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CULTURAL Año XXVI N° 1276 Montevideo, viernes 5 de diciembre de 2014 CIENCIAS, ARTES Y LETRAS Francisco Doratioto 15 I Elisa Lynch 6 I Thomas Whigham 14 I Abel Alexander 8 Margarita Durán Estragó 11 I Alfredo Boccia Romañach 7 I Guido Rodríguez Alcalá 13 E N E S T E N Ú M E R O El presente de esa guerra maldita Especial Guerra de la Triple Alianza ALGUNOS saben que Uruguay, aliado con Brasil y Argentina, peleó hace años una guerra desigual y espantosa contra Paraguay en tierras guaraníes, aunque ese conflicto se prefiere olvidar o recor- dar con discursos simples, repetidos. Poco se sabe, por ejemplo, de los miles de uruguayos que murieron allí entre 1865 y 1866. A 150 años del inicio del conflicto acompañamos a una expedición arqueo- lógica que siguió el derrotero final del contingente oriental en tierra guaraní. También entrevistamos a historiadores e intelectuales que cuestionan los relatos clásicos y la manipulación de la histo- ria, y revelamos documentos paragua- yos de época, siempre enfocados en los detalles de esa guerra que explican el presente de las cuatro naciones funda- doras del Mercosur. Ruth Benítez, a cargo de dicho Gabine- te, joven experta en excavaciones en campos de batalla y en particular en la Guerra del Chaco, trabajando en el hos- til entorno de la selva chaqueña. Ruth está embarazada de ocho meses. Su hijo en la panza, contra todos los augurios, será una notable compañía en las peripe- cias por venir. Este cronista integra el grupo convo- cado por el Batallón Florida del Ejército uruguayo, quien financia la expedición arqueológica a cargo de los investigado- res de Campos de Honor Diego Lascano y Marcelo Díaz Buschiazzo. Ambos han explorado los campos de batalla de Uru- guay y el extranjero. La meta: saber más de la batalla donde cayó el comandante oriental del Florida, León de Palleja, en el sitio conocido como Boquerón del Sauce (1866). En dicha batalla un triunfo paraguayo en tierra guaraníel contingente oriental fue virtualmente aniquilado. El Batallón Florida lleva en su seno dos cuestiones que duelen, y que sus in- tegrantes prefieren evitar. La más recien- te refiere a las violaciones a los Derechos Humanos ocurridas en sus instalaciones durante la dictadura militar, tema que la sociedad en su conjunto aún está proce- sando. La otra, más antigua, trata sobre su participación en la Guerra de la Triple Alianza, una guerra maldita que nadie quería pero que aún así fue la más terri- ble ocurrida jamás en América del Sur, equiparable por su escala y brutalidad con la contemporánea Guerra de Sece- sión norteamericana. Pero hay demasia- László Erdélyi U STEDES SON los urugua- yos?” pregunta una voz en la oscuridad. Son las 5 de la ma- ñana en la calle 15 de agosto, centro de Asunción, y el grupo carga sus variopintas pertenencias alimentos, equipo electrónico, valijas, abundante agua potableen una camioneta 4x4 alquilada. Todo huele a expedición al fin del mundo. El que pregunta es Sergio Ríos, antropólogo del Gabinete de Ar- queología del Ministerio de Cultura pa- raguayo. La expedición ahora es bina- cional. Se sumará media hora más tarde László Erdélyi (desde Humaitá, Paraguay) Iglesia de Humaitá hoy, tal como quedó tras el bombardeo de la escuadra brasileña, 1867-68

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Page 1: Guerra del Paraguay

CULTURALAño XXVI ● N° 1276 ● Montevideo, viernes 5 de diciembre de 2014C I E N C I A S , A R T E S Y L E T R A S

Francisco Doratioto 15

I Elisa Lynch 6 I Thomas Whigham

14 I Abel Alexander

8

Margarita Durán Estragó 11

I Alfredo Boccia Romañach 7 I Guido Rodríguez Alcalá

13

E N E S T E N Ú M E R O

El presente de esa guerra malditaEspecial Guerra de la Triple Alianza

ALGUNOS saben que Uruguay, aliado con Brasil y Argentina, peleó hace años una guerra desigual y espantosa contra Paraguay en tierras guaraníes, aunque ese conflicto se prefiere olvidar o recor-dar con discursos simples, repetidos. Poco se sabe, por ejemplo, de los miles de uruguayos que murieron allí entre 1865 y 1866.

A 150 años del inicio del conflicto acompañamos a una expedición arqueo-lógica que siguió el derrotero final del contingente oriental en tierra guaraní. También entrevistamos a historiadores e intelectuales que cuestionan los relatos clásicos y la manipulación de la histo-ria, y revelamos documentos paragua-yos de época, siempre enfocados en los detalles de esa guerra que explican el presente de las cuatro naciones funda-doras del Mercosur.

Ruth Benítez, a cargo de dicho Gabine-te, joven experta en excavaciones en campos de batalla y en particular en la Guerra del Chaco, trabajando en el hos-til entorno de la selva chaqueña. Ruth está embarazada de ocho meses. Su hijo en la panza, contra todos los augurios, será una notable compañía en las peripe-cias por venir.

Este cronista integra el grupo convo-cado por el Batallón Florida del Ejército uruguayo, quien financia la expedición arqueológica a cargo de los investigado-res de Campos de Honor Diego Lascano y Marcelo Díaz Buschiazzo. Ambos han explorado los campos de batalla de Uru-guay y el extranjero. La meta: saber más de la batalla donde cayó el comandante oriental del Florida, León de Palleja, en el sitio conocido como Boquerón del Sauce (1866). En dicha batalla —un triunfo paraguayo en tierra guaraní— el contingente oriental fue virtualmente aniquilado.

El Batallón Florida lleva en su seno dos cuestiones que duelen, y que sus in-tegrantes prefieren evitar. La más recien-te refiere a las violaciones a los Derechos Humanos ocurridas en sus instalaciones durante la dictadura militar, tema que la sociedad en su conjunto aún está proce-sando. La otra, más antigua, trata sobre su participación en la Guerra de la Triple Alianza, una guerra maldita que nadie quería pero que aún así fue la más terri-ble ocurrida jamás en América del Sur, equiparable por su escala y brutalidad con la contemporánea Guerra de Sece-sión norteamericana. Pero hay demasia-

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USTEDES SON los urugua-yos?” pregunta una voz en la oscuridad. Son las 5 de la ma-ñana en la calle 15 de agosto,

centro de Asunción, y el grupo carga sus variopintas pertenencias —alimentos, equipo electrónico, valijas, abundante agua potable— en una camioneta 4x4 alquilada. Todo huele a expedición al fin del mundo. El que pregunta es Sergio Ríos, antropólogo del Gabinete de Ar-queología del Ministerio de Cultura pa-raguayo. La expedición ahora es bina-cional. Se sumará media hora más tarde

László Erdélyi (desde Humaitá, Paraguay)

Iglesia de Humaitá hoy, tal como quedó tras el bombardeo de la escuadra brasileña, 1867-68

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dos puntos oscuros y discursos trampo-sos; el pasado es confuso. “Creemos que a 150 años podemos comprender qué pasó realmente” dice el actual coman-dante del batallón, el teniente coronel Wilfredo Paiva, con optimismo. Com-pleta el grupo el coronel Roberto Velaz-co, licenciado en historia de los conflic-tos armados. La idea es encontrar pistas concretas que renueven la historia.

Dejamos atrás Asunción con las pri-meras luces del alba. Son 400 kilóme-tros hasta Humaitá, en las orillas del es-tratégico río Paraguay, hoy un pacífico pueblo de apenas mil habitantes pero en-tonces, durante la guerra, una temible fortaleza paraguaya conocida entonces como la “Sebastopol de América del Sur”, en referencia a la ciudad rusa ase-diada de la Guerra de Crimea. A pocos kilómetros de allí, en Paso Pucú, estuvo instalado el líder paraguayo Solano Ló-pez comandando esa sangrienta fase de la guerra ocurrida en una pequeña len-gua de territorio cerrada por los ríos Pa-raguay y Paraná, y que desde territorio argentino es observada por Corrientes. El pueblo de Humaitá, que todavía con-serva las ruinas de su iglesia bombar-deada por los acorazados brasileños, se-ría nuestra base de operaciones.

BIENVENIDO A LA SELVA. Los kilómetros previos a Humaitá muestran lo hostil del territorio que recibió a aquellos cientos de miles de soldados: esteros, humeda-les, naturaleza generosa, colores, soni-dos y olores que todo lo invaden. Llega-mos apenas pasado el mediodía y, en un trance frenético para aprovechar la tar-de, los integrantes del equipo se prepara-ron para su “guerra” con la naturaleza: botas especiales, polainas antiofídicas, pantalones de selva, guantes, sombreros, abundante repelente de larga duración, y los detectores que permiten “iluminar” lo que hay bajo tierra.

El campo de batalla de Boquerón del Sauce queda a 13 kilómetros en línea recta de Humaitá, según afirman los geolocalizadores satelitales o GPS. Pero los caminos son un desastre, dignos de camionetas con doble tracción, por los que apenas se puede transitar a diez, quince kilómetros por hora (las lluvias de los días siguientes lo empeorarían). Antes de llegar se impone la visita de ri-gor al propietario privado del sitio de la batalla, lugar que en sus claros no selvá-ticos es propicio para la explotación ga-nadera. Luego, tardamos una hora en llegar. Tras franquear las tranqueras ca-minamos varios kilómetros de la mano del baqueano Vicente por una selva tupi-da donde se pierden todas las referen-cias, y hay demasiado silencio. Nos acompañan tres policías que filman todo. Luego un claro y la selva otra vez.

char la primera frase de la voz en off: “¿Qué es esta guerra en el corazón de la naturaleza?”). En este entorno in-transigente los aliados y los paraguayos pelearon durante dos años muchas bata-llas, todas brutalmente sangrientas, y al-gunas fuera de escala como la de Tuyu-tí, cerca de Boquerón del Sauce, en la cual se enfrentaron casi 80 mil solda-dos. Es la madre de todas las batallas la-tinoamericanas: se dispararon millones de proyectiles y en pocas horas murie-ron 15 mil hombres. Luego, cuando los aliados superaron Humaitá en 1868, co-menzó la última fase de la guerra, la “aniquilación”. Bajo mando brasileño esta triste etapa de “guerra total” duraría dos años más, donde hasta los niños pa-raguayos fueron enviados a morir a los campos de batalla.

En Boquerón del Sauce los combates duraron tres días y produjeron 7.500 ba-jas. El fotógrafo Javier López de la casa montevideana Bate & Co. tomaba sus fotografías incluso en plena batalla. También las montañas de cadáveres. Y una anodina: la vista de la entrada del Boquerón desde las líneas aliadas, una foto vacía, con pastos chamuscados, to-mada en la tensión previa al comienzo de la batalla del 18 de julio. Tras buscar el sitio adecuado bajo un sol abrasador (“mirá dónde pisás” me advierten), tomo la misma foto 148 años más tarde.

Vuelvo para alcanzar el grupo. De pronto, a primera vista, sobre un terrón recién dado vuelta por una vaca, reluce algo muy blanco. Es una bala minié de plomo, esas que por su alta velocidad provocaban daños espantosos en los teji-dos, órganos y huesos humanos. Anun-cio a gritos mi hallazgo. Llega Diego y repite el protocolo de recuperación. Como podríamos comprobar en los días siguientes hay mucho material en la su-perficie a pesar de los años, los elemen-tos, los animales y los saqueadores.

Darío Encina, periodista paraguayo de Paso de Patria, nos cuenta de este le-gado maldito de hierro y plomo que “duerme” en estas tierras. En la década del cincuenta algunos propietarios, can-sados por no poder arar sus tierras (los arados quedaban destrozados), optaron por limpiar y vender el metal que luego era transportado en barcazas hacia las fundiciones argentinas río abajo. Luego apareció un personaje singular: el colec-cionista. Poco a poco viejos sables, fusi-les, balas, hebillas, bayonetas, y proyec-tiles de diversos calibres pasaron a valer cientos, y a veces miles de dólares, se-gún la rareza de la pieza. También podía aparecer oro o plata en forma de mone-das, a veces en cantidades importantes. El coleccionista devino entonces en bus-cador de tesoros. Hoy es un lucrativo ne-gocio que hasta tiene sus “recolectores”

Los mosquitos zumban, pero todavía con respeto. Una suerte de lianas y una planta terriblemente espinosa, con un fruto carmesí al medio (caraguatá), ha-cen dificultoso el trillo. Es aquí donde valoramos las botas de selva, las incó-modas polainas, y los pantalones cargo.

Ya con la ropa empapada en sudor aparece la trinchera paraguaya de Bo-querón, la que Palleja y sus tropas no pudieron franquear en un ataque frontal, suicida, un 18 de julio de 1866. Dicha trinchera, de tres metros de profundidad por cuatro de ancho, era el obstáculo fi-nal que encontraba el soldado oriental o argentino si sobrevivía a la balacera y las granadas que le tiraban en el desfila-dero previo de 400 metros de largo. Una vez llegado al foso debía bajar con esca-lera, moverla y trepar del otro lado para encontrar al adversario, que hacía rato le disparaba con comodidad. En los hechos fue un virtual fusilamiento.

Diego enciende el detector de meta-les, y éste enloquece. “Acá hay algo grande” dice. Es el primer hallazgo: un trozo de metralla de unos 200 gramos de peso. Hierro puro, oxidado, que hace 148 años voló incandescente, mortal, tras desprenderse de la carcasa de una granada disparada por un cañón La Hit-te, granada que estalló en tierra o en el aire. Comienza el protocolo arqueológi-co de rigor: registro del sitio preciso de acuerdo al GPS, características de la pie-za, estado de conservación, origen, etc.. Son datos concretos que “hablan” de lo que ocurrió en el lugar. Recién después la pieza se recoge para su conservación. Ese primer hallazgo es aprovechado por Marcelo para explicar de forma didácti-ca el proceso a los presentes. Hay exci-tación, pero también respeto. Quizá un ser humano fue destrozado por esa omi-nosa pieza de hierro.

Ruth Benítez, Marcelo Díaz Buschiazzo y Diego Lascano a metros de la trinchera paraguaya

Volvemos agotados a Humaitá. Es Halloween, 31 de octubre. No tenemos caramelos. Un gracioso arriesga que, en caso de no acatar el “truco o treta”, los niños de Humaitá te tiran granadas vie-jas. Pero no. Como se podrá comprobar en los días siguientes, los humaiteños protegen su cultura local, de fuerte im-pronta guaraní, de cualquier bruja im-portada. Tienen suficiente con sus pro-pios demonios.

