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John F. Haught r r / cien o.a. Hacia una teolog de la naturale 0 ry^ri/rtei

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John F. Haught

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/ cien o.a. Hacia una teolog

de la naturales

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JOHN F. HAUGHT

Cristianismo y ciencia

Hacia una teología de la naturaleza

• r . EDITORIAL SAL TERRAE ISLI SANTANDER - 2009

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Título del original en inglés: Christianity and Science.

Toward a Theology of'A'ature

© 2007 by John F. Haught Editado por Orbis Books

Maryknoll, New York (U.S.A.)

Traducción: José Manuel Lozano Gotor

Para la edición en español: © 2009 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliarlo (Cantabria) Tino.: 942 369 198 / Fax: 942 369 202

[email protected] / www.salterrae.es

Diseño de cubierta: Femando Peón / [email protected]

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley. cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización

de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada

puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y s. del Código Penal).

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 978-84-293-1795-4 Dep. Legal: Bl-10-09

Impresión y encuademación: Grato, S.A. - Basauri (Vizcaya)

ÍNDICE

Prólogo, por PETER C. PHAN 9

Prefacio 13

1. La ciencia y la esperanza cristiana 21

La simplificación científica 24 Un nuevo día para el universo 30 Ciencia, libertad y futuro 36 La promesa de la naturaleza 39 El significado de los milagros 40 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 44

2. Ciencia y misterio 45

La persistencia del misterio 47 Misterio y problema 50 Experiencias límite 52 Preguntas límite 54 Misterio y revelación especial 58 Dios y el universo 60 El problema de la revelación especial 62 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 63

3. Ciencia y revelación 65

El don de una imagen 67 La imagen revelada del cristianismo 71

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La humildad de Dios 74 La promesa divina 79 La tarea de la teología de la naturaleza 81 Resumen y conclusión 84 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 85

4. ¿Qué acontece en el universo? 87

Teología y pesimismo cósmico 90 Legalidad e indeterminación 95 ¿Puede tener el universo una finalidad? 97 Conclusión 103 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 104

5. Teilhard de Chardin y la promesa de la naturaleza . . . . 105

La carrera de Teilhard 106 La visión de Teilhard 109 Teilhard como científico 113 El universo de Teilhard: ¿qué fue lo que «vio»? 116 Una nueva espiritualidad 121 El esfuerzo moral y la fugacidad del universo 125 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 126

6. Evolución y providencia divina 127

La tarea de la teología después de Darwin 132 ¿Mera confianza? 135 La providencia, ¿una forma de pedagogía? 136 Hacia una teología de la evolución 138 La teología y el sufrimiento de la vida sensitiva 145 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 160

7. Cosmología y creación 161

La creación y la «gran explosión» (big bang) 163 El trasfondo científico 168 ¿Implicaciones teológicas? 171 Conflación y creación 177 Conflicto 179

Contraste 180 Contacto 183 Confirmación 190 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 192

8. La vida y el Espíritu 193

Los orígenes del naturalismo 195 La extensión cósmica de la ausencia de vida 201 ¿Espacio para la teología? 203 Relacionar ciencia y teología 206 Explicar la vida 209 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 216

9. Ciencia, muerte y resurrección 217

¿Cómo cabe entender la «resurrección»? 220 ¿Puede cambiar Dios? 226 Encontrar sentido en un universo inacabado 227 La cuestión de la inmortalidad subjetiva 231 Teología e increencia en un universo inacabado 234 El realismo de la esperanza 237 Pero ¿sobreviviré «yo»? 241 Panvitalismo escatológico 242 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 246

10. Verdad científica y fe cristiana 247

¿Qué es la verdad? 251 La revelación, la ciencia y el deseo de saber 253 Liberar el deseo de saber 255 La verdad y el abajamiento de Dios 257 Implicaciones de la revelación 260 Liberarse del auto-engaño 261 La verdad y el Dios de la promesa 265 Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 269

Bibliografía selecta sobre ciencia y cristianismo 271

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PRÓLOGO

J—/A relación entre ciencia y cristianismo ha sido, por decirlo en una pa­labra, una relación de amor y odio. Como una pareja divorciada que quiere reconciliarse, es posible que el cristianismo y la ciencia -o, por lo menos, el cristianismo- deseen recordar la época de romance en que la armonía reinaba soberana y la colaboración prometía ser una mara­villosa aventura en común. Pero numerosos obstáculos y malentendidos causaron la ruptura. Quizá de este doloroso recuerdo y de la voluntad de cambio surjan nuevas posibilidades para una relación más enloque­cedora o, al menos, para superar el rencor y el antagonismo.

La relación entre ciencia y cristianismo forma parte de la historia más abarcante de la interacción entre razón y fe o entre filosofía y teo­logía, aunque no pueda ser reducida a ésta. Por lo demás, al igual que los esposos de nuestro ejemplo, ninguno de los dos protagonistas ha permanecido inalterado, como tampoco lo ha hecho la dinámica de la relación. Por un lado, el cristianismo no es monolítico; en realidad, des­de un punto de vista histórico es más correcto hablar, incluso sin aban­donar Occidente, de cristianismos. Además, las aproximaciones de los cristianos a la razón, la filosofía y el conocimiento seculares han sido sumamente variadas, abarcando desde la admiración y la asimilación creativa, como en el caso de Orígenes y Tomás de Aquino, hasta el re­chazo y la condena, tal como preconizaron Tertuliano y Lutero. Por otro lado, la propia ciencia no es una rama homogénea del conocimiento con un objeto único y un método de investigación uniforme. La «ciencia» incluye disciplinas tan ampliamente divergentes como la biología, la fí­sica, la psicología y la sociología -por mencionar tan sólo unas cuantas

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que han presentado serios retos al cristianismo-, y sus métodos han ex­perimentado enormes transformaciones. Muchos cultivadores de las llamadas ciencias duras han abandonado en gran medida la visión po­sitivista del mundo y la metodología estrictamente empirista y han co­menzado a explorar áreas que se encuentran más allá del dominio de la verificación empírica. Lo cual no significa que los científicos y los cris­tianos hayan entablado una relación amistosa. Antes bien, la relación ha conocido muchos altibajos, como sabe cualquiera que posea un acepta­ble conocimiento de Galileo Galilei, Karl Marx, Charles Darwin y Sigmund Freud.

El libro que tienes delante cuenta una parte de la larga historia de la relación entre ciencia y cristianismo, dedicando especial atención a la cosmología contemporánea. John Haught, cuyos escritos sobre este te­ma le han ganado prestigio internacional, nos invita a repasar la teología cristiana manteniendo siempre en mente el descubrimiento científico de que el universo es una historia (story) en evolución. Si la historia (his-tory)' humana no ocupa más que las líneas postreras del último de una colección de treinta volúmenes, cada uno de ellos de cuatrocientas pági­nas, y si esta colección representa tan sólo una parte de una inmensa bi­blioteca, entonces, se pregunta Haught, ¿cómo debemos entendernos «a nosotros mismos y [cómo debemos entender] a Dios, la creación, la Tri­nidad, Cristo, la redención, la encarnación, la fe, la esperanza y el amor» a la luz de los tres «infinitos» del universo, a saber, lo infinitamente grande, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente complejo?

Para ayudarnos a encontrar respuesta, Haught sigue el ejemplo del jesuíta francés Pierre Teilhard de Chardin, quien vivió diversos conflic­tos con sus superiores eclesiásticos a causa de sus ideas sobre la rela­ción entre fe cristiana y evolución. En diez lúcidos capítulos. Haught reformula las respuestas cristianas a las preguntas que plantea, sin per­der nunca de vista el hecho de que el universo -o, con más exactitud, el «multiverso»- evoluciona. Es muy significativo que comience su expo-

I. Aunque no es del todo consistente, el autor suele reservar history para la histo­ria humana, refiriéndose casi siempre a la historia del universo (y a la de la vi­da) como story. Por regla general, vertemos ambos vocablos como «historia»; sin embargo, para no difuminar por completo la diferencia entre ellos, que se ci­fra básicamente en el mayor carácter narrativo de story, añadimos entre parén­tesis este último término cada vez que es usado en este sentido. En algunos pa­sajes, story es traducido, sin más indicación, como «relato» \N. del Traductor].

sición con sendas meditaciones sobre la esperanza y el misterio, ya que, al margen de éstos, ni la vida cristiana ni la ciencia tendrían senlido.

Cuando entra a considerar creencias cristianas tales como la revela ción, la creación, la providencia divina, la encarnación, el Espíritu di vino, la muerte y la resurrección, Haught demuestra ser un guía seguro y fiable que nos ayuda a ver que «nada hay en la fe cristiana que deba hacernos sentir miedo de la dilatación y profundización del conoci­miento que está llevando a cabo la ciencia... Cuanto más amplia y ela­borada sea nuestra percepción de la creación, tanta mayor capacidad tendremos para incrementar nuestro reconocimiento del Creador del mundo, así como del alcance de su designio y providencia. Así pues, la ciencia tal vez esté ofreciéndonos no menos, sino más razones que nun­ca para la adoración y la gratitud».

Por consiguiente, el maridaje entre ciencia y cristianismo no es un enlace acordado, ni tampoco un matrimonio de conveniencia. Si en el pasado esta unión se ha revelado inestable, Haught muestra cómo po­dría ser reparada, siempre y cuando ambos cónyuges, como decimos en vietnamita, nhan loi (reconozcan sus errores), xin loi (pidan perdón por ellos) y sua loi (los corrijan). La reparación de este matrimonio entre ciencia y cristianismo merece los mejores esfuerzos tanto de los cientí­ficos como de los teólogos, puesto que ni la ciencia ni la religión pue­den alcanzar su pleno potencial al margen de la otra.

PKTER C. PHAN

Cátedra «Ignacio Ellacuría» de Pensamiento Social, Universidad de Georgetown.

Editor general de la colección «Theology in Global Perspective» de Orbis Books

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PREFACIO

LJ NO de los descubrimientos científicos más sorprendentes del último siglo y medio consiste en que el universo es una historia (story) aún en marcha1. La conciencia de que el universo se halla todavía en proceso de llegar a ser comenzó a aflorar débilmente hace varios cientos de años cuando Tycho Brahe y Galileo Galilei aportaron pruebas visuales de que los cielos no son inmutables. Hoy, sin embargo, los desarrollos en geología, biología evolutiva y cosmología no dejan lugar a dudas: la na­turaleza toda, no sólo la Tierra y la historia (history) humana, tienen un carácter esencialmente narrativo. Antes de la época moderna, el univer­so abarcante parecería ser el contexto y recipiente general de historias (stories) locales, terrestres, mas sin ser él mismo una historia (story). Ahora, la ciencia ha mostrado que nuestro universo experimenta trans­formaciones que conviene representar en forma de drama. Antaño, los cielos parecían suficientemente estables para encuadrar todas las histo­rias (stories) que se desarrollaban sobre la Tierra. El firmamento era un lugar de cobijo en el que los habitantes del mundo podían refugiarse, al menos en la contemplación, para huir del funesto flujo de los aconteci­mientos aquí abajo. Pero, durante el último siglo, también a los cielos se los ha tragado una historia (story) que ahora se antoja casi demasia­do amplia para ser contada.

1. C.F. VON WEIZSÁCKER, The Histoiy of Nature, University of Chicago Press. Chicago 1949 (trad. esp. del orig. alemán: La historia de la naturaleza, Rialp, Madrid 19621; véase también S. TOULMIN y J. GOOÜFIELD, The Discovery of Time. Hutchinson, London 1965 [trad. esp.: El descubrimiento del tiempo, Paidós Ibérica. Barcelona 1990J; W. PANNENBERG, Toward a Theolo¡>y of Nítture: Essaxs on Science and Eaith, ed. de T. Peters. Westminster John Knox, Louisville 1993. pp. 86-98.

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¿Cómo se las va a arreglar la teología cristiana con esta historia (story)l El inconmensurable alcance de los sucesos cósmicos sobrepa­sa infinitamente en el tiempo y en el espacio el breve intervalo de flo­recimiento humano y los aún más fugaces momentos de la historia re­ligiosa hebrea y judía. La ciencia ha descubierto un mundo que se mue­ve en una escala inimaginable para profetas y evangelistas. ¿Es posible que el universo haya dejado atrás al Dios bíblico del que se afirma que es su creador? En la actualidad, muchas personas reñexivas llegan a la conclusión de que eso es justo lo que ha ocurrido. La esencia misma de la fe cristiana parece estar irreversiblemente entrelazada con el desfa­sado imaginario de un planeta inmóvil enclavado en un cosmos inmu­table. Ciertas imágenes de la naturaleza grabadas en las mentes y los sentimientos de los pueblos durante siglos y siglos con anterioridad al surgimiento de la ciencia deben ser rectificadas. Pero ¿cabe llevar esto a cabo sin una revisión radical de la fe y la teología?

¿Podrán el cristianismo y sus interpretaciones teológicas encontrar un nuevo punto de apoyo en el inmenso y móvil universo de la ciencia contemporánea? ¿O reemplazará por completo la ciencia a las espiri­tualidades heredadas, como muchos consideran que ya está ocurriendo? El geólogo jesuíta Pierre Teilhard de Chardin se pregunta: «El Cristo de los evangelios, imaginado y amado dentro de las dimensiones del mun­do mediterráneo, ¿es capaz todavía de envolver nuestro universo prodi­giosamente expandido, de constituir su centro?»2. ¿No es cierto que la ciencia ha cambiado las cosas con tanta celeridad que el cristianismo y las demás religiones tienen dificultades para mantenerse al día? ¿No ha llegado el momento de que todo el mundo despierte de sus sueños reli­giosos y suscriba el credo del naturalismo puro, más elegante? ¿No es ahora la naturaleza misma suficientemente inmensa como para satisfa­cer el anhelo humano de misterio infinito? ¿Y no es la ciencia una guía más fiable que la teología de cara a aventurarnos en las recién descu­biertas profundidades de la naturaleza'?

2. P. TEILHARD DE CHARDIN, The Divine Milieu: An Essay on the Interior Life, Harper & Row, New York 1960, p. 46 [trad. esp. del orig. francés: El medio di­vino: ensayo de vida interior, Alianza, Madrid 2005, reimp.].

3. U. GOODENOUGH, The Saered Depths of Nalure, Oxford University Press, New York 1998; Ch. RAYMO, Skeptics and True Believers: The Exhilarating Connection between Science and Religión, Walker, New York 1998.

Antes de comenzar a ofrecer una respuesta a estas preguntas, reca­bemos primero una gráfica impresión de las vastas dimensiones del uni­verso, tal y como hoy lo describe la ciencia, imagina que tienes treinta grandes volúmenes en tu estantería. Cada uno de ellos consta de cua­trocientas cincuenta páginas, y cada página simboliza un millón de años. Supon que esta colección de libros representa la historia (story) científica del universo, que tiene una antigüedad de trece mil setecien­tos millones de años. La narración comienza con la «gran explosión» (big bang) en la primera página del primer volumen, pero los primeros veintiún libros no manifiestan ningún signo patente de vida. La historia (story) de la Tierra no comienza hasta el vigésimo primer volumen, es­to es, hasta hace cuatro mil quinientos millones de años, pero la vida no surge hasta el libro siguiente, o sea, hasta hace unos tres mil ochocien­tos millones de años. Aun así, los organismos no resultan especialmen­te interesantes, al menos desde un punto de vista humano, hasta casi el final del vigésimo noveno volumen. Es entonces cuando acontece la fa­mosa explosión cámbrica, y los patrones de vida estallan de repente en un despliegue de complejidad y diversidad inauditas. Los dinosaurios aparecen hacia la mitad del trigésimo libro, pero se extinguen en la pá­gina trescientos ochenta y cinco. Sólo durante las últimas sesenta y cin­co páginas de dicho volumen comienza a florecer la vida mamífera. Nuestros antepasados homínidos afloran varias páginas antes del final de este postrer libro, pero los modernos seres humanos no entran en es­cena hasta la parte inferior de la última página. La historia entera de la inteligencia, la ética, la aspiración religiosa y los descubrimientos cien­tíficos de la especie humana apenas ocupan las últimas líneas de la úl-lima página del último volumen.

Tras haber echado un vistazo a estos treinta volúmenes, intenta ima­ginar ahora toda una biblioteca de colecciones análogas, con archivos que se extienden indefinidamente en todas direcciones. En la actuali­dad, los científicos creen cada vez más verosímil que este universo nuestro surgido de la «gran explosión» no es sino uno más de entre in­numerables mundos. Los treinta volúmenes de tu estantería son una mera avanzada en un multiverso infinitamente grande. Buena parte dé­la investigación científica actual transcurre en esa escala. ¿Está la teo­logía en condiciones de seguir semejante ritmo?

A continuación, fija tu mirada en un único punto de una página cualquiera de este libro y entra a través de ese pórtico en el mundo de lo inimaginablemente pequeño. A medida que vayas adenlrándole en

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ese ámbito invisible, evoca la imagen inversa de mundos dentro de otros mundos, unos mundos que ahora se han vuelto demasiado peque­ños y sutiles para ser representados gráficamente en tres míseras di­mensiones. En la dirección tanto de lo grande como de lo pequeño, la ciencia ha tornado obsoletos nuestros antiguos mapas mentales. En la actualidad, hay al menos dos «infinitos», señala Teilhard, que atraen nuestra atención: uno es el de lo inmenso; otro, el de lo infinitesimal4. Pero existe también un tercer infinito, que no suscita tanta curiosidad como los otros dos: el de la complejidad. En la esfera de los seres vi­vos y pensantes, por ejemplo, las partículas de la física y los elementos de la química han sido asumidos en células y organismos emergentes en los que se ordenan de forma tan intrincada que todos los intentos de aislar y especificar los papeles individuales de las unidades componen­tes se hallan abocados al fracaso. Este orden complejo podemos deno­minarlo también infinito de la relacionalidad. En una célula u organis­mo, en especial en aquellos dotados de sistema nervioso y cerebro, ca­da componente es hasta tal punto intrínseco a los demás y constitutivo de ellos que, si descomponemos el organismo, no podremos entender­lo. Si lo diseccionamos, lo matamos. Un organismo es un haz de cone­xiones que se entrelazan, sobreponen y realimentan mutuamente en una incesante interacción dinámica. Aislar cualquier parte de esta red equi­vale a desconocer del todo su sentido.

¿Qué pueden hacer la fe y la teología con un mundo insertado en los tres infinitos -lo inmenso, lo infinitesimal y lo complejo- y con la imagen de la naturaleza que tales infinitos implican? En términos de Pascal, ¿cómo debemos entendernos los cristianos a nosotros mismos en medio de los tres infinitos que la ciencia ha abierto a nuestras ate­morizadas sensibilidades? Ahora que nos encontramos a nosotros mis­mos entretejidos en un inimaginable tapiz cósmico, insertos en una pro­fundidad temporal y una extensión espacial insondables, ¿qué significa ello de cara a nuestra auto-comprensión y a la comprensión de Dios, la creación, la Trinidad, Cristo, la redención, la encarnación, la fe, la es­peranza y el amor?

4. Véase P. TEILHARD OH CHARDIN, The Human Phenomenon. Sussex Academic Press, Portland (Ore.) 1999, p. 217 ftrad. esp. del oiig. francés: El fenómeno hu­mano. Taurus. Madrid 1971"].

Creo que existen tres maneras generales de responder a esta pre­gunta. Primero, se puede seguir pretendiendo que la ciencia nunca ha (cuido lugar o que habla de cosas que no guardan la más mínima rela­ción con la fe y la teología. Según este punto de vista, no hay necesi­dad de hacer ningún reajuste religioso o teológico a la luz de los nue­vos conocimientos sobre los tres infinitos. Tal vez convenga que los icólogos desmitologicen sus libros sagrados para que la gente deje de confundir la cosmología antigua con el contenido religioso latente en los textos. Pero debe evitarse a toda costa que la sustancia de la fe ad­quiera nuevo significado a resultas de lo que acontece en las cambian-(cs esferas del descubrimiento científico.

Una segunda respuesta consiste en desechar por completo la fe y la leología en cuanto usuarios parásitos de cosmologías ahora obsoletas. Según quienes suscriben esta respuesta -de aquí en adelante les llama­ré «naturalistas científicos»-, las creencias religiosas clásicas dependen hasta tal punto de cosmologías desfasadas y jibarizadas que los credos antiguos han comenzado a evaporarse ya bajo el sol meridiano de la ilustración científica. La teología, junto con las cosmologías que com­porta, sólo puede sobrevivir en la medida en que la gente siga ignoran­do lo que la ciencia revela en la actualidad.

En tercer lugar, uno puede abrazar los tres infinitos o, mejor, ser abrazado por ellos de forma tal que los interprete como invitaciones a una dilatación sin precedentes de la conciencia de Dios, la creación, Cristo y la redención. Propongo que ensayemos este último enfoque. Nada hay en la fe cristiana que deba hacernos sentir miedo de la dila­lación y profundización del conocimiento que está llevando a cabo la ciencia. Por muy inmensa que resulte ser la imagen del mundo natural, nunca podrá sobrepasar la infinidad que siempre se ha atribuido a Dios. Cuanto más amplia y elaborada sea nuestra percepción de la creación, lauta mayor capacidad tendremos para incrementar nuestro reconoci­miento del Creador del mundo, así como del alcance del designio y la providencia divinos. Así pues, la ciencia tal vez esté ofreciéndonos no menos, sino más razones que nunca para la adoración y la gratitud.

Método

Esta es una obra de teología sistemática, una empresa animada por la le, pero estructurada por la razón. La razón, tal como yo la entiendo, es indefectiblemente abstracta; no obstante, las abstracciones son necesa

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rias para dirigir nuestras mentes finitas en formas tales que permitan que el mundo devenga inteligible. Los teólogos sistemáticos, por su­puesto, orientan cada cual a su manera el estudio del significado reli­gioso de los fenómenos; y esto significa que cada programa teológico no será más que un atisbo de todo lo que es necesario decir. Cada sis­tema teológico requerirá crítica y complementación por parte de aque­llos programas que enfocan sus contenidos de otra manera. En conse­cuencia, desde el principio mismo confieso que el esbozo de teología de la naturaleza que se expone en las páginas siguientes tan sólo puede iluminar una pequeña franja. No pretendo ser exhaustivo. Ni tampoco veo esta obra como un sustituto de estudios históricos sobre la relación entre ciencia y teología. Lejos de ello, me limitaré a examinar algunos de los descubrimientos de las ciencias naturales, en especial de la físi­ca, la biología y la cosmología, y me preguntaré qué relevancia tienen para la fe cristiana. Para dar coherencia a este esfuerzo e imponerle ciertas constricciones estructurales, he optado por considerar la con­cepción científica -tanto moderna como contemporánea- del mundo natural desde el punto de vista de dos motivos de la fe cristiana rela­cionados entre sí: el abajamiento y Yáfuturidad de Dios. A medida que avance la exposición, se irá desarrollando el significado de estos con­ceptos. Aquí sólo quiero dejar muy claras las limitaciones de esta obra.

El marco teológico de las reflexiones sobre la ciencia y la naturale­za que viene a continuación comencé a elaborarlo hace algunos años en una obra dedicada a la teología de la revelación5. En el presente libro retomo y amplío algunos de los temas que he desarrollado allí y en otros lugares en el curso de las dos últimas décadas. Al escribir este tex­to, he intentado mirar a la naturaleza desde la perspectiva de la fe cris­tiana de forma más explícita que en la mayoría de mis anteriores obras sobre ciencia y religión. Aquí, mi interés no se centra sólo en la rela­ción entre ciencia y fe, sino también en la relación entre ciencia y teo­logía cristiana. Esto quiere decir que voy a preguntarme por el signifi­cado de la naturaleza cuando es vista a la luz de una teología basada en la experiencia cristiana de la persona y la misión de Jesucristo.

A este respecto, quiero dejar constancia desde el principio de cuan profunda es la deuda que mis propias reflexiones sobre el significado

5. J.F. HAUGHT, Mxsterx and Pmmi.se: A Theology of Revonciliation, Liturgical Press. Collegeviile (Minn.) 1993.

de la le cristiana en la era de la ciencia guardan con la obra del paleon­tólogo jesuíta Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Aunque no dejo de ser crítico con el pensamiento de Teilhard, su excepcional síntesis me ha ido impresionando más y más con los años. Teilhard no era un teólogo profesional, pero estaba suficientemente familiarizado con la teología para darse cuenta de cuánta necesidad de ser reformulada tenía esta en una era científica'1. Estoy convencido de que, en aras de su pro­pia supervivencia en el mundo más abarcante del pensamiento, la re-llexión cristiana responsable debe tomar ahora con más seriedad que nunca el llamamiento del jesuita francés a una teología científicamente bien informada7. En caso contrario, en la centuria recién iniciada el cris­tianismo resultará aún más irrelevante desde el punto de vista intelec­tual de lo que con frecuencia ha sido en el pasado reciente y de lo que 11 nichos científicos lo consideran ya en la actualidad. El proyecto teil-hardiano de repensar la fe cristiana sobre todo a la luz de la evolución y los tres «infinitos» apenas ha sido puesto en marcha todavía. Los ca­pítulos que siguen proponen algunas vías en que la teología cristiana podría empezar a participar de forma más efectiva en dicho proyecto.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

KAYMO, Chet, Skeptics and True Believers: The Exhilarating Connec-tion between Science and Religión, Walker, New York 1998.

I;I:KRIS. Timothy, Corning of Age in the Milkv Wav, Doubleday, New York 1988.

PANNENBERG, Wolfhart, Toward a Theology of Nature: Essays on Science and Faith, ed. de T. Peters, Westminster John Knox, Louisville 1993, pp. 86-98.

KOLSTON, Hohnes, III, Science and Religión: A Critical Survey, Random House, New York 1987.

(i. D. GRUMETT ha escrito recientemente un persuasivo libro en el que documenta el sofisticado trasfondo teológico de Teilhard, así como su familiaridad con la exé gesis bíblica: Teilhard de Chardin: Theologx, Humanitx and Cosmos, Pcclcis, Lovaina y Dudley (Mass.) 2005.

/ Véase especialmente P. TEILHARD DE CHARDIN, Christianity and Evoluiiim, Harcourt Brace Jovanovich, New York 1969 |trad. esp. del orig. francés: I .o t/iie yo creo, Trotta. Madrid 2005].

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1 LA CIENCIA Y LA ESPERANZA CRISTIANA

«¡Haz. que se manifieste, Dios mío, por la audacia de tu revelación, la timidez, de un pensamiento pueril que no osa concebir nada más vasto ni más vivo en el mun­do que la miserable perfección de nuestro organismo humano!»

(PlBRRE T E I L H A R D DE CHARDIN1)

L/A fe cristiana tiene que ver, en esencia, con el futuro -no sólo con un futuro trascendente al mundo, sino con el futuro del mundo-. Por su­puesto, también le preocupa el sentido del presente y el pasado, pero ese sentido no puede revelarse con plenitud más que en el futuro. La fe cristiana es, por encima de todo, una búsqueda de lo Definitivamente Nuevo, una espera de la renovación radical del «conjunto de la reali­dad», no sólo de la historia humana2. Los cristianos estamos llamados a dilatar nuestras expectativas religiosas más allá de las preocupaciones humanas para incluir el universo entero y su futuro. La ciencia puede ayudarnos a conseguirlo.

1. P. TKH.HAR» DE CHARDIN, «The Mass on the World», en [Th.M. King (ed.)| Teilhurd's Mass: Appmaches to «The Mass on the World». Paulist, New York 2005, p. 150 [trad. esp. del orig. francés: «La misa sobre el mundo», en I' Teilhard de Chardin. El corazón de la materia. Sal Terrae, Santander 2002, p. 1311.

2. J. MOI.TMANN, Theology of ¡Tope: On the Grounds and Implicaüons of a Chrislian Eschatology, Harper & Row, New York 1967, p. 34 |tr;\d. esp. del orig. alemán: Teología de la esperanza. Sigúeme. Salamanca 1989 |.

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Como he señalado en el prefacio, la ciencia ha puesto de manifiesto tres infinitos: lo inmenso, lo infinitesimal y lo complejo. Pero la fe cris­tiana ha abierto ya un cuarto, a saber, el horizonte infinito del futuro. La esperanza cristiana busca el Futuro que trasciende todo futuro. Es posi­ble que los cielos nos embelesen; pero, por asombrosa que sea su exten­sión, en ellos no podemos encontrar lo que anhelan nuestros corazones. La búsqueda de liberación final en la que se embarca el espíritu huma­no conduce, más allá de todos los tiempos presentes y de todo pereci­miento pasado, más allá de este universo y de cualquier otro, hacia lo Absolutamente Nuevo; en otras palabras, hacia Dios, hacia Aquel cuyas promesas abren la totalidad de la vida y todos los universos posibles a un futuro inagotable e inimaginable. «La esperanza cristiana-escribe el teólogo Jürgen Moltmann- se dirige a... una nueva creación de todas las cosas por el Dios que resucitó a Jesucristo»3. En el núcleo mismo del cristianismo se encuentra la confianza en que el mundo permanece siem­pre abierto a un nuevo futuro. El nombre de este futuro es «Dios». Sin embargo, Dios no es cualquier futuro que nosotros podamos soñar. Los futuros que imaginamos y planificamos para nosotros mismos son, por fuerza, inadecuados para lo que realmente necesitamos. Antes bien, Dios es, en palabras de Karl Rahner, el Futuro Absoluto, más profundo y sor­prendente que todo lo que podamos anhelar para nosotros mismos. Deus semper maior («Dios es siempre más grande»)4.

Dios es el «poder del futuro»5 que se alza para acoger de nuevo al universo justo en el lugar donde cada instante presente se esfuma. Aunque no somos capaces de apresar este elusivo Futuro, sí que po­demos dejarnos agarrar por él. «El orden futuro está siempre en cami­no, conmoviendo el orden presente, luchando con él, conquistándolo y siendo conquistado a su vez por él. El orden futuro está siempre a mano. Pero uno no puede nunca decir: "¡Está aquí! ¡Está allí!". Uno nunca puede apresarlo. Pero puede ser apresado por él»6.

3. Ihid., p. 33. 4. K. RAHNER, Theological ¡nvesti¡>ations, vol. 6. Helicón. Baltitnorc 1969, pp. 59-

68 [tracl. esp. del orig. alemán: Escritos de teología, vol. 6, Taurus, Madrid 1969J; véase asimismo J. MOLTMANN, The Experiment Hope, Fortress. Philadelphia 1975, p. 48 Ltrad. esp. del orig. alemán: El experimento esperanza. Sígneme, Salamanca 1977].

5. W. P\NNENBER(¡, Faith and Keality, Westminster, Philadelphia 1977. pp. 58-59: T. PETERS, God - The World's Enture: Systematic Theology for a New Era, Fortress, Minneapolis 2000\

Quizá «futuro» no es la primera idea que la gente de hoy, incluidos los cristianos, asocia con la palabra «Dios». La esencial «futuridad» de Dios que configura la experiencia bíblica ha permanecido oculta du­rante siglos tras un banco de niebla que sólo ahora, muy despacio, co­mienza a disiparse. Es posible que, ahora que las neblinas que cubrían como un velo el futuro comienzan a levantarse, sigamos prefiriendo no exponernos a la amplia panorámica que se abre delante de nuestros ojos. Muchos de nosotros preferiríamos mantener todavía a raya el fu­turo que Israel, Jesús y la primitiva Iglesia sentían que comenzaba a al­borear de forma tan intensa, la «venida de Dios» que confirió a sus vi­das una sensación de aventura y un entusiasmo sin parangón. La in­quietud que acompaña a la exposición al futuro se apacigua con facili­dad, en especial si nos sentimos cómodos con la forma en que actual­mente son las cosas.

Y, sin embargo, aun en las mejores circunstancias, en algún ni­vel de nuestro ser continuamos anhelando un nuevo futuro, incluso mientras nos aferramos a lo que es pasado o presente. La conciencia de la venida {adventus) de Dios nos sacude, nos hace desear una libertad más profunda, un espacio más anchuroso en el que vivir. Así y todo, co­mo haraganes que matan ociosos las horas en la plaza del mercado, se­guimos atados a lo que es o ha sido en vez de a lo que será. Son los des­poseídos, los que no tienen nada a lo que recurrir, quienes están más abiertos a la promesa de un mundo radicalmente nuevo. En sus oídos es donde primero quema el fuego del evangelio con la inquietante noticia de la venida de Dios.

Pero ¿de qué manera podemos relacionar el mundo pensado de las ciencias naturales con la revelación cristiana de un Dios que se halla de camino y pretende renovar el mundo? Si somos receptivos al Evangelio y nos tomamos en serio el reto de darle sentido hoy a la fe cristiana, ne­cesitamos vincular lo que la ciencia nos dice sobre el universo con el contagioso entusiasmo que Jesús sentía por la venida del reinado de Dios. El fervor de la expectativa suscitada por Jesús en sus seguidores y la noticia de su resurrección deben ser el marco de toda verdadera re­flexión cristiana actual sobre el sentido del universo entero tal como es descrito por las ciencias de la naturaleza. Todo cristianismo que eluda

6. P TiU.iC'H, The Shaking ofthe Eonndations, Charles Scribncr's Sons, New Yoil-1996(1948). p. 27.

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reflexionar sobre la comprensión científica de lo que ocurre en el uni­verso es menos que realista. La fe cristiana no sólo debe ser compatible con lo que dicen las ciencias, sino que también ha de estar deseosa de hacer más inteligible que nunca el mundo que la ciencia pone delante de nosotros. El propósito del presente libro es sugerir formas en que la ciencia puede influir en -y cuestionar- la fe cristiana, pero también for­mas en que la luz de la fe es capaz de iluminar lo que la ciencia nos en­seña sobre la naturaleza.

La simplificación científica

¿Se puede adorar al Dios cristiano en la era de la ciencia? A mucha gen­te no le resulta fácil. Por una parte, los descubrimientos científicos han hecho que el universo se antoje mayor y más complejo que nunca; a ojos de muchos, mayor incluso que Dios. Por otra, el método científi­co, al menos a primera vista, parece hacer el mundo más pequeño de lo que en realidad es. Puede inducir a pensar que el universo es demasia­do simple para suscitar sensación de misterio. La manera de investigar que tiene la ciencia consiste en descomponer los fenómenos naturales en componentes más elementales o en cadenas previas de causas físi­cas. Asimismo, el método científico se ciega deliberadamente a sí mis­mo para lo que Pierre Teilhard de Chardin llama la «interioridad» de las cosas7. La ciencia contempla el mundo desde un punto de vista exterior y objetivo. No dice nada sobre valores o sentido y desconoce de medio a medio el mundo subjetivo que cada uno de nosotros experimenta en su interior. Además, la ciencia estudia los acontecimientos desde la perspectiva de lo que ha sido más que desde la perspectiva de lo que se­rá. Por supuesto, intenta hacer predecible el futuro; pues, si no formu­lara predicciones, no podría ser tenida por ciencia. Mas sólo puede pre­decir lo que ocurrirá en el futuro sobre la base de lo que ya ha aconte­cido. En sí mismo, el método científico deja poco espacio para la no­vedad. A solas apenas es capaz de escuchar el son de cualquier inci­piente nueva creación. Como acentuaré una y otra vez en consonancia

7. P. TEILHARD DH CHARDIN, The Human Phenomenon. Sussex Academia Press. Portland (Ore.) 1999 (1959), pp. 23-24 [trad. esp. del orig. francés: El fenóme­no humano, Taurus, Madrid 197 P].

n>n uno de los más importantes principios de Teilhard, el mundo sólo puede devenir plenamente inteligible para nosotros si dirigimos la liñ­uda hacia su futuro, pero no si miramos en exclusiva a su pasado his­tórico o a las partículas que lo componen8.

Así pues, el método científico es incapaz de preparar por sí mismo l,i mente y el corazón para aprehender lo que es en verdad nuevo. Pero la le cristiana, en cuanto diferente de la ciencia, es esencialmente ex­pectativa de la nueva creación; de suerte que, en ocasiones, la actitud de esperanza que recomienda puede parecer alejada del supuesto «realis­mo» de la ciencia. Los credos, las doctrinas y las teologías cristianos no son interpretados con propiedad a menos que comuniquen la concien­cia expectante que suscitó el más primitivo fervor de la fe en relación ron la venida de Dios. «Esperamos gozar eternamente de la visión de tu gloria», rezamos muchos de nosotros durante la celebración de la eu-i ai istia; pero ¿cómo podemos expresar tal esperanza y, al mismo tiem­po, aceptar lo que las ciencias nos dicen sobre el mundo? La esperanza cristiana implica que el mundo no está, en último término, ligado a la n-petición incesante; sin embargo, en la ciencia, todo debe conformar­se a la rutina atemporal y rígida. Entonces, ¿cómo podemos conciliar ciencia y fe sin contradicción? Ésta es, a mi juicio, una de las pregun­tas fundamentales que ha de afrontar la teología en la actualidad; y sim­plemente ignorándola, no se desvanecerá.

Por desgracia, también la instrucción cristiana puede anestesiar con facilidad las mentes humanas frente a la irrupción del futuro. La teolo­gía ha representado a menudo la idea de Dios con ayuda de conceptos que se ocupan mejor de lo que es o ha sido que de lo que será. Dios sue­le ser concebido como el misterio eterno, inmutable y atemporal que lundamenta, crea y ahora se cierne sobre el mundo o subyace a él. Mu­chos cristianos han terminado sintiéndose cómodos con este tipo de lo­ralizaciones verticales de la deidad, pero semejantes imágenes de Dios, que se sostienen en una metafísica teológica pre-científica, no logran plasmar el clima de expectación que se respiraba en las primitivas asambleas eclesiales.

Cabe dudar de que la teología pueda mantenerse fiel a su llamada iiiieiidas no logre ponernos en contacto una vez más con el genio anti-

lliul., p. 163: sólo en el futuro «alcanzan las líneas pasadas de evolución su nía \ i nía coherencia».

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cipatorio de la fe cristiana. Pero es precisamente la expectativa de la nueva creación lo que hace tan difícil para muchos científicos y filóso­fos aceptar el cristianismo. Por supuesto, también hay razones menos importantes -y de todo punto innecesarias- por las que las personas científicamente ilustradas desdeñan el cristianismo y muchos cristianos rechazan la ciencia. Más adelante, tendremos sobrada oportunidad de pasar revista a tales razones. Lo que quiero resaltar aquí es que, para mucha gente con formación científica, el verdadero escollo para acep­tar la fe cristiana es la creencia de que un nuevo mundo se halla en ca­mino y, de hecho, ya en este preciso instante está asiendo, transfor­mando y renovando la totalidad de la creación.

El método científico sencillamente no está equipado para percibir semejante acontecer. La ciencia contempla el presente centrándose en lo que le precede y es más simple que él. Su conciencia del futuro está configurada por la preocupación por lo que ya ha acontecido en estric­ta conformidad con las leyes de la física y la química, en la práctica atemporales. En otras palabras, la ciencia no está diseñada para perci­bir lo verdaderamente nuevo. Por otra parte, la germina fe cristiana ve las cosas y los sucesos sobre todo en función de lo que viene. La cien­cia no se equivoca al mirar al pasado con la intención de comprender el futuro, pero la suya es una forma limitada de ver el mundo. Supuesto que en éste haya sitio para un futuro nuevo de raíz, el método científi­co no es suficientemente perceptivo para captarlo. La fe cristiana, como acentuaré a lo largo de todo el libro, tiene que ver fundamentalmente con lo que viene y con el Dios cuya esencia misma es ser futuro, fuen­te inagotable de renovación".

¿Significa esto que la ciencia y la fe son formas incompatibles de contemplar el mundo? En absoluto. No sólo son conciliables, sino que el encuentro entre ambas perspectivas puede enriquecer la vida de to­dos nosotros. Mirar junto con la ciencia hacia lo que es anterior-y-más-simple (eaiiier-and-simpler) resulta fundamental para apreciar la llega­da de lo que es posterior-y-más {later-and-more). Y la conciencia del tenuemente alboreador horizonte de algo que es posterior-y-más puede conferir un sentido más profundo a lo que la ciencia ve en su escrutinio

9. Siguiendo a J. MOLTMANN, The Corning of the Christian God, Fortress, Minneapolis 1996 [trad. esp. del orig. alemán: La venida de Dios: escalologia cristiana, Sigúeme, Salamanca 2004).

del pasado y el presente. Esta reciprocidad se revelará especialmente significativa cuando intentemos entender los fenómenos de la emer­gencia y la evolución.

La ciencia contempla ei mundo observando un gran número de su­cesos semejantes que ya han tenido lugar y generalizando a partir de ellos. Por ejemplo, cada objeto que cae recorre sin falta la inalterable trayectoria de aceleración que la newtoniana ley de la gravedad especi-ticó hace siglos. Cada nueva especie de vida puede ser explicada re­construyendo la manera en que el invariante mecanismo de la selección natural ha eliminado en el pasado los rasgos no prometedores de los or­ganismos. En este sentido, la ciencia no tolera excepciones ni sorpre­sas. El método científico se centra en las condiciones físicas iniciales y en las inmutables leyes deterministas que operan en la naturaleza de edad en edad. Desde luego, de vez en cuando puede descubrir hábitos de la naturaleza desconocidos hasta ese momento y formular hipótesis novedosas. Pero, al menos en la forma en que ha sido entendida duran­te los últimos siglos, la ciencia contempla las cosas atendiendo a lo que siempre ha sido. Para la ciencia, todo suceso futuro, no importa cuan extraño, será una ejemplificación de leyes atemporales y circunstancias físicas previas; de esta suerte, la ciencia sencillamente no puede perci­bir con claridad la perpetua novedad de la creación. Aun cuando a lo largo de la prolongada historia de la naturaleza en ocasiones han apa­recido fases dramáticamente nuevas o clases inéditas de actividad físi­ca, como, por ejemplo, los seres vivos y pensantes, la ciencia intenta explicar -en la medida de lo posible- estos fenómenos «emergentes» en función de hábitos naturales previos propios de procesos físicos inor­gánicos y sin rastro de mente.

Hay aquí una cierta ironía, pues algunos descubrimientos recientes de la ciencia -tales como la «gran explosión» (big bang), la trayectoria evolutiva de la vida, el código genético, el campo profundo del Hubble (Hubble Deep Fie Id) y los aspectos químicos de la mente- han hecho, de facto, el mundo nuevo para todos nosotros. En este sentido, la cien­cia no cesa de abrir un futuro nuevo a la conciencia humana. Los cien­tíficos, como seres humanos semejantes al resto de los mortales, afron­tan su futuro profesional con la esperanza de alcanzar ideas inéditas. Esta anticipación les infunde vigor y confiere un sentido a sus vidas. Pero, cuando se trata de explicar nuevos descubrimientos, la ciencia, característicamente, no puede sino limitarse a encajarlos en lo que ya sabe sobre las pautas pasadas de sucesos naturales.

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También las nuevas teorías son forzadas a encajar -al menos hasta que nuevas informaciones ponen en cuestión las antiguas- en la com­prensión establecida de las leyes de la física; pues, en caso contrario, no serían científicamente inteligibles. A menos que los fenómenos y pro­cesos naturales puedan ser simplificados de manera tal que resulten ma­temáticamente inteligibles, nuestra comprensión de ellos no será juzga­da como científica. En palabras del matemático Gregory Chaitin, «pa­ra una serie dada de observaciones, siempre hay varias teorías rivales, y el científico tiene que elegir entre ellas. El modelo exige que sea se­leccionado el algoritmo más pequeño, el que esté formado por el me­nor número de bits. Dicho de otro modo, esta norma es la formulación familiar de la navaja de Occam: dadas varias teorías aparentemente igual de meritorias, hay que preferir la más simple»".

Una vez más, este enfoque reduccionista no es erróneo. Desde un punto de vista metodológico, la ciencia tiene todo el derecho a obser­var el mundo de una manera que, provisionalmente, ponga entre parén­tesis la impresión de novedad. Mucho es lo que se puede aprender so­bre la naturaleza concentrándose con ayuda de términos matemáticos en las regularidades que siempre obedece. Y la explicación científica debe ser parte legítima de todo diferenciado esclarecimiento de qué es lo que acontece en la naturaleza, incluida la actividad intelectual, mo­ral y religiosa. El quid de la cuestión es, sin embargo, si la ciencia pue­de ser toda la explicación.

En el mundo intelectual de hoy, a excepción de algunas dispersas islas de disenso posmoderno, existe una creencia ampliamente compar­tida de que la ciencia basta para explicar todo a fondo. El «naturalismo científico», tal y como la llamaré en adelante, es la creencia académi­camente refrendada de que la ciencia sola puede llevarnos a los estra­tos más profundos y fundamentales del ser del mundo1'. Así, no es el método científico mismo, sino la /<? en el ilimitado alcance explicativo de la ciencia, lo que está reñido con el cristianismo y las demás reli-

10. G.F. CHAITIN, «Randomness and Mathematical Proof», en [N. Gregersen (ed.)l From Complexily lo Life: Ort the Emergence of Life and Meaning, Oxford University Press, New York 2003, p. 23.

11. Según parece, fue Th.H. Huxley. el famoso «bulldog» de Darwin. quien prime­ro usó la expresión «naturalismo científico». Véase R. NUMBERS, «Science wit-hout God: Natural Laws and Christian Belief», en |D.C. Lindberg y R. Numbers (eds.)| When Science and Christumitx Meet. University of Chicago Press, Chicago 2003, p. 266.

¡•iones. Para la teología cristiana, las ciencias son niveles importantes en una jerarquía profusamente estratificada de explicaciones necesarias para dar razón de cualquier realidad. Pero la ciencia, puesto que deja fuera de sus teorías, hipótesis y modelos mucho de lo que existe en el mundo, no está en condiciones de ofrecer explicaciones últimas.

Por otro lado, la teología se precia de instruir a la gente sobre la ex­plicación más profunda de todas. Busca una explicación última, mien­tras que la ciencia se limita a explicaciones primeras. Para la teología, la explicación última de la naturaleza y sus leyes radica en la creativi­dad, el amor, el poder y la sabiduría de Dios, esto es, de Aquel que sin receso abre al mundo un nuevo futuro. Por su parte, el naturalismo cien­tífico asume que la ciencia, al menos en principio, puede explicar todo exhaustiva y definitivamente en función de lo que ya ha sido. En su cre­encia de que la ciencia sola puede ofrecer una explicación definitiva o final, el naturalismo científico transforma, de hecho, la ciencia en una religión alternativa. Y así, ve a la teología como rival antes que como amiga de la ciencia.

A su vez, la teología, si se mantiene fiel a la visión bíblica, quizá considere necesario cultivar lo que podría llamarse una «metafísica del futuro»1'. Desde un punto de vista cristiano, el mundo se apoya en el fu­turo como en su verdadero fundamento11. Lo que confiere consistencia al mundo -y felicidad al corazón humano- es la propensión general de (odas las cosas hacia lo que todavía está por venir. Si este empuje hacia delante decayera, siquiera por un momento, la naturaleza sería aniqui­lada'4. Por consiguiente, una comprensión diferenciadamente estructu­rada del mundo no sólo debe sacar a la luz el pasado de éste, sino tam­bién imaginar su futuro. Pero tal impulso hacia delante requiere que nuestra conciencia adopte la actitud de la anticipación, la esperanza y

12. Uso esta expresión con el fin de plasmar la conciencia bíblica de que lo «real­mente real» para una comunidad de esperanza yace «ahí delante» en un futuro que todavía ha de ser actualizado por el Dios que viene. Para una visión simi­lar, si bien no idéntica, véase J. MOLTMANN, Expeñment Hope, p. 48; W-PANNENBERG, Faith and Reality, pp. 58-59; K. RAHNHR, Theoiogiccd Investiga-tions, vol. 6, pp. 59-68. Detrás de lo que aquí expongo está, sobre todo, la con­cepción rahneriana de Dios como «Futuro Absoluto».

13. P TEILHARD DE CHARDIN, Activation of Energy, Harcourt Brace Jovanovich. New York 1970, p. 239 [trad. esp. del orig. francés: La activación de la energía-Taurus, Madrid 19671.

14. Ibidem.

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la apertura a lo sorprendente. La ciencia sola, a pesar de su facilidad pa­ra reconstruir el itinerario del mundo remontándose hasta el más remo­to pasado, no está equipada para aportar esta clase de discernimiento. El cristianismo nos invita a mirar al mundo a través de los ojos de la es­peranza. «En su integridad, y no sólo en un apéndice -escribe Jürgen Moltmann-, el cristianismo es... esperanza, mirada y orientación hacia delante y es también, por ello mismo, apertura y transformación del presente». La esperanza es «el centro de la fe cristiana, el tono con el que armoniza todo en ella, el color de aurora de un nuevo día esperado, color en el que aquí abajo está bañado todo»".

Un nuevo día para el universo

Sin embargo, el nuevo día que espera el cristianismo no es exclusiva­mente un momento de liberación personal, política y social. Es también un nuevo día para el universo entero, para los cielos y la tierra, para lo visible e invisible. Y es justo esta expectativa cósmica del cristianismo lo que voy a acentuar en las páginas que siguen. Para la teología cristia­na, continúa Moltmann, existe, en esencia, «un único problema: el pro­blema del futuro»"'. Pero el futuro no sólo abarca aquellos episodios de la historia (story) humana que aún deben desplegarse, sino también la historia (story) en curso de un universo todavía inacabado. Si no logra­mos habituar nuestra mirada a discernir el lejano futuro cósmico y, en vez de ello, nos centramos -cual miopes- únicamente en el destino de la especie humana, difuminaremos incluso nuestras esperanzas hasta el punto de que dejarán de vigorizar nuestras vidas y obras. En consecuen­cia, este libro debe dirigir su atención a cómo la esperanza cristiana en una nueva creación del cosmos puede servir de marco para la imagen del mundo que las ciencias naturales nos presentan en la actualidad.

Las religiones que se precian de estar basadas en la experiencia bí­blica afirman, en efecto, que todo puede ser renovado. Sin embargo, en el periodo moderno ha surgido -aunque no por primera vez en la histo­ria humana- una imagen pesimista del universo que niega la posibili­dad de toda renovación real de su ser. Lo que a nosotros nos parece nue-

15. J. MOLTMANN, Theology ofHope, p. 16. 16. lbiilem.

vo, sostiene este sistema de creencias, es siempre, de hecho, viejo e in­mutable. No existe nada realmente nuevo bajo el sol. Por tanto, la con­ciencia lúcida de verdad, escribe Albert Camus, debe ser purificada de loda esperanza17. Bertrand Russell se hace eco de este sentimiento: «En lo sucesivo, la morada del alma sólo podrá ser construida de forma se­gura sobre el cimiento de una desesperanza sin paliativos»ls. Y Steven Weinberg, premio Nobel de física, afirma que «sería maravilloso en­contrar en las leyes de la naturaleza un plan trazado por un creador so­lícito en el que los seres humanos desempeñaremos un papel especial. Siento dudar de que vaya a ocurrir así»1".

No cabe duda alguna de que el nacimiento de la ciencia moderna, por muy apasionantes que hayan sido sus descubrimientos, ha supues­to al mismo tiempo el preludio de una veta de exacerbado pesimismo en relación con el futuro. Una vez más, ello se debe en parte a que la ciencia mira esencialmente al pasado o a las leyes atemporales de la fí­sica en busca de una comprensión «fundamental» de cómo transcurri­rán al final las cosas. En el ámbito de las ciencias naturales, explicar significa seguir la pista hacia atrás de una línea de causación que se re­monta a una serie de sucesos ya acontecidos. Si uno quiere entender, por ejemplo, cómo llegaron a ser blancos los conejos de nieve, tiene que imaginar un proceso de selección natural por el cual, en el pasado, ciertos depredadores devoraron a todos los conejos negros y moteados, incapaces de camuflarse en el nevado paisaje de un clima septentrional. Y si quiere entender la ratio de expansión del universo, no le queda más remedio que remontarse catorce mil millones de años hasta la propia «gran explosión».

Habituada al método científico de mirar al pasado, la vida intelec­tual moderna ha adoptado una imagen de la realidad que se encuentra en tensión con la esperanza cristiana y su expectativa de una transfor­mación futura. La práctica de mirar al pasado en busca de una cadena

17. A. CAMUS, The Myth of Sisyphus, and Other Essays, Knopí, New York 1955 [trad. csp. del orig. francés: El mito de Sísifo, Alianza Editorial, Madrid 20087].

18. B. RUSSELL. Mysticism and Logic, and Other Essays, Doubleday. Garden City (New York) 1957. p. 48 [trad. esp.: Misticismo y lógica, Círculo de Lectores, Barcelona 1999|.

19. S. WniNBiiRCi, Dreams of a Final Theory: The Scientist 's Searchfor lite Ultimare Laws of Nature, Pantheon Books. New York 1993, p. 256 [trad. esp.: El sueño de una teoría final: la búsqueda de las leves fundamentales de la naturaleza. Crítica. Barcelona 2001].

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inercial de causas con el fin de adquirir conocimientos presentes se ha extendido por doquier. Ha encontrado un confortable hogar en el mun­do académico y, desde allí, ha penetrado en la cultura moderna y pos-moderna. Ha configurado las visiones dominantes de la economía, la política y la personalidad. Continúa influyendo en el pensamiento so­cial, así como en el ejercicio de la medicina. Se ha infiltrado incluso en el mundo de la reflexión religiosa. Pero su principal lugar de residencia es el impresionante edificio de las ciencias naturales.

Esta morada científica no sólo ha funcionado como un foro en el que festejar grandes descubrimientos y logros intelectuales, sino tam­bién como una suerte de aduana donde todos quienes deseen ingresar en el mundo del conocimiento «verdadero» deben depositar en la puer­ta gran parte de su atavío cognitivo. A cambio de una entrada para ver lo que la ciencia ha sacado a la luz, los visitantes se comprometen a no plantear preguntas sobre el sentido o el valor de las cosas. Deben mirar a los objetos expuestos a través de lentes que filtran cualquier sombra de relevancia o finalidad intrínsecas. Además, han de prestar atención no tanto a los todos cuanto a las partes, procesos y mecanismos com­ponentes que hacen que las cosas funcionen de determinada manera.

Durante buena parte de la época moderna, la búsqueda de explica­ciones en el ámbito de lo que es anterior-y-más-simple (earlier-and-simpler) ha comportado adherirse al punto de vista conocido como «materialismo científico»'". El materialismo es la creencia de que, en último término, la realidad consiste en trozos de «materia» inanimados y desprovistos de mente. Esta creencia todavía constituye el telón de fondo de muchas investigaciones. En la actualidad, muchos filósofos la denominan «fisicalismo» en vez de «materialismo» con el fin de hacer patente su conciencia de que, durante el pasado siglo, la materia se ha revelado progresivamente mucho más sutil y escurridiza de lo que solí­amos pensar. Pero también el fisicalismo supone, en no menor medida que el materialismo, que el mundo natural, tal y como nos lo hace ac­cesible la ciencia, es todo lo que hay. Así pues, la ciencia más básica­mente explicativa no es otra que la física. Según el filósofo materialis­ta David Papineau,

20. Para un análisis y una crítica profundos del materialismo científico, cf. A.N. WHITLUF.AU, Science and ¡he Modern World, Fice Press. New York 1925, pp. 51-59 [trad. esp.: La ciencia y el mundo moderno. Losada. Buenos Aires 1949|.

«...a diferencia de otras ciencias especiales, la tísica es completa, en el sentido de que todos los sucesos físicos están determinados -o bien tienen sus probabilidades determinadas- por otros sucesos físicos pre­vios conforme a las leyes de la física. En otras palabras, nunca nece­sitamos mirar más allá del ámbito de lo físico para identificar un con­junto de hechos antecedentes que fijen las probabilidades del aconte­cer físico subsecuente. Siempre bastará una especificación estricta­mente física, amén de las leyes de la física, para informarnos -en la medida en que ello pueda ser predicho- de qué es lo que va a aconte­cer físicamente»:'.

Por muy sutiles distinciones que puedan hacerse, el materialismo o fisicalismo implica un mundo sin Dios. Aquí sólo deseo indicar que, en el mundo intelectual, es la creencia materialista, y no la ciencia en cuanto tal, la que todavía representa el principal desafío a la religión y al cristianismo.

Cualquier visión del mundo que excluya lo divino también se co­noce más generalmente como «naturalismo»22. «Naturalismo» es una noción más abarcante que «materialismo» o «fisicalismo» y se presen­ta en numerosas versiones. Entre sus seguidores no sólo se cuentan los materialistas, más duros, y los fisicalistas, más moderados, sino tam­bién quienes están impresionados por la aparentemente infinita abun­dancia de recursos y capacidad expansiva de la naturaleza. Algunos na­turalistas son panteístas, otros «naturalistas extáticos» y unos terceros materialistas. Unos piensan que el universo existe para nosotros; otros, que está en contra nuestra. Pero, al menos en el sentido en que voy a usar este término, la mejor manera de definir el naturalismo es como «la creencia de que la naturaleza es todo cuanto hay»23.

Históricamente, el naturalismo surgió -algo comprensible- como reacción contra un sobrenaturalismo unilateral y desdeñador del mun-

21 D. PAPINFAL', Philosopltical Nataralism, Blaekwell, Cambridge (Mass.) 1993, " ' p. 3. 22. P. TII.LICH, Svstematic Theology, vol. 2, University ol Chicago Press. Chicago

1967, pp. 5-10 [trad. esp.: Teología sistemática, vol. 2. Sigúeme, Salamanca 200 lj.

2'i. Véase C. SACIAN, Cosmos, Ballantine Books, New York 1985, p. 1 [trad. esp.: Cosmos. Planeta, Barcelona 2004]: «El universo es todo lo que hay, todo lo que ha habido y todo lo que habrá». Cf. asimismo Ch. HAKDWICK, Events ofGrace: Naluralism. Existentialisin, and Theology, Cambridge University Press, Cambridge 1996.

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do, la clase de religiosidad que apenas encuentra en el efímero mundo natural algo que inspire esperanza y, por eso, busca la salvación sólo en lo alto, en otro mundo separado de éste24. En sus formas extremas, el so­bre-naturalismo embota la conciencia de que existe un futuro para el mundo, transformando de manera persistente la estimulante conciencia del «ahí delante» en un paralizador «allí arriba», interpretación que. a su vez, lleva en ocasiones a un odio religioso a la naturaleza. No hace falta decir que este punto de vista tiene poco que ver con la perspecti­va encarnacional y escatológica del cristianismo bíblico.

El naturalismo es una enérgica protesta contra el sobrenaturalismo extremo, y esta protesta se expresa de diferentes formas. Así, por ejem­plo, hay naturalistas risueños y naturalistas sombríos. Los naturalistas ri­sueños insisten en que la naturaleza basta para satisfacer todas nuestras necesidades espirituales. Según ellos, no hay necesidad alguna de los cultos tradicionales, puesto que el universo mismo es suficientemente grande para satisfacer los más profundos anhelos del corazón humano. A juicio de los naturalistas risueños, el cristianismo anda descaminado al centrarse en un Dios distinto de la naturaleza. Conforme a esta clase de naturalismo, la idea de Dios no sólo es innecesaria desde un punto de vista científico, sino religiosa y moralmente superflua: sobra con la na­turaleza. Por su parte, los naturalistas sombríos afirman que, como la na­turaleza es fuente de sufrimiento y muerte, y no sólo de vida y belleza, resultaría necio establecer una alianza religiosa con ella. A los naturalis­tas sombríos les entristece que el mundo parezca tan huérfano de Dios. Sería reconfortante, admiten, saber que una providencia benefactora go­bierna el mundo, pero la honestidad científica requiere que ahora renun­ciemos a confianza tan ingenua. El mundo se encamina hacia el olvido final, así que lo mejor que podemos hacer es sentirnos orgullosos de no haber negado el destino trágico de la naturaleza2".

En el presente estudio emplearé el término «naturalismo» para de­signar la ampliamente extendida convicción, ya sea risueña o sombría, de que la naturaleza, tal como resulta accesible a la experiencia ordina­ria y al descubrimiento científico, es, a la letra, «todo cuanto hay». Y cuando en adelante use el término «religión», me estaré refiriendo a la creencia de que la naturaleza no es todo cuanto hay. En este sentido, el

24. P. TII.LK II, Systemaiic Theology, vol. 2, pp. 5-10. 25. S. WFINBERG, Dreams of a Final Tlieorx. pp. 255 y 260.

cristianismo es una religión; pero también se trata de una religión cu­yas enseñanzas centrales acentúan la bondad -así como lo que llama­ré la promesa- de la naturaleza. A despecho de las bien conocidas di­ficultades históricas asociadas con Galileo y Darwin, el cristianismo no está reñido con la ciencia, como no hace mucho subrayó Juan Pablo II". Pero el cristianismo se opone inalterablemente al naturalismo. Este libro adoptará la posición de que no es la ciencia la que está reñi­da con las creencias del cristianismo y otras religiones, sino una suer­te de naturalismo materialista que suele ser confundido con la ciencia. Cuando la fe cristiana se confronta cara a cara con la ciencia, encuen­da en ella una amiga con la que, con independencia de los errores ga­rrafales y malentendidos que hayan podido darse en el pasado, es ca­paz de conversar. Con el naturalismo, sin embargo, no cabe sellar nin­guna fecunda coalición27.

Como reconoció Alfred North Whitehead a comienzos del siglo xx, la ciencia se ha metamorfoseado con frecuencia-en considerable detri­mento propio- en una defensa del naturalismo materialista28. Al proce­der así, ha renunciado implícitamente a la idea de que en el universo pueda aparecer algo nuevo de verdad. Es este dogma, y no la ciencia misma, el que se contrapone a la esencial fe bíblica en Dios. En una perspectiva materialista, todo descubrimiento científico no es sino un monótono sacar una vez más a la luz lo que ya se sabía sobre la esen­cia íntima de las cosas. La vida, por ejemplo, es, en realidad, «mera quí­mica». La mente no es más que materia organizándose a sí misma bajo peculiares condiciones orgánicas. Y, en el fondo, el mundo no es real-

26. JUAN PABLO II. «Address to the Pontifical Academy of Sciences». 10 de no­viembre de 1979. en Origins: CNS Documentan- Sen-ice 9/24 (29 de noviem­bre de 1979), p. 391 |vers. esp.: www.vatican.va/holy_fathcr/john_paul._ii/speeches/l979/noveiiiber/documents/ hf-jp-ii_spe_ 19791 1 10__cinstein_sp.htlml; cf. también CARDLNAL POUPARD, «Galileo: Report on Papal Commision Findings». en Origins 22/22 (12 de no­viembre de 1992); JUAN PABLO II, «Letter to the Reverend (¡eorge V. Coyne, s.i. Director of the Vatican Observalory»: Origins 18/23 (17 de noviembre de 1988), p. 377 [vers. esp.: www.upconiillas/webcorporativo/Cenlros/catedras/ctr/.luanPabloII/defauh.asp).

27. Con esto no pretendo afirmar que los cristianos no puedan forjar fructíferas alian/as con naturalistas, que no es lo mismo que con el naturalismo. De hecho, en muchas cuestiones éticas, tales como la crisis ecológica, la cooperación es tan cordial como fecunda.

28. A.N. WHI'I'IIHKAD, Science and the Modern World, pp. 51-59.

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mente otra cosa que un conjunto de rutinas físicas atemporales que se hacen pasar por materia, vida, mente y espíritu29.

Por su parte, el cristianismo cree en la eterna frescura del ser. Su Dios es un Dios «que hace nuevas todas las cosas» (Ap 23,5). Su ex­pectativa es que ya está siendo creado un nuevo mundo. Así, la fe cris­tiana, aunque no está reñida con la ciencia, es incomponible con el mo­derno naturalismo materialista que, por lógica, excluye toda novedad semejante. Así pues, la discrepancia verdaderamente importante se da entre el fisicalismo naturalista, por una parte, y la creencia en que el mundo puede ser renovado, por otra.

Ciencia, libertad y futuro

Ciencia no es lo mismo que cientifismo, la creencia de que la ciencia sola puede ofrecer, en principio, una comprensión adecuada de todo. Y, como ya he intentado poner de manifiesto, la ciencia difiere del natura­lismo científico, la creencia de que la naturaleza es todo cuanto existe. De hecho, en lo sucesivo la ciencia puede devenir incluso más perspi­caz si desecha el anticuado naturalismo materialista que le impide lle­var a cabo una investigación abierta de lo nuevo. Si abandonara el mar­co estrechamente fisicalista que ha sido su hogar durante más de tres si­glos, la exploración científica podría tornarse compatible con una cos-movisión que permita que el mundo se manifieste como en verdad inau­dito. De esta suerte aseguraría además que ella, la investigación cientí­fica, siempre tendrá futuro. El presente libro, por tanto, verá de eluci­dar qué significado podrían tener algunos de los principales descubri­mientos de la ciencia caso de ser interpretados a la luz de las expecta­tivas cristianas. Será una teología de la naturaleza antes que una teolo­gía natural. La teología natural aspira a mostrar que la naturaleza, en la forma en que es conocida por la ciencia, puede decirnos algo sobre la existencia de Dios. Por el contrario, tal como yo la entiendo, la teolo­gía cristiana de la naturaleza intenta explicar qué significa el mundo na­tural cuando lo suponemos fundado en la realidad del Dios que, en Cristo y a través del Espíritu, hace nuevas todas las cosas.

29. P.W. ATKINS, The 2nd Law: Energy, Chaos, and Form, Scientitic American Books, New York 1994, p. 200 |trad. esp.: La sebunda lew Prensa Científica, Barcelona 1992].

En el encuentro con la ciencia, la fe cristiana no necesita presentar­se como terriblemente complicada. Es simple y profunda, pero no debe parecer enrevesada. Ni siquiera la doctrina de la Trinidad tiene por qué ser presentada de forma innecesariamente críptica, aunque es y siempre seguirá siendo un misterio. Para empezar, podemos exponer el núcleo de la fe cristiana en sólo tres proposiciones. Primero, los cristianos cre­emos en la realidad de un misterio trascendente: origen, fundamento y destino del universo. A este gran misterio lo denominamos «Dios». En el pensamiento cristiano el omnímodo origen, fundamento y destino del universo es llamado el «Padre», a quien Jesús se dirigía íntimamente como Abbá. Al unísono con la fe de Israel, los cristianos concebimos a este Dios como un Dios que hace y cumple promesas, insuda existen­cia en todas las cosas, abre el futuro y hace nuevas todas las cosas, in­cluso hasta el punto de derrotar a la muerte. Como veremos, de entrada podría parecer que la ciencia pone en entredicho la realidad de un Dios que formula promesas, pero la concepción cristiana de Dios brinda a las mentes humanas, incluidas las de los científicos, ilimitado espacio pa­ra respirar. Dios es el fundamento de la libertad en virtud de ser el fu-luro del mundo.

Segundo, el cristianismo nos enseña que no debemos pensar sobre Dios sin pensar antes sobre el hombre Jesús de Nazaret, a quien se co­noce como el Cristo, el Mesías, el que había sido prometido y se ha con­vertido en fundamento de toda esperanza. La imagen de Jesús que ofre­ce la tradición cristiana es la de una persona que cura compasivamente y que, como Hijo de Dios, tras ser crucificado, resucitó de entre los muertos. Jesús es la encarnación misma de Dios: el eterno Logos divi­no, la Palabra de Dios hecha carne. Como Señor resucitado, continúa abriendo incluso ahora la totalidad de la creación a un nuevo futuro. Sólo en el contexto de un futuro cósmico centrado en el Cristo resucita­do podemos esperar disfrutar de la plenitud de la redención y la libertad.

Tercero, el cristianismo trata de la obra del Espíritu. De acuerdo con san Juan, los primitivos escritos cristianos y el credo niceno, entende­mos al Espíritu como Dador de Vida. La obra del Espíritu consiste en actualizar la emergencia en la naturaleza, liberar la vida y la conciencia de la rutina física determinista y suscitar el impulso de libertad en las personas humanas. La vida de Jesús está movida, incluso conducida. por el Espíritu de vida y libertad. «Para ser libres Cristo nos ha libra­do», escribe san Pablo, «manteneos pues firmes y no os dejéis atrapar de nuevo en el yugo de la esclavitud» (Ga 5.1).

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Cada generación de cristianos tiene que entender de forma nueva el significado de estas palabras de san Pablo. Hoy necesitamos discernir lo que podrían denotar en términos de las imágenes científicas del mun­do. La fe de los cristianos es una llamada a la plenitud de la libertad en el Espíritu. Pero ¿qué implica la libertad en una era marcada por la ciencia? Al fin y al cabo, la ciencia sugiere que somos un producto de procesos causales deterministas y, por ende, no realmente libres. Perte­necemos ai universo físico, en el que todo suceso es efecto de causas fí­sicas invariantes que surgen del pasado causal. Si formamos parte de una naturaleza sujeta a leyes, ¿cómo puede haber espacio incluso para el libre albedrío, por no hablar de la exaltada clase de libertad sobre la que diserta san Pablo?

Éste es uno de los muchos rompecabezas que la ciencia le plantea hoy a la teología. En épocas anteriores, las religiones y las filosofías so­lían asumir que, en realidad, los humanos no formamos parte de la na­turaleza; de este modo, era más sencillo pensarnos como seres libres. Nos veíamos a nosotros mismos como almas lastradas sólo temporal­mente por los cuerpos. En la actualidad tal creencia resulta increíble. La ciencia ha mostrado que entre nosotros y la naturaleza no hay solución alguna de continuidad, aun cuando nuestra existencia se extiende a un tiempo hacia lo que todavía no es. El universo físico dio a luz a la hu­manidad de forma no menos gradual que a otras formas de vida en el curso de un prolongadísimo periodo de tiempo. Somos seres tan natu­rales como las bacterias, los árboles y los roedores. Entonces, ¿cómo podemos afirmar verosímilmente que somos libres sin negar nuestra si­multánea condición de seres naturales?

En la actualidad necesitamos afrontar de forma directa tales pre­guntas. Cuando hablo de «nosotros», no sólo me refiero a los cristianos, sino también a los miembros de otras tradiciones religiosas. En este li­bro hablaré desde una perspectiva cristiana procurando tener en mente al mismo tiempo las implicaciones de la ciencia para otras tradiciones. De manera aplicable asimismo a la más abarcante historia (story) de las religiones sobre la Tierra argumentaré que la teología cristiana debe se­guir creciendo en presencia de los desafíos científicos, pero sin renun­ciar a la esperanza en una nueva creación. Hoy, la teología debe adap­tarse más y mejor a la evolución biológica y al universo en expansión, realidades que, a juicio de muchas personas embarcadas en una bús­queda sincera, han sobrepasado en magnitud y poder explicativo a nuestras ideas tradicionales sobre Dios. Por consiguiente, la teología de

la naturaleza debe hacer patente cómo la reflexión teológica puede ofrecer un ambiente amplio y generoso para el trabajo de la ciencia. El cristianismo, por supuesto, no puede introducir ninguna información científica nueva. No está en condiciones de determinar si tal o cual idea científica es verdadera o falsa. Pero un marco teológico cristiano puede liberar a la ciencia de sistemas de creencias -tales como el naturalismo científico- que hacen el mundo demasiado pequeño para la coexisten­cia de la teología y la indagación científica desprejuiciada"'.

I,a promesa de la naturaleza

En Cristo, el misterio último que engloba a todo ser creado se revela co­mo amor de auto-donación y como futuro salvífico. ¿Qué aspecto de­beríamos esperar que tuviera entonces el universo a la luz de la humil­dad y la promesa divinas que lo envuelven? Mi propuesta es que una fe configurada por la conciencia cristiana del amor auto-limitador de Dios -un amor que abre el futuro para la nueva creación- debería haber pre­parado ya nuestras mentes y corazones para la clase de universo que la ciencia ahora está extendiendo ante nuestros ojos.

Durante el último siglo y medio, la ciencia ha demostrado que el universo es un proceso que todavía está desplegándose, inconmensura­blemente más vasto y antiguo que lo que hasta ahora habíamos imagi­nado. El cosmos surgió mucho antes del comienzo de la historia huma­na, de Israel y de la Iglesia. Parece que la visión creadora de Dios para el mundo se extiende mucho más allá de los límites terrestres y las pre­ocupaciones eclesiásticas. No obstante, la teología cristiana de la natu­raleza emana de -y trata de mantenerse fiel a- las enseñanzas de la co­munidad de esperanza conocida como la Iglesia. Inspirada por la «nu­be de testigos» (Heb 12,1) que ha mantenido viva la esperanza desde tiempos de Abrahán, apuesta por la aplicabilidad de la perspectiva pro­misoria de la fe bíblica a la realidad cósmica en toda su inmensa an­chura y profundidad: «Porque has exaltado hasta el cielo tu promesa»,

M). JUAN PABLO II, «Letter to the Revercnd Georgc V. Coyne, SJ, Director oí the Vaíican Observalory», p. 378: «La ciencia puede purificar a la religión de error y superstición; la religión puede purificar a la ciencia de idolatría y falsos abso­lutos. Cada una de ellas puede atraer a la otra a un mundo más amplio, a un mundo en el que ambas pueden florecer».

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exclama el salmista (Sal 138,2). Así, al menos desde la atalaya de la fe bíblica, todos estos billones de años que precedieron a la aparición de Israel y el cristianismo estaban ya sembrados de promesa.

Con los ojos de la esperanza todavía se puede percibir una veta de promesa en este ambiguo cosmos. La esperanza genuina, lejos de con­ducir a ilusiones escapistas, abre un espacio en el que la mente cientí­fica puede respirar con mayor libertad que en la inmovilizada atmósfe­ra del materialismo moderno. La esperanza nos permitirá ver que el mundo que nos muestra la ciencia contemporánea siempre ha poseído carácter anticipatorio. Ha estado invariablemente abierto a futuras sor­presas, aunque el pesimismo naturalista no haya sabido percibirlo así. Desde el principio, el universo se ha expandido hacia la actualización de posibilidades nuevas y sin precedentes. Y sigue haciéndolo, en es­pecial a través de su más reciente invención evolutiva: la conciencia hu­mana. A través de nuestras incursiones de esperanza, el universo sigue buscando ahora su futuro, un futuro a cuya profundidad última pode­mos darle el nombre «Dios».

Una vez que el fenómeno de la mente irrumpió en la escena terres­tre, la emergente tensión del mundo hacia el futuro tomó por doquier la forma de la aspiración religiosa. En Occidente afloró en la esperanza que asociamos con Abrahán, con los profetas y con Jesús. Debido a su orientación hacia líneas de causación anteriores y más simples, la cien­cia no sabe nada de una promesa ínsita en la naturaleza, ni tampoco de­beríamos esperar tal cosa de ella. No obstante, que la ciencia no pueda predecir con exactitud la forma concreta de la novedad real que emer­gerá en el futuro no es razón para asumir que los futuros sucesos cós­micos violarán de uno u otro modo las leyes de la física, la química y la biología. Aunque seguirán funcionando como antes, los hábitos pre-decibles de la naturaleza adoptarán un espectro indefinido de configu­raciones inéditas.

El significado de los milagros

Esta concepción de la naturaleza desde la óptica de la promesa brinda a la teología, a mi juicio, la forma más apropiada de abordar los mila­gros. El mayor obstáculo que una persona científicamente cultivada en­cuentra para aceptar la fe cristiana suele ser el hecho de que ésta habla de signos y milagros que parecen vulnerar las inviolables leyes natura­

les de las que depende la credibilidad de la propia ciencia. Más adelan-le señalaremos, por ejemplo, que Albert Einstein rechazaba toda forma de teísmo bíblico porque éste cree devotamente en un Dios personal y responsivo de quien se afirma que es capaz de escuchar nuestras ora­ciones y obrar milagros. Para Einstein, la existencia de un actor sobre­natural con poder para intervenir en un mundo sujeto a leyes suspen­diendo sus operaciones predecibles es incompatible con la ciencia. La cual debe asumir, insiste Einstein, que la naturaleza no admite excep­ciones de ningún tipo. Después de todo, ¿qué sentido tendría que los científicos formularan leyes inmutables de la física si la naturaleza pu­diera marchar en direcciones impredecibles en cualquier momento en que a ella -o a Dios- así se le antojara?

