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NINGÚN SER HUMANO había habitado la buhardilla, y sin
embargo nosotros no fuimos los primeros inquilinos. Mien-
tras el edificio perteneció a una sola familia, la buhardilla
fue un desván que servía para guardar muebles y trastos
viejos. Más tarde el edificio se dividió entre varios propieta-
rios que no se pusieron de acuerdo sobre el uso del desván y
con el paso del tiempo se olvidaron del tema. El desván se
convirtió en un nido de pájaros. Entraban por un agujero en
el cristal. Había vencejos, golondrinas e incluso una familia
de búhos.
La población de aves creció tanto que a los propietarios
no les quedó más remedio que tomar medidas. Necesita-
ron varias juntas de comunidad extraordinarias para
ponerse de acuerdo, pero al final decidieron reparar el
tejado, instalar una cocina y un cuarto de baño y ponerlo
a la venta.
Según el contrato, tenía una superficie de treinta y
cinco metros cuadrados, repartidos en un solo espacio, con
la única excepción del cuarto de baño, que era indepen-
diente. Las distintas zonas de la casa estaban perfecta-
mente integradas y diferenciadas. Con espíritu positivo
podía decirse que tenía cocina, comedor, salón y habitación.
La cocina era un armario empotrado, pero tenía todo lo
necesario: cocina de gas, fregadero, horno-microondas y lava-
dora. Ocupaba el extremo opuesto de la habitación. Justo
enfrente del armario de la cocina estaba el comedor: una
pequeña barra de madera con capacidad para dos y hasta
tres personas. La ventaja era que todo estaba al alcance de
la mano. Estabas en el comedor y sólo tenías que estirar el
brazo si necesitabas algo de la cocina. Cocina y comedor
constituían un pequeño bar con taburetes altos para desayu-
nar y comer, un lugar ideal para servir copas a los amigos.
No había un dormitorio propiamente dicho; no había
tabique de separación entre la zona de estar y la de dormir,
pero dos vigas atravesadas entre el techo y el suelo forma-
ban un triángulo con los dos ángulos inferiores apoyados en
el suelo. La cama estaba en un altillo; para acostarse había
que subir dos escalones. La diferencia de altura, sumada al
entramado de vigas de madera, producía una sensación de
intimidad, como si fuera una habitación como es debido.
En la sala de estar había un ventanal de medio cuerpo
con una vista magnífica: los tejados de las casas de alre-
dedor se apretujaban y superponían componiendo un pai-
saje cubista de barroca geometría; un cuadro que parecía
estar en movimiento. Los tonos tierra de las tejas con-
trastaban con los verdes de las plantas de terrazas y azo-
teas y la herrumbre de las antenas.
La estructura era de madera y vigas vistas; unas atra-
vesaban el techo y otras se doblaban en ángulo recto y
caían verticales al suelo.
No tenía terraza pero tenía algo mucho más original:
tenía tejado. Se podía acceder al tejado por una ventana
que había en el techo, junto a la cocina. Una noche de vera-
no, asados de calor, decidimos salir al tejado. Pusimos una
silla sobre una mesa y con ayuda de Gloria saqué la cabe-
za por la ventana. Hice un descubrimiento maravilloso.
Encima del tejado había una pequeña azotea con una chi-
menea de ladrillo visto de metro y medio de ancho, un
lugar donde dos y hasta más personas podían instalarse
con comodidad sin el menor riesgo. El tejado fue nuestra
salvación durante las noches de verano. Dentro de la
buhardilla hacía un calor sofocante, noche y día. Jamás
olvidaré las noches de verano en el tejado, como gatos en
celo. Para facilitar la salida al tejado, compramos una
escalera extensible de aluminio. La ligereza del aluminio
era una ventaja para ponerla y quitarla pero también un
inconveniente por la sensación de inseguridad. Consulté
con un carpintero. «Usted lo que necesita es una escalera
escamoteable», me dijo. Me encantó lo de escalera escamo-
teable. La repetición de sílabas invitaba al juego de pala-
bras. Escaleramoteable. Parecía inglés. Escaleramoteibol.
«Como su propio nombre indica me explicó , es una
escalera de quita y pon, de madera, con un marco que se
clava en la pared, en el techo o donde usted quiera». El car-
pintero me dio la dirección de un almacén de materiales
donde vendían escaleras escamoteables.
Gracias a la escaleramoteable, la buhardilla se convir-
tió en un dúplex y el tejado en una segunda sala de estar
para los meses de verano. Subíamos al tejado como quien
sube al piso de arriba. Podías sentarte en el último esca-
lón, con medio cuerpo fuera, a tomar el fresco y fumar un
cigarrillo. Las noches de verano sacábamos una colchone-
ta y pasábamos tantas horas mirando el cielo que apren-
dimos a distinguir las estrellas, las constelaciones; cono-
cíamos hasta los más mínimos detalles del paisaje urbano
que dominábamos desde el tejado: las agujas de las igle-
sias, los pararrayos y la variada geometría de tejados y
azoteas.
La buhardilla no tenía calefacción pero tenía chimenea.
Ni Gloria ni yo habíamos vivido nunca en una casa con chi-
menea. La chimenea calentaba la sala de estar y el dormi-
torio y el fuego se veía desde todas partes. En las noches de
invierno los fines de semana durante todo el día , el fuego
estaba siempre encendido, nos hacía compañía. Comíamos
mirando el fuego, hacíamos el amor mirando el fuego.
Aunque los dos trabajábamos, dentro del nido llevábamos
una vida casi contemplativa; en verano bajo un techo de
estrellas y en invierno al calor de la lumbre. Una época llena
de romanticismo, en la que nos bastaba con estar juntos
para ser felices. Yo estaba deseando volver a casa después
del trabajo para encontrarme con Gloria. Los fines de sema-
na apenas salíamos. Los sábados y domingos me levantaba,
encendía el fuego y volvía a meterme en la cama.
De alguna forma, yo sabía que aquel paréntesis de feli-
cidad doméstica no podía durar mucho. Era demasiado
bonito para ser real.
Todo cambió de la noche a la mañana. A Gloria la contra-
taron en una asesoría financiera especializada en inversio-
nes extranjeras. Empezó a ganar tanto dinero que, según
ella, podíamos permitirnos una casa mejor. Para mí no
podía haber una casa mejor que la buhardilla, pero ella se
empeñó y yo hubiera hecho cualquier cosa por complacerla.
Abandonamos el nido y nos vinimos a esta casa. Enton-
ces no podíamos saberlo al menos yo, aunque a veces me
pregunto si para entonces Gloria ya había decidido que lo
nuestro no tenía futuro , pero el cambio de casa fue el
principio del fin.
A pesar de los noventa metros cuadrados, las tres habi-
taciones y los dos cuartos de baño; a pesar de la calefacción
central y el aire acondicionado; a pesar de la terraza y la
piscina comunitaria, nunca debimos abandonar el nido.
Nada más cambiarnos de casa, Gloria se marchó un
mes a Londres a hacer un máster en inversiones extranje-
ras. A mí me pareció una contradicción que la contrataran
y la enviaran a estudiar al extranjero, como si todavía no
estuviese preparada, como si no supiera lo suficiente, pero
mi obligación era animarla y así lo hice. Si por mí hubiera
sido, le hubiese pedido de rodillas que no se fuera.
Era la primera vez que nos separábamos. Me hubiera
importado menos haberme quedado solo en la buhardilla,
pero en la nueva casa no me encontraba, no me veía por
ningún lado. La llamaba todos los días.
Te echo de menos.
Yo también te echo de menos.
En esta casa no sé dónde está nada; ni yo mismo me
encuentro.
¿Cómo están las plantas?
Las plantas están estupendas. El que no está bien
soy yo.
Anímate un poco, hombre. Ya no queda tanto.
¿No queda tanto? ¿Te parece poco tres semanas?
Pasan volando.
Será para ti. Te has ido hace una semana y para mí
es como si hubiera pasado un mes.
Qué exagerado. Si tanto me echas de menos, ¿por qué
no te pegas un salto un fin de semana?
No soportaría otra despedida.
Me sentía tan solo y desamparado que aproveché el
momento para hacer algo por lo que llevaba toda la vida
suspirando. Desde muy pequeño, cuando todavía no sabía
hablar, me recuerdo a mí mismo suspirando por tener un
perro. Mis padres no querían animales en casa y a pesar de
mis ruegos nunca dieron su brazo a torcer. Mientras vivi-
mos en la buhardilla no me animé por la complicación de
tener que sacarlo durante el día; Gloria y yo no comíamos
nunca en casa y un perro no hubiera sido capaz de subir
por la escaleramoteable. Eso sin contar con que, teniendo a
Gloria, no necesitaba más. El vaso del cariño estaba reple-
to. Ahora teníamos terraza y yo estaba y me sentía solo. La
primera vez que vimos esta casa, nada más ver la terraza,
le dije a Gloria: «Por fin voy a tener un perro». A Gloria los
perros no le caían ni bien ni mal; no le parecía ni bien ni
mal que tuviéramos uno, aunque estaba claro, por la vida
que llevábamos, quién tendría que ocuparse.