BOMBAS ACTIVAS. Poco a poco se toma conciencia de la escala de lo que ocu-rrió allí, no sólo en términos militares. Los ingenieros, capaces de construir complejas fortificaciones en horas o in-ventar de la nada caminos de cientos de kilómetros, tuvieron que lidiar con un entorno extremo del que no existían mapas, con abundantes ríos, pantanos, lagunas, paisaje que remitía por su exo-tismo y aislamiento al Congo de la no-vela El corazón de las tinieblas de Jo-seph Conrad (1899), con Solano López como un posible Kurtz conradiano (es curioso: desde que leí sobre las orejas cortadas de los marinos brasileños ma-sacrados que fueron colgadas a modo de trofeo en el vapor paraguayo Iporá, en el Mato Grosso, las imágenes de la película Apocalipsis ahora de Francis Ford Coppola (1979) siempre estuvie-ron presentes, sobre todo las tremendas escenas finales en el campamento de Kurtz. Sin embargo las imágenes que me acompañaron en Boquerón cada día, a modo de ensoñación, no fueron esas; pertenecían a la película La del-gada línea roja de Terrence Malick (1998), sobre el asalto norteamericano a Guadalcanal. Es una película de guerra curiosa, con muchos silencios. Hacía años que no la veía; tras volver y repro-ducirla online todo quedó claro al escu-

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Hallazgo de un conjunto de 54 piezas (mayormente balas) de la cartuchera de un soldado pro-veedor, quizá paraguayo. Boquerón del Sauce, 2014.

profesionales, a veces mejor armados que la policía, aclara un integrante de la comitiva. Diego y Marcelo sufren ante estos relatos. “Es increíble toda la infor-mación que se pierde” en términos ar-queológicos. Algunos habitantes locales, como la venerable Vicenta Miranda de Humaitá, llevan adelante museos priva-dos con la finalidad de salvar parte de este patrimonio, tarea que se remonta a generaciones. Nos conduce a su casa que ofrece un despliegue de múltiples artefactos. Hay piezas insólitas, como una planchita de hierro de apenas seis centímetros, quizá utilizada para plan-char los cuellos de las camisas de los oficiales aristócratas brasileños. Tam-bién muchos proyectiles de cañón La Hitte sin estallar y aún activos, de tres calibres diferentes, muchos kilos de peso y extrañas formas alargadas. “¿Hay ma-nera de desactivarlos?”, pregunto. Die-go dice que no. Con la espoleta de igni-ción oxidada y la pólvora quizá muy inestable, el riesgo es alto. Mientras, duermen su sueño de muerte en el jardín junto a las plantas.

Marcelo y Diego dedican una maña-na a un taller para los propietarios de es-tos museos privados. Les enseñan sobre conservación de materiales para cortar, por ejemplo, el proceso de oxidación del hierro. También les cuentan sobre sus procedimientos para llegar a identificar la trinchera paraguaya de Boquerón del Sauce apelando a la fotografía satelital y a diversas fuentes documentales. Vicen-ta, que es profesora de Historia, es la más entusiasmada. “Saben más que no-sotros”, le dice a otra participante, baji-to. Ésta mira al piso, duda un instante y le contesta, apretando los labios: “No, no saben más que nosotros”.

Volviendo de Paso de Patria para-mos en el monumento conmemorativo a la batalla de Estero Bellaco (1866), que luce como un pantano vacío, ino-cuo, a pesar de que miles y miles de hombres murieron allí en pocas horas. Un par de kilómetros más y nos dete-nemos en el monumento a la batalla de Tuyutí (1866). La visita es turística; caminamos sin mayor preocupación. Estoy sin lentes y aún así me llama la atención un punto blanco en medio de un terrón de tierra bien colorada. Otra bala minié. Antes de advertir a los de-más del hallazgo recuerdo el relato de Haruki Murakami de su visita al cam-po de batalla de Nomohan (1939), en la frontera de Manchuria, mientras in-vestigaba para la que luego sería su consagratoria novela, Crónica del pá-jaro que da cuerda al mundo. Mura-kami encuentra los vestigios bélicos a ras de tierra, intactos, como si el tiem-po, el día de la batalla, se detuvo para siempre.

HALLAZGO ARQUEOLÓGICO. La guardia po-licial nos acompaña siempre, por seguri-dad, me dicen. “Es que aquí hay ana-condas” agrega Sergio con naturalidad, mientras le pregunto por el nombre cien-tífico para disimular el susto (anaconda amarilla, eunectes notaeus). Yacarés ha-bíamos visto, aunque sólo el par de oji-tos que nos observaban sobresaliendo del agua (esos mismos que los oficiales aliados cazaban por deporte, según las crónicas). Ya no hay silencio. Los mo-nos aulladores se hacen sentir a la caída del sol con un peculiar gemido lejano, como de ultratumba, desgarrador. Hace dos meses Vicenta había visto un puma a algunos kilómetros de aquí. Alguien aclara que la policía acaba de matar la semana pasada a un yaguareté en este mismo monte (jaguar, panthera onca). Sergio se lamenta: es una especie en pe-ligro. Atacó tres vacas, nos informan. El “gatito” en cuestión pesaba entre 50 y 100 kilos. Si a eso le sumamos la habi-tual población de culebras y arañas, mosquitos y moscones, más la brutal alergia que me provocaban el polen y los ácaros, la estadía en la selva perdía romanticismo a pasos agigantados; deci-dí poner fin a mis paseos solitarios bus-cando mariposas, que aquí son gigantes y de colores insólitos. Una hora más tar-de escucho lejos un rugido de gato gran-de que retumba en el monte. De un salto le advierto a los compañeros, pero nada; es el último día y la búsqueda arqueoló-gica es pura adrenalina. La idea románti-ca de que la “selva te habla” era ahora li-teral, y crecía a cada instante.

De pronto Diego anuncia a gritos un hallazgo. Comienza a escarbar con cui-dado. Los sensores enloquecen. Aparece una bala, dos, cuatro, todas juntas, y los sensores anuncian más. Al final quedan al descubierto 54 objetos amontonados

fidelidad masculina. Miro a Ruth, su fla-cura, su panza prominente, una joven madre profesional que no ha engordado un solo kilo más allá del necesario para su bebé, y veo que pertenece a un mun-do más concreto, universal, libre de todo discurso. Es puro equilibrio zen en un mundo masculino que se resquebraja.

Retornamos a Humaitá a los saltos en la caja de la camioneta. Hay mucho can-sancio. Sergio me pregunta cómo se va-lora la figura del Presidente uruguayo Venancio Flores, comandante oriental de esta guerra, en el Uruguay de hoy. “¡Muy mal!” le contesto. Él y Paiva, que está a su lado, me miran con los ojos redondos por la respuesta poco analítica. Pero no es fácil para un uruguayo com-prender a los compatriotas de entonces, donde blancos y colorados se mataban apoyados por los vecinos de turno sin un sentido claro de nacionalidad, y esas lu-chas fueron el detonante de esta horren-da guerra que provocó más de 300 mil muertos entre pueblos hermanos. Por eso la historiografía uruguaya ha evitado estudiar la campaña de Flores en Para-guay. Poco se sabe de los miles de uru-guayos que murieron en las batallas de Yatay, Estero Bellaco, Tuyutí o Boque-rón del Sauce, a pesar de que León de Palleja legó unos diarios que toda la his-toriografía de la guerra ha valorado. La realidad, sin embargo, es que “nunca se ha escrito una historia de la campaña de la División Oriental en Paraguay” escribe el Profesor Juan Manuel Casal (“La División Oriental en la Guerra del Paraguay”, 2009). Por qué fueron, por qué desertaban o enfermaban, cuáles eran sus dilemas vitales, qué sentían más allá de banderas, enconos u otras mise-rias. Thomas Whigham en su notable La Guerra de la Triple Alianza aporta gran cantidad de datos sobre la campaña militar uruguaya y explica en una entre-vista para este suplemento el por qué de esta omisión (pág. 14-15).

A la vuelta encuentro periodistas lo-cales que trabajan para medios de Asun-ción. Cubren el trabajo arqueológico de Campos de Honor en tierra paraguaya pero sus angustias están en otra parte. Días atrás fue asesinado el colega del diario ABC Color Pablo Medina por el crimen organizado. También la probable instalación de una central atómica en la provincia argentina de Formosa. Vuelvo al hotel para ordenar las notas; escucho a alguien del equipo comentar que la due-ña de uno de los museos privados de Paso de Patria que habíamos visitado no deja ingresar al mismo a militares brasi-leños uniformados. Algún rencor persiste del lado paraguayo, y la falta de tacto brasileño también. Después de todo lo que ocurrió en esa guerra tan presente, el uniforme debería quedar en casa. ●

entre los que hay balas de varios tipos, pedernales, etc., provenientes de la cartu-chera de un soldado proveedor, quizá pa-raguayo, el famoso supporter de los vi-deo games actuales (del tipo shooters, aclara mi hijo, que agrega: “¿Por qué no hay video games sobre la Guerra de la Triple Alianza?”). Pero el supporter, que puede transportar hasta desfibrilador, es un hombre rico al lado de aquel soldado mal alimentado, con su uniforme hecho harapos, picado y mordido por alimañas varias, que había perdido los hábitos de higiene, que sobrevivió al cólera y que quizá fue testigo del disparo mortal reci-bido por León de Palleja a pocos metros de donde cayó su cartuchera. El cuero había desaparecido pero todo estaba allí, a 55 metros de la trinchera paraguaya. Una vez en el suelo alguien la pisó y en-terró por 148 años en el fango. El equipo coincidió en que era un hallazgo arqueo-lógico notable.

Las 54 piezas fueron registradas por Ruth, sentada junto a Diego y Marcelo, en un proceso que duró dos largas horas. En los cuatro días que nos internamos en la maleza, fuimos atormentados por un sol abrasador, los pies dolían y la cadera estallaba, Ruth nunca se quejó. Días des-pués ella anotaría en su Facebook: “Así trabajaron siempre las ‘mujeres de trin-cheras’ del Paraguay. Mujeres madres-padres que debían cumplir la misión aún en situaciones adversas”. Este dis-curso, de fuerte carga heroica, es parte importante de la identidad nacional pa-raguaya. En la guerra murieron casi to-dos los hombres y las mujeres se pusie-ron el país al hombro con abnegación, a pesar de haber sufrido lo indecible y de que nunca las consultaron para empezar esa guerra. Es un discurso paradójico, pues estas heroínas conviven hoy con un poderoso machismo donde abunda la in-

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Morir por el sueño de otrosUn origen complejo

Thomas Whigham

la de América del Norte. Con todo ello, y a pesar del lugar central que ocupa en la experiencia de cuatro países, relativamente pocos académi-cos la han examinado. Esto es en par-te debido a las dificultades en la do-cumentación, la cual se encuentra dispersa en una serie de diferentes ar-chivos, bibliotecas y colecciones pri-vadas distribuidos en muchos países.

pero ni la Argentina ni el Brasil podían exhibir algo que se le asemejara.

La “Argentina” era esencialmente una ciudad —Buenos Aires— con una cultura política típicamente urbana y una élite supuestamente “liberal” y modernizadora que buscaba proyectar su imagen de la nación al atrasado y recalcitrante interior. La gente en el campo tenía poco apego por los porte-ños, como llamaban a los habitantes de Buenos Aires, y ciertamente ningún interés en vivir bajo su sombra. Para que los provincianos aceptaran una Argentina unida bajo reglas porteñas, necesitaban concebirse a sí mismos como “argentinos” antes que riojanos, entrerrianos o salteños. No tenían pre-paración histórica para esta perspecti-va y les resultaba difícil adoptarla, así como los venecianos o los bávaros en-contraban difícil pensarse a sí mismos como italianos o alemanes. A diferen-cia de la gente del Paraguay, los argen-tinos necesitaban que la identidad na-cional fuera creada para ellos. Este era un proceso muy desigual, puesto que si las provincias rechazaban algún as-pecto del libreto, los porteños estaban listos para imponérselo por la fuerza.

Brasil era un país enorme con divi-siones sociales complejas. En términos culturales, las regiones del norte y el nordeste eran muy diferentes de las ciudades de Rio de Janeiro y São Pau-lo, así como de las amplias planicies de Rio Grande do Sul. Es verdad que la lengua portuguesa y un corpus com-partido de tradiciones del Viejo Mun-do mantenían al Brasil unido en torno a ciertas usanzas. Algunas regiones se-guían esas tradiciones mucho más que otras, sin embargo, y un importante grupo social —los esclavos africa-nos— se adaptaban a ese contexto cul-tural solamente a través de la coerción. En cuanto a la lengua, las variedades carioca, paulista, gaúcha y sertaneja del portugués, aunque mutuamente in-teligibles, diferían sustancialmente en vocabulario y acento. Y, por encima de todo, las provincias del nuevo Imperio brasileño soportaban un agudo aisla-miento, una circunstancia que era tan desestabilizadora como inevitable.

ÉLITES AMBICIOSAS. Lo que el Brasil carecía en unidad social lo compensa-ba parcialmente con la tenacidad de sus élites dirigentes en su dedicación

Consultar incluso una porción de este material constituye una tarea tan for-midable que la mayoría de los acadé-micos ha limitado sus investigaciones a fuentes secundarias.

LA NACIÓN EN DISCUSIÓN. Otro proble-ma que enfrentan los investigadores tiene que ver con las caldeadas polé-micas que estallaron durante el con-flicto, continuaron posteriormente por varias generaciones y en muchos as-pectos persisten hasta nuestros días. Las agendas políticas y la inflexibili-dad filosófica ensombrecieron los he-chos y pocos intentos se hicieron para entender qué exactamente ocurrió. Ninguna interpretación ha sido ínte-gramente satisfactoria y esto ha lleva-do a muchas controversias estériles acerca de las causas iniciales y las mo-tivaciones. Los académicos, por lo ge-neral, se han limitado a pequeños aná-lisis reales de la guerra en sí misma.

Creo que la mejor explicación de los orígenes y la gestación de la guerra descansa en el pequeño ámbito de las ambiciones políticas y cómo estas am-biciones se expresaron en la construc-ción de nuevas naciones. El dicciona-rio define nación como una comuni-dad de personas de una o más naciona-lidades con su propio territorio y go-bierno. El habitante medio del conti-nente sureño, sin embargo, tenía una multitud de problemas cotidianos que resolver y, por lo tanto, poco interés en cualquier “nación” que no pudiera ver con sus propios ojos. Tenía mínima consideración por otros “ciudadanos” que no conociera o entendiera. ¿Qué podían hacer por él en términos prácti-cos? Si tenían diferentes costumbres, diferente idioma y diferente visión del mundo, ¿cómo entonces podían ser parte de su realidad política?