Estoy convencido de que los teólogos tienen que ser sensibles al he­cho de que, para muchas personas científicamente cultivadas, la creen­cia en los milagros representa un gran obstáculo en el camino hacia la le. Debemos ser suficientemente honestos para preguntarnos si las en­señanzas cristianas, al insistir en una comprensión simplista y literal de los milagros, no han arrojado una falsa piedra de escándalo en el cami­no de muchos que, desde otros puntos de vista, tal vez podrían sentirse profundamente atraídos por el cristianismo. La misma preocupación vale para la cuestión de cómo interpretar la resurrección de Jesús de los muertos. Creando a la gente la impresión de que la resurrección y los relatos de milagros son literalmente «violaciones» de la naturaleza51, ¿no hemos perdido quizá de vista su sentido real, convirtiéndolos al mismo tiempo innecesariamente en obstáculos para la fe auténtica?

En el intento de armar una respuesta a estas preguntas, un punto de partida apropiado podría ser entender la resurrección de Jesús y, por analogía, su vida y sus obras poderosas (llamadas en ocasiones «mila­gros») como violaciones no de la naturaleza o de la ciencia, sino de to­da visión del mundo que haga de la muerte el estado más fundamental, el estado «normal», de ser. Como argumentaré por extenso más ade­lante, el mundo moderno alberga, junto con muchas otras vetas de pen­samiento, una «ontología de la muerte». Tanto el teólogo Paul Tillich como el filósofo Hans Joñas aplican esta impresionante denominación al supuesto naturalista moderno de que todo lo vivo procede de, es ex-

Vcase, por ejemplo. N.L. Ghisu-R. Miníeles and Moelern Thought, Zondervan, Granel Rapids (Mich.) 1482. p. 12.

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plicable por y está destinado a regresar a un estado de absoluta ausen­cia de vida32. La resurrección no sólo revoca la muerte de Jesús o de la totalidad de los seres humanos; también se opone a toda concepción del universo que concede ultimidad explicativa a lo que está muerto. Así pues, desde un punto de vista epistemológico, nuestras mentes deben ser conmutadas a una clave anticipatoria con objeto de que se ajusten a las implicaciones de la resurrección de Jesús, así como al significado de los relatos de milagros incluidos en la Biblia.

La ortología de la muerte sostiene que el estado de ser más proba­ble, natural e inteligible es la muerte, no la vida. Consciente de que ni su prioridad cronológica en la historia de la naturaleza ni su extensión en el espacio conceden a la materia inerte un estatuto ortológicamente fundacional, la fe en la resurrección impugna semejante visión de la realidad. Además, resistirse a las presuposiciones fundamentadoras del materialismo en absoluto comporta oponerse a la ciencia. La fe cristia­na contradice toda visión del mundo que prohiba la irrupción de un no-vum itltimum («lo definitivamente nuevo»), pero ello no implica que se oponga a la ciencia. Por muy específica que sea la interpretación que demos de los relatos neotestamentarios de las acciones de Jesús y del hecho de que fuera resucitado de entre los muertos, si no nos percata­mos de que tales acciones son escatológicas de todo en todo, se nos es­capará su sentido. Lo que los autores del Nuevo Testamento están in­tentando comunicar en sus narraciones de la vida de Jesús, así como de sus palabras, sus obras poderosas (dynarneis en griego) y su resurrec­ción de entre los muertos, es la irrupción de un futuro radicalmente nue­vo en la persona del Nazareno. Pero tal irrupción del futuro no signifi­ca el colapso de la naturaleza, de suerte que la ciencia en cuanto tal no se ve perturbada.

Para escuchar apropiadamente el testimonio de los evangelistas o de san Pablo sobre el Señor resucitado, tal vez necesitemos que nues­tros pensamientos y nuestra sensibilidad sean transformadas de arriba abajo por la cosmovisión anticipatoria de la Biblia. Sin embargo, justo esta visión del mundo, una metafísica del futuro, es la verdadera piedra

32. H. JOÑAS, The Phenomenon ofLife, Harper & Row, New York 1966, p. 9 [trad. esp. del orig. alemán: El principio de vida: hacia una biología filosófica, Trotta. Madrid 2000]; P. TIUJCH, Svstemalic Theology, vol. 3, p. 19 [trad. esp. Teología sistemática, vol. 3, Sigúeme. Salamanca 2001J.

de escándalo que acompaña a la fe cristiana en una era dominada por la ciencia. Exigir a los científicos que acepten la resurrección sencilla­mente como un acontecimiento pasado que violó la naturaleza y las le­yes de la ciencia sólo supone un innecesario obstáculo de cara a abra­zar una vida de esperanza cristiana. Es innecesario y, a la vez, engaño­so hacer tragar a personas científicamente cultivadas la idea de que los actos redentores de Dios son, en esencia, una interrupción de la cadena continua de causas y efectos en la naturaleza o pedirles que crean que Dios ha de suspender las leyes de la física para dar respuesta a nuestras oraciones.

Sin embargo, remover estos obstáculos no le bastará a la teología de la naturaleza para hacer al cristianismo más fácil de aceptar. Esto re­querirá un salto mayor que los dados hasta ahora, pero al menos no se­rá un salto que exija repudiar los bien establecidos resultados de la cien­cia empírica. Para abrazar la fe en la resurrección, será necesario un pa­so drástico, algo perturbador del mundo y agitador del alma; pero la in­tegridad intelectual no tendrá por qué quedar comprometida por ello. Tras afrontar el reto real del cristianismo, tal vez pueda parecer inclu­so más sencillo y tentador, aunque ciertamente no tan aventurado y fas­cinante, retomar la comprensión de los milagros y la resurrección como meras formas divinas de mostrar que las leyes de la naturaleza pueden ser transgredidas. El cristianismo exige algo mucho más consecuente que semejante credulidad. Si queremos alcanzar una comprensión ade­cuada de Dios, de la naturaleza y de nosotros mismos, es necesario transformar nuestra entera concepción del universo. Tal transformación puede producirse, creo, sin tener que rechazar o modificar nada de lo que hemos aprendido de la ciencia. A la ciencia en cuanto tal no le afee-la este proceso de conversión. Lo que está en tela de juicio es la firme­mente arraigada ortología de la muerte que subyace a la visión natura­lista del mundo. Lo que se verá amenazado es el supuesto común de que en el estado de ausencia de vida y mente es posible hallar una com­prensión fundamental de la naturaleza.

En resumen, la auténtica invitación del cristianismo es un requeri­miento a dejarnos apresar y sacudir por el poder del futuro que alborea ahora y siempre. El reto de aceptar la noticia de la resurrección de Jesús v sus obras maravillosas es inseparable de la llamada a creer que el uni­verso entero se halla inmerso en un proceso de transformación creado­ra. El verdaderamente importante desafío de la fe consiste en resistir la siempre intensa, pero simplista y debilitadora, inclinación a ver el mun-

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do como basado en un pasado físico muerto y en aprender, en vez de ello, a percatarnos de que el mundo, en palabras de Teilhard de Chardin, descansa en el futuro como único fundamento. El verdadero reto de la fe cristiana en la era de la ciencia radica en caer en la cuenta de la pri­macía ontológica de la vida sobre la muerte, esa muerte que los mate­rialistas consideran el estado normal, natural y más inteligible de ser. Estas reflexiones las elaboraré más por extenso en los capítulos 8 y 9.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

KKLLY, Anthony, Eschatology and Hope, Orbis Books, Maryknoll (New York) 2006.

KING, Thomas M., Teilhard's Mass: Appmaches to «The Mass on the World», Paulist, New York 2005.

MOLTMANN, Jürgen, Theology of Hope: On the Ground and Implications of a Christian Eschatology, Harper & Row, New York 1967 |trad. esp. del orig. alemán: Teología de la esperanza, Sigúeme, Salamanca 1989'i|.

PETERS, Tcd, God- The World's Enture: Systematic Theology for a New Era, Forlress, Minneapolis 2000'.

2 CIENCIA Y MISTERIO

JL/A fe cristiana brota de la escucha de la «palabra» de Dios. Pero esta escucha presupone un trasfondo de silencio en el que la palabra siem­pre ha estado envuelta. La escucha de la palabra de Dios no puede acon­tecer al margen de nuestra tácita percepción de un ámbito oculto de misterio desde el que es pronunciada la palabra. Ni tampoco podría sus­citar la palabra de Dios veneración y sobrecogimiento en nosotros de no mediar, al menos, una vaga percepción de la inagotable profundidad que permanece sin ser dicha. Sin una cierta conciencia de misterio, la fe se queda insulsa.

Pero ¿no ha acabado la ciencia con el misterio? O, en el mejor de los casos, ¿no lo ha hecho menos imponente? ¿No está la ciencia sa­cando ahora todo a la clara luz del día? ¿Acaso no tiene la ciencia co­mo objetivo «eliminar» el misterio, como en su día dijo un famoso cien­tífico de Harvard1? Es posible que «misterio» equivalga a lo que toda­vía no ha sido plenamente clarificado por el método científico. Así, ¿no cabe pensar que, a medida que avance el conocimiento humano, quizá se reduzca el ámbito del misterio e incluso termine desapareciendo por completo?

La supresión de la conciencia de misterio es un acontecimiento re­lativamente reciente. Durante el breve periodo humano de la larga his­toria de la Tierra, la mayoría de las personas en la mayoría de los luga-

1. B.F. SKINNHR, Beyond Freedom and Dignity, Bantam Books, New York 1972, p. 54 [trac!, esp.: Más allá de la libertad y la dignidad: un profundo estudio del hombre y la sociedad, Salvat, Barcelona 1989].

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res han sentido que un incomprensible misterio envolvía tanto sus vi­das como el mundo natural. Lo han nombrado y domeñado de dife­rentes maneras, pero una premonición del misterio ha impedido que su mundo parezca plano. El palpito de horizontes ilimitados más allá del mundo inmediato ha llevado a chamanes, profetas, místicos y visiona­rios a emprender algunos de los viajes más fascinantes de la historia de la exploración.

Pero ¿qué pasa si estos viajes no conducen a ninguna parte y el mis­terio no es más que otro nombre para el vacío ilimitado? Tal es, de he­cho, la creencia de quienes afirman que la naturaleza es todo cuanto existe y que la ciencia es el único camino fiable para llegar a conocer­la. Por otra parte, nuestras tradiciones religiosas han dado por supuesta la eternidad del misterio. En efecto, su discurso no tiene más referente significativo que la elusiva permanencia del misterio. Así, antes de abordar las preguntas más específicas que la ciencia plantea a la teolo­gía cristiana -temas relacionados con cosmología y creación, evolución y providencia, química de la vida y creatividad de Dios, ley científica y libertad humana-, uno tiene que decidir si el misterio es real o quizá na­da más que una pretenciosa etiqueta para una inefable vacuidad que nos rodea, a nosotros y a nuestro mundo.

Si la fe cristiana quiere ser creíble en una era marcada por la cien­cia, el misterio debe significar más que mera vacuidad. A despecho de su escurridizo silencio, debe imprimir en nosotros una plenitud de ser antes que un huero abismo. El misterio tiene que ser inmune a todo pro­ceso de erosión ocasionado por los avances de la ciencia. A medida que la ciencia crece en perspicacia, es necesario permitir que la conciencia de lo misterioso, lejos de decrecer, se intensifique. Si la ciencia menos­cabara de un modo u otro nuestra conciencia del alcance ilimitado del misterio, como proponen muchos intelectuales modernos, entonces se opondría inevitablemente a la religión.

Además, la idea de revelación no puede llegar a ser teológicamen­te inteligible a menos que sus receptores adquieran primero una apre­ciación «pre-revelacional» del misterio. Al margen de semejante aten­ción fundacional al misterio, cualquier palabra divina que venga a no­sotros no conseguirá asirnos ni vivificarnos. Sin una conciencia previa de una dimensión trascendente en la que la palabra y la revelación de Dios han estado «guardadas desde antiguo» (Ef 3,9), la autorrevelación real de Dios que los cristianos creen que tuvo lugar en Cristo no podría ser comunicada con fuerza.

I ,;i persistencia del misterio

El misterio solía ser palpable para la mayoría de la gente. Era a la vez cercano y distante, una profundidad oculta y una presencia íntima. Era el abismo del cual surgió el mundo físico y en el cual estaban perenne­mente plegados todos los acontecimientos transitorios. El misterio in­comprensible trascendía el mundo, pero también envolvía e impregna­ba lodo. Era el «origen» último del mundo, así como el «destino» últi­mo de todo lo que atraviesa el tiempo. La fe cristiana siempre ha afir­mado haber contemplado en esta infinita dimensión de profundidad el rostro mismo de Dios saliendo al encuentro de la creación para llevar­la a su plenitud, un rostro que se ha revelado en el hombre Jesús'. Sin el lelón de fondo del misterio infinito, la fe cristiana en conjunto habría parecido vacua. No habría existido espacio para recibir al mundo de la creación como don ilimitado y promesa a la espera de cumplimiento.

Sin embargo, en especial desde el inicio de la revolución científica, el mundo ha llegado a parecer menos misterioso que antes, al menos a ojos de muchas personas cultas. Es difícil determinar hasta qué punto se ha secularizado la conciencia humana precisamente en Occidente', pero los naturalistas científicos afirman que el espacio de la fe se ha re­ducido en proporción directa al avance del conocimiento científico. La le es imposible sin misterio, pero el misterio parece haberse desvaneci­do, al menos para muchos. ¿Y a dónde ha ido? ¿Acaso está sencilla­mente oculto para no ser percibido? ¿O es que quizá nunca estuvo ahí, para empezar? Tal vez el misterio sea un producto ficticio de la igno­rancia humana, destinado a menguar conforme crezca el conocimiento. Quizá la naturaleza sea reducible a lo que la ciencia puede diseccíonar y controlar. En tal caso, toda atención que se le preste al misterio en la actualidad es mero devaneo que no hace más que retrasar el avance de la ciencia.

A la vista de tales impresiones, el primer paso de nuestra indaga­ción sobre la relación de la ciencia con la fe cristiana debe ser, pues, preguntarnos si el misterio todavía incide de algún modo en la con­ciencia humana, incluso después de que. supuestamente, los físicos.

.\ J.A.T. ROBINSON. The Human Face ofGoel, Westminster, Philadelphia 1973. V A.M. GRKKI.Y, Unseeular Man: The Persixtenee of Religión, Schocken Books,

New York 1985.

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«eólogos, biólogos y astrónomos hayan desmitificado el mundo. Si hoy no conseguimos mantener o recobrar una impresión fuerte de que el mundo y nuestras vidas aún habitan en el misterio ilimitado, la fe cris­tiana -y con ella, por supuesto, todas las demás tradiciones religiosas-se antojará vacía e ilusoria. La conciencia del misterio sagrado que lla­mamos «Dios» quedaría entonces desenmascarada como carente de sus­tancia interior y como referida tan sólo a un constructo imaginario en­raizado en el hastío del mundo y en el deseo humano de escapar de la naturaleza. En tal caso, la afirmación cristiana de que en Cristo se ha «revelado» algo de suma importancia sería un sueño vaporoso antes que una erupción volcánica. Si no puede sobrevivir al desencantamiento na­turalista del mundo que ha ensombrecido la modernidad científica, la re­velación apenas captará nuestra atención ni tendrá poder iluminador.

Por consiguiente, voy a sostener que el misterio perdura y que los se­res humanos existimos todavía dentro de su alcance, incluso cuando in­tentamos huir de él. La orientación hacia el misterio es un rasgo estruc­tural de la existencia humana, no un apéndice opcional propio de reza­gados pre-científicos. Los seres humanos estamos abiertos por naturale­za no sólo al mundo, sino también a una alteridad trascendente, mucho antes de que alberguemos cualquier convicción real de estar siendo in­terpelados por una palabra reveladora'. A todos se nos ofrece una reve­lación «general» del misterio antes de ser encontrados en la historia pol­la revelación «especial» asociada a Cristo y a las promesas divinas. An­tes de oír la palabra de Dios, ya hemos sentido -todos nosotros- la pre­sencia del misterio, aunque intentemos negarla o suprimirla.

San Pablo (Rm 1,19) usa el verbo griego phaneróo («hacer mani­fiesto») cuando dice de los seres humanos en general que «lo que se puede conocer de Dios les está manifiesto, ya que Dios se les ha mani­festado». Y luego, al hablar de la revelación especial que acontece en Cristo, emplea el mismo verbo: «Pero ahora, prescindiendo de la ley. se revela esa justicia de Dios que salva por la fe en Jesús como Mesías, válida sin distinción para cuantos creen» (Rm 3,21-22). Pablo asume que, incluso independientemente de la experiencia que los cristianos tienen de su Señor resucitado, existe una revelación general de la pre-

4. W. PANNENBBRG, Wluit Is Man', Fortress. Philadelphia 1970, pp. 1-13 [trad. esp. del orig. alemán: El hombre como problema: hacia ana antropología teológica, Herder, Barcelona 19761.

sencia graciosa de Dios a todas las gentes y que éstas ya deberían ha­ber respondido a su realidad5. En consecuencia, san Lucas, en los He­chos de los Apóstoles, presenta a Pablo diciendo a los atenienses: «Al que veneráis sin conocerlo yo os lo anuncio» (Hch 17,23)*. Análoga­mente, en el prólogo del evangelio de Juan, se afirma que la Palabra de Dios ilumina a todos (Jn 1,9). Y el consenso de muchos autores cristia­nos desde los orígenes ha sido que, aun cuando nunca hayamos oído ha­blar explícitamente de Cristo, nuestra existencia y nuestra conciencia ya han sido tocadas por el misterio que él hace manifiesto. Aun al mar­gen de la experiencia de la revelación cristiana, ya hemos sido atraídos hacia la inefable profundidad de ser a la que los cristianos se refieren con el nombre de «Dios».

Y, sin embargo, como he señalado más arriba, a un sinnúmero de sofisticados pensadores le parece que la ciencia ha desterrado el miste­rio del mundo de la experiencia humana'. Para muchos de nuestros con­temporáneos, la intuición del misterio se ha desvanecido, mayormente porque la ciencia nos ha dado a conocer mucho que antes desconocía­mos. La ciencia sobresale a la hora de mostrar que lo que a primera vis­ta parece extraordinario es, en realidad, bastante normal. Asume que cualquier fenómeno, una vez que lo hemos comprendido especificando sus causas físicas y las invariables leyes físicas a las que obedece, deja de ser un misterio. Así, la teología debe preguntarse en qué punto de nuestras vidas podría incidir persistentemente ese misterio, aun en un mundo desentrañado por la ciencia. Conforme la naturaleza es someti­da más y más a nuestro control cognitivo, ¿resta algún lugar en el que quepa esperar que el misterio siga acechando en no disminuida pleni­tud? Incluso en la era de la ciencia, ¿podemos localizar todavía una di­mensión de infinita profundidad y, por tanto, una referencia elástica pa­ra nuestras palabras sobre Dios?

5. S. Oc'iDEN, On Theologv, Harper & Row, San Francisco 1986. pp. 26-27. 6. Ibid. 1. Véase, por ejemplo, E.O. WILSON. Consiltence: The Unity of Knowledge,

Knopf, New York 1998 [trad. esp.: Consilience: la unidad del conocimiento, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona 1999J; P.W. ATKINS, Creation Revisited, W.H. Freeman, New York 1992. pp. 11-17 [trad. esp.: Cómo crear el mundo. Crítica, Barcelona 19951.

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Misterio y problema

Según el naturalista duro, nuestra conciencia del misterio terminará de­sapareciendo si la ciencia continúa dilatando el conocimiento humano de causas eficientes y materiales. Como lo formuló poco antes de su prematura muerte el sumamente respetado físico Heinz Pagels, «ahora que los astrofísicos entienden la física del Sol y las estrellas y la fuen­te de su poder, han dejado de ser los misterios que antes eran. Hubo un tiempo en que la gente adoraba al Sol, sobrecogida ante su poder y su belleza. En la cultura actual, a diferencia de nuestros antepasados, ya no adoramos al Sol, ni lo vemos como una presencia divina». Pagels re­conoce que muchas personas «todavía se involucran en la profundidad de sus sentimientos con el universo como un todo y consideran miste­rioso su origen». Pero a medida que progresa la física, confiesa, «la existencia del universo no contendrá ya, para quienes opten por enten­derla, más misterio que la existencia del Sol». Así, «según madura el conocimiento de nuestro universo, ese antiguo atemorizado sentimien­to de admiración ante su tamaño y edad parece cada vez más inapro-piado, una sensibilidad residual de una época ya pasada»8.

Sin embargo, ¿habla Pagels de misterio o de problemas? Con Ga­briel Marcel, creo que aquí es necesaria una clara distinción". Un «pro­blema» es una laguna provisional en nuestros esfuerzos por entender y conocer. En consecuencia, es legítimo esperar que un problema se mi­tigue y termine desvaneciéndose conforme los científicos vayan ocu­pándose de él. Por su parte, «misterio» es mucho más que una etique­ta para nuestra actual ignorancia. Es infinitamente más que un espacio vacío que espera a ser llenado por medio del trabajo científico u otros logros intelectuales y tecnológicos cualesquiera. De hecho, el misterio es capaz de ocupar un lugar tanto más preponderante en nuestra expe­riencia cuanto más clara devenga nuestro saber científico o cuanto más fácilmente cedan al control tecnológico los patrones físicos inscritos en la naturaleza. El misterio se asemeja a un horizonte que no cesa de alejarse de nosotros hacia lo inalcanzable según nos ocupamos de -y eventualmente resolvemos- los problemas más manejables que tene­mos a mano.

8. H. PAGELS, Perfect Symmetry. Bantam Books, New York 1985, p. xv. 9. G. MARCEL, Being and Having, Dacre Press, Westminster 1949, p. 1 17 [liad,

esp. del orig. francés: Ser y tener. Caparros, Valencia 1995].

A diferencia del misterio, un problema puede ser resuelto y venti­lado definitivamente haciendo uso de la creatividad humana. Por su parte, el misterio se resistirá siempre a una solución semejante. En vez de menguar a medida que los científicos devengan más agudos, la con­ciencia de misterio puede hacerse, de hecho, mayor y más profunda, al menos para quienes se dejan llevar y transportar por él. A diferencia de un problema, el misterio no puede ser encerrado dentro de claras fron-leras intelectuales. Antes bien, escapa a todos nuestros esfuerzos de so­meterlo a control intelectual. Los problemas pueden ser eliminados. El misterio, por su parte, se resiste fieramente a todos los esfuerzos por embotellarlo y ponerle tope.

Pero, una vez más, dentro de nuestra experiencia y comprensión, /dónde encontramos, de hecho, tal tenaz persistencia del misterio? Más adelante abordaré esta pregunta y ofreceré ejemplos al respecto, pero primero quiero dejar claro que existen al menos algunos científicos pro­minentes que afirman estar bastante abiertos al misterio. Quizá el ejem­plo más distinguido sea Albert Einstein. Para este gran físico, el miste­rio significa una dimensión del universo que de por vida permanecerá incomprensible para la ciencia y no será mermada por ella. El misterio, insiste Einstein, siempre nos acompañará, de suerte que los científicos nunca serán capaces de alcanzar el fin de su emocionante viaje de des­cubrimiento. «La más hermosa experiencia que podemos tener es la del misterio», escribe Einstein. Y «quien no la conoce ni puede ya admi­rarse, quien no puede ya maravillarse, es como si estuviera muerto». I uego, concluye: «Este conocimiento y esta emoción es lo que consti­tuye la auténtica religiosidad»1".

Aun cuando rechaza la idea de un Dios personal y niega la posibi­lidad de toda revelación especial, Einstein sigue considerándose reli­gioso. Para él, la religión consiste en el cultivo agradecido de la con­ciencia de que el mundo está englobado en un misterio no eliminable. Y la mejor prueba de la existencia del misterio es que el universo sea inteligible. La ciencia nunca puede captar o entender por qué esto es así: ha de aceptarlo como un hecho dado. Según Einstein, es especial­mente en la pregunta de por qué el universo tiene sentido donde el pen­samiento científico topa con una barrera insuperable. El misterio per­manece... incluso después de la ciencia.

10. A. EINSTEIN. Ideas and Opinions, Modern Library, New York 1994. p. 11 [trad. esp.: Mis ideas y opiniones, Bon Ton, Barcelona 2000J.

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Experiencias límite

Sin embargo, ¿dónde se manifiesta el misterio en las vidas de personas menos extraordinarias que Einstein? Una posible respuesta es que el misterio lo experimentamos de la manera más abrupta en las experien­cia límite que, antes o después, toda persona vive". En sentido amplio, una experiencia límite es cualquier ocasión en la que perdemos la sen­sación de tener todo bajo control. Puede tratarse de un momento de gran alegría, tragedia o incertidumbre espiritual. Una experiencia lími­te puede ser un suceso en el que el destino, la muerte, la culpa o la du­da sobre el sentido de nuestras vidas nos amenaza o abruma. La mayo­ría de nosotros hemos sentido en algún momento la contundente irrup­ción en nuestra existencia de algo inmanejable. Nos rozamos con ello siempre que somos incapaces de encontrar respuestas claras e inequí­vocas a preguntas como de dónde venimos, cuál es nuestro destino y qué deberíamos estar haciendo con nuestras vidas. Los momentos de te­rror, culpa y duda, pero también las ocasiones de gran alegría, nos ex­ponen de forma excepcional a límites que siempre están presentes, pe­ro no siempre son perceptibles. Las experiencias límite suscitan pre­guntas «últimas». Otras preguntas más mundanas nos ocupan durante la mayor parte de nuestra vida, pero en ocasiones se desencadenan te­rremotos que parecen abrir un abismo bajo nuestros pies. Tales terre­motos acontecen, por ejemplo, cuando experimentamos fracasos perso­nales, enfermamos de gravedad o nos embarga la tristeza a resultas de la muerte de algún ser querido. Tales perturbaciones nos exponen a un abismo del que instintivamente huimos, pero que puede llevarnos asi­mismo a una dimensión de profundidad donde la esperanza se impone al miedo y a la tristeza.

En la experiencia de nuestros límites, somos invitados a decidir: ¿de­bemos entender el misterio como una plenitud infinita o como un vacío insondable? ¿Debemos acogerlo como un vacío absoluto que hace que todo esfuerzo resulte, en último término, vano? ¿O debemos confiar en él, dejándole que transforme nuestras vidas y haga más profunda nues-

11. D. TRACY, Blessed Ruge for Order: The New Pluralism in Theology, Seabury New York 1975, pp. 91-118. Tracy se basa aquí en parte en S. TOULMIN, An Examination of the Place of Reason ¡n Ejhics, Cambridge University Press Cambridge 1970, pp. 202-221 [trad. esp.: El puesto de la razón en la ética Alianza, Madrid 19791.

ira comprensión de nosotros mismos y del universo? ¿Podemos permi­tirnos el atrevimiento de dejarnos asir por el misterio o debemos afe­rramos más bien a la banal seguridad del mundo ya dominado?

Paul Tillich se refiere al misterio como profundidad y afirma que, i-n esa profundidad, late la posibilidad de un gozo insuperable12. Tam­bién las religiones enseñan, por regla general, que, en las profundida­des de un misterio demasiado abisal para ser comprendido, la tragedia puede transformarse en triunfo. Los primeros cristianos, por ejemplo, pasaron del desaliento que se apoderó de ellos inmediatamente después de la crucifixión de Jesús a la profunda experiencia de la presencia re­sucitada del Maestro y la efusión de su Espíritu. El misterio es un abis­mo y, a la vez, un fundamento. Repele, pero también atrae, en ocasio­nes con una fuerza irresistible".

Tal vez sea la percepción vaga y anticipatoria del ilimitadamente lascinador y plenificante horizonte de misterio lo que nos permite dar­nos cuenta, por vía de contraste, de la normalidad de nuestros mundos i olidianos. Sólo merced a la estructural apertura de nuestro ser a lo que es «más» podemos los seres humanos experimentar la monotonía de lo que es «menos». Otras especies de seres sensitivos nunca tienen, según parece, la experiencia de un vacío intolerable. Para las personas, sin embargo, la capacidad de sentir tedio en la vida es consecuencia de go­zar ya de una vislumbre del mundo de misterio abierto de par en par que Muida en los márgenes de lo mundano, amenazando -o prometiendo-lenovarnos y vivificarnos.

Es también nuestra connatural anticipación del misterio ilimitado lo * I ue- nos inspira a imaginar mundos alternativos, ya sea en la forma de i lientos de hadas, utopías o escatologías. Así, incluso en sus formas mas crudas, nuestra expectativa de «más» no es reducible por entero a mera ilusión. Tal vez las piruetas imaginativas que realizamos no siem-|)ie son meros deseos pueriles, aun cuando probablemente hay un toque de ingenuidad en la mayoría de nuestras visiones de mundos mejores. Tero, en el fondo, la impetuosidad visionaria que nos caracteriza quizá deriva del hecho de que, en algunos niveles de nuestro ser y nuestra conciencia, ya hemos sido asidos por un misterio infinito. Tal es la ra­zón de que nuestros corazones están tan inquietos, como observó san

I ' l'Til.UCH, The Shaking of the Tbundations, Charles Scribner's Sons. New York 1996. p. 63.

i •; //>/>/., pp. 52-63.

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Agustín. El misterio no es un vacío absoluto, aunque así pueda pare-cerlo al principio; antes bien, se trata de una elusiva plenitud de ser que no podemos asir porque ella ya nos ha asido. Lo que la teología cris­tiana llama «revelación» es el medio a través del cual somos tocados por el misterio y reconciliados con él.

Buena parte del riesgo, la aventura y la seriedad de la vida humana radica en que cada uno de nosotros ha de decidir si el misterio es un va­cío sin fondo o una plenitud demasiado grande, generosa y creativa pa­ra ser comprendida. ¿Es el misterio una invitación a la desesperanza o más bien a la esperanza? Las religiones han intentado ayudarnos a to­mar una decisión sobre el carácter del misterio. Han buscado un rostro, una personalidad -y, en ocasiones, numerosas personalidades- emana­da de la impenetrable bruma que nos rodea a nosotros y rodea al uni­verso. A veces han luchado a muerte entre sí para determinar qué ros­tro debía ser considerado fundamental o incluso si era apropiado asig­nar un rostro cualquiera al misterio. Las religiones han tenido, por re­gla general, sentimientos ambiguos en relación con sus imágenes de misterio, aferrándose en ocasiones a ellas como ídolos, desechándolas otras veces con el fin de liberarse de la esclavitud a ellas. Después de todo, ninguna imagen puede revelar adecuadamente las silentes pro­fundidades del misterio; no obstante, los símbolos son esenciales si las religiones quieren decir algo sobre el misterio. En consecuencia, la vi­da religiosa oscila, a veces de manera tumultuosa, entre los extremos de la idolatría y la iconoclasia, entre la certeza y la duda.

Preguntas límite

El misterio se manifiesta asimismo en lo que el filósofo Stephen Toul-min denomina «preguntas límite»14. Son preguntas que surgen, por ejemplo, en la frontera o en los límites de la indagación científica. El misterio acecha detrás de tales límites. Cuando se hallan inmersos en la búsqueda científica de la verdad, la mayor parte del tiempo los investi­gadores no están reflexivamente pendientes del misterio. Estarlo su­pondría una distracción de catastróficas consecuencias. No obstante, el misterio se asoma desde los márgenes de sus investigaciones y se ma-

14. S. TOUL.MIN, An Examination ofthe Place of Reason in Ethics, pp. 202-221.

ni fiesta de forma dramática, de repente, cuando los científicos se plan-lean preguntas tales como por qué dedicarse a la ciencia. Mientras tra­bajan activamente en problemas concretos, la sensibilidad para el mis­terio no forma parte explícita de la conciencia de los científicos. Con lodo, conduciendo a casa desde el trabajo un día cualquiera, el científi­co reflexivo tal vez se pregunte de súbito: «¿Por qué me tomo la mo­lestia de hacer ciencia? ¿Cuál es el sentido de mi trabajo? ¿Merece realmente la pena gastar mis días buscando la verdad? ¿Qué sentido tie­ne todo esto?».

He aquí preguntas límite, bastante diferentes de los problemas re­solubles que se dan dentro de la ciencia. Surgen sólo en el borde de la investigación científica y, a diferencia de los problemas, no admiten «solución» alguna. Las preguntas límite nunca desaparecen, puesto que lo que invita a la persona a formularlas es la perdurable realidad del misterio incomprensible. A tales preguntas dirigen propiamente su atención las religiones15. Por consiguiente, siempre que la gente se re­fiere a textos sagrados como si el propósito de éstos incluyera el trata­miento de lo que, de hecho, son preguntas científicas -tales como si IMutón es un planeta o si la teoría de cuerdas puede añadir algo signifi­cativo a nuestra comprensión del universo-, se genera confusión. La mejor manera de entender la religión y la teología es como respuestas a preguntas límite, no como soluciones a problemas particulares que la ciencia puede resolver por sí sola.

Lo anterior se parece a un principio que Galileo propuso en el siglo wii y que san Agustín había formulado ya algunos siglos antes. En su notable «Carta a la Gran Duquesa Cristina», Galileo llama la atención sobre el hecho de que algunos de sus adversarios eclesiásticos habían asumido erróneamente que los autores bíblicos pretendían ofrecer, jun­io con un mensaje religioso, proposiciones precisas sobre el mundo na­tural. El problema con este supuesto, señala, es que si se demostrara que las impresiones bíblicas sobre la naturaleza a veces son falsas, co­mo se deduce de las ideas de Copérnico y de sus propios descubri­mientos, no habrá nada que impida a la gente sospechar asimismo de la verdad de las enseñanzas religiosas de la Biblia. Como aval, Galileo re­curre al De Genesi ad litteram de san Agustín, en el que este gran teó-

I s. Véase D. TRACY, Blessed Ragefor Order, pp. 94-109; cf. asimismo S. OGDKN, The Reality of'God and Other Essays, Harper & Row, New York 1977, p. 31.

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logo afirma sabiamente que, al leer el Génesis, los cristianos han de evi­tar obsesionarse con las preguntas relativa a su exactitud astronómica. En las conversaciones con los no creyentes, arguye san Agustín, los cristianos no deben escrutar las Sagradas Escrituras en busca de res­puestas a preguntas tales como «si el cielo, a modo de esfera, rodea a la Tierra por todos lados como masa que está en equilibrio en el centro del universo o si simplemente la cubre y tapa a modo de plato». Caso de hacerlo, ello únicamente conducirá a los no creyentes a recelar de la verdad de los escritos bíblicos «cuando [éstos] enseñan, refieren y co­munican asuntos más provechosos»"'.

En una vena análoga, Galileo le escribe a la Gran Duquesa que el Espíritu Santo «no pretendió enseñarnos si el cielo se mueve o perma­nece inmóvil», puesto que eso podemos descubrirlo nosotros mismos. Así,

«...si el mismo Espíritu Santo se ha abstenido de enseñarnos semejan­tes proposiciones... ¿cómo se podrá ahora afirmar que el sostener acerca de ellas esta parte y no aquélla sea tan necesario que la una sea de Fide y la otra errónea, que no se refiera para nada a la salvación de las almas? ¿O puede decirse que el Espíritu Santo no ha querido que ha querido enseñarnos cosa alguna concerniente a la salvación'? Yo aquí diré aquello que oí a una persona eclesiástica de muy elevado rango [supuestamente el cardenal Baronio (1538-1607)1, esto es, que la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo»".

Galileo concluye: «Por eso, pienso que la prudencia recomendaría no permitir que nadie usurpe los textos bíblicos forzándolos de manera tal que sostenga como verdaderas determinadas conclusiones físicas cuando, en el futuro, los sentidos y las razones demostrativas o necesa­rias pueden mostrar lo contrario»18.

Y, sin embargo, todavía hoy los naturalistas científicos, con no me­nos frecuencia que los literalistas bíblicos, interpretan las doctrinas reli-

16. Discoveries and Opinions of Galileo, edición, introducción y notas de Stillman Drake, Anchor Books, New York 1957, p. 186 [la carta de Galileo a la Gran Duquesa Cristina está traducida al español en: G. GAULKI, Carra a Cristian de lAireña v oíros textos sobre ciencia y religión, cd. de Moisés Gon/.ález, Alian/a, Madrid'19871.

17. fbicL.pp. 185-186. 18. Ibid.,p. 187.

giosas y las Escrituras como si resolver problemas científicos formara parte de su intención. Este malentendido concierne en especial a las con­troversias contemporáneas sobre cristianismo y evolución. Por ejemplo, el evolucionista Gary Cziko afirma que es la selección natural, más que la providencia divina, la que explica por qué tenemos oídos, ojos y mente. Asume que, para las personas religiosas, la noción bíblica de providencia divina ha funcionado desde siempre como respuesta a una clase científica de preguntas y que, ahora que hay disponibles explica­ciones darwinistas, toda apelación a la providencia se ha vuelto obsole­ta1'. Análogamente, algunos oponentes religiosos de la biología evolu­tiva intentan introducir por la fuerza en las aulas de biología la noción de «diseño inteligente». Haciendo caso omiso del consejo de Galileo, convierten lo que, de hecho, es una respuesta a una pregunta límite (¿por qué existe orden en el mundo?) en una respuesta a un conjunto es­pecífico de problemas que la ciencia puede abordar sin referencia ex­plícita a Dios. Tanto la buena ciencia como la teología sensata se opo­nen con razón a esta artimaña.

Por consiguiente, a la hora de pensar sobre la relación entre cristia­nismo y ciencia, es de suma importancia que los creyentes entiendan las fuentes de su fe no como solución a problemas científicos, sino más bien como una manera de abordar preguntas límite. La revelación divi­na es trivializada siempre que se comprime su contenido en franjas ex­plicativas reservadas a la comprensión científica. Aunque la fe cristiana proporciona una visión de la realidad que alienta a buscar la intelección científica de ésta, el contenido de su punto de vista religioso no es par­te de la ciencia en cuanto tal. La formulación de la verdad científica nunca es asunto de la teología. Por supuesto, lo que la ciencia descubra acerca del universo no es materia indiferente para la teología. Las ex­plicaciones evolucionistas de la vida, por ejemplo, nos impelen a cam­biar la manera en que pensamos sobre el mundo y su Creador. Y los co­nocimientos sobre la «gran explosión» (hig bang) y el universo en ex­pansión pueden conferir una nueva profundidad a la idea tradicional del Cristo cósmico. La ciencia influye forzosamente en el pensamiento re­ligioso. Pero las tareas de la teología y la ciencia permanecen distintas.

19. G. CZIKO, Withonl Miníeles: Universal Selection and the Second Darwinian Revolution, M1T Press. Cambridge (Mass.) 1995.

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Así pues, para recapitular, es especialmente en los límites de la ex­periencia humana y de la resolución científica de problemas donde en­contramos el misterio incomprensible que suscita el esfuerzo y la sim­bolización religiosos. Es posible que, en tales límites, nos descubramos a nosotros mismos planteándonos de repente irresolubles preguntas re­ligiosas. No podemos menos de formulárnoslas puesto que el misterio, de una manera «general», ya se nos ha «revelado» en nuestro encuen­tro con los límites.

Misterio y revelación especial

Nuestro encuentro con la revelación «originaria» del misterio nos lleva a buscar una revelación «especial» que nos permita experimentar de manera más humana y palpable qué clase de misterio es el que siempre nos roza elusivamente20. Buena parte de nuestra vida implica ambiva­lencia en relación con el misterio; de ahí que la búsqueda de una «re­velación» capaz de hacer las cosas menos generales y más concretas tenga una importancia fundamental. Las búsquedas religiosas de la hu­manidad persiguen instintivamente símbolos que ayuden a clarificar la revelación originaria del misterio que yace en los límites de nuestras vi­das y conciencias. «En la base de toda religión, como origen y princi­pio de ella», escribe el teólogo Schubert Ogden, «hay alguna ocasión particular de comprender - o captar reflexivamente a través del concep­to y el símbolo- el misterio manifiesto en la revelación originaria»21. Para los cristianos, esta especial manifestación del misterio acontece de forma decisiva en Jesús.

El término «revelación» procede del latín revelare, que significa «apartar un velo». Desde aproximadamente la mitad del primer milenio antes de la era vulgar, varias tradiciones religiosas y filosóficas han en­señado que, por lo común, un velo de ilusiones nos oculta la profundi-

20. S. OGDEN. OH Theology, p. 41: «Lo que la revelación cristiana nos comunica no es nada nuevo, puesto que las verdades que ella hace explícitas deben ser cono­cidas ya implícitamente por nosotros en todo momento de nuestra existencia Pero que esta revelación aconte/.ca nos descubre algo nuevo en la medida en que, siendo evento ella misma, representa la incidencia en nuestra historia del evento trascendente del amor de Dios» (p. 43).

21. Ibid.,p. 40.

dad y el carácter verdaderos del misterio. En consecuencia, estas mis­mas tradiciones han propuesto diversos caminos a través de las cuales es posible atravesar las nubes que se ciernen sobre la conciencia. Desde un punto de vista teológico, estos caminos pueden ser concebidos co­mo vías de búsqueda de una revelación especial que tal vez nos ayude a disipar la ambigüedad del misterio.

Cuando hablo de «revelación especial», me refiero a una manifes­tación simbólica concreta, cultural e históricamente condicionada, del misterio universal y eterno de Dios. El cristianismo es una religión que considera que el misterio divino se hace presente de manera irresistible y poderosa en la persona de Jesús de Nazaret22. La aparición de este hombre en la historia ha ocasionado nada menos que una revolución en nuestra comprensión del misterio santo. A los cristianos se nos enseña, de hecho, a no pensar sobre el misterio sin pensar también sobre Jesús. Aun así, a lo largo de la historia del cristianismo, ha habido diferentes maneras de presentar la persona y misión de Jesús. Incluso los diversos libros del Nuevo Testamento retratan a Jesús de distintos modos: como bebé en el pesebre, como maestro de sabiduría, como Palabra de Dios, como taumaturgo, como sanador, como profeta, como víctima crucifi­cada, como Hijo del Hombre, como salvador resucitado y victorioso so­bre la muerte, como el que viene, como personaje cósmico que recapi­tula en sí el universo entero. Los cristianos creemos que en Jesús, el (Visto, la plenitud del misterio infinito ha irrumpido de forma definiti­va en medio de nosotros y nos acoge calurosamente en su abrazo. Los credos cristianos afirman, primero, que el mundo está fundado en el misterio inefable de Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra; se­gundo, que este misterio silencioso, paradójicamente, se entrega a sí mismo sin reservas al mundo en la persona de Jesús, a quien se le da el nombre de Hijo de Dios; y tercero, que, por obra del Espíritu Santo, el misterio infinito reúne con amor el mundo en torno a sí mismo, libera la vida, renueva la creación y salva todo lo que estaba perdido.

La fe cristiana habla de un solo Dios; pero, desde los inicios mis­mos, la oración y la reflexión cristianas misteriosamente han intentan­do evitar representaciones simplistas de Dios. Para salvaguardar la po-

22. Véase P. TU.LICH, Systematic Theology, vol. 1, University of Chicago Press, Chicago 1963, pp. 147-150 [trad. esp.: Teología sistemática, vol. 1, Sigúeme, Salamanca 20011.

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livalencia de su experiencia de lo divino, los primeros cristianos desa­rrollaron -de forma bastante asistemática- un modo trinitario de hablar sobre Dios. Hasta la fecha, los intentos posteriores de la teología por sistematizar con claridad intelectual el misterio de la Trinidad nunca han sido plenamente exitosos. El lenguaje trinitario desempeña un pa­pel esencial en la manera en que los cristianos explican la riqueza y pro­fundidad del misterio revelado en Jesús, pero la comprensión de este misterio por parte de la teología sigue siendo tenue... y es perdonable que así sea.

Los seres humanos tenemos una sed insaciable... de encontrar sen­tido al misterio que subyace a la existencia personal, la historia huma­na y el universo mismo. De ahí que, como señala H. Richard Niebuhr, busquemos una «imagen» reveladora que nos ayude a comprender el misterio del ser y a darle nombre'1. Los cristianos creemos que hemos sido agraciados con una imagen semejante en el icono de Dios trans­mitido por la persona y la obra de Jesús. La doctrina de la Trinidad ha surgido como una imprescindible matriz conceptual para los intentos cristianos de comprender cómo puede afirmarse que Dios se ha mani­festado con plenitud en Jesús. En consecuencia, sería engañoso enten­der la Trinidad al margen de su anclaje en la creencia cristiana primor­dial de que, en Cristo, Dios se ha «agachado»24 para abrazar al mundo y, haciéndolo, le ha abierto un nuevo futuro.

Dios y el universo

La tradición cristiana propone, paradójicamente, que el misterio abar­cante de Dios se ha manifestado en la vida de un ser humano único en un momento concreto de la historia humana. Pero en la era de la cien­cia, ¿cómo cabe relacionar el misterio trinitario, esto es, las extrañas ideas sobre Dios que comenzaron a surgir durante las primeras expe­riencias cristianas del Cristo resucitado, con la nueva concepción del universo? Estamos lejos de concluir este, en extremo importante, pro­yecto teológico. En el último siglo y medio de ciencia hay material su-

23. H.R. NIEBUHR, The Meuning of Revelalion, Macmillan, New York 1960, p. 80. 24. Cf. el encantador y persuasivo libro de I. DtLio. The Humility of God. St

Anthony Messenger Press. Cincinatti 2005.

I'iciente para desencadenar toda una nueva revolución en teología; pero, de momento, el ascua apenas ha prendido. A excepción de unos cuan­tos grandes pensadores cristianos cuyas reflexiones interpretaré y pro­longaré en estas páginas, la teología se ha mostrado renuente a sacar partido de los más fascinantes descubrimientos de la ciencia.

Ya he señalado más arriba que algunos científicos consideran su trabajo un intento de eliminar el misterio. Irónicamente, sin embargo, cuanto más ahonda la ciencia, tanto más impresionante es la vastedad dei misterio que desvela. Pero la teología todavía ha de tomar plena­mente en consideración lo que la ciencia ha hecho emerger desde las profundidades de la naturaleza. Lo cual no sólo es cierto en el caso de Copérnico y Galileo, sino también en el de Darwin, Einstein, Hubble, lleisenberg y Hawking. En su mayor parte, la teología sigue obsesio­nada con otros asuntos -importantes, por supuesto-, al riesgo de no ser capaz de generar una teología de la naturaleza electrizante desde el punto de vista espiritual. Si ponderara de forma más deliberada las nue­vas ideas sobre la vida y el universo, la teología cristiana tal vez descu­briría que su imagen revelada de Dios no sólo es capaz de acomodar la información que no cesa de brotar del trabajo de los científicos, sino de hacerla incluso más inteligible. El cristianismo, con sólo que resalte­mos sus rasgos más distintivos, puede ser un contexto sumamente ilu­minador para comprender la historia humana, pero también qué es lo que acontece en el universo.

¿Qué es, pues, lo que la revelación cristiana nos recomienda para entender el universo tal y como ahora nos está siendo mostrado por la ciencia? Obviamente, la teología cristiana no tiene nada que ofrecer en lo concerniente a información científica y resolución de problemas. En el espíritu de Agustín y Galileo, es fundamental recordar siempre que la teología no puede añadir nada al creciente cúmulo de hechos o teo­rías científicos. No obstante, sostendré que la imagen «revelada» del abajamiento y la futuridad de Dios puede ser extendida ahora más allá de su aplicación a la historia y a las personas humanas para iluminar también el mundo natural, que es el contexto más abarcante de una y otras. En los capítulos subsiguientes deletrearé de manera más especí­fica esta propuesta.

(

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El problema de la revelación especial

Antes de proceder a ello, debo seguir comentando el hecho de que, se­gún los naturalistas científicos, la ciencia no sólo ha desacreditado la conciencia pre-revelacional de misterio, sino también toda posibilidad de revelación especial al estilo de la que reivindica el cristianismo. Muchas personas científicamente cultivadas albergan en la actualidad considerables dudas acerca de si de hecho ha acontecido o en principio puede acontecer algún tipo de revelación especial. Un suceso semejan­te ' no abriría un agujero arbitrario en la estructura continua de la na­turaleza tal y como ha llegado a ser conocida por la ciencia? Como in­sisten Einstein y otros naturalistas científicos, cualquier revelación es­pecial de Dios rasgaría el tejido del acontecer natural y acabaría con la confianza científica en la implacable regularidad de la naturaleza.

Las interruptoras intervenciones divinas han sido tenidas a lo largo de la mayor parte de la historia humana por un lugar común. Incluso los sueños de la gente normal parecían abrir la puerta a la realidad de otros mundos. Pero, por lo visto, la ciencia moderna no deja sitio para tales sucesos extraordinarios. Es verdad que, en la actualidad, la cultura po­pular acepta apariciones del «más allá»; pero, para la mayoría de las personas cultas, la posibilidad de milagros y revelaciones especiales es­tá en tela de juicio. La tesis de que la experiencia profana o secular pue­da ser perforada por una palabra de Dios que irrumpe en medio de no­sotros con objeto de juzgar nuestra pecaminosidad y mostrarnos la sen­da de la salvación resulta hoy increíble para muchos. Las religiones y las revelaciones se antojan poco más que creaciones nuestras. En con­secuencia, la exhortación cristiana a dejar transformar nuestras vidas por una revelación especial es considerada a menudo extraña.

Paul Davies, conocido mío y científico en absoluto hostil hacia las religiones, ejemplifica lo que digo. «La ciencia -escribe- se basa en la observación cuidadosa y el experimento», mientras que «la religión se funda en la revelación y la sabiduría recibida». Además, la revelación «puede ser falsa y, aun en el caso de que sea cierta, otras personas exi­gen buenas razones para compartir la fe del receptor»25. A la mayoría de los teólogos, la posición de Davies les parecerá una caricatura, pero ilus-

25. P. DAVIKS, God and I he New Physics, Simón & Schuster. New York 1983, p. 6 ltrad. esp.: Dios y la nueva física, Salvat. Barcelona 1988 L

11 a cuan problemático resulta el concepto de revelación para muchas per­sonas científicamente cultivadas. Es interesante constatar, como hace el icologo protestante Stanley Hauerwas, que también a muchos teólogos la idea de revelación «les causa demasiados problemas en comparación con lo que les aporta»2". Sin embargo, Ronald Thiemann, quien disiente de I lauerwas, añade que «la mayoría de los tratamientos de la revelación han creado complejos embrollos conceptuales y epistemológicos que son difíciles de comprender y casi imposibles de desenmarañar»27.

Por su parte, la mayoría de los teólogos cristianos todavía se mues­tran dispuestos a afirmar la realidad de la revelación. Entre ellos, los ca­tólicos citarán uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II. la De i Verbum, en el que el tema de la revelación ocupa un lugar central. No obstante, los teólogos necesitan afrontar con franque­za la desafección que el mundo intelectual contemporáneo siente hacia la idea de revelación, puesto que, para muchas personas de nuestros días, tal idea parece incompatible con la ciencia2*. Podemos comenzar exponiendo el significado y el contenido de la revelación de manera tal que ésta no resulte incompatible con la ciencia. El siguiente capítulo in­tentará mostrar cómo es posible esta exigencia.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

EINSTEIN, Albert, Ideas and Opinions, Modern Library, New York 1994 [trad. esp.: Mis ideas y opiniones, Bon Ton, Barcelona 20001.

HAUGHT, John, What ís God? How to Think about the Divine, Paulist, Mahwah (Nuevo Jersey) y New York 1986 [trad. esp.: Y Dios, ¿qué es? Cómo pensar sobre lo divino, Biblia y Fe, Madrid 1989].

MURCHIE, Guy, The Seven Mysteries ofLife: An Exploration in Science and Philosophy, Houghton Mifflin, Boston 1978.

PANNENBERG, Wolfhart, What Is Man?, Fortress, Philadelphia 1970 [trad. esp. del orig. alemán: El hombre como problema: hacia una antropología teológica, Herder, Barcelona 1976].

26. Tal como es citado por R. THICMANN. Revelation and Theology, University oí' Notre Dame Press, Notre Dame 1985, p. 1.

27. Ihid. 28. Del lema «revelación y verdad» me ocuparé más adelante, en el capítulo 1(1.

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3 CIENCIA Y REVELACIÓN

LÍL cristianismo es una religión cuyas enseñanzas se dice que proce­den de una revelación especial. Pero ¿qué es revelación? ¿No es la re­velación un conjunto de sucesos que interrumpen y contradicen el acontecer natural de las cosas? ¿Lleva quizá razón Einstein cuando afir­ma que la revelación es incompatible con la ciencia? La revelación co­mo los milagros, parece abrir una brecha en el rigurosamente cerrado continuo de causas y efectos que constituyen el mundo natural, al me­nos tal y como la ciencia lo ve. En consecuencia, muchos científicos y lilósofos -en especial, aquellos a los que me he referido como natura-lisias científicos- consideran al cristianismo, así como al resto de reli­giones reveladas, increíble.

El presente libro, como ya habrá notado el lector, es una conversa­ción teológica no sólo con creyentes, científicos y otras personas de mente inquisitiva, sino también con naturalistas científicos, eso es con los principales representantes contemporáneos de lo que Friedrich Schleiermacher llamó los «menospreciadores cultivados» de la reli­gión'. Como he señalado más arriba, no es la ciencia en cuanto tal la que rechaza la posibilidad de toda revelación especial, sino el moderno sistema de creencias del naturalismo científico. Y, por eso, es irnpor-lante que las reflexiones teológicas contemporáneas sobre la naturaleza sean conscientes del sistema naturalista de creencias y de su pretensión

I F. SCHLEiKRMACHEíR, On Religión: Speeches to lis Cultural Despisers, Harper &. Row, New York 1958 [trad. esp. del orig. alemán: Sabré la religión: discurso sus menospreciadores cultivados, Tecnos, Madrid 1990].

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según la cual a la teología no le compete en absoluto hacer comentarios sobre la naturaleza. Los naturalistas científicos sostienen que todo sa­ber fidedigno debe ser públicamente accesible y estar sujeto a corrobo­ración empírica. Puesto que la revelación no se somete a tales criterios, los naturalistas desestiman el cristianismo como ilusorio.

Los cristianos entendemos nuestra fe como respuesta al misterio di­vino que se hace presente en la persona y la vida, en las palabras y las acciones, en la muerte y la resurrección de Jesús. Pero, a mi juicio, ca­be afirmar que esta revelación es una erupción, no una interrupción, de la naturaleza. En consecuencia, la revelación no constituye una viola­ción de las rutinas inviolables de la naturaleza, sino una expresión en términos simbólicos de un profundo y trascendental drama que sin ce­sar se desarrolla en las profundidades del universo y de la historia hu­mana. La realidad y el poder de este drama son inaccesibles para la ciencia y sólo pueden pasar a formar parte de la visión del mundo de personas de fe que se han dejado introducir en él. La revelación, como la ciencia, tiene que ver con lo que realmente ocurre en el universo, pe­ro abre a la fe una dimensión de la realidad que no puede sino pasar de­sapercibida a la investigación científica. No contradice a la ciencia, pe­ro exige el reconocimiento de las limitaciones de ésta.

La teología debe respetar la integridad y la autonomía de la ciencia, pero, al mismo tiempo, puede cuestionar la capacidad de la ciencia pa­ra captar por sí sola todo lo que acontece en el universo. La teología de la naturaleza no niega que la ciencia sea capaz de poner a la mente hu­mana en contacto con la naturaleza o de revelar aspectos del universo previamente desconocidos. Sin embargo, sin quitarle nada a la ciencia, propone que hay niveles de profundidad en la naturaleza que aquélla sencillamente no puede alcanzar. La teología basada en la revelación no rivaliza ni está reñida en modo alguno con la ciencia. Antes bien, en el sentido de que hace una contribución a la imagen más abarcante de la realidad que no está al alcance de la ciencia, la complementa. La teolo­gía de la naturaleza interpreta el universo de manera tal que respalda la obra de los científicos, al tiempo que se niega a confundir la ciencia con el cientifismo y el naturalismo científico.

Al igual que la ciencia, la revelación implica que en el mundo siem­pre hay mucho más que lo que parece1. Los buenos científicos están

11. SMI'I'H, Forgotten Truth: The Primordial Tradition. Harper & Row, New York

dispuestos a abandonar o revisar sus hipótesis siempre que intuyen que hay una inteligibilidad más profunda por debajo de sus modelos y cálculos matemáticos, demasiado simples. Por su parte, los oyentes de la palabra revelada de Dios también se ven obligados en ocasiones a buscar símbolos nuevos o quizá a permanecer en completo silencio, en la presencia del misterio incomprensible que fundamenta, sostiene y (•lenifica el universo.

El encuentro con el Dios de la fe cristiana se produce en y a través ilel mundo observable. Así, la revelación desvela el misterio divino por medio de símbolos derivados de nuestra experiencia de la naturaleza y la existencia social. La revelación no sólo acontece en palabras, sino lambién en sacramentos derivados de la naturaleza. Esto es, ciertos fe­nómenos naturales, y no sólo los sucesos de la historia humana, parti­cipan en el misterio de Dios y, por ende, nos remiten a él. El agua, la lu/, el alimento, la tierra, la fertilidad, la vida y la personalidad huma­na son indispensables para la experiencia de revelación. A Dios no se le conoce al margen de la naturaleza, sino en ella y a través de ella. En vir­tud de la encarnación, el entero drama de la naturaleza desplegándose durante miles de millones de años también es revelación de Dios.

l,\ don de una imagen

En el contexto cristiano, sin embargo, la revelación es fundamental­mente el don del misterio infinito del propio ser de Dios al mundo fini-lo. El sacramento o símbolo primordial de la auto-donación de Dios es la persona de Cristo3; pero la conciencia científica, hoy más que nunca, nos permite asumir que la totalidad del universo, en virtud de la encar­nación, se halla inextricablemente ligada a la revelación de Dios en ('risto. La astrofísica contemporánea nos obliga a reconocer que la apa-i ición de la vida humana, con su capacidad de pensamiento, estimación moral, esperanza y adoración, se halla relacionada sin solución de con-i muidad con el nacimiento y desarrollo del universo entero. Durante el

1976, p. 97 |trad. esp.: La verdad olvidada: el factor común de todas las /•<•// ilíones, Kairós, Barcelona 2001].

< H. SCHU.LKBF.ECKX, Christ, the Sacrament of Encounter with God, Shml >V Ward, New York 1965 |trad. esp. del orig. holandés: Cristo, sacramento del en cuentm con Dios, Dinor, Pamplona 1971].

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último medio siglo hemos aprendido cada vez más sobre qué condicio­nes cósmicas debían darse -comenzando por el instante primero de la cosmogénesis- para que la vida y el pensamiento pudieran siquiera existir. El cosmos y la conciencia ya no pueden ser mutuamente segre­gados de forma dualista. Desde un punto de vista teológico, la nueva conciencia científica significa, por tanto, que la aparición en medio de nosotros de la persona de Cristo no es sólo un suceso histórico, sino también un acontecimiento terrestre y cósmico. En lo sucesivo, cuando relatemos la historia (story) de Jesús, será necesario incluir, amén del entorno bíblico, su preludio natural.

Hasta hace poco, la teología no había tenido la oportunidad de vin­cular estrechamente todas las épocas del cosmos con la revelación de Dios en Cristo. Ahora, sin embargo, la ciencia nos permite a los cris­tianos relacionar nuestra fe con el más abarcante mundo de la historia humana y cósmica, tal como se expresa, por ejemplo, en estas palabras de Pierre Teilhard de Chardin:

«Las prodigiosas duraciones que preceden a la primera Navidad no es­tán vacías de Cristo, sino penetradas de su influjo poderoso. El bullir de su concepción es el que remueve las masas cósmicas y dirige las pri­meras corrientes de la biosfera. La preparación de su alumbramiento es la que acelera los progresos del instinto y la eclosión del pensamiento sobre la Tierra. No nos escandalicemos tontamente de las esperas in­terminables que nos ha impuesto el Mesías. Eran necesarios nada me­nos que los trabajos tremendos y anónimos del hombre primitivo, y la larga hermosura egipcia, y la espera inquieta de Israel, y el perfume lentamente destilado de las místicas orientales, y la sabiduría cien ve­ces refinada de los griegos para que sobre el árbol de Jesé y de la Hu­manidad pudiese brotar la Flor. Todas estas preparaciones eran cósmi­camente, biológicamente, necesarias para que Cristo hiciera su entrada en la escena humana. Y todo este trabajo estaba maduro para el des­pertar activo y creador de su alma en cuanto esta alma humana había sido elegida para animar al universo. Cuando Cristo apareció entre los brazos de María, acababa de revolucionar el mundo»4.

La revelación es, pues, mucho más que la locutio Dei, «la alocución de Dios». Es más que lo que san Agustín llamó la «iluminación» divi-

4. P. TEILHARD DI; CHARDIN, Hymn ofthe Universe. Harper Colophon, New York 1969, pp. 76-77 |lrad. esp. del orig. trances: Himno del Universo, Trotta, Madrid 1996].

na de nuestras almas. El significado principal de «revelación» no es la transmisión de verdades preposicionales procedentes de Dios. No es simplemente la «comunicación de verdades necesarias y provechosas para la salvación humana... en la forma de ideas»5. La revelación tam­poco es reducible al «discurso directo y la enseñanza por parte de Dios». Significa mucho más que «un acto por medio del cual Dios ma­nifiesta a la mente creada sus juicios en su expresión formal, en pala­bras ya internas, ya externas»6. La revelación es, antes de nada, el don del ser y la personalidad de Dios al universo entero y a través de él.

El teólogo Karl Rahner escribe que «el fenómeno primordial dado por la fe es precisamente el auto-vaciamiento de Dios»7. La teología de la naturaleza habrá de preguntarse, por consiguiente, si esta escandalo­sa propuesta teológica puede ayudar a los creyentes a dar sentido a lo que la ciencia está descubriendo sobre el universo físico. La teología contemporánea, tanto católica como protestante, interpreta de manera creciente la revelación como el don que Dios hace al mundo de su pro­pio yo. Ésta es una idea que titila débilmente incluso en el Concilio Vaticano I, que en su Constitución Dogmática sobre la Fe Católica afir­ma: «Plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano... a sí mismo y los decretos de su eterna voluntad» (cap. 2)8. Pero hasta no ha­ce mucho, la teología cristiana solía cultivar una concepción excesiva­mente intelectualizada y proposicional de la revelación. En la actuali­dad, a resultas de una lectura más detenida de la Biblia y de otras fuen­tes teológicas tradicionales -y gracias, sobre todo, al Concilio Vaticano II-, la teología se ha desplazado hacia la visión de que el verdadero contenido de la revelación es el misterio infinito del propio ser divino.

Con todo, este contenido no viene a la fe en primer lugar en fór­mulas teológicas, sino en imágenes asombrosas. Como afirma el teólo­go H.R. Niebuhr, la revelación es el «don de una imagen». La revela­ción es «una situación especial que nos proporciona una imagen por

5. P. SCHANZ, Apologie des Christentums (1905), citado por W. BULST, Revelado», Sheed & Ward, New York 1965, p. 18.

6. B. GOEBEL, Katholische Apologetik (1930), citado por W. BULST, Revelarían, p. 18.

7. K. RAHNER, Foundaríons ofChrísiian Faith, Crossroad, New York 1978, p. 222 [trad. esp. del orig. alemán: Curso fundamental de la fe: introducción al con­cepto de cristianismo, Herder, Barcelona 20071.

8. Véase \L Neuner v J. Dupuis (eds.)| The Christian Faith, Alba House. Slalen Island (N.Y.) 20017, p. 43; W. BULST, Revelarían, p. 23.

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medio de la cual todas las situaciones de la vida personal y comunita­ria devienen inteligibles». Una imagen verdaderamente reveladora de­be ser capaz de dar sentido a lo que, de otro modo, parecería sin senti­do. Niebuhr continúa diciendo que la imagen reveladora ofrece «un pa­trón de unidad dramática... con ayuda del cual el corazón puede enten­der lo que ha sucedido, está sucediendo y sucederá a las personas y a la comunidad»9. La teología de la naturaleza añadirá, sin embargo, que una imagen auténticamente reveladora no sólo ilumina la historia hu­mana y la existencia social, sino el universo entero.

La recepción de la revelación es quizá un proceso análogo al que se desarrolla en la ciencia cuando una nueva idea irrumpe relampaguean­te en nuestra conciencia, arrojando luz de la manera más sorprendente sobre problemas hasta entonces irresueltos. Por ejemplo, cuando Co-pérnico y Galileo rehicieron el mapa cosmológico, interpretando el fir­mamento desde un punto de vista heliocéntrico en vez de geocéntrico, numerosas dificultades asociadas con el antiguo sistema ptolemaico se desvanecieron de repente y otros modelos más inteligibles de los cielos ocuparon de forma abrupta el lugar de aquél. Los avances imaginativos en ciencia tienen el efecto de proyectar luz sobre aspectos de la natura­leza previamente ocultos. Las teorías asociadas con Newton, Darwin y Einstein, junto con las más recientes ideas en física y geología, han conferido a nuestra concepción de la naturaleza una coherencia sor­prendentemente lozana. Y los nuevos modelos han llevado a fecundas investigaciones adicionales. En la actualidad, los científicos buscan una fórmula elegante que ligue las cuatro principales fuerzas físicas de la naturaleza10. Podemos predecir con seguridad que, cuando aparezca se­mejante teoría, si es que alguna vez lo hace, no conducirá, como temen algunos, al final de la ciencia. Más bien, llegará como un regalo que abre asombrosas áreas nuevas para la indagación y el descubrimiento.

Para que resulte de interés para nosotros, la revelación ha de tener, como mínimo, un efecto igual de sorprendente, iluminador y fértil. Su contenido debe convulsionar nuestra concepción de la realidad, inclui­do la del mundo natural, pero de tal manera que la haga más inteligible, no menos. La revelación no rivalizará con el conocimiento científico;

9. H.R. NIEBUHR, The Meaning of Revelation, Macmillan, New York 1960, p. 80. 10. S. HAWKING, A Brief History ofTime, Bantam Books, New York 1988, pp. 155-

168 ftrad. esp.: Historia del tiempo: del big hang a los agujeros negros. Crítica, Barcelona 19971.

pero, para poder ser tenida por un suceso de desvelamiento de capilal importancia, debe ayudarnos a dar sentido no sólo a nuestras vidas per­sonales y a la historia humana, sino también a los rasgos generales del cosmos.

La revelación no posee respuesta para preguntas científicas especí­ficas, verbigracia cómo evoluciona la vida o qué mecanismos de cam­bio evolutivo pueden existir. La revelación, como he señalado en el ca­pítulo anterior, responde a preguntas límite, no a problemas científicos irresueltos. Por ejemplo, cuando nos preguntamos por qué deberíamos tomarnos siquiera la molestia de hacer ciencia, la revelación puede ayu­darnos al menos a comprender con mayor profundidad por qué merece la pena buscar la verdad. Quizá también sea capaz de arrojar luz sobre por qué la naturaleza y la vida están sujetas a evolución; por qué surgió vida inteligente en el universo; por qué el universo es tal que posibilita la aparición de nuevas realidades; y por qué es una mezcla tan exquisi­ta de accidentes, leyes y tiempo dilatado que se despliega en forma na­rrativa, lo que le permite ser portador de sentido.

El «don de la imagen» que Niebuhr asocia con la revelación no brindará ninguna información que incremente el cúmulo de ideas cien­tíficas, ni rivalizará en modo alguno con la ciencia. Sin embargo, la re­velación puede ofrecer aún una alentadora conciencia del sentido del universo que la ciencia está poniendo delante de nosotros. Después de todo, ¿de qué sirve darle tanta importancia a la «revelación», a menos que tenga poder para hacer las cosas, incluidos los descubrimientos de la ciencia, más inteligibles que antes"? Una vez más, la revelación de­be ser capaz de proyectar nueva luz no sólo sobre la personalidad y la historia humanas, sino también sobre el universo.

La imagen revelada del cristianismo

Pero ¿dónde, más en concreto, podemos encontrar una imagen revela­da que justifique expectativa tan ambiciosa? La teología cristiana de la naturaleza puede hallar su punto de partida en la imagen del Dios que formula promesas y se da a sí mismo, tal y como se hace manifiesto en Jesús de Nazaret. Por una parte, la fe cristiana nos presenta en Jesús la

I I. Cf. H.R. NIEBUHR, The Meaning of Revelation, p. 69.

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imagen de un Dios infinitamente amoroso que se inclina humildemen­te hacia la creación con objeto de entablar relación con ella en una in­timidad encarnada e insuperable. Por otra parte, las Escrituras canoni­zadas por la tradición cristiana, en relatos que van desde los que se ocu­pan de Abrahán a los que narran la resurrección de Jesús, nos ofrecen la imagen de un Dios que, con sus promesas, abre la totalidad del ser creado, no sólo la historia humana, a un futuro siempre nuevo.

Reflexionando sobre el mundo natural tal como hoy lo entiende la ciencia, es posible descubrir que los temas del «abajamiento de Dios» y la «futuridad de Dios», relacionados entre sí, son sumamente instruc­tivos. El revelatorio desvelamiento en Cristo de la humildad de Dios puede ayudarnos a comprender ciertos aspectos de la naturaleza -entre los cuales no son los menos importantes el hecho mismo de su creación y su carácter de proceso, así como el modo evolutivo en que se desa­rrolla la vida- que, de otro modo y con independencia de cuánto avan­ce la ciencia en sacar a la luz los detalles de los sucesos naturales, per­manecerían en último término ininteligibles. Al mismo tiempo, la ima­gen bíblica de un Dios que formula promesas y las cumple tiene virtud para ayudar a la teología a dar nuevo sentido a todo el conjunto de des­cubrimientos científicos asociados con la idea de emergencia.

En este capítulo y en los siguientes, nuestras reflexiones serán ilu­minadas por los faros gemelos de (a) la humilde abnegación de Dios, gesto eterno de abajamiento que, de algún modo, permite que el uni­verso exista y evolucione; y (b) la promesa divina de abrir el cosmos, así como la historia humana y nuestras vidas personales, a un futuro en continua renovación. En adelante, cuando me refiera a la «imagen re­velada» del cristianismo, incluiré estos dos temas, estrechamente rela­cionados entre sí. Por supuesto, podrían ponerse de relieve otras di­mensiones de la revelación, pero la teología de la naturaleza encontra­rá los temas de la humildad y la promesa divinas suficientemente en­globantes. También daré por supuesto que estos rasgos son expresión del infinito amor de auto-donación que constituye la esencia misma de Dios (Jn 4.8).

La teología cristiana considera que su imagen revelada del misterio ha sido dada de manera decisiva en la persona y la vida de Jesús, quien, para los cristianos, representa la plenitud de la revelación de Dios. Quien ha visto a Jesús «ha visto al Padre» (Jn 14,9). En la obediencia, crucifixión y muerte de Jesús, la teología discierne -hoy quizá más que nunca la imagen del humilde auto-vaciamiento de Dios; en otras pala­

bras, la kenosis divina. La idea de que Dios se hace pequeño en aras de relacionarse más íntimamente con la creación ha estado siempre pre­sente, si bien a menudo ignorada, en la tradición cristiana12. Lo que se revela en la encarnación, pasión y crucifixión de Jesús es la paradóji­camente iluminadora imagen de un Dios vulnerable y sufriente, quien, por amor al mundo, renuncia a toda pretensión de «controlar» el curso de los acontecimientos y entrega su divino ser personal al universo en­tero como silenciosa y siempre fiel fuente de renovación.

La enseñanza y la predicación cristianas tienden con frecuencia a ignorar el «abajamiento de Dios» revelado en la cruz. De modo análo­go, los teólogos y los maestros no acentúan de forma suficiente que Dios, paradójicamente, se reveló también como el poder misterioso que abre el mundo a un futuro siempre nuevo, como se manifiesta en las promesas bíblicas desde el Génesis hasta el libro del Apocalipsis y, en especial, en los relatos evangélicos de la resurrección de Jesús de entre los muertos. El Dios revelado en la Escritura es quien hace nuevas to­das las cosas (Ap 21,5). Pero si Dios el Creador es también el Futuro del mundo, no debería sorprendernos que el universo mismo haya teni­do siempre un carácter anticipatorio. Así, en la actualidad, la teología de la naturaleza podría poner la promesa divina en relación con lo que la ciencia denomina «emergencia», esto es, la tendencia del universo a engendrar ocasional y espontáneamente nuevas formas de complejidad, en especial en las esferas de la vida y la mente". Cuando la teología re­flexiona sobre los orígenes cósmicos, sobre el empuje evolutivo de la vida y sobre el carácter emergente de la naturaleza en general, la ima­gen revelada que combina el abajamiento de Dios y su naturaleza pro-

12. Véase especialmente el importante, pero olvidado, libro de J. HALLMAN, The Desceñí of God: Divine Sufferuing in Historx and Theology, Fortress. Minneapolis 1991. Cf. asimismo G. DAWE, The Form of a Servant: A Historical Analysis of the Kenoíie Motif Westminster, Philadelphia 1963; L.J. RICHARD, OMl, A Kenotic Christology: In the Humanity of Jesús the Christ, the Compassion of Our God, University Press of America, Lanham (Md.) 1982; J. MOLTMANN, Tlie Crucified God: The Cross of Christ as the Foundation and Criticisin of Christian Theology, Harper & Row, New York 1974 [trad. esp. del orig. alemán: El Dios crucificado. Sigúeme, Salamanca 1977]; H.U. VON BAITHASAR, Mysterium Paschale: The Mystery of Eastern, T & T Clark, Edinburgh 1990 (trad. esp. del orig. alemán: 'Teología de los tres días, Encuen­tro, Madrid 2000J.

13. Cf. H.J. MOROWITZ, The Emergenee of Everything: How the World Recame Cotnplex, Oxford University Press. New York 2002.

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ilusoria está en condiciones de enmarcar los fenómenos naturales de tal modo que en ellos se ponga de manifiesto un sentido más profundo que el que la ciencia podría descubrir por sí sola. Aquí no hay nada que es­té reñido con la ciencia, pero sí un discernimiento que ahonda más que ella. La pregunta de en qué consiste ese sentido más profundo en lo re­lativo a la naturaleza se abordará en los próximos capítulos.

Aun a riesgo de limitarnos a mencionar un asunto que requeriría un tratamiento mucho más exhaustivo, conviene aludir ya en este punto al hecho de que las cuestiones abordadas bajo el marbete «ciencia y reli­gión» diferirán inevitablemente cuando «otras» tradiciones religiosas sean puestas en diálogo con la ciencia. Conforme progrese este libro, espero que se haga patente que la doble imagen revelada no será por completo ajena a la manera en que algunas religiones no cristianas ex­perimentan el misterio base de lo sagrado. Aunque el punto de partida de la teología cristiana es la imagen de Jesús como el Cristo, es posible que también otras tradiciones -cuando reflexionen sobre la naturaleza a la luz tanto de la ciencia como de sus propias enseñanzas religiosas-perciban el rostro del misterio presentándose como un abajamiento im­plícito en la relación íntima del misterio divino con el universo y como una promesa que abre el mundo a un futuro que, de algún modo, es ca­paz de alimentar las esperanzas de todos los pueblos. En cualquier ca­so, confío en que los lectores religiosos de este libro que no sean cris­tianos consigan encontrar al menos algo significativo en el esbozo de la imagen revelada que presidirá la presente obra. Profundicemos ahora por separado en los dos aspectos de esta imagen bilateral.

La humildad de Dios

En un sermón navideño pronunciado en la iglesia de la Santísima Trinidad en Washington, D.c, Patrick F. Earl, SJ, ofreció recientemente las siguientes reflexiones:

«Conocemos el relato de la natividad en Belén. Hemos visto repre­sentados en belenes vivientes y en coloridas estatuas la escena del be­bé yacente en un pesebre. Reflexionando sobre esta escena, el poeta jesuila Gerald Manley Hopkins habló de "la menguante infinidad de Dios... menguante hasta adquirir forma de bebé". "Menguante" es el signo que se nos da para reconocer al Salvador. No encontraremos a un Dios infinito, sino a un bebé confortablemente envuelto que yace

sobre paja. Tenemos un Dios que mengua -un Dios que se abaja y do crece- y que viene a nosotros en toda la majestad de un comedero... Navidad -la fiesta de la encarnación, la fiesta de Dios que se hace car ne de nuestra carne-, esta fiesta celebra el hecho de que Dios mengua para habitar en nosotros... También nosotros somos un lugar donde Dios se contrae, un lugar donde Dios toma carne y vida humana. Iin la carne y la vida humana, en nuestros yoes de carne, en nuestras vi­das concretas, es donde resplandece la luz divina»14.