Pasé el resto de la semana nervioso, contando los días
que faltaban para que llegara el sábado, como un niño que
espera ansioso el día de su cumpleaños. El sábado me
levanté temprano y fui a la perrera municipal. Una expe-
riencia terrorífica. Cientos de perros enjaulados, amonto-
nados en jaulas sucias y malolientes. En un sitio como ese
comprendes el verdadero significado de la expresión vida
perra. Esqueléticos, legañosos, despellejados, sarnosos, con
una mirada tristísima. Las jaulas despedían un olor inso-
portable. Yo quería salir de allí lo antes posible pero tuve
que dar varias vueltas hasta que me decidí.
En la oficina del albergue, mientras me preparaban la
documentación de la perra, un empleado (mirándole a los
ojos, me pregunté si se ocuparía personalmente de las eje-
cuciones) me informó de que la perra tenía seis o siete
meses y de que era un perro de agua español.
Salí de allí emocionado de tener un perro y avergonza-
do de pertenecer a la raza humana.
Con la perra en casa fue como regresar a la infancia.
Llamé por teléfono a Gloria.
Tengo una sorpresa.
Ya lo sé: has comprado un perro.
Era su manera de reprocharme que no hubiese conta-
do con ella. Saboteando la sorpresa. Yo le había hablado
muchas veces de mi trauma infantil por no tener un perro.
Era muy lista, Gloria, y me cazó a la primera.
Te equivocas. No he comprado ningún perro.
Pues entonces tú dirás. Por el tono de voz pareces
contento, y no sé si me hace mucha gracia, porque eso sig-
nifica que ya no me echas tanto de menos.
Escucha y no digas tonterías: no es un perro sino una
perra; y no la he comprado; la he recogido en un albergue.
Que dicho sea de paso es un horror, un campo de concen-
tración con horno crematorio y todo.
En Internet encontré muchísima información sobre
educación canina quizá demasiada; como dice un amigo
mío: entras en Internet, pides un vaso de agua, recibes
una ola y te ahogas . Aprendí todo lo que pude sobre
la materia y traté de ponerlo en práctica. Durante tres
semanas ejercí, con mayor o menor éxito, de educador.
Quería convertirla en una perra civilizada. Le enseñé a
hacer sus necesidades en la terraza (los primeros días se
aliviaba en cualquier parte); a no subirse al sofá (cuando
se ponía contenta le gustaba dar saltos de sofá en sofá);
a no morder las plantas ni comerse las flores. En un todo a
cien compré una alfombrilla y la puse en la cocina para
que se acostumbrara a dormir en ella. Le dediqué mucho
tiempo durante aquellas semanas. Creo que hice un buen
trabajo.
También busqué información sobre los de su raza, los
perros de agua. Por lo que leí, había hecho una buena elec-
ción. Son perros buenos para convivir, no sólo por el tama-
ño, sino también por el pelo rizado, más fácil de recoger
porque cae a mechones, mientras que el pelo corto se cae
en agujas que se pegan por todos lados. No hay que bañar-
los mucho porque no huelen como otras razas.
Cuando Gloria volvió de Londres, Kika había mejorado
mucho, aunque no tanto como yo esperaba. Prueba de ello
es que no recibió demasiado bien a Gloria. Se mostró des-
confiada, no se dejó tocar; cada vez que Gloria se le acerca-
ba, retrocedía. Yo trataba de explicarle a Gloria que no era
personal, sino una cuestión de carácter, de raza; los perros
de agua se comportan así con los desconocidos.
Gloria volvió de Londres con buenas noticias. El máster
había sido un éxito. La empresa quería que se incorporara
inmediatamente al departamento de inversiones extranje-
ras. Eso significaba que a partir de entonces se iba a pasar
la vida viajando, principalmente a Londres y Nueva York.
A pesar de que vivimos en la era de las comunicaciones, los
ejecutivos y ejecutivas se pasan la mitad de la vida en un
avión, como si no hubiéramos avanzado nada. ¿Por qué se
desplazan si pueden verse y hablar por videoconferencia?
¿Tan necesario es el contacto personal? Comprendo que
haya que ir de vez en cuando, pero... ¿todas las semanas?
Gloria desayunaba en Londres y comía en Nueva York como
si tal cosa. Para ella la City de Londres y Wall Street eran
como para mí la Gran Vía.
Aquel mes de ausencia fue el preludio de lo que iba a ser
nuestra relación. Encuentros, despedidas y desorbitantes
facturas de teléfono. Yo no era partidario de comunicarnos
por correo electrónico. Si llamaba a Gloria no era para
decir algo sino para escuchar su voz.
Por un lado es emocionante vivir con alguien que siem-
pre está de viaje. Cada encuentro es especial; vives cada
instante como si fuese el último; haces el amor con la emo-
ción de las primeras veces; apuras el tiempo hasta la últi-
ma gota. Por otro lado, te crea una sensación de inseguri-
dad, como si estuvieras siempre a la expectativa.
A Gloria le gustó la perra, aunque se sintió desconcer-
tada por el recibimiento. La perra gruñó, ladró, gimió.
Parece que no le gusto mucho.
Es muy desconfiada con los desconocidos, pero ya verás
qué pronto se acostumbra.
Yo había leído sobre el carácter desconfiado de esta raza,
pero no pensaba que fuera para tanto. Además de buenos
nadadores suelen ser perros de un solo amo. En nuestro
caso es evidente que yo soy su único amo, pero ignoro si es
por los genes o por las circunstancias de la vida. Yo la
saqué de la perrera y luego estuvimos solos cerca de tres
semanas, de modo que no era descabellado pensar que la
impronta pudiera tener algo que ver. Por otro lado, no es
que yo esté más tiempo en casa que Gloria, es que ella no
está nunca. Casi siempre soy yo quien se ocupa de ella, la
saca de paseo, le da de comer, la lleva al veterinario.
La perra necesitó más tiempo del que yo pensaba para
acostumbrarse a su presencia. En parte era normal: Glo-
ria estaba más tiempo fuera que dentro. Durante más
de un mes, para la perra siguió siendo una desconocida,
alguien que pasaba por ahí de vez en cuando. Cada vez
Kika empezaba de cero, como si no la conociera. Yo hacía
todo lo posible para que Kika comprendiera que Gloria
vivía conmigo y que la casa era tan suya como mía, pero
nuestro nivel de comunicación no bastaba para hacerla
entender.
Tengo que decir que Kika no era una excepción. A mí
también me costó acostumbrarme a la nueva Gloria. Desde
que nos trasladamos a esta casa nuestra relación cambió
de una forma radical. No sólo nos veíamos poco, sino que,
cuando estábamos juntos, ya no era como antes. Gloria no
me miraba igual, y eso que yo seguía siendo el mismo y
queriéndola tanto o más que antes. Ya no se reía tanto con-
migo; ya no le hacía tanta gracia como antes. Todo lo que
antes le hacía gracia en mí la falta de ambición, el desor-
den, la oficina cochambrosa, la secretaria ineficaz empe-
zó a molestarle. Se volvió exigente.
Todo eso estaba bien antes me decía , pero los
tiempos están cambiando y hay que cambiar con ellos, si
no quieres quedarte regazado.
¿De modo que me estoy quedando regazado?
No sé; tú sabrás.
No sabía que estaba participando en una carrera.
Me animaba a dar un salto hacia delante, a plantear-
me un cambio radical de imagen, de oficina, de secretaria.
Me animaba a ponerme chaqueta y corbata, cuando sabía
perfectamente que yo odiaba ese uniforme. Me animaba
a dejar de fumar en el despacho no hay nada menos
comercial que el olor a tabaco en un despacho, me decía,
arrugando la nariz . Antes ella también fumaba, pero lo
había dejado. Hablaba de contabilidad creativa, ingeniería
financiera, bricolaje mercantil.
A mí me vas a hablar de contabilidad creativa; con lo
que a mí me gusta la matemática demente.
Estoy hablando en serio, Bruno.
Yo también.
No se trata de juegos matemáticos; se trata de la rea-
lidad, de cómo funcionan hoy en día las empresas.
Tenía tanto miedo de perderla que seguí su consejo. Di
un salto hacia delante. Me trasladé a otra oficina, con la
idea de aumentar no sólo el número sino también la cali-
dad de los clientes. No cambié de secretaria; Maite llevaba
demasiado tiempo conmigo y me sentía incapaz de echar-
la, pero estaba convencido de que, viéndome cambiar a mí,
ella también mejoraría. Renové mi vestuario, me corté el
pelo y me puse chaqueta y corbata. Fumaba junto a la ven-
tana, echando el humo a la calle. Gracias a mis contactos
y a los de Gloria, me entrevisté con directivos de varias
empresas. En cierto modo, fue como empezar de nuevo. Y
tengo que decir que fue durísimo. Yo tenía un negocio que
andaba solo, que no me daba complicaciones, y de pronto
volvía a la lucha, a venderme a mí mismo, a buscar nuevos
clientes. La paradoja era que no lo hacía por el bien del
negocio, sino para recuperar a Gloria.