Significativamente, el Paraguay era la única “nación” o “cuasinación” en la región, basada como estaba en es-trechas tradiciones de paternalismo y solidaridad comunitaria, dentro de un ambiente cultural único. Este ambiente era, en ciertos sentidos, más indio que español en su carácter. Proporcionaba a los paraguayos su propio idioma, el guaraní, y una identidad que aparecía en términos amplios como “nacional” incluso durante la era colonial. Tal vez Chile tenía algún grado de tal senti-miento nacional en el mismo período,

Soldado paraguayo en la batalla de Tuyutí. Anfiteatro Municipal Francisco Solano Ló-

pez, Paso de Patria, Paraguay

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LOS AXIOMAS sobre la natu-raleza de la guerra son tan viejos como la guerra misma. Tucídides decía que los hom-

bres van a la guerra por una de tres ra-zones: temor, interés u honor. Siglos más tarde, Carl von Clausewitz soste-nía que la guerra es la continuación de la política por otros medios, en tanto que William Tecumseh Sherman, su-cinta y memorablemente, sentenciaba que la guerra es “nada más que el in-fierno”. Ninguno de ellos tenía en mente al Paraguay, pero sus lecciones en Siracusa, Austerlitz y Kennesaw Mountain son también aplicables a aquella república sudamericana y sus vecinas entre 1864 y 1870. La guerra puede insuflar nueva vida a sistemas políticos moribundos, puede empujar a humildes figuras a posiciones de prominencia, puede redefinir nacio-nes, pero también mata extensiva e in-discriminadamente, por lo general sin distinción entre inocentes y culpables y dejando devastación a su paso. La Guerra del Paraguay o de la Triple Alianza, en todos estos sentidos, no fue diferente a todos los conflictos que la precedieron.

Sin embargo, la Guerra de la Triple Alianza sí fue distinta a todas las que se habían visto en esta parte del mun-do. Presentó una notable mezcla entre lo moderno y lo antiguo, con buques acorazados y globos de observación compartiendo el escenario con batallo-nes de soldados descalzos armados con lanzas de tacuara.

La guerra también tuvo amplios efectos políticos. Hizo posible la con-solidación final de la Argentina como un estado-nación y abrió un nuevo ca-pítulo en la lucha entre los partidos Colorado y Blanco en el Uruguay; ele-vó la posición social y política de ofi-ciales militares brasileños, una ten-dencia que a la larga llevaría al derro-camiento del imperio; y aplastó al Pa-raguay, aniquilando sus instituciones económicas y sociales y haciendo que su población de 450.000 se encogiera en alrededor del 70 por ciento.

La Guerra de la Triple Alianza conlleva la misma relación con la historia de América del Sur que la Guerra Civil de Estados Unidos con

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1863. En marzo Venancio Flores invade Uruguay proveniente de Argentina e inicia una rebelión con-tra el presidente Bernardo Berro. En junio Berro envía a Octavio Lapido a Asunción para buscar una alianza contra Argentina y Brasil, pero Solano Ló-pez da un apoyo tímido.

1864. Comienza la guerra. En octubre tropas brasi-leñas invaden Uruguay y en diciembre, junto a Flores, cercan y toman Paysandú. El 28 de diciem-bre Solano López invade el Mato Grosso brasile-ño. Para defender a Uruguay al sur, ataca al norte.

1865. Cae el gobierno legal de Berro y Flores asu-me como presidente. Se firma el Tratado de la Tri-ple Alianza entre Argentina, Uruguay y Brasil (mayo). La armada paraguaya es derrotada por la brasileña en la batalla naval de Riachuelo (junio).

Solano López ataca Río Grande do Sul y Corrien-tes, sufriendo varias derrotas (Yatay, Uruguayana). Se retira y atrinchera en territorio paraguayo.

1866. Los ejércitos aliados, bajo el mando de Mi-tre, invaden Paraguay. Con el objetivo de llegar a la fortaleza de Humaitá son derrotados en Estero Bellaco, Boquerón del Sauce, Curupaytí, pero sa-len victoriosos en Tuyutí y Curuzú.

1867. Mitre transfiere el mando al duque de Ca-xias. Sucesivos combates terrestres y fluviales, du-rante todo el año, van cerrando el cerco sobre Hu-maitá, con enormes pérdidas en ambos bandos.

1868. Ante la inminencia de la caída de Humaitá, Solano López evacúa Asunción, que luego es bom-bardeada por la flota brasileña. En julio cae Hu-

maitá. Paraguay comienza la Guerra Total con una movilización de toda la población sin distinción de edad, sexo o clase social. En diciembre se dan im-portantes batallas (Ytororó, Avaí, Lomas Valenti-nas). Solano López persigue a muchos compatrio-tas por supuestas conspiraciones, con fusilamien-tos y torturas, de los que no se salvan ni su madre ni sus hermanos.

1869. Tropas brasileñas ocupan Asunción, que está vacía. Solano López huye con lo que queda de su ejército. Últimos enfrentamientos hasta la batalla de Acosta Ñu, conocida como la “masacre de los niños”. Continúa la persecución de Solano López. El hambre y las enfermedades diezman a la población civil. 1870. En marzo Solano López es cercado y muerto en Cerro Corá. Finaliza la guerra. ●

Cronología

por las instituciones de la esclavitud y la monarquía de Bragança. La “na-ción” brasileña reflejaba los intereses de la élite, conformada por grandes mercaderes, burócratas, fazendeiros y productores agrícolas, personas de muy buena posición que se casaban entre ellas. Muchos habían obtenido títulos de Derecho o Medicina en uni-versidades europeas. Se vestían del mismo modo y tenían los mismos há-bitos. Intercambiaban chistes y refle-xiones en latín, una práctica que los ayudaba a definirse como grupo me-diante la diferenciación con otros bra-sileños (sin excluir a la mayoría del clero).

Estas élites consideraban la políti-ca como su prerrogativa natural a la par de reconocerle una encumbrada posición al emperador. Le dejaban la tarea de proteger a las masas, que ellos juzgaban incapaces de autogo-bernarse y poco dignas de mucha atención en cualquier caso. El Brasil que deseaban crear explícitamente identificaba el rol de la monarquía con el de la nación, con el propósito de defender mejor sus privilegios tra-dicionales al tiempo de hacer avanzar al país económicamente. Proclama-ban que la monarquía evitaba la des-composición social, mientras que el republicanismo nominal de los esta-dos hispanoamericanos generaba nada más que conflictos. El empera-dor debía estar en el centro de cual-quier sistema político moderno, sos-tenían, debido a que él simbolizaba todo lo que era civilizado, todo a lo que el país podía aspirar.

Cada uno de los países que partici-paron en la Guerra de la Triple Alian-za ofrecía su propia solución a los de-safíos de la independencia. La dirigen-cia paraguaya era claramente más per-suasiva en convencer a la población de aceptar su definición de “nación”. Esto era en parte una cuestión de esca-la. Paraguay era un país pequeño, más fácil de controlar y poseía un fuerte sentimiento de comunidad. Pero tanto las élites de la Argentina como del Brasil se sentían también seguras de sus propias interpretaciones de la na-cionalidad. ¿Cuál modelo sería más adecuado, el de una pequeña nación con una cultura y una política clara-mente definidas o el de una nación grande con política y cultura cívica ar-tificiales e importadas? Esta pregunta no se enmarcaba dentro de una simple cuestión de ideas y palabras, sino de acciones. Y estas acciones tendían a ser sangrientas.

LA TRAGEDIA URUGUAYA. La lucha so-bre las especificidades de la nacionali-dad era obvia en el Uruguay, el cuarto país involucrado en la Guerra de la Triple Alianza. La Banda Oriental, como era llamada comúnmente, había sido testigo de una gran competencia entre españoles y portugueses durante el período colonial. Aun después de obtenida la independencia, la inter-vención extranjera y las pendencias partidarias entre colorados y blancos mantuvieron al Uruguay al borde del caos hasta mediados de los 1860. Bajo tales circunstancias, su pueblo no po-día decidir cuál modelo de nacionali-

la medida en que los esfuerzos por controlar recursos y rutas comerciales excedían el respeto formal por la so-beranía. Tercero, la política era confu-sa y problemática, con el poder de la autoridad central extendiéndose hacia el interior solo tentativamente. Final-mente, e irónicamente, el rasgo que sí mantenía unida a la gente era una tra-dición marcial de cierta antigüedad. El pueblo, acostumbrado a pelear peque-ñas guerras, estaba preparado para pe-lear una grande. Cuando esta llegó, fue terrible.

La Guerra de la Triple Alianza fue un conflicto de personas comunes —agricultores, granjeros, peones, zapa-teros, vendedores ambulantes y mu-chos otros—, hombres que se reunie-ron, compartieron muchas noches in-somnes, celebraron, sufrieron hambre y privaciones, se embriagaron, pena-ron y sufrieron cuantas tribulaciones se pueda imaginar. Para tales hombres y mujeres, la guerra no tenía nada que ver con la construcción de una comu-nidad humana más perfecta. Habrían reaccionado con una mezcla de burla y desagrado ante la sugerencia de que sus esfuerzos encajaban dentro de al-gún modelo superior de desarrollo his-tórico. Después de todo, era su sangre la que cubría los campos del Paraguay, sus vidas las que nunca serían las mis-mas. Para ellos, la guerra no era políti-ca, sino personal, evidencia horrible del precio que algunos pagan por el sueño de otros. ●

(Introducción a La Guerra de la

Triple Alianza de Thomas Whigham)

dad elegir. En ello radicó su tragedia y, a la postre, la de toda la región.

Los enfrentamientos entre partida-rios de los distintos paradigmas iban desde esfuerzos simplistas de influen-ciar la opinión de los pobres hasta confrontaciones intermitentes sobre territorios en disputa y acceso a los ríos. Ello inevitablemente llevaría a un conflicto de gran escala que involu-craría a cientos de miles de personas. La Guerra de la Triple Alianza fue el resultado más brutal y profundo de un proceso que venía gestándose por ge-neraciones.

Cuatro patrones históricos interre-lacionados son distinguibles a lo largo del mismo. Primero, los límites —na-cionales y de otro tipo— eran inesta-bles, aun cuando los tratados cuidado-samente los definían. Segundo, la ló-gica económica alentaba violentos en-cuentros a través de estas fronteras, en

Planchita de hierro encontrada en las cerca-nías de Tuyutí, quizá para planchar los cuellos

de las camisas de los oficiales brasileños.

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Lealtad y privilegiosSobre Elisa Lynch

FUE HACIA el final, cuando ya todo hacía pensar que la guerra estaba perdida y el pe-riplo detrás del mariscal era apenas la pos-tergación de lo inexorable, que Elisa Lynch

dio orden de enterrar el piano de cola. Lo había he-cho cargar desde su casa en Asunción, para que sus hijos pudieran seguir practicando escalas mientras vivían en carpas o en ranchos de adobe, rodeados de soldaditos muertos de hambre y cadáveres que se hinchaban al sol. Algún tiempo después, el 1º de marzo de 1870, su hombre, Francisco Solano Ló-pez —al que llamaba Pancho en privado y Su Ex-celencia cuando lo mentaba en público— y el ma-yor de sus hijos, Panchito, caerían muertos por las fuerzas de los ejércitos aliados en Cerro Corá, al norte de Asunción. Ella logró salvar la vida mila-grosamente, apelando a su incierta ciudadanía bri-tánica. Fue hecha prisionera y se le anunció que sería trasladada a bordo del vapor Princesa a Río de Janeiro. Antes de partir pudo cavar, con sus pro-pias manos, la tumba para los dos en esa misma tierra anegada de sangre. Dicen que luego de su partida todos los suelos del Paraguay fueron remo-vidos en busca de sus tesoros, que la leyenda que-ría tan enterrados como el piano.

PRIMER MATRIMONIO. Elisa Alicia Lynch nació en Cork, Irlanda, en 1835. Tenía quince años cuando fue casada, por decisión de su madre, con el médi-co militar francés Xavier de Quatrefages, un hom-bre de casi cuarenta años, flaco y con un ojo atrave-sado por la marca —decían— de una herida de gue-rra. Se casaron el 3 de junio de 1850 en Folkstone, Inglaterra, porque Quatrefages dijo que el trámite sería más sencillo que en Francia. Asistió a la boda toda la familia de la novia, pero nadie de la familia del novio. Poco después se sabría que el doctor Quatrefages no había pedido permiso a las autori-dades militares para contraer matrimonio, así que su estado civil debía ser mantenido en riguroso se-creto en su país. Para la ley francesa, la boda nunca ocurrió. Lo paradójico es que ese primer matrimo-nio de legalidad dudosa la condenaría después a ser, también en el Paraguay, una consorte ilegítima, despreciada por las buenas señoras criollas.

EL GENERAL. Elisa Lynch y el entonces general Francisco Solano López se conocieron en 1854 en el Baile de las Tullerías, en París. Ella había regre-sado de Argelia hacía poco, luego de tres años de vivir con Quatrefages como una querida. Tenía pensado, a su regreso, transformarse en cocotte. Su matrimonio había sido un mal negocio del que no había sacado ni prestigio, ni respeto, ni fortuna, pero, si se apuraba, todavía tenía algunos años por delante para labrarse un futuro en el demi-monde, esa sociedad paralela que el París del Segundo Im-

Soledad Platero

perio no sólo toleraba, sino que celebraba. No tuvo necesidad de hacerlo. Cuando estaba lanzándose al vertiginoso mundo de las sofisticadas señoritas de compañía, un militar sudamericano con ambicio-nes de emperador puso los ojos en ella.

El general López no era un hombre especial-mente apuesto, pero, fajado en su uniforme, tenía encanto. Y tenía, sobre todo, mucho dinero para gastar. Iniciaron rápidamente una relación. Ella lo guiaba en el desconocido ambiente parisino y él la llenaba de obsequios. Astuta, Elisa no demoró mu-cho en volverse su persona de confianza. Le seña-laba posibles enemigos, le abría los ojos ante las zalamerías interesadas de sus allegados, desnudaba en cualquier parte la presencia larvada y oscura de la traición posible.

Ese mismo año quedó embarazada. En la deci-sión de seguir al general en su regreso a América debe haber pesado el hecho de que ser madre baja-ría su valor en el demi-monde. Por hermosa que fuera —y era hermosa—, tener un hijo le compli-caría la existencia de cocotte. Acompañar al gene-ral, en cambio, parecía una apuesta segura. Si lo-graba la anulación de su matrimonio con Quatrefa-ges (válido aún para la ley británica) hasta podía aspirar a que Pancho la desposara. Sería la esposa legítima del futuro presidente de una nación joven y rica; algo así como la versión americana de la emperatriz Eugenia.