Que una homilía semejante puede ser pronunciada hoy en una igle­sia parroquial es reflejo de un cambio general en la educación teológi­ca cristiana hacia una acentuación del tema del auto-vaciamiento de-Dios, que está en las raíces del cristianismo, pero no siempre ha sobre­salido de forma tan explícita. Lo que sí podría añadirse al sermón del padre Earl, sin embargo, es que el auto-anonadamiento de Dios no só­lo acontece en la relación de Dios con los seres humanos, sino también en su relación con el universo entero. La existencia misma del univer­so es el resultado primordial de la mengua divina. El tema del abaja­miento o humildad de Dios late implícito en la enseñanza cristológica y trinitaria de que Dios está unido a la persona y el destino de Cristo. La teología trinitaria (según la cual cada una de las tres personas divi­nas participa plenamente en la vida de las otras dos) nos permite con­cluir que, en la vida y la muerte de Jesús, se revela ni más ni menos que la kenósis, esto es, el abnegado amor de Dios.

Así y todo, el abajamiento divino en modo alguno significa que Dios sea débil o impotente. En la pasión de Cristo, Dios se presenta a la fe co­mo vulnerable e indefenso; pero, como subraya Edward Schillebeeckx, la vulnerabilidad y la indefensión son más capaces de desarmar enérgi­camente al mal que toda la fuerza bruta del mundo". Piénsese, por ejemplo, en la efectividad de Mahatma Gandhi, Martin Luther King y todos los hombres y mujeres que han logrado tanto a través del testi­monio y la acción no violenta. «Poder» significa capacidad para oca­sionar efectos significativos, lo cual no necesariamente requiere el uso externo de la fuerza. En la humildad que se manifiesta en el pesebre y

14. Véase http://www.holytrinitydc.org/Homilies/hearlsl22405.htm. 15. E. SCHIU.RBBECKX, Church: The Human Story of God, Crossroad, New York

1990. p. 90 [trad. esp. del orig. holandés: Los hombres, reíalo de Dios, Sígnenlo, Salamanca 1995],

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en la cruz, Dios puede ser un poder de atracción de modo sumamente unificador y creador (Jn 12,32).

Por si acaso algún lector sospecha que centrarse en el tema del aba­jamiento de Dios es algo sólo tangencial a la fe cristiana ortodoxa, me­rece la pena señalar que el difunto papa Juan Pablo II, cuyas posicio­nes teológicas no son precisamente radicales, instruye a los teólogos que su ocupación fundamental consiste en explorar el misterio de la kenosis divina:

«El objetivo fundamental al que tiende la teología consiste en presen-lar la inteligencia de la Revelación y el contenido de la fe. Por tanto, el verdadero centro de su reflexión será la contemplación del misterio mismo del Dios trino. A Él se llega reflexionando sobre el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: sobre su hacerse hombre y el consi­guiente caminar hacia la pasión y muerte, misterio que desembocará en su gloriosa resurrección y ascensión a la derecha del Padre, de don­de enviará el Espíritu de la verdad para construir y animar a su Iglesia. En este horizonte, un objetivo primario de la teología es la compren­sión de la kenosis de Dios, verdadero gran misterio para la mente hu­mana, a la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la muerte pue­dan expresar el amor que se da sin pedir nada a cambio»"'.

La imagen de un Dios que se vacía de sí -y, por ende, íntimamente relacional-, el derramamiento absoluto de bondad y amor, es la esen­cia misma de la experiencia cristiana de revelación. Por consiguiente, para la teología de la naturaleza, reflexionar sobre el universo a la luz de esta imagen no es opcional. La auto-donación de Dios es, en el fon­do, el verdadero objeto de la doctrina de la creación, la cristología, la soteriología, la escatología y la doctrina de la Trinidad17. Es cierto que la teología pierde de vista con relativa frecuencia la «irracional» noción revelada de que el fundamento de todo ser es el amor inagotable, sin lí­mites, abnegado. Pero, si ignoran el abajamiento de Dios, todos los complejos tratados de teología sistemática, cuyo propósito es supuesta­mente clarificar la revelación, devienen anodinos. Se muestran incapa­ces de iluminar lo que está ocurriendo no sólo en nuestras propias vi-

16. JUAN PABLO II, encíclica Fieles et rada (14 de septiembre, 1998), n° 93 (cursiva añadida).

17. Cf. E. JÜNGEL, The Dolrine of the Trinitx: God's Being /.v in Becoming, Ferdmans, Granel Rapids (Mich.) 1976.

das, sino también en las profundidades de la naturaleza. De ahí que la teología, sobre todo en su diálogo con la ciencia, deba conservar en el centro mismo de sus reflexiones el misterio de un Dios menguante y humilde, de un Dios que se vacía de sí. Si así lo hace, podrá descubrir, para su sorpresa, que los recientes descubrimientos científicos sobre el universo -en especial sobre los orígenes cósmicos, la evolución y la emergencia de entidades cada vez más complejas- no son ni mucho menos tan problemáticos desde el punto de vista teológico como cuan­do Dios es presentado como una omnipotencia sin amor, una inteligen­cia sin compasión, un absoluto sin relacionalidad, una eternidad purifi­cada de temporalidad o una inmutabilidad esterilizada de todo drama interior.

Incluso la creación del universo por Dios, que a primera vista podría evocar imágenes de fuegos artificiales a gran escala, parece diferente si la pensamos desde la humildad divina antes que simplemente desde el modelo de la causalidad eficiente. El teólogo Jürgen Moltmann, con perspicacia, lo formula de la siguiente manera:

«Dios "se retira de sí mismo a sí mismo" para hacer posible la crea­ción. Esta humilde auto-restricción de Dios precede a su actividad cre­adora hacia fuera. En este sentido, el auto-anonadamiento de Dios no comienza con la creación en la medida en que Dios entra en este mun­do, sino que tiene lugar ya antes de la creación y es requisito indis­pensable para que ésta sea posible. El amor creador de Dios se basa en el humilde amor de Dios que se anonada a sí mismo. Este amor que se humilla es el principio de aquella auto-privación de Dios que Flp 2 considera como el misterio divino del Mesías. Para crear el cielo y la tierra. Dios se priva de su omnipotencia que todo lo llena y, como Creador, toma la figura de siervo»'".

La asimilación de la imagen kenótica de Dios puede permitir a la reflexión teológica conferir nuevo sentido a la naturaleza en medio de todo el desconcierto suscitado por los descubrimientos científicos de la singularidad de su origen en la «gran explosión» (big bang), la indeter­minación de los sucesos cuánticos y, en especial, el carácter errático de la evolución biológica. No sólo la libertad humana, sino también la ín-

18. J. MOI.TMANN, God in Creation: A New Theology ofCreation and the Spirit <>/ God. Harper & Row, San Francisco 1985. p. 88 [trad. csp. del ori». alemán: Dios en la creación. Sigúeme, Salamanca 1987],

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dolé emergente de todo el mundo natural pueden resultar más coheren­tes que nunca si se interpretan desde el punto de vista de la humildad divina.

Hasta hace bien poco, los teólogos se mostraban renuentes a tomar en serio esta imagen revelada, escandalosa como ninguna. Lo cual tal vez sea comprensible. La imagen del abajamiento de Dios se hace pre­sente en medio de un mundo cuyos pensamientos sobre el poder y la causalidad no están preparados para la noticia de que sólo un amor vul­nerable puede ser por completo efectivo. Tan novedosa y sorprendente es esta idea que las mentes ilustradas de inmediato se sienten compeli-das a ponerla en duda. Sin embargo, la incapacidad de hacer de la hu­mildad divina el fundamento de todo ser no contribuye, a mi juicio, más que a incrementar la perplejidad ante la forma en la que la naturaleza se manifiesta ahora a la ciencia.

El fracaso de la teología en lo que atañe a situar en su centro mis­mo el motivo del abajamiento de Dios deja a los cristianos en desven­taja a la hora de encontrar sentido a los múltiples aspectos previamen­te desconocidos de la naturaleza que la ciencia, máxime en los dos úl­timos siglos, ha ido sacando a la luz. Aquí me refiero no sólo a la per­turbadora forma en que la vida, como han mostrado Darwin y sus se­guidores, lucha y se diversifica sobre la Tierra, sino también, en un ni­vel más profundo, al hecho de que todo el cosmos se revela como his­toria (story) antes que como algo esencialmente estacionario. Nuestros antepasados en el ámbito religioso no sabían nada sobre el relato cós­mico de catorce mil millones de años que la ciencia ha descubierto en el último siglo y medio. La mayoría de los cristianos asumen que el mundo natural fue creado al comienzo por Dios con la intención fun­damental de que fuera escenario del drama humano. Pero en la actuali­dad, como consecuencia de los recientes descubrimientos científicos, nos damos cuenta de que el propio escenario es un grandioso drama y que la historia (story) humana misma no es sino un capítulo muy re­ciente de una épica cósmica inconmensurablemente larga. Dudo que los cristianos puedan dar sentido teológico a estos nuevos y pasmosos des­cubrimientos sin ponerlos en relación con la idea central del abaja­miento de Dios.

La mayoría de los cristianos, al igual que la gente religiosa en ge­neral, siguen ignorando el descubrimiento acaecido en el siglo xx de que el cosmos es un relato todavía abierto, la creación no ha concluido y la ambigüedad -y, con ella, la posibilidad de pérdidas trágicas y su­

frimiento- son inseparables de cualquier universo que se encuentre aun en ciernes. Una razón de esta inadvertencia es que la nueva información científica no concuerda bien con ciertas ideas heredadas sobre la omni­potencia divina. Sin embargo, concentrarse teológicamente en la ima­gen revelada de la humildad de Dios (junto con el tema de la promesa) puede crear espacio más que suficiente justo para la clase de universo que la ciencia nos ofrece hoy. No necesitamos inventar una nueva teo­logía para conferir sentido religioso a los recientes descubrimientos científicos. Para buscar sentido en el universo de la ciencia, sólo nece­sitamos recuperar la «hipótesis nuclear» de un Dios que se vacía de sí y renuncia amorosamente toda pretensión de fuerza dominadora, un Dios cuyo poder no puede ser cercenado del amor que se entrega a sí mismo. Esta propuesta la iré desarrollando más en detalle conforme avance el libro.

La promesa divina

En su intento de entender lo que realmente está aconteciendo en el uni­verso, la teología de la naturaleza conformada por la ciencia sacará par­tido asimismo al aspecto promisorio de la fe bíblica. Como he señala­do más arriba, la autorrevelación de Dios se hace manifiesta a la fe en primer lugar en forma de una promesa que abre un nuevo futuro19. El relato bíblico de la gratuita e inopinada llamada de Dios a Abrahán marca por completo el tono para las principales religiones del mundo occidental. El Dios de Abrahán es el Dios de la promesa. A causa de es­ta ascendencia, el cristianismo es, como Jürgen Moltmann y otros han reconocido recientemente, una religión de futuro. Incluso las aparicio­nes pascuales de Jesús a sus discípulos no son tanto teofanías cuanto su­cesos promisorios que recuerdan la llamada recibida por Abrahán a aventurarse hacia el gran futuro que le abría Dios:ü. A sucesos promi-

I1). Véase especialmente G. VO.N RAD, Oíd Testament Theology, 2 vols., Harper & Row, New York 1962-65 [trad. esp. del orig. alemán: Teología del Anticuo Testamento, Sigúeme, Salamanca 1976]; J. MOLTMANN, Theology of Ho¡>e: ()n the Ground and the Implications of a Christian Eschatology, Harper & Row, New York 1967 [trad. esp. del orig. alemán: Teología de la esperanza. Sigúeme. Salamanca 1989'J.

.'O. i. MOLTMANN, Theology ofHope, pp. 139-229.

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sorios debe Israel su existencia, y son asimismo acontecimientos inten­samente promisorios ligados a las apariciones de Jesús a sus discípulos los que dan lugar a la comunidad cristiana y su renacida esperanza. La revelación de una promesa de capital importancia continúa dando a la asamblea de creyentes, a la comunidad de esperanza conocida como «Iglesia», su razón fundamental de ser. Esta esperanza debe ser también el cimiento de toda teología de la naturaleza. En otras palabras, el uni­verso entero puede ser pensado ahora como anticipatorio, esto es, como asido ya por la futuridad del misterio divino que es elevada a concien­cia en las tradiciones bíblicas.

El hecho de estar configurado por la promesa vincula al cristianis­mo, al menos en un sentido lato, con otras tradiciones religiosas que as­piran a la liberación definitiva de todo lo que aprisiona el mundo y la vida. Así, nuestras reflexiones sobre la comprensión cristiana de la re­velación no tienen por qué ser segregadas por completo de la amplia pluralidad de experiencias religiosas de un misterio que promete re­dención. A causa de este marcado acento encarnacional y sacramental, sin embargo, el cristianismo está obligado de manera especial a mante­ner el cosmos y su futuro directamente en el primer plano de la teolo­gía, aun cuando no siempre lo haya hecho así. Tomando carne humana, Dios incorpora al universo entero a la vida divina; y puesto que tanto Cristo como nosotros somos inseparables de este universo, no puede darse una liberación personal respecto del cosmos, sino sólo con el cos­mos. Por consiguiente, la salvación ha de significar mucho más que una mera cosecha de almas liberadas del mundo material. Si el cristianismo es verdad, también el universo físico debe ser salvado.

Gracias a los avances de la ciencia, en especial la cosmología y la biología evolutiva, ahora nos percatarnos de que la historia humana y la historia de la salvación sólo pueden acontecer en el contexto más abar­cante del cosmos21. Así, la esperanza cristiana debe dilatarse hacia la to­talidad del universo y su consumación. Esta perspectiva cósmica ha de ser asimismo suficientemente amplia para preparar a la teología para posibles encuentros futuros con seres inteligentes en otras partes del universo. Sin embargo, incluso al margen de esta posibilidad, la pers­pectiva cósmica puede hacer sitio aquí y ahora para el respeto a las for­mas de vida no humanas que pueblan el planeta, de suerte que también

21. tiste es un tema central en el libro de Jürgen Moltmann God in Creaíton.

ellas tengan futuro. Procediendo así, la teología de la naturaleza con­formada por la ciencia está en condiciones de acrecentar nuestra con­ciencia del misterio, así como el influjo de la revelación.

Desde que vivimos en la era de la astrofísica y la biología evoluti­va, nos ha sido regalada una nueva imagen del universo. Ha dejado de ser fructífero aislar a la teología de lo que las ciencias nos revelan. ¿Puede seguir la teología disociando la idea de revelación de la gran­deza del relato cósmico que los científicos nos presentan en la actuali­dad? Por desgracia, con algunas dispersas excepciones, hasta ahora la teología ha ignorado casi por completo este deslumbrante despliegue. Así, se ha abstenido de hacer comentarios sobre algunas de las pregun­tas que más intrigan hoy a las personas cultas. Apenas se ha percatado de que la perenne preocupación humana por los orígenes, el sentido, el destino y la obligación moral está siendo expresada con no menos apre­mio que en otras épocas, si bien en un contexto más amplio: si somos parte de un mundo en evolución, ¿hacia dónde se encamina este mun­do? ¿Responde el universo a un propósito concreto? ¿Sigue la evolu­ción cósmica alguna dirección determinada? ¿Cuáles son nuestras obli­gaciones en un mundo semejante? ¿Cómo encaja nuestra especie en la imagen evolutiva? ¿Es la emergencia cósmica una propulsión vana ha­cia el vacío o tal vez una respuesta a la invitación divina a adentrarse en el misterio de Dios? Si el universo se encamina a su eventual declive y muerte, ¿qué relevancia tienen nuestras vidas? ¿Qué sentido cabe en­contrar en la aleatoriedad, indiferencia e impersonalidad de la evolu­ción por selección natural? ¿Cuál es el significado, si acaso lo tiene, del tiempo cósmico profundo? Si el mundo ha sido creado por Dios, ¿por qué ha estado «tonteando» durante tantos millones de años antes de producir seres conscientes? Si existen seres inteligentes y espirituales en cualquier otro lugar, ¿qué ocurre con la religión y, en particular, con la fe en la relevancia redentora de Cristo?

I /a tarea de la teología de la naturaleza

I a teología de la naturaleza debería abordar estas preguntas y otras si­milares que muchas personas científicamente cultivadas se plantean en la actualidad. Por supuesto, en el presente libro no podemos ocuparnos a fondo de todas ellas; pero lo que pretendo subrayar es que no deben ser dejadas de lado por la reflexión teológica sobre el sentido de la re-

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velación. Ll universo atrae hoy en día una enorme atención, pero la re­flexión teológica parece esforzarse por eludirlo. Sospecho que, por de-Irás de esta indiferencia, la teología todavía alberga un dualismo resi­dual, una ultramundanidad o una suerte de pesimismo cósmico propio. A lo largo de la época moderna, los teólogos se han contentado, por re­gla general, con dejar en manos de la ciencia la tarea de comprender la naturaleza, restringiendo su preocupación a las cuestiones de interés personal y social. Los cuales también son, por supuesto, asuntos dignos de atención; pero si no consigue responder a la más abarcante pregun­ta humana -la que atañe al sentido del universo-, la teología cada vez se antojará más irrelevante a quienes valoran las perspectivas abiertas por los descubrimientos científicos.

Como subrayó Galileo hace varios siglos, ni a la religión ni a la teo­logía les compete ofrecer información que la inteligencia humana pue­de encontrar por sí sola. No obstante, «que incumbe a la teología abor­dar las preguntas más abarcantes que surgen cuando los indagadores ilustrados se descubren a sí mismos inquiriendo por el sentido de lo que la ciencia ha observado. Respetando siempre la autonomía de la cien­cia, la teología de la naturaleza quizá se pregunte aún si el universo emergente de la ciencia contemporánea puede ser ubicado fructífera­mente dentro del amplio círculo de sentido que evocan las imágenes re­veladas del abajamiento y la promesa de Dios. La teología de la natu­raleza nunca debe dar la impresión de estar inmiscuyéndose en el tra­bajo de la investigación científica. Pero sí que pertenece a la esfera de interés propia de la teología relacionar el núcleo de la comprensión científica de la naturaleza con la conciencia de fe de un misterio que se da a sí mismo y abre al mundo un futuro siempre nuevo. Situar los re­sultados científicos en el marco de una visión revelada del mundo pue­de tener incluso el efecto de liberar a la ciencia del lodazal materialista en el que el naturalismo continúa vertiendo los datos de la investigación científica.

La teología de la naturaleza no es indiferente a la búsqueda personal de sentido que llevan a cabo los individuos. La revelación debe hablar­nos a cada uno de nosotros así en nuestra soledad como en nuestra exis­tencia social. En el presente libro, sin embargo, mis esfuerzos se dirigi­rán a poner en relación la imagen revelada de la fe cristiana con el uni­verso de las ciencias naturales. Esta perspectiva nos permitirá despriva-tizar la revelación e ir incluso más allá de su significado socio-político. Por supuesto, la conciencia de la autorrevelación de Dios se da por pri­

mera vez en la íntima experiencia personal que Jesús tiene de Dios co­mo Abbá, pero el examen exhaustivo del sentido de la revelación termi­na impulsando nuestro interés por su aplicación hacia fuera, hacia el uni­verso más abarcante. Jesús y su obra redentora no pueden ser aislados de la red de relaciones naturales que le ligan -y nos ligan- al cosmos y su historia. Nuestro ser es esencialmente cósmico y comunitario; e in­cluso en nuestra soledad, cada uno de nosotros se halla vinculado a lo universal. La teología de la naturaleza tendrá en mente los cuatro infini­tos de la naturaleza: lo inmenso, lo infinitesimal, lo complejo y lo futu­ro. Y afrontará en especial las preguntas que tienen que ver con este uni­verso envuelto en misterio del que no podemos ser separados.

Entre tales preguntas, las suscitadas por la situación medioambien­tal global son hoy fundamentales. La actual crisis ecológica global es el motivo inmediato que lleva a muchas personas a las preguntas límite sobre el universo de mayor calado teológico: ¿cuál es el sentido del uni­verso? ¿Por qué debemos interesarnos por el pequeño rincón que ocu­pamos en él? Si la naturaleza parece, en último término, indiferente a la vida, ¿por qué habríamos de preocuparnos por su conservación? ¿Qué obligaciones tenemos para el universo que nos porta con él?

La imagen revelada del abajamiento y la futuridad de Dios, ¿puede arrojar alguna luz sobre estos asuntos y otros semejantes? Una teología centrada exclusivamente en asuntos personales y sociales está mal equi­pada para hacerlo. La tendencia a-cósmica de la teología tradicional merece la acusación de que las religiones «reveladas» son responsables de fomentar una perniciosa idea de desahucio cósmico que deja a los seres humanos espiritualmente a la deriva en el universo, llevándonos a una actitud de indiferencia hacia la naturaleza. La teología de la natu­raleza tomará en consideración tal crítica y le dará respuesta. Una vez más, no corresponde a la teología dictar políticas medioambientales es­pecíficas, como tampoco proponer programas sociales o económicos definitivos. No obstante, sí que puede intentar ofrecer respuesta a la pregunta límite de por qué deberíamos molestarnos en cuidar de nues­tro entorno natural. La imagen revelada de un Dios que se anonada y que formula promesas puede ayudarnos a configurar una visión de la realidad propicia para afrontar esta urgente preocupación^.

22. En el presente libro no tengo espacio para abordar el tema «revelación y ecolo­gía». Sin embargo, he intentado hacerlo en The Promise of Nature, Paulist, Mahwah (N.J.) y New York 1993.

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Resumen y conclusión

El presente libro se pregunta por el significado de la revelación cristia­na para la comprensión de la naturaleza. Presupone el marco de la nue­va cosmología surgida de la geología, la biología, la física, la astrofísi­ca y la cosmología. Asume que la biología evolutiva y otros descubri­mientos de la ciencia moderna firmemente establecidos son, en esencia, correctos. Si queremos que los científicos y otros intelectuales presten atención a la teología de la naturaleza, es imprescindible que la com­prensión de la revelación que les presentemos no contradiga en modo alguno a las versiones más actualizadas de la ciencia contemporánea.

A lo largo del último siglo y medio, la teología cristiana ha vivido y se ha movido con suma comodidad en el contexto de preguntas sobre el sentido de la historia o la existencia personal. Sólo tangencialmente se ha preocupado de la cosmología. En sus manifestaciones más tem­pranas, el simbolismo religioso se aferró con fuerza a la rica parra de la naturaleza, sin ser, por regla general, consciente de ello. Aún hoy, la mayoría de las religiones conservan, a lo menos, vestigios de cosmolo­gías pre-científicas. Mientras tanto, sin embargo, la ciencia moderna ha modificado nuestra conciencia del cosmos y engendrado nuevas imá­genes de la naturaleza. La teología cristiana no siempre ha podido se­guir este ritmo y en ocasiones ha intentado des-cosmologizar por com­pleto la fe. A menudo ha dejado al universo -y eso incluye nuestra pro­pia herencia evolutiva- fuera de sus visiones de la realidad.

Hace más de medio siglo, por ejemplo, el exegeta protestante Ru-dolf Bultmann sostuvo que la revelación es, en esencia, la alocución de Dios a la oculta libertad interior de cada persona. A juicio de Bultmann, el mundo natural no humano tiene poco que ver con los evangelios. La relevancia de Dios consiste en concedernos libertad personal en Cristo; idealmente, este don repercute asimismo en una mejora de nuestra vida social. Pero Bultmann apenas se esforzó por relacionar su concepción existencialista de la redención con la visión científica de la naturaleza, con la que, sin embargo, estaba bastante familiarizado. Percibió con acierto la necesidad de des-mitologizar las expresiones científicamente obsoletas de la Escritura, pero no vio necesidad alguna de rf-cosmolo-gizar la teología desde el punto de vista de la ciencia contemporánea. Como resultado de esta clase de tendencia evasiva -que Bultmann no lúe el único en poner en práctica-, la teología ha segregado la natura-le/a del lado promisorio de la revelación25.

En las tradiciones bíblicas, la promesa divina llega a través de Abrahán a toda una nación y, con el tiempo, a todos los pueblos. Puesto que, según la concepción bíblica, naturaleza e historia son inseparables entre sí, creo que no supone estirar demasiado la idea de promesa divi­na permitir que esa promesa abrace ahora la totalidad del universo, así como la larga historia de la naturaleza que se despliega en el curso del tiempo. Observando los distintos niveles de profundidad a los que la ciencia ha llevado nuestra comprensión del cosmos, quizá encontremos en el fondo de todo ello la misma promesa divina que abrió un nuevo futuro a Abrahán, a los profetas y a Jesús.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

DELIO, Ilia, The Humility ofGod, St. Anthony Messenger Press, Cinci-natti 2005.

HALLMAN, Joseph, The Descent ofGod: Divine Sujfering in History and Theology, Fortress, Minneapolis 1991.

NlEBUHR, H. Richard, The Meaning of Revelal¡on, Macmillan, New York 1960.

RAHNER, Karl, Foundations of Christian Failh, Crossroad, New York 1978 [trad. esp. del orig. alemán: Curso fundamental de la fe: in­troducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 2007].

23. R. BUI.TMANN, «New Testament and Mythology», en [H.W. Bartsch (ed.)l Kcrvgma and Myth, Harper Torchbooks, New York 1961, pp. 1-44.

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4 ¿ Q U É ACONTECE EN EL UNIVERSO?

«Has hecho tu promesa vasta como los cielos».

(Sal 138,2)

U N Cristo, el misterio último que engloba a todo el ser creado se re­vela no sólo como amor de auto-donación, sino como futuro salvífico. ¿Qué aspecto debemos esperar entonces que manifieste el universo a la luz, de la promesa que lo envuelve? La ciencia ha demostrado en el úl­timo siglo y miedo que el universo es un proceso en marcha, incon­mensurablemente más amplio y antiguo de lo que nunca nos habríamos atrevido a imaginar. El cosmos comenzó a existir miles de millones de años antes del inicio de la historia humana, de Israel y de la Iglesia. En apariencia, la visión creadora de Dios para el mundo se extiende mucho más allá de lo que acontece dentro de los límites terrenos y eclesiásti­cos. Con todo, la teología cristiana de la naturaleza tiene que confiar en que la perspectiva promisoria de la fe bíblica que vio la luz por prime­ra vez, no hace mucho tiempo, en una diminuta nación de un pequeñí­simo planeta en la escala cósmica sea aplicable a la realidad cósmica en toda su enorme amplitud y profundidad. La promesa de Dios es «vasta como los cielos»; y así como los cielos parecen hoy inmensamente más vastos que nunca, así también debería serlo nuestra conciencia del al­cance de la promesa divina.

Las largas épocas cósmicas que precedieron a la aparición de la hu­manidad, de Israel y del cristianismo deben ser, por consiguiente, in­terpretadas por la fe como tocadas también desde siempre por la lutu ridad de Dios. En la Biblia, la naturaleza no es separada de la historia

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de la promesa. Dotados con ojos de esperanza, herencia de la fe de Abrahán, a los cristianos se nos alienta a buscar signos de un futuro sal-vífico que se abre en medio de las ambigüedades de la historia natural, no sólo humana. En la actualidad, esto puede resultar menos difícil que nunca, puesto que los últimos desarrollos de las ciencias naturales muestran que el universo siempre ha tenido un carácter emergente o an-ticipatorio. Parece que, aun en medio del perpetuo perecer que consti­tuye el destino de todos los seres creados, el universo nunca ha estado cerrado a sorprendentes desenlaces futuros. Desde que comenzó a exis­tir hace catorce mil millones de años, continuamente ha hecho sitio a logros nuevos e inauditos. Y sigue haciéndolo, en especial a través de uno de sus más fascinantes inventos evolutivos: los incansables corazo­nes y mentes de los seres humanos.

Una vez que el fenómeno de la mente hubo irrumpido en la escena terrestre, la actitud del mundo de tensarse hacia el futuro principió a to­mar por doquier la forma de la aspiración religiosa. En el mundo de Israel, este anhelo se abrió paso en un renacimiento de la esperanza de futuro, una disposición que configuró la conciencia religiosa de Abrahán y los profetas, así como de Jesús y las primeras comunidades cristianas. Este hábito de esperanza no es mera imaginación humana. Desde un punto de vista cosmológico, se trata de la manera en la que el universo, del que somos parte de todo en todo, se abre a una nueva creación que le espera «ahí delante». A través de nuestra propia actitud expectante, el cosmos continúa barriendo el horizonte en busca del alborear de un futuro nuevo, misterio y elusivo. Desde este futuro todavía esperamos la venida de Dios y de la nueva creación.

Y, sin embargo, en nuestros días muchos aún se preguntan si algu­na vez será posible -y en caso afirmativo, de qué manera- conciliar la esperanza cristiana de redención cósmica con lo que la ciencia tiene que decir sobre la naturaleza. La perspectiva científica considera que el universo se halla encorsetado por leyes deterministas. No parece haber espacio disponible para que acontezca un futuro verdaderamente nue­vo. La ciencia natural, debido a que su método de comprensión presen­ta los fenómenos desde el punto de vista de líneas de causación previas y más simples, nada puede saber de una promesa de consumación. Ni es eso lo que se espera de ella. Cuando la ciencia realiza predicciones, lo hace sólo sobre la base de lo ya conocido. Sus imágenes del futuro son extrapolaciones a partir de las rutinas invariantes que denominamos «leyes físicas».

Considérese, por ejemplo, la segunda ley de la termodinámica, la cual sostiene que el estado futuro más probable del universo es tal que, en él, la energía disponible para producir y sostener fenómenos emer­gentes tan notables como la vida se perderá irreversiblemente. El uni­verso está sujeto a la entropía. Como un resorte de reloj al que, con el paso del tiempo, se le acaba la cuerda, el universo pierde sin receso el poder de realizar trabajo, incluyendo muy en particular el desarrollo de la complejidad orgánica. Y, que la ciencia sepa, nada le dará cuerda de nuevo. En algún lejano punto del futuro, el universo, que todavía posee una enorme reserva de energía, expirará por completo. A juzgar por lo que los científicos conocen en la actualidad, terminará arribando a un es­tado de parálisis energética. Ese final hará que la vida, la conciencia y cualquier otro producto significativo de los procesos naturales e históri­cos desaparezcan para siempre de los humeantes residuos del cosmos.

Tal posibilidad, ¿no torna quizá vana toda esperanza, privando de sentido al universo? Durante el siglo pasado, numerosos escritores científicamente cultivados llegaron a la conclusión de que, en efecto, lo hace. El físico británico James Jeans, por ejemplo, afirmó que la cien­cia nos ha dado a conocer un universo hostil o, al menos, indiferente a la vida y la humanidad. El cosmos está abocado al agotamiento defini­tivo a causa de la enfermedad termodinámica de la entropía. Jeans se pregunta, por tanto, si la vida humana consiste en algo más que en pa­vonearse por un breve instante «en nuestro diminuto escenario», arma­dos tan sólo «con el conocimiento de que nuestras aspiraciones están prácticamente condenadas a la frustración final y de que nuestros lo­gros habrán de perecer junto con nuestra especie, dejando atrás al uni­verso como si nunca hubiéramos existido en él»1. Haciéndose eco de es­te pesimismo, el renombrado filósofo Bertrand Russell (1872-1970) ofrece un testimonio lírico, frecuentemente citado, de la insignificancia última de la vida humana en un cosmos destinado a la ruina absoluta:

«Breve e impotente es la vida del Hombre; sobre él y toda su especie cae inmisericorde y tenebrosa la muerte lenla. segura. Ciega tanto pa­ra el bien como para el mal, indiferente a la destrucción, la materia omnipotente sigue su marcha inexorable. Al Hombre, condenado hoy

I. J. JEANS, The Mysterious Universe, ed. rev., Macmillan, New York 1948. pp. 15-16. El libro fue publicado originariamente en 1930 [trad. csp. de la Ia ed.: El misterioso universo, Poblet, Madrid/Buenos Aires 1933].

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a perder lo que le es más querido y mañana a cruzar él mismo la ver­ja de la oscuridad, lo único que le queda es valorar, antes de que cai­ga el golpe, los elevados pensamientos que ennoblecieron su efímero día; desdeñando los cobardes miedos de los esclavos del destino, re­zar ¡unto a la capilla que ha construido con sus propias manos; im­pertérrito ante el imperio del azar, conservar la mente libre de la ca­prichosa tiranía que rige su vida exterior; desafiando altivamente las irrefragables fuerzas que por un momento toleran su conocimiento y su condena, resistir en solitario, cual Atlas fatigado pero inflexible, el mundo fraguado por sus propios ideales a despecho de la marcha atro­pellada de un poder inconsciente»2.

Teología y pesimismo cósmico

¿Qué respuesta puede ofrecer, pues, la teología a esta plácida certeza de que el cosmos, de hecho, terminará pereciendo (y, junto con él, todo rastro de vida y cultura)? Actualmente, no hay más remedio que admi­tir que la razón científica no cuenta con que el universo sea capaz de eludir su eventual muerte por entropía. Pero esto no debería sorprender a la teología. ¿No es cierto que toda realidad finita, incluido el expan­sivo y perdurable conjunto de cosas que denominamos «universo», to­davía se encuentra limitada en el espacio y tiempo? La teología ha con­siderado, por regla general, que tal es el caso. Ser finito es, después de todo, estar sujeto a la amenaza de no ser; y el universo físico no puede representar una excepción1. Sólo una nueva creación puede salvar al universo: eso es lo que espera el cristianismo, no la indefinida perpe­tuación del actual cosmos.

No obstante, los cristianos dirigimos la mirada a una nueva creación de este universo, no a su sustitución por otro. Si hay razón para nuestra esperanza, no puede darse una completa discontinuidad entre lo que en estos momentos está aconteciendo en el cosmos y cualquier estado de

2. B. RUSSELL, Mysticism and Logic and Other Essays, Longmans, Green, New York 1918, pp. 46ss. ftrad. esp.: Misticismo v lógica, Círculo de Lectores, Barcelona 1999].

3. P. TiLLlCH, The Courage to Be, Yale University Press, New Haven 1952, pp. 32-39 ftrad. esp.: El coraje de existir, Laia, Barcelona 1973]; ID., Systematic Theology, vol. 1, University of Chicago Press, Chicago 1963, p. 209 ftrad. esp.; Teología sistemática, vol. 1, Sigúeme, Salamanca 2001],

cosas final, redimido. En un sentido muy profundo, el perecedero mun­do presente debe importarle eternamente a la Providencia; de ahí que sea apropiado buscar aquí y ahora señales, quizá muy sutiles, de que es­to pueda ser así. Parece que la teología está obligada a mostrar que un cosmos perecedero no tiene por qué ser un cosmos sin sentido.

Para ello, la teología primero tendría que asumir, sin embargo, que hay un sentido en el que tal perecimiento no es absoluto. Desde un pun­to de vista teológico, nada finito puede responder a un propósito, a me­nos que, aun en medio de su fugacidad, participe de lo eterno. Así pues, los cristianos somos alentados a esperar que todo lo que ha sucedido o sucederá en el universo es recogido en la compasiva solicitud de Dios. Merced a una relación cada vez más intensa con Dios, todo lo perece­dero, incluido el curso completo de acontecimientos que denominamos «universo», puede ser transformado en una belleza que escapa a la ima­ginación: «Esperamos gozar eternamente de tu gloria...».

Pero una esperanza así, ¿no supone estirar mucho las cosas, máxi­me en una era dominada por la ciencia? Una vez más, la ciencia -debi­do a su orientación hacia líneas de causación previas y más simples, ca­paces de determinar tan sólo qué es «probable» en el futuro- no puede prometer tal cumplimiento, ni debe esperarse de ella que lo haga. Si la ciencia fuera nuestra única vía hacia la intelección verdadera y com­pleta, deberíamos concluir que lo que espera al cosmos es la pura nada. Sin embargo, la ciencia, por definición, no esboza más que una imagen limitada de lo que realmente acontece en el universo. Se atiene al prin­cipio de la cuchilla de Occam, esto es, al axioma de que no se debe re­currir a explicaciones múltiples o complejas cuando hay disponible una explicación única o más sencilla. A los científicos se les enseña a ex­plicar los fenómenos actualmente visibles por medio de leyes fijas, a partir de lo que ya ha acontecido en el pasado causal y sirviéndose de entidades elementales tales como átomos, moléculas, células o genes.

Desde un punto de vista científico, nada cabe objetar a esta manera de mirar a la naturaleza, siempre y cuando los científicos reconozcan las limitaciones inherentes a su método. En el conocimiento científico desempeña un papel fundamental un método reduccionista que, para re­presentar entidades complejas, emplea modelos matemáticos simplifi-cadores. La generalización reduccionista ha demostrado ser tan perspi­caz como tecnológicamente fructífera. El método científico, sin embar­go, no está preparado para alcanzar las profundidades últimas de la na­turaleza, ni el futuro abierto del mundo. Es incapaz de predecir con pre-

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cisión plena la genuina novedad que surgirá hoy, y mucho menos lo que ocurrirá en el futuro cósmico. Cuando la ciencia descubre algo nuevo y sobresaliente en la naturaleza, su hábito mental consiste en mostrar que, en realidad, no se trata sino de un caso más de lo antiguo y corriente, lodo suceso en apariencia nuevo es, en el fondo, expresión de férreas leyes físicas aplicables universalmente y en todo momento. La vida, por ejemplo, es un caso de procesos químicos que funcionan ya en la ma­teria inorgánica. Para un método reduccionista, los organismos no su­ponen ninguna novedad genuina, pues el entero dominio de los seres vi­vos es sencillamente una interesante aplicación de leyes físicas y quí­micas invariantes que ya estaban operativas en la historia cósmica mu­cho antes de que aparecieran las primeras células vivas. Si se lograra demostrar que la biología es, en último término, reducible a la química y la física, como afirman Francis Crick y muchos otros, lo que aparen­temente acaba de emerger en la vida quedaría en evidencia como una máscara detrás de la cual no existe más que rutinaria simplicidad físi­ca. Según Peter Atkins, químico físico de la Universidad de Oxford, to­da la viva extravagancia y versatilidad engendrada por las vueltas y gi­ros de la evolución son mera simplicidad disfrazada de complejidad4.

Dado que son personas humanas como el resto de nosotros, los científicos se sienten, por supuesto, tácitamente fascinados por el des­concertante hecho de la emergencia de nuevos fenómenos en la histo­ria cósmica. Pero en cuanto observan que la vida, la mente y otros fe­nómenos emergentes son «interesantes» o «notables», intentan supri­mir su sorpresa explicando lo que es posterior-y-más {later-and-more) en función de lo que es anterior-y-más-simple (earlier-and-simpler). La dimensión de la futuridad es ignorada. Así, todo lo que ocurre en la evo­lución de la naturaleza se tiene por una clase de fachada detrás de la cual terminarán descubriéndose las inmutables leyes de la física y la química, que nunca han dejado de operar del modo en que hoy lo ha­cen. En todo el amplio espectro de novedosas creaciones cósmicas, las subyacentes constantes de la naturaleza siguen funcionando como siempre. La novedad, por tanto, debe ser una ilusión.

4. P. ATKINS, The 2nd Liiw: Energy, Chaos, and Farm, Scientifíc American Books, New York 1994, p. 200 [irad. esp.: La segunda ley, Prensa Científica, Barcelona 1992).

Sin embargo, tal negación de la novedad -y, junto con ella, la sub­versión de la esperanza- no es una conclusión que la ciencia misma pueda alcanzar legítimamente por sí misma. Antes bien, se trata de una doctrina central de las creencias conocidas como cientifismo y natura­lismo científico. Los científicos verdaderamente reflexivos reconocen de buen grado la índole auto-limitativa de los métodos de sus diversas disciplinas. Son conscientes de que, en todo campo científico específi­co, sólo se puede progresar dejando a un lado aquello de lo que se ocu­pan otras disciplinas, haciendo abstracción de ello. Pero, para el natu­ralista científico, no existe nada real que no pueda ser alcanzado y ex­plicado exhaustivamente por la ciencia. Esta creencia comporta la su­presión de lo que he llamado el cuarto infinito -el del futuro siempre abierto-, que en la visión cristiana del mundo brinda el espacio para la fe, la esperanza y la emergencia cósmica aún pendiente.

La reflexión teológica, por consiguiente, se opone con razón al pe­simismo naturalista y en ello coincide con los científicos más reflexi­vos, conscientes de que su método de investigación indefectiblemente deja fuera muchas cosas. La ciencia no tiene acceso alguno, por ejem­plo, al ámbito de la subjetividad. El método científico, que idealiza el conocimiento públicamente accesible, no puede penetrar en los fenó­menos sensitivos de la naturaleza. No goza de acceso directo a los cen­tros de experiencia que permiten a ciertos seres sentir o tomar concien­cia de su entorno. La ciencia ni siquiera puede decir qué significa para cada átomo, molécula, célula u organismo ser sí mismo. Toda indivi­dualidad real se disuelve en los ácidos de la generalidad científica. Las hipótesis, teorías y leyes científicas no pueden sino hacer abstracción de la unicidad de cada entidad o suceso. La fe, por el contrario, nos pre­senta a un Dios preocupado por la «haecceidad» (la «estidad», por así decirlo, de haec, «esto» en latín) de todo.

Para ofrecer el ejemplo más obvio del limitado alcance de la cien­cia, simplemente hay que repara en cuan poco tiene que decir la cien­cia sobre la conciencia inmediata que cada uno de nosotros posee de su propia vida interior, de sus sentimientos, pensamientos y aspiraciones, incluido el deseo de comprender y saber. Este es el mundo de la subje­tividad humana. La ciencia no está capacitada para penetrar en ese ám­bito y exponerlo de manera «objetiva». Si intenta aproximarse al fenó­meno del «pensamiento» o la «mente» de forma exclusivamente obje­tiva, la ciencia se verá obligada a pasar por alto la «interioridad» de nuestra existencia. Lo cual no es nada de lo que hayan de avergonzarse

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los científicos. El hecho de que la ciencia sólo pueda «ver» objetos, nunca sujetos, forma parte sin más de su propia definición. Sin embar­go, negar el carácter real de la subjetividad es un dogma materialista, no una conclusión científica.

Además, los seres humanos no somos los únicos sujetos existentes en la red de la naturaleza. También los animales poseen sentimientos privados y deseos incomunicables, así como capacidad de disfrutar de la vida o experimentar miedo y dolor. Tienen percepción sensitiva e in­cluso una suerte de conciencia. Así, sería atrozmente antropocéntrico negar, como en su día hizo el filósofo Rene Descartes, que existe una vena de inalcanzable interioridad en la mayoría de los seres vivos. El fi­lósofo Alfred North Whitehead sostiene incluso que toda entidad con­creta {actual entity) de la naturaleza -incluidos los eventos energéticos que constituyen el mundo puramente físico- es una especie de sujeto. Todas las cosas, insiste, sintetizan internamente sus respectivos entor­nos de una manera que la ciencia no puede captar. Aunque se hallan desprovistos de sentimientos, también las rocas y otros agregados están compuestos, en esencia, de «ocasiones de experiencia» subjetivas. En toda entidad concreta hay una especie de receptividad, y esto es lo que permite a Dios gozar de una influencia persuasiva sobre la naturaleza5. Más allá del ámbito restringido de la ciencia, el proceso natural siem­pre ha tenido capacidad de percibir -y responder a- la llamada y la ve­nida de Dios; y ésa es, en último término, la razón por la que el univer­so nunca ha podido permanecer inmóvil.

Si esta posición filosófica parece demasiado poética, para nuestros propósitos actuales basta con tomar nota del hecho de que, en la natu­raleza, al menos algunos seres posee un lado que la ciencia no puede captar ni objetivar. Puesto que los humanos somos, como acentúa Pierre Teilhard de Chardin, de todo en todo parte de la naturaleza, nuestra ca­pacidad de vivir experiencias subjetivas es ya renta suficiente -o res­quebrajadura suficiente en la estructura de la naturaleza- para avalar la atribución al universo de una especie de «internidad» que lo hace resis­tente a la completa objetivación científica1'. La ciencia sencillamente no

5. A.N. WHITEHEAD, Process and Realitv, ed. corregida al cuidado de D.R. Griffin y D.W. Sherburne, Free Press, New York 1978. pp. 23. 25, 157 y 221 ftrad. csp.: Proceso v realidad. Losada, Buenos Aires 1956].

6. P. TEÍEHARD DE CHARDIN, The Human Phenomenon, Sussex Academic Press, Porlland (Ore.) 1999, pp. 23-34 ftrad. esp. del orig. francés: El fenómeno hu­mano, Taurus, Madrid 19715].

puede extraer y hacer visible de forma pública la subjetividad que se ha introducido en la naturaleza. Tan frustrante resulta esta elusiva calidad de lo subjetivo para los naturalistas extremos que algunos de ellos nie­gan incluso que la subjetividad tenga realidad alguna, ni siquiera en los seres humanos7.

Con el fin de recuperar lo que se le escapa a la red de ancha malla de la ciencia, me permito sugerir que tenemos necesidad de un «empi­rismo más abarcante» que complemente la experiencia y el conoci­miento científicos. Por «empirismo más abarcante» entiendo una ma­nera de ver o experimentar sensible tanto a la interioridad de las cosas como a la genuina novedad que aflora, en ocasiones explosivamente, en la historia natural. Lo que nos presenta la ciencia convencional en mo­do alguno es todo lo que acontece en el universo. Por tanto, una teolo­gía de la naturaleza que vea de permanecer en contacto con lo que realmente acontece en el universo debe tomar en consideración aspec­tos de la naturaleza inaccesibles al método científico. La mirada más abarcante en la que quiero confiar no se opone a la ciencia, pero lleva al indagador a entrar en relación con dimensiones del universo que es­capan al método científico. Mi propuesta es que, si empleamos todo nuestro aparato perceptivo, algo que la ciencia no hace, podemos ser capaces de discernir, al menos vagamente, una finalidad y una prome­sa en los estratos más profundos de este universo perecedero. Después de todo, nuestra esperanza es empíricamente justificable. Más adelante retomaré este tema.

Legalidad e indeterminación

Por el momento, quiero aclarar un posible malentendido en relación con lo que estoy diciendo. Aunque la ciencia, al menos tal como viene siendo entendida desde el siglo xvn, no se halla equipada para contac­tar con el ámbito de la subjetividad y es asimismo incapaz de predecir la forma singular de la novedad real que aflorará en el futuro, nada per­mite suponer que el futuro acontecer cósmico infringirá de uno u otro modo las leyes de la física, química y biología. Los hábitos predecibles

7. Véase, por ejemplo, P.M. CHURCHEAND. The Engine oj Reason, the Seat of the Soul: A Philosophiccd Joumex into the Brain, MIT Press, Cambridge (Mass.) 1995.

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de la naturaleza continuarán operando como hasta ese instante. Sólo que serán asumidos en un espectro indeterminado de nuevas configura­ciones. Ni siquiera aquello a lo que la tradición cristiana se refiere co­mo «milagros» tiene por qué ser concebido como alteración de las re­gularidades de la naturaleza.

Una comparación entre la ciencia y la gramática puede ayudar a clarificar este punto. Las inflexibles reglas de la gramática se hallan operativas durante toda la redacción de este libro. Dichas reglas impo­nen constricciones a cada una de las frases y cada uno de los párrafos que estás leyendo. Sin embargo, el contenido concreto de lo que voy a decir en las páginas siguientes no está determinado por ellas. Las reglas de la gramática condicionan, pero no pueden explicar por completo lo que voy a escribir. Queda mucho espacio libre para que este autor siga diciendo cosas nuevas y extrañas sin violar, por ejemplo, la norma de que el predicado debe concordar en número con el sujeto de la oración. Sin duda, la expresión de nuevas ideas no será posible si no respeto de manera sistemática las rigurosas normas gramaticales.

Puedes asumir, por tanto, que las reglas gramaticales seguirán ope­rando para organizar lo que voy a escribir más adelante en este libro igual que operan en esta página. Pero la sola pericia gramatical no te ofrecerá atisbo alguno en el contenido concreto de lo que diré. De mo­do análogo, hay abundante espacio en el universo para que acontezcan cosas nuevas sin violar siquiera en lo más mínimo las leyes de la física, la química o la selección natural. Los científicos pueden legítimamen­te augurar que estas leyes continuarán en vigor en todas las fases futu­ras del despliegue de la naturaleza, pero no les es dado especificar de forma precisa cómo serán, a medida que se desplieguen, los capítulos realmente emergentes del proceso cósmico. Nuestro procesual univer­so tiene suficiente laxitud para que acontezcan cosas nuevas, no impor­ta cuan rigurosas sean las leyes de la física. Y si existe espacio para la novedad, existe asimismo espacio para la esperanza.

Así pues, en principio, la ciencia y la esperanza cristiana de una nueva creación no se contraponen mutuamente. Que la ciencia entien­da los sucesos en función de leyes físicas generales no debería ser in­terpretado en el sentido de que todo lo que sucederá en el futuro ya es­tá pre-ordenado. La presentación científica de las leyes físicas inva­riantes es comparable al «descubrimiento», digamos, de las reglas sin­tácticas subyacentes al lenguaje humano. Durante siglos, la gente ha hablado y escrito de manera inteligible sin disponer de conocimiento

formal alguno de los fascinantes descubrimientos sobre la sintaxis rea­lizados por lingüistas expertos, como, por ejemplo, Noam Chomsky. Kl lenguaje se atiene automáticamente a reglas coherentes, pero estar al cabo de tales reglas no confiere a Chomsky dominio sobre el contenido concreto de lo que tú o yo vamos a decir.

Así, también este libro se desarrollará capítulo a capítulo en con­formidad con las normas lingüísticas y reglas gramaticales con las que estamos familiarizados, pero su contenido será distinto del de cualquier otro libro. Por eso, resultaría inapropiado cargar al gramático con la ta­rea de dictarme lo que debo escribir. De modo análogo, sería erróneo cargar a la ciencia con la tarea de decidir si la esperanza en un desenla­ce positivo del proceso cósmico es realista o no, o si el universo es por­tador o no de sentido. La naturaleza seguirá su curso edad tras edad ate­niéndose sin excepción a las leyes físicas, pero aun así permanecerá abierta a desenlaces impredecibles.

La teología de la naturaleza, motivada por la confianza en que el universo se funda en las promesas de Dios, lejos de oponerse a la cien­cia, debe permanecer al día de sus avances. Pero la ciencia, a despecho de lo que sostienen los naturalistas, no puede decirnos por sí sola todo sobre lo que realmente acontece en el universo. Aun cuando «lo que realmente acontece» no viola las leyes científicas, no deberíamos espe­rar que la ciencia nos conduzca a los estratos más profundos de la rea­lidad cósmica. Lo que la ciencia nos dice sobre el mundo natural im­pone constricciones a lo que la teología puede afirmar sobre el univer­so, y los descubrimientos científicos deben ser aceptados por la teolo­gía8. Pero la teología no contradice a la ciencia cuando profesa que la naturaleza, no sólo la historia, es un proceso dotado de finalidad.

¿Puede tener el universo una finalidad?

Antes de los tiempos modernos, la mayoría de las personas daban por sentado que el universo respondía a una finalidad. El mundo natural existía por una razón, aunque no siempre resultara fácil decir exacta­mente cuál era esa razón. Las filosofías y las religiones eran conscien-

X. H. ROLSTON III, Science and Religión: A Critical Survev, Randoni llousc Ncvv York 1987, p. 26.

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tes, desde luego, de las imperfecciones de la naturaleza, pero aun así consideraban el cosmos una «gran enseñanza»9. En ocasiones, incluso lo veían como un texto sagrado que podía ser leído con profundidad por mentes y corazones adecuadamente preparados. El libro de la naturale­za contenía un profundo mensaje oculto a la percepción ordinaria. Los grandes visionarios podían percibir que algo importante estaba aconte­ciendo en las profundidades cósmicas, y sus visiones permitieron a otros experimentar el cosmos como dotado de finalidad. Los pitagóri­cos, por ejemplo, oían una suerte de armonía musical que resonaba des­de el seno de la naturaleza. Los antiguos israelitas leían o interpretaban el universo como expresión de la sabiduría divina. Los egipcios pensa­ban la naturaleza como englobada por un ámbito de normas conocido como ma'at. Los indios sometían sus mentes y corazones al dharma; y los filósofos chinos al tao, oculto y humilde fundamento de todo ser. Los estoicos interpretaban el cosmos como manifestación externa de una racionalidad interna que ellos denominaban logos. Y el evangelio de Juan perforó la superficie de la experiencia inmediata para descubrir una Palabra eterna que en el principio estaba junto a Dios y era Dios. Para los cristianos, la doctrina de la Trinidad sigue expresando la intui­ción de que, bajo la superficie de todas las cosas, se desarrolla sin re­ceso un inconmensurable drama en el que se hallan involucradas las di­versas funciones de las tres personas trinitarias, un misterio de amor y creatividad al que es incorporado para siempre todo lo que transpira en el universo finito.

Tradicionalmente, casi todas las religiones y filosofías han conce­bido el universo como expresión exterior de un sentido interior más profundo. Pero, para recibir cualquier mensaje emanado de las profun­didades cósmicas, había que estar preparado para someterse a un pro­ceso de transformación personal. Ser inteligente no bastaba. Sin some­terse a un entrenamiento o una disciplina, uno no podía esperar com­prender lo que realmente acontecía en el universo. En la actualidad, una buena formación científica capacita para leer el cosmos, pero sólo de manera limitada, puesto que la ciencia, por sí sola, no cambia nuestros corazones ni nuestros valores. La ciencia nos ha mostrado el alfabeto atómico y molecular, su léxico genético y su gramática evolutiva. Pero

9. J. NEEDLEMAN, A Sense of the Cosmos, E.P. Dutton, Inc., New York pp. 10 36.

no nos ha enseñado a leer el universo, esto es, a acceder al contenido más profundo que está siendo escrito allí. La información científica continúa acumulándose, pero la sabiduría necesaria para darle sentido no avanza al mismo ritmo.

De hecho, los naturalistas científicos no ven el cosmos como un texto portador de sentido profundo. Para muchos de ellos, el universo es, en el fondo, una masa de materia desprovista de sentido, en la cual sólo resplandece por un breve instante cósmico el brillo de la vida y la historia humana. En el mejor de los casos, la naturaleza es un lienzo en el que las personas pueden imprimir sus significados puramente huma­nos; y, al final, estas ficciones serán tragadas por el mismo vacío del que se supone que el universo surgió de modo incomprensible. Como ilustra el pasaje de Bertrand Russell citado más arriba, la idea de que algo de importancia perdurable está aconteciendo en las profundidades de la naturaleza parece ridicula. Cualquier propuesta religiosa de que el universo existe por alguna razón determinada no es un tema para el de­bate académico, en especial a la vista de la aleatoriedad, la lucha y la general impersonalidad de la naturaleza acentuadas por la ciencia dar-winista. El único mensaje de la evolución, afirma el filósofo Daniel Dennett, es que «el universo no contiene ningún mensaje»10.

¿Engendra el universo perecedero algo de valor imperecedero? Las respuestas teológicas a esta pregunta no pueden ignorar la posibilidad de una eventual muerte física del universo todo, ni tampoco los rasgos embarazosos de la evolución. Diré mucho más sobre estas perturbado­ras realidades en los capítulos 9 y 6, respectivamente. Por el momento, sólo quiero reflexionar sobre dos puntos del actual depósito de infor­mación científica que hacen al menos concebible que algo de gran im­portancia está aconteciendo bajo la superficie de la naturaleza. Son ras­gos que cabe poner fácilmente en relación con los temas revelados de la íuturidad y la promesa divinas. El primer punto es que el universo fí­sico está todavía en devenir. El segundo es que lo que ya ha cobrado existencia incluye tal intensidad de belleza que la naturaleza puede ser leída como una gran promesa de que «ahí delante» nos aguardan más ser y más valor. Si el primer hecho nos recuerda que hemos de ser rea-

0. Daniel Dennett. entrevista en J. BROCKMAN, The Third Culture, Touchstone, New York 1995, p. 187 [trad. esp.: La tercera cultura, Tusquets, Barcelona 1996].

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listas y no esperar demasiado aquí y ahora de un universo inacabado, la experiencia del segundo nos permitirá confiar en un poder de renova­ción que, con el tiempo, será capaz de traer un nuevo nacimiento al uni­verso entero. Consideremos más detenidamente cada uno de estos dos aspectos de la naturaleza.

/. El universo se encuentra todavía en devenir. La biología evolutiva, la geología y la cosmología han establecido ahora como un hecho que el cosmos aún está emergiendo y, por ende, permanece incompleto. Es una obra en fase de realización, un libro que está siendo escrito. El he­cho incontestable de un universo emergente e inacabado quizá no pa­rezca una base demasiado propicia para erigir sobre ella una concien­cia del sentido del cosmos o para encontrar una razón para la esperan­za, pero al menos nos invita a seguir leyendo. Pues si bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas se está desplegando todavía una trama mara­villosa, no podemos esperar que su sentido sea ya plenamente mani­fiesto. Cualquier finalidad que pueda tener el universo permanecerá, al menos en parte, oculta a nuestra vista... aunque sólo sea por ahora.

La esperanza sigue siendo posible en un universo de semejantes ca­racterísticas. Al igual que ocurre con cualquier libro en fase de redac­ción, todavía no podemos leer el universo hasta alcanzar sus profundi­dades últimas, con independencia de que lo contemplemos a través de la ciencia o de la teología. Las vistas que ofrece son demasiado amplias para permitir tal comprensión. Sin embargo, aun así podemos sentir que somos incorporados a la historia (story); y ello, de una manera tal que nos hace experimentar el cosmos emergente con espíritu de expecta­ción. La impresión acumulativa que uno obtiene de los recientes des­cubrimientos científicos es que el universo inconcluso es saludado de continuo por una inagotable reserva de lozanía que, en palabras del po­eta Gerard Manley Hopkins, vive «muy dentro de las cosas»". El uni­verso, tanto en su monumental escala temporal y espacial como en su extravagante diversidad, realmente estalla con creadora novedad. La naturaleza puede parecer en ocasiones indiferente a los organismos in­dividuales que luchan por adaptarse y sobrevivir. Pero, aunque se basa en un sustrato monótono de invariabilidad física y química, sigue es-

11. G.M. HOPKINS. «God's Grandeur» |trad. esp.: «Grandeza de Dios», en Poemas completos, trad. de Manuel Linares Megías, Mensajero, Bilbao 1988].

tando abierta a ser integrada en un fascinante e impredecible cuento de suspense. El carácter narrativo del universo es lo que, a medida que avancemos de capítulo en capítulo en este libro, nos permitirá relacio­nar la ciencia de manera cada vez más estrecha con los temas revelados del abajamiento y la promesa divinos.

2. El universo es la historia (story) de un despliegue de belleza inimagi­nablemente amplio. Por «belleza» me refiero a la armonía de contrastes, la ordenación de la complejidad, la frágil combinación de lo nuevo y lo estable, del matiz inédito y la pauta persistente12. Hoy sabemos que el cosmos todavía en devenir ha recorrido gradualmente el camino que lle­va desde la radiación primordial, a través de la aparición de los átomos, las galaxias, las estrellas, los planetas y la vida, hasta el estallido de la sensibilidad, la mente, la auto-conciencia, el lenguaje, la ética, el arte, la religión y ahora la ciencia. Tal emergencia no se ha producido sin con­tratiempos; pero, cualquiera que sea el criterio objetivo de juicio que se adopte, resulta infundado negar que en el universo ha estado aconte­ciendo algo de capital importancia. Como mínimo, el cosmos se ha de­dicado a devenir más de lo que era. Lo que ha emergido hasta ahora no es ninguna mascarada que esconda una simplicidad física subyacente. A juzgar por lo que sabemos, es posible que el universo actual sea un tem­prano capítulo de una historia (story) profundamente significativa que todavía dista mucho de haber sido contada por completo.

Así pues, ¿cómo hemos de leer una narración cósmica que todavía está siendo escrita? ¿Hacia qué final podemos ver que se encamina el relato? Éstas son preguntas apropiadas para una teología de la natura­leza. Aunque no admiten respuesta fácil, nos acompañarán en lo que resta del libro. Pero tal vez ya en este punto nos resulte llamativo que el universo terminara abandonando la relativa simplicidad de sus mo­mentos iniciales y floreciera, en el curso de miles de millones de años, en un pasmoso espectro de emergente complejidad y diversidad, in­cluida la conciencia humana con sus aspiraciones morales y religiosas. Hay aquí mucho espacio para el asombro. En la historia cósmica ha

12. A.N. WHITEHRAI), Advenmres of Ideas. Free Press, New York 1967, pp. 252-296 [Irad. esp.: La aventura de las ideas, Compañía General Fabril, Buenos Aires 1961 ]; ID., Process and Reality. pp. 62 y 183-185; ID., Modes o/Thought, Free Press, New York 1968, pp. 57-63. Cf. asimismo Ch. HARTSHORNK. Man 's Vision o/God. Willett, Clark, Chicago/New York 1941, p. 212-229.

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acontecido algo que va más allá de la mera reordenación de átomos. Y aunque el viaje desde la primitiva monotonía cósmica hasta la intensa belleza de la vida, la mente y la cultura no es una prueba categórica de la existencia de un director cósmico con propósitos determinados, este itinerario está abierto, al menos, a la clase de explicación «última» que la teología de la naturaleza trata con razón de formular. En cualquier ca­so, el universo ha tenido una abarcante proclividad a recorrer el cami­no que lleva desde lo trivial hacia otras versiones más intensas de la be­lleza13. La finalidad, tal como yo la entiendo, significa realización o ac­tualización de algo cuyo valor es evidente; y la belleza, sin duda, pue­de ser considerada tal. La finalidad cósmica consiste, como mínimo, en una tendencia global -no siempre exitosa, pero no obstante persistente-hacia el incremento de la belleza.

Pero ¿qué hay del lado oscuro de las cosas: la pérdida de vida, la lu­cha y el dolor en la evolución y el mal moral asociado a la existencia hu­mana? ¿Y qué sentido cabe descubrir en los sombríos escenarios que los cosmólogos contemplan en la actualidad de cara al eventual, si bien cier­tamente aún lejano, deceso del universo? ¿Cómo sabemos que al final no se perderán todas las cosas en el olvido desprovisto de vida y mente? Todos los organismos mueren, y las grandes civilizaciones declinan an­tes o después. Por eso, si el universo posee alguna finalidad, la muerte ha de ser redimible; no sólo la nuestra, sino toda muerte. En las profundi­dades del proceso del mundo, debe existir una perdurabilidad que repare el hecho de que nada dura. Bajo el efímero flujo de las cosas inmediatas, debe haber algo que perdure perennemente y en cuyo abrazo todas las ac­tualidades obtengan una suerte de inmortalidad. Sólo alguna clase de re­dención cósmica podría justificar, en último término, la esperanza.

Esa esperanza es lo que, de modos muy diferentes, buscan expresar las religiones. Aunque éstas son imprecisas e incoherentes, sus visiones tienen a veces capacidad de penetrar en la esencia del universo con más hondura que las lúcidas abstracciones de la ciencia. La cual tal vez es­té en condiciones de tratar con la superficie de la naturaleza, pero la in­tuición cristiana siempre ha sido que, bajo el flujo temporal del ser fi­nito, encontraremos una redención imperecedera, «la amorosa solicitud

13. Esta direecionalidad estética terminó siendo suficiente para convencer al gran filósofo Alfred North Whitehead, después de un largo periodo de agnosticismo, de que el universo debe poseer, sin duda, un sentido profundo; cf. A.N. WHITEHEAD, Adventures of Ideas, pp. 252-296.

de que nada se pierda»14. En la experiencia de Dios, el entero abanico de sucesos que denominamos «universo» está dotado de permanencia, amén de finalidad15. Ni siquiera la disolución final de nuestro universo en expansión exige el sinsentido que los pesimistas cósmicos le atribu­yen. Si su historia puede ser incorporada hasta el último detalle a la vi­da de Dios para siempre, el universo no será, después de todo, vano16.

En la actualidad, la teología de la naturaleza tiene que extender la confianza de fe en la solicitud divina mucho más allá de las esferas te­rrestre y humana a la totalidad del ser cósmico. El Dios de la revela­ción, por consiguiente, no es sólo el hacedor de promesas que llama al mundo a la existencia y a avanzar hacia una belleza cada vez más in­tensa, ni sólo la amorosa solicitud que conserva para siempre todo el valor efímero emergido en el curso del devenir de la naturaleza; sino también Aquel que, a través del Espíritu de vida, renueva de continuo la faz de la creación.

Como seguiré acentuando en estas páginas, en el contexto de la ciencia contemporánea toda teología distintivamente cristiana debe concebir a Dios como dotado de suficiente amplitud y profundidad de sentimiento para incorporar a la vida divina la totalidad de la historia cósmica, incluidos sus episodios trágicos y su extinción final. En el abrazo del Dios que se auto-anonada, el universo entero y su historia fi­nita pueden ser transformados en belleza eterna. Mientras tanto, la siempre difusiva belleza divina se convierte en el contexto último del incesante devenir del mundo. Desde la infinita abundancia divina de re­cursos continuamente se añade nueva definición a lo que ya ha sido. Y, en la futuridad de Dios, el mundo entero deviene nuevo para siempre, aun cuando muchas de sus épocas temporales ya hayan acabado.

Conclusión

Pero ¿es verosímil una propuesta así? Aquí, por supuesto, la certeza es imposible. Sin embargo, como observa Teilhard de Chardin, nuestra in-certidumbre concuerda a la perfección con el hecho de que nosotros y nuestras religiones también formamos parte de un universo inacabado.

14. A.N. WHITEHEAD, Process and Rcality, p. 346. 15. Ibidem. Dios «salva el mundo en la medida en que éste pasa a la inmediatez de

la experiencia divina». 16. Para un tratamiento más detenido del hecho de perecer, cf. infra, cap. 9.

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No es razonable esperar que la teología de la naturaleza responda con claridad suma a las preguntas verdaderamente profundas que se plante­an los humanos, al menos mientras el propio Universo -y nosotros con él- esté in vía. La fe interpreta ahora el universo sólo «oscuramente a través de una lente»; y la oscuridad y el riesgo que la acompañan son, de algún modo, intrínsecos al hecho de que el cosmos esté todavía ina­cabado. Sin embargo, el carácter incompleto del cosmos, el primer pun­to que he señalado, es inseparable del segundo; a saber, que, a partir de la nada, ha principiado ya a despertar un mundo rico en belleza y con­ciencia. El cosmos es una historia (story) inconclusa, sí; pero también una historia (story) que, al menos hasta ahora, ha estado abierta a re­sultados interesantes y sorprendentes. Durante catorce mil millones de años, el universo ha demostrado poseer una inconmensurable reserva de creatividad. No sólo ha ido ganando la guerra contra la nada, sino que, en su emergente belleza y en su capacidad de sentir, pensar y amar, qui­zá ha comenzado ya a saborear la victoria. Si la incertidumbre de nues­tra fe tiene algo que ver con el hecho de que vivimos en un mundo ina­cabado, la creadora abundancia de recursos ínsita al mismo universo no puede dejar de ofrecernos, incluso ya ahora, «una razón para nuestra es­peranza» (1 Pe 3,15)17.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

BARBÜUR, Ian G., Religión and Science: Historical and Contempo-rary Issues, HarperSanFrancisco, San Francisco 1997 | trad. esp.: Religión y ciencia, Trotta, Madrid 2004].

MACQUARRIE, John, The Humility of God, Westminster, Philadelphia 1978.

MOROWITZ, Harold J., The Emergence of Everything; How the World Became Complex, Oxford University Press, New York 2002.

PANNENBERG, Wolfhart, Towarcl a Theology of Nature: Essays on Science and Faith, ed. de Ted Peters, Westminster John Knox, Louisville 1993.

17. Traducimos la cita bíblica directamente del original. La construcción inglesa «to give a reason for our hope» permite -al menos en parte- emplearla de esta ma­nera. En castellano no es posible, porque «dar razón de nuestra esperanza» (que es la traducción habitual del texto) y «dar una razón para la esperanza» tienen un significado diverso [N. del Traductor}.

5 TEILHARD DE CHARDIN

Y LA PROMESA DE LA NATURALEZA

«La magnitud del río se comprende en su estuario, no en su hontanar».

(PIRRRE TEILHARD DE CHARDIN1)

LAJRANTE el siglo pasado probablemente nadie promovió el diálogo entre la ciencia y la fe cristiana con más fervor y eficacia que el geólo­go jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1881 -1995). Aunque Teilhard no fue teólogo sistemático de profesión, no cabe duda de que sus reflexio­nes sobre el sentido del universo desde una perspectiva cristiana abren líneas de pensamiento que una teología formal de la naturaleza no pue­de pasar por alto2. Por eso, voy a dedicar este capítulo a resumir varias de las potenciales contribuciones de Teilhard al diálogo contemporáneo entre ciencia y teología.

Desde su más tierna infancia, Teilhard sintió un profundo afecto por el mundo natural; y su asombrada perspicacia desembocó más tarde en

I. P. TEILHARD DE CHARDIN. Hymn of the Universe, Harper Colophon, New York 1969, p. 77 [trad. esp. del orig. francés: Himno del Universo, Trotta, Madrid 1996J.

\ Teilhard es conocido más como científico que como teólogo, pero estaba fami­liarizado con -y conformado en profundidad por- determinados teólogos de la tradición cristiana. Recientemente, David Grumett ha mostrado con sumo deta­lle cuántas hebras de tradición teológica (y filosófica) convergieron en la confi­guración del pensamiento de Teilhard: cf. D. GRUMETT, Teilhard de Chardin: Theology, Humanity and Cosmos, Peeters, Leuven 2005. A mi juicio, Teilhard elaboró, entre otras cosas, lo que viene a ser ya una informal teología de la naturaleza.

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una carrera profesional como geólogo y paleontólogo. Le fascinaban de manera especial las rocas, puesto que éstas simbolizaban la permanen­cia que él buscaba en medio de la fugacidad de la vida. Toda su vida fue una búsqueda continua de algo incontestablemente sólido a lo que pu­diera sujetar su sensibilidad espiritual, de naturaleza inquieta. Aunque confesó ser proclive por temperamento a amarrar su vida a la seducto­ra seguridad del pasado, terminó percatándose de que, cuanto más nos remontamos en el tiempo, tanto más se diluye el mundo en la incohe­rencia de meros fragmentos. A medida que avanzó su vida, se fue con­venciendo progresivamente de que toda consistencia que pueda tener el universo yace en su futuro, no en su pasado. La solidez que anheló du­rante toda su vida se desplazó poco a poco de la granular multiplicidad del pasado cósmico -el ámbito de la pura materialidad, en otras pala­bras- a la unidad y el poder del futuro cósmico, donde el mundo en evo­lución se fundirá de forma culminante con su Hacedor. Teilhard busca­ba el fundamento del mundo en el horizonte del «ahí delante». Con el tiempo llegó a ver que el mundo «descansa en el futuro... como único sostén»'. Es sobre todo en este sentido en el que sus instintos religiosos convergen con el tema de la promesa y la futuridad de Dios, al que es­toy concediendo una importancia fundamental en las reflexiones teoló­gicas sobre la naturaleza que se desarrollan en el presente libro.

La carrera de Teilhard

Ordenado sacerdote en 1911, Teilhard sirvió como camillero durante la Primera Guerra Mundial. Al tiempo que su valor en el campo de bata­lla le franqueaba la entrada a la Legión de Honor, crecía su desilusión con la convencional creencia naturalista de que la mejor manera de en­tender el cosmos es mirando retrospectivamente a la simplicidad mate­rial de su pasado causal, como él pensaba que la ciencia tendía a hacer. Seguir tal línea de indagación hasta sus últimas consecuencias lógicas termina llevando a la confusión del polvo cósmico primordial. La pro­pia ciencia debería percatarse de que la coherencia y, por ende, la inte­ligibilidad de la naturaleza sólo afloran debido de que, desde sus más

3. P. TEILHARD DE CHARDIN, Activation of Energy, Harcourt Brace Jovanovich, New York 1970, p. 239 [trad. esp. del orig. francés: La activación de la energía, Taurus, Madrid 1967].

tempranos estadios, el universo ha sido atraído hacia estados futuros en los que la complejidad emergente reúne a átomos, moléculas y células en la compleja unidad de los organismos. De modo análogo, el sentido que actualmente buscamos en el cosmos, desde la perspectiva tanto de la ciencia como de la teología, no puede residir plenamente más que en el futuro, no en el pasado o el presente:

«Semejante a un río que se empobrece gradualmente y luego desapa­rece en un cenagal cuando llega a su origen, el ser se atenúa, luego se desvanece, mientras intentamos dividirlo cada vez más minuciosa­mente en el espacio o, lo que es lo mismo, hundirlo cada vez más en el tiempo. La magnitud del río se comprende en su estuario, no en su hontanar»4.

Alentado por su visión del futuro cósmico, Teilhard buscó desespe­radamente compartir con sus congéneres lo que pensaba que podía ver «ahí delante». Escritor prolífico, la mayor parte de sus escritos fue cen­surada, sin embargo, por los superiores de la orden: su publicación es­tuvo prohibida en vida del autor. La obra más conocida de Teilhard, El fenómeno humano, no apareció impresa hasta después de su muerte". Si bien es cierto que ningún gran escrito escapa a las limitaciones históri­cas de sus formulaciones originarias, algunas obras importantes obtie­nen, no obstante, el estatuto de clásicos a los que épocas subsiguientes acuden de forma recurrente en búsqueda de alimento intelectual. Al igual que otros muchos, considero que la obra de Teilhard El fenómeno humano merece tal elogio. Teilhard fue un pensador tan expuesto a error como cualquier gran revolucionario en la historia de la indagación humana, y es posible que la teología no pueda aceptar hoy todos los as­pectos de su obra. Pero, debido a su matizada comprensión de la rela­ción entre fe y evolución, ninguna discusión teológico-cristiana sobre la naturaleza y la ciencia puede permitirse ignorar sus contribuciones. Es cierto que Teilhard atrae hoy menos atención que hace treinta o cua­renta años, pero su pensamiento en modo alguno ha devenido obsoleto.

4. P. TEILHARD DE CHARDIN, Hymn ofrhe Universa, p. 77. 5. 1.a versión inglesa de 1959 se titula The Phenomenon of Man. En 1999 se pu­

blicó una nueva y más lograda traducción inglesa: The Human Phenomenon, Sussex Academic Press, Portland (Ore.). La traducción española del original francés (1955) apareció en la editorial Taurus en 1963 con el título de El fenó­meno humano.

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Como comenta Jean Lacouture, «la Iglesia cristiana tiene gran necesi­dad del aliento aguijoneador y vigorizante de un nuevo Teilhard. O mientras tanto (¿por qué no'?), un retorno a Teilhard. O más sencilla­mente, una recepción de Teilhard»6.

A lo largo de su carrera, Teilhard trabajó muchos años como geó­logo en China: desde 1920 hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Durante su estancia en China escribió no sólo El fenómeno humano, sino también numerosos textos más breves sobre evolución y fe. Esta obra permaneció en gran parte desconocida para todos, a ex­cepción de unos cuantos amigos y conocidos. Al regresar a Francia en 1946, se le ofreció una prestigiosa plaza académica en el Collége de France; pero, una vez más, los superiores de la orden le denegaron el permiso. Después de esta decepción, viajó a Estados Unidos, donde en­contró empleo en la Fundación Wenner-Gren de Investigación Antropo­lógica. Participó en otras dos expediciones paleontológicas y murió prácticamente solo y desconocido en Nueva York, el Domingo de Pas­cua de 1955. Apenas tenido en cuenta en vida, este modesto y brillante científico jesuíta se ha convertido en uno de los pensadores cristianos más importantes de la época moderna. Para quienes creen que el cris­tianismo -en aras de su integridad intelectual- debe entenderse con la ciencia, Teilhard seguirá siendo un recurso esencial7.

¿Por qué fueron vetados sus escritos? Al parecer, porque las ideas de Teilhard sobre evolución y cristianismo requerían, al menos ajuicio de los censores eclesiásticos, una radical reinteipretación de la doctri­na. En el periodo subsiguiente a la declaración del Vaticano I sobre la infalibilidad papal y las posteriores condenas del modernismo, justo en la época en la que Teilhard estaba elaborando su nueva visión del cris­tianismo y el cosmos, una atmósfera defensiva se había asentado en la auto-comprensión de la Iglesia. Los responsables eclesiásticos temían

6. J. LACOUTURE, Jesuits: A Mullibiogniphy, Harvill, London 1996, p. 441 Itrad. esp. del orig. francés: Jesuítas, 2 vols.. Paidós, Barcelona 1993 y 19941. La cita está tomada de D. Grumett, Teilhard, p. 273.