Todo era nuevo: la casa, la perra, la nueva Gloria y el
nuevo yo.
Gloria y Kika acabaron adaptándose la una a la otra y
haciéndose buenas amigas. Esta perra está medio loca pero,
para lo que le interesa, no tiene un pelo de tonta. Com-
prendió que Gloria vivía allí. Si Gloria estaba en casa, ya
no le importaba tanto que yo me fuera. Gemía y aullaba un
poco pero enseguida se le pasaba. Gloria le hacía mimos, le
daba besos, se tumbaba en el sofá y se la ponía encima.
Kika acabó queriendo a Gloria igual que a mí, pero al
mismo tiempo dejaba claro quién era el amo; si yo estaba
en casa me seguía a todas partes, hasta cuando iba a mear.
Kika tiene una forma extraña de demostrarme su leal-
tad absoluta. A todos los perros les gusta olisquear pren-
das íntimas, sobre todo las más olorosas, pero a ella le
gusta oler y chupar única y exclusivamente mis zapatillas
y mis calcetines. No le interesan demasiado las zapatillas y
los calcetines de mi mujer, ni sus bragas ni mis calzonci-
llos; sólo mis zapatillas y mis calcetines.
Como tú mismo has comprobado, es una perra muy
inestable emocionalmente, por no decir que está como una
cabra. Cuando se queda sola ladra, gime y aúlla con tanta
fuerza que se la oye desde la calle, y da miedo porque pare-
ce que hay un lobo suelto por el barrio. Cuando vuelves te
recibe más histérica todavía pero entonces ya no aúlla,
tan sólo ladra, gime y mueve el culo porque rabo no tiene.
Y no sólo cuando te vas: por las mañanas te saluda gimien-
do durante más de un cuarto de hora como si fuera la
mona Chita.
En esos momentos de máxima tensión emocional busca
mis zapatillas o en su defecto mis calcetines, como si tuvie-
ran un efecto sedante.
Tengo que reconocer que no supe o no pude o no quise
quitarle la adicción. En su favor he de decir que las trata-
ba bien: las chupaba pero no las mordía, aunque no deja de
ser un fastidio ponerte unas zapatillas mojadas de baba;
además me hacía gracia y por qué no decirlo, elevaba mi
autoestima oír sus gemidos y verla meneando violenta-
mente el culo, olfateando todos los rincones, buscando el
rastro de las zapatillas. Si no estaban tiradas por el suelo
acercaba el morro al armario. Es un armario grande de
doble hoja, sin cerradura. Tendrías que verla oliendo el
armario, meneando el culo como una bailarina cubana,
aspirando el aroma de las zapatillas, sintiendo su presen-
cia en el interior. Entonces introduce una pata en la ranu-
ra que hay entre las dos hojas, abre el armario y coge una
zapatilla, como si fuera un autoservicio. Sólo así se calma.
Mete el morro en el interior de la zapatilla y aspira, igual
que los chavales que se colocan con pegamento.
Un sábado por la mañana eché en falta una zapatilla.
La noche anterior habíamos salido a cenar. Sin darle impor-
tancia, supuse que durante nuestra ausencia la perra se
habría consolado con ella y la habría dejado tirada por ahí.
Me calcé la otra zapatilla y con un pie descalzo busqué la
pareja por toda la casa. Miré en el salón, la cocina, los cuar-
tos de baño, las habitaciones, la entrada, la terraza. La
zapatilla no aparecía. Nos habíamos acostado tarde, había
dormido poco y estaba resacoso. Seguro que la he visto y ni
me he enterado, me dije. Decidí desayunar primero. Des-
pués de desayunar, más recuperado, reanudé la búsqueda.
Busqué por segunda vez en todos los sitios donde ya había
mirado, con igual éxito que la primera. Entonces busqué
en lugares donde era imposible que estuviera, lugares a
los que la perra no tenía acceso. Armarios con cerradura,
imposibles de abrir sin usar la llave; en la nevera, en la
despensa, en el descansillo. No tuve más remedio que ren-
dirme a la evidencia y aceptar que la zapatilla no estaba
en casa. Se había esfumado, se la había tragado la tierra.
Ha desaparecido una zapatilla. Como si se la hubiera
tragado la tierra le dije a Gloria.
Entonces no podía saber lo cerca que estaba de la solu-
ción del misterio.
Qué cosas dices. ¿Cómo va a desaparecer una zapati-
lla? Ya te dije anoche que no bebieras tanto, que te iba a
sentar mal.
Contestación típica de Gloria. Salirse por la tangente.
En parte tenía razón: últimamente bebía más de la cuen-
ta. El nuevo yo que habitaba en mí tenía malas costum-
bres.
¿Qué tiene que ver la bebida con la desaparición de
una zapatilla?
¿Qué tiene que ver? Verás cómo la encuentro ense-
guida.
Hizo lo mismo que yo. Empezó mirando en lugares posi-
bles y luego siguió con los imposibles. Yo la miraba estúpi-
damente satisfecho; deseando, contra mis propios intere-
ses, que no la encontrase.
Tienes razón: no está.
Claro que no está.
Hablé entonces con la perra.
Vamos a ver, Kika, ¿se puede saber dónde has escon-
dido la zapatilla?
Nerviosísima, gemía y meneaba el culo. Sabía perfecta-
mente el significado de la palabra zapatilla y de todas
aquellas palabras que le interesaban (gato, paseo, comida,
agua, calcetín, pelota, etcétera).
¡Kika! ¡La zapatilla! ¿Dónde la has escondido?
Meneo espasmódico, baile cubano, Tropicana. Chita.
Pero, Bruno, ¿dónde iba a esconderla? Hemos mirado
en todas partes.
Vete a saber; esta perra es la leche.
No te procupes; ya aparecerá.
Lo lógico era que apareciese, pero pasaron los días y la
zapatilla no aparecía. Tuvimos que convivir con el miste-
rio de la desaparición de una zapatilla que con toda segu-
ridad yo no había sacado de casa. Se puede perder un reloj,
unas gafas, unas llaves hace tiempo, en un estuche de
gafas de sol, encontré unas llaves que había dado por per-
didas hacía varios años, y entonces me acordé de que yo
mismo las había guardado ahí para no perderlas , sin
que te estrujes el cerebro buscando una explicación, pero
la desaparición de una zapatilla es un atentado contra las
leyes fundamentales de la lógica. No se la puede llevar el
viento. En casa hay mucha corriente; con la terraza abier-
ta el aire sopla con fuerza, vuelan papeles y las puertas se
cierran dando violentos portazos, pero por mucho que sople
el viento es imposible que se lleve por el aire una zapatilla
de pana con suela de goma. Tendría que haber pasado un
huracán. Descartado el viento, podía haber otra explica-
ción, aunque era tan improbable o más que la anterior:
las urracas. Las urracas son ladronas por naturaleza; en
cuanto te descuidas, toman tierra en la terraza y devoran
la comida de la perra. No sé cómo pueden volar con la
panza que tienen.
Recuerdo una historia que leí sobre una banda de urra-
cas amaestradas para robar joyas. Todas hacían bien su
trabajo, pero había una que destacaba sobre las demás;
aprendía por sí sola sin necesidad de que le enseñaran.
Una urraca nacida para robar, con un raro instinto para
escoger siempre las piezas más valiosas y un atrevimiento
que todas las de su especie envidiaban y respetaban. La
reina de las urracas.
La hipótesis de trabajo era la siguiente: la noche del
viernes cenamos fuera. Hacía buena noche y dejamos
abierta la puerta de la terraza. La perra, con ataque de
ansiedad, se apodera de la zapatilla y sale a la terraza.
Cuando se cansa la deja allí. Por la mañana, una o varias
urracas, quizá un grupo organizado, se apoderan de la
zapatilla.
Pasaron días y semanas sin que la zapatilla apareciera,
pero yo no me deshice de la otra zapatilla. No sé si porque
conservaba la esperanza de que la pareja apareciera o por-
que no estaba dispuesto a aceptar un suceso con tan poco
fundamento.
Si ya es difícil hacerse a la idea de la desaparición de
una zapatilla, la desaparición de dos zapatillas es casi un
golpe moral. Parece mentira, absurdo, imposible, inimagi-
nable. No había pasado ni un mes desde la desaparición de
la primera cuando una mañana, buscando unos zapatos en
el armario, me acordé de la otra zapatilla y me di cuenta
de que no estaba. No podía saber desde cuándo faltaba;
podía llevar días o semanas desaparecida sin que yo me
hubiera dado cuenta. La había dejado en un rincón del
suelo del armario, una viuda solitaria y abandonada. Con
una terrible sensación de déjà vu, ni siquiera me molesté
en buscarla. Para qué, si la zapatilla no estaba.
