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GEOGRAFIA CRITICA

ESPACIO, TEORÍA SOCIAL

Y GEOPOLÍTICA

Efraínri'eón Hernández

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

EDITORIAL ITACA

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Geografía crítica. Espacio, teoría social y geopolítica, Efraín León Hernández

Proyecto PAPIIT: IN301115 Geopolítica y discurso crítico. DGAPA I VNAM

Diseño de portada: Efraín Herrera

Primera edición, 2016

D.R. © 2016 Efraín León Hernández

D.R. © 2016 Universidad Nacional Autónoma de México

Avenida Universidad 3000, Universidad Nacional Autónoma de México

C.U., Coyoacán, C. P. 04510, Ciudad de México.

D.R. © 2016 David Moreno Soto

Editorial Itaca

Piraña 16, Colonia del Mar

C.P. 13270, Ciudad de México

tel. 5840 5452 [email protected]

www.editorialitaca.com.mx

ISBN: 978-607-96999-6-3

Prohibida la reproducción total o parcial

por cualquier medio sin autorización escrita

del titular de los derechos patrimoniales.

Impreso y hecho en México

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Prefacio

Introducción

ÍNDICE

GEOGRAFÍA CRÍTICA Y ESPACIO SOCIAL, 15

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Geografía y ciencias sociales: dos proyectos en disputa 17

Geografía crítica: e l velo entre la unidad y sus fragmentos 35

Vigencia del espacio en la geografía y la teoría social. Apuntes desde la filosofía de la praxis 65

NATURALEZA, ESPACIO Y GEOPOLÍTICA, 99

Naturaleza, discurso crítico y praxis revolucionaria 101

Cohesión, simultaneidad y sincronía. Unidad histórica del proceso de producción del espacio 109

Lo geopolítico y el sujeto histórico capitalista 131

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PREFACIO

Esta obra es resultado de la articulación de varios ensayos crí­ticos escritos en distintos momentos de los últimos tres años. Consta de cinco trabajos inéditos y una ponencia (reelaborada especialmente para este libro) presentada en el XIV Encuen­tro de Geógrafos de América Latina. La principal prioridad fue articular dichos textos en una unidad estructural, lógica y argumentativa; a tal efecto todos los ensayos fueron reescritos y otros tantos tuvieron que quedar fuera.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a todos mis alumnos en las licenciaturas y posgrados en Geografía y en Es­tudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autóno­ma de México, y a todos los integrantes -en el pasado y en el presente- del Seminario Permanente Espacio, Política y Capi­tal en América Latina. Porque con su compromiso, dedicación, actitud crítica, cuestionamientos sinceros y comentarios riguro­sos fue posible madurar muchos de los argumentos contenidos en este libro. A todos ellos dedico este libro.

Este trabajo contó con el apoyo financiero de la Dirección General de Asuntos de Personal Académico (DGAPA) , a partir del Proyecto PAPIIT-IN301 1 15: Geopolítica y Discurso Crítico.

Efraín León Hernández En El Lugar de los Coyotes, marzo de 2015

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INTRODUCCIÓN

Nunca como en las últimas dos décadas las nociones sobre el espacio han sido tan bien recibidas, utilizadas y difundidas por las disciplinas científicas y humanísticas modernas. "Es tiempo del espacio", dicen algunos, "y también de las espacia­lidades múltiples", agregan rápidamente otros. Vivimos una época donde la geografía, o al menos parte de ella, parece re­colocarse en las reflexiones científicas modernas; su tradición disciplinar la ha situado justo en el epicentro de la reflexiones sobre el espacio y la espacialidad social, junto a otras reflexio­nes centrales sobre categorías como territorio, región, lugar y escala, por mencionar algunas .

Sin embargo, esta vigencia generalizada del espacio está muy lejos de haber alcanzado un consenso mínimo sobre él que permita identificar algunos de los rasgos comunes a los univer­sos referidos, para deducir de ellos la identidad particular de esta categoría en el corpus general de la teoría científica mo­derna. Por esta razón, cuando nos colocamos ante el horizonte de las diferencias entre perspectivas teóricas y conceptuales, o frente al de los diversos intereses de disciplinas e investiga­dores, para confrontar con rigor sus distintas nociones sobre el espacio, más que reconocer en ellas criterios compartidos, lo que observamos son metáforas múltiples que ocultan en una misma palabra una diversidad no caracterizada e inconexa de ideas sobre el espacio. Éstas son en realidad nociones vigentes que indiscutiblemente, en lo individual, pueden sostenerse con rigor, pero en muchos casos refieren a aspectos tan disímiles e inconexos entre sí que éstos bien podrían ser abordados con categorías distintas al espacio, sin que nadie lo objetara.

Nuestro análisis de las ligas de identidad e identidad ne­gativa entre las diferentes nociones sobre el espacio nos ha

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llevado a sostener que la forma de aceptación generalizada del espacio en nuestros días paga un alto costo por su populari­dad. Porque la diversidad de nociones y la distancia entre ellas revelan serias dificultades para establecer un concepto gene­ral del espacio que, sin negar sus diferencias particulares, nos muestre su identidad específica en el corpus general de la teo­ría social; sólo dicha noción general sería capaz de suscitar un diálogo interdisciplinario que profundice los alcances tanto de la geografía como de la teoría social; un diálogo que potencie los aportes específicos que la geografía crítica puede ofrecer.

Hoy, más que nunca, sigue haciendo falta profundizar el debate -en la geografía y en las demás disciplinas científi­cas- sobre las cualidades del mundo real que adscribimos al espacio, y especialmente sobre los rasgos particulares que les reconocemos. Pero no por la falta de claridad o profundidad en los sistemas filosóficos y teorías que sustentan sus diversas nociones, sino porque la discusión profunda sobre el espacio no se ha extendido lo suficiente como sentido común en la comu­nidad científica. Se vuelve central para este propósito identi­ficar y conceptualizar las cualidades particulares del espacio social, su génesis y su dinámica interna, así como su conexión dinámica con las otras dimensiones del mundo social-natural y con la totalidad histórica en su conjunto.

Sin embargo, la pertinencia de pensar el espacio hoy día va más allá de la necesidad de delimitar teórica e intelectual­mente su identidad en la teoría social; nos mueve asimismo la necesidad de reconocer su vigencia en las prácticas políticas. No se trata, entonces, sólo de reivindicar una categoría cientí­fica por su mayor poder explicativo, como fundamento de una disciplina o como parte del corpus general de la teoría social; además se trata de apreciarla en la praxis histórica como una cualidad realmente existente y de reconocerla como una fuer­za dinámica que determina procesos sociales particulares . El espacio es un concepto vigente en la praxis social, pero no sólo como categoría científica sino como condición y fundamento particular de la propia práctica, es decir, como un tipo pecu­liar de praxis que, insistimos en ello, es propiamente espacial.

Reconocer el espacio como una de las cualidades específicas de la praxis social tiene entonces el sentido político de identifi­car un factor dinámico en dicha praxis, o bien el de reparar en el conjunto disímil de las fuerzas particulares del propio espa-

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cío. Porque si las múltiples nociones vigentes sobre el espacio le reconocen cualidades distintas, entonces reconocen también determinantes distintas de lo social, es decir, identifican un conjunto diverso de determinantes políticas que son a la vez potenciales instrumentos políticos.

Éste es el horizonte general en que se instala la propuesta de este libro. Nos interesa participar en el debate abierto por la tradición de la geografia sobre las nociones del espacio, y pro­poner una lectura respecto a la vigencia de estas nociones en sus corrientes críticas desde el plano de la praxis definido por la unidad del concepto y la práctica. Ello nos permitirá propo­ner algunos lineamientos generales que guíen y fortalezcan el necesario diálogo con la teoría social crítica y con la práctica po­lítica. Nos mueve especialmente el deseo de profundizar en los vínculos siempre presentes de la labor propiamente científica con la praxis social histórica, y por ello tomamos como base de nuestro ejercicio los desarrollos de la geografia que han surgi­do de la mano de los preceptos de la filosofia de la praxis y del discurso crítico de Marx, en su teoría revolucionaria.

El libro consta de dos secciones, articuladas en función del mismo orden elemental de exposición: la praxis social. En la primera se abordan las nociones del espacio en la praxis cien­tífica de la geografia dentro y fuera de la institución científica, mientras que en la segunda se exploran algunos elementos pertenecientes a la tradición geográfica como cualidades par­ticulares de la praxis social.

La primera sección está compuesta por tres ensayos. En el primero se analizan las prácticas de la geografía tradicional articuladas a la praxis histórica, y también cómo sus corrientes críticas emergieron con la adopción de una postura crítica en lo relativo a las consecuencias políticas de las prácticas de la lla­mada geografía tradicional. El segundo ensayo examina pun­tualmente la diversidad de criterios desde los que se edifica la crítica en la geografía y propone principios para sistematizar­los, desde una perspectiva que no fragmente dichas corrientes críticas sino que se oriente al reconocimiento de su unidad he­terogénea en la praxis política. Finalmente, en el tercer ensayo presentamos nuestro examen de las nociones vigentes sobre el espacio en la geografía y la teoría social, desde una perspectiva que en orden a rescatarlas de su forma atomizada, propone ele­mentos para reconstruir la unidad práctica de sus fragmentos.

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E n l a segunda sección s e reflexiona sobre tres aspectos de la tradición disciplinaria de la geografía con vigencia en la teoría social: la naturaleza, el espacio y la geopolítica. Dichos aspectos ofrecen, en cierta medida, un cierre propositivo de los temas expuestos en la primera parte, pero por otro lado abren la discusión a los nuevos horizontes tratados especialmente en esta segunda sección. Nuestras reflexiones se sustentan, como ya lo dijimos, en la comprensión de la teoría revolucionaria de Marx. El cuarto ensayo hace consideraciones sobre la no­ción de naturaleza en la crítica de la economía política, sobre sus cualidades como categoría analítica y, fundamentalmente, sobre el modo en que ésta mantiene vigencia en la praxis his­tórica del presente como condición y medio de enajenación de nuestra capacidad autárquica. El quinto ensayo explica cuál es el sentido teórico y político de considerar la unidad históri­ca concreta del proceso capitalista de producción del espacio. Expone los tres momentos esenciales en los que se expresa la unidad histórica del espacio social y los cinco niveles consti­tutivos en los que éste se estructura. Finalmente, el último ensayo presenta una reelaboración de los principios básicos de la llamada "geopolítica tradicional", para apuntalar en su su­peración crítica lo que desde nuestra perspectiva fundamenta "lo geopolítico": la praxis política desde la que se intervienen y normalizan los vínculos espaciales y geográficos que la so­ciedad histórica establece con ella misma y con la naturaleza.

El sentido general de todos los capítulos de este libro es in­vitar o incitar a un debate necesario para superar el momento de caos en que se encuentran las nociones sobre el espacio. No se presentan ideas conclusivas al respecto sino que explora­mos caminos que, a nuestro parecer, contribuyen con alterna­tivas al debate sobre el espacio, pero no sólo como problema teórico sino fundamentalmente como problema práctico-po­lítico. En última instancia, ambas dimensiones son momentos inseparables de la propia praxis espacial, como la unidad que se expresa en la praxis científica y la praxis propiamente política; son, finalmente, dos momentos del mismo movimiento y trans­formación de la unidad histórica en que se define el espacio como praxis espacial, como condición, medio y resultado de la praxis histórica y como una de sus fuerzas particulares en las que, sin duda alguna, se define un horizonte particular de posibilidad para la revolución.

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GEOGRAFÍA CRÍTICA Y ESPACIO SOCIAL

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GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES: DOS PROYECTOS EN DISPUTA

Hoy, lo mismo que cuando se institucionalizaron las discipli­nas científicas modernas, el debate en torno a la forma y al papel de la ciencia en la sociedad es fundamental. La forma histórica de nuestra sociedad se juega en una dialéctica que confronta los diversos proyectos sociales conservadores y re­volucionarios, por lo que también está en juego la eficacia de la praxis científica para idearlos e implementarlos. En nuestra sociedad las diversas disciplinas científicas se han constituido en un poderoso instrumento de generación, proyección, legiti­mación e implementación de estrategias múltiples que persi­guen intereses muy variados, a menudo opuestos e incluso en franca confrontación.

Desde un diálogo con la filosofía, las ciencias sociales y las humanidades, este trabajo da cuenta y razón de dicha confron­tación en la geografía; explica el papel que ha desempeñado esta disciplina, desde su institucionalización, en el ejercicio del dominio y el despliegue del poder político, mientras aborda el serio cuestionamiento que dio origen a un conjunto de corrien­tes contestatarias que hoy se engloban en la llamada geografía crítica: un proyecto heterogéneo que hoy día disputa su perte­nencia a la institución de la ciencia geográfica.

En la primera parte de este trabajo se plantea la situación general de la geografía tradicional, situación que dio origen al malestar de los geógrafos que emprendieron su renovación crí­tica. Al mostrar los intereses práctico-políticos a los que la geo­grafía tradicional ha servido, sus críticos establecen los límites epistemológicos de ésta, su conservadurismo político y sus con­tradicciones internas. En la segunda parte se analiza el contex­to general de la génesis de la llamada geografía crítica, así como

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los principios políticos y epistemológicos que la caracterizaron como un proyecto múltiple de renovación. Nuestro recorrido culmina con la explicitación de las relaciones de continuidad y divergencia entre las corrientes tradicionales y las críticas de la geografía, para justificarlas como dos grandes proyectos que disputan la legitimidad de su lugar en el seno de esta discipli­na; y, en el caso puntual de las corrientes críticas, justificarlas además como elementos particulares de la teoría social crítica.

Geografía tradicional y ciencias sociales

La geografía como ciencia social:

el espejismo de la "ciencia puente"

Pese a que la palabra geografía refiere a una parcela del co­nocimiento científico desde hace más de un siglo, aún existen fuertes debates respecto a su especificidad, a sus alcances y a su sentido. Se han realizado numerosos esfuerzos para demos­trar y denunciar la falta de interés de los geógrafos en formu­lar con rigor y claridad un objeto y un método propios que sur­jan, sin contraponerse, de un saber profundo de los sistemas filosóficos de la ciencia moderna y del diálogo fructífero con el resto de las ciencias . Sin embargo, la indefinición ontológica y epistemológica en la que se fundamenta la geografía como disciplina científica continúa siendo un lastre hasta nuestros días . El tipo de diversidad epistemológica de esta disciplina refleja más los intereses políticos a los que ha servido y la disputa por un proyecto político en su interior, que una diver­sificación epistemológica que la haya enriquecido.

Después de tres siglos de una geografía ilustrada, fundada en el empirismo más ingenuo y encargada de describir rasgos físicos, químicos y biológicos de la corteza terrestre a la mane­ra del naturalismo, se registró una gran transformación ins­titucional que en el papel le daría personalidad propia como parte del cuerpo disciplinar de la ciencia moderna. A finales del siglo XIX la geografía dejó de ser la responsable de descri­bir la heterogeneidad de la corteza terrestre para consolidar­se como la encargada de explicar las conexiones entre el ser humano y la naturaleza. Esta disciplina nació como ciencia

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moderna cuando se concibió a s í misma como "puente" entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, es decir, como la encargada de realizar la síntesis general del conocimiento científico. No obstante, si bien la idea de una disciplina que sirviera como puente entre el conocimiento físico y el humano resultaba sumamente atractiva, de inmediato se presentó un enorme obstáculo: la ausencia total de un método que diera cuenta de esta ambiciosa tarea. La gran transformación de la geografía, la que la consolidó como indiscutible disciplina de la ciencia moderna hace poco más de un siglo, resultó ser un enorme sueño de gatopardismo científico, un gran cambio de perspectiva analítica para que todo siguiera igual. A la des­cripción empirista y utilitaria de los rasgos físicos, químicos y biológicos tan sólo vendría a agregarse la de los rasgos de grupos humanos.

Sin embargo, aunque en la geografía fueron marginales tanto la reflexión sobre la demarcación precisa de su campo de estudio como la preocupación por dotarla de instrumen­tos teóricos y metodológicos acordes con él, su consolidación institucional como disciplina científica fue indiscutible por los intereses concretos que perseguía. Aun cuando desde un ini­cio fue inexistente el armado epistemológico que permitiera la síntesis sólida del conocimiento científico que pretendía, sí fue palpable su utilidad para las prácticas de dominio, coloniza­ción, explotación y ejercicio militar. El resultado: un cúmulo inconexo de conocimientos monográficos de corte empirista muy útiles para la exploración y explotación colonial, el inven­tario de recursos naturales y sociales, la difusión de la ideolo­gía nacional y un mayor control social, pero sin unidad teórica interna ni mucho menos con otras disciplinas científicas.

En primer lugar, el interés occidental por explorar, coloni­zar y explotar en el marco de una Europa que confirmaba su dominio sobre el resto de los continentes, requería un tipo de conocimiento de los nuevos territorios que le favoreciera. La fuerte tradición naturalista de la geografía, que la mantenía próxima a la geología, la biología y la física, la llevó a reali­zar inventarios de riquezas naturales y trazos de rutas para expandir el control militar y comercial. Además, en el marco de la consolidación de los Estados nacionales se imponía la necesidad de justificar la forma social del Estado bajo precep-

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tos "naturalistas". En Europa se difundiría la geografía no sólo como carrera universitaria sino desde la enseñanza bá­sica. Según Yves Lacoste ( 1977), la geografía fue instituida como mecanismo para impulsar un conocimiento puntual de los rasgos fisiográficos de las naciones y como instrumento político para naturalizar "físicamente" los fundamentos de una ideología nacional. Proceso, según este mismo autor, compartido por la historia en cuanto narración de las dichas y desdichas de la patria. Por si no fuera suficiente para acep­tar la hipótesis de este autor, explica Immanuel Wallerstein (1998) que la geografía, además de inventariar la riqueza y dirigir el nacionalismo europeo, vendría a instituirse como instrumento de sometimiento y domino de los grupos huma­nos colonizados. El inventario, esta vez, no sería sólo de ri­quezas naturales sino también de la propia sociedad, inclui­dos los rasgos de organización política, ideológica, económica y cultural. Desde una concepción ideográfica no compartida por la corriente naturalista de la geografía, esta disciplina se acercaría también a la historia, la antropología y los estudios orientales, pero no a la economía o a la sociología, fundadas en el mismo positivismo de las ciencias naturales. Así pues, de la geografía científica, fundada en métodos naturalistas, se esperaba no sólo un inventario cada vez más detallado de la riqueza "natural" mundial que a la vez sirviera como funda­mento del nacionalismo de los Estados europeos; también se esperaba de ella un conocimiento puntual sobre los rasgos de grupos humanos -conocimiento ligado a las ciencias particula­ristas o ideográficas de la época-, con el fin de perfeccionar los mecanismos de dominio y control político, ideológico y cultural.

La geografía, ya como ciencia encargada de la relación entre la sociedad y la naturaleza, se consolidaría por su uti­lidad para el ejercicio del domino, la explotación y la colo­nización sin que importara el problema de la solidez episte­mológica del método para vincular orgánicamente estos dos universos del conocimiento. Metodológicamente, la noción de ciencia puente se ha basado en un empirismo descriptivo que sólo propone un cúmulo inconexo de elementos de la corte­za terrestre; sin armado interno y en manifestación caótica. Desprovista de un sistema de categorías lo suficientemente sólidas, esta geografía quedaría imposibilitada para interac-

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tuar con el resto de las disciplinas científicas, sean naturales o sociales. Estas últimas, consideradas normalmente por esta geografía sólo por los resultados de su trabajo y no por sus formas de conseguirlos, en no pocas ocasiones se las califica de reduccionistas y, en consecuencia, como incapacitadas para realizar la síntesis del saber científico.

Se puede afirmar, a cinco décadas del inicio de la superación de la geografía tradicional, iniciada en la década de 1970, que la existencia de una ciencia puente entre las ciencias sociales y las naturales es un gran espejismo. Pese a los muchos es­fuerzos realizados, en diversos trabajos se ha demostrado que aún no existe un método geográfico que sustente la increíble empresa de hacer síntesis generales de las ciencias naturales y sociales. Existe, sí, una gran división temática en el seno de la institución geográfica que abarca dos universos distintos en los que se plantean problemas de método de índole diferen­te; dos grandes formas de conocer y de transformar el mundo que mantienen unidad más por el arraigo institucional que por coincidencias teóricas o metodológicas; dos grandes ramas inconexas de una misma disciplina que, como nos recuerdan Antonio Carlos Robert Moraes y Wanderley Messias da Costa (1984) sólo conservan el rótulo de "geografía" por su tradición disciplinar pero que bien podrían denominarse de manera dis­tinta e incluso ubicarse en lugares diferentes de la institución científica: la geografía física y la geografía humana.

Sin embargo, y pese a los innegables esfuerzos realizados por ambas geografías, hasta ahora hay una distancia meto­dológica inmensa entre ellas. Pero no se trata de emprender una lucha encarnizada por la propiedad del rótulo "geografía", como muchos geógrafos pretenden, sino de reconocer que la espacialidad del mundo físico y la del mundo social imponen aproximaciones metodologías distintas; se trata de entender que son universos del conocimiento también diferenciados y que para su profundización se requiere un diálogo profundo con el resto de las disciplinas que, desde sus campos particulares, ya se ocupan de ello. En este entendido, y sin desconocer la existencia de una geografía física que por tradición comparte el mismo nombre, para nosotros la geografía es una disciplina social. Una ciencia encargada de dar cuenta y razón de un

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sistema dinámico de determinaciones de la praxis humana y parte del cuerpo general de la teoría social.

El doble olvido de la geografia

El olvido de la geografía del que hablamos es de ida y vuel­ta: la geografía ha olvidado a las otras ciencias sociales y a las humanidades, y éstas se han olvidado de la geografía. Es quizás más perceptible el primer olvido que el segundo, pero ambos han traído consecuencias igualmente trascendentes para el desarrollo general de la teoría social y del conocimien­to generado por ella.

En primer lugar, el hecho de que la geografía haya olvi­dado a las ciencias sociales y a las humanidades en su re­flexión cotidiana trajo como consecuencia la naturalización o fijación del movimiento y la transformación social. Como reconoce Milton Santos (2000) , el problema de las categorías geográficas tradicionalmente utilizadas para explicar la reali­dad socio-espacial es que se han implementado sin considerar la dinámica social general, porque esta última en principio se supone externa a los rasgos constitutivos del espacio. Una falsa exteriorización del espacio respecto a la sociedad que a nuestro parecer ha derivado en el desarrollo de un arsenal de nociones y categorías geográficas estáticas que suelen natura­lizarse y que no se plantean como un producto social para dar cuenta de una cualidad humana, el espacio; de ahí que estas nociones y conceptos se caractericen por haber sido vaciados de su propia historicidad y por carecer de eficiencia explica­tiva en lo relativo a la forma, movimiento y transformación de la sociedad. Sin embargo, la praxis espacial es una noción en conexión dinámica y profunda con las representaciones, la co­municación, la.s prácticas, la ideología, los órdenes de convi­vencia cotidiana, los objetos prácticos -técnicos y naturales- y en general con lo universal y los particulares de la sociedad histórica. El desarrollo y el uso de categorías geográficas que expliquen los órdenes espaciales y la praxis espacial en su conjunto, no deben ignorar y menos aún contraponerse a las categorías que en otras disciplinas explican la praxis social y su dinámica histórica. Por esta limitación el arsenal teórico y conceptual de la geografía presenta desde sus orígenes límites

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ontológicos y epistemológicos en su explicación de lo particu­lar del movimiento de la sociedad en su dimensión espacial y en su articulación con la dinámica social general .

Por su parte, el olvido en que las ciencias sociales han tenido a la geografia llevó a concebir el espacio social sólo como condi­ción material de soporte de existencia humana, normalmente en su vertiente fisica y biológica. La consideración del espa­cio en su particularidad ontológica, es decir, en su dinámica y constitución interna, no ha estado presente en el cuerpo de la teoría social. Su estructura, sus elementos constitutivos y su dinámica conforman un sistema particular de cualidades y de­terminaciones sociales que forman parte de una unidad socio­histórica con sentido interno propio que puede y debe ser ex­plicada. La configuración territorial, la división territorial del trabajo, las formas-contenido, los órdenes espaciales, las esca­las socio-espaciales y territoriales, son cualidades y elementos particulares de la dinámica interna de la praxis espacial. A su vez estas cualidades se interrelacionan con las otras cualidades de la unidad histórica, y en su especificidad se constituyen en incuestionables determinantes o fuerzas sociales.

No reconocerlo así e insistir en que el espacio es una ins­tancia social, sin justificarlo, nos pone frente a la tautología descrita por Henri Lefebvre (1976) desde la década de 1970. La falacia consiste en suponer la existencia de una unidad social histórica que tenga en el espacio sólo su condición ma­terial de existencia, porque como instancia social es necesario ver que se constituye en un producto particular de la praxis histórica que, como fuerza dinámica, a su vez determina al resto de sus cualidades. Porque si el espacio, como nos recuer­da este autor, es un elemento del sistema social general, en lugar de sólo deducirlo de sí mismo habría que mostrarlo des­de su génesis y lógica interna, para después reconocerlo en sus conexiones con el resto de los elementos del sistema. Y es que, continúa Lefebvre, un sistema social general hay que demostrarlo desde sus partes, es decir, desde cada uno de sus sistemas particulares o subsistemas. Primero en su funcio­namiento individual y posteriormente en sus interrelaciones. Cada una de las partes, cualidades o subsistemas se consti­tuye como condición y medio de realización del sistema social general, y por ello no puede darse por sentada la existencia

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del espacio como una mera condición estática. Por ello para este autor, y estamos de acuerdo con él, el espacio social

desempeña un papel o una función decisiva en la estructura de la

totalidad, de una lógica, de un sistema [social general]: entonces,

precisamente por ello no se le puede deducir de ese sistema, de

esa lógica, de esa totalidad. Se tiene, muy al contrario, que poner

de manifiesto su función en dicha intención (práctica y estratégi­

ca) (Lefebvre, 1976: 25).

Como ya se dijo, primero hay que explicar lo particular de lo social en su dimensión espacial; inmediatamente después, su interconexión dialéctica con la unidad histórica.

El doble olvido de la geografía en los esfuerzos por com­prender profundamente el proceso de realización social, es un problema que separó a las ciencias sociales y a la geografía del reconocimiento y la comprensión profunda de la sociedad en su especificidad espacial, ya sea esta última material o bien práctica y representativa. En última instancia, el problema que se manifiesta en la noción tradicional de espacio geográfi­co no es más que un reflejo de la manera excesivamente abs­tracta en que la mayor parte de la ciencia moderna produjo su representación sobre lo propiamente humano.

Geografía científica y geografía

para la dominación

Otro problema, ya no de orden estrictamente epistemológico sino más bien práctico-político, viene a sumarse a la génesis de la forma de la geografía tradicional. La importancia del conocimiento espacial de la realidad social como instrumento práctico para el ejercicio del domino, la explotación y la colo­nización se ha encubierto intencionalmente tras un discurso neutral, descriptivo, inocente y naturalizado.

La diferencia entre la geografía científica o escolar y la geo­grafía desarrollada por los Estados y las empresas, fue revela­da por Yves Lacoste en su libro La geografía. Un arma para la guerra (1977). En esta obra se demuestra la función ideológica del discurso escolar y universitario cuando oculta la utilidad práctica del análisis del espacio en la dirección de la guerra, la organización del Estado, la definición de estrategias econó-

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micas y , en general, en la práctica del dominio y la explota­ción mediante diversos procedimientos que banalizan el saber geográfico. Según este autor, el discurso geográfico científico ejerce su función ideológica más importante y eficaz al vulga­rizar los argumentos espaciales. Al desestimar la utilidad del espacio para comprender la realidad social no sólo se oculta un sistema completo de determinaciones sociales; también se ocul­ta la importancia práctico-instrumental del espacio, es decir, su condición de instrumento político ligado a intereses particula­res. Bajo estos preceptos, la crítica a las afirmaciones "neutras" e ''inocentes" que hace la geografia tradicional parece superflua, insustancial e innecesaria.

La tesis central de este autor -tesis que compartimos- de­fiende que paralelamente a una geografía encargada de dar cuenta de la relación de la sociedad con la naturaleza -una geografía concebida como neutral, transparente y desintere­sada- siempre ha existido otra dirigida al ejercicio político de dominio. Actualmente, a la geografía de los militares que de­ciden sus estrategias de control a partir de un conocimiento espacial o territorial, a la de los exploradores que abrieron paso a la conquista colonial, y a la de las clases políticas en el ejercicio político del gobierno, se les suma la geografía de los grandes capitales productivos y financieros que deciden la localización de inversiones y estrategias de manejo financie­ro, productivo, comercial, jurídico e ideológico a escala local, nacional e internacional.

Estos diferentes análisis geográficos, estrechamente unidos a

prácticas militares, políticas y financieras, constituyen lo que se

puede denominar la 'geografía de los estados mayores', desde los

de los ejércitos a los de los grandes aparatos capitalistas (Lacoste,

1977: 1 1).

Contrapuesta a la geografía de los estados mayores, la aca­démica o científica se desarrolló por un sendero distinto. Como ya se dijo, el paradigma de la ciencia puente la llevaría a plan­tear presupuestos que naturalizaron el devenir social e igno­raron el movimiento y transformación de la praxis social como unidad histórica. El ingreso de una de las escuelas de mayor tradición en la geografía, la clásica escuela regional francesa, es digna representante de ello . Con el concepto de "región",

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presentado como solución al problema metodológico de la rela­ción entre la sociedad y la naturaleza, se consolidó la premisa explicativa de la existencia de una cultura local que surgiría principalmente de la interacción con su medio o entorno inme­diato. Esta noción de región se encargó de mantener oculta la utilidad de comprender los rasgos dinámicos estructuradores del espacio.1 La verdad que encubre el planteamiento de que una cultura particular resulta de la interacción con su medio inmediato, sale a la luz cuando se reconoce que en el mundo capitalista esta posibilidad ha quedado anulada. Sin negar la influencia inmediata del entorno, desde hace 500 años, con la emergencia de la sociedad mercantil, las comunidades locales actúan conforme a determinaciones provenientes del merca­do mundial capitalista. Determinaciones que en su mayoría provienen del exterior de la localidad. No es posible mantener la idea de producciones sociales como resultado único de la interacción de un grupo humano particular y su medio inme­diato específico. Las relaciones que se mantienen entre grupos humanos y su entorno material normalmente dependen cada vez menos de dichos grupos humanos.2

De esta manera fue encubierta la importancia del conoci­miento espacial para explicar la unidad de la praxis histórica. Como dijimos arriba, a más de cinco décadas de iniciada la crítica a la vertiente tradicional de la geografía, sigue sin ser suficientemente visible el sentido práctico del espacio para el ejercicio del dominio y la explotación. A través de adelantos electroinformáticos en el manejo de información geográfica

1 La explicación compleja de porqué la escuela regional defendió las de­

terminaciones naturales atraviesa también por la pugna al interior de la ins­

titución académica por hacerse de un nicho propio. Mientras la sociología

reivindicaba el estudio de lo social para explicar el entorno, la geografia rei­

vindicaba la explicación de la sociedad desde las determinaciones naturales.

2 Vidal de la Blache estableció esta unión con el auxilio del concepto "gé­

nero de vida". Para este autor una cultura local es el resultado de la relación

entre una sociedad particular y su naturaleza inmediata a través de una serie

de técnicas mezcladas, mientras que las determinaciones generales del con­

junto de la sociedad quedaron fuera de su análisis. La escuela de las áreas

culturales de este autor francés fue paralela a la ecología urbana que se de­

sarrolló en Estados Unidos. Escuela que a juicio de varios autores no es más

que una geografia regional a la americana (véase Santos, 1990).

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(bases de información que vinculan datos ordinarios con infor­mación cartográfica altamente precisa) se mantiene a la geo­grafía como catalogadora de la riqueza mundial, esta vez con instrumentos técnicos sumamente precisos y que requieren una alta especialización para su manejo. El paradigma tecno­lógico nuevamente suple la reflexión y el armado epistemoló­gico de la disciplina al ocultar la importancia de los sistemas filosóficos para hacer frente a la tarea de reconstruir racio­nalmente la unidad histórica; dicho paradigma hace pasar la geografía como un simple manejo espacial de la información.

Crisis de la ciencia moderna positiva

y la geografía tradicional

A la histórica indefinición de un objeto y un método propios de la geografía vino a agregarse un problema de mayor enverga­dura. A sólo un par de décadas de que las vertientes críticas lograran superar esta indefinición por distintas vías, sobre­vino una dificultad general compartida por el conjunto de las disciplinas científicas. Los presupuestos y sentidos básicos de nuestra sociedad moderna en torno al ser humano, la natu­raleza, la riqueza, el progreso, el movimiento y, sobre todo, al conocimiento, comenzaron a tambalearse hasta generar una crisis general que muchos han denominado crisis civilizatoria. La expresión más potente de esta crisis en la ciencia, según palabras de Edgardo Lander (2000), es la "naturalización" de las relaciones sociales características del positivismo, esta vez en el conjunto de la ciencia moderna y no sólo en la geografía. Noción desde la cual las características de la sociedad "liberal" son la manifestación de tendencias espontáneas y naturales, es decir, inherentes al movimiento histórico, el cual se constituye no sólo en el orden social deseable sino en el único posible. Las razones más importantes para ello fueron dos: la sucesiva y excesiva "partición" o "separación" del mundo de lo real como la forma dominante para construir el conocimiento, y la ar­ticulación servil de éste con la organización del dominio y la explotación, especialmente en las relaciones coloniales e impe­riales, así como en las relaciones salariales, la enajenación y la explotación del trabajo.

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La cultura moderna de finales del siglo xx y principios del XXI marca el gran triunfo de la cultura liberal, pero también el inicio de su declive. Trabajos como el de Immanuel Wallers­tein (2001) demuestran el fracaso real de los preceptos libera­les de la ciencia y, sobre todo, la caída de la ilusión de que el paradigma liberal es posible en el marco del actual sistema capitalista. A la naturalización de las relaciones sociales se sumaron las múltiples separaciones disciplinarias de lo social desde la perspectiva positivista, el predominio de la perspec­tiva analítica, la visión universal de la historia asociada al progresismo, así como la necesaria superioridad de los sabe­res de la ciencia sobre los otros saberes. Este marco generó un clima de incertidumbre, y no en pocos casos la excesiva rela­tivización vino a suplir la necesidad de aumentar la creativi­dad para desacralizar rigurosamente muchos de los principios de la ciencia positivista y para revitalizar a la ciencia en sus principios y en su participación práctica.