7. Para los lectores interesados en ahondar en las ideas de Teilhard. mi recomen­dación es comenzar por alguna recopilación de ensayos suyos, en especial The Future of Man, Harper & Row, New York 1964 [trad. esp. del orig. francés: El pon-enir del hombre, Taurus, Madrid 19671, y Human Energy, Harcourt Brace Jovanovich, New York 1962 (trad. esp. del orig. francés: La energía humana, Taurus. Madrid 1967]. antes que sumergirse de inmediato en El fenómeno humano.

que la idea de evolución, junto con otras muchas innovaciones en el mundo del pensamiento, terminara desestabilizando la doctrina cristia­na y confundiendo con ello a los fíeles. El temor ante la evolución era especialmente pronunciado en vida de Teilhard, no sólo en el Vaticano, sino también entre los teólogos en general. En consecuencia, su entu­siasta asunción de la geología, la biología y, en especial, la paleo-an­tropología parecía peligrosa, entre otras cosas porque la evolución re­quería una nueva visión del pecado original. Incluso hoy día, a pesar de la positiva declaración sobre la evolución promulgada por el papa Juan Pablo II en 19968, muchos cristianos, por no decir la mayoría, siguen siendo renuentes a examinar con detalle y de manera sistemática las po­sibles implicaciones de la evolución para la fe cristiana. Todavía es di­fícil encontrar teologías de la naturaleza que se sientan tan cómodas con la revolución darwinista como se sentía Teilhard".

La visión de Teilhard

En su interpretación religiosa de la vida, el punto de partida de Teilhard es una confianza profundamente ortodoxa en las doctrinas cristianas de la creación, la encarnación y la redención. El contexto de sus reflexio­nes lo constituye una comprensión de la naturaleza conformada por la ciencia y, por tanto, muy diferente de la del cristianismo primitivo y tra­dicional. Sin embargo, de manera no demasiado distinta de la de otros grandes pensadores cristianos, Teilhard intentó dar sentido a las ense­ñanzas cristianas sirviéndose de la moneda intelectual que circulaba en el periodo histórico que le tocó vivir. En nuestra época, pensaba Teilhard, tal interpretación exige, como mínimo, confrontarse con la

8. JUAN PABLO II, «Address to the Pontifical Academy of Sciences» (22 de octubre de 1996): Origins, CNS Documentan' Sen'ice, 5 de diciembre de 1996 [trad. esp. del orig.: Ecclesia 2815 (16 de noviembre de 1996), pp. 25-26 (1717-1718)|.

9. En ocasiones, algunos comentadores interpretan erróneamente a Teilhard como anti-darwinista. Sin embargo, lo que él cuestionaba era la ideología materialista suscrita por muchos darwinistas, no los incontestables datos empíricos que res­paldan la teoría de la evolución. Al igual que Darwin, Teilhard dejaba mucho es­pacio para el papel del azar y la selección natural, pero se oponía con razón a la creencia naturalista -más fuerte en la actualidad que en su época- de que los me­canismos evolutivos pueden proporcionar una explicación última de los fenó­menos de la vida.

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evolución. No se le escapaba que un encuentro franco con la evolución supondría una conmoción para la sensibilidad religiosa de mucha gen­te; pero eso era algo que, a pesar de todo, las personas honestas no po­dían dejar de acometer.

En mi opinión, para los cristianos no hay mejor forma de iniciar es­ta aventura que entrando a través de los portales de la fascinante mane­ra que Teilhard tiene de ver el Universo. Al principio, ciertos aspectos de su visión tal vez parezcan escandalosos, doctrinalmente curiosos o, al menos, necesitados de clarificación, ya científica, ya teológica. Pero la teología cristiana de la naturaleza puede aprender importantes verda­des, pero también coraje y honestidad, de la negativa de Teilhard a for­tificar la fe en contra la ciencia. Merece la pena señalar que, en su épo­ca, Teilhard no fue más peligroso, atrevido o innovador de lo que Justi­no, Ireneo de Lyon, Gregorio de Nisa y Tomás de Aquino lo fueron en las suyas respectivas1". Si la audacia de enfoque fuera un impedimento para la buena teología, ello desacreditaría a muchos pensadores cuyos patentes excesos han servido para configurar la tradición cristiana.

En cualquier caso, sus expertos conocimientos de historia natural persuadieron a Teilhard de la necesidad de una radical reinterpretación de las enseñanzas cristianas sobre Dios, Cristo, la creación, la encarna­ción, la redención y la escatología a la luz de la continua evolución del mundo y la vida. Se convenció de que la evolución no es una piedra de escándalo para la fe cristiana, sino el marco más adecuado para clarifi­car su sentido. A juicio de Teilhard, esta clarificación no pondrá a la fe cristiana en entredicho, como muchos temen. Antes al contrario, servi­rá para sacar a la luz -con más profundidad y amplitud que nunca- la imagen revelada del amor y la futuridad de Dios.

Con independencia de las críticas que puedan hacérsele al pensa­miento de Teilhard, no cabe duda de que sus escritos han permitido a muchas personas científicamente cultivadas seguir siendo cristianas. Lo cual se debe, en parte, a que sus ideas suscitan esperanza para el uni­verso y la vida, diferenciándose así de forma sustancial de la literatura acósmica y galanamente pesimista de su época y de la nuestra. El teó­logo Ernst Benz ha logrado plasmar el sentimiento de muchos lectores de Teilhard:

10. D. GRUMKTT. Teilhard, p. 269.

«Lo más importante |de Teilhard| radica en el hecho de que él abrió de nuevo la dimensión de la esperanza para nuestro tiempo. La expo­sición del aspecto teológico de la teoría de la evolución aconteció en una época en la que el mundo -o, al menos, el mundo europeo y esta­dounidense- se había cansado ya del existencialismo y de la teología dialéctica. Esa vuelta al análisis de la propia existencia, esa escorpioi-de contorsión del venenoso aguijón contra uno mismo, ese coqueteo con el mal, esa excavación en las inconmensurables profundidades del propio ser, había conducido a la petrificación del pensamiento»".

Teilhard ofrece una alternativa a este cansancio del mundo. Benz recuerda a sus lectores que toda una generación de pensadores y escri­tores que se hicieron famosos justo después de la Segunda Guerra Mun­dial eran como la mujer de Lot. Al igual que ella, «no podían apartar la vista de la imagen de declive y destrucción. Estaban fascinados por los abismos de las aberraciones humanas [y] se perdieron en el restringen-te aturdimiento del miedo y la derrota...». En este periodo, el pensa­miento se había «convertido en piedra»12. Pero, puesto que escribe en 1965, Benz señala que sus contemporáneos estaban empezando a can­sarse del pesimismo cósmico y a prestar atención a «pensadores que abren su corazón a la belleza del mundo y la humanidad»". En 1962 el teólogo Jean Daniélou había expresado este renaciente espíritu de es­peranza: «Una de las grandes enfermedades de la mente moderna -es­cribe- es el "regocijo" en la desgracia, el goüt du malheur. Teilhard de­testa esto de todo corazón. Y tiene razón. ¡Me gustaría que fuera posi­ble eliminar para siempre estas deletéreas miasmas de la decadente in­telectualidad occidental!»".

Como ahora se percatan exegetas y teólogos, el pensamiento cris­tiano, en especial en Occidente, había perdido en el curso de los siglos el contacto con el genio bíblico de la esperanza. Antes del Concilio Va­ticano II, la apasionada expectativa cscalológica que configuró la visión religiosa de Jesús y el pensamiento de las primeras comunidades cris­tianas estaba encapotada por siglos de espiritualidad ultramundana y

11. E. BFNZ. Evolution and Chrisíian Hope: Mtm's Concept ofthe Future from the Earlx Fathers tu Teilhard de Chardin, Doubleday Anchor Books, Garden City (N.Y.) 1966, p. 226.

12. Ib Ídem. 13. Ihid., p. 227. 14. Citado por E. BENZ, Evolution and Chrisíian Hope, pp. 226-227.

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por la correspondiente suposición de que nada de relevancia perdurable podía acontecer en el mundo físico en cuanto tal. Los ojos de los fieles miraban a lo alto hacia el «mundo venidero», mientras que «este mun­do» era concebido como lugar de preparación para el viaje del alma al paraíso. Por consiguiente, lo que sucediera en la tierra y en la historia natural no tenía más importancia perdurable que el facilitar un espacio en el que los humanos pudieran disponerse para el cielo. Todavía hoy, cristianos sin cuento asumen que el futuro del universo tienes escasa re­levancia, por no decir ninguna. Muchos dudan aún de que las personas seamos plenamente parte del mundo natural y de que nuestro destino sea inseparable del destino del universo en su conjunto.

Los modernos estudios bíblicos han demostrado, sin embargo, que ni los profetas, ni san Pablo, ni siquiera los escritos apocalípticos del Nuevo Testamento, conciben el destino humano como ruptura radical con el universo físico. Hablando en términos generales, la primitiva ex­pectativa cristiana se dirigía a la llegada de una nueva era que, lejos de facilitar una vía de escape de él, transformaría o re-crearía el mundo. En consecuencia, lo que, en una versión intensificada del espíritu anti-cipatorio de Abrahán, Moisés y los profetas, esperaban las primeras co­munidades cristianas era el adviento de Dios desde el futuro15. Sin em­bargo, como consecuencia sobre todo de la platonización del cristianis­mo, el énfasis encarnacional de la esperanza bíblica cedió paso a una expectativa crecientemente dualista y acósmica. En vida de Teilhard, los exegetas y teólogos todavía se avergonzaban del entusiasmo escato-lógico de Jesús y los primeros cristianos. Aunque habían descubierto de nuevo la intensa esperanza de Jesús, los Sinópticos y Pablo, no sabían muy bien qué hacer con ella. Destacados pensadores cristianos propu­sieron incluso que la escatología debía ser desmitologizada a concien­cia, de suerte que Dios fuera concebido más como eterno presente que como desestabilizador futuro16. A Teilhard, por el contrario, se le puede reconocer el mérito de haber formulado una visión que intenta mante­ner viva la apertura bíblica a un futuro radicalmente nuevo para la rea­lidad toda. El vio en la evolución una nueva oportunidad de vincular la entera historia (story) de la vida, así como la historia (history) y el des-

15. Cf. J. MOI.TMANN, Theology of Hope: On the Grouiid and ¡mplkalhms of a Clihstiun Eschatology, Harper & Row, New York 1967 [trad. esp. del orig. ale­mán: Teología de la esperanza. Sigúeme, Salamanca 1989*].

16. Ibid., pp. 106-112.

lino del universo, con la anticipación bíblica de una nueva creación. Ya sólo por esta razón, cualquier teología de la naturaleza debe tomarse en serio sus escritos.

Teilhard como científico

Antes de examinar más detalladamente las contribuciones teológicas de Teilhard, es necesario decir una palabra sobre sus credenciales científi­cas. En vida, Teilhard fue tenido en la más alta estima como científico y era comúnmente reconocido por sus colegas como uno de los mejo­res geólogos del continente asiático. Pero, desde su muerte y la subsi­guiente publicación de El fenómeno humano, sus escritos no siempre han encontrado la aprobación de los científicos que los han leído. Tal aversión se debe en gran medida al hecho de que Teilhard se opone con vehemencia a la tendencia predominantemente materialista de muchos destacados científicos, en especial biólogos evolutivos. Los naturalistas científicos están predispuestos contra Teilhard no tanto por razones científicas cuanto por su convicción de que la evolución debe ser dis­tinguida cuidadosamente de la filosofía materialista.

La ciencia evolucionista tiene más sentido, pensaba Teilhard, en un marco metafísico no materialista, en un marco que conceda prioridad al futuro antes que al pasado. Los datos de la evolución se tornan menos, no más, inteligibles cuando son interpretados desde una perspectiva mecanicista o materialista, esto es, explicando el relato de la vida ex­clusivamente en función de causas físicas del tipo anterior-y-más-sen-cillo (earUer-and-simpler) pertenecientes a un pasado ya muerto. La vi­da y el universo sólo comenzarán a revelar su verdadero sentido si mi­ramos hacia el estuario del río de la evolución en vez de hacia su ori­gen. Tal como yo lo veo, Teilhard intentaba reemplazar la materialista «metafísica» del pasado por una «metafísica del futuro», una visión del mundo más acorde con la intuición abrahánica y paleo-cristiana de que la realidad última viene al presente como un futuro en continua reno­vación. Teilhard pensaba que semejante visión de la realidad es funda­mental para poner de relieve el hecho de que la evolución trae a la exis­tencia concreta nuevo ser o «más» ser17.

17. P. TEILHARD DE CHARDIN. HOW l believe, Harper & Row, New York 1969 [trad. esp. del orig. francés: Lo que yo creo, Trotta. Madrid 2005].

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Por consiguiente, gran parte de la negativa prensa que Teilhard de­be a sus críticos científicos tiene que ver menos con el desacuerdo con su investigación científica que con su adopción de una visión del mun­do opuesta al moderno materialismo científico. Por ejemplo, el premio Nobel Jacques Monod, bioquímico de profesión y mecanicista y mate­rialista confeso, desprecia a Teilhard por negarse a secundar lo que Monod considera la expulsión definitiva de la naturaleza -merced a la ciencia- de todo rastro de finalidad18. De modo análogo, el difunto pa­leontólogo de la Universidad de Harvard, Stephen Jay Gould, molesto por la convicción teilhardiana de que la evolución manifiesta una direc-cionaiidad global, lo vinculó sin fundamento con un famoso fraude cien­tífico19. Más recientemente, el muy respetado filósofo estadounidense Daniel Dennett ha tildado a Teilhard de «perdedor» sólo porque no sus­cribe el abierto materialismo de Dennett, ni la afirmación de éste de que evolución implica ateísmo2". El biólogo Julián Huxley y el renombra­do genetista Theodosius Dobzhansky eran entusiastas partidarios de Teilhard como científico y como visionario; pero el evolucionista esta­dounidense G.G. Simpson, a despecho de haber gozado de la amistad de Teilhard, sin duda consideraba que el científico jesuíta se engañaba al atribuir sentido teológico a un proceso natural que la ciencia evolucio­nista había destapado manifiestamente como carente de finalidad21.

Los artículos científicos profesionales de Teilhard nunca han sido controvertidos, y todavía hoy la mayoría de los científicos los conside-

18. J. MONOD, Chance and Necessity: An Essay on the Natural Phüosophy of Modern Biology. Knopf. New York 1971, p. 32 [tracl. esp. del orig. francés: El azar y la necesidad, Tusquets, Barcelona 19891.

19. Véase los artículos de SÍ . GOULD en los números de marzo de 1979, agosto de 1980 y junio de 1981 de la revista Natural History. Para una refutación de las críticas de Gould a Teilhard, cf. Th.M. KING, SJ, «Teilhard and Piltdown», en [Th.M. King, si. y J. Salmón, SJ (eds.)l Teilhard and the Unitv of Knowledge, Paulist, New York 1983, pp. 159-169.

20. D.C. DENNKTT, Darwin's Dangerous Idea: Evolution and the Meaning of Life, Simón & Schuster, New York 1995, p. 320 [trad. esp.: La peligrosa idea de Darwin: evolución y significados de la vida. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg. Barcelona 2000].

21. G.G. SIMPSON, The Meaning of Evolution, ed. rev., Bantam Books. New York 1971. pp. 314-315: «El hombre es el resultado de un proceso natural desprovis­to de finalidad que no lo contemplaba. Su aparición no estaba planeada... El hombre planifica y tiene propósitos. Planes, fines, metas, ausentes de la evolu­ción hasta este momento, entran en ella con la aparición del hombre y son inhe­rentes a la nueva evolución restringida a él».

rarían admirables22. Son las reflexiones filosóficas y teológicas de Teilhard sobre la evolución, como las contenidas en El fenómeno huma­no, las que han suscitado las objeciones de sus colegas científicos. Con todo, Harold Morowitz, un ampliamente respetado bioquímico contem­poráneo, ofrece una muy positiva valoración científica de El fenómeno humano2', aun cuando no suscriba la visión religiosa de Teilhard. A di­ferencia de Monod, Dennett y Gould, Morowitz es lo suficientemente justo para distinguir entre el Teilhard científico y el Teilhard pensador religioso. De hecho, Morowitz considera que El fenómeno humano contribuye en gran medida al conocimiento científico. Por ejemplo, se­ñala con razón que, muchos años antes de la formulación de la teoría del «equilibrio puntuado» de Gould y Niels Eldredge, Teilhard ya ha­bía ideado una manera equivalente de explicar la escasez de formas de transición en el registro fósil24. Morowitz también se pregunta qué ra­zones pudo tener Gould, reputado paleontólogo de Harvard, para atacar salvajemente a Teilhard vinculándolo sin prueba alguna con el famoso fraude de Piltdown25. Los críticos científicos de Teilhard deberían asi­mismo reconocer con mayor franqueza su temprana anticipación y de­senmascaramiento de la clase de anti-darwinismo tan visible hoy entre creacionistas y defensores del «diseño inteligente». Para Teilhard, la vuelta a una idea pre-darwinista de un mago divino que realiza actos de creación especial, lejos de honrarlo, rebaja el poder creador de Dios.

Teilhard también entendió con nitidez la diferencia entre ciencia y reflexión filosófica sobre la ciencia. Por desgracia, sin embargo, no siempre hizo suficientemente explícita esta distinción. En las páginas

22. Para una acreditación del prestigio de Teilhard como científico, véase B. TOWERS, Concerning Teilhard, and Other Writings on Science and Religión, Collins, London 1968.

23. H.J. MOROWITZ, The Kindlv Dr. Guillotin and Other Essays on Science and Life, Counterpoint, Washington.' D.C. 1997, pp. 21-27 [trad. esp.: El filantrópico doc­tor Guillotin y otros ensavos sobre la ciencia y la vida, Tusquets, Barcelona 20051.

24. fbicl. Véase también el, por desgracia, olvidado libro de Teilhard, The Vision oj the Past, Harper & Row, New York 1966 [trad. esp. del orig. francés: La visión del pasado, Taurus, Madrid 1967]. La lectura de esta importante recopilación de ensayos ayudaría a acabar con muchas de las caricaturas de Teilhard como per­sona carente de rigor científico. El libro incluye también brillantes defensas de la evolución frente a los ataques de creacionistas y otros críticos de la biología darwinista.

25. H.J. MOROWITZ, The Kindlv Dr. Guillotin, pp. 21-27.

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iniciales de El fenómeno humano, afirma que este libro debe ser leído «no sólo como si se tratara de una obra metafísica, y menos aún como una especie de ensayo teológico, sino única y exclusivamente como una memoria científica»2". Sin embargo, El fenómeno humano es mucho más que ciencia, al menos tal y como ésta es entendida por regla gene­ral. Como acertadamente propone Ian Barbour, la manera más adecua­da de leer la mayoría de las principales obras de Teilhard -libros como El fenómeno humano, El futuro del hombre y La energía humana- es reconociendo que se trata, en esencia, de incursiones en una teología de la naturaleza, y no de tratados científicos sin más27.

En cualquier caso, Teilhard se opone a toda filosofía o teología de la naturaleza que prescinda de lo que está justo delante de nuestros ojos, en especial el fenómeno humano. Por desgracia, cuando los científicos se toman la molestia de investigarlo, casi siempre recurren a categorías explicativas incapaces de iluminar lo que es distintivamente humano. Suelen poner entre paréntesis lo que todos nosotros sabemos ya, «des­de dentro», que es nuestro rasgo más distintivo: la subjetividad, la ca­pacidad de sentir, pensar, tomar decisiones y amar. Así, inexorable­mente terminan explicando el fenómeno humano, incluida la mente, con ayuda de categorías que son demasiado angostas para clarificar su carácter distintivo y novedoso en la evolución. La ciencia, debido a su hábito de prescindir de toda mención de la interioridad de la naturale­za, no consigue decirnos todo lo que necesitamos saber sobre lo que realmente acontece en el Universo.

El universo de Teilhard: ¿qué fue lo que «vio»?

Teilhard fue uno de los primeros científicos del siglo xx en percatarse de que todo el universo, no sólo la historia (story) de la vida, tiene ca­rácter histórico. Propuso que, en nuestro planeta, los proceso naturales han engendrado sucesivamente el ámbito de la materia (la geoesfera), luego la vida (la biosfera) y, más recientemente, la esfera de la mente o noosfera. Esta última es el «estrato pensante» de la historia de la Tierra,

26. R TEILHARD DE CIIARDIN. The Human Phenomenon, p. I [trad. esp. del orig. francés: El fenómeno humano, Taurus, Madrid 19715).

27. I.G. BARBOUR, «Five Ways to Read Teilhard»: The Teilhard Review 3 (1968), pp. 3-20.

una red compuesta de personas humanas, sociedades y logros cultura­les y tecnológicos. Teilhard se quejaba de que los científicos no habían sido capaces de ver que la noosfera es uno de los desarrollos más im­portantes de la historia del universo. Aunque la reciente aparición de la noosfera forma parte a todas luces de la historia cósmica, irónicamente aún no se ha convertido en tema central de la cosmología, ni siquiera de la historia de la Tierra. El geólogo tiene que buscar niveles emergentes en la evolución planetaria; y, a buen seguro, la noosfera es uno de ellos. Sin embargo, la mayoría de los geólogos no han sido capaces de verla -y lo mismo cabe decir de los cosmólogos- como un nuevo estrato en la historia natural sin solución de continuidad con el entero devenir del universo. Tras esta cautela se oculta la sospecha dualista, apenas supe­rada, de que, al fin y al cabo, el mundo del pensamiento, el mundo hu­mano, no forma realmente parte del universo. El fenómeno del pensa­miento sigue estando hoy fuera del mapa de la ciencia natural y de la mayor parte de la filosofía de la naturaleza \

Por lo que atañe a la teología de la naturaleza, el hecho de que el mundo del sujeto y el fenómeno del «pensamiento» sean considerados parte de la naturaleza en vez de permanecer esencialmente extraños a ella reviste una gran importancia. El empirismo más abarcante de Teilhard, que devuelve el dominio del pensamiento a su verdadero ho­gar en la naturaleza, cuestiona la metafísica materialista del naturalis­mo científico que subyace al supuesto moderno de que el universo ca­rece de finalidad. Al mismo tiempo, la negativa de Teilhard a separar la subjetividad -o el pensamiento- de la naturaleza como un todo ofrece a la teología una vía para dar sentido a la creencia cristiana de que Dios actúa en la naturaleza de modo sumamente íntimo y efectivo, si bien siempre misterioso.

¿Cómo puede la teología lograr eso? Para empezar, al insistir en que la reciente emergencia del pensamiento en la evolución se halla vinculada sin solución de continuidad al conjunto de la historia cósmi­ca, el rico empirismo de Teilhard excluye toda segregación dualista de la mente o el espíritu respecto del universo físico. Nunca ha existido de hecho un ámbito de materia esencialmente mecánico, pues la materia, desde el inicio mismo del universo, siempre ha estado grávida de men-

28. Cf. B.A. WAU.ACE, The Tahoo of Suhjectivity: Toward a New Science of Consciousness, Oxford University Press, New York 2000.

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te (y de espíritu). Una vez que concedemos este punto, deja de ser teo­lógicamente inconcebible que el Espíritu de Dios pueda interactuar de forma poderosa con la totalidad del universo físico. Puesto que nunca ha estado, en esencia, desprovisto de mente o espíritu, el «material» del universo es permeable a la inmanente presencia divina de una manera que resulta imposible de conceptuar mientras el universo sea pensado como lo hace la sola mecánica.

En la cosmología de Teilhard, materia y espíritu son etiquetas para dos tendencias polares en Ja evolución de la naturaleza, no dos tipos se­parados de sustancia. «Materia» es la tendencia de la naturaleza a reca­er en un estado de mera multiplicidad e incoherencia. «Espíritu» es, por el contrario, la tendencia de la naturaleza a avanzar hacia la unidad. Además, es el espíritu, no la materia, lo que confiere solidez y consis­tencia al cosmos. En último término, Dios el Creador es el centro o su-percentro que inicia y funda la proclividad del mundo hacia la unidad futura. Dios crea el universo unificando las cosas ab ante, desde lo que aguarda «ahí delante». Puesto que la ciencia nos informa de que el uni­verso es un proceso todavía en marcha, cabe pensar a la naturaleza co­mo suspendida entre dos diferentes clases de atracción: una hacia la fragmentación (el pasado) y otra hacia la comunión (el futuro). Así, la teología no debería seguir concibiendo el mundo como dividido en dos ámbitos separados: materia y espíritu. Antes de que la ciencia descu­briera que el universo todavía está viniendo al ser, era más fácil permi­tirse tal partición; pero, desde que nos hemos percatado de que el cos­mos ha estado siempre en devenir y en proceso de engendrar concien­cia, resulta más fácil entenderlo como abierto de continuo a la acción de Dios, incluso en las fases primitivas que solemos considerar pura­mente materiales-9.

Puesto que su consistencia o concreta solidez sólo puede ser apre­hendida en la medida en que la materia deviene espíritu, «era imposi­ble explicar el cosmos como polvo de elementos inconscientes, sobre los cuales, por alguna incomprensible razón y a modo de accidente o molde, florece la vida». El universo

29. P. TEILHARD DE CHARDIN, The Divine Milieu: An Essay on the Interior Life, Harper & Row, New York 1960, pp. 105-111 [trad. esp. del orig. francés: El me­dio divino: ensayo de vida interior, Alianza, Madrid 2005]; ID., Human Energy, p. 57: «En un sentido bien determinado, no hay materia y espíritu. Todo lo que existe [en el mundo creado] es materia que deviene espíritu».

«...está fundamental y primordial mente vivo y, en su historia comple­ta, no es -en último término- sino un inmenso ejercicio psíquico. Desde esta perspectiva, el hombre sólo es aquel punto de emergencia en la naturaleza en el que la profunda evolución cósmica culmina y se manifiesta. A partir de este momento, el hombre deja de ser una chis­pa caída por casualidad sobre la Tierra, procedente de otro lugar. Es la llama de una fermentación general del universo que, de súbito, estalla en la Tierra»"'.

Dado que siempre ha existido una tendencia cósmica hacia la emer­gencia de la mente y el espíritu, el cosmos nunca ha estado, en esencia, desprovisto de mente o espíritu.

¿Por qué tiene interés todo esto para la teología de la naturaleza? En parte, porque la columna vertebral intelectual del moderno cuestiona-miento de la fe cristiana -y, de hecho, de la religión en general- es el materialismo científico, un sistema filosófico de creencias que afirma que el universo carece inicial, esencial y finalmente de mente y espíri­tu. Es sobre todo esta visión de la realidad lo que, para muchos pensa­dores modernos, se ha convertido en el fundamento de su repudio de la fe cristiana. Teilhard, por consiguiente, está decidido a poner de mani­fiesto la superficialidad del credo materialista. Lo atribuye a una fala­cia lógica que denomina «ilusión analítica». Se trata de la tendencia a contemplar la naturaleza «bajo una desmesurada lente de aumento». La ilusión analítica da por sentado que podemos llegar hasta el fondo de los fenómenos de la vida y la inteligencia descomponiéndolos mental­mente en inertes gotitas de «materia»". Sin embargo, en concreto no existe tal cosa como la materia; y cuando los materialistas piensan que, llamando la atención sobre los elementos materiales constituyentes, ofrecen una explicación fundamental de la vida y la materia, no hacen sino confundir falazmente abstracciones con entidades concretas. El materialismo científico es la consecuencia de un error no sólo de visión, sino de lógica.

El materialismo no deja sitio en la naturaleza para el «pensamien­to» ni para la influencia de Dios. Pero a estas alturas ya debería estar­cí aro que la conciencia es parte plena de la naturaleza y que la emer-

30. P. TEILHARD DE CHARDIN, Human Energy, p. 23 [trad. esp. del orig. francés: La energía humana, Taurus, Madrid 1967].

31. P. TEILHARD DE CHARDIN, Activation of Energy, p, 139 [trad. esp. del orig. fran­cés: La activación de la energía, Taurus, Madrid 1967].

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gencia del pensamiento constituye la floración de una potencialidad la­tente en la materia desde el comienzo mismo del universo. Lo cual sig­nifica que no puede haber habido ningún momento en la historia natural en el que el material del universo haya estado cerrado a la mente, al es­píritu o a Dios. La acción divina en el mundo podría ser difícil de con­cebir si la materia fuese, en esencia, extraña a la mente; pero la idea de una materia privada de mente es producto de una ilusión lógica y de la incapacidad de «ver» la interioridad de la naturaleza. Y es justo esta in­terioridad lo que posibilita que un Sujeto supremo, supra-personal -el Espíritu de Dios, en otras palabras-, interactúe de manera íntima con la naturaleza12. La interioridad de la materia es asimismo lo que permite al Cristo encarnado y ahora resucitado reunir al universo entero, de forma real y no sólo figurada, en la excelsa majestad de su cuerpo eucarístico11.

Teilhard, al contrario que los materialistas científicos, está conven­cido de que la existencia de la conciencia -y del universo del que ésta ha emergido- exige, amén de las habituales explicaciones científicas, una clase más profunda de explicación. Y la búsqueda de esa profundidad explicativa es la razón de que su pensamiento resulte tan desconcertan­te y a menudo inaceptable para otros científicos. Teilhard concede que la biología y otras ciencias pueden alcanzar una explicación más o me­nos adecuada del proceso externo de complejificación de la naturaleza. Pero lo que necesita una explicación más completa es el hecho obvio de que la complejidad exterior va acompañada de una creciente interiori­dad, que, en los seres humanos, termina convirtiéndose en pensamiento.

La interioridad, incluida la auto-conciencia reflexiva es, sin lugar a duda, parte del mundo natural. Así, parece profundamente irónico que el naturalismo científico haya apartado de manera sistemática su aten­ción de este fenómeno, el más obvio y real de todos. En vez de con­templarlo a la luz del hecho de que ha devenido consciente, el natura­lismo científico afirma que el universo es, en esencia, no consciente.

32. «Si el cosmos fuera esencialmente material, sería incapaz, desde el punió de vis­ta físico, de albergar al hombre. Por consiguiente, cabe concluir (y éste el pri­mer paso) que, en su ser interior, está compuesto de un elemento espiritual» (P. TEILHARD DE CHARDIN, Human Energy, pp. 119-120 [trad. esp. del orig. francés: La energía humana, Taurus, Madrid 1967]).

33. P. TEILHARD DE CHARDIN, «The Mass on the World», en [Th.M. King (ed.)J Teilhard's Mass: Approaches lo «The Mass on the World», Paulist, New York 2005. pp. 145-158 [trad. esp. del orig. francés: «La misa sobre el mundo», en El corazón de la materia, Sal Terrae. Santander 2002, pp. 125-140].

Luego, no sin una cierta aura de brujería, intenta «explicar» el hecho emergente de la mente en función exclusiva de lo que considera una au­sencia previa y subyacente de todo rasgo mental. Para Teilhard, esto es como intentar sacar un conejo de un sombrero. En aras de lograr que el imposible proyecto de explicar la mente en términos de un material des­provisto de rasgos mentales parezca viable, algunos científicos y filó­sofos contemporáneos se han ido incluso al extremo de negar que la subjetividad consciente posea realidad alguna. Sin embargo, Teilhard insiste en que un empirismo profundo y abarcante no puede dejar vero­símilmente fuera de cualquier mapa inclusivo de la naturaleza el hecho del pensamiento, por no hablar del espíritu34.

El pensamiento y el espíritu son demasiado luminosos para ser cap­tados por una ciencia acostumbrada a mirar sólo a las abstracciones mentales privadas de rasgos mentales que resultan de la ilusión analíti­ca. Por consiguiente, para hacer sitio a la mente en la naturaleza, todo el que presuma de ver las cosas como en realidad son debe contemplar el mundo evolutivo pre-humano con ayuda de categorías explicativas suficientemente amplias para permitir la eventual emergencia de la sub­jetividad humana desde dentro de las entrañas de la propia naturaleza. El pensamiento moderno no ha estado abierto a semejante inclusividad. Típicamente, su imagen del mundo natural ha sido tal que en ella no ha habido sitio para sujetos de ninguna clase, y mucho menos para noso­tros. Teilhard, por el contrario, sitúa al ser humano y a otros sujetos en completa continuidad con el cosmos aún emergente. Por lo que atañe a una teología de la naturaleza, esto hace al universo del todo transpa­rente a la acción creadora del Espíritu de Dios, al tiempo que confiere extensión cósmica al sujeto humano.

Una nueva espiritualidad

El Dios encarnado ha descendido a esta omnipresente orientación del cosmos hacia el espíritu. El Dios hecho carne en Jesucristo es la anhe­lada solidez, el futuro del todo concreto y coherente sobre el que des­cansa el universo «como único sostén». Desde un punto de vista teoló-

34. Este punto se desarrolla más por extenso en el libro de Teilhard El fenómeno hu­mano, Taurus, Madrid 197P.

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gico, lo que en realidad acontece en la evolución es que Dios deviene crecientemente encarnado en el mundo (un punto atestiguado en espe­cial por las enseñanzas cristológicas) y el mundo estalla «hacia arriba penetrando en Dios»35. Bajo la superficie de lo descubierto por la cien­cia está el drama eterno del abajamiento y la promesa de Dios.

Todo lo que podemos discernir en el pasado cósmico con ayuda de la ciencia sugiere que el universo está habitualmente abierto a un in­cremento adicional de ser y valor. Y no hay ninguna razón para pensar que esta apertura a devenir más haya sido ahora suspendida o cancela­da. Dicho con otras palabras, ahora desde un punto de vista teológico, el universo está siendo creado todavía y el cuerpo de Cristo se encuen­tra en pleno proceso de formación. Cada eucaristía es una declaración de que lo que «en realidad está aconteciendo» justo ahora es que Cristo continúa reuniéndonos -nuestras tareas, nuestro gozos, nuestras mer­mas-, junto con el cosmos entero, en su propio cuerpo3''.

La intensificación de la conciencia, la unidad, la,diversidad, la be­lleza, la libertad y el amor -a todo ello se refiere Teilhard como naci­miento de «espíritu»- es lo más importante, lo supremamente impor­tante, que está aconteciendo en el universo y culminará en la redención del mundo en Cristo. Así, sería una pena para los cristianos pasar por la vida sin conciencia alguna de que todos somos invitados a cada instan­te a implicarnos en la gran obra de incrementar el ser del universo, es­to es, a hacer del cosmos, como cuerpo dilatado de Cristo, más de lo que es y ha sido. Pero si no vemos primero que algo trascendental ya está en marcha en el universo, nuestras esperanzas y nuestra aspiración moral carecerán del poder, el dramatismo y el espíritu de aventura que de otro modo tendrían. He ahí la razón por la que la ciencia es tan im­portante para la espiritualidad cristiana.

Por consiguiente, pienso con Teilhard que la más acusada deficien­cia de la espiritualidad contemporánea, de la cristología y también de la mayor parte de la teoría ética, ya sea religiosa o secular, es haber desa­provechado el universo. A causa de la incapacidad de ver que nuestras vidas forman parte de una corriente cósmica que, aun cuando titubean­te, fluye hacia el océano de lo que es más, nuestra vida moral carece de

35. P. TKILHARD DK CHARDIN, The Future of Man, p. 83 [trad. esp. del orig. francés: El porvenir del hombre, Taurus, Madrid 1967].

36. P. TEILHARD DE CHARDIN, «La misa sobre el mundo», en El corazón de la mate­ria, Sal Terrae, Santander 2002, pp. 125-140

un incentivo adecuadamente vigorizador y comienza a ir a la deriva sin meta, estoicamente y antropocéntricamente. en un mar silencioso. En su «Misa sobre el mundo», Teilhard ora: «¡Haz que se manifieste, Dios mío, por la audacia de tu revelación, la timidez de un pensamiento pue­ril que no osa concebir nada más vasto ni más vivo en el mundo que la miserable perfección de nuestro organismo humano»37. Estas palabras deberían ayudar a disipar la acusación, a menudo repetida, pero erró­nea, de que el pensamiento de Teilhard es perniciosamente antropocén-trico. Lo que él pide es una transformación cósmica de la esperanza y la virtud, y su intención es hacernos sentir en profundidad que todos formamos parte de un drama cósmico del que nuestros antepasados en la religión nada sabían.

En la actualidad, quizá fuera posible adoptar una perspectiva así de amplia en nuestra búsqueda de una base unificadora para una ética glo­bal y ecológicamente responsable. Sin embargo, hasta ahora el cosmos ha estado prácticamente ausente en los intentos, por lo demás nobles, de alcanzar un consenso moral planetario. Parece que la mayoría de los moralistas todavía pasan por alto el hecho de que la Tierra es parte de un universo mucho más abarcante en el que se está fraguando algo ini­maginablemente inmenso, bello, misterioso y trascendental. Los mora­listas y los directores espirituales rara vez consideran la posibilidad de que la acción humana pueda ser re-dirigida y tonificada por la concien­cia de que nuestro planeta tiene un importante papel que desempeñar en un drama de la creación mucho más incluyente, en un drama que, de he­cho, es cósmico y crístico.

El supuesto general subyacente a la mayor parte de la espiritualidad moderna y contemporánea es que lo que acontece en el universo tiene muy poco que ver con lo que ocurre en el plano terrestre, ecológico, na­cional y eclesial, así como en nuestras vidas personales y familiares. Sin embargo, el fenómeno humano, como subraya Teilhard, «depende de la evolución sideral del globo, el cual, a su vez, depende de la evo­lución cósmica total»3K. Pasar por alto las raíces cósmicas del deber, piensa Teilhard, equivale a quedarnos intelectual, ética y espiritual-mente varados.

37. Ibid.,p. 131. 38. P. TEILHARD DE CHARDIN. Human Energy, p. 22 [trad. esp. del orig. francés: La

energía humana, Taurus, Madrid 1967].

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Tcilhard se admiraría de cuántos de nosotros tomamos en conside­ración de manera sistemática en nuestros pensamientos sobre Dios y Cristo el contexto cósmico de la vida humana. Hacerlo así en modo al­guno implica el abandono de las doctrinas religiosas acreditadas por el tiempo o de virtudes como la humildad, la gratitud, la moderación, la justicia y el amor. Antes bien, éstas recibirán así un sentido más loza­no. En un escenario más cósmico, la actividad ética y la adoración de Cristo significarán que nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor participan de la creación continua del universo. Para la espiritualidad y la ética cristianas, esto significa relacionar nuestra búsqueda del reino de Dios o nuestra construcción del cuerpo de Cristo con la continua creación de los cielos y la tierra. La adopción de una espiritualidad cós­micamente reformada no implica que debamos dejar de hacer las cosas pequeñas y a menudo terriblemente monótonas que siempre hemos te­nido que hacer. Pero, al menos, ahora podemos situar incluso las tareas y obligaciones menos interesantes de la vida diaria dentro del marco de esperanza en la consumación del universo entero. Teilhard cree que tal perspectiva podría ennoblecer nuestros modestos esfuerzos e infundir­les vigor.

A Teilhard le preocupaba profundamente el persistente dualismo religioso que sigue segregando del universo la sensibilidad moral de las personas religiosas. Esta ruptura, afirma, no hace más que «enfermar» al cristianismo, impidiéndole sentir la vivificadora savia procedente de las raíces cósmicas. El «entusiasmo por lo vivo» debe apuntalar todo serio esfuerzo ético, pero tal vitalidad necesita de la convicción de que nuestros esfuerzos cuentan con el respaldo del universo3''. A causa de la incapacidad de reconocer que estamos siendo invitados a participar en la gran obra de la creación cósmica, la obligación religiosa -o, para los cristianos, el seguimiento de Cristo- tiende a convertirse en una cues­tión de obediencia a imperativos categóricos arbitrarios o mandatos di­vinos extrínsecos en aras de una recompensa en la otra vida o, en el me­jor de los casos, de una mejora de nuestra persona y de la condición hu­mana. Pero ¿para qué? Aislada de la conciencia de formar parte de un imponente drama cósmico y careciendo de una apreciación plena de las doctrinas de la creación y la encarnación, la vida ética cristiana se con-

39. P. TEILHARD DI-, CHARDIN, Activation of Energy, pp. 231-243 [trad. esp. del orig. francés: La activación Je la energía, Taurus, Madrid 1967].

vierte en un asunto de «matar el tiempo»; y la redención, en una mera «cosecha de almas» extraídas del universo.

A fin de que exista una esperanza sana y robusta, es necesario que haya espacio para que ocurra algo más: nada «corta las alas de la espe­ranza» o subvierte el incentivo a la acción moral entusiasta más grave­mente que el supuesto religioso de que todo lo grande e importante ha ocurrido ya en un espléndido pasado mítico o cósmico y que, por con­siguiente, el esfuerzo humano no puede conducir, en el mejor de los ca­sos, más que a la restauración de lo que ya fue4". Sólo la «pasión por ser final y permanentemente más», la apertura al futuro de la creación, afir­ma Teilhard, está en condiciones de sostener nuestra vida espiritual y ética e infundirle vigor41.

El esfuerzo moral y la fugacidad del universo

Por último, según Teilhard, el incentivo para hacer el bien requiere asi­mismo, sin embargo, la confianza en que nuestros esfuerzos pueden te­ner impacto duradero en la totalidad de cosas. Y puesto que el propio universo terminará pereciendo, observa el jesuíta francés, debe existir una garantía más permanente de que nuestras aspiraciones espirituales y nuestros esfuerzos morales no son, en último término, vano. Como in­formado científico, Teilhard no niega que la entropía predice el fin tem­poral del universo físico. Pero la posibilidad de una «muerte total», aña­de, «sellaría de inmediato en nosotros las fuentes de donde beben nues­tros esfuerzos...»42. Desde un punto de vista cristiano, al margen de la reunión de todos los acontecimientos en el cuerpo de Cristo y, por en­de, en la vida eterna de Dios, no sería razonable confiar en que la larga historia (story) cósmica de la creación añadirá lo más mínimo al final.

Para muchos de nuestros contemporáneos, toda esta idea de la soli­citud divina por la conservación de lo creado no es sino dar palos a cie­gas en medio de la oscuridad. En el capítulo 9 acometeré el análisis de

40. P. TEILHARD DH CHARDIN, Christianity and Evolution, Harcourt Brace Jovano-vich, New York 1969. p. 79 [trad. esp. del oriu. francés: Lo que xo creo, Trotta, Madrid 20051.

41. P. TEILHARD DE CHARDIN. HOW l betieve, Harper & Row. New York 1969, p. 42 [trad. esp. del orig. francés: Lo que YO creo, Trotta. Madrid 20051.

42. Ibid.. pp. 43-44.

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esta increencia. Por el momento, baste con señalar que es difícil que una conciencia empírica -en sentido amplio- de lo que acontece en el universo, una manera de mirar que nos ayude a superar la ilusión ana­lítica, pueda dejar de percibir el perpetuamente emergente milagro de un universo anticipatorio que, de hecho, lleva catorce mil millones de años trayendo a la existencia más a partir de menos. Así, para Teilhard, no supone ningún salto irracional confiar en que el mismo horizonte fu­turo -él lo llama «Dios-Omega»- que hasta ahora fielmente ha mante­nido al universo abierto a la aparición de «lo que es más» sea capaz al final, en el abrazo compasivo del Cristo cósmico y en la comunión del Espíritu Santo, de introducir asimismo para siempre en su propio abra­zo, duradero y salvador, el conjunto de la evolución y los resultados del esfuerzo humano. Aun entonces, como pienso que suscribiría Teilhard, eternamente habrá espacio suficiente para que ocurra todavía más.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

GRUMETT, David, Teilhard de Chardin: Theology, Humanity and Cos­mos, Peeters, Leu ven y Dudley (Mass.) 2005.

TEILHARD DE CHARDIN, Pierre, Christianity and Evolution, Harcourt Brace Jovanovich, New York 1969 [trad. esp. del orig. francés: Lo que yo creo, Trotta, Madrid 2005].

— The Future of Man, Harper & Row, New York 1964 [trad. esp. del orig. francés: El porvenir del hombre, Taurus, Madrid 1967],

— Hymn qfthe Universe, Harper Colophon, New York 1969 [trad. esp. del orig. francés: Himno del Universo, Trotta, Madrid 1996].

6 EVOLUCIÓN Y PROVIDENCIA DIVINA

/ \ diferencia de Teilhard de Chardin, la mayoría de los cristianos han encontrado serias dificultades para aceptar la nueva biología. La cues­tión principal, ahora como siempre, es cómo conciliar la evolución con la idea de la providencia divina'. Después de Darwin, ¿qué significa de­cir que Dios «provee» por el mundo o cuida de él2? Ya con anterioridad a la era de la ciencia, por supuesto, el sufrimiento y el mal siempre ha­bían impelido a la gente a preguntarse si Dios se preocupa en realidad del mundo; pero la relativamente nueva conciencia de la evolución ha hecho que esa pregunta sea hoy más acuciante que nunca. ¿Qué signi­fica la «providencia divina» si la vida surge y se diversifica sobre la Tierra de la manera propuesta por Darwin y sus herederos científicos?

Antes de Darwin, la fe en la providencia divina concordaba cómo­damente con la visión estática y jerárquica del mundo que había preva­lecido durante siglos. La imagen del mundo dominante en el pensa­miento occidental después de Platón y Aristóteles consistía, por regla general, en una «gran cadena del ser» que iba desde la humilde materia

Este capítulo empica materiales de mi Boyle Lecture, «Darwin, Design and the Promise of Nature», pronunciada en Londres en febrero de 2004 y publicada en Science and Christian b'aith 17 (2005), pp. 5-20, así como de mi Sophia Lecture en la Washington Theological Union (publicada con el título: «What II Theology Took Evolution Seriouslv». en la New Theology Review [noviembre de 2005], pp. 10-20). Para responder a esta pregunta, pasaré por alto de propósito la tradicional dis tinción entre providencia general y providencia especial, sobre todo porque la primera tiende a pensar a Dios de manera deísta, mientras que la segunda suele hacerlo en un sentido excesivamente intervencionista.

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en lo más bajo hasta la creadora sabiduría divina en lo más alto1. El in­tervalo entre la materia y Dios estaba ocupado, escalonadamente, por plantas, animales, seres humanos y ángeles, todos los cuales contri­buían a una rica plenitud vertical de creación en la que cada ser tenía un lugar asignado por Dios. Además, la diferenciación de niveles permitía a los hombres sentirse radicalmente distintos de los demás seres vivos. Creados «a imagen y semejanza de Dios», quienes profesaban la fe bí­blica podían asumir que, desde lo alto, Dios cuidaba de ellos de mane­ra especial.

Sin embargo, comparemos esta venerable cosmografía con la con­cepción científica del universo que hemos descrito en la introducción de este libro. Recuérdense los treinta grandes volúmenes, cada uno de cuatrocientas cincuenta páginas, con cada página representando un mi­llón de años en un universo de aproximadamente catorce mil millones de años. La vida espera para hacer su aparición hasta el vigésimo se­gundo volumen, esto es, hasta hace unos tres mil ochocientos años; la explosión del Cámbrico, con su rápida diversificación de formas de vi­da, no se produce hasta las últimas páginas del vigésimo noveno volu­men; y nuestros antepasados homínidos sólo comienzan a surgir cuan­do no restan más que algunas páginas para llegar al final del trigésimo volumen. Los «humanos modernos», dotados de inteligencia y capaci­dad para la ética, la aspiración religiosa y la indagación científica úni­camente entran en escena en las líneas conclusivas de la última página de este postrer libro.

Así pues, la pregunta que nos planteamos aquí es si será posible re-bobinar el hilo de la solicitud providencial de Dios, que durante siglos colgó de la cosmología jerárquica, alrededor del nuevo relato horizon­tal -en treinta volúmenes- de un mundo todavía en proceso de emerger. Las sensibilidades y aspiraciones formadas en el contexto de las cos­mologías antiguas y medievales, ¿pueden siquiera sobrevivir, por no hablar de encontrar nueva vida, en la flamante imagen de un universo en evolución4?

3. A.O. LOVKIOY. The Great Chain of Being: A Study of the History of un Idea, Harper & Row, New York 1965 jtrad. csp.: IM gran cadena del ser. Icaria, Barcelona 1983|.

4. Para un tratamiento más detallado, véase mi libro God aj'ter Darwin: A Theolo-gv of Evohition. Westview, Boulder (Co.) 2000.

Imaginar un despliegue gradual de la Gran Cadena del Ser en el curso de un prolongado periodo de tiempo era posible incluso antes de Darwin. El principio de plenitud, que sostiene que todo nivel de la je­rarquía debe estar ocupado por el conjunto idóneo de seres, podía ser implementado, en principio, por un «programa» providencial para un despliegue más parsimonioso de la creación'. En otras palabras, la fe en la gobernanza divina no es, en principio, incompatible con una concep­ción evolucionista de la naturaleza. Sin embargo, a muchos cristianos, así como a muchos biólogos escépticos en lo religioso, la receta espe­cíficamente darwinista para el surgimiento y la proliferación de la vida a lo largo de los últimos cuatro mil millones de años les parece no com­ponible con un Dios que de verdad se preocupe del mundo. En palabras del filósofo David Hull, la evolución biológica está «plagada de casua­lidad, contingencia, derroche increíble, muerte, dolor y espanto». Cual­quier Dios que permitiera que la vida evolucione de la manera descrita por la ciencia darwinista sería «despreocupado, indiferente, casi diabó­lico». Esa no es precisamente, añade Hull, «la clase de Dios a quien uno pueda sentirse inclinado a orar»''.

La concepción darwinista de la evolución consiste en tres rasgos genéricos que, al menos a primera vista, parecen sugerir cualquier co­sa salvo la delicada guía de la providencia divina. En primer lugar, la evolución comporta abundancia de accidentes, y éstos parecen ser la antítesis de todo plan divino. Incluso el origen de la vida se les antoja ahora a los científicos puramente espontáneo antes que atentamente planeado por un creador. Además, las variaciones genéticas (mutacio­nes) que facilitan la materia prima del cambio y la diversidad evolutiva son de todo en todo aleatorias y, por ende, no dirigidas. Los accidentes en el amplio barrido de la historia (history) natural también configuran la biografía (story) de la vida. Los cambios climáticos, las glaciaciones, los terremotos, las erupciones volcánicas, los impactos de asteroides y otros fenómenos semejantes han hecho serpentear las sendas de la evo­lución de la manera más impredecible. Por ejemplo, hace unos sesenta y cinco millones de años, según parece, un gran objeto procedente del

V Ch.C. GlLLlst'lt;, Génesis and Geology: A Study of the Relations of Scientific Thoughl, Natural Theology, and Social Opinión in Great fíritain, 1790-1850, Harvard University Press, Cambridge (Mass.) 1996. p. 18.

(>. D. HULL, «The God of the Galápagos»: Nature 352 (8 de agosto de 1992) p. 486.

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espacio exterior se estrelló contra la Tierra con enorme fuerza. El im­pacto produjo una explosión de tal magnitud que la atmósfera terrestre resultó drásticamente alterada, grandes reptiles como los dinosaurios se extinguieron y su desaparición marcó el comienzo de la era de los ma­míferos. La eventual evolución de los primates, homínidos y humanos parece haber dependido de una catástrofe fortuita en la historia natural, suceso que pocos de nosotros habríamos calificado de providencial si lo hubiésemos presenciado directamente7. Entonces, ¿cómo cabe con­ciliar la devota confianza en la solicitud de Dios con el elevado grado de casualidad o contingencia constatable en la evolución?

En segundo lugar, la receta de Darwin incluye, muy en particular, la selección natural, el despiadado mecanismo que elimina todas las formas de vida no adaptadas a su entorno. La selección natural segrega los «aptos» de los «no aptos» sin parar mientes en su valor intrínseco, sus sentimientos o sus ganas de vivir*. Una de las preguntas principales para la teología, no menos importante en la actualidad que en los años inmediatamente subsiguientes a la publicación de la obra de Darwin El origen de las especies, es cómo armonizar la providencia divina con la ceguera, la lucha, el sufrimiento, la muerte y la índole derrochadora de la selección natural9.

Es verdad que los científicos se están percatando ahora de que en la evolución hay algo más que la brutalidad que comporta la selección na­tural. La evolución también requiere la cooperación así dentro de una misma especie como entre especies distintas. No obstante, es improba­ble que, en alguna revisión futura de la teoría, se descarte la idea de la selección natural, aun cuando el preciso alcance de su papel creador en la evolución pueda seguir siendo debatido sin término. En cualquier ca­so, la teología siempre estará obligada a confrontarse con el carácter aparentemente impersonal de la evolución'". En la larga historia (story)

7. Aunque se acepte la teoría de la «convergencia evolutiva», según la cual filos no relacionados entre sí pueden desarrollar rasgos análogos, tales como ojos o alas, ello en modo alguno refuta el hecho de que la contingencia abunda en la histo­ria de )a vida. Cf. S. CONWAY MORRIS. Life's Solution: Inevitable Humans in a Lonely Universe, Cambridge University Press, New York 2003.

8. Desde un punto de vista biológico, «eficacia o adecuación» (fitness) denota la probabilidad que un organismo tiene de reproducirse, esto es, de transmitir sus genes a la generación siguiente.

9. Véase Ch.C. GILLISPIE, Génesis and Geology, p. 220. 10. Para un análisis de algunos intentos previos de relacionar a Dios con la evolu-

de la vida, la selección natural ha dejado tras de sí un profundo desfila­dero de pérdida y dolor. En consecuencia, muchas personas sensibles han renunciado a intentar encontrarle sentido religioso. La teología de la naturaleza, sin embargo, no puede menos de encarar frontalmente las implicaciones de la selección natural.

En tercer lugar, para ser ricamente creativa, la combinación de va­riaciones accidentales y ciega selección requiere una enorme cantidad de tiempo. De hecho, el universo tal como es entendido por la cosmo­logía contemporánea ha dado a la vida un lapso de varios millones de años para experimentar. La nueva conciencia del larguísimo tiempo que ha sido necesario para llevar desde los microorganismos a los seres hu­manos parece cuestionar asimismo la confianza religiosa en la provi­dencia divina. El evolucionista Richard Dawkins, un ateo franco, su­giere que, si la vida hubiera contado sólo con un intervalo de unos seis mil años, como en la Biblia, no habría habido suficiente tiempo para que las células primitivas evolucionaran hasta producir algo tan com­plejo como el ojo o el cerebro humanos. Dado un periodo de tiempo tan corto en términos relativos, sería necesaria la intervención de la creati­vidad especial de Dios y entonces tendría sentido creer que la vida es­tá «inteligentemente diseñada» o, al menos, ha sido impulsada por la divina providencia. Pero ¿y si el viaje de la vida en la Tierra ha dis­puesto, tal como estima la ciencia contemporánea, de hasta tres mil ochocientos millones de años para avanzar desde los ejemplos más pri­mitivos de metabolismo hasta el cerebro humano? En un espacio de tiempo así de extenso, pequeños y fortuitos cambios sucesivos en un or­ganismo -sólo una diminuta proporción de los cuales son conservados por la selección natural- pueden terminar ocasionando resultados im­probables, como, por ejemplo, el ojo o el cerebro, sin necesidad de par­ticipación divina. Según Dawkins y muchos otros naturalistas evoluti­vos contemporáneos, el darwinismo y un tiempo prolongado han hecho innecesario apelar a la acción o la providencia divinas para explicar la asombrosa complejidad y diversidad de la vida11.

ción llevados a cabo en Inglaterra, el". P. BOWLKR, Reamciling Science and Religión: The Debate in Earlv Twentieth-Centurx Britain, University of Chica­go Press. Chicago 2001. Este es e! argumento central de R. DAWKINS, en Climbing Mount Improbable, W.W. Norton, New York 1996 [liad, esp.: Escalando el monte Improbable, lusquets, Barcelona 1998],

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La tarea de la teología después de Darwin

La teología de la naturaleza debe preguntarse, por consiguiente, si los tres ingredientes principales de la receta de Darwin (casualidades, se­lección natural y tiempo prolongado) con compatibles con la doctrina de la providencia. No puede pasar por alto la desmesurada cantidad de sufrimiento y pérdidas que permite la evolución. La cuestión del sufri­miento que conlleva la vida es un tema tan importante que, más ade­lante en este mismo capítulo, lo retomaré de forma más explícita, De momento, tan sólo quiero señalar que la idea de providencia divina, que, por regla general, ha estado asociada estrechamente con un «plan», «propósito» o «designio» divino, no parece seguir de cerca el dibujo darwinista del viaje de la vida. En el pensamiento religioso occidental, la cuidadosa catalogación de las pruebas del diseño divino fue tradicio-nalmente una de las tareas principales de la «teología natural»; pero, después de Darwin, a muchos teólogos, a sí como a muchos científicos, esta venerable práctica se les antoja carente de sentido.

En 1802 William Paley, en su libro Natural Theology -una obra que el propio Darwin leyó con juvenil admiración'-- sostuvo que, si el com­plejo diseño de un reloj apunta a la existencia de un relojero inteligen­te, los aún más elaborados «artilugios» de la naturaleza, tales como el ojo o el corazón, implican la existencia de un Creador inteligente y be­névolo. Pero, en la estela del Origen de las especies (1859) de Darwin, muchos teólogos cristianos han ido abandonando poco a poco los argu­mentos a favor de la existencia de Dios basados en el complejo diseño que manifiestan los organismos. En la actualidad, son, sobre todo, los creacionistas y los defensores del diseño inteligente quienes promueven esta faceta de la teología natural; pero, al hacerlo, rechazan las pruebas cuidadosamente reunidas a favor de la evolución que ofrecen la geolo­gía, la anatomía comparada, la embriología, la biogeografía, la datación radio-métrica y, en especial, la genética11.

12. W. PAI.HY. Natural Theology or, Evidence ofthe Existente and Atributes ofthe Deitx Colleetedfrom the Appearanees of Nature (Edinburgh 1811). cd. con una nueva introducción de M.D. Eddy y D. Knight, Oxford University Press, Oxford/New York 2006.

13. En los siguientes libros se propugna el diseño inteligente: Ph.E. JOHNSON, The Wedge of'Truth: Splitting the Eoundations of Naturalism. InterVarsity, Downers Grove (¡11.) 1999; J. WELLS, Irons of Evolution: Science orMyth? Why Mueh oj

La mayoría de los teólogos cristianos informados sobre la evolución no desean defender la tesis de que el complejo diseño de la vida puede conducir la mente directamente a Dios. Todos estos teólogos estarían, sin duda, de acuerdo con el cardinal John Henry Newman, quien, ya an-ics de las perturbadoras publicaciones de Darwin, afirmó que, desde un punto de vista teológico, no le veía mucho uso a la teología natural de Paley. Pensaba que el enfoque de Paley «es incapaz de decirnos ni una sola palabra sobre el verdadero cristianismo» y «no puede ser en abso­luto cristiano, en ningún sentido auténtico de este término». La clase de teología «física» que cultiva Paley, continúa diciendo Newman, «en ca­so de ocupar la mente, tiende a disponer contra el cristianismo»14.

En la actualidad, ateniéndose a la focalización del método científi­co en causas puramente físicas, los biólogos evolutivos explican el complejo diseño de los organismos sin apelar en absoluto a la ingenie­ría divina. El diseño adaptativo -por ejemplo, que el ojo de un pez, a di­ferencia del ojo de los mamíferos terrestres, sea capaz de ver clara­mente bajo el agua- parece casi milagroso. Pero, por lo que atañe a la ciencia, la invocación del misterio y el milagro debe dejar paso aquí a las explicaciones estrictamente naturales. Para la gente no cultivada científicamente, el ojo del pez puede parecer producto del diseño in­tencional de Dios, pero al científico le basta con afirmar que el ojo re­dondo del pez es resultado de la casualidad, la selección natural y un tiempo prolongado, los tres ingredientes de la receta de Darwin. Tal y como los evolucionistas cuentan la historia (story), los animales mari­nos que, en el pasado remoto, poseían ojos, pongamos por caso, ovala-

What We Teach about Evolution Is Wrong, Regnery, Washington, D.C. 2000; MJ. BKIIK, Darwin's Black Box: The Biochemical Challenge to Evolution, Free Press, New York 1996 [trad. esp.; La caja negra de Darwin: el reto de la bio­química a la evolución, Andrés Bello, Barcelona 200()|; W.A. DEMBSKI, Intelligent Design: The Bridge Between Science and Theology, InterVarsity. Downers Grove (111.) 1999 [trad. esp.: Diseño Inteligente, Homo Legens, Ma­drid 2006]. Críticas a la teoría del diseño inteligente pueden encontrarse en: J. HAUGHT, Deeper than Darwin: The Prospects for Religión in an Age of Evolu­tion, Westview, Boulder (Co.) 2003; y K.R. MIU.KR, Finding Darwin 's God: A Scientist's Search for Common Cround between God and Evolution Cliff Street Books. New York'1999.

14. J.H. NEWMAN, The Idea of a University (1854), Image Books, Garden City (N.Y.) 1959, p. 411. Newman también es famoso por decir que creía en el dise­ño a causa de Dios, no en Dios a causa del diseño. Véase la discusión sobre Newman en A. MCGRATH, «A Blast from the Past? The Boyle Lectures and Natural Theology»: Science and Christian Belief 17 (abril de 2005), pp. 29-30.

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dos en ve/, de redondos no veían suficientemente bien para detectar a los depredadores, por lo que fueron devorados antes de tener oportuni­dad de sobrevivir y reproducirse. Mientras tanto, aquellos animales que, por casualidad, estaban dotados de potencial para desarrollar ojos redondos se revelaron más «aptos». Estaban mejor equipados para ver bajo el agua y detectar depredadores, de suerte que su probabilidad de sobrevivir y reproducirse era mayor. Transmitieron a las generaciones siguientes los genes de ojos redondos, y eso ayuda a explicar por qué los animales subacuáticos pueden adaptarse en la actualidad a un en­torno acuoso. Se pueden contar historias (story) análogas sobre los orí­genes de todas las especies y los múltiples rasgos de los organismos sin invocar en ningún momento las ideas de misterio y milagro.

Así pues, si la aparición de la diversidad de vida es un proceso tan natural, ¿desempeña la providencia o sabiduría divina algún papel en él? Según los naturalistas, la complejidad adaptativa ha sido ocasiona­da por la combinación de casualidad, selección y tiempo prolongado más que por la gobernanza divina. Antes de Darwin, la fe en Dios pa­recía concordar sin problemas con la conciencia que la teología natural tenía de la índole diseñada de la vida. Pero ahora la biología evolutiva explica todas las características de los organismos sin recurrir a la ac­ción divina15. La selección natural de diminutas variaciones aleatorias a lo largo de un prolongado periodo de tiempo parece suficiente para ex­plicar cualquier ejemplo de complejidad orgánica, así como las tenden­cias conductuales de los organismos. La enorme cantidad de tiempo que la datación radio-métrica pone ahora a disposición de la especula­ción científica ha dado a los biólogos evolutivos mucha más seguridad de la que pudo disfrutar el propio Darwin. El científico británico se sen­tiría hoy reafirmado por el generoso lapso de tres mil ochocientos mi­llones de años con los que la evolución ha contado para sus numerosos experimentos, la mayoría de los cuales no han tenido, sin embargo, éxi­to. En consecuencia, las «pruebas del diseño» que dieron pie a versio­nes anteriores de teología natural parecen haberse disuelto en el ácido del darwinismo. ¿Qué justificación podría haber entonces para suscri­bir la doctrina de la providencia divina en medio de la oscuridad de la evolución?

15. G. CZIKO, Without Mímeles: Universal Selection Theory and the Second Darwinian Revolution, MIT Press, Cambridge (Mass.) 1995.

¿Mera confianza?

Una posible respuesta consiste en hacer un acto incondicional de fe en la providencia y la sabiduría divinas a pesar de la torpe manera de cre­ar la diversidad de la vida que manifiesta la evolución16. El hecho de que las personas devotas no logren encontrar sentido teológico a la receta darwinista no debería impedirles confiar ciegamente en que, no obstan­te, existe un sentido oculto en la evolución, al que sería presuntuoso por nuestra parte intentar acceder. Por tanto, «contingente», «accidental», «aleatorio», «despilfarrador» y «carente de finalidad» tal vez sean cali­ficativos que nosotros, mortales ignorantes, atribuimos a la evolución sólo a causa de nuestra supina ignorancia de la más abarcante visión de Dios para el universo. Siempre que acontece algo que se sale de nues­tras ideas habituales de lo que debería ser un diseño decente, tendemos a referirnos a ello como accidente o absurdidad. Pero quizá se trate en realidad de un plan divino más abarcante y eminentemente sabio del que no tenemos conocimiento... y en el que no deberíamos husmear.

Tal vez la demolición darwinista del diseño, aunque represente una derrota para ía teología natural, sea una victoria para la fe. Hasta don­de sabemos, lo que en la evolución parece ser -desde una perspectiva racionalista- absurda contingencia bien podría representar el enmara­ñado envés de un tapiz que, visto desde la estratégica posición de Dios al otro lado, manifiesta un patrón rigurosamente ordenado. Por lo que respecta a la lucha, la crueldad, el despilfarro y el dolor asociados a la evolución -pruebas para muchos de un universo ajeno a toda providen­cia-, la receta de Darwin en absoluto añade algo cualitativamente nue­vo a los perennes desafíos que ha de afrontar la fe pura. La verdadera piedad, por su propia naturaleza, es consciente ya de la realidad del mal y el sufrimiento, pero confía a pesar de toda aparente absurdidad. De hecho, demasiada seguridad intelectual puede insensibilizar a una fe que sólo cobra plena vida en medio de la radical incertidumbre.

Según este enfoque fideísta (la fe y nada más que la fe), la con­ciencia contemporánea de la lucha evolutiva de la vida no debería plan­tear más obstáculos a la confianza en la providencia divina que los que siempre han supuesto el destino, el sufrimiento, la muerte y el mal.

16. Por ejemplo, R.E. POLLACK. The Faith of Hiology and the Biology of Faith, Columbia University Press, New York 2000.

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Aquí no se pretende rechazar la biología evolutiva; y no cabe duda de que es posible ser cristiano fideísta y, al mismo tiempo, excelente bió­logo". Pero tampoco puede darse nunca una conciliación racional de la fe cristiana con la falta de misericordia propia de la receta darwinista. En consecuencia, puesto que las perspectivas humanas (incluidas las científicas) son siempre limitadas, prosiguen los defensores de este en­foque, no estamos en condiciones de afirmar con certeza, como hacen los naturalistas evolutivos, que el universo darwinista sea, en el fondo, indiferente o malicioso. La ciencia no se opone a la fe, aunque no po­demos decir por qué.

La providencia, ¿una forma de pedagogía?

Sin embargo, una fe así de ciega sólo puede, en el mejor de los casos, tolerar la evolución. Nunca será capaz de celebrarla, ni de integrarla con rigor en una visión teológica. Un intrigante intento de justificar teológicamente la evolución se basa en la antigua intuición religiosa de que la Tierra fue erigida por Dios como una escuela de vida, como un escenario pedagógico diseñado especialmente para la forja de almas. La idea es que la vida y las almas sólo creen en presencia de desafíos. Después de todo, ¿cuan anémicos de carácter no serían los seres huma­nos si el terreno a través del cual transcurren sus vidas careciera por completo de obstáculos y callejones ¡n salida? Si la Tierra fuera una morada del todo complaciente, nuestras vidas languidecerían hasta el punto de la pura pasividad. Quizá el sistema curricular darwinista fue establecido de propósito por la providencia divina con el fin de educar a los seres humanos para su eventual graduación hacia la vida eterna1*.

Una vez aparecida nuestra especie, el plan de estudios darwinista, que ya había hecho surgir una tan viva abundancia y diversidad, podía fungir asimismo de contexto pedagógico para moldear el carácter hu-

17. Si interpreto correctamente lo que quiere decir, Simón Conway Morris -paleo-biólogo evolutivo de la Universidad de Cambridge, devoto cristiano y con razón encomiado científico- parece representar, al menos en ocasiones, el enfoque fi­deísta. Véase su reacción a mi propio planteamiento en S. CONWAY MORRIS, «Response to the Boyle Leeture»: Science and Chrsitum fíelief 17 (abril de 2005), pp. 21-24.

18. Véase las sugerencias análogas de J. HICK, Evil and the God of Lave, ed. rev., Harper & Row, New York 1978, pp. 255-261 y 318-336.

mano. ¿Qué entorno más eficiente para la forja de almas podría haber imaginado cualquiera de nosotros que el descrito por Darwin hace si­glo y medio? Al hilo de esta cuestión, el divulgador científico Guy Murchie pregunta a sus lectores qué clase de mundo hubieran creado en caso de ser Dios. ¿Un mundo en el que todas las personas pudieran hol­gar en dichosa tranquilidad y despreocupado hedonismo? ¿O un mun­do más o menos igual que el que Darwin nos ha desvelado?

«Y ahora con toda honestidad, si fueras Dios, ¿podrías imaginar, con miras a que se desarrollara el espíritu, un mundo más educativo, lleno de contrastes, emocionante, hermoso y seductor que la Tierra?... En otras palabras, ¿intentarías hacer el mundo agradable y seguro o per­mitirías que fuera provocador, peligroso y fascinante? De hecho, si al­guna se diera el caso, estoy seguro que te resultaría imposible crear un mundo mejor que el que Dios ya ha creado»'9.

Así pues, el mundo darwinista es, después de todo, el mejor de los mundos posibles y la providencia divina se hace manifiesta en el rigor y la crueldad de la evolución, no sólo en su creatividad.

La idea de que el amor de Dios es severo se encuentra dispersa por toda la Biblia, en especial en Heb 12,5-13. También ha sido propugna­da por muchos destacados teólogos cristianos a lo largo de la historia del cristianismo. Pero no es difícil de entender que semejante visión del sufrimiento haya originado en ocasiones resentimiento e incluso odio hacia Dios por hacer el mundo tan innecesariamente duro. Además, la teodicea tipo «forja de almas» deviene a veces tan angosta que repre­senta a la totalidad de la creación como si sirviera ante todo para el ob­jetivo de la salvación humana. Esta imagen de la providencia torna in­sustancial la historia (story) del universo salvo como escenario en el que someter a las almas a una serie de pruebas con objeto de preparar­las para la salvación. En la actualidad, esta propuesta de entender la evolución como un currículo se antoja demasiado antropocéntrica y ge­océntrica para gustos ecológicos y cósmicos refinados20. Aunque el su­frimiento fuera un castigado apropiado para nuestros pecados, todavía

19. G. MURCHIE, The Seven Mxsieries of Ufe: An Exploration ¡n Science and Philosophy, Houghton Mifílin, Boston 1978, pp. 621-622.

20. A mi juicio, éste es un grave error de la teodicea tipo «forja de almas» de John Hick tal como la formula en el libro Evil and the God of Lave; y ello, a despecho de que, en varias ocasiones, intenta reconocer los peligros del antropocenlrismo.

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tendríamos motivo para preguntarnos, junto con Darwin, por qué exis­te semejante exceso de dolor en las vidas de otras especies de seres sen­sitivos. Y antes de nada, ¿por qué tienen que acudir a la «escuela» con nosotros?

Hacia una teología de la evolución

A diferencia de las propuestas recién sintetizadas, una teología cristia­na que esté en contacto con la ciencia se preguntará si el carácter pro-cesual del cosmos en general y la perturbadora receta darwinista en par­ticular es incompatible con lo que cabría esperar si el mundo estuviera fundado en -y abrazado por- el Dios que se revela en Jesucristo. Refle­xionará sobre la evolución no tanto desde la idea de «diseñador inteli­gente» del pensamiento religioso anti-evolucionista cuanto a la luz de la revolucionaria concepción cristiana de Dios. Si Jesús es el rostro vi­sible del Dios invisible, Aquel en el que habita la plenitud de Dios (Col 1,19), «el resplandor de la gloria de Dios y la imagen misma de su sus­tancia» (Heb 1,3), cualquier teología de la evolución hará bien en tomar esta enseñanza como punto de partida. Y desde ahí, se preguntará si la imagen revelada que suscita la concepción cristiana de Dios (la del abajamiento y la promesa divinos) basta también para aportar inteligi­bilidad al mundo de la vida tal como ahora es entendido por la ciencia evolutiva.

Esta tarea seguramente no sea fácil. Pues, si la naturaleza es capaz de producir por sí sola la diversidad de la vida de una forma que a los evolucionistas se les antoja ciega y no dirigida, ¿qué espacio queda pa­ra la iluminación teológica del proceso? Además, dada la fe cristiana en que Dios cuida de los débiles y los pobres, ¿por qué se le permite al proceso de la evolución eliminar con tanto rigor las formas de vidas no competitivas e inadaptadas? Y si los cristianos creen que Dios tiene gran deseo de crear bondad y de redimir todo sufrimiento, ¿por qué el proceso se prolonga por tantos miles de millones de años sin llegar a ningún resultado concreto?

A la vista de tales dificultades, la teología tal vez podría mostrar convincentemente la compatibilidad de la providencia divina con la evolución darwinista si tomara como punto de partida los dos sobresa­lientes rasgos de la imagen revelada de Dios de los que me estoy sir­viendo para focalizar las indagaciones de este libro. El primero de ellos

es, como ya hemos visto, el «abajamiento de Dios»21. El segundo, un motivo que impregna toda la literatura bíblica, es la idea de un Dios que abre el futuro haciendo promesas y cumpliéndolas con fiabilidad. Creo que, sobre estos dos pilares de la fe, estrechamente vinculados entre sí, la teología cristiana podría, al menos, comenzar a construir una teolo­gía de la evolución verosímil.

El abajamiento de Dios

En Flp 2,5-11 Pablo describe a Jesús como siendo «en forma de Dios». Pero, al renunciar a aferrarse a esa condición, Jesús se despoja de sí mismo y adopta la forma de esclavo. La reflexión teológica ha consi­derado con frecuencia que esta comprensión de Jesús por parte del in­cipiente cristianismo (derivada probablemente de un primitivo himno litúrgico) implica que lo que está siendo vaciado es el ser mismo de Dios. Pero la noción de un auto-despojamiento divino (kenósis) no de­pende únicamente de un texto aislado de la carta a los Filipenses. La vi­da entera de Jesús y su muerte en cruz revelan a los cristianos la asom­brosa noción de que Dios es, en esencia, un amor humilde que se des­poja de sí mismo y se entrega sin reservas a la totalidad de la creación por mor de la divinización de ésta. De hecho, a la luz de la autorreve-Iación de Dios en Jesucristo, sería posible leer el entero corpus de las narraciones bíblicas como el esfuerzo por contar la historia (story) del humilde abajamiento del Dios infinito al ámbito de la creaturidad -y to­do en aras de una intimidad más profunda con el mundo y de la eleva­ción de éste.

Como escribe el teólogo Donald Dawe, «Dios aceptó las limitacio­nes de la vida humana, así como el sufrimiento y la muerte que conlle­va; pero lo hizo sin dejar de ser Dios. Dios el Creador optó por vivir co­mo criatura. Dios, que en su eternidad siempre estuvo más allá de las limitaciones de la vida humana, aceptó plenamente tales limitaciones. El Creador se sometió al poder de su creación. Desde su comienzo, la fe cristiana viene declarando esto de diversas maneras». Sin embargo, continúa Dawe,

21. Para un provechoso estudio de la historia de este tema, cf. J.M. HALLMAN, The Descent of God: Divine Suffering in Hislory and Theology, Fortress, Minneapolis 1991.

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«... la audacia de esta fe en la kenosis divina se ha perdido con fre­cuencia a resultas de la larga familiaridad con ella. Las conocidas fra­ses: "se despojó de sí mismo [heauton ekenosen] y tomó la forma de siervo", "siendo rico, se hizo pobre por nuestro bien", parecen haber­se convertido en lugares comunes. Sin embargo, esta fe en el auto-des-pojamiento divino sintetiza el mensaje radicalmente nuevo de la fe cristiana sobre Dios y su relación con el ser humano» .

La teología de la naturaleza, añadiría yo, suscribirá esta perspectiva kenótica en tanto en cuanto no sólo es aplicable a la relación de Dios con las personas, sino también a su relación con la totalidad de la creación.