Si la primera vez había buscado explicaciones posibles
pero improbables el viento, las urracas , ahora sólo se
me ocurrían explicaciones imposibles. Un excéntrico ladrón
de zapatillas que regresa al lugar del crimen para apro-
piarse de la segunda zapatilla que no pudo encontrar la
primera vez, seguramente porque la perra la había cam-
biado de sitio. Un espíritu travieso, un duende burlón que
me estaba gastando una broma y probablemente, con mis
zapatillas puestas, me estaba viendo y partiéndose de risa
a mi costa. Imaginé cosas peores, fenómenos de poltergeist,
objetos que cambian de lugar o desaparecen. Zapatillas en
otra dimensión. Una zapatilla que abandona esta dimen-
sión para ir en busca de su pareja desaparecida.
Cuando faltaron las zapatillas, empezaron a desapare-
cer también los calcetines. Yo ya ni me molestaba en bus-
car una explicación lógica. Sospechaba que a los calcetines
les había pasado lo mismo que a las zapatillas, aunque no
se lo dije a Gloria porque podía pensar que me estaba vol-
viendo loco.
Hice mis propias averiguaciones. Vacié el cajón de cal-
cetines. Habían desaparecido tres unidades, todos de dis-
tintas parejas. Tres parejas rotas. Una tragedia. Una ver-
dadera mala suerte. Puestos a elegir, es mejor que te
desaparezca un par y medio que tres unidades. Claro que
yo no podía saber si además de las tres unidades habían
desaparecido uno o dos pares completos. No llevo la conta-
bilidad de la ropa hasta el extremo de conocer el número
exacto de pares de calcetines. Lo único seguro era que
habían desaparecido tres unidades. Hablé con mi mujer,
con la asistenta (con mucho cuidado de que no pensara que
le estaba echando la culpa). Había uno gris marengo, otro
de rombos con diversos tonos de azul y verde, y un tercero
granate. Estaban como nuevos. Lo bueno de los calcetines
es que, a diferencia de las zapatillas, se pueden combinar
unidades de distinto color. No hay solución para una zapa-
tilla que se queda sin pareja, pero un calcetín, en caso de
necesidad o incluso por los vaivenes de la moda, ensegui-
da encuentra otra pareja, aunque sea de distinto color. Yo
no estaba dispuesto a tirar tres calcetines en perfecto esta-
do, de modo que resolví hacer combinaciones. Gris, azul y
granate son colores que combinan bien. Con los tres calce-
tines desparejados hice un triángulo con el que me arre-
glaba estupendamente; formé varias parejas de tres. ¿Quién
dice que no te puedes poner calcetines de distinto color? Si
hoy en día hay gente que usa hasta lentillas de distinto
color.
¿Por qué no compré un par de zapatillas y varios pares
de calcetines? ¿Por qué me resigné a estar en casa sin zapa-
tillas y con calcetines desparejados? Bueno, para empezar,
era primavera y no hacía frío. Las zapatillas de pana con el
interior forrado de algodón son agradables cuando hace
frío, pero si la temperatura es suave dan demasiado calor.
Me gusta estar descalzo en casa. Si de noche hacía frío me
ponía calcetines, no necesariamente de distinto color.
Pero no se trataba sólo de eso. Aunque hubiera sido
invierno, aunque hubiese hecho un frío pelón, no hubiera
comprado zapatillas y calcetines. Tenía mis razones. Razo-
nes personales, relacionadas no tanto con un problema de
existencias de ropa como con un problema entre Gloria y
yo. Gloria había seguido el misterio de la desaparición de
zapatillas y calcetines con interés, pero a un tiempo con
cierto escepticismo, como si la cosa no fuera con ella, cuan-
do conoce perfectamente mi aversión a las tiendas de ropa
y mi incapacidad para comprar yo mismo lo que necesito.
No sé si lo hacía por mi propio bien, con la voluntad de
ayudarme a superar el trauma de los maniquíes.
No sé si ella me estaba probando a mí, pero desde luego yo
sí que la estaba probando a ella. La desaparición de las zapa-
tillas y los calcetines era una buena ocasión para conocer el
estado real, los grados de temperatura de nuestra relación.
Quería saber cuánto tiempo aguantaba viéndome así,
sin zapatillas y con los calcetines desparejados. No hacía
tanto tiempo, cuando vivíamos en la buhardilla, no hubie-
se aguantado ni dos días. Sin decirme nada, hubiese tira-
do los desparejados a la basura y me hubiera comprado
zapatillas y calcetines.
No hubiera sido la primera vez que Gloria tiraba alguna
prenda de ropa de mi propiedad sin contar con mi aproba-
ción. Claro que eso era en el tiempo de la buhardilla, hace
ya casi un siglo. En aquel tiempo las zapatillas no hubiesen
durado un asalto. Cuando abandonamos la buhardilla Glo-
ria se deshizo de un jersey de cachemir que me había rega-
lado mi madre muchos años antes. El mejor jersey que he
tenido nunca. Ponérselo era un verdadero placer. Tan suave
y ligero que parecía mentira que diese tanto calor. Con el
tiempo se deformó, las mangas se deshilacharon, se le fue
el color, le salieron manchas tan integradas en el tejido que
eran imposibles de quitar. Por fuera estaba impresentable
pero por dentro seguía siendo el mismo, tan suave y con-
fortable como siempre. Hacía tiempo que Gloria le tenía
ganas.
Pero ¿no ves cómo está?
Es de cachemir.
Será de lo que tú quieras, pero parece de pordiosero.
Nunca voy a tener un jersey igual.
No digas tonterías. Yo te compro otro.
Es demasiado caro.
No importa.
En casa no me ve nadie.
Te veo yo.
Eso era antes. Ahora me ponía calcetines de distinto
color, me pasaba el día haciendo el saludo dadaísta y ella
ni caso, como si fuera lo más normal del mundo.
Me hice un juramento: jamás compraría zapatillas ni
calcetines. Me pasaría la vida descalzo, sin zapatillas, e
incluso iría a la oficina con calcetines de distinto color, con
el único objeto de llamar su atención no ya sobre mis pies,
sino sobre nosotros.
Con el paso del tiempo llevar calcetines de distinto color
se convirtió primero en una costumbre, luego en una supers-
tición y finalmente en un rasgo de individualismo.
Al principio no se me ocurría salir a la calle con los cal-
cetines de distinto color, pero un día me despisté y para
cuando me di cuenta ya era demasiado tarde para volver a
casa a cambiarme. Me había puesto el gris marengo en el
pie izquierdo y el de rombos en el derecho.
Aquel mismo día me sucedió una cosa increíble, que no
me había ocurrido jamás. La primera y única vez que
engañé a Gloria con otra mujer.
Acababa de salir de la oficina; estaba empezando a caer el
sol. No tengo costumbre de dar paseos; siempre salgo de la
oficina y voy directamente a la parada de autobús. Pero hacía
una tarde tan bonita que pasé de largo la parada con la
intención de dar un paseo a ninguna parte, por puro placer.
En un paso de peatones me crucé con una joven vestida
de forma extravagante que se me quedó mirando. Al llegar
a la otra acera me volví; ella también se había quedado
parada al otro extremo de la calzada con la mirada fija en
mí. El semáforo seguía en rojo. Ella cruzó en sentido opues-
to, viniendo a mi encuentro.
Perdona que te moleste; es que tengo un problema y
he pensado que quizá tú podrías echarme una mano.
¿De qué se trata?
Me he dejado olvidado el sombrero en un bar de aquí
al lado. El problema es que yo no puedo entrar a buscarlo
porque me he ido sin pagar. ¿Te importaría entrar tú? Está
aquí al lado.
No estaba seguro de que fuera verdad, pero tengo la
costumbre de confiar en la gente y no vi inconveniente en
seguirle la corriente. Además, me sentí halagado por la
prueba de confianza. Era una mujer extraña, los ojos de
color miel. Ojos que daban confianza. Volvimos a cruzar el
paso de peatones en dirección al bar. Era verdad que esta-
ba cerca. Subimos por los bulevares y en pocos minutos lle-
gamos. Ella me indicó el lugar donde tenía que estar el
sombrero. Entré en el bar como si fuera un agente secreto,
simulando que estaba buscando a alguien, poniendo cuida-
do en no despertar sospechas, no fuera a ser que uno de los
camareros había por lo menos tres se fijase en mí y se
pusiera a atar cabos. Oiga, no estará buscando un sombre-
ro. El bar estaba lleno y los camareros demasiado ocupa-
dos con los clientes. Además, probablemente ni siquiera se
habían dado cuenta de que la chica se había ido sin pagar.
