good bye mr. chemical

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book about personal biography.

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good bye mr. chemical

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Marc Marín Sedano

good bye mr. chemical

Barcelona, 18 de mayo de 2009

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el prólogo

Tirotricina, Ibuprofeno, Acetilcisteína, Acido acetil salicílico, Almagato, Sorbitol, Lidocaína, Omeprazol, Oxiconazol, Polisorbato, Coltetraciclina, alcanfor, Salicilato de matilo, Plantago ovata, Metoclopramida HCI…

Esto es solo parte de la dieta habitual de un hipocondríaco, los hipocondríacos tienen un conocimiento medicinal increíble, tienen su propio argot y normalmente viven en núcleos urbanos masificados (con varias farmacias a su alcance). En sus casas tienen un espacio enorme, casi un cuarto entero destinado al almacenamiento de medicamentos preparados para su consumo (también son exagerados). Cuando viajan no olvidan sus medicamentos preferidos. Nunca están solos ya que la ansiedad les acompaña en todo momento recordándoles lo agradable que es la vida. Si un hipocondríaco se encuentra con otro de su especie las consecuencias son inimaginables; por supuesto, la familia del afectado también sufre de ésta y alimenta desde la niñez al sujeto en cuestión. El niño, estimulado, empieza a hacer sus pinitos en el colegio y lo que parece un pedo atravesado se convierte en una gripe intestinal acompañada de fuertes diarreas y un grado importante de deshidratación… Las visitas al medico son asiduas y los lazos que se crean son muy fuertes, también hay roturas inoportunas. Las madres de los hipocondríacos suelen ser seres omnipotentes que disfrutan viendo cómo el medico verifica sus diagnósticos.

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Los prospectos son criptonita para ellos, como una pesadilla de David Lynch que te deja en un estado “psico-taquicárdico”. Es inevitable leerlos, releerlos una y otra vez para que luego diminutas palabritas retumben en tu cabeza… Pero esto no termina aquí, hay algo mucho peor que un prospecto para un hipocondríaco, se llama Google . ¿Realmente podemos crearnos enfermedades? Y, si las podemos crear ¿las podemos curar?. ¿Me lo preguntas a mi? –Sí . Creo que Sí!. Aunque he probado el reiki, el zen, las regresiones a otras vidas, las flores de bach, cursos de control del sistema nervioso, acupuntura, homeopatía. He ido a osteópatas, quiroprácticos, astrólogas, videntes, santeros, satánicos, he leído libros de autoayuda. Pero todo es en vano siempre hay algo pesado llamado miedo, miedo a ser infectado, miedo a sufrir, al dolor, a ser obsoleto y finalmente reemplazado.

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el inicio

Todo comenzó una mañana de junio de 1995; mi madre, como de costumbre, me despertó con un suave susurro en la “oreja izquierda”. Remugué cinco minutos y me incorporé de un salto. Mientras me dirigía al lavabo noté un bombeo en la oreja, no le di importancia. Inicié mis menesteres matutinos como de costumbre. Oriné, y posteriormente engullí un paquete de chiquilín adobado en colacao. Cuando me dirigía al lavabo me toqué la oreja de forma instintiva y noté que algo no marchaba bien; cuando llegué al espejo pude comprobar que mi oreja izquierda había adquirido una nueva forma, no comprendía como una oreja podía mutar de esa manera durante una noche. Le expuse el caso a mi madre la cual estaba algo alterada vistiendo a mi hermano pequeño. Me miro la oreja y su rostro cambió repentinamente. Me dijo: ¡Vámonos cagando leches al pediatra!. Yo me enfadé porque me daba vergüenza ir al pediatra con diez años. Allí solo había bebés y mesas con cantos redondos, juguetes desfasados y revistas para padres primerizos.

Pero 20 minutos después allí estaba yo. Rápidamente nos deslizamos hacia la consulta, el doctor saludó a mi madre, a mi hermano y a mi nos tocó el cogote. Llevaba ya diez años por esos parajes y conocía bien el protocolo. Rápidamente me encaramé a la camilla, el doctor cogió sus instrumentos y me miró la oreja durante aproximadamente un minuto luego miró a mi madre con preocupación y a mi me regaló una sonrisa

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de consolación y me dio dos golpecitos en la espalda. La enfermera nos acompañó a mi hermano y a mi de nuevo a la sala de espera y nos dio dos caramelos como croquetas. Con el envoltorio me hice una capa para mi y otra para mi hermano. Mientras, mi madre mantuvo una larga conversación con el pediatra y cuando salió me comentó que teníamos que ir a ver al doctor de las orejas.

