerda.Mentira cerda». En toda la oficina no debía de haber niun redactor, ni un ayudante que advirtiera que no se dice«mentira cerda», sino «mentira cochina». Nadie en laredacción sabía que la publicación de Pearson caía enmanos de un rancio especulador irlandés, que debe deser más viejo que san Patricio. Esta es la verdadera tra-gedia de la venta del Standard. No se trata sólo de queel periodismo triunfe sobre la literatura; se trata deque el mal periodismo triunfa sobre el buen periodismo.

No es que un artículo que consideramos difícil y her-moso se vea reemplazado por otra clase de artículo queconsideramos vulgar y sucio. Es que, en un mismo ar-tículo, se prefiere la peor calidad a la mejor. Si les gustael periodismo popular (como me sucede a mí), recono-cerán que la publicación de Pearson constituye unamuestra de periodismo popular malo y pobre. Lo reco-nocerán con la misma seguridad con que reconocencuándo una mantequilla está mala. Lo reconocerán conla misma seguridad con que reconocen que el Strand,en los buenos tiempos de Sherlock Holmes, era periodis-mo popular del bueno. El señor Pearson se ha converti-do en un monumento a esta enorme banalidad. En casitodo lo que dice y hace hay algo infinitamente pobre,mentalmente hablando. Clama a favor del comercio au-tóctono, pero emplea a extranjeros para que imprimansu periódico. Cuando se le señala este hecho irrefutable,no dice que se trate de un descuido, como haría cual-quier persona en su sano juicio. Él lo aparta recortán-dolo con unas tijeras, como haría un niño de tres años.

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Su misma astucia es infantil. Y, como un niño de tresaños, no termina de recortarlo del todo. Dudo queexista en toda la historia de la humanidad un ejemplode semejante simplicidad en el engaño. Esta es la clase deinteligencia que ahora ocupa el lugar del viejo y hono-rable viejo periodismo tory. Si se tratara del triunfo dela exuberancia tropical del periodismo yanqui, seríavulgar, sí, pero al menos sería tropical. En este caso noes así. Se nos arroja a los espinos, y en los arbustos mássecos se inician los fuegos que abrasan los cedros deLíbano.

La única pregunta que queda por responder ahora espor cuánto tiempo perdurará la ficción que nos hacecreer que los periodistas de esta clase representan a laopinión pública. Puede dudarse de si cualquier partida-rio serio y honesto de la Reforma Arancelaria defen-dería por un momento que en el país existe una mayo-ría que defienda ésta y sea comparable a la exageradapreponderancia que el dinero le ha dado entre los gran-des diarios. La única inferencia que cabe hacer es quepara la verdadera opinión pública, la prensa es hoy unamera oligarquía plutócrata. El público, claro está, ad-quiere los productos de esos hombres, por una u otrarazón. Pero no hay más motivos para suponer que elpúblico admira su política más de lo que admira la de-licada filosofía del señor Crosse, o el credo más adustoy oscuro del señor Blackwell. Si estos hombres son me-ros comerciantes, no hay nada que objetar, salvo queBattersea Park Road está lleno de ellos, mucho mejoresen algunos casos. Pero si hacen el menor intento de pa-sarse a la política, tendremos que señalarles que ni si-quiera han llegado a ser buenos periodistas.

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E l h u m o r d e G e o r g e M o o r e

George Moore inició la carrera literaria publicando susconfesiones personales, lo que no tendría nada de malosi no hubiera seguido escribiéndolas el resto de su vida.Se trata de un hombre de mente genuinamente impe-tuosa, y de gran dominio sobre un tipo de convicciónesquiva y retórica que excita y agrada. Se halla en unestado perpetuo de sinceridad temporal. Ha demostra-do su admiración por los excéntricos modernos másadmirables, hasta que éstos no han sido capaces de so-portarlo más. Hay que admitir sin reservas que todo loque escribe surge de un poder mental auténtico. El rela-to en el que expone sus motivos para abandonar la Igle-sia católica es tal vez el tributo más admirable a esaconfesión que se haya escrito en los últimos años. Perolo cierto es que la debilidad que han dejado al desnudolos muchos méritos de Moore es, de hecho, esa debili-dad que a la Iglesia católica se le da tan bien combatir.Moore odia el catolicismo porque éste destruye la casade espejos en la que vive. A Moore no le disgusta tantoque le pidan que crea en la existencia espiritual de mi-lagros o sacramentos, le disgusta que le pidan que creaen la existencia real de otras personas. Como Pater, sumaestro, y los demás estetas, su verdadera batalla conla vida es que ésta no es un sueño que pueda ser mode-

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lado por quien lo sueña. No es el dogma sobre la reali-dad del otro mundo lo que le preocupa, es el dogma so-bre la realidad de éste.

La verdad es que la tradición del cristianismo (quesigue siendo la única ética coherente de Europa) des-cansa sobre dos o tres paradojas o misterios que pue-den impugnarse fácilmente mediante argumentos, y quese justifican con facilidad en la vida. Una de ellas, porejemplo, es la paradoja de la esperanza –o fe–, según lacual cuanto más desesperada es la situación, más fedebe tener el hombre. Stevenson lo comprendía bien, ypor eso Moore no comprende a Stevenson. Otra para-doja es la de la caridad, o caballerosidad, según la cualcuanto más débil es una cosa, más debe respetarse, osegún la cual cuanto más indefendible resulta algo,más debe atraernos convertirlo en objeto de cierta cla-se de defensa. Thackeray lo comprendía bien, y por esoMoore no comprende a Thackeray. Y así, uno de esosmisterios prácticos y vigentes de la tradición cristiana,que la Iglesia católica, como he dicho, ha sabido poneren evidencia, es el del orgullo entendido como pecado.El pecado es una debilidad del carácter; acaba con larisa, acaba con la maravilla, acaba con lo caballeresco,acaba con la energía. La tradición cristiana lo com-prende bien, y por eso Moore no comprende la tradi-ción cristiana.

Pues la verdad es mucho más rara aún de lo que pa-rece ser en la doctrina formal del pecado de orgullo. Nosólo es verdad que la humildad sea algo mucho mássensato y vigoroso que el orgullo, es que incluso la vani-dad es algo mucho más sensato y vigoroso que el orgu-llo. La vanidad es social, se trata casi de un tipo de ca-

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maradería; el orgullo es solitario y poco civilizado. Lavanidad es activa, busca el aplauso de multitudes infi-nitas; el orgullo es pasivo, desea sólo el aplauso de unapersona, que ya tiene. La vanidad es divertida, y puedereírse incluso de sí misma; el orgullo es aburrido, y nisiquiera sonríe. Todas estas diferencias son las diferen-cias que existen entre Stevenson y Moore, quien, comoél mismo nos informa, ha «apartado a Stevenson de unplumazo». Ignoro adónde lo habrá apartado, pero estédonde esté supongo que lo estará pasando estupenda-mente, porque fue lo bastante listo como para ser vani-doso y no orgulloso. Stevenson poseía una vanidad aé-rea, mientras que Moore posee un orgullo polvoriento.De ahí que Stevenson se divirtiera a sí mismo, ademásde divertir a los demás, con su vanidad, mientras quelos efectos más logrados del absurdo de Moore se ocul-tan a sus propios ojos.

Si comparamos esta locura solemne con la locuraalegre con la que Stevenson salpica sus propios libros yatruena contra sus críticos, no nos resultará difícil adi-vinar por qué Stevenson halló al menos una especie defilosofía final con la que vivir, mientras que Moore re-corre siempre el mundo en busca de una nueva. Steven-son descubrió que el secreto de la vida radica en la risay la humildad. El yo es la gorgona. La vanidad la ve enel espejo de otros hombres y vive. El orgullo la estudiapor sí misma y se vuelve de piedra.

Conviene ahondar más en este defecto de Moore,porque se trata de una debilidad bastante general en suobra. El egoísmo de Moore no es meramente una debi-lidad moral, se trata también de una debilidad estéticamuy constante e influyente. Seguro que Moore nos in-

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teresaría mucho más si él no se interesara tanto en símismo. Tenemos la sensación de que nos muestra unagalería de hermosos cuadros, y de que, en cada uno deellos, mediante una convención discordante, el artistaha representado la misma figura en la misma actitud.«El Gran Canal y, a lo lejos, el señor Moore», «Efectodel señor Moore a través de la niebla en Escocia», «Elseñor Moore junto a la lumbre», «Ruinas del señorMoore a la luz de la luna», etcétera, en una serie inter-minable. Sin duda, él respondería que en esos libros suintención era revelarse a sí mismo. Pero la respuesta esque en esos libros no lo logra. Una de las miles de ob-jeciones que puede hacerse al pecado de orgullo estáprecisamente en ello, en que la conciencia propia de ne-cesidad destruye la revelación propia. El hombre quepiensa mucho en sí mismo tratará de contar con mu-chos rostros, de alcanzar una excelencia teatral en to-dos los puntos, de convertirse en una enciclopedia decultura, y su verdadera personalidad se perderá en esefalso universalismo. Pensar en sí mismo le llevará a tra-tar de ser el universo; y tratar de ser el universo le harádejar de ser cualquier cosa. Si, por el contrario, el hom-bre es lo bastante sensato como para pensar sólo en eluniverso, pensará en él a su manera. Mantendrá virgenel secreto de Dios. Verá la hierba como ningún otrohombre puede verla, y verá un sol que sólo él conoce.Este hecho aparece de modo muy claro en las Confes-sions de Moore. Al leerlas no sentimos la presencia deuna personalidad definida, como la de Thackeray oMatthew Arnold. Sólo leemos una sucesión de opinio-nes bastante agudas y muy conflictivas que podrían ha-ber sido pronunciadas por cualquier persona lista pero

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que buscan la admiración, por haber salido de la plumade Moore. Él es el único hilo que une catolicismo yprotestantismo, realismo y misticismo, él, o más bien sunombre. Queda absorto incluso por opiniones que yano comparte, y espera que a nosotros también nos im-presionen. E introduce la primera persona del singularen lugares en los que no haría falta, e incluso dondehacerlo resta fuerza a la simplicidad de una afirma-ción. Donde otro diría: «Hace un buen día», Moore de-clara: «Visto a través de mis sentidos, el día me parecíabueno». Donde otro diría: «Sin duda Milton posee unestilo depurado», Moore manifestaría: «En tanto quemaestro del estilo, Milton siempre me impresionó». Lanémesis de ese carácter tan centrado en sí mismo es serdel todo improductivo. Moore ha iniciado muchas cru-zadas interesantes, pero las ha abandonado antes deque sus discípulos pudieran seguirlas. Incluso cuandose alinea con la verdad, resulta tan voluble como los hi-jos de la falsedad. Y ni siquiera cuando encuentra larealidad halla descanso. Cuenta, eso sí, con una cuali-dad irlandesa de la que nunca ha carecido un hijo de esepaís: la combatividad. Se trata sin duda de una gran vir-tud, y más en estos tiempos. Pero carece de la tenacidaden las convicciones que acompaña ese espíritu lucha-dor en hombres como Bernard Shaw. Su debilidad en laintrospección y su egoísmo en toda su gloria no le im-pide combatir, pero siempre le impedirá ganar.

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D e s a n d a l i a s y s i m p l i c i d a d

La gran desgracia del pueblo inglés moderno no es quesea más fanfarrón que cualquier otro pueblo (que no loes); es que lo es sobre unas cosas sobre las que no sepuede serlo si no se quiere perderlas. Un francés puedesentirse orgulloso por ser atrevido y lógico, sin dejarpor ello de ser atrevido y lógico. Un alemán puede sen-tirse orgulloso por ser reflexivo y ordenado sin dejarpor ello de ser reflexivo y ordenado. Pero un inglés nopuede sentirse orgulloso por ser simple y directo sin de-jar de ser simple y directo. En relación con estas extra-ñas virtudes, conocerlas es matarlas. Un hombre puedeser consciente de su heroísmo, o ser consciente de su di-vinidad, pero no puede (por más que digan todos lospoetas anglosajones) ser consciente de su inconsciencia.

No creo que pueda negarse sinceramente que ciertaparte de esta imposibilidad se vincula a algo que es muydistinto (en su propia opinión al menos) a la escuela delanglosajonismo. Me refiero a esa escuela de la vida sim-ple, que generalmente se asocia a Tolstói. Si hablar sincesar de nuestra propia robustez nos lleva a ser menosrobustos, todavía es más cierto que hablar sin cesar denuestra propia simplicidad nos hace menos simples.Una gran queja, creo yo, debe formularse contra los de-fensores de la vida simple; la vida simple en todas sus

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variadas formas, desde el vegetarianismo hasta la ho-norable coherencia de los dujobores. Esta queja contraellos se basa en que nos harían simples en cosas que noimportan, pero complejos en las cosas importantes.Nos harían simples en aspectos sin importancia, es de-cir, la dieta, la ropa, los modales, el sistema económico.Pero nos harían complejos en aspectos que sí son im-portantes: en la filosofía, en la lealtad, en la aceptacióno en el rechazo espiritual. No importa tanto que unhombre se coma un tomate crudo o asado; pero impor-ta mucho que se coma un tomate crudo con una men-te «resquemada». La única simplicidad que merece lapena conservar es la simplicidad del corazón, la simpli-cidad que acepta y disfruta. Pueden existir dudas razo-nables sobre cuál es el sistema que mejor la conserva,pero no sobre que un sistema de simplicidad la destru-ye. Hay más simplicidad en un hombre que come caviarpor seguir un impulso que en otro que come pepitasde uva por seguir unos principios. El error principal deesas personas se encuentra en la frase con la que más seidentifican: «Vida simple y pensamiento elevado». Esaspersonas no necesitan una vida simple y un pensamien-to elevado, ni serán mejores por alcanzarlos. Lo queesas personas necesitan es lo contrario. Les convendríamás una vida elevada y un pensamiento simple. Un pocode vida elevada (e insisto –con pleno sentido de la res-ponsabilidad– en lo de «un poco») les enseñaría cuál esla fuerza y el sentido de las festividades humanas, delbanquete que ha existido desde el principio del mundo.Les enseñaría el hecho histórico de que lo artificial es,en todo caso, más antiguo que lo natural. Les enseñaríaque el cáliz del amor es tan antiguo como el hambre.

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Les enseñaría que el ritualismo es anterior a cualquierreligión. Y un poco de pensamiento simple les enseña-ría qué áspero y fantasioso es el grueso de su propia éti-ca, qué civilizado y complejo debe de ser el cerebro deltolstoyano que cree sinceramente que es malo amar elpropio país y malísimo asestar un puñetazo.

Un hombre se acerca, con sus sandalias y sus ata-víos, sosteniendo con firmeza un tomate en la mano, ydice: «El afecto a la familia y a la patria son obstáculospara alcanzar el desarrollo pleno del amor humano».Por el contrario, el pensador simple sólo le responderá,con un asombro no exento de admiración: «¡Cuántascuitas habrás pasado para sentirte así!». La vida eleva-da rechazará el tomate. El pensamiento simple rechaza-rá con la misma seguridad la idea de que las guerras sonsiempre pecado. La vida elevada nos convencerá de queno hay nada más materialista que despreciar el placerpor considerarlo sólo algo material. Y el pensamientosimple nos convencerá de que no hay nada más mate-rialista que reservar nuestro horror principalmente alas heridas materiales.

La única simplicidad que importa es la del corazón.Si ésta desaparece, no habrá nabos que nos la devuel-van, ni tejidos naturales. Sólo nos la devolverán las lágri-mas, el terror y los incendios no extinguidos. Si ésta per-dura, importa muy poco que, con ella, perduren tambiénunos cuantos butacones victorianos. Proporcionemosuna imagen compleja a un viejo y simple caballero, perono hagamos lo contrario, no proporcionemos una ima-gen simple a un viejo y complejo caballero. Siempre ycuando la sociedad humana deje en paz mi interior es-piritual, yo le consentiré con relativa sumisión, que apli-

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que su salvaje voluntad a mi interior físico. Podré su-cumbir a los cigarros puros. Abrazaré humildemente labotella de borgoña. Me montaré, dócil, en un cabriolé.Haré todo eso si, haciéndolo, logro preservar la virgini-dad del espíritu, que goza con el asombro y el miedo.No digo que esos sean los únicos modos de preservarla.Me inclino a pensar que existen otros. Pero no quierosaber nada de una simplicidad carente de miedo, deasombro y de dicha a partes iguales. No quiero sabernada de esa imagen diabólica de un niño al que, de tan-ta simplicidad, no le gustan los juguetes.

Los niños son, en esta como en tantas otras cuestio-nes, la mejor guía. Y en nada se muestran más niños losniños, en nada exhiben con más precisión el orden sen-sato de la simplicidad, que en el hecho de verlo todocon simple placer, incluso las cosas complejas. El falsotipo de naturalidad incide siempre en la distinción entrenatural y artificial, mientras que la naturalidad auténti-ca ignora esa distinción. Para el niño, el árbol y la faro-la son igualmente naturales e igualmente artificiales. O,mejor dicho, ninguno de los dos es natural, sino sobre-natural. La flor con la que Dios corona uno y la llamacon la que Sam el farolero corona la otra, están hechasdel mismo oro de los cuentos de hadas. En medio de loscampos más alejados, el niño más rústico juega sin dudacon locomotoras de vapor. Y la única objeción espiri-tual o filosófica que puede hacerse a las locomotorasde vapor no es que los hombres paguen por ellas o tra-bajen en ellas, o las hagan muy feas, o incluso que éstasarrollen y maten a algunos hombres; el mal está en quela poética que los niños ven en los mecanismos no per-dure. Lo malo no es que los motores susciten mucha

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admiración, sino que no suscitan la suficiente. El peca-do no es que los motores sean mecánicos, sino que losean los hombres.

En este asunto, pues, como en todos los demás quese abordan en este libro, nuestra principal conclusión esque lo que hace falta es un punto de vista fundamental,una filosofía o una religión, y no un cambio de hábitoso rutinas sociales. Lo que más necesitamos, con finesprácticos inmediatos, son abstracciones. Necesitamosadquirir una visión correcta de los seres humanos, unavisión correcta de la sociedad humana; y si viviéramoscon entrega e ira en el entusiasmo de esas cosas, estaría-mos viviendo de manera sencilla, ipso facto, en el senti-do auténtico y espiritual del término. El deseo y el peli-gro nos hacen sencillos a todos. Y a aquellos que se nosacercan para hablarnos con elocuencia sobre Jaeger ylos poros de la piel, sobre Plasmon y los protectores delestómago, les dedicaremos las palabras que se dedicana los presumidos y a los glotones: «No os afanéis porvuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de be-ber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. Masbuscad primeramente el reino de Dios y su justicia, ytodas estas cosas os serán dadas». Esas asombrosaspalabras no son sólo una extraordinariamente buenalección de política práctica; también constituyen unamedida higiénica recomendable en extremo. La vía su-prema para lograr que avancen todos estos procesos,los procesos de la salud y la fuerza, de la gracia y la be-lleza, la única vía para asegurarnos de que son correc-tos es pensar en otra cosa. Si un hombre se empeña enescalar al séptimo cielo, seguramente no se preocuparámucho por los poros de su piel. Si fija su carro a una es-

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trella, el proceso tendrá un efecto de lo más satisfacto-rio sobre los protectores de su estómago. Pues lo queconocemos como «tomar en cuenta», aquello para loque la mejor palabra moderna es «racionalizar» es, pornaturaleza, inaplicable a todo lo doloroso y lo urgente.Los hombres «toman en cuenta» y ponderan las cosasde modo racional, tratan de aspectos remotos, aspectosque sólo importan desde el punto de vista teórico, comoson el viaje a Venus. Pero sólo cuando están en peligroracionalizan sobre algo tan práctico como es la salud.

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L a c i e n c i a y l o s s a l v a j e s

Una desventaja permanente para el estudio del folclorey los temas con él relacionados es que el hombre deciencia rara vez es también hombre del mundo. Estudiala naturaleza, pero apenas nunca se convierte en estu-diante de la naturaleza humana. E incluso cuando ven-ce esta dificultad y, en cierto sentido, sí se convierte enestudiante de la naturaleza humana, se trata sólo de unpequeño primer paso en el doloroso progreso hacia elser humano. Pues el estudio de la raza y la religión pri-mitivas se diferencia en un aspecto importante de to-dos, o casi todos, los estudios convencionales moder-nos. Un hombre puede entender de astronomía sólo sies astrónomo; puede entender de entomología sólo si esentomólogo (o, tal vez, insecto). Pero un hombre puedeentender mucho de antropología por el hecho de ser,meramente, hombre. Él es el animal al que dedica su es-tudio. De ahí surge el hecho que se da por todas partesen las investigaciones sobre etnología y folclore: que elmismo espíritu frío y distante que logra el éxito en la in-vestigación sobre astronomía o botánica, sólo obtieneel desastre en el estudio de la mitología o los orígenesdel hombre. Hace falta dejar de ser hombre para hacerjusticia a un microbio; pero no es necesario dejar de serhombre para hacer justicia a los hombres. Esa misma

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supresión de simpatías, ese mismo apartar las intuicio-nes o las corazonadas que hacen que los hombres seanpreternaturalmente aptos para abordar el estudio delestómago de una araña, es lo que les hace preternatural-mente incapaces para el estudio del corazón del hombre.Para entender la humanidad se vuelven inhumanos. Mu-chos hombres de ciencia se jactan de su ignorancia delotro mundo, pero en este asunto su defecto se pone enevidencia, no a partir de su ignorancia del otro mundo,sino de su ignorancia de éste. Pues los secretos de losque se ocupan los antropólogos se aprenden mejor, noa partir de libros o viajes, sino a partir de la relación ha-bitual de unos hombres con otros. El secreto de por quéalgunas tribus salvajes adoran a los monos, o la luna,no se descubre siquiera viajando al encuentro de esossalvajes y tomando nota de sus respuestas, por más queel más listo de los hombres decida seguir esa vía. Larespuesta a ese enigma se halla en Inglaterra; se halla enLondres. Mejor aún, se halla en su propio corazón.Cuando alguien descubre por qué, en Bond Street, loshombres llevan bombín, descubrirá, al mismo tiempo,por qué, en Tombuctú, los hombres llevan plumas ro-jas. El misterio que se oculta en alguna danza de guerrasalvaje no debe estudiarse en los libros de viajes cien-tíficos, sino en los bailes benéficos. Si alguien desea des-cubrir cuál es el origen de las religiones, que no viajehasta las islas Sándwich; que vaya a la iglesia. Si alguiendesea conocer el origen de la sociedad humana, saberqué es esa sociedad, filosóficamente hablando, que novisite el Museo Británico, que visite la sociedad.

Esta absoluta incomprensión de la verdadera natu-raleza de lo ceremonial genera las versiones más curio-

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sas y deshumanizadas sobre la conducta de los hombresen tierras o edades remotas. El científico, no dándosecuenta de que la ceremonia es esencialmente algo que seproduce sin razones, ha de hallar una razón para cadaclase de ceremonia y, como es de suponer, la razón porla que opta es de lo más absurda, pues se origina noen la mente simple del bárbaro, sino en la mente sofis-ticada del profesor. El hombre instruido dirá, por ejem-plo: «Los nativos de Mumbojumbolandia creen que losmuertos pueden comer y que exigen alimentos para cul-minar su viaje al otro mundo. Ello lo atestigua el hechode que depositan comida en la tumba, y de que toda fa-milia que no cumple con este rito es objeto de la ira delos sacerdotes y los demás miembros de la tribu». Paracualquier persona familiarizada con la humanidad, estaforma de expresarse carece de sentido. Es como decir:«Los ingleses del siglo xx creían que los muertos teníanolfato. Ello lo atestigua el hecho de que siempre cu-brían las tumbas con lirios, violetas y otras flores. Sinduda existía cierto terror provocado por sacerdotes yotros miembros de la tribu ante el incumplimiento deesta acción, pues existe constancia del disgusto de va-rias ancianas al percatarse de que sus coronas no ha-bían llegado a tiempo para el funeral». Es posible, cla-ro está, que los salvajes dejen comida en las tumbasporque crean que los muertos comen, o que les ponganarmas porque crean que pueden luchar. Pero yo, perso-nalmente, no creo que piensen nada de eso. Creo quedepositan alimentos o armas junto a los muertos por lamisma razón por la que nosotros depositamos flores. Setrata de algo de lo más natural y obvio. Nosotros nocomprendemos, es cierto, la emoción que nos lleva a

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considerarlo obvio y natural. Pero eso es porque, comosucede con todas las emociones importantes de la exis-tencia humana, se trata de algo esencialmente irracio-nal. Nosotros no comprendemos a los salvajes por lamisma razón por la que los salvajes no se comprendena sí mismos. Y los salvajes no se comprenden a sí mis-mos por la misma razón por la que nosotros no noscomprendemos a nosotros mismos.

La pura verdad es que desde el momento en que algopasa por la mente humana queda definitivamente inva-lidado para la ciencia. Se ha convertido en algo incura-blemente misterioso e infinito. El mortal se viste de in-mortalidad. Incluso lo que llamamos deseos materialesson espirituales, porque son humanos. La ciencia puedeanalizar una chuleta de cerdo y establecer cuál es suproporción de fósforo y cuál es su proporción de proteí-na. Pero la ciencia no puede analizar el deseo de unhombre por una chuleta de cerdo, ni establecer cuál essu proporción de hambre, cuál la de costumbre, cuál lade imaginación nerviosa, cuál la de amor constante porlo bueno. El deseo de un hombre por una chuleta decerdo sigue siendo, literalmente, tan místico y etéreocomo su deseo de alcanzar el cielo. Por tanto, todos losintentos de crear una ciencia de lo humano, una cienciade la historia, del folclore, de la sociología, no sólo soninútiles por naturaleza, sino que resultan descabella-dos. En historia de la economía no se puede estar másseguro de que el deseo de dinero del hombre esté moti-vado sólo por su deseo de dinero de lo que, en hagio-grafía, puede tenerse la certeza de que el deseo de unsanto por alcanzar a Dios sea meramente un deseo poralcanzar a Dios. Y esa clase de vaguedad en los fenó-

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menos objeto de estudio supone un golpe definitivopara cualquier intento de crear una ciencia. Los hom-bres pueden construir una ciencia con muy pocos ins-trumentos, o con instrumentos muy rudimentarios. Peronadie en esta Tierra podría construir una ciencia coninstrumentos imprecisos. El hombre podría desarrollartoda la matemática con un puñado de piedras, pero nocon un puñado de barro que no dejara de romperse enfragmentos para crear nuevas combinaciones. El hom-bre podría medir el cielo y la tierra con una caña, perono con un junco en proceso de crecimiento.

Por constituir uno de los disparates más grandes delfolclore, centrémonos en el caso de la «transmigraciónde historias», y en la supuesta unidad de sus fuentes.Los expertos en mitología se han dedicado a extraer desu lugar de la historia, y a colocar juntos, relatos simila-res en sus museos de fábulas. Se trata de un procedi-miento laborioso, fascinante, que se basa en su conjuntoen una de las mayores falacias del mundo. Que un rela-to se haya contado en todo el mundo en uno u otro mo-mento, no sólo no demuestra que nunca haya tenidolugar; es que no sugiere vagamente, ni indica que sea li-geramente más probable que nunca haya ocurrido. Quemuchos pescadores hayan afirmado erróneamente quehan pescado un lucio de más de medio metro no afec-ta a la cuestión de si alguien, en efecto, lo ha hecho al-guna vez. Que incontables periodistas anuncien, sólopor dinero, una guerra franco-alemana, no aclara enuno u otro sentido el espinoso asunto de si esa guerraocurrió alguna vez. Sin duda, en algunos siglos, las in-numerables guerras franco-alemanas que no tuvieronlugar habrán apartado de la mente de los científicos

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toda creencia en la guerra de la década de 1870, que síse libró. Pero eso será porque, si todavía quedan estu-diosos del folclore, su naturaleza seguirá siendo la mis-ma; y sus servicios al folclore seguirán siendo lo queson hoy, mayores de lo que ellos creen. Pues, en reali-dad, esos hombres hacen algo mucho más divino queestudiar las leyendas: las crean.

Existen dos clases de relatos que, según afirman loscientíficos, no pueden ser ciertos, dado que todo elmundo los cuenta. La primera clase es la de los relatosque se cuentan en todas partes, por ser raros o muy in-geniosos; no hay nada en el mundo que impida que lehayan sucedido a alguien como aventura, del mismomodo que no hay nada que impida que se le hayan ocu-rrido, como sin duda se le ocurrieron, a alguien comoidea. Pero no es probable que esas cosas les hayan su-cedido a muchas personas. La segunda clase de sus«mitos» consiste en las historias que se cuentan en to-das partes por la sencilla razón de que suceden en todaspartes. De la primera clase, por ejemplo, podríamos to-mar la historia de Guillermo Tell, que ahora suele in-cluirse en el grupo de las leyendas sobre la única basede que aparece como relato de otros pueblos. Es eviden-te que se cuenta en todas partes porque, ya sea verda-dera o falsa, es lo que se conoce como «una buena his-toria»; es rara, emocionante y contiene un clímax. Perosugerir que un incidente tan excepcional no pudo ocu-rrir nunca en toda la historia de la arquería o que no leocurrió a la persona de la que se cuenta, es un acto deabsoluta imprudencia. La idea de disparar a una dianapegada al cuerpo de una persona importante o queridapodría habérsele ocurrido a cualquier poeta con imagi-

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nación. Pero también a un arquero fanfarrón. Podríatratarse del capricho fantástico de algún juglar, sí; perotambién del capricho fantástico de algún tirano. Podríahaber ocurrido primero en la vida real y después en lasleyendas. O también podría haber sucedido primero enlas leyendas y después en la vida real. Y si nadie ha dis-parado nunca una flecha contra una manzana colocadaen la cabeza de un niño, ello no implica que no pudierasuceder mañana por la mañana, y ser el acto, además,de alguien que no hubiera oído hablar nunca de Gui-llermo Tell.

