gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

49
NINGÚN SER HUMANO había habitado la buhardilla, y sin embargo nosotros no fuimos los primeros inquilinos. Mien- tras el edificio perteneció a una sola familia, la buhardilla fue un desván que servía para guardar muebles y trastos viejos. Más tarde el edificio se dividió entre varios propieta- rios que no se pusieron de acuerdo sobre el uso del desván y con el paso del tiempo se olvidaron del tema. El desván se convirtió en un nido de pájaros. Entraban por un agujero en el cristal. Había vencejos, golondrinas e incluso una familia de búhos. La población de aves creció tanto que a los propietarios no les quedó más remedio que tomar medidas. Necesita- ron varias juntas de comunidad extraordinarias para ponerse de acuerdo, pero al final decidieron reparar el tejado, instalar una cocina y un cuarto de baño y ponerlo a la venta. Según el contrato, tenía una superficie de treinta y cinco metros cuadrados, repartidos en un solo espacio, con la única excepción del cuarto de baño, que era indepen- diente. Las distintas zonas de la casa estaban perfecta- mente integradas y diferenciadas. Con espíritu positivo podía decirse que tenía cocina, comedor, salón y habitación.

Upload: others

Post on 08-Jul-2022

9 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

NINGÚN SER HUMANO había habitado la buhardilla, y sin

embargo nosotros no fuimos los primeros inquilinos. Mien-

tras el edificio perteneció a una sola familia, la buhardilla

fue un desván que servía para guardar muebles y trastos

viejos. Más tarde el edificio se dividió entre varios propieta-

rios que no se pusieron de acuerdo sobre el uso del desván y

con el paso del tiempo se olvidaron del tema. El desván se

convirtió en un nido de pájaros. Entraban por un agujero en

el cristal. Había vencejos, golondrinas e incluso una familia

de búhos.

La población de aves creció tanto que a los propietarios

no les quedó más remedio que tomar medidas. Necesita-

ron varias juntas de comunidad extraordinarias para

ponerse de acuerdo, pero al final decidieron reparar el

tejado, instalar una cocina y un cuarto de baño y ponerlo

a la venta.

Según el contrato, tenía una superficie de treinta y

cinco metros cuadrados, repartidos en un solo espacio, con

la única excepción del cuarto de baño, que era indepen-

diente. Las distintas zonas de la casa estaban perfecta-

mente integradas y diferenciadas. Con espíritu positivo

podía decirse que tenía cocina, comedor, salón y habitación.

Page 2: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

La cocina era un armario empotrado, pero tenía todo lo

necesario: cocina de gas, fregadero, horno-microondas y lava-

dora. Ocupaba el extremo opuesto de la habitación. Justo

enfrente del armario de la cocina estaba el comedor: una

pequeña barra de madera con capacidad para dos y hasta

tres personas. La ventaja era que todo estaba al alcance de

la mano. Estabas en el comedor y sólo tenías que estirar el

brazo si necesitabas algo de la cocina. Cocina y comedor

constituían un pequeño bar con taburetes altos para desayu-

nar y comer, un lugar ideal para servir copas a los amigos.

No había un dormitorio propiamente dicho; no había

tabique de separación entre la zona de estar y la de dormir,

pero dos vigas atravesadas entre el techo y el suelo forma-

ban un triángulo con los dos ángulos inferiores apoyados en

el suelo. La cama estaba en un altillo; para acostarse había

que subir dos escalones. La diferencia de altura, sumada al

entramado de vigas de madera, producía una sensación de

intimidad, como si fuera una habitación como es debido.

En la sala de estar había un ventanal de medio cuerpo

con una vista magnífica: los tejados de las casas de alre-

dedor se apretujaban y superponían componiendo un pai-

saje cubista de barroca geometría; un cuadro que parecía

estar en movimiento. Los tonos tierra de las tejas con-

trastaban con los verdes de las plantas de terrazas y azo-

teas y la herrumbre de las antenas.

La estructura era de madera y vigas vistas; unas atra-

vesaban el techo y otras se doblaban en ángulo recto y

caían verticales al suelo.

Page 3: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

No tenía terraza pero tenía algo mucho más original:

tenía tejado. Se podía acceder al tejado por una ventana

que había en el techo, junto a la cocina. Una noche de vera-

no, asados de calor, decidimos salir al tejado. Pusimos una

silla sobre una mesa y con ayuda de Gloria saqué la cabe-

za por la ventana. Hice un descubrimiento maravilloso.

Encima del tejado había una pequeña azotea con una chi-

menea de ladrillo visto de metro y medio de ancho, un

lugar donde dos y hasta más personas podían instalarse

con comodidad sin el menor riesgo. El tejado fue nuestra

salvación durante las noches de verano. Dentro de la

buhardilla hacía un calor sofocante, noche y día. Jamás

olvidaré las noches de verano en el tejado, como gatos en

celo. Para facilitar la salida al tejado, compramos una

escalera extensible de aluminio. La ligereza del aluminio

era una ventaja para ponerla y quitarla pero también un

inconveniente por la sensación de inseguridad. Consulté

con un carpintero. «Usted lo que necesita es una escalera

escamoteable», me dijo. Me encantó lo de escalera escamo-

teable. La repetición de sílabas invitaba al juego de pala-

bras. Escaleramoteable. Parecía inglés. Escaleramoteibol.

«Como su propio nombre indica me explicó , es una

escalera de quita y pon, de madera, con un marco que se

clava en la pared, en el techo o donde usted quiera». El car-

pintero me dio la dirección de un almacén de materiales

donde vendían escaleras escamoteables.

Gracias a la escaleramoteable, la buhardilla se convir-

tió en un dúplex y el tejado en una segunda sala de estar

Page 4: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

para los meses de verano. Subíamos al tejado como quien

sube al piso de arriba. Podías sentarte en el último esca-

lón, con medio cuerpo fuera, a tomar el fresco y fumar un

cigarrillo. Las noches de verano sacábamos una colchone-

ta y pasábamos tantas horas mirando el cielo que apren-

dimos a distinguir las estrellas, las constelaciones; cono-

cíamos hasta los más mínimos detalles del paisaje urbano

que dominábamos desde el tejado: las agujas de las igle-

sias, los pararrayos y la variada geometría de tejados y

azoteas.

La buhardilla no tenía calefacción pero tenía chimenea.

Ni Gloria ni yo habíamos vivido nunca en una casa con chi-

menea. La chimenea calentaba la sala de estar y el dormi-

torio y el fuego se veía desde todas partes. En las noches de

invierno los fines de semana durante todo el día , el fuego

estaba siempre encendido, nos hacía compañía. Comíamos

mirando el fuego, hacíamos el amor mirando el fuego.

Aunque los dos trabajábamos, dentro del nido llevábamos

una vida casi contemplativa; en verano bajo un techo de

estrellas y en invierno al calor de la lumbre. Una época llena

de romanticismo, en la que nos bastaba con estar juntos

para ser felices. Yo estaba deseando volver a casa después

del trabajo para encontrarme con Gloria. Los fines de sema-

na apenas salíamos. Los sábados y domingos me levantaba,

encendía el fuego y volvía a meterme en la cama.

De alguna forma, yo sabía que aquel paréntesis de feli-

cidad doméstica no podía durar mucho. Era demasiado

bonito para ser real.

Page 5: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Todo cambió de la noche a la mañana. A Gloria la contra-

taron en una asesoría financiera especializada en inversio-

nes extranjeras. Empezó a ganar tanto dinero que, según

ella, podíamos permitirnos una casa mejor. Para mí no

podía haber una casa mejor que la buhardilla, pero ella se

empeñó y yo hubiera hecho cualquier cosa por complacerla.

Abandonamos el nido y nos vinimos a esta casa. Enton-

ces no podíamos saberlo al menos yo, aunque a veces me

pregunto si para entonces Gloria ya había decidido que lo

nuestro no tenía futuro , pero el cambio de casa fue el

principio del fin.

A pesar de los noventa metros cuadrados, las tres habi-

taciones y los dos cuartos de baño; a pesar de la calefacción

central y el aire acondicionado; a pesar de la terraza y la

piscina comunitaria, nunca debimos abandonar el nido.

Nada más cambiarnos de casa, Gloria se marchó un

mes a Londres a hacer un máster en inversiones extranje-

ras. A mí me pareció una contradicción que la contrataran

y la enviaran a estudiar al extranjero, como si todavía no

estuviese preparada, como si no supiera lo suficiente, pero

mi obligación era animarla y así lo hice. Si por mí hubiera

sido, le hubiese pedido de rodillas que no se fuera.

Era la primera vez que nos separábamos. Me hubiera

importado menos haberme quedado solo en la buhardilla,

pero en la nueva casa no me encontraba, no me veía por

ningún lado. La llamaba todos los días.

Te echo de menos.

Yo también te echo de menos.

Page 6: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

En esta casa no sé dónde está nada; ni yo mismo me

encuentro.

¿Cómo están las plantas?

Las plantas están estupendas. El que no está bien

soy yo.

Anímate un poco, hombre. Ya no queda tanto.

¿No queda tanto? ¿Te parece poco tres semanas?