Ese doctor era el otorrinolaringólogo, Pedro P. Este hombre con aspecto robusto y bigote, que parecía que había salido de un documental de jara y sedal, me examinó la oreja y me diagnosticó un colesteatoma. A la mañana siguiente ya estaba preparado para entrar en el quirófano.

“Antes de continuar con este curioso caso me gustaría contextualizar mi estado familiar en aquellos bonitos años. Por aquel entonces vivíamos de alquiler en un pisito acogedor muy luminoso con suelos de gres. Mis padres se habían separado un año antes aproximadamente; recuerdo que me afectó bastante y lo exterioricé con muecas extrañas entre berreos de impotencia. Mi hermano, por otra parte, lo asimiló a su manera, hacia dentro; cerró y tiro la llave por la ventana.

En poco tiempo nos adaptamos a nuestra nueva forma de vida. Mi padre se trasladó a casa de mi abuela y cada dos semanas íbamos a visitarlo. Lo que más me fastidiaba era ir al colegio los viernes con una maleta de mudas para el fin de semana. Y así pasaban los días…”

Eran las ocho de la mañana y me encontraba en una habitación del hospital junto a toda mi familia. Poco después vino una enfermera. Me llamo la atención porque era muy blanca y olía a vinagre. Me dijo que me tumbara y cerrara los ojos. No tuvo problemas para encontrar la vena y pincharme la vía ya que mi piel también era pálida y traslúcida, todavía no había tenido oportunidad de ir a la playa y mi brazo parecía

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un mapa de los ríos de España. Justo después apareció otro leucocito con una camilla. Mi madre me cogió la mano, mi familia se despedía de mi y yo me alejaba hacia un futuro incierto con mis amigos los leucocitos. Una vez en la planta de los quirófanos el leucocito fue relevado por otro individuo que iba con una especie de pijama verde pastel el cual me conduciría hacia el quirófano pero, antes de llegar, se paró a hablar con el anestesista. Yo empecé a tiritar de frío y el señor del pijama se debió de dar cuenta por el ruido de mis dientes al chocar. Sacó una manta que parecía papel de fumar y me la hecho por encima. Una vez en el quirófano pude ver un revuelo de gente con pijamas verdes, entre ellos, identifiqué al doctor Pedro P. Le reconocí por una cadena de oro que le asomaba en el pecho. Me dijo que me relajara y, a partir de ahí, ya no recuerdo nada... Siete horas mas tarde desperté en una sala pequeña con bastante sed y ganas de devolver al mundo mis primeras papillas. Lo primero que hice fue tantear el epicentro pero dos metros de venda cubrían mi cabeza y desistí. Intenté balbucear la palabra agua y una figura borrosa apareció ante mis ojos. Me preguntó qué tal estaba. Intuí que era mi madre aunque solo oía por una oreja y mi cabeza se apoyaba sobre ella. Emití de nuevo la palabra agua y, poco después, mi madre apareció con un algodón húmedo que me puso sobre los labios. Segundos después estaba intentando engullir el algodón. Mi madre se percató, seguramente por la sensación de succión en sus dedos, y me lo retiró rápidamente argumentando que no podía beber todavía. Cuando llegué a la habitación con el leucocito y mi madre me tumbé en la cama junto al goteo constante de suero y me quede dormido.

Al parecer la operación fue una chapuza de gran envergadura. Se ve que el Dr. Pérez no tuvo el día y mi madre lo mandó a la mierda en cuanto tuvo oportunidad. Poco después conocí al otorrinolaringólogo Dr. Málaga. En aquel momento yo no lo sabía pero se convertiría en una especie de super héroe para mi y fuente de paz y tranquilidad para mi madre.

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Este hombre, de pulso firme y de gran parecido a Quentin Tarantino, despertó en mi un gran interés. Me explicó que mi caso era excepcional y que sólo se daba uno de cada 5000. En aquel momento una sensación narcisista me recorrió todo el cuerpo.

La vida en el hospital se convirtió en rutina excepto por un extraño descubrimiento. Dos semanas mas tarde, me retiraron la venda de la cabeza y la gasa de dentro de mi oreja. En cuanto el doctor abandono la habitación, corrí junto a mi goteo hasta el baño. A simple vista todo parecía normal o por lo menos lo aparentaba. Empecé a palparme la oreja y rápidamente deduje que esa no era mi oreja. Se parecía, pero no lo era. Durante el transcurso del día cientos de preguntas me invadían; ¿de quien era esa oreja?, ¿existían los donantes de orejas?, ¿dónde estaba mi oreja?, ¿en un container? ¿Pero, porqué ...? Nunca resolví el misterio. En cuanto a la oreja, cada día que pasa es menos anónima.

