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EDITORIAL UNIVERSITARIA Identidades culturales y reclamos de minorías MARCOS GARCÍA DE LA HUERTA ESTUDIOS

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EDITORIAL UNIVERSITARIA

Identidades culturales y reclamos de minorías

MARCOS GARCÍA DE LA HUERTA

ESTUDIOS

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Marcos García de la. Huerta

Identidades culturales y reclamos de minorías

FONDO JUVENAL HERNÁNDEZ JAQUE 2010

I

Ir Lti

EDITORIAL UNIVERSITARIA

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306.098 G216i García de la Huerta, Marcos.

Identidades culturales y reclamos de minorías / Marcos García dé la Huerta. la ed. Santiago de Chile: Universitaria, 2010. 80, [11p.;15,5 x 23 cm. (Estudios) Este proyecto cuenta con el financiamiento del Fondo Juvenal Hernández Jaque 2009 de la Universidad de Chile. Incluye notas bibliográficas.

ISBN: 978-956-11-2268-0 ISBN Libro en versión electrónica: 978-956-11-2269-7

1. Identidad cultural — América Latina. I. t.

© 2010. MARCOS GARCÍA DE LA HUERTA. Inscripción N° 198.607. Santiago de Chile.

Derechos de edición reservados para todos los países por © EDITORIAL UNIVERSITARIA, S.A.

Avda. Bernardo O'Higgins 1050, Santiago de Chile

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por

procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o electrónicos, incluidas las fotocopias,

sin permiso escrito del editor.

Texto compuesto en tipografía Palatino 11/13

Se terminó de imprimir esta PRIMERA EDICIÓN

en los talleres de Salesianos Impresores S.A., General Gana 1486, Santiago de Chile,

en diciembre de 2010.

ESTE PROYECTO CUENTA CON EL FINANCIAMIENTO DEL

FONDO JUVENAL HERNÁNDEZ JAQUE 2009

DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE.

www.universitaria.c1

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

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INDICE

Introducción 11

I. Demandas identitarias y políticas de identidad 19

II. Martí: pidiendo una cultura comprometida 27

III. La exclusión de lo aborigen 39

IV. Culturalismo católico y modernidad: los usos del barroco 51

V. Difracción de la identidad: ¿Un Marx no marxista? 69

VI. Ser en dos mundos 81

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"¿Quién eres?

Ya no lo sé;

he cambiado tantas veces que ya no lo sé".

De Alicia en el país de las maravillas

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A

María Elena y Daniela

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INTRODUCCIÓN

"Identidad" quizá no es la palabra más indicada para lo que se quiere decir con este término, pero se ha impuesto a pesar de su equivocidad. Remite, desde luego, a la noción lógica de lo idéntico, de la igualdad de algo consigo mismo: una necesidad del pensamiento racional. La iden-tidad también evoca la relativa permanencia de algo cambiante, como cuando alude, por ejemplo, a la constitución del "yo", lo que se llama también unidad o integridad síquica. La "pérdida de identidad" o alguna forma de identidad escindida o fraccionada se la estima requerida de reunificación o "reintegración", lo que implica referencia a una norma o normalidad.

Tanto el idéntico lógico como el sicológico son suficientemente pre-cisos, pero la cuestión de las identidades colectivas guarda relación con la búsqueda de reconocimiento, con la auto-comprensión ético-política y con la auto-legitimación. También se habla de "alienación" y de "auten-ticidad" refiriéndose a colectivos, y eso confirma la dispersión de signifi-cados. El aspecto práctico más evidente de la cuestión de las identidades culturales se refiere a las reivindicaciones de las minorías. En el mundo actual, es difícil hallar alguna sociedad que permanezca enteramente al margen de estos reclamos: étnicos, lingüísticos, religiosos, de género u otros. Los inmigrantes en Europa y Estados Unidos, las minorías étnicas en América Latina, los tibetanos en China, en fin, las minorías sexuales y de género, son ejemplos familiares para cualquiera.

Las reivindicaciones de carácter étnico en particular, admiten un amplio margen en cuanto a extensión de derechos y beneficios: asistencia técnica, concesión de derechos especiales, de aguas y de tierras, bandas de precios, cuotas de compras, enseñanza de la lengua e incluso formas de bilingüismo limitadas a determinadas regiones o ciudades, en fin, constitución de órganos deliberativos capaces de encauzar las peticiones. La aspiración de autonomía suele estar más o menos latente o expresa

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en estas demandas y constituye una piedra de toque, en la medida que resulta incompatible con el carácter unitario del Estado-nación.

Sin embargo, hay un aspecto teórico en la cuestión de las identidades. La tradición de pensamiento liberal concibe como iguales a los ciudadanos en tanto sujetos de derecho, omitiendo precisamente las particularidade7 de género, lengua, clase, etc. Transcurrió más de un siglo antes de qúe los ciudadanos modernos advirtieran la exclusión de las ciudadanas. Los sujetos que "contratan libremente", tampoco hablan un idioma de-terminado ni tienen una pertenencia nacional o de clase: son humanos neutros, por así decirlo, sin patria, sin sexo, sin edad: iguales en su común carencia de atributosll marxismo repara en parte esta omisión en lo que se refiere a la noción de clase, pero entiende las relaciones de clase en términos de relaciones de producción, como si los hombres y las mujeres no hicieran otra cosa en su vida más que trabajaEl sujeto de derechos del liberalismo tiene en este aspecto un equivalente en el animal laborante. En sus dos vertientes principales, la razón ilustrada muestra este vacío, que le ha valido los calificativos de "abstracta", "formal", "universalista" y "utópica". No es extraño, aunque sí paradójico, que la globalización haya traído una proliferación de los particularismos, una babelización del mundo, que es en cierto modo el corolario de ese carácter abstracto del universalismo ilustrado. La Torre de Babel, el famoso cuadro de Brueghel reproducido en portada, puede leerse como una metáfora de esta antinomia: representa la colisión de un ideal con la realidad sobre la que se levanta, en este caso, el "más acá" de la pluralidad de las lenguas, que resiste la engañosa utopía del "cielo" cosmopolita.

La cuestión de la identidad se plantea también nacionalmente, en términos de pertenencia. En América Latina, surgió desde el momento mismo de la constitución de los Estados-nacionales. La fundación de repúblicas autónomas implica desarrollo de la libertad ciudadana y esto supone, a su vez, un cambio de matriz cultural. Las dificultades posteriores de la modernización, confirmaron los temores relativos a las posibilidades de realizar este viraje histórico y desterrar el absolutismo. Tanto el pasado americano precolombino como la Colonia misma, son las antípodas de un espacio público político. La república no puede por sí sola remediar la carencia de una cultura de la libertad; antes bien, ella misma atestigua en su desarrollo la dificultad / imposibilidad de integrar el pasado estamental y jerárquico con el presente igualitarista

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y libertario. El caso es que la compatibilidad de ese tipo de sociedades con la modernidad ha creado un malestar, que ha sido fuente permanen-te de cuestionamiento de "la identidad" y de la modernidad misma.

rLa idea de la Independencia como "trauma" y "catástrofe" (Edwards Vives), como "parto prematuro" (Bolívar), se sustenta precisamente en la ruptura del yugo colonial y la superposición de regímenes opuestos y antagónicos.

Los autores que invocan una identidad sustancial más propia o "auténtica", se alimentan de las dificultades de la modernización, pero también de las necesidades de auto-afirmación individual y colectiva, lo que no puede brindar una modernidad desencantada, carente de metas y de contenido, y supuestamente requerida de reencantamiento. La crítica reivindica en este caso una identidad pre-moderna.