Pasan volando.

Será para ti. Te has ido hace una semana y para mí

es como si hubiera pasado un mes.

Qué exagerado. Si tanto me echas de menos, ¿por qué

no te pegas un salto un fin de semana?

No soportaría otra despedida.

Me sentía tan solo y desamparado que aproveché el

momento para hacer algo por lo que llevaba toda la vida

suspirando. Desde muy pequeño, cuando todavía no sabía

hablar, me recuerdo a mí mismo suspirando por tener un

perro. Mis padres no querían animales en casa y a pesar de

mis ruegos nunca dieron su brazo a torcer. Mientras vivi-

mos en la buhardilla no me animé por la complicación de

tener que sacarlo durante el día; Gloria y yo no comíamos

nunca en casa y un perro no hubiera sido capaz de subir

por la escaleramoteable. Eso sin contar con que, teniendo a

Gloria, no necesitaba más. El vaso del cariño estaba reple-

to. Ahora teníamos terraza y yo estaba y me sentía solo. La

primera vez que vimos esta casa, nada más ver la terraza,

le dije a Gloria: «Por fin voy a tener un perro». A Gloria los

perros no le caían ni bien ni mal; no le parecía ni bien ni

Page 7: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

mal que tuviéramos uno, aunque estaba claro, por la vida

que llevábamos, quién tendría que ocuparse.

Pasé el resto de la semana nervioso, contando los días

que faltaban para que llegara el sábado, como un niño que

espera ansioso el día de su cumpleaños. El sábado me

levanté temprano y fui a la perrera municipal. Una expe-

riencia terrorífica. Cientos de perros enjaulados, amonto-

nados en jaulas sucias y malolientes. En un sitio como ese

comprendes el verdadero significado de la expresión vida

perra. Esqueléticos, legañosos, despellejados, sarnosos, con

una mirada tristísima. Las jaulas despedían un olor inso-

portable. Yo quería salir de allí lo antes posible pero tuve

que dar varias vueltas hasta que me decidí.

En la oficina del albergue, mientras me preparaban la

documentación de la perra, un empleado (mirándole a los

ojos, me pregunté si se ocuparía personalmente de las eje-

cuciones) me informó de que la perra tenía seis o siete

meses y de que era un perro de agua español.

Salí de allí emocionado de tener un perro y avergonza-

do de pertenecer a la raza humana.

Con la perra en casa fue como regresar a la infancia.

Llamé por teléfono a Gloria.

Tengo una sorpresa.

Ya lo sé: has comprado un perro.

Era su manera de reprocharme que no hubiese conta-

do con ella. Saboteando la sorpresa. Yo le había hablado

muchas veces de mi trauma infantil por no tener un perro.

Era muy lista, Gloria, y me cazó a la primera.

Page 8: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Te equivocas. No he comprado ningún perro.

Pues entonces tú dirás. Por el tono de voz pareces

contento, y no sé si me hace mucha gracia, porque eso sig-

nifica que ya no me echas tanto de menos.

Escucha y no digas tonterías: no es un perro sino una

perra; y no la he comprado; la he recogido en un albergue.

Que dicho sea de paso es un horror, un campo de concen-

tración con horno crematorio y todo.

En Internet encontré muchísima información sobre

educación canina quizá demasiada; como dice un amigo

mío: entras en Internet, pides un vaso de agua, recibes

una ola y te ahogas . Aprendí todo lo que pude sobre

la materia y traté de ponerlo en práctica. Durante tres

semanas ejercí, con mayor o menor éxito, de educador.

Quería convertirla en una perra civilizada. Le enseñé a

hacer sus necesidades en la terraza (los primeros días se

aliviaba en cualquier parte); a no subirse al sofá (cuando

se ponía contenta le gustaba dar saltos de sofá en sofá);

a no morder las plantas ni comerse las flores. En un todo a

cien compré una alfombrilla y la puse en la cocina para

que se acostumbrara a dormir en ella. Le dediqué mucho

tiempo durante aquellas semanas. Creo que hice un buen

trabajo.

También busqué información sobre los de su raza, los

perros de agua. Por lo que leí, había hecho una buena elec-

ción. Son perros buenos para convivir, no sólo por el tama-

ño, sino también por el pelo rizado, más fácil de recoger

porque cae a mechones, mientras que el pelo corto se cae

Page 9: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

en agujas que se pegan por todos lados. No hay que bañar-

los mucho porque no huelen como otras razas.

Cuando Gloria volvió de Londres, Kika había mejorado

mucho, aunque no tanto como yo esperaba. Prueba de ello

es que no recibió demasiado bien a Gloria. Se mostró des-

confiada, no se dejó tocar; cada vez que Gloria se le acerca-

ba, retrocedía. Yo trataba de explicarle a Gloria que no era

personal, sino una cuestión de carácter, de raza; los perros

de agua se comportan así con los desconocidos.

Gloria volvió de Londres con buenas noticias. El máster

había sido un éxito. La empresa quería que se incorporara

inmediatamente al departamento de inversiones extranje-

ras. Eso significaba que a partir de entonces se iba a pasar

la vida viajando, principalmente a Londres y Nueva York.

A pesar de que vivimos en la era de las comunicaciones, los

ejecutivos y ejecutivas se pasan la mitad de la vida en un

avión, como si no hubiéramos avanzado nada. ¿Por qué se

desplazan si pueden verse y hablar por videoconferencia?

¿Tan necesario es el contacto personal? Comprendo que

haya que ir de vez en cuando, pero... ¿todas las semanas?

Gloria desayunaba en Londres y comía en Nueva York como

si tal cosa. Para ella la City de Londres y Wall Street eran

como para mí la Gran Vía.

Aquel mes de ausencia fue el preludio de lo que iba a ser

nuestra relación. Encuentros, despedidas y desorbitantes

facturas de teléfono. Yo no era partidario de comunicarnos

por correo electrónico. Si llamaba a Gloria no era para

decir algo sino para escuchar su voz.

Page 10: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Por un lado es emocionante vivir con alguien que siem-

pre está de viaje. Cada encuentro es especial; vives cada

instante como si fuese el último; haces el amor con la emo-

ción de las primeras veces; apuras el tiempo hasta la últi-

ma gota. Por otro lado, te crea una sensación de inseguri-

dad, como si estuvieras siempre a la expectativa.

A Gloria le gustó la perra, aunque se sintió desconcer-

tada por el recibimiento. La perra gruñó, ladró, gimió.

Parece que no le gusto mucho.

Es muy desconfiada con los desconocidos, pero ya verás

qué pronto se acostumbra.

Yo había leído sobre el carácter desconfiado de esta raza,

pero no pensaba que fuera para tanto. Además de buenos

nadadores suelen ser perros de un solo amo. En nuestro

caso es evidente que yo soy su único amo, pero ignoro si es

por los genes o por las circunstancias de la vida. Yo la

saqué de la perrera y luego estuvimos solos cerca de tres

semanas, de modo que no era descabellado pensar que la

impronta pudiera tener algo que ver. Por otro lado, no es

que yo esté más tiempo en casa que Gloria, es que ella no

está nunca. Casi siempre soy yo quien se ocupa de ella, la

saca de paseo, le da de comer, la lleva al veterinario.

La perra necesitó más tiempo del que yo pensaba para

acostumbrarse a su presencia. En parte era normal: Glo-

ria estaba más tiempo fuera que dentro. Durante más

de un mes, para la perra siguió siendo una desconocida,

alguien que pasaba por ahí de vez en cuando. Cada vez

Kika empezaba de cero, como si no la conociera. Yo hacía

Page 11: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

todo lo posible para que Kika comprendiera que Gloria

vivía conmigo y que la casa era tan suya como mía, pero

nuestro nivel de comunicación no bastaba para hacerla

entender.

Tengo que decir que Kika no era una excepción. A mí

también me costó acostumbrarme a la nueva Gloria. Desde

que nos trasladamos a esta casa nuestra relación cambió

de una forma radical. No sólo nos veíamos poco, sino que,

cuando estábamos juntos, ya no era como antes. Gloria no

me miraba igual, y eso que yo seguía siendo el mismo y

queriéndola tanto o más que antes. Ya no se reía tanto con-

migo; ya no le hacía tanta gracia como antes. Todo lo que

antes le hacía gracia en mí la falta de ambición, el desor-

den, la oficina cochambrosa, la secretaria ineficaz empe-

zó a molestarle. Se volvió exigente.

Todo eso estaba bien antes me decía , pero los

tiempos están cambiando y hay que cambiar con ellos, si

no quieres quedarte regazado.

¿De modo que me estoy quedando regazado?

No sé; tú sabrás.

No sabía que estaba participando en una carrera.

Me animaba a dar un salto hacia delante, a plantear-

me un cambio radical de imagen, de oficina, de secretaria.

Me animaba a ponerme chaqueta y corbata, cuando sabía

perfectamente que yo odiaba ese uniforme. Me animaba

a dejar de fumar en el despacho no hay nada menos

comercial que el olor a tabaco en un despacho, me decía,

arrugando la nariz . Antes ella también fumaba, pero lo

Page 12: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

había dejado. Hablaba de contabilidad creativa, ingeniería

financiera, bricolaje mercantil.