Dos años después, el colesteatoma se reprodujo y tuve que volver a visitar al quirófano, a los leucocitos y a los hombrecillos de verde. Aunque la estancia fue mas breve, una extraña sensación de normalidad y conformismo se instaló en mi. Las enfermeras se convirtieron en seres entrañables, las visitas de los familiares eran diarias y casi no tenía tiempo para aburrirme.

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la adolescencia psicotrópica

Los años pasaron pero lo que yo no sabía es que mis anginas estaban maquinando su propio suicidio. Al principio no le di más importancia de la que podía tener un simple virus en la garganta, aparte del dolor y otras molestias. El problema fue cuando el virus se convirtió en crónico y los antinflamatórios y antibióticos, cada vez más potentes, se convirtieron en parte de mi dieta.

Durante esta época también aparecieron las migrañas. Dos días a la semana las padecía y, de vez en cuando, se acompañaban de auras migrañosas. Para los que no conozcan esta patología la intentaré explicar de forma sencilla. Un aura migrañosa es una especie de aviso de que vas a tener una migraña. Hay distintos tipos de auras. Las que yo padecí son de las mas extrañas que hay. Normalmente iba precedida de una sensación de angustia, posteriormente, se empezaban a ampliar mis sentidos y la equivalencia era a la de un tripi.

Recuerdo perfectamente la primera vez que me pasó. Acababa de llegar del colegio y corrí rápidamente a mi habitación a jugar con los playmobil, al rato sentí un extraña sensación, casi imperceptible pero que iba en aumento. Mi campo de visión empezó a ralentizarse y mi tacto y mi oído empezaron a agudizarse. Podía sentir la rugosidad del suelo aunque fuera de mármol incluso, el aire de la habitación, había tomado forma semisólida. Me puse en pie, y

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me desplacé hacia el salón flotando. Allí estaba mi madre planchando. Le dije que me pasaba algo pero no sabia el qué. En aquel momento la plancha soltó un chorro de agua vaporizada y la onda del sonido penetró en mis oídos como una locomotora pasando por un túnel. Me desplacé de nuevo a mis aposentos y me eché boca abajo en la cama. Mi madre se puso a mi lado y, con cierta incertidumbre, dijo que intentara explicarle qué era lo que me estaba sucediendo. Su frase retumbó en mi cabeza de forma muy rápida, tanto que no pude descifrar el significado de sus palabras. Cerré los ojos y, cinco minutos después, todo volvió a la normalidad.

Este episodio se empezó a repetir casi mensualmente y fue entonces cuando empecé a visitar neurólogos aunque ninguno de ellos dio con la solución. Hubo uno que, por lo menos, supo darle una explicación convincente a mi caso. No recuerdo el nombre ni su rostro pero recuerdo sus palabras. Me dijo: ¿sabes quién es Lewis Carrol? Yo negué con la cabeza. Sí que lo sabes, dijo. Todo el mundo sabe quién escribió “Alicia en el país de las maravillas”.

Al parecer, Lewis Carrol escribió el cuento a partir de sus auras migrañosas. Yo me quede a cuadros. No sabía si aceptarlo y acostumbrarme a vivir con ello o ponerme a escribir un libro sobre planchas a vapor y playmobils gigantes.

Con el tiempo, las migrañas seguían acompañándome, recordándome lo frágil que soy por dentro. Pero, por suerte, las auras desaparecieron paulatinamente.

Durante esta época creo que ya empecé a formar parte del basto grupo conocido como el de los hipocondríacos. Me automedicaba a menudo y, además, creí desarrollar una técnica preventiva poco eficaz contra las enfermedades. A la mínima que tenía una molestia, ya fuera de cabeza, mocos, sinusitis, o anginas, abordaba el botiquín de casa en busca de antiinflamatorios.

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la anginitis

A los diecinueve años tuve que tomar una gran decisión: operarme las anginas o no operármelas. Por una parte tenía ganas de quitármelas porque no hacían más que molestar. Además, su forma original había mutado y ya no eran unas anginas normales. Eran dos pasas gigantes agonizando en mi garganta. Por otra parte, el post-operatorio de esta operación es muy doloroso y no me agradaba mucho la idea de estar un mes bebiendo líquidos y sufriendo dolores. Así que, en un principio, me negué. Después de todo, esas pasas habían estado conmigo toda mi vida y, aunque nuestra relación fuera un poco tortuosa, no se si resistiría la pérdida de otra parte de mi cuerpo.