Este tipo de relato puede, ciertamente, compararsecon bastante propiedad a las anécdotas corrientes queacaban con una salida graciosa o subida de tono. Unaréplica tan famosa como el «je ne vois pas la nécessité»,se ha atribuido a Talleyrand, a Voltaire, a Enrique IV, aun juez anónimo, etcétera. Pero esa diversidad no con-vierte en menos probable el hecho de que pudiera serpronunciada. Es muy probable que fuera pronunciadapor algún desconocido. Es muy probable que, en efec-to, la pronunciara Talleyrand. Sea como fuere, no re-sulta más difícil creer que la gracia pudiera habérseleocurrido a un hombre en plena conversación que a unhombre en el proceso de escribir sus memorias. Podríahabérsele ocurrido a cualquiera de los hombres que hemencionado. Pero hay algo que la distingue, y es queno es probable que se le hubiera ocurrido a todos ellos.Y en esto es en lo que el primer tipo de los llamados«mitos» difiere del segundo al que me he referido pre-viamente. Pues existe un segundo tipo de incidente queresulta común en las historias de cinco o seis héroes, di-gamos Sigfrido, Hércules, Rustem, el Cid, etcétera. Y la

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peculiaridad de ese mito es que no sólo es muy razona-ble imaginar que lo que cuenta le sucedió a uno deellos, sino que es muy razonable imaginar que les suce-dió a todos ellos. Una de esas historias, por ejemplo, esla de un gran hombre que ve mermada su fuerza por lamisteriosa debilidad que siente por una mujer. El relatoanecdótico, el de Guillermo Tell es, como he dicho, po-pular por su peculiaridad. Pero este tipo de historia, lahistoria de Sansón y Dalila, de Arturo y Ginebra, es cla-ramente popular por su no peculiaridad. Es popular enel sentido en que lo es la buena ficción, porque cuentala verdad de la gente. Si la ruina de Sansón causada poruna mujer, y la ruina de Hércules causada por una mujer,cuentan con un origen legendario común, resulta grati-ficante saber que también podemos explicar, a modo defábula, la ruina de Nelson por causa de una mujer y laruina de Parnell por causa de una mujer. Como tampo-co me cabe duda de que, transcurridos unos siglos, losestudiosos del folclore se negarán a creer que ElizabethBarret se escapó con Robert Browning, y demostraránsu tesis mediante el hecho incuestionable de que mu-chas obras de ficción de la época incluían detalladas es-cenas de fugas amorosas.

Tal vez el más patético de todos los engaños de losestudiosos modernos sobre creencias primitivas sea laidea que tienen sobre lo que llaman el «antropomorfis-mo». Creen que los hombres primitivos atribuían fenó-menos a dioses con forma humana para poder expli-carlos porque su mente, tan limitada, no iba más alláde su grotesca existencia. Del trueno se decía que era lavoz de un hombre, del rayo, que se trataba de los ojosde un hombre, porque con esa explicación se sentían

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más tranquilos. La cura final contra esta clase de filo-sofía pasa por salir a la calle al caer la noche. Quien lohaga descubrirá que los hombres imaginaban algo se-mihumano en el reverso de las cosas, no porque esa ideafuera natural, sino porque era sobrenatural; no porquehiciera las cosas más comprensibles, sino porque las ha-cía cien veces más incomprensibles y misteriosas. Puesun hombre que camine por una calle, de noche, puedepercatarse del hecho conspicuo de que, en tanto la na-turaleza siga su propio curso, no tiene el menor podersobre nosotros. Mientras un árbol sea un árbol, será unmonstruo de cien brazos, de mil lenguas y una sola len-gua. Pero mientras un árbol sea un árbol, no nos asus-ta en absoluto. Empieza a ser algo ajeno, a convertirseen algo extraño, cuando se parece a nosotros. Cuandoun árbol se parece a un hombre, nos tiemblan las pier-nas. Y cuando todo el universo se parece a un hombre,caemos de bruces.

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E l p a g a n i s m o y L o w e s D i c k i n s o n

Sobre el nuevo paganismo (o neopaganismo), tal comofue espectacularmente predicado por Swinburne, o deli-cadamente por Walter Pater, no hay necesidad de dejarmucha constancia, excepto como algo que dejó tras desí incomparables ejercicios en la literatura inglesa. Elnuevo paganismo ya no es nuevo, y nunca, en ningúnmomento, se pareció lo más mínimo al paganismo. Lasideas sobre la civilización antigua que han arraigado enla mentalidad pública son ciertamente extraordinarias.El término «pagano» se usa constantemente en la fic-ción y en la literatura superficial como sinónimo de«hombre sin religión», cuando lo cierto es que el paga-no solía ser un hombre con media docena de ellas. Lospaganos, según esta noción, se pasaban el día tocándo-se con coronas de flores y bailando en estado de em-briaguez, cuando lo cierto es que, si había dos cosas enlas que la mejor civilización pagana creía sinceramente,eran en un sentido de la dignidad bastante rígido y enun sentido de la responsabilidad rígido en exceso. A lospaganos se los representa, sobre todo, como ebrios y li-bertinos, cuando lo cierto es que, sobre todo, eran razo-nables y respetables. Se les alaba por desobedientes,cuando poseían sólo una gran virtud: su obediencia cí-vica. Se les envidia y se les admira por ser desvergonza-

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damente felices, cuando lo cierto es que su único granpecado era la desesperación.

Lowes Dickinson, el más maduro y provocador delos escritores que últimamente han abordado este temay otros similares, es un hombre demasiado sólido comopara haber caído en el viejo error de considerar el pa-ganismo como una mera forma de anarquía. Para usaren beneficio propio ese entusiasmo helénico que tienecomo ideal el mero apetito y el egotismo, no hace fal-ta conocer gran cosa de filosofía, basta con saber algode griego. Lowes Dickinson sabe bastante de filosofía,así como mucho griego, y su equivocación, si es que seequivoca, no es la del simple hedonista. Pero la diferen-cia que establece entre cristianismo y paganismo en lacuestión de los ideales morales –diferencia que exponecon maestría en un ensayo titulado «How long haltye?» [«¿Hasta cuándo claudicaréis?»] publicado en laIndependent Review– contiene, en mi opinión, un errormás profundo. Según él, el ideal del paganismo no era,claro está, un mero paroxismo de desenfreno, libertady capricho, sino un ideal de humanidad plena y satisfe-cha. Según él, el ideal del cristianismo es un ideal de as-cetismo. Cuando digo que creo que su idea es del todoerrónea filosófica e históricamente, no me refiero eneste momento a ningún cristianismo ideal de mi crea-ción, y ni siquiera al cristianismo primitivo no mancha-do por los acontecimientos posteriores. Yo no me baso,como hacen muchos idealistas cristianos modernos, enalgunas de las cosas que dijo Jesús. Como tampoco mebaso, como hacen muchos otros idealistas cristianos, enalgunas de las cosas que Jesús se olvidó de decir. Yotomo el cristianismo histórico con todos los pecados

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que arrastra. Lo tomo como tomaría el jacobinismo, elmormonismo o cualquier otro producto humano, im-puro y desagradable, y afirmo que el sentido de su ac-ción no se encuentra en el ascetismo. Afirmo que suseparación respecto del paganismo no fue el ascetismo.Afirmo que lo que le ha diferenciado del mundo mo-derno no ha sido el ascetismo. Afirmo que san Simeónel Estilita no se inspiró principalmente en el ascetismo.Afirmo que el principal impulso cristiano no puededescribirse como ascetismo, ni siquiera en el caso de losascetas.

Permítaseme aclarar este punto. Existe un hecho evi-dente respecto de las relaciones entre cristianismo y pa-ganismo que resulta tan simple que muchos sonreiránal leerlo pero que, a la vez, es de tan gran importanciaque los modernos lo olvidan. El hecho primordial sobreel cristianismo y el paganismo es que uno vino despuésdel otro. Lowes Dickinson habla de ellos como si fue-ran ideales paralelos, incluso se refiere al paganismocomo si hubiera sido más reciente y resultara más ade-cuado para una nueva era. Sugiere que el ideal paganoserá el bien último de la humanidad; pero si eso es así,debemos al menos preguntarnos, con más curiosidad dela que nos permite, por qué sucedió que el hombre, trashallar en esta Tierra, bajo las estrellas, ese bien último,lo desechó. Es ese un enigma extraordinario al que in-tentaré dar respuesta.

Sólo existe una cosa en el mundo moderno que sehaya puesto a la altura del paganismo; sólo existe unacosa en el mundo moderno que, en ese sentido, sepaalgo sobre paganismo, y esa cosa es el cristianismo.Este hecho es, en realidad, el punto débil de todo ese

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neopaganismo hedonista al que me refería. Todo lo queperdura de los antiguos himnos y de las antiguas dan-zas de Europa, todo lo que nos ha llegado de las festivi-dades dedicadas a Apolo o a Pan, se encuentra en losfestivales del mundo cristiano. Si alguien desea sosteneren sus manos una cadena cuyos primeros eslabones launen a los misterios paganos, lo mejor que puede haceres agarrar una de las varas de flores que se preparan enPascua, o una de las ristras de salchichas típicas de laNavidad. Todo lo demás, en el mundo moderno, es deorigen cristiano, incluso todo lo que parece más anti-cristiano. La Revolución Francesa es de origen cristia-no. Los periódicos son de origen cristiano. Los anar-quistas son de origen cristiano. La ciencia física es deorigen cristiano. El ataque al cristianismo es de origencristiano. En este momento presente, hay sólo una cosade la que pueda predicarse con cierta exactitud que es deorigen pagano, y esa cosa es el cristianismo.

La verdadera diferencia entre paganismo y cristia-nismo se resume a la perfección en la diferencia queexiste entre las virtudes paganas, o naturales, y las tresvirtudes cristianas, que la Iglesia de Roma denomina«virtudes de gracia». Las virtudes paganas, o racionales,como son la justicia o la templanza, también han sidoadoptadas por el cristianismo. Las tres virtudes místi-cas que el cristianismo no ha adoptado, sino que las hainventado, son la fe, la esperanza y la caridad. Sobre es-tas tres palabras se podría verter gran cantidad de retó-rica fácil y hueca, pero aquí sólo deseo limitarme a doshechos que, respecto de ellas, resultan evidentes. El pri-mer hecho evidente (en marcado contraste con el enga-ño del pagano danzante), el primer hecho evidente, in-

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sisto, es que las virtudes paganas, como la justicia y latemplanza, son virtudes tristes, mientas que las virtudesmísticas de la fe, la esperanza y la caridad, son virtu-des alegres y expansivas. Y el segundo hecho evidente,que resulta más evidente aún que el primero, es que lasvirtudes paganas son razonables, mientras que las vir-tudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad nopodrían ser, en esencia, menos razonables.

Como el término «razonable», y su contrario, puedenprestarse a confusión, tal vez el asunto se acote más si de-cimos que cada una de esas virtudes cristianas o místicasentraña una paradoja en su naturaleza, y que eso no esasí en el caso de las virtudes paganas o racionales. La jus-ticia consiste en encontrar algo que corresponde a unhombre y dárselo. La templanza consiste en hallar el lí-mite adecuado a una indulgencia concreta y regirse porél. Pero la caridad significa perdonar lo imperdonable,pues si no, no es virtud ni es nada. La esperanza significaesperar cuando la situación resulta desesperada, pues sino, no es virtud ni es nada. Y la fe significa creer en lo in-creíble, pues si no, no es virtud ni es nada.

Resulta sin duda divertido constatar la diferente suer-te que han corrido estas tres paradojas en la mentalidadmoderna. La caridad es una virtud que está de moda ennuestro tiempo, prendida por el gran faro de Dickens.La esperanza también está de moda en nuestros días;nuestra atención lleva tiempo prendada de ella graciasa la súbita trompeta de plata de Stevenson. Pero la fe noresulta nada moderna, y suele criticarse desde todas lasbandas por el hecho de constituir, precisamente, unaparadoja. Todo el mundo repite, burlón, la definicióninfantil según la cual la fe es «el poder de creer lo que

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sabemos que es falso». Y sin embargo no hay nada queresulte más paradójico que la esperanza y la caridad. Lacaridad es el poder de defender lo que sabemos que esindefendible. La esperanza es el poder de permaneceralegres en circunstancias que sabemos desesperadas. Escierto que existe un estado de esperanza que pertenecea las brillantes perspectivas de la mañana, pero esa noes la virtud de la esperanza. La virtud de la esperanzaexiste sólo tras un terremoto, durante un eclipse. Escierto que existe algo que suele llamarse caridad, y queequivale a la caridad que se ejerce con los pobres, quese lo merecen. Pero la caridad ejercida con quienes lamerecen no es en absoluto caridad, sino justicia. Sonquienes no la merecen los que la necesitan, y el ideal, obien no existe en absoluto, o bien existe del todo paraellos. Por razones prácticas, es en el momento desespe-rado cuando nos hace falta el hombre esperanzado, yesa virtud, o bien no existe en absoluto, o bien empiezaa existir en ese momento. Exactamente en ese instanteen que la esperanza deja de ser razonable y pasa a serútil. Pues bien, el viejo mundo pagano avanzaba de-recho hasta que descubrió que avanzar derecho es unenorme error. Era noble, hermoso y razonable, y descu-brió, con los últimos estertores de la muerte, esta ver-dad constante y valiosa, una herencia de los siglos: quelo razonable no sirve. La edad pagana fue ciertamenteun edén, o edad de oro, en ese sentido esencial, que yano ha de volver. Y no ha de volver en el sentido de que,por más que ahora somos mucho más alegres que lospaganos, y tenemos mucha más razón que los paganos,no hay ni uno solo de nosotros que pueda, aun ejer-ciendo el mayor de los esfuerzos, llegar a ser tan sensa-

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to como los paganos. Esa inocencia desnuda del inte-lecto no la recuperará ni un solo hombre después delcristianismo. Y por esa excelente razón, todos los hom-bres posteriores al surgimiento del cristianismo sabenque resulta desorientadora. Tomemos un ejemplo, el pri-mero que se nos venga a la mente, para ilustrar esa sen-cillez imposible desde el punto de vista pagano. El ma-yor tributo al cristianismo en el mundo moderno es el«Ulises» de Tennyson. El poeta lee, en el relato de Uli-ses, la concepción de un deseo incurable de viajar. Peroel verdadero Ulises no desea en absoluto viajar. Lo quedesea es regresar a casa. Demuestra sus cualidades he-roicas e inconquistables en su resistencia a las adversi-dades que le acechan; pero eso es todo. No hay el másmínimo amor a la aventura por la aventura, pues eso esun invento cristiano. No hay amor a Penélope por Pe-nélope; eso también es un invento cristiano. Todo, enese mundo antiguo, parece haber sido diáfano, eviden-te. Un hombre bueno era un hombre bueno; un hombremalo, un hombre malo. Por ello carecían de caridad; lacaridad es un agnosticismo reverente hacia la comple-jidad del alma. Y por ello carecían del arte de la ficción,de la novela; pues la novela es una creación de la ideamística de la caridad. Para ellos, un paisaje agradableera agradable, y un paisaje desagradable era desagrada-ble. Por ello no tenían idea de lo que era una novela decaballerías; pues las novelas de caballerías consistenen pensar que algo es más apetecible por ser más peli-groso, y eso es una idea cristiana. En una palabra, nopodemos reconstruir, y no podemos imaginar siquiera,el hermoso y asombroso mundo pagano. Era un mun-do en el que el sentido común era, en efecto, común.

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Espero que lo que pienso respecto de las tres virtu-des de las que he hablado haya quedado lo suficien-temente claro. Las tres resultan paradójicas, las tres re-sultan prácticas, y las tres resultan paradójicas porresultar prácticas. Fue la tensión de la necesidad másimperiosa, así como el terrible conocimiento de que lascosas son como son, lo que llevó al hombre a plantearesos enigmas, y a morir por ellos. Sea cual sea el senti-do de la contradicción, es el hecho de que la única cla-se de esperanza que sirve de algo en cualquier batalla esla esperanza que niega la aritmética. Sea cual sea el sen-tido de la contradicción, es el hecho de que la única cla-se de caridad que desea todo espíritu débil, o que cual-quier espíritu fuerte siente, es la caridad que perdonaesos pecados que son como escarlata. Sea cual sea el sig-nificado de la fe, ha de implicar siempre certidumbresobre algo que no se puede demostrar. Así, por ejemplo,creemos mediante la fe en la existencia de las demáspersonas.

Pero existe otra virtud cristiana, una virtud muchomás inequívocamente vinculada al cristianismo, queilustrará mejor incluso la relación que existe entre laparadoja y la necesidad de tipo práctico. De esta virtudno puede cuestionarse su poder como símbolo históri-co; sin duda, Lowes Dickinson no la cuestionaría. Hasido emblema de cientos de campeones de la cristian-dad. Ha sido motivo de mofa para cientos de oponen-tes al cristianismo. Constituye, en esencia, la base de ladistinción que Dickinson plantea entre cristianismo ypaganismo. Me estoy refiriendo, claro está, a la virtudde la humildad. No me cuesta lo más mínimo admitirque existe una gran cantidad de falsa humildad oriental

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(es decir, de humildad estrictamente ascética), mezcladacon la corriente principal del cristianismo occidental.No debemos olvidar que cuando hablamos de cristia-nismo hablamos de todo un continente, y de un perio-do que abarca más de mil años. Pero de esta virtud, másaún que de las otras tres, sostengo lo dicho anterior-mente. La civilización descubrió la humildad cristianapor la misma razón imperiosa por la que descubrió la fey la caridad, es decir, porque la civilización cristiana ha-bría muerto de no haberla descubierto.

El gran descubrimiento psicológico del paganismo,que lo llevó a convertirse en cristianismo, puede expre-sarse con bastante precisión en una sola frase. El paga-no pretendía, haciendo gala de una admirable sensatez,pasarlo bien consigo mismo. Hacia el final de su civili-zación ya había descubierto que el hombre no puede pa-sarlo bien consigo mismo y pretender pasarlo bien connada más. Lowes Dickinson ha señalado, con unas pa-labras tan bien escogidas que no precisan de ulterior di-lucidación, la superficialidad absurda de quienes imagi-nan que el pagano disfrutaba consigo mismo sólo en elsentido material. Es muy cierto que disfrutaba consigomismo, y ni siquiera sólo intelectualmente, sino moral-mente, espiritualmente. Pero era de sí mismo de lo quedisfrutaba, algo, por otra parte, muy natural. Pues bien,el descubrimiento psicológico es, sencillamente, éste:que mientras se suponía que el disfrute más pleno posi-ble se lograba mediante la extensión de nuestro egohasta el infinito, la verdad era que el disfrute más plenoposible se logra reduciendo nuestro ego a cero.

La humildad es lo que renueva eternamente la Tierray las estrellas. Es la humildad, y no el deber, lo que pre-

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serva las estrellas del error, del imperdonable error de laresignación casual. Es mediante la humildad como loscielos para nosotros más antiguos siguen frescos y fuer-tes. La maldición que se produjo antes de la historia hapuesto en nosotros la tendencia a cansarnos de las ma-ravillas. Si viéramos el sol por vez primera, nos parece-ría el meteoro más temible y hermoso de todos. Perocomo lo vemos por centésima vez, lo llamamos, porusar el odioso y blasfemo verso de Wordsworth, «la luzdel día común». Nos sentimos inclinados a incrementarnuestras exigencias. Nos sentimos inclinados a exigirseis soles, a exigir un sol azul, a exigir un sol verde. Lahumildad nos devuelve siempre a la oscuridad primera.En ella, toda la luz resulta deslumbrante, desconcer-tante, instantánea. Hasta que no entendamos esa oscu-ridad primigenia, en la que carecemos de visión y deexpectativas, no podremos ensalzar sincera e infantil-mente el espléndido sensacionalismo de las cosas. Lostérminos «pesimismo» y «optimismo», como la mayoríade los términos modernos, están exentos de significado.Pero si pueden usarse en sentido vago para indicar algo,podríamos decir que, en esta importante cuestión, elpesimismo es la base misma del optimismo. El hombreque se destruye a sí mismo crea el universo. Es para elhombre humilde, y sólo para él, para quien el sol es real-mente un sol; es para el hombre humilde, y sólo para él, para quien el mar es realmente el mar. Cuando obser-va todos los rostros en la calle, no sólo se da cuenta deque todos los hombres están vivos, se da cuenta con te-atral placer de que no están muertos.

No he hablado de otro aspecto del descubrimientode la humildad entendida como necesidad psicológica,

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porque en él suele insistirse más, y resulta en sí mismomás obvio. Pero es igualmente claro que la humildad esuna necesidad permanente entendida como condiciónpara el esfuerzo y la autoevaluación. Una de las fala-cias de la política ultranacionalista es que una nación esmás fuerte por despreciar a otras naciones. De hecho,las naciones más fuertes son aquellas que, como Prusiay Japón, partiendo de unos orígenes muy pobres, no semostraron tan orgullosas como para no sentarse a lospies del extranjero y aprenderlo todo de él. Casi todaslas victorias más claras y directas han sido logros deplagiadores. Sí, es cierto que se trata de un subproductomuy secundario de la humildad, pero no por ello dejade ser un producto de la humildad, y por ello triunfa.Prusia carecía de humildad cristiana en su organizacióninterna, y su organización interna resultaba muy triste.Pero sí tuvo la humildad cristiana suficiente como paracopiar descaradamente a Francia (incluso en la poesíade Federico el Grande), y quien tuvo la humildad de co-piar tuvo al fin el honor final de conquistar. El caso delos japoneses resulta más obvio aún; su única cualidadcristiana y hermosa es que se han humillado a sí mis-mos para exaltarse. Sin embargo, todo este aspecto dela exaltación, en tanto que conectado a los aspectos delesfuerzo y la lucha por alcanzar una posición supe-rior a la nuestra, ha quedado suficientemente expuestopor casi todos los escritores idealistas.

Aun así, tal vez merezca la pena señalar la interesan-te disparidad que existe en la cuestión de la humildadentre la idea moderna de lo que es un hombre fuerte yla constancia de hombres fuertes. Carlyle se oponía a lamáxima según la cual nadie puede ser un héroe a ojos

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de su mayordomo. Si lo que pretendía era indicar sim-plemente que esa máxima supone una diatriba contra elculto al héroe, no podemos sino mostrarnos de acuerdocon él. El culto al héroe es, sin duda, un impulso gene-roso y humano. Tal vez el héroe tenga sus defectos,pero el culto no ha de tenerlos. Es posible que nadiepueda ser héroe a ojos de su mayordomo. Pero cual-quier hombre puede ser mayordomo de su héroe. Contodo, en realidad, tanto la máxima en sí como la críticade Carlyle referida a ella pasan por alto el aspecto másimportante en relación con el tema; la verdad psicoló-gica última no es que nadie sea héroe para su mayordo-mo. La verdad psicológica última, el cimiento del cris-tianismo, es que nadie puede ser héroe para sí mismo.Cromwell, según Carlyle, era un hombre fuerte. Perosegún él mismo, era débil.

El punto débil de la defensa que Carlyle hace de laaristocracia radica, precisamente, en su frase más céle-bre. Carlyle dijo que casi todos los hombres son necios.El cristianismo, en cambio, haciendo gala de un realis-mo más seguro y reverente, asegura que necios lo sontodos. A esta doctrina se la conoce a veces como doc-trina del pecado original. También puede describirsecomo doctrina de la igualdad de los hombres. Pero supunto esencial es éste: que por más primarios y genera-les que sean los peligros morales que afectan a los hom-bres, afectan a todos los hombres. Todos los hombrespueden ser criminales, si se les tienta; todos los hom-bres pueden ser héroes, si se les inspira. Y esta doctrinaecha por tierra la patética creencia de Carlyle (o decualquiera que defienda esa patética creencia) en «unospocos sabios». No existen esos «pocos sabios». Toda la

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aristocracia que ha existido siempre se ha comportado,en lo esencial, igual que un pequeño clan. Toda oligar-quía no es más que un corrillo de hombres en la calle o,lo que es lo mismo, un grupo de gente muy alegre, perono infalible. Y ni a una sola oligarquía en la historia dela humanidad se le han dado tan mal los asuntos prác-ticos como a las oligarquías más orgullosas: la oligar-quía de Polonia, la de Venecia. Y los ejércitos que conmás rapidez y por sorpresa han destrozado a los enemi-gos han sido los ejércitos religiosos: los ejércitos musul-manes, por ejemplo, o los puritanos. Y un ejército reli-gioso puede, por su misma naturaleza, definirse comoun ejército en el que a todos sus miembros se les enseñano a ensalzarse a sí mismos, sino a avergonzarse. Mu-chos ingleses modernos se consideran a sí mismos losrobustos descendientes de sus robustos padres purita-nos, cuando, en realidad, saldrían corriendo si vieranaparecer una vaca. Si preguntáramos a un padre puri-tano, si preguntáramos a Bunyan, si se considerabafuerte, él respondería, con lágrimas en los ojos, que eramás débil que el agua. Y a causa de ello habría sopor-tado torturas. Y esa virtud de la humildad, si bien re-sulta práctica a la hora de ganar batallas, siempre serálo bastante paradójica como para desconcertar a los pe-dantes. Va de la mano con las virtudes de la caridad y elrespeto. Toda persona generosa admitirá que la únicaclase de pecado que la caridad debe perdonar es el pe-cado que resulta inexcusable. Y toda persona generosaadmitirá igualmente que el único orgullo verdadera-mente perjudicial es el orgullo del hombre que tienealgo de lo que enorgullecerse. El orgullo que, propor-cionalmente hablando, no daña el carácter, es el de las

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cosas que no reflejan ningún mérito de la persona. Así,a un hombre no le hace ningún daño sentirse orgullosode su país, y le hace un daño comparativamente muypequeño sentirse orgulloso de sus antepasados remo-tos. Más daño le hace enorgullecerse de haber ganadodinero, porque en eso tiene algo más de motivo para elorgullo. Y más daño aún le hace enorgullecerse de loque es más noble que el dinero: el intelecto. Finalmen-te, lo que más daño le hace es sentir orgullo de lo másvalioso de la Tierra: la bondad. El hombre que se sienteorgulloso de lo que es sin duda un mérito suyo es el fa-riseo, el hombre a quien ni el mismo Cristo pudo abste-nerse de criticar.

Mi objeción a Lowes Dickinson y los defensores delideal pagano es, pues, ésta. Yo los acuso de ignorarunos descubrimientos humanos que son definitivos enel mundo moral, descubrimientos tan definitivos, aun-que no tan materiales, como el descubrimiento de la cir-culación de la sangre. No podemos regresar a un idealde razón y cordura, pues la humanidad ha descubiertoque la razón no conduce a la cordura. No podemos re-gresar al ideal del orgullo y el goce, pues la humanidadha descubierto que el orgullo no conduce al goce. Igno-ro por qué extraordinario accidente mental los escri-tores modernos relacionan constantemente la idea deprogreso a la de pensamiento independiente. El progre-so es obviamente la antítesis del pensamiento indepen-diente. Pues, a la sombra del pensamiento independien-te o individualista, todo hombre ha de empezar por elprincipio y sólo llega, con toda probabilidad, tan lejoscomo su padre. Pero si algo tiene la naturaleza del pro-greso, ese algo debe ser, sobre todas las cosas, el estudio

El paganismo y Lowes Dickinson

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detallado y la aceptación de todo el pasado. Y acuso aLowes Dickinson, y a su escuela, de reaccionarios en elúnico sentido verdadero del término. Si así lo desea,que prescinda él de los grandes misterios históricos: delmisterio de la caridad, del misterio de la esperanza,del misterio de la fe. Si así lo desea, que prescinda delarado y de la imprenta. Pero si nos dedicamos a reviviry a perseguir el ideal pagano de una búsqueda propiade lo simple y lo racional, acabaremos donde acabó elpaganismo. Y no me refiero a que acabaremos en ladestrucción, sino a que acabaremos en el cristianismo.