AMÉRICA. Para guardar las formas, el general y ella viajaron en buques separados. En Buenos Aires na-ció Panchito, el primer hijo de Elisa Lynch y Fran-cisco Solano López. A comienzos de 1955, Elisa y su hijo desembarcarían en Asunción. La recepción en la capital paraguaya fue hostil. Las señoras de la sociedad asunceña toleraban concubinatos no ben-decidos por el cura, pero no aceptaban a una ex-tranjera de pelo rojo con un pasado de cocotte que, siendo casada, se había venido desde Europa como querida del hijo del presidente (aún gobernaba Car-los Antonio López). Le cerraron todas las puertas. Sus invitaciones eran despreciadas, se le negaba el

saludo en la calle y se le impedía asistir a los even-tos públicos en los que estuvieran presentes la ma-dre y las hermanas del general. Debió construir una vida social a la manera de París, y lo hizo. Logró imponerla a fuerza de importar muebles, ropa y ob-jetos de primera calidad, organizar recepciones para extranjeros en su casa —construida según el ostentoso estilo europeo— y promover fiestas y ho-menajes. Su influencia creció cuando Pancho fue nombrado presidente. En su casa se tramaban los negocios de éxito, y ella misma se fue enriquecien-do mediante la intervención, como socia, en todos los acuerdos. Compró tierras, obligó a los ricos a gastar en chucherías e impuso el culto del lujo y las diversiones mundanas. Para cuando estalló la gue-rra, Madame Lynch ya era una mujer poderosa con una inmensa fortuna personal, aunque las buenas señoras seguían despreciándola y Pancho, ya maris-cal, seguía sin poder casarse con ella.

LA GUERRA. Elisa Lynch acompañó a Solano López durante todo el tiempo que él estuvo en el frente. Sabía que de esa lealtad dependía su lugar de pri-vilegio, puesto que ni era la única amante de Pan-cho, ni la única que le había dado descendencia. Así que no titubeó en arrastrar a sus hijos a la gue-rra. Cargó en carromatos sus cosas de valor y avanzó junto con el ejército, entre balas y mosqui-tos, dando una mano como enfermera y mantenien-do una delirante fantasía de paseo familiar mien-tras a su alrededor los soldados niños o adolescen-tes morían como moscas. Se la acusa de haber sido desvergonzadamente codiciosa, de no haber hecho nada por salvar del cepo y el martirio a los cientos de acusados de traición que, diariamente, eran ajusticiados por orden del mariscal. Y fue codicio-sa, sí, y tal vez haya llevado la prudencia al extre-mo de la mezquindad, pero su situación era, cuan-do menos, complicada. Salvo por el mariscal, esta-ba sola en el mundo. Su estatuto civil era incierto: no era la esposa legal de nadie, su nacionalidad no era clara, sus hijos no llevaban el apellido de su padre. Su fortuna, siendo cuantiosa, estaba en un país en guerra y sería, con seguridad, confiscada por el enemigo. Sólo le quedaba avanzar hacia de-lante, con la misma empecinada insanía con que su hombre remontaba la selva hasta dar con la bala que pusiera fin a la locura.

Madame Lynch murió de cáncer de estómago a los 51 años, en un modesto apartamento de París. Los intentos por recuperar sus bienes fueron infructuosos, y la vejez la encontró transformada en una señora re-gordeta que se hacía invitar a tomar el té y contaba su historia una y otra vez, aburriendo a los presentes. Fue enterrada en el cementerio de Père Lachaise. En 1961 el dictador Alfredo Stroessner hizo traer sus restos al Paraguay y la declaró “la heroína más gran-de de América”. Lo que queda de ella descansa en un panteón del cementerio de La Recoleta, ubicado en el barrio del mismo nombre en Asunción. ●

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Elisa Lynch y Francisco Solano López cuando se conocen en París, cuadro del cómic Paraguay Retã Rekove, publicado

junto al diario ABC Color, Asunción, 2014.

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“Éramos unos enloquecidos”Con Alfredo Boccia Romañach

ES EL Presidente de la Academia Paraguaya de Historia. Cargo que, en un país con una historia tan discutida que genera enconos de proporciones bíblicas, no es fácil de de-

tentar. Tiene numerosos libros publicados donde evidencia su preferencia por el período de la Guerra de la Triple Alianza. Realizó estudios universitarios en Uruguay, país que conoce desde la década del 50, y del cual destaca “esa maravillosa clase media” que su país no tuvo ni tiene. Pero no sólo eso. Vuel-ve una y otra vez sobre Artigas, un individuo “no-ble”, insiste, cuya visión republicana lo aisló de la mediocridad de los caudillos de la época.

La conversación transcurrió en el coffee break del 6º Encuentro Internacional de Historia sobre la Guerra de la Triple Alianza, organizado por la Aso-ciación Cultural Mandu`arã en el Teatro Municipal de Asunción.

EL PROBLEMA DE LOS LÍMITES.

—A pesar de que pasaron 150 años del inicio de la Guerra de la Triple Alianza, persisten enconos. Por ejemplo de los paraguayos con Brasil.

—Es que la política de Itamaraty es tan rígida, tan inflexible, con rumbos tan bien definidos, que sabían muy bien a donde conducía, como lo hacen hasta hoy. Cambian los gobiernos, cambian las ideo-logías, pero Itamaraty no cambia.

—¿Esa inflexibilidad explica su intervención en aquella guerra?

—Claro que sí. Los problemas empezaron entre blancos y colorados, pero como controversia entre los gobiernos del Plata y el Imperio del Brasil. Los paraguayos creían que, una vez ocupado Uruguay por parte de Brasil, seguían ellos. Lo cual no se has-ta donde tenía sentido porque Brasil no tenía un ejército formado, tenía Guardias Nacionales, y su única fuerza militar era la caballería riograndense. El problema está en realidad en los conflictos de lí-mites.

—Que venían de la colonia. —Eran de antaño, del descubrimiento y la con-

quista. Los límites entre estos países eran completa-mente teóricos, no había mapas. Eran, por lo tanto, tierras en permanente conflicto. Como le pasó luego a Paraguay con Bolivia, lo que derivó en la Guerra del Chaco (1932). Con estos laureles se hace la his-toria de los pueblos.

—Además eran pueblos de una larga tradición marcial, siempre dispuestos a pelear pequeñas gue-rras, hasta que llegó una espantosa.

—Sí, vivían en permanente conflicto. Por eso el valor de Artigas, que hacía la diferencia en la época. Era un visionario con ideas revolucionarias. No quería un Uruguay independiente, quería una gran república guaraní con Corrientes, Santa Fe, Para-

L.E.

guay, Uruguay y Río Grande del Sur, pero tuvo que luchar contra Buenos Aires, contra el imperio brasi-leño, y contra sus enemigos en Uruguay. Artigas ter-minó peleando en solitario contra su propia Triple Alianza, con sus indios en territorio de Misiones. Cada vez más traicionado, terminó refugiándose en Paraguay.

LA NACIÓN GUARANÍ.

—Se afirma, casi sin discusión, que de los cuatro países beligerantes el único que tenía un sentimien-to de nación definido era el Paraguay.

—Claro, se sentía nación indígena desde tiempos de los guaraníes. Además el fenómeno de la inmi-gración masiva que se dio en el Río de la Plata aquí no ocurrió. Fue entonces más sencillo consolidar las costumbres, la alimentación, al punto que los espa-ñoles y los jesuitas que vinieron acá no pudieron adaptar a la población indígena a las costumbres eu-ropeas. Ellos tuvieron que adaptarse. Incluso en me-dicina los guaraníes estaban más adelantados que los jesuitas. Por eso no se puede analizar esta gran guerra como un hecho aislado. Viene de un largo y prolongado conflicto entre españoles y lusitanos. La influencia se ve clara en Montevideo, plaza madre de todos los intereses económicos europeos. Tanto que hasta hace pocos años Montevideo era el centro de comunicación de Londres con las Malvinas. Era casi un puerto inglés, con gran influencia de la polí-tica inglesa. En Paraguay eso no pasó. Pasamos de ser un país español pobrísimo a un país cuyos líde-res eran paisanos liderando campesinos y milicianos sin ninguna preparación. No había un solo colegio secundario en Asunción.

—El problema de la educación. —Hacía 300 años que existían universidades en

Lima, en Córdoba, en Bahía, en Río de Janeiro, y en Paraguay no teníamos un colegio. Gaspar Rodríguez de Francia tenía cerrado el país, y ahí se atrasó.

—Pero vino la edad de oro de Carlos Antonio López.

—Porque abrió el comercio de la yerba mate y el tabaco que había estado cerrado por Francia.

—Pero seguía siendo estatal. No había una bur-guesía comercial.

—La burguesía comercial eran los hijos de López. Su familia. Luego vino su hijo, Francisco Solano Ló-pez, y siguió el mismo ritmo. Sucumbió a las presio-nes internacionales que condujeron a la Guerra de la Triple Alianza. Guerra que se podría haber evitado con diplomáticos de más vida cultural, con un Estado institucionalizado. Nuestros ministros andaban des-calzos. La guerra fue producto de la ingenuidad y de la falta de una diplomacia. Si Paraguay hubiese tenido un cuerpo diplomático formal, formado, la guerra se evitaba. Pero éramos unos enloquecidos. Solano Ló-pez tenía 17 años y ya era general. Se formó en la cor-te europea de Napoleón III y volvió queriendo ser em-perador de este país, un lugar chiquito que solo tenía gente. El padre había construido fundiciones, barcos, armas, pero no pasaba de ser un buen administrador, un sargento de estancia. Nunca había salido del país, y no aceptaba las ideas sobre libertad individual. La gente habla del ferrocarril, del telégrafo, pero era todo del Estado, y el paraguayo siguió siendo pobre.

EL SENTIDO CIUDADANO.

—¿Qué opina de la nueva historiografía extran-jera sobre la Guerra del Paraguay? Doratioto, Whigham...

—Doratioto es todavía muy brasilerista. Whigham es un estudioso muy bien centrado, que analiza con mucho equilibrio. Él ha sido un empuje notable para que los estudiosos paraguayos no acep-ten las normas que impusieron los militares y los políticos por años, y que no permiten ver qué futuro le falta a este país.

—Whigham ha dicho que la explicación de la si-tuación actual del Paraguay está en los detalles de aquella guerra.

—Claro, por la falta de un sentido ciudadano. Desde Francia, pasando por los López, y luego en la posguerra. Ese desastre se ve en la política actual paraguaya, afecta a la oposición y al Partido Colora-do. Todavía no hay una oposición, está en pañales. Nuestro gobierno es empresarial, son todos empre-sarios que defienden sus intereses. El futuro econó-mico de nuestro país es grande, enorme, pretencio-so, pero está en manos de 250 personas ricas, mien-tras la pobreza continúa en las clases bajas. Yo me maravillaba con la clase media uruguaya de los años 50 donde la gente llevaba una vida muy moderada, no había ricos, no había ostentación. En Paraguay no hay una clase media. Es un país de gente muy rica y gente muy pobre. Y eso es síntoma de atraso. En la Academia Paraguaya de Historia estamos viendo muy esperanzados la formación de jóvenes que no hacen caso a los caudillos ni a los partidos políticos, tienen una visión más amplia. Este es un país lleno de heroicidades, de martirios, de malos manejos, de bajo índice cultural, pero que está ha-ciendo lo imposible por salir a flote, buscando for-mar una mentalidad nueva. ●

(desde Asunción)

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“Octavo montón de cadáveres paraguayos (Potrero de Piris)”. Bate y Cía. W. Adyacencias de Boquerón del Sauce. Museo Histórico Nacional.

“Batalla del 18 de julio de 1866”. Bate y Cía. W. Vista de la artillería aliada durafondo, formados, los batallones aliados esperan la orden de avan

DURANTE MUCHOS años se aEsteban García la autoría de las focasa Bate realizó en la Guerra del Pero hoy se sabe que el operador dmara de fotos, en los dos viajes al fue Javier López. Como señala Miguel Ángel Cuarterolo en Soldamemoria, quien renovó la historpunto fue el uruguayo Alberto Menck.

Del Pino, durante 1995, llevó arelevamiento de todas las fotogracasa Bate existentes en la Bibliotenal y en el Museo Histórico Naciocaba realizar una catalogación de tas colecciones. Comparó las fotoavisos de prensa que la casa Bate en los periódicos El Siglo y La T

EL. E.

Entre mosquitos, seFotos uruguayas del conflicto

A FINES del siglo XIX el inmigrante alemán Adolfo de Alexander exhibía

en su estudio porteño algo así como un pequeño trofeo de guerra: una card du visite o tar-jeta de visita del mariscal Fran-cisco Solano López que había obtenido reproduciendo un da-guerrotipo original. Desde en-tonces los Alexander estable-cieron una dinastía de fotógra-fos en Argentina que fue pa-sando el oficio de tecnología en tecnología. Abel es el tatara-nieto del viejo Adolfo y uno de los más dedicados historiado-res de la fotografía en la Ar-gentina y Latinoamérica. Presi-dente de la Sociedad Ibero-americana de Historia de la Fo-tografía es también el director de la Fototeca de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Su-mergirse con Alexander en la historia de la fotografía y las historias por detrás de las foto-grafías puede resultar un cami-no de ida. Apasionado con su objeto de estudio, Alexander contagia entusiasmo con una erudición que no aplasta al in-terlocutor. Junto a él se diría, como indica el saber popular, que una foto “habla”.

Alexander estuvo desde el principio en la historización de la fotografía, y eso no es tan atrás: recién en 1985 se esta-

Fernando García bleció en Buenos Aires el Cen-tro de Investigaciones de la Fo-tografía Argentina. En el mar-co de ese think tank fue que otro historiador, Miguel Ángel Cuarterolo (1950-2002) tomó la posta de investigar el tema de la Guerra del Paraguay, un episodio que la Historia, como disciplina, había borrado hasta la década de 1940. La investi-gación de Cuarterolo, con au-xilio de Alexander, terminó en un libro modélico llamado Sol-dados de la memoria (Plane-ta, 2000) donde se registró en fotografías una guerra de la que había dado cuenta la pintu-ra a través de las vistas panorá-micas de Cándido López.

“El mérito de la recupera-ción de esta historia bélica es enteramente de Cuarterolo”, afirma Alexander. El libro tar-dó diez años en hacerse. Cuar-terolo murió y Abel, que con-serva la impronta germánica de su ancestro, quedó hoy como el mejor testigo de aquella in-vestigación que empezó en la Biblioteca Nacional de Monte-video y siguió por museos y colecciones familiares de toda Sudamérica.

Rodeado por una colección de fotos de Eva Perón que curó para exhibir en las paredes de la Fototeca, Alexander habla de la construcción de la ima-gen bélica en el Río de la Plata.

POSANDO UN RATO.

—¿Cómo llega la fotografía a la guerra en el siglo XIX?

—Antes que nos olvidemos me gustaría recordar que esta-mos cumpliendo 175 años con la fotografía desde la inven-ción de Daguerre en París en 1839. A partir de ahí habría que señalar varias cuestiones. En primer lugar fue muy im-portante que Francia liberase la patente del invento. De to-dos modos el proceso del da-guerrotipo era muy costoso y su mayor desarrollo se dio en los Estados Unidos donde se había dado una clase media poderosísima que encontró en la fotografía un filón comer-cial. El retrato de estudio se convirtió en el motor de una industria en la que los fotógra-fos eran una mezcla de comer-ciantes e industriales, ya que tenían que fabricar la placa. En ese contexto los registros de exteriores eran muy difíci-les y se utilizaban cuartos os-curos en las calles, por ejem-plo. El primer antecedente del registro de guerra en la foto-grafía fue en el conflicto entre Estados Unidos y México en-tre 1846 y 1848. Allí se insta-laron algunos estudios de da-guerrotipistas.