América Latina no siempre ha sido incluida en el llamado Occiden-te, lo que constituye una dificultad adicional si la cuestión identitaria se plantea en términos de pertenencia. Desde luego, Huntington la considera como una civilización distinta, en pugna con la suya, pero el propio Bolívar estimaba que constituía en sí misma "un pequeño género humano", "un mundo aparte". La pertenencia a Europa, entendida como entidad cultural, no es, por lo demás, algo inequívoco. En España, antes de su incorporación a la Unión Europea, se planteaba su pertenencia cultural como un problema todavía no resuelto. Europa "termina en los Pirineos", afirmaba Unamuno y escarnecía a los "papanatas europeístas" que no querían reparar en su diferencia y preciaban su asimilación a cá-nones ajenos. La separación de Inglaterra con el continente, los propios ingleses la estiman como algo más que un accidente geográfico: Europa propiamente tal, es continental, comienza al otro lado del Canal. Alema-nia, por su parte, desde su unificación como Estado en el siglo xIx, se ha considerado un caso especial, distinto al resto de Europa, por lo menos de la occidental. Theodor Adorno, refiriéndose a esta efectiva o presunta "excepcionalidad", advertía "una profunda corriente anti-civilizatoria, anti-occidental en la tradición alemana". No apunta solo al pasado de enfrenta_mientos, especialmente con Francia, hasta el siglo xix, sino a su confrontación con Occidente en las dos Guerras Mundiales. Después de la Primera, surgió una corriente de pensamiento ultra conservador, muy influyente, varios de cuyos más conspicuos representantes se convirtieron en fervientes defensores y admiradores del régimen nazi; entre ellos,

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Heidegger, Carl Schmitt, Ernst Jünger y Arnold Gehlen. Si "Europa" significa: Ilustración, liberalismo, república, tecno-ciencia e industria-lismo, ninguno de ellos mostró mayor apego ni especial aprecio por esa "Europa"; al contrario, fueron a menudo sus implacables críticos.

El caso alemán es particularmente ilustrativo, desde luego, porque su inconfortable pertenencia a Europa se sustenta en parte en su "retardo" con respecto a Inglaterra y Francia, induso Holanda. Su constitución relativamente tardía como Estado nacional, en pleno siglo xix, procura una pauta, precisamente por el mayor protagonismo que allí adquiere el Estado. La escuela histórica tematiza este retardo a la alemana, es decir, conceptualmente, y constituye un referente para otros "retardados". Lo más significativo, sin embargo, para nuestro tema, se produjo después de la reunificación, pues a partir de 1989 volvió a plantearse entre los intelectuales alemanes, con Haberrnas a la cabeza, el problema de la auto-comprensión ético-política: cómo habría de definirse Alemania frente a Europa y el mundo. La experiencia del pasado, ciertamente está presente en este tipo de reflexión, pero la auto-comprensión recibe su orientación decisiva de los intereses y expectativas del presente. Reviste un carácter político, porque representa una intervención en lo real; no pretende la "objetividad" de la ciencia, aunque aspira, sí, a la imparcialidad; apela a la reflexión y a la argumentación racional, pero responde al deseo deliberado de producir realidad.

Al recuperar su unidad y su estatalidad nacional plena, Alemania requería definir su nueva normalidad institucional. El nacionalismo ger-mánico quedó neutralizado después de la Segunda Guerra, por lo menos en Alemania Federal, dando paso a una constitucionalidad democrática y a una reorientación hacia Occidente. "Hemos cultivado durante casi dos siglos, escribe Habermas, la crítica a la Ilustración y a los ideales de la Re-volución francesa". "Solo después de 1945 sobre el suelo de la República Federal se convirtió el espectro entero de las tradiciones de la Ilustración en una herencia más o menos aceptada". Pero en la otra Alemania, la voluntad de dejar atrás el pasado de socialismo estatal era mucho más firme y definida que el deseo de seguir los pasos de la República Federal. Esto es lo que irritaba a Habermas, uno de los pocos filósofos alemanes que puede enorgullecerse de no haber vivido 1945 como una derrota y cuya consistente apuesta por Europa y Occidente, avalan su propuesta contra el nacionalismo. Sus ideas sobre "identidades pos-nacionales" y

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sobre "patriotismo de la Constitución", constituyen por eso un referente valioso, aunque, a mi juicio, no son susceptibles de trasladar sin más a otros Estados, a pesar de la globalización o a causa de ella.

Según Habermas, el nacionalismo habría muerto en Auschwitz. Pero ¿qué nacionalismo murió? En Europa se ha estimado a menudo Auschwitz como un hito decisivo, divisorio de la historia en un "antes" y un "después", algo así como la "buena nueva" en el mundo antiguo, pero "mala". La fantasía inconsciente que alimenta esta división es, naturalmente, el Anticristo: Hitler. Después del Holocausto, "las cosas nunca volverán a ser como antes", se dice, y con razón. Pero casi siempre es así: la historia nunca se repite igual. Lo que habría muerto con Aus-chwitz, sin embargo, varía según los autores: para Adorno y Horkheimer,1 representa el pleno despliegue del potencial destructivo que contenía la Ilustración; Lyotard estima que es el emblema de un final de época: representa la muerte de los égrandes relatosí y el inicio de una nueva edad de la razón, una pos-modernidad menos ideologizada, más plural y diferenciada. Heidegger, recién concluida la guerra en 1946, proclamaba el final del humanismo, y Habermas, el fin del nacionalismo.

Lo que ya no es posible, sin embargo, es el nacionalismo expan-sionista y agresivo, sobre todo practicado al interior de Europa por europeos contra europeos: el que surge en los años treinta y cubre parte de los cuarenta. Ese nacionalismo, efectivamente, murió con Hitler y Mussolini, pero su final no fue la muerte de todos los nacionalismos. Luego vino de relevo el de las naciones-continentes, capaces de adop-tar prácticas expansivas y agresivas similares a aquellas de las que se curaron las potencias europeas con el nazismo. Después de 1945, ante la emergencia de "superpotencias", las naciones intermedias quedaron a la defensiva y la idea de equilibrio europeo se replanteó, ahora no solo en términos intraeuropeos, sino en relación a las "mega-naciones" emergentes. Estos mega-Estados son "pos-nacionales", piensa Haber-mas, porque multiétnicos, y definirían un nuevo padrón pos-nacional. Pero la identificación de la nación con la etnia es un problema alemán, demasiado alemán, diríamos, y no constituye un modelo para cualquier Estado. El "patriotismo de la Constitución" se puede entender en esta óptica. Se trata de neutralizar el viejo, nacionalismo germánico que pretende minimizar la experiencia totalitaria de la Alemania de Hitler y la autoritaria de Alemania del Este, como si fueran solo "paréntesis"

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en la historia alemana, cuya "continuidad" habría que recuperar, tras la reunificación de 1989. Habermas ve esta "recuperación" como un retroceso y una estratagema bajo cuya máscara de inocencia, él ve reaparecer el fantasma del viejo nacionalismo teutón, que provocó la ruina de Alemania y una "catástrofe civilizatoria" sin precedentes en la historia moderna. Esa magnificación del Estado nacional, que llevé a Hegel a conceder al Estado el derecho a reclamar de los ciudadanos el sacrificio máximo, de la vida, no es posible en las condiciones que impone la guerra moderna. Ya no se trata solo de los millones de jóvenes que cayeron inmolados al servicio del . Tercer Reich, sino de los muchos millones más que costaría una guerra con el armamento actual, y que inmola por lo demás, sin distinción a civiles y a militares.