A mí me vas a hablar de contabilidad creativa; con lo

que a mí me gusta la matemática demente.

Estoy hablando en serio, Bruno.

Yo también.

No se trata de juegos matemáticos; se trata de la rea-

lidad, de cómo funcionan hoy en día las empresas.

Tenía tanto miedo de perderla que seguí su consejo. Di

un salto hacia delante. Me trasladé a otra oficina, con la

idea de aumentar no sólo el número sino también la cali-

dad de los clientes. No cambié de secretaria; Maite llevaba

demasiado tiempo conmigo y me sentía incapaz de echar-

la, pero estaba convencido de que, viéndome cambiar a mí,

ella también mejoraría. Renové mi vestuario, me corté el

pelo y me puse chaqueta y corbata. Fumaba junto a la ven-

tana, echando el humo a la calle. Gracias a mis contactos

y a los de Gloria, me entrevisté con directivos de varias

empresas. En cierto modo, fue como empezar de nuevo. Y

tengo que decir que fue durísimo. Yo tenía un negocio que

andaba solo, que no me daba complicaciones, y de pronto

volvía a la lucha, a venderme a mí mismo, a buscar nuevos

clientes. La paradoja era que no lo hacía por el bien del

negocio, sino para recuperar a Gloria.

Todo era nuevo: la casa, la perra, la nueva Gloria y el

nuevo yo.

Gloria y Kika acabaron adaptándose la una a la otra y

haciéndose buenas amigas. Esta perra está medio loca pero,

Page 13: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

para lo que le interesa, no tiene un pelo de tonta. Com-

prendió que Gloria vivía allí. Si Gloria estaba en casa, ya

no le importaba tanto que yo me fuera. Gemía y aullaba un

poco pero enseguida se le pasaba. Gloria le hacía mimos, le

daba besos, se tumbaba en el sofá y se la ponía encima.

Kika acabó queriendo a Gloria igual que a mí, pero al

mismo tiempo dejaba claro quién era el amo; si yo estaba

en casa me seguía a todas partes, hasta cuando iba a mear.

Kika tiene una forma extraña de demostrarme su leal-

tad absoluta. A todos los perros les gusta olisquear pren-

das íntimas, sobre todo las más olorosas, pero a ella le

gusta oler y chupar única y exclusivamente mis zapatillas

y mis calcetines. No le interesan demasiado las zapatillas y

los calcetines de mi mujer, ni sus bragas ni mis calzonci-

llos; sólo mis zapatillas y mis calcetines.

Como tú mismo has comprobado, es una perra muy

inestable emocionalmente, por no decir que está como una

cabra. Cuando se queda sola ladra, gime y aúlla con tanta

fuerza que se la oye desde la calle, y da miedo porque pare-

ce que hay un lobo suelto por el barrio. Cuando vuelves te

recibe más histérica todavía pero entonces ya no aúlla,

tan sólo ladra, gime y mueve el culo porque rabo no tiene.

Y no sólo cuando te vas: por las mañanas te saluda gimien-

do durante más de un cuarto de hora como si fuera la

mona Chita.

En esos momentos de máxima tensión emocional busca

mis zapatillas o en su defecto mis calcetines, como si tuvie-

ran un efecto sedante.

Page 14: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Tengo que reconocer que no supe o no pude o no quise

quitarle la adicción. En su favor he de decir que las trata-

ba bien: las chupaba pero no las mordía, aunque no deja de

ser un fastidio ponerte unas zapatillas mojadas de baba;

además me hacía gracia y por qué no decirlo, elevaba mi

autoestima oír sus gemidos y verla meneando violenta-

mente el culo, olfateando todos los rincones, buscando el

rastro de las zapatillas. Si no estaban tiradas por el suelo

acercaba el morro al armario. Es un armario grande de

doble hoja, sin cerradura. Tendrías que verla oliendo el

armario, meneando el culo como una bailarina cubana,

aspirando el aroma de las zapatillas, sintiendo su presen-

cia en el interior. Entonces introduce una pata en la ranu-

ra que hay entre las dos hojas, abre el armario y coge una

zapatilla, como si fuera un autoservicio. Sólo así se calma.

Mete el morro en el interior de la zapatilla y aspira, igual

que los chavales que se colocan con pegamento.

Un sábado por la mañana eché en falta una zapatilla.

La noche anterior habíamos salido a cenar. Sin darle impor-

tancia, supuse que durante nuestra ausencia la perra se

habría consolado con ella y la habría dejado tirada por ahí.

Me calcé la otra zapatilla y con un pie descalzo busqué la

pareja por toda la casa. Miré en el salón, la cocina, los cuar-

tos de baño, las habitaciones, la entrada, la terraza. La

zapatilla no aparecía. Nos habíamos acostado tarde, había

dormido poco y estaba resacoso. Seguro que la he visto y ni

me he enterado, me dije. Decidí desayunar primero. Des-

pués de desayunar, más recuperado, reanudé la búsqueda.

Page 15: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Busqué por segunda vez en todos los sitios donde ya había

mirado, con igual éxito que la primera. Entonces busqué

en lugares donde era imposible que estuviera, lugares a

los que la perra no tenía acceso. Armarios con cerradura,

imposibles de abrir sin usar la llave; en la nevera, en la

despensa, en el descansillo. No tuve más remedio que ren-

dirme a la evidencia y aceptar que la zapatilla no estaba

en casa. Se había esfumado, se la había tragado la tierra.

Ha desaparecido una zapatilla. Como si se la hubiera

tragado la tierra le dije a Gloria.

Entonces no podía saber lo cerca que estaba de la solu-

ción del misterio.

Qué cosas dices. ¿Cómo va a desaparecer una zapati-

lla? Ya te dije anoche que no bebieras tanto, que te iba a

sentar mal.

Contestación típica de Gloria. Salirse por la tangente.

En parte tenía razón: últimamente bebía más de la cuen-

ta. El nuevo yo que habitaba en mí tenía malas costum-

bres.

¿Qué tiene que ver la bebida con la desaparición de

una zapatilla?

¿Qué tiene que ver? Verás cómo la encuentro ense-

guida.

Hizo lo mismo que yo. Empezó mirando en lugares posi-

bles y luego siguió con los imposibles. Yo la miraba estúpi-

damente satisfecho; deseando, contra mis propios intere-

ses, que no la encontrase.

Tienes razón: no está.

Page 16: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Claro que no está.

Hablé entonces con la perra.

Vamos a ver, Kika, ¿se puede saber dónde has escon-

dido la zapatilla?

Nerviosísima, gemía y meneaba el culo. Sabía perfecta-

mente el significado de la palabra zapatilla y de todas

aquellas palabras que le interesaban (gato, paseo, comida,

agua, calcetín, pelota, etcétera).

¡Kika! ¡La zapatilla! ¿Dónde la has escondido?

Meneo espasmódico, baile cubano, Tropicana. Chita.

Pero, Bruno, ¿dónde iba a esconderla? Hemos mirado

en todas partes.

Vete a saber; esta perra es la leche.

No te procupes; ya aparecerá.

Lo lógico era que apareciese, pero pasaron los días y la

zapatilla no aparecía. Tuvimos que convivir con el miste-

rio de la desaparición de una zapatilla que con toda segu-

ridad yo no había sacado de casa. Se puede perder un reloj,

unas gafas, unas llaves hace tiempo, en un estuche de

gafas de sol, encontré unas llaves que había dado por per-

didas hacía varios años, y entonces me acordé de que yo

mismo las había guardado ahí para no perderlas , sin

que te estrujes el cerebro buscando una explicación, pero

la desaparición de una zapatilla es un atentado contra las

leyes fundamentales de la lógica. No se la puede llevar el

viento. En casa hay mucha corriente; con la terraza abier-

ta el aire sopla con fuerza, vuelan papeles y las puertas se

cierran dando violentos portazos, pero por mucho que sople

Page 17: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

el viento es imposible que se lleve por el aire una zapatilla

de pana con suela de goma. Tendría que haber pasado un

huracán. Descartado el viento, podía haber otra explica-

ción, aunque era tan improbable o más que la anterior:

las urracas. Las urracas son ladronas por naturaleza; en

cuanto te descuidas, toman tierra en la terraza y devoran

la comida de la perra. No sé cómo pueden volar con la

panza que tienen.

Recuerdo una historia que leí sobre una banda de urra-

cas amaestradas para robar joyas. Todas hacían bien su

trabajo, pero había una que destacaba sobre las demás;

aprendía por sí sola sin necesidad de que le enseñaran.

Una urraca nacida para robar, con un raro instinto para

escoger siempre las piezas más valiosas y un atrevimiento

que todas las de su especie envidiaban y respetaban. La

reina de las urracas.

La hipótesis de trabajo era la siguiente: la noche del

viernes cenamos fuera. Hacía buena noche y dejamos

abierta la puerta de la terraza. La perra, con ataque de

ansiedad, se apodera de la zapatilla y sale a la terraza.

Cuando se cansa la deja allí. Por la mañana, una o varias

urracas, quizá un grupo organizado, se apoderan de la

zapatilla.