El teólogo John Macquarrie, haciéndose eco de Dawe, señala cuan radical es la transformación que la imagen de Dios ha experimentado en el cristianismo:

«Que Dios viniera a la historia, que viniera en humildad, desamparo y pobreza: esto contradice todo... lo que la gente creía sobre los dio­ses. Era el fin del poder de las deidades, de los Marduk, los Júpiter... sí, incluso de Yahvé, en la medida en que éste había sido malinterpre-tado según el mismo modelo. La vida que comenzó en una cueva ter­minó en la cruz, y ahí estaba el conflicto final entre el poder y el amor, entre los ídolos y el Dios verdadero, entre la religión falsa y la religión verdadera»2'.

La teología evolucionista, me permito sugerir, podría imaginar el abajamiento de Dios como un descenso a los estratos más profundos del proceso evolutivo, como una forma de abrazar -y sufrir con- la en­tera historia (.story) del cosmos, no sólo los recientes capítulos huma­nos. A través del poder liberador del Espíritu, la compasión de Dios se extiende a la totalidad del espacio y el tiempo, envolviendo y final­mente sanando no sólo el sufrimiento humano, sino también todas las épocas de la tribulación evolutiva que precedieron a nuestra aparición y fueron indispensables para ella.

22. D. DAWE, The Form of a Servan!.• A Historical Analysis of the Kenotic Motif, Westminster, Philadelphia 1963; cf. también J. MOLTMANN, The Crucified God: The Cross of Chrisí as the Foundation and Criticism of Christian Theology, Harper & Row, New York 1974 [trad. esp. del orig. alemán: El Dios crucifica­do, Sigúeme, Salamanca 19771; H.U. VON BALTHASAR, Mysierium Paschale: The Mysíery of Eastern, T & T Clark, Edinburgh 1990 [trad. esp. del orig. ale­mán: Teología de los tres días, Encuentro, iMadrid 2000j.

23. J. MACQUARRIH. The Humility of'God, Westminster, Philadelphia 1978. p. 34.

A despecho de su ilimitada diversidad, el proceso de la vida mani­fiesta una fundamental unidad. A través de su evolución, toda la vida se halla vinculada con la vida trinitaria de Dios. La redención debe signi­ficar, pues, que la entera historia (story) del universo y de la vida es abrazada por la divina providencia. No limitándose a incorporar las his­torias (stories) humanas al drama trinitario, el Dios revelado en Cristo asimila también la entera historia (story) de la vida sobre la Tierra (y de la que pueda existir en cualquier otro rincón del universo). Y puesto que la entera historia física del universo, como ha dejado claro la astrofísi­ca reciente, está ligada por doquier a la existencia de vida, la teología ya no puede separar la esperanza humana en una liberación definitiva del más abarcante curso cósmico de los acontecimientos. Debido a la omnipotencia divina, en la historia (story) del universo o en la evolu­ción de la vida, nada puede ocurrir al margen de la experiencia misma de Dios. Si Jesús verdaderamente es la encarnación de Dios, su expe­riencia de la cruz es sufrimiento del propio Dios. Y, en virtud de la in­tacta unidad histórica de la vida, la teología cristiana podría ser audaz hasta el punto de asumir también que los eones de sufrimiento evoluti­vo en el universo son sufrimiento del propio Dios. Lo cual significaría que la totalidad de la naturaleza participa asimismo de algún modo en la promesa de resurrección.

Pero ¿cómo nos ayuda el tema del abajamiento de Dios a entender por qué la vida, para empezar, se despliega de la deshilacliada manera en que, según la ciencia evolutiva, lo hace? ¿Por qué son la lucha y la muer­te elementos constitutivos de la creación continua de la vida? Y una vez que ha surgido la vida, ¿por qué no siguen la creación y la gobernanza providencial de Dios la senda de diseño puro que preferirían los cultiva­dores de la teología natural y los abogados del diseño inteligente?

Aquí hay un gran misterio; y en este punto, la teología deviene su­mamente especulativa. Pero, una vez más, una teología kenótica de la creación puede resultar iluminadora24. Pues si la teología permanece fiel a sus fuentes reveladas, debe concebir también el abajamiento divino como fundamento mismo de la creación. Esto es, incluso como condi­ción de posibilidad de la existencia de un mundo distinto de Dios, el

24. Véase, por ejemplo, J. MOLTMANN, God in Creation: A New Theology of'Crea-tion and the Spirü of'God, Harper & Row, San Francisco 1985. p. 88 [trad. esp. del orig. alemán: Dios en la creación. Sigúeme. Salamanca 1987].

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Creador omnipotente y omnipresente debe ser lo suficientemente hu­milde y modesto para permitir así la existencia de una realidad distinta de Él como una relación permanente con dicha realidad. Si la creación ha de ser en verdad distinta de Dios, no un mero accesorio añadido al propio ser de Dios, la omnipotencia y la omnipresencia divinas deben devenir suficientemente «pequeñas» para hacer sitio a lo que es en ver­dad distinto de Dios -aunque hay que añadir que esta auto-limitación es, paradójicamente, una función de la grandeza de Dios. Así pues, la infinita generosidad de la humildad divina es lo que hace que Dios «an­hele» la existencia de la alteridad del mundo. La creación consiste en que Dios «deja ser» al mundo: se trata de un don de libertad que posi­bilita la relación dialogal (y, por tanto, la comunicación íntima) de Dios con lo «otro» finito, creado.

Una vez que lo «otro» de Dios -un mundo creado conforme al Lo-gos eterno- surge como realidad histórica, sólo puede sostener su alte­ridad diferenciándose más y más, nunca menos, de su Creador5. Tras emerger espontáneamente en el seno del despliegue histórico del mun­do, la vida no tiene por qué perder la autonomía que le ha sido conce­dida por la bondad de su Hacedor, respetuosa de lo distinto de El. Así, el hecho de que la receta darwinista consista en los tres ingredientes de la contingencia, la limitación legaliforme y el tiempo abundante quizá se deba, en último término, a la auto-anonadadora humildad de Dios.

La contingencia, por ejemplo, puede resultar perturbadora para quienes se obsesionan con la necesidad de diseño en la naturaleza, pe­ro la apertura a las casualidades parece esencial para la autonomía y la eventual vitalidad de la creación. La alternativa sería un mundo tan an­quilosado por la necesidad legaliforme que, en él, todo estaría eterna­mente muerto. Un mundo libre de accidentes no sería en realidad un mundo, sino un títere vano26. Al mismo tiempo, las en apariencia im-

25. Como observa a menudo Teilhard, la diferenciación es un efecto de la verdade­ra unión, no un factor que disuada de ella. Véase, por ejemplo, P. TEILHARD DE CHARDIN, The Human Phenomenon (1959). Sussex Academic Press, Portland (Ore.) 1999, p. 217 |trad. esp. del orig. francés: El fenómeno humano, Taurus, Madrid 197 H-

26. Incluso santo Tomás de Aquino consideraba teológicamente inconcebible la idea de un mundo sin accidentes o contingencias; cf. TOMÁS DE AQUINO. Summa contra gentiles [II, 74. Véase Ch. MOONEY, SJ, Theology and Scientijic Knowledge, University of Notre Dame Press, Notre Dame y London 1996,

personales leyes de la naturaleza, incluida la selección natural (el se­gundo ingrediente de la receta darwinista), pueden resultar teológica­mente comprensibles si el mundo ha de tener cierto grado de consis­tencia, autonomía o independencia respecto de su Creador. Un univer­so sin leyes sería mero caos. Por último, si se permite a la naturaleza ser diferente del Dios que la llama a la existencia, es necesario concederle tiempo suficiente para que pueda llevar a cabo experimentos de evolu­ción de la vida en el contexto de la amplia variedad de posibilidades que se le abren merced a la infinita paleta de recursos de su Creador. Una vez que entendemos la providencia divina como inseparable del eterno abajamiento de Dios, podemos apreciar por qué la creación del mundo no acontece de manera instantánea, sino que se despliega a lo largo de miles de millones de años.

El Dios revelado en Jesús concede al mundo suficiente margen para devenir más y más distinto de su fundamento creador y para relacionar­se de manera cada vez más intensa con él. El principio enunciado a me­nudo por Teilhard de que la «verdadera unión diferencia» es aplicable tanto a la vida interna de la Trinidad como a la relación de Dios con el mundo. La verdadera unión no es homogeneidad ni uniformidad, sino una relación que, paradójicamente, permite a las entidades aunadas rea­lizar una libertad y una singularidad más profundas que las podrían en­contrar por separado27. Una teología madura de la providencia puede lle­gar a percatarse, por consiguiente, de que Dios «se abaja» desde toda la eternidad no para absorber el mundo o abrumarlo con su divina presen­cia, sino para ennoblecerlo ayudando a su auto-actualización. Así, la evolución está en completa consonancia con un mundo de libertad emer­gente que posibilita un encuentro cada vez más íntimo con Dios.

La providencia y la promesa

La evolución de la vida sobre la Tierra ha requerido una casi inimagi­nable cantidad de tiempo, pero la ciencia darwinista no es capaz de ofrecer una explicación adecuada del tiempo mismo. La biología evo­lutiva no se plantea, ni mucho menos responde, la pregunta de por qué el universo ha sido dotado de un irrevocable carácter temporal. Dado

P- TEILHARD DE CHARDIN. Acüvaüon of Energy, Harcourt Brace Jovanovich, New York 1970, p. 239 [trad. esp. dei oric. francés: La activación de la energía, Taurus, Madrid 1967].

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suficiente tiempo, señalan con razón los evolucionistas, pueden ocurrir hasta las cosas más improbables. ¡Pero primero debe darse el tiempo! ¿Por qué, pues, es temporal el universo? Las distintas ciencias tal vez respondan a esta pregunta cada una a su manera; pero la búsqueda teo­lógica, bíblicamente inspirada, del fundamento más profundo de la temporalidad y, por ende, de la posibilidad de evolución puede asumir que lo que empuja el presente hacia el pasado y permite que acontezca una secuencia linear de sucesos es la venida del futuro. En otras pala­bras, no es el movimiento ciego del pasado hacia el futuro lo que dota al universo de su carácter temporal. Antes bien, esto se debe a la ince­sante llegada de un nuevo futuro.

Desde un punto de vista teológico, sin embargo, la «venida del fu­turo» es, en último término, la venida de Dios, cuya autorrevelación acontece inseparablemente de las promesas que abren el mundo a un horizonte de novedad sin precedentes. De hecho, no resulta inapropia-do suponer que, en sus profundidades últimas, el insondable futuro es una de las cosas que queremos decir cuando usamos el vocablo «Dios» en un contexto cristiano21". La llegada del futuro bajo el modo de la pro­mesa explica de manera definitiva no sólo el hecho del tiempo y su pro­longada duración, sino también los otros dos ingredientes de la receta de la evolución: la contingencia y la predecibilidad legaliforme. La con­tingencia en la historia natural, aun cuando se presente acompañada por el dolor y la pérdida, es esencial para cualquier mundo abierto a la lle­gada del futuro. Pues si la naturaleza careciera por completo de sucesos no dirigidos y accidentales, sería tan rígida que en modo alguno podría devenir nueva y viva. Antes bien, quedaría encerrada en interminables ciclos de extenuante mismidad.

De modo análogo, las predecibles constricciones que llamamos le­yes de la naturaleza, incluida la selección natural, son esenciales para la apertura del mundo al futuro. Si en su despliegue no operaran rutinas recurrentes, el universo careciera de continuidad narrativa de un estadio

28. Véanse J. MOLTMANN, The Expetiment Hope, Fortress, Philadelphia 1975, p. 48 [trad. esp. del orig. alemán: El experimento esperanza. Sigúeme, Salamanca 1977]; K. RAHNER, Theological Investigations. vol. 6, Helicón, Baltimore 1969, pp. 59-68 [trad. esp. del orig. alemán: Escritos de teología, vol. 6, Taurus, Madrid 1969]; W. PANNHNBHRG. Ettith and Reality, Westminster, Philadelphia 1977, pp. 58-59; T. PHTERS. God - The World's Enture: Systematic Theology for a New Era, Fortress, Minneapolis 2()()():.

a otro. A cada instante volvería a colapsarse en gotitas de desorden. Por debajo de la receta de Darwin, muy en lo hondo, habita lo que podría­mos llamar la «promesa de la naturaleza»2'. Sobre este fundamento -una exquisita mezcla narrativa de contingencia, predecibilidad y aper­tura temporal-, la evolución es capaz de hacerse sitio en la naturaleza, La providencia, pues, no consiste en la producción directa, por mani­pulación, de células y organismos, como enseñan los defensores del di­seño inteligente, sino en una solicitud tal por la creación que permite a ésta desplegarse desde dentro de sí misma como una historia (story) -dramática, memorable y llena de suspense- de libertad emergente. Y la predicción de que el universo de la «gran explosión» (big bang) lle­gará algún día a su muerte física no debería inquietar a quienes confían en la promesa divina de redención. Después de todo, es posible que el depositario definitivo y redentor de toda la serie de momentos cósmi­cos, así como de aquellos episodios que configuran nuestras vidas per­sonales, sea un Futuro infinitamente compasivo y lleno de recursos.

La teología y el sufrimiento de la vida sensitiva

Para la teología es beneficioso sumergirse por completo en el retrato dar-winista de la vida. Tomar en serio la evolución puede llevar a pensa­mientos más ricos no sólo sobre Dios y la naturaleza, sino también so­bre el sentido del sufrimiento. Lo cual implica, sin embargo, que la teo­logía de la naturaleza debe prestar atención al sufrimiento de todas las formas sensitivas de vida, no sólo al de los seres humanos. Una mirada audaz a toda la historia (story) de la vida, en especial a los capítulos pre-humanos de la evolución, invita a la teología Cristina a dar voz a la anti­cipación en el universo entero de la redención prometida por Dios.

Los naturalistas evolutivos, sin embargo, no ven necesidad de nin­guna glosa teológica al sufrimiento de la vida. Para ellos, todos los as­pectos de la vida, incluido el sufrimiento, pueden ser suficientemente explicados en términos biológicos. Desde la perspectiva de la biología darwinista, el sufrimiento (que aquí considero que incluye las sensa­ciones de dolor, miedo y pérdida por parte de cualquier forma de vida

29. He desarrollado este tema en mi libro The Promise of Nature, Paulist. Mahwah (N.Y.)y New York 1993.

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sensitiva) no es más que una adaptación evolutiva. La capacidad de su-írimienlo incrementa la eficacia o adecuación (fitness) de los organis­mos complejos; esto es, eleva su probabilidad de supervivencia y re­producción. Para dar pleno sentido al sufrimiento, afirman, no hay ne­cesidad alguna de invocar ideas religiosas. Así las cosas, ¿puede la teo­logía de la naturaleza añadir algo sustancial a la explicación del natu­ralista evolutivo?

El propio Darwin señaló que el sufrimiento es «una buena adapta­ción para poner a la criatura en guardia frente a cualquier mal grande o repentino»'". El sufrimiento tiene valor adaptativo porque advierte a los seres vivos dotados de sistema nervioso de que pueden correr peligro. Algunas corrientes de pensamiento evolucionista contemporáneo con­sideran que una cierta capacidad de sufrimiento tiene sentido si la vida, en el fondo, no es más que el esfuerzo de los genes por encontrar ca­mino hacia las generaciones posteriores. En esta concepción seductora-mente simple, los genes proporcionan instrucciones que equipan a los organismos con sensibles sistemas de alarma. A su vez, tales elabora­dos sistemas de comunicación pueden ayudar a los organismos a so­brevivir el tiempo suficiente para transmitir sus genes a las generacio­nes subsiguientes. En último término, son los filamentos de ADN los que gobiernan todo el asunto, y el sufrimiento no es más que una ma­nera que tienen los genes de incrementar la eficacia (fitness) reproduc­tiva. ¿Qué puede añadir entonces la teología a la elegancia de esta ex­plicación evolutiva del porqué del sufrimiento?

Antes de abordar directamente esta pregunta, debemos tomar nota del hecho de que el ADN también programa a los organismos para pe­recer. Todo ser viviente muere antes o después; y, una vez más, la bio­logía evolutiva explica por qué. Si los organismos nunca murieran, en un pequeño planeta como el nuestro no habría sitio para que existieran y evolucionaran nuevas y más complejas especies de vida. La selección natural requiere una enorme cantidad de diversidad genética, y una so­la generación de organismos no es suficiente. Si la evolución ha de lle­gar a alguna parte, incluido el ser humano, son necesarias múltiples épocas sucesivas de proliferación orgánica; así, la muerte de innumera-

30. Ch. DARWIN, The Autobiography of Charles Darwin, ¡809-1822: With Original Omissions Resiored, ed. de N. Barlow, Harcourt, New York 1958, pp. 88-89 |trad. esp.: Autobiografía, Belacqva, Barcelona 20061.

bles organismos ancestrales ha sido una necesidad absoluta. Desde el punto de vista biológico, todo esto tiene sentido.

Sin embargo, no podemos menos de preguntarnos por el asombro­so exceso de sufrimiento y pérdida, como tampoco logró evitarlo Darwin. ¿Por qué hay tanto dolor y muerte en la historia (story) de la vida, máxime teniendo en cuenta que con mucho menos bastaría para asegurar la supervivencia de los genes? El mero volumen e intensidad del sufrimiento de la vida sensitiva a lo largo de las vastas épocas del tiempo evolutivo, incluido en especial el periodo actual de la evolución humana y cultural, deja estupefacta a cualquier mente sensible. La cien­cia ha puesto ahora perfectamente en claro que, en el pasado, la Tierra nunca fue un paraíso. El sufrimiento, la muerte y ocasionales extincio­nes en masa jalonaron la historia (story) de la vida mucho antes de que los seres humanos aparecieran en la página cuatrocientos cincuenta del trigésimo volumen de la historia (story) cósmica en treinta volúmenes. Los biólogos están de acuerdo en que, sin extinciones, es improbable que los mamíferos, los primates y la vida humana hubieran llegado si­quiera a surgir. Debemos nuestra existencia y nuestra complejidad or­gánica al sacrificio de un sinnúmero de generaciones de organismos y de especies ahora extintas.

Diríase que la teología cristiana no debería ignorar esta prolongada crónica de dolor y pérdida sacrificial predominantes mucho antes de que la especie religiosa finalmente apareciera. Los cristianos esperan que, al final, todas las lágrimas serán enjugadas y la muerte dejará de existir; pero ¿es aplicable esto a la totalidad de la vida? La teología no está acostumbrada a abordar de manera profunda y franca la pregunta de cuál puede ser el significado del sufrimiento evolutivo para la com­prensión de Dios, la creación, la redención y la escatología31.

El naturalismo evolutivo y el sufrimiento de la vida sensitiva

La pregunta: «¿por qué el sufrimiento?», es antigua y persistente. Ha dado origen a fascinantes mitos sobre el origen de nuestras tribulacio­nes y sobre cómo podemos liberarnos de ellas. Pero los mitos y las te-

31. Entre los intentos recientes de tomar en consideración el sufrimiento (y el do­lor) de la vida sensitiva no humana, uno de los más importantes es el libro de John Hick, Evil and the God of Love. Sin embargo, ni siquiera la teodicea de Hick está profundamente conformada por la conciencia de la evolución.

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ologías sobre el origen y el fin del sufrimiento, incluidos los del cris­tianismo, fueron formulados mucho antes de Darwin. Así, no tenían na­da que decir sobre el despiadado carácter de la selección natural y la eventual extinción de la mayoría de especies de vida que han existido sobre la Tierra en el curso de los milenios. No sabían nada de la in­mensidad del tiempo, ni de la interminable lucha de la vida para existir y sobrevivir. Pero esta comprensible omisión no justifica que la teolo­gía cristiana contemporánea ignore el largo sendero evolutivo de es­fuerzo y dolor.

Tradicionalmente, el pensamiento cristiano ha intentado responder al problema del sufrimiento -y del mal en general- con lo que se co­noce como «teodicea». En sentido estricto, «teodicea» es cualquier in­tento de «justificar» la existencia de Dios a la vista del mal y el sufri­miento. Si Dios es, además de omnipotente, bondad pura, entonces ha de ser capaz de -y estar dispuesto a- prevenir el sufrimiento de la vida. Pero no hay duda de que el sufrimiento y el mal existen. La teodicea in­tenta decir por qué y, al hacerlo, busca exculpar al Creador de permitir el sufrimiento. Aunque rara vez resulten útiles, las teodiceas son expre­siones significativas de la perenne necesidad humana de encontrarle sentido al sufrimiento, por lo que han de ser tomadas en serio. Además, el término «teodicea» puede ser estirado, como propone el sociólogo Peter Berger, de modo que denote cualquier intento de dar sentido al su­frimiento'2. Por consiguiente, hasta el darwinismo puede funcionar co­mo una suerte de teodicea, puesto que explica ordenadamente la capa­cidad de la vida para el sufrimiento con ayuda de la noción de «adap­tación evolutiva».

Además, para los naturalistas evolutivos, el darwinismo supera en claridad y sencillez a cualquier teodicea anterior. A juicio de muchas personas reflexivas de hoy, la explicación evolutiva hace superflua -en lo que atañe al sentido del sufrimiento- toda apelación teológica a ideas tales como «pecado» y «expiación»". Por supuesto, aprender más sobre las sendas de la evolución difícilmente enjugará todas las lágri-

32. Siguiendo el amplio uso que del término hace el sociólogo P. BERÜHR en The Sacred Canopy: Elements ofa Sociológica! Theory of Religión, Anchor Books, Carden City (N.Y.) 1990. pp. 53ss. [trad. esp.: El dosel .sagrado: para una leo-ría sociológica de la religión, Kairós. Barcelona 2006].

33. Para un tratamiento más exhaustivo, cf. mi libro !s Nature Enough? Meaning and Truth in the Age of Science, Cambridge University Press, Cambridge 2006.

mas o aniquilará la muerte para siempre. Pero, para el naturalista evo­lutivo, vernos privados de la esperanza religiosa no es un precio dema­siado alto por la nítida sencillez de la solución darwinista a un proble­ma tan inabordable como el del sufrimiento.

¿Cómo puede responder entonces la teología cristiana de la natura­leza a lo que se ha convertido en una intelectualmente seductora expli­cación evolutiva del sufrimiento? A diferencia de la reflexión cristiana tradicional, en la actualidad la teología de la naturaleza debe fijar fir­memente su atención en el sufrimiento de las formas pre-humanas y no-humanas de vida sensitiva en la evolución. ¿Puede la imagen revelada del abajamiento y la promesa de Dios animar a la teología cristiana a tomar en consideración la más abarcante historia natural del sufrimien­to evolutivo? En caso afirmativo, una perspectiva así de dilatada exigi­ría un desplazamiento decisivo desde las teodiceas que todavía se en­cuentran dominadas por el tema de la expiación. En las páginas que si­guen no puedo ofrecer más que un esbozo de esta propuesta.

La teodicea cristiana y el sufrimiento de la vida sensitiva

¿Qué consecuencias acarrearía para la teología tener ante los ojos la historia pre-humana de depredación, enfermedad, dolor, muerte y ex­tinción, amén de lo que la ciencia evolutiva, la geología y la cosmolo­gía han mostrado como el estado aún inacabado del universo? Es difí­cil de decir, puesto que incluso nuestras más sofisticadas teodiceas to­davía tienen que acometer, por no hablar de completar, semejante ta­rca'4. Tradicionalmente, las teodiceas cristianas se han ocupado de ma­nera casi exclusiva del sufrimiento humano, relacionándolo principal­mente con la culpa y el pecado. Fin los últimos tiempos, el pensamien­to cristiano ha comenzado a abandonar la comprensión estrictamente expiatoria del sufrimiento, pero aún es muy poco lo que ofrece de cara a la consideración ampliada del tema evolutivo -más abarcante- de la aflicción-15.

Una de las principales razones para aferrarse al énfasis teológico clásico en la culpa humana como causa del sufrimiento es que, de esta

34. Véase, por ejemplo, J. TUIBL, üod, ¿Y/7, and Innocent Suffering: A Theological Reflecíion, Crossroad. New York 2002.

35. En su, por lo demás, diferenciado tratamiento de la teodicea, Thiel apenas men­ciona la evolución, una omisión en la que asimismo incurren la mayoría de teólogos cristianos contemporáneos.

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forma, resulta fácil absolver al Creador de cualquier responsabilidad por el suplicio de la vida. No es a Dios a quien hay que culpar, sino a nosotros mismos. Sin embargo, la concepción evolutiva nos obliga aho­ra a concebir el sufrimiento y la muerte como parte esencial de la his­toria (story) más abarcante de la creación. La ciencia ha demostrado que, tras la fachada de formas de vida y de cultura humana floreciente en la actualidad, se esconde un enorme cúmulo de mortandad, enfer­medad y masacre. En ocasiones, algunos teólogos han reaccionado a esta relativamente nueva concepción de la naturaleza minimizando el sufrimiento de los organismos no humanos o incluso negándoles todo sufrimiento significativo'6. Pero la conciencia de la evolución desen­mascara el antropocentrismo de semejante punto de vista. Así, una teo­dicea responsable debe ponderar no sólo el sufrimiento humano, sino también el hecho de que el proceso creador en nuestro planeta parece haberse realizado a costa de dolor y perecimiento continuos".

A la luz de la imagen revelada del abajamiento de Dios, ¿cabe la posibilidad de concebir, al menos en cierto sentido, el sufrimiento y la muerte de todas las formas de vida como sufrimiento y muerte del pro­pio Dios? A la luz de la promesa divina de una nueva creación, ¿pode­mos albergar también una esperanza justificable de que el universo ina­cabado terminará alcanzando, en su conjunto, una consumación reden­tora? Por último, ¿es posible que la expectativa -esperanza en las pro­mesas de Dios- llegue a reemplazar a la expiación como principal res­puesta cristiana al sufrimiento injustificado?

Según la mayoría de las teodiceas cristianas tradicionales, el sufri­miento humano está justificado por nuestros pecaminosos actos de re­belión contra el Creador. Dios ha establecido las cosas de tal manera que el sufrimiento humano es necesario para satisfacer el precio de la trasgresión. Así, el sufrimiento sólo llegará a su fin si la culpa es ex-

36. Thiel (de modo análogo a C.S. Lcwis y John Hick) concede que los animales puedan experimentar «dolor», pero no sufrimiento. Sin embargo, precisamente el hecho de trazar esta distinción parece dar a entender que la cuestión de la te­odicea sólo por casualidad tiene algo que ver con la vida no humana (cf. J. THIEL, God, Evil, and Innovent Suffering. pp. 1-31.)

37. Para Whitehead, lo que constituye el mal primordial en este mundo transitorio es el hecho de perecer, la desaparición hacia el pasado de todo momento pre­sente. Véase A.N. WHITKHEAD, Process and Realitx, ed. corregida al cuidado de D.R. Griffin y D.W. Sherburne, Free Press. New York 1968, p. 340 [trad. esp.: Proveso y realidad, Losada, Buenos Aires 1956].

piada debidamente. El filósofo Paul Ricoeur, sensible a lo religioso, se refiere a esta clase de teodicea como «visión ética» del mal18. Ésta es la interpretación del mal y el sufrimiento que subyace al «mito de Adán». En él, el personaje de Adán representa la intuición bíblica de que el om-nicaritativo Creador no es cómplice del mal y que la responsabilidad por el sufrimiento de la vida debe recaer en la culpa humana. A causa de nuestra solidaridad con Adán, todos nos hemos extraviado y, por eso, merecemos un castigo proporcionado. El cristianismo ve en Jesús la única excepción a tal extravío y considera que cabe entender su sufri­miento, por ser del todo inocente, como adecuada satisfacción de nues­tra culpa. En consecuencia, es capaz de liberarnos de, al menos, parte del sufrimiento que realmente merecemos.

Ricoeur señala, sin embargo, que los personajes de Job y el Siervo Sufriente representan un proyecto teológico, iniciado siglos antes de Cristo, tendente a liberar la teodicea de su subordinación al motivo de la expiación. La inocencia del Siervo, el que acarreó con nuestra culpa y «fue traspasado a causa de nuestras trasgresiones», abre el camino pa­ra entender el sufrimiento como don más que como mero castigo (Is 53,5-6). Así, la erosión de la concepción estrictamente expiatoria del sufrimiento se inició ya en las tradiciones bíblicas anteriores al cristia­nismo'". Razón de más, pues, para que la reflexión sobre la evolución en el contexto de la fe cristiana pueda llevar a la teología contemporá­nea a preguntarse si la visión ética, que tan destacado papel ha desem­peñado en el pensamiento y la espiritualidad religiosos, debe seguir siendo la dominante en teodicea.

Si el sufrimiento puede tener carácter de don (o gracia) antes que de expiación, ello se debe exclusivamente a que el sujeto último del sufri­miento de la vida no es otro que Dios, puesto que «el amor procede de Dios» (1 Jn 4,7). En cierto sentido, por tanto, la teología cristiana pue-

38. P. RICOEUR, The Conflivt of Interpretations: Essays In Hermeneutivs, ed. de D. Ihde, Northwestern University Press, Evanston (111.) 1974, pp. 455-467 [trad. esp. del orig. francés: El conflicto de las interpretaciones: ensayos de herme-néutiva, Buenos Aires 20031. Según la visión ética del mal, «el castigo sólo sir­ve para preservar un orden ya establecido» (P. RICOHI'R, History and Truth, Northwestern University Press, Evanston [111.1 1974, p. 125 [trad. esp. del orig. francés: Historia y verdad, Encuentro, Madrid 1990]).

39. Este es uno de los principales argumentos de P. RICOEUR en The SymboUsm of Evil, Bcacon, Boston 1969 [trad. esp. del orig. francés: Finitud y culpabilidad, Trotta. Madrid, 2004. libro II: «La simbólica del mal»].

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de suponer ahora que el abajamiento de Dios introduce el sufrimiento de todas las formas de vida en la experiencia divina. Y, en consecuen­cia, puede confiar en que el poder del futuro que llega sobre las alas de la promesa revelada terminará destruyendo el sufrimiento y la muerte que acompañan a la vida a lo largo de todo su viaje. En cualquier caso, no parece sensato para la teología o la teodicea ignorar el drama más abarcante de los muchos ejemplos de sufrimiento y abnegación que ofrece la vida, como si éstos no tuvieran nada que decir sobre Dios. Antes bien, deberían intentar extraer algún sentido de todo ello. Nume­rosos centros de vida y subjetividad se han entregado al sufrimiento, a la muerte e incluso a la extinción con el fin de permitir el continuo sur­gimiento de nueva vida (incluida la nuestra) a partir de las ruinas de su gran auto-inmolación.

La identificación de Dios con el sufrimiento de Jesús implica soli­daridad con la totalidad del sufrimiento humano. Pero ¿por qué detener­se ahí? A la vista de la continuidad y el parentesco evolutivos que ahora sabemos que existen entre nosotros y las demás clases de vida, sería in­justificadamente arbitrario pasar por alto la participación de Dios en la historia (story) del sufrimiento de la vida, no limitado al ser humano. De ahí que el nudo encuentro de la teología con la evolución pueda hacer más profunda nuestra conciencia del abajamiento de Dios, así como del alcance que tiene la redención y divinización del mundo por obra divi­na. El omnipresente carácter sacrificial de la vida inocente en el avance creativo de la evolución no debe ser imaginado como si aconteciera fue­ra del drama trinitario. La fe cristiana nos anima a ubicar el acontecer de la evolución en su conjunto dentro de la vida divina.

¿Elfin de la expiación?

Si la lucha de la vida es la lucha del propio Dios, entonces está justifi­cado que la teología aleje el mal de la aflicción más que nunca de las ga­rras de una teodicea puramente expiatoria. La inocencia de las víctimas de la vida significa que el tema del sacrificio tiene que ser radicalmente desacoplado del énfasis que la visión ética pone en el sufrimiento como castigo. Donde no hay culpa, no existe necesidad de retribución.

Por supuesto, a la vista del generalizado sufrimiento de la vida, uno todavía tiene la opción de adoptar una postura naturalista, interpretan­do el sufrimiento como pura tragedia que sólo puede ser soportada mer­ced a grandes dosis de coraje. El «sentido» del sufrimiento tal vez ra­

dique en brindar a personas concretas la oportunidad de experimentar nueva entereza ante el destino y la muerte, al estilo del Sísifo de Albert Camus. Desde Darvvin, la ciencia hace hincapié en que la mayor parte del sufrimiento es inocente y en que un hecho tan trágico subvierte cualquier interpretación estrechamente ética del mal. Así, para muchos naturalistas, el excesivo sufrimiento de la vida sensitiva es razón sufi­ciente para abrazar una visión trágica de la existencia. Pero, para los cristianos, la mejor manera de ver el trágico sufrimiento de la vida qui­zá sea entendiéndolo como el grito con que la creación clama a Dios pa­ra que la redima (Rm 8).

La concepción expiatoria del sufrimiento está, sin embargo, tan profundamente impresa en nuestra sensibilidad que parece casi imposi­ble de erradicar. Adoptó forma verbal por primera vez en los antiguos relatos sobre cómo la originaria perfección cósmica fue arruinada por actos libres de rebelión del ser humano. En el mundo bíblico, el mito de Adán representa la intuición de que el sufrimiento existe fundamen­talmente por culpa del pecado humano4". Un vastago de esta influyente teodicea es el hecho de que la gente, incluso en la actualidad, en socie­dades tanto seculares como religiosas, tiende a buscar culpables siem­pre que existe sufrimiento o acontecen desgracias". El supuesto de que inevitablemente hay que pagar un precio en sufrimiento por la corrup­ción de la originaria pureza de la creación a causa del ejercicio de la li­bertad ha afianzado el arraigado hábito de andar a la caza de víctimas. Ha legitimado una historia de búsqueda de chivos expiatorios que no ha hecho sino exacerbar la violencia y la aflicción42.

En 1933 Pierre Teilhard de Chardin escribió:

«A pesar de las sutiles distinciones de los teólogos, es un hecho que el cristianismo se ha desarrollado bajo la preponderante im­presión de que todo el mal que nos rodea procede de una tras-gresión inicial. Por lo que respecta al dogma, todavía vivimos en la atmósfera de un universo en el que lo más importante es

40. Sin embargo, incluso en el mito adánico, el personaje de la serpiente represen-la la intuición de que el mal no es rcducible sin más a la causalidad humana (cf. P. RICOKUR, Con/lia <>f Interpretathms. pp. 294-295).

41. \\ TL-ILHARD I ir; CHARDIN, Christianity and Evolutum, Harcourt Brace Jovano-vich. New York 1969, p. 81 [trad. esp. del oriü. francés: Lo que \o creo, Trotta. Madrid 2005].

42. Ibidem.

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la reparación y la expiación. Según esto, el problema funda-mcnlal, lauto para Cristo como para nosotros, sería liberarnos de una mancha. Lo cual explica la importancia, por lo menos en teoría, de la idea de sacrificio, así como la interpretación casi exclusivamente en términos de purificación. También aclara la preeminencia en cristología de la idea de redención y de derra­mamiento de sangre»4'.

Lo que Teilhard cuestiona aquí, al menos de forma implícita, es el hábito de asociar el sacrificio fundamentalmente con la expiación. Por desgracia, la teología todavía exagera en ocasiones la idea de una hi-postática ofensa primordial, la cual, a su vez, presupone que la creación originaria de Dios era ya de acabada perfección. Sobre todo en el cris­tianismo occidental, los teólogos han situado el sufrimiento en el con­texto de mitos que idealizan el principio de la creación más que su fu­turo. Lo cual únicamente contribuye a que la culpa originaria parezca tanto más descomunal, promoviendo expediciones demonizadoras para encontrar alguien o algo a quien achacar la culpa. La lógica que opera aquí es que la culpa originaria, si estuvo precedida de un estado de in­tegridad paradisíaca, no pudo ser un asunto trivial. Entonces, se invoca una visión expiatoria del sufrimiento y el sacrificio que nos ayude a comprender cómo se puede enmendar la situación. Y lo que es peor aún, corregir las cosas significa la restauración de lo que era, y no tan­to la apertura al futuro de una creación del todo nueva que espera «ahí delante».

Así pues, es importante preguntarse qué consecuencias teológicas se derivarían del hecho de que el universo, como implica la evolución, haya emergido sólo gradualmente a partir de un estado de relativa sim­plicidad y permanezca aún inacabado. ¿Qué necesidad cósmica habría de expiación o de búsqueda de un chivo expiatorio si nada significativo se hubiera perdido en la época de los orígenes cósmicos? ¿Y qué pasa­ría si la perfección que anhelamos los seres humanos fuera concebida como una creación futura en vez de como un pasado perdido? ¿No es la conciencia imaginaria de la enormidad de lo supuestamente manci­llado por el pecado lo que incuba una suerte de remordimiento que bus­ca la restauración a través de la expiación y que, en sus peores mani­festaciones, fomenta un perpetuo resentimiento y un espíritu de ven-

K. Ibulem.

ganza? Si la primitiva infracción no hubiese sido tan grave o si, de he­cho, no hubiese acontecido en el pasado, ya mítico, ya histórico, una re­belión contra el bien capaz de perturbar el mundo, ¿existiría todavía ne­cesidad alguna de restauración? La visión evolutiva de la vida, ¿no de­manda por lógica una teología que expurgue de motivos expiatorios la idea de «sacrificio» y que, de una vez por todas, sitúe el sufrimiento y el sacrificio de la vida en el horizonte de un futuro redentor?

No puedo sino dejar abiertas aquí estas preguntas para una futura reflexión teológica. En síntesis, lo que estoy preguntando es qué con­secuencias tendría para la teología pensar de forma plena y concluyen-te las implicaciones de la afirmación evolucionista de que, en el ámbi­to del ser creado, nunca ha sido real (todavía) un estado de completa in­tegridad cósmica. Mi sospecha es que, descartando toda idea de una época pasada de perfección creatural, nuestras aspiraciones religiosas podrían en lo sucesivo alejarse decididamente de la nostalgia remorde­dora y ser re-dirigidas hacia la esperanza. Cristo penetró en el templo del sacrificio de una vez por todas. Por consiguiente, la época de la ex­piación pertenece ya por completo al pasado (Heb 10,1-18)44.

La índole evolutiva de la naturaleza es difícil de conciliar con la re­trospectiva nostalgia de un hipostático estado de perfección originaria45. Pero la evolución .vz'es componible con la esperanza de una futura con­sumación final. Que el cristianismo sea, en esencia, una religión del fu­turo debería hacer a la teología saltar de entusiasmo ante el hecho de que la evolución no se compadece con seductores sueños de restablecer una gloriosa perfección pasada. La evolución ha cerrado de una vez pa­ra siempre esta retrógrada senda hacia la salvación. Después de todo, en la estela de Darwin y de la cosmología contemporánea, a la mayoría de las personas cultas les resulta difícil creer que haya habido algún mo­mento en la historia cósmica pasada en el que el universo tuviera una

44. G. THEISSEN, The Open Door: Variations on Bibücal Themes, Fortress, Minneapolis 1991, pp. 161-167 [trad. csp. del orig. alemán: La puerta abierta: variaciones bíblicas para la predicación, Sigúeme, Salamanca 1993].

45. John Hick, de modo análogo a Friedrieh Schleiermacher, intenta salvar la idea de una originaria perfección humana redeíiniendo «perfección» de modo tal que pase a significar el hecho de tener posibilidades de desarrollo (.1. HICK, Evil and the God of Love, pp. 225-241). Pero, a mi juicio, la definición de «perfección» no puede ser otra que «la plena actualización de posibilidades». Y a los ojos de un evolucionista, las posibilidades del mundo distan todavía mucho de estar ple­namente actualizadas.

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perfección prístina. En consecuencia, no podría haber acontecido, en sentido literal, ninguna «caída» desde un paraíso cósmico al estado de imperfección. La imperfección habría estado presente más bien desde el principio, como el lado sombrío de un universo inconcluso46. De ahí se sigue, en primer lugar, que la subestructura cosmológica de auto-cas­tigo expiatorio, resentimiento y victimización nunca habría sido un he­cho natural. Y puesto que en la historia de la naturaleza no habría podi­do tener lugar, en realidad, una catastrófica pérdida de perfección origi­naria que justificara nuestro resentimiento ante tal imaginada privación, no existiría razón alguna para persistir en actos de expiación o buscar culpables a los que responsabilizar por los misterios de nuestra condi­ción. La violencia asociada a la búsqueda de chivos expiatorios carece­ría de sentido en un universo que todavía se encuentra en devenir.

Sin embargo, por desgracia, la historia (story) de la religiosidad hu­mana ha estado a menudo marcada más por la nostalgia de una imagi­naria perfección pasada que por la anticipación escatológica de la nue­va creación. Me temo que sigue siendo así. Incluso en las religiones ori­ginadas en el entorno bíblico, el anhelo de restaurar o recuperar un pa­sado idílico ha operado para suprimir el espíritu de aventura abraháni-ca que nos impele a volvernos hacia el incierto futuro abierto por el Dios de la promesa. ¿Cuáles serían entonces las implicaciones de situar el anhelado ámbito de perfección no en el remoto pasado cósmico, si­no en el futuro que todavía no es?

El problema de la teodicea, redefinido

Como mínimo, diríase que, de aquí en adelante, la tarea de la teodicea no debería consistir en encajar el hecho del sufrimiento en la cuadrícu­la de la culpa y el castigo. Antes bien, si espera ser capaz de aproxi­marse al verdadero quid de la cuestión, la teodicea no tiene más reme­dio que preguntarse, para empezar, qué razones podrían empujar a un Dios bondadoso y omnipotente a crear un universo evolutivo, imper­fecto e inconcluso antes que uno completo y perfecto desde el princi­pio. ¿Podría ocurrir que un Dios bueno de verdad e inmensamente po­deroso no dispusiera de otra opción para ¡levar a cabo la creación que llamar al mundo a la existencia de una manera evolutiva? Esto ofrece

46. P. TEH.HARD DE CHARDIN, Christkmiiy and Evolution, p. 40.

material para abundante reflexión teológica, pero una respuesta sucinta podría consistir en que cualquier mundo imaginable que estuviera com­pleto y fuera perfecto ab initio no diferiría de Dios y no podría ser, en realidad, una creación. Tal vez una creación terminada desde el princi­pio represente, como Teilhard y otros han acentuado, algo teológica­mente inconcebible.

A la vista de la imagen del abajamiento de Dios, el problema de la teodicea discutido más arriba se revela como erróneamente planteado. Tal como suele entenderse, la pregunta es cómo conciliar el hecho del sufrimiento y el mal con la infinita bondad y el infinito poder de Dios. Sin embargo, lo que la revelación cristiana cuestiona es precisamente el significado del término «poder» en el uso que de él se hace en las for­mulaciones típicas del problema de la teodicea. Si «poder» quiere decir «capacidad de manipular», es difícil, por no decir imposible, armonizar la existencia del sufrimiento de la vida con la existencia de Dios. Pero la revelación cristiana consiste en gran medida en el mensaje radical­mente nuevo de que el significado del poder ha sido transformado para siempre por su íntima conjunción con el Amor de auto-donación. La idea de poder divino no ha sido destruida, sino sólo transfigurada. Pues, si «poder» significa «capacidad de producir efectos relevantes», el Dios del amor que se vacía de sí mismo puede obtener resultados que no es­tán al alcance de un poder manipulador.

Entre ellos, la libertad no es el menos importante. Sólo el Dios del amor que se auto-limita puede permitir que existan seres dotados de li­bertad. Al fin y al cabo, la libertad no puede ser causada; puesto que causar algo, al menos en el modelo de la causalidad eficiente, equivale a determinarlo, a situarlo dentro de una serie de sucesos en la que un estado se sigue por necesidad del anterior. En la naturaleza, la libertad sólo puede surgir espontáneamente, como algo que no es creado de ma­nera determinista. Sólo le es dado existir y prosperar en presencia de un entorno generoso, no coercitivo, de «dejar ser». Desde el punto de vis­ta teológico, la libertad creatural es una respuesta a un amor infinito cu­ya definición misma es permitir que cobre existencia algo distinto de él.

Sin embargo, para que la libertad humana pueda surgir sin solución de continuidad con los procesos naturales, es necesario pensar que el universo entero ha cobrado existencia en el mismo entorno de amor de­sinteresado que ha posibilitado que muy recientemente surja la libertad humana. La profundidad de este amor es la razón de que la creación del universo no pueda ser completada coercitivamente al principio, sino

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que tenga que desplegarse de una manera experimental, como si estu­viese siendo sacada a la luz poco a poco con el tiempo. El universo, al menos por ahora, se encuentra inacabado y es, por tanto, imperfecto co­mo consecuencia del humilde y desinteresado amor de Dios por la al-teridad. Así pues, una teología específicamente cristiana es capaz de en­contrar consuelo, libertad y esperanza en un universo que todavía está emergiendo al ser.

Por supuesto, una teología evolucionista de la naturaleza permane­cerá fiel de todo en todo a la historia del anhelo religioso de perfección, puesto que la vitalidad humana requiere que se persiga un ideal. Con todo, no es necesario imaginar la perfección a la que aspiran nuestros corazones como si se tratara de algo existente en el pasado y ahora per­dido. Antes bien, quizá sea más apropiado concebir la perfección como un estado que nunca se ha actualizado todavía, pero que cabe esperar que cobrará existencia en el futuro conforme a la visión divina de lo que es bueno, verdadero y bello. Una de las implicaciones importantes de la evolución para la teodicea es que permite transportar el ideal de la per­fección desde un pasado imaginario a un futuro posible.

Los relatos bíblicos de la creación y la promesa se afanan por ope­rar justo tal reconfiguración en las raíces del anhelo humano de perfec­ción. Las narraciones antiguas de un Dios de la promesa, de un Dios que siempre abre un nuevo futuro cuando aparecen callejones sin sali­da, nos animan a ir más allá de la nostálgica obsesión con un Edén per­dido hacia un futuro abierto que traspone el dominio esencial de la per­fección en el territorio del «ahí delante», inconcebiblemente creativo, en la dirección de una creación que todavía ha de ser actualizada. La orientación escatológica de la Biblia suscita esperanza en un futuro inaudito justo en tanto en cuanto refracta nuestra añoranza de un pasa­do paradisíaco. Nuestra participación en una «gran esperanza alberga­da en común»47 hace que las raíces de la violencia se entumezcan y que la energía humana sea dirigida cooperativamente hacia un horizonte de nuevo ser.

47. P. TEH.HARD DE CIIARDIN. The Future of Man, Harper & Row, New York 1964. p. 75 ftriid. esp. del orig. francés: El porvenir del hombre, Taurus, Madrid 1967 L

La cuestión del pecado original

Quiero terminar este capítulo insistiendo en que lo dicho aquí en modo alguno comporta mengua de la conciencia de pecado, de la necesidad de oenuino arrepentimiento por el mal que los seres humanos ocasionamos personal y socialmente o de la urgente necesidad de salvación que tene­mos. De hecho, es justo al revés. Ni siquiera la idea de «pecado origi­nal», acentuada más por el cristianismo latino que por el oriental, pier­de su sentido. Ahora significa que cada uno de nosotros nace en -y está «mancillado» por- un mundo en el que se ha acumulado una larga his­toria de negativa humana a responder a la llamada del Espíritu a la cre­atividad, la esperanza y el amor, imprimiendo profundamente su des­tructivo sello en sociedades, familias y personas. En términos evoluti­vos, la renuencia colectiva de nuestra especie a la llamada a la creativi­dad, la esperanza y el amor y su desesperada resignación al impulso en-trópico hacia la fragmentación -esto es, a una metafísica del pasado- ha debilitado a las personas y las sociedades, así como a la naturaleza.

El entorno más apto para la vida, la libertad y la esperanza es un universo inacabado. Pero, por inacabado, también es imperfecto. Lo cual significa que puede ofrecer asimismo un punto de apoyo para la existencia y la perpetuación del mal. Y dado que la línea de culpa del mal se extiende hasta las profundidades mismas del universo, el drama del mal y la necesidad de salvación en modo alguno son menoscabados, sino más bien indefinidamente agrandados, por el contexto cósmico y evolutivo en el que la teología debe habitar en adelante. La evolución pone en tela de juicio la predominancia de la visión expiatoria, pero en absoluto implica una restricción del alcance de la salvación obrada por Cristo. La presencia encarnada, redentora y divinizadora de Cristo pue­de ser ampliada ahora, gracias a los descubrimientos de las ciencias na­turales, a dimensiones cósmicas sin precedentes. La índole inconclusa de este inmenso universo significa que existe una necesidad primigenia y perdurable de redención en la médula misma de la realidad cósmica, una necesidad que es tan vasta como los cielos y tan prolongada como el tiempo mismo. Esta imperfección universal y nuestros pecados per­sonales y sociales claman por la redención y, por ende, por un Salvador al que de verdad podamos adorar48.

•8. P. TiiiLHARD DE CHARDIN, Christianity and Evolution, pp. 39 y 54.

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Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

EDWARDS, Denis, The God of Evolutiun: A Trinitarian Theology, Paulist, New York 1999 [trad. esp.: El Dios de la evolución: una Teología trinitaria, Sal Terrae, Santander 20061.

HAUGHT, John R, God after Darwin: A Theology of Evolutiun, Westview, Boulder (Co.) 2000.

MILLER, Kenneth R., Finding Darwin's God: A Scientist's Search for Common Ground between God and Evolution, Cliff Street Books, New York 1999.

TEILHARD DE CHARDIN, Pierre, The Human Phenomenon, Sussex Academic Press, Portland (Ore.) 1999, p. 217 |trad. esp. del orig. francés: El fenómeno humano, Taurus, Madrid 197 V].

o

1 COSMOLOGÍA Y CREACIÓN

- L A idea de que el universo ha sido creado es bastante escandalosa. En la historia del pensamiento, muchos pensadores notables la han consi­derado muy difícil de creer, si es que siquiera llegó a ocurrírseles. En su lugar, asumieron que el universo es eterno e increado. A Demócrito, Platón y Aristóteles, así como a la mayoría de los demás filósofos anti­guos, la atribución cristiana de la creación a un Dios personal les habría parecido sobremanera extraña. Y, de modo análogo, hasta hace muy po­co, la mayoría de los naturalistas científicos daban por sentado que el universo físico había existido siempre.

Para la fe bíblica, la doctrina de la creación implica, por el contra­rio, que el universo no tiene su origen en sí mismo, ni es necesario. Es el producto contingente (en cuanto opuesto a necesario) de la ilimitada gracia divina. Dado que no existe por necesidad, el universo puede ser acogido por nosotros como puro don. El fundamento último de la exis­tencia del mundo es la bondad y el poder de Dios. Desde un punto de vista teológico, sugiere Jiirgen Moltmann, lo que permite que exista al­go distinto de Dios es el abajamiento de Este, su amor auto-anonada­do1. La alteridad que acontece en la vida intratrinitaria de Dios -cuan­do el Padre, en un auto-despojamiento originario, engendra al Hijo- es condición de posibilidad de la creación del universo a imagen del Logos, la Palabra de Dios'. Para ser distinto de Dios, el universo no

1. J. MOLTMANN, God in Creation: A New Theology of Creation and llie Spirit of God, Harper & Row, San Francisco 1985, p. 88 [trad. esp. del orig. alemán: Dios en la creación. Sigúeme, Salamanca 1987J.

2. Para una excelente introducción a la doctrina de la Trinidad, véase A. HUNT, Tri-nily: Nexus of the Mysteríes of Chrisüun Faitli, Orbis Books. Maryknoll 2005.

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puede estar acabado o ser perfecto desde el principio (por razones que discutiremos más adelante); y así, la revelación cristiana nos persuade para ver el inestimable don del universo como la corporeización de una promesa que todavía ha de ser cumplida a través del poder divinizador y consumador del Espíritu Santo. Entre la originaria auto-donación de Dios y el perfeccionamiento final de todas las cosas por el Espíritu, se extiende la gran aventura de la creación.

Por medio de la afirmación de que Dios crea el mundo ex nihilo, de la nada, la enseñanza cristiana salvaguarda su fe en la completa liber­tad de Dios para permitir que exista un mundo distinto de Él. En con­secuencia, la constante enseñanza Cristina de la creatio ex nihilo hace sitio espacioso para la gratitud, la más fundamental de las respuestas re­ligiosas. Si el cosmos existiera ya por necesidad, ya por mero acciden­te -como si bien «tuviera» que existir, bien «simplemente diera la ca­sualidad» de que existe-, no habría motivo alguno para dar las gracias por ello. La creatio ex nihilo significa, entre otras cosas, que el mundo es un don libre. Negar la libertad de Dios para crear torna innecesaria la acción de gracias y hace superflua la esperanza en una nueva crea­ción. Hoy, sin embargo, no es inusual que los naturalistas afirmen que la cosmología moderna permite prescindir de la idea de creación divi­nal Pronunciándose en este sentido, repudian deliberadamente una de las creencias centrales del cristianismo, el judaismo y el islam.

Para las tradiciones abrahámicas, la doctrina de la creación no es un relato concebido para satisfacer la curiosidad mundana sobre cómo em­pezó todo. La filosofía de la naturaleza y, en tiempos más recientes, las ciencias naturales están suficientemente capacitadas para suministrar esa clase de información, aunque sus ideas permanezcan sujetas a revi­sión. La doctrina de la creación, por su parte, apunta con mayor pro­fundidad al permanente «fundamento del ser» que subyace al efímero universo. En las profundidades de todo ser finito, afirma el teólogo Paul Tillich, late el imperecedero «poder de ser» al que llamamos «Dios»4. A lo largo del libro vengo sugiriendo que la revelación cristiana, con su énfasis en el tema de la promesa, entiende el poder de ser simultánea-

3. Véase, por ejemplo, P. ATKINS, Creation Kevisited, W.H. Freeman, New York 1992 [trad. esp.: Cómo crear el mundo. Crítica, Barcelona 1995J.

4. P. TILLICH, Systematic Theology, vol. 2, University of Chicago Press. Chicago 1967, pp. 10-12, 20 y 125 ftrad. esp.: Teología sistemática, vol. 2, Sigúeme, Salamanca 2001].

mente como «poder del futuro»5. En otras palabras, Dios es también fuente de inagotable renovación. El mismo poder que da el ser al mun­do y lo sostiene en la existencia está en condiciones de aportar perma­nencia a lo que ha perecido y nueva vida a lo que ahora está muerto. La fe cristiana en la resurrección se apoya en la doctrina de la creación.

La creación y la «gran explosión» (big bang)

La teoría cosmológica de la «gran explosión», aceptada por casi todos los cosmólogos contemporáneos, suele interpretarse como si implicara que el universo principió a existir hace aproximadamente catorce mil millones de años. La propia ciencia parece haber invalidado la idea de un universo eterno. Incluso el hecho de que los científicos atribuyen un número finito de años al periodo de existencia del universo implica ló­gicamente que el cosmos tuvo un comienzo. Pero la conclusión cientí­fica de que el universo inició su existencia en un momento bien defini­do y que, por tanto, no siempre ha estado ahí, ¿añade algún apoyo sig­nificativo a la doctrina de la creación?

No necesariamente. Aunque existiera desde siempre, el universo -así debe responder la teología cristiana- nunca podría ser separado de un poder divino de ser y renovación". Aun de un universo eterno podría decirse que es creado. La doctrina de la creación, en otras palabras, no se ocupa tanto de cómo principiaron las cosas cuanto de por qué existe algo en lugar de nada. Así, la teología de la creación en modo alguno de­pende, por lo que atañe a su sentido o verosimilitud, de la cosmología contemporánea. De hecho, para la teología nunca es prudente vincular­se de forma demasiado estrecha a un consenso científico de actualidad7.

Con todo, no carece de interés para la teología que la ciencia mis­ma, al menos según la mayoría de las opiniones, parezca haber enterra­do la idea de que el universo o bien es eterno, o bien necesario. El es-

5. W. PANNENBRRG, Failli and Reality, Westminster, Philadelphia 1977, pp. 58-59; T. PETF.RS, God - The World"s Future: Systematic Theology for a New Era, Fortress, Minneapolis 2000'.

6. Cf. K. WARD, «God as a Principie of Cosmological Explanation», en [RJ. Russell, N. Murphy y C.J. Isham (eds.)] Quantum Cosmology and the Laws of Nature, Vatican Observatory v University of Notre Dame Pros, Notre Dame 1993, pp. 248-249.

7. P. TILLICH, Dynamics of Faith, Harper Torchbooks. New York 1958, p. 85.

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cepticismo científico preponderante a lo largo de la época moderna ha considerado más natural asumir que el cosmos carece de origen, pero los desarrollos experimentados por la cosmología en el siglo xx han conmovido esta creencia hasta el punto de que ahora resulta bastante pasado de moda negar que el universo se originó en la «gran explo­sión». No obstante, la naturaleza todavía se presenta tan vasta y creati­va que, para los naturalistas, sigue siendo bastante tentador hacer del universo físico el estribo y marco último de la vida y el pensamiento. A su juicio, el cosmos no necesita ningún fundamento creador fuera de sí mismo. En la actualidad, muchas personas científicamente cultivadas consideran superfluo postular un creador distinto de la naturaleza. Para ellas, basta con la naturaleza; de ahí que tengan el naturalismo por una visión razonable del mundo.

En mis conversaciones con científicos y filósofos, he descubierto que el naturalismo es un sistema de creencias fuertemente tentador. En nuestros días, los naturalistas científicos suelen ser conscientes de que el universo de la «gran explosión» manifiesta claros indicios de haber tenido un comienzo, de estar abocado a una eventual extinción y, por ende, de ser capaz de sustentar la vida sólo por un tiempo. Pero, re­cientemente, los naturalistas, ayudados por cálculos cosmológicos con­temporáneos, han comenzado a especular que nuestro universo podrís ser tan sólo un episodio o rama de un conjunto (o una serie) -mucho más abarcante e ilimitadamente creativo- de universos". Quizá el uni­verso de la «gran explosión», pese a su inmensidad, no sea más que un pequeño ámbito en un prácticamente ilimitado «multiverso».

Aun cuando el fantasma de un multiverso se confirmara -como bien podría ocurrir-, es difícil no caer en la cuenta del carácter inhe­rentemente religioso de tan extravagante conjetura. Al igual que el res­to de nosotros, los naturalistas tienen querencia por la eternidad. Ya que no esperan sobrevivir ellos mismos, al menos disfrutan de la posibili­dad de que un conjunto más abarcante de supuestos universos continúe oscilando de forma cíclica sin receso. Para los naturalistas, el poder de ser que los cristianos identificamos con Dios el Creador se traduce en (o es simbolizado por) una matriz cósmica ilimitadamente creativa, un

8. M. REES, Our Cosmic Habitat, Princeton University Press, Prineeion 2001 ftrad. esp.: Nuestro habitat cósmico, Paidós, Barcelona 20021; véase asimismo L. SMOLIN, The Life of tlie Cosmos, Oxford University Press, New York 1997.

universo madre que vomita universos retoños sin ninguna limitación9. Caso que en el naturalismo científico haya sitio para cierto sentido de trascendencia, quizá consista éste en dilatar nuestra mente e imagina­ción más allá de los límites del universo de la «gran explosión» al mis­terio de un conjunto de mundos indefinidamente grande. Dando seme­jante salto de fe -pues, hasta el momento, carece de toda base empíri­ca-, el naturalista manifiesta una sed de trascendencia que rivaliza in­cluso con las más crédulas incursiones en el mundo de la religión. El hecho de que no existan pruebas positivas que respalden la idea del multiverso hace tanto más patente que, aun entre los naturalistas, la búsqueda religiosa de horizontes infinitos es irrefrenable.

Por supuesto, la existencia de un multiverso sería de todo en todo conciliable con la teología cristiana de la creación, en especial si su fun­damento último es tan abundantemente generoso como se afirma que es el Dios de la Biblia. Una teología expansiva de la naturaleza está abier­ta a la posibilidad de que existan muchos mundos más allá del que ob­servamos. Dios es el Creador de todo lo visible e invisible. Y, con el tiempo, tal vez sea posible para la ciencia predecir la existencia de otros universos de manera comparable a como los físicos, antes de disponer de hecho de pruebas directas de los agujeros negros, podían, no obs­tante, aportar sólidos argumento a favor de su existencia. En cualquier caso, aunque existieran billones de mundos, para la fe cristiana segui­ría habiendo una única totalidad del ser creado; y tal inmenso multiver­so nunca podría rivalizar en amplitud y profundidad con las dimensio­nes del infinito que atribuimos a Dios.

Por tanto, la cuestión no es si las personas tenemos un anhelo de in­finito. A juzgar por las apariencias, hasta los naturalistas lo tienen. La cuestión es si deberían identificar el deseado infinito con el universo (o, dado el caso, con el multiverso) o, más bien, con una Creatividad de ili­mitados recursos subyacente al universo (o al multiverso). Los natura­listas sienten aversión por esta última noción, no porque carezcan de la sed humana de infinito, sino porque consideran que la atribución teísta

9. Véase, por ejemplo, la discusión de las tesis de Smolin en J. GRIBBIN, ¡n The Beginning: Áfter CORE and befare the Big Bang. Little. Brown, New York 1993, pp. 252-255 [trad. esp.: En el principio: el nacimiento del universo vi­viente, Alianza, Madrid 1994]; A. LINDE. «Inflationary Cosmology and the Question of Teleology», en |J.F. Haught (ed.)] Science and Religión in Search of Cosmic Purpose, Georgetown University Press. Washington, D.C. 2000. pp. 1-17.

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de «personalidad» a Dios hace a Éste más pequeño que el universo o multiverso10. Además, en su predilección -a menudo panteísta- por un universo infinito, a veces interpretan la idea de un comienzo en el tiem­po como menoscabo del mundo que antes tenían por infinito en el tiem­po y el espacio.

Para muchos cristianos, es difícil entender por qué la creencia de que el mundo natural tiene un punto de origen nítidamente definido no resulta atrayente para todos. Pero, para una persona que, por una parte, tiene sensibilidad para el misterio infinito y, por otra, considera que el Dios bíblico es más pequeño que el universo, la idea de una edad fini­ta para éste no puede sino parecer un insulto religioso. Al principio, in­cluso Albert Einstein pensaba que la idea de un comienzo definido del tiempo equivalía a un empequeñecimiento del universo ilimitadamente existente que se había grabado en su mente y su sensibilidad. Hasta que sus propias ecuaciones mostraron lo contrario, rechazó con vehemencia la idea de que el universo no ha existido siempre, que consideraba in­dignante. Además, Einstein creía que, para poder confiar en ellas como base para predicciones precisas, las leyes de la ciencia debían de ser, cuando menos, intemporales. Así, dudaba de que llegara a depositarse alguna vez confianza en la ciencia si los hábitos inmutables de la natu­raleza tenían un origen meramente temporal. Caso de no ser eternas, las leyes de la ciencia se antojarían arbitrarias y no fiables.

El propio Einstein estaba firmemente convencido de que el univer­so es un gran misterio cuyas dimensiones resultan insondables incluso para la ciencia. Le gustaba admitir que, en la medida en que cultivaba la conciencia de misterio, era un hombre profundamente religioso". El hecho de que el universo en absoluto sea inteligible representa un gran misterio ante el que los científicos deberían llenarse de humildad y ve­neración. Si no confiara en que el cosmos manifiesta una asombrosa co­herencia, la ciencia no podría ponerse siquiera en camino; así y todo, la ciencia nunca puede decir por qué el universo, de entrada, es inteligi­ble. La confianza que Einstein tenía en la eterna inteligibilidad del

10. Por ejemplo, ef. U. GOODKNOUGH, The Sacred Depths of Nature, Oxford University Press. New York 1998; Ch. RAYMO, Skeptics and frue Believers: The Exhilarating Cotmection hetween Science and Religión, Walker. New York 1998.

11. A. EINSTEIN. Ideas and Opinions, Modern Library, New York 1994. pp. 11-12 [trad. esp.: Mis ideas y opiniones, Bon Ton. Barcelona 2000J.

mundo, un misterio grande e incomprensible de por sí, hizo que la no­ticia de que el cosmos comenzó a existir en un momento dado le pare­ciera repugnante, al menos al principio. Pues que el cosmos haya teni­do un comienzo comportaría que las leyes de la naturaleza no son eter­namente necesarias, sino temporalmente contingentes. Y entonces la ciencia no poseería ya un fundamento tan sólido y permanente como Einstein suponía. En consecuencia, tras ser informado por otros cientí­ficos y matemáticos de que su propia teoría general de la relatividad im­plicaba un cosmos temporalmente finito, Einstein ajustó de forma arbi­traria sus cálculos con la esperanza de conseguir preservar así la con­fortable idea de un universo eterno y esencialmente inmutable. La teo­logía cristiana de la naturaleza no puede menos de apreciar la concien­cia religiosa del misterio infinito que manifiesta Einstein. Sin embargo, la lógica de la fe cristiana desplaza el horizonte del infinito desde la mismidad cósmica indefinidamente extensa a la ilimitada apertura de un futuro siempre renovador.

Einstein terminó percatándose del error de sus cálculos, pero mu­chos de los físicos actuales todavía comparten su aversión a la idea de que la naturaleza posee una edad finita. Mientras algunos especulan con que nuestro universo sólo es uno más de un montón de universos, otros defienden que, después de todo, no existe ningún punto temporal de origen cósmico rigurosamente determinable. Si no existió un primer momento, no hay necesidad alguna, afirman, de apelar a un creador que haya puesto en marcha las cosas. Si el universo nunca empezó en sentido literal a existir en el tiempo, quizá pueda decirse en cierto mo­do que siempre fue y siempre será. Y si no es posible especificar con claridad un instante originario, ¿qué sentido tiene traer a colación la idea de un creador? En Historia del tiempo, el famoso cosmólogo Stephen Hawking afirma que, «mientras el universo tenga comienzo, cabe suponer que es obra de un creador. Pero si el universo se basta por completo a sí mismo y carece de fronteras o bordes, no tendría ni prin­cipio ni fin: sencillamente sería. ¿Qué lugar quedaría entonces para un creador?»12.

12. S. HAWKING, A Brief Hislory ofTime, Bantam Books, New York 1988, pp. 140-141 |trad. esp.: Historia del tiempo: del big hang a los agujeros negros, Crítica. Barcelona 1997]; P. DAVIES, The Mind of God: The Scienlific Basis for a Rational World, Simón & Sehuster, New York 1993, p. 66 |trad. esp.: La mente de Dios, McGraw-Hill/lnteramericana, Aravaca 1993],

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El trasfondo científico

A estas alturas, los inauditos descubrimientos astrofísicos del siglo xx han llevado a la mayoría de los científicos a dudar de que el universo de la «gran explosión» haya existido, de hecho, desde siempre. La cos­mología reciente ha mostrado que la duración temporal de este univer­so, si bien inconcebiblemente inmensa, no deja de ser finita. El univer­so tuvo un comienzo. Por eso, podría parecer -al menos a primera vis­ta- que la cosmología, al postular un origen temporal del universo, es­tá haciéndole un favor a la teología. El punto de partida que denomina­mos «gran explosión» suscita preguntas como las siguientes: si el uni­verso no ha existido siempre, ¿no requiere una causa que exista con in­dependencia de él? Y tal causa, ¿no sería equivalente a lo que los teís­tas llamamos «Dios Creador»?

La sospecha científica de que el universo tuvo un comienzo surgió a principios del siglo pasado a raíz de pruebas evidentes de que las ga­laxias, al menos en promedio, se alejan entre sí. Dado que en la actua­lidad se están separando, hay que suponer que, en cualquier momento anterior de la historia cósmica, se encontrarían más próximas unas de otras y que la distancia entre ellas sería tanto menor cuanto más tem­prano fuera ese momento. A medida que se remontan en el tiempo, si­guiendo en dirección inversa las líneas de expansión cósmica, los cien­tíficos terminan concluyendo que, en algún momento del pasado muy remoto, toda la realidad física hubo de estar comprimida en un grano de energía/materia incalculablemente pequeño, caliente y denso. El uni­verso brotó de este huevo «primigenio». A medida que gradualmente se fue enfriando, una larga secuencia de acontecimientos llevaron con el tiempo a la sucesiva aparición de átomos de hidrógeno libres, estrellas, galaxias, carbón, vida y personas con mentes suficientemente inquisiti­vas para preguntarse de dónde proceden y dónde acabarán.

El consenso científico actual es que el universo puede ser conside­rado finito así en edad como en extensión espacial. Como he mencio­nado más arriba, Einstein no fue capaz de aceptar al principio tal idea, aun cuando sus propias ecuaciones deberían haberle convencido de ello. En 1917, el físico holandés Willem de Sitter, mientras estudiaba las ecuaciones de la relatividad general, recién formuladas por Einstein, llegó a la conclusión de que la nueva teoría implicaba un cosmos cam­biante y en expansión antes que el cosmos eternamente fijo favorecido por Einstein. Un universo eterno y estático se habría desmoronado so­

bre sí mismo por efecto de la gravedad hace ya mucho tiempo, pero es evidente que no ha ocurrido así. Que el universo, de hecho, continúe ex­pandiéndose en el espacio sólo puede significar que en algún momento del pasado remoto tuvo que existir un comienzo. Puesto que la grave­dad tira de todo sin excepción, si el universo existiera desde siempre, a estas alturas los cuerpos materiales se habrían agrupado entre sí. Pero, dado que esto no ha sucedido, los científicos deberían haber sospecha­do incluso antes de Einstein que la edad del universo no es infinita.

Sea como fuere, en 1922 el matemático ruso Alexander Friedmann concluyó que la teoría de la relatividad general de Einstein es incom­patible con la idea de un universo eterno y esencialmente inmutable. Hacia la misma época, el sacerdote y físico belga Georges LeMaitre planteó a Einstein que el universo de la relatividad general tenía que ha­ber surgido de una mota física infinitesimal en un evento originador al que el cosmólogo Fred Hoyle más tarde se referiría con sarcasmo como «big bang» (gran explosión), una etiqueta que aún perdura. Cuando tu­vo noticia de las interpretaciones de de Sitter, Friedmann y LeMaitre, Einstein rechazó inicialmente sus conclusiones: introdujo en la teoría, a modo de hipótesis, una fuerza repulsiva que contrabalanceara el tirón de la gravedad y explicara por qué los cuerpos celestes siempre han per­manecido tan esparcidos.

Einstein puede ser perdonado por este error de juicio, ya que al principio desconocía los asombrosos nuevos descubrimientos del astró­nomo estadounidense Edwin Hubble. En uno de los descubrimientos científicos más importantes del siglo pasado, Hubble y sus ayudantes se dedicaron a reunir pruebas observacionales de que el universo cambia en vez de permanecer atrapado en una perpetua inmovilidad. Algún tiempo después del descubrimiento de galaxias a principios del siglo xx aparecieron pruebas de que muchos de estos «universos isla» se alejan unos de otros. El «desplazamiento al rojo» que se constata en el análi­sis de las ondas luminosas procedentes de un gran número de galaxias significa que éstas se están separando entre sí. La creciente ratio de ve­locidad, denominada posteriormente «constante de Hubble», es uno de los números más importantes, si bien aún controvertido, de la cosmo­logía contemporánea.

En principio, científicos reflexivos podrían haber descubierto por otro camino que la edad del universo es finita. Si los miles de millones de estrellas que supuestamente pueblan el firmamento hubiesen perma­necido fijas en el mismo lugar durante toda la eternidad en vez de ale-

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jarse unas de otras, la luz de todas ellas habría alcanzado ya a estas al­turas nuestro planeta. Este bombardeo de fotones estaría inundando ca­da noche terrestre con una iluminación deslumbrante. Aquí no existiría la oscuridad. Y, sin embargo, existe. Este rompecabezas, conocido co­mo la paradoja de Olber, no se resolvió hasta tiempos de Einstein y Hubble, cuando la ciencia consiguió demostrar que la edad del univer­so es finita y que no ha habido todavía tiempo suficiente para que la luz estelar ahogue la noche. Hasta hace poco tiempo, los astrónomos no se habían percatado de que la oscuridad nocturna en nuestro planeta obe­dece al doble hecho de que el universo tiene una duración finita y de los cuerpos emisores de luz se alejan unos de otros a una ratio de veloci­dad creciente.

En la actualidad, el universo en expansión que predicen las ecua­ciones de Einstein parece haber recibido confirmación empírica. Con todo, aun después de la teoría de Einstein y los hallazgos de Hubble, persistieron los recelos respecto a la «gran explosión». Algunos cientí­ficos consideraban más conveniente aferrarse a la idea de un universo eterno y estable. Aunque en 1965 Robert Wilson y Arno Penzias, cien­tíficos del Bell Laboratory, descubrieron en la radiación cósmica de fondo, compuesta de microondas, lo que resultarían ser pruebas incon­trovertibles de la gran explosión, las dudas no se desvanecieron. Una de las principales razones de este escepticismo era que los científicos pen­saban que el universo de la «gran explosión» tendría que haberse ex­pandido con mayor uniformidad de como lo ha hecho, pues la astrono­mía muestra que, en el universo, la materia visible se encuentra distri­buida de forma heterogénea. Las galaxias, las estrellas, los planetas, los gases y otras clases de materia se hallan esparcidos de manera tal que entre algunos de estos cúmulos se extienden inmensos espacios vacíos, mientras que otros se hallan separados por distancias más pequeñas. ¿Cómo pudo ocurrir esto a no ser que también existieran irregularida­des en el universo primigenio?

Para explicar la falta de uniformidad que la astronomía, de hecho, constata en el universo actual, los defensores de la teoría de la «gran ex­plosión» tendrían que demostrar que, ya recién surgido, el cosmos con­tenía en forma seminal la heterogeneidad que hoy tan patente resulta. Pero ¿cómo puede medirse en la actualidad el estado en que se encon­traba el universo hace catorce mil millones de años? Que la ciencia esté hoy en condiciones de responder a esta pregunta es un signo de su po­der de descubrimiento y su creatividad. En la primavera de 1992 se

anunció que la meticulosa medida de los diferenciales de temperatura en la radiación de microondas en el espacio exterior por medio del saté­lite COBE (Cosmic Background Explorer) ofrece sólidas pruebas de la «gran explosión». El satélite había detectado ligerar diferencias de tem­peratura en los rescoldos, ahora ya bastante fríos, de la radiación que acompañó a la «gran explosión». Las raíces de esta heterogeneidad se remontan en el tiempo a los estadios iniciales de la existencia del uni­verso. La teoría de la «gran explosión» parece ahora bastante firme13.

¿Implicaciones teológicas?

En la actualidad, el consenso científico respalda de manera abrumado­ra la cosmología de la «gran explosión». Pero las pruebas científicas de la «gran explosión», ¿hacen en alguna medida a la teología de la crea­ción intelectualmente más respetable que antes? ¿Ha alcanzado por fin la ciencia moderna conclusiones sobre la naturaleza que confieren a la teología de la creación quizá mayor credibilidad que nunca?

La historia del encuentro de la teología con la ciencia recomienda precaución a la hora de responder a tales preguntas. Por consiguiente, llegados a este punto, conviene ofrecer una breve tipología de cinco di­ferentes maneras en que diversos grupos abordan no sólo el tema de la creación y la «gran explosión», sino también otras cuestiones relativas al diálogo entre ciencia y teología".

/. Conflación. El primer enfoque no distingue con claridad entre cien­cia y teología. Las combina o «fusiona». «Conflación» es el solapa-miento descuidado de formas de intelección que difieren entre sí desde un punto de vista epistemológico y confían en métodos intelectivos orientados a objetivos diferentes y basados en tipos distintos de prue­bas. Por ejemplo, como he señalado más arriba, la ciencia intenta re-

13. Una buena introducción a la historia del descubrimiento científico de la «gran explosión» antes de la puesta en marcha del proyecto COBE es T. FERRIS. Corning of Age in the Milky Way, Harper Perennial, New York 1988.

14. En mi libro Science and Religión. From Conflict to Conversation, Paulist. Mahwah (N.J.) y New York 1995, desarrollo una tipología que incluye cuatro maneras distintas de relacionar la ciencia con la religión. Aquí modifico ligera­mente mi presentación anterior incorporando la «conflación» a la tipología en vez de considerarla un enfoque que queda fuera de ella.

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solver problemas, mientras que la teología nos guía al misterio. Pero la conflación ignora tales distinciones, bien forzando a la ciencia a res­ponder a preguntas religiosas, bien esperando que los textos sagrados o la teología ofrezcan ilustración científica. Un buen ejemplo de confla­ción es la lectura literalista que considera el libro del Génesis una fuen­te autoritativa de información científica antes que una invitación a una forma radicalmente nueva de entender a Dios, de entender el ser y de entendernos a nosotros mismos. Muchos literalistas bíblicos, en espe­cial los que hoy son conocidos como «creacionistas científicos», leen la Biblia como si una de sus funciones fuera ofrecer una explicación cien­tífica de los orígenes.

