garcia helder - poemas

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Garcia helder – poemas (Rosario, 1961) Fragmentos del inédito Tomas para un documental aparecieron en el sitio Poesia.com (Buenos Aires, 1996), en las revistas Punto de Vista (Buenos Aires, 1997), La modificación (Madrid, 1998), Matadero 103 (Sgo. de Chile, 2002) y en algunas antologías de poesía latinoamerica. Tiene escritos y publicados ensayos sobre Rubén Darío, César Vallejo, Juan L. Ortiz, Francisco Gandolfo, Juana Bignozzi, Francisco Urondo, Marosa di Giorgio, Alejandro Rubio, Raúl Gómez Jattin, Darío Canton, Néstor Groppa El faro de Guereño (Libros de Tierra Firme, Bs. As., 1990) Una ninfa El aire que se desliza a ras del agua cruzando el banco de arena, roza los cuerpos expuestos a este sol que empieza a declinar, incluido el de la bañista que unos pasos más allá descansa sobre una estera de juncos. Diminuto vello rubio en su piel tostada erizado se mece con la brisa como un campo de trigo. El abundante pelo suelto, las piezas del biquini mojadas, mirando en dirección a esa isla más o menos yerma que los nativos llaman, inescrupulosos, El Paraíso... no la imagino en otras circunstancias más deseable. De todos modos, en lo que concierne a los dos, proximidad y simultaneidad no significan nada, lo mismo yo estuviese fuera de este banco de arena, en la ciudad, o ella perteneciese a otro tiempo, cuando una ninfa descansando al borde un río se exponía a que un dios la violara. Alisos en la orilla A la rama de un aliso

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Garcia helder poemas

Garcia helder poemas

(Rosario, 1961)

Fragmentos del indito Tomas para un documental aparecieron en el sitio Poesia.com (Buenos Aires, 1996), en las revistas Punto de Vista (Buenos Aires, 1997), La modificacin (Madrid, 1998), Matadero 103 (Sgo. de Chile, 2002) y en algunas antologas de poesa latinoamerica. Tiene escritos y publicados ensayos sobre Rubn Daro, Csar Vallejo, Juan L. Ortiz, Francisco Gandolfo, Juana Bignozzi, Francisco Urondo, Marosa di Giorgio, Alejandro Rubio, Ral Gmez Jattin, Daro Canton, Nstor Groppa

El faro de Guereo

(Libros de Tierra Firme, Bs. As., 1990)

Una ninfa

El aire que se desliza a ras del agua

cruzando el banco de arena,

roza los cuerpos expuestos a este sol

que empieza a declinar, incluido

el de la baista que unos pasos ms all

descansa sobre una estera de juncos.

Diminuto vello rubio en su piel tostada

erizado se mece con la brisa

como un campo de trigo. El abundante pelo suelto,

las piezas del biquini mojadas,

mirando en direccin a esa isla ms o menos yerma

que los nativos llaman, inescrupulosos,

El Paraso... no la imagino

en otras circunstancias ms deseable.

De todos modos, en lo que concierne a los dos,

proximidad y simultaneidad

no significan nada, lo mismo yo estuviese

fuera de este banco de arena, en la ciudad,

o ella perteneciese a otro tiempo,

cuando una ninfa descansando al borde un ro

se expona a que un dios la violara.

Alisos en la orilla

A la rama de un aliso

vienen a posarse las torcazas,

y esa aparicin, ese idilio,

las aguas del ro que bajan

corriendo hacia el delta,

las nubes de humo industrial,

el barro de la orilla, los juncos

estn en el ojo de un pescado

que se pudre al sol.

Y cuando el viento clido y suave

inquieta los alisos, las torcazas

como la aguja de un reloj

que al completar una vuelta marca,

para siempre, el fin de un minuto

y el comienzo de otro,

se espantan y dejan la rama.

La familia y la red de pescar

Un da de abril

fuimos a comprar pescado

a la costa, donde una gran variedad

de especies de ro

era exhibida al aire libre.

Al bajar del auto,

viendo a esas mujeres de manos sucias

ante mostradores improvisados

con tablas y caballetes,

coment a mi hermano Carlos

que por Cooperativa de Pescadores

me haba figurado otra cosa:

paredes y un techo, una casilla de madera,

no con cmaras frigorficas,

pero al menos con una heladera.

Subidos a un rbol y gritando

como chimpacs, tres chicos o cuatro

caminaban por las ramas, seguros,

cerca de unos viejos tejiendo

una red nueva y de mallas minsculas

que colgaba a medio terminar

de un travesao. Ms all,

cuajada en una masa de luz

y de reflejos, esa imagen

no del todo real: la de los pescadores

echando al agua o recogiendo

algo que no pudimos distinguir

y cuyo peso haca tambalear los botes.