Contrariamente a lo que podría suponerse, la geografía tradicional se vio beneficiada y fortalecida con esta crisis. En tal escenario de excesiva relativización de las corrientes cientí­ficas, la necesidad de definir un objeto claro y una epistemolo­gía propia para la geografía ya no representaba una exigencia política y menos aún un límite teórico. La noción tradicional de la geografía se había convertido en una corriente posible, comparable a cualquiera de los más serios, rigurosos y anti­dogmáticos preceptos científicos, y hasta en un anticipo de la difícil tarea de superar la excesiva parcelación del conocimien­to moderno. En términos generales, dejaron de ser motivo de interés el examen de las cualidades diferenciadas de los dis­cursos geográficos y la confrontación entre ellos y con la rea­lidad social, así como la lucha en contra del dogmatismo. Sin embargo, en este ambiente científico en el seno de la geografía el sistema filosófico dominante continúa siendo un empirismo descriptivo que sólo ofrece un cúmulo inconexo de elementos de la corteza terrestre sin aportar elementos para explicar la di­námica social en su dimensión espacial; una filosofía que man­tiene oculta la importancia de este conocimiento descriptivo para el ejercicio político. Por lo demás, la geografía tradicional continúa elaborando el inventario, cada vez más preciso y deta­llado, de las riquezas naturales y sociales del planeta.

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A la naturalización de los preceptos espaciales de la so­ciedad vinieron a sumarse el dogmatismo de los preceptos provenientes de la ciencia en general, la incertidumbre del discurso científico moderno fundado en el positivismo, y la fe dogmática en el progreso. Situación que por lo demás es apro­vechada por la geografía tradicional como arma ideológica: la relativización de los discursos científicos vino a reivindicar sus planteamientos como discurso posible sin la necesidad de cuestionar la estructura jerárquica interna de la institución geográfica, ni sus alcances científicos, ni las repercusiones de su vida política fuera de la universidad. En un extremo se discute sobre la pesadez y el dogmatismo de los métodos sin que se cuestione su posición jerárquica en la institución, y en el otro se minimiza el debate, en el que quedan intocadas las premisas de objetividad, neutralidad y transparencia. Ac­tualmente estas ideas se utilizan para mantener la posición hegemónica de la geografía tradicional de corte empirista y neopositivista en la institución científica moderna, y para cerrar la puerta a planteamientos mejor preparados para ex­plicar la dinámica social e intervenir políticamente en ella.

Geografía crítica y ciencias sociales

Apuesta política de la geografía "crítica"

Como ya lo mencionamos, durante las décadas de 1970 y 1980 se definieron cuerpos de nociones y categorías lo suficiente­mente sólidos para definir de manera no dogmática diversos objetos y métodos propios para la geografía. Sobre la base de distintos sistemas filosóficos y epistemológicos, esta discipli­na dejó de ser la encargada de explicar la relación entre la sociedad y la naturaleza, para constituirse, a través de sus corrientes críticas, en la responsable de dar cuenta del compo­nente espacial del proceso de reproducción social; es decir, la geografía devino en una disciplina social encargada de expli­car desde diversas perspectivas los rasgos internos de un sub­sistema particular de la sociedad, la espacialidad, así como la conexión de ésta con la totalidad social.

Por vez primera, en el marco de la Guerra fría, varios geó­grafos cuestionaron el dispositivo ideológico en el corazón em-

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pirista y neopositivista de la disciplina. La inyección de vita­lidad epistemológica durante este periodo fue suficiente para iniciar una reestructuración de raíz . Un movimiento de re­novación que rompería con la geografía tradicional y al que se sumaría un gran número de geógrafos. En un contexto de mayor libertad, reflexión y creación, se cuestionó la neutra­lidad y la inconsistencia teórica para explicar la dinámica social desde sus determinantes espaciales . En las décadas de 1950 y 1960 se dispersaron las perspectivas y se perdió la unidad de la geografía tradicional -unidad que había revita­lizado la llamada Newgeography o geografía neopositivista de corte analítico-. Comenzó la crisis de sus planteamien­tos fundantes mientras se introducía creativamente la re­flexión crítica sobre el pasado, el presente y el futuro de esta disciplina.

Durante esta época se extendió una conciencia social que cuestionó los rasgos generales del capitalismo y las consecuencias del dominio, la explotación y la marginación; y los fundamentos de la geografía tradicional se revelaron del todo incapaces de contribuir a dicho cuestionamiento. Mientras la planeación territorial se evidenció como meca­nismo de intervención de clases políticas y grupos económi­cos, la urbanización se mostró como un proceso nunca antes visto de hiperconcentración de riqueza y miseria capitalis­tas. En las zonas rurales, con la industrialización y me­canización masivas, se incrementó el sometimiento que la ciudad impone al campo, se profundizó el saqueo de sus ri­quezas naturales , y la miseria de las comunidades aumen­tó en el mismo grado que la destrucción de las relaciones comunitarias. De esta manera, mientras el espacio terrestre se mundializaba en un sistema de fijos y flujos productivos, comerciales y de consumo que modificaron el modo de operar en el capitalismo de la posguerra, la miseria y la crisis urbana -debidas a la explotación de la fuerza de trabajo y del medio ambiente- se manifestaban como problemas planetarios. El movimiento capitalista inició una nueva fase de maduración mundial en la que su desarrollo intrínsecamente desigual y destructivo no podía mantenerse oculto; se trataba de una di­námica en la que los geógrafos comprometidos no deseaban ya mantener su complicidad.

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Sin embargo, el aumento y profundización de las contradic­ciones capitalistas no sólo fue el caldo de cultivo de una crítica generalizada en la geografía que cuestionaría la utilidad prác­tica de ésta para la reivindicación social; en el mismo grado también sentó las bases para la contrarrevolución epistemo­lógica como mecanismo compensatorio. La profundización de las contradicciones capitalistas exigía la construcción de ins­trumentos más eficaces para contrarrestarlas y para dirigir la transformación de una realidad cada vez más compleja que requería mantener sus índices de producción y concentración de riqueza en pocas manos. En este sentido, el movimiento de renovación de la geografía se vería disminuido, desviado y, no en pocos casos, confundido con el de la contrarrevolución epis­temológica; de ahí que la diversidad de métodos científicos y de posturas políticas sobre la realidad social se tradujera en caminos múltiples, muchos de ellos antagónicos y claramente contrapuestos.

Existen varias maneras de sistematizar las tendencias en que la geografía tJ,'adicional fue superada. A juicio de Antonio Carlos Robert Moraes (2003) , si se parte de la polaridad ideo­lógica es posible hablar de dos grandes tendencias delineadas en este periodo y que actualmente transitan por senderos me­todológicos y políticos distintos: la geografía "pragmática" y la geografía "crítica". Esta distinción -fundada principalmente en la posición social y política de los geógrafos-, más que dar lugar a dos propuestas teóricas concretas marca dos vías his­tóricas de desarrollo teórico delimitadas por intereses distin­tos. La primera, la "pragmática", está dirigida a fundamentar, legitimar y mantener el sistema económico-político vigente; la segunda, la "crítica", está basada en el compromiso revolucio­nario de trasformación. Independientemente de la corriente que se considere, esta nueva etapa de la geografía marcó el inicio de un diálogo abierto entre la geografía y el resto de las disciplinas científicas.

Se dirá poco de la renovación "pragmática" de la geografía en este trabajo; basta decir que constituye sólo una revisión de la insuficiencia práctica del análisis tradicional y neoposi­tivista; esta revisión, que acompaña su fuerza ideológica, se dirige al carácter no eficaz de las técnicas utilizadas pero nun-

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ca toca sus fundamentos sociales y políticos. 3 Por su parte, la renovación "crítica" transita por varios caminos; son muchos los rasgos que le dan personalidad y son muchos los debates y problemáticas que suscita. Su conjunto evidencia el vigor y la vitalidad de las corrientes críticas, que por sus múltiples di­vergencias teóricas muchos prefieren denominar "geografías del compromiso político" (Ortega, 2000) .

Así pues, el denominador común que dio unidad a las dife­rentes corrientes de la llamada geografía crítica, el principal detonador del movimiento de superación de la vertiente tra­dicional, no fue el debate epistemológico sino la preocupación ética y la intención política transformadora de los investigado­res y académicos frente a la desigual e insostenible realidad capitalista. A lo largo de las décadas de 1950 y 1960 se denun­ció una geografía ajena a los intereses de la mayor parte de la población; una geografía que no mostraba la faceta destructiva de la sociedad capitalista y que desde luego no aportaba ins­trumentos para comprenderla ni para construir alternativas. Por ello, en el mismo momento en que se .usó el calificativo "crítica" para definir la geografía propuesta por uno de los sectores del movimiento de renovación, surgiría una nueva contraposición: la de las propuestas de transformación episte­mológica con las que nunca cuestionaron la base epistemológi­ca de la geografía tradicional o pragmática. Las corrientes crí­ticas sí se alejaron de la geografía tradicional por su posición política neutral o indiferente al dominio, la explotación y la injusticia. Constituyeron un grupo de corrientes de la geogra­fía igualadas por su reacción ante la insensibilidad política de la geografía tradicional, que nosotros preferimos definir como "radicales" más que como "críticas".

Así, por cuanto su común denominador era la perspectiva ética y política que las distanciaba de la geografía positivista y empirista por sus pretensiones de objetividad y neutralidad científica, la cual se mostraba además como destierro político,

3 Las principales corrientes de la geografía pragmática se fundamentan

en el positivismo y el empirismo (como la geografía "cuantitativa'', Ja "mode­lista" o "sistémica" y la "teorética" -resultado del vínculo de las dos anterio­

res-) y, más recientemente, fundada en Ja psicología, la denominada geogra­

fía de la "percepción y del comportamiento" (véase Moraes, 2003).

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las geografías que emprendieron un examen epistemológico antidogmático de las premisas que sustentaban a la geogra­fía tradicional se distinguieron claramente de las que nunca cuestionaron tales premisas.

Renovación epistemológica de la geografia

Para terminar conviene que formulemos el siguiente interro­gante: ¿por qué si se ha renovado la geografía tradicional des­de su raíz epistemológica hasta constituirse en una disciplina social con objeto y método propios -completamente distintos a los anteriores-, aún conserva el mismo rótulo? Moraes y Mes­sias (1984) nos recuerdan que la razón es simple: la transfor­mación epistemológica de la geografía tradicional no significa una ruptura total con su tradición. Y es que muchos temas y categorías desarrolladas desde la tradición geográfica, así como la consideración de la espacialdad o territorialidad, se recuperaron para ser vistos desde otros sistemas filosóficos de la ciencia moderna, nunca antes considerados por esta disci­plina. Además de implicar una multitud de nuevas categorías y principios epistémicos, la apuesta "crítica" de la geografía consistiría en reconceptualizar muchos de los instrumentos existentes, para adecuarlos a las necesidades explicativas del movimiento de la realidad social. En este sentido las apuestas epistemológicas críticas de la geografía no representaron la negación absoluta de su tradición disciplinar, sino su enrique­cimiento con la introducción de nuevos elementos provenien­tes de la teoría social y la filosofía.

La introducción de nuevos modelos filosóficos en la geo­grafía fue múltiple y con matices diversos. Los principales planteamientos que sustituyeron la fragmentación y natura­lización de la geografía tradicional emergieron sobre todo de la fenomenología y del materialismo histórico. Desde estos marcos se introdujo de manera generalizada la noción de es­pacio como un producto social, al considerarse por vez primera de manera no dogmática el movimiento de la totalidad social como elemento indiscutible para explicar la génesis y dinámi­ca de la espacialidad social y cómo esta última se constituye en una fuerza particular que determina la unidad histórica de la praxis social.

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GEOGRAFÍA CRÍTICA: EL VELO ENTRE LA UNIDAD Y SUS FRAGMENTOS

Diversos autores coinciden en que las propuestas filosóficas, conceptuales y metodológicas que desde el siglo pasado han surgido de la geografía políticamente comprometida, en abier­to diálogo con la teoría social crítica, han alcanzado la madu­rez suficiente para encaminarse a sistematizaciones sobre sus alcances (Moraes, 2003; Moreira, 2002; Ortega, 2000) ; y para hacerlo, a nuestro juicio, desde una perspectiva que además nos muestre los diferentes sentidos que constituyen el "ser crí­tico" de estas propuestas así como las contradicciones que se establecen entre ellas. Sistematizarlas-examinando los deba­tes sobre cada propuesta y el diálogo que éstas entretejen con otras disciplinas- es de vital importancia para fortalecerlas y para suscitar y mantener vivo un debate respetuoso, profundo y provechoso entre la geografía crítica y los demás desarrollos críticos de otras disciplinas . Es fundamental el intercambio de ideas para identificar correspondencias y contradicciones entre las posiciones filosóficas, conceptuales y metodológicas de nuestra disciplina, con miras a enriquecerlas y, sobre todo, a producir un conocimiento más profundo e instrumentalmen­te mejor preparado para intervenir de manera efectiva en los diversos órdenes de socialización que dinamizan el proceso de producción y reproducción social.

El presente trabajo pone a debate una primera propuesta de principios básicos necesarios para realizar la sistematiza­ción del "ser crítico" de la geografía en el presente. Más que marcar un sentido único y restringido que catalogue rígida­mente la criticidad de la geografía, la intención es abrir el de­bate poniendo en evidencia la multiplicidad de principios que conviven en esta disciplina y, con ello, la necesidad de traer

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a la superficie -de poner en claro- los supuestos particulares de criticidad, así como las correspondencias entre ellos y sus inevitables contradicciones. De manera paralela, y en un sen­tido más amplio, este trabajo intenta contribuir además a la edificación de puentes que permitan una mejor comunicación entre los geógrafos y los científicos sociales que, guiados por el sentido común, hoy se encuentran a caballo entre el desarrollo y fortalecimiento de una ciencia y la teoría social crítica, ética, epistemológica y políticamente comprometida con la transfor­mación de la realidad social.

El presente trabajo busca pues contribuir con elementos que hagan posible descorrer el velo de caos y confusión que hoy día cubre a la unidad de la llamada geografía crítica y de muchas de las corrientes críticas de las ciencias sociales y humanidades. Un velo que al mismo tiempo que oculta la unidad fundamental de las diversas corrientes, limita y obstaculiza el indiscutible potencial y creatividad de sus desarrollos particulares, así como la indudable capacidad de éstos para enfrentar el estudio crítico de la geograficidad y la espacialidad social, e incluso de interve­nirlas de acuerdo con un proyecto político común.

Sólo nos queda advertir al lector que un momento de rigor fundamental del método al que nos ceñimos, un momento que se constituye en una premisa epistemológica indispensable, es el reconocimiento de la imposibilidad de desarrollar este ejercicio desde un enfoque que presuma de neutralidad o ex­ternalidad respecto a los propios principios de criticidad que estaremos refiriendo. Por ello no podemos comenzar sin antes hacer explícito que la perspectiva ontológica y el sistema epis­temológico que nos sostienen, es decir, el locus praxiológico y de enunciación ética, política y epistemológica de nuestro ejer­cicio, es sin duda el discurso crítico de Marx y de algunos de sus desarrollos particulares que lo definen como una filosofía de la praxis.

Estado actual de la geografía crítica

y la necesidad de su superación

Quizás uno de los problemas más extendidos en la geografía consiste en el insuficiente interés de los geógrafos por la ma-

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nera en que sistemas filosóficos y sus desdoblamientos episte­mológicos han participado en la constitución y desarrollo de esta disciplina. Es ya una práctica común confundir sistemas filosóficos -ontológicos y epistemológicos- con métodos y téc­nicas de investigación, igualarlos con campos temáticos y subdivisiones disciplinarias, e incluso insistir en una supues­ta dicotomía entre preocupaciones teóricas y la elaboración de investigaciones de procesos concretos . ¿Quién, dentro de la geografía, no ha escuchado controversias sobre los supues­tos dilemas entre ser geógrafo crítico o utilizar sistemas de información geográfica, entre ser un geógrafo económico o ha­cer estudios de género, entre hacer estudios sintéticos o es­tudios de corte analítico, o entre ser un geógrafo teórico o un geógrafo práctico? Sin embargo, estamos convencidos de que todas estas controversias se suscitan a propósito de las falsas disyuntivas en que nos pone la suposición de que las prácti­cas de los geógrafos no son interdependientes, al igual que sus corrientes, subdisciplinas e investigaciones individuales, e in­cluso la consideración, en los casos más extremos, de que son contrapuestas y antagónicas. Al visualizar las prácticas de la geografía de manera fragmentada perdemos de vista sus ligas constitutivas de complementariedad y conformación, e incluso, lo que es más grave aún, podemos incurrir en el error de consi­derar esas prácticas como si fueran fragmentos de la geografía que surgen de prácticas individuales y colectivas que se definen en el mismo plano de concreción de los muchos que definen la praxis científica.

Sucede que la atomización de las prácticas científicas, así como sus aparentes antagonismos y la confusión de niveles de concreción en la que se establece la praxis histórica, son en realidad el resultado de la puesta en marcha de ciertos princi­pios ontológicos y epistemológicos que pierden de vista el con­junto como unidad histórica. Dichos principios y preceptos tie­nen como rasgo común la fragmentación del mundo durante la apropiación cognitiva de éste sin que se manifieste una preocu­pación rigurosa y sistemática por reconstruir la unidad de los fragmentos durante el proceso de producción de conocimiento; es decir, sin que el trabajo científico se ocupe con seriedad teó­rica, conceptual y metodológica de su restauración sistemática y paulatina como unidad histórica, de la cual, indiscutible-

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mente, también es parte la propia práctica científica. Éste es un momento fundamental del famoso método de tránsito de lo abstracto a lo concreto, definido como el proceso práctico en que lo concreto real es reproducido mentalmente en cada uno de sus elementos y en cada uno de sus planos, tal como lo re­fiere Karel Kosík en su Dialéctica de los concreto (1967) . Pro­ceso que además constituye una máxima metodológica para la labor científica que nos pone frente al reto de transitar una y otra vez de la abstracción analítica a la concreción sintética, a fin de reconstruir mentalmente el concreto histórico. Reto científico que Karl Marx (2001), en la famosa "Introducción" a sus Elementos fundamentales para la crítica de la economía

política (Grundrisse), señala como el único camino verdadera­mente científico. Una forma de trabajo -establecida en el dis­curso crítico de Marx- que nos resultará sumamente útil para evaluar las ligas de correspondencia o de identidad absoluta, de identidad mediata y de identidad negativa (o no identidad) entre los fragmentos de la praxis científica y de sus diversas prácticas científicas particulares, sin poner en duda su especi­ficidad y diferencias dentro de su unidad histórica, ni mucho menos la especificidad de los distintos planos de lo real en los que se corresponden, determinan y constituyen. Atomizados artificialmente por otros métodos, estos fragmentos supues­tamente opuestos son vistos por el método de lo abstracto a lo concreto como aspectos particulares que se constituyen entre sí y que en su articulación dan forma a los múltiples planos en que se define y dinamiza la unidad histórica: el concepto y el método, la teoría y la práctica, la división del trabajo científico o la división social y territorial del trabajo.

La consideración de la praxis en los términos más genera­les utilizados por Adolfo Sánchez Vázquez (1967) -quien nos recuerda que la condición de la existencia humana no es otra cosa que su propia actividad práctica social, individual y co­lectiva, como unidad histórica objetiva- nos llevaría a cues­tionar seriamente la consideración de que la praxis general y la praxis científica son dos tipos de prácticas esencialmente distintas, y más aún: que son externas e independientes entre sí. Tal separación y contraposición antagónica de dos cuali­dades distintas de una misma unidad nos impide ver que en realidad el segundo tipo de praxis es una forma particular de

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la primera; que en su especificidad se determinan la una a la otra, y que juntas constituyen la unidad y la identidad histó­rica de un plano particular de la realidad concreta: la división social del trabajo. Es decir, el trabajo socialmente necesario, que en este caso se desdobla en dos aspectos: el científico y el que no lo es. Lo mismo sucede con la praxis científica en su forma general frente a la práctica propiamente teórica -una práctica particular de la praxis científica que se encarga de pro­ducir el concepto-, o también con la praxis particular de cada sistema filosófico y de cada disciplina o subdisciplina frente a la labor conjunta de la ciencia. Parecería que sólo existen dos alternativas posibles: atomizar la realidad para identificar las diferencias, o pensar la unidad como un todo homogéneo que margina y minimiza las partes. Lo que nos interesa subra­yar aquí es que cuando perdemos de vista la unidad histórica como condición de existencia humana, lo que en primer lugar dejamos de ver es su forma -o identidad histórica- y su movi­miento, y en segundo lugar dejamos de considerar el conjun­to de planos y cualidades particulares que la constituyen, así como las ligas de identidad y jerárquicas que articulan dicho conjunto. La propia praxis de la geografía y de cada una de las disciplinas es colocada como una instancia externa o indepen­diente de la propia realidad que se analiza, como si sus teo­rías, conceptos, métodos e intereses escaparan mágicamente de la tendencia social de la que han surgido. Curiosamente, en este caso la propia praxis científica se presupone sin forma histórica y fuera de la experiencia práctica, salvo en su uso instrumental dirigido a producir conocimiento y a intervenir la realidad como herramienta igualmente eficaz e inocente en todos los casos. Esta falsa exteriorización de la ciencia respecto a la praxis social le ha permitido a la geografía edificarse bajo los curiosos y falsos atributos de neutralidad, objetividad y transparencia.

Lo que nos interesa resaltar en este apartado es que la confusión relativa a los planos y cualidades que constituyen la praxis de la geografía y de las otras disciplinas científicas, se refleja también en algunos de sus desarrollos de corte crí­tico. La llamada geografía crítica o, por mejor decir, las "co­rrientes críticas" de la geografía, también se han topado con serias dificultades para definir y caracterizar su propia espe-

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cificidad. Aunque en muchos casos han sido agrupadas sólo bajo el criterio de toma de distancia o negación respecto a una supuesta "otra" geografía, a la que por oposición tendríamos que denominar como "no crítica", en realidad no en todos los casos dichas corrientes comparten el sentido de su distancia­miento, ni el de los rasgos que le atribuyen a esa "otra" geo­grafía por los que juzgan necesario alejarse. La idea de crítica o criticidad es entendida en múltiples dimensiones sin una preocupación sistemática por explicitar los fundamentos que sustentan a cada una de las prácticas críticas de la geografía. Situaciones de indefinición que dibujan nuevos antagonismos y simplificaciones donde se manifiestan posiciones que van desde la que califica a priori de críticos algunos postulados teóricos, ciertas metodologías y ejes temáticos, hasta las que dan por sentada cierta unidad de la geografía crítica -unidad fundada en un tipo de compromiso político y en el respeto a la heterogeneidad- sin que se discuta con suficiencia el vínculo del compromiso político con la praxis propiamente científica, ni las contradicciones que se manifiestan en una unidad fun­dada en un tipo de heterogeneidad que no en pocas ocasiones llega a marginar el debate propiamente científico. En ambos casos se mantienen visiones caóticas de los fundamentos on­tológicos y de los principios epistemológicos que definirían la unidad de las corrientes críticas de la geografía; de ahí que éstas avancen, en cierta medida, a contrapelo del "ser crítico" que tendría que sustentar su desarrollo.

Afirmamos, hasta donde nos lo permite nuestro conoci­miento, que la geografía crítica vive un momento de indefi­nición en el que se transita indistintamente por los caminos abiertos por al menos tres principios cualitativamente distin­tos pero constitutivos de la unidad que se establece en la pra­xis científica crítica: la preocupación ética frente a la injusti­cia social; una actitud antidogmática frente a las estrategias epistemológicas vigentes, y la actividad práctica revoluciona­ria, la cual busca intervenir y transformar la realidad. Tres principios constitutivos de criticidad que conviven indiferen­temente en la praxis de la geografía, pero que, sin dejar de ser fundamentos de las prácticas particulares de cada una de sus corrientes críticas, son concebidos de maneras distintas y en algunos casos como si fueran fragmentos aislados sin víncu-

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los de correspondencia e identidad. Pareciera entonces que no existen diferencias y contradicciones en el seno de cada una de sus corrientes críticas, ya sean éticas, epistemológicas o práctico-políticas, o que no las unen ligas de corresponden­cias y de conformación simultánea, independientemente de la conciencia que se tenga de ello. De ahí que la sistematización más común de las corrientes críticas de la geografía suela re­ducirlas a su condición de instrumentos de intervención bajo el paraguas de cierto tipo compromiso social, y presentarlas como un simple abanico de opciones teóricas, metodológicas e incluso temáticas. No aparece en este escenario la discusión cualitativa sobre la existencia de los intereses éticos, teóricos y políticos a los que responden los desarrollos particulares de cada corriente crítica; y bajo la vestidura del respeto cientí­fico a la diferencia, en los casos más extremos se obvian los propios fundamentos de criticidad de sus prácticas científi­cas. Pero es imprescindible, como ya lo dijimos, la constante revisión de la consistencia lógica y eficacia para dar cuenta práctica de lo real; así como su necesaria valoración como ins­trumento político que da forma y sentido a la intervención de la forma social.

Pero hay que mantener importantes reservas al estable­cer estos juicios, para no actualizar visiones dogmáticas del pasado y para no inaugurar nuevos prejuicios en el presente. Afirmamos que el actual momento histórico de la unidad de ser crítico de la geografía es difuso y, en cierto sentido, caótico; pero de ninguna manera sugerimos que ese estado sea el de sus corrientes particulares, y menos aún que no exista madu­rez en sus desarrollos teóricos y metodológicos. Por el contra­rio, durante los años setenta, e incluso a inicios de los ochen­ta, se habló mucho de la crisis que vivió la geografía y del fértil movimiento crítico de renovación que desde esa fecha ha generado múltiples propuestas de indiscutible trascendencia científica. Hoy podemos afirmar que aun cuando en los ámbi­tos o dimensiones que referimos persista la crisis, son ya mu­chas las propuestas que la superan y otras tantas las que se encaminan a ello (Santos, 1990 y 2000; Harvey, 1977 y 1996; Smith, 1991 ; Moraes, 2002; Moraes y Messias, 1999; Barreda, 1995; Soja, 1993; Quaini, 1985; Porto-Gonc;alves, 1982; Morei­ra, 2002) . Vivimos el momento ideal para comenzar la tarea

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de nombrar con rigor, atendiendo a su especificidad, las diver­sas corrientes críticas de la geografía; pero al hacerlo también debemos considerar la unidad que mantienen en la praxis de la geografía, abordándolas desde una perspectiva que man­tenga visibles sus correspondencias y contradicciones. Éste es un trabajo que debe superar la presentación de estas corrien­tes como un mero abanico de opciones críticas fragmentadas, así como la difusa noción de unidad que actualmente margina la discusión científica. Se trata de identificar similitudes y di­ferencias, de entenderlas desde sus correspondencias y con­tribuciones particulares en la praxis científica de la geografía; ante todo hemos de poner especial cuidado al enunciar sus contradicciones, para que nuestra perspectiva no construya barreras rígidas o jerarquías entre ellas. Estamos frente a planteamientos específicos y novedosos que constituyen ver­daderos aportes al conocimiento de la realidad histórica; con un peso instrumental poderoso, dichos planteamientos seña­lan caminos claros a la investigación y a la reflexión sobre las prácticas de la geografía crítica en todas las latitudes . Cami­nos que, en varios sentidos, constituyen también verdaderos desarrollos de la teoría social y de la ciencia social crítica en su conjunto.

Nos preocupamos, entonces, por contribuir con el examen de la cualidad, el orden y la practicidad de cada desarrollo par­ticular de las corrientes críticas de la geografía; pero de igual manera nos preocupamos de no cometer el exceso de suponer formas de criticidad en estado de pureza. Por ello pensamos que el paso inicial es poner en cuestión a la propia "crítica", bajo los mismos principios de la praxis histórica con la que es necesario examinar a las corrientes críticas de la geografía. Éste es el objetivo central de este trabajo: el examen de las formas de criticidad de la geografía. La criticidad, en este sen­tido, nunca liberará a la ciencia y a su intervención política de las contradicciones de la propia praxis histórica; de ahí que depositemos nuestra confianza en la propuesta de que con el reconocimiento de las ligas de identidad que sustentan el "ser crítico" de las corrientes críticas de la geografía, abriremos camino a la posibilidad de identificar las tensiones y contra­dicciones que se expresan en su existencia concreta, con miras a diferenciarlas de las que resultan de la visión fragmentada

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y antagónica que actualmente teje el velo de caos que domina nuestra forma de concebir la praxis científica.

La innegable madurez alcanzada por los diversos plantea­mientos críticos de la geografía permite que iniciemos ya su sistematización, con miras a fortalecerlos y a impulsar su uso político más efectivo. Es aquí donde se instala la propuesta de este trabajo: una orientación inicial del debate que identi­fique la existencia práctica de los tres principios de criticidad que conviven en la praxis científica de las corrientes críticas de la geografía y que son necesarios para transitar por el ca­mino que reconoce, nombra y sistematiza la criticidad de esta disciplina así como de sus desarrollos temáticos y conceptua­les. Propuesta que en general apuesta por el debate científico, riguroso y responsable como un camino eficaz para fortalecer y dar nuevos sentidos a la geografía y a sus corrientes críticas, y con ello, a la teoría social crítica en su conjunto.

La noción de geografía crítica

y sus criterios de unidad

Estamos convencidos de que la noción de criticidad es más una cualidad de la praxis científica que un rótulo que califi­ca rígidamente una determinada investigación, una propues­ta metodológica o un sector de una disciplina. Sin embargo, esta condición no niega la necesidad de realizar un balance riguroso de este tipo de prácticas geográficas; por el contrario, especifica este esfuerzo al conferirle nuevos sentidos. Existen ya múltiples sistematizaciones de la praxis de la geografía donde se establecen diversos universos particulares como pro­piamente indicativos de sus prácticas críticas. Sin embargo, están lejos de coincidir tanto en criterios como en los estudios particulares que engloban. Realicemos un ejercicio de aproxi­mación a algunos de los trabajos clásicos sobre sistematiza­ciones de las corrientes, escuelas y tendencias generales de pensamiento geográfico en sus diversas prácticas científicas.

Un caso ejemplar en este debate lo constituye la inclusión de la geografía crítica francesa, que tiene en Yves Lacoste a su máximo representante con su famosa obra La geografía. Un arma para la guerra (1977) . El compromiso ético y la in-

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tención política de los autores de esta época son indiscutibles, y sin embargo sus obras se montaron sobre los principios epistemológicos de la propia geografía que denunciaban por guardar silencio sobre las injusticias sociales. Dichos prin­cipios, desde nuestra perspectiva, fueron límites teóricos y metodológicos importantes que impidieron a estos autores ir más allá de la denuncia social; con los métodos tradicionales mostraron la desigualdad, pero no consiguieron explicarla en su movimiento histórico ni aportar condiciones científi­cas para superarla. Carlos Walter Porto Gom;alves, en su ya clásico ensayo "A geografia esta em crisis, viva a geografia" ( 1982), advirtió que pese al incuestionable compromiso ético y político de estos geógrafos franceses, nunca pertenecieron al cuerpo teórico crítico de la geografía, sino apenas a una muy importante intención de transformar la realidad que quedó presa en la fe dogmática en la ciencia que se autocalifica de neutral y objetiva. No pretendemos con esto minimizar la im­portancia de la denuncia en el proceso político de producción de conciencia política o de lucha ideológica en el campo de fuerzas políticas de una sociedad histórica, sino simplemente mostrar los límites que un tipo de comprensión de la realidad conlleva, sometiéndola al examen de la eficacia instrumental de acuerdo con la intención trasformadora pretendida. Nadie podría aseverar que esta corriente no representó un esfuerzo político comprometido con un ideal de sociedad posible, pues tuvo repercusiones políticas en la compleja realidad de las dé­cadas de 1960 y 1970. Sin embargo, los alcances políticos tu­vieron más que ver con un ideal de sociedad y con la actividad política desarrollada fuera de la disciplina, que con el poder explicativo y la capacidad creativa de sus postulados cientí­ficos. En esta misma perspectiva podrían ser analizados, por ejemplo, los trabajos de geógrafos políticamente comprometi­dos de otras épocas, como Élissée Reclus y Piotr Kropotkin.

No obstante, para otros sistematizadores del pensamiento geográfico, como Robert Moraes, el caso clásico de la geografía crítica en la década de 1970 es lves Lacoste. En su Geografia. Pequena história crítica (2003) , Moraes unifica la categoría de criticidad de la geografía bajo el principio de un punto de vista ético común, sin plantear el vínculo con la trasformación política de la propia ciencia. Habría que decir en defensa del

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autor que su finalidad no es confrontar los principios éticos y políticos de la disciplina, sino una caracterización histórica de la geografía crítica. Esta posición también la comparte Ortega Valcárcel en Los horizontes de la geografía (2000) . Este autor piensa que es mejor hablar de las geografías del "compromi­so político", ya que si bien éstas se caracterizan por generar un saber comprometido con el cambio social, carecen de una propuesta teórica unificada y consecuente al respecto. Por ello Ortega considera que a despecho de la existencia de actitudes críticas políticas en nuestra disciplina, aún no ha aparecido una obra teórica que las unifique como geografía crítica. En palabras del propio autor: "La paradoja de la geografía mo­derna es la existencia de geógrafos marxistas y libertarios que nunca plantearon una geografía alternativa fundada en prin­cipios marxistas o libertarios" (Ortega, 2000: 3 14) .

Hay aún mucho que decir en el análisis de las diferentes nociones del ser crítico que han manejado los sistematizado­res del pensamiento geográfico. Podría hablarse del trabajo de Tim Unwin en The Place of Geography (1992) , donde utiliza las categorías pragmáticas del fin del conocimiento que de­sarrolla Habermas en su clásica obra Conocimiento e interés (1986), o del realizado por Horacio Capel ( 1988) en Filosofía y ciencia en la geografía contemporánea. Ambas síntesis, para definir la geografía crítica utilizan de manera preponderante los criterios de reacción epistemológica antipositivista, más a la manera de la llamada Geografía Radical, la cual preten­día la superación de los postulados positivistas en varias de sus dimensiones; pero nunca conformaron un cuerpo sólido que tuviera una propuesta con identidad específica.

El "ser crítico" en la geografía

y las disciplinas científicas

Como ya lo hemos mencionado, no ponemos en cuestión la uni­dad histórica de las corrientes críticas de la geografía en la praxis científica, ni mucho menos el estado de madurez de sus propuestas y planteamientos particulares; pero sí cuestiona­mos la forma de su comprensión a través del confuso velo de la geografía crítica. Por eso pensamos que éste es el momento de

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comenzar un ejercicio sistemático que revierta la visión caótica y fraccionada que domina los fundamentos de "criticidad" en las prácticas científicas de la geografía, y de iniciar la recons­trucción racional del grado de correspondencia entre ellas .

Ofrecemos entonces una caracterización de los fundamen­tos que sustentan el "ser crítico" de la geografía para explorar inmediatamente algunas de las ligas de identidad entre ellos. Exponemos cada uno de estos fundamentos agrupados en tres principios, y exploramos las maneras como se manifiestan en las prácticas geográficas. Se trata pues de profundizar en las características que adquiere la praxis científica crítica en la geografía de acuerdo con la presencia dinámica de estos princi­pios; por ello son considerados tanto en su forma pura como en correspondencias constitutivas entre ellos; es decir, son consi­derados externos e independientes entre sí, y como cualidades diferenciadas de un mismo plano.