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X I I I

C e l t a s y « c e l t ó f i l o s »

La ciencia, en el mundo moderno, tiene muchos usos,aunque el principal de ellos, con todo, es el de generarpalabras muy largas y disimular los errores de los ricos.El término «cleptomanía» es un vulgar ejemplo de ello.Y está a la altura de la curiosa teoría que siempre seaventura cuando una persona rica o importante se ha-lla en la picota, y que consiste en decir que la divulga-ción de su falta siempre es más castigo para los ricosque para los pobres. Lo cierto, por supuesto, es preci-samente lo contrario. La divulgación de una falta esmás castigo para un pobre que para un rico. Cuantomás rico es un hombre, más fácil le resulta ser un pillo.Cuanto más rico es un hombre, más fácil le resulta serpopular y gozar del respeto general en las «Islas Caní-bales». Pero cuanto más pobre es un hombre, más pro-bable es que deba presentar su vida pasada cada vezque quiera pasar la noche en algún establecimiento. Elhonor es un lujo para los aristócratas, pero una necesi-dad para los porteros. Este es un asunto secundario,pero constituye un ejemplo de la proposición generalque planteo, una proposición según la cual una enormecantidad de ingenio moderno se consume en defenderla conducta indefendible de los poderosos. Como aca-bo de anticipar, estas defensas suelen mostrarse de ma-

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nera más enfática cuando apelan, en sus formas, a laciencia física. Y de todas las formas en que la ciencia, ola seudociencia, ha acudido al rescate de los ricos y losestúpidos, no hay ninguna otra tan singular como lasingular invención de la teoría de las razas.

Cuando una nación rica como la inglesa descubre elhecho patente de que, en una nación más pobre, comola irlandesa, está creando un desastre intolerable, se de-tiene un instante, consternada, y empieza a referirse alos celtas y los teutones. Según lo que entiendo yo deesa teoría, los irlandeses son celtas y los ingleses, teuto-nes. Lo cierto, claro está, es que los irlandeses no sonmás celtas de lo que los ingleses son teutones. No he se-guido la discusión etnológica con mucho empeño, perola última conclusión científica que leí se decantaba, bá-sicamente, por la idea de que los ingleses eran sobretodo celtas, y los irlandeses, teutones. Pero ningún hom-bre vivo con el más leve sentido auténticamente cien-tífico se plantearía siquiera aplicar los términos «celta»o «teutón» a cualquiera de los dos en sentido positivo outilitario.

Esas cosas deben quedar para quienes hablan de la«raza anglosajona» y extienden la expresión a Amé-rica. Qué proporción de la sangre de los anglos y lossajones (fueran quienes fueran) perdura en nuestra grey,mezcla de británicos, romanos, germanos, daneses, nor-mandos y picardos, es un asunto que sólo debe intere-sar a los anticuarios más desbocados. Y qué proporciónde esa sangre ya de por sí diluida pueda perdurar en eseinmenso remolino de América, al que sin cesar se vier-ten cataratas de suecos, judíos, alemanes, irlandeses eitalianos, es un asunto que sólo ha de interesar a los lu-

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náticos. Habría resultado más sensato para la clase go-bernante británica haber recurrido a algún otro dios.Todos los demás dioses, por más débiles y belicosos quesean, al menos se jactan de ser constantes. Pero la cien-cia se jacta de hallarse en perpetuo flujo; se jacta de sertan inestable como el agua.

E Inglaterra y la clase gobernante inglesa nunca re-currió a esa absurda deidad de la raza hasta que, por uninstante, le pareció que no tenía ningún otro dios al querecurrir. Los ingleses más auténticos de la historia ha-brían bostezado o se habrían reído sin disimulo si noshubiéramos puesto a hablar de los anglosajones. Y si hu-biéramos tratado de reemplazar el ideal de la naciona-lidad por el de la raza, no quiero no pensar qué habríanreplicado. No me habría gustado encontrarme en la pieldel oficial de Nelson en el momento de descubrir su san-gre francesa la víspera de Trafalgar. No me habría gus-tado ser ese caballero de Norfolk o Suffolk que tuvieraque aclarar al almirante Blake por qué vínculos genea-lógicos demostrables se hallaba irrevocablemente liga-do a los holandeses. La verdad del asunto es muy senci-lla. La nacionalidad existe, y no tiene nada que ver conla raza. La nacionalidad es algo así como una iglesia ouna sociedad secreta: se trata de un producto del almay la voluntad humanas; se trata, por tanto, de un pro-ducto espiritual. Y hay hombres, en el mundo moder-no, que estarían dispuestos a pensar y a hacer cualquiercosa con tal de no admitir que algo puede ser un pro-ducto espiritual.

Y, sin embargo, una nación, en contra de la nocióndel mundo moderno, es un producto puramente espiri-tual. En ocasiones ha surgido con la independencia,

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como en el caso de Escocia. En ocasiones ha surgido conla dependencia, con la subyugación, como en el caso deIrlanda. A veces es algo muy extenso que proporcionacoherencia a muchas cosas pequeñas, como en el casode Italia. Y a veces se trata de algo pequeño que se dis-grega a partir de cosas más grandes, como en el caso dePolonia. Pero en cada caso, su naturaleza es esencial-mente espiritual o, si se prefiere, puramente psicológi-ca. Es el momento en que cinco hombres se conviertenen un sexto hombre. Eso lo saben todos los que algunavez han fundado un club. Es el momento en que cincolugares se convierten en un lugar. Eso lo saben todos losque han debido repeler alguna invasión. Timothy Healy,el intelecto más serio de la actual Casa de los Comunes,definió la nacionalidad a la perfección cuando, simple-mente, dijo que se trataba de algo por lo que la genteestaba dispuesta a morir. Como declaró ingeniosamen-te, en respuesta a una intervención de lord Hugh Cecil,«nadie, ni siquiera el noble lord, moriría por el Meri-diano de Greenwich». Y ese es el gran tributo a su ca-rácter puramente psicológico. Es ocioso preguntarse porqué Greenwich no se adhiere a esa espiritualidad, y encambio Atenas y Esparta sí. Es como preguntarse porqué un hombre se enamora de una mujer y no de otra.

Pues bien, de esa gran unión espiritual, independien-te de las circunstancias externas, de la raza y de cual-quier otra evidencia física, Irlanda supone un ejemplonotable. Roma conquistó naciones, pero Irlanda ha con-quistado razas. Los normandos llegaron hasta allí y sehicieron irlandeses; los escoceses llegaron hasta allí yse hicieron irlandeses; los españoles llegaron hasta allíy se hicieron irlandeses; incluso el amargado soldado

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de Cromwell llegó hasta allí y se hizo irlandés. Irlanda,que no existía ni políticamente, ha sido más fuerte quetodas las razas que existían científicamente. La sangregermánica más pura, la sangre normanda más pura, lasangre más pura del patriota escocés no han resultadotan atractivas como una nación sin bandera. Irlanda,no reconocida, oprimida, ha absorbido fácilmente lasrazas, con la facilidad con que se absorben esas nimie-dades. Ha prescindido de la ciencia física, con la faci-lidad con que se prescinde de esas supersticiones. Lanacionalidad, en su expresión más débil, ha resultadomás fuerte que la etnología en toda su fuerza. Cinco ra-zas triunfantes se vieron absorbidas, fueron derrotadas,por una nacionalidad derrotada.

Siendo esta la verdadera y excepcional gloria de Ir-landa, resulta imposible no impacientarse al oír hablar asus simpatizantes modernos de celtas y celtismo. ¿Quié-nes fueron los celtas? Desafío a cualquiera a que me loexplique. ¿Quiénes son los irlandeses? Desafío a cual-quiera a mostrarse indiferente, a fingir que no lo sabe.W.B. Yeats, el mayor genio irlandés que ha surgido ennuestro tiempo, demuestra su gran capacidad de obser-vación al descartar por completo el argumento de laraza celta. Con todo, no escapa del todo, y sus segui-dores no escapan casi nunca, de la objeción general alargumento celta. Ese argumento tiende a representar alos irlandeses, o a los celtas, como una raza extraña yseparada, como una tribu de excéntricos del mundomoderno, inmersos en oscuras leyendas y sueños estéri-les; tiende a mostrar a los irlandeses como seres rarosporque ven hadas; tienden a hacer que los irlandesesparezcan raros y salvajes porque cantan viejas cancio-

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nes y participan en curiosas danzas. Pero se trata de unerror, de lo contrario a la verdad. Son los ingleses losraros por no ver hadas; son los habitantes de Kensing-ton los raros y salvajes por no cantar viejas canciones yparticipar en curiosas danzas. En todas esas cosas, losirlandeses no son en absoluto extraños y únicos, no sonen absoluto celtas, en el sentido en que normal y co-múnmente se usa el término. En todas esas cosas, los ir-landeses no son más que una nación corriente y sensi-ble, que vive la vida de cualquier otra nación corrientey sensible todavía no impregnada de humo ni oprimidapor los prestamistas, ni corrompida por la riqueza y laciencia. Contar con leyendas no tiene nada de celta; setrata de algo simplemente humano. Los alemanes, que(me supongo) son teutones, tienen centenares de leyen-das, simplemente porque resulta que los alemanes sonhumanos. Adorar la poesía no tiene nada de celta; los in-gleses adoraban la poesía más, tal vez, que cualquier otropueblo, hasta que sucumbieron bajo la sombra de laschimeneas. No es que Irlanda sea loca, mística; es queManchester es loco y místico, y eso es lo increíble, esosí es una excepción entre las cosas humanas. A Irlandano le hace falta participar en el juego tonto de la cien-cia de las razas; Irlanda no tiene por qué pretender seruna tribu de visionarios que existen al margen del mun-do. En cuestión de visiones, Irlanda es más que una na-ción; es una nación modélica.

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X I V

D e c i e r t o s e s c r i t o r e s m o d e r n o s y l a i n s t i t u c i ó n d e l a f a m i l i a

Uno pensaría que la familia puede ser considerada, enjusticia, una institución humana definitiva. Todo el mun-do admitiría que la familia ha constituido la célula bá-sica y la unidad central de casi todas las sociedades quehasta la fecha han sido, excepto algunas como la de La-cedemonia, que buscaba la «eficacia» y que, en conse-cuencia, pereció sin dejar el menor rastro. El cristianis-mo, por más grande que fuera la revolución que trajoconsigo, no alteró esta santidad antigua e indómita,sino que se limitó a revertirla. No negó la trinidad depadre, madre e hijo, sino que la leyó de atrás adelante,convirtiéndola en la trinidad del hijo, la madre y el pa-dre. Y no la llamó familia, sino Sagrada Familia, puesmuchas cosas se hacen sagradas cuando se vuelven delrevés. Pero algunas lumbreras de nuestra propia deca-dencia han lanzado un ataque serio contra la familia.La han impugnado, erróneamente, me parece a mí; ysus defensores la han defendido, y la han defendidoerróneamente. La defensa que suele hacerse de la fami-lia es que, entre el bullicio y las veleidades de la vida,ésta es tranquila, agradable y sólida. Pero otra defensade la familia es posible y, para mí, evidente. Se trata deuna defensa que pasa por afirmar que la familia no estranquila, agradable ni sólida.

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Hoy en día no está de moda defender las ventajas delas comunidades pequeñas. Se nos convence de que de-bemos ir en pos de grandes imperios y grandes ideas. Sinembargo, existe una ventaja en los Estados, las ciudadesy los pueblos pequeños, que sólo los ciegos por volun-tad propia ignorarán: el hombre que vive en una comu-nidad pequeña, vive en un mundo mucho mayor. Sabemucho más sobre las extremas variedades y las diferen-cias irreductibles que se dan entre los hombres. La razónde ello es obvia. En una comunidad grande podemos es-coger a nuestros compañeros, mientras que en una co-munidad pequeña nuestros compañeros nos vienen da-dos. Así, en todas las sociedades extensivas y altamentecivilizadas, los grupos se forman a partir de lo que se co-noce como «simpatía», y dejan fuera el mundo real másque las puertas de cualquier monasterio. En realidad, losclanes no tienen nada de cerrado. Las que sí son cerradasson las camarillas. Los hombres del clan viven juntosporque llevan el mismo tartán, o porque descienden dela misma vaca sagrada; pero en sus almas, gracias a ladivina suerte de las cosas, habrá siempre más coloresque en cualquier tartán. Por el contrario, los hombres dela camarilla viven juntos porque tienen el mismo tipode alma, y su cerrazón es la cerrazón de la coincidenciaespiritual y el conformismo, como el que existe en el in-fierno. Las grandes sociedades existen para formar ca-marillas. Las grandes sociedades son sociedades para lapromoción de la cerrazón. Se trata de una maquinariaque tiene como finalidad privar al individuo solitario ysensible de toda experiencia de concesión amarga y li-mitante. Se trata, en otras palabras, de una sociedadpara la prevención del conocimiento cristiano.

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Ese cambio, por ejemplo, se aprecia en la transfor-mación moderna de lo que llamamos «club». CuandoLondres era más pequeña, más autosuficiente y másprovinciana, el club era lo que sigue siendo en los pue-blos, lo contrario de lo que es hoy en las grandes ciuda-des. En aquellos tiempos, el club se valoraba como lu-gar en que el hombre podía ser sociable. Hoy, el club sevalora como lugar en el que el hombre puede ser in-sociable. Cuanto más crece y se sofistica nuestra civili-zación, más deja de ser el club un lugar en que el hom-bre puede participar en una acalorada discusión, y másse convierte en un lugar en que puede tomarse, como sedice, para mi asombro, una comida tranquila. Su fun-ción es proporcionar comodidad al hombre, y propor-cionarle comodidad es lo contrario de hacerlo sociable.La sociabilidad, como todo lo bueno, está llena de in-comodidades, peligros y renuncias. El club tiende a pro-ducir la más degradada de todas las combinaciones: elanacoreta lujoso, el hombre en quien concurren la in-dulgencia de un Lúculo con la soledad enfermiza de unSimeón Estilita.

Si mañana por la mañana nos bloqueara de prontouna nevada en la calle donde vivimos, apareceríamos alinstante en un mundo mucho mayor y mucho más sal-vaje que el que hayamos podido conocer nunca. Y la tí-pica persona moderna hace grandes esfuerzos por es-capar de la calle donde vive. En primer lugar, inventala higiene moderna y se va a Margate. Luego inventa lacultura moderna y se va a Florencia. Y más tarde in-venta el imperialismo moderno y se va a Tombuctú.Llega hasta los confines más fantásticos de la Tierra.Finge cazar tigres. Casi se monta en un camello. Y, en

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todo ello, esencialmente, sigue huyendo de la calle en laque nació. Y para esa huida siempre tiene a punto unaexplicación: dice que huye de su calle porque es aburri-da; miente. En realidad, huye de su calle porque le re-sulta demasiado emocionante. Y es emocionante por-que es exigente. Y es exigente porque está viva. Puedevisitar Venecia porque, para él, los venecianos son sólovenecianos; pero la gente de su calle está formada porhombres y mujeres. Puede estudiar a los chinos porque,para él, los chinos son algo pasivo que puede estudiar-se; pero si estudia a la ancianita que vive al lado, sevuelve activo. Se ve obligado a huir, por decirlo en po-cas palabras, de la sociedad de sus iguales, que le resul-ta demasiado estimulante; de una sociedad de hombreslibres, perversos, personales y deliberadamente diferen-tes a él. La calle de Brixton le resulta demasiado vivaz yfatigosa. Debe calmarse y tranquilizarse rodeado de ti-gres y buitres, de camellos y cocodrilos. Esas criaturassí son distintas a él. Pero, ni en su forma, ni en su color,ni en su atuendo libran con él una competencia inte-lectual decisiva. No persiguen destruir sus principios niafirmar los suyos. El monstruo más raro de la calle re-sidencial sí lo persigue. El camello no esboza una sonri-sa de superioridad porque el señor Robinson carezca dejoroba, mientras que el caballero ilustrado del número5 sí esboza una sonrisa de superioridad porque la casade Robinson carece de friso. El buitre no estallará encarcajadas porque un hombre no vuele, mientras que eloficial del número 9 sí estallará en carcajadas porqueun hombre no fume. La queja que solemos hacer anuestros vecinos es que, como suele decirse, no se ocu-pan de sus asuntos. En realidad, no es que nuestros ve-

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cinos no se ocupen de sus asuntos. Si nuestros vecinosno se ocuparan de sus asuntos, les exigirían el pago delalquiler, y en breve dejarían de ser nuestros vecinos. Loque decimos cuando expresamos que nuestros vecinosno se ocupan de sus asuntos es algo mucho más pro-fundo. No es que nos desagraden por carecer de laenergía necesaria como para interesarse por ellos mis-mos. Nos desagradan porque tienen tanta energía quepueden interesarse, además, por nosotros. Dicho deotro modo, lo que tememos de nuestros vecinos no esla estrechez de su horizonte, sino su suprema tendenciaa ensancharlo. Y la aversión por la humanidad corrien-te posee ese carácter general; no se trata de una aver-sión a su debilidad (como se hace creer), sino a su ener-gía. Los misántropos fingen despreciar a la humanidadpor sus debilidades, cuando en realidad la odian por sufuerza.

Esta mengua de las extraordinarias vivacidad y va-riedad de los hombres corrientes es perfectamente razo-nable y excusable siempre y cuando no pretenda con-vertirse en superioridad de ninguna clase. Es cuando sellama aristocracia o esteticismo, o superioridad de laburguesía, cuando su debilidad inherente debe, en jus-ticia, ser señalada. La pesadez es el más disculpable delos vicios, pero la más imperdonable de las virtudes.Nietzsche, que representa como nadie esa pretensión delos pesados, plantea en alguna parte una descripción–una descripción muy convincente desde el punto devista estrictamente literario– del desagrado y el desdénque le consumen cuando ve a la gente corriente, con susrostros corrientes, sus voces corrientes, sus mentes co-rrientes. Como ya he dicho, esta actitud resultaría casi

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hermosa si se nos permite que la veamos como patética.La aristocracia de Nietzsche ostenta todo lo sagradoque pertenece a los débiles. Cuando nos hace sentir queno es capaz de soportar los rostros innumerables, lasvoces incesantes, la omnipresencia sobrecogedora pro-pia de las muchedumbres, contará con la comprensiónde todo el que se haya sentido enfermo a bordo de unvapor, o cansado en un ómnibus atestado. Todos loshombres han odiado a la humanidad al sentirse menosque un hombre. Todos los hombres se han visto cega-dos por una humanidad que era como una niebla espe-sa, han sentido las fosas nasales impregnadas de asfi-xiante humanidad. Pero cuando Nietzsche, exhibiendouna increíble falta de humor y de imaginación, nos pideque creamos que su aristocracia es una aristocracia defuertes músculos, una aristocracia de fuertes volunta-des, es necesario señalar la verdad: se trata de una aris-tocracia de nervios débiles.

Nosotros nos buscamos a los amigos y a los enemi-gos. Pero es Dios quien nos busca al vecino de al lado.De ahí que éste venga a nosotros ataviado con todos losterrores de la naturaleza; es tan raro como las estrellas,tan imprudente y tan indiferente como la lluvia. Es unhombre, la más terrible de todas las bestias. Por ello, lasviejas religiones y el antiguo lenguaje de las Escriturasmostraban tal sabiduría al hablar, no del deber de unopara con la humanidad, sino del deber de uno para conel prójimo. El deber para con la humanidad suele adop-tar la forma de decisión, que es personal y puede inclu-so ser agradable. Ese deber puede ser un pasatiempo,puede convertirse incluso en una distracción. Podemostrabajar en el East End porque estemos especialmente

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capacitados para trabajar allí, o porque creamos que loestamos. Podemos luchar por la causa de la paz interna-cional porque somos aficionados a la lucha. El martiriomás monstruoso, la experiencia más repulsiva, puedeser resultado de una elección personal, o de una especiede gusto. Podemos sentirnos atraídos por los locos, o in-teresados especialmente por los leprosos. Pueden encan-tarnos los negros porque son negros, o los socialistasalemanes porque son pedantes. Pero a nuestro vecino te-nemos que quererlo porque está ahí, una razón muchomás alarmante para una operación mucho más seria. Elvecino es la muestra de humanidad que nos ha sido dada.Y precisamente porque puede ser alguien, es todo el mun-do. Porque es un accidente, es un símbolo.

Sin duda, los hombres escapan de sus entornos es-trechos y llegan a tierras que les resultan muy mortífe-ras. Pero esto es natural, porque no escapan de la muer-te, sino de la vida. Y este principio se aplica a todos losestratos del sistema social de la humanidad. Es más querazonable que los hombres vayan en busca de cierta va-riedad del tipo humano, siempre y cuando sea eso loque buscan, y no la mera variedad humana. No tienenada de malo que un diplomático británico busque lasociedad de los generales japoneses, si lo que quiere en-contrar son generales japoneses. Pero si lo que quiere esgente distinta a él, le iría mucho mejor metiéndose en sucasa y hablando de religión con la criada. Resulta razo-nable que el genio local salga dispuesto a conquistarLondres, si lo que quiere es conquistar Londres. Pero silo que quiere es conquistar algo fundamental y simbó-licamente hostil, además de muy fuerte, mejor le iríaquedándose donde está y discutiéndose con el rector. El

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hombre de los barrios residenciales hace bien si se vahasta Ramsgate porque le gusta Ramsgate, algo, porotra parte, difícil de imaginar. Pero si, como dice, sedesplaza hasta Ramsgate «para variar», variedad másromántica e incluso melodramática la encontraría sal-tando la tapia que le separa de la casa de sus vecinos.Las consecuencias serían mucho más definitivas que lasque puede ofrecerle Ramsgate.

Pues bien, del mismo modo que este principio es apli-cable al imperio, a la nación que éste contiene, a la ciu-dad, a la calle, también es aplicable a cada hogar de esacalle. La institución de la familia ha de ser elogiada exac-tamente por los mismos motivos por lo que lo es la ins-titución de la nación, la institución de la ciudad. Para lapersona es bueno vivir en familia por la misma razónpor la que le es bueno vivir sitiado en una ciudad. Parala persona es bueno vivir en familia por la misma razónpor la que le resulta hermoso y agradable encontrarseatrapado por la nieve en la calle. Todas esas cosas leobligan a darse cuenta de que la vida no es algo que pro-venga del exterior, sino que proviene del interior. Sobretodo, son razones que inciden en el hecho de que la vida,si es una vida fascinante, estimulante, es algo que, pornaturaleza, existe a pesar de nosotros mismos. Los es-critores modernos que han sugerido, de un modo más omenos abierto, que la familia es una institución perni-ciosa, se han limitado a sugerir, por lo general, con bas-tante dureza, acritud y amargura, que tal vez la familiano siempre resulte muy propicia. Cuando lo cierto esque la familia resulta una buena institución precisamen-te por no ser propicia. Es precisamente por contenertantas diferencias y variedades por lo que resulta tan

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completa. Es, como dicen los sentimentales, como unpequeño reino y, como casi todos los reinos pequeños,se halla generalmente en un estado parecido a la anar-quía. Precisamente porque a nuestro hermano Georgeno le interesan nuestras dificultades religiosas sino elrestaurante Trocadero, es por lo que la familia posee lascaracterísticas vigorizantes de una mancomunidad. Esprecisamente porque el tío Henry no aprueba las aspira-ciones teatrales de nuestra prima Sarah por lo que la fa-milia es como la humanidad. Los hombres y mujeresque, por buenos y malos motivos, se rebelan contra lafamilia, se están rebelando simplemente, por buenos ymalos motivos, contra la humanidad. Nuestro herma-no menor es malo, como la humanidad. Nuestro abue-lo es tonto, como el mundo. Es viejo, como el mundo.

Los que desean, con razón o sin ella, apartarse detodo eso, desean sin duda entrar en un mundo más pe-queño. La inmensidad y la variedad de la familia lesalarma y les aterroriza. Sarah desea hallar un mundoque esté formado en su totalidad por obras teatrales;George desea pensar que el Trocadero es el cosmos. Nodigo en absoluto que la huida a ese mundo más peque-ño no pueda ser lo conveniente para el individuo, delmismo modo que puede serlo la huida a un monasterio.Pero lo que sí digo es que cualquier cosa que haga aesas personas creer, erróneamente, que el mundo al queacceden es en realidad más grande y más variado que elsuyo, será negativa y artificial. El mejor modo que tie-ne un hombre de poner a prueba su disposición a hallarla variedad corriente de la humanidad es bajar por unachimenea escogida al azar y tratar de llevarse lo mejorposible con las personas que encuentre en el interior de

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la casa. Y eso es, en esencia, lo que todos nosotros hici-mos el día en que vinimos al mundo.

Esa es, en efecto, la sublime y especial novela decaballerías de la familia. Es romántica, porque se tratade algo impredecible. Es romántica, porque es todo loque sus enemigos le atribuyen. Es romántica, porque esarbitraria. Es romántica, porque está allí. Mientras ten-gamos a grupos de hombres escogidos racionalmente,tendremos un cierto ambiente especial, o sectario. Escuando tenemos a grupos de hombres escogidos irra-cionalmente cuando tenemos hombres. El elemento deaventura empieza a existir, pues una aventura es, pornaturaleza, algo que viene a nosotros. Es algo que nosescoge a nosotros, y no algo que escojamos nosotros.Enamorarse se ha entendido a menudo como la aventu-ra suprema, el accidente romántico supremo. Y es cier-to, en el sentido de que en el enamoramiento hay algoexterno a nosotros mismos, algo que es una especie defatalismo alegre. El amor nos toma, nos transfigura ynos tortura. Rompe nuestros corazones con una bellezainsoportable, insoportable como la belleza de la músi-ca. Pero en el sentido de que nosotros, claro está, tene-mos algo que ver con el asunto; en el sentido de queestamos, de algún modo, preparados para enamorar-nos, y en cierto modo, nos lanzamos a amar; en el sen-tido de que, hasta cierto punto, escogemos e inclusojuzgamos; en todos esos sentidos enamorarnos no esverdaderamente romántico, no es en absoluto una aven-tura. En este sentido, la aventura suprema no es ena-morarse. La aventura suprema es nacer. Al hacerlo,entramos de pronto en una trampa espléndida y des-concertante. Al hacerlo, vemos algo con lo que no ha-

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bíamos soñado. Nuestros padres están ahí, al acecho, yse lanzan sobre nosotros, como bandoleros ocultos trasunos arbustos. Nuestro tío es una sorpresa. Nuestra tíasurge de la nada. Cuando, mediante el acto de nacer,entramos en la familia, entramos en un mundo incalcu-lable, en un mundo que cuenta con sus propias leyes, enun mundo que podría seguir existiendo sin nosotros,en un mundo que no hemos construido nosotros. Enotras palabras, cuando entramos en la familia, lo hace-mos en un cuento de hadas.

Ese aspecto de narración fantástica debe asociarse ala familia y a nuestras relaciones con ella de por vida. Yesa fantasía es lo más profundo de la vida, más profun-do aún que la realidad. Porque incluso si se demostraraque la realidad nos confunde, seguiríamos sin poderdemostrar que es poco importante, o poco impresio-nante. Incluso si los hechos son falsos, siguen siendomuy raros. Y esa extrañeza de la vida, ese elementoinesperado e incluso perverso de las cosas que suceden,sigue siendo inevitablemente interesante. Las circuns-tancias que podemos regular pueden domesticarse ovolverse «pesimistas», pero las «circunstancias sobrelas que carecemos de control» siguen siendo divinaspara aquellos que, como Micawber, son capaces deapelar a ellas y renovar su fuerza. La gente se preguntapor qué la novela es el género literario más popular. Lagente se pregunta por qué se leen más novelas que en-sayos científicos, que obras sobre metafísica. La razónes muy simple: sencillamente porque la novela es másverdadera que las otras obras. En ocasiones, legítima-mente, la vida aparece en forma de ensayo científico. Aveces, más legítimamente aún, la vida aparece en forma

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de obra de metafísica. Pero la vida es siempre una no-vela. Nuestra existencia puede dejar de ser canción;puede dejar incluso de ser un lamento hermoso. Tal veznuestra existencia no sea una justicia inteligible, o in-cluso puede ser un mal cognoscible. Pero nuestra exis-tencia sigue siendo una historia. En el fiero alfabeto detodos los atardeceres se lee: «Continuará...». Si conta-mos con la inteligencia mínima, podremos llevar a cabouna deducción filosófica exacta, y estaremos seguros desu corrección. Con la fuerza mental necesaria, podre-mos realizar todos los descubrimientos científicos, conla certeza de que serán correctos. Pero ni el intelectomás gigantesco es capaz de llegar al fin del relato mássencillo, más tonto, y tener la certeza de haberlo hechobien. Eso es porque el relato tiene detrás, no sólo inte-lecto, que es en parte mecánico, sino voluntad, que es,en esencia, divina. El narrador puede enviar a su héroea la horca, y al infierno mismo, si así lo decide. Y lamisma civilización, la civilización caballeresca europeadel siglo xiii, produjo algo llamado «ficción» en el si-glo xviii. Cuando Tomás de Aquino proclamó la liber-tad espiritual del hombre, creó todas las malas novelasque hoy circulan por las bibliotecas.