Pasaron días y semanas sin que la zapatilla apareciera,

pero yo no me deshice de la otra zapatilla. No sé si porque

conservaba la esperanza de que la pareja apareciera o por-

que no estaba dispuesto a aceptar un suceso con tan poco

fundamento.

Page 18: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Si ya es difícil hacerse a la idea de la desaparición de

una zapatilla, la desaparición de dos zapatillas es casi un

golpe moral. Parece mentira, absurdo, imposible, inimagi-

nable. No había pasado ni un mes desde la desaparición de

la primera cuando una mañana, buscando unos zapatos en

el armario, me acordé de la otra zapatilla y me di cuenta

de que no estaba. No podía saber desde cuándo faltaba;

podía llevar días o semanas desaparecida sin que yo me

hubiera dado cuenta. La había dejado en un rincón del

suelo del armario, una viuda solitaria y abandonada. Con

una terrible sensación de déjà vu, ni siquiera me molesté

en buscarla. Para qué, si la zapatilla no estaba.

Si la primera vez había buscado explicaciones posibles

pero improbables el viento, las urracas , ahora sólo se

me ocurrían explicaciones imposibles. Un excéntrico ladrón

de zapatillas que regresa al lugar del crimen para apro-

piarse de la segunda zapatilla que no pudo encontrar la

primera vez, seguramente porque la perra la había cam-

biado de sitio. Un espíritu travieso, un duende burlón que

me estaba gastando una broma y probablemente, con mis

zapatillas puestas, me estaba viendo y partiéndose de risa

a mi costa. Imaginé cosas peores, fenómenos de poltergeist,

objetos que cambian de lugar o desaparecen. Zapatillas en

otra dimensión. Una zapatilla que abandona esta dimen-

sión para ir en busca de su pareja desaparecida.

Cuando faltaron las zapatillas, empezaron a desapare-

cer también los calcetines. Yo ya ni me molestaba en bus-

car una explicación lógica. Sospechaba que a los calcetines

Page 19: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

les había pasado lo mismo que a las zapatillas, aunque no

se lo dije a Gloria porque podía pensar que me estaba vol-

viendo loco.

Hice mis propias averiguaciones. Vacié el cajón de cal-

cetines. Habían desaparecido tres unidades, todos de dis-

tintas parejas. Tres parejas rotas. Una tragedia. Una ver-

dadera mala suerte. Puestos a elegir, es mejor que te

desaparezca un par y medio que tres unidades. Claro que

yo no podía saber si además de las tres unidades habían

desaparecido uno o dos pares completos. No llevo la conta-

bilidad de la ropa hasta el extremo de conocer el número

exacto de pares de calcetines. Lo único seguro era que

habían desaparecido tres unidades. Hablé con mi mujer,

con la asistenta (con mucho cuidado de que no pensara que

le estaba echando la culpa). Había uno gris marengo, otro

de rombos con diversos tonos de azul y verde, y un tercero

granate. Estaban como nuevos. Lo bueno de los calcetines

es que, a diferencia de las zapatillas, se pueden combinar

unidades de distinto color. No hay solución para una zapa-

tilla que se queda sin pareja, pero un calcetín, en caso de

necesidad o incluso por los vaivenes de la moda, ensegui-

da encuentra otra pareja, aunque sea de distinto color. Yo

no estaba dispuesto a tirar tres calcetines en perfecto esta-

do, de modo que resolví hacer combinaciones. Gris, azul y

granate son colores que combinan bien. Con los tres calce-

tines desparejados hice un triángulo con el que me arre-

glaba estupendamente; formé varias parejas de tres. ¿Quién

dice que no te puedes poner calcetines de distinto color? Si

Page 20: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

hoy en día hay gente que usa hasta lentillas de distinto

color.

¿Por qué no compré un par de zapatillas y varios pares

de calcetines? ¿Por qué me resigné a estar en casa sin zapa-

tillas y con calcetines desparejados? Bueno, para empezar,

era primavera y no hacía frío. Las zapatillas de pana con el

interior forrado de algodón son agradables cuando hace

frío, pero si la temperatura es suave dan demasiado calor.

Me gusta estar descalzo en casa. Si de noche hacía frío me

ponía calcetines, no necesariamente de distinto color.

Pero no se trataba sólo de eso. Aunque hubiera sido

invierno, aunque hubiese hecho un frío pelón, no hubiera

comprado zapatillas y calcetines. Tenía mis razones. Razo-

nes personales, relacionadas no tanto con un problema de

existencias de ropa como con un problema entre Gloria y

yo. Gloria había seguido el misterio de la desaparición de

zapatillas y calcetines con interés, pero a un tiempo con

cierto escepticismo, como si la cosa no fuera con ella, cuan-

do conoce perfectamente mi aversión a las tiendas de ropa

y mi incapacidad para comprar yo mismo lo que necesito.

No sé si lo hacía por mi propio bien, con la voluntad de

ayudarme a superar el trauma de los maniquíes.

No sé si ella me estaba probando a mí, pero desde luego yo

sí que la estaba probando a ella. La desaparición de las zapa-

tillas y los calcetines era una buena ocasión para conocer el

estado real, los grados de temperatura de nuestra relación.

Quería saber cuánto tiempo aguantaba viéndome así,

sin zapatillas y con los calcetines desparejados. No hacía

Page 21: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

tanto tiempo, cuando vivíamos en la buhardilla, no hubie-

se aguantado ni dos días. Sin decirme nada, hubiese tira-

do los desparejados a la basura y me hubiera comprado

zapatillas y calcetines.

No hubiera sido la primera vez que Gloria tiraba alguna

prenda de ropa de mi propiedad sin contar con mi aproba-

ción. Claro que eso era en el tiempo de la buhardilla, hace

ya casi un siglo. En aquel tiempo las zapatillas no hubiesen

durado un asalto. Cuando abandonamos la buhardilla Glo-

ria se deshizo de un jersey de cachemir que me había rega-

lado mi madre muchos años antes. El mejor jersey que he

tenido nunca. Ponérselo era un verdadero placer. Tan suave

y ligero que parecía mentira que diese tanto calor. Con el

tiempo se deformó, las mangas se deshilacharon, se le fue

el color, le salieron manchas tan integradas en el tejido que

eran imposibles de quitar. Por fuera estaba impresentable

pero por dentro seguía siendo el mismo, tan suave y con-

fortable como siempre. Hacía tiempo que Gloria le tenía

ganas.

Pero ¿no ves cómo está?

Es de cachemir.

Será de lo que tú quieras, pero parece de pordiosero.

Nunca voy a tener un jersey igual.

No digas tonterías. Yo te compro otro.

Es demasiado caro.

No importa.

En casa no me ve nadie.

Te veo yo.

Page 22: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Eso era antes. Ahora me ponía calcetines de distinto

color, me pasaba el día haciendo el saludo dadaísta y ella

ni caso, como si fuera lo más normal del mundo.

Me hice un juramento: jamás compraría zapatillas ni

calcetines. Me pasaría la vida descalzo, sin zapatillas, e

incluso iría a la oficina con calcetines de distinto color, con

el único objeto de llamar su atención no ya sobre mis pies,

sino sobre nosotros.

Con el paso del tiempo llevar calcetines de distinto color

se convirtió primero en una costumbre, luego en una supers-

tición y finalmente en un rasgo de individualismo.

Al principio no se me ocurría salir a la calle con los cal-

cetines de distinto color, pero un día me despisté y para

cuando me di cuenta ya era demasiado tarde para volver a

casa a cambiarme. Me había puesto el gris marengo en el

pie izquierdo y el de rombos en el derecho.

Aquel mismo día me sucedió una cosa increíble, que no

me había ocurrido jamás. La primera y única vez que

engañé a Gloria con otra mujer.

Acababa de salir de la oficina; estaba empezando a caer el

sol. No tengo costumbre de dar paseos; siempre salgo de la

oficina y voy directamente a la parada de autobús. Pero hacía

una tarde tan bonita que pasé de largo la parada con la

intención de dar un paseo a ninguna parte, por puro placer.

En un paso de peatones me crucé con una joven vestida

de forma extravagante que se me quedó mirando. Al llegar

a la otra acera me volví; ella también se había quedado

parada al otro extremo de la calzada con la mirada fija en

Page 23: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

mí. El semáforo seguía en rojo. Ella cruzó en sentido opues-

to, viniendo a mi encuentro.

Perdona que te moleste; es que tengo un problema y

he pensado que quizá tú podrías echarme una mano.

¿De qué se trata?

Me he dejado olvidado el sombrero en un bar de aquí

al lado. El problema es que yo no puedo entrar a buscarlo

porque me he ido sin pagar. ¿Te importaría entrar tú? Está

aquí al lado.