Y en determinado momento,

antes de que hubiramos dado un paso,

disonante, la charla de las mujeres

que tajeaban la carne blanca

arrojando las vsceras en la arena

nos lleg, con la brisa,

como un anuncio de otro mundo,

en otro idioma.

Sobre la corrupcin

Puede ser que

haya en cada forma un gesto, una cifra,

y que de las piedras se infiera

perdurabilidad, fugacidad de los insectos

y la rosa. Que perfumes,

sonidos, colores se correspondan,

o que arrojados contra los pinos

el viento nos haga una advertencia.

Incluso que cualquiera de nosotros

se crea sacerdote de estos y otros smbolos,

cualquiera capaz de convertir

lo concreto en abstraccin, lo invisible

en cosa visible, lo familiar, lo inerte,

lo alejado en sus contrarios.

Sea o no esto as, de algo estoy seguro:

no me conviene interpretar mensajes en nada,

menos aun, en este momento,

descifrar lo que las rachas del aire

traen para ac zumbido de moscas verdes,

hedor de pescados exanges

pudrindose al sol sobre los mostradores

de venta, en la costa.

**

El guadal

(Libros de Tierra Firme, 1994).

El garage de Rembrandt

La calle est revuelta y sucia,

ramas que se frotan como espadas

a la altura de cornisas y balcones

donde la lluvia se resume

en un mnimo de luz, de gris sucio

y en un chisporroteo como de aceite frito.

Se ve la mala maniobra de un camin

frigorfico, la puerta de atrs que se abre.

Una media res colgando del travesao

oscila, sola, a la vista de la gente.

Y habra que pensar que no la llevan

a la carnicera, sino al garage

donde mont su atelier un naturalista

tardo, un futuro nuevo Rembrandt

que a esta hora de la madrugada

debe estar limpiando los pinceles

en la manga de su camisa

-libros viejos ocupando la escalera

que sube a una puerta clausurada,

debajo una mesita con pomos

estrujados y porrones de ginebra,

trapos, viandas fras y restos de caf

en las tazas que ahora se usan de cenicero.

Treinta segundos de ingravidez

Yo saba que las ramas

arriba llevan una vida ms libre,

absolutamente aislada, casi abstracta;

pero ahora es distinto, yo tambin vivo arriba,

mi cabeza y los hombros se pierden

entre las hojas ms altas

y hasta siento y pienso como algo

que est solo, absolutamente aislado

y no tiene raz.

Apuntes de pervigilio

Palabras que son la mitad de un dilogo.

Lo mismo si oyeras a cualquiera

recitar su parte en un telfono pblico.

Ninguna idea rectora, lo slido ya ves que se lica;

ningn resto de conciencia o de vidas pasadas

en el filtro del caf.***

Poema Carta Debajo Del Sapo de Daniel Garca Helder

El sapo comn, que con la lengua caza los bichos al vuelo

y salta, chueco, trillando los yuyos trridos y espoleando

las sombras, pardo, noctmbulo, bufn de la zanja,

debe sin duda su aspecto al sapo singular

del mundo de los arquetipos, que brinca sin hambre ni sed

por la vegetacin inmvil de un jardn modelo

conservado en un clima ideal.

Muy bien, pero el sapo pisapapeles, que no tiene lengua,

no tiene hbitos, voz ni verrugas y adems de anuro es capn,

a cul debe el suyo?, o al debrselo a uno lo debe

tambin al otro?, o no debe su aspecto a uno ni a otro

y se lo debe a un arquetipo diferente?

Como sea, debajo de sus patas de jaspe hay una carta

que acabo de escribir y es movida por la brisa del ventilador;

siendo que no hablo de nada o hablo de cualquier cosa

nadie o cualquiera puede ser su destinatario,

aunque lo ms probable es que no vaya al buzn

sino al cesto, donde hay ms de la misma especie.

(sch. 408)

Virgen de las causas perdidas

con un solo ojo pero de once mil facetas

que debe tener tremendo

poder de resolucin

como para dar gracias que no haya sexo entre las amebas

ni tener que presenciarlo,

siempre me sent la trilliza del medio

un poco perdida

en mi biosfera

regando en patas las flores sencillas

de la misma especie que las hay dobles

en casa de mis hermanas,

pregunta: qu hacer con las babosas

son una plaga, ponen huevos por todas partes

despus uno los pisa,

pero la estela de ir arrastrndose

a la sombra del da

de noche fosforece en la pared como nervadura

que empalma con los astros

de profunda y clara permanencia.

*

Dale, dale, la mano que sostiene en lo alto la linterna...