Es pues el nacionalismo colonialista ñdentro o fuera de Europañ el que se requeriría dejar definitivamente atrás, el derrotado en 1945, que no fue solo el alemán, sino el de las naciones europeas. 11 "patriotismo de la Constitución" se puede entender, sin, embargo, como un "neona- _ cionalismo" europeo, a la vez défénsiv-o y supranacional, neutralizador del patriotismo nacionalista. Sería, por tanto, un error estimar, en vista de la consunción— de ese-nacionalismo, que el Estado-nacional está su-perado o en vías de estarlo. Eso es lo que sugiere el título "Más allá del Estado nacional" con el que apareció la recopilación de los trabajos de Habermas sobre este tema. La Introducción de Jiménez Redondo, por lo demás muy buena, apunta en esta misma dirección. Pero el título del original, Die Normalitat einer Berliner Republik (La normalidad de una re-pública berlinesa) no tiene nada que ver con el título en castellano: "Más allá del Estado nacional". El nacionalismo en la mayor parte del mundo, para bien y para mal, goza de excelente salud. En los Estados pequeños suele ser defensivo, como en los medianos y más aún, porque defienden su soberanía y sus recursos básicos. En todo caso, con la formación de conglomerados supranacionales no desaparecen las naciones y los inte-reses nacionales. Estas formaciones surgen en respuesta, justamente, a la constitución de mega-Estados nacionales.

En suma, habría por lo menos tres modos de entender la cuestión de la identidad: como reclamo de minoría, como cuestionamiento ño reafirma-ciónñ de una tradición cultural pre-moderna y como auto-comprensión ético-política del colectivo. La auto-afirmación de un colectivo es lo que tienen en común estas tres modalidades.

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Por lo general, las sociedades modernas incluyen identidades múl-tiples, permeables a otras identidades o susceptibles ellas mismas de alteraciones. De allí que los intentos de definir la identidad colectiva en términos esencialistas sean insuficientes, además de excluyentes. La cos-tumbre y la tradición suelen establecer rígidas incompatibilidades, que luego otras realidades y nuevas prácticas vienen a remover, introducien-do identidades mixtas: curas obreros, mujeres astronautas, trabajadores discapacitados, militares homosexuales, etc. El mundo antiguo disolvió la oposición entre romano y cristiano; la Edad Media compatibilizó el ser cristiano y el ser monárquico; y la época moderna encontró una forma constitucional mixta, que anuló prácticamente la contraposición entre república y monarquía, que definía las coordenadas del mundo en los siglos XVIII y xix. La incompatibilidad entre socialismo y mercado que parecía irreductible durante la Guerra Fría, ha perdido vigencia, en parte debido a la transformación de la China actual. La historia, inde-pendientemente de los sucesos que marcan su día a día, está hecha en buena medida de estas transformaciones y mutaciones. Los individuos, por su parte, no tienen mayor dificultad en reconocerse con identidades diversas ñcristiano y marxista, mapuche y chileno, alemán y judío, o lo que sean, hasta que alguien resuelve que eso no es posible y decreta, por ejemplo, que ser inmigrante -o ser budista o islamista- es incompatible con ejercer cargos públicos, o imposibilita para ejercer cualquier forma de ciudadanía. La asignación de una determinada identidad al colectivo debe entenderse, por lo visto, más como una estrategia que como una determinación de esencia.

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1. DEMANDAS IDENTITARIAS Y

POLÍTICAS DE IDENTIDAD

Desde los inicios del siglo xIx comenzó a plantearse en América Latina la cuestión de la identidad, a propósito fundamentalmente de la definición del régimen político. La pregunta que se hacía Bolívar "¿Qué somos?" sigue resonando en las voces de hispanistas, indigenistas y en la de quienes se preguntan por la "diferencia" latinoamericana. La cuestión ahora no es la misma de los comienzos: hemos aprendido a desconfiar de preguntas como éstas: "Quiénes somos", "qué significa ser latino-americano", "cuál es nuestra esencia o identidad", parecen cuestiones bizantinas destinadas a no encontrar respuesta satisfactoria. Cada na-ción contiene diversas "culturas" y cada cultura una multiplicidad de códigos y reglas, de modo que la identidad no es algo unívoco sino más bien polimorfo y plural'.

¿Qué se entiende, sin embargo, por identidad y qué estatuto asignarle a la pregunta misma cuando se refiere a colectivos?

Locke levantó por primera vez la cuestión de la "identidad" como un asunto filosófico, y destacó la memoria como el elemento constitu-yente: "tanto como la conciencia se pueda extender hacia atrás, a alguna acción o pensamiento, tanto alcanza la identidad", escribe2. Se refiere a la identidad personal, pero lo mismo vale tratándose de colectivos, pues alude a la auto-comprensión, que no es forzosamente la de cada uno. Lo que se echa de menos, sin embargo, en esta caracterización, es la referencia a los otros: mi identidad no la defino yo solo como sujeto independiente de las creencias religiosas y morales que prevalecen en el colectivo del que soy parte, del lenguaje que en él se habla, etc. Mi mundo, por muy autónomo y determinado desde mí mismo que yo sea, se crea desde y por el mundo al que pertenezco. La relación con los otros

Jorge Larraín. Modernidad, razón e identidad en América Latina. Andrés Bello, Santiago, 2000.

2 Ensayo sobre el entendimiento. Libro 2, Capítulo 27, Sección 17.

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C y lo Otro en general, es constituyente de identidades. Hegel explica en términos de reconocimiento esta conformación intersubjetiva del sujeto: "La auto-conciencia existe en sí misma y para sí misma en tanto y por el hecho de que existe para otra conciencia, es decir, que ella es en tanto es reconocida".

La pretensión moderna de erigir el sujeto en la realidad primera y constituyente, se choca contra la evidencia de que el sujeto es constituido, desde luego, por el lenguaje y por las relaciones sociales y de poder que lo producen. El "yo pienso" aparece como verdad primera en el "orden de las razones", o sea, en el intento de establecer "un saber cierto y segu-ro", pero sí se trata de averiguar cómo las cosas son y cómo se generan, el ego cogito aparece como una verdad derivada. Si digo "yo pienso", tengo que decirlo en alguna lengua y de hecho pienso en mi lengua y ésta precede a cualquiera de los sujetos que la hablan. Aun cuando el "yo" piense en forma idiosincrásica o, como se dice, "muy original", esta misma originalidad presupone un orden lingüístico y un marco

«categorial previos al "yo" y al pensamiento. En otras palabras, aunque el sujeto pensante sea siempre un yo determinado, la actividad pensante tiene lugar en un espacio público, donde imperan ideas y opiniones que

Lreceden a las de cualquier sujeto en particular. Son, por demás, obra de agentes distintos: iglesias, partidos políticos, prensa, en fin, intelectuales. Podrán o no corresponder con las de un yo determinado, ser más o menos consistentes y verdaderas que las suyas pero son referentes obligados de la actividad del sujeto pensante, aunque permanezcan invisibles. La interlocución, real o virtual, con la comunidad docta en general, con los creyentes, los correligionarios, etc., es la condición "trascendental" de la auto-comprensión, es decir, que la comprensión de sí mismo de cada cual viene deparada a través de su vida de relación, en la comunicación e intercambio con los demás. Y otro tanto vale para la auto-comprensión del colectivo, que deriva y se sustenta en acuerdos táCitos o explícitos acerca de lo que se desea y no se desea, de lo que queremos y no que-remos ser; en ningún caso de una identidad sustancial supuestamente constituida en el pasado y vinculante aún, que un yo docto pudiera arrogarse descubrir.