—¿Pero que tipo de foto podían hacer con las compleji-dades de los tiempos de expo-sición?

—Hay un retrato de la am-putación de un militar, por ejemplo. No son registros de batalla sino que se trata en to-dos los casos de tropas posan-do. Como la exposición era muy larga se utilizaban sujeta-dores de nuca y los daguerroti-pos tenían que hacerse entre las 10 y las 14 para aprovechar la luz cenital.

—Son años en los que se desarrolla notablemente la prensa escrita. ¿Había deman-da de la imagen fotografiada?

—Claro. La Guerra de Cri-mea, por ejemplo, tuvo un único reportero contratado por una editorial de Londres. Era un inglés llamado Roger Fen-ton que andaba con un carro-mato y se instaló en Sebasto-

pol. En verdad su encargo no era de índole periodística sino más bien social. La editorial supuso que los parientes de los combatientes podían ser un público potencial de estos registros. Son todas fotos po-sadas, muchas ensayan tomas heroicas. Pero también con el florecimiento de las revistas ilustradas hay una mayor de-manda de la imagen real que va desplazando al pintor como ilustrador. Con la fotografía se deja atrás el registro imagina-tivo del artista para poner la realidad en foco. Estas revis-tas, que tenían la imposibili-dad de imprimir el daguerroti-po en papel, trabajan con lito-grafías que reproducían los originales.

—¿Cuándo cambia esa si-tuación?

—En lo que yo llamo la se-gunda gran etapa de la foto-grafía que es donde, por un lapso de tiempo, conviven to-dos los procesos: la nueva fo-tografía en papeles albumina-dos y la fabricación del nega-tivo junto con la técnica del colodión húmedo. Pero el for-mato que va a dominar el pe-ríodo es la tarjeta de visita que

se instala en Sudamérica a partir de la migración de pro-fesionales europeos. Se hacía con una cámara especial de cuatro objetivos y se obtenían ocho poses distintas. En el auge de la tarjeta de visita ha-

(desde Buenos Aires)

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ante la batalla de Boquerón del Sauce. Al nce. Biblioteca Nacional.

atribuyó a otos que la Paraguay. de esa cá-Paraguay, el propio

ados de la ia en este del Pino

a cabo un afías de la eca Nacio-onal. Bus-las distin-

os con los publicaba

Tribuna de

Montevideo para vender al público estas “vistas fotográficas”. Las primeras 12 “vis-tas” fueron anunciadas en junio de 1866; una segunda tanda de 20 a partir de setiem-bre del mismo año. A veces también ofre-cían ofertas, como “una colección especial de DIEZ” (sic.) al “módico precio de 9 pe-sos” (en El Siglo, 8/11/1866). A los avisos se sumaban artículos periodísticos que co-mentaban el acontecimiento, ofreciendo de-talles de la labor de la casa Bate y su fotó-grafo acreditado en la guerra, Javier López.

Del Pino publicó su hallazgo en 1997 en un artículo titulado “Javier López, fotó-grafo de Bate y Cía. en la Guerra del Para-guay” (Boletín Histórico del Ejército), lo cual no impidió que García siguiera apare-ciendo en otras publicaciones como autor. El hallazgo también es detallado en el muy buen libro La Guerra del Paraguay

en fotografías (2008) publicado por la Bi-blioteca Nacional de Uruguay. La labor del investigador uruguayo permitió tam-bién actualizar otros aspectos. Se atribuía al diario La Tribuna la mayor cobertura de esta hazaña fotográfica, ignorando a El Si-glo, periódico que se ocupó más del hecho (señalaba la tarea del “artista” Javier Ló-pez). También se ponía énfasis sólo en la colección de la Biblioteca Nacional, cuan-do el Museo Histórico Nacional tiene la mayor colección de fotos de Bate que se conocen en Uruguay. Se atribuían a Bate, a su vez, imágenes de otros fotógrafos, y se ignoraban detalles de los dos viajes a Paraguay.

“Es desolador” señala del Pino, “que sepamos tan poco del fotógrafo Javier Ló-pez”, quien sigue siendo un ignorado en el campo de la iconografía de guerra. ●

El operador ignorado

“Muerte del Coronel Palleja”. Bate y Cía. W. Considerada la foto más re-levante de la guerra. Biblioteca Nacional.

erpientes y pantanosuna guerra en Sudamérica: la Guerra del Paraguay.

POCO RIESGO.

—¿Quiénes eran los Bate? —George Thomas Bate fue

el fundador y era un inmigran-te irlandés que tenía estudios en Buenos Aires y Montevideo y que había visto la explosión de la fotografía en la Guerra de Secesión (1860-1865) con la mayor cobertura de la historia por parte de Mathew Brady que se trasladó al campo de ba-talla con veinte fotógrafos y la-boratorios móviles con un enorme éxito comercial.

—¿Bate trabajó en el cam-po de batalla?

—En la primera etapa de la guerra no hubo documentación en el campo de batalla. Luego la casa Bate le pidió autoriza-ción al gobierno uruguayo para documentar in situ, desde Montevideo, la guerra. Bate consiguió algo muy importante que fue que el gobierno le cui-dara sus derechos de autor por seis meses después de termina-da la guerra. Esto era básica-

mente por el tema de la repro-ducción fotográfica que se ha-bía vuelto muy común entre los estudios. Bate había vendi-do una parte de su estudio y por eso el nombre de la com-pañía era “Bate & compañía W.”. La “W” era por Juan Van-der Weyde, un inmigrante bel-ga. Bate tuvo un operador lla-mado Javier López que hizo dos viajes a los campos de ba-talla.

—¿Qué tipo de imágenes consiguieron?

—No hay imágenes de combate, desde ya. En ese mo-mento no corría la máxima de Frank Capa que dice: “Si tus fotografías no son lo suficien-temente buenas, es que no es-tuviste lo suficientemente cer-ca”. No podían correr riegos. Se instalaban en una carpa con la cámara, el trípode y un labo-ratorio móvil. Las imágenes son de cañones, trincheras, for-maciones. Lo más cerca de mostrarnos la crueldad de la guerra es la imagen de una pila de cadáveres paraguayos.

—¿Consiguió Bate el suce-

so comercial que perseguía? —Sí. A partir del acuerdo

con el gobierno uruguayo la casa tuvo que entregar dos jue-gos al Archivo Nacional pero comercializaron unas cartuli-nas con albúminas que se ven-dieron muy bien en Buenos Ai-res. La gran paradoja es que fue Uruguay, el país más pe-queño y que menos sufrió la guerra, el que más desarrolló la fotografía del conflicto. De he-cho los Bate ya tenían un ante-cedente con el registro del bombardeo a Paysandú.

—¿No hubo fotógrafos de los otros países?

—Carlos César documentó los estragos de la guerra a pe-dido del gobierno de Brasil. En el Museo del Barro de Para-guay existe un álbum fotográ-fico conocido como “La guerra grande” pero no tenemos datos de los fotógrafos que trabaja-ron en él. De Buenos Aires no fue nadie a pesar de que Barto-lomé Loudet, un químico que había venido de Francia, tenía muy desarrollado el negocio, y tuvo como clientes a Sarmien-to o Nicolás Avellaneda. Ese negocio tenía como dependien-te a Alejandro Witcomb que luego, tras la muerte de Lou-det, se quedó con el estudio y lo trasladó a la calle Florida. Argentina tuvo sus fotos de la Campaña al Desierto (1879) contra los indios en la Pampa y la Patagonia que fueron hechas en un carromato laboratorio

por Antonio Posso con la apro-bación oficial del gobierno. Pero resultaron fotos muy ca-ras, de mucha producción, y no tuvieron la circulación que se esperaba.

—Hoy en día la fotografía bélica no solo es un género en sí mismo sino que puede fun-cionar como un actor político. ¿Qué había de estos rasgos contemporáneos en el legado Bate?

—Muy poco. El antecedente de haber sido una de las prime-ras guerras fotográficas… Los Bate corrieron con todos los gastos y no fue una cobertura fotográfica impregnada por la ideología. Sacaron lo que se podía sacar. Tuvieron que tra-bajar en un clima muy hostil. Rodeados de pantanos, serpien-tes y nubes de mosquitos. Aca-so un rasgo más contemporá-neo, en general, fuera que mu-chos fotógrafos vendían sus trabajos a los Estados como in-formación de guerra. Algunos directamente ya se desarrolla-ron como espías de guerra.

—¿Qué fue de Bate? —Vendió su estudio a Van-

der Weyde y se radicó en Ar-gentina. Murió en Quilmes, en la provincia de Buenos Aires. Pero además del registro de la Guerra del Paraguay dejó para el futuro una hazaña tecnológi-ca como fue su álbum de vistas de Buenos Aires de 1864, un registro muy temprano de exte-riores. Una maravilla. ●

bía solo en Buenos Aires unos 60 o 70 estudios lo que demo-gráficamente era una barbari-dad. Pero fue una casa de Montevideo, la de los Bate, la que llevó a cabo la primera documentación completa de

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Lo peor del hombreAcosta Ñu: la masacre de los niños

Juan de Marsilio

No se lo puede condenar por enrolar niños y adolescentes (los tambores de los batallones de infantería aliados eran muchachitos) ni por reclutarlos en masa cuando Paraguay pasó a la defensiva. Lo discutible es qué dere-cho tiene un líder nacional a llevar al exterminio a su nación por defender a su patria (o a cierta idea de patria).

López fue coherente con la inmola-ción de su pueblo, muriendo en com-bate él mismo y su hijo Francisco en Cerro Corá (1870), donde algo más de cuatrocientos paraguayos enfrentaron a cuatro mil quinientos brasileños. Se-gún Juan E. O’ Leary, historiador que iniciara —con éxito— la reivindica-ción del Mariscal, este sacrificio per-sonal y colectivo salvó, ante una gue-rra y una derrota inevitables, el alma de la nación. Si el alma existe y las naciones la tienen, todavía se discute.

Del otro lado tampoco hubo dema-siada grandeza de alma. Sarmiento es-cribió: “La guerra está concluida, no obstante, aquel bruto (por López), aún tiene veinte piezas de artillería y dos mil perros que habrán de morir debajo de las patas de nuestros caba-

daron, como acentuó Tasso Fragoso, en un ‘círculo de fuego’. Sufrieron el ataque brasileño por los cuatro lados: por el norte, la caballería de Hipólito Ribeiro; por el este, las fuerzas del General Cámara; por el sur, los vete-ranos del General Resquin; y, final-mente, por el oeste, atropellaban las fuerzas comandadas por el Conde D’Eu. Atacados por los cuatro flan-cos, en una flagrante desproporción de fuerzas de cinco brasileños por cada paraguayo, la resistencia duró todo el día y, aún por la noche, el re-nombrado Conde D’Eu se tuvo que preocupar con los sobrevivientes heri-dos.

Acosta Ñu es el símbolo más terri-ble de la crueldad de esa guerra: los niños de seis a ocho años, en el calor de la batalla, aterrados, se agarraban de las piernas de los soldados brasile-ños, llorando, pidiendo que no los ma-tasen. Eran degollados en el acto. Es-condidas en las selvas próximas las madres observaban el desarrollo de la lucha. No pocas empuñaron las lanzas y llegaron a comandar grupos de ni-ños en la resistencia. Al final, después de todo un día de lucha, los paragua-yos fueron derrotados. Por la tarde, cuando las madres vinieron a recoger a los niños heridos y enterrar a los muertos, el Conde D’Eu mandó incen-diar la maleza. En la hoguera se veían niños heridos correr hasta caer vícti-mas de las llamas.”

Las bajas brasileñas fueron ínfimas, contra más de dos mil muertos (en combate y ejecutados) y mil doscien-tos prisioneros paraguayos. Luego de esta victoria, lo que restó fue cazar a López. Por la importancia militar del triunfo, el pintor y naturalista brasile-ño Pedro Américo de Figueiredo e Melo le dedicó un bellísimo cuadro en el que, claro está, no se ven niños de siete u ocho años con barbas pintadas y falsos fusiles de palo.

LOS COMANDANTES. En una guerra que se caracterizó por la crueldad, el Con-de D’Eu se destacó entre los más crue-les. Un botón de muestra: tras la Bata-lla de Piribebuy mandó degollar al co-mandante paraguayo, Pedro Pablo Ca-ballero, a la vista de su familia, y que-mar el hospital de sangre, con seis-cientos heridos dentro. En el caso del incendio del campo en Acosta Ñu, del

llos”. Años después de consumado el exterminio escribiría que los paragua-yos eran una “raza perdida de cuyo contagio hay que librarse”.

LA BATALLA Y EL CUADRO. Ya a fines de 1868, y luego de ocupada Asunción a principios de 1869, la resistencia para-guaya sólo podía retrasar el fin. Se fueron alternando derrotas sangrientas con victorias tácticas, como la batalla de Ytororó en la que el General Caba-llero causó tres mil quinientas bajas brasileñas por menos de mil doscien-tas propias. Pero los aliados, a esa al-tura casi Brasil en solitario, tenían de dónde sacar más hombres (bastaba re-clutar esclavos y luego liberarlos si so-brevivían). Paraguay no. Y así llegó el 16 de agosto de 1869, día de la batalla de Acosta Ñu.

Escribe Chiavenato: “Comenzó por la mañana, en un campo abierto, cu-bierto de malezas. Bernardino Caba-llero —el mejor general de Francisco Solano López— con sus quinientos soldados del VI Batallón de Veteranos, reunió a los tres mil quinientos niños y esperó el ataque. Los paraguayos que-

Detalle del decreto de enrolamiento de enfermos y niños paraguayos del 31 de mayo de 1868 pertenecientes a la izquierda del río Tebicuarí. Tras anotar edades y enfermedades de los

adultos y sumar 10, agrega: “Los de edad desde siete hasta de once años, son los que siguen: Fernando Casco, Pascual Casco, Lorenzo Gonzalez...” y continúan hasta totalizar 38. Foto-grafía del documento original tomada en el Archivo Nacional de Asunción, noviembre 2014.

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EN PARAGUAY el Día del Niño es el 16 de agosto, fecha de la Batalla de Acosta Ñu, de 1869, en la que un “ejérci-

to” de quinientos veteranos y de tres mil a tres mil quinientos niños, ancia-nos y mujeres, al mando del General Bernardino Caballero (1839–1912), fue vencido por veinte mil brasileños dirigidos por Luis Felipe María Fer-nando Gastón de Orleans y Braganza, Conde d’Eu (1842–1922).