La crítica como principio ético

Este primer principio está marcado por la posición ética que la práctica científica de una disciplina o un investigador asume ante los diversos procesos y órdenes de socialidad normaliza­dos . Son los preceptos éticos que, de acuerdo con sus alcances, se desdoblan en al menos dos dimensiones: el punto de vista ético, que condiciona las preocupaciones científicas y -en su identidad con la criticidad como principio epistemológico- la propia teoría utilizada; y la intención ética revolucionaria o de intervención práctica para la transformación, cuando mantie­ne unidad con el principio político de criticidad. Dimensiones que en su conjunto definen temas de interés, conceptos y meto­dologías, así como la necesidad de intervenir políticamente en el orden social establecido para propiciar su transformación.

1) El punto de vista ético es la primera dimensión desde la cual se puede identificar la presencia de la crítica en una dis­ciplina. Es la puesta en marcha de preceptos éticos desde los que se realizan observaciones. Dichos preceptos presentan dos versiones: en su forma pura justifican un punto de vista éti­co con independencia de los principios de la praxis científica; pero la otra versión construye ligas de identidad en un mismo

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plano con el principio epistemológico. Este principio fundante de criticidad es el precepto ético de toda ciencia, de cada dis­ciplina e investigador. Es el punto de partida que condiciona el interés por lo observado así como las características de lo real considerado por cualquier disciplina comprometida so­cialmente, de acuerdo con un ideal de forma social y con una toma de postura ante los sistemas morales establecidos. Se trata del punto de vista que no ignora la realidad del domi­nio y la violencia, que no puede menos que observar y prever las consecuencias de la exclusión de la riqueza social produ­cida como principal interés, y que asume como tarea cientí­fica su denuncia y por supuesto, cuando es verdaderamente científica, su comprensión o explicación rigurosa.

Pero este punto de vista, que se preocupa por los sujetos que el orden social explota y cosifica -en el sentido expuesto por Georg Lukács (1984)-, en su versión pura se satisface sólo con denunciar la injusticia de los órdenes de socialidad. Para el principio ético las diversas herramientas de comprensión y explicación científica son medios supuestamente neutrales, independientes y externos a la sustancia de la propia crítica. La oposición que se establece en esta forma pura de criticidad ética, es que el fundamento de la ciencia crítica es, en última instancia, ajeno y exterior a la práctica científica. Los princi­pios de la ciencia se mantienen, por así decirlo, inmutables e impasibles, al igual que su consideración de medios o herra­mientas igualmente eficaces, neutrales y objetivas. Para esta versión la criticidad de la ciencia no proviene de ella misma sino de su exterior, exclusivamente de los preceptos éticos. Se trata, en otras palabras, de un uso ético de la misma ciencia más que de una ciencia crítica. Y es que desde la forma pura de este principio, la solidez explicativa de la ciencia "crítica" proviene del mismo sitio del que provienen los fundamentos de la ciencia considerada "no crítica" . Sus principios resultan igualmente válidos y objetivos para cualquier tipo de estudio, sin importar que se definan o no como críticos o que se apliquen o no a determinados temas de interés; por ello la ciencia, bajo esta forma pura de criticidad ética, es colocada de manera ar­tificial por encima de la propia praxis social, en una posición supuestamente ajena e impasible a la forma histórica que pretende denunciar.

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En la forma pura de este principio ético se presenta enton­ces una primera contradicción de la ciencia crítica: una rela­ción de oposición o de identidad negativa entre la praxis cien­tífica y su criticidad. El principio de criticidad es ajeno a la ciencia, y a su vez los principios científicos son ajenos a la cri­ticidad. Así pues, la criticidad científica que se sustenta úni­camente en esta primera versión del principio de ético en un supuesto estado de pureza, crea un falso antagonismo. Porque si los estudios científicos son considerados críticos siempre y

cuando desarrollen temáticas referentes a los órdenes socia­les de explotación, desigualdad, exclusión o violencia, a otros estudios realizados bajo los mismos principios científicos pero que son aplicados a otras temáticas, habría que considerarlos como "no críticos". En ambos casos la ciencia conserva su aura de medio neutral y de herramienta objetiva igualmente eficaz y rigurosa en todos los casos. Vista desde la especificidad de la geografía, la primera versión del punto de vista ético es la consideración de las corrientes críticas de esta disciplina como las "geografías del compromiso social", las cuales mantienen este rótulo por la elección de temáticas "éticamente correc­tas", pero no por sus premisas epistemológicas, conceptos y

métodos. El resultado es que el tipo de geografía crítica fun­damentada exclusivamente en el principio ético en su estado puro es científicamente idéntica a la geografía "no crítica" en sus teorías, conceptos y métodos; su distanciamiento se da únicamente por el universo de temáticas al que dirige sus prácticas, es decir, porque da cuenta de las temáticas que la geografía "no crítica" suele ignorar. Podríamos decir, desde la perspectiva estrictamente científica, que la geografía crí­tica ética, en su estado puro, más que oponerse a la "otra" geografía, es en realidad un subgrupo de ella; no se opone científicamente y ha tenido la virtud de ampliar el espectro de preocupaciones temáticas de la ciencia geográfica.

Bajo este mismo principio de criticidad ética en estado puro, existen además algunos estudios que se hacen pasar por cientí­ficos por el simple hecho de considerarse éticamente correctos, aunque como rasgo distintivo no se sustentan en ningún tipo de rigor académico, sea teórico, conceptual o metodológico. No ten­dríamos nada más que decir de este grupo si no fuera porque ac­tualmente goza de cierta popularidad. Lejos de ser científicas,

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este tipo de prácticas explicativas suelen ser en realidad des­doblamientos prácticos de principios éticos dogmatizados que presumen de investidura científica sin que verdaderamente tengan relación válida alguna con la ciencia. Sería difícil en­contrar diferencias sustantivas entre este tipo de prácticas y las que se sustentan en dogmas políticos o religiosos. Pero no hablaremos más aquí sobre este tipo de trabajos; diremos so­lamente que se trata de la vertiente más empobrecida de los trabajos de la ciencia crítica, porque además de fundamentar su criticidad únicamente en el despliegue de principios éticos en su forma pura, los hace pasar por fundamentos estricta­mente científicos.

La segunda versión del punto de vista ético mantiene ligas de identidad con la práctica científica en un mismo plano. Ya no hablamos de este principio en su forma pura, ya que en esta segunda versión la práctica científica crítica mantiene correspondencias y determinaciones de ida y vuelta con sus fundamentos teóricos, conceptuales y metodológicos. En esta segunda versión, la ética -como criterio de elección de inte­reses temáticos para la ciencia- se extiende en un mismo plano hasta sus fundamentos epistemológicos; los preceptos éticos intervienen los principios científicos al conferirles nue­vas formas y sentidos . Aquí se establece, como ya lo dijimos, una clara relación de identidad entre los principios ético y epistemológico; es decir, se produce una fusión en un solo principio propiamente ético-epistemológico; un principio que identifica el interés temático con la manera de producir el conocimiento. En otras palabras: la necesidad ética cuestiona de entrada la supuesta exterioridad y eficacia explicativa de los principios científicos de neutralidad y objetividad, con mi­ras a transformarlos y a reconocerles movimiento histórico. Desarrollaremos esta relación de identidad desde la perspec­tiva propiamente científica en el apartado de criticidad como principio epistemológico.

2) La intención ética revolucionaria es la segunda dimensión donde se identifica el principio de criticidad ética en una dis­ciplina. Indiscutiblemente, la intención ética desde la que se mira una realidad considerada injusta no tendría motivo alguno para conformarse con denunciarla, comprenderla y

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explicarla, ya que además puede plantearse el reto de inter­venir en ella para transformarla. No basta con denunciar los fenómenos en que se manifiesta la injusticia social ni con dar cuenta de los procesos que la producen; además hay que in­tervenir en ellos para transformarlos, o al menos para contra­rrestar sus efectos. Es la intención de revertir una realidad que somete, domina y explota violentamente a la mayor parte de la sociedad, a la vez que la margina y excluye de la riqueza social producida. La intención ética revolucionaria está cons­tituida por preceptos que comprometen la práctica del presen­te con la del futuro, y se expresa en la intención transforma­dora de cualquier ciencia o disciplina científica comprometida éticamente con el presente y el futuro de la sociedad.

No obstante, la correspondencia de la segunda dimensión del principio ético con los principios epistemológicos puede contemplarse nuevamente bajo un nuevo antagonismo, o en la identidad o unidad de los dos términos. En oposición si se trata de la versión pura del principio ético de criticidad, y en identidad con la criticidad como principio revolucionario si se reconocen sus determinaciones de ida y vuelta en un mismo plano. En la primera versión, el principio ético puro colocaría nuevamente la práctica científica en oposición a la praxis social, reduciéndola así a su condición de instrumento externo; mientras que en la segunda versión se restablecería la unidad ético-científica, por lo que la ciencia volvería a ser una forma particular de praxis social. No obstante, y sin im­portar cuál de las dos versiones anteriores identifiquemos, el rasgo común de esta segunda dimensión del principio ético es que además de impulsar la enunciación que denuncia, com­prende y explica los órdenes de socialidad, invita a intervenir en ellos y a transformarlos.

En la versión donde el principio ético es puro, la ciencia crítica busca fundamentar sus intervenciones políticas en su condición de medio objetivo, igualmente eficaz y supuesta­mente ajeno a la propia realidad que analiza. Esto crea una nueva oposición entre los principios ético y político; una opo­sición donde la ética y la ciencia se solidifican separadamente como dogmas instrumentales. En cambio, para la ciencia crí­tica que establece una relación de identidad entre la ética y la intervención política, la puesta en práctica de los preceptos

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éticos de intervención política de l a ciencia altera su propia forma y constitución, unas veces profundizando su convenci­miento de la validez de sus principios epistemológicos, otras dotándola de nuevos alcances y sentidos.

La primera versión se manifiesta en la geografía cuando una corriente crítica sostiene que la producción de conoci­miento y la intervención práctica son independientes y opues­tas entre sí; los enunciados éticos sirven para justificar la aplicación de los principios de una ciencia neutral y objetiva, en muchos de los casos trasformada ella misma en un instru­mento eficaz inapelable de una ideología política. Mientras que la segunda versión del principio ético trasformador se ma­nifiesta cuando los preceptos éticos y la intervención política de las prácticas geográficas se vinculan e identifican en un mismo plano. El rasgo común de estas dos versiones del prin­cipio ético revolucionario en las corrientes críticas de la geo­grafía, es que ambas impulsan sus prácticas científicas más allá de su propia especificidad, al reconocerlas como un medio de superación de la realidad de dominio, injusticia y violencia que establecen los órdenes sociales vigentes.

La crítica como principio epistemológico

Este segundo principio hace hincapié en la responsabilidad científica de producir conocimiento certero, y en la obligación ética de convertir dicho conocimiento en medio de interven­ción social; de ahí que también este principio se desdoble en al menos dos dimensiones: 1) el compromiso que busca con rigor la correspondencia entre la reproducción cognitiva y la reali­dad; al poner especial atención en los procesos de dominio, explotación y violencia, establece su identidad con el principio ético de criticidad. Y 2) su consideración como medio de trans­formación social. Al poner en el centro del principio epistemo­lógico su aptitud para transformar la sociedad, y para brindar un sentido político a la praxis social, establece una identidad con el principio político. Dimensiones que en su unidad de­finen la criticidad de la práctica propiamente científica, con cierta independencia respecto a los temas atendidos y a los intereses de la intervención política.

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1) La correspondencia del conocimiento con lo real es la pri­mera dimensión de este principio de criticidad, dimensión que en su forma pura no es otra cosa que el "criticismo" filosófico o el compromiso de rigor epistemológico de toda corriente cien­tífica. Se trata de la responsabilidad del científico de estable­cer la crítica formal analítica, sintética o dialéctica respecto a los enunciados de verdad en su correspondencia con lo real y con los procesos particulares considerados, ya sea en su sin­gularidad o bien en sus múltiples planos, correspondencias y contradicciones.

Esta dimensión de la crítica como principio epistemológico, o criticismo, es en realidad la premisa antidogmática que toda disciplina científica contiene, con independencia del sistema fi­losófico que la sustente y de los intereses éticos o políticos que persiga. Como encargado de mantener alejado el dogma de la praxis científica, este principio se ocupa principalmente de no fijar o de no volver doctrina acrítica cualquier principio on­tológico o epistemológico. Por ello no debe ser confundido con el compromiso ético o con el fin político del conocimiento, aun­que en ambos planos de criticidad puedan identificarse puntos de identidad. Al igual que el principio anterior, esta primera dimensión del principio epistemológico se presenta, de acuerdo con sus alcances, en dos versiones: la forma pura a la que ya nos hemos referido, la cual sustenta la criticidad científica en sí misma sin necesidad de echar mano de preceptos externos, salvo los que establecen la propia rigurosidad científica; y la versión que reconoce las ligas de identidad entre este princi­pio y el ético en un mismo plano de determinaciones de ida y vuelta.

La forma pura del criticismo epistemológico es considerada una cualidad de la praxis científica que se establece exclusiva­mente en el seno de la propia ciencia y que en términos consti­tutivos es completamente ajena a preceptos éticos, por lo que se trata de un criticismo en oposición o en identidad negativa con la ética. En esta versión el criticismo epistemológico se expresa como un ejercicio interno de la propia praxis científi­ca, y sus principios formales, presupuestos lógicos y criterios selectivos se mantienen intactos sin que importe el tipo de problemática al que se apliquen. La ética bien puede alertar sobre la necesidad de dar cuenta científica de determinados

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problemas sociales, pero no son los temas ni los preceptos éti­cos los que confieren criticidad a un estudio, sino la forma pro­piamente científica en que se realizan. Así pues, la criticidad proviene aquí del rigor de la práctica científica antidogmática y de los instrumentos con los que dicha práctica se lleva a cabo, pero no de la temática que despliegan; es decir: la cri­ticidad proviene de la responsabilidad epistemológica y del rigor metodológico de toda praxis científica. Por esta razón la forma pura de esta primera dimensión de criticidad del prin­cipio epistemológico crea un nuevo antagonismo: la criticidad de la ciencia, lo mismo que sus teorías, conceptos y métodos, se sustentan a sí mismos y se mantienen invariablemente ajenos al tipo de fenómenos o procesos que desean explicar o comprender. Desde esta perspectiva, el criticismo es valo­rado como la profundización de los principios epistemológicos de objetividad, neutralidad y exterioridad de la práctica cien­tífica respecto a la praxis social. Y por ello la forma pura del criticismo epistemológico es una forma de criticidad en franco antagonismo con la forma pura del principio ético que revisa­mos en el apartado anterior.

La contradicción que se establece desde esta perspectiva de la criticidad es que habría que reconocer que toda praxis ver­daderamente científica es crítica. Porque contraponer la ciencia crítica a una no crítica equivaldría a contraponer la propia pra­xis científica a otra en la que simplemente se despliega un dog­ma. La mayor contradicción de la forma pura del principio de criticismo en la ciencia, establecería que en realidad no existe la posibilidad de una práctica científica que a la vez no sea crítica, ni la posibilidad de que una práctica científica se fundamente en un dogma incuestionable. Por lo que asumir desde este principio la existencia en la geografía de corrientes críticas, equivaldría a reconocer la totalidad de corrientes verdaderamente científi­cas en el seno de esta disciplina. Mientras que contraponerla a una geografía no crítica -que por oposición suele denominarse la "otra" geografía- equivaldría a reconocer que existen corrien­tes dogmáticas en esta disciplina. Por consecuencia, dichas co­rrientes no podrían llamarse científicas. La toma de distancia de la geografía crítica respecto a la supuesta "otra" geografía, sería el distanciamiento de la ciencia geográfica respecto a la pervivencia de dogmas no científicos en esta disciplina.

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Por otro lado, el principio epistemológico de criticidad como criterio de correspondencia cognitiva con lo real se presenta en una segunda versión: la que expresa la identidad de la epis­temología y la ética en un mismo plano. Y a no se trata de las formas puras de estos principios, porque juntos constituyen el mismo plano de criticidad del que hablamos en la sección anterior, cuando expusimos la segunda versión del punto de vista ético. En su segunda versión, el principio epistemológico no sólo exige a la criticidad dar cuenta de determinados pro­cesos de importancia social con la formalidad y el rigor indis­pensables; también alerta sobre la necesidad de trasformar los propios fundamentos epistemológicos de neutralidad, ex­terioridad y objetividad cuando identifica en ellos insuficien­cias, sesgos e incluso equívocos. Sólo que esta vez nos referi­mos puntualmente a las determinaciones que se establecen en sentido contrario; es decir: el principio epistemológico de rigor propiamente científico también alerta a la perspectiva ética sobre los posibles errores, excesos e insuficiencias que motivan el sentido de la práctica de la ciencia crítica y su ideal de ser humano. De esta manera, el ejercicio práctico de criticidad de la ciencia que se fundamenta en el rigor epistemológico también participa en la transformación de los propios pre­ceptos éticos y de su ideal de mundo, al mismo tiempo que les confiere nuevos intereses o sentidos. Por ello la ciencia y la epistemología no son aquí un mero instrumento o medio para conseguir un fin; son también una cualidad constitutiva de los preceptos éticos, de la forma de la ciencia crítica y del sentido de su praxis; son, por consiguiente, un principio cons­titutivo de las corrientes críticas de la geografía, las cuales sustentan su praxis científica en la conformación simultánea y en la unidad de su criticidad ética y epistemológica.

2) La segunda dimensión de este principio se instala en la validación del conocimiento como medio de transformación. No sólo es importante que los conocimientos coincidan con lo real; también lo es que hagan posible la transformación consciente de la realidad estudiada. No basta con reconocer el "interés emancipador" que Habermas (1986) le reconoce a la "teoría crítica"; es decir, no es suficiente asumir la necesidad crítica de liberarnos del dogmatismo de la ciencia o de lo que

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Habermas mismo denomina "las eternas cadenas de nuestras interpretaciones", porque este interés es apenas la primera dimensión de este principio; además se trata de hacerlo in­terviniendo en la forma de la sociedad para transformarla efectivamente . Es, en estricto sentido, el principio de compro­miso político del presente con el futuro "posible" . Por ello, a diferencia del principio que expusimos en el apartado anterior -principio que conecta el presente con el futuro a partir de un compromiso ético-, aquí el compromiso se establece a partir de lo que objetivamente contiene el presente y que le brinda al futuro como marco de posibilidades realmente alcanzables .

Así pues, la criticidad de la praxis científica sustentada en este principio no está dada únicamente por el tipo de conoci­miento y sus fundamentos epistemológicos, sino que dicha cri­ticidad es puesta en cuestión a partir de su capacidad práctica para intervenir en el orden social normalizado; en una prime­ra versión sólo bajo su figura instrumental, pero en otra bajo su condición de cualidad constitutiva de la propia realidad que pretende conocerse, explicarse y trasformarse. Por ello, de acuerdo con el tipo de prácticas que sustente, esta segunda di­mensión del principio epistemológico de criticidad puede apa­recer en una versión que reproduzca el antagonismo entre las formas puras de criticidad epistemológica y política, o bien en otra que reconozca la identidad constitutiva de ambos princi­pios en un mismo plano. Se manifiesta en oposición si la vali­dación de la ciencia se da desde cierto "teoricismo" epistémico sustentado exclusivamente en los principios científicos de la ciencia neutral positiva -aunque se encubra bajo el rótulo de otros sistemas de pensamiento-, como lo decíamos al consi­derar este principio en su forma pura. O puede manifestarse en unidad con el principio de criticidad revolucionaria si se reconocen sus ligas de determinación y conformación de ida y vuelta. En la primera versión, el principio de criticidad epis­temológica en su forma pura colocaría nuevamente la praxis científica en una relación de identidad negativa con la prácti­ca de intervención social, y con ello volvería a reducirla a su condición de mera herramienta neutral y exterior de obser­vación e intervención social; pero a una herramienta muy pe­culiar, porque al ser supuestamente ajena a la práctica social necesariamente estaría libre de ideologías. Éste es el famoso

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principio de la práctica de la ciencia aplicada, la cual no siem­pre está interesada en denominarse ciencia crítica . Mientras que en la versión que reconoce el plano de la unidad consti­tutiva de los principios epistemológico y político de criticidad, la forma y los fundamentos epistémicos de la ciencia crítica serán siempre cambiantes y considerados internos y constitu­tivos de la praxis social. Esta segunda dimensión del principio epistemológico como medio de transformación de la realidad, afirma la posibilidad de conexión directa de lo real con el dis­curso de verdad que produce la práctica científica, y al asumir la responsabilidad formal de un tratado lógico de las ideas, conecta la reproducción cognitiva del mundo con la necesidad de transformación. Es la vieja undécima tesis de Marx sobre Feuerbach, en la que plantea la necesidad de ir más allá de la mera "interpretación" del mundo, porque de lo que se trata es de "transformarlo" (Marx y Engels, 1952) .

Esta segunda versión del principio epistemológico como medio revolucionario, no niega que lo esencial del trabajo científico es la reproducción cognitiva del mundo; pero reco­noce que su papel no es sólo instrumental, porque sus teo­rías, conceptos y métodos se conforman en un mismo plano con las necesidades y sentidos de la práctica transformadora. Así, un momento fundamental de este principio consiste en asegurarse de que los instrumentos epistemológicos capten el movimiento y la transformación de la realidad como unidad histórica, de una manera que muestre los alcances y contra­dicciones de la intervención política en la praxis humana -en su forma y en su movimiento históricos-. Dicho momento es, en los términos de Bolívar Echeverría (1986) , un rasgo fun­damental de la teoría revolucionaria, la cual busca siempre poner en nuestras manos nuestra propia obra histórica. Por esta razón, la praxis de la ciencia crítica, desde la perspec­tiva transformadora o revolucionaria, se constituye en una mediación estrictamente formal pero nunca independiente, porque al mismo tiempo que mantiene una especificidad es­trictamente científica se convierte en un momento y en una necesidad de la propia revolución. En este sentido, si la inten­ción ética trasformadora es la conexión responsable del pre­sente con el futuro, o del compromiso con el futuro deseable, el principio crítico epistemológico revolucionario como medio

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de transformación permite la conexión del pasado con el pre­sente mediante el reconocimiento del proceso histórico; y al preocuparse de manera responsable por valorar los alcances de la práctica humana en la constitución de la unidad histó­rica, permite la conexión con el futuro, que como potencia ya se encuentra contenido en el presente. Por ello este principio conecta el pasado con el presente, y a este último con el futuro posible (Sánchez, 1997) .

La primera versión de esta segunda dimensión del prin­cipio de criticidad se manifiesta en la geografía que adquiere su criticidad durante su aplicación política. Desde esta pers­pectiva, la geografía verdaderamente crítica sería la llamada geografía aplicada -dentro o fuera de movimientos y orga­nizaciones políticas-, mientras que el resto de las prácticas de la geografía, por cuanto no buscan inmediatamente una intervención política, necesariamente no lo serían. Como ya lo dijimos, la práctica científica crítica de la geografía susten­tada en un estado epistemológico puro dejaría intactos sus principios de exterioridad, neutralidad y objetividad, y por consiguiente las dos geografías, la "crítica" y la "no crítica", serían científicamente idénticas. Su distanciamiento se justi­ficaría en que la "otra" geografía no se da a la tarea de dirigir inmediatamente procesos de transformación.

En la segunda versión, la de la unidad epistemológica y política de las prácticas científicas de la geografía, los pro­pios principios científicos también se ven transformados con arreglo a las propias condiciones de la forma social y a sus re­querimientos de transformación. La geografía crítica no se va­loraría sólo por su uso instrumental durante la intervención social; su uso político implicaría necesariamente su transfor­mación interna y, a un tiempo, la transformación de la propia praxis política. La geografía crítica se distanciaría, en este caso, de la "otra" geografía, porque mantiene incuestionados sus fundamentos científicos.

La crítica como principio político

de transformación

El principio político revolucionario de criticidad es el que con­cibe la práctica científica como un tipo de práctica política para

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la transformación. No sólo como intención política sino como una práctica que transforma la unidad de la praxis histórica y cada una de sus partes. Es el momento de la singularidad his­tórica donde las prácticas de los científicos no normalizan la forma de la praxis científica, sino que la trasforman de acuer­do con sus intereses y según sean los medios a su alcance en cuanto actividad propiamente política. La criticidad aquí es la participación práctica en la trasformación de lo real confor­me a un sentido político establecido; criticidad que de acuerdo con sus alcances en la praxis social, puede desdoblarse en al menos dos dimensiones: el principio de transformación de la

praxis científica, y el que extiende su práctica más allá de su especificidad como principio de trasformación de praxis social. Estas dimensiones de un mismo principio de criticidad son, en estricto sentido, momentos particulares de la misma unidad, porque la praxis científica, como ya lo mencionamos, es un tipo particular de práctica que se constituye y conforma en la praxis social histórica, aunque no deja de tener especificidad como actividad propiamente científica.

1) La transformación de la propia praxis científica es la prime­ra dimensión de este principio de criticidad. Es responsabilidad del científico identificar los alcances, límites, aciertos y errores de los fundamentos del trabajo propiamente científico y de in­tervenir en ellos para fortalecer su práctica científica. Esta pri­mera dimensión puede presentarse en dos versiones: la que mo­difica los fundamentos científicos desde la propia especificidad epistemológica, y la que lo hace además en la determinación recíproca y simultánea que tiene lugar entre los fundamentos epistemológicos y los preceptos éticos y práctico-políticos. És­tos son, en estricto sentido, los planos de identidad que hemos identificado ya en los dos principios anteriores -cuando existe determinación de ida y vuelta con el principio epistemológico-, sólo que en este caso identificamos puntualmente las determi­naciones de la praxis transformadora y la presencia de precep­tos éticos en los propios principios científicos.

La primera versión se establece cuando la práctica revo­lucionaria no reconoce ligas de determinación en un mismo plano con el principio epistemológico. Es, decíamos, el recono­cimiento de la necesidad de transformar los preceptos científi-

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cos para fortalecer su capacidad de reproducir cognitivamente lo real; es la forma pura de transformación epistemológica im­pulsada por el criticismo científico inaugurado por Immanuel Kant. En esta primera versión el impulso y las estrategias de transformación de los principios científicos provienen de la necesidad de producir un conocimiento cada vez más certe­ro, no de la necesidad de transformar la realidad; de ahí que nuevamente se establezca el antagonismo mencionado en los apartados anteriores entre la labor propiamente científica y la praxis social . Porque mientras los criterios de transformación de los preceptos científicos provengan de su dinámica inter­na, el interés ético del científico será considerado un impulso externo, y el conocimiento científico resultante será conside­rado un instrumento neutral e igualmente válido de interven­ción. En sentido contrario, la transformación de la ciencia no altera en modo alguno el ideal de mundo ni la forma de las intervenciones políticas que lo persiguen. La segunda versión se manifiesta cuando la práctica trasformadora de preceptos epistemológicos en el seno de la ciencia establece una deter­minación recíproca entre éstos y los principios ético y político. Aquí, la forma y el sentido de los preceptos epistemológicos se ven determinados por las necesidades de denuncia, explica­ción e intervención de la praxis científica en la praxis social.

La geografía crítica desde esta primera dimensión del principio de transformación de la praxis científica, sería la responsable de mantener vigentes los principios epistemoló­gicos y de adecuarlos al movimiento de la realidad histórica de la que pretende dar cuenta y en la que pretende interve­nir; en su primera versión como fundamentos epistemológicos generales igualmente válidos para todo proceso geográfico, y

en su segunda versión como fundamentos portadores de las determinaciones del ideal de mundo pretendido y de las posi­bilidades fácticas de transformación.

2) La segunda dimensión de este principio instala la praxis científica como medio de trasformación de praxis social. Es el momento que reconoce la validez del conocimiento científico como medio eficaz para intervenir en la forma histórica. De acuerdo con el grado de identidad entre el principio de trans­formación de la praxis histórica y el propiamente epistemoló-

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gico, esta dimensión puede a su vez desdoblarse en dos versio­nes: la que concibe separadamente dichos principios, y la que los identifica en el mismo plano de concreción.

En la primera versión, la ciencia se ve transformada de manera pasiva; los propios criterios científicos y sus funda­mentos epistemológicos están definidos únicamente por su grado de eficacia para la intervención. En su forma más extre­ma, esta versión nos enfrenta al pragmatismo epistemológico, el cual define sus criterios de verdad exclusivamente a partir de la utilidad del conocimiento. Es un tipo de criterio episte­mológico donde el conocimiento certero o verdadero es única y exclusivamente el que resulta útil a la hora de intervenir en el mundo. Esta primera versión puede presentarse dirigida por el sentido que marcan determinados preceptos éticos que provienen de una visión resignada del mundo y de las posi­bilidades de la revolución. ·El rasgo que, en esta versión de la ciencia, caracteriza el vínculo con la transformación de la praxis social, obedece a principios pragmáticos de interven­ción "realista", la cual niega las "utopías'', es decir, las formas posibles y deseables de lo social histórico, y con ello niega asi­mismo la determinación dinámica interna y correlativa entre los preceptos éticos revolucionarios y la forma de los principios epistemológicos de la praxis científica.

En la segunda versión de la praxis científica como medio de trasformación social, los preceptos científicos se ven mo­dificados por las necesidades de la revolución, tanto como el propio sentido del futuro posible se ve modificado por los preceptos científicos . Aquí el conocimiento certero no resul­ta sólo de su utilidad práctica inmediata, como en el prag­matismo epistemológico, porque se desprende de un tipo de conocimiento certero que encuentra su solidez en preceptos científicos; de ahí la posibilidad de intervención certera en el mundo de acuerdo con un proyecto político común; de ahí la necesidad de transformar los principios científicos -no de sustituirlos- conforme a las necesidades políticas de transfor­mación y a los preceptos éticos que les dan sentido; y de ahí, en esta liga de identidad, la necesidad de proponer una forma de reproducción cognitiva de la realidad donde lo humano esté do­tado de forma histórica, de movimiento y transformación, y de

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ahí el requerimiento de poner su actividad práctica como nú­cleo de posibilidad de dirección política de la transformación.

Pero también el ideal de sociedad que dirige la práctica, así como sus condiciones objetivas de intervención, se ven modificadas por el tipo de conocimiento producido bajo estos principios. Se trata, como dijimos en el apartado del prin­cipio epistemológico, de la conexión responsable del pasado con el presente como proceso histórico, y del presente con el futuro objetivamente posible (Sánchez, 1997). Y por ello de la necesidad de producción científica de correspondencias en­tre las formas que contiene el presente como posibilidad y el ideal de sociedad pretendido que definen los preceptos éticos. Los preceptos ético y epistemológico no son aquí externos e in­cuestionables para la práctica revolucionaria, sino momentos constitutivos de la propia trasformación. La transformación de los principios epistemológicos es entonces una necesidad de la revolución, y lo es igualmente la propia práctica científica crí­tica como un momento particular que dota de nuevas formas y sentidos a la praxis revolucionaria.

Propuesta para discusión

Como dijimos al inicio de este trabajo, cada vez se comparte más el convencimiento de que la madurez de la discusión teó­rica en los sectores críticos de nuestra disciplina justifica em­prender la tarea de su sistematización. Es necesario hacer un nuevo balance del pensamiento crítico de la geografía, no en su forma negativa -como distanciamiento del resto de la geogra­fía- sino para evaluar con rigor los alcances de cada una de sus corrientes; es decir: para valorar los límites y potencialidades de los instrumentos generados en la reflexión geográfica al con­frontarlos con la praxis social en movimiento.

Es fundamental plantear las especificidades históricas en que se encuentra la geografía crítica en el presente. Gene­rar una caracterización que incluya la identificación de cua­lidades particulares, la valoración de potencialidades y una sistematización de dichos rasgos que no margine el debate científico ni los presente tan sólo como un abanico abierto de opciones teóricas y metodológicas al servicio del compromiso

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social. A diferencia de Ortega Valcárcel, que está convencido de que no existe un cuerpo teórico que incorpore seriamente premisas marxistas o libertarias, pensamos que hay madurez suficiente para plantear en las corrientes críticas de la geo­grafía un conjunto teórico -no unificado u homogéneo como él pretendía- que permita escapar de la situación de caos en que se encuentra la noción de geografía crítica. El problema, como lo hemos apuntado en este trabajo, es el velo de caos que envuelve la noción de crítica en nuestros días. Hay que resca­tar la complejidad de los conceptos de crítica que han surgido del caudal cognitivo de la filosofía y de las ciencias sociales, a fin de incorporar a dicho caudal las múltiples dimensiones de criticidad. Si viene al caso (y su conveniencia sería el resultado de la aplicación de los principios propuestos en este trabajo al cuerpo teórico instrumental de la geografía crítica), si la pro­pia noción de "crítica" resultara demasiado mistificadora por el desgaste paulatino del término, quizá sería pertinente volver a los viejos rótulos que han categorizado la reflexión de la filoso­fía y de la ciencia moderna y llamar a las corrientes filosóficas por su nombre.

Es de vital importancia generar continuamente lazos de comunicación que apunten a la consolidación de un debate científico riguroso. La madurez en los planteamientos existe, y para desarrollarlos y profundizarlos de manera efectiva ha­brá que nombrarlos y confrontarlos en la actividad cotidiana de nuestra disciplina. La invitación está hecha. Y este traba­jo es una primera propuesta que apunta a la superación del caos que caracteriza nuestra noción de geografía crítica. La necesidad de una sistematización interna, así como el reque­rimiento de los principios indispensables para realizarla, es una idea que en sí misma tendrá que ser sometida a debate. Lo que nos mueve es el deseo de contribuir a la edificación de caminos para que nuestra disciplina fortalezca sus prácticas críticas en todos los niveles de concreción en los que desplie­gue su praxis revolucionaria.

Carlos Walter Porto Gonc;alves (1982) planteó hace más de 30 años que si la geografía estaba en crisis habría que ce­lebrarlo, porque implicaba la oportunidad de romper con los paradigmas dominantes. Hoy difícilmente podríamos hablar de la permanencia de la crisis que surgió en las décadas de

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1960 y 1970. Los geógrafos críticos, o una buena parte de ellos, no consagran ya sus esfuerzos a denunciar los límites de la geografía positivista, como sucedía en la década de 1980. Las alternativas teóricas y la profundización en las catego­rías e instrumentos analíticos que han surgido a lo largo de las últimas décadas en la geografía, hablan de la vitalidad de su sector crítico. Sin embargo, ha llegado el momento de la sistematización de estas propuestas para continuar su for­talecimiento, perfeccionamiento y especificación en nuestra realidad, con miras, sobre todo, a que esta riqueza teórica, conceptual y metodológica no se desvanezca en el todo caóti­co en que actualmente se presenta. Siguiendo el ejemplo de alegría festiva y de trabajo científico riguroso al que nos con­vocó Carlos Walter con la frase "la geografía está en crisis, viva la geografía'' , diremos ahora -con el ánimo de alentar a proseguir este trabajo y de invitar a reconocer el horizonte de posibilidades que se encuentra abierto- que a la geografía crí­tica la envuelve un velo de caos y confusión, viva la geografía crítica. Retiremos el velo.