3 Fenomenología del espíritu. Introducción.

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El sí mismo no es entonces propiamente el sujeto pensante: es la re-presentación que éste tiene de su propia persona; y esta representación es equívoca y múltiple. Cada cual tiene diversas representaciones de sí mismo, y éstas a su vez varían a lo largo de la vida, según los pape-les que cada uno desempeñe o se le asignen: la identidad personal se constituye a través de la alteridad en general. El sentido romano de la palabra "persona" (per-sonare=sonar a través de) es "máscara"; alude al sonar de la voz del actor, desfigurado tras el antifaz que recubre el rostro. La máscara, junto con impedir que aparezca la identidad ver-dadera, permite la expresión de múltiples caras, o sea, los distintos papeles que desempeña el actor. La identidad en el mejor de los casos, sería la representación unitaria del sí mismo que intenta integrar la personalidad del comediante o la imagen ideal con la que él desea-ría identificarse. La "búsqueda de identidad" tiene lugar a raíz y a través de un sentimiento de "pérdida de identidad", que responde a un estado de olvido y desorientación. Nunca está garantizado que la pérdida concluya en un encuentro. Heidegger diría que el estado de perdimiento es el modo normal o "cotidiano" de hallarse uno en el mundo; y descubrir el sí mismo verdadero o "auténtico" comporta un esfuerzo especial, consistente en rescatarse cada cual de ese estado de perdimiento habitual. La identidad sería lo faltante, lo que está en duda y cuya carencia es motivo de desasosiego y tormento. La cuestión de la identidad, su ausencia o su pérdida, remite a una necesidad profunda y arraigada de la realidad humana.

Todo eso estaría muy bien tratándose de la realidad humana singular, pero ¿Tiene sentido hablar de un sí mismo o "identidad" colectiva y de "autenticidad" en este caso?

La identidad personal responde a la pregunta por el "quién" o el "quién soy", pero cuando se pregunta por la identidad del colectivo ¿se entiende que se pregunta en cada caso siempre por lo mismo? "Quiénes somos" debiera ser la pregunta equivalente en relación al colectivo, pero aquí se plantea una cuestión previa acerca del estatuto de este tipo de identidad. Solo el yo tiene conciencia de sí mismo, por los recuerdos que guarda y el sentimiento de permanecer el mismo a pesar de los cambios. En los colectivos, no hay esta certidumbre directa inscrita en el recuerdo de una mismidad. El sí mismo se ha entendido frecuentemente como una entidad sustancial que recorre y traspasa las edades y que define

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unívocamente el ser colectivo, a pesar de la falta de un sujeto consciente de sí, como en la realidad humana en singular.

La concepción fuerte de identidad supone una permanencia de algo que sería justamente lo constitutivo de la "identidad". Esta concepción pasa por alto el hecho de que los colectivos son entidades abiertas, per meables a otras formas de vida y sujetas a permanentes cambios. Por otra parte, los colectivos se definen en gran medida por lo que quieren ser y no por lo que han sido, de modo que su sí mismo es algo controvertible y está sujeto a revisión. La identidad supone, sí, que algo ha de perma-necer en medio del cambio, pero eso "idéntico" no está fijado de una vez y para siempre. En los colectivos no hay el equivalente de la certeza que lleva a cada cual a decir "sigo siendo yo", aunque en*rigor no siga siendo el mismo. Lo constitutivo de identidad, tratándose de colectivos, se invoca por lo general en nombre de una real o presunta amenaza so-bre una identidad que, a su vez, se supone merece resguardarse. No se invoca la identidad para ser algo distinto de lo que se es, sino para reafir-marlo, porque se la estima valiosa o se supone que modificarla implica una falsificación o "inautenticidad". La identidad está pues ligada a la auto-estima; también a lo ideológico, porque no hay acuerdo respecto a lo que es o no constitutivo de identidad. Cuando alguien se arroga la capacidad de detectar lo valioso y permanente en el colectivo, esta arrogación es necesariamente excluyente, porque las sociedades, sobre todo las modernas, son "politeístas", no solo en el sentido de albergar distintas creencias y visiones de mundo, sino porque contienen mundos distintos. El multiculturalismo consiste, por de pronto, en el hecho de contener los colectivos más de una cultura. Para bien o para mal, las sociedades modernas adolecen de un referente central de su universo simbólico; no son la realidad unitaria, compacta y homogénea que supone cierto nacionalismo. Benedict Anderson mostró que la constitución de las nacionalidades modernas es un fenómeno en buena medida producido imaginariamente. Me atrevo agregar, que este componente ficcional es indispensable a la constitución de cualquier objeto del mundo, es decir, que también vale en alguna medida para los artefactos y máquinas.

La idea de "identidad" es diferente, ciertamente, si se refiere a objetos, a personas o a colectivos. Sin embargo, puede ser ilustrativo analizar cómo funciona si se refiere a objetos artificiales. También á éstos los iden-tificamos: el Coliseo romano es el mismo estadio donde se realizaban las

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luchas de gladiadores y otros espectáculos. A pesar de los estragos del tiempo y de la historia, reconocemos aún el mismo escenario de aquellos combates y juegos. Distinto sería si hubiese sido reconstruido o empla-zado en otro sitio, por muy fiel que fuese la réplica. Algo similar ocurre con los instrumentos y artefactos de alta carga simbólica: la camiseta de un futbolista, la espada de un prócer, un barco en el que se desarrolló un combate memorable, son únicos e insustituibles. ¿Es posible reparar el daño de la retención del Huáscar devolviendo otro barco construido idéntico y físicamente indiscernible del original? Seguramente, no; pero imaginemos una situación en la que el barco histórico fuese sustraído y en su lugar se dejara la réplica, sin que de ello se enterara más que un grupo reducido de personas que mantuviera fielmente el secreto hasta su muerte. Si se agrega como segunda condición, que el traspaso se realice con el acuerdo previo de las autoridades de ambos Estados, con el propósito de hacer creer que la copia quedaba en manos de la otra parte y el original en las propias, se daría una situación en la que todos estarían convencidos de poseer el Huáscar de Angamos, salvo el grupo de rescatistas, claro está, pero todos ya habrían fallecido.

El significado de este ejemplo es el siguiente: los artefactos son, en sentido fuerte, en cuanto a su identidad, construidos en un doble senti-do: fabricados materialmente y producidos imaginariamente, es decir, dependientes del marco de referencia de quienes los identifican.

Si las naciones son "comunidades imaginadas" (Anderson), quiere decir que en ellas se da un equivalente del componente ficcional de los objetos únicos y del sentido del sí mismo que cada cual tiene por los recuerdos en los que uno se reconoce. Las comunidades nacionales construyen narrativamente su identidad a través de la representación de un pasado asumido como propio. ¿Qué significa, entonces, la identidad colectiva si las naciones son entidades de ficción de alta carga simbólica y no responden exactamente a la pregunta "quiénes somos"?