Después de deliberarlo unas semanas y pasar otras anginas con fiebre en la cama, decidí por fin quitármelas. La operación terminó con éxito y, al día siguiente, ya estaba en casa bebiendo zumos y comiendo helados. Hasta aquí parece todo normal pero el problema era al ingerirlos. El dolor en la garganta era inaguantable y, rápidamente, empecé a perder peso. Pasé de los sesenta y ocho kilos a los cincuenta y cuatro. El post-operatorio avanzaba lentamente y en mi cabeza sólo rondaba la idea de ingerir cualquier alimento sólido.

Un mes después de la operación todo parecía haber vuelto a la normalidad.

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el insomnio

En septiembre del mismo año emigré a la capital para estudiar bella artes. Eran momentos de cambio en mi vida. Nueva ciudad, nuevos amigos y nuevas enfermedades. Empecé a sufrir de sinusitis e insomnio acompañado de mi primera depresión, juergas intermitentes y consumo habitual de cannabis (una mezcla explosiva).

Una noche, como de costumbre, me costaba iniciar el sueño. No le habría dado más importancia pero, al día siguiente, tenía una entrega a las nueve de la mañana. Así que me obsesioné y me fumé un porro para ver si me calmaba. Los efectos no fueron los deseados, la excitación empezó a apoderase de mi y decidí tomarme unas gotas de pasiflora junto con un par de valerianas. Las horas pasaban y mi ansiedad aumentaba, así que abrí el botiquín y me tomé una pastilla de dormidina de 25 miligramos. Mientras me relajaba, empecé a emparanoiarme pensando en todo lo que había consumido y decidí leer el prospecto de la dormidina. Efectos adversos:

- Digestivas. [NAUSEAS], [VOMITOS], [ESTREÑIMIENTO], [DIARREA], [DOLOR EPIGASTRICO], [ANOREXIA], [SEQUEDAD DE BOCA].- Neurológicas/psicológicas. Es frecuente la aparición de [SOMNOLENCIA], sobre todo al inicio del tratamiento, y que suele disminuir al cabo de 2-3 días.También puede aparecer [DESORIENTACION], [DESCOORDINACION PSICOMOTRIZ], [MIASTENIA], [VERTIGO], [ASTENIA], [CEFALEA]. Excepcionalmente se han observadocasos de [EXCITABILIDAD] paradójica, sobre todo en niños

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pequeños. Esta hiperexcitabilidad cursa con [INSOMNIO], [NERVIOSISMO], [TEMBLOR], [IRRITABILIDAD], [EUFORIA], [DELIRIO], palpitaciones e incluso [CONVULSIONES].- Cardiovasculares. En ocasiones puntuales, y normalmente en caso de sobredosis, se pueden producir [TAQUICARDIA], [PALPITACIONES] y otras [ARRITMIA CARDIACA] como [EXTRASISTOLE] o [BLOQUEO CARDIACO]. Estos efectos se podrían deber a la actividad anticolinérgica. En ocasiones se han descrito [HIPOTENSION] o [HIPERTENSION ARTERIAL].- Respiratoria. En ocasiones se puede producir un aumento de la viscosidad de las secreciones bronquiales, que pueden dificultar la respiración.- Genitourinarias. Puede aparecer [RETENCION URINARIA] e [IMPOTENCIA SEXUAL] por el bloqueo colinérgico.- Hematológicas. Raramente se han descrito [ANEMIA HEMOLITICA], [AGRANULOCITOSIS], [LEUCOPENIA], [TROMBOCITOSIS] o [PANCITOPENIA].- Oculares. Debido a la actividad anticolinérgica podría producirse una [GLAUCOMA] y [TRASTORNOS DE LA VISION] como [VISION BORROSA] o [DIPLOPIA].- Alérgicas/dermatológicas. Pueden aparecer [REACCIONES HIPERSENSIBILIDAD] tras la administración sistémica de antihistamínicos, aunque con una frecuencia menor que si se aplica por vía tópica. También pueden aparecer [REACCIONES DEFOTOSENSIBILIDAD] tras la exposición intensa a la luz solar, con [DERMATITIS], [PRURITO], [ERUPCIONES EXANTEMATICAS] y [ERITEMA].