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VIGENCIA DEL ESPACIO EN LA GEOGRAFÍA Y LA TEORÍA SOCIAL

APUNTES DESDE LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS

Presentamos una propuesta de sistematización de las nocio­nes y conceptos vigentes sobre el espacio en la geografía y la teoría social.

En nuestra aproximación seguimos los fundamentos que nos brinda la filosofía de la praxis a partir de dos preocupa­ciones esenciales: 1) reconocer y explicitar la diversidad de di­mensiones o planos de existencia que la teoría social relaciona o identifica con el espacio, y 2) reconocer y explicitar cómo en algunos casos estos planos se conciben como determinantes de la praxis social o como una de sus fuerzas particulares.

El desglose del argumento se debe a que la palabra "es­pacio" es por demás polisémica en los discursos científicos modernos y a que esta condición genera confusiones y con­tradicciones de distintos órdenes. De ahí que asumamos de entrada la necesidad de reconocer que en la teoría social todas las formas conceptuales a que nos referiremos tienen vigencia y que, por lo mismo, ninguna de las disciplinas o enfoques os­tenta su uso exclusivo. Pero reconocemos también que -según sean las propuestas teóricas que sustentan estos conceptos y

conforme a las estrategias metodológicas que se desprenden de ellas- cada una de estas formas conceptuales presenta al­cances y límites diferenciados. En algunos casos estas formas alcanzan cierta correspondencia y complementariedad, pero en otros mantienen un claro distanciamiento e incluso su contraposición.

Advertimos al lector que en este diagnóstico no incluimos el examen puntual de las características internas de cada una

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de las formas conceptuales a que haremos referencia, ni las importantes controversias existentes entre las nociones que hemos decidido agrupar y que sin duda representan impor­tantes debates que enriquecerían nuestra perspectiva. Por lo que asumimos plenamente el riesgo de caer en posibles erro­res por omisión o excesiva generalización. En otras palabras: este trabajo no describe escuelas establecidas de pensamiento sobre el espacio sino grupos de nociones y conceptos que cree­mos mantienen suficientes rasgos en común para sustentar la sistematización de las cualidades particulares de la praxis histórica que la geografía y la teoría social refieren en nombre

del espacio.

Conceptos sobre el espacio

Los conceptos más comunes sobre el espacio en la geografía y la teoría social son sin duda los que de alguna manera lo vinculan a ciertas nociones sobre conjuntos o totalidades. In­dependientemente de cómo se conciban la unidad y cada una de sus partes, el uso común de estos conceptos suele referirse a conjuntos de elementos, procesos o cualidades diversas del mundo real, sin importar que sean mentales, prácticos o ma­teriales, que se conciban dinámicos o estáticos, o que resul­ten incluyentes o excluyentes entre sí. En una primera etapa de la historia de la geografía, estos conjuntos se identifica­ron casi de manera exclusiva con el horizonte de existencia hombre-medio natural en su escala local y regional, aunque rápidamente abrieron sus consideraciones a otros planos de la praxis, como el semiótico, el práctico y el material social-natu­ral, y en algunos casos abriéndose también a escalas mayores. Por lo que en la actualidad en esta disciplina, y en el conjunto de las ciencias sociales y humanidades, en nombre del espa­cio se hace referencia a diversos planos de la realidad, en la mayor parte de los casos desligados de su inicial preocupación respecto al amalgamiento entre el hombre y la naturaleza.

Lo interesante aquí es que en casi todos los casos estas formas de conceptualizar el espacio lo reconocen además como una fuerza particular o como un factor dinámico de la totali­dad en que lo inscriben. El problema surge en el momento de

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definir lo específico de esta fuerza y su forma de actuación, porque como representativos del espacio se alude a diversos planos de la realidad, planos pertenecientes a su vez a una totalidad concebida de maneras muy distintas; son entonces múltiples las fuerzas particulares consideradas, al igual que sus génesis, dinámicas internas y maneras en que determi­nan la praxis social concreta. Veamos:

El espacio vacío:

una instancia pura y envolvente que contiene

Este primer grupo de conceptos sobre el espacio lo consideran una instancia abstracta y en estado de pureza, es decir, un va­cío inalterable cuya función es envolver o contener. El espacio es aquí una cualidad de las ideas que de alguna forma permite organizar cognitivamente los fenómenos a los que nos apro­xima nuestra experiencia; es una instancia mental que nos permite organizar y comprender procesos externos al pensa­miento y a través de la cual establecemos ciertas referencias de localización y articulación entre ellos. Nos referimos, en primer lugar, al espacio del saber apriorístico kantiano con­siderado como una instancia o forma de sensibilidad previa a toda experiencia de nuestros sentidos; y, en segundo lugar, al espacio del saber matemático de la física clásica newtoniana el cual si bien es considerado un objeto o sustancia independien­te del pensamiento es en realidad una premisa mental, sin evidencia de existencia empírica, que se caracteriza como una planicie isotrópica y como representación matricial.

Por ello, concebido en su pureza abstracta, el espacio es aquí una instancia inmutable e independiente de toda expe­riencia humana y de toda dinámica social o natural. Es un espacio vacío, ya sea como condición apriorística de la sen­sibilidad o bien como planicie isotrópica presupuesta por el pensamiento, que siempre está listo para ser ocupado por re­presentaciones e imágenes, por prácticas humanas, por proce­sos, fenómenos y cosas. El espacio es aquí una instancia que puede ser desocupada total o parcialmente y vuelta a ocupar sin que se registre en ella ningún tipo de alteración. La alte­ración, la dinámica y el movimiento corresponden solamente

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a las representaciones mentales, los procesos, los hechos o los fenómenos que lo ocupan.

Para estas formas conceptuales no interesa cómo se conci­ban las características de sus contenidos, ni si éstos se con­sideran atomizados o en interdependencia, estáticos o en mo­vimiento; ninguno de estos hechos, fenómenos y procesos -ya sean físicos y biológicos, o económicos, políticos y sociales- con­sigue alcanzar la pureza del espacio abstracto que los contiene. El espacio es un vacío inalterable y por ello no logra consti­tuirse en una instancia real -mental, práctica o material- que se vincule con el tiempo y con el movimiento de los procesos y elementos que envuelve o contiene. Es, decíamos, un recurso mental en apariencia fuera de la historia y de la praxis hu­mana; un recurso que de alguna forma permite la articulación sensible de nuestra experiencia o de conjuntos materiales o de procesos diversos. La conexión de esta instancia con lo real radica en que posibilita la organización cognitiva del mundo sensible; pero la manera en que lo hace es siempre la misma, independientemente del transcurso de la historia y de las múl­tiples formas culturales o de identidad de lo humano.

Implícita o explícitamente, la geografía asumiría esta no­ción de espacio vacío como un recurso metodológico. Durante la búsqueda de su identidad como disciplina científica se abo­caría particularmente al estudio de una multitud de aspectos heterogéneos de los órdenes natural y social en la medida en que estuvieran "integrados" en áreas más o menos delimita­das. De ahí que para los geógrafos que asumieron esta co­rriente -como Richard Hartshorne- la labor de la disciplina debía abocarse al estudio de las combinaciones particulares en que los órdenes social y natural se mantienen íntimamen­te entremezclados en una demarcación determinada. Desde estas posturas, la geografía asumiría como su objeto de es­tudio las combinaciones e interconexiones de los procesos del medio natural y las de éstos con el ser humano a partir de su localización compartida sin importar que se reconocieran como fenómenos o representaciones mentales o como hechos independientes del pensamiento humano. Se trataba de un conjunto particular de interconexiones que, según una geo­grafía en gestación, no contaba con la atención suficiente de otras disciplinas; por ello la geografía, como saber científico

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particular, presumía de constituir la síntesis última del saber humano pues abarca al mismo tiempo saberes provenientes de las ciencias naturales y de las ciencias sociales. Todo bajo el auxilio metodológico de un espacio vacío en estado puro. Un saber, habrá que reconocerlo, que no es propiamente del espacio o sobre el espacio -porque al ser una instancia pura también es inalterable-, sino sobre un conjunto de hechos y fenómenos particulares en correspondencia que como recurso metodológico se asumirían contenidos en él y sólo, en algunos casos afortunados, en consideración a su temporalidad.

Ésta es la noción de espacio mental puro, la del vacío in­alterable que sólo envuelve o contiene y desde el cual la geo­grafía asumió, con resultados diversos, el necesario estudio de conjuntos de elementos o procesos sociales y naturales en su interconexión dentro de un área en mayor o menor medida delimitada. En realidad, si ampliamos nuestra mirada al ám­bito científico y humanístico en general, encontraríamos que el plano de interconexión de lo social y lo natural ha sido un horizonte de objetividad que siempre ha mantenido la aten­ción de otras disciplinas, pero sucede que no necesariamente lo han teorizado a nombre del espacio, ni como concepto ana­lítico ni como recurso metodológico.

Es importante resaltar que estas nociones de espacio men­tal puro han estado presentes por igual tanto en la geografía que describe hechos y fenómenos articulados en una combi­nación única e irrepetible en un lugar determinado, como en la que busca encontrar leyes generales en la relación hombre­medio. Como ya es sabido, desde su institucionalización la geografía optó, dividiéndose, por estos dos caminos: la geo­grafía regional -ideográfica-, debido a su fuerte vínculo con las humanidades, optaría por el camino de describir la forma singular en que estos procesos coexisten y se interconectan en cada uno de los lugares de la Tierra, tal como lo hizo la escuela regional francesa. En cambio, la geografía general -nomotéti­ca-, en su búsqueda de reconocimiento como disciplina cien­tífica positiva, optaría por indagar y formular leyes causales en las maneras como los procesos naturales determinaban a la sociedad, intentando con ello identificar patrones de com­portamiento regular y repetitivo en todos los lugares del pla­neta. Sin embargo, sin considerar las enormes diferencias en

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sus perspectivas de trabajo, ambas geografías encontrarían en el espacio vacío un recurso metodológico que les permiti­ría considerar la articulación de los procesos privilegiados por ellas, especialmente los que vinculan a las sociedades huma­nas con su entorno o medio natural. Esta noción de espacio en estado de pureza e inmutabilidad permitiría a la naciente geografía salvar esta profunda diferencia de método y man­tener el estudio de conjuntos sobre el hombre y su medio sin importar que lo hiciera describiendo singularidades locales o buscando formular leyes mecánicas generales. Una primera noción del espacio vacío -noción en muchos casos sólo implí­cita en los debates de la geografía- desde la que paradójica­mente se consolidaría una disciplina científica que asumió la labor de describir y explicar las relaciones entre elementos y procesos definidos en lo que ella misma denominaría síntesis hombre-medio.4

Sin embargo, como lo veremos más adelante en nuestro ba­lance crítico, la noción de espacio mental en su supuesto estado de abstracción pura no deja de ser una forma de representación cognitiva de la praxis social concreta; inherente a su forma ca­pitalista, a su episteme y a su singularidad cultural. Y es que no podemos dejar de reconocer que esta noción sobre el espacio vacío es, en primer lugar, una manifestación particular de la esfera de la semiosis humana y, sobre todo, un recurso mental que al reproducir mentalmente el mundo participa dinámica­mente en la práctica humana que lo transforma. Por esta ra­zón, aunque no siempre se conciba así, es en realidad una de las variantes vigentes del espacio semiótico y una más de las

4 No es el lugar para hablar de manera puntual respecto a los aportes

de esta perspectiva explicativa sobre las interconexiones del hombre con su

medio, ni de cómo en algunos casos además ésta se asume como la síntesis

última del saber humano o saber sintético por excelencia. Basta con decir

que a pesar de ser un propósito por demás necesario y que pone el dedo en

la llaga de una de las contradicciones más profundas del pensamiento mo­

derno -el antagonismo entre lo social y lo natural-, habría que realizar un

balance a profundidad -a la luz de los distintos sistemas de pensamiento y de

sus desdoblamientos disciplinarios- sobre los métodos y los resultados que la

geografía ha entregado para este debate. Y con ello, realizar una evaluación

rigurosa de hasta dónde y en qué sentido han estado a la altura de semejante

cometido.

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representaciones del espacio que s e articulan dinámicamen­te con el espacio práctico y con las diversas formas de praxis social.

Volveremos más adelante al espacio mental en cuanto es­pacio semiótico y como representación ligada a la praxis con­creta. Por ahora dirijamos nuestra atención a las nociones que consideran el espacio un hecho material y no una instancia mental envolvente que contiene, sino una totalidad material u objetual en cierta medida independiente a la sociedad his­tórica, a su práctica política, episteme e identidad histórica.

El espacio material: una totalidad de objetos

Los conceptos sobre el espacio material que aq�: considera­mos entrañan un rasgo común: el convencimiento de que el espacio es una instancia cósica empíricamente comproba­ble. Es un espacio relacional y relativo; es decir: no es una instancia que envuelve o contiene a la materia y la energía, sino la unidad material en su interdependencia, movimiento y transformación. Para este grupo de nociones, el espacio es el conjunto material u objetual independiente del pensamien­to -pese a reconocerle inteligibilidad racional- que puede ser ocupado, usado y, en algunos casos, transformado por la so­ciedad. Como parte de una totalidad material en movimiento, este espacio tiene historia, la de la materia y la energía en su proceso dinámico de movimiento y transformación.

En su definición resultan cruciales las cualidades que se reconocen en los objetos que lo erigen como totalidad cósica; en la manera como se concibe la interconexión y dinámica de éstos se definen las características constitutivas del espacio. En este grupo de conceptos sobre el espacio material iden­tificamos tres formas o versiones básicas, cada una de ellas incorporando a la anterior y constituyendo grados progresi­vos de aumento en la complejidad de lo material:, JJ la que lo reconoce como sustrato material exclusivamente natural; 2) la que reconoce intervención humana en esta base material natural, y 3) la que además lo identifica como una cualidad y fuerza particular de la praxis histórica.

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El espacio material natural

El espacio material natural es una unidad material que nunca puede ser ocupada o desocupada sin que en ella se registren alteraciones, porque el espacio material es en sí mismo el pro­ceso de movimiento y transformación del conjunto de objetos físicos y biológicos que lo constituyen.

El espacio material es inseparable del tiempo; la modifica­ción de uno solo de sus elementos altera irremediablemente su unidad, porque no es un cúmulo inconexo de materia física y biológica sino un sistema articulado de correspondencias y determinaciones simultáneas, es decir, un campo de fuerzas naturales. Por lo demás, y pese a ser concebido en esta prime­ra versión como totalidad material exclusivamente natural, es importante señalar que es un espacio que puede ser ocupado y utilizado �or las sociedades humanas, aunque generalmente sin que se considere en profundidad que su uso esté de acuerdo con intereses y capacidades de toda la sociedad o de sus indivi­duos o colectivos individuales, como gremios, etnias, clases, co­munidades, capitales privados o Estados nacionales. De modo que, en cierto sentido, también es un espacio contenedor, pero esta vez no la instancia mental inalterable que contiene proce­sos materiales, prácticos y mentales, sino la instancia material que contiene, soporta y posibilita la práctica humana. Desde otra perspectiva, cuando se considera de manera fragmentada y en función de un proceso, actor o sujeto social particular, esta primera versión de espacio material es también el entor­no o hábitat natural de sociedades humanas y de cada una de sus comunidades particulares.

Desde sus inicios la geografía también se sirvió de estas nociones básicas sobre un espacio material externo a la socie­dad para consolidar su aparato conceptual. Al principio asu­mió el estudio de la totalidad material natural con un sentido disciplinario, pero muy rápidamente se trasladó al estudio de los vínculos que los grupos humanos establecen con el espacio material, e8ta vez en su versión de entorno natural o medio geográfico; es decir: se abocó al estudio de los vínculos que los grupos humanos establecen localmente con su "espacio geográ­fico". La geografía también sostuvo su afirmación disciplinaria desde esta forma de concebir el espacio, al asumir el estudio de las relaciones del hombre con su espacio o medio material natu-

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ral. Pero esta vez -a diferencia de las nociones a que nos referi­mos en el apartado anterior, donde el espacio es la instancia in­alterable que contiene la relación del hombre con su medio- el espacio es el medio natural, físico y biológico, y la sociedad o los grupos humanos son quienes lo habitan, usan y representan. Por ello la escala de las prácticas y puntos de vista de los gru­pos humanos es siempre lo que delimita las fronteras de este espacio material en su condición de hábitat o entorno. Así pues, desde este grupo de nociones el campo de estudio disciplinar más general de la geografía no es el espacio material, sino el de las relaciones que los grupos humanos particulares establecen con él en la misma escala de sus prácticas.

Esta noción de espacio como totalidad material natural in­dependiente de la sociedad es una de las más comunes en las ciencias sociales, pero definido conceptualmente así, con su demarcación disciplinar, es decir, como "espacio geográfico" . Y es que de manera general, para la teoría social el espacio geográfico suele ser el estrato material físico y biológico don­de se establecen las sociedades, nunca ellas mismas. Para las ciencias sociales, el medio natural o espacio geográfico está constituido por la orografía, los recursos naturales y los eco­sistemas, elementos que en su unidad se encuentran en al­guna medida bajo la influencia de la capacidad y el interés humanos. Es una totalidad material cercana a la noción más clásica que sobre el territorio comparten la propia geografía, la ciencia política, el derecho, la teoría económica, la econo­mía política y la antropología; es decir: la totalidad material, como el territorio, sería el conjunto de recursos, ecosistemas y

medios naturales que las sociedades habitan, ocupan, se dis­putan, utilizan, se apropian, administran y simbolizan en una determinada demarcación.

En esta primera vertiente sobre el espacio material, su fac­tor dinámico en la sociedad se localiza en las condiciones que impone la naturaleza como fuerzas externas que impactan y

determinan a la sociedad; es decir: el factor dinámico del espa­cio material se encuentra aquí en la manera como la naturale­za condiciona a la sociedad y se deja usar por ella. La versión más empobrecida de esta vertiente vio la luz en el llamado "determinismo geográfico", un recurso metodológico que en la relación entre el hombre y su "espacio" otorgaba toda la con-

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dición dinámica a la naturaleza -desde una perspectiva me­cánica- y reducía a la sociedad a una mera condición pasiva.

El espacio material social-natural

Hay una segunda versión conceptual del espacio material que va más allá de pensarlo sólo como una totalidad cósica natu­ral; ya adelantamos que para esta segunda vertiente el espa­cio es social y natural a la vez, es decir, es un espacio material social-natural. Y no sólo porque las sociedades lo habitan, lo usan y significan, sino sobre todo por las intervenciones ma­teriales que la sociedad realiza en esta base natural. Las no­ciones relativas a esta segunda vertiente ven en el espacio material la cristalización de cierto tipo de actividad práctica humana que lo transforma, aunque no para todas estas nocio­nes resulte sustancial cómo se consiga.

En esta segunda versión, el espacio material no sólo es resultado de las diversas fuerzas naturales sino igualmente de las que provienen de la sociedad; de ahí que para explicar su génesis y movimiento no sólo hay que recurrir a la diná­mica natural; también es necesario que nos sirvamos de la comprensión de estas prácticas y de la historia de la sociedad que lo transforma. Esta participación humana hace que no sea más un espacio natural que simplemente se ocupe en función de un interés o una necesidad social, sino que se constituye en un producto material propiamente humano, en un híbrido pro­ducido al mismo tiempo por la sociedad y la naturaleza -eomo todos los productos materiales humanos-, según nos enseña a pensar la filosofía de la praxis. Por lo que algunos lo denomi­nan "medio geográfico transformado" o "segunda naturaleza". Pero otros van más allá y a esta síntesis objetual social-natu­ral incorporan también el universo material de instrumentos técnicos humanos, el cual incluye desde las máquinas y herra­mientas más simples hasta las redes de infraestructuras más complejas que hoy cubren y articulan la totalidad de la super­ficie del planeta. Sin embargo, aunque indudablemente este campo instrumental forme parte de este híbrido, este grupo de nociones suele considerarlo más un medio técnico o un sistema de objetos técnicos que parte de una segunda naturaleza.

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Lo importante aquí es que esta segunda versión de con­cepciones del espacio material sí reconoce en el movimiento y transformación de éste la participación humana; es decir: reconoce en el espacio la materialización y la forma históri­ca de la praxis humana, la objetivación de sus necesidades y capacidades al igual que la de sus contradicciones y con­flictos. Lo sustancial aquí es la paradoja de que en algunos casos el espacio se asume como un producto material humano que sin embargo mantiene su independencia respecto de la propia sociedad que lo produjo; es decir: se le considera una instancia material pasiva, un simple vehículo neutral de las representaciones y actividades prácticas de una colectividad, y también de sus intereses y sentidos, pero no necesariamente una fuerza social particular.

Esta segunda versión de conceptos sobre el espacio mate­rial realza la práctica humana que se materializa en él; sin embargo, la cualidad materializada no es siempre la misma. Para unos lo que se materializa son las reproducciones racio­nales e intuitivas del mundo y la actividad práctica indivi­dual o colectiva dirigida por estas representaciones. Pero para otros el espacio no es sólo la materialización de actividades prácticas conscientes y proyectivas, sino también la cristaliza­ción de procesos sociales que incluyen prácticas inconscientes y comportamientos tendenciales de los colectivos individuales y de la sociedad histórica en su movimiento conjunto -la cris­talización de las tendencias y contradicciones que surgen en los desfases entre lo que se piensa y lo que se hace y entre las prácticas de los individuos, los colectivos humanos y la socie­dad histórica-. Pero tienen en común, decíamos, que una vez que la actividad humana se cristaliza y objetiva en el espacio material, paradójicamente éste sigue siendo un agente exter­no que no determina a la sociedad. En este segundo grupo se reconoce a la sociedad produciéndose en su especificidad obje­tual pero de ninguna forma determinándose materialmente a sí misma, porque la única fuerza que vuelve socialmente diná­mica a la materia es simplemente el hecho de que es portadora de la impronta humana. El espacio material es un producto social particular, pero en su especificidad no se le reconoce su condición de fuerza particular o de factor dinámico de la socie­dad misma.

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Por ello, con independencia de que las dos primeras ver­siones de conceptos sobre el espacio material que hemos vis­to hasta aquí lo conciban como un producto exclusivamente natural o también humano, estas nociones tienen en común que para ellas la materia es un agente independiente de la so­ciedad, previo o posterior. La diferencia entre ellas radica en que para la primera el espacio material es una fuerza prove­niente de la naturaleza en estado puro, una fuerza que fatal e irremediablemente condiciona las actividades humanas, y por ello ve en la naturaleza o espacio material natural un agente que interviene en el comportamiento de las sociedades como una fuerza mecánica que les es ajena; para la segunda, en cambio, el híbrido material social-natural es un vehículo neu­tral y transparente de los sentidos históricos que le imprimen las representaciones y prácticas humanas. Para esta segunda versión las determinaciones que la materia social-natural im­pone a la sociedad quedan reducidas a un objeto que refleja nítidamente las intenciones, prácticas y contradicciones que la sociedad cristaliza en la materia. Ambas versiones tienen en común el hecho de que registran un vaciamiento de la ma­teria, el cual la desgarra: en la primera versión desgajándola de sus cualidades sociales e históricas, y con ello de la mani­pulación de lo material que la sociedad realiza mediante su práctica. Esta primera interpretación ignora las autodetermi­naciones materiales que la sociedad ejerce sobre sí mismlif las cuales exigen una explicación desde la forma histórica de la sociedad que las realiza. Por el contrario, en la segunda ver­sión el espacio material social-natural es desprendido de su comportamiento propiamente natural; lo que se ignora aquí no es la especificidad de la fuerza social, sino la legalidad y la dinámica naturales de la materia, siempre vigentes en la pra­xis humana. La naturaleza nunca es socialmente pasiva, por­que la producción material de la sociedad, por muy compleja y sofisticada que sea, no es más que la actividad de manipular, adecuar y dirigir la legalidad de la materia de acuerdo con las necesidades y capacidades concretas de una determinada sociedad.

Para la geografía basada en estas dos primeras versiones de conceptos sobre el espacio material, y también para las dis­ciplinas sociales y humanísticas que la acompañan, existen

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dos formas contrapuestas de concebir la relación de las so­ciedades con el espacio geográfico o medio material que las contiene. La primera asume las determinaciones materiales estrictamente naturales como fatalidad externa; la segunda asume las determinaciones que la propia sociedad ejerce sobre sí y que tienen en la materia un simple objeto neutral en el que ella misma se refleja; es decir: el medio material es una instancia pasiva que únicamente cumple la función de reflejar nítidamente a la sociedad como un vehículo neutral e inocente de los intereses y las contradicciones de las prácticas huma­nas. En esto radica la condición dinámica de la materia en la sociedad para estas dos primeras versiones. En ellas el espacio no representa las interconexiones ni mucho menos la anhelada síntesis de la sociedad y la naturaleza que pretendió la joven ciencia geográfica, sino el entorno físico, biológico y, en su caso, también técnico donde acontecen relaciones y procesos socia­les. Para la primera versión el medio material es una fatalidad externa; para la segunda es un objeto neutral que refleja pasi­vamente sus prácticas históricas.

El espacio-fuerza productiva material

Existe un tercer grupo de conceptos sobre el espacio material que proviene de la forma en que el materialismo histórico con­cibe la materia. Este tercer grupo, menos común en la geogra­fía, además de concebir el espacio como producto material so­cial-natural, lo considera una instancia dinámica y una fuerza social particular. Para esta tercera versión el espacio material es el universo completo de las fuerzas productivas materiales, técnicas y naturales, por lo que la totalidad material no sólo es un producto de la sociedad sino también una de sus fuer­zas concretas y una más de sus condiciones de posibilidad de reproducción y de ejercicio político. Lo que instala el espacio como un producto material social-natural, como una determi­nante social, como un instrumento político y como la síntesis de los objetos prácticos -síntesis que incluye al universo de objetos naturales y técnicos con independencia de su grado de sofisticación-.

En este concepto del espacio, la totalidad objetual aparece como la propia sociedad haciéndose y determinándose mate-

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rialmente a sí misma; de ahí que se denomine "objetos prác­ticos" a los objetos útiles insertos de manera activa y parti­cipante en una trama histórica de órdenes de socialidad, de prácticas y representaciones. Una manifestación dinámica de la sociedad que en su particularidad encuentra no sólo un producto material de ella misma con características específi­cas que lo diferencian de sus otros productos, sino además un conjunto de fuerzas materiales dinámicas en las que se es­tablecen las condiciones de posibilidad para su reproducción. Estamos frente al plano material de la praxis concreta que el materialismo histórico reconoce como un producto social par­ticular y como una más de sus determinantes; es decir, nos hallamos frente a uno de los elementos esenciales de la uni­dad histórica de la praxis concreta: la materia social-natural donde la legalidad natural de la materia convive con el tra­bajo pasado cristalizado en ella, y donde entran en juego las condiciones fundamentales para la reproducción social y, por eso mismo, para el ejercicio práctico de su libertad.

En síntesis, al igual que los dos primeros grupos de nocio­nes sobre el espacio material, esta última versión mantiene en absoluto la identidad del espacio con la totalidad objetual, aunque concilia el antagonismo de los dos grupos anteriores al reconocer en la materia una intervención insoslayable de la sociedad sin separar a ésta de la naturaleza. El espacio natu­ral material no es visto ya como un agente externo o pasivo de la sociedad, sino como uno de sus planos de existencia y como una de sus fuerzas particulares: las fuerzas productivas materiales . El espacio material en esta tercera versión man­tiene su unidad relacional en interconexión, correspondencia y constitución mutua con las demás cualidades de la sociedad histórico-concreta, como las correspondientes a su horizonte se­miótico o representacional, a su actividad práctica y a sus órde­nes de convivencia interindividual e intercolectiva. El espacio aquí no es algo externo a la sociedad sino la totalidad de sus características materiales; es la premisa y el resultado de su práctica material; es una base material social-natural portado­ra por lo tanto de práctica social y de legalidad natural. Desde esta noción de totalidad material, el espacio resultaría uno de los horizontes dinámicos de la sociedad, y la geografía una disciplina encargada del estudio de la relación dinámica de la

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sociedad con una de sus partes o entramados de posibilidad: su plano u horizonte material.

Para concluir este recorrido por las interpretaciones exis­tentes del espacio material, hagamos una última acotación de importancia central. En estas tres formas conceptuales existe una consideración transversal en relación con la manera en que se considera la escala. Y es que no en todos los casos la escala es considerada un mero recurso metodológico de repre­sentación cartográfica; en algunos casos es concebida como una cualidad constitutiva de la materia. Por ello, en tanto que sistema objetual en interdependencia, movimiento y trans­formación, se reconoce que su vigencia concreta es la escala del propio sistema material; de ahí que en muchos casos las diferencias locales no sean consideradas meras manifesta­ciones singulares de la materia, sino piezas de un engranaje material general que se articulan y ensamblan en múltiples escalas, hasta alcanzar una magnitud planetaria. Por esta ra­zón el espacio material no suele ser atomizado y considerado separadamente de la escala de su vigencia, salvo cuando es considerado en su condición de entorno, hábitat o medio de prácticas humanas individuales o colectivas.

Volvamos ahora al problema de los espacios mentales, pero esta vez desde las nociones que tienen a las representaciones por lo que son: productos humanos y, como tales, creadores de sentido, cargados de historia y con correspondencias diversas en la praxis concreta.

El espacio semiótico:

una totalidad de representaciones y sentidos

Este grupo de nociones sitúan el espacio en el plano de la pra­xis de la reproducción racional o intuitiva del mundo, es de­cir, en la especificidad del horizonte de la especificidad de las prácticas humanas que producen representaciones, o sea en el horizonte de la subjetividad humana. El espacio aquí es un ámbito mental en el que participan lo racional y lo irracional, lo comunicativo, lo lúdico y lo festivo. Se diferencia del espacio vacío -del espacio en un supuesto estado de pureza- en que no es un espacio donde se organicen cognitivamente las imáge-

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nes que producimos del mundo, sino que está constituido por las propias representaciones en su unidad dinámica. Por ello, el espacio semiótico y el espacio material tienen en común que son relacionales; pero a diferencia de éste último, el espacio semiótico es un ámbito estrictamente significativo constituido por la articulación, el movimiento y la transformación de una trama singular de imágenes, discursos y reproducciones men­tales del mundo; un ámbito desde el que un sujeto colectivo establece su sentido propiamente humano.

En las nociones sobre el espacio semiótico se reconoce que las significaciones y sentidos del mundo no pueden separarse de la historia humana y menos aún de la identidad cultural o histórica, por lo que mantienen una compleja relación de determinación de ida y vuelta con la experiencia, así como con los lugares o entornos en que se inscribe. En este tipo de no­ciones se presenta un distanciamiento respecto al plano de la praxis social tradicionalmente considerado por la geografía como representativo del espacio, porque en muchos casos el medio deja de considerarse exclusivamente desde el horizonte hombre-medio natural -o en su caso hombre-medio social-na­tural-, y pasa a reconocerse en diversas tramas de socialidad interindividual e intergrupal de convivencia cotidiana.

Distinguimos dos versiones conceptuales de este tipo de espacio: 1) la que reconoce el ámbito significativo ligado a la identidad y a los espacios de representación en la escala local, 2) y la que además lo reconoce como una cualidad particular de la praxis concreta.

Espacio semiótico y entornos de significación

En esta primera versión, el espacio semiótico es la reproduc­ción significativa desde la que sujetos colectivos, en su lugar o entorno inmediato, definen su identidad y su sentido propia­mente humano del mundo; de ahí que el plano propiamente semiótico de un sujeto colectivo quede articulado al lugar y

escala donde establece su experiencia. Y pese a que la manera como se concibe esta articulación sea también muy diversa, en términos generales se asume que es el campo donde se esta­blece el concentrado mental de sus representaciones.

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Pese a sus diferencias, los conceptos de esta primera versión establecen una identidad casi absoluta entre el "espacio semió­tico" y los "entornos de significación" o espacios que posibilitan la representación� sin realizar esfuerzos suficientes para dis­tinguir dichos ámbitos como fuerzas particulares y cualitativa­mente distintas de una unidad dinámica; esto es: para aludir al espacio semiótico esta primera versión por lo general se refiere indistintamente a la trama de representaciones y sentidos del mundo y al entorno de interacción práctica que posibilita la significación. Para nosotros esta diferencia es fundamental; mientras que el espacio semiótico es el ámbito significativo de representaciones y sentidos de sujetos colectivos, desde el que se desprenden determinadas prácticas sociales, el entorno de significación en el espacio, el lugar o la unidad geográfica par­ticulares experimentados durante la práctica y a partir del cual se establece la significación.

La anterior diferencia adquiere mayor relevancia cuando se observa que los medios, entornos o lugares son instancias que no albergan identidad absoluta con las unidades geográ­ficas particulares. Y es que para el espacio semiótico los en­tornos de representación son considerados a partir del punto de vista y de la escala de experiencia práctica del observador, mientras que las unidades geográficas concretas son instan­cias particulares que mantienen vigencia en una totalidad u orden espacial mayor en tanto que segmentos de una trama de procesos que se articulan orgánicamente en escalas espa­ciales múltiples. Esto último sin considerar además que una unidad geográfica concreta siempre será susceptible de ser re­presentada en más de una forma de acuerdo con las experien­cias particulares de los sujetos que la habiten y establezcan como su medio o entorno.

Por ello el espacio semiótico, como trama singular de sig­nificaciones, deja ver los intereses y contradicciones de los grupos humanos, así como sus pasiones, impulsos y miedos; pero dicha trama normalmente se halla atada a la escala lo­cal de la propia experiencia del sujeto en consideración. Por esta razón no debemos confundir el espacio semiótico con los entornos de significación. Para esta primera versión del espa­cio semiótico, la condición dinámica de éste se trasluce en la

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determinación de ida y vuelta de los sujetos colectivos con los lugares o entornos donde entra en juego su experiencia.

Esta versión del espacio semiótico se hallaba implícita en la tradición conceptual que la geografía propuso desde sus orígenes. Aunque no en nombre del espacio sino del paisaje, la geografía concebiría la articulación de los mundos natural y humano a partir de la unidad que reproduce la significa­ción del entorno. Significación completamente articulada a la perspectiva singular del observador y a lo que conscien­te e inconscientemente dirija su reproducción semiótica del mundo. Esta manera inicial de incorporar el espacio semiótico recuperó las representaciones mentales del medio observable o perceptible, incluidas las estéticas e irracionales, como re­curso metodológico para garantizar el conocimiento sobre la identidad de la relación histórica que el hombre entreteje con su entorno natural inmediato, siempre en busca del sentido propiamente humano de esta unidad portadora de una identi­dad cultural específica.

La escuela clásica del paisaje, por ejemplo, nunca pretendió captar las relaciones entre el mundo natural y el humano tal como son, a la manera de la escuela regional francesa, sino sólo reproducir las relaciones singulares que el hombre define con su medio a través de la experiencia sensible de su observación y significación práctica. Para esta noción de espacio semiótico lo sustancial radica en que la relación y la unidad de los órdenes de lo natural y lo humano se sintetizan en la representación men­tal del mundo y no necesariamente en un proceso propiamente social-natural.