La identidad, a pesar del nombre, no es una realidad claramente identificable; no es un "esto" sensible, como una cosa o como una pre-senda personal: Ante el requerimiento de un "quién es", una persona oculta en la oscuridad puede identificarse con un "soy yo, Pedro", y eso basta. Pero la pregunta "quién eres Pedro" no quiere solo saber "quién" es ese alguien oculto detrás de la puerta; esta pregunta seguramente ni siquiera el mismo Pedro puede contestarla exhaustivamente, porque

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involucra lo que Pedro ha sido, lo que quiere ser, lo que habría podido ser y no fue, también lo que otros piensan de él o quieren y exigen de él, en fin, todo lo que supone un sujeto heterónomo y plural, que nunca termina de coincidir consigo mismo. La pluralidad se refiere, desde lue-go, al carácter interlocutorio, intersubjetivo e interactivo de la realidad humana, a la imposibilidad de actuar solo, diría Arendt4.

De la construcción narrativa de identidad se desprende, en primer lugar, que la historia (o la biografía) ha de ser crítica y al mismo tiempo propositiva, conjetural y, desde luego, imaginativa; debe permitir enta-blar una relación creadora con el pasado que no inhiba los posibles y, antes bien, despliegue en cada uno esa "débil fuerza mesiánica", de que habla Benjamin cuando propone hacer una "historia a contrapelo"5.

Las demandas de minorías

Los lenguajes identitarios son discursos de carácter reivindicativo; sur-gen desde las minorías que demandan derechos frente a las mayorías o sectores hegemónicos. "Minorías" en este sentido son las mujeres, las etnias, los inmigrantes y, desde luego, las minorías religiosas, lingüís-ticas y de género. Estiman que la hegemonía atenta contra su forma de vida o cultura y lesiona su dignidad. Las sociedades pos-coloniales no son ajenas al discurso identitario, aunque en este caso el reclamo se asocia con la dificultad de la modernización y con la instalación en una modernidad experimentada como ajena y falsificadora.

Tanto en la teoría liberal como en el marxismo se puede advertir una sistemática omisión de las identidades culturales, étnicas, de género, etc. El liberalismo representa el primer intento de gestionar las diferencias, pero entiende éstas como diversidad de ideas, creencias e intereses, dando por descontado que hay una homogeneidad básica, que se expresa en la noción de igualdad. Ésta consiste en que todos son por igual, sujetos de derecho; las relaciones sociales, según eso, se entienden en términos de relaciones contractuales. El contrato de trabajo, por ejemplo, liga a sujetos iguales que acuerdan libremente las condiciones de la relación

4 ¿Qué es la política? Paidos, Barcelona, 1997. 5 En Tesis "Sobre el concepto de historia" Fondo de Cultura, México-Buenos Aires, 2002.

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laboral. Este sujeto contractual es anónimo y homogéneo: no tiene género, lengua, clase social ni nacionalidad. En esta anomia anida el secreto de la igualdad de los sujetos.

Marx enmienda esta omisión en lo que se refiere a las clases sociales, pero pasa igualmente por alto los referentes culturales y nacionales. A pesar de sus diferencias con el liberalismo, el marxismo representa otra variante del universalismo. La crítica de Marx al republicanismo y en particular a la Revolución francesa, se refiere a la asimilación de la emancipación del ciudadano frente al Estado absoluto, con la emanci-pación del género humano. La liberación del "ser genérico", según él, pasa por la liberación del trabajador. Y en este aspecto, él desconfía del ideario revolucionario, al que tiende a asignarle un significado táctico y de clase: "libertad, igualdad, fraternidad, igual infantería, caballería, artillería"6.

Si bien Marx visibiliza las relaciones de clase, lo hace al precio de redu-cirlas a las relaciones de producción, de modo que las relaciones sociales y las identidades ajenas a la esfera del trabajo, permanecen igualmente invisibles. El "proletariado no tiene patria" y "no tiene nada que perder, salvo sus cadenas"; "los trabajadores" tampoco son sexuados: casi nunca son trabajadoras. "Al leer a ciertos marxistas uno tiene la impresión de que se nace el día que se recibe el primer salario", advertía Sartre'.

Las relaciones políticas en general quedan prácticamente omitidas o bien aparecen como relaciones de poder enmascaradas en las relaciones de producción. Las nacionalidades quedan igualmente subsumidas en las relaciones de producción. La idea de que las clases serán "abolidas" y el Estado "se desvanecerá" (verschwindet) por el solo hecho de cam-biar las relaciones de producción, son ejemplos de esta misma omisión. Las minorías étnicas también entran, por cierto, en ese club de los que "se irán extinguiendo", una convicción compartida, por lo demás, por el liberalismo clásico, en un caso por obra y gracia del cambio en las relaciones de producción, y en el otro por obra del progreso. Se dirá que estas omisiones son deliberadas, que la reducción de lo político en general está dictada incluso por el método. Pero las abstracciones de la teoría nunca son del todo inocentes, nunca quedan impunes, confinadas

6 Dieciocho Brumario de Louis Napoleón Bonaparte. "Cuestiones de método", en Critique de la raison dialectique, Gálimard París, 1992.

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en la pura teoría. La cuestión de las nacionalidades surgió muchas veces y de varias maneras en el campo socialista, desde luego en la retórica internacionalista, en agudo contraste con el "chovinismo de gran nación" que se le reprochó en su momento a la URSS8.

La fortuna de los lenguajes identitarios, su proliferación en pleno auge de la globalización, se explica y en parte se legitima, precisamente por esa omisión o reducción de las particularidades en la teoría y en la práctica política. Los discursos de la identidad recaban en la diferencia, no en cuanto a lo que los individuos producen, consumen, piensan o creen, sino en cuanto a lo que son. Cumplen en este aspecto una doble función: aglutinadora y de defensa. Las reivindicaciones identitarias responden, por una parte, a la necesidad de constituir un "nosotros" frente a un "ellos" y ante fenómenos, reales o presuntos, de des-identificación o de desintegración. Desde el punto de vista del individuo, esas reivindica-ciones representan instancias sustantivas de identificación; contribuyen a mejorar su auto estima y a disminuir la vergüenza, es decir, el desajuste o conflicto entre el sí mismo y el ideal de sí mismo (Pier y Singer). "La raíz del oscuro y singular sentimiento de vergüenza (procede de) la percepción de una oposición entre lo que debería ser' idealmente y lo real9. "La vergüenza supone que uno está completamente expuesto. A uno lo ven y no está preparado para que lo vean" (Erikson). Max Sche-ller, por su parte, niega que sea indispensable que haya otros que me vean: uno mismo puede desdoblarse y juzgar desde el punto de vista del otro, imaginándolo.

8 Ver sobre el tema Engels El marxismo y la cuestión nacional, Avance, Barcelona, 1990. 9 Max Scheller, Schriften auf dem Nachlass 1, 57.

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II. MARTÍ: PIDIENDO UNA CULTURA

COMPROMETIDA

Las secuelas espirituales del colonialismo y la exigencia de una cultura renovada y comprometida, es la preocupación fundamental que recorre el ensayo Nuestra América, de José Martí. La sola conquista de soberanía le parece insuficiente y su llamado apunta a sacudir el yugo espiritual de las patrias americanas: "El problema de la independencia, escribe, no era el cambio de formas políticas sino el cambio de espíritu" (cursivas nuestras).