Ya no había marcha atrás. De forma sugestiva empecé a sentir todos los síntomas. Pensaba que iba a morir, así que cogí el teléfono y llamé a mi madre para despedirme. Mi madre, sobresaltada y con voz de ultratumba, dijo: Marc, ¿qué pasa? ¿estás bien?. Le conté mi hazaña nocturna y, de la bronca que me hecho, volví a poner los pies en la tierra o, mejor dicho, en la cama y me dormí.

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la crisis

Parecía que me estaba adaptando a mi nuevo estilo de vida, vivía en una residencia tipo chalet situada cerca de la universidad, mi cuarto estaba en la planta baja y era como un zulillo, pero tenia lo necesario y no me quejaba. Era la primera vez que estaba tanto tiempo fuera de casa, lejos de mis amigos y mi familia, y esa sensación que tenia de que el mundo no dependía de mi, desapareció. Entonces aparecieron nuevas experiencias y sensaciones, formas de pensar y hacer, incluso note una nueva personalidad que salía a flote. Tantos cambios y información de golpe no podía ser asimilada de forma normal, inevitablemente, este caos desemboco en una crisis existencial y finalmente en una depresión.

Bajaba una vez por semana a Madrid para visitar a la psicóloga. Le conté mi caso y me dijo que me iría bien una terapia en grupo. Por cuestiones de horario no me iba bien, así, que la terapia la haría con ella, al principio me mostraba un poco escéptico ya que ella no hacia mas que escucharme y asentir con la cabeza, al finalizar la sesión, le abonaba cincuenta euros, la verdad es que me sentía bastante resentido y desahogado a la vez, era si mas no una contradicción interesante, luego, cogía un puñado de lacasitos que había en un bol, en frente de la secretaria, y con la boca llena de chocolate y con cincuenta euros menos en el bolsillo, volvía a mi zulo. Finalmente, supere la crisis y continué con mis menesteres

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la adicción

Por aquel entonces tenía tres vicios predilectos; la música, el cannabis y el disneumon. Éste último, para quien no lo conozca, es un descongestionante nasal bastante efectivo pero muy adictivo. Me enganche a él después de una sinusitis aguda. La sensación que me producía era increíble, podía respirar al cien por cien sin nada que bloqueara mis fosas nasales. A partir de entonces lo empecé a usar frecuentemente: al levantarme y por la noche. Más tarde, la frecuencia se convirtió en vicio y el vicio en adicción.

Cuatro meses mas tarde acudí al otorrino por el tema de las sinusitis. El médico me inspeccionó a conciencia y minutos después me comentó que tenia las fosas nasales muy estrechas y que, debido a esto, era propenso a que se taponaran. Mientras le comentaba mis experiencias nasales, él iba tecleando cosas en su portátil. Le comenté que esnifaba disneumón a menudo para respirar mejor y, de repente, dejo de teclear. Un silencio incómodo se apoderó de la consulta. Levantó la mirada y, con los ojos como platos, me preguntó: ¿cuánto hace que lo usas? Noté algo de complicidad en su pregunta y, por un momento, pensé que él también era un adicto. Le contesté que llevaba cuatro meses más o menos. Él frunció el ceño y me dijo que muy mal ¿Cómo que muy mal?, repliqué yo. ¿No has leído el prospecto? Yo le dije que el último prospecto que había leído era el de la dormidina y que casi muero por hacerlo. Desde entonces no había vuelto a leer ninguno. El médico me dijo

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que el disneumon sólo se podía utilizar durante una semana. Además, me dijo que era muy adictivo y que, si lo usaba más de la cuenta, las fosas nasales se me cerrarían y tendría que entrar en el quirófano para que me las dilataran. A día de hoy ya no lo uso aunque a veces pienso en él y en su fragancia a eucalipto. Lo he sustituido por el “rinomer fuerza tres” es menos efectivo pero inofensivo para mis fosas nasales.

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las señales

Siempre he sido una persona muy espiritual. Mis inquietudes respecto al tema han ido “in crescendo” a lo largo de mi vida. Cuando era pequeño tenía una fijación siniestra por los fantasmas y los casos paranormales. A veces intentaba comunicarme con los entes tumbado en la cama. Soltaba frases del tipo; ¿hay alguien ahí?... Si hay alguien, que haga una señal. Nadie contestaba y, entonces, comprendía que la señal era el propio silencio. Excepto un día que de fondo se oyó; ¡Marc! Yo sí que te voy a dar una señal ¿quieres ir poniendo la mesa que la sopa se va a enfriar? ¡Pero si está hirviendo!, repliqué minutos más tarde en la mesa. Entonces caí. Quizás la señal era esa, quemarme la lengua y perder así el gusto de las papilas gustativas. Como los fantasmas, porque los fantasmas no degustan la comida, porque no comen.