Esta versión del espacio semiótico en la geografía se colocó en el horizonte subjetivo del observador en la escala de su ex­periencia práctica, sin conceder importancia al hecho de que los procesos que produjeron la singularidad de la unidad geo­gráfica concreta -la que está siendo representada- exigieran ser identificados e incluso explicados en otras escalas. Es una noción muy cercana a la forma en que -a lo largo de las últi­mas décadas- algunas corrientes de la antropología han re­elaborado el concepto de territorio: como una trama singular de imágenes y sentidos que una comunidad local, con identi­dad cultural propia, produce de su entorno o medio inmedia­to. Desde esta perspectiva, tanto el territorio como el paisaje

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refieren a una unidad local, única e irrepetible, de imágenes y sentidos sobre el orden humano y el medio natural.

El espacio semiótico como plano particular

de la praxis

Una segunda versión -no contrapuesta sino, en cierto sentido, complementaria de la anterior- reconoce que las imágenes del mundo no pueden separarse de la historia práctica humana, y por ello las considera desde la compleja condición dinámica de la subjetividad en la praxis social, es decir, como la fuerza que le da forma y sentido propiamente humano a la praxis histórica.

Según esta consideración, el espacio semiótico es igual­mente un reflejo de la sociedad; no la instancia material en que ésta se manifiesta sino la trama mental de significaciones y sentidos que producen los individuos y colectivos humanos sobre sí mismos y sobre su entorno inmediato, es decir, sobre su propia existencia y sobre el tejido singular y localizado de líneas de fuerza y condiciones de posibilidad para su repro­ducción. Desde esta segunda perspectiva, la fuerza dinámica que el espacio semiótico ejerce sobre la praxis concreta no re­feriría sólo a las idas y vueltas entre el horizonte de repre­sentación y las condicionantes singulares de un entorno; esta fuerza radicaría en que es a partir de la subjetividad que las prácticas sociales adquieren forma y sentido, pero no el con­junto de fuerzas objetivas en que se constituye la propia praxis y encuentra fácticas de posibilidad. Y por ello el plano semió­tico determinaría las prácticas sociales -individuales y colec­tivas-, los órdenes de socialidad y la base material técnica y natural, a la vez que sería determinado por dichos factores.

La dificultad para esta segunda versión es que incluso en algunos trabajos desplegados en nombre de la filosofía de la praxis, se suele perder de vista el papel dinámico del resto de las fuerzas en que se articula la praxis humana. Estas últi­mas son reducidas a productos humanos transparentes que cumplen el papel de portadores neutrales de la significación y el sentido, éstos sí como fuerza social dinámica.

De estas dos versiones sobre el espacio semiótico se des­prenden entonces dos modalidades de fuerzas particulares de

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la praxis concreta; modalidades cuyo rasgo común es el hecho de que ubican el horizonte subjetivo de la praxis como un ele­mento dinámico. En la primera versión se reconocen las deter­minaciones de ida y vuelta entre las significaciones y sentidos y los entornos locales de las prácticas; mientras que en la se­gunda versión el espacio semiótico determinaría las prácticas sociales confiriéndoles forma y sentido propiamente humano. Pero como rasgo distintivo, el espacio semiótico permanece en un vínculo de determinación y conformación recíprocas y simultáneas con el conjunto de líneas de fuerza en las que se desdobla localmente la praxis concreta.

Como ya lo adelantamos, no importa a cuál de las dos ver­siones sobre el espacio semiótico nos refiramos: en los dos gru­pos de conceptos se registra una fractura de la identidad casi absoluta del espacio con el horizonte de las relaciones entre el hombre y el medio natural. Ello ocurre sobre todo en la geografía, y en lo que desde ella se ha entretejido con el resto de las disciplinas científicas y humanísticas; de ahí que para ampliar y enriquecer el estudio del espacio semiótico -e igual­mente el del espacio práctico, que comentaremos más adelan­te- la geografía haya comenzado a considerar otros planos de la praxis concreta diferentes al del hombre y su medio natu­ral, y a contemplarlos en mayor o menor medida en su articu­lación, correspondencia y constitución simultánea como uni­dad en movimiento. En este caso se abocó al estudio de tramas semióticas amalgamadas por prácticas identitarias ligadas a la socialidad, la política, el lenguaje, la fiesta, el juego, el rito y la cultura, al igual que por prácticas de clase, gremio, etnia o culto religioso, discursivas, de género, preferencia sexual, edad o parentesco.

En la antropología social, por ejemplo, se comienza a ha­blar de otros tipos de territorios no necesariamente definidos por significaciones relativas al entorno natural o material. Al igual que en la sociología, se habla de los espacios de los jóvenes, las mujeres y los artistas; en la literatura, de espa­cios literarios, definidos lo mismo por los entornos donde se escriben las obras que por los recreados en éstas. El espacio es ahora la trama de representaciones y sentidos de grupos humanos particulares en lugares o unidades geográficas no ligadas directamente a la base material. Sin embargo, en al-

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gunos casos se registra un uso indistinto de estas versiones que las aproxima -hasta casi confundirlas- a las versiones del espacio vacío que sólo envuelve o contiene, o a las del espacio práctico que examinaremos más adelante.

En este caso es la geografía humanista la que, para fortale­cer su aparato conceptual, se acerca a la sociología, la antropo­logía, la psicología, el psicoanálisis, la filosofía y la literatura. Así, en su observación e investigación del espacio semiótico, la geografía comienza a referirse a conjuntos de representacio­nes que se definen -en prácticas culturales singulares- como espacios de subjetividad. A partir de dichas representaciones se pretende captar la participación del horizonte semiótico en la definición de lugares, así como la manera en que éstos influ­yen en la constitución de la subjetividad. En algunos casos se rescata la noción de paisaje, sólo que ahora desligándola del viejo problema de las relaciones hombre-naturaleza y ligándo­la, decíamos, a diversas prácticas identitarias y a diversos en­tramados locales de socialidad. En otros casos se asumen por completo las nociones de espacios imaginarios o significativos, de lugares, paisajes e incluso territorios con las mismas ca­racterísticas. El espacio es considerado aquí una trama de re­presentaciones y sentidos del mundo en correspondencia con experiencias, prácticas y órdenes de socialidad a escala local.

Desde nuestra perspectiva, una par de dificultades com­partidas por estas dos versiones sobre el espacio semiótico -eon independencia de que se hable del paisaje, el lugar, el territorio o el espacio en función de la relación hombre-medio

natural, o de los espacios amplios y diversos de la relación semiótica sujeto singular-medio social singular a que nos re­ferimos ahora- son las siguientes : en primer lugar, la esfera de la semiosis pareciera guardar identidad absoluta con las actividades prácticas, los órdenes de socialidad y la base ma­terial que constituyen la praxis social concreta; en segundo lugar, se suele perder de vista la escala de los procesos que han dado origen y sentido a las unidades geográficas concre­tas o tramas de socialidad complejas, como entornos o lugares posibles para la significación.

La primera dificultad, presente principalmente en la pri­mera versión, impide apreciar la complejidad de las líneas de fuerza que conforman la praxis social concreta, por lo que

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queda reducida al horizonte particular de la subjetividad hu­mana; de ahí que aun cuando dichas líneas de fuerza se reco­nozcan y nombren como instancias o planos de la realidad, se suela pasar por alto el papel dinámico de cada una de ellas en el conjunto de determinaciones que intervienen y dan forma a la praxis histórica, incluso, como ya lo dijimos, en algunas ver­siones empobrecidas del materialismo histórico. En síntesis, la primera dificultad impide reconocer la esfera de la semiosis humana en su condición de producto y determinante particu­lar del movimiento y transformación de la sociedad concreta. En estos casos extremos, las demás determinaciones o fuerzas particulares quedan reducidas a meros vehículos transparen­tes de la subjetividad humana; vehículos que no ejercen nin­gún tipo de influencia y mediante los cuales supuestamente se desplegarían los intereses y los sentidos del mundo que sólo esta fuerza subjetiva imprime.

La segunda dificultad, por cuanto circunscribe el horizonte semiótico a la representación y al sentido exclusivo de las ex­periencias locales, impide apreciar la totalidad social -su esca­la de existencia concreta y la vigencia histórica del horizonte semiótico en todas sus escalas-. A fuerza de no ver en cada lu­gar una unidad geográfica particular de una trama de procesos sociales en la que se configura el funcionamiento geográfico de la sociedad global -unidad histórico-geográfica moderna-, por un camino distinto a la perspectiva analítica del positivismo se termina por fragmentar la unidad social y por aislar cada uno de sus fragmentos. La complejidad es reducida a meros medios o entornos locales que posibilitan representaciones; es decir: cuando queda fuera de nuestro campo de

·visión el

proceso de reproducción multiescalar de la sociedad, pare­ciera que la unidad histórico-geográfica concreta es resulta­do de una simple suma de factores y prácticas locales, y en consecuencia se pierde de vista la vigencia de los lugares, las representaciones y los sentidos en todas las escalas, funda­mentalmente en la escala del sujeto histórico concreto.

Así pues, para visualizar cabalmente el espacio semiótico como cualidad particular de la praxis social histórica, no bas­ta con considerarlo un horizonte de representación y sentido del mundo atado a una escala y a un lugar determinados; ade­más es necesario reconocerlo en su vigencia global, como la

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trama heterogénea de representaciones y sentidos de mundo que se articulan dinámicamente a la praxis social en todas las escalas, junto al conjunto de fuerzas sociales, prácticas y

materiales de la sociedad histórica. Pasemos ahora a examinar el conjunto de conceptos que

ubican el espacio como unidad de procesos sociales prácti­cos, es decir, de actividades prácticas y órdenes de socialidad concreta.

El espacio práctico:

una totalidad de prácticas y procesos sociales

El espacio práctico también es relacional y refiere a conjuntos de procesos sociales prácticos que se articulan, se mueven y

se transforman de manera conjunta. Aunque, como en los an­teriores conjuntos relacionales -el material y el semiótico-, también es diversa la manera de concebir la "práctica" y su articulación con el resto de los planos u horizontes de la praxis social concreta.

En estas nociones, lo práctico del sujeto refiere en general a la actividad corporal propiamente humana, tanto la individual como la colectiva, así como a los órdenes de socialidad que ri­gen las relaciones interindividuales e intercolectivas del sujeto social actuante; es decir: lo práctico se refiere a la forma en que se amalgama la vida gregaria del sujeto histórico en una uni­dad dinámica en la que se define su identidad. Estos concep­tos sobre el espacio en cuanto articulación de procesos sociales prácticos se refieren entonces a tramas de socialidad actuante, a sus individuos y colectivos individuales, a sus conectores so­ciales y a los órdenes de convivencia interindividual e interco­lectiva. Según algunos de estos conceptos, lo práctico actuante se inscribe en una unidad dinámica más amplia, constituida en primer lugar por la articulación de la práctica presente con la práctica pasada u objetivada en la materia, y en segundo lugar por la articulación que la actividad propiamente huma­na mantiene con la significación y sentido del mundo; aunque no en todos los casos se identifiquen como fuerzas diferencia­das que se complementan y articulan entre sí en una unidad histórica y geográfica concreta.

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El espacio práctico considera en conjunto una forma de so­cialidad concreta -total o parcial- en la que se ejecutan real­mente los actos sociales y se normalizan como trama de insti­tuciones que rigen todos los aspectos y niveles de la convivencia cotidiana. La socialidad se refiere, por ejemplo, a las individua­ciones identitarias de grupos, etnias o clases, y por supuesto a las instituciones sociales que articulan transversalmente a dichas individuaciones : la normatividad moral, jurídica y reli­giosa; las instituciones de gobierno, de género y parentesco, o los órdenes internacionales de comercio y flujos de capital. Por ello, este tipo de espacio práctico es una unidad social históri­ca de procesos y prácticas sociales ; una unidad siempre porta­dora de una forma o identidad en movimiento, en la que a su vez se articulan diversos órdenes particulares de socialidad y

múltiples identidades en acoplamiento y determinación recí­proca y simultánea. En este tipo de espacio, por consiguiente, se reconoce el tiempo como condición de movimiento de las prácticas sociales y como agente de transformación de la forma de sus individuaciones y conectores sociales. De ahí que el es­pacio se conciba entretejido con el tiempo, como una unidad espacio-temporal concreta de procesos sociales reales.

Distinguimos tres versiones básicas del espacio práctico: 1) la que mantiene el atomismo y aislamiento local a partir de la escala de actuación práctica particular; 2) la que en esa mis­ma escala iguala la actividad práctica con la totalidad de la praxis concreta, y -como desarrollo de las dos versiones ante­riores- 3) la que rompe con el aislamiento local y se establece en la escala global.

El espacio práctico y la escala local de actuación

Esta primera versión del espacio ·práctico se corresponde con la escala local de la actividad práctica particular y con cierto aislamiento respecto de los demás procesos en otros lugares y

escalas. En nombre de este espacio se pone atención a demar­caciones en consideración a una trama de procesos sociales que las definen, como las urbanas y las rurales, o teniendo en cuenta a alguno de sus sujetos individuales o colectivos, como la clase política o la empresarial, los trabajadores industriales o jornaleros, los campesinos o los jóvenes. Desde estas nocio-

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nes se realzan las formas particulares de los órdenes de socia­lidad, por ejemplo: de dominio, imposición y violencia; de he­gemonías y subalternidades; de campos de fuerza políticos; de producción, circulación y consumo; de normatividad jurídica o religiosa, y de gobernabilidad, entre otros. Todos ellos son con­juntos de procesos sociales particulares que mantienen cierta unidad e identidad en una demarcación determinada, aunque sea diverso el criterio para demarcar esta entidad espacial.

Para algunos el criterio de demarcación es arbitrario, o ésta es fijada de antemano, y entonces la entidad espacial también lo es. Es el caso, por ejemplo, de las entidades político-admi­nistrativas que suelen usarse como criterios de delimitación espacial sin importar que los procesos prácticos en considera­ción sean de otra índole. En este caso, la demarcación se apro­xima al espacio vacío casi hasta confundirse con él. Pero para otros el criterio de demarcación es la forma y el tamaño espa­cial del propio proceso práctico en consideración. Por ello estos espacios no sólo conciben la dinámica histórica como elemento constitutivo de las prácticas y órdenes de socialidad, sino que la reconocen en el movimiento y transformación de sus formas y escalas espaciales. Sin embargo, aunque la demarcación en este último caso corresponda a los límites espaciales de los procesos prácticos, se tiende a reproducir -como en el caso del espacio semiótico- el atomismo y aislamiento locales de los es­pacios representados y, claro, de los entornos de significación; de ahí que también se tienda a pasar por alto la determina­ción de ida y vuelta que estas prácticas mantienen con sus procesos constitutivos en otras escalas, así como su vigencia en la totalidad histórica concreta.

En su forma más sofisticada, esta versión del espacio prác­tico está conformada por una doble condición: la trama parti­cular de procesos sociales en su singularidad local, y la práctica particular que se articula con esta trama. Es decir, el espacio aquí puede ser un conjunto de prácticas espacialmente demar­cadas con criterios diversos, o también el entorno, hábitat o entramado singular de relaciones sociales donde se inserta y constituye una de sus prácticas, órdenes o procesos; de ahí que en ocasiones el espacio como trama local de procesos sociales quede indeterminado y se confunda con el entorno o hábitat en el que se define e interviene algún proceso particular. Pero,

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como ya lo dijimos, lo común es que se minimicen los factores que en otras escalas posibilitaron la producción de este en­tramado particular y su vigencia en la unidad espacial mayor de la que es parte. Para esta versión del espacio práctico, su condición dinámica se reconoce en este juego entre las inter­venciones de una totalidad local en la parte y viceversa. Es decir, las fuerzas que determinan la reproducción social son reconocidas en la interrelación del entramado local de órdenes y prácticas sociales con alguno de sus procesos particulares. Aunque es necesario mencionar que el entorno práctico aquí es más complejo que el puramente material o significativo; al poner en el foco los procesos sociales prácticos no sólo se está refiriendo a las determinaciones que provienen de la base ma­terial social-natural -praxis pasada- o a las que surgen de las significaciones y sentidos -horizonte subjetivo de la praxis-, sino a la actividad práctica viva en toda su complejidad.

Este grupo de conceptos sobre el espacio práctico fue recien­temente acogido por la geografía y las ciencias sociales. Es, so­bre todo, el característico espacio de la sociología y de algunas vertientes de la economía. Por ejemplo, al conjunto de las prác­ticas sociales que se dan en la ciudad o en el campo se las suele llamar, respectivamente, espacio urbano y espacio rural, o -de manera más específica- espacio económico o espacio político; también las prácticas que se dan en las demarcaciones de pro­piedad pública o privada, suelen ser llamadas espacio público o privado. Asimismo el espacio práctico suele referirse a pro­cesos particulares en su manifestación o referencia conjunta, como los espacios de conflicto, de campos de fuerza o de juegos de poder; incluso las actividades productivas, comerciales o fi­nancieras suelen ser mencionadas como espacios económicos primarios o secundarios, de economía informal o delictiva, de circulación mercantil, entre otros.

El grueso de este tipo de conceptos sobre el espacio de ac­tividad práctica, de una u otra forma presupone el conjunto referido de relaciones sociales concretas. Así pues, tanto la presencia de las representaciones como la base material son consideradas rasgos esenciales de las actividades prácticas, aunque no siempre se identifican en ellas las cualidades que las realzan como productos y fuerzas particulares de la pra­xis social concreta. Y es que en sus nociones más limitadas,

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estos espacios suelen ser reducidos a meros vehículos neutra­les y trasparentes o a meros reflejos nítidos de las actividades prácticas.

El espacio práctico y la praxis histórica

Esta segunda versión de conceptos sobre el espacio práctico equipara la actividad práctica con la praxis histórico-concre­ta; es decir: reconoce los horizontes de significación y las prác­ticas pasadas objetivadas en la materia como dos cualidades constitutivas de la práctica social y, sobre todo, como dos de sus fuerzas particulares. Así pues, existen dos campos de in­terconexión fundamental en esta segunda versión del espacio práctico; ambos campos plantean tramas de socialidad que se instalan justo en la conformación correlativa y simultánea del horizonte de la actividad práctica y los de las represen­taciones y la base material. Pero a diferencia de los espacios material y semiótico, en el espacio de la praxis histórica es fundamental explicar la circularidad y las determinaciones mutuas de estos horizontes y de cada uno de elementos en los que se desdoblan. Por ello, en el primer campo de inter­conexión el horizonte semiótico se considera como la signifi­cación del mundo que da sentido propiamente humano a las prácticas, pero sobre todo como una fuerza particular que al mismo tiempo que dirige de maneras diversas y contradicto­rias a las prácticas, surge de ellas como uno de sus productos particulares en el que se expresa, por ejemplo, el campo po­lítico de disputa ideológica. Mientras que en el segundo campo de interconexión, el horizonte sintético de los objetos prácticos se considera como la totalidad de adecuaciones materiales que la propia sociedad realiza mediante su actividad práctica y, en su condición de autodeterminación material, a través de la disputa política por el proyecto social material. Por lo que en su especifici­dad, tanto la esfera de la semiosis como la de la base material se constituyen en fuerzas particulares de la praxis social concreta.

Podría parecer, si la miramos por encima, que esta última forma de concebir el espacio práctico como concreción de la praxis cumpliría el ansiado objetivo de la geografía: la sínte­sis espacial de la sociedad y la naturaleza. Sin embargo, dis­ta mucho de haberlo realizado. En primer lugar porque en la

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ciencia geográfica son escasos los desarrollos conceptuales so­bre el espacio que rescaten la riqueza del método de abstrac­ción y concreción que propone la filosofía de la praxis como instrumento para reconstruir racionalmente la totalidad his­tórica. Y en segundo lugar porque, salvo en casos afortunados, el camino que ha recorrido con mayor fuerza el materialismo histórico en la geografía equipara el espacio con el horizonte material social natural de la praxis concreta. Por ello es im­portante subrayar que para referir a la totalidad histórica el método científico de la filosofía de la praxis utiliza conceptos más amplios, como lo "concreto real", la "sociedad histórica" o la "unidad histórico-geográfica"; y para el caso de la praxis científica que busca su explicación, acude al proceso de "re­construcción racional de lo concreto" .

A esta contradicción (surgida de las lecturas contrapuestas sobre el espacio desde la filosofía de la praxis) entre la tota­lidad material que describimos en la tercera versión sobre el espacio material y la totalidad concreta -práctica, semiótica y material- que describimos ahora, �e suma la que ya hemos enunciado en la versión anterior: la de mantener el aislamien­to local o la fragmentación espacial de las prácticas y tramas particulares de socialidad, haciendo caso omiso de la escala concreta de la praxis histórica.

El espacio práctico global heterogéneo

Este grupo de conceptos sobre el espacio práctico es enton­ces un desdoblamiento presente en las dos versiones anteriores cuando se rompe con el aislamiento local y la fragmentación del sujeto histórico. Aquí el espacio práctico reconoce que su existencia real no se puede desligar del tamaño y la forma his­tórica de la sociedad a la que pertenece: en nuestra sociedad histórica capitalista, de la escala global. Esta última versión sobre el espacio práctico se fundamenta en la premisa del ma­terialismo histórico de que el sujeto concreto es la sociedad histórica y no inmediatamente el individuo, los colectivos in­dividuales o las sociedades particulares, por lo que reconoce al sujeto social -en su desdoblamiento espacial global- en una figura articulada de unidades geográficas particulares más o menos definidas que se entretejen, determinan, conforman y

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constituyen entre sí. Dichas unidades, al determinarse mu­tuamente en una dinámica que produce sus identidades par­ticulares, definen una unidad geográfica heterogénea global -con dinámica, sentido y forma histórica peculiares- de la que también hay que dar cuenta.

Para el desdoblamiento de esta tercera versión, el reto con­sistió en trascender el antagonismo entre la sociedad y los individuos que caracterizó las versiones estructuralistas y estructural-funcionalistas del marxismo y de otras corrientes, así como su paralelismo espacial entre la escala global y la local. Y a que, en una clara deformación de los fundamentos de la filosofía de la praxis, se había mantenido una noción de sociedad y de estructura social homogeneizadora por encima de los individuos y las diferencias locales; se asumía que dicha estructura representaba una fuerza jerárquicamente superior e incluso independiente. En respuesta a esta perspectiva em­pobrecedora de la totalidad -que algunos han denominado "totalidad totalitaria"- se profundizaría una perspectiva me­tafísica que reivindica el papel de los individuos y colectivos independientes como unidades fundamentales de la sociedad a la vez que considera a esta última la simple suma de sus in­dividuos. En su parangón espacial, el reto fue doble : superar el antagonismo que, en un caso, considera los lugares como los fenómenos verdaderamente concretos frente a un espa­cio global que no es más que la simple suma de los lugares singulares, y el antagonismo en su versión estructuralista, . la cual concibe la totalidad como la estructura social global que tarde o temprano llevará a la homogenización de los lugares y comunidades locales, y que reduce a estas últimas, en el estructural-funcionalismo, a meros engranajes de una maqui­naria mundial.

Por lo anterior, para esta versión del espacio práctico que reivindica la unidad global heterogénea, las diferencias exis­tentes en cada una de las unidades geográficas particulares -o tramas locales de socialidad práctica- no sólo son realida­des singulares, únicas e irrepetibles; son también fragmentos diferenciados y conectados entre sí de una unidad o trama sistémica mayor en la que toma forma y sentido la totalidad histórica concreta. Pero esta totalidad no es homogénea o ar­mónica, ni su comportamiento es mecánico; por el contrario, es

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una unidad global heterogénea que articula diferencias locales en permanente correspondencia, tensión y contradicción, en un ir y venir de determinaciones entre los órdenes de compor­tamiento unitario y los de cada una de sus partes locales.

Desde esta última consideración podemos reconocer tam­bién dos rasgos constitutivos del espacio práctico global he­terogéneo, rasgos que son a la vez dos órdenes de vigencia -de la totalidad en la parte, y de la parte en la totalidad-: las consecuencias o determinaciones que realiza la totalidad global en sus unidades particulares, y las que estas últimas originan en la totalidad histórica. En el primer caso se trata de reconocer las determinaciones que desde diversas escalas definen las tramas locales de socialidad particulares, como líneas de fuerza que se expresan en múltiples escalas. El me­jor ejemplo lo representa la teoría de la multiescalaridad, la cual que surge para explicar cómo la constitución de los luga­res se establece a partir de determinaciones que provienen de múltiples escalas; es decir, dicha teoría se preocupa de reco­nocer y teorizar sobre la vigencia de la totalidad en la parte, perspectiva también reconocida en algunas de las versiones de los espacios semiótico y material. Y en el segundo caso se trata de reconocer cómo las unidades geográficas particulares determinan la unidad histórico-geográfica en cuanto organici­dad concreta de todas las unidades particulares con dinámica, orden y forma histórico-geográfica. Es decir, se trata de reco­nocer la vigencia de cada uno de los lugares en los otros, pero también la del orden espacial global. Esta última perspecti­va, salvo casos excepcionales, es generalmente ausente en las otras formas vigentes de conceptos sobre el espacio.

Cuando reconocemos este orden de vigencia de las unida­des geográficas particulares en el orden global, adquiere aún mayor importancia la necesidad de reconocer la diferencia en­tre estas unidades geográficas y los entornos o medios de un sujeto particular determinado; para reconstruir racionalmen­te la totalidad histórica concreta no basta con diferenciar la unidad local -en su condición de medio o hábitat- de la trama de socialidad particular que recibe determinaciones externas en otras escalas. Se trata también de reconocer la vigencia que la unidad particular mantiene en la totalidad, determi­nando en primera instancia a la unidad global de acuerdo con

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sus condiciones locales particulares, pero sobre todo dejando ver la figura geográfica de la totalidad global en su articula­ción, dinámica, orden y forma histórico-geográfica concreta. Y no como una simple suma de las partes o como la totali­dad homogénea que fatalmente condiciona la singularidad de cada lugar.

La praxis espacial: elementos para su delimitación

en la praxis concreta

Hasta aquí el reto de presentar una propuesta de sistematiza­ción y evaluación crítica de los grupos de conceptos sobre el es­pacio en cuanto fuerzas dinámicas y particulares de la praxis concreta. Ahora cabría preguntarnos si identificar la vigencia de estas formas conceptuales en la geografía y en la teoría so­cial es tan sólo un mero ejercicio de rigor lógico ligado a la ho­nestidad intelectual, o si por el contrario cabe su consideración más allá de la propia comprensión o explicación del mundo, con miras a señalar su vigencia dinámica en cada uno de los órdenes de convivencia de la vida cotidiana. Para nosotros el sentido es claro: se trata de considerar estas versiones en su condición de fuerzas constituyentes del sujeto concreto; se tra­ta por ello de la consideración de fuerzas que nos determinan y que en todos los casos se han constituido en instrumentos po­líticos al servicio de intereses de sujetos particulares diversos.

Desde esta última perspectiva se vuelve fundamental la siguiente pregunta: además de las formas enunciadas ante­riormente, ¿existirá alguna otra fuerza ligada al "espacio" que opere en la praxis en términos constitutivos y, como tal, en su condición de instrumento político real o potencial? Para nosotros, sin duda alguna, la respuesta es afirmativa: exis­te una fuerza que sólo coincide parcialmente con los planos u horizontes que hemos descrito en este trabajo. Se trata de una condición dinámica de la praxis concreta que a mi juicio ha pasado desapercibida casi por completo en las reflexiones modernas y que sólo desde hace medio siglo ha comenzado a ser considerada.

No nos referimos a una fuerza que se identifique de mane­ra absoluta con la praxis concreta o con alguno de sus planos

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descritos en este trabajo -el semiótico, el práctico o el mate­rial-, pero tampoco a una que se defina con independencia a ellos. Nos referimos a un plano que es transversal a estos últimos y que en algunos casos ha recibido la denominación de espacialidad o geograficidad social.

El reto teórico para reconstruir este plano es reconocerlo como un horizonte particular de la praxis del sujeto históri­co. Un horizonte que se despliega como el desdoblamiento de una unidad histórica diferenciada y articulada, donde cada uno de sus sujetos particulares locales se determinan mutua­mente. Es un plano o una instancia social que se constituye transversalmente a los planos de la semiosis, la práctica y la materia, pero sin abarcarlos en toda su complejidad y aña­diéndose a ellos como una de sus cualidades. Nos referimos, claro está, a los rasgos propiamente espaciales de cada uno de ellos: 1) la espacialidad material, es decir, los órdenes es­paciales de la materia social-natural o de las fuerzas produc­tivas materiales; 2) la semiosis o representaciones espaciales, es decir, las imágenes a partir de las cuales reproducimos mentalmente las formas espaciales e intervenimos en ellas, y 3) las prácticas espaciales propiamente dichas o de altera­ción, institución o normalización de los órdenes espaciales de las diversas tramas vigentes de socialidad.

Estos rasgos o cualidades, considerados como una unidad dinámica particular de la praxis concreta global, así como en atención a sus órdenes, articulaciones y formas particulares, constituyen lo que en otros trabajos hemos denominado praxis espacial global: un plano concreto que se encuentra subordi­nado a los horizontes semiótico, práctico y material por tra­tarse en cierto sentido de cualidades parciales de cada uno de ellos, aunque a la vez, considerado en conjunto, es un plano particular de la praxis que subordina a estos horizontes y los contiene. Es decir, como praxis espacial histórica es una cuali­dad particular de la praxis histórica; una cualidad que es por­tadora -y esto la vuelve una fuerza dinámica particular- de la totalidad histórica concreta. Por un lado, la praxis espacial es constituyente y está determinada por los horizontes semióti­co, práctico y material, y por otro es determinante de cada uno de estos horizontes particulares y de la totalidad concreta.

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En otros momentos ya hemos avanzado en el reconoci­miento de la praxis espacial desde los postulados marxistas de la teoría revolucionaria, y hemos considerado la posibili­dad de distinguir entre la praxis espacial pragmática y la pra­xis espacial revolucionaria. Reiteramos nuestra invitación a profundizar en esta búsqueda y a persistir en la construcción de una teoría de la praxis espacial revolucionaria que devuel­va la praxis espacial a nuestras manos; como nuestra propia obra histórica nos permitirá articularla al conjunto de los pla­nos particulares de la praxis concreta de acuerdo con un pro­yecto político común.

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NATURALEZA, ESPACIO Y GEOPOLÍTICA

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NATURALEZA, DISCURSO CRÍTICO Y PRAXIS REVOLUCIONARIA

Con el auxilio del discurso crítico de Karl Marx y de su teoría revolucionaria, este trabajo expone algunas ideas generales de la manera en que la modernidad ha concebido a la naturaleza y cómo esta noción, en la unidad pensamiento-acción de la pra­xis social capitalista, ha contribuido a generar y a perpetuar la fantasía ilustrada de un progreso sin límites que supuesta­mente camina sin escalas al reino de la libertad y la felicidad humana, pese a las innumerables muestras de su permanente desvío. Evidencias que son en realidad la inequívoca demos­tración de los rasgos del retroceso moderno y, sobre todo, del rotundo fracaso en su forma capitalista. Por ello este trabajo profundizará igualmente en cómo esta noción de la naturaleza ha limitado la promesa moderna de libertad, saboteando toda posibilidad de autarquía y volviendo a la naturaleza no sólo un objeto de dominio humano sino un instrumento para la opre­sión del hombre por el hombre mismo y, sobre todo, de manera paradójica, un medio por el cual la praxis social se ha mante­nido artificialmente sometida a la materia y a la acción "auto­mática" de la acumulación de capital. Los argumentos de este trabajo se sustentan en la necesidad revolucionaria de concebir a la naturaleza como una instancia fundamental de lo social sobre la que descansan elementos básicos de su praxis política, es decir, elementos para un ejercicio de la libertad en el marco de lo materialmente posible.

Extenderemos este diálogo sobre la noción de naturaleza hasta la evaluación de su vigencia en el proceso revoluciona­rio y, sobre todo, a su consideración como elemento necesario para el ejercicio de nuestra praxis política transformadora. Por ello abordaremos nuestra consideración de la naturaleza

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y de la teoría crítica desde la crítica misma de la praxis políti­ca en el seno de la sociedad capitalista, y no como un problema que se defina lógicamente entre las diferentes teorías. Y esto porque la forma concreta de nuestra sociedad histórica ha registrado ya diversas experiencias revolucionarias que se han encaminado, no sin severos tropezones, hacia una for­ma social verdaderamente humana, es decir, hacia una pra­xis histórica verdaderamente libre . Pero al mismo tiempo -y desde nuestra perspectiva en esto consiste la necesidad de la crítica- estos esfuerzos revolucionarios han encontrado en la forma de esta misma praxis política los límites históri­cos a nuestro ejercicio de libertad y a nuestra propia utopía revolucionaria.

Discurso crítico y dialéctica sociedad-naturaleza

Estamos convencidos de que, al menos en su parte sustancial, la obra de Alfred Schmidt El concepto de naturaleza en Marx (2012) es una clara continuación de la advertencia que el pro­pio Marx nos hizo en varios de sus textos sobre la necesidad de ubicar la naturaleza en la unidad dialéctica histórica real­mente existente entre la sociedad y la naturaleza, perspectiva que en cierto sentido fue retomada y profundizada por Max Horkheimer y Theodor Adorno en su Dialéctica de la Ilus­tración (1998), obra que inaugura la llamada Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt. Estos autores han insistido en la necesidad revolucionaria de concebir a la naturaleza como una instancia fundamental de lo social en la que descansan elementos indispensables para su ejercicio político y, por eso mismo, para hacer materialmente posible el ejercicio de su libertad. Un horizonte de realidad objetiva en el que estos au­tores sitúan, al menos en parte, no sólo el fracaso de la revolu­ción sino también el de la promesa moderna de un reino de la libert&d; en su lugar la modernidad nos ha llevado a nuestra propia enajenación política -formal y material- e incluso ha­cia la barbarie. Nos hallamos entonces frente a una noción moderna sobre la naturaleza que es limitada e incompleta en sus formas no dialécticas, porque de diversas maneras la desvincula absoluta o relativamente de la sociedad. Pero

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la consecuencia política que nos interesa subrayar es que el aislamiento a que conduce esta desvinculación es doble: bajo esta noción de naturaleza la sociedad también es desgarrada, porque se desliga de la politicidad de sus fuerzas producti­vas materiales y de la reflexión profunda sobre la posibilidad de la autarquía material y de la utopía revolucionaria que la incluya. Se trata pues de una noción de la naturaleza que al suponerla en estado puro e independiente del sujeto, mutila además a la sociedad misma, a sus individuaciones persona­les y colectivas, a su forma histórica y a su ejercicio político material. Una noción de la naturaleza que la considera del todo externa, lo que, dicho sea de paso, resulta sumamente conveniente para la clase social propietaria de las fuerzas pro­ductivas materiales, ya que ésta se beneficia de la tendencia histórica capitalista a la explotación de la fuerza de trabajo y a la valorización del valor.

