glenn gould entrevista
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GLENN GOULD El Alquimista
(Canadá 1932-1982)
Un film de Bruno Monsaingeon
Dirigido por Francois-Louis Ribadeau
(Toronto, Canadá. Enero de 1974)
El retiro
Glenn Gould, personaje tan excepcional como controvertido, vive recluido en Canadá. Célebre por
su genio y supuestas excentricidades es uno de los pianistas más grandes del mundo. A los 32 años
decidió no volver a tocar en público.
Entrevista del film
BM -En Europa usted es muy conocido entre los músicos pero como un personaje legendario. ¿Por
qué abandonó la actividad concertista?
GG -Porque suponía un enorme despilfarro de tiempo para mí y creo que para la mayoría de la
gente involucrada. Me parece una suerte de existencia frívola e insustancial y era una
existencia en la que no me veía realmente por mucho tiempo.
Yo no era un niño prodigio en el sentido menuhiniano lo cual era por un lado una ventaja y por
otro una responsabilidad pero sentó las bases de un estado de ánimo frente a los conciertos.
Era un niño prodigio en el sentido de que tocaba fugas de Bach o lo que fuera pero no las tocaba
de París a Marsella o Hamburgo o donde fuera. No hice giras internacionales hasta cumplir los
23 o 24. Ni siquiera en Canadá hasta cumplir los 20. Así que no estaba preparado para disfrutar
de la experiencia del público, de esa extraña atmósfera deportivo-sangrienta semejante al circo
romano, inherente al concierto público.
Cuando de manera inesperada se me impuso la vivencia esta me pareció espantosa y
antimusical pero decidí que podía valer la pena realizar el experimento, una serie de
experimentos a lo largo de años y giras; le di su oportunidad y me siguió pareciendo espantosa.
BM -¿Pero ya por aquel entonces usted había preferido prescindir de ello?
GG –A los 25 cometí la locura de predecir que me retiraría a los 30 pero tenía 32 cuando me
retiré.
BM –Hubo de haber unas cuantas razones de peso para hacerlo. A parte del desagrado personal.
GG -No hay razón de mayor peso que el desagrado personal pues supone el mayor aliciente
imaginable. A partir de ahí, todo lo demás es secundario e irracional. Lo racional es
terriblemente importante y puede llegar a sonar muy impresionante y yo tengo escritas tesis
bastante extensas
sobre porqué la razón, en su impresionabilidad, había de ser obedecida, no solo por mí sino por
cualquiera.
El concierto está anticuado, es anacrónico, carece por completo de sentido a mediados del siglo
XX para el estilo de vida de mediados o finales del siglo XX.
Sin duda así lo sentía cuando daba conciertos por lo que estos presumiblemente eran muy
deshonestos.
Pero si hubiera sido un investigador de fármacos y hubiese dado con la pastilla perfecta para
aliviar todos los dolores de garganta como el que tengo hoy, no se me ocurriría necesariamente
decir: la pastilla representa el futuro, la garganta inflamada el pasado. La pastilla no sería más
que el medio de aliviar el dolor de garganta.
Abandonar los conciertos no fue más que el medio de liberarme de una experiencia
intensamente desagradable. Realmente se reduce a un profundo desagrado y por una manera
de vivir que, por utilizar un término en lo más profundo de mi léxico, o en la superficie, depende
del caso, a modo de comentario despectivo, me pareció una manera de vivir hedonista y, por
encima de todo, esta es la razón por la que deseaba dejarlo.
BM -¿No siente la necesidad de tener un contacto directo con el público?
GG –En absoluto. Creo que, en la medida en que está a mi disposición, tengo un medio de
comunicación mucho más directo a través de la grabación, a través de la cámara. Sentado en la
sala del teatro de Moscú uno tiene que llegar a la persona que se halla allí al fondo y uno va a
tener que modular, que respirar con cada instante del movimiento y no es así como un
micrófono reconoce el fenómeno musical, no es así como lo capta la cámara: la cámara y el
micrófono son esencialmente vehículos de acercamiento.
Bach escribió para oídos muy cercanos a sus instrumentos. Podemos hacer alguna excepción:
Wagner en Bayreuth, cortos edificios construidos para albergar tales estructuras. Pero en
general, el concierto está totalmente acabado como medio para presentar música de forma
creativa o re-creativa. Porque no hay forma, simplemente no hay manera científica, acústica o
humana de que tales eventos por mucho glamour que tengan, por muy dramáticos que sean
puedan igualar a lo que uno puede hacer en la intimidad, en la intimidad de su estudio
herméticamente cerrado.
BM –A mi entender, nos hallamos muy lejos de las razones personales. En realidad la concepción
de su actividad se basa en razones objetivas o musicales.
GG –Claro, afortunadamente con el tiempo di con una lógica estética que sustanció lo que
quería sentir en mi interior.
BM –Estaba diciendo que Bach había escrito la mayoría de sus obras para audiencias muy
reducidas. ¿no ocurre lo mismo con la música del siglo XX?