Dale, dale, la mano que sostiene en lo alto la linterna

empieza a aflojar, es ahora, da dos pasos, uno, dos, tus primeros

sigilosos pasos en la arena del otoo, uno ms y ya son tres,

quitando esos pinos de alas cadas veras

la casa en la loma y vaquitas tascando

el forraje en la hondonada, s

Pero para qu, los pinos no pueden correrse de ah

ni la luz cebarse en otra especie ms pa,

dale, con el taco marcando la arena, el pasto que invade la arena,

abajo, y a no buscar auxilio en las estrellas esterlinas

hacen su negocio sobre los techos herrumbrados,

dale, hasta que sola en un palo encogida de hombros la rabona

garza bruja con un cuac pelado corte el viento

nadie va a salir a buscarte, pensando si ests vivo o qu.

*

El ornitorrinco

Negado por la naturaleza como sin duda

lo hubiera querido hacer su padre, vuelve a estornudar,

mezcla de varias especies que tras disputarse el predominio

se dieron todas por vencidas, abandonando el terreno.

Con varas de nardo su genio personal

debe estar hacindole cosquillas en la nuca

para que sonra as, estirando dos labios de camello,

por debajo de un objeto nasal de neto corte pap.

El cuello deprimido, nada de pelo sino pelusas de fruta,

dedos aporcados sobre un vientre de botella y zambo

para que a ojo el diseo no carezca de una base

acorde el ngulo cerrado de los hombros,

grogui de pie en el sol sigue con ojos pisciformes

los aleteos de una docena de passeriformes

tomando baos de polvo y po po.

Te digo que si un cagatinta quisiera, con un bollo de papel

desde cualquiera de esas ventanas del Ministerio,

probar puntera en su mollera rosada

ya no podra: un viejo cuyo cutis se parece

al hollejo de la uva cuando la pulpa es expulsada

con semillas y todo por la boca, violentamente,

ahora est parado adelante de l

y con un pauelo que saca del bolsillo

le aprieta la nariz dicindole sonate.

*

En el campo de los ArocenaY a la vuelta del granero, tres ratas de oscuro y hmedo pelambre, rudas, ojos de confite, que salen despedidas por la boca de un desage, una atrs de otra, como por un recto. Hace apenas un instante, sus patitas apuradas en la caera rat ra rat, rat rat. Y al dar la cara chillan de codicia entre las tres un solo chillido, corto, agudo y ascendente, dirigido a nadie.

Digenes descalzo no hubiera pisado este potrero sin compadecerlas, chapuceras de cloaca entre caldos fecales robando el grano a las gallinas, qu ms, cavando tmeles con sus pezuas de sirvienta, y de noche silbando para medir el tiempo que las despabila, ennegrecido. Pero todava hay luz y envueltas en su propio vaho de peste se las ve correr en direccin al molino, donde un cmulo de malvas arbreas recibe la descarga de una nube de polvo.

Aspas quietas en el fin de semana esperando lluvia. En el tanque australiano, las hojas se pudren con el agua abombada. Una camioneta por el camino de los pltanos, el verde seco, el ocre y la monotona de las plantaciones, ms nubes de borra en lento desplazamiento comprimido. Y si se vuelve los ojos, una tras otra ensartadas en un hilo de mofa trepan al penacho de una palmera; el tronco est enredado de tallos de hiedra, los cabos truncos de las hojas cadas parecen estacas.

*

Un amante de la comedia humana no debera hacer pactos de pudor con sus semejantes

A m dame las nubes, ellos

pueden quedarse con el viento

ahora sin nada para empujar.

El grito del afilador, las hojas curtidas

de enero y febrero y todos los dems

sonidos humillados. Ves la lluvia

cmo a ratos pierde fuerza

sobre el capot de un auto que pasa.

Hombres nacidos del mismo parto

estorbndose unos con otros

por la escalera mojada

hacia los cuatro molinetes del subte.

Alejarse y morir en un segundo.

Y hay palomas que se pisan y zurean

en una cornisa de la Concepcin

sucia de holln, esos metecos

refugiados en el atrio

para con dedos cuarteados trenzarse

en discurso de tortuga.

Y la florista que arma el ramo

segn se le indic, tan parca,

tijeras en mano tzac tzac casi manaco.

Hasta un robot pondra ms sentimiento

tratndose de simples tallos.

*

Una advertencia

Una alambrada donde se cruzan

tallos de distintas zarzas y unas pocas

caas emergen con sus penachos entre flores

acampanadas, tampoco muchas, de un color

que remeda al lila, pero que es silvestre.

Hay un grupo de estatuas entre los arbustos

del que la niebla apenas perdona las cabezas.

A ratos se alzan voces de gaviotas y un gas

como de harinas en putrefaccin que se dilata,

y a cada oleada sigue otra ms picante.