En la modernidad la naturaleza ha sido escindida de lo so­cial y reducida a mero objeto de interpretación y dominio hu­mano. La sociedad moderna capitalista proclama su supuesto señorío sobre los objetos desde un conocimiento instrumen­tal pragmático puesto al servicio de este dominio, el cual, en términos generales, tiene el rasgo epistemológico general de empobrecer a la materia. Porque en la modernidad la materia ha sido reducida a simple vehículo neutral y transparente de la subjetividad humana, y ello ha conducido a un empobreci­miento del objeto y del conocimiento sobre éste; a un empo­brecimiento que, hay que decirlo, es también un vaciamiento material y cognitivo del propio sujeto. Alfred Schmidt nos re­cuerda que para Marx la naturaleza y la sociedad son dos par­tes constitutivas de una sola unidad histórica, la unidad so­cial-natural de una misma realidad material . Ésta -propone Schmidt siguiendo a Marx- debe ser leída desde una dialéctica entre el sujeto y el objeto en la que el trabajo, como categoría ontológica, se constituya como medio de realización objetiva de las intenciones y prácticas humanas pero también de la repro­ducción social en cada uno de sus planos y formas históricas. La naturaleza material, en tanto que medio o entorno físico, bio­lógico y social, es condición general del trabajo humano, pero es también su medio técnico y su objeto de realización -como instrumento y como bien social-; es la trama material social-

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mente configurada como unidad histórica sistémica que se mantiene siempre vigente y dinámica en la praxis social del presente. La naturaleza es aquí la convivencia o unidad de dos temporalidades humanas en la práctica presente: la del traba­jo vivo o actuante, y la del trabajo muerto u objetivado. De esta unidad nos habla Marx en sus Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) (2001b) , y desde ella resulta imposible distinguir la frontera entre lo social y lo natural, e irrelevante buscar la pureza de estas instancias.

Esta unidad social-natural es constituyente de la existencia material social, pero no se limita a considerar la objetivación de la práctica social en la naturaleza, ni a ésta última como un mero espejo material de su propia práctica; además reconoce cierta legalidad natural en la materia, patrones naturales de comportamiento que en cierto sentido mantienen su autonomía respecto de las prácticas sociales históricas y de las intenciones humanas que las acompañan. Pero no por ello es una legali­dad aislada del sujeto, ni mucho menos socialmente neutral o transparente. Alfred Schmidt nos recuerda con pertinencia que justo por este comportamiento natural de la materia -in­serto en las relaciones sociales mediante el trabajo humano- es posible para el hombre satisfacer sus necesidades y potenciar sus capacidades creativas, y no a pesar de ella como pregonan ciertos idealismos. De ahí que para Marx la naturaleza sea sin duda una categoría de lo social. Pero Alfred Schmidt nos advierte que no perdamos de vista el hecho de que para Marx la sociedad también es una instancia de la naturaleza. Y no sólo porque el trabajo o práctica humana -presente y pasada, actuante y objetivada-, en tanto que fuerza social puesta en marcha, es invariablemente la exteriorización de una fuerza natural, sino sobre todo porque el sujeto social sigue sin ser completamente dueño de sus fuerzas productivas materiales y, por lo mismo, sin ser políticamente dueño de su propia his­toria. La praxis histórica en la modernidad capitalista no con­sigue hacer completamente suya su capacidad material crea­tiva, ni mucho menos su obra histórica material; de ahí que en cierto sentido, pese a su autoproclamado señorío, el sujeto social moderno siga sin ser verdaderamente dueño de su liber­tad material.

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Límites de la libertad moderna

y prehistoria material

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Sucede que en la forma histórica moderna, la incapacidad so­cial de autarquía material se definió a la par de la emergencia de la forma social mercantil y de la producción propiamente capitalista. Una situación que simultánea y contradictoria­mente ha puesto a las fuerzas productivas como un instrumento de enajenación debido en parte a la escasez de fuerzas produc­tivas y en parte a la suspensión y enajenación de su politici­dad por la vía del mercado y la producción para la valoración. Es una situación de la que nos habló Jean-Paul Sartre en su Crítica de la razón dialéctica (1963) , y también Bolívar Eche­verría en su texto ¿Qué es la modernidad? (2009) . Una situa­ción contradictoria de escasez de fuerzas productivas mate­riales que es artificialmente mantenida por nuestra actuación ciega o automática subordinada al mercado capitalista. Y al mismo tiempo una situación histórica de escasez artificial de libertad material humana, en la que paradójicamente se per­petúa, también artificialmente, la subordinación de la praxis social a la materia natural.

Como nos enseñó a pensar Marx en sus Grundrisse -texto donde explica de manera contundente que la enajenación po­lítica se deriva de la propia forma histórica de las relaciones sociales y no de la falta de conciencia de determinado proce­so-, con la generalización de las relaciones mercantiles como conectores sociales constitutivos de la modernidad mercantil­capitalista, entregamos la posibilidad de libertad comunita­ria al azar -a la mano invisible del mercado-, y debido a ello nuestras relaciones sociales fueron cosificadas. Pero si con la reificación de los vínculos sociales generales del mercado que­dó suspendida la posibilidad real de darnos forma social de acuerdo con un proyecto político común, en la manufactura se vendría a sumar el hecho de que nuestros cuerpos individua­les fueron subordinados al comportamiento automático que surgía del proceso histórico de edificación de una maquinaria social en los procesos productivos, maquinaria donde cada uno de los cuerpos es una herramienta de sus engranajes sociales (Echeverría, 1986) . Nuestra capacidad autárquica no sólo fue suspendida sino enajenada y subordinada al sentido que im-

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prime un sujeto sustituto que se comporta ante nosotros como si fuera una "segunda naturaleza", tal como lo expresa Marx en el capítulo doce de El capital (2001a) . Por si esto fuera poco, Marx nos dice en el siguiente capítulo que en la etapa in­dustrial, propiamente capitalista, este comportamiento auto­mático que enajenó nuestra politicidad social dejó de ser sólo una forma de relación social productiva y mercantil y pasó a objetivarse en la máquina. Es decir, que conforme edificamos la colosal maquinaria productiva y gran industria capitalis­ta, que hoy día marcara ritmos, necesidades, acoplamientos y sentidos en la producción, convertimos también a la natura­leza socio-histórica (podemos decirlo ahora sin temor a reduc­cionismos mecanicistas) en el medio material de nuestra auto­enajenación. A la suspensión y enajenación formal de nuestra politicidad, vigente hasta nuestros días, se sumó la enajenación material, la de nuestros cuerpos sometidos a la máquina, ena­jenación que causa en los individuos el total vaciamiento de su capacidad material social y los pone a disposición de la máqui­na como si fueran meras herramientas particulares de un en­granaje técnico que perpetúa realmente el dominio del hombre por el hombre mediante la naturaleza. Pero además, cuando se observa el proceso en conjunto, se advierte la prosecución, bajo los designios del "sujeto automático", de la tendencia a la valorización del capital, la cual nos imposibilita dirigir formal y materialmente nuestra empresa revolucionaria.

La naturaleza en la modernidad es entonces no sólo una instancia que debe ser dominada por la sociedad, y no sólo un medio de dominio del hombre por el hombre mismo; también es, por vez primera en la historia, el medio material de do­minio que el sujeto automático ejerce sobre toda la sociedad. A nuestra incompleta politicidad material heredada de las formas pre-capitalistas -seguimos siendo sólo parcialmente dueños de nuestras fuerzas productivas materiales (Sánchez, 1997)- se ha sumado la subordinación material que origina el comportamiento automático del valor que se valoriza me­diante la máquina. Sin embargo, algo ha cambiado; de mane­ra paradójica hemos desarrollado nuestras fuerzas producti­vas materiales a tal punto que por vez primera se presentan condiciones objetivas potenciales para liberarnos de nuestra prehistoria material y para hacer verdaderamente humana

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nuestra obra histórica material. Y por eso, por vez primera, la sociedad puede desembarazarse de una subordinación a la naturaleza que es completamente artificial, aunque no por ello inexistente; si dicha subordinación existe no es debido a un insuficiente desarrollo técnico, sino por la complicidad de este desarrollo con el mercado y con la acumulación de rique­za abstracta. Así pues, en la modernidad vive latente la capa­cidad social real de superar el yugo material de la naturaleza; la modernidad nos ha colocado ante condiciones potenciales reales para enfrentar, por vez primera en la historia humana, el reto de ejercer libremente nuestra autarquía material y de transitar de la prehistoria material a una historia verdadera­mente humana.

El debate está abierto

Concluyo con una provocación. En la noción moderna que sepa­ra a la naturaleza de la sociedad se oculta una nueva barbarie y se anuncia la catástrofe a la que ciegamente nos dirigimos, a la que nos dirige nuestra praxis social enajenada. El supues­to señorío del hombre sobre la naturaleza de que presume la modernidad ilustrada como medio y evidencia del progreso mo­derno, es también para Marx y Alfred Schmidt, y para Max Horkheimer y Theodor Adorno, origen y consecuencia práctica de la explotación destructiva de toda fuente posible de riqueza, es decir, del hombre y la naturaleza, de los ecosistemas y los recursos naturales, de las formas de socialidad y de la propia vida humana. Una fuente de destrucción entonces de la unidad histórica del sujeto y el objeto, pero también origen y conse­cuencia práctica de la enajenación real de la politicidad social -es decir, de su actuación automática conforme los designios de la acumulación de capital-, la cual no sólo ha privado a una enorme franja de la población mundial de la posibilidad de elegir el tipo de utilidad cualitativa que traería nuestra activi­dad material individual o colectiva, sino que también nos deja, como sociedad histórica, sin la posibilidad de conferirnos una forma social libremente producida, es decir, proyectada.

Estoy convencido de que aún hay mucho que recuperar de esta noción unitaria de la sociedad y la naturaleza en su críti-

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ca desde la teoría revolucionaria, especialmente para su supe­ración teórica y práctica en los procesos revolucionarios; dicha recuperación será decisiva para el ejercicio de una praxis social verdaderamente libre que nos independice de los designios del capital pero también de nuestra sujeción material a la natura­leza. Aún es necesario un cambio teórico -pero fundamental­mente práctico en los procesos revolucionarios- en la forma de concebir la naturaleza y de concebirnos en ella; dicho cambio nos ayudará a transitar de esta prehistoria moderna a una his­toria verdaderamente humana.

Bibliografía

Echeverría, Bolívar (1986) , El discurso crítico de Marx, Era, México.

(2009) , ¿Qué es la modernidad?, Universidad Nacio­nal Autónoma de México, México.

Horkheimer, Max, y Theodor Adorno (1998), Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Trotta, Valladolid.

Marx, Karl (2001a) , El capital. Crítica de la economía políti­ca, Libro primero, t. 1 , vol. 2, Siglo XXI, México.

(2001b) , Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857- 1858, Siglo XXI, México.

Sánchez Vázquez, Adolfo (1997) , Filosofía de la praxis, Siglo XXI, México.

Sartre, Jean-Paul (1963) , Crítica de la razón dialéctica, Losa­da, Buenos Aires.

Schmidt Alfred (2012), El concepto de naturaleza en Marx, Si­glo XXI, Madrid.

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COHESIÓN, SIMULTANEIDAD Y SINCRONÍA UNIDAD HISTÓRICA DEL PROCESO DE PRODUCCIÓN

DEL ESPACIO

Presentamos la noción de unidad histórica que contiene el discurso crítico de Marx, para explicitarla como elemento con­ceptual, práctico y político central del proceso histórico que Henri Lefebvre teorizó como producción del espacio. Expone­mos lo que a nuestro juicio constituye el contenido y el sentido general de las principales ideas de esta teoría y, de manera paralela, dialogamos crítica y propositivamente con ella desde nuestra lectura y localización en la tradición de los marxismos críticos del siglo xx y lo que va del XXI.

El trabajo lo dividimos en dos secciones. En la primera se expone el sentido teórico y político de mantener la unidad his­tórica del proceso de producción del espacio como premisa cen­tral, así como la trascendencia de ubicar el espacio en el centro de la propuesta que lo teoriza. En la segunda parte, siguiendo el orden lógico que propone el propio Lefebvre en su obra La producción del espacio (1974), se desarrollan cinco planos es­tructuradores de la unidad histórica, los cuales proponemos son a un tiempo cinco formas de fuerzas vigentes que operan en la producción del espacio, cinco horizontes de prácticas polí­ticas particulares, y cinco niveles necesarios de complejización de esta teoría.

El propósito del presente ensayo es resaltar la enorme vi­gencia teórica y política que hoy día mantienen los fundamen­tos esenciales de esta teoría -expuesta hace más de cuatro décadas-, así como la vigencia de su fundamento: el discurso crítico del Marx. Nos proponemos darle difusión a estas teo­rías e insistir en la necesidad de su estudio cuidadoso con ac­titud crítica.

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Unidad histórica

Unidad histórica y producción social del espacio:

ontología, epistemología y política

Justificaremos de entrada la necesidad teórico-práctica de mantener la unidad histórica como premisa ontológica, epis­temológica y política de la teoría de la producción del espacio de Henri Lefebvre (1974, 1976 y 1978) , y explicaremos por qué no presupone una homogenización histórica, espacial o con­ceptual, y menos aún la anulación de prácticas políticas parti­culares. En primer lugar porque la noción de unidad histórica que sustenta el discurso crítico de Marx reivindica la vigencia práctica de una forma históricamente cambiante donde las diferencias múltiples coexisten cohesionadas en un todo di­námico. En segundo lugar, porque es en los elementos estruc­turadores de esta unidad en movimiento donde se establecen jerarquías, contradicciones y conflictos entre sus partes -in­dividuos o sociedades particulares-. En tercer lugar, porque es en la unidad y en los elementos estructuradores donde las prácticas políticas particulares encuentran condiciones de po­sibilidad para su emergencia y definición política concreta.

En el horizonte ontológico, la unidad histórica es el proceso práctico de constitución del ser social: la sociedad histórica concreta. Como sociedad real, es un tejido dinámico, abierto y cohesionado que se encuentra en constante cambio; un tejido que a su vez sincroniza, de manera siempre tensa y contradic­toria, la diversidad de individuaciones, relaciones sociales y líneas de fuerza en la que se establece la producción y repro­ducción de la unidad concreta, y en la que se dirime cada una de sus formas o identidades sociales particulares.

Aún instalados en el plano ontológico de la práctica, hablar de una sociedad propiamente histórica implica reconocer que una condición fundamental de las sociedades concretas es su multideterminación cualitativa singular; es decir: toda socie­dad concreta, como unidad, adquiere su identidad de acuerdo con la forma singular del tejido de líneas de fuerza, relaciones sociales y formas particulares que la constituyen. Y esto por­que en el discurso crítico de Marx lo histórico no sólo refiere al movimiento, a los múltiples ritmos particulares que sin­croniza y cohesiona, sino también al cambio incesante de la

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identidad de la sociedad concreta y a su momento actual de desarrollo: es decir: lo histórico se refiere tanto a la transfor­mación o cambio de forma operante de la unidad histórica, de sus elementos estructuradores y de cada una de sus formas sociales particulares, como al paulatino aumento de comple­jidad en que se constituyen como totalidad concreta (Kosík, 1967) . Por ello la forma de sociedad actualmente vigente como unidad histórica práctica en movimiento -la sociedad capita­lista- es el punto de partida estructurador y constitutivo de cada una de sus partes y, como tal, el detonador de indivi­duaciones particulares y de las jerarquías entre ellas. Sólo el pensamiento metafísico, reconocido o no, concibe una sociedad separadamente de sus cualidades concretas -e incluso en un supuesto estado de pureza-; una sociedad que se constituye en el principio genético de toda forma histórica posible, y en el principio epistémico para descifrarla como agente produc­tor de las formas históricas. Así pues, la unidad histórica vi­gente -el capitalismo moderno en la forma que adquieren sus múltiples cualidades cohesionadas y en sincronía- es el punto de partida ontológico del proceso práctico de producción del espacio, de. su constitución histórica y de la posibilidad de in­tervenir políticamente en él para transformarlo.

Queremos reivindicar con claridad esta manera de esta­blecer la existencia práctica de la unidad histórica concreta, para ponernos a distancia de los viejos estructuralismos con los que se pensó la totalidad histórica y ante los que atinada­mente reaccionaron filosofías que reivindican la subjetividad y la politicidad del individuo. Esto nos ayudará a no recurrir a particularismos o atomizaciones que no sólo fragmentan la sociedad concreta sino que dejan de reconocerle identidad en tanto que unidad, al igual que a cada uno de los planos tras­versales que la estructuran, restringiendo esta condición sólo a los fragmentos.

El problema no es menor, porque en términos generales los debates entre los estructuralismos y los particularismos se han caracterizado por establecer un antagonismo aparen­temente insuperable entre las estructuras sociales y la politi­cidad de individuos particulares. Por un lado, el estructuralis­mo empobreció la unidad histórica reduciéndola a los rasgos que la "estructuran": la mecanizó y la contrapuso jerárquica-

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mente a la praxis política, al separarla del movimiento de la historia y reconocerla como la principal -y en algunos casos, única- fuerza que dinamiza la sociedad. Por su parte, los vie­jos y nuevos particularismos consiguieron que las identidades particulares se consideren exteriores entre sí: dejaron de reco­nocer la existencia de los rasgos comunes que las estructuran y sobrevaloraron su condición política al ignorar el conjunto de líneas de fuerza en las que se inscriben como figuras parti ·

culares de la unidad histórica. El principal problema para la revolución con esta falsa oposición es que se perdió el horizon­te político de transformación como proyecto histórico común, tanto de los elementos estructurales vigentes como de la uni­dad social en su conjunto.

De aquí la necesidad de reconocer la cohesión, simultanei­dad y sincronía de la unidad histórica en su autoconstitución -en su forma, en su movimiento y en su transformación, lo mismo en el horizonte ontológico que, fundamentalmente, como momento estratégico para la práctica política-. La for­ma histórica capitalista en movimiento no sólo es el punto de partida ontológico del proceso social de producción del espa­cio; también es su fundamento científico crítico; es decir: es el principio epistemológico para descifrar la producción del es­pacio en el que se apuesta además por la generación de capa­cidad y eficacia política objetiva para su transformación prác­tica de acuerdo con un proyecto político común. Dicho en los términos de Bolívar Echeverría (1986) , es el momento teórico necesario que constituye la apuesta científica crítica del dis­curso de Marx: el momento teórico de la revolución socialista.

La preocupación política fundamental (que asumimos como propia) del discurso crítico de Marx, la revolución socialista, consiste en examinar las condiciones históricas de posibili -dad de intervención política que contiene la sociedad concre­ta capitalista, así como la posibilidad de edificar, en nuestra práctica política trasformadora, una finalidad común que sea objetivamente posible; de ahí que el sentido político de consi­derar teóricamente la forma histórica no haga referencia a su movimiento y concreción como principio epistemológico puro, sino a la necesidad de generar capacidad política para inter­venir prácticamente en el movimiento histórico con miras a trasformar las condiciones concretas desde la perspectiva de

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una utopía posible. Éste e s el sentido político central, y fre­cuentemente ignorado, que llevó a Henri Lefebvre a propo­ner la teoría de la producción del espacio y a justificarla como momento revolucionario necesario, y no sólo como un estrato particular de la realidad histórica susceptible de ser recupe­rado por una disciplina que lo asumiría como objeto propio; su propuesta constituye una teoría unitaria de lo que para él es el punto de cohesión y sincronía de la producción y la re­producción de la sociedad capitalista, de sus individuaciones, relaciones sociales y líneas de fuerza particulares, así como de la posibilidad política de su transformación conjunta, en la que incluye la disputa ideológica. El espacio histórico como unidad concreta en movimiento, es decir, como proceso histó­rico de producción del espacio, no es otra cosa que la sociedad histórica capitalista; ésta, en tanto que proceso histórico, ex­presa la unidad histórica -la cohesión y sincronía- de múl­tiples espacios particulares, pero también la unidad de los múltiples aspectos o elementos que dichos espacios tienen en común y los estructuran. A todas luces, en nuestra sociedad capitalista existen dos instancias unificadas a escala global: las relaciones mercantiles en la producción y el consumo, al igual que las fuerzas productivas.

La posibilidad objetiva y la necesidad de fortalecer una uto­pía posible, es decir, realmente posible dentro de los marcos que impone el capitalismo, llevaría a plantear la necesidad de una teoría unitaria sobre el espacio -teoría que desarrolló en cierto modo la teoría general de la sociedad presente en el discurso crítico de Marx-; dicha teoría se convertiría en una herramienta crítica en la disputa ideológica por la edificación del proyecto social común, tanto en la lucha ideológica entre clases sociales como en la del sentido táctico y estratégico en el seno de la propia revolución. Desde esta perspectiva, a la necesidad de descifrar la espacialidad social propiamente ca­pitalista -la de su proceso histórico de producción- desde un código que la devele como condición específica para la revo­lución, vendría a sumarse la exigencia de disputar su recep­ción en la práctica revolucionaria, tanto en el plano práctico estratégico general de realización y ejecución de un proyecto común, como en el que permitiría articular los espacios y pro­cesos políticos diversos en los que aparentemente se definen

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realidades secundarias e independientes del capitalismo, por cuanto no corresponden fielmente al modelo dogmático del ca­pitalismo que difundieron el socialismo oficial y el teoricismo mecanicista.

Tres niveles de concreción y vigencia del espacio

en la unidad histórica

¿Por qué esta preocupación por el espacio, en la reflexión sobre la unidad histórica, como problema teórico y político central? No se trató aquí de nombrar de manera distinta el proceso de reproducción social ya descrito, a grandes rasgos, por el discur­so crítico de Marx, ni de reconfigurarlo desde una perspectiva geográfica -de reivindicar el espacio para equilibrar una su­puesta sobrevaloración del tiempo en la historia-, ni de cues­tionarlo para sostener una teoría general de la sociedad y su movimiento histórico desde otros aparatos críticos -y no más desde el materialismo histórico ni desde la crítica de la econo­mía política-; el propósito de Henri Lefebvre fue especificar históricamente aún más la forma peculiar de producirnos y reproducirnos en el capitalismo, que hoy en día, además de estructurarse en la producción y consumo de mercancías, se fundamenta más que nunca -según este autor- en la produc­ción del espacio. Adelantemos una respuesta a esta preocu­pación política central desde una hipótesis que desplegamos en tres niveles de realidad, los cuales son a la vez tres momen­tos concretos que mantienen vigencia histórica en la forma capitalista de producir y consumir espacio .

En primer lugar, el espacio social histórico es la expresión más concreta de las sociedades históricas, tanto por las dife­rencias que contiene en su unidad y estructuración como en sus tensiones, contradicciones y conflictos. Por esta razón, el primer nivel del espacio es la unidad general que cohesiona y sincroniza la producción y la reproducción de la sociedad capitalista; como proceso histórico, la producción social del es­pacio es el proceso de articulación dialéctica de la afirmación de su forma y movimiento conjuntos con las múltiples formas particulares y ritmos que sincroniza. El espacio histórico es, decíamos, la vigencia concreta del conjunto de individuacio­nes y relaciones sociales que constituyen la trama histórica de

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socialidad capitalista, desde la que se establecen diferencias jerárquicas entre los espacios particulares y los órdenes de socialidad que los articulan y estructuran. Una trama históri­ca en cuya cohesión y simultaneidad global operan múltiples espacios particulares en sincronía y recíproca determinación, pero no pese a sus diferencias, como pregona el estructuralis­mo, sino gracias a ellas . Por ello, al abordar el espacio concreto capitalista sería un error teórico e histórico suponer espacios yuxtapuestos, independientes y sin conexiones constitutivas, al menos a partir de la consolidación mundial del capitalismo mercantil.

El segundo nivel es el que reconoce el espacio como campo de disputa política. Por un lado éste se constituye en el tejido que define la confrontación entre fuerzas políticas vigentes; pero por otro lado, en su objetivación se establece como esce­nario heterogéneo y asimétrico de la lucha de clases; es decir: no se instituye como escenario imparcial e inocente sino como forma dinámica que materializa las relaciones históricas de fuerzas de toda la sociedad capitalista; en su unidad, forma material y espacialidad se implanta como una fuerza vigente que condiciona el devenir de la disputa política entre las cla­ses sociales inclinándolo a favor del dominio capitalista. Por ello el espacio es aquí una forma de concreción de la disputa histórica entre las fuerzas políticas de la sociedad capitalis­ta; una forma que además conserva su vigencia como deter­minante o fuerza particular de la confrontación entre clases, tanto en la disputa vigente en la unidad histórica como en las disputas particulares que se definen en cada uno de los espa­cios que engloba.

El tercer nivel representa la vigencia histórica del espacio en la lucha de clases como instrumento político particular. El espacio no es sólo una síntesis de la sociedad histórica y un escenario asimétrico de disputa que en su especificidad se constituye en una determinante o fuerza particular; es tam­bién un instrumento político históricamente vigente. Un ins­trumento particular de la disputa entre clases sociales desde el que se despliega sobre todo un proyecto de sociedad; un instrumento que ha sido utilizado por las clases dominantes desde hace más de un siglo y no por las clases populares, al menos no -desde luego- con la misma amplitud, intensidad

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y alcance en la unidad espacial histórica. En este tercer nivel se constituye un momento central de la apuesta política de la teoría de la producción social del espacio: restablecer a éste como instrumento teórico y político necesario para la revolu­ción y, en términos reales y potenciales, para la edificación y realización del proyecto político común.

Estos tres niveles de vigencia práctica del espacio expre­san momentos diferenciados en los que se despliega la propia praxis espacial y su potencial momento revolucionario en la unidad histórica capitalista; es decir: la praxis espacial revo­lucionaria (León, 2013) . Resta aún dialectizar estos niveles en la unidad espacial. Es decir, falta reconocer la forma en que la sociedad histórica mantiene vigencia como unidad dialéctica entre el "todo" y la "parte". Y para ello, como dijimos arriba, es necesario evitar una noción estructuralista o autoritaria de la totalidad -totalidad "totalitaria" como diría Goldmann (1974)- que equivocadamente reduzca las diferencias y los espacios particulares a meras singularidades portadoras del proceso global o a una condición ornamental que los niegue y margine como fuerzas vigentes, tanto en el momento consti­tutivo de la unidad histórica capitalista como en las prácticas políticas en otras escalas; y es igualmente necesario evitar la seducción empirista que nos lleva a reconocer lo particular a la manera de las nociones particularistas o atomizadoras, que vacían la unidad al reducirla a la simple suma de las partes, por cuanto suponen a los fragmentos externos e independien­tes entre sí y sin elementos estructuradores en común -una noción de totalidad "vacía", como diría Karel Kosík (1967)-.

Por esta razón, una noción dialéctica de la unidad histó­rica que no reproduzca nociones autoritarias ni vacías de la totalidad requiere además incorporar estos tres niveles de vi­gencia del espacio en cuanto formas concretas de emergencia real y potencial de praxis espacial en cada uno de los espacios particulares, pero sin perder de vista que dichos espacios no están meramente yuxtapuestos sino que son interdependien­tes entre sí. Es decir, concibiéndolos en primer lugar como unidades particulares-locales con un orden propio; en segundo lugar, como diversos campos de fuerza políticos, y finalmen­te como instrumentos políticos particulares. Esto con miras a dialectizar estos tres niveles desde sus ligas de identidad y

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constitución recíproca simultánea tanto en el proceso general de producción del espacio histórico como en la producción so­cial de espacios particulares.

Pasemos ahora a desagregar cinco planos en los que el es­pacio histórico encuentra unidad práctica en su cohesión, si­multaneidad y sincronía.

Cinco planos de unidad del espacio histórico

Esta preocupación general por el espacio histórico y por los tres niveles vigentes dentro de la unidad concreta, es la que despliega prácticamente la teoría de la producción del espacio en la sociedad capitalista en función de la apuesta política por su transformación de acuerdo con un proyecto político co­mún. Sin embargo, la popularización de esta teoría ha traído consigo una nueva contradicción; conforme se difunde y toma fuerza en ámbitos académicos y políticos, se han distorsiona­do y, con ello, diluido algunos de sus fundamentos políticos relativos a la importancia, para la praxis revolucionaria, de focalizar el espacio histórico. Entre otras cosas por el empo­brecimiento de la noción de unidad histórica que reivindica el discurso crítico materialista que le da sustento. Dicho empo­brecimiento se debe, en primero lugar, a la marginación del momento necesario de disputa política entre clases sociales en aras de un proyecto posible de sociedad histórica que in­volucre un proyecto particular de espacialidad, que como tal repercutirá de manera contradictoria en la reconfiguración de la relación de fuerzas de la lucha entre clases sociales; y en se­gundo lugar -y esto es una expresión particular del momento político anterior-, al fortalecimiento de lecturas teoricistas de la teoría de la producción social del espacio, lecturas que la fragmentan y presentan, en su unidad o por fragmentos, tan sólo como perspectiva analítica.

El nuevo problema teórico y político: el desgarramiento de la unidad histórica y su frecuente reducción a uno de sus pla­nos. Y es que además de las singularidades vigentes, es de­cir, además de la multiplicidad de procesos de individuación, líneas de fuerza, relaciones sociales y espacios particulares que conforman la sociedad histórica, es necesario reconocer,

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en primer lugar, los planos en que se estructura y sincroniza dicha multiplicidad, y en segundo lugar, su forma de cohe­sión. No en pocos casos estos planos son considerados aisla­damente y alguno de ellos es sobrevalorado como la única o más importante fuerza dinámica y estructuradora de la socie­dad. Al sobredimensionar la importancia de uno de ellos y, en consecuencia, al minimizar al resto como fuerzas dinámicas particulares de la unidad histórica, se diluyen también las capacidades de intervención política y se inclina aún más en nuestra contra la balanza de la relación de fuerzas en la lucha de clases.

Proponemos el análisis del espacio histórico a partir de los cinco planos que estructuran tanto la unidad histórica como sus singularidades vigentes. Dichos planos, cualitativamente distintos entre sí, son portadores en su especificidad de la uni­dad, y a la vez son constituyentes particulares de la forma his­tórica concreta de ésta. Pero además representan, a nuestro juicio, saltos en la complejidad conceptual de la propia teoría de la producción del espacio. Es decir, en su concreción estos planos no sólo muestran especificidad en tanto que fuerzas particulares del proceso de producción social del espacio, sino que conforme avanza la exposición de la propuesta teórica, cada nuevo plano contiene a los anteriormente expuestos en una unidad conceptual más compleja . Dichos planos son: 1) el concepto en la práctica; 2) el metabolismo material sujeto-obje­to; 3) la división territorial del metabolismo; 4) la producción y reproducción social, y 5) la espacialidad de la lucha de clases.

Unidad pensamiento-actividad:

el concepto en la práctica

El primer plano o aspecto estructurador que desarrolla la teo­ría de la producción del espacio es la unidad que en la prác­tica adquieren el pensamiento y la actividad. Es un momen­to fundamental de la unidad histórica por cuanto realza el papel particular constitutivo que cumplen los espacios men­tales -las reproducciones mentales del espacio- en la praxis espacial; dichos espacios, en el plano de la práctica política, se manifiestan explícitamente como ideologías espaciales. En este primer plano no se trata del problema teórico o episte-

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mológico sobre cómo descifrar adecuadamente el espacio, sino de examinar las formas vigentes de los conceptos-ideologías en la práctica social, es decir, de indagar las formas de su existencia práctico-política. Por ello se busca descifrar la diná­mica realmente existente de los conceptos vigentes del espa­cio en la praxis espacial histórica, y no evaluar su capacidad explicativa.

El riesgo que hay que evitar aquí es el que implica la su­posición de que la complejidad de la práctica es reductible a una condición de vehículo neutral del concepto; la unidad concepto-práctica exige el reconocimiento de las otras fuerzas vigentes que operan en la práctica, además del concepto. Ésta es la premisa materialista fundamental, la cual no niega el momento de la reproducción racional o intuitiva del mundo, sino que la encuadra en la actividad práctica y en la trama de líneas de fuerza de la socialidad humana como existencia real, práctica u objetiva del concepto en el tejido complejo de los asuntos de la vida en sociedad. Por ello la discusión sobre el conocimiento en el discurso crítico de Marx no está dada de manera inmediata como problema epistemológico sino como problema práctico. La discusión inicial no remite al tipo ade­cuado de concepto sobre el "espacio" para descifrar científica­mente el proceso de su producción, sino al que permita reco­nocer la vida histórica de los conceptos en este proceso como una de las fuerzas vigentes que le dan sentido. La teoría de la producción del espacio aborda los conceptos sobre el espacio históricamente vigentes en el capitalismo -sin que importe en primera instancia que sean epistemológicamente sólidos o frágiles, amplios o reducidos, rígidos o flexibles- para rastrear tanto la forma de su existencia en la práctica social como las consecuencias que acarrean en su amalgamiento a activida­des que afirman o alteran la forma espacial histórica.

El teoricismo desecha de entrada este momento necesario del método del discurso crítico de Marx, porque evalúa inme­diatamente la capacidad explicativa del concepto y restringe a ese momento su práctica científica; si en la evaluación epis­temológica resulta inadecuado por falaz, rígido o impreciso, simplemente lo hace a un lado e incluso lo califica de ideología -en su acepción de falsa conciencia contrapuesta a la concien­cia verdadera o científica-. Sin embargo, como concepto en la

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historia, su existencia práctica tiene consecuencias en la pro­ducción del espacio, independientemente de su cualidad epis­temológica, porque en su especificidad es parte constitutiva de la praxis espacial histórica y de las prácticas espaciales de las clases sociales y de los individuos particulares, los cuales son portadores de capacidades políticas de intervención en los ór­denes espaciales vigentes que no corresponden a la capacidad explicativa del concepto que las impulsa.

El concepto de espacio mental como instancia abstracta, vacía e impasible ante la historia, es la noción hegemónica y, como tal, la más ampliamente difundida en las prácticas espaciales de nuestra forma histórica; pero no, decíamos, por su capacidad explicativa o interpretativa, sino por su difusión generalizada en ámbitos sociales de la más diversa índole y por su supuestamente incuestionable eficacia pragmática. Así pues, su condición hegemónica como espacio mental no resul­ta de su mayor aceptación en instituciones académicas o de gestión gubernamental, sino porque desde él operan las fuer­zas políticas con mayor alcance práctico en la definición de la forma del espacio capitalista: las que emanan directamente en beneficio de las clases dominantes y hegemónicas, y muchas de las que emanan de las clases dominadas y subalternas.

No obstante, la unidad política del concepto en la práctica va más allá de la vigencia del espacio mental como agente he­gemónico. Además del concepto, mantiene vigencia social el código histórico de la praxis espacial, el cual en la práctica so­cial capitalista se expresa de manera políticamente negativa o enajenada; es decir: no se expresa en la forma de concien­cia o dirección políticas, y menos aún en la forma de concepto sobre el espacio, aunque indudablemente dirige y da sentido unitario al proceso histórico de su producción. ¿En qué consiste este misterioso código histórico implícito que se constituye en el agente estructurador común que define el proceso general de la producción capitalista del espacio en la ideología hege­mónica en nuestra sociedad histórica? En las relaciones mer­cantiles presentes tanto en la producción como en el consumo. En ellas no sólo se encuentra la clave de la emergencia del espacio mental en su forma histórica como espacio abstracto y vacío, así como las causas históricas de la engañosa aparien­cia de que los espacios particulares carecen de nexos o conec­tores constitutivos en la unidad social ; también se encuentra

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la esencia que descifra e l sentido políticamente suspendido así como la tendencia automática de la reproducción social y del proceso histórico de producción del espacio. Es decir, en el código histórico de la práctica social del intercambio mercantil se encuentran la clave política y el consenso común normali­zado que explica la génesis y la forma enajenada del espacio histórico capitalista; un factor que debe ser revertido por tra­tarse de lo que en última instancia define la ceguera histórica que "dirige" el proceso práctico de su producción social.