No estaba seguro de que fuera verdad, pero tengo la

costumbre de confiar en la gente y no vi inconveniente en

seguirle la corriente. Además, me sentí halagado por la

prueba de confianza. Era una mujer extraña, los ojos de

color miel. Ojos que daban confianza. Volvimos a cruzar el

paso de peatones en dirección al bar. Era verdad que esta-

ba cerca. Subimos por los bulevares y en pocos minutos lle-

gamos. Ella me indicó el lugar donde tenía que estar el

sombrero. Entré en el bar como si fuera un agente secreto,

simulando que estaba buscando a alguien, poniendo cuida-

do en no despertar sospechas, no fuera a ser que uno de los

camareros había por lo menos tres se fijase en mí y se

pusiera a atar cabos. Oiga, no estará buscando un sombre-

ro. El bar estaba lleno y los camareros demasiado ocupa-

dos con los clientes. Además, probablemente ni siquiera se

habían dado cuenta de que la chica se había ido sin pagar.

Lo malo de que estuviera lleno era la dificultad de encon-

trar el sombrero entre tanta gente. Si estaba en el suelo

era casi imposible verlo entre todas aquellas piernas. Me

Page 24: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

arrodillé, me até los cordones de los zapatos, miré entre las

mesas, pero tenía miedo de que alguna mujer o lo que es

peor: su novio creyera que le estaba mirando las piernas.

No podía estar mucho rato atándome los cordones sin lla-

mar la atención de novios y camareros.

Salí a la calle. La chica me estaba esperando en la

esquina.

No está.

¿Has mirado bien?

Creo que sí. Aunque no creas que es fácil. Hay muchí-

sima gente, todas las mesas ocupadas. He hecho lo que he

podido.

Bueno, qué le vamos a hacer. No importa.

Sin que ninguno lo propusiera seguimos juntos. Volvi-

mos a cruzar el mismo paso de peatones donde nos habíamos

encontrado, en dirección a la plaza de Colón. Estaba empe-

zando a anochecer.

Paseamos por la plaza, primero por la superficie, luego

bajamos las escaleras a la galería del subsuelo y nos que-

damos un buen rato parados junto a la cascada, sin hablar,

porque el estruendo no permitía oír nada. Junto a la cas-

cada nos besamos por primera vez.

Volvimos a la superficie. Ella empezó a hablar, a contar-

me su vida. Dijo que era hija de militar; de pequeña había

sido autista; estuvo años sin hablar ni una palabra con

nadie, encerrada dentro de sí misma. Dijo que se encontraba

bien en ese estado; que no sufría. Su único problema eran los

mayores, sus padres, los profesores del colegio y los médicos

Page 25: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

que la trataban, que no la dejaban en paz, tratando de que

se comunicara con ellos. Ella no necesitaba comunicarse.

Estaba bien consigo misma, encerrada en su propio mundo,

atenta a los pequeños acontecimientos que sucedían en el

interior de su cerebro. Hizo psicoanálisis, pero un día empe-

zó a gritar como una loca y tuvieron que interrumpirlo por

temor a que fuera peor el remedio que la enfermedad.

¿Sabes lo que te digo? A veces pienso que no me hubie-

ra importado quedarme así, autista para siempre, aislada

de los adultos, fuera de este mundo que es una puta mier-

da. Odio a mi padre, a los militares, a los psiquiatras y a los

curas. Por ese orden.

Sentados en un banco de la plaza, solos en mitad del

parque; hacía frío y no se veía un alma. No sé cómo empe-

zó pero recuerdo que sucedió del modo más natural. Nos

besamos, nos acariciamos. Ella llevaba un vestido negro,

ceñido al cuerpo. No eran las caricias arrebatadas de dos

personas que acaban de conocerse; eran caricias suaves,

pacientes, como si fuéramos amantes que se conocen desde

hace mucho tiempo. Hicimos el amor allí mismo, tumbados

sobre la hierba del parque.

Te parecerá una tontería, pero he llegado al convenci-

miento de que aquel episodio no fue casualidad.

No me parece ninguna tontería intervino Vargas.

¿De veras?

Las casualidades no son ninguna tontería.

No sé por qué pero creo que no hubiera sucedido de no

haber llevado calcetines de distinto color. Además de ese

Page 26: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

episodio podría contarte otras cosas, no sé cómo llamar-

las..., absurdas..., increíbles..., como tú quieras, que me han

pasado llevando calcetines de distinto color, pero mejor lo

dejamos para otra ocasión. Se está haciendo tarde y toda-

vía no hemos resuelto el misterio de las desapariciones.

Una mañana continuó Bruno , recién levantado de

la cama, abrí la persiana y miré por la ventana, como hago

todos los días. Hacía un día magnífico, lucía un sol esplén-

dido y había una zapatilla en el suelo de la terraza. Esta-

ba medio dormido y ni siquiera contemplé la posibilidad de

que fuera real. Estoy soñando, pensé. No era la primera

vez que soñaba con mis zapatillas. Me dispuse a seguir

durmiendo pero me di cuenta enseguida de que no estaba

en la cama sino de pie, mirando por la ventana. No había

la menor duda: estaba despierto y había una zapatilla en la

terraza. Una vez más pensé en las urracas. Miré al cielo,

pero no vi ninguna. ¿Qué está pasando?, me pregunté. ¿Una

urraca arrepentida de su fechoría? La zapatilla estaba

cubierta de barro; parecía más bien salida de la tierra

que caída del cielo. Con el pensamiento alborotado salí de

la habitación, atravesé el pasillo, crucé el salón y salí a la

terraza, una distancia de diez u once pasos que a mí se me

hizo larguísima, un viaje a otra dimensión, como si fuera

al encuentro de un objeto llegado de otro planeta por un

agujero negro. Cuando salí a la terraza ya tenía la solu-

ción. Tan sólo tuve que atar un par de cabos. No había más

Page 27: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

que ver la zapatilla para saber dónde estaba la otra. Esta-

ba muy excitado. La perra también estaba excitada. Sus

gemidos, acompañados de un intenso meneo, eran signos

evidentes de que se sentía culpable.

No me digas que estaban enterradas en las macetas

intervino Vargas.

Tú lo has dicho. Las había enterrado, aquí, la jardi-

nera.

Bruno miró a Kika y ella reaccionó como si supiera que

estaban hablando de ella. Se levantó, moviendo el culo y

gimiendo se acercó a Bruno e intentó subirse a la silla;

cuando este la rechazó, hizo lo propio con Vargas.

Venga, Kika, ¡a echar! le ordenó Bruno. La perra se

tumbó debajo de la mesa y Bruno continuó...

Con una pala removí la tierra del cerezo y apareció la

otra zapatilla. Removí un poco más y apareció un grumo de

tela y barro que quizá en otra época había sido un calcetín.

En la maceta de al lado, donde probablemente había esta-

do la primera, encontré los restos de otros dos calcetines.

Siempre había sospechado que la perra podía tener algo

que ver, pero nunca hubiera podido imaginar el sistema

que utilizaba. Que yo sepa, los perros entierran huesos, no

zapatillas ni prendas de vestir.

Para ser justos había que reconocer que había hecho un

buen trabajo. Se habría tomado su tiempo en allanar e

igualar la tierra, y lo había hecho con tal maestría que las

Page 28: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

zapatillas (los calcetines no tiene tanto mérito esconder-

los) habían estado bajo tierra sin que nos diésemos cuen-

ta. Un trabajo de jardinería de primera clase. No es fácil

engañar a Gloria. Para las plantas tiene un ojo clínico de

primera clase. Enseguida se da cuenta cuando una planta

está enferma; no hay pulgón, hormiga ni araña roja que se

le resista. Con sólo mirarlas lo ve todo. Yo también las miro

pero no veo ni la mitad.

Llamé a la perra. El hecho de que no estuviera conmi-

go era la prueba definitiva de que era culpable. Sabía

que había hecho mal y no quería dar la cara. Es miedosa

pero no tonta. Sabía que tenía que afrontar la situación y

salió a la terraza hecha un mar de gemidos y moviendo el

culo casi con violencia, en una especie de paroxismo de

arrepentimiento.

Lo reconozco: no estuve a la altura de las circunstan-

cias. Las circunstancias requerían una actitud agresiva,

lenguaje militar, golpes de periódico, de zapatilla, patadas

incluso, el castigo definitivo. Echarle una bronca que no

olvidara jamás.

Le grité, le pegué con un periódico y con una zapatilla,

le di varios manotazos en el morro, pero quizá no fui lo

bastante militar, lo bastante castigador. Quizá no fui todo

lo duro que hubiera sido de haber estado verdaderamen-

te enfadado. A decir verdad, no lo estaba. Estaba conten-

to, emocionado por haber resuelto el misterio de las zapa-

tillas desaparecidas, sorprendido del desenlace. Y no podía

evitar un sentimiento de agradecimiento a la perra. Después

Page 29: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

de todo, sin su intervención el misterio no se habría resuel-

to. Por alguna razón había decidido desenterrar una zapa-

tilla. Lo había hecho por propia voluntad, sin que nadie la

hubiera presionado. La perra merecía un castigo por haber

enterrado las zapatillas y los calcetines, pero el hecho de

haber devuelto una de ellas era un atenuante que yo no

podía dejar de tener en cuenta.

¿Qué es esto? (golpe con zapatilla en el morro). ¿Qué es

esto, Kika? (otro golpe). ¿Tú eres tonta? Pero ¿qué es esto?

(golpe con periódico). ¡Esto no! ¡Eh! ¡Esto no! ¿Me oyes?