Pero para que la vida pueda ser una historia, o un re-lato, para nosotros, hace falta que al menos gran partede ella nos venga dada sin nuestro permiso. Si desea-mos que la vida sea un sistema, ello puede ser una mo-lestia. Pero si lo que queremos es que sea un drama, en-tonces resulta esencial. No hay duda de que ese dramapuede haber sido escrito por alguien que nos gusta muypoco. Pero nos gustaría todavía menos si su autor apa-reciera tras el telón cada hora, y nos obligara a inven-

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tarnos el acto siguiente. El hombre controla muchas co-sas en su vida; controla un número suficiente de cosascomo para ser el héroe de la novela. Pero si lo contro-lara todo, sería tan heroico que no habría novela. Y larazón por la que las vidas de los ricos son, en el fondo,tan anodinas y desprovistas de acción es porque losricos escogen los acontecimientos. Los ricos resultanaburridos porque son omnipotentes. No sienten la aven-tura porque son capaces de crear aventuras. Lo que haceque la vida se mantenga como algo romántico y lleno defieras posibilidades es precisamente la existencia de esasgrandes limitaciones que nos obligan a encontrarnos concosas que no nos gustan o no esperamos. Es inútil quelos modernos arrogantes hablen del hecho de hallarseen un entorno hostil. Nacer en esta Tierra es hacerlo enun entorno hostil y, por eso mismo, nacer en una nove-la. De todas esas grandes limitaciones y marcos quemodelan y crean la poesía y la variedad de la vida, lafamilia es la más absoluta e importante. Pero eso losmodernos lo malinterpretan, porque imaginan que lanovela existiría perfectamente en un estado absoluto delo que ellos llaman libertad. Creen que si, a un gesto delhombre, el sol cayera del cielo, ello sería un asunto des-concertante y romántico. Pero lo desconcertante y loromántico en relación con el sol es que no se cae del cie-lo. Los modernos buscan, bajo todas las formas posi-bles, un mundo en el que no existan las limitaciones, esdecir, un mundo sin perfiles. O, lo que es lo mismo, unmundo sin formas. Y no hay nada más burdo que esainfinitud. Ellos dicen que quieren ser tan fuertes comoel universo, pero lo que en realidad quieren es que eluniverso sea tan débil como ellos.

De c ier tos escr i tores modernos y la inst i tuc ión. . .

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X V

De los novelistas esnobs y de los esnobs

En un sentido al menos, resulta más útil leer mala li-teratura que buena literatura. La buena literatura pue-de hablarnos de la mente de un hombre. Pero la malanos habla de la de muchos hombres. Una buena no-vela nos cuenta la verdad de su héroe; pero una malanovela nos cuenta la verdad de su autor. Y mucho másque eso, nos cuenta la verdad de sus lectores. Además,por curioso que parezca, nos dice más cosas cuantomás cínico e inmoral sea el motivo de su creación.Cuanto más insincero es un libro en tanto que libro,más sincero resulta en tanto que documento público.Una novela sincera muestra la simplicidad de un hom-bre concreto; una novela insincera muestra la simpli-cidad de toda la humanidad. Las decisiones pedantesy los ajustes definibles de los hombres pueden hallar-se en papiros, en libros fundacionales y en escrituras;pero las ideas básicas y las energías eternas deben bus-carse en las infames novelitas de a un penique. Así,un hombre, como muchos hombres de auténtica cul-tura de nuestro tiempo, puede no aprender nada en labuena literatura más allá del poder de apreciar la bue-na literatura. Pero de la mala literatura puede apren-der a gobernar imperios y a recorrer el mapa de la hu-manidad.

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Existe un ejemplo bastante interesante de este estadode cosas en el que la literatura más floja es la más fuer-te, y la más fuerte la más floja. Se trata del caso de loque puede llamarse, en una descripción aproximada, laliteratura de la aristocracia; o, si lo prefieren, la litera-tura del esnobismo. Si alguien desea encontrar una de-fensa eficaz, exhaustiva y permanente de la aristocra-cia, expresada correcta y sinceramente, que no lea a losfilósofos conservadores, ni siquiera a Nietzsche; que lealas novelitas de Bow Bells. Sobre el caso de Nietzsche,confieso que albergo más dudas. Nietzsche y esas nove-litas poseen, obviamente, el mismo carácter fundamen-tal. En ambos casos se venera al hombre alto de bigoteretorcido y fuerza corporal hercúlea, y en ambos casosse le venera de un modo que resulta algo femenino ehistérico. Pero incluso en ese punto, la novelita mantie-ne su superioridad filosófica, porque atribuye al hom-bre fuerte las virtudes que por lo común le son propias,virtudes como la pereza, la amabilidad y cierta benevo-lencia despreocupada, así como una profunda aversióna lastimar a los débiles. Nietzsche, por su parte, atri-buye al hombre fuerte ese desprecio burlón por la de-bilidad que sólo se da entre los inválidos. No es, sinembargo, a los méritos secundarios del gran filósofoalemán, sino a los méritos principales de las novelitasde Bow Bells a los que deseo referirme ahora. El retra-to de la aristocracia en la novelita sentimental popularme parece muy satisfactorio como guía política y filo-sófica precisa. Tal vez resulte inexacto en detalles comoel tratamiento que hay que dar a un barón, o la anchu-ra del abismo entre dos montañas que ese mismo noblees capaz de saltar, pero no constituye una mala descrip-

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ción de la idea general y de la intención de la aristocra-cia que se dan en los asuntos humanos. Los sueñosesenciales de la aristocracia son la magnificencia y elvalor; y si el Family Herald Supplement se encarga aveces de distorsionar y exagerar esos aspectos, lo cier-to es que, al menos, no se queda corto. Nunca yerra alhacer que el abismo entre montañas resulte bastante es-trecho, ni que el título de barón impresione poco. Pero,por encima de esa sana, fiable y vieja literatura sobre elesnobismo ha surgido, en nuestra época, otra clase deliteratura del esnobismo que, con sus pretensiones mu-cho más elevadas, me parece merecedora de mucho me-nos respeto. Dicho sea de paso (por si se consideraraimportante), se trata de una clase de literatura de mu-cha mejor calidad. Pero resulta infinitamente peor filo-sófica y éticamente, así como en su intento de retratarla vida de la aristocracia y de la humanidad tal comoson. En esos libros de los que me dispongo a hablar,descubrimos qué es capaz de hacer un hombre listo conla idea de la aristocracia. Pero de la literatura del Fa-mily Herald Supplement podemos extraer qué puedehacer la idea de la aristocracia con un hombre no tanlisto. Y al conocer eso, conoceremos la historia de In-glaterra.

Esta nueva ficción aristocrática debe de haber lla-mado la atención de todos los que han leído la mejornarrativa de los últimos quince años. Es la verdadera osupuesta literatura de The Smart Set* la que representaa ese grupo humano como distinguido, no sólo por la

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* The Smart Set. Revista literaria de periodicidad mensual queapareció en 1900 y siguió publicándose hasta 1929. (N. del T.)

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elegancia de sus atavíos, sino por lo ingenioso de suscomentarios. Al mal barón, al bueno, al romántico eincomprendido que se supone que es malo pero es bue-no, esta escuela ha añadido una imagen que no podía niimaginarse hace unos años, la imagen del barón diver-tido. El aristócrata ya no ha de ser más alto que el res-to de los mortales, más fuerte y más apuesto, tambiénha de ser más ingenioso. Ahora es el hombre larguiru-cho del epigrama breve. Muchos modernos y eminentesnovelistas, eminentes por méritos propios, habrán deadmitir cierta responsabilidad por haber apoyado esapésima forma de esnobismo: el esnobismo intelectual.El talentoso autor de Dodo es responsable de haber, encierto sentido, creado la moda en tanto que moda. Hi-chens. en El clavel verde, reafirmó esa idea extraña deque los nobles hablan bien, aunque su caso contaba concierto fundamento biográfico que, en consecuencia, leservía de excusa. La señora Craigie tiene considerableculpa en el asunto, aunque, o mejor sería decir porque,ha combinado la referencia aristocrática con ciertasinceridad moral e incluso religiosa. Cuando se tratade la salvación de un alma, incluso en una novela, es in-decente mencionar que se trata del alma de un caba-llero. Tampoco puede eximirse totalmente de culpa aun hombre de mucha mayor habilidad, un hombre queha demostrado poseer el instinto humano más elevado,el instinto romántico. Me refiero a Anthony Hope. Enun melodrama trepidante e imposible como es El pri-sionero de Zenda, la sangre de los reyes proporciona-ba un excelente tema fantástico. Pero la sangre de losreyes no es algo que pueda tomarse en serio. Y cuando,por ejemplo, Hope dedica un estudio tan serio y bené-

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volo a un hombre llamado Tristram de Blent, un hom-bre que a lo largo de toda su infancia no pensaba ennada que no fuera su absurda y antigua finca, sentimosque, incluso a Hopel, le vence su excesiva preocupa-ción por la idea de la oligarquía. Para la persona co-rriente resulta difícil interesarse por un joven cuyo úni-co objetivo es poseer la casa de Blent, en un momentoen que todos los demás jóvenes aspiran a poseer las es-trellas.

Con todo, el de Hope es un caso muy poco importan-te, y además, en su caso, no sólo existe un componentecaballeresco, sino un elemento muy válido de ironía quenos advierte contra el riesgo de tomarnos demasiado enserio toda esa elegancia. Sobre todo, demuestra su sen-satez al no equipar a su aristócrata con un inverosímilingenio espontáneo. Esa costumbre de insistir en el in-genio de las clases poderosas constituye el más servil detodos los servilismos. Es, como ya he dicho, infinita-mente más despreciable que el esnobismo de las noveli-tas en las que se describe al noble sonriendo como unApolo o montado a lomos de un elefante enloquecido.En estos casos puede tratarse de exageraciones de la be-lleza y el valor, pero éstos son los ideales inconscientesde los aristócratas, incluso de los aristócratas tontos.

Tal vez el noble de la novelita no aparezca repre-sentado con demasiada exactitud en relación con loshábitos diarios de los aristócratas. Pero es algo más im-portante que una realidad: se trata de un ideal práctico.Quizá el caballero de ficción no copie al caballero de lavida real; pero éste sí copia a aquél. Tal vez no resulteespecialmente atractivo, pero preferiría ser atractivoque cualquier otra cosa. Tal vez no haya montado nun-

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ca a lomos de un elefante enloquecido, pero monta a lo-mos de su pony todo lo que puede, con aire de habersesubido a un elefante. Y, en conjunto, la clase alta nosólo desea especialmente esas cualidades de la belleza yel valor, sino que, hasta cierto punto al menos, las po-see especialmente. Así, no hay nada en verdad malo ocalumnioso en esa literatura popular que hace que to-dos sus marqueses midan dos metros de altura. Resultaesnob, sí, pero no es servil. Su exageración se basa enuna admiración exuberante y sincera; su admiraciónsincera se basa en algo que, en cualquier caso, hastacierto punto, está ahí. Las clases bajas inglesas no te-men lo más mínimo a las clases altas. Nadie podríatemerlas. Simple, libre y sentimentalmente, las adoran.La fuerza de la aristocracia no se encuentra en absolu-to en la aristocracia. Se encuentra en los suburbios. Nose encuentra en la Cámara de los Lores; no se encuen-tra en el servicio civil; no se encuentra en los puestos delgobierno; no se encuentra siquiera en el inmenso y des-proporcionado monopolio de la tierra inglesa. Se en-cuentra en cierto espíritu. Se encuentra en el hecho deque cuando un sirviente desea elogiar a un hombre,dice sin pensar que éste se ha comportado como un ca-ballero. Desde un punto de vista democrático, tambiénpodría decir que se ha comportado como un vizconde.El carácter oligárquico de la comunidad británica noradica, como sucede en muchas otras oligarquías, en lacrueldad de los ricos sobre los pobres. No radica si-quiera en la amabilidad que los ricos demuestran hacialos pobres; radica en la amabilidad perenne y constan-te que los pobres demuestran hacia los ricos.

El esnobismo de la mala literatura, por tanto, no es

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servil. Pero el esnobismo de la buena literatura sí lo es.Las anticuadas novelitas de a medio penique en que lasduquesas refulgen cubiertas de diamantes no eran ser-viles. Pero las nuevas novelas en que refulgen, cubiertasde epigramas, sí lo son. Pues al atribuir de ese modo ala clase alta un grado especial, asombroso, de inteligen-cia y don de palabra, así como un poder especial parala controversia, le estamos atribuyendo algo que nosólo no constituye una virtud específica suya, sino queno es siquiera su meta específica. En palabras de Dis-raeli (que, siendo un genio y no un caballero, deberíatal vez responder por haber introducido este métodoque consiste en halagar a la clase dominante), estamoscumpliendo con la función esencial del halago, queconsiste en halagar a la gente por unas cualidades de lasque carecen. Puede elogiarse mucho y exageradamentea alguien, pero ese elogio no se convertirá en adulaciónsi se elogia algo cuya existencia resulte palmaria. Unhombre puede afirmar que el cuello de la jirafa llegahasta las estrellas, o que una ballena llena el océano en-tero, y no hará más que mostrarse impetuoso en extre-mo en relación con su animal favorito. Pero si empiezaa felicitar a la jirafa por sus plumas, o a la ballena porla elegancia de sus piernas, nos enfrentamos a ese ele-mento social que conocemos como «adulación». Lasclases media y baja de Londres pueden admirar since-ramente, aunque tal vez no prudentemente, la salud y lagracia de la aristocracia inglesa. Ello es así por la senci-lla razón de que los aristócratas son, en conjunto, mássaludables y elegantes que los pobres. Pero no puedenadmirar sinceramente el ingenio de los aristócratas. Y elloes así por la sencilla razón de que los aristócratas no

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son más ingeniosos que los pobres, sino mucho menosingeniosos que ellos. Esas joyas de la ocurrencia verbalno se oyen en las cenas de gala, salidas de los labios delos diplomáticos. Donde se oyen de verdad, es en los om-nibuses que van a Holborn, pronunciadas por los con-ductores. Los ingeniosos señores cuyas ocurrencias lle-nan los libros de la señora Craigie y la señorita Fowler,serían, en realidad, derrotados sin piedad en el arte dela conversación por el primer limpiabotas que tuviera ladesgracia de cruzarse en su camino. Los pobres son sim-plemente sentimentales, y tienen excusa para serlo, si elo-gian a un caballero por considerarlo dispuesto y pródi-go. Pero demostrarán ser esclavos y embusteros si loelogian por su facilidad de palabra. Para eso ya se tie-nen a sí mismos.

El elemento de sentimiento oligárquico de esas nove-las tiene en mi opinión, sin embargo, otra dimensiónmás sutil, más difícil de comprender, pero más digna decomprenderse. El caballero moderno, y especialmenteel caballero inglés moderno, se ha convertido en un per-sonaje tan importante en estos libros –y, a través deellos, en toda nuestra literatura presente, así como ennuestra corriente de pensamiento– que algunas de suscualidades, ya sean originales o de reciente adquisición,ya sean esenciales o accidentales, han alterado la cali-dad de nuestra comedia inglesa. En particular, ese idealestoico, que se supone, sin ningún sentido, que es elideal inglés, nos ha hecho más envarados y fríos. Y noes el ideal inglés. Pero sí es, hasta cierto punto, el idealaristocrático. O tal vez sea el ideal de la aristocracia ensu ocaso o decadencia. El caballero es un estoico por-que es una especie de salvaje, porque vive presa de un

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gran temor elemental, el temor a que un desconocido ledirija la palabra. Por eso, un vagón de tercera constitu-ye una comunidad, mientras que uno de primera no essino un lugar de eremitas redomados. Pero permítanmeque aborde este asunto, que resulta difícil, de un modomás indirecto.

Ese elemento constante de incapacidad que recorregran parte de la ficción ingeniosa y epigramática, tan enboga durante los últimos ocho o diez años, y que estápresente en obras de ingenio más o menos real comoDodo, o Concerning Isabel Carnaby [«Sobre IsabelCarnaby»], e incluso en Some Emotions and a Moral[«Unas cuantas emociones y una moraleja»], puede ex-presarse de varios modos, pero para la mayoría de nos-otros equivale en último extremo a lo mismo. Esta nue-va frivolidad resulta inadecuada porque en ella noaparece una sensación fuerte de alegría no expresada.Los hombres y mujeres que intercambian ocurrenciaspueden no sólo odiarse los unos a los otros, sino que esposible que se odien a sí mismos. Cualquiera de ellospuede haberse arruinado ese día, o haber sido senten-ciado a muerte. No bromean porque estén contentos,sino porque no lo están. Porque del vacío del corazónhabla la boca. Incluso cuando dicen cosas sin sentido,se trata de absurdos muy comedidos, de absurdos queeconomizan o, para usar la perfecta expresión de W.S.Gilbert en Patience [«Paciencia»], de «absurdos precio-sos». E incluso cuando se ponen frívolos, no llegannunca a ponerse alegres del todo. Quienes hayan leídoalgo sobre el racionalismo de los modernos sabrán quesu razón es triste. Pero es que incluso su falta de razónresulta triste.

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Las causas de esa incapacidad no son demasiado di-fíciles de señalar. La principal de todas ellas, claro está,es ese patético miedo al sentimentalismo, que es el peorde todos los terrores modernos, peor incluso que el te-rror que desemboca en la higiene. En todas partes, elhumor más saludable y sonoro ha surgido de aquellaspersonas capaces de expresar no sólo sentimentalismo,sino un sentimentalismo de lo más tonto. No ha exis-tido humor más vigoroso y sonoro que el del senti-mental Steele, o el del sentimental Sterne, o el del sen-timental Dickens. Esas criaturas que lloraban comomujeres eran las criaturas que se reían como hombres.Es cierto que el humor de Micawber es buena literatu-ra, y que la emoción de la pequeña Nell es mala. Pero laclase de hombre que tuvo el valor de escribir tan mal enun caso es la clase de hombre que tendría el valor de es-cribir tan bien en el otro. La misma inconsciencia, lamisma inocencia violenta, la misma escala gigantescade acción que llevó al Napoleón de la Comedia a suJena, le llevó también a su Moscú. Y en ello se mues-tran con especial claridad las limitaciones frígidas y de-bilitantes de nuestro ingenio moderno. Se esfuerzan no-tablemente, se esfuerzan heroica y casi patéticamente,pero no son capaces de escribir mal. Hay momentos enlos que casi pensamos que logran el efecto que preten-den, pero nuestra esperanza se desvanece en cuantocomparamos sus pequeños fracasos con las enormesimbecilidades de Byron o Shakespeare.

Para provocar una risa franca hay que llegar al cora-zón. No entiendo por qué llegar al corazón debe aso-ciarse siempre a la idea de moverlo a la compasión ohacerle sentir inquietud. Al corazón también puede

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llegarse por la alegría y el triunfo. Al corazón puede lle-garse por el divertimento. Pero todos nuestros drama-turgos son dramaturgos trágicos. Estos últimos escrito-res de moda son pesimistas hasta la médula, tanto quenunca parecen capaces de imaginar un corazón ocupa-do en la dicha. Cuando hablan del corazón, siempre ha-blan del dolor y las decepciones de la vida emocional.Cuando declaran que el corazón de un hombre está ensu sitio, quieren decir, al parecer, que está en sus botas.Nuestras sociedades éticas entienden la camaradería,pero no comprenden la buena camaradería. De maneraanáloga, nuestros ingeniosos autores entienden qué esuna charla, pero no lo que el doctor Johnson llamaba«una buena charla». Para poder tener, como el doctorJohnson, una buena charla, es del todo necesario ser,como el doctor Johnson, un buen hombre, tener amis-tad, honor y una ternura sin fondo. Y, sobre todo, esnecesario mostrarse abiertamente humano, humanohasta la indecencia, confesar sin tapujos las congojas ymiedos primigenios de Adán. Johnson era un hombrepreclaro, lleno de humor, y por eso no le importaba ha-blar en serio sobre religión. Johnson era un hombre va-liente, uno de los más valientes que han existido, y poreso no le importaba admitir ante quien fuera que elmiedo a la muerte le consumía.

La idea de que hay algo inglés en la represión de lossentimientos es una de esas ideas de las que ningún in-glés había oído hablar nunca hasta que Inglaterra em-pezó a verse gobernada exclusivamente por escoceses,americanos y judíos. En el mejor de los casos, esa ideaes una generalización del duque de Wellington, que erairlandés. En el peor de ellos, forma parte de ese teuto-

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nismo absurdo que sabe tan poco de Inglaterra comode antropología, pero que está siempre hablando devikingos. En realidad, los vikingos no reprimían sussentimientos lo más mínimo. Lloraban como niños y sebesaban como niñas. Por decirlo en pocas palabras, ac-tuaban en ese sentido como Aquiles y todos los forzu-dos héroes, los hijos de los dioses. Y aunque la nacio-nalidad inglesa tiene seguramente tan poco que ver conlos vikingos como la francesa o la irlandesa, los ingleseshan sido sin duda los hijos de los vikingos en cuestiónde lágrimas y de besos. No sólo es cierto que los hom-bres de letras más típicamente ingleses, como Shakes-peare o Dickens, Richardson o Thackeray, fueran senti-mentales. También lo es que los hombres de acción mástípicamente ingleses eran sentimentales, más, si cabe.En la gran era isabelina, en que la nación inglesa termi-nó de formarse, en el gran siglo xviii, en que el Imperiobritánico se construía por todas partes, ¿dónde, en esostiempos, dónde estaba ese estoico inglés simbólico queviste de gris y negro y reprime sus sentimientos? ¿Aca-so eran así los paladines y los piratas isabelinos? ¿Eraasí alguno de ellos? ¿Ocultaba Grenville sus emocionescuando rompía las copas de vino con los dientes y mas-ticaba los cristales hasta sangrar? ¿Reprimía sus impul-sos Essex al arrojar su sombrero sobre el asiento? ¿Leparecía sensato a Raleigh responder a las armas espa-ñolas, como indica Stevenson, sólo con el sonido insul-tante de las trompetas? ¿Desaprovechó Sydney algunavez en su vida, e incluso en el momento de su muerte, laocasión de pronunciar un comentario teatral? ¿Eran es-toicos siquiera los puritanos? Los puritanos ingleses sereprimían mucho, pero incluso ellos eran demasiado

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ingleses para reprimir sus sentimientos. Fue sin dudagracias a un gran milagro de su genialidad por lo queCarlyle llegó a admirar dos cosas tan irreconciliables,tan opuestas, como son el silencio y Oliver Cromwell.Cromwell era lo opuesto a un hombre fuerte y silen-cioso. Cromwell hablaba siempre, cuando no lloraba.Nadie, supongo, acusará al autor de Gracia abundantede avergonzarse de sus sentimientos. A Milton sí seríaposible representarlo como un estoico; en cierto senti-do lo era, como era mojigato, polígamo y unas cuantascosas más, todas ellas desagradables y paganas. Pero, unavez dejado atrás ese nombre grande y desolado, que sinduda ha de ser considerado una excepción, nos encon-tramos con que la tradición del emocionalismo inglésse retoma y prosigue ininterrumpidamente. La bellezamoral de las pasiones de Etheridge y Dorset, de Sedleyy Buckingham, puede haber sido mayor o menor, perono puede acusárseles del delito de haberlas ocultado.Carlos II fue muy popular entre los ingleses porque,como todos los reyes alegres de Inglaterra, demostrabasus pasiones. Guillermo el Holandés fue muy impopu-lar entre los ingleses porque, al no ser inglés, disimula-ba sus emociones. Él era, de hecho, el inglés ideal denuestra teoría moderna; y precisamente por eso todoslos ingleses verdaderos lo denostaban. Con el surgi-miento de la gran Inglaterra del siglo xviii, encontra-mos ese mismo tono abierto y emocional en la corres-pondencia y la política, en las artes y en el ejército. Talvez la única cualidad en común que poseían el granFielding y el gran Richardson era que ninguno de ellosocultaba sus sentimientos. Swift, es cierto, era duro y ló-gico, porque Swift era irlandés. Y cuando nos fijamos

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en soldados y gobernantes, en patriotas y constructoresde imperios del siglo xviii, descubrimos, como ya hedicho, que eran, si cabe, más románticos que los au-tores de novelas de caballerías, más poéticos que lospoetas. Chatham, que mostró al mundo toda su fuerza,mostró en la Cámara de los Comunes toda su debilidad.Wolfe se paseaba blandiendo la espada, llamándose a símismo César y Aníbal, y murió con unos versos en loslabios. Clive era como Cromwell y Bunyan o, comoJohnson, es decir, se trataba de un hombre fuerte y sen-sato con una especie de vena histérica y cierta tendenciaa la melancolía. Como Johnson, era más saludable porser más enfermizo. Las leyendas de esa Inglaterra estánllenas de fanfarronería, de sentimentalismo, de mara-villosa afectación. Pero no hace falta extenderse en losejemplos del inglés esencialmente romántico cuando hayuno que sobresale por encima de los demás. RudyardKipling ha dicho de los ingleses, complaciente: «Cuan-do nos encontramos, nosotros no nos echamos al cuellodel otro ni nos besamos». Es cierto que esa costumbreantigua y universal ha desaparecido de nuestra Ingla-terra moderna y debilitada. A Sydney no le hubieraimportado besar a Spenser. Pero admito que no seríaprobable que el señor Broderick besara al señor Arnold-Foster, como si con ello demostrara la mayor hombríay grandeza militar de Inglaterra. Pero el inglés que nodemuestra sus sentimientos no ha perdido del todo lacapacidad de ver algo inglés en el gran héroe naval dela guerra napoleónica. La leyenda de Nelson no puededestruirse. Y en el ocaso de esa gloria están escritas, conletras fulgurantes, para siempre, las palabras del gransentimiento inglés: «Bésame, Hardy.»

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Por tanto, ese ideal de autorrepresión puede ser otracosa, pero no es inglés. Tal vez tenga algo de oriental,o sea ligeramente prusiano, pero básicamente no pro-viene, creo yo, de ninguna fuente racial o nacional.Como ya he comentado, es en cierto sentido aristocrá-tico; no procede de un pueblo, sino de una clase. Ni si-quiera, creo yo, era la aristocracia tan estoica en losdías en los que contaba con verdadera fuerza. Pero, yaconstituya ese ideal de supresión de las emociones latradición genuina de los caballeros, ya se trate sim-plemente de una de las invenciones de los caballerosmodernos (a los que podría llamarse «caballeros deca-dentes»), no hay duda de que tiene algo que ver con elelemento no emocional de esas novelas de sociedad. Apartir de la representación de los aristócratas comopersonas que reprimen sus sentimientos, ha sido fácildar un paso más y representarlos como personas quecarecen de ellos y que, por tanto, no necesitan repri-mirlos. Así, el oligarca moderno ha convertido en vir-tud de la oligarquía la exhibición de una dureza y unabrillantez diamantinas. Como el compositor de sonetosque se dirigiera a su dama en el siglo xvii, él pareceusar la palabra «frío» casi como un elogio, y la pala-bra «inhumano» como una especie de cumplido. Claroque, en personas tan bondadosas e infantiles como sonlas que componen las clases altas, sería imposible crearnada que pudiera llamarse crueldad positiva; de modoque en estos libros exhiben una especie de crueldadnegativa. No pueden mostrarse crueles en los actos,pero sí en las palabras. Todo ello implica una cosa, sólouna cosa. Implica que el ideal vivo y fortalecedor deInglaterra ha de buscarse en las masas: debe buscarse

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allí donde Dickens lo encontró; Dickens, entre cuyasglorias se cuenta la de haber sido humorista, sentimen-tal, optimista, pobre hombre, inglés, pero cuya mayorgloria fue la de ver la humanidad en toda su asombro-sa y tropical exuberancia, sin fijarse siquiera en la aris-tocracia; Dickens, cuya mayor gloria fue no ser capazde describir a un solo caballero.

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X V I

D e M c C a b e y u n a d i v i n a f r i v o l i d a d

Un crítico me regañó en una ocasión diciéndome, conaire de razonable indignación: «Si ha de bromear, almenos no lo haga sobre asuntos tan serios». Yo, connatural simplicidad y asombro, le respondí: «¿Y de quéotros asuntos, si no de los serios, puede bromearse?».Resulta bastante inútil hablar de payasadas profanas,pues todas las payasadas lo son por definición, en elsentido de que han de suponer la comprensión súbitade que algo que se cree a sí mismo solemne, en el fondono lo es tanto. Si un chiste no se ríe de la religión, o dela moral, es un chiste sobre policías, profesores de cien-cias o estudiantes universitarios disfrazados de reinaVictoria. Y la gente bromea más sobre policías que so-bre el papa, pero no porque los policías supongan untema más frívolo, sino, por el contrario, porque supo-nen un tema más serio. El obispo de Roma carece de ju-risdicción en este reino de Inglaterra, mientras que lospolicías pueden hacer recaer su solemnidad sobre noso-tros de modo bastante súbito. Los hombres cuentanchistes sobre viejos profesores de ciencias, más inclusoque sobre obispos, pero no porque el de la ciencia seaun tema más ligero que el de la religión, sino porque laciencia es, por naturaleza, más solemne y austera quela religión. No soy yo; no es siquiera una clase concre-

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ta de periodistas y bufones quienes bromean sobreasuntos que son de la más terrible importancia. Es lahumanidad entera. Si hay alguna cosa que, más quecualquier otra, todos, incluso aquellos con un menorconocimiento del mundo, admiten, es que los hombressiempre hablan con gran seriedad y sinceridad, con lamayor precisión posible, de cosas que no son impor-tantes, a la vez que se refieren siempre con gran frivoli-dad a cosas que sí lo son. Los hombres hablan durantehoras, con gestos propios de un cónclave de cardenales,de cosas como el golf, el tabaco, los chalecos, o las po-líticas de partido. Pero cuentan los chistes más viejosdel mundo sobre las cosas más graves y terribles: el ma-trimonio, la horca.