La conflación es consecuencia de la incapacidad de discernir con esmero entre el método científico y una visión del mundo o un siste­ma de creencias. Nada tiene de sorprendente que haya sido la causa fundamental de numerosas dificultades experimentadas a lo largo de la historia en la relación entre ciencia y teología. Sin embargo, no son só­lo los fundamental i stas religiosos los que ceden al impulso de la con­flación. También muchos de quienes vengo llamando naturalistas cien­tíficos tienden, al menos implícitamente, a mezclar la ciencia con su (no verificable) fe en que el universo puede ser desentrañado por com­pleto desde una perspectiva materialista. Por ejemplo, evolucionistas como Stephen Jay Gould, E.O. Wilson y Richard Dawkins superponen directamente a la biología evolutiva su fe en que «la materia es cuan­to existe», sin apenas conciencia de que, procediendo así, están dejan­do atrás la ciencia e ingresando en el mundo de la ideología'5. El ses­go materialista que dan a la ciencia no es menos «conflacionista» que el creacionismo o lo que ha dado en ser conocido como «teoría del di­seño inteligente».

2. Conflicto. Una segunda manera de relacionar la ciencia con la fe es concibiéndolas como rivales irreconciliables. Ésta es la posición del conflicto, que es la que adopta hoy la mayoría de quienes niegan el cris-

15. S.J. GOULD. Ever Since Darwin: Reflections in Natural History, W.W. Norton, New York 1977, pp. 12-13 [trad. esp.: Desde Darwin: reflexiones de historia na­tural. Hermann Blume, Madrid 1983]; R. DAWKINS. River Out of Edén: A Darwinian View of Life, Basic Books, New York 1995 [trad. esp.: El río del Edén, Debate, Barcelona 2000]; E.O. WILSON. Consilience: The Unity of Knouledge, Knopf, New York 1998, p. 6 [trad. esp.: Consilience: la unidad del conocimiento. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona 1999].

tianismo por razones científicas. Los creyentes, por su parte, suscriben la posición del conflicto siempre que contraponen a la ciencia pasajes de la Escritura o enseñanzas específicas de su fe. Sin embargo, en este li­bro, cuando hablo de la posición del conflicto, pienso principalmente en el naturalismo científico, el sistema de creencias que rechaza las afirma­ciones de la teología porque no pueden ser contrastadas por la ciencia.

La posición del conflicto sostiene que la ciencia es la única vía fia­ble para comprender cualquier asunto. Así, como la fe en Dios o en la resurrección de Jesús no son corroborabies por la ciencia, el enfoque del conflicto insiste en que las personas intelectualmente honestas de­berían abstenerse de abrazar estos fundamentos de la fe cristiana. Sólo deben ser aceptadas aquellas afirmaciones acreditables como científi­camente exactas. Las confusas enseñan/as del cristianismo y otras re­ligiones no hacen sino alejar del mundo real al honesto buscador de la verdad. La fe cristiana sólo puede alcanzar, en el mejor de los casos, relevancia moral o emotiva. No le es dado gozar de prestigio cogniti-vo alguno16.

Quienes ven a la teología como rival de la ciencia suelen pensar que la revelación bíblica debería ser rechazada porque no aporta informa­ción científica fidedigna. Por ejemplo, los evolucionistas E.O. Wilson y Daniel Dennett repudian la teología porque ésta se toma en serio unas escrituras antiguas que no tienen nada que decir sobre la evolución17. Tanto Dennett como Wilson se consideran a sí mismos pensadores so­fisticados, pero su crítica manifiesta exactamente los mismos supuestos literalistas sobre la Biblia que suscriben sus oponentes creacionistas. Esto es, dan por sentado que la Biblia, por tratarse de una fuente auto­ritativa de verdad, debería ser científicamente precisa. El superficial li-teralismo que lleva a los creacionistas, por ejemplo, a repudiar la evo­lución como contraria a la Biblia es también, irónicamente, lo que mue­ve a Daniel Dennett a afirmar que «la idea de Darwin ha desterrado el libro del Génesis al limbo de la mitología pintoresca»"4. Este suma-

16. En el capítulo 10 retomaré la cuestión de la revelación y los criterios de verdad. 17. E.O. WILSON, Consilience. p. 6: y D. DHNNFTT, en la entrevista recogida en .1.

BROCKMAN. The Third Culture, Touchstonc, New York 1995, p. 187 [trad. esp.: La tercera cultura, Tusquets, Barcelona 1996].

18. D. DKNNKTT, en la entrevista recogida en J. BROCKMAN. The Third Culture, Touchstone, New York 1995. p. 187 |trad. esp.: La tercera cultura. Tusquets, Barcelona 1996].

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mente respetado filósofo asume, al igual que los fundamentalistas reli­giosos, que la Biblia debería haber ofrecido desde el principio infor­mación científica solvente. Por su parte, Wilson insiste con análoga in­coherencia en que la Biblia, si fuera verdaderamente revelada, no erra­ría en el terreno científico. Y puesto que no consiguen encontrar en el Génesis ideas útiles sobre la evolución, Dennett y Wilson declaran las Escrituras no fidedignas.

En una ocasión, durante una mesa redonda en la que participába­mos teólogos y personas críticas con el cristianismo por razones cientí­ficas, uno de mis interlocutores me reprendió por tomar en serio el Génesis; pues, según él, estaba lleno de lo que, desde el punto de vista de la ciencia, no son sino «mentiras». Dicho de otra forma, los crea-cionistas no tienen el monopolio del literalismo. Los católicos podemos aducir el hecho de que incluso un documento tan conservador como la encíclica Providentissimus Deus (1893) del papa León xm dio claras instrucciones a los fieles para que no buscasen en la Biblia verdades científicas1'. Pero, a juzgar por las apariencias, ningún mensaje equiva­lente ha conseguido permear el mundo de los evolucionistas materialis­tas. Al alear la ciencia y, en especial, la biología evolutiva con el cien-tifismo y el naturalismo materialista, presentan a sus lectores una amal­gama de creencia y ciencia que rivaliza con otras expresiones funda­mentalistas en su incapacidad para distinguir la ciencia de los sistemas de creencias. El enfoque del conflicto todavía está atrapado en la cié­naga «conflacionista».

3. Contraste. Como acabamos de ver, el conflicto no es más que la otra cara de la moneda «conflacionista». Un tercer enfoque, mucho más ele­gante, evita el conflicto eludiendo en primer lugar la conflación. A es­te tercer enfoque lo denonimo contraste porque se esfuerza por distin­guir nítidamente la ciencia de cualquier visión del mundo, ya teológi-

19. «Conviene recordar que los escritores sagrados o, más exactamente, "el Espíritu de Dios que por medio de ellos hablaba no quiso enseñar a los hombres esas co­sas (es decir, la íntima constitución de las cosas visibles), como quiera que pa­ra nada habían de aprovechar a su salvación" [S. Agustín, De Gen. ad litt. i Hi­pe rf. I, 2, c. 9, 20]; por lo cual, más bien que seguir directamente la investiga­ción de la naturaleza, describen o tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de metáfora o como solía hacerlo el lenguaje común de su tiempo y aún ahora acostumbra, en muchas materias de la vida diaria, aun entre los mismos hombres más impuestos en la ciencia» (LEÓN XIII. Providentissimus Deus 18)

ca, ya naturalista. Al repudiar tanto la conflación como el conflicto, el enfoque del contraste resulta atractivo a muchos científicos y teólogos reflexivos y dotados para el pensamiento lógico que perciben acertada­mente la necesidad de trazar importantes distinciones entre la indaga­ción científica y la búsqueda teológica. El enfoque del contraste sostie­ne que la teología y la ciencia se plantean conjuntos de preguntas radi­calmente dispares y que, por ende, es imposible que entre ellas surja un verdadero conflicto. Ambas conducen a la verdad, pero por caminos di­ferentes. Puesto que difieren tanto en lo que atañe a los métodos y per­siguen objetivos tan heterogéneos, no tiene sentido hacerlas rivalizar ni contraponerlas.

El enfoque del contraste sostiene característicamente que la ciencia inquiere cómo suceden las cosas en la naturaleza, mientras que la teolo­gía se ocupa de preguntas como por qué existe algo y no más bien la na­da. La ciencia tiene que ver con las causas naturales, físicas; la teología busca sentido. La ciencia se enfrenta problemas solubles; la teología, con preguntas límite que nos introducen en el misterio de Dios. La cien­cia responde preguntas específicas sobre el funcionamiento de la natura­leza, mientras que la teología se interesa por el fundamento último de la naturaleza. Sólo aislando a la ciencia y la teología en campos separados entre sí podrán prevenirse o resolverse las escaramuzas entre ambas20. El feo asunto en que se vieron involucrados Galileo y la Iglesia podría ha­berse evitado por entero si los teólogos y filósofos no hubieran cercena­do la recién incubada autonomía de la ciencia empírica.

4. Contacto. El enfoque del contraste es inflexible en su rechazo de la conflación. Reconoce acertadamente que el enfoque del conflicto nun­ca habría resultado atractivo si la ciencia, de entrada, no hubiese estado mezclada con visiones del mundo, ya religiosas, ya naturalistas. El con­traste es como un baño de agua fría para quienes han contraído la fie­bre «conflacionista». Pero la clínicamente nítida posición del contraste es demasiado simplista para hacer justicia al mundo del pensamiento y la indagación humanos actuales. No se debe fusionar la ciencia con la creencia, por supuesto; no obstante, la ciencia siempre conlleva impli­caciones para el mundo de la fe religiosa y la teología. Por consiguien-

20. Un buen ejemplo de un sólido enfoque de «contraste» es S. GOLDBERU, Seduced bv Science: How American Religión Has Losí ¡ts Wav, New York Univesity Press, New York 1999.

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te, yo defiendo que la teología de la naturaleza debería seguir con toda fidelidad lo que podría llamarse el enfoque del contacto. El contacto prohibe toda confusión entre ciencia y religión, pero reconoce asimis­mo que es imposible aislar por completo a la teología de los resultados de la investigación científica. Es consciente con realismo de la tenta­ción «conflacionista», pero también del hecho de que diversos sistemas de creencias no pueden evitar ser afectados de una u otra manera por la ciencia. El enfoque del contacto acepta las nítidas distinciones que tra­za la posición del contraste, pero está convencido de que sólo debemos distinguir entre ciencia y religión con objeto de establecer entre ellas una relación más significativa.

La tarea que afronta el enfoque del contacto es delicada y debe ser llevada a término una y otra vez en cada nueva época de descubrimien­to científico. Pero no es realista negar que la comprensión general que uno tiene de lo que es verdadero e importante para la teología se verá afectado por lo que, por lo común, se asume que es verdadero e impor­tante para la ciencia. En ocasiones, el contacto de la fe y la teología con la ciencia será dolorosamente confuso, como en las confrontaciones de la Iglesia con la cosmología de Galileo o con la imagen darwinista de la vida. Así y todo, la teología cristiana, para demostrar su compromi­so con la correcta intelección de la realidad, no debería ignorar los nue­vos desarrollos de las ciencias naturales. Después de haber escuchado a Darwin, Einstein y Hubble, los teólogos no pueden pensar sobre la creación y el Creador exactamente de la misma manera que antes. Así pues, una de las principales tareas de la teología de la naturaleza es in­dagar en el posible sentido religioso que, para la fe cristiana, tienen su­cesos naturales e ideas científicas tales como la «gran explosión».

5. Confirmación. Por último, un quinto enfoque acentúa las formas en que las creencias cristianas han preparado el terreno para el floreci­miento de la ciencia, tanto histórica como epistemológicamente. A fal­ta de un término más mnemotécnico, me refiero a este enfoque como confirmación. Una acepción del verbo «confirmar» es ofrecer respaldo y firmeza. Lo que sugiero es. pues, que la teología cristiana, aunque no puede ni debe intentar responder a preguntas científicas, sí que puede confirmar discretamente la empresa científica en su conjunto, prestan­do apoyo a la investigación abierta. Por ejemplo, la enseñanza cristiana ofrece una respuesta muy buena a la pregunta límite: ¿por qué debería­mos molestarnos en hacer ciencia? La respuesta es que «siempre mere­

ce la pena buscar la verdad»; y en apoyo de esta tesis cabe citar la con­vicción cristiana de que el universo se funda en la fuente de sabiduría, sentido y verdad a la que nos referimos con el nombre «Dios». Cuando la Palabra divina, que sirve de modelo a la creación toda, se encarna, el mundo entero se revela como inseparable de un principio eterno de in­teligibilidad. Desde un punto de vista teológico, la ciencia sólo tiene justificación si el mundo que explora es inteligible. Únicamente la con­fianza espontánea del científico en que el universo es inteligible puede propulsar una vida dedicada a la investigación. Pero la ciencia misma no esta en condiciones de justificar semejante confianza. Hacerlo es ta­rea de la teología; y, si lo logra, ello tiene el efecto de respaldar -o con­firmar- el viaje científico de descubrimiento.

Conflación y creación

La conflación, el conflicto, el contraste, el contacto y la confirmación son cinco maneras distintas de relacionar la ciencia con la teología. Echemos ahora, por consiguiente, una breve mirada a cinco maneras correspondientes de pensar sobre las implicaciones de la cosmología actual para la teología cristiana de la creación.

Para empezar, ¿cómo reaccionaría el enfoque «conflacionista» a las noticias sobre la «gran explosión»? A mi juicio, por lo común tiende a entusiasmarse en exceso. De Norman Geisler y Kebry Anderson, por ejemplo, se apodera tal efervescencia que anuncian que la teoría del big bang «ha resucitado la posibilidad de una visión creacionista de los orí­genes en astronomía»21. Una propuesta algo más contenida, pero aun así ampulosa, procede del astrónomo Robert Jastrow. Aunque previamente había declarado su condición de agnóstico, en su popular libro God and tire Astronomers, Jastrow sugiere que la síntesis cosmológica ofrecida por Einstein, Hubble y LeMaitre aporta un inopinado apoyo a la doc­trina de la creación. Con cierto espíritu de resignación, Jastrow confie­sa que la teoría de la «gran explosión» representa un choque total para los supuestos naturalistas. Ahora, después de varios siglos de verse abo­chornados por la ciencia, los teólogos por fin pueden animarse:

21. N.L. GEISLER y J.K. ANDERSON, «Origin Science», en fJ.E. Huchingson (ed.)J Religión and the Natural Sciences, Harcourt, Brace. Jovanovich New York 1993. p. 202.

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«En la actualidad [a consecuencia de la cosmología del big bang\ pa­rece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Para el científico que, durante toda su vida, se ha guiado por la fe en el poder de la razón, esta historia (story) termi­na como una pesadilla. Ha escalado las montañas de la ignorancia y está a pique de llegar a la más alta cúspide; cuando consigue alcanzar la última roca, es recibido por un grupo de teólogos que llevan siglos allí sentados»".

La teología de la naturaleza, sin embargo, aconsejará a los lectores escepticismo frente a tales insinuaciones «conflacionistas». Extraer con­clusiones teológicas directamente de la ciencia tiene una prolongada, pe­ro sobremanera sospechosa, historia. Isaac Newton, por ejemplo, estaba convencido de que su física había aportado por fin un sólido fundamen­to a la teología, pero el maridaje de ciencia y teología que él imaginaba no ha resultado exitoso. En cuanto la física se estableció como discipli­na autónoma, las antiguas invocaciones de los filósofos naturales a la idea de Dios con vistas a apuntalar el sistema newtoniano del mundo co­menzaron a antojarse superfluas21. De manera análoga, el papa Pío xn in­tentó convencer en 1951 a una asamblea de científicos de que la inci­piente teoría de la «gran explosión» añadía verosimilitud a la doctrina de la creación24. Más recientemente, un grupo de científicos creyentes han sostenido que la astrofísica ofrece una sólida razón para aceptar la exis­tencia de Dios. Pero hay que estar ojo avizor para detectar en tales pro­puestas el solapamiento y, por ende, la confusión implícita de modos científicos y religiosos de intelección. Es más seguro temblar de frío en las gélidas aguas del contraste que arder en los fuegos del conflicto y la conflación. Como advierte Paul Tillich, los teólogos nunca deberían abrazar ideas científicas por razones puramente teológicas25.

¿Cuáles son entonces las alternativas a la síntesis «conflacionista» de la cosmología del big bang con la teología de la creación? Cada una de las cuatro restantes interpretaciones -las que he llamado conflicto, contraste, contacto y confirmación- tiene su propia respuesta.

22. R. JASTKOW, Goil and the Aslronomers, W.W. Norton, New York 1978, p. 116. 23. Cf. M..I. BUCKLLY, si, Al ihc Origins ofModern Atheism, Yale University Press,

NewHaven 19X7. 24. Véase E. MCMUI.I.IN, «HOW Should Cosmology Relate to Theology», en [A.R.

Peacocke (ed.)| The Sciences and Theology in tlie Twentieth Cenlurv, University of Notre Dame Press. Notre Dame (Ind.) 1981, pp. 17-57.

25. P. TILLICH, Dynamics of Faith. p. 85.

Conflicto

El naturalismo afirma que la ciencia es incompatible con la teología o, al menos, que los descubrimientos científicos tornan cada vez más ob­soletas los enunciados teológicos. Por lo que respecta al tema del cos­mos y la creación, sostiene que ni siquiera el hecho de que el universo hubiera principiado a existir en el tiempo requeriría que dependiese de una causa exterior a él. La física cuántica, se afirma, permite que el uni­verso comience a ser sin causa alguna. Aunque el cosmos posiblemen­te haya tenido un comienzo, la física reciente dice que puede haber irrumpido en la existencia de forma espontánea, esto es, al margen de toda causa previa. De ahí que no haya necesidad de un creador.

Esta es la clase de afirmación que numerosos cosmólogos escépticos en religión hacen en la actualidad. La base científica de su pensamiento es, en líneas generales, la siguiente. Según la reciente especulación cos­mológica, hubo un tiempo en que el universo no era mayor que una par­tícula subatómica; y en ese instante, debe de haberse comportado como hacen todas las partículas subatómicas. La mecánica cuántica permite que la aparición de estas partículas no necesite en absoluto de causas de­terminantes. Las llamadas partículas virtuales de la microfísica sencilla­mente aparecen y desaparecen de forma espontánea, sin causa identifi­care. Las leyes ordinarias de la causalidad física no tienen validez en la región de lo minúsculo. En consecuencia, dadas sus diminutas dimen­siones, la partícula cósmica primigenia podría haber irrumpido espontá­neamente en la existencia. Como escribe Douglas Lackey, «es posible que la "gran explosión" no obedezca a causa alguna» y haya comenza­do a existir «a partir de un vacío, esto es, a partir de nada»26.

Como he señalado más arriba, el renombrado astrofísico Stephen Hawking ofrece una interpretación distinta, pero que también se precia de posibilitar una comprensión puramente naturalista de la cosmología de la «gran explosión». Aunque ahora hay que admitir que el universo no tiene edad infinita, ello no quiere decir, propone Hawking, que deba haber conocido por necesidad un comienzo temporal nítidamente defi­nido. El eminente cosmólogo conjetura que el tiempo ha emergido só-

26. D. LACKEY, «The Big Bang and the Cosmological Argument». en [J.E. Huchingson (ed.)] Religión and the Natural Sciences. Harcourt, Brace, Jovano-vieh, New York 1993, p. 194 (cursiva añadida).

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lo de modo gradual, no de repente, a partir de una matriz espacio-tem­poral carente de duración. Tal vez el universo nunca saltó abruptamen­te a la existencia en un primer momento determinable en cuanto tal, porque no hubo ningún primer momento. Y si no lo hubo, no existe ne­cesidad de buscar una primera causa27. Así, la cosmología de la «gran explosión» no ofrece ningún respaldo evidente a la fe cristiana. Mi res­puesta a la posición del conflicto se desarrolla en el siguiente análisis de los planteamientos de contraste, contacto y confirmación.

Contraste

El enfoque del contraste acentúa que la cosmología del big bang no prueba nada en lo relativo a la creación, ni en un sentido ni en otro. La posición del contraste insiste en que quienes aceptan la doctrina de la creación deberían abstenerse de acudir a la física en busca de respaldo. La tentación de extraer consecuencias teológicas directas de los descu­brimientos cosmológicos es continua, pero habría que resistirse a ella sin compromisos en aras de la integridad de la teología. Vincular la doc­trina de la creación tan estrechamente con la teoría de la «gran explo­sión» como quieren Jastrow y el papa Pío xn dejaría a la teología en una incómoda posición si alguna vez se demostrara que dicha teoría es erró­nea o si la idea de un multiverso o universo madre fuera verificada en algún remoto momento del futuro científico. Lo que pretende subrayar la posición del contraste es que la teología nunca debería recurrir a nin­gún descubrimiento científico concreto para cimentar su credibilidad. Después de todo, la ciencia cambia a menudo de opinión; y la teología que se ate en matrimonio a la ciencia de hoy puede enviudar fácilmen­te mañana. Creo que la teología contemporánea de la naturaleza debe tener en cuenta tal posibilidad, sin perjuicio de buscar al mismo tiempo un diálogo más intenso con la ciencia.

La estrategia del contraste consiste en diferenciar la teología, así en método como en contenido, de toda idea científica. Este riguroso aisla­miento excluye la posibilidad de que teología y ciencia se mezclen. Aunque la teoría de la «gran explosión» triunfa hoy en la ciencia, los defensores del contraste advierten de que los teólogos no deberían ex-

27. S. HAWKINC, Brief History ofTime, pp. 140-141.

traer de ella ningún consuelo. Además, parece algo impío basar la ve­rosimilitud de la venerable doctrina de la creación en las variables ver­siones de la física contemporánea. Según las estrictas reglas del enfo­que del contraste, la teología no debería dejarse seducir por la cosmo­logía del big bang aunque existan a primera vista afinidades entre el Génesis y las nuevas caracterizaciones astrofísicas del inicio del mun­do. Después de todo, la religión bíblica y la astrofísica hablan sobre dos conjuntos enteramente distintos de verdades; y la verosimilitud de la doctrina de la creación en modo alguno depende de la veracidad de la teoría de la «gran explosión». Si mañana leyéramos en el periódico que esta teoría falla o es científicamente errónea, ello no debería afectar a una teología bien fundamentada. La física de la «gran explosión» no tiene nada que decir sobre el verdadero sentido de la creación; por su parte, los relatos religiosos de la creación no ofrecen ninguna informa­ción de utilidad sobre los orígenes físicos del universo.

La cosmología de la «gran explosión» es muy posiblemente una teoría científica sólida como una roca; pero, según la posición del con­traste, la doctrina de la creación no trata sólo, ni mucho menos, de los orígenes cósmicos. Para empezar, es una respuesta a la pregunta: ¿por qué existe algo más bien que nada? La creación no tiene que ver tanto con los orígenes cronológicos del mundo cuanto con su dependencia ontológica respecto de un principio benéfico de ser que existe indepen­dientemente del cosmos. Lo que pretende la teología de la creación es despertar a la gente a la gracia divina que posibilita que exista algo dis­tinto de ella. En palabras de san Buenaventura, la teología de la crea­ción conduce a la mente a la conciencia de -y a la gratitud por- la «ple­nitud fontal» (fontalis pleniludo) y la desbordante bondad de las que brota el ser del mundo2*.

La doctrina de la creación debería llevarnos a reconocer y agrade­cer el poder de ser que fundamenta, sostiene y renueva el mundo. Para experimentar el poder de la creatividad divina en este preciso momen­to, resulta sobremanera importante evitar identificar la creación exclu­sivamente con su origen en el pasado remoto. Como acentúa con razón el teólogo Keith Ward,

28. La expresión «plenitud fontal» de Buenaventura es analizada cuidadosamente en I. DKLIO, OSF, Simply Ronaventure: An Intmduction lo His Ufe, Thouglit. and Writings, New City Press. New York 2001.

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«...es del todo inadecuado pensar que Dios creó el universo es algún remoto instante del tiempo -digamos, en el big bang- y que el uni­verso continúa existiendo ahora por su solo poder. Este popular error de que "la creación" es el primer momento del universo espacio-tem­poral y de que el universo persevera en el ser merced a su propio po­der intrínseco malinterpreta de medio a medio toda la tradición teísta clásica. Para la doctrina de la creación ex nihilo es irrelevante si el uni­verso comenzó o no a existir; la idea de que el universo tuvo un prin­cipio fue aceptada por lo general a causa de una determinada lectura de Gn 1. La doctrina de la creación ex nihilo sostiene sencillamente que no hay nada aparte de Dios de lo que el universo haya sido hecho, así como que el universo es distinto de Dios y del todo dependiente de Él por lo que respecta a su existencia»29.

Así, Stephen Hawking yerra de modo considerable, aunque no está solo a la hora de asociar la creación con los orígenes. Esta confusión es lo que le permite prescindir del Creador, puesto que supone que, al di-fuminarse cualquier instante nítido de inicio del cosmos, no queda ya nada que aquél pueda hacer: la única tarea que concibe para un creador es poner las cosas en marcha. Sin embargo, incluso un universo eterna­mente perdurable requeriría, para sostener y renovar su existencia, una «plenitud fontal» primigenia y persistente, un ilimitadamente profundo hontanar de ser. La creatividad de Dios debe ser entendida de forma on-tológica más que exclusivamente cronológica. Además, localizar el acto de creación divina sólo en el principio temporal del universo puede lle­var al deísmo, una escuálida versión del teísmo que relega a Dios a ser tan sólo la primera causa en una serie de sucesos naturales, tornándolo cada vez más irrelevante para la existencia del mundo en este instante.

Así pues, de ahí se sigue que la teología no tiene por qué preocu­parse por lo que a la ciencia le parece ser el origen espontáneo del uni­verso, tal y como éste es descrito por quienes están familiarizados con la física cuántica. La sugerencia planteada por algunos naturalistas científicos en el sentido de que el primitivo universo infinitesimal irrumpió sin más en la existencia, de súbito e inopinadamente, a partir de una matriz de vacío, no explica ni mucho menos por qué existe algo en vez de nada. Al fin y al cabo, el vacío cuántico, el campo de poten­cialidad del cual se afirma que surgió el universo, no es lo mismo que

29. K. WARO, «God as a Principie of Cosmological Explanation», pp. 248-249.

la nuda nada en el sentido del ex nihilo de la teología de la creación. El simple hecho de que exista materia-energía, no importa cuan tenue le parezca al sentido común en alguno de sus estados más sutiles, sigue siendo suficiente para suscitar la pregunta de por qué existen, para em­pezar, tales estados de ser. Remontar el curso de los acontecimientos bien hasta una primera causa eficiente, una matriz de vacío o la ruptu­ra espontánea de una simetría perfecta, bien incluso más allá, hasta las brumas de un pasado eterno, no excluye un poder último de ser que, por gracia, sostiene de continuo la existencia del mundo como un todo y, al mismo tiempo, la abre a un nuevo futuro.

Contacto

Acabo de resumir cómo se aborda la teología de la creación desde el en­foque del contraste. Muchos teólogos protestantes y católicos se sienten atraídos por él debido a la manera aparentemente clara en que separa la fe cristiana de lo que acontece en el mundo de la ciencia. Mientras que la ciencia y la teología sean entendidas como intentos de respuesta a dis­tintos conjuntos de preguntas, entre ellas no puede existir conflicto. Pero ¿debería detenerse aquí la teología? El enfoque ác\ contraste es tal vez demasiado aséptico. Aunque la nítida delimitación de la ciencia respec­to de la teología es lógicamente persuasiva y evita el fastidio de la con­flación, estoy convencido de que hace falta una interacción más audaz. En efecto, la teología de la creación se empobrece innecesariamente si permanece indiferente a los fascinantes desarrollos acontecidos en cos­mología durante el siglo pasado. La teología no tiene necesidad de apos­tar tan sobre seguro que pierda la oportunidad de crecer.

El enfoque del contacto que voy a esbozar en esta sección intenta evitar toda nueva conflación y admite que la ciencia y la teología son distinguibles desde un punto de vista epistemológico. Pero también de­ja que la cosmología influya en la teología. De hecho, la teología cris­tiana de la creación puede recibir nueva vida y sentido comprometién­dose en el diálogo con la cosmología actual. La teología no tiene por qué basarse directamente en la física, pero protegiéndose por entero de la cosmología no hace sino dar alas a la privatización de la fe y, por en­de, a su empobrecimiento. La ciencia de la «gran explosión» puede di­latar nuestra conciencia de la creación y, con ella, nuestra conciencia de Dios. ¿Cómo? /

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Aunque el credo niceno se refiere a Dios Padre como Creador de cielo y tierra, la teología ha permanecido tan atada a las preguntas so­bre la existencia humana, su historia y sus heridas que en los tiempos modernos ha sido incapaz, por regla general, de percatarse de cuan inextricablemente unido está nuestro ser al mundo natural, así como a la fascinante historia y al indeterminado futuro de éste. En parte debi­do a la influencia del filósofo Immanuel Kant (1724-1804), el univer­so pasó a ser considerado una suerte de constructo de la mente huma­na o como mero telón de fondo para el drama humano antes que como un conjunto de objetos que merece ser estudiado formalmente en sí mismo. En consecuencia, el universo se perdió en la práctica para la teología moderna, que hasta hace poco siguió haciéndose más y más antropocéntrica.

La nueva cosmología, sin embargo, es teológicamente significativa en virtud del hecho de que ha reintegrado al primer plano la totalidad del universo. El físico y erudito católico Stanley Jaki señala con razón que la cosmología actual, sobre todo a partir de Einstein, ha «devuelto al uni­verso [la] respetabilidad intelectual que Kant le negó»10. La nueva inter­pretación einsteniana de la gravedad propuso que el cosmos es un con­junto de cosas interrelacionadas que requiere una atención preferente que Kant no podía prestarle. Al desplazar el universo a un segundo pla­no, la obsesión de Kant con la subjetividad humana tuvo el efecto de descosmologizar el pensamiento moderno, incluida la teología.

Sin embargo, después de Darwin, Einstein y la física cuántica, el sujeto humano no puede ser ya separado tan fácilmente del universo. Resulta que éste es mucho más que un escenario intemporal para la aventura humana. De hecho, el universo mismo es la principal aventu­ra creativa; y no hay motivo alguno para asumir que nuestra especie es la única razón de su existencia. Ni siquiera somos la única especie de vi­da sobre la Tierra; y, hasta donde alcanza nuestro conocimiento, los dos­cientos o trescientos mil millones de galaxias que hay en el universo ob­servable pueden albergan numerosos pequeños oasis de vida. En cual­quier caso, ni religiosa ni científicamente nos equivocaremos si nuestra primera respuesta al hecho de la existencia es de gratitud por haber sido invitados a ser, al menos, una pequeña parte de un inmenso viaje cósmi-

30. S.L. JAKI. Universe and Creed, Marquette Universilv Press, Milwaukeee 1992. p. 27.

co. Representamos una parte muy importante del universo, pero su his­toria (story) no se agota en nosotros. Cada vez es más cierto que pre­guntas tales como quienes somos, de dónde procedemos, qué debemos hacer y qué nos es dado esperar sólo pueden ser respondidas si la teolo­gía presta atención a lo que acontece en el conjunto del universo. Y es­to no puede hacerlo sin mantenerse en contacto con la ciencia.

La cosmología de la «gran explosión» implica que el universo, no obstante su enorme extensión y su prolongada edad, es espacial y tem­poralmente finito. Pero reconocer que el universo es finito equivale a admitir su contingencia. En otras palabras, no hay ninguna necesidad a priori de que exista, ni de que sea justo la clase de universo que es. Entonces, ¿por qué existe si no tiene por qué hacerlo? ¿Y por qué es la clase de universo que es, cuando son concebibles otras clases de uni­versos? Tales preguntas surgieron, por supuesto, antes de Einstein; pe­ro, en la teología cristiana posterior a Kant, el escenario central ha es­tado ocupado por la existencia y el sentido del sujeto humano más que por el universo en su conjunto. Y en gran medida sigue siendo así, aun­que la cosmología actual ya ha empezado a desplazar las preguntas des­de el «¿por qué existo?» al «¿por qué existe el universo y por qué es ca­paz de producir vida, inteligencia y personas?».

En el pensamiento científico contemporáneo es posible percibir de vez en cuando vetas de una renovada conciencia de sobrecogimiento an­te la existencia del universo y ante el hecho de que se trate de la clase de universo que puede producir seres vivos e inteligentes. Stephen Hawking, por ejemplo, parece invocar un principio metaíísico capaz de «insuflar fuego» en las ecuaciones de los físicos para posibilitar la existencia tác­tica de un cosmos. ¿Por qué se toma el universo, se pregunta el físico bri­tánico, la molestia de existir"? Dado que la fe en la creación surge de la admiración ante el misterio de ser, para la teología es interesante que in­cluso científicos como Hawking estén experimentando lo que Paul Tillich denomina «choque ontológico»3'. Esto es, que les llame la atención el he­cho de que exista algo. Esta clase de admiración ofrece a la teología una buena razón para valorar los descubrimientos de la ciencia.

Además, la curiosidad del científico por los orígenes cósmicos es inseparable del casi universal interés religioso por los orígenes. Aunque

31. S. HAWKING, A BrieJ History o/Time, p. 174. 32. P. TILLICH, Syslematie Theology, vol. 1, p. 1 13,

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el teólogo acepte la distinción entre la teología de la creación y la cos­mología de la «gran explosión» que trazan los defensores de la posición del contraste, resulta artificial disociar por completo el entusiasmo per­sonal que un científico siente por el descubrimiento de los orígenes cós­micos del interés más generalmente humano y religioso por el princi­pio. Sin perjuicio de la distinción lógica entre cosmología científica y cosmogonía religiosa, ambas clases de indagación tienen una raíz co­mún en la preocupación humana por la perpetuamente inquietante pre­gunta por el origen primordial de todo.

Por último, y sumamente significativo para los temas teológicos que estoy poniendo de relieve en este libro, me gustaría acentuar que la nueva cosmología científica nos presenta un universo que, en gran me­dida, todavía está en ciernes. Paradójicamente, cuanta mayor atención ha dedicado la ciencia al estudio del remoto pasado cósmico, con tanta mayor fuerza han aflorado razones para preocuparse por el futuro que aguarda a la creación «ahí delante». Junto con la biología evolutiva, las ciencias de la tierra y los nuevos avances en otras áreas de la ciencia, la cosmología actual refuerza la impresión de que la creación del cosmos dista mucho de estar acabada. A la luz de la ciencia, la teología puede afirmar con confianza que la creación aún está aconteciendo. Y si si­gue aconteciendo, uno no puede menos de preguntarse hacia dónde se dirige. Cuanto más escudriña la ciencia el pasado cósmico, tanto más se ensancha delante de nosotros, como a menudo observa Teilhard de Chardin, la pregunta por el futuro cósmico-".

Que vivamos en un universo inconcluso tal vez no nos parezca de inmediato tan trascendental; pero, de hecho, significa que el universo podría encontrarse todavía en un estadio muy inicial de su despliegue pleno. A su vez, esta posibilidad permite que el futuro cobre una nueva importancia, que no tendría si siguiéramos espetando el universo en una física más antigua con su erróneo supuesto de la eterna mismidad del cosmos. Mientras que la ciencia dirige ahora su atención al pasado en busca de una explicación basada en lo que es anterior y más simple, el inacabado proceso de constitución del mundo que la cosmología poste -

33. Durante uno de sus viajes, Teilhard escribió a un amigo en 1923: «Soy un pere­grino del futuro que regresa de un viaje realizado por entero al pasado» (P. TEILHARD DK CHARDIN, Letters ¡rom a Traveller, Harper & Row, New York 1962, p. 101 [trad. esp. del orig. francés: Curtas de viaje, Taurus, Madrid 1966|).

rior a Einstein y Hubble ha sacado a la luz nos impele también a mirar hacia él futuro con el fin de encontrarle pleno sentido.

Es sobre todo en este punto donde la teología puede converger hoy con la cosmología. El Dios de la revelación es identificable como el ha­cedor de promesas que abre un nuevo futuro para el mundo, como un amor humilde y auto-anonadador cuya voluntaria y graciosa retirada posibilita que la creación cobre existencia como algo distinto de su Hacedor. La imagen revelada de la promesa y el abajamiento de Dios permite ahora a la teología de la creación conferir sentido religioso al relativamente reciente descubrimiento científico de que el universo es una historia (story) todavía inacabado.

El deseo que Dios tiene de lo verdaderamente distinto de El, ese an­helo inscrito en el corazón de la Trinidad, es lo que, en último término, explica que el universo no haya sido acabado con perfección definitiva en un originario acto creativo. La teología cristiana de la creación pue­de conjeturar con confianza que el amor humilde y desinteresado de Dios busca algo distinto de sí, un otro sin el que el amor de Dios no po­dría actualizarse. El universo creado se basa en el amor desprendido de Dios; y tal es la naturaleza del amor que Dios, si de verdad ama al mun­do (Jn 3,16), no puede sino querer la independencia de la creación. Por tanto, no debería sorprendernos demasiado que al universo le haya sido concedida una inmensidad de espacio y tiempo en el que llegar a ser distintivamente él mismo -como algo distinto de Dios.

Además, la teología de la creación concibe la promesa divina como explicación última del carácter anticipatorio de la naturaleza, un rasgo especialmente visible en el hecho de la «emergencia». Cuando hablan de «emergencia», los científicos quieren decir que, en el transcurso del tiempo, el cosmos ocasionalmente ha engendrado innovaciones dramá­ticas que comportan asombrosos incrementos de complejidad y nuevos principios de organización que antes no eran operativos. Los ejemplos más evidentes de emergencia son el surgimiento de la vida y, más ade­lante, la repentina erupción de inteligencia sobre la Tierra; pero estos episodios están precedidos de capítulos menos ostentosos en la evolu­ción del universo'4. El juego de grandes números en el contexto del pro-

34. H.J. MOROWITZ, The Emergente of Everything: How the World Became Complex, Oxford University Press, New York 2002; Ph. CLAYTON, Mind and Emergente: Erom Quantum to Consciousness, Oxford University Press, New York 2004.

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longado tiempo cósmico y de los procesos físicos y químicos ordina­rios es capaz de originar en puntos críticos nuevas formas de ser y ope­rar". El surgimiento de tal novedad es especialmente desconcertante para la ciencia, que se halla constreñida a explicar lo que es nuevo y complejo en función exclusiva de lo que es más antiguo y simple. Pero los fenómenos emergentes sólo atraen la atención del científico porque se trata de sistemas en los que «sale más de lo que se introduce»1". Y aunque los naturalistas se contentan con explicar lo que es más a partir de lo que es menos y lo posterior a partir de lo anterior, tal «explica­ción», en caso de que se considere adecuada, posee un cierto aire má­gico. La pregunta, entonces, es de dónde proceden los nuevos princi­pios de organización.

Lo que pone de manifiesto la emergencia es, cuando menos, que no cabe determinar en qué consiste realmente el universo mirando tan só­lo a su pasado, como hace la ciencia, sino que es necesario dirigir los ojos al mismo tiempo hacia su futuro. «La magnitud del río se com­prende en su estuario, no en su hontanar», subraya con razón Teilhard". Y Ralph Waldo Emerson añade: «En la naturaleza, cada instante es nue­vo; el pasado siempre es engullido y olvidado, lo venidero constituye lo único sagrado»5*.

Siempre que intentamos captar las verdaderas dimensiones de aigo todavía incipiente -tal como la vida y el pensamiento-, no basta con la mera descripción de su pasado. Si únicamente miramos en la dirección de su pasado más remoto, el cosmos se diluye más y más en la incohe­rencia de múltiples fragmentos inconexos. La inteligibilidad sólo pue­de ser encontrada si miramos hacia la futura integración de la inicial multiplicidad del mundo en una unidad y coherencia cada vez más pro­fundas. Crear es unir. El método científico de ir despegando los estra­tos del pasado debe ser complementado por otra clase de indagación, en concreto por una que nos abra al futuro. Si deseamos comprender el

35. Cf. S. JOHNSON, Emergence: The Connected Lives ofAnts. Rrains, Cities, and Software, Touchstone. New York 2001.

36. J. HOI.LAND, Emergence: From Chaos to Order, Perseus Books. New York 1999, pp. 15, 112 y 225.

37. R THILHARD DF, CHARDIN, Hymn of the Universe, Harper Colophon, New York 1969, p. 77 [trad. esp. del ong. francés: Himno del Universo, Trotta, Madrid I996|.

38. R.W. EMERSON, «Circles», en Emerson 's Essays, Harper Perennial Books. New York 1981. p. 226 [trad. esp.: Ensayos, Espasa-Calpe, Madrid 2001 j .

universo presente no tenemos más remedio que mirar hacia aquello en lo que promete convertirse en el futuro.

Alcanzar tal perspectiva es, a mi juicio, uno de los principales ob­jetivos de cualquier teología de la naturaleza genuinamente bíblica. Cabe considerar que buena parte de la actual relevancia teológica del diálogo entre teología y cosmología estriba, en especial, en la búsque­da común del futuro. La habitual obsesión de la ciencia con forzar al universo a ajustarse sólo a lo que se ha aprendido excavando un túnel de regreso al pasado tiene que ser complementada por la atención de la teología a un futuro que estará lleno de sorprendentes serpenteos y gi­ros. Esta es la razón por la que la teología no puede ignorar la genero­sa imagen científica de un universo que todavía está alzándose hacia una novedad y una diversidad cada vez más emergentes.

La idea de que el universo ha brotado de una irrepetible singulari­dad confiere al tiempo una irreversibilidad que hace nuevo cada mo­mento, lozana cada experiencia y única cada reaparición. La cosmolo­gía del big bang ayuda a la teología a percatarse de que el universo no es conjunto de leyes eternas y estáticas, sino una historia (story) me­morable y todavía en curso, un relato en el que nunca se repite un ca­pítulo o siquiera una página. La creación es perpetuamente nueva, cada día. Como escribe Teilhard:

«El hecho es que la creación nunca se ha interrumpido. El acto crea­dor [de Dios] es un enorme gesto continuo que abarca la totalidad del tiempo. [La creación! todavía está en marcha; y sin receso, aunque ello no sea perceptible, el mundo sobresale poco a poco de la nada»11'.

Lo que quiero decir aquí es que no hay nada que sea más entorpe-cedor para el espíritu humano y, por ende, para la investigación cientí­fica que el supuesto de que, en la historia (story) del universo, ya ha acontecido todo lo relevante. Por desgracia, varios siglos de ciencia me-canicista han inducido a muchos pensadores científicos a presumir que la única actitud intelectual realista es un pesimismo cósmico que ve to­do como vinculado por completo al determinismo del pasado y a aque­llos elementos simples a los que la ciencia se esfuerza por reducir los fenómenos nuevos y complejos. Tal punto de vista sigue prosperando

39. P. TEILHARD DE CHARDIN. The Prayer ofthe Universe: Selected from Writings in Time of'War, Harper & Row, New York 1968, pp. 120-i 21 [trad. esp. del orig. francés: Escritos del tiempo de guerra (1915-1919). Taurus, Madrid 1967].

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en los círculos intelectuales, mas los rasgos emergentes del cosmos tor­nan ahora superfluo semejante prejuicio naturalista; lo cual no puede ser sino una buena noticia para una teología configurada por la conciencia de la promesa latente en la realidad. En parte como resultado de sus en­cuentros previos con la ciencia evolutiva, pero ahora debido también a su confrontación con la cosmología y el nuevo estudio científico de la emergencia, la teología manifiesta en la actualidad una conciencia más firme que nunca de que el cosmos todavía está siendo llamado al ser.

Por supuesto, las tentativas teológicas de desarrollar el enfoque del contacto suscitan una pregunta fundamental: si el cosmos está, en últi­mo término, abocado a una muerte por exceso de calor, ¿por qué poner esperanza alguna en su destino futuro? Después de todo, ¿no será el pe­simismo cósmico del naturalista científico puro la manera más realista de entender la naturaleza? Esta importante pregunta la abordaré en el capítulo 9.

Confirmación

La teología de la creación no sólo es componible con la ciencia, sino que también la respalda. La doctrina de la creación podría incluso ha­ber tenido algo que ver con el desarrollo de la ciencia en el mundo oc­cidental, si bien esta tesis es muy controvertida. A mi juicio, hay que afirmar, como mínimo, que el imperativo empírico subyacente a la ciencia puede encontrar un sólido apoyo en el supuesto de que el mun­do es creación contingente de Dios. Según algunos historiadores, la fe bíblica en que el mundo ha sido creado -y, por tanto, no es eterno ni ne­cesario- ha conferido a la indagación empírica una relevancia que no posee en otras visiones del mundo4". Pero, con independencia de que es­ta idea sea históricamente aceptable o no, la teología de la creación ofrece, cuando menos, una justificación teológica del giro empírico que ha experimentado la ciencia moderna.

Para entender este punto, imagina que el mundo natural sencilla­mente hubiera tenido que existir desde toda la eternidad y no pudiera ser sino justo la clase de universo que es. Si el universo fuera necesario

40. M. FOSTKR, «The Christian Doctrine of Creation and the Rise of Modern Science»: Mind 43 (1934). pp. 446-448.

en vez de contingente, tal vez nos preguntaríamos si la investigación empírica merece la pena. Puesto que un universo necesario tendría que ser de la manera que es, poco ganaríamos con observarlo de hecho41. Una vez conocidas las leyes eternas por las que se rige, podríamos des­cubrir más sobre él, al menos en principio, deduciendo sus propiedades a partir de primeros principios que observándolo en concreto. Tal de­ducción cabe hacerla sencillamente con lápiz y papel o, en la actuali­dad, con ordenador. La investigación empírica o el trabajo de campo se­rían innecesarios. Después de que nos hemos percatado de que todo as­pecto del cosmos está determinado para ser justo como es, la observa­ción concreta del mundo puede ser substituida por la pura predicción matemática, una posibilidad que aún hoy idealizan algunos filósofos y científicos. Si todo lo que sucede en el mundo fuera resultado inexora­ble de una serie de causas determinantes, no habría ninguna necesidad de un examen científico-práctico de los pormenores de su configura­ción. El lado empírico de la ciencia devendría tanto más superfluo cuanto más se diluyera la contingencia táctica del mundo en la ficción de la inflexible necesidad.

Por otra parte, la teología de la creación implica la creencia de que el universo físico es contingente. No hay ninguna necesidad eterna de que exista, ni de que sea exactamente la clase de universo que es. Tanto su existencia como sus características específicas son producto de la li­bre decisión del Creador. En consecuencia, podemos aprender cosas so­bre el universo no a través de la pura deducción, sino sólo combinando observación y deducción. La teología de la creación, por tanto, refren­da (confirma) el impulso hacia el descubrimiento que subyace a la bue­na ciencia. Niega que la existencia y los rasgos específicos del univer­so respondan a una rígida necesidad. El universo no tiene por qué exis­tir, ni tampoco tiene por qué ser exactamente la clase de universo que es. Así, la ciencia está abierta a dejarse sorprender por los hechos con­cretos de la naturaleza. La doctrina de la creación respalda epistemoló­gicamente el método inductivo de la ciencia natural, que siempre hace sitio para un número ilimitado de nuevos campos de investigación.

41. Ihid.

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Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

DAVIES, Paul, The Mind of God: The Scientific Basis for a Rational World, Simón & Schuster. New York 1993 [trad. esp.: La mente de Dios, McGraw-Hill/Interamericana, Aravaca 1993].

MOLTMANN, Jürgen, God in Creation: A New Theology of Creation and the SpiritofGod, Harper & Row, San Francisco 1985 [trad. esp. del orig. alemán: Dios en la creación, Sigúeme, Salamanca 1987].

REES. Martin, Our Cosmic Habitat, Princeton University Press, Prince-ton 2001 [trad. esp.: Nuestro habitat cósmico, Paidós, Barcelona 2002].

[RUSSELL, Robert John, MURPHY, Nancey e ISHAM C.J. (eds.)] Quantum Cosmology and the Laws of Nature, Vatican Observatory y University of Notre Dame Pres, Notre Dame 1993 (ed. rev. 1996).

8 LA VIDA Y EL ESPÍRITU

\J NA pregunta que hoy está en la mente de muchos científicos y filó­sofos es cómo explicar el origen de los organismos. Este asunto no pue­de ser indiferente a una teología de la naturaleza que considera a Dios autor de la vida. Pero ¿cómo puede relacionar la teología su propia cla­se de explicación con las explicaciones científicas de la vida? ¿Puede la ciencia atribuir el origen de la vida a procesos físicos y químicos sin ri­valizar o entrar en conflicto con la adscripción teológica del origen de la vida al Espíritu creador de Dios? Como vengo diciendo, en el mun­do intelectual de hoy ronda la poderosa tentación de conformarse con explicaciones puramente naturalistas de todo. El naturalismo científico, o sea, la creencia de que el mundo accesible a la indagación científica es todo cuanto hay, juzga que el origen y el funcionamiento de la vida consisten meramente en sucesos naturales. Por consiguiente, atribuirlos a la acción especial de Dios privaría de sentido a la ciencia. ¿Por qué molestarse en buscar explicaciones teológicas de la vida, se pregunta el naturalista, cuando basta la ciencia?

El naturalismo es el sistema de creencias dominante hoy en día en los círculos científicos y filosóficos. Hay, por supuesto, diferentes ma­neras de entender el naturalismo: el naturalismo religioso, el naturalis­mo moderado, el naturalismo radical, etc. Pero en este libro uso el tér­mino «naturalismo» como suelen hacerlo la mayoría de filósofos, cien­tíficos y teólogos; a saber, para designar la creencia de que la naturale­za, tal como es accesible a la experiencia ordinaria y al método cientí­fico, es literalmente todo cuanto hay. El naturalismo no deja sitio para lo milagroso o lo sobrenatural. Así pues, la vida y sus orígenes deben

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ser explicados sólo en términos físicos1. La apelación de la teología al Espíritu de Dios como fuente de vida se tiene por una conjetura inútil.

Hasta no hace mucho, las explicaciones naturalistas parecían ina­decuadas, en especial en las ciencias de la vida. En fecha tan reciente como comienzos del siglo xx, las hipótesis vitalistas eran todavía po­pulares y, en algunos ambientes, incluso científicamente respetables. El «vitalismo», término derivado de la palabra latina vita (vida), afirma que una explicación completa de la vida debe apelar en algún momen­to a una fuerza no material que interviene en la naturaleza y eleva la materia inanimada al rango de la vida. Henri Bergson, el más famoso de los vitalistas modernos, se refiere a esta fuerza supra-material como «ímpetu vital» (élan vital), cuya función hace pensar en la obra del Es­píritu Santo2. Según los vitalistas, puesto que la vida en sí tiene algo mis­teriosamente sobrenatural, la ciencia puede decir muy poco sobre qué sea en realidad. La mera especificación de las causas físicas y químicas no basta, ni mucho menos, para explicar el origen ni la esencia de la vi­da. En un pasado no muy remoto, los científicos, muchos de los cuales estaban influidos por el vitalismo, apenas se atrevían a aventurarse en un área de investigación que linda tan estrechamente con lo espiritual como parece hacerlo el ámbito de la vida. Sin embargo, como veremos ense­guida, hoy la comprensión científica de la vida es muy diferente.

Hasta hace varios siglos, el pensamiento humano casi nunca había mostrado predisposición a abrazar el naturalismo. Antes del surgimien­to de la física moderna, la geología, la biología evolutiva y la cosmolo­gía de la «gran explosión» (big bang), el mundo era descrito como una jerarquía fija de distintos niveles de ser, a mucho de los cuales se les su­ponía inherente una cierta cualidad espiritual. Si la materia se repre­senta por la letra m, la vida vegetal es m + x, donde x es la intangible cualidad que un principio vitalizador añade a la composición química de flores, hierbas y árboles. En el paso siguiente, la vida animal y el co-

1. Para esta acepción del término «naturalismo», cf. Ch. HARDWICK, Events of Grave: Naturalism, Exislentialism, and Theology, Cambridge University Press, New York 1996. Un tratamiento más exhaustivo de la aproximación teológica ai problema del origen de la vida puede verse en mi libro Is Nature Enough? Meaning and Truth in the Age of Science, Cambridge University Press, Cambridge 2006.

2. Cf. H. BERGSON, Creative Evolution, University Press of America, Lanham (Md.) 1983. pp. 88-97 [trad. esp. del orig. francés: La evolución creadora, Espasa-Calpc, Madrid 1985].

mienzo de la conciencia pueden ser representados por m + x + y, don­de y simboliza la sensibilidad básica e incluso la conciencia que po­seen los organismos no humanos. Por último, los seres humanos, con su capacidad para la auto-conciencia reflexiva, son codificables como m + x + y + z. Hasta hace poco, las indefinibles dimensiones x, y, z parecí­an escapar al alcance de la comprensión científica3.

Una implicación fundamental de esta cosmología jerárquica es que los niveles superiores no pueden ser reducidos a los inferiores. Cada ni­vel tiene algo distintivo, una discontinuidad ontológica que hace a los niveles superiores más valiosos y reales, pero también más elusivos, que los inferiores. En consecuencia, la vida no puede ser explicada só­lo por medio de las ciencias duras, esto es, la física y la química. Aun­que esta última puede entender mucho (aunque no todo) de lo relacio­nado con el nivel más inferior, el de la materia inanimada, ninguna de las dos está cognitivamente equipada para captar las cualidades no físi­cas presentes en la vida, la conciencia y la auto-conciencia. Aun en la era de la ciencia, la visión jerárquica de la naturaleza sigue configuran­do por doquier las sensibilidades éticas y legales de las sociedades hu­manas. La gente continúa mostrando instintivamente más veneración por los seres vivos, sentientes y conscientes que por las rocas. Al mis­mo tiempo, sin embargo, en la época moderna parece haber menos ve­neración por la vida que en ningún momento anterior de la historia hu­mana. En la actualidad, esta devaluación de la vida es sancionada por interpretaciones materialistas de la naturaleza que consagran la materia inanimada como fundamento de todo el ser, haciendo así de la vida y la inteligencia meros derivados.

Los orígenes del naturalismo

¿A qué se debió entonces la victoria del naturalismo sobre el vitalismo? La historia es complicada, y ninguna versión capta todos los matices; pero el profundo pensador judío Hans Joñas ofrece una iluminadora in­terpretación de este drama trascendental, un drama que tiene conside-

3. E.F. SCHUMACHER, A Guide for the Perplexed, Harper Colophon Books, New York 1978. pp. 18ss. [trad. esp.: Guía para los perplejos, Debate, Barcelona I986|

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rabie importancia para la teología de la naturaleza4. Joñas comienza ob­servando que, con anterioridad a la revolución científica, la mayoría de las personas se aferraban firmemente a una concepción panvitalista del mundo. El panvitalismo es la creencia de que toda la realidad está viva. En el mundo intelectual de nuestros antepasados remotos, no sólo la flora y la fauna, sino también el Sol, las estrellas, los patrones meteo­rológicos, los ríos y los paisajes palpitaban de vida. Nada podía ser real sin estar de algún modo vivo.

Pero si la vida es la realidad fundamental para el panvitalista, ¿qué es entonces la muerte? ¿Cómo puede ser real la muerte si se supone que todo lo real está vivo? imagina por un momento que vives en un mun­do panvitalista y que un animal o una persona de tu tribu acaban de mo­rir. Cuando examinas el cuerpo muerto que yace delante de ti, ¿cuáles son tus pensamientos? Según la explicación de Joñas, te sentirías so­bremanera desconcertado, puesto que la privación de vida que mani­fiesta el cadáver no encaja con el supuesto primordial de que todo lo real está vivo.

Joñas conjetura que, para la mayoría de nuestros antepasados, la vi­da era la norma y la muerte una excepción ininteligible. Y así, para sal­vaguardar su visión panvitalista del mundo, a la gente del pasado re­moto se le ocurrió instintivamente la idea del alma, un imperecedero principio animador que habita todo organismo. El alma se concibe co­mo un intangible centro subjetivo que permanece misteriosamente vivo incluso después de que el cuerpo que antes la animaba haya quedado privado de todo movimiento. Para el panvitalista, el núcleo esencial de los seres vivos -los animales amén de los seres humanos- sigue vi­viendo por tiempo indefinido en algún lugar. Las almas pueden regre­sar en ocasiones para perseguir o consolar a la gente; pero, en cualquier caso, son consideradas más reales que los cuerpos a los que daban vi­da. Así, la fe en la existencia de las almas permite al panvitalista afe­rrarse al supuesto de que la vida es más real que la muerte.

La fe en la existencia del alma, no hace falta decirlo, ha atenuado el miedo ante la muerte de millones y millones de personas a lo largo de los siglos. Pero en la época moderna, sugiere Joñas, la inmortalidad del

4. H. JOÑAS, The Phenomenon of Life, Harper & Row, New York 1966 (trad. esp. del orie. alemán: El principio de vida: hacia una biología filosófica, Trotta, Madrid" 20001.

alma se ha asegurado a costa de la muerte de la naturaleza. Porque, una vez iniciada la era de la ciencia empírica, la conciencia de la indepen­dencia del alma respecto del mundo material permitió irónicamente que se consolidase el supuesto inverso; a saber, que el mundo material, con­siderado en sí mismo, carece de alma y de vida. La antigua tendencia religiosa a dividir la realidad en almas, por una parte, y materialidad inánime, por otra, no hizo sino allanar el camino para el influyente dua­lismo de mente y materia de Rene Descartes (1596-1650). Según Des­cartes, existen dos clases muy diferentes de ser: la sustancia pensante (mente) y la sustancia extensa (materia). Esta visión dualista del mun­do ha tenido el efecto de exorcizar todo lo espiritual, lo afín a la vida, lo mental, de lo que parece ser el mundo de la materia, ajeno por natu­raleza a la vida y la inteligencia.

En consecuencia, en la época moderna se consolidó en filosofía, teología, espiritualidad y ciencia la idea de una nítida división entre mente y materia. Esta idea todavía se cierne sobre el mundo del pensa­miento contemporáneo, y en nuestras religiones perviven vestigios de animismo y dualismo. Sin embargo, para los propósitos de este libro, lo más importante es señalar que el naturalismo científico, que por regla general tiende a ser materialista, resulta de la negación dualista de todo rastro de un principio vital en el mundo físico. Además, la idea de un ámbito material esencialmente privado de vida y mente se ha converti­do en fundamento filosófico del pensamiento científico moderno5. Por consecuencia, en la investigación científica, la vida y la inteligencia han pasado a ser consideradas meros derivados de un sustrato material aje­no a la vida y la inteligencia.

Según Joñas, el incipiente dualismo del pensamiento premoderno preparó el camino para la radical expulsión de la menta y la vida del ámbito de lo físico llevada a cabo por el pensamiento moderno. El dua­lismo hizo posible la idea de que el universo material está, en esencia y de manera generalizada, muerto -una visión del mundo que, hasta ha­ce poco, nunca había sido contemplada en la historia del pensamiento. Así, tras el surgimiento de la ciencia moderna y, en especial, en la es­tela del descubrimiento por la astronomía de vastos dominios estériles en el espacio exterior, el universo físico ha pasado a ser concebido co-

5. E.A. BURTT, The Metaphxsical Foundatitms of Modern Science, Doubleday Anchor Books, Garden City (N.Y.) 1954.

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mo esencialmente desprovisto de vida, salvo quizá en reducidas franjas aquí y allá. La muerte se ha ido convirtiendo poco a poco en la norma, esto es, en el estado natural de las cosas; y la vida es ahora la excepción ininteligible que debe ser explicada a partir de lo que carece de ella6.

Junto con Joñas, el teólogo Paul Tillich se refiere evocadoramente a esta moderna visión naturalista como «ontología de la muerte». Es la muerte, no la vida, lo que hoy reivindica para sí, sobre todo en los cír­culos de pensamiento influidos por el materialismo científico, el esta­tus de ser lo más real7. De una manera sobremanera fascinante, la anti­gua problemática panvitalista ha sido invertida. Para nuestros antepasa­dos, la vida era la norma y la muerte la excepción ininteligible que re­clamaba una explicación. Hoy, al menos en gran parte del mundo inte­lectual, la muerte es la norma y la vida la excepción ininteligible. Los programas de investigación científica sobre el mundo aceptan ahora el supuesto de que el universo está esencialmente muerto. Así, se ven for­zados a explicar en función de trozos de materia inánimes cómo algo tan maravilloso como la vida ha podido brotar de la en absoluto pro­metedora tierra de un cosmos inherentemente muerto.

En palabras de Joñas:

«Desde las ciencias físicas se extendió a la concepción de la existen­cia en general una ontología cuya entidad modelo es materia pura, pri­vada de todo rasgo de vida. Lo que ni siquiera había sido descubierto en el estadio animista ha conquistado entretanto la visión de la reali­dad, deshancando por completo a su contrincante. El enormemente di­latado universo de la cosmología moderna es concebido como un campo de masas y fuerzas inanimadas que operan según las leyes de la inercia y la distribución cuantitativa en el espacio. A este nudo sus­trato del conjunto de la realidad sólo fue posible llegar en virtud de la progresiva expurgación de rasgos vitales del registro físico, así como merced a la estricta abstención de proyectar sobre su imagen la vitali­dad que experimentamos en nosotros mismos»8.

Como resultado, para la moderna conciencia científica, «lo que ahora reclama explicación es la existencia de vida en un universo me-

6. H. JOÑAS. The Phenomenon of Life, pp. 9-10. 7. P. TILLICH, Systematic Theology, vol. 3, Univcrsity of Chicago Press, Chicago

1963, p. 19 [trad. esp.: Teología sistemática, vol. 2, Sigúeme, Salamanca 2001 ]. 8. H. JOÑAS, The Phenomenon of Life, pp. 9-10.

canicista, y esa explicación tiene que darse en términos de lo que care­ce de vida»".

La explicación de lo vivo en función de lo que está muerto continúa siendo el objetivo metodológico de buena parte del esfuerzo científico. Puesto que se afirma que la vida se compone de materia muerta, las ciencias verdaderamente explicativas deben ser, pues, la química y la fí­sica. Las líneas tradicionales de demarcación que situaban a los seres humanos, los animales, las plantas y los minerales en niveles ontológi-cos separados se han difuminado; y la «materia» inerte ha asumido el estatus de ser el fundamento y la explicación últimos de todo lo demás. Al hilo de los avances en física, algunos científicos y filósofos han co­menzado hace poco a cuestionar el crudo reduccionismo materialista dominante en los intentos contemporáneos de explicar la vida. Pero el fundamento filosófico de la mayor parte de la biología y la neurobiolo-gía contemporáneas es todavía, predominantemente, una ontología (o sea, una concepción del ser) que considera más real e inteligible la au­sencia de vida que la propia vida.

Como es obvio, nosotros todavía nos sentimos vivos; pero el mo­derno naturalismo científico nos ordena no proyectar nuestros senti­mientos subjetivos sobre el mundo originariamente inerte y desprovis­to de inteligencia que existe «ahí fuera». Un notable ejemplo de esta prohibición es el libro del bioquímico francés Jacques Monod El azar y la necesidad, una obra publicada a finales de la década de mil nove­cientos sesenta que enseguida se convirtió en un clásico del materialis­mo10. Todavía hoy representa un monumento a la expurgación cartesia­na de la vida y la mente del registro físico. Según Monod, la célula vi­va no es sino un mecanismo material, de suerte que la clave para en­tender la vida es desentrañar la física y la química subyacentes a la ac­tividad celular. Elucidar la naturaleza de otra manera sería violar lo que Monod llama «el postulado de objetividad», una norma que prohibe a los científicos formular hipótesis vitalista o animistas".

Desde la perspectiva de Joñas, el manifiesto materialista de Monod es sintomático de que, para el naturalismo científico, «lo desprovisto de

9. Ihidem. 10. J. MONOD. Chance and Necessity: An Essay on the Natural Philosophy of

Modern Biology, Knopf, New York 1971 [trad. esp. del orig. francés: El azar v la necesidad, Tusquets, Barcelona 1989].

11. Ihtd., pp. 9-10.

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vida se ha convertido en lo cognoscible por excelencia y, por esta razón, es considerado también el verdadero y único fundamento de la reali­dad». La ausencia de vida ha pasado a ser entendida «como lo "natu­ral", como el estado originario de las cosas»l?. Tal vez te vengan aquí a la mente, estimado lector, los treinta volúmenes de la historia (story) cósmica de catorce mil millones de años de los que he hablado más arri­ba: en los primeros veintidós no hay rastro de vida. Que el universo ha­ya estado desprovisto de seres vivos hasta hace tres mil ochocientos mi­llones de años parece corroborar la opinión de que la materia inerte es la madre de todas las cosas.

No es sorprendente, pues, que la impresión de que la muerte y la au­sencia generalizada de inteligencia son el estado fundamental del uni­verso continúe configurando, aunque no sin significativas excepciones, el orden del día de gran parte de la investigación científica. Así, por ejemplo, en su libro OfMolecules and Men, Francis Crick afirma que «el objetivo último del movimiento moderno en biología es explicar la totalidad de la vida en función de la física y la química»11. Es difícil de imaginar una inversión más radical de la jerarquía cosmológica acepta­da por muchas de las grandes religiones, el cristianismo inclusive. Según Crick, una figura heroica en los anales de la ciencia, la entera es­cala de los seres vivos y pensantes puede ser entendida ahora entera­mente en términos del nivel ínfimo de la clásica jerarquía del ser. En lo sucesivo, como añade el compañero de investigación de Crick, James Watson, «la vida será concebida por completo desde las interacciones coordinadas de las moléculas grandes y pequeñas»14. Y según el filóso­fo Daniel Dennett, no sólo la vida, sino también la mente es ahora re-ducible a la materia inerte:

«Sólo existe una clase de realidad, a saber, la materia: la sustancia fí­sica que estudian la física, la química y la fisiología. Y. en cierto mo­do, la mente no es sino un fenómeno físico. En una palabra, la men­te es el cerebro. Según los materialistas, podemos (¡en principio!) ex­plicar todo fenómeno mental usando los mismos principios físicos, leyes y materias primas que bastan para explicar la radiactividad, la

12. H. JOÑAS, The Phenomenon of Life, pp. 9-10. 13. F.H.C. CRICK, Of Molecules and Men, University of Washington Press. Seattle

1986, p. 10. 14. J.D. WATSON, The Molecular Biology of the Gene, W.A. Benjamín. New York

1965. p. 67 [trad. csp.: Biología molecular del gen. Aguilar, Madrid 1978].

deriva continental, la fotosíntesis, la reproducción, la nutrición y el crecimiento»'5.

Esta afirmación tal vez parezca extrema, pero la estima en que los científicos y filósofos actuales tienen a Dennett es índice de la genera­lizada tendencia físicalista de gran parte del pensamiento académico.

La extensión cósmica de la ausencia de vida

La antigua problemática panvitalista de cómo explicar el hecho anóma­lo de la muerte si todo vibra de vida ha cedido paso al enigma contem­poráneo de cómo explicar la vida si el mundo, de forma habitual, está muerto. El dualismo cartesiano, escribe Joñas, fue un estadio interme­dio en esta transición; en sus flirteos con el dualismo, la teología tal vez haya ayudado involuntariamente a allanar el camino para una ontología de la muerte como envés del mundo de la vida y el alma. Segregando el alma del mundo natural, ciertas tendencias de la teología tradicional han contribuido a engendrar la ficción de un cosmos esencialmente inerte y desprovisto de inteligencia. Así, siglos de dualismo patrocina­do por la teología, habiendo extraído implícitamente la vida y la mente de la naturaleza, han transmitido al pensamiento moderno los materia­les de esa ontología de la muerte que ahora convierte la fe en Dios co­mo Autor de la vida en punto menos que imposible de aceptar para un sinnúmero de personas cultas.

Los descubrimientos concretos de la ciencia moderna y contempo­ránea han añadido un aire de credibilidad empírica a la ontología de la muerte, que ya había sido elaborada por el dualismo y sus vastagos ma­terialistas. Por ejemplo, la toma de conciencia científica de la inmensi­dad del tiempo geológico y cósmico y, por ende, del hecho de que el universo ha estado privado de seres vivos la mayor parte de su historia no hace más que reforzar la sospecha naturalista de que la vida, para empezar, nunca ha sido querida en cuanto tal. De modo análogo, la im­presión suscitada por la astronomía de que la vida, cuantitativamente hablando, sólo representa una parte infinitesimal de la enorme masa

15. D.C. DKNNKTT, Consciousness explained, Lilile, Brown, New York 1991, p. 33 [trad. esp.: La conciencia explicada: una teoría interdiscipllnar, Paidós, Barcelona 1995].

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cósmica contribuye a que la vida sobre la Tierra se antoje una rara ex­cepción a la norma inerte.

Aunque los astrobiólogos heterodoxos puedan estar en lo cierto en sus conjeturas de que existen zonas de vida en el más abarcante cosmos de la «gran explosión», el sentimiento dominante entre los científicos, al menos hasta hace poco, ha sido que la vida sólo encaja con dificul­tad en la muerte y el silencio omnipresentes en la naturaleza. Y aun cuando algunos astrofísicos consideren ahora la vida resultado inexora­ble de la estructura y disposición del cosmos del big bang, todavía per­dura la sospecha de que la vida y el pensamiento no son esenciales pa­ra el universo en cuanto tal. De hecho, algunos naturalistas científicos están dando imaginativos pasos adicionales para proteger el supuesto de que la naturaleza es, en esencia, inerte. Por ejemplo, el renombrado cosmólogo Martin Rees no tiene problema en admitir que el surgi­miento de vida en el universo de la «gran explosión», dadas las condi­ciones físicas iniciales de éste y sus constantes fundamentales, es casi inevitable. Pero la posible existencia de un multiverso dilataría de for­ma tan relevante el mundo natural que el hecho de la vida en nuestro universo, contemplado sobre el telón de fondo de un entorno cósmico consistente en un conjunto de universos en su mayoría inertes, seguiría siendo anómalo y despreciable. A primera vista, diríase que la existen­cia de un solo universo dotado (como el nuestro) de rasgos «biófilos» cuestiona la ontología de la muerte, pero la especulación científica aún puede satisfacer la inclinación naturalista a presentar la totalidad de la naturaleza como esencialmente inerte. Lo único que tiene que hacer es multiplicar universos con desenfrenada imaginación de tal modo que casi todos ellos sean interpretados como desprovistos de vida.

Supon (puesto que no disponemos de pruebas directas de ello) que un sinnúmero de universos constituye el contexto más abarcante de nuestro universo. Luego, puedes salvar la idea de la persistente muerte cósmica considerando que el cosmos de la «gran explosión», escenario de vida, no es sino una fugaz excepción dentro de una inmensa plurali­dad de universos, la mayor parte de los cuales se revela, en su estructu­ra, indiferente a la vida. Así, el agrandado mundo natural seguiría sien­do, en cuanto conjunto estadístico, básicamente inerte. Aunque no sea ésa su intención declarada, Martin Rees y otros entusiastas de la idea del multiverso están buscando, de hecho, un nicho teórico para conso­lidar la idea de que la ausencia de vida y la impersonalidad intrínsecas son el estado natural de ser. Con el fin de que la vida y la mente con­

serven su condición de excepciones anómalas a la verdadera naturaleza de las cosas, las conjeturas sobre el multiverso convierten a nuestro uni­verso -singularmente portador de vida- en una aberración dentro de una multitudinaria serie de experimentos cósmicos, en su mayoría mortina­tos. Esta especulación, que hasta ahora no puede pretender estar basada en prueba alguna, resulta atractiva para el naturalista porque permite que la idea de un cosmos intrínsecamente muerto permanezca intacta16.

En el capítulo siguiente intentaré destacar algunas de las implica­ciones más relevantes de la moderna ontología de la muerte para el diá­logo de la teología con la ciencia. Pero, de momento, quiero aclarar una vez más que la teología cristiana no tiene, en principio, razón alguna para oponerse a la noción de «multiverso» en cuanto tal. Esta fascinan­te idea es perfectamente componible tanto con la profusión de la crea­tividad divina como con ciertas interpretaciones de la física cuántica y de lo que ha dado en ser conocido como «teoría de cuerdas». Lo que quiero poner de relieve aquí es hasta qué exiremos es capaz de llegar -en ausencia de toda prueba física- el pensamiento naturalista con tal de salvaguardar la creencia de que la ausencia de vida es el estado más natural e inteligible de ser.

¿Espacio para la teología?

Así, a la vista de la respetabilidad intelectual de que sigue disfrutando el naturalismo fisicalista, ¿hay algún lugar con sentido para una expli­cación teológica de la vida? ¿De qué manera es concebible el papel del Creator Spiritusl Tradicionalmente, los estudiosos de la religión han distinguido entre causas primeras y segundas: Dios es la explicación úl­tima o primera de todo, pero, como Creador, opera a través de causas naturales inmediatas o segundas. La ciencia puede ocuparse de las cau­sas segundas o naturales, pero no tiene acceso alguno a la sobrenatural causa primera de todo. Muchos teólogos mantienen aún esta distinción y afirman que el análisis científico de las causas químicas de la vida de­ja mucho espacio para entender a Dios como causa primera. Sin em-

16. M. REES, Our Cosmic Habitat. Princeton University Press, Princeton 2001 [trad. esp.: Nuestro habitat cósmico, Paidós, Barcelona 2002]; véase asimismo L. SMOLIN, The Life ofthe Cosmos, Oxford University Press, New York 1997.

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bargo, creo que el diálogo de la teología con la ciencia requiere en la actualidad un enfoque ligeramente distinto.

Lo que voy a proponer aquí es que la teología de la naturaleza de­be argumentar a favor de la verosimilitud de la «explicación estratifica­da» antes de proceder a mostrar que la vida puede ser explicada simul­táneamente por la ciencia y la teología. Con la expresión: «explicación estratificada», quiero subrayar que la mayor parte de lo que experi­mentamos admite más de un nivel de explicación. Incluso los más sim­ples acontecimientos de nuestra experiencia implican una pluralidad de niveles explicativos; por eso. antes de avanzar más, tal vez sea conve­niente demostrar que, desde un punto de vista epistemológico, puede haber sitio, al menos en principio, tanto para niveles científicos como para niveles teológicos de intelección de los fenómenos naturales. El naturalismo científico, por supuesto, objetará que no existe necesidad alguna de un pluralismo explicativo; de ahí que, por regla general, tien­da al «monismo explicativo». Esto es, declara que, si hay disponible una explicación física de la vida, resulta innecesaria toda explicación teológica. La explicación estratificada, sin embargo, hace sitio así para la explicación teológica como para la científica, así para el Espíritu de Dios como para los procesos naturales. No hay por qué asumir que existe un conflicto o rivalidad real entre ambos tipos de explicación.

Permítaseme ofrecer aquí un sencillo ejemplo de lo que quiero de­cir cuando hablo de «explicación estratificada» o, como también podría denominársele «pluralismo explicativo». Imagina que tienes en el fo­gón un cazo con agua hirviendo17. En esto, llega un amigo tuyo y te pre­gunta por qué está hirviendo el agua. A esta pregunta puedes contestar diciendo que el agua hierve porque sus moléculas escapan a medida que se calienta el cazo. Es una explicación perfectamente plausible, que, sin embargo, no excluye otras. También puedes contestar a tu amigo que el agua del cazo está hirviendo porque has encendido el fuego: otra expli­cación del todo aceptable, pero que también permite seguir profundi­zando. En tercer lugar, puedes decirle a tu amigo que el agua está hir­viendo porque querías hacerte un té. Cada una de las tres explicaciones puede ser ofrecida sin necesidad de rivalizar con las otras dos, ni de ex-

17. Este ejemplo lo ofrece J. POI.KINC.HORNH en Quarks, Chaos and Chrisiianity: Questions to Science and Religión, Crossroad. New York 2000, pero yo lo utili­zo aquí con considerable libertad.

cluirlas. Cada una de ellas no es más que una selección abstracta de la compleja totalidad de factores causales implicados en el hervor del agua. Lo decisivo es que la comprensión diferenciada de cualquier fe­nómeno exige que tomemos en consideración una pluralidad de facto­res explicativos.