Llama la atención el empleo del pretérito en este pasaje. Martí está pensando en la gesta de 1810 y sosteniendo un diálogo en sordina con los libertadores para no reincidir en los errores y omisiones que limitaron el significado de la epopeya independentista de comienzos de siglo. No es que la Independencia haya carecido de espíritu, pero la constitución de Estados soberanos, por muy importante que haya sido, no era todo. La fundación republicana habría sido mejor lograda si a la emancipación política se hubiera agregado un cambio cultural. El reclamo martiano es, justamente, por una cultura que responda a las necesidades propias las de Cuba y, por extensión, las de 'nuestra América. Se trataba de evitar aquella amarga experiencia que llevó a Bolívar a lamentarse de haber creado "repúblicas de aire" y haber "arado en el mar". El Libertador, como es sabido, estimaba malograda su obra, en vista del espectáculo que ofrecían las jóvenes naciones, desgarradas por rencillas caudillistas y amenazadas por la anarquía.

Esa aprensión era compartida por otros fundadores y trasunta una limitación de la gesta republicana en esta parte del mundo. Es un hecho emblemático que muchos de los líderes independentistas hayan conclui-do sus días en la soledad del exilio, lejos de las tierras que contribuyeron a emancipar, confirmando aquello de que las revoluciones "devoran a sus hijos". La Independencia tuvo esa voracidad, pero no fue una revolución: la gatilló un episodio externo, fortuito —la invasión napoleónica y la deposición del Rey—; y quedó en buena medida circunscrita a la guerra

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y a la creación de nuevos Estados. Dos expedientes indispensables para ganar autonomía, soberanía, como se la entendía en el siglo xix, pero el peso de la sociedad y la cultura coloniales, agregado a una insuficiente maduración previa de las ideas republicanas, se dejó sentir como un pesado desquite a la hora de crear instituciones originales y estables. Los "padres de la patria" no podían ellos mismos suplir su propia orfandad y esta carencia de fundaciones significó que vieran a menudo derrumbarse su obra tras sus pasos y que la república quedara a la postre sujeta a los vaivenes de pugnas caudillistas y luchas de poder. "América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli": esta confesión de Bolívar ahorra mayores comentarios, aunque uno no la comparta. La ruptura con el antiguo régimen se produjo, en todo caso, más en el orden legal e institucional que en el intelectual y moral; más en la forma de legitima-ción del poder que en su ejercicio y en sus estructuras. La modernización del Estado resultó más o menos cosmética y la práctica republicana en muchos de nuestros países ha sido una metástasis del cuartel.

Por eso Martí reclamaba algo más que un "cambio político". La sangre derramada en los campos de batalla merecía algo más que autonomía, un "cambio de espíritu". Y entendía muy bien que este cambio pasa por el desarrollo de una cultura política: "En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, escribe, los incultos gobernarán...allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno".

La estrategia desarrollada en los institutos de enseñanza coloniales consistía, precisamente, en formar en el espíritu de una cultura universa-lista sin compromiso con la realidad americana, sin conocimiento de ella y sin respuestas a sus necesidades. "¿Cómo han de salir de las universida-des los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América?". (La cursiva es nuestra).

La cultura política desempeña un papel crucial. Sin ella, la obra emancipadora no puede ser consistente y duradera. La porfía, a lo largo de todo el ensayo, sobre la necesidad de recabar en lo peculiar y pro-pio de esta América, se dirime para Martí en el plano de la formación ciudadana. No se trata de nacionalismo corriente: la controversia entre hispanismo y anti-hispanismo, con sus connotaciones xenofílicas o xe-nofóbicas, no tiene sentido para él. Ni siquiera el anticolonialismo basta; se trata, antes bien, de procurar contenido al movimiento autonomista.

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Los fundadores no mostraron suficiente claridad respecto al mundo en que querían vivir: Bolívar mismo, ante la pregunta sobre qué régimen de gobierno intentaba instaurar, se mostraba dubitativo y no excluía la monarquía. "Toda idea relativa al porvenir del (Nuevo Mundo) me parece aventurada", escribe. "¿Quién se habría atrevido a decir: tal na-ción será república o monarquía?". Y a la pregunta: "¿Seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una república?", Bolívar responde: "Los acontecimientos... nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales"; "así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus institucio-nes políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros Estados"'.

La razón de esta ineficacia la ve el Libertador en la carencia de vida política en el Nuevo Mundo. "La existencia política de los moradores del hemisferio americano, era nula", escribe. Y concluye con esa confesión desconcertante, que recién recordábamos: "De cuanto he referido será fácil colegir que la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió".

¿Cabe una palabra más amarga en boca del Libertador? La Independencia llegaba "prematuramente", "América no esta-

ba preparada" para ella; por tanto, la república sería una solución de emergencia. "Prematuro" es lo que nace antes de tiempo, con su ciclo de desarrollo incompleto, sin haber alcanzado esa "mayoría de edad" que Kant ponía como condición para vivir sin tutores, y que Bolívar retoma como exigencia para los pueblos que han de vivir sin tutelas. La novedad siempre es precoz, o lo parece, porque sale de lo acostumbrado. Y los grandes acontecimientos son grandes porque rompen con lo habitual y consuetudinario, por ser extra-ordinarios, dan la impresión de llegar a destiempo.

Bolívar desconfiaba de los sistemas e instituciones, incluso de "las formas democráticas", porque echaba de menos la formación previa de una conciencia republicana que facilitara el funcionamiento de la institucionalidad de los Estados. Y es esa justamente la preocupación

1 En "Carta de Jamaica". Fuentes de la cultura latinoamericana. Fondo de Cultura, México, 1993, pp. 17 ss.

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que trasunta el texto de Martí: la necesidad del "cambio de espíritu", responde a su aprensión frente a la posibilidad de un cambio para el que nuestra América "no estaba preparada". Si la semilla de la soberanía cae en suelo yermo, la libertad no germinará y la independencia habrá` llegado a deshora.

Digamos, todavía a propósito de Bolívar, que su idea de la unidad americana responde en cierto modo a esa misma desconfianza respecto a la capacidad de gobierno que mostraban las repúblicas recién nacidas. Para evitar el escepticismo total, Bolívar postula la "patria grande", una solución de emergencia, en realidad una tabla de salvación para mantener a flote su desfalleciente esperanza de que una "enmienda de las costum-bres" vendría junto con la obra emancipadora: "Seguramente la unión es lo que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración".

Este "seguramente", para quien sepa leer, es un antídoto de una tremenda incertidumbre. Bolívar debía saber que la unidad por sí sola no podría impedir la anarquía y las dictaduras. De eso se trata: el pro-blema de las descolonizaciones es el vacío de poder que deja el retiro del colonizador, pues el vacío lo llena quien tiene la fuerza. Los mo-vimientos independentistas latinoamericanos y las descolonizaciones posteriores del siglo xx, confirman ese riesgo. Se vieron enfrentadas al mismo problema de instaurar la estabilidad de un orden civil sobre la base de una nueva ley y una nueva legitimidad, que eviten el riesgo de guerras intestinas o la acción de un nuevo colonialismo, siempre al acecho tras el repliegue de un imperio. Los países africanos en la primera mitad del siglo xx, más tarde las naciones surgidas de la des-integración de la Unión Soviética, incluida la ex-Yugoslavia, no son excepciones a esta regla: la resaca del poder colonial viene seguida de marejadas insurreccionales, virtuales guerras civiles, las secuelas más visibles de la ingeniería colonial.

La formación de un conglomerado de Estados no resuelve por sí sola esta cuestión de desterrar la guerra civil y construir un ordenamiento institucional de recambio. No hay razón para suponer que el todo no va a reproducir la misma dificultad de las partes, a otro nivel. De allí la necesidad de emplazar un modelo regulativo sistémico, a través de un acuerdo, que sirva de referente y parámetro ordenador. Ese ordenamiento puede resultar insuficiente, sólo que es indispensable. Cuando falta, la posibilidad, siempre presente, de la lucha civil, se torna cierta. Por eso es

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condición de cualquier "cambio espiritual", enmienda o "regeneración de las costumbres", como querían Martí y Bolívar.