¿Entiendes?

Nos conocemos bien, la perra y yo. Yo me daba cuenta

de que ella se daba cuenta de que yo no estaba todo lo

enfadado que trataba de aparentar. La emoción de haber

solucionado el misterio me impedía llegar al grado de

cabreo que hubiese requerido la situación.

Calculé el tiempo que habían estado bajo tierra. La

izquierda, que fue la primera en desaparecer, había esta-

do cerca de dos meses; la derecha, unas tres semanas

menos.

No habían llegado a echar raíces pero ya empezaban a

criar verdín y champiñones; una capita de musgo con gru-

mos de tierra incrustada recubría la pana del exterior y el

algodón del interior.

De los calcetines mejor no hablar. Habían pasado ente-

rrados un tiempo indefinido, quizá varios meses. Sin los

antecedentes que te he contado, no hubiera podido asegu-

rar que eran mis calcetines; ni siquiera que eran calcetines.

Page 30: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Eran coágulos de lana y barro estrangulados por multitud

de pequeñas raíces. Los tiré a la basura.

Tenía tantas ganas de contarle la historia a Gloria que

la llamé por teléfono. Estaba de viaje, creo recordar que en

Nueva York.

¿Gloria?

¿Sí?

Guardé silencio unos segundos, para darle un poco de

suspense.

¿Ha pasado algo? preguntó.

Ha pasado algo.

Volví a guardar silencio. Suspense.

Me estás asustando.

No es mi intención asustarte. Todo lo contrario. Es

algo muy divertido.

Pues tú dirás.

Han aparecido las zapatillas. Y les ha salido pelo.

Pelo verde.

Ahora fue ella la que guardó silencio.

¿No dices nada? pregunté.

Me estoy reponiendo del susto. Creía que había pasa-

do algo grave.

No, grave no es, desde luego; es más bien agudo, lige-

ro, absurdo, lo que tú quieras menos grave. En cualquier

caso es importante para mí, y creía que te iba a divertir.

Bueno, no te pongas así; no es para tanto. Claro que

me divierte. Así que han aparecido las zapatillas y les ha

salido pelo verde...

Page 31: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Como lo oyes.

¿Y cómo es eso? Quiero decir lo del pelo verde.

¿No quieres saber dónde estaban?

Bueno, sí, también.

Se las había tragado la tierra.

¿Es una adivinanza?

No, es lo que hay: se las había tragado la tierra.

Por favor, Bruno, no estoy para bromas. Tengo un día

espantoso.

No, si no quieres no te lo cuento. Ya te lo contaré en

otra ocasión.

Ahora no me dejes con la miel en los labios.

Con la miel en los labios, ¿eh? O sea que te interesa

saber dónde las he encontrado.

¿Cómo no me va a interesar? Con las vueltas que

hemos dado buscando tus malditas zapatillas.

Es que se me han pasado las ganas de contarlo le

dije para chincharla.

Venga, hombre, cuéntamelo dijo en un tono entre

burlón y cariñoso . Dime dónde estaban.

En las macetas.

Hombre, no fastidies dijo, en un tono más áspero.

¿Cómo que no fastidie? pregunté, con idéntica aspe-

reza.

Esa perra tuya me está destrozando las plantas.

Me molestó el cambio de tercio en la conversación. Yo

la llamaba para darle una buena noticia y ella se salía

por la tangente. Podía entender que le preocuparan las

Page 32: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

plantas, pero no era el momento de hablar de ello. Yo le

hablaba de la solución de un misterio y ella salía por

peteneras.

A las plantas no les ha pasado nada. En todo caso a

las zapatillas. Si las vieras

Eso lo dices tú, que a las plantas no les ha pasado

nada. Dos zapatillas del 43 en unas macetas y dices que no

les ha pasado nada. Habrán destrozado las raíces. Es increí-

ble lo de esta perra.

No quería enfadarme, pero me enfadé.

La verdad es que no sé por qué te he llamado. Quería

contarte una cosa divertida y tú te llevas un disgusto.

Qué quieres que te diga, Bruno. No es para tanto. No

te pongas así.

¿Qué no me ponga así? Yo te hablo de las zapatillas y

tú sólo piensas en las plantas.

Las plantas son seres vivos.

Las zapatillas también están vivas. Les ha salido

pelo verde.

Gloria se quedó callada. Ahora estaba sorprendida, y yo

estaba encantado.

¿Cómo es eso?

Están cubiertas de barro y en el barro ha crecido

hierba.

Lo mejor que podrías hacer es tirarlas.

No pienso.

De ninguna manera pensaba tirar unas zapatillas que

representaban tanto para mí: fueron mis primeras zapatillas

Page 33: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

de pana; me recordaban los buenos tiempos en la buhardi-

lla; las había usado durante años; eran un fetiche para la

perra; habían estado bajo tierra y sobrevivido para contar-

lo. Si a todo ello sumamos que se habían convertido en una

especie de símbolo en negativo del deterioro de nuestra

relación desde que abandonamos el nido, de ninguna mane-

ra iba a tirarlas a la basura. Antes se las regalo a Kika, me

dije. Me habría gustado verla en acción, subida a la mace-

ta, enterrando las zapatillas, allanando la tierra como una

experta jardinera. Si hubiese vivido solo, quizá lo habría

hecho. Pero no vivía solo, y con toda seguridad Gloria se

hubiera negado en rotundo a asistir día tras día al espec-

táculo de la perra sorbiendo mis zapatillas o enterrándolas

en la terraza. Por no hablar de la asistenta.

Por otro lado estaba la educación de la perra. Regalarle

una zapatilla hubiese podido ocasionarle problemas psico-

lógicos, después de tanto tiempo riñéndola por cogerlas.

¿En qué quedamos?, se habría preguntado.

Page 34: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es
Page 35: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

GUAU QUÉ GUSTO poder hablar de mí misma puedo decir

que soy la perra de Bruno me puso el nombre de Kika es el

título de una película que había visto unos cuantos perros

antes de decidirse por el perro de agua español es una raza

muy antigua cuyas raíces datan de la época de la dominación

musulmana no fue tan mala como algunos dicen que mis pri-

meros antepasados llegaron a España durante los siglos XVIII

y XIX en barcos turcos atracaron en las costas andaluzas se

nos conoce como perro turco andaluz en las marismas extre-

meñas nos dedicamos al pastoreo y la caza era un arte tan

duro que no sé si yo no tengo nada contra turcos y andaluces

pero nací en el norte de España hay muchos perros de agua

en el litoral cantábrico hay montañas y un paisaje muy

verde en Asturias y Cantabria los pescadores tenían perros

de agua recuperaban botas y aparejos que se iban hasta el

fondo del puerto buceaba el perro de agua fue protagonista

de infinidad de historias se fueron transmitiendo de boca a

boca se equivoca la paloma fue al sur llevaban los rebaños

los pastores de las dehesas extremeñas ayudados por los

perros de agua eran también cazadores en las sierras y maris-

mas circulaban historias sobre ellos se contaban en las noches

de invierno fumaban y bebían aguardiente los cazadores y

Page 36: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

tramperos alrededor del fuego pasaban las noches contando

las hazañas de los perros de agua en los cuerpos superiores

de policía y de bomberos hay una hembra que se hizo mun-

dialmente famosa en Turquía hubo un terremoto mató a

muchísima gente se acuerda de ella salvó la vida es una

mierda que sucedan cosas como esa perra se llamaba Tara

salió en primera plana de todos los periódicos dijeron mara-

villas de nuestra raza fue reconocida de manera oficial en el

año 1985 fue el comienzo del fin de la épica del perro de agua

ha degenerado lo suyo sería que nos enseñaran a hacer algo

en la vida es necesario para sentirse un animal de provecho

no se conforma con ser un animal de compañía tiene que

adaptarse a los tiempos que corren que se las pelan los gal-

gos en el canódromo de Carabanchel está en Madrid no hay

playa donde coger olas es lo que más me gusta es nadar en

el mar es el único lugar donde mi amo se siente orgulloso de

mí misma puedo decir que oler las zapatillas y los calcetines

de mi amo es el único remedio contra el estrés de quedarme

sola en casa me pongo de los nervios se sufre mucho tengo

que agradecer a mi amo me da un paseo todas las mañanas

veo a otros perros meando en las esquinas mean los machos

te huelen el culo es una vergüenza enterrar zapatillas y cal-

cetines es lo único que me hace sentir bien ladrar cuando

suena el timbre ladro como una loca gimo cuando me quedo

sola aúllo como un lobo anda suelto toda mi ansiedad chu-

pando las zapatillas están ahora en el invernadero da gusto

verlas es un placer ver contento a mi amo cuida de que no les

pase nada le hace más feliz a mi amo es un tipo guay guau

Page 37: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

SE ESTABA HACIENDO de noche, pero no hacía nada de frío

y estaban a gusto en la terraza, a oscuras; dos siluetas ilu-

minadas por el brillo azulado de la pantalla del ordenador.

Se puso en marcha el riego automático y al instante les

llegó el olor de la tierra mojada. Sentados uno frente a otro,

como tantas veces habían estado en el despacho de Bruno.