Lo malo de que estuviera lleno era la dificultad de encon-
trar el sombrero entre tanta gente. Si estaba en el suelo
era casi imposible verlo entre todas aquellas piernas. Me
arrodillé, me até los cordones de los zapatos, miré entre las
mesas, pero tenía miedo de que alguna mujer o lo que es
peor: su novio creyera que le estaba mirando las piernas.
No podía estar mucho rato atándome los cordones sin lla-
mar la atención de novios y camareros.
Salí a la calle. La chica me estaba esperando en la
esquina.
No está.
¿Has mirado bien?
Creo que sí. Aunque no creas que es fácil. Hay muchí-
sima gente, todas las mesas ocupadas. He hecho lo que he
podido.
Bueno, qué le vamos a hacer. No importa.
Sin que ninguno lo propusiera seguimos juntos. Volvi-
mos a cruzar el mismo paso de peatones donde nos habíamos
encontrado, en dirección a la plaza de Colón. Estaba empe-
zando a anochecer.
Paseamos por la plaza, primero por la superficie, luego
bajamos las escaleras a la galería del subsuelo y nos que-
damos un buen rato parados junto a la cascada, sin hablar,
porque el estruendo no permitía oír nada. Junto a la cas-
cada nos besamos por primera vez.
Volvimos a la superficie. Ella empezó a hablar, a contar-
me su vida. Dijo que era hija de militar; de pequeña había
sido autista; estuvo años sin hablar ni una palabra con
nadie, encerrada dentro de sí misma. Dijo que se encontraba
bien en ese estado; que no sufría. Su único problema eran los
mayores, sus padres, los profesores del colegio y los médicos
que la trataban, que no la dejaban en paz, tratando de que
se comunicara con ellos. Ella no necesitaba comunicarse.
Estaba bien consigo misma, encerrada en su propio mundo,
atenta a los pequeños acontecimientos que sucedían en el
interior de su cerebro. Hizo psicoanálisis, pero un día empe-
zó a gritar como una loca y tuvieron que interrumpirlo por
temor a que fuera peor el remedio que la enfermedad.
¿Sabes lo que te digo? A veces pienso que no me hubie-
ra importado quedarme así, autista para siempre, aislada
de los adultos, fuera de este mundo que es una puta mier-
da. Odio a mi padre, a los militares, a los psiquiatras y a los
curas. Por ese orden.
Sentados en un banco de la plaza, solos en mitad del
parque; hacía frío y no se veía un alma. No sé cómo empe-
zó pero recuerdo que sucedió del modo más natural. Nos
besamos, nos acariciamos. Ella llevaba un vestido negro,
ceñido al cuerpo. No eran las caricias arrebatadas de dos
personas que acaban de conocerse; eran caricias suaves,
pacientes, como si fuéramos amantes que se conocen desde
hace mucho tiempo. Hicimos el amor allí mismo, tumbados
sobre la hierba del parque.
Te parecerá una tontería, pero he llegado al convenci-
miento de que aquel episodio no fue casualidad.
No me parece ninguna tontería intervino Vargas.
¿De veras?
Las casualidades no son ninguna tontería.
No sé por qué pero creo que no hubiera sucedido de no
haber llevado calcetines de distinto color. Además de ese
episodio podría contarte otras cosas, no sé cómo llamar-
las..., absurdas..., increíbles..., como tú quieras, que me han
pasado llevando calcetines de distinto color, pero mejor lo
dejamos para otra ocasión. Se está haciendo tarde y toda-
vía no hemos resuelto el misterio de las desapariciones.
Una mañana continuó Bruno , recién levantado de
la cama, abrí la persiana y miré por la ventana, como hago
todos los días. Hacía un día magnífico, lucía un sol esplén-
dido y había una zapatilla en el suelo de la terraza. Esta-
ba medio dormido y ni siquiera contemplé la posibilidad de
que fuera real. Estoy soñando, pensé. No era la primera
vez que soñaba con mis zapatillas. Me dispuse a seguir
durmiendo pero me di cuenta enseguida de que no estaba
en la cama sino de pie, mirando por la ventana. No había
la menor duda: estaba despierto y había una zapatilla en la
terraza. Una vez más pensé en las urracas. Miré al cielo,
pero no vi ninguna. ¿Qué está pasando?, me pregunté. ¿Una
urraca arrepentida de su fechoría? La zapatilla estaba
cubierta de barro; parecía más bien salida de la tierra
que caída del cielo. Con el pensamiento alborotado salí de
la habitación, atravesé el pasillo, crucé el salón y salí a la
terraza, una distancia de diez u once pasos que a mí se me
hizo larguísima, un viaje a otra dimensión, como si fuera
al encuentro de un objeto llegado de otro planeta por un
agujero negro. Cuando salí a la terraza ya tenía la solu-
ción. Tan sólo tuve que atar un par de cabos. No había más
que ver la zapatilla para saber dónde estaba la otra. Esta-
ba muy excitado. La perra también estaba excitada. Sus
gemidos, acompañados de un intenso meneo, eran signos
evidentes de que se sentía culpable.
No me digas que estaban enterradas en las macetas
intervino Vargas.
Tú lo has dicho. Las había enterrado, aquí, la jardi-
nera.
Bruno miró a Kika y ella reaccionó como si supiera que
estaban hablando de ella. Se levantó, moviendo el culo y
gimiendo se acercó a Bruno e intentó subirse a la silla;
cuando este la rechazó, hizo lo propio con Vargas.
Venga, Kika, ¡a echar! le ordenó Bruno. La perra se
tumbó debajo de la mesa y Bruno continuó...
Con una pala removí la tierra del cerezo y apareció la
otra zapatilla. Removí un poco más y apareció un grumo de
tela y barro que quizá en otra época había sido un calcetín.
En la maceta de al lado, donde probablemente había esta-
do la primera, encontré los restos de otros dos calcetines.
Siempre había sospechado que la perra podía tener algo
que ver, pero nunca hubiera podido imaginar el sistema
que utilizaba. Que yo sepa, los perros entierran huesos, no
zapatillas ni prendas de vestir.
Para ser justos había que reconocer que había hecho un
buen trabajo. Se habría tomado su tiempo en allanar e
igualar la tierra, y lo había hecho con tal maestría que las
zapatillas (los calcetines no tiene tanto mérito esconder-
los) habían estado bajo tierra sin que nos diésemos cuen-
ta. Un trabajo de jardinería de primera clase. No es fácil
engañar a Gloria. Para las plantas tiene un ojo clínico de
primera clase. Enseguida se da cuenta cuando una planta
está enferma; no hay pulgón, hormiga ni araña roja que se
le resista. Con sólo mirarlas lo ve todo. Yo también las miro
pero no veo ni la mitad.
Llamé a la perra. El hecho de que no estuviera conmi-
go era la prueba definitiva de que era culpable. Sabía
que había hecho mal y no quería dar la cara. Es miedosa
pero no tonta. Sabía que tenía que afrontar la situación y
salió a la terraza hecha un mar de gemidos y moviendo el
culo casi con violencia, en una especie de paroxismo de
arrepentimiento.
Lo reconozco: no estuve a la altura de las circunstan-
cias. Las circunstancias requerían una actitud agresiva,
lenguaje militar, golpes de periódico, de zapatilla, patadas
incluso, el castigo definitivo. Echarle una bronca que no
olvidara jamás.
Le grité, le pegué con un periódico y con una zapatilla,
le di varios manotazos en el morro, pero quizá no fui lo
bastante militar, lo bastante castigador. Quizá no fui todo
lo duro que hubiera sido de haber estado verdaderamen-
te enfadado. A decir verdad, no lo estaba. Estaba conten-
to, emocionado por haber resuelto el misterio de las zapa-
tillas desaparecidas, sorprendido del desenlace. Y no podía
evitar un sentimiento de agradecimiento a la perra. Después
de todo, sin su intervención el misterio no se habría resuel-
to. Por alguna razón había decidido desenterrar una zapa-
tilla. Lo había hecho por propia voluntad, sin que nadie la
hubiera presionado. La perra merecía un castigo por haber
enterrado las zapatillas y los calcetines, pero el hecho de
haber devuelto una de ellas era un atenuante que yo no
podía dejar de tener en cuenta.
¿Qué es esto? (golpe con zapatilla en el morro). ¿Qué es
esto, Kika? (otro golpe). ¿Tú eres tonta? Pero ¿qué es esto?
(golpe con periódico). ¡Esto no! ¡Eh! ¡Esto no! ¿Me oyes?
¿Entiendes?
Nos conocemos bien, la perra y yo. Yo me daba cuenta
de que ella se daba cuenta de que yo no estaba todo lo
enfadado que trataba de aparentar. La emoción de haber
solucionado el misterio me impedía llegar al grado de
cabreo que hubiese requerido la situación.