Sin embargo, un caballero, el señor McCabe, me haplanteado lo que casi equivale a un emplazamiento per-sonal. Y como resulta ser un hombre cuya sinceridad yvirtud intelectual me merecen el más alto de los respe-tos, no me siento inclinado a dejarlo pasar sin tratar almenos de satisfacer a mi crítico en el asunto. El señorMcCabe dedica una parte considerable de su últimoensayo, incluido en una colección llamada «El cristia-nismo y el racionalismo a juicio», a desarrollar una ob-jeción, no a mi tesis, sino a mi método, tras lo que,amistosa y dignamente, me emplaza a modificarlo. Sime siento más que inclinado a defenderme en este asun-to es meramente por el respeto que me merece el señorMcCabe, y más aún por el respeto que me merece laverdad, que, en mi opinión, se encuentra en peligro porculpa de este error, no sólo en esta cuestión, sino tam-bién en otras. Para que no se cometa ninguna injusticiaen el asunto, citaré al propio McCabe:

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Pero antes de seguir con cierto detalle al señor Chester-ton, me gustaría plantear una observación general sobresu método. Él es tan serio como yo en su objetivo último,y por ello le respeto. Él sabe, como sé yo, que la humani-dad se halla en una solemne encrucijada. Avanza a travésde las eras hacia una meta desconocida, impulsado porun irrefrenable deseo de felicidad. Hoy vacila, bastantefrívolamente, pero todo pensador serio sabe lo importan-te que puede resultar la decisión. Aparentemente, estáabandonando el sendero de la religión y adentrándose enel del secularismo. ¿Se hundirá en las arenas movedizasde la sensualidad en ese nuevo sendero, y pasará jadean-te por años de anarquía cívica e industrial, para acabarpercatándose de que se ha equivocado de camino y deberegresar a la religión? ¿O le parecerá que, al fin, ha deja-do atrás la niebla y las arenas movedizas; que está ascen-diendo por la ladera de una colina que durante tantotiempo apenas entrevió, y que avanza ya sin titubeosrumbo a la largamente buscada Utopía? Este es el dramade nuestro tiempo, y todos los hombres y todas las muje-res deberían entenderlo.

El señor Chesterton lo entiende. Es más, reconoceque nosotros lo entendemos. Carece por completo de esamezquindad insignificante, y de esa curiosa vanidad demuchos de sus colegas, que nos tachan de simples ico-noclastas o de anarquistas de la moral. Él admite que li-bramos una guerra desagradecida en defensa de lo queconsideramos que es la verdad y el progreso. Y él hace lomismo. Pero ¿por qué, en nombre de todo lo que es razo-nable, deberíamos, una vez convenida la trascendenciadel tema, en uno u otro sentido, renunciar a métodos cla-ros y serios para abordar la controversia? ¿Por qué, cuan-do la necesidad vital de nuestro tiempo es inducir a hom-bres y a mujeres a pensar de vez en cuando, y ser hombres

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y mujeres –mejor dicho, a recordar que en realidad sondioses que tienen el destino de la humanidad a sus pies–,por qué deberíamos pensar que ese juego caleidoscópicode expresiones resulta inoportuno? Los ballets de la Al-hambra y los fuegos artificiales del Palacio de Cristal, asícomo los artículos de Chesterton en el Daily News, tie-nen su lugar en la vida. Pero no entiendo que un estu-diante serio de la sociedad crea que puede curar la in-consciencia de nuestra generación mediante el recurso aunas paradojas forzadas; que puede dar a la gente una vi-sión sana de los problemas sociales mediante unos trucosde prestidigitación literaria; que puede plantear cuestio-nes importantes mediante una lluvia de metáforas-cohetey «hechos» imprecisos, así como sustituyendo la imagi-nación por el buen juicio.

Cito este párrafo con especial agrado, pues, por másque lo intente, el señor McCabe no logrará expresarhasta qué punto le reconozco a él y a su escuela su ab-soluta sinceridad y responsabilidad, su actitud filosófi-ca. No dudo de que están convencidos de todas y cadauna de las palabras que creen. Yo también estoy con-vencido de todas y cada una de las palabras que digo.Pero ¿por qué el señor McCabe exhibe una especie demisteriosa vacilación a la hora de admitir que yo estoyconvencido de las cosas que digo? ¿Por qué no parecetan seguro de mi responsabilidad mental como yo lo es-toy de la suya? Creo que si tratamos de responder biena la pregunta, de manera directa, lograremos llegar a laraíz del asunto por el atajo más corto.

El señor McCabe no cree que yo sea serio, sino sim-plemente divertido, porque a él le parece que «diverti-do» es lo contrario de «serio». Pero «divertido» es lo

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contrario de «aburrido», de nada más. La cuestión desi un hombre se expresa recurriendo a una fraseologíagrotesca o hilarante o, por el contrario, a otra solem-ne y contenida, no tiene que ver con el motivo o el es-tado moral, sino con el lenguaje instintivo y la expre-sión propia. Que el hombre decida decir la verdad confrases largas o con breves chascarrillos es un proble-ma análogo al de si decide decir la verdad en francés oen alemán. Que un hombre predique su evangelio demanera grotesca o de manera seria, es una cuestióncomparable a la de que lo predique en prosa o en verso.La cuestión de si Swift era divertido en su ironía es unacuestión que poco tiene que ver con la de si Swift eraserio en su pesimismo. Sin duda, ni siquiera McCabeafirmaría que cuanto más divertido sea Gulliver ensus métodos, menos sincero puede ser en su objeto. Laverdad es, como ya he dicho, que en este sentido, lascaracterísticas de «lo divertido» y «lo serio» no tienennada que ver la una con la otra, no son más compa-rables que lo negro y lo triangular. Bernard Shaw esdivertido y sincero. George Robey es divertido, perono sincero. El señor McCabe es sincero, pero no di-vertido. Los ministros, por lo general, no son ni since-ros ni divertidos.

Dicho en pocas palabras, el señor McCabe se hallabajo el influjo de una falacia fundamental que, según hedescubierto, suele darse en los hombres de iglesia. Mu-chos miembros del clero me reprochan con cierta pe-riodicidad que bromee con la religión. Y casi siempreinvocan la autoridad de ese sensato mandamiento quedice: «No tomarás el nombre de Dios en vano». Y yosiempre respondo, cómo no, que de ningún modo tomo

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el nombre de Dios en vano. Tomar algo y bromear sobreello no es tomarlo en vano. Es, por el contrario, tomar-lo y usarlo para un fin excepcionalmente bueno. Usaralgo en vano significa usarlo sin darle utilidad. Pero unabroma puede resultar de gran utilidad; puede contener,para cada situación, todo el sentido de la Tierra, por nohablar de todo el sentido del cielo. Y los mismos queencuentran ese mandamiento en la Biblia, pueden ha-llar también en ella varias bromas. En el mismo libroen el que se advierte contra la posibilidad de tomar envano el nombre de Dios, ese mismo Dios aturde a Jobcon un torrente de terribles ligerezas. En el mismo libroen que se afirma que el nombre de Dios no debe tomar-se en vano, se habla con ligereza y despreocupación deun Dios que se ríe y guiña un ojo. Sin duda no es aquídonde debemos buscar ejemplos de lo que significa usarsu nombre en vano. Y no resultará muy difícil entenderdónde hemos de buscar. La gente (como he señaladocon tacto) que realmente toma el nombre de Dios envano son los propios religiosos. Lo fundamental y real-mente frívolo no es una broma despreocupada. Lo fun-damental y realmente frívolo es una solemnidad des-preocupada. Si el señor McCabe desea saber realmentequé clase de garantía de realidad y solidez viene incor-porada al mero acto de lo que se conoce como «hablarseriamente», que pase un feliz domingo de ronda por lospúlpitos. O, mejor aún, que se deje caer por la Cámarade los Comunes o la de los Lores. Incluso él admitiríaque esos hombres son solemnes, mucho más que yo. Ycreo que incluso el señor McCabe admitiría que esoshombres son frívolos, mucho más que yo. ¿Por quéMcCabe ha de mostrarse tan elocuente sobre el peligro

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que suponen los escritores fantásticos y paradójicos?¿Por qué ha de ser tan ardiente en su deseo de escritoresserios y verbosos? Escritores fantásticos y paradójicosno abundan demasiado. Por el contrario, existe un nú-mero gigantesco de escritores serios y verbosos; y es porculpa de estos últimos por lo que todo lo que McCabedetesta (que es lo mismo que detesto yo, dicho sea depaso) sigue existiendo y en plena vigencia. ¿Cómo pue-de haber sucedido que un hombre tan inteligente comoel señor McCabe piense que la paradoja y la bromaentorpecen el camino? Lo que entorpece el camino, entodos los aspectos del empeño moderno, es la solemni-dad. Son sus propios, sus favoritos «métodos serios»;son sus propios, sus favoritos «momentos trascenden-tales»; es su propia, su favorita «capacidad de juicio»lo que entorpece el camino en todas partes. Eso lo sabetodo el que ha encabezado una delegación ministerial;y lo sabe todo el que ha escrito una carta al Times. To-dos los ricos que desean acallar las bocas de los pobreshablan de la «trascendencia del momento». Todo con-sejo de ministros que no tiene respuesta desarrolla depronto la capacidad de mostrarse «juicioso». Todo aquelque recurre a «métodos viles» recomienda los «méto-dos serios». Hace un momento he dicho que la since-ridad no tiene nada que ver con la solemnidad, peroconfieso que no estoy tan seguro de tener razón. En elmundo moderno al menos, no estoy seguro de tener ra-zón. En el mundo moderno, la solemnidad es el enemi-go directo de la sinceridad. En el mundo moderno, lasinceridad está casi siempre de una parte, y la seriedadcasi siempre de otra. La única respuesta posible al fieroy despreocupado ataque de la sinceridad es la respues-

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ta miserable de la solemnidad. Dejemos que el señorMcCabe, o cualquiera que crea que para ser sincero hayque ser serio, que imagine simplemente la escena, en al-gún ministerio, en la que Bernard Shaw encabezara unadelegación socialista para reunirse con Austen Cham-berlain. ¿De qué parte estaría la solemnidad? ¿Y la sin-ceridad?

Me alegra mucho, ciertamente, descubrir que McCa-be me pone en el mismo saco que a Shaw en su sistemade condena de la frivolidad. Creo que en una ocasióndijo que le habría gustado que Bernard Shaw etiqueta-ra todos sus párrafos como serios o jocosos. Yo ignoroqué párrafos del escritor deben ser etiquetados comoserios. Pero no me cabe duda de que el párrafo en el queMcCabe hace esa afirmación debería etiquetarse comojocoso. También afirma, en el artículo sobre el que tra-to aquí, que Shaw siempre dice deliberadamente lo quesus oyentes no esperan oír. No hace falta que me deten-ga en lo poco concluyente y débil de ese argumento,pues ya lo he abordado en el capítulo dedicado a Ber-nard Shaw. Baste aclarar aquí que la única razón seriaque se me ocurre para que alguien se sienta movido aescuchar a otro es que aquél mire a éste con fe ardientey atención fija, esperando que diga lo que no espera quediga. Tal vez se trate de una paradoja, pero eso es por-que las paradojas son ciertas. Tal vez no sea racional,pero eso es porque el racionalismo no sirve. Es, sin duda,cierto que cuando acudimos a escuchar a un profeta oa un maestro, podemos esperar que sea ingenioso o no,que sea elocuente o no, pero siempre esperamos lo queno esperamos. Tal vez no esperemos la verdad, tal vezni siquiera esperemos lo sensato, pero siempre espera-

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mos lo inesperado. Si no esperamos lo inesperado, ¿quéestamos haciendo ahí? Si esperamos lo esperado, ¿porqué no nos sentamos en nuestra casa y lo esperamos asolas? Si McCabe sólo dice eso sobre Bernard Shaw,que siempre tiene alguna aplicación inesperada de sudoctrina que ofrecer a quienes le escuchan, lo que diceno deja de ser cierto, aunque decir eso equivale a decirsólo que Shaw es un hombre original. Pero si lo quequiere decir es que Shaw ha profesado o predicado másde una doctrina, entonces lo que dice es falso. No mecorresponde a mí defender al señor Shaw. Como ya seha visto, estoy en absoluto desacuerdo con él. Pero nome importa, en su nombre, retar directamente a todossus oponentes, entre ellos a McCabe. Le desafío a él, oa cualquier otro, a que mencione un solo caso en el queShaw haya, en aras del ingenio o la novedad, asumidoalguna postura que no pueda deducirse del cuerpo gene-ral de su doctrina tal como la expresa en otros escritos.Me alegra admitir que he sido un estudiante razonable-mente cercano de las ocurrencias de Shaw, y solicito alseñor McCabe que, si no cree que estoy convencido delas cosas que digo, crea al menos que sí estoy convenci-do de este reto que le planteo.

Todo esto, sin embargo, es un paréntesis. Lo queaquí me ocupa de modo inmediato es el emplazamien-to que me hace el señor McCabe a no ser tan frívolo.Permítanme regresar al texto en el que me emplazaba.Hay, por supuesto, muchas cosas que podría expresardetalladamente al respecto. Pero empezaré diciendoque McCabe se equivoca al suponer que el peligro queyo predigo a partir de la desaparición de la religión seael aumento de la sensualidad. Al contrario, más bien

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me atrevería a predecir una disminución de la sensua-lidad, porque lo que predigo es una disminución de lavida. Yo no creo que bajo el materialismo occidentalmoderno vayamos a vivir en la anarquía. Dudo quetengamos siquiera el suficiente coraje y el suficiente áni-mo individuales como para gozar de libertad. Es unafalacia bastante anticuada suponer que nuestra obje-ción al escepticismo sea que suprime la disciplina de lasvidas de las personas. Nuestra objeción al escepticis-mo es que suprime la fuerza motriz. El materialismo noes sólo algo que destruye la contención. El materialis-mo es, en sí mismo, la gran contención. La escuela deMcCabe defiende la libertad política, pero niega la li-bertad espiritual. Es decir, preconiza la abolición de lasleyes que podrían ser infringidas, y las sustituye porotras que no pueden serlo. Y esa es la verdadera escla-vitud.

La verdad es que la civilización científica en la quecree McCabe tiene un defecto bastante concreto: tiendeperpetuamente a destruir esa democracia o poder de loshombres ordinarios en los que McCabe también cree.La ciencia implica especialización, y la especializaciónimplica oligarquía. Si alguna vez creas el hábito de en-comendar a unos hombres concretos la producción deunos resultados concretos en física o astronomía, esta-rás abriendo la puerta a una exigencia igualmente na-tural para que encomiendes a determinados hombresdeterminadas labores de gobierno y coerción de otroshombres. Si te parece razonable que un escarabajo seael único campo de estudio de un hombre, y que esehombre sea el único estudioso de ese escarabajo, serásin duda una consecuencia inofensiva afirmar que la

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política debería ser el único campo de estudio de unhombre, y que ese hombre ha de ser el único estudiosode la política. Como he señalado en otros pasajes deesta obra, el experto es más aristócrata que el aristó-crata, porque el aristócrata no es más que el hombreque vive bien, mientras que el experto es el hombre quesabe más. Pero si observamos el progreso de nuestra ci-vilización científica vemos un aumento gradual, por to-das partes, del especialista respecto de la función popu-lar. Antes, los hombres se sentaban alrededor de unamesa y coreaban sus canciones al unísono; hoy, unhombre canta solo, por la absurda razón de que lo hacemejor que los demás. Si la civilización científica prosi-gue (algo altamente improbable) sólo un hombre reirá,porque sabrá hacerlo mejor que el resto.

No sé si puedo expresar esta idea con mayor breve-dad que si tomo la frase del señor McCabe que dice así:«Los ballets de la Alhambra y los fuegos artificiales delPalacio de Cristal, así como los artículos de Chestertonen el Daily News, tienen su lugar en la vida». Me en-cantaría que mis artículos tuvieran un lugar tan noblecomo las otras dos cosas que menciona. Pero pregunté-monos (con espíritu de concordia, como diría el señorChadband), qué son los ballets de la Alhambra. Los ba-llets de la Alhambra son unas instituciones en las queun grupo muy selecto de personas vestidas de rosa eje-cuta una operación conocida como baile. Pues bien, entodas las comunidades dominadas por una religión –enlas comunidades cristianas de la Edad Media, así comoen muchas sociedades primitivas–, el hábito de bailarera común a todo el mundo, y no se veía necesariamen-te restringido a una clase profesional. La persona podía

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bailar sin ser bailarina; la persona podía bailar sin serespecialista; la persona podía bailar sin ir de rosa. Y, enla medida en que más avanza la civilización científicadel señor McCabe –esto es, en la medida en que una ci-vilización religiosa (o una civilización real) entra en de-cadencia–, cuanto «mejor adiestrada», cuanto más rosase vuelve la gente que baila, más numerosa es la genteque no baila. Tal vez el señor McCabe reconozca unejemplo de lo que digo en el descrédito gradual que enla sociedad merece el viejo vals europeo, lo mismo queel baile en grupo, y su sustitución por ese horrible ydegradante interludio oriental que se conoce como la«danza de la falda». En él se encierra la esencia mis-ma de la decadencia, la sustitución de cinco personasque hacen algo para divertirse por una sola persona quelo hace por dinero. Pues bien, cuando McCabe afirmaque los ballets de la Alhambra y mis artículos tienen«su lugar la vida», hay que hacerle constar que él seestá esforzando al máximo por crear un mundo dondeel baile, como tal, no tendrá ninguna cabida en estavida. En efecto, trata de crear un mundo en el que nohabrá vida para bailar que tenga cabida en él. El hechomismo de que McCabe crea que el baile tiene que vercon unas mujeres contratadas para ejecutar sus movi-mientos en la Alhambra ilustra el mismo principio porel que es capaz de pensar en la religión como en algoque tiene que ver con unos hombres contratados y ves-tidos con alzacuellos. En ambos casos se trata de cosasque no deberían hacernos a nosotros, sino que debería-mos ser nosotros quienes las hiciéramos. Si McCabe fue-ra verdaderamente religioso, sería feliz. Y si todos fuéra-mos felices, bailaríamos.

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En pocas palabras, el asunto puede expresarse dela siguiente manera: el sentido fundamental de la vidamoderna no es que los ballets de la Alhambra tenganun sitio en esta vida. El sentido principal, la gran trage-dia principal de la vida moderna es que el señor McCa-be no tenga un lugar en los ballets de la Alhambra. Ladicha de cambiar de postura con gracia, la dicha deadecuar el ritmo de la música al movimiento de losmiembros, la dicha de hacer girar la ropa, la dicha desostenerse con un pie..., todas esas cosas deberían for-mar parte de los derechos del señor McCabe, y de losmíos, y, resumiendo, de todos los ciudadanos corrientesy saludables. Tal vez no debiéramos consentir someter-nos a esas evoluciones. Pero eso es porque somos unosmodernos tristes y racionalistas. No sólo nos amamos anosotros mismos más de lo que amamos el deber; nosamamos a nosotros mismos más de lo que amamos ladicha.

Cuando, por tanto, el señor McCabe afirma queotorga a las danzas de la Alhambra (y a mis artículos)su lugar en la vida, creo que contamos con justificaciónpara señalar que, por la naturaleza misma de lo que sufilosofía y su civilización favorita defienden, les otorgaun lugar muy inadecuado. Pues (si se me permite seguircon el paralelismo, elogioso en exceso), el señor McCa-be cree que la Alhambra y mis artículos son dos cosas delo más curiosas y absurdas, que algunas personas con-cretas hacen (seguramente por dinero) para divertirle aél. Pero si él hubiera sentido alguna vez el antiguo, su-blime, elemental y humano instinto de danzar, habríadescubierto que danzar no es nada frívolo, sino algomuy serio. Habría descubierto que se trata del método

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más serio, casto y decente de expresar cierto tipo deemociones. Y, de manera análoga, si alguna vez hubie-ra sentido el impulso –como lo hemos sentido BernardShaw y yo– de expresar lo que él llama paradojas, ha-bría descubierto también que la paradoja no es nadafrívolo, sino algo muy serio. Habría descubierto queuna paradoja no es más que una cierta dicha desafiado-ra que pertenece al ámbito de la creencia. Yo veríacomo civilización defectuosa, desde el punto de vistaplenamente humano, aquella que no practicara el hábi-to universal del baile alegre y ruidoso. De la misma ma-nera, vería como defectuosa cualquier mente que nocultivara el hábito de pensar alegre y ruidosamente. Esun acto de vanidad que el señor McCabe afirme queel ballet es parte de él. Debería ser él quien fuera partedel ballet. De lo contrario, él sería sólo hombre en par-te. Es un acto de vanidad que diga que «no discute so-bre el traslado del humor a la controversia». Él deberíatrasladar el humor a toda controversia, pues a menosque un hombre sea en parte humorista, sólo será hom-bre en parte. Para resumir de manera muy simple lacuestión, si el señor McCabe me pregunta por qué tras-lado la frivolidad a una discusión sobre la naturalezadel hombre, le responderé que porque la frivolidad for-ma parte de la naturaleza del hombre. Si me preguntapor qué introduzco lo que él llama paradojas en losproblemas filosóficos, le responderé que porque todoslos problemas filosóficos tienden a volverse paradóji-cos. Si objeta que yo trato la vida con descaro, le res-ponderé que la vida es descarada. Y le digo que el uni-verso, al menos tal como yo lo veo, se parece muchomás a los fuegos artificiales del Palacio de Cristal que a

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su propia filosofía. En todo el cosmos se da una tensa ysecreta festividad que se parece a los preparativos deldía de Guy Fawkes. La eternidad es la víspera de algo.Yo no contemplo nunca las estrellas sin sentir que sonlos cohetes de algún niño, inmóviles en su caída perpe-tua.

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D e l i n g e n i o d e W h i s t l e r

Ese escritor capaz e ingenioso que es Arthur Symons haincluido en un ensayo de reciente publicación, creo, unaapología de London Nights [«Noches de Londres»], enla que afirma que la moralidad debería estar totalmen-te supeditada al arte en la crítica, y para justificarlo re-curre al singular argumento de que el arte, o el culto ala belleza, es el mismo en todas las épocas, mientras quela moral difiere según los periodos y los ámbitos. Pare-ce, además, desafiar a sus críticos y a sus lectores a quemencionen algún rasgo o cualidad permanente en la éti-ca. Se trata, ciertamente, de un ejemplo muy curioso deese extravagante sesgo contra la moralidad que con-vierte a tantos estetas ultramodernos en personajes másenfermizos y fanáticos que cualquier eremita levantino.Constituye, sin duda, una expresión muy corriente del in-telectualismo moderno afirmar que la moralidad de unaépoca puede ser totalmente distinta a la de otra. Y, comomuchas otras grandes frases del intelectualismo moder-no, no significa, literalmente, nada en absoluto. Si las dosmoralidades son totalmente distintas, ¿por qué llamar«moralidades» a ambas? Es como si un hombre dijera:«Los camellos de diversos lugares son totalmente dis-tintos; algunos tienen seis patas, otros ninguna; algunostienen escamas, otros plumas, otros cuernos; algunos tie-

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nen alas, otros son verdes, otros triangulares. No tienennada en común». Ante una afirmación tal, cualquierhombre sensato replicaría: «Entonces, ¿qué te lleva allamarlos a todos “camellos”? ¿Cómo distingues a uncamello cuando lo ves?». La moralidad cuenta siempre,claro está, con una substancia permanente, lo mismoque hay una substancia permanente en el arte; afirmaresto es sólo afirmar que la moralidad es moralidad, yque el arte es arte. Un crítico de arte ideal sabría reco-nocer sin vacilar la belleza común tras cada escuela; delmismo modo, el moralista ideal sabría reconocer la éti-ca común tras cada código. Pero en la práctica, algunosde los mejores ingleses que han sido no han sabido vermás que suciedad e idolatría en la piedad estelar de losbrahmanes. Y es igualmente cierto que, en la práctica,el mejor grupo de artistas que en el mundo han sido–los gigantes del Renacimiento–, no supieron ver másque barbarismo en la energía etérea del gótico.

Este sesgo contra la moralidad que se da entre los es-tetas modernos no se airea demasiado, aunque en rea-lidad no se trata de un sesgo contra la moralidad, sinocontra la moralidad de los demás, y se basa, por lo ge-neral, en una preferencia moral muy definida por cier-ta clase de vida que es pagana, plausible, humana. Elesteta moderno, que quiere hacernos creer que valorala belleza por encima de la conducta, lee a Mallarmé ybebe absenta en alguna taberna. Pero esa no es sólo suforma de belleza favorita; es también su forma de con-ducta favorita. Si de verdad quisiera hacernos creer quesólo le preocupa la belleza, debería asistir sólo a las es-cuelas wesleyanas y pintar sólo el brillo del sol en loscabellos de los bebés wesleyanos. No debería leer más

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que los muy elocuentes sermones teológicos de los clé-rigos presbiterianos. Ante ellos, su falta de toda sinto-nía moral demostraría que sus intereses son puramenteverbales o pictóricos. En todos los libros que lee y es-cribe se aferra a los faldones de su propia moralidad ysu propia inmoralidad. El campeón de l’art pour l’art sepasa la vida denunciando a Ruskin por dedicarse a mo-ralizar. Si realmente fuera un defensor del arte por elarte, se limitaría a insistir en el estilo de Ruskin.

La doctrina de la distinción entre arte y moralidaddebe gran parte de su éxito al hecho de que el arte y lamoralidad se mezclan irremediablemente en las perso-nas y las obras de sus grandes exponentes. De esa felizcontradicción, Whistler es la encarnación misma. Nin-gún otro hombre predicó tan bien la impersonalidaddel arte; ningún otro hombre predicó de manera tanpersonal la impersonalidad del arte. Para él, las pin-turas no tenían nada que ver con los problemas delcarácter. Pero, para todos sus acérrimos admiradores,su carácter era, de hecho, mucho más interesante quesus pinturas. Se vanagloriaba de ser un artista que seencontraba más allá del bien y del mal. Pero triunfabahablando desde que se levantaba hasta que se acostabade sus bienes y de sus males. Sus talentos eran muchospero, admitámoslo, sus virtudes no tantas, más allá dela amabilidad que prodigaba a sus viejos amigos, en laque insisten muchos de sus biógrafos, pero que sin dudaes una cualidad de todos los hombres cuerdos, de pira-tas y de carteristas; más allá de eso, sus virtudes mássobresalientes se limitan principalmente a dos, admi-rables sin duda, que son el coraje y un amor abstractopor el trabajo bien hecho. Y, sin embargo, imagino que

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Whistler acabó obteniendo más de esas dos virtudesque de todos sus talentos. Un hombre debe tener algode moralista si se dedica a predicar, incluso si predica lainmoralidad. El profesor Walter Raleigh, en su In me-moriam: James McNeill Whistler, insiste, es cierto, en suconstante tendencia a la sinceridad excéntrica en cues-tiones estrictamente pictóricas, característica que afecta-ba a su carácter complejo y ligeramente confuso. «Des-truía cualquier trabajo suyo si consideraba que en élhabía perdurado algún trazo imperfecto o inexpresivo.Empezaba sus obras una y cien veces, pues prefería ha-cerlo así y no recurrir a parches para que sus trabajosparecieran mejores de lo que eran.»

Nadie culpará al profesor Raleigh, que leyó una espe-cie de responso sobre Whistler durante el acto de inau-guración de la exposición eetrospectiva, por limitarseprincipalmente a ensalzar los méritos y los puntos fuer-tes del tema que le ocupaba, dada la naturaleza delacto. Para abordar con más propiedad las debilidadesde Whistler habría debido recurrir, naturalmente, a otraclase de composición. Pero éstas no deberían pasarnosnunca por alto a nosotros cuando pensamos en él, pueslo cierto es que no se trataba tanto de las debilidades deWhistler como de la debilidad, en singular, intrínseca ybásica de Whistler. Se trataba de una de esas personasque están a la altura de sus ingresos emocionales, que semuestran siempre soberbias y henchidas de vanidad.Por ello no le sobraban nunca fuerzas; y por ello no erani amable ni genial. Pues la genialidad, casi por defini-ción, consiste en disponer de fuerza de sobras. Whistlercarecía de esa despreocupación divina, nunca se olvida-ba de sí mismo. Toda su vida era, por recurrir a su pro-

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pia expresión, una «composición». Él perseguía «el artede vivir», un triste truco. En una palabra: era un granartista, pero, sin duda, no era un gran hombre. Así, di-siento radicalmente del profesor Raleigh en lo que es,desde un punto de vista literario superficial, uno de susargumentos más efectivos. En efecto, él compara la risade Whistler con la de otro hombre que fue un granhombre además de un gran artista. «Su actitud con elpúblico era exactamente igual a la adoptada por Ro-bert Browning –que sufrió un largo periodo de olvido eincomprensión–, en estas líneas de The Ring and theBook [«El anillo y el libro»]:

Bien, público británico, a quien no gusto,(¡Dios os ame!) y que se reiráante la oscura pregunta: ¡Reíd! Que yo reiré primero.