Ofrezco este sencillo ejemplo como una forma de mostrar que, al menos en principio, hay espacio para más de un nivel de intelección de casi cualquier cosa. En consecuencia, puede haber sitio así para la ex­plicación teológica como para la explicación científica de cualquier fe­nómeno que acontezca en el mundo natural. En lo que respecta a la pre­gunta por el origen de la vida, por retomar el tema del presente capítu­lo, las explicaciones científicas, no importa cuan detalladas a sean, no entran en conflicto ni rivalizan -desde un punto de vista epistemológi­co- con las explicaciones genuinamente teológicas. No tendría sentido decirle a mi amigo que el agua está hirviendo a causa de la actividad molecular antes que a causa de mi deseo de tomarme un té. Igualmente, no le respondo que el cazo de agua está hirviendo porque quiero to­marme un té antes que porque he encendido el fuego. De modo análo­go, no importa cuan brillante o convincente pueda ser una teoría cien­tífica del origen de la vida, nada me obliga a concluir, como hacen los científicos y filósofos materialistas, que la vida apareció en nuestro pla­neta a causa de una determinable concatenación de sucesos físicos an­tes que a causa de la bondad y la generosidad divinas. Hay sitio para múltiples niveles explicativos.

En cualquier ejemplo de explicación estratificada, los distintos ni­veles de comprensión no rivalizan entre sí, ni tiene por qué existir en­tre ellos una correlación punto por punto. Verbigracia, cuando examino la física del agua y su vapor, no espero ver escrito en las moléculas de agua: «Quiero té». Ni tampoco me preocupo de la física y la química del agua y su vapor mientras me hago el propósito mental de tomarme un té. Niveles causales por completo diferentes, si bien no excluyentes entre sí, pueden hallarse operativos en la producción de un suceso con­creto; y si quiero eludir la falacia del «reduccionismo», he de mantener viva la conciencia de esta pluralidad.

Una buena definición de «reduccionismo» sería: «supresión de la explicación estratificada». Pero en este punto es necesario distinguir entre la reducción científica y la falacia lógica conocida como reduc­cionismo. La reducción es un método científico legítimo consistente en descomponer todos abarcantes en sus partes constituyentes. No hay por

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qué recelar de esta importante manera de entender los fenómenos, in­cluidos los organismos. Por el contrario, el reduccionismo es la decla­ración arbitraria de que sólo puede haber un nivel de comprensión. Es la negativa a aceptar una pluralidad de niveles explicativos. En cuanto tal, el reduccionismo es una falacia en la que pueden incurrir los cre­yentes en no menor medida que los científicos, por ejemplo, cuando un creacionista afirma que el responsable del origen de la vida es Dios an­tes que los procesos químicos.

Relacionar ciencia y teología

La índole elusiva de la explicación teológica resulta, por supuesto, mo­lesta al naturalista; pues el reduccionismo que él suscribe declara que todo lo real debe ser expuesto con el mismo grado de claridad probato­ria y matemática que intenta ofrecer la ciencia. Por regla general, el mo­derno ideal naturalista ha sido cartesiano, o sea, ha estado basado en la convicción de que las ideas claras y distintas son esenciales para la ex­plicación fundamental18. Sin embargo, esto equivale a una confusión ló­gica entre lo elemental y lo fundamental1''. La teología busca explica­ciones fundamentales o últimas y sólo puede ofrecerlas en el lenguaje de la analogía, el símbolo y la metáfora. Además, a la teología cristia­na el verdadero sentido de las cosas no le será plenamente revelado si­no en el futuro de Dios. De ahí que la teología no deba emular la pre­cisión matemática de la ciencia natural, ni necesite disculparse por la falta de claridad que conlleva el empleo que hace del discurso simbóli-

18. Cf. A.N. WHITKHKAO, Process and Realilv, ed. corregida a) cuidado de D.R. Griffin y D.W. Sherburne, Frcc Press, New York 1978, pp. 23. 25, 157 y 221 [trad. esp.: Proceso v realidad, Losada, Buenos Aires 1956], p. 162: «Es nece­sario recordar que la claridad de conciencia no es prueba de principialidad en el proceso genético: la doctrina contraria se aproxima más a la verdad» (p. 173). Más que buscar claridad, deberíamos desconfiar de ella; pues, corno sostiene Whitehead, la claridad sólo brota como resultado de dejar fuera de considera­ción la mayor parte de la intrincada red de sucesos que constituyen el mundo concreto.

19. Confundir abstracciones con la realidad concreta es una falacia lógica, la «fala­cia de la falsa concreción» (fallticy of inispiaced concreteness). Whitehead pien­sa que gran parte del pensamiento moderno se basa en esta falacia. Cf. A.N. WHITF.HKAD. Science and the Modern World, Free Press, New York 1925. pp. 54-55, 5 I -57 y 58-59 |trad. esp.: La ciencia v el mundo moderno. Losada, Buenos Aires 19491.

co. Mientras que lo elemental puede ser captado con cierto grado de claridad, lo verdaderamente fundamental se resiste a tan fácil aprehen­sión. Más que aprehenderlo nosotros, somos nosotros los aprehendidos.

En consecuencia, propongo que la relación que la influencia divina tiene con el mundo natural, incluidos eventos tales como el origen de la vida, es análoga a la relación que el deseo: «Quiero té», guarda con el movimiento de las moléculas en el cazo de agua hirviendo en mi fogón. Ni el más meticuloso examen de la actividad molecular en el cazo va a revelar, en ese nivel de análisis, el «Quiero tomarme un té» que con-textualiza y motiva toda la escena involucrada en la acción de hervir el agua. Pero el hecho de que quiera tomarme un té, aun cuando no se ma­nifieste en el nivel de las moléculas elementales, sigue siendo la expli­cación «última» del hervor del agua. La lección que cabe extraer de es­te ejemplo tan simple es que ni la más exhaustiva investigación cientí­fica de la compleja secuencia de sucesos físicos y químicos que condu­cen a la aparición de la primera célula viva tiene nada que decir sobre la razón última de que la vida apareciera en el universo. Además, no hay peligro de que, a medida que los estudios científicos del origen de la vida devengan más precisos, rigurosos y convincentes, la explicación teológica se torne más débil y pierda relevancia: la explicación estrati­ficada prohibe tal rivalidad sin sentido.

Consideremos algunos ejemplos de explicación estratificada, aun­que sólo sea para reforzar el hábito mental por el que estoy abogando. Mientras lees esta página, tu mente se halla activa. Pero ¿cómo expli­cas la razón por la que, en este momento, estás pensando y planteando preguntas? Una explicación muy buena es que piensas porque, en tu ce­rebro, las neuronas se disparan, las sinapsis se conectan y los lóbulos parietales se activan: todas esas cosas fascinantes que se pueden apren­der de los estudios científicos del cerebro y del sistema nervioso. Una vez más, las explicaciones neurocientíficas son razonables e imprescin­dibles y deberían ser llevadas tan lejos como permita la investigación. Pero sin menospreciar en modo alguno las explicaciones científicas de la mente, también puedes responder a la pregunta: «¿por qué piensas?», declarando que ello obedece a tu deseo de entender lo que ocurre en el mundo. También aquí son simultáneamente aplicables distintos niveles de intelección.

Cabe predecir que los naturalistas -en especial, los materialistas eli-minativos o los reduccionistas radicales- intentarán reducir por com­pleto tu segunda explicación a la primera. El intoxicador sueño de lo-

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grar semejante simplificación es lo que hace que los naturalistas mate­rialistas se levanten cada mañana. Pero sus atrevidas expectativas nunca se ven realizadas debido al hecho elemental de que la perspectiva de pri­mera persona que adoptas en tu segunda explicación no puede ser inte­grada con facilidad en la perspectiva de tercera persona propia del neu-rocientífico. El abismo existente entre la experiencia subjetiva de prime­ra persona, por una parte, y el enfoque objetivador del método científi­cos, por otro, se conoce hoy en las ciencias cognitivas como «el proble­ma arduo», y los filósofos de la mente están tomando cada vez mayor conciencia de él2". Pero si más científicos y filósofos se familiarizaran con la posibilidad de la explicación estratificada, resultaría obvio que se necesitan múltiples niveles de explicación, irreductibles unos a otros.

Profundicemos un poco más en este ejemplo: si realmente quieres entender por qué piensas, en algún nivel se requiere una tercera res­puesta: piensas porque la realidad es inteligible. Si la realidad no fue­ra inteligible, tu mente no trabajaría en absoluto. Una comparación con la visión ocular resulta pertinente aquí: sin un entorno que bañara al mundo en luz nunca se habría producido un despertar gradual de la vi­sión o una evolución del ojo en el curso de la historia natural. De ma­nera análoga, un entorno necesario para la aparición de la mente en la evolución es que el universo haya sido siempre inteligible, mucho an­tes incluso de que existieran mentes. Pero entonces surge una pregunta más profunda: ¿por qué es inteligible el universo? Como respuesta a es­ta pregunta parece bastante razonable hacer sitio -en cualquier com­prensión ricamente estratificada de la inteligencia humana- para la ex­plicación teológica. A la teología se le permite afirmar que, en último término, la inteligencia surgió en la historia de la naturaleza porque el universo está fundado en un Principio de inteligibilidad eterno y crea­dor. Tal explicación en modo alguno compite con las explicaciones bio­lógicas de la emergencia de la mente de resultas de la evolución, ni con las explicaciones neurocicntíficas de cómo funciona. Cada nivel puede ser llevado hasta sus límites sin rivalizar ni causar conflicto alguno con los demás niveles. Esto es, nada te obliga a decir que la razón por la que piensas es porque tus neuronas se disparan y no porque intentas com­prender o porque el universo es inteligible. Y no tienes por qué insistir

20. D. CHAI MERS, «Facing Up to the Problem of Consciousncss»: Journal of Consiousness Studies 2( 1995), pp. 200-219.

-como hacen los darwinistas- en que la selección natural, más que la sabiduría divina, es la causa última de la inteligencia. Diferentes nive­les explicativos pueden coexistir en armonía, unos junto a otros, sin ne­cesidad de que unos se desmoronen en otros.

Así pues, el teólogo puede dejar con toda tranquilidad que la cien­cia explique tanto la vida como la inteligencia de una manera física o elemental, siempre y cuando también quede sitio para una explicación más fundamental. Reticente a aceptar cualquier explicación estratifica­da, el reduccionismo no es, sin embargo, un método de conocimiento, sino una supresión del conocimiento que intenta sustituir lo fundamen­tal por lo elemental. Más que expresión del humilde deseo de saber, el reduccionismo es la manifestación de una voluntad de control que pre­tende embutir por decreto todas las explicaciones posibles en un nivel único fácil de manejar, en el que la obsesiva exigencia de claridad in­mediata excluye la comprensión y diferenciada.

El tipo materialista de supresión reduccionista de la explicación es­tratificada es expresión de una voluntad de dominio más que de una apertura cognitivamente fértil a la verdad. Pero los teólogos y los cre­yentes no son menos reduccionistas cuando declaran sin reflexión que la vida surgió en la Tierra a causa de la creatividad de Dios antes que a cau­sa de los procesos químicos o cuando insisten en que ha sido la acción divina, y no tanto los procesos evolutivos, la que ha dado origen a las distintas especies. En ambos tipos de reduccionismos, tanto en el natu­ralista como en el religioso, el supuesto cuestionable es que deba haber un único nivel de explicación y que, por ende, la creatividad divina ha­ya de rivalizar de un modo u otro con las causas naturales. Así pues, el camino para evitar aparentes conflictos entre la ciencia y la teología es admitir con generosidad la explicación densamente estratificada.

Explicar la vida

Retomemos entonces la intrigante pregunta: ¿por qué surgió la vida en la Tierra? En la actualidad, uno puede darse cuenta de inmediato de que, incluso dentro del propio mundo científico, ya está en marcha to­do un pluralismo explicativo para abordar este fascinante enigma. Los físicos, por ejemplo, intentan explicar el surgimiento de la vida con ayuda de la termodinámica o de las tendencias auto-organizativas de la materia. Los químicos -y aquí obviamente simplifico en exceso- ex­plican el origen de la vida a partir de los vínculos que el carbono esta-

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blece con otros átomos y de cómo las complejas moléculas orgánicas pueden combinarse entre sí para formar complejos mecanismos celula­res. Los bioquímicos especulan sobre el papel del ARN primitivo o de la replicación de proteínas. También quienes cultivan las ciencias del planeta, así como los geólogos y los ecólogos, hacen valiosas contribu­ciones a la comprensión científica del origen de la vida. Y reciente­mente los astrofísicos han entrado en el debate demostrando que los in­vestigadores no pueden empezar a explicar cómo y por qué surgió la vi­da en la Tierra sin remontarse hasta los microsegundos iniciales de la existencia del universo de la «gran explosión». Si la vida esta destina­da a surgir en algún momento en este universo, varios de sus rasgos fí­sicos, tales como la fuerza de gravedad o la ratio de expansión, debían poseer justo los valores numéricos adecuados desde el comienzo mis­mo. Para encontrar sentido científico al origen de la vida en un planeta concreto es necesario tomar en consideración ciertas características constitutivas de la totalidad del universo21.

Por consiguiente, incluso en lo que atañe a la comprensión científi­ca de la vida incluso en términos científicos, en la actualidad es posible discernir una estratificación explicativa más densa que en ningún otro momento anterior. Si la explicación estratificada es legítima, no sería ilógico que la teología supusiera que, en principio, existe espacio para una clase fundamental de explicación que, lejos de contradecir a las di­versas ciencias, las complemente. Sin rivalizar con la ciencia, la teolo­gía podría proponer que la vida surgió y se diversificó sobre la Tierra en virtud del poder creador y vitalizador del Espíritu de Dios". Igual que mi deseo de una taza de te no contiende con la comprensión física de por qué hierve el agua en el fogón, así también es lógicamente ve­rosímil sostener que la vida surgió en la Tierra a causa de la influencia creadora de Dios, lo cual no excluye que también intervinieran factores químicos y físicos. Los naturalistas y creacionistas todavía insistirán en que tenemos que elegir entre ambas explicaciones, pero no hay ningu­na razón lógica que obligue a hacerlo.

21. M. REES, Our Cosmic Habitat. 22. Como señala Jürgen Moltmann, la función del Espíritu no consiste tanto en es­

piritualizar cuanto en vitalizar el mundo: cf. J. MOLTMANN, The Spirir ofüfe: A Universal Affirmation, Fortress, Minneapolis 1992, pp. 74 y 83-98 [trad. esp. del orig. alemán: El Espíritu de la vida: una pneumatología integral, Sigúeme. Salamanca 1998].

La analogía de la información

La creación y vigorización de la vida en el universo por parte de Dios puede acontecer de modo tan callado y discreto que las leyes de la quí­mica y la física en modo alguno sean violadas. Otra analogía puede ayudarnos a entender cómo el Espíritu de Dios puede intervenir de for­ma profundamente activa en la vitalización del universo sin violar lo más mínimo las leyes de la química y la física, ni requerir un innecesa­rio vitalismo filosófico. Imagina que estás garabateando con un bolí­grafo sobre una hoja de papel. Luego, sin levantar el bolígrafo del pa­pel, de repente empiezas a escribir, usando las letras del alfabeto, una frase con sentido. Desde un punto de vista puramente químico -diga­mos, desde el punto de vista de la química que liga la tinta al papel-, lo escrito con método no parece diferir en nada de los garabatos. Si el ni­vel en el que deseas explicar los trazos realizados sobre el papel es el de la química, no encontrarás ninguna diferencia entre lo que has es­crito de propósito y los garabatos que has trazado sin orden ni concier­to. Las leyes químicas que posibilitan que la tinta aparezca en el papel son las mismas en ambos casos. Por tanto, desde cierto punto de vista, cabe afirmar que todo es «mera química». Pero alguien que sepa leer se dará cuenta enseguida de que en la frase escrita de forma deliberada y artificiosa acontece algo que se le escapará a un enfoque puramente químico. Un lector -cualquiera que haya adquirido la pericia de reco­nocer un nivel organizativo superior- observará que está formada por letras de un código determinado dispuestas en una secuencia específi­ca. En esta disposición de letras con sentido tiene lugar un aconteci­miento informativo que el análisis químico de la página escrita no está en condiciones de captar21.

Pero echemos un vistazo más detenido. Te darás cuenta de que, mientras escribías la secuencia con sentido y carga informativa, no has violado ninguna de las leyes físicas o químicas que habían estado ope­rando de forma determinista mientras te limitabas a garabatear. Al es­cribir la frase, no se produjo ninguna suspensión milagrosa de las leyes químicas que ligan la tinta al papel. La información con sentido quedó

23. Aquí adapto un ejemplo propuesto por Michael Polanyi. Cf. M. POI.ANYI, Knowing and Being, ed. de M. Green, University of Chicago Press, Chicago 1969, pp. 22-39 y 229.

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registrada en el papel sin que quebrantaras en lo más mínimo las leyes físicas o químicas que te permiten sobreponer la tinta al papel. En éste sucedió algo poderosamente nuevo y significativo que no puede ser ex­presado con los recursos de la química.

De modo análogo, el Espíritu de la vida puede intervenir poderosa­mente en la creación sin ser notado por las ciencias naturales ni por la percepción ordinaria. Cuando la vida aparece en el cosmos, el continuo de causas y efectos físicos nunca se ve perturbado. El Autor de la vida puede actuar para vivificar el universo sin hacerse en ningún momento perceptible en la esfera de la investigación científica. La información ha sido incorporada a la hoja de papel escrita sin que nada haya tenido que interrumpirse -hablando química y físicamente-, pero en modo alguno habría sido percibida si tú no hubieras sido capaz de leer. De hecho, le­jos de violar, la química de la tinta y el papel, la información se ha ser­vido de ella. Y sin embargo, todo ha cambiado de forma drástica. Así, también el Espíritu de la vida puede hacer el mundo radicalmente nue­vo sin violar en modo alguno las leyes intemporales que vinculan el carbono con el oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, etc.

La información introduce una diferencia enorme, pero, hablando fí­sicamente, no perturba nada. La información «opera» sus milagros por medio de una eficacia suave y en absoluto entrometida. Es posible que la influencia del Espíritu de Dios en el mundo natural sea análoga a la eficacia no entrometida de la información. La acción divina nunca de­bería manifestarse como tal en los niveles familiares a la indagación científica. Por eso, cabe afirmar que no existe rivalidad real entre la ex­plicación científica y la explicación teológica del origen de la vida. Sin duda, una teología que intentara introducir la acción divina en cual­quiera de los niveles de explicación utilizados por las diversas ciencias sería barata y burda. Y al revés, nada justifica que el naturalista exclu­ya de la naturaleza la influencia divina sólo porque no hay «pruebas» de ella en los diversos niveles determinables por análisis científico.

¿ Un universo esencialmente inerte ?

En algún momento de la historia, el universo parecía completamente vi­vo; pero, vistas las cosas desde la perspectiva de la ciencia moderna, la ausencia de vida se ha convertido, como dice Hans Joñas, en el más na­tural e inteligible estado de ser. Por supuesto, la ciencia en cuanto tal no es responsable de la muerte de la naturaleza. La ciencia es un método

de indagación, no una visión del mundo; de ahí que no sea justo acu­sarla de incurrir en una ontología de la muerte. Como método de inda­gación que abstrae de cualidades y sentimientos subjetivos, así como de toda vitalidad, la ciencia sencillamente no está programada para desen­trañar el misterio de la vida. Antes bien, el cientifismo y el materialis­mo científico son quienes han dejado a la naturaleza sin vida. Y lo han hecho negando en primer lugar que la subjetividad, tanto humana como no humana, sea en verdad parte de la naturaleza. Luego, una vez remo­vida quirúrgicamente la subjetividad del tejido de la naturaleza, ya no queda más que un pequeño paso para privarla también de vida.

Como he señalado más arriba, el supuesto de fondo de gran parte del pensamiento contemporáneo es que el ser o la realidad es, por naturale­za, inerte (y mecánico). Lo cual ayuda a explicar por qué la investiga­ción sobre el origen de la vida llena en la actualidad las carreras de tan­tos y tantos científicos. Lo que tácitamente dirige los estudios sobre el origen de la vida, así como el incipiente interés en astrobiología, es la in­trigante pregunta de cómo algo en apariencia tan «antinatural» como la vida ha podido brotar del más «natural» e inteligible estado de la ausen­cia de vida, tal y como es descrito por las ciencias físicas. ¿Cómo ha po­dido algo que difiere tan radicalmente como los seres vivos (y pensan­tes) de la muerte «connatural» al mundo emerger del estado básico de la «materia» inerte y mecánica sin mediar magia, milagro o auxilio sobre­natural? Los naturalistas científicos modernos (a muchos de los cuales les agrada ser tildados de materialistas o lisicalistas) consideran que la esencial carencia de vida de la naturaleza es un continuo indestructible en el que, con el tiempo y a fin de ser plenamente inteligibles, deberán diluirse por el poder del análisis científico los en apariencia notables he­chos de la vida y la mente. De esta suerte, los naturalistas esperan al­canzar su objetivo de rebajar lo que a primera vista se antoja extraordi­nario a algo que en verdad es bastante común.

Mientras tanto, sus oponentes religiosos de talante dualista a me­nudo abrazan también, irónicamente, la misma ontología de muerte co­mo el más natural e inteligible estado de los sucesos terrestres. Su vi­sión de la naturaleza es tolerada teológicamente porque parece permitir que determinadas acciones divinas interruptoras del continuo natural so­bresalgan como tanto más excepcionales y sobrenaturales. Así, por ejemplo, los creacionistas y los defensores del diseño inteligente están dispuestos a convenir con sus antagonistas imbuidos de naturalismo en

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lo que hace a la comprensión del mundo natural inorgánico24. La venta­ja que ven en compartir la misma visión moderna de la naturaleza es que ésta prepara la escena para puntuar la nuda cotidianeidad del mundo con dramáticas intervenciones divinas. Los adversarios religiosos del neo-darwinismo contemporáneo temen que, sin un preponderante trasfondo habitual -esto es, natural- de muerte, el poder de Dios para crear la vi­da pueda no visibilizarse en absoluto. En consecuencia, tanto el origen de la vida como la resurrección de Jesús deben ser entendidos como dra­máticas interrupciones divinas de lo que parece ser la cotidiana palidez del ser. Sin embargo, tales expectativas teológicas no se compadecen con la nada entremetida eficacia de la humildad de Dios.

En su diálogo con el naturalismo científico, los teólogos existen-cialistas del siglo xx también concedieron en ocasiones que la natura­leza está esencialmente privada de vida, insistiendo, no obstante, en que existe un ámbito de ser distinto de la naturaleza y aún más importante que ésta: el de la libertad. Para encontrarle sentido a la resurrección de Jesús, Rudolf Bultmann, por ejemplo, localizó los poderosos actos de Dios en el dominio de la libertad humana, que él concebía como exis­tente al margen de la naturaleza. En esta área inaccesible a la ciencia, proponía Bultmann, puede tener lugar -sin perturbar el curso normal de la naturaleza- todo el drama religioso necesario para una vida de fe25. Esta estrategia apologética parecía atractiva porque no requería que los científicos abandonaran el supuesto naturalista dominante de que la na­turaleza es, en el fondo, un conjunto inerte de mecanismos.

24. Cf. Ph.E. JOHNSON, The Wedge ofTruth: Splitting the Foundations of Natura-lism, InterVarsity, Downers Grove (111.) 1999; J. WELLS, Icons of Evolution: Science or Myth? Whv Much of What We Teach about Evolution ls Wrong, Regnery, Washington,' D.C. 2000; M.J. BRHK, Darwin's Black Box: The Biochemical Challenge to Evolution, Free Press, New York 1996 [trad. esp.: La caja negra de Darwin: el reto de la bioquímica a la evolución, Andrés Bello, Barcelona 2000]; W.A. DEMBSKI, Intelligent Design: The Bridge Between Science and Theology, InterVarsity, Downers Grove (111.) 1999 [trad. esp.: Diseño Inteligente, Homo Legens, Madrid 2006]. Críticas de la teoría del dise­ño inteligente pueden encontrarse en .í. HAUGHT, God after Darwin: A Theology of Evolution, Westview, Boulder (Co.) 2003; ID., Deeper than Darwin: The Prospects for Religión in an Age of Evolution, Westview, Boulder (Co.) 2003; y K.R. MILLER, Einding Darwin's God: A Scientist's Searchfor Common Ground between God and Evolution, Clii'f Street Books, New York 1999.

25. R. BULTMANN, The New Testament and Mythology and Other Basic Writings, Augsburg Fortress, Minneapolis 1984.

Por desgracia, el programa teológico existencialista sitúa el núcleo de nuestra humanidad fuera de la naturaleza y, por tanto, no está en con­diciones de considerar la posibilidad de que la fe cristiana en la resu­rrección tenga algo que decir sobre lo que acontece en el conjunto del universo. Pero ¿existe alguna alternativa razonable al naturalismo y al dualismo religioso? ¿Hay disponible alguna aproximación teológica a la naturaleza que pueda tomar en serio los descubrimientos de la cien­cia y situar al mismo tiempo la resurrección de Jesús -y nuestra espe­ranza de participar de ella- en algún espacio metafísico distinto del que permiten el dualismo y el naturalismo científico?

La aparición de la vida, proclama el naturalismo, es un proceso del todo natural, lo cual significa que es plenamente explicable a partir de lo inorgánico. La ciencia moderna, sobre todo en conjunción con el re­ciente descubrimiento de la enorme duración del tiempo cósmico, ha suscitado en muchas personas la impresión de que nuestro universo es esencialmente inerte. Por tanto, sólo la más improbable concatenación de accidentes (combinados con los procesos físicos rutinarios) ha posi­bilitado que surja la vida. Todas las explicaciones coinciden en que la vida no parece responder a un plan previo. Como hemos visto, para el naturalista científico, la naturaleza es, en el fondo, una interminable pri­vación de vida; y la vida emerge únicamente como una anomalía tardía, local y en apariencia no planeada. El descubrimiento científico de la enorme duración del tiempo cósmico y la inmensidad del espacio ha tornado probable la idea de que la vida no tiene en el universo más que un precario punto de apoyo.

Como he señalado más arriba, también a la teología le corresponde parte de culpa en el surgimiento de esta impresión. El supuesto de que la naturaleza es, en esencia, inerte fue sancionado por pensadores reli­giosos modernos que deseaban apasionadamente defender la noción de la absoluta soberanía de Dios sobre la naturaleza. Durante los primeros años de la ciencia moderna, el físico y teólogo Robert Boyle (1627-1691) asumió que la forma más apropiada de defender la idea de la tras­cendencia y el poder divinos era concebir la naturaleza como pura pa­sividad. No le parecía que la esencial ausencia de vida en un universo mecanicista estuviera reñida con una clase de teísmo según el cual Dios ejerce un control absoluto. Ajuicio de Boyle y de otros teístas de men­te proclive al mecanicismo, atribuir al universo físico cualquier tipo de creatividad o espontaneidad intrínseca menoscabaría la conciencia del poder de Dios sobre el mundo, colocando así a éste en una relación de

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rivalidad con su Creador26. Supuestos como el de Boyle dificultaron más tarde a algunos teólogos la aceptación de la auto-creatividad de la vida tal como la describe la biología evolutiva.

Las pre-modernas jerarquías de la naturaleza, que situaban al ser humano, los animales, las plantas y los minerales en distintos niveles de un universo esencialmente orgánico, han cedido paso en el naturalismo científico moderno al supuesto de que la «materia» pura, despojada de toda asociación esencial con la vida, es el fundamento último de la vi­da y la mente. Y aunque algunos científicos y filósofos han intentado recientemente ir más allá de las formas simplistas de fisicalismo, no pueden evitar verse constreñidos por el peso del hábito intelectual de si­tuar sus reflexiones sobre la vida, la evolución y la emergencia en el marco rector de una ontología de la muerte. Por lo que atañe a la cris-tología cristiana, sin embargo, atribuir en último término la existencia de la vida al poder vitalizador del Espíritu Santo en modo alguno es contrario a las explicaciones científicas del surgimiento de la vida.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

COBB, John B. y Charles BIRCH, The Liberation of Life: From the Cell to the Community, Cambridge University Press, Cambridge 1988.

JOÑAS, Hans The Phenomenon of Life, Harper & Row, New York 1966, p. 9 [trad. esp. del orig. alemán: Llprincipio de vida: hacia una bio­logía filosófica, Trotta, Madrid 2000].

MOLTMANN, Jürgen, The Spirit of Life: A Universal Affirmation, Fortress, Minneapolis 1992 (trad. esp. del orig. alemán: El Espíritu de la vida: una pneumatología integral, Sigúeme, Salamanca 1998].

TILLICH, Paul, Systematic Theology, vol. 3, University of Chicago Press, Chicago 1963, parte IV: «Life and the Spirit», pp. 11-294 [trad. esp. Teología sistemática, vol. 3, Sigúeme, Salamanca 20011.

26. Cf. D.R. GRIFFIN, Religión and Scientific Naturalism: Overcomir\¡> the Conflicts, State University of New York Press, Albany 2000. pp. 107-135.

9 CIENCIA, MUERTE Y RESURRECCIÓN

«Dios no creó la muerte ni se regocija en la destrucción de los vivos».

(Sab 1,13)

O í la noticia de la resurrección de Jesús de entre los muertos fue difícil de creer para sus discípulos y para los primeros cristianos, tanto más pa­rece serlo para quienes vivimos en la era de la ciencia. Si ya los prime­ros testigos cristianos experimentaron la resurrección como un suceso por completo sorprendente, tanto más chocante resulta la vuelta a la vi­da de un muerto para sensibilidades configuradas principalmente por los modernos métodos inductivos de conocimiento. La ciencia no es capaz de dar sentido a sucesos singulares de ninguna clase y mucho menos a los que carecen de antecedentes, como es el caso de la resurrección. De ahí que, desde un punto de vista científico, la resurrección de Jesús, aun cuando engarza fuertemente con la esperanza que perdura en el corazón humano, parezca desbordar todas las expectativas realistas.

La ciencia, como hemos señalado a menudo, se siente cómoda so­bre todo con generalizaciones basadas en un número grande de sucesos similares que obedecen leyes físicas invariables. Por el contrario, en presencia de lo totalmente inaudito, es presa de la inquietud y busca vías para reducir lo que parece excepcional a lo ya conocido. La cien­cia, por naturaleza, suprime lo verdaderamente singular para hacerlo encajar en lo universal. Sin duda, tal enfoque de intelección constituye una característica definitoria de la cultura intelectual moderna. Y así, las dificultades que muchas personas cultivadas en la ciencia tienen con

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la idea de resurrección brotan en gran medida del casi inconmovible su­puesto de que la naturaleza y la historia no están abiertas a algo tan im­posiblemente nuevo como la victoria de Cristo sobre la muerte.

Es importante añadir, sin embargo, que no es la ciencia en cuanto tal la que hace increíbles la resurrección de Jesús y la posibilidad de que compartamos su destino. La ciencia se limitaría a pasar por alto un acontecimiento semejante, sin percatarse siquiera de él. Por otra parte, no puede haber duda de que el naturalismo científico se posiciona en contra de la resurrección, ya sea la de Jesús o la nuestra (en este capí­tulo me referiré a ambas). Según el naturalismo científico, todas las causas son causas naturales, de suerte que no pueden existir sucesos no explicables de forma exhaustiva por el método científico. Por esta ra­zón, el origen de la vida tiene que ser, según esta perspectiva, un suce­so puramente natural. Una de las principales tesis del naturalismo es que las ideas sobre una vida después de la muerte «bloquean el camino hacia una comprensión verdadera de nuestra naturaleza y hacia la de­terminación de lo que da sentido a la vida de una manera no ilusoria»1. Sin embargo, como observa Owen Flanagan, una vez que nos hemos re­signado a la gravedad del naturalismo, la vida no tiene por qué ser tris­te. El universo carece de finalidad y la muerte es definitiva, afirma; con todo, la vida humana puede tener sentido y desarrollarse felizmente. Cuando morimos, nuestra persona desaparece para siempre, pero mien­tras tanto podemos llevar vidas satisfactorias. La tesis de Flanagan es interesante por diversas razones, pero aquí sólo quiero resaltar su afir­mación de que la fe en una vida después de la muerte, cualquiera que sea la forma en que uno la conciba, es «irracional». Con este duro cali­ficativo pretende subrayar que no hay prueba científica alguna que pue­da concebiblemente respaldar la expectativa de la resurrección o de la supervivencia subjetiva a la muerte. Por eso, la gente razonable no de­bería tomar en serio la existencia del alma, la inmortalidad o la resu­rrección del cuerpo.

En el mundo de las ideas religiosas, nada, ni siquiera la fe en Dios, sobresale con más fuerza como violación de los supuestos naturalistas que la expectativa de que los muertos resucitarán. Los naturalistas afir­man que sencillamente no pertenece a la naturaleza de las cosas que

1. O. FLANAGAN, The Problem ofthe Soul: Two Visions ofMind and How to Recórt­ale Them, Basic Books, New York 2002, pp. 167-168.

tenga lugar la resurrección. Además, la ciencia ha mostrado con bas­tante claridad que todos los procesos físicos y el universo en su con­junto se dirigen hacia la desintegración final e irreversible. Es verdad que la totalidad de la vida, de la cual la historia humana no es más que un reciente y precario capítulo, se aparta de la decadencia cósmica, pe­ro sólo temporalmente. La muerte absoluta tendrá la última palabra. Y ahora que la física ha vinculado la existencia humana al mundo natural de forma más estrecha que nunca, el sombrío desenlace que espera al universo entero parece engullir cualquier esperanza de que el individuo pueda escapar a ese destino.

¿Qué respuesta puede ofrecer la teología cristiana de la naturaleza a este nada halagüeño pronóstico? De entrada, quizá resulte tentador volver a la tradicional idea de la inmortalidad del alma como la mane­ra más sencilla de escapar del aprieto formulado. Esto es, tal idea asu­me que existe una parte inmaterial de nosotros que, al sobrevenir nues­tra muerte, puede ser disociada con determinación del desplome cós­mico hacia la muerte por entropía. Entonces, cabe ignorar sin más co­mo intrascendentes la segunda ley de la termodinámica y su vaticinio de la agonía del cosmos. Si el alma humana inmortal está capacitada para escapar de su prisión material, el deceso del universo físico no de­bería afectar en modo alguno a nuestra esperanza de inmortalidad.

Esta aproximación al problema de la muerte atrae a muchos cre­yentes, así como a quienes, en lo concerniente a la relación entre cien­cia y teología, adoptan lo que más arriba he llamado el enfoque del «contraste». Da por buenos los juicios de la ciencia y no ve conflicto al­guno entre ciencia y religión, pero intenta proteger a la teología de te­ner que experimentar cambios de importancia a la luz de las nuevas ide­as científicas. Es posible que a muchos de sus defensores, el dualismo metafíisico -una antigua visión del mundo que permite una separación definitiva de la mente, el alma y el espíritu respecto de la materia- les siga pareciendo la forma más eficiente de hacer justicia tanto a los re­quisitos de la ciencia como a las esperanzas de la religión.

Por desgracia, desde el punto de vista de la fe cristiana, tal dualis­mo es, sin embargo, inaceptable. Los cristianos creemos en la resurrec­ción corporal, y los cuerpos son inseparables del universo material. En cierto sentido, por tanto, la resurrección, si no es una creencia irracio­nal, debe constituir el destino del universo entero, no sólo el de las pe­recederas vidas humanas. Así, la teología cristiana debe encontrar, hoy más que nunca, una manera de relacionar la totalidad de la historia

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(story) cósmica con la historia (story) de Jesucristo, «en quien todas las cosas subsisten» (Col 1,17). Irónicamente, una teología de tales carac­terísticas enseguida convendrá con el naturalista en que el destino hu­mano y el del cosmos son inseparables. La diferencia radica en que el naturalista rechaza toda esperanza de resurrección porque el universo la refuta, mientras que el cristiano debe tener esperanza para la totalidad del universo porque la resurrección de Jesucristo así lo demanda.

En cualquier caso, la teología conformada por la ciencia debe co­menzar ahora por la premisa de que los seres humanos y el cosmos es­tán entrelazados para siempre. A diferencia del enfoque del «contras­te», que considera a la ciencia poco relevante para la teología, el enfo­que del «contacto» que estoy suscribiendo a lo largo de este libro se ve impelido por la geología, la cosmología y la biología a dilatar nuestra conciencia de lo que es salvado por Cristo. El significado redentor de la muerte y resurrección de éste apunta a mucho más que a la salvación de las almas respecto del universo. Antes bien, la fe en la resurrección im­plica que, en el destino de Jesús, el universo entero está en juego. Si Cristo no ha resucitado de entre los muertos, nuestra fe es vana y el na­turalismo triunfa. Pero si la resurrección de Jesús es un hecho, entonces la coherencia teológica nos exige introducir al universo entero en el ám­bito de lo destinado a la redención. Algo más adelante formularé una propuesta de cómo la teología puede desarrollar conceptualmente esta idea en vista de la certeza cosmológica de que, con el tiempo, el uni­verso mismo se desvanecerá.

¿Cómo cabe entender la «resurrección»?

Owen Flanagan, a quien ya hemos citado más arriba, admite que la ma­yoría de las personas todavía creen que el alma o el yo humano pervi­virá después de la muerte. Pero, para él, tales obsoletas creencias son un irritante impedimento para la difusión del naturalismo, una de las vetas dominantes del pensamiento contemporáneo. Hay diferentes cla­ses de naturalismo, pero el de Flanagan es inflexiblemente materialista. Desde el siglo xvn, algunos de los más influyentes materialistas cientí­ficos han patrocinado la creencia de que la materia es lo único real2. Se-

2. Véase A.N. WHITEHEAD. Science and llie Modera World, Free Press. New York

gún los materialistas, la conciencia terminará diluyéndose en la ausen­cia de mente propia de la materia. Incomodado por tal posibilidad, el gran psicólogo y filósofo William James ofrece un franco resumen de las implicaciones lógicas del naturalismo materialista en lo que con­cierne a los logros naturales y humanos:

«Aquí está la médula del asunto: que aunque en las vastas derivas del tiempo cósmico de cuando en cuando se han dejado entrever costas de ensueño y han flotado encantadores bancos de nubes, muy perseve­rantes antes de disiparse -igual que ahora mismo, y para nuestro júbi­lo, nuestro propio mundo persiste en continuar-; pese a todo esto -di­go-, cuando estos transitorios productos hayan desaparecido, nada, absolutamente nada permanecerá; nada que atestigüe aquellas cuali­dades, aquellos elementos de ensueño que esos productos pudieron conservar como santuarios. Morirán y desaparecerán, borrados están, desaparecidos por completamente de la esfera y ámbito de la existen­cia. Sin dejar un eco, una memoria: una huella de su paso en alguna cosa que más adelante viniera a hacerse cargos de ideales similares. Este definitivo naufragio, esta absoluta tragedia, es la esencia del ma­terialismo científico tal como hoy se entiende»'.

En la actualidad, la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra todavía comparten los sentimientos de James más que los de Flanagan. Para ellos, la desaparición definitiva de mentes y personas, así como la destrucción total de las impresionantes conquistas éticas y estéticas por la humanidad a lo largo de la historia, representa el mayor de todos los males. Ora explícita, ora implícitamente, niegan que todo termine en la nada absoluta. Por supuesto, esta aversión instintiva no prueba que ten­gan razón, pero sigue pareciendo conveniente preguntarse si todas estas ;

personas están tan engañadas y son tan «irracionales» como sospechan £ Flanagan y otros naturalistas científicos'. El sumamente respetado so- |j ciólogo de la religión Peter Berger sostiene que los (prototípicos) ges- ;

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1925, p. 17 [trad. esp.: La ciencia y el mundo moderno, Losada, Buenos Aires s 1949J. Aquí, «materia» es, en realidad, un nombre para las inertes abstraceio- s nes cuantitativas (en especial las llamadas «cualidades primarias») de la cien- ; cia moderna. í

3. W. JAMES, Pragmatism, Meridian Books, Cleveland 1964, p. 76 [trad. esp.: £ Pragmatismo, Alianza, Madrid 2007]. t

4. S. HARRIS, en su libro The End of Failh: Religión, Terror, and the Future of Reason, W.W. Norton, New York 2004. es incluso más apasionado que Flanagan a la hora de asociar la fe en una vida después de la muerte con la irracionalidad.

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tos cotidianos de reír, jugar y esperar -justo las actividades que nos mantienen sanos- nunca podrían darse si, en nuestro hondón, estuvié­ramos completamente convencidos de que la muerte tiene la última pa­labra5. Una vez más, esto no prueba que la esperanza sea realista. De hecho, en la actualidad, los naturalistas explican con frecuencia la es­peranza como un engañoso mecanismo de supervivencia, una adapta­ción darwinista desconectada de la realidad. Pero los naturalistas cien­tíficos muy rara vez piensan hasta el final -al estilo de lo que hace James en la cita anterior- las consecuencias plenas de la tesis, que con tanta confianza formulan, de que la muerte y la nada absolutas son el destino que espera a todo lo real.

Muy pocos materialistas científicos pueden adoptar con plena co­herencia la sobria lógica del eminente físico wSteven Weinberg, quien afirma que, si no hay Dios ni vida más allá de la muerte, todo lo que podemos rescatar de nuestra absurda situación es un sentimiento de dignidad personal por aceptar este destino sin turbación". Así y todo, al final, incluso Weinberg encuentra llena de sentido esta vida, pues no hay duda de que implícitamente cree que merece la pena buscar la ver­dad. Hasta el más pesimista de los naturalistas valora la verdad, y la de­voción que sienten por ella vigoriza sus vidas. Aquí parece haber una gran incoherencia, pues es necesario preguntarse hasta qué punto pue­de valorar uno algo que considera abocado finalmente a la nada. Ade­más, sin al menos una vaga conciencia de que nuestras acciones, como sostiene Teilhard, se entrelazan con lo eterno, difícilmente podemos mantener durante mucho tiempo un verdadero «entusiasmo por la vi­da»7. No es suficiente conformarse con acometer con heroísmo trágico o con un sentimiento de dignidad personal lo que sabemos una lucha inútil, como prescriben los naturalistas sensatos cual Weinberg. Ni tam­poco basta con entender sin más la acción como una manera de purifi-

5. P.L. BERGER, A Humor of Angels: Modern Society and the Rediscovery of the Supernatural, Doubleday, Garden City (N.Y.) 1969 [trad. esp.: Rumor de ánge­les: la sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatural, Herder, Barcelona I975|.

6. S. WEINBERG, Dreams of a Final Theory, Pantheon, New York 1992, pp. 255-256 y 260 [trad. esp.: El sueño de una teoría final: la búsqueda de las leyes fun­damentales de la naturaleza, Crítica, Barcelona 20011.

7. P. TEILHARD DE CHARDIN, Activation of Energy, Harcourt Brace Jovanovich, New York 1970, pp. 239-244 [trad. esp. del orig. francés: La activación de la energía.Tamus, Madrid 1967].

car nuestras intenciones con el fin de estar a bien con Dios, como con frecuencia han enseñado los moralistas religiosos. Antes al contrario, lo que se necesita es la conciencia de que nuestras acciones, por insignifi­cantes que sean, tienen una influencia indeleble en el universo y de que algo referido a este mismo universo dura para siempre*.

Como escribe Teilhard, sólo la «pasión por ser final y permanente­mente más» puede llevar a una vida con sustantividad ética; y esta pa­sión se extingue si nos dejamos embargar por el sentimiento de que, al final, nuestros esfuerzos no introducen ninguna diferencia real en el mundo9.

«El hombre, cuanto más humano es, no puede entregarse sino a lo que ama; y en último término, sólo ama lo que es indestructible. Multipli­ca para satisfacción de tu corazón el alcance y la duración del progre­so. Promete a la tierra cien millones de años más de continuado cre­cimiento. Si, al final de ese periodo, se evidenciara que la totalidad de la conciencia debe regresar a cero sin que su secreta esencia sea reco­gida en lugar alguno, entonces, insisto, dejaremos caer nuestros bra­zos... y la humanidad entera se declarará en huelga. Os advierto que la posibilidad de una muerte total (y ésta es una expresión que debe­ríamos considerar con detenimiento si deseamos evaluar el destructi­vo efecto que tiene sobre nuestras almas), cuando haya devenido par­te de nuestra conciencia, secará de inmediato en nosotros los honta­nares de donde brotan nuestros esfuerzos»1".

También Whitehead pondera, con vehemencia no menor que la de James y Teilhard, qué significaría que el universo como un todo fuera incapaz de alcanzar alguna clase de inmortalidad. Al igual que Teilhard, Whitehead piensa que la expectativa consecuente de una muerte abso­luta para el universo tornaría trivial y, a la larga, paralizaría la aspira­ción ética del ser humano. Un persistente estímulo para la formación de la cosmología religiosa de Whitehead fue su aversión personal a la pro­puesta de los materialistas modernos de que todo termina siendo nada. El creía que la filosofía más coherente es la que deja sitio para la reali­dad de algo duradero, de algo capaz de redimir a todos los aconteci­mientos cósmicos -no sólo a las vidas humanas individuales- de pere-

8. Ibidem. 9. P. TEILHARD DE CHARDIN, HOW 1 believe, Harper & Row, New York 1969, p. 42

[trad. esp. del orig. francés: Lo que vo creo, Trotta, Madrid 20051 10. Ibid., pp. 43-44.

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cer por completo. Ésta es la razón por la que siempre debemos tomar en serio a la religión, aun a despecho de sus obvios defectos. Porque, al menos, las religiones dan expresión a la necesidad que tenemos de lo eterno:

«La religión es la visión de algo que está más allá, detrás y dentro (be-yond, behind and within) del flujo pasajero de las cosas inmediatas; algo que es real y, sin embargo, espera todavía ser realizado; algo que es una posibilidad remota y, sin embargo, el mayor de todos los he­chos presentes; algo que confiere sentido a todo lo que acontece y, sin embargo, elude ser aprehendido; algo cuya posesión es el bien último y, sin embargo, está fuera de todo alcance; algo que es el ideal último y la búsqueda sin esperanzas»".

En pertinaz oposición al materialismo científico, Whitehead sostie­ne que nada concreto puede hundirse por entero en el olvido absoluto. Lo que en realidad acontece en el universo es que todos los sucesos que merecen la pena, aunque perezcan individualmente, son acogidos en la experiencia perenne del propio Dios y dotados de una relevancia indes­tructible. Tampoco nuestros esfuerzos, no importa cuan vanos puedan parecer en ocasiones, caen en saco roto. El pasado cósmico, aunque quizá perdido para nuestra memoria, está siempre presente en la eterna inmediatez de la experiencia divina, de suerte que nada de lo sucedido se pierde absolutamente. Todo tiene al menos una inmortalidad objeti­va en tanto en cuanto es acogido en los sentimientos compasivos de Dios (lo que Whitehead llama «naturaleza consecuente de Dios»). Aun cuando no logra explicar cómo sea posible la inmortalidad subjetiva (un asunto del que me ocuparé más adelante), Whitehead es capaz de enca­rar, al menos en parte, la tesis materialista de que el universo se diluirá en la nada absoluta.

Para entender cómo una propuesta así puede evitar ser tildada de irracional, es necesario tomarse en serio las recientes revoluciones acaecidas en cosmología, física y biología, que han puesto de mani­fiesto que el universo es un proceso antes que una masa estática de irre­ducibles partículas materiales. Por definición, un universo procesual no se compone de fragmentos de materia, sino de eventos transitorios; y tales eventos o sucesos pueden estar relacionados entre sí de manera

11. A.N. WHITEHEAD, Science and the Modern World, pp. 191-192.

temporal, no simplemente espacial. Todo suceso pervive de forma du­radera como componente de los sucesos que le siguen. Lo cual signifi­ca que todo lo acontecido en el pasado sigue influyendo en el presente. El conjunto de ocasiones fenecidas todavía «importa» a todos los even­tos que le siguen. El universo se mantiene unido de esta manera tempo­ralmente ordenada más que de una forma espacialmente congelada. El pasado, aunque desvaído y fijado, aún se adhiere al presente y será asi­mismo parte del futuro. Lejos de desparecer por entero, los eventos del pasado se acumulan. En un universo procesual, por así decirlo, continú­an añadiéndose cosas sin cesar, de suerte que sucesos significativos aca­ecidos en el pasado remoto -tales como la «gran explosión» o el origen de la vida- todavía pueden ser «experimentados», al menos tenuemen­te, en la experiencia presente. Cada momento presente en un proceso cualquiera es un «sujeto» que, de un modo u otro, sintetiza en sí mismo la serie de sucesos precedentes. Y al hacerlo así, salva al pasado del de­ceso absoluto y lo pone a disposición de lo que todavía ha de venir1'.

Piensa, pues, estimado lector, a Dios como el sujeto supremo que «está más allá, detrás y dentro del flujo pasajero de las cosas inmedia­tas». Dios es real, pero al mismo tiempo «espera todavía ser realizado». Esto es, de forma sobremanera vulnerable, Dios siempre está siendo movido e incluso «cambiado» por lo que sucede en el mundo creado. Lo cual no es una negación de la inmutabilidad divina, al menos en un sentido teológicamente relevante, ya que el amor y la fidelidad de Dios aún permanecen para siempre, inquebrantables. Es justo el amor ina­movible de Dios, expresado por los cristianos en la doctrina de la Trinidad, lo que paradójicamente permite a Dios ser movido por lo que acontece en el mundo". Dios siente el mundo y, por tanto, lo salva con­firiendo «sentido a todo lo que pasa», aun cuando esta divina gentileza «elude la aprehensión».

12. Esto es una muy breve síntesis y simplificación de la cosmología filosófica ex­puesta en N. WHITEHEAD, Process and Reality, ed. corregida al cuidado de D.R. Griffin y D.W. Sherburne, Free Press, New York 1968 |trad. esp.: Proceso y rea­lidad. Losada, Buenos Aires 1956|. Para una útil introducción a la «teología del proceso» basada en las ideas de Whitehead, véase J.B. COBB, Jr. y D. GRIFFIN, Process Theology: An Introductor}- Lxposition. Westminster. Philadelphia 1976. Y para una discusión de las implicaciones ecológicas de la teología del proce­so, ef. Ch. BIRCH y J.B. COBB. Jr., The Liberation of Life: From lite Cell to the Community, Cambridge University Press. Cambridge 1988.

13. Cf. S. OGDEN, The Realitv of God and Ollier Essavs, Harper & Row, San Francisco 1977, p. 47.

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¿Puede cambiar Dios?

La eterna vulnerabilidad de Dios frente a lo que acontece en el mundo, incluidos los episodios creadores tanto como los trágicos, concuerda con nuestra imagen revelada del abajamiento divino. Dios se hace pe­queño con el fin de establecer con el mundo una relación lo más íntima posible y experimentarlo y ser movido por sus más nimios detalles. Tal es el Dios responsivo de la fe bíblica. Además, el tema de la futuridad divina también se halla implícito en la descripción que Whitehead hace de la religión, por cuanto Dios es «algo cuya posesión es el bien último y, sin embargo, está fuera de todo alcance; algo que es el ideal último y la búsqueda sin esperanzas». Desde las profundidades de una inagota­ble creatividad, Dios ofrece sin cesar al universo en devenir nueva po­sibilidades relevantes para actualizarse a sí mismo de forma novedosa en cada instante. Dios abre fielmente el futuro para que éste dé la bien­venida al universo y a las vidas perecederas que existen en él con una abundancia de posibilidades de renovación. El poder divino consiste, al menos en parte, en ofrecer la posibilidad (potentia) de un ser nuevo. Así, Dios, en su retraída humildad y fidelidad, actúa poderosa y eficaz­mente en el mundo sin violar las leyes de la naturaleza. Tal es el Dios, podríamos añadir, capaz de resucitar a los muertos a una nueva vida.

Dios no sólo es inspiración para la novedad, sino también el Salva­dor de todos los eventos que componen el drama cósmico. Lo que acon­tece en el mundo tiene importancia eterna para el amor de auto-dona­ción al que denominamos «Dios». En este sentido, Dios puede cambiar a consecuencia de lo que acontece en el mundo. Las enseñanzas cris­tianas sobre la dinámica de la Trinidad son una manera de expresar es­ta intuición. Como Padre, Dios, en su amor generativo, despierta pri­mero al universo a un nuevo ser; como Hijo, Dios concede al mundo irreversiblemente y por siempre la plenitud divina; y luego, como Es­píritu, Dios incorpora a la vida divina toda la fugacidad del cosmos, que, de otro modo, representaría una pérdida eterna. En sus ramifica­ciones cósmicas, la encarnación, la redención y la esperanza escatoló-gica implican también que Dios se ve afectado para la eternidad por los sucesos del mundo físico14.

14. Como sostendré más adelante, este abrazo compasivo del universo debe incluir también la salvación y transformación de nuestra conciencia subjetiva más allá de la muerte.

En una era dominada por la ciencia, la teología no podrá hacer jus­ticia a las afirmaciones de la fe sobre el amor kenótico de Dios a me­nos que admita que el Misterio divino es capaz de experimentar cam­bios e incluso sufrimiento justo porque Dios permanece inmutable­mente fiel a la promesa de la alianza. Aunque de forma menos explíci­ta que Whitehead, también Teilhard reconoce que Dios es alterado en verdad por lo que acontece en el mundo; y ello, de manera tal que la perfección divina en absoluto resulta menoscabada. Dios, afirma el je­suíta francés, es, en cierto sentido, auto-suficiente; así y todo, «el uni­verso le aporta algo que es vitalmente necesario para Él»15. ¿Cómo po­dría ser de otra manera si Dios ama en verdad al mundo hasta el punto de hacer suya en la encarnación su materialidad misma? Lo que suce­de en el mundo no puede menos de importar para siempre a un Dios de amor ilimitado: «Mis andanzas las tienes registradas, están guardadas mis lágrimas en tu odre» (Sal 56,9). Así, cabe confiar en que incluso nuestros más pequeños esfuerzos y experiencias posean un significado cósmico; y es que, junto con todos los sucesos del mundo, incluida la entera evolución de la vida, son incorporadas sin intermisión a la in­mediatez de la experiencia de Dios. La fe en la resurrección nos permi­te esperar que los sucesos trágicos y malos de la historia natural y hu­mana, lejos de ser olvidados, recibirán un sentido redentor por asimila­ción con la cruz de Cristo y con el drama trinitario de la salvación.

Encontrar sentido en un universo inacabado

El hecho de que la creación esté todavía en ciernes, de que el universo permanezca aún inacabado, nos confiere -al igual que al resto de cria­turas, cada cual a su modo- la dignidad de co-creadores junto a Dios. Una alternativa contra-fáctica al universo inconcluso que la ciencia nos revela sería un universo en el que Dios fuera el único creador y no que­dara espacio alguno para esfuerzos humanos o creaturales significati­vos. Pero tal perspectiva quietista, propugnada con frecuencia por filo­sofías y teologías pre-científicas, ofrece escasa base para el entusiasmo

15. P. THII.HARD DK CHARDIN. Christianity and Evolution, Harcourt Brace Jovano-vich, New York 1969, p. 177 [trad. esp. del orig. francés: Lo que yo creo, Trotta, Madrid 20051.

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por la vida que idealiza Teilhard. Como él mismo subraya con razón, la mejor manera de vigorizar la vida humana es por medio de la concien­cia de que todavía hay sitio para más ser. De lo contrario, la esperanza se sofoca y la acción humana pierde desde el principio todo sentido.

Si el universo fuera concebido como esencialmente acabado o per­fecto, ¿qué objetivo tendrían nuestros esfuerzos, salvo quizá la purifi­cación de las intenciones? Lo cual pudo parecerles suficiente a muchos creyentes en el pasado; pero, a estas alturas, el moderno rechazo secu-larista del cristianismo debería haberle enseñado a la teología que las espiritualidades clásicas que abogan por la indiferencia frente al futuro de la Tierra y el destino del universo ya no suscitan entusiasmo en la mayoría de la gente. Las visiones religiosas del mundo que fomentan o dan por bueno el sentimiento de irrelevancia cósmica de los esfuer­zos humanos son incapaces de motivar. Para poder vivir vidas llenas de pasión y vigor ético, las personas necesitamos esperanza. Lo cual, empero, significa que necesitamos asimismo un universo que todavía tenga sitio para crecer, para devenir más. En otras palabras, precisamos un universo inacabado, y exactamente esto es lo que nos ha dado la ciencia. Un universo perfecto desde el principio no podría tener futu­ro alguno, ni espacio para «más ser»; y ello no haría sino «cortar las alas a la esperanza»1". Por eso, la teología contemporánea haría bien en tomar como punto de partida la inefable buena noticia de la humildad y la futuridad liberadoras de Dios, que dan origen a un cosmos toda­vía en devenir.

Según la teología de la naturaleza que estoy proponiendo, Dios de­sinteresadamente se retrae de redondear el universo in principio: de ha­berlo acabado de una, le habría dejado sin futuro. Por amor, Dios «re­nuncia» a abrumar cada instante presente con su infinidad divina y, en vez de ello, toma morada como el futuro del mundo que todo lo recrea. Esta concepción de Dios como «esencialmente futuro» en modo algu­no implica una retirada deísta de lo divino de toda implicación presen­te en el mundo. En realidad, ocurre justo lo contrario. Viniendo desde el futuro es como Dios aporta nuevo ser a cada instante presente, sal­vándolo de resultar engullido por el pasado muerto. Es difícil de ima­ginar una forma más profunda de implicación.

16. Ibid.,p. 79.

Para llevar esta idea un poco más lejos, recordemos que, como se dijo más arriba, todo lo que ya ha sucedido en el universo sigue for­mando parte inmortalmente, aunque sea de forma muy débil, de todo evento presente; de suerte que también el pasado se convierte en obje­to de continua renovación en el contexto de la divina futuridad. Este es­quema teológico posibilita, a mi juicio, una conciencia religiosamente robusta de la solicitud de Dios -o sea, una doctrina de la providencia-sin necesidad de contradecir los descubrimientos científicos. Dios se implica de forma profunda e incesante en el proceso cósmico como fuente inspiración y como salvador de éste, pero de un modo tal que no necesita retocar las leyes naturales ni hacer constantes ajustes en el mundo físico. Dios, el futuro del mundo, permanece fielmente disponi­ble para el cosmos en cuanto reserva infinita de nuevas posibilidades de las que la evolución y la creatividad humana pueden echar mano para conferir definición al mundo17. La auto-anonadadora limitación y la ge­nerosa futuridad de Dios quedan así tan íntimamente entrelazadas con el universo procesual que pasan en gran medida desapercibidas salvo para los ojos de la fe.

El universo (o el multiverso) entero, a medida que barre narrativa­mente inmensos periodos de tiempo, es recibido de continuo en el com­pasivo abrazo de la Trinidad eterna. Podemos concebir al Espíritu de Dios como el poder último de renovación que sitúa al mundo sin inter­misión en un «espacio libre y abierto» con un futuro siempre nuevo frente a él. «En la experiencia del ruah (Espíritu] -escribe Jürgen Mol-tamnn-, lo divino es experimentado no solamente como persona, ni únicamente como fuerza, sino también como espacio, como el espacio de libertad en el que puede desarrollarse lo que está vivo»18. «Dios Pa­dre» denota aquí la infinita virtud generativa que no cesa de poner nue­vas posibilidades a disposición del universo, de suerte que éste puede ser renovado por el poder del Espíritu. Y Dios Hijo, a través de la en­carnación, concretiza el divino abajamiento en la naturaleza y la histo-

17. Si la teología quiere dar sentido a los milagros en la era la ciencia, tal vez deba concebirlos no tanto como interrupciones mágicas de las leyes de la naturaleza, sino más bien como eventos -plenamente coherentes con las leyes de la natura­leza- que abren el futuro de manera decisiva.

18. J. MOLTMANN, The Spirit ofLifc: A Universal Ajjirmation, Fortress, Minneapolis 1992, p. 43 |trad. esp. del orig. alemán: El Espíritu de la vida: una pneumato-logia integral. Sigúeme, Salamanca 1998J.

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ria, reuniendo todas las cosas corporalmente consigo mismo y entre­gándoselas al Padre, de nuevo por el poder del Espíritu. He aquí asi­mismo la base para una teología eucarística en la que la consumición del cuerpo y la sangre de Cristo por nuestra parte significa ser asimila­dos al universo que, por extensión, también es el cuerpo del Salvador. «Como un pujante organismo», escribe Teilhard, «el mundo me trans­forma en Aquel que alienta en él. "El pan de la eucaristía -dice san Gre­gorio de Nisa- es más fuerte que nuestra carne; ésa es la razón por la que, cuando lo recibimos, es el pan quien nos asimila a nosotros, y no al revés"»11'.

Aun cuando toda la serie de eventos cósmicos se halla sujeta al pe­recimiento temporal, que acontecerá antes o después, sus momentos constitutivos fluyen sin receso hacia la refinería de la transformación creadora por obra del Espíritu divino. En nuestra comprensión teológi­ca de este mundo procesual hay abundante muerte y perpetuo pereci­miento, pero también redención, conservación y nueva creación. De ahí que aquello que los cristianos denominamos «resurrección», un suceso que creemos corporal y físico, en modo alguno resulte incompatible con la ciencia contemporánea, aunque sí que lo sea con el naturalismo científico. La resurrección corporal de los seres humanos puede ser concebida, al menos hasta cierto punto, como la incorporación a la vi­da de Dios de la historia (story) de cada persona20. Con independencia de cualquier otro significado que pueda tener, la resurrección compor­ta, como mínimo, la solidaridad de nuestras historias (stories) persona­les con la de Jesús; y esta comunión, a su vez, es incorporada al eterno drama divino al que damos el nombre de «Trinidad». Pero ahora nos percatamos de que las personas somos inseparables de un universo compuesto de sucesos que acontecen en el presente y luego son arroja­dos al pasado a medida que del futuro llegan sin cesar nuevas posibili-

19. P. TEILHARD DE CHARDIN,«MV Universe», en Science and Clirist, Harper & Row, New York 1965, pp. 75-76 [trad. esp. del orig. francés: Ciencia y Cristo, Taurus, Madrid 1968J; véase asimismo ID., «The Mass on the World», en [Th.M. King (ed.)J Teilhard's Mass: Approaches to «The Mass on the World», Paulist, New York 2005, pp. 145-158 [trad. esp. del orig. francés: «La misa so­bre el mundo», en P. Teilhard de Chardin, El corazón de la materia. Sal Terrae, Santander 2002, pp. 125-140].

20. Véase H. KÜNG, Eternal Life: Life after Death as a Medical, Philosophical and Theological Problem, Doubleday, Carden City (NY) 1984, pp. 110-112 (trad. esp. del orig. alemán: ¿Vida eterna?, Trotta. Madrid 2001J.

dades. Conforme se van acumulando sus sucesos constituyentes, la en­tera historia (story) del cosmos es recibida para siempre en la vivifica­dora inmediatez de la experiencia de Dios. Y puesto que todo lo que ocurre en nuestras vidas personales se halla entretejido de manera irre­petible en la estructura global del universo, la vida de cada persona es acogida junto con la entera historia (story) cósmica en Dios.

Pero ¿qué ocurrirá si el universo, considerado como un todo, pere­ce al final, como predicen la cosmología contemporánea y las leyes de la termodinámica? Esta es una cuestión especialmente grave; pues, co­mo señala Whitehead, el mal supremo en el mundo radica en el simple hecho de que las cosas perecen21. Que el universo entero termine per­diéndose es una posibilidad sumamente lúgubre. Sin embargo, no hay razón alguna para que a la teología le sorprenda más la eventual extin­ción del universo que el hecho de que cualquier cosa concreta dentro de él acabe pereciendo con el tiempo. En efecto, los teólogos cristianos ya tendrían que haberse percatado de que todo lo distinto de Dios está abo­cado a la muerte. No deberían desconcertarles demasiado las actuales predicciones astrofísicas de que, dentro de billones de años, el universo de la «gran explosión», tan caliente en sus orígenes, se colapsará de frío. Mientras la «secreta esencia» del universo y de la conciencia sea «reco­gida» de forma imperecedera en algún lugar, como propone Teilhard, nada obliga a concebir e! cosmos como «carente de sentido» en el fon­do, aunque vaya a terminar sumiéndose en una profunda congelación energética. La eterna solicitud de Dios puede, sin duda, salvar como un todo al mundo abocado a la muerte... de la manera descrita más arriba, esto es, recordándolo y reordenándolo sin receso en patrones de belle­za más abarcantes en la visión de la gloria divina que «esperamos dis­frutar de por vida».

La cuestión de la inmortalidad subjetiva

¿Y qué hay de nuestra propia supervivencia subjetiva a la muerte? Por muy triste que pueda parecer a primera vista, responde Flanagan, la ra­cionalidad científicamente ilustrada nos obliga ahora a renunciar a se­mejante expectativa. Este autor sostiene que la ciencia ha mostrado que

21. A.N. WHITEHEAD, Process and Reality, p. 340.

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la esperanza de supervivencia más allá de la muerte es de todo punto ilusoria. Junto con otros naturalistas evolucionistas, Flanagan afirma que las ideas darwinistas han puesto claramente de manifiesto el carác­ter descabellado de todo anhelo humano de inmortalidad consciente22.

Según los naturalistas darwinistas, la verdadera razón de que la ne­gación del carácter definitivo de la muerte esté tan profundamente arraigada en nuestra naturaleza -como un «gesto prototípico», en ter­minología de Peter Berger- no tiene nada que ver con la existencia real de una dimensión trascendente en la que la supervivencia de las al­mas pueda ser sellada para siempre. Hay una explicación mucho más sencilla, puramente natural, de tan ingenua confianza. La razón última del atractivo de las ideas de resurrección e inmortalidad es que contri­buyen a la adaptación en un sentido evolutivo23. Según la antropología evolucionista, la esperanza en la inmortalidad subjetiva ha llevado a las personas a creer que tienen valor eterno. Esta convicción les ha dado, a su vez, una razón para vivir bien, casarse y tener hijos y, así, posibilitar que los genes humanos alcancen una suerte de inmortalidad. De hecho, hace mucho tiempo -probablemente durante el Pleistoceno, entre uno y dos millones de años antes de nuestra era-, los genes humanos comen­zaron a fraguar cerebros capaces de concebir pensamientos sobre la in­mortalidad subjetiva; y tales pensamientos terminaron afianzándose en la mayoría de las religiones, el cristianismo inclusive. La heredada con­figuración genómica de nuestra especie es lo que aún hoy predispone a la gente a esperar en una existencia consciente tras la muerte. Según los naturalistas evolucionistas, esta esperanza puede ser explicada ahora de manera bastante sobria con ayuda de la idea darwinista del funciona­miento adaptativo24.

22. O. FLANAGAN, Probletn of the Soul, pp. 301-310; véase también D. DLNNETT, Darwin 's Dangerous Idea: Evolution and the Meaning of Life, Simón & Schuster 1995 [trad. esp.: La peligrosa idea de Darwin: evolución y significa­dos de la vida. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg. Barcelona 2000].

23. R. HINDE, Why Gods Persist: A Scientific Approach to Religions, Routledge, New York 1999 [trad. esp.: ¿Por qué persisten los dioses? Una aproximación científica a la religión. Ediciones de Intervención Cultural, Mataró 2008); W. BlJRKHRT, Crearían of the Sacred: Tracks ofBiologx in Early Religions, Harvard University Press, Cambridge (Mass.) 1996; R BOYER, Religión Explained: The Evolutionary Origins of Religions Thought, Basic Books, New York 2001.

24. Para una crítica sostenida de tal racionalización, cf. H. ROLSTON III, Genes, Génesis and God: Valúes and Their Origins in Natural and Human Historv, Cambridge University Press, New York 1999.

Los psicólogos evolucionistas afirman que ciertas ideas religiosas, como la de la inmortalidad, perviven en el presente porque facilitan la adaptación. La proclividad a extender con ayuda de la imaginación nuestra existencia a una vida ilimitada más allá de la tumba se encuen­tra profunda y quizá incluso indeleblemente incrustada en las instruc­ciones genéticas digitales que configuran nuestro sistema nervioso. La esperanza de vida eterna es una suerte de artimaña a la que recurren los filamentos de ADN con vistas a lograr ser transmitidos a las generacio­nes futuras. En consecuencia, puesto que ahora parece que las raíces de la religión se hunden de manera más fundamental en la biología que en la cultura, muchos naturalistas darwinistas ya no confían en erradicar por completo nuestros piadosos sueños de una existencia inmortal. Los fantasmas de la supervivencia subjetiva perdurarán tenazmente entre nosotros, incluso en una era de ilustración científica como la que ahora vivimos. Algunos evolucionistas llegan a ser bastante tolerantes con nuestro ingenuo anhelo de inmortalidad subjetiva, aunque lo descarten como una ficción pueril que debe ser superada.

Aquí hay, por supuesto, un indisimulado elemento de condescen­dencia; pero esta clase reciente de explicación evolucionista no es tan inflexiblemente desdeñosa de la esperanza religiosa como otras versio­nes anteriores del naturalismo científico. Los detractores darwinistas de la idea de inmortalidad reconocen ahora que todos tenemos la misma composición genética que nuestros -por culpa de la religión- engaña­dos antepasados. Y, en ocasiones, incluso parecen agradecidos de que las ilusiones religiosas hayan perdurado hasta ahora; pues tales fantasí­as han ayudado indirectamente a preservar los genes humanos el tiem­po suficiente para posibilitar nuestra propia existencia2'. Con todo, los naturalistas darwinistas no quieren que olvidemos que la fe en la su­pervivencia subjetiva después de la muerte, aunque biológicamente fructífera, resulta ilusoria desde un punto de vista epistemológico.

25. Véase, por ejemplo, L. RÜE, By the Grace of'Guile: The Role of Deception in Natural History and Human Affairs, Oxford University Press, New York 1994. pp. 82-127, 261-306. En ocasiones, Rué se refiere incluso a las ideas religiosas como «mentiras», pero considera que no es demasiado perjudicial que la gente siga creyendo en ellas.

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Teología e increencia en un universo inacabado

Sin embargo, ya antes de que hubiesen arraigado las ideas de Darwin, el conmovedor poema «In Memoriam», del poeta inglés Lord Alfred Tennyson, había expresado la gran incertidumbre reinante en su épo­ca en torno a las implicaciones de la ciencia para la esperanza en la resurrección26.

«Mira, nada sabemos; sólo puedo confiar en que el bien descenderá al final -dentro de mucho- al final, sobre todas las cosas, y los inviernos se convertirán en primaveras.

Así transcurre mi sueño; pero ¿qué soy yo? Un niño que llora en la noche, un niño que reclama luz; y no con la palabra, sino con el llanto.

¡Oh vida, tan vana como frágil! ¡Oh, para ser calmada y bendecida por tu voz! ¿Qué esperanza hay de respuesta o reparación? ¡Tras el velo, tras el velo!»'7.

La teología de la naturaleza debería ser especialmente sensible a la angustia expresada en este desesperado anhelo de una luz eterna oculta ahora «tras el velo». La mayoría de las personas son capaces de identi­ficarse con la mezcla de esperanza, duda y sentimiento de pérdida que evoca Tennyson. Y la mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo en que la conciencia que Whitehead tiene de una clase del todo objetiva de inmortalidad sencillamente no basta para calmar nuestra ansiedad fren­te a la muerte. Queremos saber si la ciencia excluye de forma categóri­ca nuestra supervivencia subjetiva, como Flanagan y otros naturalistas afirman que es el caso.

Pero, antes de nada, ¿por qué se antoja tan incierto nuestro perso­nal destino último? Me gustaría sugerir aquí que una razón, a menudo

26. William E. Phipps señala que, ya antes de que apareciera el Origen de las espe­cies de Darwin, Tennyson se había familiarizado al menos con las controverti­das ideas evolucionistas de Robert Chambers; véase W.E. PHIPPS, Darwin 's Religious Odyssey, Trinity Press International, Harrisburg (Pa.) 2002, p. 95.

27. Lord A. TENNYSON, «In Memoriam», 54, 13-24. Para un ameno estudio del es­cepticismo británico decimonónico, cf. A.N. WILSON, God's Funeral, W.W. Norton, New York 1999.

pasada por alto, de nuestra vacilación en este asunto es que el universo del que han brotado nuestras vidas y nuestras aspiraciones religiosas se encuentra todavía en devenir. Si el cosmos estuviera completamente acabado, sería legítimo esperar que cayera el velo y resplandeciera la claridad, como pide Tennyson. Pero la incertidumbre inserta en toda es­peranza religiosa es, al menos en cierto sentido, un correlato del hecho de que los seres humanos -con la totalidad de nuestras aspiraciones-formamos parte de un cosmos inmenso que aún está en ciernes28. Mien­tras especulamos en una era dominada por la ciencia sobre la posibili­dad de vida consciente después de la muerte, debemos tener en mente este escenario cósmico. Sin duda, la existencia misma de la increencia por razones científicas puede ser entendida como un síntoma del esta­do de no acabamiento en que se encuentra la realidad. Puesto que la creación no está todavía del todo actualizada y, por ende, no es per­fectamente inteligible, nada tiene de sorprendente que no podamos dis­cernir a Dios ni vislumbrar nuestro destino más que de forma vaga. Teilhard sugiere incluso que la oscuridad en que se mueve la fe y el ca­rácter incompleto del cosmos son inseparables del problema general del mal29. Sólo tras la derrota definitiva del sufrimiento y la muerte pode­mos esperar ver con claridad. Por consiguiente, puesto que la claridad no es una opción disponible, ahora es el tiempo para decidirse entre la esperanza y la desesperación.

El materialista científico, sin embargo, no tolera ninguna ambigüe­dad en el aquí y ahora. Flanagan, por ejemplo, afirma con toda la segu­ridad en sí mismo de cualquier verdadero creyente que, «cuando mura­mos, nosotros - o mejor, las partículas de las que, en su día, estuvimos compuestos- retornarán al seno de la naturaleza en vez. de dirigirse a la derecha de Dios»10. A renglón seguido, proclama que, más allá de lo que el naturalismo es capaz de discernir, no existe absolutamente nada:

«Si deseas que tu vida tenga perspectivas de sentido trascendente, de algo más que la satisfacción y complacencia que puedas alcanzar mientras vives, de algo más que lo que habrás contribuido al bienes­tar del mundo cuando mueras, entonces todavía eres preso de ilusio­nes. Créeme, no puedes conseguir más. Pero lo que eres capaz de lo-

28. Este punto lo subraya especialmente bien Teilhard en Christianity and Evolution, pp. 81-84.

29. lbidem. 30. O. FLANAGAN. Prohlem ofthe Soul, pp. ix-x.

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grar, si vives bien, es suficiente, No seas codicioso. Lo mejor es ene­migo de lo bueno»'1.

Si el universo estuviera ya completo y acabado, quizá habría razo­nes para reclamar tan abrupto final de toda incertidumbre. Pero, mien­tras el mundo esté todavía en devenir y nosotros y nuestras mentes per­manezcamos amarrados por completo a un cosmos imperfecto, ¿cabe esperar que percibamos con tanta claridad como desea el naturalismo de Flanagan el camino que conduce fuera de la niebla? Yo prefiero se­guir a Whitehead cuando afirma que «el mayor de todos los hechos ac­tuales» escapa a nuestro alcance. Con su intento de hacer el mundo «se­guro para el naturalismo», Flanagan desea, sin embargo, eliminar toda vaguedad. A buen seguro, aprobaría los famosos versos de Algernon Charles Swinburne, quien vivió en el mismo siglo incierto que nos dio a Tennyson. Ahuyentando toda duda, el poeta, amén de anunciar la cer­teza de nuestra muerte absoluta, nos dice que deberíamos sentirnos agradecidos por ello:

«Concisamente agradecemos a cualesquiera dioses pueda haber que la vida no sea eterna, que los muertos nunca resucitan, que hasta el más extenuado río, serpenteando, alcance seguro el mar»i!.

Durante el último siglo y medio, más de unas cuantas mentes ilus­tradas han pasado de la angustiada duda de Tennyson a la cristalina cer­teza de Swinburne y Flanagan sobre la índole definitiva de la tumba. Así y todo, la mayoría de los seres humanos siguen confiando, ya sea sólo tácitamente, en que la muerte no supone el fin definitivo de la per­cepción consciente. Para muchos, la perspectiva de una absoluta diso­lución de la conciencia comportaría la victoria final del mal sobre el bien. En cualquier caso, a la luz de la cosmología actual y a menos que deseemos ser dualistas comprometidos, la pregunta por la superviven­cia personal a la muerte no puede ser disociada de la pregunta por el destino del universo, ni de la pregunta más abarcante por el mal y la re­dención. A diferencia del pesimismo cósmico, la postura de la esperan-

31. Ibid.,p. 319. 32. A.Ch. SWINBURNK. «The (¡arden oí" Persephone».

za cristiana es que el universo entero tiene un sentido oculto que, debi­do a que el mundo se halla todavía en proceso de ser creado, por el mo­mento se esconde -al menos parcialmente- a la vista.