Calculé el tiempo que habían estado bajo tierra. La
izquierda, que fue la primera en desaparecer, había esta-
do cerca de dos meses; la derecha, unas tres semanas
menos.
No habían llegado a echar raíces pero ya empezaban a
criar verdín y champiñones; una capita de musgo con gru-
mos de tierra incrustada recubría la pana del exterior y el
algodón del interior.
De los calcetines mejor no hablar. Habían pasado ente-
rrados un tiempo indefinido, quizá varios meses. Sin los
antecedentes que te he contado, no hubiera podido asegu-
rar que eran mis calcetines; ni siquiera que eran calcetines.
Eran coágulos de lana y barro estrangulados por multitud
de pequeñas raíces. Los tiré a la basura.
Tenía tantas ganas de contarle la historia a Gloria que
la llamé por teléfono. Estaba de viaje, creo recordar que en
Nueva York.
¿Gloria?
¿Sí?
Guardé silencio unos segundos, para darle un poco de
suspense.
¿Ha pasado algo? preguntó.
Ha pasado algo.
Volví a guardar silencio. Suspense.
Me estás asustando.
No es mi intención asustarte. Todo lo contrario. Es
algo muy divertido.
Pues tú dirás.
Han aparecido las zapatillas. Y les ha salido pelo.
Pelo verde.
Ahora fue ella la que guardó silencio.
¿No dices nada? pregunté.
Me estoy reponiendo del susto. Creía que había pasa-
do algo grave.
No, grave no es, desde luego; es más bien agudo, lige-
ro, absurdo, lo que tú quieras menos grave. En cualquier
caso es importante para mí, y creía que te iba a divertir.
Bueno, no te pongas así; no es para tanto. Claro que
me divierte. Así que han aparecido las zapatillas y les ha
salido pelo verde...
Como lo oyes.
¿Y cómo es eso? Quiero decir lo del pelo verde.
¿No quieres saber dónde estaban?
Bueno, sí, también.
Se las había tragado la tierra.
¿Es una adivinanza?
No, es lo que hay: se las había tragado la tierra.
Por favor, Bruno, no estoy para bromas. Tengo un día
espantoso.
No, si no quieres no te lo cuento. Ya te lo contaré en
otra ocasión.
Ahora no me dejes con la miel en los labios.
Con la miel en los labios, ¿eh? O sea que te interesa
saber dónde las he encontrado.
¿Cómo no me va a interesar? Con las vueltas que
hemos dado buscando tus malditas zapatillas.
Es que se me han pasado las ganas de contarlo le
dije para chincharla.
Venga, hombre, cuéntamelo dijo en un tono entre
burlón y cariñoso . Dime dónde estaban.
En las macetas.
Hombre, no fastidies dijo, en un tono más áspero.
¿Cómo que no fastidie? pregunté, con idéntica aspe-
reza.
Esa perra tuya me está destrozando las plantas.
Me molestó el cambio de tercio en la conversación. Yo
la llamaba para darle una buena noticia y ella se salía
por la tangente. Podía entender que le preocuparan las
plantas, pero no era el momento de hablar de ello. Yo le
hablaba de la solución de un misterio y ella salía por
peteneras.
A las plantas no les ha pasado nada. En todo caso a
las zapatillas. Si las vieras
Eso lo dices tú, que a las plantas no les ha pasado
nada. Dos zapatillas del 43 en unas macetas y dices que no
les ha pasado nada. Habrán destrozado las raíces. Es increí-
ble lo de esta perra.
No quería enfadarme, pero me enfadé.
La verdad es que no sé por qué te he llamado. Quería
contarte una cosa divertida y tú te llevas un disgusto.
Qué quieres que te diga, Bruno. No es para tanto. No
te pongas así.
¿Qué no me ponga así? Yo te hablo de las zapatillas y
tú sólo piensas en las plantas.
Las plantas son seres vivos.
Las zapatillas también están vivas. Les ha salido
pelo verde.
Gloria se quedó callada. Ahora estaba sorprendida, y yo
estaba encantado.
¿Cómo es eso?
Están cubiertas de barro y en el barro ha crecido
hierba.
Lo mejor que podrías hacer es tirarlas.
No pienso.
De ninguna manera pensaba tirar unas zapatillas que
representaban tanto para mí: fueron mis primeras zapatillas
de pana; me recordaban los buenos tiempos en la buhardi-
lla; las había usado durante años; eran un fetiche para la
perra; habían estado bajo tierra y sobrevivido para contar-
lo. Si a todo ello sumamos que se habían convertido en una
especie de símbolo en negativo del deterioro de nuestra
relación desde que abandonamos el nido, de ninguna mane-
ra iba a tirarlas a la basura. Antes se las regalo a Kika, me
dije. Me habría gustado verla en acción, subida a la mace-
ta, enterrando las zapatillas, allanando la tierra como una
experta jardinera. Si hubiese vivido solo, quizá lo habría
hecho. Pero no vivía solo, y con toda seguridad Gloria se
hubiera negado en rotundo a asistir día tras día al espec-
táculo de la perra sorbiendo mis zapatillas o enterrándolas
en la terraza. Por no hablar de la asistenta.
Por otro lado estaba la educación de la perra. Regalarle
una zapatilla hubiese podido ocasionarle problemas psico-
lógicos, después de tanto tiempo riñéndola por cogerlas.
¿En qué quedamos?, se habría preguntado.
GUAU QUÉ GUSTO poder hablar de mí misma puedo decir
que soy la perra de Bruno me puso el nombre de Kika es el
título de una película que había visto unos cuantos perros
antes de decidirse por el perro de agua español es una raza
muy antigua cuyas raíces datan de la época de la dominación
musulmana no fue tan mala como algunos dicen que mis pri-
meros antepasados llegaron a España durante los siglos XVIII
y XIX en barcos turcos atracaron en las costas andaluzas se
nos conoce como perro turco andaluz en las marismas extre-
meñas nos dedicamos al pastoreo y la caza era un arte tan
duro que no sé si yo no tengo nada contra turcos y andaluces
pero nací en el norte de España hay muchos perros de agua
en el litoral cantábrico hay montañas y un paisaje muy
verde en Asturias y Cantabria los pescadores tenían perros
de agua recuperaban botas y aparejos que se iban hasta el
fondo del puerto buceaba el perro de agua fue protagonista
de infinidad de historias se fueron transmitiendo de boca a
boca se equivoca la paloma fue al sur llevaban los rebaños
los pastores de las dehesas extremeñas ayudados por los
perros de agua eran también cazadores en las sierras y maris-
mas circulaban historias sobre ellos se contaban en las noches
de invierno fumaban y bebían aguardiente los cazadores y
tramperos alrededor del fuego pasaban las noches contando
las hazañas de los perros de agua en los cuerpos superiores
de policía y de bomberos hay una hembra que se hizo mun-
dialmente famosa en Turquía hubo un terremoto mató a
muchísima gente se acuerda de ella salvó la vida es una
mierda que sucedan cosas como esa perra se llamaba Tara
salió en primera plana de todos los periódicos dijeron mara-
villas de nuestra raza fue reconocida de manera oficial en el
año 1985 fue el comienzo del fin de la épica del perro de agua
ha degenerado lo suyo sería que nos enseñaran a hacer algo
en la vida es necesario para sentirse un animal de provecho
no se conforma con ser un animal de compañía tiene que
adaptarse a los tiempos que corren que se las pelan los gal-
gos en el canódromo de Carabanchel está en Madrid no hay
playa donde coger olas es lo que más me gusta es nadar en
el mar es el único lugar donde mi amo se siente orgulloso de
mí misma puedo decir que oler las zapatillas y los calcetines
de mi amo es el único remedio contra el estrés de quedarme
sola en casa me pongo de los nervios se sufre mucho tengo
que agradecer a mi amo me da un paseo todas las mañanas
veo a otros perros meando en las esquinas mean los machos
te huelen el culo es una vergüenza enterrar zapatillas y cal-
cetines es lo único que me hace sentir bien ladrar cuando
suena el timbre ladro como una loca gimo cuando me quedo
sola aúllo como un lobo anda suelto toda mi ansiedad chu-
pando las zapatillas están ahora en el invernadero da gusto
verlas es un placer ver contento a mi amo cuida de que no les
pase nada le hace más feliz a mi amo es un tipo guay guau
SE ESTABA HACIENDO de noche, pero no hacía nada de frío
y estaban a gusto en la terraza, a oscuras; dos siluetas ilu-
minadas por el brillo azulado de la pantalla del ordenador.
Se puso en marcha el riego automático y al instante les
llegó el olor de la tierra mojada. Sentados uno frente a otro,
como tantas veces habían estado en el despacho de Bruno.
Hablando de asuntos con escasa superficie de contacto con
la realidad. Si en el despacho hablaban de números, de abs-
tracciones, ahora hablaban de zapatillas vegetales.
Las zapatillas tenían que estar en una caja continuó
Bruno , pero no en una de zapatos; no en una de cartón.