GUERRA TOTAL. Por su aislamiento geo-gráfico y la brutal disparidad demo-gráfica y de recursos entre los bandos, la de la Triple Alianza fue para el Pa-raguay, desde su etapa defensiva, a partir de 1865, una guerra total. Invo-lucró, de modo más o menos directo, a toda la población. Al aumentar la pre-sión aliada se fue ampliando la edad militar, hasta incluir en el ejército una altísima proporción de niños —desde los siete años y menos—, ancianos, y no pocas mujeres, como las que caye-ron en la Batalla de Piribebuy. Al final de la guerra, el pago por esta apuesta perdida fue el exterminio de buena parte de la población masculina del país (según el historiador brasileño Ju-lio José Chiavenato, al final del con-flicto la población paraguaya era de 7,22% de hombres frente al 92,78% de mujeres).

Las normas internacionales vigen-tes eran claras: los niños y adolescen-tes no debían combatir. De ahí a lograr imponerlo en la realidad de África, Asia y Latinoamérica, medían trechos variables según la región. Pero hay otra ambigüedad: la mirada diferen-cial. Cuando los muchachos berlineses se inmolaron ante los soviéticos en 1945, se lamenta el lavado el cerebro y se anota —con razón— otro crimen en la cuenta de Hitler. Pero al ver fo-tos de los muchachos polacos de la misma edad que unos meses antes se inmolaran en el alzamiento de Varso-via —un suicidio militar— se los cali-fica de heroicos sin buscar culpables (alguien muy informado condenará a Stalin, en última instancia, por no or-denar el avance del Ejército Rojo y evitar la masacre). Esto es importante a la hora de juzgar al Mariscal López.

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ES DOCTORA en Historia e Investigadora, y se ha espe-cializado en la historia de las instituciones católicas del

Paraguay. Cuando hablamos por telé-fono insiste en aclarar que ella no es “historiadora de la guerra”. No obs-tante su tarea en los Archivos Nacio-nales de Asunción la confrontó con documentos de época terribles sobre los niños combatientes.

Nos encontramos en los propios archivos. El aire acondicionado de la sala de consulta contrasta con el calor tórrido de la calle. Un asistente acer-ca varias carpetas. Las hojas amari-llentas, manuscritas a tinta, son de-cretos de enrolamiento de 1868 del gobierno paraguayo referidos a niños de hasta 7 años, y a veces menos. Los pequeños aparecen con nombre y apellido, por ciudad. “Se pueden fo-tografiar” me dice Margarita. Proce-do, con un nudo en la garganta.

TEATRALIZAR EL MARTIRIO.

—¿Qué sintió usted cuando vio estos decretos de enrolamiento?

—Una impotencia muy grande. Me habría gustado conocer de joven esta historia para hablarle a los alum-nos como educadora, para que deje-mos de una vez de victimizarnos y no ensalcemos más a Solano López, al-guien que sabiendo que la guerra es-taba terminada siguió hasta el final, matando a todos, porque él se sentía Patria.

—Pero la historia se conocía. Hay relatos épicos sobre la batalla de ni-ños de Acosta Ñu.

—Yo lo supe de siempre, pero como una historia oficial contada casi románticamente. Algo que viene des-de mi época de estudiante, porque las mentalidades no son un telón que se abre y se cierra. Esa visión romántica continúa, y este año se teatralizó el martirio de 3.500 niños que llevaron 3.500 banderas. Yo no estoy de acuerdo, porque estamos victimizan-do algo que fue horroroso. Sin em-bargo ese horror, esa tragedia, fue convertida en gloria, en grandeza, por

Juan O’Leary (1879-1969). Es cierto que después de la guerra había que levantar los ánimos, pero no distor-sionando la historia, ni borrando he-chos, o como hicieron más adelante, en 1936, que declararon a Solano Ló-pez héroe máximo, e hicieron desa-parecer todo lo que podía opacar la figura de este López reivindicado.

—Defendían a los niños luchado-res, pero también ocultaban las prue-bas de esa lucha. Paradójico.

—Que incluso les pintaban bigotes para parecer grandes, cuando en rea-lidad...

—¿No fue así? —No, no fue así, se escondían de-

bajo de las polleras de las abuelas, de las madres, para que no se los lle-varan. El reclutamiento fue obligato-rio, como muestran los documentos. Reclutaron niños, ancianos y enfer-mos. Está la lista interminable, pue-blo por pueblo, incluso qué padecen los enfermos reclutados. A mí me cuestionaron padres extranjeros que tenían a sus hijos acá, diplomáticos. No entendían cómo se celebraba el Día del Niño el 16 de agosto conme-morando la muerte de los niños en la batalla de Acosta Ñu. “¿Cómo pue-den celebrar algo así?”, me decían. Se identifica a los niños con la vio-lencia, con la muerte, cuando están

naciendo a la vida. Niños que debían estar jugando...

ADULTOS DE 12 AÑOS.

—¿Cómo llegó a estos decretos de enrolamiento?

—Estaba investigando sobre Are-guá, antigua estancia de los merceda-rios ubicada junto a la laguna de Ypa-caraí; allí los frailes tenían gran canti-dad de esclavos, los que pasaron al Es-tado cuando el dictador Francia extin-guió las comunidades religiosas en 1824. Durante la colonia y hasta mu-cho después las aguas del Ypacaraí fueron consideradas como hechizadas, quizás porque los frailes así se lo ha-yan enseñado a los esclavos a fin de evitar fugas. Madame Lynch y Solano López vieron a Areguá como un lugar de ensueño, de atracción turística; Ló-pez mandó construir una de las casas de la “madama” frente a la estación del tren. Fue durante esa investigación que me encontré con estos papeles, para mí desconocidos hasta entonces. El decre-to de enrolamiento se había difundido por todos los poblados comunicando a las autoridades de las mismas que si todavía “queda un párroco en el pue-blo, vaya en su compañía, casa por casa...”. Debían reclutar a los niños de 12 años en adelante, pues el decreto los consideraba mayores de edad, lo mismo a enfermos y ancianos, pues no quedaban otros. Es muy fuerte.

—Niños que se abrazaban a los pantalones de los soldados brasile-ños, que los degollaban.

—Sí, y hay más... se me hace la piel de gallina (respira hondo y pide un instante de reposo).

—¿De qué años son los decretos? —De 1868, 69. Era hacia el final

de la guerra. Acosta Ñu... —¿Qué edades? —El decreto dice: “De 0 a 12, ni-

ños. De 12 en adelante, adultos”. Otro enrolamiento cita nombres de 7 a 11 años. Porque a partir de 12 años, como estaba el decreto, ya ni hacía falta explicar. Y esa presencia en los campos de batalla impacta a los opo-nentes. En una carta de Caxias al Emperador Don Pedro II le manifies-ta admiración por esta resistencia, ad-virtiendo que el ejército de López es incalculable. ●

lado brasileño se alegó que era resul-tado de los fuegos que prendieron los propios paraguayos para maniobrar tras cortinas de humo.

D’Eu murió en el Atlántico en viaje de regreso al Brasil, que había levan-tado, para los festejos de su centena-rio, el exilio impuesto a la familia im-perial en 1889. Sus descendientes, los Orleans–Braganza, son los actuales pretendientes al trono de Brasil.

Respecto a Bernardino Caballero, al fallecer en febrero de 1867 su jefe y protector el General José Díaz, el Ma-riscal le asignará cada vez mayores responsabilidades. Sin su coraje y pe-ricia, la resistencia tras el desastre de la batalla de Lomas Valentinas (1868) hubiera sido mucho más breve. Aleja-do de Cerro Corá para conseguir víve-res no se encontraba en el lugar cuan-do las fuerzas brasileras rodean y ma-tan al Mariscal Solano López. Se rin-dió días después.

Presidió el Paraguay entre 1882 y 1886 (según sus detractores, con fuer-te apoyo del Imperio del Brasil) y bajo su mandato Uruguay devolvió los tro-feos de la Guerra. En 1887 fundó el Partido Colorado. Algunos autores, entre ellos Herib Campos Cervera (pa-dre del gran poeta homónimo) pintan un Caballero autoritario y corrupto. O’Leary lo presenta como un patriota genuino y probo.

Si se juzga su actuación en Acosta Ñu con ojos actuales, sale mal para-do: se le exigiría la rendición para salvar a los niños, o al menos inmo-larse con ellos. Pero no hay que juz-gar a los hombres fuera del contexto histórico en el cual actuaron. Su obje-tivo era salvar la mayor cantidad de tropa posible para seguir peleando por López, que para él —y para los paraguayos que todavía peleaban— era la patria. Esto es importante: a esas alturas, el poder del Mariscal para mandar detener, deportar o eje-cutar a quienes se le opusieran se ha-bía vuelto casi nulo. Se puede afirmar que quienes lo siguieron hasta el final lo hicieron convencidos. Por otra par-te, la alternativa de la rendición era incierta: el trato a los paraguayos por parte de la ocupación brasileña fue en extremo cruel, tanto que asustaba a sus aliados argentinos.

Como en toda guerra, quien murió muy pronto fue la humanidad de los partícipes. Al reflexionar sobre la Guerra de la Triple Alianza y el exter-minio paraguayo, es un imperativo moral enfocarse en los horrores, para que nunca más haya guerra entre pue-blos americanos. ●

* Se agradece el aporte bibliográ-fico del Sr. Luis Vilaplana.

Nudo en la gargantaCon Margarita Durán Estragó

(desde Asunción)L.E.

Margarita Durán Estragó

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Más intereses que ideologíaCuatro libros

J. de M.

del bloque, están en la raíz de la Gue-rra del Paraguay, pero se consolidan a su término, profundizando la debili-dad relativa de guaraníes y orientales.

Los trabajos de Dotta Ostria (en so-litario o en dupla con González Risso-tto) tienen el mérito de ser detallistas, por lo que permiten profundizar en la complejidad del período. Se estudian los conflictos entre los países de la re-gión, la injerencia de potencias extra regionales (Gran Bretaña, Francia, los Estados Unidos), y las luchas entre fe-derales y unitarios en Argentina en el marco del enfrentamiento entre Buenos Aires y las provincias, las revueltas re-gionales en Brasil (con sus implicacio-nes en nuestro territorio). También el aislamiento paraguayo y el intento de Francisco Solano López de involucrar-se en la región, ya sea en las guerras ci-viles o en los enfrentamientos de frac-ciones de los partidos tradicionales.

Es de sumo interés el estudio de la puja entre católicos ultramontanos y masones, en paralelo con la oposición entre ideas conservadoras y liberales, sus vínculos con los intereses de las oligarquías rural, comercial y finan-ciera, el creciente peso militar y los otros conflictos mencionados. Ayuda a superar esquemas fáciles y repetidos sobre la historia nacional y regional.

Ambos libros —y en especial Lean-dro Gómez— presentan unos cuantos descuidos de edición que, sin impedir la comprensión, se hacen notar.

LEANDRO GÓMEZ ARTIGUISTA. Aunque blanco, Leandro Gómez es un héroe nacional. Lo anticipa su apoyo inicial a la política de fusión y lo simboliza el que en Paysandú, durante el asedio por Flores y los brasileños, sólo se enarbolase la bandera patria.

británico en la independencia uru-guaya y en el inicio de la Guerra del Paraguay. Insiste en que el autono-mismo oriental es más que un parti-cularismo provincial y que la inde-pendencia oriental no es mera conce-sión británica —hubiera sido imposi-ble sin un pueblo en lucha. Sobre el rol de Uruguay como “Estado tapón” —similar al de Paraguay— más que designio británico, lo ve como resul-tado de la política brasileña y argen-tina en la región.

Sostiene que en las relaciones in-ternacionales pesan más los intereses que las ideologías. Así, en la política de Rosas se ve más al estanciero por-teño que al caudillo federal. A su vez, la pasividad de Urquiza ante la “Cru-zada” de Venancio Flores invadiendo Uruguay, la agresión al Paraguay y las revueltas federales contra Mitre y Sarmiento, se deben a que el caudillo entrerriano puso por sobre su federa-lismo el orden y la prosperidad de Entre Ríos (y de sus estancias).

Abreu es sutil y ponderado al estu-diar figuras polémicas como Andrés Lamas, Urquiza o el Barón de Mauá. Aunque condene la agresión al Para-guay, no por ello deja de señalar los errores y defectos —personales y hu-manos— del Mariscal López.

En lo militar es interesante el seña-lamiento de que López erró al atacar primero el Mato Grosso, postergando la ayuda al Uruguay. Acaso, de haber atacado primero al sur en apoyo al go-bierno legal en Uruguay, habría conse-guido rápido una salida al mar para paliar la penuria de recursos que llevó al extermino del pueblo paraguayo.

LA GUERRA DEL PARAGUAY, UN

HOLOCAUSTO INFAME, de Juan Carlos di Nicola. Edición de autor, 2013. Montevideo, 192 págs.

OLIGARQUÍAS, MILITARES Y MASONES, de Mario Dotta Os-tria. Ediciones de la Plaza, 2012 (2da. edición). Montevideo, 504 págs. (más fotos)

LEANDRO GÓMEZ, de Mario Do-tta Ostria y Rodolfo González Rissotto. Ediciones de la Plaza, 2014. Montevideo, 560 págs. (más fotos)

LA VIEJA TRENZA, de Sergio Abreu. Planeta, 2013. Montevideo, 416 págs. Distribuye Planeta.

Hijo de un realista, fue artiguista. Por eso compró en remate la espada que Córdoba obsequiara al Protector y la donó al gobierno oriental. Por eso publicó artículos que resaltaban su figura histórica. Este enfoque de Dotta relativiza la idea de que el arti-guismo uruguayo es tardío, fruto de una “leyenda de bronce” repetida en la escuela pública. En la década de 1850 había artiguistas que, frustrado el sueño federal, veían en la defensa de la soberanía una manera de honrar al Primer Jefe.

Al estudiar su carrera masónica los autores destacan su filantropía: Gómez asistió a las víctimas de la epidemia de fiebre amarilla de 1857 y trabajó, con la misma Sociedad Filantrópica, abriendo escuelas para los hijos de las familias humildes. Una de ellas, la Es-cuela “Hiram” de Salto, sigue abierta. La jerarquía católica de la época com-batió esas obras.

UNA MIRADA GEOPOLÍTICA. Si se dejan de lado los incidentes durante la pre-sentación de La vieja trenza (octubre 2013, Feria del Libro, IMM) y se apar-tan las posibles discrepancias que el lector pueda tener con el Senador Abreu sobre el Mercosur, se disfrutará de un libro bien escrito, documentado y —en el mejor sentido— provocador. No en vano el autor ha sido canciller de la República.