Durante aquella época mi vida estaba repleta de señales y mi ocupación en descubrirlas me llevaba bastante tiempo e imaginación. Un día, un compañero de clase durante el recreo me comentó algo, si más no, inquietante; me dijo que tenía información privilegiada sobre el demonio y que, si le daba dos donetes me la contaría. Me lo tomé como una señal y accedí. Fuimos a sentarnos a unas pequeñas escalinatas al fondo del patio. Una vez allí le di los donetes. Empezó a susurrar y me dijo que Satanás estaba entre nosotros. Yo me quedé estupefacto con medio donete en la boca. Después de engullirlo con ansiedad le pregunte si sabía quien era. Me dijo que no porque Satanás

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era muy astuto. Cambiaba de forma constantemente y era muy difícil desenmascararlo pero que, si le daba otro donete, me diría como saber quién era. Rápidamente saqué el último donete que me quedaba y se lo di. Dijo que el demonio era cojo y pestañeaba al revés. Lo de la cojera lo entendía. Supuse que caminar con pezuñas de cabra por la acera no debía de ser fácil pero lo de pestañear al revés reconozco que me dejo de piedra. El chaval se largó, seguramente por la ausencia de donetes y, yo, me quede pensando en el demonio. Desde aquel día cualquier cojo que veía por la calle lo analizaba durante largo rato para cerciorarme que no pestañeara al revés.

Una noche del verano del 93 otra señal apareció en mi

vida. Recuerdo que era una noche muy calurosa. De esas en las que te quedas pegado a ti mismo si no vas con cuidado. Mi padre, junto con el vecino, pasaron un alargador por el patio interior hasta la azotea, allí improvisaron un pequeño cine con la tele del vecino y unas cuantas sillas. Aquella noche por Antena Tres estaban echando “La Guerra de las Galaxia”.

Mientras contemplábamos la película, una lucecilla como si de un puntero láser se tratara, se reflejaba en la pantalla. Al principio pensábamos que era de la película pero, poco después, nos dimos cuenta de que lo que se estaba reflejando era otra cosa.

De repente, Javi, el hijo del vecino, gritó encolerizado; Es una nave extraterrestre. El vecino bajó el sonido de la tele y un silencio contemplativo nos poseyó a todos. Al rato, el vecino dijo: ¡Eso es un globo sonda! Mi padre le contestó diciendo que los globos sonda no vuelan haciendo sietes por el cielo, ni tienen tantas luces. Yo no sabía qué era un globo sonda pero lo que vimos aquella noche era muy extraño, sobretodo cuando expulsó tres luces rojas que empezaron caer y, posteriormente, se desvanecieron en el firmamento. El vecino bajó corriendo a por la cámara de vídeo para captar aquel momento. Seguramente

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con la intención de sacarse algo de dinero mandándolo a la tele, pero, para cuando volvió, la luz ya no estaba.

Estuvimos observando el cielo durante horas esperando otro avistamiento (en mi caso otra señal) hasta que, finalmente, desistimos. Pero nos dimos cuenta de una cosa y era que casi nunca habíamos mirado al cielo y, si lo hacíamos, era simplemente para intuir el clima o tomar el sol. Parecía mentira que una lucecilla reflejada en el televisor nos abriera a todos los ojos aquella noche.

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el camino espiritual

Un día, una amiga mía, me propuso hacer un curso de Zen larga vida, para curar con las manos. El curso era gratuíto y duraba una semana. Se hacía en un centro naturista situado en un principal en la calle Córcega con Balmes. No me lo pensé dos veces. Quizás fuera esta la oportunidad que estaba esperando para prescindir por fin de los medicamentos.

La primera sesión fue más que nada introductoria para tantear el terreno y conocernos las caras. Éramos un grupo de unas 25 personas. La mitad eran personas de la tercera edad y, la otra mitad, estaba formada por gente que estaba desesperada por encontrar solución a sus problemas. Mis primeras impresiones fueron desconcertantes. Al principio pensé que era una secta y que al final del curso nos propondrían un suicidio colectivo pero mi idea cambió a medida que avanzaba la semana.

Al segundo día, la maestra juntó a sus ayudantes. Nos pusieron la mano en la cabeza sobre el chacra siete y nos dieron la capacidad para curar. Mas tarde, la maestra nos explicó cómo funcionaba todo. Nos dijo que teníamos que seguir unas normas, una especie de mandamientos zen:

No podéis curar si el paciente o tu habéis consumido alcohol.No podéis pedir dinero a cambio.Debéis meditar cada día para mantener los chacras abiertos. Y no os podéis negar si alguien os pide que le curéis.Si no cumplís estas normas se os cerraran los chacras

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Asi que empecé a meditar y poner en práctica todo lo aprendido. El curso me gusto tanto que me saqué el segundo nivel.