Unidad material práctica:

metabolismo material sujeto-objeto

El momento práctico del concepto es sólo una de las fuerzas que operan en la producción del espacio. La amalgama meta­bólica de las actividades presentes y las ya objetivadas en el pasado, son el segundo plano o aspecto de unidad en el que se estructura el espacio histórico; es decir, éste aparece aquí como la unidad que se establece entre la actividad práctica viva y la actividad históricamente objetivada en la materia. La teoría de la producción del espacio reconoce la unidad histórica del mundo físico o material de la sociedad, pero sin confundir el presente con el pasado, ni la práctica espacial viva con la pasada, es decir, con el espacio material. Aunque tampoco los antagoniza, ni los separa en el tiempo, porque en cuanto constituyentes de la unidad del proceso productivo interesan sus factores subjetivos y objetivos, tanto como su resultado (Marx, 2001 y 2001b). Mientras que sus elementos simples son las prácticas espaciales vivas y el espacio mate­rial -como objeto y medio de su propia producción-, el proceso general de la producción del espacio muestra al espacio histó­rico no sólo como resultado material sino como la unidad del proceso histórico de su producción.

El espacio material contiene prácticas espaciales objetiva­das y además soporta prácticas espaciales vivas, es decir, las contiene, pero no de manera externa sino como agentes cons­titutivos y dinámicos de la misma unidad social, del proceso de producción del espacio. La forma de la praxis histórica defi­ne una identidad social y el sentido de su comportamiento, un telos histórico; la práctica viva afirma o cuestiona a una y otro,

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pero además se objetiva en el mundo de la physis como con­dición material de reproducción y de libertad humana. Pero no a pesar de la materia, como suponen filosofías humanistas e idealistas, sino gracias a ella y en los marcos objetivos que ésta le brinda como posibilidad. El espacio material concentra prácticas pasadas de múltiples profundidades históricas, por lo que sincroniza la convivencia material de muchas tempora­lidades históricas con la legalidad del mundo físico. Y es que el espacio material es a un tiempo social y natural; un espa­cio que expresa la interrelación vigente de la actividad social trasformadora, históricamente objetivada y acumulada, y la legalidad "natural" del mundo físico. De esta manera, el espa­cio histórico como unidad metabólica es la convivencia históri­ca sincronizada en el presente de las prácticas espaciales con el espacio material; es decir: es la convivencia de la actividad espacial propiamente dicha y las prácticas espaciales previa­mente objetivadas en el mundo físico. Es el espacio material en toda la complejidad de fuerzas que cohesiona.

El momento político en este plano necesita dar cuenta del espacio material, pero no sólo para explicar su producción par­ticular sino para descifrar en su dinámica la forma histórica de autodeterminación espacial; de ahí que en el momento de la práctica política se juegue uno de los elementos esenciales de la utopía de la praxis espacial revolucionaria: la posibili­dad social de autarquía material. Un momento político crucial por tratarse de las posibilidades objetivas para transformar la forma capitalista como unidad histórica. Y esto porque las prácticas que se objetivan en el espacio material son autode­terminaciones sociales en el marco de lo materialmente po­sible y necesario para la reproducción. Y por ello no sólo son condiciones fundamentales para la reproducción social, sino también para el ejercicio práctico de la libertad verdadera­mente humana.

Unidad espacial del trabajo social:

división territorial del metabolismo

Al abordar la unidad del metabolismo material histórico a que se refiere Marx en su Contribución a la crítica de la economía política, surge el tercer plano o tercer aspecto esencial de la

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unidad del proceso de producción del espacio: la espacialidad del metabolismo material o del trabajo histórico, es decir, el orden o desorden del espacio histórico que se configura global­mente por medio del trabajo tal y como acontece en la sociedad capitalista: dividido, especializado, confrontado, pero a la vez articulado socialmente en una tejido cada vez más complejo de interdependencias, determinaciones mutuas y competencias recíprocas que alcanza la escala planetaria. El orden espacial de la unidad histórica capitalista es la división territorial y es­pacial del trabajo que se ha traducido en la forma capitalista de cohesión, simultaneidad y sincronía de todos los espacios o porciones particulares del metabolismo histórico. En ella, en la división territorial del metabolismo, las fronteras se re­velan no como límites entre espacios yuxtapuestos sino como nexos o articulaciones espaciales entre las unidades espacia­les particulares que constituyen, decíamos, el orden global del espacio histórico.

Sería un error suponer que los espacios particulares son espacios yuxtapuestos o superpuestos sin ligas o nexos de re­lación; todos ellos, en su constitución, se encuentran ya es­tructurados -transformados, sesgados y reprimidos e incluso potenciados o directamente generados- por la unidad espacial capitalista. Pero no es un tipo de estructuración que los armo­nice u homogeneice, porque si bien operan elementos comunes que los relacionan como procesos espaciales articulados, en la producción del espacio operan múltiples prácticas espaciales -cada una de ellas con alcances diferenciados de escala- que detonan, a su vez, diferencias y contradicciones. La clave está en reconocer que la forma histórica de cohesión, articulación y sincronía entre los espacios es lo que da forma a la espacia­lidad u orden espacial del metabolismo.

Este tercer plano de la unidad espacial del metabolismo histórico en el proceso de producción del espacio, es el momen­to de vigencia de la forma y la escala en que opera la articula­ción espacial material de la sociedad histórica capitalista: el espacio global. Escala mundial de la sociedad histórica que co­menzó a constituirse a partir de la emergencia de la sociedad mercantil y que se ha estructurado en un tejido mundial de intercambios cada vez más complejo; éste, ya avanzado el pe­riodo propiamente industrial del capitalismo, generaría ade-

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más la articulación y homogeneización global de las fuerzas productivas, homogeneización en la que realmente tiene lugar la transformación de la materia global del proceso productivo en cada uno de los espacios particulares, así como la articula­ción global de éstos como división territorial técnica del me­tabolismo material global. De ahí que este tercer plano sea a la vez la cohesión espacial estructuradora de la unidad y el detonador de sus diferencias espaciales o de especializaciones productivas. La producción propiamente capitalista, su unifi­cación histórica en las relaciones mercantiles y la expansión de las fuerzas productivas materiales hasta la afirmación his­tórica de una sola familia tecnológica o campo instrumental hegemónicos, es lo que se articula y mantiene vigencia como tercer plano de la unidad del espacio histórico. Nos referimos puntualmente al momento en que la teoría de la producción del espacio reconoce la subsunción material y real del espacio mundial por el proceso de trabajo en el capital.

Este espacio material de las fuerzas productivas -espacio capitalista global de la producción de toda la sociedad- define materialmente la propia forma de articular y unificar tanto la producción mundial como, por lo mismo, el metabolismo material histórico en su conjunto. Éste, conforme define in­tensidades y cualidades de flujos, y mientras fomenta o define localizaciones, concentraciones, densidades y dispersiones, también expresa la vigencia histórica de una racionalidad abstracta y pragmática que favorece la consolidación de es­pacio mental como espacio práctico abstracto, y con ello la vigencia histórica de un tipo de práctica espacial y de un es­pacio material con las mismas características. Esta tendencia histórica no sólo refleja la producción en cuanto tal, sino que deja en claro la vigencia de la lucha de clases en el proceso productivo así como la situación de la relación de fuerzas que se establece tanto en el momento productivo en general y en la forma de la división territorial del trabajo como en la produc­ción del espacio. La articulación espacial global, en cada una de sus escalas, sirve a la producción de capital y a la clase que lo encarna. Y al tratarse de la cualidad histórica estructura­dora a escala mundial, es desde ella que se establece la forma y el sentido del espacio histórico a favor de esta clase.

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Lo interesante aquí es que el orden espacial de la produc­ción mundial, es decir, a la división territorial del trabajo en todas sus escalas, no sólo es resultado de una tendencia histórica ajena a la voluntad política, sino que desde el si­glo pasado es un producto social al que se da forma propia­mente política, es decir, al que se configura de acuerdo con sentidos políticos específicos; no es pues sólo la secuela de la tendencia histórica que establece el proceso ciego de acu­mulación de capital. Así pues, la manipulación política de la forma en que se articulan la red espacial y cada uno de sus nodos se ha convertido en un instrumento explicito para la producción y, por eso mismo, en un instrumento político de la propia lucha entre clases. Las prácticas de ordenadores te­rritoriales en todas sus escalas -actividades políticas que in­tervienen en este orden de acuerdo con el sentido que imprime la producción- reflejan la existencia práctica de esta herra­mienta en la praxis espacial propiamente política al servicio de las clases dominantes en la lucha de clases. La clave está en comprender que lo que se interviene no es sólo el entorno inmediato sino la forma en que los espacios particulares per­tenecen al espacio histórico, la forma de articulación espacial entre ellos, y el propio entretejimiento del espacio histórico.

Unidad espacial de la producción y el consumo:

producción y reproducción social

El cuarto plano o aspecto en que se estructura la unidad del proceso de producción del espacio, es la articulación del mo­mento de la producción con el de la reproducción de las re­laciones sociales . Este acoplamiento implica la necesidad de profundizar aún más en el metabolismo material como repro­ductor de la sociedad, reconociéndolo como un ciclo donde no sólo se produce, intercambia y distribuye lo producido, sino donde se reproduce la organización social misma, es decir, las relaciones sociales que son la condición sine qua non de este proceso. La producción del espacio evidencia la forma histó­rica en que se sincronizan la producción y el consumo de la sociedad en el seno de un orden espacial histórico que los co­hesiona en un mismo entramado espacial como dos momentos distintos y necesarios. Una trama que genera espacios par-

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ticulares para la producción, la circulación y el consumo, al mismo tiempo que los articula y los hace coincidir. Este cuarto plano de unidad es el que muestra la coexistencia contradicto­ria de la articulación racional, pragmática y funcional de los espacios de la producción con la fragmentación espacial caóti­ca del consumo; y de la reproducción de las relaciones sociales de la sociedad histórica con su desorden espacial.

Ambos momentos, la producción y la reproducción, gene­ran espacialidades particulares concretas diferentes entre sí, pero no independientes. Los espacios de la reproducción de las relaciones sociales , es decir, los del cambio y el consumo, son los que se caracterizan por contener prácticas rutinarias fragmentadas -en las que reinan el desorden de la propiedad privada y la indiferencia- que generan la ilusión de indepen­dencia o yuxtaposición tanto de los espacios para la produc­ción y la reproducción como de las clases y los individuos. Sin embargo, es en estas prácticas de afirmación y normalización de lo cotidiano donde la producción encuentra su realización; sobre todo, son estas prácticas fragmentadas que reproducen las relaciones sociales necesarias para la producción racional y su orden espacial global.

El momento de la reproducción que se establece en los es­pacios no productivos -los de la vida cotidiana- es un momen­to político prioritario para la teoría de la producción social del espacio. Consiste en reconocer el potencial revolucionario que se juega en los espacios del cambio y el consumo; aunque en ellos se afirman y reproducen las relaciones sociales en la vida cotidiana, también posibilitan una intervención política sustancial que altere la forma histórica de la sociedad. Éste fue un momento político marginado por la estrategia políti­ca oficial del movimiento socialista del siglo pasado, que sólo reivindicó como "verdaderamente" revolucionario el momen­to de la producción. La recuperación de este momento políti­co marginado implica un reto fundamental: para generar la fuerza política necesaria es imprescindible reconocer primero la condición primordialmente conservadora de las prácticas repetitivas de la vida cotidiana, así como de la forma histórica atomizada que afirman; es en ellas donde sigue latente un ca­mino para revertir la fragmentación de estos espacios y la for­ma de unidad que establecen con el momento de la producción.

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Unidad espacial de la política:

espacialidad de la lucha de clases

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El quinto plano o aspecto en que se estructura la unidad del proceso de producción del espacio es la unidad de la política. Refiere, en primer lugar, a la cohesión que mantiene la espe­cificidad política de los cuatro planos anteriores como momen­tos vigentes en la lucha de clases: se trata del papel que cumple el espacio mental como ideología espacial hegemónica que da sentido a las prácticas espaciales históricas propiamente polí­ticas, así como de la posibilidad de edificar una ideología que le dispute a la hegemónica el ejercicio práctico de autodeter­minación material de los espacios particulares y de sus nexos; es decir: una ideología que pueda disputar a las clases hege­mónicas el sentido práctico de intervenir en la forma de las divisiones territoriales del trabajo con miras a transformar el tejido espacial de la producción y reproducción social de la unidad histórica capitalista.

En segundo lugar, la unidad política del espacio histórico pone de manifiesto la vigencia de la politicidad social capita­lista cuando se observa en conjunto. Este es un aspecto al que nos aproximamos en la primera sección de este ensayo, cuan­do expusimos los dos niveles propiamente políticos de concre­ción y vigencia del espacio en la unidad histórica: como campo histórico de disputa política, el cual establece su objetivación como escenario dinámico y asimétrico que determina la lucha entre clases sociales ; y como instrumento político, teórico y práctico en este proceso. Se trata ahora de verlos en su unidad en el plano político y de reconocerlos bajo la forma histórica de sociedad política o Estado, para entender la contradicción que desgarra a esta figura: aunque es la concreción de las fuerzas políticas de toda la sociedad, es a un tiempo la concreción po­lítica del capital en oposición a las clases dominadas.

En tanto que campo de disputa política, el espacio sintetiza y cohesiona los momentos de la lucha de clases que se estable­cen particularmente en los cuatro planos anteriores; sin em­bargo, el espacio político contiene su propio orden espacial de manera específica. Expresa de suyo un orden que da centrali­dad al poder político, el cual privilegia y articula los espacios particulares que lo afirman, mientras que margina y excluye a los que lo banalizan o cuestionan. Incluso para todos aquellos

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que cuestionan la forma histórica, el factor diferenciador pro­piamente político del espacio genera espacios particulares de exclusión o "muerte" social. Dicho en una frase: la forma del espacio histórico en este quinto plano de unidad propiamente política expresa la especificidad de la lucha entre clases como factor que diferencia, articula y jerarquiza espacios particula­res, y descubre en el Estado -en su momento de encarnación política del capital como clase- la principal fuerza política que interviene en el orden del espacio social histórico.

Y es que las consecuencias de que el espacio histórico sea un campo asimétrico de disputa política que presenta condi­ciones favorables para las clases dominantes, no se agotan en las condiciones de posibilidad diferenciadas para prácticas políticas particulares de acuerdo con su clase y localización en este orden espacial. Se trata también de considerar la es­pecificidad de las prácticas políticas que en la intervención del espacio encuentran un instrumento político, sus alcances de escala y, sobre todo, su sentido histórico; es decir: una prác­tica espacial propiamente política puede afirmar la tendencia del espacio histórico o bien cuestionarla ejerciendo actividades espaciales en sentido contrario. De ahí la famosa tríada con­ceptual que pone en primer lugar la práctica espacial o espa­cio percibido como comportamiento conjunto y tendencia! de la sociedad histórica. Práctica espacial histórica que contiene a la vez dos tipos de prácticas espaciales particulares propia­mente políticas: el espacio concebido y el espacio vivido. El espacio concebido -o representación del espacio-, puesto en segundo lugar en la tríada, por su parte refiere a las prácticas espaciales particulares articuladas a la ideología hegemónica del espacio mental, las cuales intervienen la forma espacial afirmando su sentido, ya sea al reconfigurar espacios particu­lares o bien al modificar las articulaciones entre ellos. Final­mente, puesto en tercer lugar, el espacio vivido -o los espacios de representación-, refiere a las prácticas que afirman ruti­nariamente sus espacios particulares y, con ellos, un orden particular del espacio histórico, conforme viven pasivamente las alteraciones en las conexiones espaciales que provienen de las prácticas de intervención del espacio concebido.

De ahí la importancia política de identificar la manera en que el espacio sirve a la hegemonía; las prácticas espacia-

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les particulares, sin importar su escala o el sujeto que las despliegue, toman como condición establecida el estado ac­tual del espacio material; y aun cuando pongan en cuestión la singularidad de su espacio vivido, de manera contradicto­ria sus prácticas espaciales cotidianas reproducen la forma y afirman el sentido necesario de las relaciones sociales que reproducen el espacio histórico. Por eso la ideología hegemó­nica es el espacio concebido o la representación del espacio como espacio mental vigente en las prácticas que afirman el sentido y la forma abstracta del espacio histórico. Definida principalmente en el momento pragmático y racional de la pro­ducción, la ideología espacial hegemónica organiza y sincroni­za los diversos espacios vividos o espacios de representación que afirman y normalizan de múltiples maneras las relaciones sociales vigentes. Y por ello, se trata de un tipo de práctica espacial, que corresponde a los espacios vividos, que mantiene pasividad ante las articulaciones instrumentadas durante las prácticas del espacio concebido y, sobre todo, ante la cohesión espacial enajenada de las relaciones mercantiles y la unifica­ción de las fuerzas productivas.

La unidad política es finalmente el sentido revolucionario de la teoría de la producción social del espacio: una ideología que edifica dicha unidad como utopía posible. Porque en su forma asume como propósito cimentar un proyecto de sociedad que incluya un orden espacial común. Y es que como momento necesario para la revolución, esta teoría profundiza la lucha de clases en el plano ideológico hasta el horizonte de la uto­pía espacial necesaria para la revolución socialista: el espacio diferencial.

La teoría de la producción social del espacio pugna por su aceptación como ideología que define una utopía posible para la sociedad histórica; ideología que ve en el espacio no sólo su concreción sino un instrumento político. Se trata de una propuesta política que ha entendido que el espacio histórico capitalista no está vacío, que no es neutral ni inocente sino un campo de confrontación política favorecedor del dominio y la hegemonía; es un espacio histórico que deja percibir la trama asimétrica en favor de las clases dominantes durante la lucha de clases, y que descubre su vigencia como instrumento polí­tico que inclina aún más la asimetría política en detrimento

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de las clases dominadas. De ahí que la apuesta política revo­lucionaria de esta propuesta consista en reivindicar el espacio como una fuerza política vigente en la unidad histórica, una fuerza que hasta ahora no ha sido lo suficientemente recono­cida por el propio movimiento revolucionario ni por las clases dominadas y subalternas organizadas bajo otros proyectos po­líticos. La aspiración revolucionaria de este discurso crítico sobre la producción del espacio -aspiración presente en el dis­curso crítico de Marx- es la de constituirse en una herramien­ta que fortalezca la capacidad de intervención política en la sociedad capitalista; que ayude a edificar una utopía posible dando los elementos necesarios para pugnar por ella, y que ayude a inclinar la balanza política en el campo de batalla de la lucha de clases a favor de la revolución.

Bibliografía

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LO GEOPOLÍTICO Y EL SUJETO HISTÓRICO CAPITALISTA

Insistimos en la pertinencia de reconocer los saberes y las prácticas geopolíticas como cualidades históricas de la pro­ducción y reproducción social. En entregas anteriores nos he­mos centrado · en rescatar el carácter geopolítico del proceso general de producción del espacio y, por cuanto dicho carácter es una cualidad dinámica de la praxis espacial, en mostrarlo como un agente particular de libertad humana (León, 2011 ; 2012). Esto lo hemos teorizado aquí como praxis espacial ex­plícitamente política o praxis geopolítica. Hemos hecho propio el reto que hace cuatro décadas lanzó Henri Lefebvre (1976) al insistir en que si queremos descifrar el espacio social es necesario espacializar los procesos sociales vinculados a una práctica social, y no sólo localizar una actividad o una forma social particular en un entorno. En este trabajo asumimos el reto de espacializar la praxis política o, más específicamente, el de caracterizar las determinaciones de ida y vuelta que se establecen a partir de las intervenciones políticas en un tipo peculiar de órdenes que rigen la convivencia humana: los órde­nes espaciales o geográficos. Por ello, de entrada nos pusimos a distancia de los debates que conciben lo geopolítico como una mera estratagema ideológica que ha justificado expansionis­mos y genocidios, o como un mero punto de vista científico -o pseudocientífico- que asume como objeto propio de análisis la disputa entre Estados o entre capitales privados por el control de territorios.

En la primera sección de este trabajo presentamos una síntesis de algunos puntos tratados en trabajo anteriores, y

construimos y teorizamos la noción de lo geopolítico al tran­sitar de la consideración del conflicto geopolítico al examen de los procesos de intervención política que alteran la forma y el

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sentido de órdenes espaciales o geográficos diversos. Ayudados por la crítica de la económica política y de sus desdoblamientos como filosofía de la praxis (Sánchez, 2003) y como teoría de la producción del espacio (Lefebvre, 2014), en sus dos primeros apartados adelantamos un balance de lo que implicaría pen­sar lo geopolítico siguiendo la noción de lo político propuesta por Bolívar Echeverría; en primer lugar desagregamos los sa­beres y las prácticas de índole geopolítica como dos cualida­des inherentes a los procesos geopolíticos, para articularlas, en segundo lugar, a los elementos generales de la teoría de la producción y la reproducción social en que nos ha enseñado a pensar Marx. En el tercer apartado presentamos el primer acercamiento a la forma histórica capitalista desde una pro­puesta que teoriza el comportamiento escalar de los procesos geopolíticos particulares que constituyen su unidad histórica global. Ello con miras a que, en el último apartado de esta pri­mera sección, reconozcamos la alteración de la base material de los órdenes espaciales como determinante social indispen­sable, la cual emerge de los procesos geopolíticos como posibili­dad efectiva de autarquía espacial, es decir, como alteraciones o reacomodos locales y regionales -superpuestos e interdepen­dientes- de los órdenes espaciales de la materialidad social.

Con lo anterior, en la segunda sección del trabajo abrimos la discusión respecto al sujeto histórico, individual y colectivo, de la geopolítica, aquel que a partir de su praxis política altera o establece una nueva normalidad en sus órdenes espaciales y geográficos, alterando asimismo con ello su manera peculiar de articularse y de pertenecer a la unidad histórica. En el pri­mer apartado discutimos la unidad social como sujeto general de la geopolítica, al que corresponde un orden espacial gene­ral; mientras que en el segundo abrimos la discusión sobre la forma de reconocer las sujetidades particulares, tanto en su sujeción a un lugar singular de trama histórica de órdenes de socialidad como en su necesidad de afirmación identitaria durante su praxis política.

En la tercera y última sección de este trabajo adelantamos dos hipótesis de trabajo sobre las consecuencias de teorizar lo geopolítico desde los marcos del discurso crítico de Marx en caso de que se considere al Estado como unidad social históri­ca capitalista concreta. Aquí resaltaremos particularmente la

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unidad general de las fuerzas políticas como campo de fuerzas geopolítico, así como la vigencia de los tres órdenes espaciales concretos en que se estructura de manera elemental la espa­cialidad capitalista. Tres órdenes espaciales superpuestos que son al mismo tiempo tres formas de convivencia espacial y tres momentos de complejización de la forma espacial concre­ta de la unidad capitalista.

Lo geopolítico en la producción

y la reproducción social

En otras oportunidades hemos expuesto los elementos simples que a nuestro juicio constituyen las bases de una teoría sobre la geopolítica de la reproducción social. Aquí presentamos una síntesis de algunas ideas ya expuestas y avanzamos en su teorización ampliando nuestra noción sobre lo geopolítico. En nuestra primera propuesta reflexionamos exclusivamente sobre conflictos geopolíticos que se suscitan entre procesos de espacialización particulares de reproducción social, por lo que ahora reflexionaremos sobre la sustancia de estas prácticas y ampliaremos la noción de lo geopolítico definiéndolo como la intervención política en órdenes espaciales o geográficos de acuerdo con intereses y capacidades generales o particulares; es decir, concibiéndolo como alternaciones y normalizaciones políticas de la forma de cohesión espacial social o del conjunto de vínculos espaciales que el sujeto histórico establece consigo mismo y con la naturaleza en todas las escalas y en todas sus individuaciones particulares.

En esta primera sección del ensayo teorizamos nuestra noción de lo geopolítico haciendo abstracción del sujeto indi­vidual o colectivo que lo ejerce, y en el último apartado reali­zaremos una primera aproximación al sujeto en su unidad y forma histórica: la sociedad capitalista.

Unidad entre el saber geopolítico

y las prácticas geopolíticas

Los procesos geopolíticos son cualidades particulares de la praxis social que en su unidad amalgaman saberes y prácti-

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cas de carácter geopolítico que se determinan y constituyen recíproca y simultáneamente. De ahí que en primera instan­cia pensemos que es un equívoco reducir lo geopolítico al mero punto de vista de una disciplina o rama científica, como la ciencia política, la sociología política o la geografía política, al igual que lo es suponer que para que se constituya en un saber científico debe en cierta forma mantenerse aislado de la práctica social -premisa que abre el debate sobre su consti­tución como saber científico, no científico o pseudocientífico-. Estamos convencidos de la conveniencia de reconocer que todo proceso geopolítico puede ser descifrado de varias maneras, y sobre todo de que la propia forma y sentido de la praxis geopo­lítica contiene saberes que se definen a partir de las condicio­nes sociales de las que dicha praxis surge, así como a partir de los intereses de intervención de los sujetos que la ejecutan. Es por ello que los procesos geopolíticos, como cualidades parti­culares de las relaciones sociales, pueden ser teorizados y es­tudiados, pero sobre todo dirigidos y realizados por múltiples sujetos sociales particulares, ya sean comunidades científicas o no científicas, gobiernos, ejércitos o empresas, o bien sujetos de la sociedad civil organizada, comunidades locales, gremios, géneros o etnias.

Al referirnos de manera específica a los saberes geopolí­ticos, estamos igualmente convencidos de que es equivocado suponer que no son saberes científicos, o que se manifiesten como saberes que sin llegar a serlo se hacen pasar por cien­tíficos; este equívoco se debe a que en el siglo pasado un tipo de saber geopolítico buscó legitimar el proceso violento de ex­pansión imperial de la Alemania Nacionalsocialista. De ahí que sea imprescindible liberar a los saberes geopolíticos de su condición exclusiva de discurso seudocientífico basado en el darwinismo social y en cierto determinismo geográfico de corte mecanicista, 5 y que en consecuencia sea también ne­cesario liberarlos de su consideración exclusiva como recurso ideológico desde el que aún hoy se intenta legitimar expan­sionismos, racismos y genocidios bajo supuestos argumentos

6 Ambas características aún peligrosamente presentes en varias corrien­

tes conservadoras de las ciencias sociales de nuestros días y no sólo en el

estudio de los procesos geopolíticos.

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científicos. Continuar la crítica a lo geopolítico por la vía de su desacreditación científica -porque el discurso geopolítico imperial nazi contenía una ideología expansionista que la justificó como un supuesto proceso natural- queriéndolo o no legitima a su vez la ideología dominante de supuesta neutra­lidad y objetividad de la ciencia. 6 Por ello, al manifestar la imposibilidad de la neutralidad del saber, reconocemos que sin importar su cualidad -si fuera científico, sin considerar su solidez y procedencia teórica-, el saber geopolítico se encuen­tra amalgamado a prácticas geopolíticas o de intervención en la forma de los órdenes espaciales y territoriales de acuerdo con diversos sentidos políticos particulares. Aunque hay que decir también que por ningún motivo esto implica ignorar las estratagemas científicas puestas al servicio del dominio o el expansionismo imperial.7 Aquí sólo adelantamos la premisa

6 En realidad de continuar por la línea de discusión de lo geopolítico como

una perspectiva de conocimiento, aumentaría el riesgo de perder el rumbo de

nuestra empresa de teorizar lo geopolítico desde el marco del discurso crítico

de Marx. La afirmación de que la geopolítica no es un saber científico porque

estuvo, y sigue estando, al servicio del interés expansionista de estados impe­

riales descansa en una premisa ontológica de supuesta neutralidad y pureza

del saber científico, que contradice el corazón de toda teoría y discurso crítico.

Separar y antagonizar a los procesos sociales de la reproducción racional o

intuitiva del mundo, tiene como consecuencias, en primer lugar, que no se

capta el papel activo de las representaciones en la praxis social, porque al

reducirla a una mera condición de instrumento se crea la apariencia ingenua

de la posibilidad-necesidad de un saber puro y neutral. La segunda conse­

cuencia es que además se pierden de vista las circunstancias históricas y los

procesos concretos de los que surgen este tipo de saberes. En nuestro enten­

der no existe conocimiento científico o no científico, crítico o conservador, que

no esté incorporado dinámicamente en la vida práctica y entonces desde esa

perspectiva que de sí no constituya una ideología, es decir, que no se articule

a los sentidos particulares de la praxis social, sean egoístas o comunitarios,

hegemónicos o subalternos, dominantes o marginales. Por lo que este anta­

gonismo trata de una separación artificial de dos cualidades u horizontes in­

separables de la praxis social. Ver, por ejemplo, el clásico e indispensable

trabajo de Adolfo Sánchez Vázquez (2003).

7 En este escenario se trataría en realidad de disputar otra forma de

cientificidad que no reproduzca la ideología de neutralidad, objetividad y ex­

terioridad de la ciencia hegemónica y sus postulados teóricos. Por ejemplo,

la crítica propuesta por Carlos Marx como método científicamente correcto,

inaugura otra forma de cientificidad que no se fundamenta en los principios

de la ciencia positivista.

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de que las formas de conocimiento o reproducción racional del mundo son factores dinámicos de la praxis espacial que expre­san su forma histórica, y que en su especificidad contribuyen a la definición de formas y sentidos de procesos geopolíticos y órdenes espaciales.

No reconocerlo así ha acarreado al menos dos reduccionis­mos terribles para la geografía y las ciencias sociales en su conjunto. En primer lugar, al reducir o confundir una cuali­dad de los procesos sociales con una rama de la geografía polí­tica o de la ciencia política, se ha perdido la capacidad crítica de percibir lo específicamente geopolítico en el rico horizonte de temas tradicionalmente estudiados por estas ramas cien­tíficas. 8 En segundo lugar, lo que nos parece aún más preocu­pante, también se ha perdido la capacidad de percibir crítica­mente y de dar cuenta científica de los procesos geopolíticos a que dan vida diversos sujetos sociales particulares, además de las clases en el gobierno. Estas capacidades son imprescindi­bles para teorizar y estudiar dichos procesos científicamente, no desde un naturalismo mecánico o biologicista, sino desde aparatos críticos como el que nos proporcionan, por ejemplo, el materialismo histórico y la crítica de la economía política.

Procesos geopolíticos en su forma general

¿Qué podríamos identificar en los procesos geopolíticos si atendiéramos sólo a su condición de cualidad particular -o

de conjunto de cualidades- de la praxis social, haciendo re­sueltamente un lado la discusión que los reduce al uso ideoló­gico que intentó legitimar expansionismos desde una matriz mecánico-naturalista? En primer lugar -abstrayéndonos en este apartado del sujeto histórico y de los sujetos particulares que ejercen la geopolítica- proponemos delimitar lo geopolíti­co desde la propuesta que Bolívar Echeverría presenta en su

8 Temas que por cierto, no son de propiedad exclusiva de esta disciplina,

ya que aspectos como el Estado, los movimientos socio-territoriales, las sobe­

ranías nacionales y populares, las fronteras administrativas, el expansionis­

mo, la dominación, entre otros, son sujetos y procesos de la realidad histórica

que desde diversos ángulos se estudian y teorizan por distintas disciplinas y

ramas del saber científico.

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ensayo Lo político e n la política (1998b) , donde "lo político" se define esencialmente como "la capacidad de decidir sobre los asuntos de la vida en sociedad", es decir, como la capacidad de fundar o de alterar la normalidad que rige la conviven­cia humana interviniendo en la configuración de los distintos órdenes de socialidad que gobiernan las relaciones interindi­viduales e intercolectivas. Identificamos puntualmente lo pro­piamente geopolítico en el ejercicio de un tipo particular de prácticas políticas -las que directa o indirectamente institu­yen o reorganizan un tipo igualmente peculiar de órdenes de socialidad: los que nos cohesionan geográficamente y definen espacialmente nuestra convivencia-. Estas prácticas, vistas desde la teoría de la producción del espacio, serían las que dan forma y sentido a la espacialidad de la sociedad histórica, es decir, a los procesos políticos que intervienen o afirman al con­junto de vínculos espaciales que el sujeto histórico establece consigo mismo y con la naturaleza en todas las escalas. Esto nos llevará a entender por qué la lucha por territorios es tan sólo el momento del conflicto que se establece entre dos o más prácticas espaciales particulares que apuestan por alterar o afirmar sus órdenes espaciales de acuerdo con sentidos políti­cos contradictorios.

Conforme a la unidad indisoluble que en la praxis social mantienen las formas de representación y la actividad prácti­ca (Sánchez, 2003), podemos deducir inicialmente que existen dos grandes ejes para descifrar lo específicamente geopolíti­co en los procesos sociales históricos : los discursos o saberes geopolíticos, y las prácticas geopolíticas. Los primeros englo­barían los conocimientos científicos y no científicos, sin que resulte determinante el hecho de que justifiquen y fortalezcan determinadas prácticas, o bien que las denuncien y contra­rresten, y sin que sea primordial que de manera explícita se autonombren o no como geopolíticos. Lo sustancial es su pre­tensión básica de participar en la alteración de los órdenes es­paciales de acuerdo con una propuesta particular de inserción en la reproducción social, sea en franca contradicción o con­flicto con otro saber geopolítico, o bien inmersos en el campo de fuerzas geopolítico de la totalidad socio-histórica en cual­quiera de sus escalas. Por ello aquí pueden incluirse segmen­tos importantes de diversas ciencias -la geografía, la ciencia

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política, la economía, la biología y la geología, entre otras­pero también del saber gubernamental, militar y empresarial, así como de los saberes que emergen del resto de la sociedad en sus múltiples formas de articulación y prácticas políticas.

A las prácticas geopolíticas habría que identificarlas y descifrarlas directamente en la acción trasformadora de los sujetos políticos que busquen alterar su espacialidad, ya sea concibiendo un proyecto para hacerlo o bien llevando a cabo una reconfiguración espacial efectiva. Pero al igual que los sa­beres geopolíticos, han de ser prácticas dirigidas a alterar su socialidad a través de la manipulación de sus órdenes espa­ciales de acuerdo con la escala espacial de su unidad social particular. Uno y otra -el saber y la práctica- considerados de manera parcial o conjunta y sin que sea indispensable que se trate de un sujeto particular definido quien los encarne -elases dominantes o dominadas, hegemónicas o subalternas- y, so­bre todo, sin que sean definitorias sus formas de legitimación -eonsensuales o impositivas- ni las escalas de su actividad práctica -local, regional, estatal, internacional o global-.