Tenía que ser una caja transparente, de plástico o de cris-
tal mejor el plástico, por el peso , que dejara pasar la
luz del sol y soportara un alto grado de humedad. ¡Un
invernadero para zapatillas! Me felicité calurosamente por
haber tenido una idea tan buena. Dada la querencia vege-
tal de las zapatillas, ¿dónde podían estar mejor? Estuve
varios días dándole vueltas a la idea del invernadero, sin
pensar todavía en la ejecución, sino más bien disfrutando
de la idea.
El proceso tenía una especie de lógica medioambiental.
Era lógico que las zapatillas estuvieran fuera, en la terra-
za, ya no sólo porque allí no molestaban, sino porque la
terraza era casi su lugar natural, en cuyas macetas habían
pasado tantos días y tantas noches. No era lógico que estu-
vieran en una bolsa de plástico, donde la flora de la super-
ficie podría sufrir daños irreparables, ni en una caja de
cartón, que acabaría deteriorándose.
El domingo siguiente fui al Rastro a buscar un artesa-
no que pudiera hacer el trabajo. Encontré un puesto donde
había sólo cosas de plástico: marcos para fotos, animales,
pájaros, pisapapeles, baúles y toda clase de objetos de plás-
tico en miniatura.
Hablé con el vendedor. Me dijo que podía fabricar cual-
quier cosa con plástico. Me dio vergüenza contarle la fina-
lidad de la caja, pero le rogué que siguiera mis instruccio-
nes hasta en los más mínimos detalles, sobre todo en lo
que se refería a las medidas y proporciones.
Me ayudaría saber qué quiere guardar.
Me miró con tal desconfianza que me entró complejo de
terrorista.
Una especie de invernadero portátil.
Me dio la impresión de que no me creía, pero compré su
silencio entregándole una señal de mil pesetas.
El siguiente domingo tenía la caja.
Después de varios días de darle vueltas y más vueltas
al tema de la colocación de las zapatillas dentro de la caja,
llegué a la conclusión de que las zapatillas debían dar la
impresión de estar andando, como si mis pies todavía estu-
viesen dentro de ellas. La idea era que las zapatillas
estuviesen colocadas de tal modo que reprodujesen uno
cualquiera de mis pasos sobre la tierra.
Dadas las dimensiones de la caja, las zapatillas tenían
que estar una al lado de otra, más o menos paralelas.
Ahora bien, ¿qué ángulo deberían formar? ¿Qué grado de
inclinación? Si las zapatillas fueran las agujas de un reloj,
¿qué hora marcarían? Las posibilidades eran infinitas. La
franja horaria que podían abarcar era enorme. Entre las
diez y las dos, minuto más, minuto menos, dependiendo del
grado de inclinación de cada zapatilla. Quedaba excluida
la franja horaria entre las tres y las nueve, ya no sólo por-
que esa no es forma de andar sino por razones de espacio:
teniendo en cuenta que cada zapatilla mide treinta centí-
metros, para dar las tres menos cuarto o las seis tendrían
que estar pegadas por la punta del empeine o por el talón,
formando una línea recta horizontal o vertical, en cuyo
caso la caja tendría que haber sido apaisada.
En los anuncios publicitarios los relojes marcan las diez
y diez. Parece ser que los fabricantes están de acuerdo en
que es la hora que mejor les sienta.
El símil del reloj fue muy útil porque me permitió
visualizar la colocación de las zapatillas con sólo pensar en
las distintas horas del día.
Los pies planos marcan las diez y diez. Aunque no tengo
los pies planos, mis zapatillas, dentro de la caja, marcarían
esa hora. Minuto más o menos.
Las zapatillas en el invernadero eran una naturaleza
viva, un bodegón en permanente transformación. La vege-
tación en la superficie y en el interior de algodón, la flora
en las orillas del cráter, la gama de colores de los líquenes,
las diversas tonalidades de verde y el dibujo de la alfom-
bra de verdín, componían un paisaje en miniatura que
cambiaba de un día para otro. A veces no era fácil saber si
una pequeña variación de tonalidad se debía a una causa
externa o interna, a la influencia de la luz solar o bien a
una variación en el interior de la zapatilla. La hora del día,
la temperatura ambiente y, en general, las condiciones
meteorológicas, eran factores que había que tener en cuen-
ta. Al mediodía la luz es demasiado intensa e impide apre-
ciar los pequeños detalles y las sutiles variaciones cromá-
ticas; por la tarde, en cambio, los verdes, rojos y ocres
tienen una temperatura perfecta. A esa hora la alfombra
de verdín alrededor del cráter parece una laguna salpica-
da de nenúfares.
No me cabía la menor duda de que había una vida
intensa en el interior de las zapatillas; y también mucha
muerte, mucho sufrimiento. Moría un líquen y pocos días
después había otro en su lugar, no necesariamente del
mismo color: la lucha por la vida. Había días en que el
verde de la laguna parecía más bien gris, y otros casi ama-
rillo. Las variaciones eran tan sutiles que ni yo mismo me
daba cuenta. Yo las veía casi todos por no decir todos
los días y tenía que fijarme mucho para advertir que no
estaban siempre igual. Pasa lo mismo con las personas.
Uno se mira todos los días en el espejo y apenas se da
cuenta de los estragos del paso del tiempo. Si una perso-
na estuviera muchos años sin mirarse al espejo, casi no se
reconocería la primera vez que viera el reflejo de su pro-
pia imagen.
Tengo buena memoria fotográfica; en mi mente se iba
grabando, fotograma a fotograma, la sucesión de imágenes
distintas, pero llegó un momento en que era imposible
retenerlo todo. La memoria no bastaba para retener la
secuencia completa.
Me propuse hacer fotos; fotografiar el paisaje en minia-
tura, hacer un álbum de fotos de la naturaleza viva en el
interior de las zapatillas. Un seguimiento cronológico de la
metamorfosis de las zapatillas hacia el reino vegetal.
Necesitaba una cámara de fotos. Nunca me ha interesa-
do la fotografía; nunca había tenido una cámara ni sentido
la necesidad de sacar fotos a nada ni a nadie. No tengo fotos
familiares, ni de paisajes de la infancia, ni siquiera de mí
mismo. No tengo ningún interés en verme a mí mismo en
fotos de hace cinco, diez, quince o veinte años.
Consulté con un cliente aficionado a la fotografía. Antes
de hablar con él, pensé en lo que iba a decirle. Prefería que
no conociera mi historia con las zapatillas. Prefería no decir-
le toda la verdad.
Quiero comprarle una cámara de fotos a mi novia. Es
muy aficionada a las plantas, y últimamente le ha dado
por hacer fotos de flores. El problema es que ni ella ni yo
tenemos la más remota idea de fotografía.
Me miró con cierta condescendencia, como si sus cono-
cimientos en materia fotográfica fueran demasiado vastos
y no supiera por dónde empezar.
Así que flores, ¿eh? me dijo, y se me quedó miran-
do de tal forma que por un momento se me pasó por la
cabeza la absurda idea de que se había dado cuenta del
engaño.
Flores, sí, ya ves; las mujeres
Pues entonces vas a tener que irte a un objetivo macro
con anillos de extensión, o incluso a una Micro Nikkor con
flash anular.
Yo le miraba con ojos desorbitados, sin entender una
palabra. Empecé a arrepentirme de haber consultado con
él, pero ya era tarde; estaba lanzado y no había forma de
pararlo.
Un objetivo macro permite sacar fotos desde muy
cerca. Los reporteros del National Geographic lo utilizan
para fotografiar insectos, flores y cosas así. Ya sabes dijo
con cara de pillo, balanceando la cabeza de izquierda a
derecha y haciendo un gesto obsceno con los dedos (metien-
do y sacando repetidas veces el dedo índice de la mano
derecha a través de un círculo formado por el pulgar y el
índice de la izquierda) , pornografía animal y vegetal,
apareamiento de moscas, polinización de flores y guarradas
de ese tipo.
Me estaba desanimando. No me veía como un reportero
del National Geographic, haciendo fotos macroscópicas
de mis zapatillas. La conversación estaba derivando hacia
derroteros imprevistos. Estuve a punto de decirle que lo
dejara, que no era importante, que se me habían pasado
las ganas de comprar la cámara, pero vencí la tentación;
necesitaba una cámara lo antes posible.
La verdad es que estaba pensando en algo menos
complicado le dije . Quiero decir que a mi novia eso del
macro no le va a gustar nada. Aparte de que supongo que
para utilizar un macro de esos habrá que saber un poco de
fotografía, y ya te digo que tanto ella como yo somos anal-
fabetos en la materia. Nunca hemos tenido una cámara.
Mirada de condescendencia.
Nunca es tarde para aprender.
Pero es que ella no quiere aprender; sólo quiere sacar
fotos.
De flores
Otra vez me miró como si se estuviera dando cuenta del
engaño.