»El señor Whistler –añade el profesor Raleigh–siempre reía primero.» Es mi opinión que Whistler noreía jamás. No había risa en su naturaleza, pues no ha-bía despreocupación del pensamiento, abandono de símismo, humildad. No comprendo que nadie pueda leerThe Gentle Art of Making Enemies [«El sutil arte dehacer enemigos»] y piense que hay nada risible en ese in-genio. Su ingenio era para él una tortura. Se retuerce enarabescos de brillantez verbal; está lleno de precisiónfiera; le inspira la completa seriedad de la malicia sin-cera. Se hiere a sí mismo para herir a su oponente.Browning sí reía, porque a él le daba lo mismo; a Brow-ning le daba lo mismo porque era un gran hombre. Ycuando Browning exclamaba, entre paréntesis, a laspersonas sencillas y sensatas a las que no gustaban sus

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libros: «¡Dios os ame!», no se burlaba de ellos lo másmínimo. Se reía, o lo que es lo mismo, quería decirexactamente lo que decía.

Hay tres clases distinguibles de grandes sátiros quetambién son grandes hombres, es decir, tres clases dehombres capaces de reírse de algo sin perder el alma. Elsátiro de la primera clase es el hombre que, en primerlugar, disfruta él y en segundo lugar hace que disfrutensus enemigos. En este sentido, puede decirse que ama asu enemigo y, por una especie de exageración del cris-tianismo, ama más a su enemigo en la medida en queéste se enemista más con él. Posee una especie de felici-dad poderosa y agresiva en la afirmación de su ira; sumaldición es tan humana como una bendición. De estetipo de sátira el gran exponente es Rabelais. Este es elprimer tipo de sátiro, el sátiro voluble, violento, inde-cente, pero que no es malicioso. La sátira de Whistlerno pertenecía a ese tipo. Nunca se mostraba simple-mente feliz en ninguna de sus controversias; la pruebade ello es que nunca expresaba cosas carentes por com-pleto de sentido. Existe otra clase de mente que generauna sátira impregnada de grandeza. Se ve encarnada enel sátiro cuyas pasiones las libera y las difunde una in-tolerable sensación de maldad. Ese sátiro enloqueceante la sensación de que los hombres enloquecen; sulengua se convierte en un miembro indomable y testifi-ca contra toda la humanidad. Así era Swift, en quien lasaeva indignatio era amargura para los otros, pues eraamarga para sí mismo. Pero Whistler no era de esa cla-se de sátiros. Él no se reía porque fuera feliz, como Ra-belais. Pero tampoco se reía porque fuera desgraciado,como Swift.

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La tercera clase de gran sátira es aquella en la que alsátiro se le permite elevarse por sobre su víctima, en elúnico sentido serio que la superioridad admite, es decir,en la lástima al pecador y en el respeto al hombre, pormás que los satirice a los dos. Esa hazaña se halla enuna obra como «Atticus», de Pope, poema en el que elsátiro siente que está satirizando unas debilidades quepertenecen particularmente al genio literario. En conse-cuencia, le complace reconocer la fuerza de su enemigoantes de señalar su debilidad. Esa es, tal vez, la formamás elevada y noble de la sátira. Y en este caso tampo-co se trata de la sátira de Whistler. Él no está lleno degran pesar por el mal que se inflige sobre la naturalezahumana; para él, todo el mal se inflige sobre él.

Whistler no era una gran personalidad porque pen-saba demasiado en sí mismo. Y no sólo eso. En ocasio-nes no era un gran artista porque pensaba demasiadoen el arte. Cualquier hombre con un conocimiento vitalde la psicología humana debería albergar las más pro-fundas sospechas respecto de cualquiera que se consi-dere a sí mismo artista y hable mucho de arte. El arte esalgo bueno y humano, como caminar o rezar. Pero apartir del momento en que empieza a hablarse de él consolemnidad, podemos estar bastante seguros de que seha convertido en una congestión y en una especie de di-ficultad.

El temperamento artístico es una enfermedad queafecta a los aficionados. Se trata de una dolencia que su-fren los hombres que carecen de la suficiente capacidadde expresión para pronunciar y librarse del elementoartístico que se halla en su ser. Para todo hombre cuer-do es saludable expresar el arte que lleva dentro; para

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todo hombre cuerdo es esencial librarse a toda costa delarte que lleva dentro. Los artistas de gran y absoluta vi-talidad se libran de su arte con facilidad, del mismomodo que respiran con facilidad o transpiran con faci-lidad. Pero en artistas de menos fuerza, lo que llevandentro ejerce una presión que les produce un dolor de-finido, que se llama temperamento artístico. Así, hayartistas muy grandes capaces de ser personas corrientes,hombres como Shakespeare o Browning. Y también seproducen verdaderas tragedias por culpa del tempera-mento artístico, tragedias de vanidad, violencia o mie-do. Pero la gran tragedia del temperamento artístico esque no sea capaz de producir arte alguno.

Whistler era capaz de producir arte; y hasta ciertopunto era un gran hombre. Pero no lograba olvidarsedel arte y, hasta cierto punto, era sólo un hombre contemperamento artístico. No puede haber manifesta-ción más intensa del hombre que es realmente un granartista que el hecho de que pueda dejar de lado el temadel arte; de que sea capaz, en determinados momentos,de desear que el arte se hundiera en el fondo el mar. Demanera análoga, deberíamos sentirnos siempre muchomás inclinados a confiar en un abogado que no habla-ra de transmisiones patrimoniales durante las sobreme-sas. Lo que de verdad queremos de cualquier hombreque se ocupe de algún asunto es que todo el empeño loponga en ese asunto en particular. No queremos, por elcontrario, que toda la fuerza de ese asunto se ponga enese hombre. No queremos, en absoluto, que nuestra de-manda legal particular derrame su energía en los juegosque nuestro abogado comparte con sus hijos, ni en susviajes en bicicleta, ni en sus meditaciones sobre la estre-

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lla matutina. Pero sí queremos, de hecho, que los juegosque comparte con sus hijos, sus viajes en bicicleta y susmeditaciones sobre la estrella matutina derramen algode su energía en nuestra demanda judicial. Deseamosque, si ha desarrollado algo su capacidad pulmonar gra-cias al ciclismo, o se le han ocurrido algunas metáforasbrillantes y agradables al pensar en la estrella matutina,los ponga a nuestra disposición si surge alguna contro-versia forense. Dicho en pocas palabras, nos alegra quesea un hombre corriente, pues eso puede ayudarle a serun abogado excepcional.

Whistler no dejaba nunca de ser artista. Como se-ñaló Max Beerbohm en una de sus críticas, llenas deextraordinaria sensatez, Whistler veía en realidad aWhistler como su gran obra de arte. El cabello cano, elmonóculo, el vistoso sombrero... esas cosas le resultabanmás queridas que cualquier nocturno o composición quepintó jamás. Podría haberse librado de sus nocturnos,pero por alguna misteriosa razón, de su sombrero no selibró jamás. Jamás se libró de aquella desproporciona-da acumulación de esteticismo, que es la carga que ha dellevar el aficionado.

Casi no hace falta añadir que eso es lo que en reali-dad explica lo que ha desconcertado a tantos críticosdiletantes, el problema de la sencillez extrema en el com-portamiento de tantos artistas grandes y genuinos a lolargo de la historia. Su comportamiento era tan corrien-te que ni siquiera se concebía, tan corriente que se con-sideraba misterioso. De ahí que la gente dijera que lasobras de Shakespeare las escribía Bacon. El tempera-mento artístico moderno no entiende que un hombrecapaz del lirismo de Shakespeare pudiera ser tan ducho

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en transacciones comerciales en una pequeña ciudad deWarwickshire. Pero la explicación es muy simple: Sha-kespeare poseía el auténtico impulso lírico, escribía líri-ca auténtica, y por eso se libraba de ese impulso y seocupaba de sus asuntos. Ser artista no le impedía ser unhombre corriente, del mismo modo que dormir o cenarde noche no le impedía ser un hombre corriente.

Todos los grandes maestros y dirigentes han mante-nido ese hábito de ser humanos y sencillos, de resultaratractivos a todos los demás. Si alguien es genuinamen-te superior a sus congéneres, lo primero en lo que creees en la igualdad de los hombres. Eso lo vemos, porejemplo, en esa extraña e inocente racionalidad con laque Cristo se dirigía a cualquier grupo variopinto degente que se congregara a su alrededor. «Si alguien tie-ne cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventay nueve en el campo y va a buscar la que se había per-dido, hasta encontrarla?» O también: «¿Quién de voso-tros, si su hijo le pidiera pan, le daría una piedra, o sipidiera pescado, le daría una serpiente?». Esa sencillez,esa camaradería casi prosaica, es el rasgo que distinguea todas las grandes mentes.

Para todas las grandes mentes, las cosas en las quelos hombres coinciden son tan inconmensurablementemás importantes que aquellas en las que difieren queestas últimas, en la práctica, desaparecen. Conservanen su interior tanto de la antigua risa que pueden inclu-so soportar discusiones sobre la diferencia entre lossombreros de dos hombres nacidos de una mujer, o en-tre las culturas sutilmente diversas de dos hombres que,en ambos casos, han de morir. El gran hombre de pri-mera categoría es igual a los otros hombres, como Sha-

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kespeare. El gran hombre de segunda categoría se arro-dilla ante los otros hombres, como Whitman. El granhombre de tercera categoría es superior a los otros hom-bres, como Whistler.

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X V I I I

L a f a l a c i a d e l a j o v e n n a c i ó n

Decir de un hombre que es idealista es decir sólo que esun hombre. Aun así, sería posible realizar alguna dis-tinción válida entre una y otra clase de idealistas. Unadistinción posible, por ejemplo, podría realizarse si seafirmara que la humanidad se divide entre idealistasconscientes e idealistas inconscientes. De manera simi-lar, la humanidad se divide en ritualistas conscientes einconscientes. Lo curioso, tanto en ese ejemplo comoen otros, es que es el ritualismo consciente el que resul-ta comparativamente simple, mientras que el ritualismoinconsciente es pesado y complicado. El ritual que com-parativamente aparece como burdo y directo es el quela gente llama «ritualístico». Consiste en cosas senci-llas, como pueden ser el pan, el vino y el fuego, y enhombres postrándose en el suelo. Pero el ritual que re-sulta en realidad más complejo, así como muy coloris-ta, elaborado e innecesariamente formal es el ritual enel que la gente participa sin saberlo. No consiste en co-sas sencillas, como son el pan, el vino o el fuego, sino enotras ciertamente peculiares, locales, excepcionales eingeniosas, cosas como felpudos, picaportes, timbreseléctricos, sombreros de seda, pajaritas blancas, cartasbrillantes y confeti. La verdad es que el hombre moder-no apenas regresa a las cosas muy viejas y muy simples,

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excepto cuando ejecuta alguna pantomima religiosa. Elhombre moderno sólo se aparta del ritual cuando entraen una iglesia ritualista. En el caso de esas antiguas ymísticas formalidades podemos decir, al menos, que elritual no es sólo ritual; que los símbolos que se empleanson, en la mayoría de casos, símbolos que pertenecena la poesía primaria de la humanidad. El más ferozoponente de los ceremoniales cristianos admitirá que siel catolicismo no hubiera instituido el rito del pan y elvino, probablemente lo habrían hecho otros. Cualquie-ra con cierto instinto poético admitirá que, para el ins-tinto humano corriente, el pan simboliza algo que nopuede simbolizarse fácilmente de ningún otro modo;que el vino, para el instinto humano corriente, simboli-za algo que no puede simbolizarse fácilmente de ningúnotro modo. Las pajaritas blancas por la noche tambiénson rituales, pero nada más que rituales. Nadie preten-derá que las pajaritas blancas por la noche constituyenalgo primigenio y poético. Nadie puede sostener que elinstinto humano corriente puede tender a simbolizar,en cualquier época y en cualquier país, la idea de lanoche mediante una pajarita blanca. Más bien me su-pongo que el instinto humano corriente tendería a sim-bolizar la noche mediante corbatas que incorporaranalguno de los colores del anochecer, y no el blanco, tonoscomo el granate o el morado, pajaritas de color cárde-no u oliva, o de reflejos dorados, oscuros. J.A. Kensit,por ejemplo, tiene la impresión de no ser ritualista.Pero la vida diaria de J.A. Kensit, como la de cualquierotro moderno corriente es, en realidad, un catálogocontinuo y comprimido de pantomimas místicas. Portomar un ejemplo entre cientos, imaginemos que el se-

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ñor Kensit se quita el sombrero al paso de una dama;¿qué puede ser más solemne y absurdo, considerado enabstracto, que para simbolizar la existencia del otrosexo, alguien se quite una prenda de ropa y la agite enel aire? No se trata, repito, de un símbolo natural y pri-mitivo, como el fuego o los alimentos. El hombre po-dría, del mismo modo, tener que quitarse el chaleco enpresencia de una dama; y si un hombre, por el ritual so-cial de la civilización, tuviera que quitarse el chaleco enpresencia de una dama, todos los hombres caballerososy sensatos lo harían. Por expresarlo en pocas palabras,el señor Kensit, y aquellos que están de acuerdo con él,pueden pensar, y pensar sinceramente, que los hombresdedican demasiado incienso y ceremonias a la ado-ración del otro mundo. Pero nadie piensa que puedadedicar demasiado incienso y ceremonias a la adora-ción de éste. Todos los hombres, por tanto, son ritua-listas, pero son ritualistas conscientes o inconscientes.Aquéllos se conforman por lo general con unos pocossignos muy sencillos y elementales; los ritualistas in-conscientes no se conforman con menos que con la to-talidad de la vida humana, y acaban siendo ritualistascasi hasta la locura. A los primeros se les llama ritualis-tas porque inventan y recuerdan un rito. A los segundosse les llama antirritualistas porque obedecen y olvidanmiles de ellos.

Pues bien, algo parecido a la distinción que he traza-do con inevitable prolijidad, sobre los ritualistas cons-cientes e inconscientes, existe también entre los idealis-tas conscientes e inconscientes. Resulta ocioso arremetercontra los cínicos y los materialistas; los cínicos noexisten, los materialistas no existen. Todo hombre es

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idealista. Pero sucede que con frecuencia el hombre seequivoca de ideal. Todo hombre es irremediablementesentimental pero, desgraciadamente, su sentimiento escon frecuencia falso. Cuando hablamos, por ejemplo,de algún personaje comercial sin escrúpulos, y decimos deél que sería capaz de cualquier cosa por dinero, recurri-mos a una expresión bastante inexacta, y le ofendemosen gran medida. Él no sería capaz de cualquier cosa pordinero. Sería capaz de algunas cosas; vendería su almapor dinero, por ejemplo; y como afirmó Mirabeau congran sentido del humor, haría muy bien en «aceptar di-nero a cambio de ese estiércol». Sería capaz de oprimira la humanidad por dinero. Pero resulta que ni la hu-manidad ni el alma son cosas en las que crea; no son susideales. Sin embargo, él tiene sus propios ideales, tenuesy delicados; y no sería capaz de violarlos por dinero.No tomaría la sopa directamente de la sopera por di-nero. No llevaría el frac del revés por dinero. No haríapúblico, por dinero, un informe en el que se revelara quepadece reblandecimiento cerebral. En la práctica realde la vida encontramos, en materia de ideales, exacta-mente lo mismo que ya hemos descrito en el caso del ri-tual. Encontramos que, mientras que existe un peligroverdadero de fanatismo en los hombres que defiendenideales espirituales, el peligro inminente y permanentede fanatismo proviene de aquellos que defienden idea-les mundanos.

La gente que afirma que los ideales son peligrosos,que engañan e intoxican, tienen toda la razón. Pero elideal que más intoxica es el ideal menos idealista de to-dos. Y el que menos intoxica es el ideal muy idealista.Y eso nos sitúa súbitamente, como nos sucede con to-

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das las alturas, los precipicios y las grandes distancias.Claro que es un gran mal confundir una nube con uncabo; pero de todos modos, la nube que puede confun-dirse con más facilidad con un cabo es la nube que sehalla más cerca de la tierra. De modo análogo, pode-mos admitir que puede resultar peligroso confundir unideal con algo práctico. Pero señalaremos que, en estesentido, el ideal más peligroso de todos es el que pareceun poco práctico. Es difícil alcanzar un ideal elevado y,en consecuencia, resulta casi imposible que nos conven-zamos a nosotros mismos de que lo hemos alcanzado.Pero es fácil alcanzar un ideal de poco vuelo y, en con-secuencia, resulta más fácil aún convencernos a noso-tros mismos de que lo hemos alcanzado cuando enrealidad no lo hemos hecho. Tomemos un ejemplo alazar. Desear ser arcángel podría considerarse una ambi-ción elevada; el hombre que persiguiera ese ideal exhi-biría muy probablemente signos de ascetismo, e inclusode frenesí, pero no, creo yo, de engaño. No creería queera un arcángel y se pondría a agitar las manos creyen-do que eran alas. Pero supongamos que un hombrecuerdo persigue un ideal poco elevado: supongamosque deseara ser un caballero. Cualquiera que conozcaun poco el mundo sabrá que en nueve semanas se ha-bría convencido a sí mismo de que lo era; y, aunque eseno fuera claramente el caso, el resultado se traduciríaen trastornos y calamidades muy reales y muy prácti-cas en la vida social. Así, no son los ideales descabella-dos los que atentan contra el mundo práctico, sino losideales más pedestres.

Este asunto puede ilustrarse, tal vez, mediante un pa-ralelismo extraído de nuestra política moderna. Cuan-

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do los hombres nos dicen que los viejos políticos li-berales del tipo de Gladstone se preocupaban por losideales, esos hombres hablan sin sentido, claro está,pues aquellos políticos se preocupaban por muchísimasotras cosas, incluidos los votos. Y cuando hay hombresque nos dicen que los políticos modernos como Cham-berlain o, en otro sentido, lord Rosebery se preocupansólo de los votos o de los intereses materiales, vuelven aexpresar un absurdo, pues esos hombres se preocupande los ideales tanto como todos los demás hombres.Con todo, la distinción real que puede trazarse es la si-guiente: que para el viejo político el ideal era un ideal ynada más. Y para el nuevo político, su sueño no es sóloun sueño, sino una realidad. El viejo político habría di-cho: «Sería conveniente que una federación republica-na dominara el mundo». Pero el político moderno nodice: «Sería conveniente que un imperialismo británicodominara el mundo»; lo que dice es: «Es convenienteque un imperialismo británico domine el mundo»,cuando la realidad no es en absoluto así. El viejo liberaldiría: «Debería haber un buen gobierno irlandés en Ir-landa». Pero, por lo general, el unionista moderno nodice: «Debería haber un buen gobierno inglés en Irlan-da», sino: «Hay un buen gobierno inglés en Irlanda», loque es absurdo. En resumen, los políticos modernos pa-recen pensar que un hombre se vuelve práctico por ha-cer, simplemente, afirmaciones sólo sobre cuestionesprácticas. Al parecer, un engaño no importa siempre ycuando sea un engaño materialista. De manera instinti-va, muchos de nosotros sentimos que, en los asuntos deíndole práctica, lo cierto es precisamente lo contrario.Yo, sin duda alguna, preferiría compartir mi residen-

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cia con un caballero que se creyera Dios que con uncaballero que se creyera saltamontes. Verse acosadocontinuamente por imágenes prácticas y problemas prác-ticos, estar pensando siempre en que las cosas son rea-les, urgentes, están en proceso de compleción..., esascosas no demuestran que un hombre sea práctico;esas cosas se encuentran entre las señales más comunesque identifican a los lunáticos. Que nuestros políticosmodernos sean materialistas no es nada comparado conel hecho de que sean enfermos. Que un hombre, en susvisiones, vea ángeles, puede hacerle sobrenaturalista enexceso. Pero que sólo vea serpientes en un delirium tre-mens no lo convierte en naturalista.

Y cuando nos paramos a examinar las principalesnociones de nuestros políticos prácticos, descubrimosque esas nociones son, sobre todo, ilusorias. De ese he-cho pueden hallarse numerosos ejemplos. Tomemosuno de ellos, el caso de esa extraña clase de ideas quesubyacen a la palabra «unión», y todos los elogiosque la cubren. La unión, claro está, no es en sí mismamejor de lo que la separación lo es, en sí misma. Cons-tituir un partido a favor de la unión y un partido a fa-vor de la separación resulta tan absurdo como crear unpartido a favor de subir por la escalera y otro a favor debajar por ella. La cuestión no es si subimos o si baja-mos, sino hacia dónde vamos y para qué. La unión hacela fuerza. Y la unión también hace la debilidad. Resul-ta bueno contar con dos caballos para que tiren de uncarro; pero no lo es tratar de convertir dos tartanas dedos ruedas en un carruaje de cuatro. Convertir diez na-ciones en un solo imperio puede resultar tan factiblecomo convertir diez chelines en medio soberano. Pero

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también puede suceder que resulte tan absurdo comoconvertir diez terrier en un mastín. La cuestión, en to-dos los casos, no es la unión o la ausencia de unión,sino la identidad o la ausencia de identidad. Debido aciertas causas históricas o morales, dos naciones puedensentirse tan unidas en conjunto como para prestarseayuda mutua. Así, Inglaterra y Escocia pasan el tiempodedicándose cumplidos. Pero sus energías y sus ambien-tes corren distintos y paralelos y, en consecuencia, nocolisionan. Escocia sigue siendo educada y calvinista;Inglaterra sigue siendo poco educada y feliz. Pero acausa de otras causas morales y otras causas políticas,dos naciones pueden estar tan unidas que no dejen deentorpecerse. Sus líneas se tocan, no corren paralelas.Así, por ejemplo, Inglaterra e Irlanda están tan unidosque los irlandeses, en ocasiones, son capaces de gober-nar Inglaterra, pero nunca pueden gobernar Irlanda.

Los sistemas educativos, incluida la última Ley deEducación, son aquí, como en el caso de Escocia, unbuen indicador del tema. La inmensa mayoría de los ir-landeses creen en un estricto catolicismo; la inmensamayoría de los ingleses, en un vago protestantismo. Elpartido irlandés en el Parlamento de la Unión tienepeso suficiente como para impedir que la educación in-glesa sea indefinidamente protestante, pero resulta de-masiado pequeño para impedir que la educación irlan-desa sea definidamente católica. Este es un estado decosas que ningún hombre en su sano juicio desearía quecontinuara, de no haber sido hechizado por el senti-mentalismo de la mera palabra «unión».

Este ejemplo de la unión, sin embargo, no es el quedeseo extraer de la muy cimentada inutilidad y el enga-

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ño que subyace a todas las ideas preconcebidas en rela-ción con el político moderno y práctico. Lo que quieroes hablar específicamente de otro engaño mucho másgeneral, que invade las mentes y los discursos de todoslos hombres prácticos de todos los partidos; se trata deun error infantil construido sobre una sola metáforafalsa. Me refiero al planteamiento moderno sobre lasnaciones jóvenes y las naciones nuevas, a la idea de queEstados Unidos es joven y Nueva Zelanda, nueva. Todoeso no es sino un juego de palabras. Es muy discutiblesi, en ambos casos, no se trata de países mucho más vie-jos que Inglaterra e Irlanda.

Por supuesto que puede usarse la metáfora de la ju-ventud en el caso de Estados Unidos o las colonias, si lausamos estrictamente para dar a entender un origen re-ciente. Pero la usamos (porque la usamos) para dar aentender vigor o vivacidad, sinceridad o inexperiencia,esperanza, larga vida por delante, y cualquier otro atri-buto romántico de la juventud. En ese caso, está claroque nos dejamos engañar por una figura rancia del dis-curso. Resulta fácil verlo con claridad si aplicamos esemismo símil a cualquier otra institución análoga a lainstitución de una nacionalidad independiente. Si unclub llamado «La Liga de la Leche y de la Soda» (pon-gamos por caso) hubiera abierto sus puertas ayer, comosin duda sucedió, entonces, claro está, La Liga de la Le-che y de la Soda sería un club joven, en el sentido deque abrió sus puertas ayer, pero en ningún otro sentido.Podría estar formado en su totalidad por caballeros an-cianos y moribundos. Podría ser, él mismo, un club mo-ribundo. Podríamos afirmar que se trata de un club jo-ven, si nos fijáramos estrictamente en el hecho de que se

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fundó ayer. Pero también podríamos considerarlo unclub muy viejo, fijándonos estrictamente en que lo másprobable es que mañana mismo entre en bancarrota.Todo esto parece muy obvio cuando lo expresamos deeste modo. Cualquiera que creyera el engaño de la co-munidad joven en relación con un banco o una carnice-ría, sería enviado directo al manicomio. Pero toda lamoderna noción política de que América y las coloniasdeben ser muy vigorosas porque son nuevas, reposa so-bre cimientos igual de endebles. Que Estados Unidos sefundara mucho después que Inglaterra no hace másprobable en grado alguno que Estados Unidos no pe-rezca mucho antes que Inglaterra. Que Inglaterra exis-tiera antes que sus colonias no hace menos probableque vaya a existir después de que sus colonias hayandejado de hacerlo. Y cuando nos fijamos en la histo-ria del mundo, descubrimos que las grandes nacioneseuropeas han sobrevivido casi siempre a la vitalidad desus colonias. Cuando nos fijamos en la historia delmundo, descubrimos que si hay una cosa que nace vie-ja y muere joven, esa cosa es la colonia. Las coloniasgriegas se fueron a pique mucho antes que la civili-zación griega. Las colonias españolas se han desmem-brado mucho antes que la nación española. Tampocoparece haber razón para dudar de la posibilidad, ni si-quiera de la probabilidad, de concluir que la civiliza-ción colonial, que debe su origen a Inglaterra, vaya aser mucho más breve y mucho menos vigorosa que lacivilización de la propia Inglaterra. La nación inglesaseguirá recorriendo el camino de todas las nacioneseuropeas cuando la raza anglosajona sucumba al desti-no de todas las modas. Así, claro está, lo que interesa es

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saber si tenemos, en el caso de América y las colonias,pruebas reales de una juventud moral e intelectual quepuedan contraponerse a la indiscutible trivialidad deuna juventud meramente cronológica. Consciente o in-conscientemente, sabemos que carecemos de esas prue-bas y, por tanto, consciente o inconscientemente, deci-dimos inventárnoslas. De esa pura y plácida invención,puede hallarse un buen ejemplo en un poema recientede Rudyard Kipling. Refiriéndose al pueblo inglés y ala guerra de Sudáfrica, Kipling afirma que «en las na-ciones jóvenes buscamos, a quienes supieran disparary montar». Algunas personas consideran insultanteesta frase. A mí lo que me ocupa en este momento es elhecho evidente de su falsedad. Las colonias proporcio-naron tropas voluntarias que resultaron muy útiles,pero no fueron las mejores tropas ni consumaron lashazañas más exitosas. El mejor trabajo en el bando in-glés de esa guerra lo realizaron, como era de esperar,los mejores regimientos ingleses. Los hombres capacesde disparar y montar no eran los entusiastas vendedo-res de maíz venidos de Melbourne, o al menos no másque los entusiastas oficinistas de Cheapside. Los hom-bres capaces de disparar y montar fueron aquellos aquienes se había enseñado a hacerlo en la disciplina deun ejército organizado correspondiente a una de lasgrandes potencias europeas. Los colonos son, cómono, tan valientes y atléticos como cualquier otro hom-bre blanco y sin duda su mérito fue considerable. Loúnico que deseo señalar a este respecto es que, paraavalar esta teoría de la nación nueva, resulta impres-cindible mantener que las fuerzas coloniales resultaronmás útiles y heroicas que los artilleros que participa-

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ron en la batalla de Colenso, o que los integrantes delQuinto Regimiento.

Algo similar se intenta, y con menor éxito aún, alpresentar la literatura de las colonias como una reali-dad fresca, vigorosa e importante. Las revistas imperia-listas no dejan de bombardearnos con genios proceden-tes de Queensland o Canadá, a través de quienes seespera que aspiremos los aromas de montes y praderas.De hecho, cualquiera que esté vagamente interesadopor la literatura como tal (y yo, concretamente, confie-so que sólo estoy vagamente interesado por la literatu-ra como tal) admitirá sin problemas que las historiasde esos genios no huelen a nada que no sea la tinta delas imprentas, que ni siquiera es de primera calidad.Mediante un gran esfuerzo de imaginación imperial, elgeneroso pueblo inglés quiere leer en esas obras unejemplo de fuerza y de novedad. Pero la fuerza y la no-vedad no se hallan en los nuevos autores; la fuerza y lanovedad se hallan en el corazón antiguo del inglés.Cualquiera que las estudie con imparcialidad constata-rá que los escritores de primera categoría procedentesde las colonias no son siquiera novedosos en sus des-cripciones de los ambientes, y no sólo no producen unanueva clase de buena literatura, sino que ni siquiera es-tán, en ningún sentido, produciendo una nueva clase demala literatura. Los escritores de primera categoríade los nuevos países son casi exactamente como los es-critores de segunda categoría que existen en los viejospaíses. Eso sí, ellos sienten el misterio de la naturalezasalvaje, el misterio de los montes, pues todos los hom-bres sencillos y sinceros lo sienten, tanto si se encuen-tran en Melbourne, en Margate o al sur de Saint Pan-

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cras. Pero cuando escriben con mayor honestidad y éxi-to, no lo hacen recurriendo al misterio de la naturalezasalvaje, sino a un trasfondo, ya sea expresado o asumi-do, de nuestra civilización más castiza y romántica. Loque de verdad mueve sus almas con dulce terror no esel misterio de la naturaleza salvaje, sino «el misterio delcoche de punto».