Martí, en efecto, no piensa en términos tan distintos en este punto, al Libertador. La "verdadera" emancipación supone la ciudadanía, o sea, supone "existencia política" (Bolívar). Martí piensa también en tér-minos continentales, aunque desde su propia perspectiva. La república es la formación política que se ha impuesto como el régimen capaz de sustituir a la monarquía y adquirir legitimidad, de modo que la consti-tución republicana parece ser condición ineludible del Estado por nacer. El dice, por ejemplo: "injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas", a propósito de la necesidad de desarrollar una cultura adecuada a "los elementos verdaderos" del país. Y propone igualmente "abrir los brazos de la república a todos", cuando llama a reconocer y asumir la pluralidad cultural del continente. En ambos casos, no habla de "nación" o de "país": está pensando inequí-vocamente en el sistema político, y a la sazón la república es el régimen que se ha legitimado en el mundo.

Sin embargo, Martí expresa en un pasaje significativo, un punto de vista singular sobre este tema. Vale la pena interrogarlo con cuidado. Él atribuye el surgimiento de las "tiranías", a la insuficiente atención pres-tada a las condiciones propias de estos países: "por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder", escribe (cursivas nuestras).

Es un argumento de dos filos, porque, a pesar de la intención de evitar la "tiranía" -digamos la dictadura-, deja lugar a una eventual jus-tificación de la misma. Si las dictaduras surgen a raíz de la inadecuación o disconformidad con los "elementos naturales" del país, quiere decir que bastaría la adecuación a los mismos para evitarlas. Pero ¿quién juzga cuándo un régimen tiene debidamente en cuenta "los elementos natu-rales" o "verdaderos" del país? En el mejor de los casos, eso vendría a saberse aprés coup, una vez instalado el nuevo régimen, de modo que "la adecuación" a los "elementos naturales" recibe un suplemento de verdad procedente de lo mismo que rechaza: la tiranía. El argumento se mueve en círculo: no precisa en qué consiste la adecuación o cómo tendría que ser un régimen que no "desdeñara los elementos naturales". Se podría incluso dar vuelta el mismo argumento para justificar la dictadura, adu-ciendo que la répública o la democracia no se avienen suficientemente conj

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los "elementos naturales" o las condiciones específicas de un país, y bastaría eso para declarar en vacancia esos regímenes.

Esa misma "inadecuación" se ha hecho valer para legitimar lo que Martí se proponía justamente evitar: las dictaduras. En Chile hay toda una tradición historiográfica que aduce con más o menos matices, que la soberanía popular es buena para naciones más maduras y cultas. Las nuestras requerirían de la tutela de gobiernos fuertes, de caudillos o de conducción militar, para mantener a raya al populacho2. El mismo tópico se invoca cuando se afirma que un régimen de fuerza promueve el desarrollo y que la democracia viene luego por añadidura.

La ventaja de los sistemas regulativos universalistas consiste en que fijan unas reglas que todos se comprometen por anticipado a respetar. La gran crítica a estos modelos es que son "abstractos", es decir, que no tienen debidamente en cuenta la especificidad cultural. Pero mientras esas condiciones especiales no se determinen, es más bien la apelación a ellas lo que permanece abstracto e indeterminado. "Las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales" señala el propio Bolívar, para agregar en-seguida: "Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte"3.

Seguramente habrá quienes se sentirán muy halagados de ser tan especiales y únicos en su género. Pero la consecuencia de ser tan origi-nales y diferentes es que no nos servirían las soluciones probadas por otros. Necesitaríamos las nuestras "propias", "originales", "verdaderas" y "auténticas". Bien; pero si esa "autenticidad" no se manifiesta en algún acuerdo sobre un determinado marco regulativo alternativo, lo "ver-dadero", "auténtico" y "genuino", puede constituirse en un pretexto, y lo cierto es que Bolívar no procura ninguna respuesta al respecto. Al contrario, dice que el sistema político puede ser tanto la república como la monarquía; y, mientras tanto, lo que se iba imponiendo era la anarquía y la dictadura.

En el siglo )0( se intentó más de una vez fundar Estados sobre la base de una identidad racial, étnica, religiosa u otra. Esos ensayos terminaron

2 Pienso en Alberto Edwards, en Francisco Encina y más recientemente en Mario Góngora y sobre todo en Gonzalo Vial.

3 Op. cit.

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invariablemente en guerras civiles y secesiones. El Estado germánico nacional-socialista, los Estados surgidos de la ex-Yugoslavia y otros del Medio Oriente, confirman esta dificultad. La identidad es un tópico agonístico: surge como réplica frente a un "otro", pero no es suficiente ni eficaz, en el sentido que una religión, una lengua o una raza sea el elemento cohesionador que sustituya las reglas, principios y procedi-mientos que emanan del derecho y las instituciones. La ciudad moderna es más bien diversa, diferenciada, heterónoma: renuncia a la idea de una cultura homogénea y unitaria que implique una negación de su carácter múltiple y una reducción de las diferencias. Renuncia, en una palabra, a la coincidencia o identidad del colectivo consigo mismo.

Volviendo a Martí, él recusa precisamente las herencias de la cul-tura colonial, situándose por sobre la cuestión del hispanismo y el anti-hispanismo. Preconiza una cultura propia y modernizadora. Bernardo Subercaseaux señala este aspecto como el tema central del artículo. La "tensión entre modernización y cultura, escribe, ha estado siempre pre-sente en América Latina"; "la tensión entre estos polos recorre todo el texto (de "Nuestra América") y es en cierta medida el eje temático del artículo".

Sin embargo, la contraposición entre modernización y cultura no re-sulta particularmente aclaradora en este caso. No resalta la originalidad del pensamiento de Martí, más bien la diluye en una antítesis genérica, es decir, en la tensión constante entre una cultura tradicional y una ten-dencia transformadora-innovadora.

Subercaseaux adopta, en cambio, un predicamento inverso al referirse al "anti-imperialismo" atribuido a Martí. En este caso, invoca un criterio estrictamente histórico: "Se trata de un punto de vista discutible", escribe, "el imperialismo —como teoría de una fase final del capitalismo—, perte-nece a Lenin, en circunstancias que el pensamiento de Martí es anterior y está completamente alejado de esa órbita de ideas".

Cierto: Martí es ajeno a "una teoría del imperialismo", en la forma como se desarrolló más tarde, como una "contradicción sistémica". Sin embargo, el reclamo de una cultura renovada y menos sujeta a los cánones de la cultura colonial, es demasiado insistente en la escritura y

' "Modernización y cultura en América Latina: vigencia del pensamiento de José Martí". Revista Mapocho N° 38, 2° Semestre 1995.

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en el mundo martiano. Gran parte del texto de Nuestra América gira en torno a la cuestión de lo que más tarde se llamaría la dependencia cultural y sus efectos "alienantes" y deformadores, de modo que el punto tiene importancia; no tanto por la distinción entre colonialismo e imperialis-mo, que puede ser un tanto escolar, sino porque en ello está en juego un rasgo fundamental del pensamiento de Martí.