Hablando de asuntos con escasa superficie de contacto con

la realidad. Si en el despacho hablaban de números, de abs-

tracciones, ahora hablaban de zapatillas vegetales.

Las zapatillas tenían que estar en una caja continuó

Bruno , pero no en una de zapatos; no en una de cartón.

Tenía que ser una caja transparente, de plástico o de cris-

tal mejor el plástico, por el peso , que dejara pasar la

luz del sol y soportara un alto grado de humedad. ¡Un

invernadero para zapatillas! Me felicité calurosamente por

haber tenido una idea tan buena. Dada la querencia vege-

tal de las zapatillas, ¿dónde podían estar mejor? Estuve

varios días dándole vueltas a la idea del invernadero, sin

pensar todavía en la ejecución, sino más bien disfrutando

de la idea.

Page 38: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

El proceso tenía una especie de lógica medioambiental.

Era lógico que las zapatillas estuvieran fuera, en la terra-

za, ya no sólo porque allí no molestaban, sino porque la

terraza era casi su lugar natural, en cuyas macetas habían

pasado tantos días y tantas noches. No era lógico que estu-

vieran en una bolsa de plástico, donde la flora de la super-

ficie podría sufrir daños irreparables, ni en una caja de

cartón, que acabaría deteriorándose.

El domingo siguiente fui al Rastro a buscar un artesa-

no que pudiera hacer el trabajo. Encontré un puesto donde

había sólo cosas de plástico: marcos para fotos, animales,

pájaros, pisapapeles, baúles y toda clase de objetos de plás-

tico en miniatura.

Hablé con el vendedor. Me dijo que podía fabricar cual-

quier cosa con plástico. Me dio vergüenza contarle la fina-

lidad de la caja, pero le rogué que siguiera mis instruccio-

nes hasta en los más mínimos detalles, sobre todo en lo

que se refería a las medidas y proporciones.

Me ayudaría saber qué quiere guardar.

Me miró con tal desconfianza que me entró complejo de

terrorista.

Una especie de invernadero portátil.

Me dio la impresión de que no me creía, pero compré su

silencio entregándole una señal de mil pesetas.

El siguiente domingo tenía la caja.

Después de varios días de darle vueltas y más vueltas

al tema de la colocación de las zapatillas dentro de la caja,

llegué a la conclusión de que las zapatillas debían dar la

Page 39: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

impresión de estar andando, como si mis pies todavía estu-

viesen dentro de ellas. La idea era que las zapatillas

estuviesen colocadas de tal modo que reprodujesen uno

cualquiera de mis pasos sobre la tierra.

Dadas las dimensiones de la caja, las zapatillas tenían

que estar una al lado de otra, más o menos paralelas.

Ahora bien, ¿qué ángulo deberían formar? ¿Qué grado de

inclinación? Si las zapatillas fueran las agujas de un reloj,

¿qué hora marcarían? Las posibilidades eran infinitas. La

franja horaria que podían abarcar era enorme. Entre las

diez y las dos, minuto más, minuto menos, dependiendo del

grado de inclinación de cada zapatilla. Quedaba excluida

la franja horaria entre las tres y las nueve, ya no sólo por-

que esa no es forma de andar sino por razones de espacio:

teniendo en cuenta que cada zapatilla mide treinta centí-

metros, para dar las tres menos cuarto o las seis tendrían

que estar pegadas por la punta del empeine o por el talón,

formando una línea recta horizontal o vertical, en cuyo

caso la caja tendría que haber sido apaisada.

En los anuncios publicitarios los relojes marcan las diez

y diez. Parece ser que los fabricantes están de acuerdo en

que es la hora que mejor les sienta.

El símil del reloj fue muy útil porque me permitió

visualizar la colocación de las zapatillas con sólo pensar en

las distintas horas del día.

Los pies planos marcan las diez y diez. Aunque no tengo

los pies planos, mis zapatillas, dentro de la caja, marcarían

esa hora. Minuto más o menos.

Page 40: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Las zapatillas en el invernadero eran una naturaleza

viva, un bodegón en permanente transformación. La vege-

tación en la superficie y en el interior de algodón, la flora

en las orillas del cráter, la gama de colores de los líquenes,

las diversas tonalidades de verde y el dibujo de la alfom-

bra de verdín, componían un paisaje en miniatura que

cambiaba de un día para otro. A veces no era fácil saber si

una pequeña variación de tonalidad se debía a una causa

externa o interna, a la influencia de la luz solar o bien a

una variación en el interior de la zapatilla. La hora del día,

la temperatura ambiente y, en general, las condiciones

meteorológicas, eran factores que había que tener en cuen-

ta. Al mediodía la luz es demasiado intensa e impide apre-

ciar los pequeños detalles y las sutiles variaciones cromá-

ticas; por la tarde, en cambio, los verdes, rojos y ocres

tienen una temperatura perfecta. A esa hora la alfombra

de verdín alrededor del cráter parece una laguna salpica-

da de nenúfares.

No me cabía la menor duda de que había una vida

intensa en el interior de las zapatillas; y también mucha

muerte, mucho sufrimiento. Moría un líquen y pocos días

después había otro en su lugar, no necesariamente del

mismo color: la lucha por la vida. Había días en que el

verde de la laguna parecía más bien gris, y otros casi ama-

rillo. Las variaciones eran tan sutiles que ni yo mismo me

daba cuenta. Yo las veía casi todos por no decir todos

los días y tenía que fijarme mucho para advertir que no

estaban siempre igual. Pasa lo mismo con las personas.

Page 41: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Uno se mira todos los días en el espejo y apenas se da

cuenta de los estragos del paso del tiempo. Si una perso-

na estuviera muchos años sin mirarse al espejo, casi no se

reconocería la primera vez que viera el reflejo de su pro-

pia imagen.

Tengo buena memoria fotográfica; en mi mente se iba

grabando, fotograma a fotograma, la sucesión de imágenes

distintas, pero llegó un momento en que era imposible

retenerlo todo. La memoria no bastaba para retener la

secuencia completa.

Me propuse hacer fotos; fotografiar el paisaje en minia-

tura, hacer un álbum de fotos de la naturaleza viva en el

interior de las zapatillas. Un seguimiento cronológico de la

metamorfosis de las zapatillas hacia el reino vegetal.

Necesitaba una cámara de fotos. Nunca me ha interesa-

do la fotografía; nunca había tenido una cámara ni sentido

la necesidad de sacar fotos a nada ni a nadie. No tengo fotos

familiares, ni de paisajes de la infancia, ni siquiera de mí

mismo. No tengo ningún interés en verme a mí mismo en

fotos de hace cinco, diez, quince o veinte años.

Consulté con un cliente aficionado a la fotografía. Antes

de hablar con él, pensé en lo que iba a decirle. Prefería que

no conociera mi historia con las zapatillas. Prefería no decir-

le toda la verdad.

Quiero comprarle una cámara de fotos a mi novia. Es

muy aficionada a las plantas, y últimamente le ha dado

por hacer fotos de flores. El problema es que ni ella ni yo

tenemos la más remota idea de fotografía.

Page 42: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Me miró con cierta condescendencia, como si sus cono-

cimientos en materia fotográfica fueran demasiado vastos

y no supiera por dónde empezar.

Así que flores, ¿eh? me dijo, y se me quedó miran-

do de tal forma que por un momento se me pasó por la

cabeza la absurda idea de que se había dado cuenta del

engaño.

Flores, sí, ya ves; las mujeres

Pues entonces vas a tener que irte a un objetivo macro

con anillos de extensión, o incluso a una Micro Nikkor con

flash anular.

Yo le miraba con ojos desorbitados, sin entender una

palabra. Empecé a arrepentirme de haber consultado con

él, pero ya era tarde; estaba lanzado y no había forma de

pararlo.

Un objetivo macro permite sacar fotos desde muy

cerca. Los reporteros del National Geographic lo utilizan

para fotografiar insectos, flores y cosas así. Ya sabes dijo

con cara de pillo, balanceando la cabeza de izquierda a

derecha y haciendo un gesto obsceno con los dedos (metien-

do y sacando repetidas veces el dedo índice de la mano

derecha a través de un círculo formado por el pulgar y el

índice de la izquierda) , pornografía animal y vegetal,

apareamiento de moscas, polinización de flores y guarradas

de ese tipo.

Me estaba desanimando. No me veía como un reportero

del National Geographic, haciendo fotos macroscópicas

de mis zapatillas. La conversación estaba derivando hacia

Page 43: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

derroteros imprevistos. Estuve a punto de decirle que lo

dejara, que no era importante, que se me habían pasado

las ganas de comprar la cámara, pero vencí la tentación;

necesitaba una cámara lo antes posible.

La verdad es que estaba pensando en algo menos

complicado le dije . Quiero decir que a mi novia eso del

macro no le va a gustar nada. Aparte de que supongo que

para utilizar un macro de esos habrá que saber un poco de

fotografía, y ya te digo que tanto ella como yo somos anal-

fabetos en la materia. Nunca hemos tenido una cámara.

Mirada de condescendencia.

Nunca es tarde para aprender.

Pero es que ella no quiere aprender; sólo quiere sacar

fotos.