De flores, sí. Fotos normales y corrientes; no son para
el National Geographic, ni para publicar en ninguna revis-
ta. Algo sencillo. Que sólo haya que apretar el botón. Nada
más.
En ese caso compraría una digital. Las cámaras digi-
tales son el futuro. Supongo que tendrás ordenador en
casa
Sí, claro.
Haces la foto, la descargas en el ordenador y ya está.
Incluso puedes manipularla si no te gusta.
¿Tú crees que se verán bien las flores?
Pues no sé, chico; yo tengo una cámara bastante buena,
pero nunca se me ha ocurrido sacar fotos de flores. Si quie-
res hago una prueba y te la enseño.
A mi novia le gustan las flores pequeñas; le encantan,
por ejemplo, las margaritas.
Joder con tu novia. Cada vez lo pones más compli-
cado.
Ya sabes, las mujeres
Qué me vas a contar.
Al día siguiente me enseñó varias fotos de margaritas.
Se distinguían bien las diversas partes de la flor. Me acor-
dé de las clase de botánica en el colegio: corola, estambres
y pistilo.
Compré una digital.
Te puedes imaginar cómo me sentí cuando hice la pri-
mera foto y la descargué en el ordenador. Ahí estaban los
puntos de vegetación, los rojos y ocres de los líquenes, las
manchas de verdín. Estaba todo lo que yo quería que se
viese. ¡Era suficiente! ¡No necesitaba más! ¡Ni objetivo
extensivo ni anillos macro!
Con la lupa podía apreciar hasta los más mínimos deta-
lles del paisaje, lo cual me ayudaba a elegir el día más
apropiado para la sesión de fotos. En el ordenador fui
guardando las fotos en orden cronológico, tal como tú las
has visto.
No llevo un plan de trabajo. Pienso que sería contrapro-
ducente. No se puede ser sistemático con unas zapatillas
con tanta vida interior. Una vida interior incontrolable,
que sigue sus propios impulsos, su propio ritmo, sin ate-
nerse a reglas, y mucho menos a los días del calendario.
Tengo buena vista, pero no se trataba tanto de ver como
de mirar; no tanto de mirar como de ver. Una suma de
ambas cosas: ver y mirar, mirar y ver. No es que los ojos
vieran más, sino que miraban de otra forma. Una concen-
tración, una intensidad en la mirada; un conocimiento del
objeto. Llegué a conocerlas como una madre a su hijo, como
un médico a un paciente de toda la vida. Me bastaba con
mirarlas para saber lo que estaba ocurriendo en su inte-
rior. Mi ojo era cada día más clínico. Con ayuda de la lupa,
podía hacer un diagnóstico preciso de la situación física y
el estado anímico en el interior de las zapatillas. Mi ojo clí-
nico me permitía anticiparme a los cambios del paisaje, las
variaciones en la forma o el color de la vegetación. Sabía
de antemano si un líquen iba a cambiar de color o se iba a
secar una zona verde.
Vivía tan intensamente la vida interior de las zapatillas
que de alguna forma los cambios tenían su reflejo en mi
propia vida interior, como si hubiera una extraña compene-
tración entre el estado de las zapatillas y mi propio estado
mental. Una especie de entendimiento, una química parti-
cular. Yo estaba a la expectativa, en un estado de alerta
que de alguna forma influía en otros aspectos de mi exis-
tencia. Ya no era sólo la curiosidad por saber lo que estaba
pasando en realidad en el interior de cada pantufla, sino
también de comprobar si era cierta mi intuición. Todo ello
me excitaba y me hacía sentir una vitalidad desconocida.
Si ya antes de empezar a fotografiarlas las miraba con
una intensidad especial, las sesiones de fotos intensifica-
ron todavía más la mirada. La concentraron aún más en el
objeto. Una especie de cosificación de la mirada, impregna-
da del paisaje en miniatura. De un solo vistazo era capaz
de hacer primero un análisis pormenorizado de todos los
detalles del bodegón, luego una síntesis, y finalmente una
tesis, un diagnóstico, una hipótesis de trabajo. Me ponía
retos a mí mismo, ponía a prueba mis dotes de observación,
mi conocimiento del paisaje. A veces lo veía tan claro que
no necesitaba la lupa para darme cuenta de que algo había
cambiado. Sacaba el ordenador a la terraza, miraba con
lupa las zapatillas y las comparaba con la última foto.
Líquenes que cambian de color y luego desaparecen para
que otros ocupen su lugar; zonas verdes de color amarillo
centeno víctimas del empuje de otras zonas de mayor vita-
lidad; brotes abortados antes de tiempo porque sus raíces no
encontraban un asidero en tierra firme. Metamorfosis del
paisaje en miniatura.
Durante varios meses hice muchas fotos, una media de
una sesión a la semana. En cada sesión hacía por lo menos
tres fotos. De las tres elegía una y la guardaba.
De las sesiones de fotos me gusta todo. No disfruto úni-
camente durante la sesión, sino también antes y después.
Una sesión de fotos no dura sólo el tiempo de hacer las
fotos, sino varios días. En realidad, cuando termino una
sesión y archivo la foto, ya estoy empezando a pensar en la
siguiente sesión, a hacer hipótesis de trabajo.
Te puedes imaginar lo que fue el nacimiento de la mar-
garita; todo un acontecimiento que seguí con inusitada
expectación desde bastante antes de que se produjera el
brote, primero, y luego el fruto. Todo empezó con un hilo
verde de menos de un centímetro de largo que descubrí un
buen día. Estaba pegado a la superficie de pana. Al princi-
pio no le di importancia. Solía encontrar elementos extra-
ños, motas de polvo o briznas de hierba traídas por el vien-
to que se incrustaban en la pana o el algodón. Con una
suavidad de cirujano que manipula un bisturí, acerqué la
punta de un lápiz y la introduje entre el hilo y la pana;
levanté un poco el hilo y comprobé que no era un elemen-
to extraño que se había adherido al tejido sino que forma-
ba parte del mismo. Con la punta del lápiz seguí el curso
del hilo hasta llegar a la misma raíz en el algodón del inte-
rior. La margarita había nacido en el interior de la zapa-
tilla y buscado la luz saliendo al exterior por el agujero
del cráter. ¿Te das cuenta? ¡La vida abriéndose paso! Con
muchísimo cuidado cogí el hilo entre el dedo pulgar y el
índice y di un tirón suavísimo, comprobando que la raíz
estaba firmemente plantada. ¡Era un brote! ¡Había nacido
una plantita! ¡La primera plantita! Yo era un científico que
acababa de descubrir con el microscopio el microbio que lle-
vaba buscando toda la vida; un cirujano que acaba de sal-
var una vida; un dios capaz de dar y quitar la vida. Como
el científico con el microbio, como el cirujano con el pacien-
te, como el dios con sus criaturas, me sentí conmovido por
esa plantita que acababa de nacer. En aquel instante de
plenitud, de epifanía, yo era el creador y las zapatillas mis
criaturas; yo les había dado la vida, las había hecho rena-
cer, y ellas me correspondían siendo, a su vez, fuente de
vida. Si las zapatillas eran mis hijas, aquella plantita, con
su leve soplo de vida, era mi nieta, una nieta no esperada
que me había hecho inmensamente feliz.
Los días siguientes fueron emocionantes. Yo miraba con
lupa el hilo verde y comprobaba, con inmensa satisfacción,
que estaba cada día más fuerte, más enraizado.
Un día, el extremo de la plantita engordó. En la punta
apareció un brote, una especie de botón. Lo estudié con lupa
y el diagnóstico fue el siguiente: hay vida dentro del botón.
¡Cómo me alegré de haberlas conservado, de no haber-
las tirado a la basura! ¡Qué orgulloso me sentí!
Había una especie de justicia poética en todo el proceso.
Hasta entonces yo me había ocupado de las zapatillas sin
un propósito determinado, como un jardinero. Las hume-
decía con el pulverizador y echaba un poco de tierra en el
interior. Ahora tenía la certeza de haber hecho lo correcto;
de haber obrado bien. Ahora tenía una historia entre manos,
una historia con planteamiento, nudo y desenlace, aunque
todavía no conocía el desenlace, no conocía ni tan siquiera
el nudo, habida cuenta de que no podía saber lo que estaba
ocurriendo en el interior de las zapatillas; no conocía la
cantidad de energía acumulada en el interior del algodón
donde había nacido la plantita. No era imposible que en ese
mismo momento estuvieran naciendo otras plantas en
otras partes de las zapatillas.
Tres semanas después del nacimiento de la brizna, o
mejor dicho, tres semanas después de que la brizna asoma-
ra la cabeza por el agujero del cráter de la superficie, se
produjo el milagro que yo estaba esperando: el botón de la
brizna sufrió una pequeñísima variación, una variación
invisible para los ojos pero no para la lupa.
La vida en el interior de las zapatillas se estaba abrien-
do paso.