El realismo de la esperanza

Lo que encaja de forma más natural y, creo yo, realista con el universo inacabado en el que nos encontramos es -antes que el pesimismo cós­mico, la certeza naturalista o el retraimiento dualista- la esperanza. La biología evolutiva y otras ciencias naturales han demostrado más allá de toda duda razonable que los seres humanos, de hecho, somos por ente­ro parte de un universo evolutivo. Así, la tradicional preocupación de la teología por la escatología individual sólo artificialmente puede ser se­gregada de un interés más profundo y abarcante por el cosmos como un todo y por su destino final. Una de las consecuencias más afortunadas de la ciencia actual es que, en su presencia, la teología no puede seguir separando de forma verosímil la cuestión del destino personal del tema más amplio del desenlace último del universo. Sin embargo, todavía es­tá por ver que la escatología cristiana contemporánea comience a pres­tar más atención a este vínculo-".

Es necesario recordar que la doctrina de la inmortalidad del alma floreció, más que nada, en el contexto de una espiritualidad ultramun­dana y acósmica. Desde un punto de vista histórico, la fe en la supervi­vencia humana más allá de la muerte parece haber encajado de forma sumamente cómoda en una metafísica que contempla el mundo transi­torio de la naturaleza como carente en esencia de otra finalidad que el servir de escenario y telón de fondo al drama humano de la salvación. En consecuencia, nuestro lugar último de descanso ha sido descrito a menudo como un ámbito espiritual atemporal muy distante del univer­so físico. Aún hoy, innumerables personas devotas asumen que la úni­ca alternativa al materialismo fatalista es la anticipación del retraimien­to definitivo del alma de todo contacto con el cosmos. Las raíces de es­te optimismo ultramundano se encuentran en los primeros experimen­tos del cristianismo con el pensamiento platónico. Jürgen Moltmann sintetiza esta ambigua herencia:

33. Una notable excepción a semejante negligencia es A. KELLY, CSSR, Eschatologx and Hope, Orbis Books, Maryknoll (NY) 2006.

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«A medida que el cristianismo se fue desvinculando de sus raíces se­mitas y fue adoptando una configuración helenista y romana, perdió su esperanza escatológica y renunció a su alternativa apocalíptica a "este mundo" de violencia y de muerte, fusionándose con la religión gnóstica de redención de la antigüedad tardía. La mayor parte de los Padres de la Iglesia, incluido san Agustín, veneraron a Platón como un "cristiano antes de Cristo" y alabaron su sentido de la trascendencia divina y de los valores del mundo espiritual. En lugar del futuro de Dios se puso su eternidad; en lugar del reino futuro, el cielo; en lugar del Espíritu como "fuente de la vida", el Espíritu que libera al alma del cuerpo; en lugar de la resurrección de la carne, la inmortalidad del alma; en lugar de la transformación de este mundo, la nostalgia de un mundo distinto»34.

Pero existe otra posibilidad: la de la esperanza paciente y sufrida para la totalidad del universo, que incluye personas con aspiraciones de existir consciente y eternamente en presencia de la inconmensurable belleza de Dios. Durante el último medio siglo, la ciencia ha mostrado sin sombra de duda que la aparición de la especie religiosa de mamífe­ros aconteció sin solución de continuidad con estadios anteriores de la historia natural. Y lo mismo puede decirse de la encarnación de Dios en la historia humana. «La carne de Cristo -como bellamente lo formula Teilhard- se alimenta de la totalidad del universo. El medio místico reúne todo lo que se compone de energía»'5. Además, tal como se ve en el contexto de la más abarcante historia de emergencia de la naturale­za, el cosmos presente podría ser suficientemente joven como para que todavía haya más sorpresas creativas aguardando en el futuro. Es posi­ble que aún deban suceder muchas cosas más en este mundo antes de que nuestras almas tengan que comenzar a plantearse la trasmigración a cualquier otro lugar.

Recientemente, la astrofísica ha extendido hacia atrás en el tiempo la crónica de la fragua de la conciencia hasta alcanzar al menos el mo­mento de la «gran explosión» (big bang). Y puesto que el universo po­dría tener delante de sí una todavía más inconmensurable duración de tiempo futuro, no existe ninguna razón de peso para asumir que la con­ciencia misma no experimentará transformaciones significativas en el futuro cósmico.

34. J. MOLTMANN, Spirit of Life, p. 89.

35. P. TKM.HARD DK CIIARDIN, Science and Christ. p. 77.

¿No es entonces un poco prematuro para obsesionarnos de forma exclusiva con la cuestión de la inmortalidad subjetiva de la persona? ¿No debería preocuparse la teología básicamente por la supervivencia de la más abarcante aventura cósmica de la conciencia? ¿Qué pasaría si Teilhard tuviera razón cuando «ve» una conciencia planetaria, una no-osfera, que justo ahora comienza a formarse aquí sobre la Tierra? Quizá también otras noosferas semejantes se estén formando ya fuera de nues­tro planeta16. En cualquier caso, la ciencia cognitiva, la astronomía, la astrobiología y la cosmología contemporáneas nos invitan a dilatar nuestras esperanzas escatológicas en la supervivencia de la conciencia mucho más allá de las esperanzas que reflejan los manuales de prosai­ca teología clásica.

La pregunta es entonces qué le ocurrirá en último término a la con­ciencia a escala cósmica, no sólo a esos limitados centros cognitivos ha­bitantes de nuestro diminuto planeta a los que denominamos «sujetos inteligentes». ¿Y adonde habrá emigrado la conciencia humana, pero también la totalidad de la conciencia emergente en la historia cósmica, cuando se desvanezca el universo? ¿Habrá desaparecido toda ella sin más en el vacío? Hay que reconocer que, a la vista de la eventual «muerte» del propio universo, es difícil no dejarse embelesar por el op­timismo sobrenatural de corte individualista. Las escatologías centra­das en el alma, típicas de la teología cristiana tradicional, nos permiten superar de forma ingeniosa el carácter perecedero del universo. Sin em­bargo, por muy atrayentes que puedan parecer en momentos de pérdi­da las nociones clásicas de la cosecha de almas en un «valle de lágri­mas», esta clase de optimismo ultramundano diríase todavía irrealmen­te distante de los nuevos conocimientos científicos sobre el universo y de nuestra íntima confluencia con ellos. Es posible que las nociones pre-científicas de la inmortalidad no estén a la altura del proyecto que

36. Cf. P. TEILHARD DE CHARDIN, Activation of Energy, pp. 97-127. En 1944 Teilhard escribió que hay una «probabilidad positiva» de que existan otros pla­netas habitados por seres inteligentes. En ese caso, «el fenómeno de la vida y, más particularmente, el fenómeno del hombre perdería algo de su perturbadora singularidad». Según los conocimientos disponibles, podrían existir más «noos­feras» o «planetas pensantes». «Es casi más de lo que nuestra mente se atreve­ría a afrontar», dice, pero la tendencia evolutiva a la complejificaeión, la con­ciencia y la centración tal ve/ sea de alcance «cósmico». No obstante, «aun así podría haber un único Omega», esto es, «un único Dios trascendente cuyo ser envuelve y aguarda al entero universo en evolución» (Activation of Enen>y, p. 127).

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Dios seguramente tiene para la realización de la más abarcante épica de la conciencia. Puesto que en el presente no tenemos existencia alguna al margen de la estructura del universo, la escatología debería pregun­tarse si la subjetividad puede acaso ser separada por completo de su contexto cósmico. La existencia humana concreta es irreductiblemente comunitaria y cósmica. Resultaría extraño que esto no fuera así también en el tiempo escatológico. La cuestión de la supervivencia personal consciente sigue siendo inseparable del interés por el desenlace último de la historia (story) cósmica.

En resumen, si el universo como un todo fuera una vana deriva ha­cia la absoluta extinción, también la relevancia de nuestras propias vi­das quedaría en entredicho. Y puesto que la subjetividad humana es in­separable del mundo natural, no podemos segregar sin más, de modo dualista, la búsqueda personal de relevancia y supervivencia de la cues­tión de qué va a ocurrir con la totalidad del universo. Quizá fuera posi­ble hacerlo cuando parecía que nuestra propia existencia y conciencia no estaban relacionadas con el mundo físico más que tenue y acciden­talmente. Pero la biología evolutiva, la geología, la neurociencia y la as­trofísica han hecho que ya no parezca realista concebir siquiera la sub­jetividad humana como no perteneciente en plenitud al universo. Teilhard escribe:

«La ilimitada c indestructible red de series espaciales y temporales, tan estrechamente entretejidas en una sola pieza que no hay ni un só­lo nudo en ella que no dependa del resto de la urdimbre, irradia a to­do nuestro alrededor, hasta donde alcanza la vista. Dios no quiso ais­ladamente... el Sol, la Tierra, las plantas o el hombre. Quiso a su Cristo; y para tenerlo, no le quedó más remedio que crear el mundo espiritual y, en particular, la humanidad, de suerte que Cristo pudiera germinar en ella. Y para tener esa humanidad, no le quedó más reme­dio que poner en marcha el vasto proceso de la vida orgánica... Y el surgimiento de ésla hizo necesarias todas las turbulencias cósmicas»".

Cuando Teilhard escribió estas líneas en 1924, ni siquiera podía sospechar que la cosmología de la «gran explosión», la física cuántica, la astrofísica y la biología iban a terminar confirmando -¡y de qué ma­nera tan decisiva!- sus intuiciones.

37. P. TEILHARD DH CHAKDIN. Science and Christ. p. 79.

Pero ¿sobreviviré «yo»?

Una vez más, ¿qué cabe afirmar en la era de la ciencia sobre la exis­tencia humana subjetiva consciente más allá de la muerte? El ideal que propone Flanagan, centrado en la «suficiencia» del «florecimiento» te­rrestre temporal, resultará poco atrayente a aquellos cuyas vidas no se­an tan cómodas y seguras como las del profesor universitario estadou­nidense medio. Además, para la mayoría de la gente, una inmortalidad exclusivamente objetiva no diferiría de modo significativo del natura­lismo de Flanagan. Toda teología cristiana fiel a la tradición y en con­tacto con la esperanza bíblica debe hacer sitio conceptual para una in­mortalidad subjetiva solidaria con el destino cósmico, y no separada de él. Para lograrlo, es aconsejable tomar como punto de partida la idea de un Dios absolutamente relacionado con el universo y capaz de interio­rizar en sí para siempre la totalidad de sucesos cósmicos31*. Pero hay que ir más allá de esto. La defensa teológica de la razonabilidad de la espe­ranza en la inmortalidad subjetiva debe basarse principalmente no tan­to en la antropología y la cosmología contemporánea cuanto en la con­fianza que Dios suscita.

La teología ha de preguntarse si Dios podría inspirarnos plena con­fianza caso que fuera concebido al mismo tiempo como responsable de la completa extinción de la clase consciente de subjetividad que permi­te a los seres humanos vivir en relación con su Creador en medio del perpetuo perecimiento del universo. Si nuestra conciencia estuviera abocada a hundirse en el sueño eterno, ¿podríamos mantener con sin­ceridad que seremos salvados de verdad por tiempo sin fin? Al menos por lo que respecta al individuo, una inmortalidad puramente objetiva no diferiría mucho del eterno silencio al que se refiere William James cuando pondera las implicaciones del materialismo científico, esto es, «que nada, absolutamente nada, permanece». Para suscitar nuestra ora­ción e infundirnos confianza a la vista de todas las pérdidas, el poder divino que despierta y sostiene la consciente subjetividad humana den­tro de los límites de un mundo inconcluso y efímero debe ser capaz de hacer otro tanto en un mundo consumado.

38. Ésta es una doctrina que se explícita sobre todo en el libro de Ch. HARTSHOKNH, The Divine Relativitw Yale University Press, New Haven 1948.

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Panvitalismo escatológico

Una pregunta fundamental para la teología en la era de la ciencia es, pues, si existe una alternativa razonable a la apelación intelectual a la on-tología de la muerte de la que brotan los supuestos naturalistas de Fla-nagan. Y una alternativa así, ¿permitiría la apertura de la fe a la resu­rrección sin contradecir la intelección y el conocimiento científicos? Lo que propongo es un panvitalismo escatológico basado en la impresión de que la naturaleza no es sencilla y exclusivamente el resultado de una serie pasada de causas mecánicas, sino también la anticipación y la pro­mesa de un futuro cósmico indeterminado, incluida con el tiempo la vic­toria decisiva y final de la vida sobre la muerte y de la conciencia sobre la privación de conciencia. Esta especulación está inspirada, por su­puesto, por la esperanza religiosa; pero no deja de compadecerse con ciertos indicios observables en el mundo de la reciente indagación cien­tífica en el sentido de que la naturaleza es un proceso emergente cuyos diversos estados sugieren la atracción por parte de algo que está «ahí de­lante» antes que una compulsión que surge por completo del pasado19.

El panvitalismo escatológico comporta una metafísica basada en la conciencia de la promesa latente en la naturaleza de resultados indeter­minados que todavía están por producirse, y no tanto exclusivamente en la conciencia de lo que ya ha ocurrido. Además, por contraposición a la moderna ontología de la muerte, la visión del mundo que propongo es­tima la vida como la característica esencial de la naturaleza -y la con­ciencia como una característica esencial del ser-, aunque tal condición aún no sea obvia ni esté plenamente actualizada. La índole escatológica de la fe cristiana anima a la teología a afirmar que el estado esencial de la naturaleza todavía ha de ser realizado y plenamente visbilizado. Lo cual significa que la vida puede ser entendida como irreducible a la muerte, siempre y cuando dirijamos nuestros pensamientos hacia de­lante, a la meta hacia la que probablemente se encamina el proceso cós­mico, en vez de exclusivamente hacia atrás, a su origen. Tal inversión de la mirada es, en mi opinión, una de las grandes contribuciones de la fe bíblica y cristiana a la comprensión del mundo40. Al decir esto, también

39. Véase, por ejemplo, H.J. MOKOWITZ, The Einergence of Everything: How the World Became Complex, Oxford University Press. New York 2002.

40. Cf. P. TEILHARD DE CHARDIN, The Human Phenomenon (1959), Sussex Acade-mic Press, Portland (Ore.) 1999. pp. 1-3 [trad. esp. del orig. francés: El fenó­meno humano, Taurus, Madrid 197In­

quiero llamar una vez más la atención sobre la importancia de la tesis de Teilhard de que el mundo no se mantiene unido por un poder transmiti­do desde el pasado, sino por un atrayente futuro situado enfrente de él, un ámbito de posibilidades aún no realizadas en el que la coherencia y, por ende, la inteligibilidad pueden llegar por fin a ser completas. En los orígenes de la tradición cristiana, únicamente quienes estaban abiertos a la venida de Dios -en especial aquellos cuyo pasado era demasiado ig­nominioso para servir de base a su autoestima- vieron transformada su mirada de tal modo por la esperanza que fueron habilitados para recibir la buena nueva de la resurrección de su Señor. De manera análoga, hoy sólo podemos saber realmente qué es la vida mirando al frente hacia su plena actualización futura antes que echando la vista atrás en busca de su remoto pasado físico o sus inertes constituyentes básicos.

A la palabra final sobre el estado verdaderamente esencial de la na­turaleza no se puede llegar rastreando sin más los antecedentes de la vi­da en el fenecido pasado cósmico. Después de todo, es probable que una metafísica basada exclusivamente en una inspección del pasado cósmico no arroje más resultado que una ontología de la ausencia de vi­da. Pero reconociendo el carácter anticipatorio de la naturaleza quizá podemos comenzar finalmente a apuntarle tantos a la vida. Para la fe cristiana, la resurrección de Jesús es la revelación de lo que la natura­leza anticipa, un cumplimiento en el que la vida al fin resultará ser más fundamental y, en último término, más inteligible que la muerte. Ésta es la razón por la que nuestra confianza en la buena nueva de la resu­rrección obtiene respaldo de la búsqueda de sus fundamentos cogniti-vos en el pasado. Al contrario de lo que creen los materialistas científi­cos, no será la muerte, sino la vida, la que terminará revelándose como el más inteligible estado de ser, ya que la imaginada carencia de vida del pasado material se diluye en una incoherencia desprovista de forma a medida que nos sumergimos más y más en él. La resurrección, por consiguiente, no es una ininteligible interrupción de la naturaleza, sino el triunfo final sobre la muerte y la desunión. Así, la teología sólo po­drá alcanzar una interpretación certera del cosmos anticipando la esen­cial -si bien todavía no actualizada- vitalidad escatológica de la na­turaleza, y no tanto escudriñando hacia atrás y hacia abajo en busca de los antecedentes y constituyentes físicos anteriores-y-más-simples (earlier-and-simpler) de la vida. Tal aproximación intelectiva a la resu­rrección tendrá la ventaja adicional de no entrar en conflicto alguno con las ciencias de la naturaleza.

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Además, la teología cristiana de la naturaleza no debe seguir com­prometiéndose ni cooperando tácitamente con la moderna ontología de la muerte. Antes bien, debe mirar con mayor entusiasmo hacia la supe­ración final de la muerte. A quienes creen que Dios es el Autor de toda la vida, así como Aquel que llama a los muertos a una nueva vida, las intuiciones del panvitalismo primordial deben parecerles, después de todo, de algún modo correctas. Emulando a nuestros ancestros panvita-listas, la teología debe confiar en que la realidad está esencialmente vi­va y sólo de manera provisional es inerte. Pero, a la vista de la cuanti­tativamente abrumadora ausencia de vida del cosmos en su pasado tem­poral y en su actual extensión espacial, la mejor manera de interpretar el panvitalismo es refiriéndolo al futuro último del mundo. Para quie­nes ponen su confianza en el Dios de la revelación bíblica, la muerte no puede ser el estado de cosas normal, natural, final o más inteligible. Si creemos en un Dios enemistado con la muerte, no podemos sellar la paz con ninguna ideología que atribuya la primacía ontológica a lo que ca­rece de vida41.

Una fe conformada por la esperanza de la resurrección será, por consiguiente, especialmente crítica con la ideología de muerte que el naturalismo científico suele presentar como puro hecho científico. De­be resistirse también a los compromisos que, con el naturalismo cientí­fico, sellan los defensores del diseño inteligente con vistas a encontrar un lugar para la vida en medio de lo que suponen que es la predomi­nante ausencia de vida en la naturaleza. Dado el dominio intelectual del naturalismo científico, los adversarios de la biología evolutiva adscritos al campo del diseño inteligente se esfuerzan con razón por hallar la ma­nera de volver a poner en relación al cosmos inerte con el Dios vivo. Sin embargo, desde un punto de vista teológico, el diseño inteligente ofrece más que un refugio inestable. No sólo introduce de manera ver­gonzosa categorías teológicas en las explicaciones científicas de la vi-

41. Es cierto que la muerte de organismos es una necesidad evolutiva, cuyo sentido radica en hacer sitio a la suficiente diversidad genética. Por otra parte, es verdad (como me ha recordado la teóloga Elizabeth Johnson) que hay un sentido en el que el viaje espiritual podría incluir la confraternización con la muerte. El pro­pio Teilhard de Chardin nos advierte que no sólo debemos asumir nuestras ac­tividades, sino también nuestras pasividades (incluido el sufrimiento y, even-tualmente, la muerte). Lo único que quiero acentuar aquí es que la teología no puede aceptar la muerte como realidad última, ni en la explicación de la vida ni como definitivo estado de ser.

da, sino que -lo que es aún peor- apenas cuestiona la ontología de la muerte que se ha convertido en la visión del mundo que tácitamente presupone el naturalismo científico contemporáneo. Todavía permite el gobierno definitivo de la ausencia de vida a lo largo y ancho de lo que considera ser el mundo inanimado.

En la cosmovisión bíblica dominante, la primacía corresponde a la vida. Pero tal metafísica sólo puede ser justificada permitiendo que la plenitud de vida, inteligibilidad, ser y conciencia pertenezca al futuro. Justo ahora, en el presente, somos testigos de la ambigüedad y fugaci­dad de la vida, así como de lo que podría interpretarse como carácter definitivo de la muerte, máxime si nuestros ojos se concentran en el presente, o no se esfuerzan más que por percibir el pasado de la natu­raleza. Apoyándose sólo en razones científicamente empíricas no cabe afirmar que la vida sea la norma, y la muerte la excepción. La única ma­nera de abrazar el panvitalismo es desde una perspectiva escatológica: el final de toda vida -y toda muerte- ha de ser la vida en abundancia. Pero la consumación de la vida, al menos en este momento, tiene me­nos de hecho que de promesa. Si reivindicamos continuidad con el pa­sado bíblico, debemos encontrar una forma de reafirmar en nuestra si­tuación actual que la vida es el estado esencial y más inteligible de ser. Pero, bajo la óptica del presente, lo esencial todavía no se ha actualiza­do en plenitud. En otras palabras, la vida, al menos en cierto importan­te sentido, aún no ha acontecido.

A mi juicio, la fe en la resurrección nos empuja hacia una metafísi­ca del futuro. Esto es, implica que lo más real o esencial, cuando es contemplado desde nuestra perspectiva presente, sólo puede apropiarse de nosotros en la medida en que nos volvemos a lo que todavía no es. Y, por lo que respecta al conocimiento del futuro, no nos es dado apre­hender éste del mismo modo en que aprehendemos cosas que yacen aparentemente terminadas en el pasado, sino sólo dejándonos (y per­mitiendo a la naturaleza que se deje) arrastrar por él. Dicho de otra for­ma, adoptando la actitud de la esperanza, podemos comenzar a aproxi­marnos al carácter real de la vida.

El estado fundacional de la naturaleza no es el pasado muerto, sino el futuro en el que se apoya «como en [su] único sostén»42. Lo que se requiere es todo un nuevo contexto metafísico para la ciencia, un con-

42. P, TEILHARD nv. CHARDIN, Activaliun of Energy, p. 239.

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texto que aliente nuevas investigaciones, pero que no nos exija renun­ciar al sentido común ni a la intuición religiosa. El mismo universo que algunos destacados naturalistas científicos caracterizan como carente de meta y sentido desborda finalidad en cuanto consideramos que su Fuente Creadora es un amor auto-anonadador que sin cesar viene des­de el futuro al presente41. Así pues, me atrevo a sugerir que pensar a Dios como esencialmente futuro, y a la naturaleza como promesa (an­tes que como diseñada a la perfección o absurda en esencia) es un mar­co suficientemente fértil para abrazar a un tiempo la ciencia y la teolo­gía de la resurrección. No tenemos por qué seguir entendiendo el hecho emergente de la vida como una capa que encubre temporalmente la fun­damental ausencia de vida. Antes bien, la realidad presente de la vida es el presagio de un futuro inimaginable que ya ahora está siendo abier­to por el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos.

Sugerencias para una ulterior lectura y estudio

BERGER, Peter, A Rumor of Angels: Modern Society and the Redisco-ve ry ofthe Supematural, Doubleday, Carden City (NY) 1969 [trad. esp.: Rumor de ángeles: la sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatural, Herder, Barcelona 1975].

FLANAGAN, Owen, The Problem of the Soul: Two Visions of Mind and How to Reconcile Them, Basic Books, New York, 2002.

KüNG, Hans, Eternal Life: Life after Death as a Medical, Philosophical and Theological Problem, Doubleday, Carden City (NY) 1984 [trad. esp. del orig. alemán: ¿Vida eterna?, Trotta. Madrid 2001J.

MOLTMANN, Jürgen, The Corning of God: Christian Eschatology, Fortress, Minneapolis 1996 [trad. esp. del orig. alemán: La venida de Dios: escatología cristiana, Sigúeme, Salamanca 2004].

43. Véase K. RAHNER, Theological Invesñgations, vol. 6. Helicón, Baltimore 1969, pp. 59-68 [trad. esp. del orig. alemán: Escritos de teología, vol. 6. Taurus, IVladrid 1969|.

10 VERDAD CIENTÍFICA Y FE CRISTIANA

yj NA pregunta fundamental en el diálogo entre ciencia y religión es si la fe es realista y la revelación verdadera. El naturalismo científico, im­presionado como está por el razonamiento inductivo, rechaza las afir­maciones del cristianismo como no fidedignas, puesto que no es posi­ble contrastarlas empíricamente. El supuesto naturalista es que toda proposición, para ser aceptada en general como verdadera, debe ajus­tarse a los criterios públicamente disponibles de conocimiento cierto, tal como son entendidos por la ciencia y por la filosofía influyente en ésta. Pero, dado que las ideas asociadas con la revelación cristiana no se prestan a la confirmación objetiva y pública, el naturalista no tiene más remedio que cuestionar su estatuto cognitivo.

En los capítulos anteriores he explorado el sentido de las nuevas imágenes científicas de la naturaleza, tal como son vistas a la luz de la imagen revelada del abajamiento y la futuridad de Dios. Pero las per­sonas impresionadas por la ciencia y su método experimental suelen conceder mucha más importancia a la pregunta por la verdad que a la pregunta por el sentido. Quieren que nos preguntemos si realmente po­demos confiar en que, al dejarnos aprehender por el poder, la bondad y la belleza de la revelación, estamos siendo cautivados también por la verdad. ¿Resulta quizá concebible que la confianza en un Dios de la promesa y del amor que se vacía de sí no sea más que una gran ilusión? La imagen revelada que he considerado fundacional para la teología de la naturaleza, ¿abre el intelecto indagador humano a un interminable viaje de descubrimiento? ¿O se trata más bien de un callejón si salida que ahoga la mente y la cierra al ser real de las cosas?

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Si hay verdad en las afirmaciones de la revelación cristiana, la vida de fe ha de ser capaz de abrir el espíritu de la persona a la totalidad del ser, incluido el mundo natural. Debe existir una relación positiva entre el efecto que la confianza en Dios surte en la mente del creyente y la dis­posición de esa mente a abrirse a los resultados de la indagación cientí­fica. Sin embargo, los naturalistas científicos niegan categóricamente que la fe pueda respaldar la búsqueda de verdad científica y casi siem­pre llaman la atención sobre los diversos modos en que los cristianos se han cerrado en tiempos modernos a los nuevos descubrimientos cientí­ficos, en especial a los de Galileo y Darwin'. Hoy es probable que se pre­gunte por qué se cuentan tan pocos devotos cristianos entre la élite cien­tífica. Por ejemplo, ¿cuántos cristianos confesos pueden encontrarse en la lista de los miembros de la National Academy of Sciences de los Es­tados Unidos (que en un elevado porcentaje se declaran ateos):?

Podría replicarse que la mayoría de los grandes espíritus que ten­dieron los cimientos del moderno movimiento científico (Copérnico, Galileo, Descartes, Newton y Boyle) eran devotos teístas, pero esto apenas impresionará a los naturalistas de hoy. La ciencia surgió a pesar de su fe, afirmarán, no a causa de ella. La vida de fe nubla la mente has­ta el punto de mantenerla en la oscuridad acerca de lo que en realidad acontece en el mundo. La fe embota, cuando no destruye, la curiosidad intelectual por desentrañar la verdadera naturaleza del universo físico y de la vida. Sobre todo, hace que la gente rechace las más duras impli­caciones de la evolución y la cosmología1. Con independencia de que

1. Que la enseñanza cristiana ha sido históricamente el principal obstáculo para el avance de la ciencia es la bien conocida y controvertida tesis de Andrew Dickson White (A Hisioty of the Warfare of Science with Theology in Christendom, Freo Press, New York 1965) y John William Draper (History of the Confluí hetween Religión and Science, D. Appleton. New York 1898 ftrací. esp.: Historia de los conflictos entre la religión v la ciencia, Altafulla, Barcelona I987|).

2. En una encuesta realizada recientemente a miembros de la National Academy of Science de Hslados Unidos, menos del diez, por ciento de quienes respondieron reconoció creer en un Dios personal; y entre los biólogos, sólo el cinco por cien­to (el'. E.J. LAKSON y 1.. WIIITHAM, «Scientists and Religión in America»: Scientific American 281 | I999|. pp. 88-93).

3. Véase, por ejemplo, C. SAOAN, The Demon-Haunted World: Science as a Cutidle in the Dark, Random House 1995 [trad. esp.: El mundo y sus demonios: la ciencia como luz en la oscuridad, Planeta, Barcelona 2005]; M. SHERMBR, Why People Helieve Weirtl Things: Pseudoscience, Superstition, and Other Confusions of Our Time, W.H. Freeman, New York 1997; D.C. Dr.NNt'TT,

esté justificada o no, ésta es la impresión que la fe cristiana deja en la actualidad en muchos críticos científicamente ilustrados.

Por consiguiente, la teología de la naturaleza ha de hacer algo más que buscar el sentido teológico de los descubrimientos científicos. Debe demostrar asimismo que la confianza en el contenido de la reve­lación puede, de hecho, sostener a la mente en su búsqueda de verdad científica. Demostrar tal extremo equivaldría a una implementación de lo que más arriba he denominado enfoque de la «confirmación», y ésta es la tarea que me propongo acometer en el presente capítulo. Por su­puesto, a los naturalistas científicos les parecerá vano abogar por la ve­racidad de la revelación. Abundarán sin falta en que, para ser aceptada como verdadera, la revelación debería ser verificable de manera inde­pendiente por la ciencia. Sin embargo, la teología tiene buenas razones para persistir en que pertenece a la naturaleza misma de la revelación habitar más allá del alcance de la certificación científica. Los naturalis­tas científicos responderán indefectiblemente que esto no es sino una evasión e insistirán una vez más en que nada en verdad real puede exis­tir más allá del alcance potencial de la ciencia. Pero una réplica legíti­ma consiste en decir que esta tesis cientifista de los naturalistas tampo­co puede ser científicamente confirmada. Es tan asunto de fe como las doctrinas de la religión. La creencia de que la ciencia es la única vía fia­ble hacia la verdad cae, a buen seguro, fuera del posible alcance de la verificación científica; así que difícilmente es apropiado exigir que las creencias religiosas sean contrastables (o falsables) por la ciencia.

Además, hablando teológicamente, si fuera cognoscible a través de los métodos objetivadores de la ciencia, el contenido de la revelación, de entrada, no tendría virtualidad reveladora. El Dios de la revelación no es un objeto que pueda ser dominado, sino un Sujeto que nos invita a dejarnos dominar por un amor infinito. Los supuestos epistemológi­cos del naturalismo científico ni siquiera son aplicables a las relaciones interpersonales ordinarias, puesto que el contacto con la realidad de otras personas no lo establecemos objetivando a éstas, sino haciéndo­nos nosotros mismos vulnerables a las exigencias que nos plantean. Con tanta más razón, pues, deberíamos anticipar que la realidad de un Dios personal que se revela a sí mismo sólo irrumpirá en nuestra con-

Breaking the Spell: Religión as a Natural Phenomenon, Viking, New York 2006 |trad. esp.: Romper el hechizo: la religión como un fenómeno natural. Katz, Madrid 2007],

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ciencia en la medida en que nos dejemos aprehender por él. No pode­mos comprender y conocer tal realidad si epistémicamente nos empe­ñamos en convertir en un objeto más de estudio científico. Podemos co­brar conciencia de estar siendo interpelados por el misterio autorreve-lado de Dios y también podemos hablar sobre ese misterio de manera simbólica o metafórica cuando compartimos nuestra experiencia con otras personas. Pero no nos es dado someterlo a control experimental. Intentar hacerlo sería distanciarnos de la relación apropiada con él.

Así y todo, esto no significa que los teólogos tengamos una excusa para rehuir la pregunta de si la revelación es verdadera. Podemos apro­ximarnos a esta preocupación clarificando antes de nada qué significa ser veraz y preguntándonos luego si la confianza en el Dios humilde y hacedor de promesas de la fe cristiana abre o cierra nuestro espíritu a la verdad. Sin embargo, antes de embarcarnos en semejante ejercicio, ha­ríamos bien en recordar una vez más que, para los cristianos, la revela­ción se presenta en forma de promesa. Así pues, es un hecho que, por el momento, no estamos en condiciones de verificarla o falsaria de ma­nera públicamente comprensible. Sólo si la promesa se cumple -y cuando lo haga-, se verá acreditada del todo nuestra confianza en ella. El teólogo Ronald Thiemann señala que cualquier justificación de la verdad de la revelación «tiene una ineludible dimensión escatológica o prospectiva. La posibilidad de justificar la confianza en la veracidad de una promesa nunca se corrobora (o desmiente) de forma plena hasta que, de hecho, el autor de la promesa le da cumplimiento (o se abstie­ne de hacerlo)». Mientras acontece tal confirmación futura, continúa di­ciendo Thiemann, «el destinatario de la promesa debe justificar la con­fianza que pone en ella por medio de un juicio concerniente al carácter del que promete»4.

Con estas matizaciones en mente, aquí sostendré, no obstante, que -en la medida en que nos dejemos cautivar por la imagen del abaja­miento de Dios y permitamos que nuestras aspiraciones sean teñidas por la esperanza en las promesas divinas- los creyentes cristianos po­demos mantener abiertos nuestro espíritu de tal manera que ofrezcamos apoyo entusiasta a la búsqueda de la verdad en general y a la aventura del descubrimiento científico en particular. Al menos en principio, los

4. R. THIKMANN, Revelarían and Theolot>\. University of Notre Dame Press, Notre Dame 1985, p. 94.

cristianos no deberían tener ninguna duda sobre la conveniencia de em­prender una vida dedicada a la ciencia. Como sostendré más adelante, el verdadero efecto de la revelación sobre la conciencia es hacerla más abierta, y no menos, a los esfuerzos científicos.

¿Qué es la verdad?

En todos los debates sobre teología y ciencia, la pregunta por la verdad es fundamental e ineludible. Pero ¿qué es la verdad? La verdad, tal co­mo la han entendido la filosofía tradicional y la ciencia moderna, es la correspondencia de la mente con lo que es. Sin embargo, en un sentido más lato, la verdad es lo que se busca por el deseo de saber que uno al­berga3. Para que el lector cobre conciencia más tangible de lo que quie­ro decir con esta afirmación, en el ejercicio que viene a continuación voy a utilizar la segunda persona del singular.

Tal vez te estés preguntando: «¿Qué quiere decir con "deseo de sa­ber"?»; o «¿Adonde me lleva el autor en esta discusión?». Pero el he­cho mismo de que te esté formulando tales preguntas es prueba directa de que tú albergas un deseo de saber. Así, te resultará fácil entender de qué hablo con sólo que prestes atención a los actos espontáneos de for­mular preguntas que estás llevando a cabo en este preciso instante. To­mando conciencia explícita de tu mente indagadora y de su actividad cognitiva, es posible que llegues a un punto apropiado para comenzar a entender formalmente el significado de la palabra «verdad». Date cuen­ta, por ejemplo, de que tu deseo de saber te conduce a realizar tres ac­tos cognitivos distintos: experimentar, comprender y juzgar. Mientras lees este libro estás experimentando -o prestando atención a- lo que es­cribo; en segundo lugar, estás intentando entender lo que digo; y, en ter­cer lugar, probablemente estás reflexionando sobre -y criticando- por lo menos algo de lo que te he venido diciendo. Esto es, estás siendo in­vitado a juzgar si lo que digo es verdadero o falso.

No puedes menos de involucrarte en estos tres actos cognitivos. Lo cual se debe a que en el núcleo de tu conciencia hay tres imperativos correspondientes, de cuyas instrucciones nunca puedes escapar por

5. Aquí voy a seguir la famosa teoría del conocimiento de Bernard Lonergan: véase especialmente su ensayo «Cognitional Slructure». en B. LONERGAN, Collecríon. ed. de RE. Crowe, s.i. Herder & Herder, New York 1967, pp. 221 -239.

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completo. Estos imperativos, junto con los actos cognitivos que llevan asociados, son los siguientes:

1. ¡Presta atención! —» Experiencia 2. ¡Sé inteligente! —> Comprensión 3. ¡Sé crítico! —> Juicio

Una cuarta pareja (que no necesitamos examinar aquí) es:

4. ¡Sé responsable! —> Decisión

Los propios imperativos son dictados por tu deseo de saber. Y así, puedes entender el término «verdad» como el nombre de la elevada me­ta que persigue el deseo de saber. Si en este momento me estás pregun­tando: «¿Estás seguro?», la única razón por la que planteas semejante pregunta es porque tú abrigas el deseo de saber la verdad. Acabas de sorprenderte una vez más a ti mismo en pleno acto de buscar intelec­ción adecuada; de ahí que la prueba de que el deseo de saber te invade y de que el fin de ese deseo radica en alcanzar la verdad te es directa­mente accesible6. No puedes negar esto sin demostrar el punto que quie­ro establecer.

Date cuenta, por consiguiente, de que el funcionamiento de tu men­te no se limita a ver o entender. Después de todo, puedes ver sin enten­der y puedes ser brillante sin llevar razón. Puedes tener vista (sight) sin perspicacia (insight), así como perspicacia sin verdad. Los científicos ya saben esto. Se percatan implícitamente de que pueden aproximarse a la verdad viendo y pensando, pero también siendo críticos con lo que entienden. A la verdad se llega poco a poco no sólo mirando o enten­diendo, sino también obedeciendo el imperativo de ser críticamente re­flexivos. Las teorías y las hipótesis han de ser contrastadas de continuo. De modo análogo, sólo puedes llegar formalmente a la verdad por me­dio de un bien definido acto cognitivo de juicio.

Así pues, la verdad puede ser entendida como el objetivo o la meta de tu deseo de saber7. Ser amante de la verdad significa, lisa y llana-

6. Ibidem. 7. Lo que acabo de resumir es la concepción de Bernard Lonergan tal como se ex­

presa en su obra principal Insight: A Siudy of Human Understanding, Philosophical Library, New York ¡970' |üad. esp.: Insighl: estudio sabré la comprensión humana. Sigúeme, Salamanca 2004], y en el citado ensayo «Cognitional Structure».

mente, ser fiel a tu deseo de saber. Lo cual, a su vez, requiere que te so­metas de modo habitual a todos los imperativos de tu mente. Estos im­perativos -prestar atención, ser inteligente y ser crítico- emanan de una misteriosa fuente que fluye del centro mismo de tu ser. Esta fuente se denomina certeramente «deseo de saber», y no tiene sentido intentar detener su flujo. Si te estás preguntando: «¿Por qué no?», esa misma pregunta es ya un signo de que la represa ha cedido. Si esperas satisfa­cer tu apetito de verdadero conocimiento, lo mejor que puedes hacer es encontrar vías para facilitar su incesante búsqueda de lo verdadera­mente real. Por tanto, voy a pedirte, estimado lector, que reflexiones so­bre si la fe en el Dios de la revelación cristiana opera la liberación del deseo de saber o si, por el contrario, suprime su connatural anhelo de lo que es.

Si, después de todo, eres un amante de la verdad, harás lo que sea necesario para fomentar los intereses de tu deseo de saber. Sin embar­go, esto no te resultará fácil, ya que albergas otros deseos que también piden ser satisfechos y cuyo alegato es en ocasiones tan intenso que apenas te percatarás de la presencia de tu deseo de saber. El anhelo de placer físico, de aceptación en un determinado grupo social, de poder y control, sí, incluso de sentido -todo lo cual forma parte del normal fun­cionamiento de las personas-, puede amortiguar a veces los imperati­vos de tu espíritu y silenciar el deseo de saber. A estos otros anhelos no les importará descansar sobre ilusiones, siempre y cuando no estén en contacto con tu deseo de saber. Para entrar en relación con la verdad só­lo puedes confiar en este último y en los imperativos que él dicta. Así, idealmente buscarás caminos para liberar el deseo de saber. No es po­sible, por supuesto, eliminar los demás deseos, incluso resulta perjudi­cial suprimirlos; pero quizá quepa la posibilidad de relativizar esa di­námica y ponerla al servicio de deseo de saber. En cualquier caso, la verdad sólo puede ser vislumbrada y es capaz de liberarte cuando todos tus anhelos se coaligan con -y se subordinan a- tu deseo de saber.

La revelación, la ciencia y el deseo de saber

Lo que propongo, pues, es que la confianza que brota en ti cuando per­mites que la imagen revelada del abajamiento y la promesa de Dios se apoderen de tu persona puede operar de forma tal que libere y promue­va los intereses de tu deseo de sabe. Si esta afirmación resulta ser razo-

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nable, permitir que la revelación te conmueva profundamente satisfará el criterio fundamental de la verdad. Una vez más, el criterio funda­mental de la verdad, tal como lo entiendo aquí en consonancia con la cuidadosamente elaborada teoría del conocimiento de Bernard Lonergan, es la fidelidad al deseo de saber8. Si procuras escuchar los imperativos de tu mente y si decides dar rienda suelta a tu deseo de sa­ber para que persiga su meta, con independencia de a dónde te lleve, es posible que puedas confiar en que te encuentras en camino hacia la ver­dad... y la libertad.

Con el tiempo te percatarás, por supuesto, de que la verdad nunca puede ser poseída en plenitud porque, en cierto sentido, es ella la que te posee a ti. Sin duda, la razón por la que, para empezar, el deseo de saber se ha despertado en ti es que ya has permitido (parcial y tentati­vamente) que la verdad te envuelva. Aunque la mayoría de los científi­cos no se da cuenta, lo que les motiva de forma adecuada a hacer cien­cia es que también ellos han realizado un acto tácito y profundamente personal de sumisión a la verdad en cuanto valor supremo. Ésta es la clase de sumisión que el propio Einstein consideraba esencial para la ciencia. Al margen de una devoción profundamente personal y, de he­cho, «religiosa» a la verdad, la ciencia renquea. Hasta el naturalista científico se ha postrado, en efecto, ante la verdad, aunque su intento de encapsularla y delimitarla con la sola ayuda del método científico equi­vale a retractarse de la sumisión requerida por la plenitud de la verdad. En cualquier caso, lo que te lleva a respetar y seguir tu deseo de saber es la conciencia intuitiva de que la verdad es buena (y bella) y que bus­carla puede conferir profundidad, sentido y alegría a tu vida. Ideal­mente, por tanto, buscarás caminos para liberar y reforzar los imperati­vos de tu mente de modo que no sean silenciados en la cacofonía de otros deseos en la que puede verse enredada tu vida consciente.

8. Como ya he mencionado, en todo este capítulo estoy en deuda con las ideas de Bernard Lonergan, incluso allí donde mi terminología y mis aplicaciones de su teoría del conocimiento no son precisamente las que él maneja.

Liberar el deseo de saber

Por consiguiente, las siguientes reflexiones no pretenden ser una exhi­bición pública de la verdad de la revelación en conformidad con los ha­bituales requisitos científicos para obtener control cognitivo sobre un conjunto específico de objetos. Un modo de justificación tan imperso­nal y objetivo te haría perder de vista el contenido de la revelación, que puede adueñarse de ti y empoderarte para la búsqueda de la verdad. La única clase de justificación epistémica que encaja con la experiencia de la revelación es la indirecta. Sólo después de que te hayas rendido a las pretensiones de la revelación y hayas cobrado plena conciencia de tu deseo de saber, estarás en condiciones de evaluar el estatuto de verdad de tu fe. Lo que propongo es, pues, que, si te ha conmovido profunda­mente la revelación simbólica de la realidad última en Cristo, ahora te preguntes si la confianza infundida por esta experiencia de revelación frustra o respalda tu deseo de saber. Si la experiencia de fe te llevara a suprimir tus más profundos y fidedignos anhelos, la honestidad exigi­ría que abandonaras esa fe, como acertadamente te aconsejará el natu­ralista. Pero si el hecho de estar conformado e informado por la imagen revelada contribuye a liberar tu deseo de saber, entonces dicha imagen ha superado la prueba de satisfacer el criterio fundamental de verdad.

No hace falta decir que no puedes emprender este ejercicio tan pro­fundamente personal sin haber sido atrapado primero en el círculo de la fe en la revelación cristiana. No cabe responder la pregunta por el esta­tuto de verdad de la revelación desde una perspectiva neutral y desapa­sionada como la del método científico; pues la fe es, por definición, una cuestión de interés último". Pero esto no significa que la única opción que resta sea un fideísmo en el que las exigencias de la razón se deses­timan por irrelevantes y la fe es aceptada como un salto irracional de la mente. Sólo una vez que te ha asido el poder de la imagen revelada y has respondido a ella con fe, esperanza y amor, puedes preguntarte por su estatuto de verdad; esto es, sólo entonces puedes preguntarte si tu fe se compadece con la razón. Para poder determinar si la fe te queda bien desde el punto de vista epistemológico, tienes que probártela; pero, aun así, puedes preguntarte con fruto si la confianza en la revelación divina fomenta tu deseo de saber.

9. P. TILLICH, Dynamics ofFaith, Harper Torchbooks, New York 1958, p. 1.

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Llegados a este punto, el naturalista objetará, por supuesto, que, pa­ra empezar, todo salto de fe es irracionar". Pero entonces podrás repli­car con razón que también el naturalismo comporta un salto en absolu­to menor; pues, sin haber probado científicamente en ningún momento la validez de este supuesto, dan por sentado que «la naturaleza es todo cuanto hay». Así, los propios naturalistas harían bien en practicar el ejer­cicio que estoy proponiendo aquí. Deberían preguntarse si el salto de fe que ellos mismos realizan, su confianza en la visión naturalista del mun­do, es del todo componible con la plena liberación del deseo de saber".

En cualquier caso, sólo después de haber sido incorporado al círcu­lo de la fe puedes preguntarte si el hecho de que tu mente esté influida por dicha fe fomenta o entorpece los intereses inherentes a tu deseo de saber. Todo creyente debe llevar a cabo internamente este examen. Por eso, lo que viene a continuación no puede ser más que un esbozo de los pasos que cabe dar para responder a la pregunta de si, en la era de la ciencia, está justificado calificar de «veraz» a la fe en la revelación cris­tiana, así como a la esperanza de futuro que ella inspira. No quiero dar la impresión de que el ejercicio sea fácil, ni de que cualquiera pueda realizarlo con éxito total, ni tampoco pretendo sugerir que tal vez algún día llegue a disiparse la oscuridad que envuelve al viaje de la fe. Nunca se puede alcanzar la verdad de la revelación de forma tal que la con­fianza en ella no necesite ser renovada día tras día. Que la confianza en la revelación se compadezca con la plena fidelidad al deseo de saber y sea, por tanto, razonable no puede ser establecido irreversiblemente a la manera desapasionada de la argumentación científica. De ahí que lo que sigue no constituya sino un intento de mostrar que, en principio, la vida de fe puede ser tal que favorezca el deseo de saber y las exigencias de la razón y que, por tanto, no es susceptible de refutación lógica por medio de las gratuitas afirmaciones del naturalismo científico.

10. Cf. la famosa declaración tic W.K. Clifford: «Siempre, en todo lugar y para cual­quiera es erróneo creer algo de lo que no existe prueba suficiente». Esta afir­mación fue criticada por W. JAMIÍS en su importante ensayo: «The Vv'ill to Believe», en The Will to Believc. and Other Essays in Popular Philosophy, Longmans, Oreen. New York 1931 [trad. esp.: La voluntad de creer. Encuentro, Madrid 2004].

11. En mi libro Is Nalitre Enough? Meanin<¿ and Truth in the At>e oj Science, Cambridge University Press. Cambridge 2006. sostengo de forma mucho más detallada que el naturalismo no sólo es incompatible con el deseo de saber, si­no que también subvierte implícitamente nuestro connatural anhelo de verdad.

La verdad y el abajamiento de Dios

La confianza en un Dios de amor infinito, desinteresado y omnímodo puede ser calificada de veraz en la medida en que motiva a la persona a apartar los obstáculos que impiden el libre flujo del deseo de saber. Pero probablemente nada paraliza y posterga el deseo de saber de for­ma tan efectiva como el desmedido ejercicio de la voluntad de poder, la cual, en su extremo más destructivo, equivale a la voluntad de control absoluto. Por consiguiente, en la apropiación por la fe de la imagen re­velada de la humildad de Dios, la mente del receptor de la revelación es invitada a liberarse de la esclavitud con respecto a la necesidad instin­tiva de control absoluto, sometiéndose más plenamente al deseo de sa­ber. De esta suerte, la confianza en la revelación puede operar como causa de la verdad.

Tal es, en pocas palabras, mi argumento; pero es necesario expo­nerlo con más detalle. Puesto que ello requeriría al menos otro libro, aquí sólo puedo ofrecer un esbozo12. Permítaseme comenzar manifes­tando mi asentimiento con aquellos filósofos y psicólogos que apuntan que la voluntad de poder es, en sí misma, un instinto natural, por lo que reprimirla resulta perjudicial. Desde el punto de vista psicológico, el desarrollo de un ego fuerte y, con él, del sentido de la autoestima es par­te esencial de la evolución normal de la persona. La conciencia de em-poderamiento es necesaria tanto en la existencia individual como en la social, y la represión de la necesidad que tenemos de ella puede ser enervadora. De lo que estoy hablando aquí es del instinto desmesurado de dominio o control que aflora cuando la voluntad de poder se desga­ja de otros anhelos, tales como la necesidad de pertenencia, la necesi­dad de ser queridos, el impulso de entender y el deseo de saber. Casi to­das las dimensiones de la cultura humana -en especial la política, pero también el ámbito intelectual, el científico y el religioso- pueden ser trastrocadas por el apetito de control. Cuando la indómita voluntad de poder se adueña de la escena socio-política, surgen grandes males: po­gromos, holocaustos, desastres medioambientales, guerras no provoca­das, etc. En el ámbito religioso, la voluntad de dominio adquiere en ocasiones la forma de una obsesión por la certeza, corporeizándose en

12. En Religión and Se/f-Acceptance, Paulist, New York 1976, ofrezco un trata­miento de este asunto con la extensión de un libro.

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un literalismo escriturístico o doctrinal que divide el mundo en creyen­tes verdaderos y no creyentes, una división que puede llevar asimismo a inquisiciones e incluso a la destrucción o la muerte.

La desenfrenada voluntad de poder también puede adueñarse en ocasiones del ámbito de la intelección científica. Por ejemplo, en algu­nos institutos académicos y de investigación que otorgan un importan­te papel a la ciencia -y en los que uno esperaría que dominara el deseo de saber-, el apetito de control puede introducirse silenciosa y seduc-toramente. A menudo por completo inadvertido, comienza a someter al deseo de saber, más sensible y vulnerable. En concreto, la voluntad de dominio suele adoptar la forma del reduccionismo absoluto, al que más arriba he definido como «supresión de la explicación estratificada». La afirmación de que la vida sólo puede ser entendida desde el punto de vista de la química, por ejemplo, en modo alguno es conocimiento, si­no una manipuladora eliminación del empirismo más abarcante nece­sario para obtener una comprensión matizada del mundo.

No obstante, aquí no estoy hablando de la ciencia en cuanto tal. La ciencia es un despliegue auténtico y fructífero del puro deseo de saber. Además, la ciencia emplea apropiadamente un método reduccionista con el fin de focalizar su indagación en un conjunto manejable de da­tos. Pero, en ocasiones, la reducción metodológica característica del método científico puede ser tergiversada por la voluntad de dominio. Siempre que se produce esta apropiación, se reducen el tamaño y la complejidad del mundo. El pensamiento pierde contacto con lo indó­mito y elusivo del mundo conocido, y la navaja de Occam se convierte en un arma de destrucción. Una vez apresada por el cientifismo, la cien­cia ya no tiene como objetivo dilatar el conocimiento, sino más bien po­ner límites arbitrarios a qué pueda ser considerado verdadero o real. Y así, la naturaleza es concebida de forma ficticia como una maquinaria manipulable o como un conjunto mecánico de partículas-en-movimien­to, sujeto en principio a un control científico y tecnológico total. Aquí, el humilde e inherentemente vulnerable deseo de saber ha sido empu­jado a un lado por un impulso agresivo de someter toda la realidad a la completa hegemonía científica.

El resultado de este asalto es un dogmatismo nuevo, cuasi-religio-so, conocido como materialismo (o fisicalismo), a saber, la creencia de que el mundo físico, tal como nos lo hace inteligible el método cientí­fico, es en realidad todo cuanto hay. A primera vista, tal perspectiva me­tafísica puede parecer inocua e incluso cognitivamente indispensable;

pero Carolyn Merchant sostiene de forma persuasiva que ha llevado por el camino recto a la «muerte de la naturaleza», que ahora se echa de ver agónicamente en la crisis ecológica mundial". De modo análogo, Michael Polanyi ha mostrado que la implícita objetivación de la natu­raleza que perpetra el materialismo moderno conduce por lógica a un visión nihilista del mundo según la cual las personas, los valores e in­cluso la vida desaparecen virtualmente del universo. Pruebas concretas de la penetración de los hábitos mentales materialistas y reduccionistas en los programas sociales y políticos pueden encontrarse en el inaudito desprecio de las personas que ha conocido el siglo xx, sobre todo en la manipulación -e incluso exterminio- de seres humanos por despiada­dos dictadores. El materialismo no puede menos de brindar apoyo inte­lectual para la sospecha de que la vida no posee valor intrínseco, pues­to que su estatuto ontológico es el de ser degradable a materia inerte.

Según Polanyi, en el mundo moderno tardío comenzó a fraguarse una «inversión moral» en virtud de la cual los instintos éticos naturales de innumerables personas en el mundo entero fueron alistados para eje­cutar el nuevo imperativo de objetividad dominante en la cultura inte­lectual y, por ende, para despersonalizar el mundo14. Como más tarde de­claró Jacques Monod, incluso llegó a ser considerado éticamente inco­rrecto violar el «postulado de objetividad», según el cual todo lo real de­be estar sujeto al método científico15. En consecuencia, la venerable idea de que la subjetividad es real devino cada vez más tabú en la era de la ciencia16. Una vez que ha sido puesta al servicio de una concepción ex­clusivamente materialista, la subjetividad tiene que ser concebida como menos real que la «materia» inerte de la que se supone que está com­puesta. Habiendo sido transferidas epistemológicamente al ámbito del ser por entero objetivable, las personas quedan presas de la voluntad ma­nipuladora de los ingenieros sociales con mayor facilidad que nunca.

13. C. MERCHANT, The Death of Nature: Women, Ecology, and the Scientific Revolution, Harper & Row, San Francisco 1980.

14. M. POLANYI. Personal Knowledge: Towards a Post-Critical Philosophy, Harper Torchhooks, New York 1964, pp. 231-237.

15. J. MONOD, Chance and Necessity: An Essay on the Natural Philosophy of Modern Biology, Knopf, New York 1971, p. 32 [tracl. esp. del orig. francés: El azar y la necesidad, Tusquets, Barcelona 1989].

16. B.A. WALI.ACE, The Tahoo of Subjectivity: Toward a New Science of Consciousness, Oxford University Press, New York 2000.

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Por fortuna, incluso los materialistas intransigentes suelen ser lo su­ficientemente incoherentes como para no extraer tales funestas conse­cuencias en sus propias vidas éticas. Pero la sutil subordinación del de­seo de saber a una reduccionista voluntad de dominio sigue siendo un elemento significativo en la atmósfera de la cultura científica e intelec­tual contemporánea. Aun cuando la crítica posmoderna ha puesto al descubierto la manipuladora voluntad de control que vigoriza el evolu­cionismo naturalista, éste continúa ejerciendo una enorme influencia socio-cultural. Así, en aras de la veracidad, es importante ser conscien­te de cuan destructivo puede llegar a ser un método de investigación es­trictamente objetivo cuando se le aisla del puro deseo de saber y se le pone al servicio de instintos menos nobles.

Implicaciones de la revelación

Así pues, a la luz de las consideraciones anteriores, sugiero que la ver­dad de la revelación puede ser afirmada en la medida en que nos per­mite confiar en que el Fundamento mismo del Ser es un amor humilde y de auto-donación antes que una voluntad de control. Ser asido por un amor infinito significa, por definición, haber renunciado a toda desme­surada voluntad de dominio. Si en la fe experimentamos que el propio fundamento creador del universo llama a las cosas a la existencia no tanto través de un ejercicio crudamente causal de la fuerza cuanto «de­jándolas ser» por amor, tal vez se nos ocurra -en especial en nuestro trato con otros seres libres y, hasta cierto punto, con todos los demás se­res vivos- la idea de que las personas y la vida poseen algo inherente­mente no manipulable. Si concebimos la vida y el amor como reales y nos negamos a reducirlas por completo a lo químicamente elemental, el universo ya no tiene por qué pensado como una máquina determinista ciegamente sujeta a una serie de causas mecánicas que afloran del ya fenecido pasado cósmico. Antes bien, el cosmos será concebido como una historia de libertad emergente invitada a la existencia por la pro­mesa indeterminada de un Dios con el que se encuentra en el borde de un horizonte futuro en permanente receso.

Sin embargo, no es cierto que el Dios generoso que se ha manifes­tado con escándalo en el Cristo crucificado sea ahora impotente en to­dos los sentidos. Antes bien, el poder, más que eliminado, ha sido re-definido de forma radical, decisiva y duradera. Si «poder» significa ca­

pacidad de influir, de causar efectos e introducir una diferencia signifi­cativa, los cristianos seguiremos profesando fe en un Dios omnipoten­te, esto es, todopoderoso. En esta nueva acepción, sin embargo, «po­der» quiere decir algo diferente de lo que significaba antes. La imagen del abajamiento divino penetra en un mundo que no conoce el amor y permanece cautivo del ejercicio demoníaco de la fuerza, incluida la es­clavitud que acompaña a todas las inmisericordes imágenes de la dei­dad. La revelación proclama que, de aquí en adelante, toda noción ver­dadera de poder y autoridad ha quedado transfigurada por un amor que se da a sí mismo sin límite. En el evento mismo de poner al descubier­to la vaciedad de la desenfrenada voluntad de dominio, la imagen ke-nótica del abajamiento de Dios libera al deseo de saber, al menos en principio, de su principal adversario: la desmedida voluntad de poder.

Liberarse del auto-engaño

Otro obstáculo para la liberación del deseo de saber es la tendencia que tenemos a engañarnos a nosotros mismos. En último término, el auto-engaño se debe al miedo, en especial al pánico a ser desaprobados por otras personas. De ahí que todo lo que disipe miedo innecesario a la de­saprobación de los demás pueda contribuir a que el auto-engaño pierda su sentido. El amor perfecto ahuyenta el miedo; así, en la medida en que nos dejemos envolver por el amor desinteresado, podremos liberar­nos de la ansiedad que nos impele a engañarnos a nosotros mismos. El auto-engaño surge cuando nos esforzamos con ahínco por conformar­nos a un ideal y luego descubrimos que no damos ni de lejos la talla. Como observa Herbert Fingarette, la capacidad de auto-engaño sólo es posible cuando la persona ha aspirado primero a lo que se considera bueno17. Quien todavía no se ha sentido atraído por un ideal, ni se ha adaptado a las exigencias de la vida social, no está expuesto al auto-en­gaño. Por ejemplo, un sociópata o una persona consciente y delibera­damente comprometida con la realización del mal no tiene necesidad de auto-engañarse. Al contrario, víctimas del auto-engaño son los nume­rosos seres humanos que han encontrado ideales que les sirvan de guía

17. H. FINGARETTE, Self-Deception, University of California Press, Berkeley 2000. pp. 1 y 139-144.

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en la vida, pero que, al mismo tiempo, por unas razones u otras, no lo­gran -o no desean- estar a la altura de ellos. Si consideramos que nues­tra propia valía depende de que hagamos o no honor a los criterios aso­ciados a lo que idealizamos, cualquier deficiencia de que adolezcamos puede hundirnos en la desesperación o el auto-engaño.

Diríase que, en principio, la confianza en el divino amor auto-ano-nadador revelado en la cruz de Cristo puede tener el efecto de deponer los dioses tiránicos de la conciencia diaria, cuyas imágenes nos han ayu­dado a ocultarnos de nosotros mismos. Por desgracia, incluso las acos­tumbradas representaciones psíquicas del Dios bíblico tienden en oca­siones a causar, más que a mitigar, la ansiedad patológica, apuntalando así el autoengaño y frustrando, por ende, el deseo de saber. Como ilus­tran de manera especialmente vivida las experiencias religiosas de san Pablo y de Martín Lutero, hay formas de concebir a Dios que mantienen a la persona en el miedo y el auto-engaño. Sin duda, algunas de las más interesantes versiones del ateísmo moderno, incluidas las del naturalis­mo científico, son, de hecho, expresiones de protesta contra la consa­gración en la psique y la sociedad de imágenes de Dios cuya función no es sino sancionar formas de poder que fomentan el miedo y el auto-en­gaño. En la medida en que dificultan que el deseo de saber alcance la verdad sobre uno mismo, tales imágenes son ilusorias y deben ser re­chazadas como incomponibles con el criterio fundamental de verdad18.

Entre mis amigos y conocidos hay muchos antiguos cristianos que ahora se calificarían de naturalistas científicos. Estoy convencido de que la mayoría de ellos han abandonado el teísmo porque juzgan inad­misible la idea de un Dios «personal». Y semejante juicio se debe a que consideran que esa idea favorece, por regla general, una clase de reli­giosidad que les impide aceptarse plenamente a sí mismos. Por eso, su evolución hacia el ateísmo, ya gradual, ya súbita, ha venido acompaña­da a menudo por una sensación de alivio y liberación interior. Haber te­nido que optar por el universo impersonal del naturalismo se les antoja un precio que merece la pena pagar por ser liberados de la insoportable carga de auto-engaño y odio a uno mismo asociada a su experiencia re­ligiosa anterior19.

18. No puedo desarrollar aquí este punto, pero es importante preguntarse hasta qué punto las imágenes exclusivamente patriarcales de Dios fomentan el auto-enga­ño y, en esa misma medida, frustran el deseo de saber.

19. Existen, por supuesto, otras razones -mucho más complejas- por las que el

Concibiendo a Dios como ser personal, las religiones bíblicas han asumido un gran riesgo, puesto que prácticamente cualquier conjunto de atributos -saludables o no- pueden ser proyectados sobre las perso­nas. A esta razón se debe en parte que me haya esforzado por presentar como fundamental para la fe cristiana la imagen de un Dios auto-ano-nadador que se identifica con los desgarrados, los afligidos, los oprimi­dos y los excluidos, un Dios que no tiene nada que ver con los potenta­dos que sólo sobreviven merced al miedo que les tienen sus subditos.

La imagen de Dios revelada en el Cristo de los evangelios es la del amor vulnerable que se entrega a sí mismo. Sin embargo, no se trata en absoluto de una imagen de debilidad e impotencia, puesto que tiene el poder de acabar con el estigma de vergüenza que lleva al auto-engaño. Posee la virtud de devolver a la gente alienada y olvidada la conciencia de su valor intrínseco de una manera más profunda y duradera de lo que cualquier manipulación dictatorial, política o mecánica podría lograr nunca. Lo que sobresale en los evangelios es que el amor divino encar­nado en Cristo es vivido como poder de renovación que confiere a las personas una inaudita conciencia de su propia valía. Al Dios que des­ciende al ámbito de lo que está perdido y se identifica con lo alienado y olvidado cabe experimentarlo como un Dios que también acepta aquellas partes de nuestra personalidad que, en aras de obtener la apro­bación de los demás, quizá hemos expulsado de la conciencia explíci­ta. El abajamiento de Dios, elocuentemente simbolizado en las imáge­nes cristianas de Jesús a la búsqueda de lo que está perdido, incluso hasta el punto de «descender a los infiernos» -al ámbito de lo que ca­rece de toda relación y de toda esperanza, al ámbito de lo muerto-, pue­de penetrar también hasta las profundidades del yo, como atestigua la experiencia de san Pablo. Si Dios puede ser percibido como Aquel que abraza aspectos de mi ser y mi biografía que yo considero inadmisibles, la confianza en semejante Dios es capaz de empoderarme para aceptar­los igualmente.

Así, la fe en el amor ilimitado de Dios y la confianza en su prome­sa de perdurable fidelidad pueden contribuir, al menos en principio, a liberar el deseo de saber del auto-engaño que se interpone entre la ver-

ateísmo resulta atrayente para mucha gente, pero hay muchos textos escritos por ateos y agnósticos durante los dos últimos siglos que corroboran lo que digo aquí.

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dad y él. El testimonio de las grandes tradiciones religiosas y filosófi­cas, así como el de muchos sabios a lo largo de los siglos, subraya que el auto-engaño es el obstáculo más difícil de superar con vistas a ser co­herentemente veraz. Pero a Herbert Fingarette le desconcierta en espe­cial el hecho de que, por sí solas, las ideas filosóficas hayan contribui­do tan poco a entender o eliminar el auto-engaño:

«Si hubiera que pintar un retrato del hombre en el que se pusiera de relieve lo que es más humano, ya noble o innoble, seguramente debe­ríamos colocar bien visible en primer plano la enorme capacidad de auto-engaño de las personas. La tarea de representar este gesto secre­to, sumamente íntimo, no resultaría mucho más fácil si prestáramos atención a lo que han dicho los filósofos. Los intentos filosóficos de elucidar el concepto de "auto-engaño" han terminado ora en la para­doja, ora perdiendo de vista el propio fenómeno, tan elusivo»1".

¿Puede tener la actitud de confianza religiosa quizá más éxito que el razonamiento filosófico en la elucidación del auto-engaño? Cuales­quiera que sean los factores motivadores del auto-engaño, confiar en que el entorno último de nuestras vidas es un amor humilde que se au­to-limita puede permitir que el deseo de saber atraviese los muros tras los que ha sido ocultado por el miedo y el auto-engaño. Si entendemos a Dios fundamentalmente como amor ilimitado, no debería haber razón alguna para escondernos de nosotros mismos, puesto que el amor infi­nito e incondicional nos acepta aun a despecho de lo que a nosotros nos parece inadmisible. Dios nos amó «cuando aún éramos pecadores» (Rm 5,8), y Dios es «generoso con ingratos y malvados» (Le 6,35). Si nos empapáramos por completo de confianza en un Dios semejante, no tendríamos necesidad alguna de suprimir la conciencia de lo que antes considerábamos inaceptable en nosotros mismos. Nos liberaríamos de la enervadora tendencia a censurar partes de nuestro propio ser. Podría despojarnos, al menos parcialmente, de la armadura del auto-engaño, y el deseo de saber se vería liberado de la distorsionante jaula en que es­tá encerrado. Así pues, la imagen del abajamiento de Dios, tal como se nos ha revelado en la aceptación de lo inaceptable por parte de Jesús, se halla al servicio del deseo de saber. Confiando en un Dios así, nos ca­pacitamos para satisfacer el criterio fundamental de la verdad.

20. H. FINGARHTTE, Self-Deception, p. 1.

La verdad y el Dios de la promesa

Siguiendo el pensamiento de Lonergan, he tomado como criterio fun­damental de la verdad la fidelidad al deseo de saber. En consecuencia, la fe en la revelación puede ser calificada de veraz si sirve para fomen­tar los intereses de ese deseo. Como ha demostrado el ejercicio pro­puesto más arriba, el deseo de saber -por definición- nunca puede ser satisfecho por medio del engaño y la ilusión. Así, es bastante probable que cualquier actitud de conciencia que motive a la persona a ser obje­tiva en relación consigo misma también fomente la objetividad en lo que atañe a todo lo demás, incluido el mundo natural. Incapaces de ex­poner el lado más sombrío de nuestro propio yo a la luz iluminadora y purificadora del amor infinito, fácilmente podemos ir por la vida ma-linterpretando a otras personas -e incluso el universo mismo- como corporeizaciones de la hostilidad y la indiferencia que no hemos con­seguido reconocer en nosotros. Cualquiera puede verse tentado en oca­siones a interpretar la naturaleza como inequívocamente mala -«una vieja y perversa bruja», en palabras del biólogo George Williams; o una «despiadada indiferencia», al decir de Richard Dawkins-, aun cuando, en el peor de los casos, el mundo es ambiguo y se ha mostrado sobre­manera generoso engendrando la vida y la humana existencia. Con to­do, si estamos bien informados por lo que respecta a la ciencia y, al mis­mo tiempo, creemos que «la naturaleza es todo cuanto hay», es proba­ble que afirmemos que el universo entero es esencialmente inerte, me­cánico y carente de finalidad.

Tal pesimismo cósmico todavía es tenido hoy por elevada sabiduría en determinados círculos intelectuales. Pero, por lo que hace a la rela­ción de la ciencia y la fe, aún hay espacio para preguntar si resignarse al «realismo» trágico favorece la liberación del deseo de saber en ma­yor medida que la confianza en las promesas reveladas de la fe cristia­na. Supon, por un momento, que seguimos la lógica de la revelación y aprendemos a «ver» el mundo como fundado, en primer lugar, en un amor suficientemente humilde para permitir al universo ser de verdad distinto de su Creador y, en segundo lugar, en la duradera fidelidad que abre al mundo a un futuro siempre nuevo. Me gustaría sugerir que na­da hay en los descubrimientos de las ciencias naturales que disuada de -o prohiba- tal contextualización del cosmos. De hecho, el fenómeno de la emergencia, como ya he señalado, encaja mejor con la visión an-ticipatoria de la realidad propia del cristianismo que con la «metafísica

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del pasado» que absolutizan el naturalismo científico y el pesimismo cósmico. Combinada con la nueva conciencia científica de un universo inconcluso, la esperanza bíblica en un futuro de nueva creación bien po­dría revelarse como la actitud más realista que cabe adoptar en un mun­do ambiguo.

Permitiendo que nuestras vidas sean conformadas por la conciencia de la fidelidad divina a la alianza -una actitud que prácticamente todos los libros de la Biblia nos piden plantearnos, el deseo de saber, inclui­das sus inclinaciones científicas, será capaz de fluir mucho más libre­mente hacia su meta que si tal confianza estuviera ausente. La profun­da convicción de que frente a nosotros y a nuestro inconcluso universo se abre un nuevo futuro libera el corazón para una vida de esperanza y la mente para una vida de ilimitada indagación. Sin duda, la ciencia po­dría prosperar en el marco de una tan esperanzada visión de las cosas. Por consiguiente, mi conclusión es que la ciencia, junto con otras cla­ses de experiencia, intelección y reflexión crítica, lejos de estar reñida con la confianza suscitada por el aspecto promisorio de la revelación, puede, de hecho, encontrar apoyo en ella.

Sin embargo, ¿cómo es posible esto? Permítaseme iniciar una muy breve respuesta a esta pregunta subrayando una vez más que, en la ex­periencia bíblica, el misterio de Dios se revela a sí mismo como dota­do del carácter de una promesa que abre la perspectiva de la emergen­cia en el futuro de modos más intensos de ser. Puesto que el ser es pro­porcional a la conciencia, «más ser» significa más conciencia. Por tan­to, como observa Teilhard, lo que cabe aprender del universo todavía en evolución, con vistas a guiarnos «a través de los bancos de niebla de la vida», es que deberíamos dirigir nuestras acciones y vidas «hacia un grado mayor de conciencia». Si así lo hacemos, «podemos estar segu­ros de que navegamos en convoy con el universo y tomamos puerto en él». Observando la historia cósmica es posible constatar que el mundo siempre ha permitido un incremento adicional de conciencia -y, para Teilhard, esto significa más ser- «ahí delante». Todavía hoy lo permi­te, y quizá de forma más obvia que nunca. En consecuencia, «debería­mos usar lo siguiente como un principio absoluto de evaluación en nuestros juicios: "Cuanto más consciente, mejor, no importa a qué pre­cio"...». «Este principio», insiste Teilhard, «es la condición absoluta de la existencia del mundo»21.

Sin embargo, en el contexto temporal de nuestra existencia, el infi­nito misterio de auto-donación que llamamos Dios abre el universo a

«más ser» en tanto en cuanto también es el Futuro Absoluto que atrae el cosmos hacia sí. Puesto que el universo que habitamos es finito, nun­ca podría recibir la totalidad de la infinitud divina en un único instante conclusivo. En otras palabras, el don de sí mismo que Dios nos hace en la revelación no puede darse a conocer por entero en un único momen­to del despliegue del mundo. En su ilimitada generosidad, el amor au­to-limitador de Dios siempre permanece parcialmente oculto. Lo cual, en sí mismo, es un gran don; pues, al no hacerse ahora del todo pre­sente, Dios abre un futuro para el cosmos, ofreciéndole la oportunidad de devenir nuevo cada día y de tomar parte en su propia creación.

Por eso, el teólogo Wolfhart Pannenberg define justificadamente la revelación como la «llegada del futuro»22. Es sobre todo en la resurrec­ción de Jesús donde se revela el futuro último del mundo bajo las limi­tadoras condiciones del presente. «Contemplando la resurrección de Jesús, percibimos nuestro propio futuro último», escribe Pannenberg. Y lo que es aún más importante, el aura de incomprensibilidad que ahora rodea el misterio de la resurrección «significa que, para el cristiano, el futuro todavía está abierto y lleno de posibilidades». La futuridad divi­na se revela en la historia humana principalmente bajo el modo de la promesa. Y nada impide a la teología de la naturaleza asumir que la misma promesa que se le hizo a Abrahán y a su descendencia todavía ahora sale a cada momento al encuentro del cosmos, abriéndolo a una futura emergencia en una escala demasiado grande para que pueda ser calculada durante una sola vida individual o una única época. El Dios de la Biblia que «va delante» del pueblo de Israel va asimismo delante del universo en evolución.

Por supuesto, para experimentar el mundo natural como radical­mente abierto al futuro primero debemos revestirnos de la virtud de la esperanza. Al naturalista, la esperanza quizá le parezca utópica; pero, a diferencia de la voluntad de certeza, la esperanza puede vivir con co­modidad en un universo inacabado y ambiguo y, en esa misma medida, encaja mucho mejor con lo que la ciencia ha desvelado que las dogmá­ticas restricciones del naturalismo científico. Después de todo, un uni­verso inconcluso no puede ser plenamente inteligible desde nuestra

21. P. TEILHARD DE CHARDIN, HOW I believc, Harper & Row, New York 1969, p. 35 [Irad. esp. del orig. francés: Lo que yo creo, Trotta, Madrid 2005J.

22. W. PANNENBERC, Faith and Reality, Westminster, Philadelphia 1977, pp. 58-59.

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perspectiva actual; así que el deseo de saber, cuya naturaleza misma consiste en buscar la plenitud de inteligibilidad y verdad, debe asociar­se a una esperanza confiada capaz de aguardar con paciencia. Por con­traposición a la mucho más ávida voluntad de poder, que insiste en lo­grar certeza absoluta de inmediato, el deseo de saber está dispuesto a esperar hasta que se encuentren disponibles todos los datos. No se em­peña en la completa posesión de claridad en este preciso instante. Podemos concluir, pues, que la imagen revelada de la futuridad de Dios y la esperanza que infunde respaldan de todo en todo el deseo de saber que subyace a la búsqueda de la razón y de la ciencia.

«El mundo contiene dentro de sí una misteriosa promesa de futuro, implícita en su evolución natural -escribe Teilhard-; tal es la afirma­ción final del científico cuando cierra los ojos, apesadumbrado y exte­nuado de haber visto tantas cosas que no ha sido capaz de expresar»21. La inclinación hacia el futuro es un rasgo fundamental de la naturaleza en cuanto tal. Esta tendencia encuentra su florecimiento más pleno en la esperanza religiosa de una consumación final de todo lo real. Por muy importante que sea para la comprensión científica, rastrear las cau­sas de los fenómenos presentes hasta el pasado remoto o los niveles ele­mentales de química cósmica, si nos remontamos lo suficiente, no con­duce más que a la incoherencia e ininteligibilidad de la mera multipli­cidad24. Sólo mirando desde el pasado hacia el cumplimiento futuro del proceso cósmico podemos esperar que comience a manifestarse la inte­ligibilidad. Así pues, la inteligibilidad completa no puede sino coinci­dir con el encuentro último del mundo con su Futuro Absoluto, una me­ta a la que en el presente sólo podemos aproximarnos cultivando la vir­tud de la esperanza25. Únicamente sobre las alas de la esperanza puede ser liberado por completo el deseo de saber para comprender y conocer el universo.

23. P. TEILHARD DE CHARDIN, Writings in Time ofWar, Harper & Row, New York 1968. pp. 55-56 ftrad. esp. del orig. francés: Escritos del tiempo de querrá (/9/5-/9/9J,Taurus, Madrid 1967].

24. Esto es algo en lo que Teilhard de Chardin insiste a lo largo de toda su obra. 25. K. RAHNER, Theological lnvestigations, vol. 6, Helicón, Baltimore 1969, pp. 59-

68 ftrad. esp. del orig. alemán: Escritos de teología, vol. 6, Taurus, Madrid 1969J.

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