De flores

Otra vez me miró como si se estuviera dando cuenta del

engaño.

De flores, sí. Fotos normales y corrientes; no son para

el National Geographic, ni para publicar en ninguna revis-

ta. Algo sencillo. Que sólo haya que apretar el botón. Nada

más.

En ese caso compraría una digital. Las cámaras digi-

tales son el futuro. Supongo que tendrás ordenador en

casa

Sí, claro.

Haces la foto, la descargas en el ordenador y ya está.

Incluso puedes manipularla si no te gusta.

¿Tú crees que se verán bien las flores?

Page 44: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Pues no sé, chico; yo tengo una cámara bastante buena,

pero nunca se me ha ocurrido sacar fotos de flores. Si quie-

res hago una prueba y te la enseño.

A mi novia le gustan las flores pequeñas; le encantan,

por ejemplo, las margaritas.

Joder con tu novia. Cada vez lo pones más compli-

cado.

Ya sabes, las mujeres

Qué me vas a contar.

Al día siguiente me enseñó varias fotos de margaritas.

Se distinguían bien las diversas partes de la flor. Me acor-

dé de las clase de botánica en el colegio: corola, estambres

y pistilo.

Compré una digital.

Te puedes imaginar cómo me sentí cuando hice la pri-

mera foto y la descargué en el ordenador. Ahí estaban los

puntos de vegetación, los rojos y ocres de los líquenes, las

manchas de verdín. Estaba todo lo que yo quería que se

viese. ¡Era suficiente! ¡No necesitaba más! ¡Ni objetivo

extensivo ni anillos macro!

Con la lupa podía apreciar hasta los más mínimos deta-

lles del paisaje, lo cual me ayudaba a elegir el día más

apropiado para la sesión de fotos. En el ordenador fui

guardando las fotos en orden cronológico, tal como tú las

has visto.

No llevo un plan de trabajo. Pienso que sería contrapro-

ducente. No se puede ser sistemático con unas zapatillas

con tanta vida interior. Una vida interior incontrolable,

Page 45: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

que sigue sus propios impulsos, su propio ritmo, sin ate-

nerse a reglas, y mucho menos a los días del calendario.

Tengo buena vista, pero no se trataba tanto de ver como

de mirar; no tanto de mirar como de ver. Una suma de

ambas cosas: ver y mirar, mirar y ver. No es que los ojos

vieran más, sino que miraban de otra forma. Una concen-

tración, una intensidad en la mirada; un conocimiento del

objeto. Llegué a conocerlas como una madre a su hijo, como

un médico a un paciente de toda la vida. Me bastaba con

mirarlas para saber lo que estaba ocurriendo en su inte-

rior. Mi ojo era cada día más clínico. Con ayuda de la lupa,

podía hacer un diagnóstico preciso de la situación física y

el estado anímico en el interior de las zapatillas. Mi ojo clí-

nico me permitía anticiparme a los cambios del paisaje, las

variaciones en la forma o el color de la vegetación. Sabía

de antemano si un líquen iba a cambiar de color o se iba a

secar una zona verde.

Vivía tan intensamente la vida interior de las zapatillas

que de alguna forma los cambios tenían su reflejo en mi

propia vida interior, como si hubiera una extraña compene-

tración entre el estado de las zapatillas y mi propio estado

mental. Una especie de entendimiento, una química parti-

cular. Yo estaba a la expectativa, en un estado de alerta

que de alguna forma influía en otros aspectos de mi exis-

tencia. Ya no era sólo la curiosidad por saber lo que estaba

pasando en realidad en el interior de cada pantufla, sino

también de comprobar si era cierta mi intuición. Todo ello

me excitaba y me hacía sentir una vitalidad desconocida.

Page 46: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Si ya antes de empezar a fotografiarlas las miraba con

una intensidad especial, las sesiones de fotos intensifica-

ron todavía más la mirada. La concentraron aún más en el

objeto. Una especie de cosificación de la mirada, impregna-

da del paisaje en miniatura. De un solo vistazo era capaz

de hacer primero un análisis pormenorizado de todos los

detalles del bodegón, luego una síntesis, y finalmente una

tesis, un diagnóstico, una hipótesis de trabajo. Me ponía

retos a mí mismo, ponía a prueba mis dotes de observación,

mi conocimiento del paisaje. A veces lo veía tan claro que

no necesitaba la lupa para darme cuenta de que algo había

cambiado. Sacaba el ordenador a la terraza, miraba con

lupa las zapatillas y las comparaba con la última foto.

Líquenes que cambian de color y luego desaparecen para

que otros ocupen su lugar; zonas verdes de color amarillo

centeno víctimas del empuje de otras zonas de mayor vita-

lidad; brotes abortados antes de tiempo porque sus raíces no

encontraban un asidero en tierra firme. Metamorfosis del

paisaje en miniatura.

Durante varios meses hice muchas fotos, una media de

una sesión a la semana. En cada sesión hacía por lo menos

tres fotos. De las tres elegía una y la guardaba.

De las sesiones de fotos me gusta todo. No disfruto úni-

camente durante la sesión, sino también antes y después.

Una sesión de fotos no dura sólo el tiempo de hacer las

fotos, sino varios días. En realidad, cuando termino una

sesión y archivo la foto, ya estoy empezando a pensar en la

siguiente sesión, a hacer hipótesis de trabajo.

Page 47: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Te puedes imaginar lo que fue el nacimiento de la mar-

garita; todo un acontecimiento que seguí con inusitada

expectación desde bastante antes de que se produjera el

brote, primero, y luego el fruto. Todo empezó con un hilo

verde de menos de un centímetro de largo que descubrí un

buen día. Estaba pegado a la superficie de pana. Al princi-

pio no le di importancia. Solía encontrar elementos extra-

ños, motas de polvo o briznas de hierba traídas por el vien-

to que se incrustaban en la pana o el algodón. Con una

suavidad de cirujano que manipula un bisturí, acerqué la

punta de un lápiz y la introduje entre el hilo y la pana;

levanté un poco el hilo y comprobé que no era un elemen-

to extraño que se había adherido al tejido sino que forma-

ba parte del mismo. Con la punta del lápiz seguí el curso

del hilo hasta llegar a la misma raíz en el algodón del inte-

rior. La margarita había nacido en el interior de la zapa-

tilla y buscado la luz saliendo al exterior por el agujero

del cráter. ¿Te das cuenta? ¡La vida abriéndose paso! Con

muchísimo cuidado cogí el hilo entre el dedo pulgar y el

índice y di un tirón suavísimo, comprobando que la raíz

estaba firmemente plantada. ¡Era un brote! ¡Había nacido

una plantita! ¡La primera plantita! Yo era un científico que

acababa de descubrir con el microscopio el microbio que lle-

vaba buscando toda la vida; un cirujano que acaba de sal-

var una vida; un dios capaz de dar y quitar la vida. Como

el científico con el microbio, como el cirujano con el pacien-

te, como el dios con sus criaturas, me sentí conmovido por

esa plantita que acababa de nacer. En aquel instante de

Page 48: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

plenitud, de epifanía, yo era el creador y las zapatillas mis

criaturas; yo les había dado la vida, las había hecho rena-

cer, y ellas me correspondían siendo, a su vez, fuente de

vida. Si las zapatillas eran mis hijas, aquella plantita, con

su leve soplo de vida, era mi nieta, una nieta no esperada

que me había hecho inmensamente feliz.

Los días siguientes fueron emocionantes. Yo miraba con

lupa el hilo verde y comprobaba, con inmensa satisfacción,

que estaba cada día más fuerte, más enraizado.

Un día, el extremo de la plantita engordó. En la punta

apareció un brote, una especie de botón. Lo estudié con lupa

y el diagnóstico fue el siguiente: hay vida dentro del botón.

¡Cómo me alegré de haberlas conservado, de no haber-

las tirado a la basura! ¡Qué orgulloso me sentí!

Había una especie de justicia poética en todo el proceso.

Hasta entonces yo me había ocupado de las zapatillas sin

un propósito determinado, como un jardinero. Las hume-

decía con el pulverizador y echaba un poco de tierra en el

interior. Ahora tenía la certeza de haber hecho lo correcto;

de haber obrado bien. Ahora tenía una historia entre manos,

una historia con planteamiento, nudo y desenlace, aunque

todavía no conocía el desenlace, no conocía ni tan siquiera

el nudo, habida cuenta de que no podía saber lo que estaba

ocurriendo en el interior de las zapatillas; no conocía la

cantidad de energía acumulada en el interior del algodón

donde había nacido la plantita. No era imposible que en ese

mismo momento estuvieran naciendo otras plantas en

otras partes de las zapatillas.

Page 49: Gutenberg 7 pag 89-137 - e00-elmundo.uecdn.es

Tres semanas después del nacimiento de la brizna, o

mejor dicho, tres semanas después de que la brizna asoma-

ra la cabeza por el agujero del cráter de la superficie, se

produjo el milagro que yo estaba esperando: el botón de la

brizna sufrió una pequeñísima variación, una variación

invisible para los ojos pero no para la lupa.

La vida en el interior de las zapatillas se estaba abrien-

do paso.