Rastrea Abreu el origen colonial de las asimetrías regionales poniendo el punto de inflexión en el levanta-miento del primer sitio de Montevi-deo, en 1811, cuando sin dejar de ser rivales, Río de Janeiro y Buenos Ai-res entran en alianza para defender en conjunto su primacía en el Plata. Relativiza la incidencia del factor

EN LA Guerra del Paraguay, el Uruguay fue prólogo, víctima y victimario. Pocos son los historiadores que no ven rela-

ción entre la “Cruzada” del Gral. Flo-res contra los gobiernos blancos de Berro y Aguirre —apoyada por Mitre y Pedro II— y la Triple Alianza. El sesquicentenario de la guerra ha pro-piciado no pocas ediciones y reedicio-nes. Las precedió en el 2008 un libro ineludible, El umbral de la Triple Alianza de Juan Oribe Stemmer, pu-blicado por Banda Oriental.

LA INFAMIA. Para iniciarse en el tema, La Guerra del Paraguay (un holo-causto infame) de Juan C. di Nicola ofrece concisión, claridad y énfasis. Merece el elogioso prólogo del histo-riador Carlos Machado, que subraya su utilidad para entender las claves del conflicto. Muchas de esas claves son ajenas al Paraguay: no es un error que más de la mitad del volumen trate las tensiones entre Argentina y Brasil y sus luchas de partidos y facciones, que tanto repercutieran en Uruguay. Acier-ta di Nicola al dejar claro que la com-prensión del holocausto paraguayo es crucial para entender la historia de nuestro país y muchos de los desafíos que enfrenta en el presente. Plantea, y documenta, al igual que todos los tra-bajos reseñados en esta nota, que la Triple Alianza habría nacido ya en ju-nio de 1864 en Puntas del Rosario bajo el pretexto de una mediación conjunta argentina, brasileña y británi-ca, para poner fin a la guerra civil en-tre orientales, aunque recién se forma-lizara en mayo de 1865.

Son de lamentar algunos errores, uno de ellos grave: datar el fin de la Presidencia de Berro en 1868, año de su asesinato, y no en marzo de 1864 (pág. 37).

PUJAS VARIAS. Es común a los traba-jos de Mario Dotta Ostria (Oligar-quías, militares y masones y Lean-dro Gómez, éste junto a Rodolfo González) y el libro del Dr. Sergio Abreu (La vieja trenza) el hincapié en que las asimetrías entre los países fundadores del Mercosur, que ponen en constante discusión la viabilidad

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“Quedé hastiado de la historia”Con Guido Rodríguez Alcalá

L.E.

—Elegiste personajes concretos de aquel pasado, por ejemplo el caso de Juliana Insfrán.

—Juliana Insfrán fue una mujer que no podía ser culpable de nada (ver contratapa de este suplemento). Su marido, el comandante Martínez, tuvo una conducta histórica en la defensa de la fortaleza de Humaitá. Ella no es-taba con él, ya estaba separada, y era muy amiga de Elisa Lynch. Cae Hu-maitá, porque militarmente era insos-tenible. Allí había 3 mil paraguayos que, por efectos de la artillería aliada y el hambre, fueron reducidos a mil. Martínez cae prisionero. Entonces a ella la acusan de traición, y quieren que declare en contra de su marido. Fue algo tirado de los pelos, pero has-ta donde se sabe ella no declaró en contra de su marido por una cuestión ética. La torturaron y la fusilaron. Me interesó porque es una figura ética en medio de la inmoralidad generalizada en que suele convertirse la guerra.

LAS RAÍCES AUTORITARIAS.

—¿Dónde se pueden rastrear los orígenes de la cultura política autori-taria paraguaya?

—La colonia ya fue autoritaria, y continuó en la independencia. En mi libro Justicia penal de Francia anali-zo casos judiciales del dictador perpe-tuo José Gaspar Rodríguez de Francia. En un momento Francia tuvo una que-rella con el gobernador de Santa Fe, y mandó apresar a todos los santafesinos

Paraguay que también eran de los Ló-pez. No había diferencia. Después es-taban las famosas “Estancias del Esta-do”, que se presentan como prueba de un sistema casi socialista. Eran viejas estancias del Rey, de la época de la co-lonia, como las que existían en todo el Río de la Plata. Estaban para proveer de carne al ejército. Las posteriores “Estancias de la Patria” de Francia no tenían propósitos sociales. Buena parte de esas “estancias” terminaron en ma-nos de la familia López. Había mucha corrupción en esa familia. Es increíble la cantidad de títulos de propiedad que todavía se encuentran en el Archivo Nacional de Asunción a nombre de los López.

—¿Todavía? —Todavía. Pero hubo un proceso

estalinista de limpieza de archivos. —¿Cómo? —Por parte de Juan O’Leary, por

mencionar uno. Y también otros, gente del Partido Colorado, historiadores. Yo iba a la Biblioteca Nacional o al Ar-chivo Nacional y revisaba documentos muy interesantes. Si esos documentos eran comprometedores para la digni-dad de la patria, los hacían volar. Yo encontré, por ejemplo, el Calendario positivista de Augusto Comte. Lo re-visé, lo comenté. Luego desapareció.

—¿Te espiaban? —Sí, lo hacían con toda la gente

más o menos sospechosa. En Justicia penal de Francia cito documentos que desaparecieron. Pasó muchas ve-ces. No es casualidad.

—Esto es reciente. —Sí, en los noventa. Fueron los de

la escuela stroessnista de la historia, continuadores del o’learysmo. Tuvie-ron la costumbre de masacrar el archi-vo. En un tiempo estuvieron bastante agresivos conmigo, el diario Patria, sobre todo. Me fui con una beca a dar clases a Estados Unidos. Hay lopiztas que son bastante agresivos, y el lopiz-mo volvió a resucitar luego del golpe parlamentario que destituyó al Presi-dente Fernando Lugo (año 2012, don-de se suspendió a Paraguay como miembro del Mercosur). Lo destituye-ron en un juicio político que fue gro-tesco. Un diplomático paraguayo, en una jornada internacional, dijo: “Va-mos a subir al caballo del Mariscal López. Ya tuvimos la experiencia con la Guerra de la Triple Alianza”. ●

sin distinción. Parecía un chiste. —Tú has comparado la figura de

Solano López con la de Hitler. —Sí, pero Alemania era un país al-

tamente industrializado, mientras Pa-raguay era una sociedad rural. Pero en ambos casos hubo una guerra total, y el líder identificaba su causa personal con la causa de su país.

—Se habla de la era de Carlos Ló-pez, el padre de Solano López, como la “edad de oro” del país.

—Paraguay llegó a tener flota mer-cante propia, pero una flota del Esta-do, porque ninguna empresa privada de navegación quería venir a Para-guay. Casi no había comercio. Para-guay, por ejemplo, tenía exportaciones muy inferiores a las de Uruguay.

—Muchos anclan la idea de una “edad de oro” a un ferrocarril y una fundición, soslayando otros aspectos.

—Hubo una tendencia de moderni-zar el país desde arriba, conservando todas las estructuras políticas, sociales y económicas. Los López dijeron: “Ahora el ferrocarril. Si hay ferroca-rril, hay progreso”. Pero eran sólo 80 kilómetros de vía férrea, y el movi-miento comercial existente ni siquiera justificaba esa línea. La fundición se hizo a su vez con una finalidad militar, para fabricar cañones. Pero como Pa-raguay no tenía carbón de piedra, sus hornos no podían alcanzar la tempera-tura adecuada para producir hierro de buena calidad, y sin hierro de buena calidad no se pueden hacer buenos ca-ñones, porque la potencia del arma de-pende de la presión que se pueda sos-tener dentro del ánima. Solano López tenía una gran cantidad de cañones pero de poca precisión. Habría sido más práctico comprar media docena de cañones Krupp.

—Entiendes que esa modernidad no prosperó...

—Algunos países petroleros hoy hacen lo mismo: compran esto, esto otro, pero sin tener verdaderas inten-ciones de que cambie la sociedad. Es imponer desde arriba sólo los aspectos exteriores de la modernidad, pero no la esencia del progreso.

—¿No existía ciudadanía? —No había conciencia de lo que

eran los derechos cívicos. —No había entonces república, se-

paración entre lo público y lo privado. —En Inglaterra había cuentas del

EN URUGUAY se lo conoce por su novela histórica sobre el Paraguay. También es un reconocido historiador y en-

sayista preocupado por las raíces auto-ritarias de la cultura política de su país y por los discursos históricos que, en-tiende, no se ajustan a la verdad de lo que ocurrió.

UNA IMAGEN DE LA GUERRA.

—Eres un protagonista incómodo en el ambiente intelectual del Para-guay.

—Es que hubo tanta manipulación política de la guerra del 70 (Guerra de la Triple Alianza), que en mi caso par-ticular quedé hastiado de la historia. Incluso llegué a escribir para olvidar-me del asunto. Porque por ejemplo Al-fredo Stroessner, que gobernó este país con una dictadura de 35 años que llegó hasta 1989, se consideraba here-dero del Mariscal Francisco Solano López y de otros héroes de la patria. Pero no era nuevo: siempre existió un culto histórico del heroísmo, pero un heroísmo en un sentido militarista, fascista, por parte de los dictadores y los aspirantes a dictadores. Y todo eso me hartó; por eso escribí.

—En tu libro Ideología autoritaria, buscas bajar a tierra los discursos, desarmarlos.

—Exacto, busco desarmarlos. ¿Qué significa ser o no ser heredero de Sola-no López? No sé qué significado pue-de tener. Pero ese era el título oficial de todo político que se preciara de tal: heredero del Mariscal López. Aquí tu-vimos un periodista que muchos con-sideran historiador, Juan O’Leary...

—Una enorme plaza del centro de Asunción lleva su nombre.

—Sí, y fue un charlatán extraordi-nario, estuvo con todos los gobiernos, fue anti lopizta en su momento, luego fue lopizta, devoto del Mariscal Ló-pez. Reivindicó su figura, construyó una historia oficial, y esa es la historia contra la cual yo decidí escribir. Una imagen de la guerra que ignoraba as-pectos humanos y materiales de la his-toria. Esa imagen de la guerra es la que a mí me interesaba destruir.

(desde Asunción)

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Orientales al frenteCon Thomas Whigham

L.E.

lidad de sufrir más pérdidas que los otros aliados.

—Venancio Flores no es un perso-naje histórico querido en Uruguay. En su libro usted dice que Flores, en de-terminado momento, “inició el camino sin retorno de la traición”.

—Supongo que estuve utilizando palabras de sus rivales blancos para calificarlo. Con Venancio siento cierta compasión. Era un hombre muy aleja-

—Yo insistí en el feo factor del há-bito o la costumbre. En la Pampa era costumbre degollar a los vencidos en combate, sobre todo indios. Viendo lo que ocurrió en Quinteros entre blancos y colorados, habría sido improbable que no existieran decapitaciones luego de Yatay. Pero también, por razones obvias, pocos son los que están dis-puestos a admitir haber participado en tales actos. Por eso se discute hoy. Por ejemplo, hay casos similares en la his-toria militar de mi país. Los soldados norteamericanos en Asia durante la Se-gunda Guerra Mundial tenían el hábito de sacar los dientes de oro de los cadá-veres japoneses. Nadie lo admite, pero era de conocimiento común. Es esto: la guerra nos transforma en bestias, y desvaloriza la vida humana. Quizá tus lectores se animen a comparar los de-gollamientos perpetrados por orienta-les en Quinteros y Yatay con las deca-pitaciones de las “tropas” del Estado Islámico en Siria e Iraq. Lo salvaje de la guerra se encuentra muy cerca de to-dos nosotros.

—¿Explicas entonces la crueldad inaudita de esta guerra por la retroali-mentación del odio?

—Creo que hubo menos odio a los paraguayos por ser paraguayos, que a su continua resistencia. Hay una nueva película con Brad Pitt que aquí en Es-tados Unidos se titula Fury (David Ayer, 2014). Trata del último mes de combate en Alemania, 1945. Ellos no odian a los alemanes (excepto cuando encuentran los campos de concentra-ción). Lo que ellos odian es la necesi-dad de seguir matando enemigos cuan-do éste ya está vencido. En 1869 exis-tía algo muy parecido en Paraguay. Los brasileños sabían que tenían la vic-toria delante, los paraguayos sabían que estaban derrotados, y se siguieron matando hasta Cerro Corá. Un soldado brasileño dijo una gran verdad luego de la batalla de Piribebuy: “Da poco gusto matar a tanta criança”.

—Se habla de genocidio. —Algunos en Paraguay lo dicen. Yo

no lo creo. La ONU tiene una defini-ción de genocidio muy clara que aplica a Ruanda, a Auschwitz, pero no aplica con Paraguay. Los brasileños de la época creían que si los paraguayos es-taban dispuestos a resistir hasta la muerte, pues bien, a darles muerte. Esto no es producto de una reflexión

do de su tiempo, era de la época de Ro-sas, con una larga carrera partidaria y mucha experiencia de combate de ca-ballería gaucha. Eso estaba bien para 1840, 50, pero no para pelear esta gue-rra más moderna como subordinado de Mitre. Flores, más que un aliado, era el edecán de Mitre.

—Pero Flores tenía sus ambiciones. —Era un hombre político ambicioso

que debió hacerse cargo de sus acciones. Como cualquier otro político de su país o del mío, puede ser traidor en un mo-mento y héroe en otro. Al final Flores tuvo la mala suerte de engendrar dema-siados enemigos, no sólo blancos sino también entre los propios colorados, y también entre sus hijos. Debe ser difícil ver cómo cambia el mundo y se pone en tu contra. Ahora que llegué a una edad similar sufrí algo de eso, por eso lo en-tiendo, pero yo tengo el privilegio de ju-bilarme y mirar mi jardín, mientras que Flores solo tuvo los facones de sus ase-sinos. Por eso lo veo con cierta simpatía.

EL ODIO EN LA BATALLA.

—Hay quienes discuten que tras la batalla de Yatay las tropas orientales hayan degollado a prisioneros para-guayos. Usted en su libro describe esa escena de forma muy vívida.

HACE DÉCADAS que traba-ja sobre el Paraguay publi-cando numerosos libros. Es profesor e investigador de la

Universidad de Georgia, Estados Uni-dos. Fue discípulo de Tulio Halperín Donghi (recién fallecido). Coordina junto al profesor Juan Manuel Casal las “Jornadas Internacionales de Histo-ria del Paraguay” en la Universidad de Montevideo. Ha publicado también la monumental (y para muchos definiti-va) historia de La Guerra de la Triple Alianza en tres volúmenes (Taurus, 2010-2012, Asunción) que, paradójica-mente, es fácil de conseguir en Asun-ción pero casi imposible en Uruguay, Argentina o Brasil.

Whigham responde desde Estados Unidos a las preguntas de Montevideo. Su mirada es amplia, precisa y detalla-da. No hay aspecto de la guerra que le sea ajeno, como es el caso de Uruguay.

EL POLÉMICO VENANCIO FLORES.

—A muchos uruguayos les resultó sorprendente la cantidad de datos que su estudio aporta sobre el ejército oriental en esta guerra. Su papel fue más relevante de lo que se creía.