GG –Consigue audiencias muy reducidas, en general. Un compositor como Schoenberg, no
obstante, al que aprecio mucho y cuyas obras tengo grabadas en su mayoría, escribía
básicamente para un público del siglo XIX y con esquemas decimonónicos. Tal vez por ello
Schoenberg nos resulte algo extraño. Las obras tempranas son magníficas creaciones
postwagnerianas. Las intermedias son maravillosas como mi Schoenberg favorito de todas las
épocas, fue su primera obra dodecafónica, la Suite para piano op. 25. Es mi favorita porque
estaba en la antesala de algo nuevo. Adoro los momentos finiseculares. Adoro a la persona que
mira atrás, hacia el pasado, como lo hace él, o hacia el pasado de la profesión musical como lo
hacen en muchas de las danzas de esta suite y mira de manera muy intensa hacia la
regurgitación personal de esa experiencia, como lo hace en el intermezzo.
BM –Lo que me choca cuando oigo esta pieza: parece existir un elemento de continuidad perfecta
entre Bach y Schoenberg.
GG –Schoenberg también lo pensaba. Se ubicaba asimismo en la tradición de los grandes
maestros.
Schoenberg tenía esa peculiar visión de la historia de los grandes maestros, lo cual, en realidad,
no iba mucho más allá de Bach ni siquiera estoy seguro de que llegara convencionalmente hasta
Bach, a la vista de su transcripción de la Fuga de Santa Ana: no sólo es una transcripción
bastante incómoda en su orquestación –y era un orquestador estupendo, así que no necesitaba
hacerlo- como de una comprensión convincente del barroco. Schoenberg era un hombre muy de
su época pero también fue el último exponente significativo, al menos hasta la fecha, de esa
vieja idea germana, de que en el misterio de los números reside el control; de que apoyándose
en la música de los esquemas se obtiene una obra. Schoenberg compuso grandes obras y esta es
posiblemente mi favorita, no por su serie ingeniosa que se divide en tres partes, invertida de
arriba abajo a un intervalo de seis semitonos haciendo exactamente lo mismo en sentido
inverso.
En aquel instante pensó que debía haber algo verdaderamente convincente, algo como una
supra-razón, que le hacía sentir que necesitaba esa serie, que necesitaba ese ángulo. Pero hay
poco en la pieza que no hubiese podido hacerse mediante el cálculo matemático, como el que el
mismo Schoenberg había utilizado diez años antes, consignando idénticos efectos sin el apoyo
del esquema.
De camino al siglo XV ocurrió algo curioso: los compositores emprendieron la búsqueda de la
identidad. Y la identidad, de alguna manera, para cuando se alcanzó lo que entendemos por Alto
Renacimiento, tal vez acabó malinterpretándose, acabó equiparándose a sistema. Mi sistema
frente a tu sistema. Y esto acabó equiparándose con un instinto de competición que decía:
tengo que superar tu sistema porque la historia sugiere que lo haga. Y no hay una mejor prueba
de ello que lo que encontramos en los primeros escritos de Boulez, quien estaba convencido de
que la historia estaba salpicada de momentos estelares, y de que él, supongo, era uno de ellos. Y
obviamente, uno de esos momentos fue el que se alcanzó con el Ricercare a 6 de la Ofrenda
Musical de Bach. Otro fue la Gran fuga de Beethoven, el Opus 9 de Schoenberg, o sin duda, las
Miniaturas de Webern. La historia no funciona así en absoluto y aunque lo hiciera sería una
visión deprimente, porque, aun suponiendo que uno pudiera escapar al zeitgeist, cosa que no
me ocurre y supongo que a usted tampoco, uno se quedaría estancado, aunque fuera un
remanso muy agradable pero sería un lugar desde el que uno no podría contribuir.
Pero de camino hacia el siglo XVI y muy adentrado en el mismo, hubo algunos personajes que
conservaron algo de sentido previo a la búsqueda de identidad. ¿Sabe quién es mi compositor
favorito?. Adivine.
BM –Bueno, habría dicho que Bach…
GG –No. Bach o Schoenberg en todo caso, si se me identificara con un maestro de la técnica, sí,
pero como búsqueda espiritual, no. ¿Preparado?. Un, dos, tres: Orlando Gibbons.
BM –¿Se refiere al virginal?
GG –Sólo tengo presente uno, el Orlando Gibbons, el de finales del s. XVI, principios del XVII.
BM -¿Quiere decir que es su compositor favorito?
GG –En el sentido de cómo acierta y cómo yerra, de cómo establece esas falsas relaciones
angustiosas, cuando enfrenta los soles naturales, los soles sostenidos, en el sentido del final de
la modalidad, del principio de la tonalidad, de cómo escribe los himnos más puros que podían
haber escrito Purcell o Haendel, o Mendelssohn o quien fuere.