Existen, cómo no, excepciones a esta generalización.La única verdaderamente extraordinaria es la de OliveSchreiner, que sin duda es la excepción que confirma laregla. Olive Schreiner es una novelista valiente, brillan-te y realista. Pero si es todo eso es precisamente porqueno es inglesa. Su afinidad tribal la relaciona con el paísde Teniers y Maarten Maartens, es decir, con un país derealistas. Su afinidad literaria la relaciona con la ficciónpesimista del continente; con los novelistas para los queincluso su compasión resulta cruel. Olive Schreiner esla única colona inglesa no convencional, por la sencillarazón de que Sudáfrica es la única colonia inglesa queno es inglesa, y que seguramente no lo será nunca. Y,claro está, también se dan excepciones individuales enmenor escala. Recuerdo, en concreto, unos relatos aus-tralianos del señor McIlwain, que eran muy hábiles yefectivos y que por esa razón, supongo yo, no fueronpresentados al público al son de trompetas. Pero mi re-serva general, si se plantea ante cualquiera que sientacierto amor por las letras, no será rebatida si se com-prende bien. No es cierto que la civilización colonial enconjunto nos proporcione una literatura que sorprenday renueve la nuestra. Para nosotros tal vez sea algo muybueno mantener la ilusión de que ello es así, pero eso esotra cosa. Las colonias pueden haber proporcionado a

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Inglaterra una nueva emoción; yo sólo digo que no hanproporcionado al mundo un libro nuevo.

Respecto a esas colonias inglesas, no deseo que se memalinterprete. No digo de ellas, ni de Estados Unidos,que no tengan futuro, ni que no vayan a ser grandesnaciones. Simplemente niego que estén «destinadas» atener futuro. Niego (claro está) que ninguna creaciónhumana esté destinada a ser nada. Todas esas absurdasmetáforas físicas, como las de la juventud y la vejez, lasde la vida y la muerte son, aplicadas a las naciones, in-tentos seudocientíficos de ocultar a los hombres la te-rrible libertad de su alma solitaria.

Respecto de Estados Unidos, sin duda, resulta urgen-te y esencial realizar una advertencia. América, cómono, como cualquier otra creación humana, puede, en unsentido espiritual, vivir o morir tanto como decida ha-cerlo. Pero en el momento presente, la cuestión queEstados Unidos debe considerar muy seriamente no eslo cerca que se halla de su nacimiento, de su origen,sino lo cerca que puede hallarse de su final. Que la civi-lización americana sea joven es meramente una cues-tión verbal; pero que esté o no muriendo puede cons-tituir para el país una cuestión práctica y urgente. Unavez desechada, tras unos instantes de reflexión, la atrac-tiva metáfora física inducida por la palabra «juven-tud», ¿qué pruebas serias tenemos de que Estados Uni-dos sea una fuerza fresca, y no una fuerza más bienajada? Cuenta con muchos habitantes, como China;dispone de mucho dinero, como la derrotada Cartago yla moribunda Venecia. Está llena de ímpetu y excita-ción, como Atenas tras su ruina y todas las ciudadesgriegas durante su declive. Se siente atraída por las co-

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sas nuevas; pero lo cierto es que a los viejos siempre lesatraen las cosas nuevas. Los jóvenes leen crónicas,mientras que los viejos leen periódicos. Admira la fuer-za y el atractivo físico; admira una belleza grande y bár-bara en sus mujeres, por ejemplo; pero eso también lohacía Roma cuando los godos se encontraban a suspuertas. Todas esas son cosas compatibles con un tedioesencial y con la decadencia. Hay tres formas o símbo-los principales en los que una nación puede mostrarsealegre y grande: en los héroes de los gobiernos, en loshéroes de las armas y en los héroes de las artes. Másallá del gobierno que constituye, por así decirlo, la for-ma misma y el cuerpo de una nación, lo más significa-tivo sobre cualquier ciudadano es su actitud artística enrelación con una festividad, y su actitud moral en rela-ción con una pelea; es decir, su manera de aceptar lavida y su manera de aceptar la muerte.

Sometida a esas pruebas eternas, América no parece,en modo alguno, especialmente fresca ni inmaculada.Surge con toda la debilidad y el cansancio de nuestraInglaterra moderna, o de cualquier otra potencia euro-pea. En su política, se ha arrojado, lo mismo que Ingla-terra, a un oportunismo y falsedad asombrosos. Encuanto a la guerra y la actitud nacional respecto de ella,su parecido con Inglaterra es aún más manifiesto y me-lancólico. Puede afirmarse con total exactitud que sedan tres etapas en la vida de los pueblos fuertes: al prin-cipio se trata de una potencia pequeña, y combate con-tra potencias pequeñas. Luego es una gran potencia, ycombate contra grandes potencias. Después, es una granpotencia y combate contra potencias pequeñas, aunquefinge que se trata de potencias enormes, para reavivar

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las brasas de su antigua emoción y vanidad. Después deeso, el paso siguiente pasa por convertirse, él mismo, enuna potencia pequeña.

Inglaterra exhibió descaradamente ese síntoma dedecadencia durante la guerra contra el Transvaal; peroEstados Unidos lo exhibió más descaradamente aún ensu guerra contra España. Y, al hacerlo, mostró de ma-nera más acusada y absurda que en ninguna otra parteel contraste irónico que existe entre la elección des-preocupada de una línea muy fuerte y la elección cui-dadosa de un enemigo débil. América añadió a todossus otros elementos tardorromanos y bizantinos el deltriunfo de Caracalla: el triunfo sobre nadie.

Pero cuando llegamos a la última prueba de nacio-nalidad, la del arte y las letras, el caso resulta casi terri-ble. Las colonias inglesas no han producido grandes ar-tistas; y ese hecho tal vez demuestre que todavía estánpreñadas de posibilidades silenciosas, de una fuerza enla reserva. Pero Estados Unidos sí ha producido gran-des artistas. Y ese hecho demuestra sin duda que el paísestá lleno de excelente inutilidad y del fin de todas lascosas. Sean lo que sean los genios americanos, no sonjóvenes dioses creando un mundo joven. ¿Es el arte deWhistler un arte valiente, bárbaro, feliz e impaciente?¿Nos transmite Henry James el espíritu de un colegial?No. Las colonias no han hablado, y se hallan a salvo.Pero de América ha surgido un grito dulce y asombro-so, tan inconfundible como el lamento de un moribundo.

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D e l o s n o v e l i s t a s d e l o s p o b r e s y d e l o s p o b r e s

En nuestra época se plantean ideas muy curiosas en re-lación con la doctrina de la fraternidad humana. Laverdadera doctrina es algo que nosotros, a pesar detodo nuestro humanitarismo moderno, no comprende-mos del todo, y mucho menos practicamos. Por ejem-plo, darle una patada a nuestro mayordomo y tirarloescaleras abajo no tiene nada de antidemocrático. Talvez esté mal, pero no es antifraternal. En cierto sentido,el golpe, o la patada, puede considerarse una confesiónde igualdad: nos encontramos con nuestro mayordomocuerpo a cuerpo, y casi le concedemos el privilegio departicipar en un duelo. No tiene nada de antidemo-crático, aunque pueda resultar poco razonable, espe-rar mucho del mayordomo, y sucumbir a una sorpresaextrema cuando no se muestra a la altura de su divinaestatura. Lo que es en verdad antidemocrático y anti-fraternal no es esperar que el mayordomo sea más omenos divino. Lo que es verdaderamente antidemocrá-tico y antifraternal es afirmar, como afirman muchoshumanitaristas modernos: «Por supuesto que hay quehacer concesiones a aquellos que se encuentran en unplano más bajo». Sin duda, considerando todas las co-sas, podría decirse sin exageración, que lo verdade-ramente antidemocrático y antifraternal es la práctica

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habitual de no dar una patada al mayordomo y hacerlecaer escaleras abajo.

Como una inmensa parte del mundo moderno nocomparte el sentimiento democrático serio, la afirma-ción que acabo de formular parecerá a muchos carentede seriedad. La democracia no es filantropía. No es si-quiera altruismo, ni reforma social. La democracia nose basa en la compasión hacia el hombre corriente. Lademocracia se basa en la reverencia al hombre corrien-te o, si se prefiere, incluso en el temor al hombre co-rriente. No protege al hombre porque éste sea misera-ble, sino porque es sublime. No objeta tanto el hechode que el hombre corriente sea esclavo como el hecho deque no sea rey, pues su sueño es siempre el sueño de laprimera república romana, el de una nación de reyes.

Descontando una república genuina, lo más demo-crático del mundo es un despotismo hereditario. Me re-fiero a un despotismo en el que no haya traza alguna deestupideces sobre la inteligencia o las aptitudes especia-les para ocupar los cargos. El despotismo racional –o loque es lo mismo, el despotismo selectivo– siempre su-pone una maldición para la humanidad, porque, con él,al hombre corriente lo malinterpreta y lo gobierna malalgún necio que no siente el menor respeto fraternal porél. Pero el despotismo irracional siempre es democráti-co, porque con él se entroniza al hombre corriente. Lapeor forma de esclavitud es la que se conoce como ce-sarismo, o la elección de algún hombre decidido o bri-llante como déspota porque resulta adecuado. Pues elloimplica que los hombres escogen a un representanteno porque él los representa, sino porque no los repre-senta. Los hombres se fían de un hombre corriente,

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como Jorge III o Guillermo IV, porque ellos mismos sonhombres corrientes y lo comprenden. Los hombres sefían de un hombre corriente porque se fían de sí mis-mos. Pero cuando los hombres se fían de un hombre ex-cepcional es porque no se fían de sí mismos. Por ello, laadoración a los grandes hombres siempre surge en épo-cas de debilidad y cobardía. Nunca oímos hablar de losgrandes hombres hasta que todos los demás hombresson pequeños.

El despotismo hereditario es democrático en esenciay sentimiento, porque elige al azar entre la humanidad.Si no declara que todo hombre puede gobernar, sí decla-ra algo que le sigue en la lista de cosas más democráticas:que cualquier hombre puede gobernar. La aristocraciahereditaria es mucho peor y más peligrosa, porque losnúmeros y la multiplicidad de una aristocracia hacenposible, en ocasiones, que figure como aristocracia delintelecto. Algunos de sus miembros tendrán, presu-miblemente, cerebro y de ese modo ellos, en cualquiercaso, constituirán una aristocracia intelectual dentro dela aristocracia social. Gobernarán la aristocracia en vir-tud de su intelecto, y gobernarán el país en virtud de supertenencia a la aristocracia. De ese modo se establece-rá una doble falsedad, y millones de personas hechasa imagen y semejanza de Dios, que afortunadamentepara sus esposas y familias, no son ni caballeros nihombres listos, serán representadas por alguien comoBalfour o Wyndham (demasiado caballero para con-siderarlo simplemente listo, y demasiado listo paraconsiderarlo simplemente caballero). Pero incluso unaaristocracia hereditaria puede exhibir de vez en cuan-do, así sea involuntariamente, algo de la cualidad de-

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mocrática básica que es propia del despotismo heredi-tario. Resulta divertido pensar cuánto ingenio conser-vador se ha malgastado en defensa de la Cámara de losLores por hombres que pretendían desesperadamentedemostrar que la Cámara de los Lores estaba formadapor hombres listos. Ciertamente, puede hacerse unabuena defensa de la sámara de los Lores, aunque los de-fensores de la nobleza suelen tener reparos a la hora deusarla: esa defensa dice que la Cámara de los Lores, ensu composición absoluta, está formada por hombrestontos. Sería, verdaderamente, una defensa plausiblepara un ente por lo demás indefendible, señalar que loshombres listos de la Cámara de los Comunes, que de-ben su poder a su inteligencia, tendrían, en última ins-tancia que pasar el control del lord medio, que debe supoder a la casualidad. Pero, claro está, habría muchasrespuestas posibles a ese planteamiento, como porejemplo que la Cámara de los Lores ya no es una cá-mara de lores, sino de comerciantes y financieros, oque el grueso de la nobleza no vota, y que por tantodeja la cámara en manos de los necios, los especialistasy esos viejos caballeros locos que se dedican a sus pasa-tiempos. Pero en ciertas ocasiones, la Cámara de losLores, incluso asumiendo todas esas desventajas, es, encierto sentido, representativa. Cuando todos los loresse aliaron para votar contra el segundo intento del se-ñor Gladstone de que se aprobara la creación de unparlamento irlandés, por ejemplo, quienes dijeron quelos nobles representaban al pueblo inglés tenían toda larazón. Todos aquellos ancianos venerables que habíannacido en la aristocracia eran, en aquel momento y so-bre aquella cuestión, los aliados perfectos de todos los

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viejos venerables que habían nacido pobres o que per-tenecían a la clase media. Ese grupo de aristócratas re-presentaba verdaderamente al pueblo inglés, es decir,era sincero, ignorante, vagamente alterado, casi unáni-me y, como el pueblo inglés, se equivocaba del todo. Lademocracia racional, sin duda, es mejor en tanto queexpresión de la voluntad popular que el método heredi-tario, que se basa en el azar. Si se trata de contar con al-guna clase de democracia, lo mejor es que ésta sea de-mocracia racional. Pero si hemos de gobernarnos poralguna clase de oligarquía, lo mejor es que ésta sea unaoligarquía irracional. En ese caso, al menos, los que nosgobernarán serán hombres.

Pero lo que de veras hace falta para que la democra-cia funcione como es debido no es sólo un sistema de-mocrático, ni siquiera una filosofía democrática, sinouna emoción democrática. Ésta, como casi todas lascosas elementales e imprescindibles, resulta siempre di-fícil de describir. Pero su descripción se hace más difí-cil todavía en nuestra era de las luces, por la sencilla ra-zón de que cada vez cuesta más dar con ella. Se trata decierta actitud instintiva que siente que las cosas en lasque todos los hombres coinciden son absolutamenteimportantes, mientras que las cosas en las que todos loshombres difieren (como puede ser la simple inteligen-cia) carecen casi por completo de importancia. El casomás próximo en nuestra vida cotidiana sería la celeri-dad con la que, en cualquier momento impactante, oante la muerte, nos concentramos sólo en la humani-dad. Tras un descubrimiento algo impactante, diríamosalgo así como: «Hay un hombre muerto debajo delsofá», y no «Hay un hombre muerto de considerable re-

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finamiento personal debajo del sofá». Diríamos «Unamujer ha caído al agua», y no «Una mujer de exquisitaeducación ha caído al agua». Nadie diría: «En su jardíntrasero reposan los restos de un preclaro pensador».Nadie diría: «A menos que se dé prisa y se lo impida,un hombre con muy buen oído musical se arrojará porese acantilado». Pero esa emoción, que todos nosotrosrelacionamos con cosas como el nacimiento y la muer-te, se vuelve innata y constante para algunas personasen momentos corrientes, en lugares comunes. Para sanFrancisco de Asís se trataba de algo innato, lo mismoque para Walt Whitman. No puede esperarse que, enese grado tan raro y espléndido, alcance a toda una co-munidad, a toda una civilización. Pero una comunidadpuede poseer mucha más cantidad que otra, una civili-zación mucha más que otra. Tal vez ninguna comuni-dad haya poseído tanta como la de los primeros fran-ciscanos. Y tal vez ninguna comunidad haya gozado detan poca como la nuestra.

En nuestra época, si se somete a examen detallado,todo tiene esa cualidad antidemocrática. En la religióny la moral hemos de admitir, en abstracto, que los pe-cados de las clases educadas han sido tan graves comolos de las clases pobres e ignorantes, si no más. Pero enla práctica, la gran diferencia entre la ética medieval y lanuestra es que ésta concentra su atención en pecadosque son los de los ignorantes, y prácticamente niega quelos pecados de las clases altas puedan considerarse enabsoluto como tales. Siempre estamos hablando delpecado de beber en exceso, porque es obvio que los po-bres lo cometen con mayor frecuencia que los ricos.Pero siempre negamos que exista el pecado de orgullo,

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porque resultaría muy obvio que en los ricos se da conmayor frecuencia que en los pobres. Estamos siemprelistos a convertir en santo o profeta al hombre educadoque se va a los campos a proporcionar sus sabios con-sejos a los que carecen de formación. Pero la idea me-dieval de santo o de profeta difería no poco de la ac-tual. El santo o profeta medieval era un hombre sineducación que entraba en las grandes mansiones paraofrecer sus sabios consejos a las clases educadas. Losviejos tiranos eran lo bastante insolentes para despojara los pobres de sus bienes, pero no tanto como para ser-monearles. Eran los caballeros los que oprimían a los po-bres, pero eran los pobres los que sermoneaban a loscaballeros. Y de la misma manera que somos antide-mocráticos en la fe y la moral, también somos, en vir-tud de la naturaleza misma de nuestra actitud en esosaspectos, antidemocráticos en el tono de nuestra políti-ca práctica. Prueba de que, en esencia, no somos un Es-tado democrático, es que siempre nos preguntamos quédebemos hacer con los pobres. Si fuéramos demócratasnos preguntaríamos qué van a hacer los pobres connosotros. La clase dirigente siempre se pregunta: «¿Quéleyes debemos aprobar?», cuando, en un Estado pura-mente democrático, se preguntaría: «¿Qué leyes somoscapaces de obedecer?». Tal vez nunca haya existido unEstado puramente democrático. Pero incluso las edadesfeudales eran, en la práctica, mucho más democráticasque ésta, hasta el punto de que cada señor feudal sa-bía que todas las leyes que promulgara acabarían, contoda probabilidad, aplicándose a él. Quizá le despoja-ran de sus plumas por incumplir la ley suntuaria. Quizále cortaran la cabeza tras condenarlo por alta traición.

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Pero las leyes modernas son casi siempre leyes hechaspara que las cumpla la clase gobernada, no quienes go-biernan. Contamos con leyes que regulan los usos delos establecimientos públicos, pero no leyes suntuarias.Ello equivale a decir que nos regimos por leyes contralas fiestas y la hospitalidad de los pobres, pero no con-tra las fiestas y la hospitalidad de los ricos. Tenemos le-yes contra la blasfemia, es decir, contra esa manera dehablar ordinaria y ofensiva que sólo practican las per-sonas más rudas y siniestras. Pero carecemos de leyescontra la herejía, es decir, contra el envenenamiento in-telectual de todo el pueblo, ante la que sólo los hom-bres más prósperos y prominentes saldrían airosos. Elmal de la aristocracia no es que conduzca necesaria-mente al incremento de lo malo o al padecimiento de lotriste; el mal de la aristocracia es que lo deja todo enmanos de una clase de personas que siempre puede in-fligir lo que ella no sufrirá nunca. Sea bueno o malo loque, según sus intenciones, acaben infligiendo, siempreresultará frívolo. La crítica a la clase gobernante de laInglaterra moderna no es que sea egoísta. Podría consi-derarse que los oligarcas ingleses son generosos hasta elridículo. La crítica a esa clase dirigente es, sencillamen-te, que cuando legisla para todos los hombres, siemprese omite a sí misma.

Así pues, somos antidemocráticos en nuestra reli-gión, como lo demuestran nuestros esfuerzos de «ele-var» a los pobres. Somos antidemocráticos en nuestrogobierno, como demuestran nuestros inocentes inten-tos de gobernarlos bien. Pero sobre todo somos antide-mocráticos en nuestra literatura, como demuestra el to-rrente de novelas acerca de los pobres y de los estudios

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serios sobre los pobres que los editores vierten sobrenosotros todos los meses. Y cuanto más «moderno» seael libro, con menos sentimiento democrático contará,seguramente.

Un pobre es alguien que no tiene mucho dinero. Setrata de una descripción que a muchos resultará, talvez, simple e innecesaria pero que, a la luz de la grancantidad de ficciones y hechos modernos, resulta cier-tamente imprescindible. La mayoría de nuestros realis-tas y sociólogos habla del pobre como si de un pulpo oun caimán se tratara. No hay más necesidad de estudiarla psicología de la pobreza que de estudiar la psicologíadel mal carácter, la psicología de la vanidad, o la de losespíritus animales. Un hombre debe de saber algo de laemoción que siente otro hombre que haya sido insulta-do, no por haber sido insultado él también, sino por serhombre. Y debe de saber algo de las emociones del po-bre, no por ser pobre, sino sencillamente por ser hom-bre. Por tanto, en todos los escritores que describen lapobreza, mi primera objeción será que haya estudiadoel tema. Un demócrata lo habría imaginado.

Se han dicho cosas muy duras sobre el interés de lareligión por los marginados, y sobre el interés de la po-lítica y la sociedad por los marginados, pero sin duda elmás despreciable de todos es el interés de los artistaspor los marginados. Se supone que el maestro religiosose interesa, al menos, por el frutero ambulante porquees un hombre; el político, en cierto aspecto muy difu-minado y pervertido, se interesa por el frutero ambu-lante porque es un ciudadano. Con todo, siempre ycuando se limite a buscar impresiones o, en otras pala-bras, a copiar, su ejercicio, aunque aburrido, no deja de

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ser sincero. Pero cuando pretende dar a entender quedescribe el núcleo espiritual del frutero ambulante, susescasos vicios y sus delicadas virtudes, entonces de-bemos objetar que su pretensión es descabellada. Debe-mos recordarle que es periodista, y nada más. Tienemenos autoridad psicológica que un misionero loco.Pues él es, en el sentido literal y derivado del término,periodista, mientras que el misionero es «eternalista».Y éste, al menos, pretende contar con una visión per-manente de las cargas del hombre, mientras que la vi-sión del periodista se mantiene sólo de día en día. Elmisionero se acerca al pobre para decirle que se halla enla misma condición que los demás hombres; el perio-dista se acerca a los demás hombres para decirles lo dis-tinto que es el pobre de ellos.

Si las novelas modernas sobre los pobres, como sonlas de Arthur Morrison, o las de Somerset Maugham,escritas con gran maestría, pretenden causar sensación,sólo puedo decir que se trata de un objetivo muy loabley razonable, y que lo consiguen. Causar sensación, agi-tar la imaginación, como sucede con el contacto con elagua fría, es siempre algo bueno y vigorizante. Sin duda,los hombres siempre buscarán reproducir esa sensación(entre otras formas) recurriendo al estudio de activida-des curiosas protagonizadas por pueblos remotos o aje-nos. En el siglo xii, los hombres obtenían esa sensaciónleyendo relatos sobre hombres africanos con cabezasde perro. En el siglo xx, la obtienen leyendo historiassobre bóeres con cabezas de cerdo. Los hombres delsiglo xx, debe admitirse, resultan ser más crédulos queaquéllos. Pues no se tiene constancia de que, en el si-glo xii, los hombres organizaran una cruzada sangui-

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naria con el único objeto de alterar la singular constitu-ción cefálica de los africanos. Pero puede resultar (e in-cluso puede considerarse legítimo) que como todos esosmonstruos han desaparecido ya de la mitología popu-lar, sea necesario que, en nuestra ficción, creemos laimagen del horrible y peludo habitante del este de Lon-dres, el «eastender», sólo para mantener vivo en noso-tros ese asombro temeroso e infantil ante las peculia-ridades externas. Pero en la Edad Media (haciendo galade un sentido común mucho más desarrollado de lo quehoy nos sentimos inclinados a admitir), la historia na-tural se consideraba, en el fondo, algo así como unabroma y, en cambio, el alma gozaba de gran importan-cia. De ahí que, mientras que en su historia natural fi-guraban hombres con cabeza de perro, no pretendíancontar con una psicología de los hombres con cabezade perro. No pretendían reproducir la mente de loshombres con cabeza de perro, compartir sus más ínti-mos secretos, comulgar con todas sus cuasidivinas re-flexiones. No escribían novelas sobre las criaturas se-micaninas, no les atribuían los males más viejos nilas últimas ocurrencias. Si lo que queremos es hacersaltar al lector de su asiento, puede permitirse que elautor presente a los personajes como monstruos; hacersaltar a alguien de su asiento es siempre un acto cristia-no. Pero lo que no puede consentirse es presentar ahombres que se consideran a sí mismos como mons-truos, o que se hacen saltar a sí mismos. En resumen,nuestra ficción sobre los pobres puede defenderse comoforma estética, pero no como hecho espiritual.

Un enorme obstáculo se interpone en el camino de surealidad. Los hombres que la escriben, y quienes la

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leen, son hombres que pertenecen a las clases media yalta o, como mínimo, personas que se integran en loque se denomina vagamente «clases educadas». Así,el hecho de que se trate de la vida tal como la ve elhombre refinado demuestra que no puede tratarse de lavida tal como la vive el hombre no refinado. Los ricosescriben historias sobre los pobres, y los describencomo personas que pronuncian palabras rudas, soeceso ásperas. Pero si los pobres escribieran novelas sobreustedes o yo, nos describirían como personas que ha-blamos con tono agudo y voz afectada, voz que noso-tros sólo oímos en boca de alguna duquesa en algu-nas farsas en tres actos. El novelista de los pobres creael efecto que desea gracias al hecho de que algunos delos detalles que describe resultan extraños al lector;pero esos detalles, por la propia naturaleza del caso, nopueden ser extraños en sí mismos. No pueden resultarextraños al alma que él dice estudiar. Los novelistas delos pobres crean el efecto deseado describiendo la nie-bla gris que cubre tanto la fábrica lúgubre como la lú-gubre taberna. Pero para el hombre al que se suponeque estudia debe de existir exactamente la misma dife-rencia entre la fábrica y la taberna como la que, para unhombre de clase media, existe entre quedarse en la ofi-cina hasta tarde y acudir a cenar a Pagani’s. El novelis-ta de los pobres se contenta con señalar que, a ojos desu personaje, un pico parece sucio, y una taza de peltreparece sucia. Pero el hombre al que se supone que estu-dia los distingue tan bien como un oficinista distingueentre un libro de cuentas y una edición de lujo. El cla-roscuro de la vida se pierde inevitablemente; para no-sotros, las luces y las sombras se mezclan en una especie

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de gris. Pero esas luces y esas sombras no se funden enun gris en esa vida, no más que en cualquier otra, al me-nos. La clase de hombre realmente capaz de expresarlos placeres de los pobres sería la misma clase de hom-bre capaz de compartirlos. Dicho en pocas palabras, es-tos libros no constituyen un documento de la psicologíade la pobreza. Son un documento de la psicología de lariqueza y la cultura, del momento en que éstas entranen contacto con la pobreza. No son una descripción delestado de los barrios marginales, sino sólo una descrip-ción oscura y siniestra del estado de sus habitantes. Po-drían ofrecerse innumerables ejemplos de la cualidadesencialmente poco comprensiva e impopular de estosescritores realistas. Pero tal vez el más simple y el másobvio con el que podemos concluir sea el hecho mismode que estos escritores sean realistas. Los pobres sonmelodramáticos y románticos por naturaleza; todos lospobres creen en sentencias morales y en máximas decartilla escolar. Tal vez sea ese el significado último delgran proverbio: «Bienaventurados los pobres». Los po-bres son bienaventurados porque siempre convierten elmundo, o tratan de convertirlo, en una comedia del tea-tro Adelphi. Algunos inocentes pedagogos y filántro-pos (pues incluso los filántropos pueden ser inocentes)han mostrado gran asombro ante el hecho de que lasmasas prefieran libritos de terror a tratados científicos,y melodramas a obras en las que se plantean seriascuestiones. La razón de ello es muy simple. La historiarealista resulta sin duda más artística que la historia me-lodramática. Si lo que uno desea es un tratamiento co-medido, unas proporciones delicadas, una unidad enla atmósfera artística, entonces la historia realista saca

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gran ventaja al melodrama. En todo lo que es luz, colory ornamentación, la historia realista saca gran ventajaal melodrama. Pero el melodrama goza, al menos, deuna indiscutible ventaja sobre la historia realista: el me-lodrama se parece mucho más a la vida. Se parece mu-cho más al hombre, y más concretamente al hombrepobre. Es muy banal y poco artístico que una mujer po-bre, en el teatro Adelphi, diga: «¿Acaso cree que vende-ré a mi propio hijo?». Pero es que las mujeres de Batter-sea High Road dicen: «¿Acaso cree que venderé a mipropio hijo?». Lo dicen siempre que tienen ocasión. Portoda la calle se oye esa frase pronunciada en una espe-cie de murmullo constante. Se trata de una muestra dearte dramático muy rancio y muy flojo (por no decirmás) que un obrero se enfrente a su patrón y le diga:«Soy un ser humano». Pero es que un obrero dice «soyun ser humano» dos o tres veces al día. En realidad, re-sulta seguramente tedioso oír hablar a los obreros traslas candilejas, pero eso es porque, fuera, en la calle,siempre son melodramáticos. En resumen, el melodra-ma, si es aburrido, lo es porque se ajusta demasiado ala realidad. Un problema parecido se da en las historiassobre escolares. Stalky and Co., la obra de Kipling, esmucho más entretenida (si es de entretenimiento de loque hablamos) que Eric, or, Little by Little, del fallecidoDean Farrar. Pero Eric se parece mucho más a la vidareal de las escuelas. Pues la vida real en las escuelas, elverdadero mundo infantil, está lleno de las cosas delas que Eric está llena: envaramiento, compasión desca-rada, pecados tontos, una tendencia débil pero con-tinuada hacia lo heroico. Melodrama, en una palabra.Y si deseamos establecer una base firme en cualquier

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intento de ayudar a los pobres, no debemos volvernosrealistas y observarlos desde fuera. Debemos volvernosmelodramáticos y observarlos desde dentro. El novelis-ta no debe sacarse del bolsillo el cuaderno de notas ydecir: «Soy un experto en hombres». Debe imitar alobrero del teatro Adelphi, golpearse el pecho y excla-mar: «Soy un ser humano».