Una advertencia a los que crucen este parque

y restando poder a la humedad v al suelo

quieran hacer un alto para atarse los cordones,

prender un cigarrillo, fumarlo, cualquier cosa:

ac los pies echan raz al menor signo de parlisis

y ya las rodillas se ponen rgidas, la boca

es cerrada por una corteza que sube, spera,

desde los hombros y el trax; manotear algo

a qu aferrarse no sirve de nada: los brazos

flexibles se tuercen en troncos que se ramifican

y borrando toda huella de una vida pasada

de miles de brotes en silencio rpido

salen las primeras hojas.

*

XI (ac el agua est muerta de verdad)

El sol deformado tras un culo de botella

en un cielo con emplomaduras sobre

la cabecera del puente, negros los fierros,

negra el agua, gris sucio el smog por toda conciencia

fluctuando en la tibia compota otoal.

Fletar muertos de una orilla a otra la misin del botero,

cada muerto con su moneda debajo de la lengua

a modo de peaje, pero este que rema de memoria

en el agua que hace globitos, quince golpes

de remo cada vez, iguales en tcnica, frecuencia y empuje

hacia una playa de leo y dispersin, barro, pelos, paja,

detritos alquitranados, el muelle de teclas entre camalotes

de un verde flema con flores que son

cada una una paradoja, este botero hundiendo,

empujando, hundiendo, empujando

el remo en el agua con visos de azul en lo negro,

de morado en lo azul, no es el botero sino un botero

al que le falta una pierna, no importa, se arremanga,

los que transporta tampoco estn muertos, mustios

tos doce horas de trabajo, a lo sumo, y sin nada que decirse.

*

Yace

Un bel morir tutta la vita onora.

Lo the fair dead!

Petrarca super Pound, 1989

No hay, ac no veo, un pedazo de madera

nunca va a enceguecer, ojos de carne

y cscaras de huevo ac no veo;

el viento se basta con el dolor de las hojas

y la puerta del altillo que golpea

mal cerrada; ac no hay

sino ver y desear, no veo

sino morir con deseo.

Pero borrar las opiniones vacas, tus esperanzas

sin apoyo, los prejuicios, titubeos,

los clculos tentativos y otras materias

igualmente vagas o falaces supondra

dejar la mente en blanco, blanca, una cscara de huevo,

pobre cosa hundida en un viento de campanario,

la liebre entre los helechos de la luna

acurrucada en una cuenca seca.

Si hay imgenes, por qu hay memoria?

Quin levant para el sol

una carpa en el mar?

La boca de la chica

que yace en el matorral, que yace

en el lecho de la zanja

dormida, y es picada

por las moscas, mordida

en los pies por ratas del agua

yo la vi, vi la boca, los pies

y no pens, di vuelta a la hoja,

no pens y volv atrs, cerr los ojos

ante el viento sin vida que pasaba

por encima de la zanja

barriendo el matorral.

La cancin de amor

que fluyera detenida

en cada palabra

y que nadie conociera

ni llegase a or,

esa que el da desnudo

a la noche cantara

y la noche al otro da,

no, es imposible ahora:

las cuerdas flojas apenas vibran

y hay flores pisadas, pasto pisoteado

formando un camino, los murcilagos

revuelan en la pantalla sin chistar

y atrs de la ruta un poblado y arriba

la luna cuelga en un lazo de niebla.

Ya sin hambre ni sed, a medias oculta

por la maleza, el cuello reclinado

en el zcalo de la zanja

para que as la descubra el da

y con el roco sea reparada,

los ojos en blanco,

yace.

**

"Diario de poesa N 4, 1987Hombres sin porvenir

Los rboles de La Invernada,

que perdieron sus hojas

torcidas por marzo, en abril,

antes que el viento tumbara

las frutas con gusanos,

podridas, y el cereal almacenado

en silos y galpones

fuera destinado a la exportacin,

vistos desde la orilla opuesta

por la ventana

mientras me sirvo una taza de t,

se parecen, con sus ramas

en punta, peladas

a los hombres sin porvenir

que miran de otro modo el cielo.

Una baista

El aire que el Paran reenva,

espordico, bajo la forma

de una rfaga humectante

al banco de arena, desciende

sobre los cuerpos

expuestos a este sol, cenital,

doblado por el agua

y los puestos de gaseosas.

Hacia esa baista,

que reposa sobre un rectngulo

de lona y mira a lo lejos,

en direcin a

El Espinillo, no siento atraccin

o repulsin; apenas

interrumpida por las piezas

del biquini, la superficie

de su piel cintilla aqu y all,

difunde, como algo de bronce,

relumbrones que quiebran

la opacidad de la mirada.