En cierto sentido puedo calzarme el esquema de sus zapatos y decir: eso es, yo habría hecho eso
en aquella época. Eso no se encuentra precisamente en el repertorio de cualquiera. Pero el
piano, si ha de tocarse, debiera utilizarse como un instrumento cuya finalidad sería hacer
reducciones de otro tipo de repertorio. Es un instrumento muy idóneo para reproducir música
para virginal, para clave, para clavicordio, para órgano, o al menos hasta los tiempos previos al
uso virtuosístico de los pedales para música orquestal, a veces, en formaciones reducidas.
Es significativo que la música para piano que menos me atrae en definitiva, sea la música
idiomáticamente pianística. Chopin, por ejemplo, entra por un oído y sale por el otro. Hago una
excepción con Scriabin, a quien adoro tiernamente simplemente porque Scriabin, siendo
idiomáticamente pianístico, sin duda, y además un gran pianista, siempre estaba a buscando
experiencias extáticas, una experiencia ajena al piano, esa es la trampa en la que caen
frecuentemente los compositores para piano y los pianistas: se sumergen en el instrumento y se
olvidan del mundo que hay en el exterior, ese es el gran peligro.
BM –Ciertamente usted no siente un fervor católico por todo lo que se ha escrito para piano.
GG -¿Qué siento? ¿un fervor protestante?
BM –Estoy hablando de un gusto universal por todo lo que sea escrito.
GG –No. Por otro lado, permítame decir en mi defensa, señor, que toco gran cantidad de obras
que habitualmente no forman parte del común de los programas de concierto.
BM –Cierto. No se trataba de un ataque. No, si retrocedemos un poco a lo que decía usted hace un
momento, tengo la impresión de que todo su enfoque de la música o del piano es totalmente
diferente, a saber, que el concepto en sí de repertorio tiene un significado distinto para usted.
GG –Creo que eso es cierto. Eso es así en virtud del hecho de que yo nunca he pretendido gastar
gran parte de mi vida pateando los escenarios públicos. En segundo lugar, está relacionado con
mi noción de repertorio que es más bien la noción que habitualmente estimula a los
compositores en relación con su trabajo ¿le resulta familiar el término culebrón? ¿tiene algún
significado en Francia?. Un culebrón en América es una telenovela, o hace algún tiempo,
radionovela, emitida diariamente en capítulos de media hora, a veces de quince minutos que
habitualmente relata las aventuras y desventuras de una familia o de dos familiar
entremezcladas de alguna manera, que atrae a audiencias millonarias, en su mayoría mujeres,
que se aferran al televisor y de forma increíble se involucran emocionalmente en la evolución o
en la eventual no evolución o en una lenta y mínima evolución de los protagonistas. Y yo he
conocido a personas que no han vivido nada mal haciendo culebrones. Que se pasaron la vida
interpretando personajes hasta que sus barbas encanecieron y tuvieron que ser reemplazados. Y
yo les solía decir: ¿cómo consiguen mantener esa caracterización en vuestras mentes día a día?:
-ah, no lo hacemos. Uno desarrolla una técnica en la que se aborda la víspera, lo que se supone
va a tener que hacer al día siguiente. Te metes en ello sólo en un plazo de menos de 24 horas y
en cuanto se ha grabado el episodio, te olvidas por completo.
En cierto modo, esa es mi actitud frente al repertorio. Por ejemplo, la Partita en mi menor que
acabamos de hacer no la había tocado desde hacía unos 17 años. No podía creer que sea
completamente diferente, pero mi enfoque ahora es bastante diferente en virtud del hecho de
que han pasado 17 años sin haberle dedicado ni el más mínimo pensamiento.
BM –¿Esto implica también que uno carezca de ese sentido de finalidad útil a la hora de estudiar
una nueva pieza?
GG –La tengo cuando he llenar un catálogo o cuando he de hacer la obra completa de tal o cual.
Pero, en términos generales, mi actitud contiene nuevamente un elemento de abstracción. Si
una pieza por sí sola, si una estructura por sí sola me interesa, querré tocarla al piano,
simplemente porque el piano es lo que toco.
Estamos llegando a un punto, toda la sensibilidad cultural está llegando a un punto en el que las
antiguas nociones estratificadas de compositor, intérprete y espectador se están diluyendo.
Creo que lo que John Cage quiere que comprendamos no es su obra, sino su fe en que existe un
perceptor que también tiene un ángulo reflexivo y que este también es un hacedor y que el que
escucha y el que hace se funden. Esto nos remite nuevamente a nuestros pensamientos de hace
unos minutos sobre la Edad Media, porque el intérprete como compositor, como oyente, se
convierte en un ilustrador, en un iluminador medieval, alguien al servicio de un fin más
importante que uno mismo. ¿Qué se torció en la música, qué se torció de hecho en el siglo XVIII,
cuando el compositor, el intérprete y el público se escindieron para acabar aislados?. Me
gustaría volver a verlos en una especie de relación cósmica.
En la mezcla de estilos cruzados por la tecnología reside el futuro de la música
Glenn Gould