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C o n c l u s i o n e s s o b r e l a i m p o r t a n c i ad e l a o r t o d o x i a

Que la mente humana pueda avanzar o no es una cues-tión sobre la que se discute poco, pues nada puede sermás peligroso que descubrir que, siendo debatible, nose debate sobre nuestra filosofía social en relación concualquier teoría. Pero si aceptamos, en aras de la discu-sión, que en el pasado ha habido, o que en el futuro ha-brá, lo que llamamos crecimiento o mejora de la mentehumana en sí misma, seguirá existiendo una prominen-te objeción que plantear contra la versión moderna delo que significa esa mejora. El vicio de la idea modernade progreso mental es que siempre se trata de algo rela-cionado con la ruptura de vínculos, la supresión de lí-mites, la marginación de dogmas. Pero si existe eso quese llama crecimiento mental, ha de implicar el desa-rrollo de unas convicciones cada vez más definidas, decada vez más dogmas. El cerebro humano es una má-quina de llegar a conclusiones; si no llega a conclu-siones, se oxida. Cuando oímos hablar de un hombredemasiado listo para creer, estamos oyendo hablar dealguien que lleva en sí mismo casi el carácter de unacontradicción en términos. Es como si nos hablaran deun clavo demasiado bueno para sujetar una alfombra;o de un cerrojo demasiado fuerte para mantener unapuerta cerrada. El hombre no puede definirse, como

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hizo Carlyle, como animal que fabrica herramientas;las hormigas y los castores, así como muchos otros ani-males, fabrican herramientas, en el sentido de que sevalen de aparatos. El hombre, en cambio, sí puede de-finirse como ser que crea dogmas. A medida que acu-mula doctrina tras doctrina y conclusión tras conclu-sión, en la formación de un asombroso plan filosófico yreligioso, se convierte, en el único sentido legítimo delque la expresión es capaz, en un ser cada vez más hu-mano. Y cuando abandona doctrina tras doctrina, do-minado por su refinado escepticismo, cuando rechazaatarse a un sistema, cuando asegura haber superado lasdefiniciones, cuando dice que no cree en la finalidad,cuando, en su propia imaginación, se erige en Dios, sinabrazar ninguna forma ni credo, sino contemplándolostodos, entonces lo que hace es retroceder hacia la va-guedad de los animales errantes, hacia la inconscienciade la hierba. Los árboles carecen de dogmas. Los nabosson excepcionalmente amplios de miras.

Si, insisto, ha de existir el avance mental, entoncesdebe tratarse de un avance mental que se dé en la cons-trucción de una filosofía de vida cierta. Y esa filosofía devida ha de estar en lo cierto, y las demás filosofías hande equivocarse. Y el caso es que, de todos, o casi todos,los dotados escritores modernos a los que he estudiadobrevemente en este libro, es especialmente cierto, afor-tunadamente, que todos ellos poseen una visión del mun-do constructiva y afirmativa, y que se la toman en serioy nos piden que la tomemos en serio nosotros también.No hay nada meramente escéptico en el progresismo deRudyard Kipling. No hay nada amplio de miras en Ber-nard Shaw. El paganismo de Lowes Dickinson resulta

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más serio que cualquier forma de cristianismo. Inclusoel oportunismo de H.G. Wells es más dogmático quecualquier idealismo. Creo que alguien recriminó a Mat-thew Arnold que estuviera volviéndose tan dogmáticocomo Carlyle, y él respondió: «Tal vez sea cierto, perousted ha pasado por alto una diferencia obvia: yo soydogmático y tengo razón, mientras que Carlyle es dog-mático y se equivoca». Lo humorístico del comentariono debe llevarnos a perder de vista su indudable serie-dad y sentido común. Nadie debería escribir nada, nisiquiera decir nada, a menos que creyera que está enposesión de la verdad y los demás hombres, equivoca-dos. De manera análoga, yo defiendo que soy dogmá-tico y tengo razón, mientras que Shaw es dogmático yse equivoca. Pero lo más importante para mí en estemomento es señalar que, de los escritores de los queme he ocupado aquí, los más destacados se ofrecen,con toda sensatez y coraje, como dogmáticos, comofundadores de un sistema. Tal vez sea cierto que lo quemás me interesa a mí de Bernard Shaw sea el hecho deque se equivoca. Pero no es menos cierto que lo quemás le interesa a Bernard Shaw de sí mismo es el hechode tener razón. Shaw puede no tener a nadie de su par-te, salvo a sí mismo. Pero no es de él de quien se ocu-pa: es de la vasta y universal iglesia de la que él es elúnico miembro.

Los dos genios típicos que he mencionado en estaobra, con cuyos nombres la he iniciado, son muy sim-bólicos, aunque sólo sea porque han demostrado que elmás fiero de los dogmatismos puede generar los mejo-res artistas. En el ambiente fin de siècle todo el mundodeclaraba que la literatura debía liberarse de todas las

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causas y los credos éticos. El arte servía sólo para pro-ducir exquisitas artesanías, y en aquellos días lo másmoderno era demandar obras brillantes, brillantes re-latos breves. Finalmente, cuando las obtuvieron, las ob-tuvieron de la pluma de dos moralistas. Los mejoresrelatos breves los escribió un hombre que trataba depredicar el imperialismo. Las mejores obras las escribióun hombre que trataba de predicar el socialismo. Todoel arte y todos los artistas parecían pequeños y tediososal lado de un arte que era el subproducto de la propa-ganda.

La razón es muy simple. Un hombre no puede ser lobastante sabio como para ser buen artista sin ser lo bas-tante sabio como para desear ser filósofo. Un hombreno puede tener la energía que se requiere para producirbuenas obras de arte sin tener la energía que se requie-re para ir más allá de ellas. Un artista menor se conten-ta con el arte. Un gran artista no se conforma con me-nos que con el todo. De modo que nos encontramosque, cuando unas verdaderas potencias, sean buenaso malas, como las de Kipling o Shaw, entran en nuestroescenario, traen consigo no sólo un arte asombroso ysobrecogedor, sino unos dogmas igualmente asombrososy sobrecogedores. Y les preocupan más (y pretendenque también a nosotros nos preocupen más) sus asom-brosos y sobrecogedores dogmas, que su asombroso ysobrecogedor arte. Shaw es un buen dramaturgo, perolo que él quiere más que ninguna otra cosa es ser unbuen político. Rudyard Kipling es, por capricho divinoy genio natural, un poeta nada convencional; pero loque él desea más que ninguna otra cosa es ser un poetaconvencional. Desea ser el poeta de su pueblo, ser de su

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ser, carne de su carne, comprender sus orígenes, cele-brar su destino. Desea ser el poeta laureado, un deseode lo más sensato, honorable e insuflado de espíritu po-pular. Al haber recibido de los dioses la originalidad –esdecir, el don de disentir de los demás–, desea, divina-mente, coincidir con ellos. Pero el ejemplo más llamati-vo de todos, incluso más llamativo, en mi opinión, queel de los dos mencionados, es el de H.G. Wells. Se ini-ció en una especie de infancia loca del arte por el arte.Empezó creando un nuevo cielo y una nueva tierra, conel mismo instinto irresponsable por el que los hombresse compran una pajarita nueva. Empezó a jugar con lasestrellas y los sistemas para crear anécdotas efímeras.El universo le gustaba como escenario de sus bromas.Desde entonces se ha vuelto más serio, y se ha vuelto,como sucede siempre que los hombres se vuelven másserios, cada vez más provinciano. Sobre el ocaso de losdioses se mostraba frívolo; pero sobre el ómnibus deLondres se muestra serio. Sobre La máquina del tiempose mostraba despreocupado, pues con ella trataba sólodel destino de todas las cosas. Pero en Mankind in theMaking [«La humanidad en construcción»] se muestracuidadoso y hasta cauto, pues en ella trata de pasadomañana. Empezó con el fin del mundo, y eso era fácil.Pero ahora se ha trasladado al principio del mundo, yeso es difícil. Con todo, el resultado principal de todoello es el mismo en los demás casos. Los hombres quehan sido los artistas más atrevidos, los artistas realistas,los insobornables, son los que han acabado escribien-do, después de todo, «con un propósito». Supongamosque cualquier crítico de arte distante y cínico, cualquiercrítico de arte convencido hasta la médula de que los

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artistas son grandes cuanto más se dedican al arte porel arte, supongamos que un hombre que profesara conmaestría un esteticismo humano, como era el caso deMax Beerbohm, o un esteticismo cruel, como en el casode W.E. Henley, se hubiera centrado en toda la lite-ratura de ficción que, en el año 1895, era reciente, y lehubieran pedido que seleccionara a los tres artistasmás vigorosos, prometedores y modernos, así como sustrabajos artísticos más importantes. Pues bien, creoque, sin duda, habría respondido que, por su audaciaartística, por su delicadeza artística y por el soplo denovedad que aportaban al arte, en primer lugar debíanfigurar Tres soldados, de un tal Rudyard Kipling; Elhombre y las armas, de un tal Bernard Shaw, y La má-quina del tiempo, de un señor llamado Wells. Y se tratade tres hombres que se han mostrado inveteradamentedidácticos. Si se quiere, puede decirse que, si queremosdoctrinas, acudamos a los grandes artistas. Pero es evi-dente, a partir de la psicología del tema, que esa no esla verdadera afirmación; la verdadera afirmación esque, si queremos gozar de un arte que resulte tolerable-mente vivaz y atrevido, debemos recurrir a los doctri-narios.

Al concluir este libro, por tanto, yo pediría en pri-mer lugar que a estos hombres de los que he escrito nose los insulte tomándolos por artistas. Nadie tiene dere-cho a disfrutar, sin más, de la obra de Bernard Shaw.Eso sería algo así como disfrutar si los franceses inva-dieran el país de uno. Shaw escribe bien para conven-cer, bien para enfurecernos. Del mismo modo, no tienesentido ser partidario de Kipling sin ser político, políti-co imperialista, para más señas. Si un hombre, en nues-

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tra opinión, destaca sobre los demás, debería ser por loque destaca en él mismo. Si un hombre nos convence atodos, debería ser mediante sus convicciones. Si la pa-sión política de un poema de Kipling nos desagrada,nos desagrada por la misma razón por la que al poetale gustaba; si nos desagrada él por sus opiniones, nosdesagrada por la mejor de todas las razones posibles. Siun hombre acude a Hyde Park a predicar, es permisibleabuchearlo; pero es descortés aplaudirlo como fenóme-no de circo. Y un artista sólo es un fenómeno de circocomparado con el más humilde de los hombres quecrea que tiene algo que decir.

Hay, claro está, una clase de escritores y pensadoresmodernos que no pueden ser ignorados sin más en esteasunto, aunque en esta obra no haya espacio para rea-lizar una exposición detallada de ellos, algo que, porotra parte, y a decir verdad, constituiría un abuso.Me refiero a aquellos que superan todos esos abismos ytratan de conciliar en todas esas guerras recurriendo aeso de los «aspectos de la verdad», diciendo que el artede Kipling representa un aspecto de la verdad, que el deWilliam Watson representa otro; que el arte de BernardShaw representa un aspecto de la verdad y que el artede Cunningham Grahame representa otro; que el arte deH.G. Wells representa un aspecto, y que el de Con-ventry Patmore (pongamos por caso), otro. Sobre estosólo diré que me parece una falta de compromiso queni siquiera se molestan en disimular recurriendo a pa-labras ingeniosas. Si decimos de algo que es un aspec-to de la verdad, es evidente que aseguramos saber quées la verdad, del mismo modo que si hablamos de lapata herida de un perro, aseguramos saber qué es un

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perro. Por desgracia, el filósofo que habla de aspectosde la verdad suele preguntarse, al mismo tiempo, qué esla verdad. Con frecuencia, incluso, niega la existenciade la verdad, o asegura que ésta resulta inaprehensiblepara la inteligencia humana. Pero entonces, ¿cómo escapaz de reconocer sus aspectos? Reconozco que no megustaría ser un artista que llevara el boceto de una obraarquitectónica a un constructor, diciéndole: «Aquí tieneel aspecto sur de la casa de Sea-View. La casa de Sea-View no existe, claro está». Ni siquiera me gustaría de-masiado tener que explicar, en esas circunstancias, quela casa de Sea-View podría existir, pero que resulta ina-prehensible para la inteligencia humana. Tampoco mealegraría precisamente ser el metafísico burdo y absur-do que dijera ser capaz de ver por todas partes aspectosde una verdad que no está ahí. Es obvio, por supuesto,que en Kipling hay verdades, como las hay en Shaw oen Wells. Pero el grado en que podemos percibirlas de-pende estrictamente de hasta qué punto haya en noso-tros una concepción cierta de lo que es la verdad. Es ri-dículo suponer que cuanto más escépticos seamos, másveremos el bien en todas partes. Porque lo cierto es que,cuanto más seguros estemos de lo que es el bien, másveremos el bien en todas partes.

Así pues, suplico que coincidamos o discrepemoscon esos hombres. Suplico que coincidamos con ellos almenos en que contamos con creencias abstractas. Perosé que en el mundo moderno existen muchas objecio-nes vagas a la existencia de la creencia abstracta, y sien-to que no podremos seguir avanzando hasta que haya-mos abordado algunas de ellas. La primera se enunciacon facilidad.

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Una duda frecuente en nuestro tiempo respecto deluso de las convicciones extremas es una especie de ideasegún la cual las convicciones extremas, y más sobreasuntos cósmicos, han sido las responsables, en el pasa-do, de lo que puede definirse como intolerancia. Perobasta un poco de experiencia directa para desestimaresa opinión. En la vida real, la gente más intolerante esla que carece de opiniones. Los economistas de la Es-cuela de Manchester que discrepan del socialismo se to-man el socialismo muy en serio. Es el joven de BondStreet, que no sabe qué es el socialismo, y mucho menosaún si está de acuerdo con él o no, el que está bastanteseguro de que esos tipos socialistas protestan por nada.El hombre que comprende la filosofía calvinista lo bas-tante como para coincidir con ella, debe comprender lafilosofía católica para poder disentir de ella. Es el mo-derno impreciso el que no está nada seguro de dóndese halla la razón, quien más seguro está de que Dante seequivocaba. El oponente serio de la Iglesia latina en lahistoria, incluso en el acto de mostrar que produjograndes infamias, debe saber que produjo grandes san-tos. Es el necio corredor de bolsa, que no sabe nada dehistoria y no cree en ninguna religión, el que está, a pe-sar de ello, plenamente convencido de que todos los sa-cerdotes son unos malhechores. El miembro del Ejérci-to de Salvación que acude a Marble Arch puede serintolerante, pero no tanto como para anhelar que eldandy se una a la marcha fraternal con él. Por su parte,el dandy sí es lo bastante intolerante como para no an-helar en lo más mínimo unirse al miembro del Ejércitode Salvación en Marble Arch. La intolerancia puede de-finirse, aproximadamente, como la del hombre que ca-

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rece de opiniones. Es la resistencia con que recibe lasideas definidas una masa de gente cuyas ideas resultanindefinidas en extremo. La intolerancia podría conside-rarse el horrible pánico de los indiferentes. Este pánicode los indiferentes es, en realidad, algo terrible, que hagenerado persecuciones monstruosas y duraderas. Eneste sentido, no fue la gente concienciada la que se de-dicó nunca a perseguir; la gente concienciada no era lobastante numerosa. Quienes llenaron el mundo de fue-go y opresión fueron aquellos a los que no les importa-ba nada. Fueron las manos de los indiferentes las queprendieron las teas; fueron las manos de los indiferen-tes las que accionaron el potro de tortura. Ha habidoalgunas persecuciones surgidas del dolor de una certezaapasionada, pero esas no produjeron intolerancia, sinofanatismo, algo muy distinto y en cierto sentido admi-rable. La intolerancia, en general, ha sido siempre laomnipotencia constante de aquellos a quienes nada im-portaba para confinar en la oscuridad y en la sangre alas personas con convicciones.

Hay gente, sin embargo, que escarba todavía más enbusca de los posibles males del dogma. Son muchos losque creen que una convicción filosófica fuerte, si bienno produce (como ellos perciben) esa enfermedad lentay fundamentalmente frívola que se conoce como intole-rancia, sí genera una cierta concentración, exageracióne impaciencia moral que convenimos en llamar fanatis-mo. Aseguran, en pocas palabras, que las ideas son co-sas peligrosas. En política, por ejemplo, suele decirse dehombres como Balfour o John Morley que la abun-dancia de ideas resulta peligrosa. La verdadera doctri-na de esa opinión no es, tampoco en este caso, de difí-

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cil enunciación. Las ideas son peligrosas, pero el hom-bre para quien menos peligrosas resultan es precisa-mente para el hombre de ideas. Él está familiarizadocon ellas, y se mueve entre ellas como el domador deleones. Las ideas son peligrosas, pero el hombre paraquien más peligrosas resultan es precisamente el hom-bre que carece de ellas. El hombre que carece de ideassentirá que la primera idea entra en su cabeza como elvino a la cabeza de un abstemio. En mi opinión se tra-ta de un error frecuente entre los idealistas radicales demi propio partido y periodo sugerir que los financierosy los hombres de negocios son un peligro para el impe-rio porque resultan muy sórdidos y materialistas. Laverdad es que los financieros y los hombres de negociosson un peligro para el imperio porque pueden mostrar-se sentimentales en relación con cualquier sentimiento,e idealistas en relación con cualquier ideal, cualquierideal con que se tropiezan. Del mismo modo en que unniño que no sabe mucho de mujeres se apresura a to-mar a cualquier mujer por «la mujer», así esos hombresprácticos, poco acostumbrados a las grandes causas, seinclinan siempre a pensar que, si se demuestra que algoes un ideal, queda demostrado que se trata de «el ideal».Muchos de ellos, por ejemplo, siguieron convencidos aCecil Rhodes porque éste tuvo una visión. Podrían ha-berlo seguido también porque tenía nariz; un hombresin nada parecido a un sueño de perfección es tanmonstruoso como un hombre sin nariz. La gente, ha-blando de alguna personalidad, y entre susurros enfer-vorizados, dice: «Sabe lo que piensa», que es lo mismoque decir, entre los mismos susurros enfervorizados:«Se suena él sólo los mocos de la nariz». La naturaleza

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humana no puede subsistir sin una esperanza ni unameta de algún tipo; como se expresa sensatamente en elAntiguo Testamento: «Donde no hay visión profética,el pueblo perece». Pero es precisamente porque al hom-bre le hace falta un ideal por lo que un hombre sin idea-les se encuentra en permanente riesgo de sucumbir alfanatismo. No hay nada que deje al hombre tan ex-puesto a la súbita e irresistible incursión en una visióndesequilibrada como el cultivo de los hábitos empresa-riales. Todos conocemos a eminentes empresarios quecreen que la Tierra es plana, o que el señor Kruger enca-bezaba un gran despotismo militar, o que los hombresson granívoros, o que Bacon escribió las obras de Sha-kespeare. Las creencias religiosas y filosóficas son, sinduda, tan peligrosas como el fuego, y nada puede apar-tar de ellas esa belleza que les confiere el peligro. Perosólo hay un modo de cuidarnos de su peligro excesivo,y es penetrar en la filosofía y empaparnos de religión.

Dicho brevemente, pues, rechazamos los dos peli-gros opuestos de la intolerancia y el fanatismo, puesaquél surge de una vaguedad excesiva, y éste de una ex-cesiva concentración. Afirmamos que la cura del faná-tico es la creencia; afirmamos que la cura del idealistason las ideas. Conocer las mejores teorías sobre la exis-tencia y escoger la mejor de ellas (es decir, según indi-cación de nuestras fuertes convicciones), nos parece lamejor manera de convertirnos, no en intolerantes nien fanáticos, sino en algo mucho más firme que un in-tolerante y en algo mucho más terrible que un fanático:en un hombre con una opinión definida. Pero esa opi-nión definida debe, según ese punto de vista, empezarpor los aspectos básicos del pensamiento humano, y és-

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tos no deben considerarse irrelevantes, como sucedepor ejemplo con la religión, que con mucha frecuencia,en nuestros días, se considera irrelevante. Incluso siconsideramos que la religión es irresoluble, no pode-mos considerarla irrelevante. Incluso si nosotros no te-nemos opinión sobre las verdades últimas, debemossentir que, en tanto que esa opinión exista en un hom-bre, habrá de ser más importante en él que cualquierotra cosa. Desde el momento en que eso deja de ser in-cognoscible, se convierte en indispensable. Creo que nopuede haber duda de que, en nuestra época, existe laidea de que hay algo cerrado, irrelevante o incluso mez-quino en atacar la religión de un hombre, o en discutirsobre ella en sus aspectos políticos o éticos. Tambiéndebe haber pocas dudas de que tal acusación de cerra-zón es, en sí misma, casi grotescamente cerrada. Porponer un ejemplo extraído de un hecho bastante coti-diano: todos sabemos que no es raro que a un hombrese le considere espantapájaros de la intolerancia y el os-curantismo por desconfiar de los japoneses, o lamentarel auge de los japoneses, sobre la base de que los japo-neses son paganos. Nadie pensaría que tiene nada deanticuado o fanático desconfiar de un pueblo a causade alguna diferencia entre ese pueblo y el nuestro en as-pectos prácticos o políticos. A nadie le parecería intole-rante decir de un pueblo: «Desconfío de su influencia,porque es proteccionista». A nadie le parecería muestrade cerrazón afirmar: «Lamento su auge porque es so-cialista, o partidario del individualismo de Manchester,o firme creyente en el militarismo y el reclutamientoforzoso». Una diferencia de opinión sobre la naturale-za de los parlamentos importa mucho. Pero una dife-

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rencia de opinión sobre la naturaleza del pecado no im-porta en absoluto. Una diferencia de opinión sobre elobjeto de la política fiscal importa mucho. Pero una di-ferencia de opinión sobre el objeto de la existencia hu-mana no importa en absoluto. Tenemos derecho a des-confiar de alguien que se halla en un municipio distintoal nuestro. Pero no tenemos derecho a desconfiar de al-guien que vive en otro cosmos. Esta clase de ilustraciónes sin duda de las menos ilustradas que cabe imaginar.Por recurrir a la expresión que usé al principio, elloequivale a decir que todo es importante a excepción deltodo. La religión es precisamente lo que no puede de-jarse fuera, porque lo incluye todo. Ni siquiera la per-sona más despistada meterá sus cosas en su bolsa deviaje y se olvidará de meter en ella la propia bolsa. Te-nemos una visión general de la existencia, nos guste ono. Altera o, por decirlo con mayor exactitud, crea e in-cluye todo lo que decimos o hacemos, nos guste o no. Sivemos el cosmos como un sueño, vemos la cuestiónfiscal como un sueño. Si vemos el cosmos como un chis-te, vemos la catedral de Saint Paul como un chiste. Sitodo es malo, entonces deberemos creer (si eso fueraposible) que la cerveza es mala; si todo es bueno, nosvemos obligados a llegar a la descabellada conclusiónde que la filantropía científica es buena. Todos los hom-bres de la calle deben contar con un sistema filosófico,y sostenerlo con firmeza. Es posible que lo hayan de-fendido con tanta firmeza y durante tanto tiempo quehayan olvidado su misma existencia. Esta situación esciertamente posible; de hecho, es la situación que afec-ta a todo el mundo moderno. El mundo moderno estálleno de hombres que sostienen dogmas con tanta fuer-

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za que no saben siquiera que son dogmas. Puede decir-se incluso que el mundo moderno, en tanto que cuerpocomún, sostiene ciertos dogmas con tal fuerza que nosabe que lo son. Por ejemplo, puede considerarse dog-mático, en ciertos círculos considerados progresistas,asumir la perfección o la mejora del hombre en otromundo. Pero no se considera dogmático asumir la per-fección o la mejora del hombre en este mundo, aunquela idea de progreso esté tan poco demostrada como lade inmortalidad, y desde un punto de vista racionalista,sea tan improbable. Tampoco vemos nada dogmáticoen la inspirada pero asombrosa teoría de la ciencia físi-ca, según la cual debemos recabar datos por los datosmismos, incluso si nos parecen tan inútiles como ramasy pajas. Se trata de una gran y sugerente idea, y su uti-lidad podría llegar a demostrarse; pero, en abstracto,resulta tan discutible como la utilidad de consultar orácu-los o templos, cuya utilidad también se dice demostra-da. Así, como no vivimos en una civilización que creefirmemente en oráculos o lugares sagrados, vemos lalocura de todos los que se mataron para encontrar el se-pulcro de Cristo. Pero al pertenecer a una civilizaciónque cree en este dogma del hecho por el hecho, no ve-mos la locura de aquellos que se matan para encontrarel Polo Norte. No hablo de una utilidad sensata y defi-nitiva que es cierta tanto de las Cruzadas como de lasexploraciones polares. Me refiero simplemente a quevemos la singularidad superficial y estética, la cualidadsorprendente de la idea de unos hombres que atravie-san un continente con sus ejércitos, a la conquista de unlugar en el que murió un hombre. Pero no vemos la sin-gularidad estética y la cualidad sorprendente de unos

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hombres que mueren en medio de una dura agonía paraencontrar un lugar en el que nadie podría vivir, un lu-gar que sólo interesa porque teóricamente es el puntodonde se encuentran unas líneas que no existen.

Iniciemos, pues, un largo viaje y adentrémonos enuna búsqueda horrible. Excavemos y busquemos, almenos, hasta descubrir nuestras propias opiniones. Losdogmas que en realidad defendemos son mucho másfantásticos y, tal vez, mucho más hermosos de lo quecreemos. Me temo que, en el curso de estos capítulos,me he referido de vez en cuando a los racionalistas y alracionalismo, y lo he hecho de modo despectivo. Llenode esa bondad que debe surgir al término de todo, in-cluso de un libro, me disculpo ante los racionalistas porllamarlos racionalistas. No lo son. Todos creemos encuentos de hadas, y vivimos en ellos. Algunos, con mástendencias literarias, creen en la existencia de la señoravestida de sol. Otros, con un instinto más rústico, mástravieso, como el señor McCabe, creen meramente en elmismísimo sol imposible. Algunos sostienen el dogmaindemostrable de la existencia de Dios; otros, el dogmaigualmente indemostrable de la existencia del vecino.

Las verdades se convierten en dogmas a partir delmomento en que se discuten. Así, todo hombre quepronuncia una duda define una religión. Y el escepticis-mo de nuestro tiempo no destruye realmente las creen-cias, sino que más bien las crea. Les otorga sus límitesy su forma simple y desafiadora. Nosotros, que somosliberales, defendimos una vez el liberalismo como ob-viedad. Ahora se ha cuestionado, y lo defendemos fie-ramente como fe. Los que creemos en el patriotismo,creíamos que el patriotismo era razonable y no le dába-

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mos más importancia. Pero ahora sabemos que no esrazonable, y sabemos que debe ser bueno. Nosotros,que somos cristianos, nunca supimos del gran sentidocomún filosófico inherente a ese misterio hasta que losautores anticristianos nos lo señalaron. La gran mar-cha de la destrucción mental proseguirá. Todo será ne-gado. Todo se convertirá en credo. Es una postura ra-zonable negar los adoquines de la calle; será dogmareligioso afirmar su existencia. Es una tesis racional quetodos pertenecemos a un sueño; será sensatez místicaasegurar que estamos todos despiertos. Se encenderánfuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se blan-dirán espadas para demostrar que las hojas son verdesen verano. Permaneceremos en la defensa, no sólo delas increíbles virtudes y de la sensatez de la vida huma-na, sino de algo más increíble aún, de este inmenso eimposible universo que nos mira a la cara. Lucharemospor sus prodigios visibles como si fueran invisibles.Observaremos la imposible hierba, los imposibles cie-los, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y,sin embargo, han creído.

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