Poco después descubrí un libro que me dejó fascinado, era de un tal Brian Weiss, se titulaba “Muchas vidas muchos maestros”. El libro hablaba de la función terapéutica que podían llegar a tener las regresiones a vidas pasadas.

Durante los meses siguientes me zambullí en ese mundo. Me leí muchos libros relacionados e investigué sobre el tema. Un día, en casa de una amiga, hicimos una regresión en grupo. Éramos cinco personas y una hacía de guía. Al Principio de la sesión, nos tumbamos por el suelo sobre una especie de tatami improvisado con cojines. Luego, el guía nos invitaba a relajarnos y, con voz suave, dijo que nos imagináramos una esfera de luz que se ramificaba por todo nuestro cuerpo dejándolo completamente relajado. Después de continuar con este ejercicio durante veinte minutos, el guía habló nuevamente.Ahora debíamos imaginar una escalera con diez escalones. Nos dijo que los subiéramos. Recuerdo que, con cada escalón que subía, me desapegaba un poco más de mi cuerpo hasta el punto de dejar de sentirlo por completo. Algunos se quedaron dormidos durante esta fase con la baba a punto de caramelo.

El guía nos dijo que imagináramos un jardín y que este jardín sería el punto de transición y regeneración, que podíamos recurrir a él en todo momento. Luego, que imaginásemos una sala de espejos, cada espejo representaba una vida pasada pero había uno de ellos que brillaba con más intensidad. Era, pues, a ese espejo al que debíamos acercarnos. A continuación, el guía contó hasta tres y cruzamos el espejo.

Al Principio lo veía todo oscuro pero, poco después, empecé a ver cosas. Digo cosas porque eran borrosas y me costaba esfuerzo enfocarlas. Conforme iba avanzando, pude ver una casa de madera con un gran árbol que le daba sombra,

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justo al lado había una especie de establo o cochera con las paredes rojas.

Antes de continuar, me gustaría aclarar algunas cosas respecto a las regresiones. No todo el mundo las presencia de la misma manera. Hay personas que las ven en blanco y negro, otras las ven como si fueran fotogramas, también se pueden ver en tercera persona, como si de una película se tratara, y, por último, otra forma más intensa de presenciarlas es vivirlas en primera persona. Parece ser, que al reencarnarnos, lo hacemos en grupos. Por ejemplo; tu hermano de la vida actual podría haber sido tu padre en una vida pasada o un amigo tuyo, al que le tienes mucho aprecio, podría haber sido tu primo o viceversa.

En mi caso, lo recuerdo vagamente en flashes como si de un sueño se tratara. Mientras contemplaba la casa en tercera persona, pude ver a mi padre pero no el de la vida actual. Era el padre que tenía en aquella vida. Yo tenía unos diez años y me encontraba en el interior de la casa aunque no me veía. Sabía que estaba ahí dentro y mi padre estaba en la cochera. Poco después, salió un niño de la casa con un mono de trabajo (ese era yo). Me dirigí a la cochera donde me esperaba mi padre. A partir de ahí fue algo confuso. No me quería meter en primera persona porque la verdad es que me imponía bastante pero podía adivinar lo que pasaba dentro ya que la puerta de la cochera estaba medio abierta. Mi padre estaba frente a un motor de coche o de tractor y sostenía una especie de herramienta que se escondió detrás con un rápido gesto, justo antes de que mi otro yo entrara en el garaje. En ese momento me dio muy mal rollo. ¿Porque se escondió la herramienta? ¿Cual era su intención? Pues la verdad es que no se que paso porque abrí los ojos de golpe.

No sé si lo que viví aquel día fue real o simplemente fue un sueño muy real pero la verdad es que no me dejó indiferente.

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Poco después ahí estaba yo, meditando, curando a la gente y visitando vidas pasadas. Me estaba convirtiendo en una especie de santero posmoderno. Cuando iba por la calle ya no veía gente sino una gran escuela colectiva de almas intentando superar sus problemas kármicos. Bajo mi lema de “enseña lo que puedas enseñar y aprende cuanto puedas aprender” iba contándole a todo el mundo mis vivencias espirituales para abrir también sus ojos.