—Es que el Presidente Mitre, como comandante de las fuerzas aliadas, uti-lizó a los orientales siempre como fuerzas de choque en los primeros en-frentamientos. Las tropas orientales te-nían cierta experiencia en combate por la guerra partidaria en la Banda Orien-tal; siempre es mejor lanzar una ofen-siva con tropas experimentadas. A su vez, con Venancio Flores, Mitre podía contar con un aliado duro y con hábi-tos de combate, ya que era un indivi-duo cumplidor en el campo de batalla. Y además Mitre no podía contar con la sumisión de los brasileños en ciertas circunstancias; por eso apelaba a los orientales.

—¿Por qué se sabe tan poco, en-tonces, de lo que hacían?

—Justamente por esto: era mejor soslayar, en esos momentos, la falta de habilidad o la inmadurez de los otros aliados. Era un tema que daba mucha rabia a todos. También para no dejar en evidencia que los orientales fueron usados como grupo especialmente es-cogido para la ofensiva, y con probabi-

LA CIFRAS de población paraguaya de antes y después del conflicto han sido parte de la polémica durante muchos años. La nueva historiografía (Barbara Potthast, Thomas Whig-ham, Francisco Doratioto) establece que Paraguay no tenía, antes de la guerra, más de 450 mil habitantes, población que bajó luego del conflic-to a menos de 200 mil, lo cual confi-gura una reducción cercana al 70%. Fue decisivo, para esto, “un censo de 1870-1871 que había permanecido inadvertido en el archivo del Minis-terio de Defensa paraguayo, el cual demostró la enorme magnitud de las pérdidas y prácticamente puso punto final a la discusión demográfica” afirma Whigham. A pesar de que di-

cho censo presenta varias debilidades estructurales, permitió proyectar ci-fras con bastante certeza. Para Whigham, Paraguay “sufrió más de 250 mil muertos durante el conflicto, la gran mayoría no como resultado del combate, sino de enfermedad y hambre”. En este sentido Paraguay detenta la trágica distinción de haber experimentado “la tasa más alta de pérdidas civiles y militares registra-da en cualquier guerra moderna”.

Entre los aliados, según Doratio-to, Brasil envió a la guerra 139 mil hombres, sufriendo 50 mil muertos; Argentina envió 30 mil, con un saldo de 18 mil muertos y heridos; Uru-guay enlistó 5.583 hombres, de los cuales murieron 3.120. ●

Costo humano

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política, o una decisión establecida por el mando aliado; fue por el desgaste moral. Eso es lo que ocurrió en 1869. Es una situación en la que nadie cae por propia voluntad. Yo estaba en Ar-gentina durante la Guerra de las Mal-vinas. Parado en una esquina de la ca-lle Corrientes vi a los jóvenes soldados saliendo hacia las islas sonriendo, en sus camiones. Pasaron por mi mente escenas de Vietnam y grité fuerte para mis adentros: “¡Fools! ¡God-damned fools!” (Idiotas, malditos idiotas) Has-ta hoy sigo enojado por Malvinas, por Iraq, por Afganistán. Hacia todos la-dos, en toda dirección: ¡God-damned fools!

LA CULPA URUGUAYA.

—En Uruguay todavía se evita hablar de la Guerra de la Triple

Alianza. Hay una suerte de culpa co-lectiva.

—Uruguay es un lugar curioso en-tre los países latinoamericanos. Su historiografía refleja la necesidad de desarrollar una identidad nacional después de tener por décadas solo una identidad partidaria. Se busca en Artigas un emblema o símbolo de la nacionalidad oriental, porque su pa-pel presupone una “nación” urugua-ya antes que una identidad partidaria. En el caso de la guerra contra Para-guay, la facción florista del Partido Colorado optó por combatir a los pa-raguayos, mientras los blancos opta-ron formalmente por una posición pro-paraguaya. Visto desde Montevi-deo, nunca fue una guerra de todo el pueblo. Con esto en mente, nunca era conveniente poner énfasis en la gue-

rra contra Paraguay porque se da én-fasis a lo partidario, y poca relevan-cia a lo nacional. Este tipo de omi-sión ocurre con mucha frecuencia en los textos escolares de toda América. En mi país, por ejemplo, los alumnos de escuela secundaria casi nunca lle-gan a saber de la campaña que Esta-dos Unidos condujo en Filipinas en-tre 1901 y 1904, y en la cual murie-ron miles y miles resistiendo la “mi-sión civilizadora” de Washington. Hay vergüenza, por eso el tema no se toca, como Uruguay con la década de 1860. Yo no culpo amargamente a los orientales por evitar hablar de la Guerra de la Triple Alianza; los en-tiendo muy bien. Pero si quieren dar luz a estos aspectos, sobre todo los historiadores jóvenes, pues bienveni-dos al esfuerzo. ●

CON LA publicación en el 2002 de su “nue-va historia de la Guerra del Paraguay” que tituló Maldita Guerra (Emecé), el profe-sor Doratioto abrió las exclusas para la

nueva historiografía del conflicto. La calificación “maldita guerra” fue escrita por el barón de Cotegi-pe en referencia al costo que esta guerra tuvo para Brasil: “Maldita guerra, nos atrasamos medio si-glo”. Todos están de acuerdo en esto, pero no en otros asuntos.

En Brasilia respondió a las preguntas hechas des-de Montevideo.

—La guerra en Paraguay sigue presente, a pesar de que pasaron 150 años. ¿Por qué?

—En parte porque la guerra significó una catás-trofe demográfica, económica, y también pérdida de territorio en litigio. También porque la guerra y su significado fueron instrumentalizados por movi-mientos políticos paraguayos, de derecha en su ori-gen, como forma de justificar el caudillismo autori-tario. Stroessner también adoptó esta ideología de defensa de Francisco Solano López, que pasó a ser “ideología oficial”. Se la llamó lopizmo, y busca la idealización y falsificación histórica de la figura del antiguo dictador, Solano López. Stroessner buscaba así legitimar su propia dictadura. Es que los dictado-res se aman. Más tarde la izquierda autoritaria adop-tó esta postura por otros motivos, y aún se escuchan, aunque de forma aislada, voces que defienden el lo-pizmo.

—¿Por momentos, incluso, parecería que se

quiere imponer una visión romántica, heroica de esta guerra?

—Pero la verdad es que las motivaciones son poco románticas y muy prácticas. Existieron intelec-tuales como Juan O’Leary, también llamado Reivin-dicador de la figura de Solano López —primero fue su crítico y luego su defensor— y que lo hizo por éxito y dinero. O’Leary también era cercano a Stroessner. Fue parte también de una lucha política, ya que los colorados intentaron aparecer como los únicos patriotas en contra de los liberales, a quienes se los consideraba traidores a la patria. De hecho los liberales durante la guerra, desde su exilio en Bue-nos Aires, lucharon junto a los ejércitos de la Triple Alianza.

—Usted ha recorrido cientos de archivos. ¿Algu-na vez se encontró con un documento de época que le cambiara radicalmente lo que pensaba?

—Sí, pero no de la forma que usted imagina. Cuando yo era profesor en secundaria daba clases afirmando que el origen de la guerra estaba vincula-do al imperialismo inglés, y que Francisco Solano López era un héroe anti-imperialista. Cuando estaba realizando mi posgrado en Historia sobre las relacio-nes Brasil-Paraguay en el siglo XIX descubrí en los archivos que... ¡oh sorpresa! Estaba equivocado. Descubrí un documento muy importante. Es la carta del ministro inglés en Buenos Aires dirigida al can-ciller paraguayo, con fecha anterior a la invasión pa-raguaya del Mato Grosso, donde se ofrece en todo lo que fuera necesario para evitar el agravamiento de la situación entre Paraguay y el Imperio del Brasil. Y eso que Brasil tenía relaciones diplomáticas rotas

con Inglaterra desde hacía un año. Es falso responsa-bilizar a Inglaterra por la guerra. Los orígenes de la guerra están en el propio proceso histórico regional, pero no hay nada más tentador que transferir respon-sabilidades al imperialismo.

—El problema está en asumir los costos históri-cos de un conflicto que es desmesurado por donde se lo mire.

—La guerra tuvo vencedores pero... ¿a qué cos-to? Flores fue asesinado en una calle de Montevi-deo; Mitre no logra que su canciller lo suceda en la presidencia; en Brasil se intensifican las contradic-ciones que llevarán a la caída de la monarquía en 1889, derribada por el ejército. Por supuesto que es Paraguay el que lleva la peor parte, pero... ¿quiénes ganaron la guerra? Los comerciantes argentinos, los del litoral sobre todo, que vendieron de todo a pre-cios muy altos. El ejército imperial les compraba animales, comida y otros abastecimientos, y la mari-na les compraba carbón. Si Brasil hubiese realizado esos gastos dentro de su país se podría haber produ-cido un efecto keynesiano, dinamizando la econo-mía con el gasto militar. Pero los soldados brasileños gastaban sus sueldos en la cuenca del Plata.

—En mi reciente visita a Paso de Patria la pro-pietaria de un museo privado de vestigios de guerra dijo que no dejaba pasar a soldados brasileños de uniforme. ¿Persiste el rencor?

—Creo que es un caso aislado. No hay que bus-car en la guerra motivos para el rencor; hay que es-tudiarla de acuerdo al método histórico. Yo viví tres años en Asunción y no encontré prejuicios en contra de los brasileros. ●

“Los dictadores se aman”Con Francisco Doratioto

L.E.

Graffiti con Solano López. Calle Palma fren-te al Monumento a los Héroes, centro de

Asunción. Noviembre, 2014.

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EL PADRE Maíz la recibió con su mejor es-tola; le ordenó arrodillarse. Ella obedeció por hábito, no por sumisión. (Le habían en-señado tantas veces a inclinar la cabeza y

besar manos, que ahora ya lo hacía por urbanidad, sin participar en la ceremonia.) El cura le explicó que se conspiraba, Juliana se sobresaltó cuando in-volucraron a su esposo. Quizás no había querido a su esposo más de lo que puede querer una joven recata-da, siempre acostumbrada a mirar hombres desde le-jos y a evitar su compañía. Pero tampoco la había decepcionado ese oficial severo, cortés, a veces cruel con sus subordinados. Hombre que daba y que cum-plía órdenes sin pensar demasiado, con una sencillez mezclada de tontería y heroísmo. La sencillez que le permitió vivir varias semanas alimentándose con la carne, el cuero y hasta con la montura de sus caba-llos, cargando sus cañones con nueces de coco y tro-zos de botella para resistir a los cuarenta mil solda-dos que machacaban con artillería de sitio ese fortín de adobe llamado fortaleza de Humaitá. Allí resistió Martínez hasta el 25 de julio los asaltos aliados de la Argentina, el Uruguay y el Brasil, hasta que, sin bala y sin comida, decidió replegarse porque había cum-plido plenamente la consigna de demorar al enemi-go. Lo rodearon en Yverá, un estero donde los alia-dos capturaron ochocientos hombres cuando, persua-dido por los capellanes, se rindió Martínez. Su co-mandante, Francisco López, lo acusó de traición. Decidió arrestar a su mujer, Juliana Insfrán, mientras los aliados, entre sorprendidos y resentidos, se recri-minaban mutuamente la demora en vencer la resis-tencia de Martínez, a quien permitieron conservar su espada de comandante, en homenaje a su valor. Trai-ción. La palabra tenía un peso raro, sonaba desusa-damente injusta en un sistema injusto, del que Julia-na Insfrán no había conocido más que el favor del príncipe, como dama distinguida y esposa de un co-mandante militar. Por eso estuvo a punto de firmar la nota que le presentó el padre Maíz, pero un algo que nunca había conocido le enseñó que no debía hacer-lo. ¿Para qué resistir? Francisco López quería discul-parse acusando a Martínez; quería conservar (si to-davía era posible) una reputación sacrílega con que una iglesia dócil lo había beneficiado: Dios sobre la tierra (palabras de Fidel Maíz).

Guido Rodríguez Alcalá

Om

GUIDO Rodríguez Alcalá (Asunción, 1946) es poeta, narrador, historiador, ensayista, perio-dista y crítico literario. Trabajando en el límite entre ficción y realidad ha recreado múltiples episodios de la Guerra del Paraguay con énfa-sis en los detalles del sufrimiento de la gente común. El cuento “Juliana”, del cual se publi-ca el final, está basado en la historia real de Juliana Insfrán de Martínez que, como todas las mujeres de los oficiales paraguayos que caían prisioneros de los aliados, eran obligadas por el Mariscal López a renegar de sus espo-sos, declarándolos traidores. El cuento integra el libro de Rodríguez Alcalá publicado en Montevideo por Banda Oriental, Cuentos de la Guerra del Paraguay (1996), con selec-ción y prólogo de Pablo Rocca. ●

El autorFrancisco López necesitaba hacer culpable al co-

ronel Martínez de la derrota de Humaitá, de la derro-ta final. Para eso contaba con la colaboración de Ju-liana, protegida de los López, y de la mediación de Fidel Maíz. ¿Para qué resistir? Era una declaración, era una firma para decir que la mujer desconocía a su marido, ahora prisionero de los argentinos. López ya no podía castigarle, la infamia no le alcanzaba (explicó ladinamente el sacerdote); todo el mundo sabía las hazañas de Humaitá. Juliana, una mujer ca-prichosa de veinticuatro años, sintió que se apoyaba en algo como el fondo de sí misma:

—No. Y desde entonces fue la rutina de la cuestión: los

estiramientos en el cepo, los martillazos en los de-dos, la violación. Maíz participó hasta el día en que, habiéndole amenazado con el fuego eterno por deso-bediencia, ella le preguntó sinceramente si él creía

en Dios. Y entonces vio Juliana que el religioso tenía miedo porque de golpe lo había vuelto a algo que él tenía antes de ser sacerdote blasfemo. Tenía miedo, como tenían miedo todos los hombres que vinieron a cuestionarla para satisfacer la pregunta (la orden) de Francisco López, que mirando ladinamente a sus su-bordinados exclamaba: ¿Alguien se atreve a hacerla hablar a la Juliana? Pasaron por la cámara de tor-mento (nombre pomposo para un rancho) Resquín, Carmona, Aveiro. Feroces, pero intimidados. Porque la Juliana era como decir a gritos que no tenía senti-do ser valiente, que nadie había sido valiente. Fran-cisco López se cansó de la rebelde, y eso le dio un respiro a la mujer para conseguirse un peine, tratan-do de componer ante un espejo sucio esos cabellos sucios que no podía recoger hacia atrás como antes para no revelar la fea cicatriz sobre la ceja izquierda. Pero, de cualquier manera, decidió asearse: se vendó la mano, se compuso la ropa. El soldadito le permi-tió gastar todo un balde de agua y hasta la lejía que se usaba en lugar de jabón. Juliana fue meticulosa; le pareció una deuda consigo misma mostrarse despe-jada y limpia cuando la llevaban a fusilar. ●

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