Lo geopolítico es entonces un saber espacial estratégico; pero indiscutiblemente y sobre todo es además una práctica espacial con las mismas características. Uno y otra -el saber y la práctica- correspondiéndose y conformándose entre sí como una cualidad inherente a la praxis social: la praxis geopolíti­ca. No hay contradicción en ello, y podemos entender que sea una cualidad de la realidad social que se reconozca y teorice de múltiples maneras, ya sea como tema de estudio científico o bien como saber estratégico de aparatos e instituciones estata­les y empresariales. Por ello nuestra insistencia en reconocer que lo geopolítico, en tanto que cualidad particular de la pra­xis social, es al mismo tiempo representación, discurso e ideo­logía; sentido, interés y proyecto, pero también instrumento y actividad práctica trasformadora de los procesos políticos que espacializan y normalizan alteraciones conforme a propuestas particulares de cohesión espacial. Como tendencia general, se trataría de un tipo de praxis social que conforme interviene en sus órdenes espaciales altera su propia forma; es decir: la alte­ra al conferir concreción espacial a su propuesta de producción y reproducción como proceder particular que define una figura

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también particular de autarquía espacial y de inserción en la producción y reproducción social conjunta.

Las formas de estos órdenes espaciales reflejan a la vez que definen, en su sentido más general, la manera en que geográficamente mantiene vigencia, cohesión y sentido la he­terogénea unidad que se establece entre la producción y el consumo de una sociedad histórica: el orden espacial del modo de producción. Este orden expresa los centros y periferias de la unidad histórica global, así como las densidades y disper­siones de procesos particulares contenidos en cada porción o lugar del espacio histórico. Estos órdenes espaciales definen el vínculo y la forma en que participan en el proceso de produc­ción y reproducción social al establecer usos, competencias y

jerarquías entre los espacios, y también, desde luego, las con­tradicciones que se despliegan entre éstos. Por ello, al igual que los órdenes particulares donde se despliegan la produc­ción y la reproducción de las relaciones sociales de producción, los órdenes espaciales también garantizan la unidad interna del consumo y de la reproducción de las relaciones sociales de reproducción. 9

Debido a esta última afirmación nos interesa reconocer la existencia de dos tipos básicos de procesos geopolíticos que se manifiestan en los ritmos lentos de la vida social cotidiana y

que aparecen como disímiles, pero que en realidad se com­plementan y necesitan reciprocamente. Los primeros resultan más visibles, y los segundos causan la impresión de no poseer las características necesarias para ser reconocidos como pro­piamente geopolíticos: los primeros son los que se despliegan durante las prácticas de intervención y alteración de la forma espacial, y los segundos son los que cristalizan socialmente di­chas alteraciones, normalizándolas como nuevas formas espa­ciales al desplegar prácticas espaciales cotidianas. Diríamos, inspirados en los términos propuestos por el propio Bolívar Echeverría, que el primer tipo de procesos es el que da cuerpo a la "geopolítica real", como actividad efectiva trasformadora

9 Otro tanto habría que decir además de las correspondencias entre el

campo y la ciudad, entre los diversos centros de poder político y los espacios donde se despliega o también entre los lugares de consenso común y los es­

pacios en disputa.

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de los órdenes espaciales, y que el segundo tipo afirma las transformaciones como nueva normalidad espacial: la "geopo­lítica imaginaria" o la "a-geopolítica". 1 0

Unidad social histórica y escalas de lo geopolítico

Indudablemente nos encontramos en una forma social don­de la socialidad ha quedado entretejida globalmente en una única unidad histórica y geográfica, aunque no por ello libre de tensiones y contradicciones; una unidad que desde cual­quier punto de vista -político, cultural o productivo- está le­jos de ser homogénea. La tendencia histórica de constitución del mercado mundial no ha sido otra cosa que la expansión espacial violenta de la dominación capitalista sobre las diver­sas formas sociales previamente existentes. Articulándolas de manera paulatina o vertiginosa, y aprovechando sus cualida­des diferenciadas en lo local y lo regional, dicha dominación incorporó funcionalmente cada una de estas formas al orden espacial global del modo de producción capitalista y de repro­ducción de sus relaciones sociales. Ello configuró y cohesio­nó en una unidad espacialmente heterogénea la densidad de medidas espaciales del capital, de concentraciones y disper­siones de sus componentes orgánicos, los modos y medios de producción particulares, así como la enorme red que entreteje la división técnica, social y territorial del trabajo a escala in­ternacional y mundial.

En algunos lugares se profundizaron las diferentes formas de reproducción social existentes conforme se incorporaban dinámicamente a la unidad capitalista en expansión y com-

10 Desde esta perspectiva, por ejemplo, al conjunto de movimientos socia­

les comunitarios que resisten a las múltiples formas de despojo territorial, en

su condición de procesos geopolíticos, habría que descifrarlos a partir de la

disputa en el presente entre las prácticas geopolíticas que buscan intervenir

el actual orden espacial y las que luchan por mantener la normalidad espa­

cial de su vida cotidiana. Normalidad espacial vigente que afirman día con

día con sus prácticas espaciales cotidianas, pero que a su vez se definiría en

el pasado mediante alteraciones en los órdenes espaciales anteriores. Aun­

que, además, habría que pensarlos además en la especificidad de los órdenes

espaciales de la unidad capitalista, como lo proponemos en la última sección

de este trabajo.

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plejidad crecientes. E n otros fueron transformadas o destrui­das, lo que dio origen a nuevas cualidades que se vincularon a la socialidad capitalista y a su forma espacial en expansión; por lo que desde la especificidad geográfica, la dominación capitalista de los diversos modos de producción previamente existentes fue un proceso de instauración de la espacialidad social global y, a un tiempo, de subordinación de una multi­tud de espacios particulares; es decir: fue un proceso general definido por múltiples alteraciones locales y regionales de los órdenes espaciales previamente existentes en su subordina­ción al capitalismo global. Nos referimos específicamente al paulatino proceso de producción capitalista del espacio global, proceso que condujo a la subordinación formal y real del orden espacial al capital.

El proceso descrito anteriormente no es otra cosa que la realización histórica del acomodo y articulación espacial o geográfica de la sociedad global moderna, proceso que es a un tiempo expresión, premisa y mediación de su propia praxis y, por supuesto, uno más de sus productos particulares. No obstante, sin contraponerlo a su tendencia general histórica, este orden espacial global es además el proceso de surgimien­to, afirmación y transformación de múltiples procesos geopo­líticos que históricamente han encarnado diversos sujetos particulares -como imperios, coronas y Estados nacionales­incluso, antes de la constitución histórica de la unidad global capitalista, sin alcanzar la escala ni la complejidad global de ésta, y aun cuando en algunos casos fueran espacialmente independientes. Así pues, este largo proceso de dominación histórica capitalista de la espacialidad mundial, iniciada hace aproximadamente quinientos años, ha sido también de con­formación de un complejo y dinámico mosaico de procesos geopolíticos que en distintas escalas se superponen y determi­nan entre sí. Tal vez en la observación del avance histórico del capitalismo expansionista encontremos algunas pistas para entender por qué los procesos geopolíticos fueron apreciados y teorizados inicialmente sólo en la escala interestatal y glo­bal. Y es que, en cuanto problema de conocimiento ligado a la constitución histórica del capitalismo global imperial y colo­nial, la producción de conocimiento estratégico respondía a la necesidad social de dirigir mejor el proceso de subordinación

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capitalista del espacio planetario a los intereses particulares de las propuestas de producción y reproducción social en ex­pansión y disputa.U

Pero cometeríamos una terrible omisión si consideramos que los procesos geopolíticos son exclusivamente prácticas co­loniales o internacionales que corresponden a coronas, Estados o empresas sólo por el hecho de que la sociedad capitalista tie­ne ya alcances globales, o porque resultaría sesgado considerar cualquier proceso geopolítico local o regional sin considerar las determinaciones que provienen del poder político y militar institucionalizado. Aun cuando el proceso de dominación y pro­ducción capitalista del espacio ha alcanzado la escala global, esto no quiere decir que se haya establecido únicamente por procesos geopolíticos extendidos en esta misma escala, ya que en realidad es el resultado de un sinnúmero de estos procesos desplegados en diversas escalas.

El capitalismo y la dominación que ha ejercido en la es­pacialidad global, no son sino una tendencia histórica que ha resultado de la actuación de múltiples sujetos indiferentes pero interdependientes entre sí, y sobre todo con distintos in­tereses y capacidades escalares de praxis geopolítica. No ad­vertimos ninguna contradicción lógica cuando afirmamos que en la sociedad global capitalista existen hoy en día procesos geopolíticos que se realizan y dinamizan en escalas menores. Se trata de alteraciones o reacomodos espaciales a diferentes escalas del orden espacial global y no de conflictos o reaco­modos aislados o independientes. Por ello sería un error su­poner que por tratarse de escalas pequeñas son marginales o poco importantes en la tendencia general de las relaciones

1 1 Es innegable que el proceso de expansión global de las relaciones so­

ciales capitalistas implicó un esfuerzo conjunto sumamente complejo. Se

requirieron conocimientos diversos y suficientemente precisos sobre el com­

portamiento de la naturaleza, medios de comunicación y de interconexión

global, instrumentos de control y dominio de los medios terrestres, marinos

y aéreos, formas de organización social e instituciones políticas más potentes

que las respaldaran, corno los sistemas ideológicos y jurídicos modernos. Sólo

así se explica la aparición de la ciencia moderna, la técnica moderna, las

ideologías y las instituciones modernas, y entre ellas el imperialismo moder­

no, los ejercicios militares fundados en los saberes e instrumentos modernos, y con ellos, la emergencia histórica de la geopolítica.

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sociales capitalistas, de su afirmación o crítica, e incluso de su potencial superación. Se trataría en todo caso de identificar lo geopolítico en los órdenes espaciales hegemónicos y domi­nantes, así como en los órdenes espaciales subalternos y mar­ginales donde conviven conflictivamente la afirmación de la normalidad espacial capitalista y su potencial trasformación.

En última instancia, la forma del orden espacial global no hace sino reflejar el estado de la relación de fuerzas vigente en la lucha de clases . Por esta razón es preciso considerar no sólo las propuestas particulares de alteración espacial de la sociedad que responden al interés egoísta e indiferente, sino también las propuestas surgidas en la búsqueda de mejores condiciones de vida comunitaria, y las que apuestan por re­vertir las condiciones generales de dominio que caracteriza el modo de producción capitalista.

Del determinismo geográfico

a la autarquía material

Aquí haremos una última toma de posición en geopolítica, para distanciarnos del sentido común que niega lo geográfico como socialmente dinámico por relacionarlo con el determinismo geográfico de corte naturalista. Para la ideología geopolítica nazi dicho determinismo tiene dos aspectos: el comportamien­to mecánico de la naturaleza determina de manera externa e inevitable lo social, y el comportamiento natural de la propia sociedad nos condiciona internamente, como seres vivos, para la competencia y la lucha por espacios vitales. Sin embargo, aunque es posible identificar de inmediato el error en que se incurre al concebir de esta manera las determinaciones de la naturaleza en lo social, en el caso de la geopolítica no se criti­caría el mecanicismo ni el darwinismo social implícito en esta comprensión de lo natural, sino que se excluiría lo geográfico­material como factor dinámico en lo social o se descalificaría la propia geopolítica. La consecuencia implícita fue que en los procesos geopolíticos las fuerzas englobadas en lo geográfico que determinan lo social nunca fueron teorizadas desde otras perspectivas científicas para rescatarlas del mecanicismo, ni mucho menos teorizadas como cualidades particulares de la praxis.

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Queremos hacer explícito que un momento importante de nuestro ejercicio de teorización crítica sobre lo geopolítico fue el reconocimiento de lo geográfico como una cualidad di­námica de lo social que se define en el proceso particular de producción de su espacialidad y en su resultado como espacio material. Conforme la ciencia geográfica crítica demostraba que la geograficidad no es otra cosa que el orden histórico que da cohesión a la heterogénea unidad espacial de la sociedad y, como diría David Harvey (2007), a sus desarrollos geográ­ficos desiguales, pudimos entender que los órdenes espaciales o geográficos son un producto histórico específico del conjunto de las relaciones sociales; un producto particular de la praxis social histórica que efectivamente tiene especificidad y que condiciona al conjunto de los procesos sociales de acuerdo con su comportamiento dinámico, es decir, conforme al orden es­pacial históricamente definido de las funciones y formas espa­ciales, de sus arreglos, acomodos, conexiones, metabolismos y superposiciones particulares, y de sus alcances escalares di­ferenciados. Por ello la espacialidad como proceso productivo es a la vez representación, actividad práctica presente y una materialidad que ha sido intervenida por prácticas pasadas, a partir de la cual se abre fácticamente la posibilidad de ejerci­cio de libertad material.

El orden del espacio social material expresaría así la uni­dad histórica de la materia social-natural y, a un tiempo, las determinaciones materiales que una sociedad ejerce sobre sí misma; pero ello sin negar el arreglo natural de la base ma­terial, sino alterándolo y complejizándolo incesantemente de acuerdo con nuevas necesidades sociales en contradicción y conflicto. De modo que nos enfrentamos, no a una determi­nación mecánica de la naturaleza sino a una autodetermina­ción social, espacio-material o geográfica que no es esencial­mente distinta al resto de las determinaciones históricas que ejercemos sobre nosotros mismos. La espacialidad social de la materia es así un resultado de la práctica pasada, la cual se revierte como determinante particular de la socialidad del presente. Se trata de entender el plano material de la praxis espacial como premisa, determinación y resultado del proceso histórico de su producción, así como su condición de mediación insoslayable de la praxis histórica (Sánchez, 1997) .

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No hay naturalismo o biologicismo intrínseco en lo espa­cial o geográfico, ni tampoco ahistoricidad al asumir las deter­minaciones geográficas o espaciales en los procesos sociales . Los procesos geopolíticos no son sólo saberes y prácticas es­tratégicas dirigidas a la futura espacialización; además son una forma de autodeterminación; es decir: lo geopolítico en la totalidad social es también la manera como en el presente nos determinan los procesos pasados que instauraron norma­lidad en los órdenes espaciales vigentes . Por ello, asumir el determinismo geográfico desde el materialismo histórico im­plica reconocer que la espacialidad social condiciona la praxis del presente, al igual que lo hace cualquier conjunto de cuali­dades particulares de nuestra propia obra histórica. No es el medio físico natural ni nuestra naturaleza animal la que nos condiciona fatalmente, como presupone ingenua o maliciosa­mente la ideología geopolítica tradicional; se trata en cambio de las determinaciones que ejerce en las relaciones sociales el conjunto de cualidades espaciales de la materia. Éstas se definen como proceso productivo y como resultado, en órdenes y usos espaciales concretos: en conectores espaciales en todas las escalas, en la definición de concentraciones, densidades y dispersiones, pero también en la articulación y ordenamiento material de los entornos geográficos particulares en todas las escalas y, por supuesto, en su cohesión histórica como plata­forma material para la producción y la circulación de la socie­dad capitalista.

Es en el complejo orden espacial global que les da unidad, cohesión y sentido, donde hay que descifrar la intervención o afirmación de los diferentes órdenes espaciales de propuestas particulares de reproducción social vigentes, independien­temente de su escala y sentido particulares. Por esta razón, como ya lo indicamos, los procesos geopolíticos del presente actúan como agentes reestructuradores reales de los acomo­dos históricos de la espacialidad global a diferentes escalas. Por ello pensamos que al reconocer procesos geopolíticos en escalas menores, no hay que perder de vista el hecho de que también se trata de reacomodos espaciales interconectados con órdenes espaciales de mayor magnitud y complejidad espacial.

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Sujeto histórico de la geopolítica

Como lo señalamos en la sección anterior, nos encontramos en una sociedad global que es nuestra propia obra histórica. Ésta se expresa en un orden espacial global como una de sus cualidades dinámicas particulares; pero una curiosidad de nuestra época es nos encontramos también en una situación donde resulta cada vez más difícil percatarnos de su unidad indivisible y constituyente de sus figuras particulares, y en la que resulta más difícil aún percatarnos de las sutilezas de su forma histórica y de su orden espacial común.

En esta sección presentamos una propuesta para pensar el sujeto de la geopolítica como sujeto histórico general y después para considerar a los sujetos particulares desde una perspec­tiva que no los atomice, fije o aísle de la unidad histórica. En estos apartados se tratará de dialectizar la pertenencia simul­tánea de sujetos particulares a órdenes espaciales comunes, y de polemizar con la noción generalizada de "disputa terri­torial'' al proponer, en su lugar, la noción de "disputa por el sentido político de alteraciones y normalidades espaciales" .

Sujeto histórico de la geopolítica

y orden espacial histórico

Las incomparables dimensiones mundiales del capitalismo actual, su capacidad productiva y su desarrollo tecnológico, la gran diversidad de procesos y prácticas sociales, de singu­laridades culturales y de patrones de consumo, de sistemas políticos, discursivos e ideológicos, son algunas formas de la riqueza social global en que la reproducción social capitalista se manifiesta .

Sin embargo, ninguna de estas identidades particulares puede entenderse por sí misma, ni en su constitución ni en la manera específica de pertenecer al conjunto de las relaciones sociales. Han perdido toda vigencia histórica las nociones de unidad de lo humano que presuponen coexistencias históri­cas paralelas e independientes, por muy conflictiva que sea la relación entre ellas; sin duda alguna, la unidad histórica capitalista no sólo ha sido modelada por el mercado capita­lista de producción y consumo; la sociedad global también ha

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sido cohesionada en una unidad técnica productiva y mercan­til que en los aspectos productivos más profundos ha iniciado el largo camino de homogenización del campo instrumental de la producción y el consumo mundiales, es decir, de lo que Bo­lívar Echeverría ha denominado la "estrategia civilizatoria" moderna capitalista (1997) .

Esta extensa red del campo instrumental que ha cohe­sionado y estructurado materialmente la unidad histórica capitalista a escala global es la fuerza productiva social mo­derna, la cual sólo ha podido alcanzar esta escala al articu­larse, diversificarse y complejizarse en su propio seno. No es un producto divino o natural, pero tampoco uno que resulte exclusivamente de la voluntad o de la praxis política de una clase, nación o grupo, por más que algunos fomenten y hayan sido beneficiados intencional o azarosamente por este proceso. Pareciera entonces un sinsentido que hayamos perdido la ca­pacidad de percibir la unidad social histórica donde estamos inmersos y que las representaciones que nos hemos hecho de la unidad social y de cada una de sus partes hayan generado un falso antagonismo que nos obliga a elegir entre la estructu­ración funcional homogeneizadora o la atomización excluyen­te de cada una de sus partes, esto último al identificar cone­xiones supuestamente exteriores entre los fragmentos que no participan de su constitución ni alteran su forma. 12

El sujeto al que en primer lugar nos referimos no es otro que el sujeto social histórico: la sociedad histórica; es decir, la sociedad capitalista en su forma y escala históricas, en su unidad heterogénea, en su comportamiento tendencia! y en la constitución de sus múltiples contradicciones objetivas. Dicho

1 2 Esta característica de la sociedad moderna no es producto de la casuali­

dad, puede explicarse con rigor como fenómeno histórico si reconocemos en el

mercado fundado en el intercambio de dinero capitalista como el núcleo duro

o matriz estructurante de la sociedad moderna la característica que posibilitó

la producción histórica de interdependencias e indiferencias mutuas a escala

global. Se produce así no sólo en la percepción, sino sobre todo como rasgo de

las relaciones sociales reales, la producción de individuos aislados, egoístas e

indiferentes entre sí que han perdido la capacidad de reconocerse socialmente

el uno en el otro, y de comprender que su fuerza productiva individual surgió

y hace parte de la fuerza productiva social global. Véase Karl Marx (2001) y Bolívar Echeverría (1998b).

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sujeto no es una clase, un grupo, una secta o una etnia con­siderados de manera independiente, sino el conjunto de rela­ciones históricas e identidades individuales y colectivas que afirmamos en la vida cotidiana; de ahí la necesidad de iden­tificar y descifrar en su praxis política general su praxis pro­piamente geopolítica. Pero no como si se tratara de un bloque uniforme sin contradicción y conflicto, sino como la tendencia general que se define por procesos múltiples y heterogéneos de alteración y normalización del orden espacial histórico; un orden en el que además se expresan como proceso general la espacialización de la lucha de clases y la relación de fuerzas vigente . Nos enfrentamos así a una tendencia histórica que define la unidad conflictiva y contradictoria del orden general del espacio histórico, un orden dinamizado a la vez que cohe­sionado y estructurado por el campo instrumental global, por la producción y el consumo, así como por la estrategia históri­ca circulatoria y distributiva. En última instancia, un orden espacial histórico que en su forma y sentido lleva impresa la generación de ganancia abstracta, la competencia entre con­sumidores y productores privados, el desgarramiento entre el sujeto y el objeto, y en general por el telos histórico del modelo capitalista de civilización.

Sujetos de la geopolítica y órdenes espaciales

Lo geopolítico es evidente en la praxis que los sujetos particu­lares despliegan en órdenes espaciales específicos. Pero aquí el reto consiste en teorizar y descifrar los procesos geopolíti­cos particulares sin atomizarlos, sin desgarrar la unidad de la sociedad histórica y sin homogeneizarla, y más aún, sin suponer que cada uno de los órdenes espaciales pertenecen de manera exclusiva a un sujeto político, y sin suponer tam­poco que existe una correspondencia perfecta entre el sujeto político particular y el orden espacial del que participa y en el que se emplaza. Debemos indagar y teorizar dichos procesos, en primer lugar concibiendo la totalidad como el conjunto de órdenes de socialidad desde los que se constituyen las identi­dades políticas, y en segundo lugar sin olvidar que es desde ella que se estructuran y establecen jerarquías entre cada una de las identidades particulares.

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El sujeto particular de la geopolítica puede ser un imperio, una clase, una comunidad o una empresa, o también un con­junto articulado de ellos, pero como sujetos interdependientes en movimiento y transformación que se conforman mutua­mente; como sujetos constitutivos de la praxis histórica. Cada sujeto particular en su especificidad está constituido por y es constituyente de la praxis social histórica, pero lo es también de su identidad particular. Ésta se establece a partir de su sin­gular localización en la trama de órdenes de socialidad, pero también como ejercicio de afirmación de una identidad política; es decir, como sujeto particular en sí y luego como sujeto par­ticular para sí.

La manifestación política de los sujetos individuales o co­lectivos está en constante trasformación, y no sólo por su vo­luntad, pasión o deseo de afirmación política, sino igualmente por su praxis política y por la afirmación de su identidad indi­vidual o colectiva. La identidad del sujeto particular se afirma en función de sus propios intereses y capacidades, así como en su forma de representación de lo real y en su correspondencia con el otro. Sin embargo, la condición de posibilidad efectiva no la encontramos en él como ente aislado sino en su loca­lización singular en la trama diversa de órdenes sociales de producción y reproducción; es decir: en las condiciones singu­lares que le brinda su localización y participación múltiple en la producción, la distribución, el cambio y el consumo, en la división técnica, social y territorial del trabajo, así como en los órdenes gubernamentales, jurídicos y políticos.

Por eso es un error considerar la existencia de los sujetos particulares de manera absoluta, ya que así pierde de vista su constitución relativa e históricamente cambiante en la uni­dad social. Pero no sólo porque la unidad social histórica como totalidad esté siempre en transformación, sino porque cada uno de los sujetos particulares también cambia y se transfor­ma, primero en su sujeción o localización singular en la trama histórica de órdenes de socialidad, y luego en las necesidades múltiples de afirmación identitaria que establece en su pra­xis política . Es en la sociedad histórica que la individuación encuentra sus marcos históricos de realización efectiva, como sujeción "en sí" en un lugar de la trama histórica de órdenes de socialidad, y es en la sociedad histórica donde se define fác-

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ticamente la necesidad de afirmación política, como sujeción propiamente política "para sí" .

Pero esto no sugiere que la coexistencia de los sujetos par­ticulares sea armónica y espacialmente yuxtapuesta, ya que su praxis social impone y establece formas espaciales diversas que superponen y cohesionan de manera más o menos conflic­tiva su convivencia. Sería un error suponer que a cada sujeto particular corresponde de manera absoluta o perfecta un or­den espacial; lo que en realidad sucede es que la constitución de los sujetos particulares se establece en órdenes espaciales compartidos: tanto en su acoplamiento como en su superpo­sición. En el primer caso reconociendo que las fronteras son los límites flexibles de unidades espaciales interdependientes, porque las fronteras entre los espacios particulares son líneas y áreas de articulación espacial en la que adquieren forma geográfica las determinaciones de ida y vuelta entre sujetos particulares, y -lo que es más importante aún- porque los sujetos particulares comparten su localización en los órdenes espaciales. De esta manera los reacomodos y las normaliza­ciones de los órdenes espaciales expresan la disputa no por espacios aislados sino por el sentido socialmente útil de las alteraciones y normalizaciones de la forma del orden espacial.

En realidad los órdenes espaciales, más que un conjunto de lugares aislados y externos en disputa, son elementos constitu­tivos de la trama histórica de socialidad, elementos que en sus entrecruzamientos singulares establecen sujeciones múltiples a individuos y colectivos particulares, al igual que sujeciones propiamente políticas. La sujetidad geopolítica particular, por tanto, no está establecida de antemano sino que es también un proceso de producción social e individual que además de produ­cir sentidos, crea sus propias contradicciones y conflictos. Es en este proceso dialéctico de las determinaciones socio-espaciales y las necesidades de afirmación política que los sujetos particu­lares pueden constituirse en sujetos propiamente geopolíticos.

Así pues, no existen sujetos geopolíticos particulares que se expresen de forma nítida y menos aún definida con inde­pendencia de la propia praxis geopolítica. El camino de sim­plemente incluir nuevos actores políticos como sujetos de la geopolítica, además del estatal, ya fue propuesto e iniciado por la denominada geopolítica crítica, inaugurada por la es-

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cuela francesa de geopolítica . 13 No obstante, s i bien recono­cemos sus legítimos y pertinentes esfuerzos por considerar otros sujetos políticos y otras escalas de análisis en su prácti­ca geopolítica, también reconocemos los peligros que conlleva la fragmentación del sujeto histórico que trajo consigo su con­sideración de lo geopolítico. Y es que su propuesta ha vuelto rígidos y exteriores entre sí a los sujetos geopolíticos, y en conjunto los ha vuelto ajenos a la unidad histórica.

El Estado como forma histórica concreta

y como unidad de los órdenes espaciales

Existe aún otro camino que deseamos explorar, o al menos co­menzar a hacerlo, en este trabajo: el que aborda la unidad ge­neral tanto de la política en su condición de campo de fuerzas político de la unidad histórica como de los órdenes espaciales históricos. Y lo exploraremos considerando la forma histórica concreta en que se expresa la sociedad capitalista: el Estado. Pero nuestra manera de concebir el Estado -presente en Hegel, y

consolidada en la noción materialista de la historia del discurso crítico de Marx- va más allá de su consideración como instru­mento de clase o como clase política o clase en el gobierno.14

Campo de fuerzas geopolítico

y geopolítica de la lucha entre clases

La separación y antagonismo ficticios entre el Estado y la so­ciedad, como si fueran universos distintos, ha obstaculizado

13 Para una discusión detallada del estado actual en torno a la geopolítica

crítica, véase el trabajo de Heriberto Cairo Carou (1993).

14 Este punto es además una hipótesis que habrá que teorizar en futuros

trabajos siguiendo la noción de forma Estado que propone el discurso crítico

de Marx y el desarrollo de la teorización los procesos geopolíticos. Una de las

consecuencia de la manera en que la escuela geopolítica francesa supuesta­

mente superó el llamado "fetiche estatal" de la geopolítica ortodoxa, fue que

al oponer al Estado "otros" sujetos particulares, a los que le reconoce praxis

geopolítica, optó, sin aclararlo por la noción reducida de Estado como clase

política y aparato estatal, y obvió la discusión sobre el Estado como forma

concreta de la unidad social capitalista.

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la percepción de que la forma histórica concreta de la socie­dad es el Estado; es decir: ha impedido que se conciba clara­mente al Estado como la unidad histórica concreta de la re­lación de fuerzas establecida entre todas las fuerzas políticas de la sociedad.capitalista; como una expresión de la división social del trabajo entre la clase en el gobierno y la clase go­bernada, y a la vez como un reflejo de la concreción histórica y de la vigencia de la lucha entre clases. Mantener el anta­gonismo Estado-sociedad no sólo ha empobrecido la forma de concebir el Estado, ya que lleva a confundirlo o a reducirlo a las instituciones políticas, administrativas y represivas liga­das al dominio, la legalidad y la legitimidad social de las cla­ses gobernantes (Oliver, 2009) ; también ha marginado de las agendas políticas el horizonte de disputa por un proyecto de sociedad. A ello se debe que quienes abordan el Estado desde esta perspectiva fragmentaria, en vez de contribuir al cues­tionamiento profundo de los rasgos de comportamiento de las relaciones sociales históricas que permitieron la emergencia de una serie de instituciones estatales con las características actuales -entre ellas su alejamiento de los sectores populares de la sociedad y su oposición política-, se hayan centrado en su condición de instrumento de las clases dominantes. Ello ha tenido como consecuencia negativa que la discusión estratégica sobre el Estado generalmente se reduzca a la disyuntiva de to­marlo o no para dirigir la revolución, en vez de que sea sobre el proyecto de sociedad -como unidad histórica- a que se aspira.

En lo que respecta a nuestro interés por teorizar lo geopo­lítico, estas nociones reducidas sobre el Estado también han limitado la capacidad de percibir y, claro está, de descifrar la unidad de los órdenes espaciales donde se expresa la sociedad capitalista concreta, como campo de fuerzas geopolítico en el que se concreta la unidad de todos los procesos geopolíticos así como la relación espacial de fuerzas históricas de la geopolíti­ca de la lucha de clases.

Unidad de los tres órdenes concretos

de socialidad capitalista

El aspecto que nos ocupa en esta última parte del ensayo res­cata los órdenes espaciales en que toma cuerpo el Estado como

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unidad histórica capitalista concreta, y se refiere a la defini­ción de lo geopolítico como alteración o normalización polí­tica de esta unidad. Como nos recuerda Bolívar Echeverría (1998b) , en la forma social propiamente capitalista conviven tres principios constitutivos de las relaciones interindividua­les en medio de la comunidad, principios que corresponden a tres estratos o modos de socialización vigentes que interac­túan y se determinan de manera recíproca, cohesionándose, dentro de la unidad histórica concreta, en un todo jerárquico; dichos estratos son: la "sociedad natural", la "sociedad civil" o ''burguesa", y la "sociedad política" o "Estado". Estos tres nive­les o estratos de socialidad superpuestos en una misma unidad social, continúa Bolívar Echeverría, se constituyen a la vez en tres momentos de desarrollo o complejización de la unidad his­tórica; es decir: cada momento de mayor desarrollo contiene al anterior y, por eso mismo, implica un salto en la compleji­dad de la unidad que dichos niveles constituyen. Y esto porque el momento de mayor desarrollo contiene al mismo tiempo la vigencia de estos tres niveles de socialidad, las relaciones in­ternas y externas entre ellos, y una forma cohesionada que los comprende y organiza, decíamos, en una unidad jerárquica definida por la propia praxis histórica.

Nos interesa hacer observar que a cada uno de estos nive­les de socialidad concreta corresponden órdenes particulares de socialidad espacial o geográfica: órdenes concretos donde se establecen las articulaciones espaciales entre la sociedad natural, la sociedad civil y la sociedad política, es decir, entre los tres órdenes espaciales de socialidad: el "natural", el "civil" y el "estatal" . Estos tres órdenes, al igual que los estratos de socialidad a los que refiere Bolívar Echeverría, son constitu­yentes del orden espacial histórico; están vigentes en su espe­cificidad como modos particulares de especialidad, y expresan a la vez niveles de desarrollo o complejización concretos de la forma de cohesión espacial histórica y de las jerarquías que se establecen en ella. De modo que aun manteniendo su es­pecificidad y pervivencia particular, el orden espacial de la sociedad civil contiene ya en su seno los órdenes espaciales de socialidad natural, al igual que el orden espacial de la so­ciedad política contiene a su vez el civil y los naturales. Por ello es en la forma peculiar de la unidad espacial concreta

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donde se expresan estos tres órdenes como niveles vigentes de complejización, articulación y cohesión espacial, y donde se reflejan las formas particulares de su mutua determinación y las jerarquías entre ellos.

El orden espacial de socialidad natural correspondería al primer nivel de la política, al de la sociedad como comunidad natural, el cual sólo existe en su trascendencia a los otros dos niveles de mayor complejidad. Es la forma natural en que los individuos se relacionan entre sí y en la que se organizan prohibiciones, preferencias y disposiciones de todo tipo de acuerdo con su forma básica de transnaturalización. En esta organización se estructura una manera propia de articular espacial o geográficamente a todos los miembros de una fami­lia o tribu hasta llevarlos como norma común hasta la escala de toda la comunidad.

El orden espacial de socialidad civil o burguesa corresponde al segundo nivel de vigencia de la política, es decir, al nivel de articulación espacial mercantil entre propietarios productores y consumidores privados. Es, como nos dice Bolívar Echeve­rría, un orden que refleja la competencia de todos contra todos, guerra en cuya concreción se descubren aliados y enemigos, socios y contrincantes a partir de los sutiles mecanismos de la esfera de la circulación mercantil. Aquí se establecen las diferencias jerárquicas entre los diferentes tipos de propieta­rios privados indiferentes entre sí, aunque paradójicamente definen el interés común de la sociedad civil, que de manera contradictoria encuentra, en el seno de la comunidad, su afir­mación negativa en el orden social de la propiedad privada.

Finalmente, al tercer nivel de la política -el que expresa la socialidad entre los individuos en calidad de ciudadanos- le corresponde el orden espacial de la sociedad política o estatal. Aquí se expresarían las articulaciones espaciales que entrete­jen los aspectos que conciernen a los juegos de poder sobre el sentido del bien común y acerca de los asuntos que comprome­ten a la comunidad humana como sujeto social autoconsciente y autárquico.

En cada uno de estos tres niveles concretos de órdenes es­paciales se establecen condiciones singulares de constitución de sujetidad política de acuerdo con la localización de indivi­duos y colectivos, así como los juegos de poder internos; de ahí

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que en su seno coexistan prácticas propiamente geopolíticas de intervención y normalización de su forma espacial histó­rica. Aunque también, y sobre todo, los procesos geopolíticos mantienen vigencia en los entrecruces o articulaciones entre estos tres niveles básicos de socialidad espacial capitalista. Así pues, la vigencia de prácticas geopolíticas de intervención y disputa en el orden espacial histórico no se agota en la dispu­ta por territorios. La llamada lucha por territorios es apenas la apariencia de un ejercicio político más profundo: la disputa por dar una forma socialmente útil al orden espacial histórico de acuerdo a un sentido político particular, por el derecho de intervenir en él conforme a un interés; es decir: se trata de la disputa por la autarquía espacial y por la capacidad de ejer­cerla como un momento de autodeterminación histórica.

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