Meses más tarde me di cuenta de una contradicción; si estamos en la tierra es para disfrutar de nuestros sentidos, para sufrir, para sentir, para amar y degustar los pequeños instantes de felicidad, no para estar todo el día flotando de aquí para allá como una motilla de polvo perdida en la inmensidad. Todo lo que aprendí durante esa época fue crucial para mi crecimiento interior pero en esta vida hay que evolucionar tanto física como espiritualmente.

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conviviendo con mr. miedo

Hace tres veranos mi vida cambió completamente. Estaba en casa solo viendo una película de serie B. Era tan mala que ya ni me acuerdo. Supongo que para amenizarla me hice ese canuto. Una semana antes había empezado a tomar antibióticos para combatir una sinusitis y, no se por que, recordé unas palabras que mi madre me había dicho la noche anterior. Me dijo que no fumara porros si estaba consumiendo antibióticos. En aquel momento no me percaté de que mi subconsciente estaba almacenando esa información para exponérmela una noche después. Minutos más tarde, posiblemente de forma sugestiva, una sensación completamente nueva hizo mella en mi. Dicen, que a lo que más teme el hombre es a lo desconocido pero hay otros que dicen que perder la cordura es el mayor miedo del ser humano. Fue precisamente esto, lo que me sucedió aquella noche. Por una parte, esa sensación extraña me produjo un miedo incontrolable por momentos. El corazón empezó a bombear sangre por todas mis venas como si una fiesta con barra libre se estuviera cociendo dentro de mi organismo. En mis pupilas se podía leer la palabra pánico. Pensé que me estaba volviendo loco, mi sistema nervioso era un caos, el bombardeo de información era masivo y la palabra control, desapareció completamente de mi vocabulario. Pero, de repente, apareció ella como si de un querubín se tratase. Entró por la puerta de la entrada, iluminada por la luz de la escalera. Vino hacia mi y me puso las manos en la cabeza con intención de calmar mi ataque de pánico y, minutos

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más tarde reposaba como un bebé en los brazos de mi madre.

Al día siguiente, a media mañana le pegué una calada al porro de la noche anterior, era totalmente ajeno a lo que me había pasado, pensé que fue un blancazo y no le dediqué ni un minuto más, así que le pegué otra calada. Algo extraño empezó a sucederme. Volví a sentir el ataque de pánico exactamente igual que el de por la noche y fue en ese preciso momento cuando me di cuenta que yo ya no era el mismo.

Habitualmente fumaba unos ocho porros al día. No me consideraba un yonki sino un adorador de la planta que se la fumaba, tenía numerosas revistas, asistía a eventos, ferias y cultivaba diferente tipos. Se podría decir que mi vida giraba entorno a esta planta, incluso le dedicaba canciones y predicaba su palabra. Mi cuerpo se había acostumbrado a unas cuantas dosis de THC diarias. Iba todo el día fumado y cualquier cosa que hacía era una excusa perfecta para fumar. Después de levantarme, antes de comer para que me diera hambre, después de comer para la digestión, para pintar, hacer música, hablar con la gente, meditar y uno de los mejores placeres, fumar cagando. Recuerdo que me chiflaban las neveras de los congelados cuando iba a comprar, me quedaba flipando con los colores de las bolsas de los guisantes. Los colores eran muy vivos y, tocar la escarcha, producía un efecto bastante placentero en mi.

Después de aquel incidente en mi casa tuve que cambiar mis hábitos por completo. No me costó no volver a coger un porro ya que mi cerebro, cada vez que olía a marihuana, me recordaba lo mal que lo iba a pasar, así que las ganas desaparecieron rápidamente, una nueva patología había apareció en mi vida, la ansiedad.

(La ansiedad es una respuesta que tenemos los seres humanos, cuando nuestro cerebro comprueba que existe un peligro que pone en riesgo nuestra vida. El problema viene

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cuando el peligro no es real, entonces la ansiedad provoca, de forma inmediata, una serie de síntomas en el sistema nervioso con la finalidad de poner a salvo la vida, te cuesta respirar, tienes taquicardias, palpitaciones, sudas y tienes un nudo en el estomago y tu sistema nervioso se bloquea.)

Los miedos absurdos que aparecieron a mi alrededor me complicaron bastante mi existencia, no podía ir en metro, porque me agobiaba mucho, no podía ir a sitos donde había demasiada gente, tampoco podía subir en ascensor, ni bajar, ni ir en coche solo, me estaba convirtiendo en un paranoico y en un incapacitado de la vida.

Me costó cuatro meses enfrentarme a mis miedos y neuras, pero, finalmente, conseguí hacer que se desvanecieran.

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