Desde luego, su anti-imperialismo no es teórico, no podría serlo. En él falta el concepto, incluso falta la palabra "imperialismo", pero está la idea y sobre todo la práctica anti-imperiaP. La teoría del imperialismo intenta convertir esta palabra en un concepto y mostrar su necesidad, su relación interna con una tendencia inherente al sistema, que lo forzaría a la expansión indefinida, o sea, a la conquista de nuevos mercados. En este aspecto, el imperialismo sería el relevo tecno-económico del colonialismo político-militar y su noción territorial-geográfica del do-minio. El imperialismo inicia una tendencia del poder a volverse cada vez más anónimo y difuso, menos costoso y más eficaz. Sus métodos de dominación son más "científicos", más "técnicos" y remotos, aunque no excluyan la acción directa del colonialismo dásico. Junto con ganar en extensión y difusión, el imperialismo gana en poder de ocultación y en aceptación. Precisamente porque no se muestra, despierta menos resistencia, en cambio, mientras más manifiesta se vuelve la dominación, más fácilmente despierta el contrapoder. El imperialismo perfeccionado debería ser el que menos se nota, el que se acepta como inevitable, se celebra como benéfico y logra desterrar hasta la palabra que lo nombra. En este sentido, merecería llamarse "fase superior".

La contraposición entre modernización y cultura se refiere a una tensión permanente entre dos tendencias opuestas, una transformadora-innovadora y otra conservadora. Pero esta tensión es tributaria de otra más significativa para Martí: la de imperio / colonia, centro / periferia, metrópolis / provincia, o como quiera llamársela. El punto que importa en relación al "anti-imperialismo", es que la cuestión del poder siempre está presente en Martí, porque es aneja al colonialismo y la descolonización.

5 Hoy se da la situación simétrica pero inversa: la palabra imperialismo ha caído en desuso, sin que desaparezcan los imperios. En cambio, "globalización" está en boca de todos, a pesar de ser un concepto vago y polisémico. El caso es que la palabra ha tenido aceptación a pesar de su polisemia o quizá a causa de ella.

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La "modernización" es un término relativamente aséptico, como el "progreso" o el "desarrollo". Sus opuestos, el atraso, el rezago, el retar-do o el subdesarrollo se entienden en términos acumulativo-lineales: "modernizarse" es "atrapar el rezago", "despegar", "salvar el atraso", etc., procesos eminentemente cuantitativos, dependientes de la acumu-lación y desarrollo de las fuerzas productivas. La "modernización" así entendida, supone el mismo tiempo lineal y homogéneo del "progre-so"; permite agrupar todo lo precedente y lo subsiguiente en relación a un solo parámetro, que divide a todos los diferentes en "anteriores" o "posteriores": lo que no es "moderno" es simplemente "pre-moderno" o "pos-moderno".

La oposición modernización/ cultura se puede entender como una contraposición entre dos culturas, una autóctona o tradicional, y otra que representa una reforma de aquélla. Así la entiende, por ejemplo, Octavio Paz: serán sucesivamente jesuitas ilustrados en el siglo XVIII, liberales y positivistas en el siglo xix y marxistas y neoliberales en el siglo xx, quienes representen el polo modernizador, frente a un compo-nente vernáculo o tradicional. Se trataría, entonces, de un proyecto de transformación cultural o de reforma social inspirado en el modelo de una metrópolis o centro imperial.

La dupla modernización/ cultura resulta, sin embargo, equívoca porque presenta esta oposición como si fuera independiente de las relaciones de poder. Basta con asimilar "modernización" con "progreso" y "cultura" con "tradición" o cultura vernácula, para que no haya mayor dificultad de entender la oposición como equivalente a progreso / atraso, que es políticamente neutra, reductible a desarrollo económico o a progreso productivo. Pero la asimilación de "modernización/ cultura" a la contra-posición, acuñada por Sarmiento, entre civilización/barbarie, la rechaza explícitamente Martí: "No hay batalla, escribe, entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza".

El énfasis en el progreso productivo, representa la exacta antítesis del énfasis martiano en el "cambio espiritual". Este es de índole cultural, por cierto, pero a la vez, indiscerniblemente político, como hemos visto hasta la saciedad. De modo que si a la neutralización del cambio político-espiritual, mediánte su reducción a la oposición cultura / modernización, se agrega la negación de su anti-imperialismo —o anti-colonialismo, poco importa—, lo que queda de Martí es un "pos-mo" culturalista. Su dimensión

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política en sentido amplio queda mutilada, y es ciertamente, decisiva: las relaciones de poder siempre están presentes y permean las formas culturales; recíprocamente, la formación plena supone la formación ciudadana. Martí habla en nombre de América nuestra, porque sacudir

Íel yugo colonial no significa liberarse de sus secuelasla condición colo-' nial no cesa cón Ja independencia política, adopta formas más furtivas y recónditas: anida en las prácticas, penetra las costumbres, permea la cultura. Por eso es precisoel "cambio de espíritu", es_clecir„..macultura de la libertad acorde con la soberanía: "el país naciente pide formas que se le acomoden". "La incapacidad está...en los que quieren regir pue-blos originales...con leyes heredadas...de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia"; "el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés". Martí quiere "glétaclos e inslitucimeanaci~el país mismo". "El gobierno ha de _nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país". El olvido de este imperativo se paga con tiranía: "Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, (y) derivar de ellos la forma de gobier-no"; "con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india"; "nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra"; "la universidad europea ha de ceder a la universidad americana"; "los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos"; "Injértese en nuestras repúblicas el mundo pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas". Para qué seguir: no hay un motivo más reiterado que éste de evitar el colonialismo espiritual y favorecer una cultura que florezca con la misma savia de sus raíces.

El empleo de la idea de naturaleza merece todavía una palabra. He-mos visto que el término aparece profusamente. Por ejemplo, cuando habla de "conformidad con los elementos naturales" o cuando contrapone la "naturaleza" a la "falsa erudición". Lo hace en un sentido muy próximo a Rousseau, para quien la naturaleza del hombre es fundamentalmente buena. Lo "natural", también para Martí, es una metáfora de la bon-dad, pureza e inocencia del hombre originario. En este caso, del indio americano frente a la malicia, soberbia y falsedad del "criollo exótico" y del "letrado artificial". En esta misma vena rousseauniana, escribe: "El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior,

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mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle". Pero, al mismo tiempo, el desdén hacia este buen sentido común del "hombre natural" ha sido fuente del mayor infortunio en nuestro continente, pues "han subido los tiranos de América al poder", por haberse desdeñado "esta conformidad con los elementos naturales".

Aquí se juntan explícitamente los dos aspectos del "cambio espiri-tual": el político y el cultural. Para desterrar la tiranía es condición nece-saria la instauración de instituciones, leyes y prácticas en conformidad con los "elementos naturales". En cambio, la disconformidad con ellos, favorecería las tiranías.

Estos "elementos naturales" son, en general, los hombres del pue-blo sencillo. El "cambio espiritual" consiste también en su inclusión. La tradición de pensamiento euro-centrista, con la antropología a la cabe-za, siempre vio —hasta Lévi-Strauss— en el habitante del Nuevo Mundo una variante degradada y servil de humanidad. Martí en esto mantiene una insobornable visión americanista, sin concesión a los discursos del poder, que se ensañan en la humillación de los componentes autóctonos del "tronco" americano. No es por el reconocimiento multicultural de la fragmentariedad su alegato, sino más bien por un rechazo a las exclu-siones, que reprimen o incluso matan la condición plural de la ciudad moderna: "Si la República no abre los brazos a todos, y adelanta con todos, muere la República". No se trata sólo de tolerar las diferencias, sino, de un modo no precisado y todavía pendiente, de incorporarlas para potenciar las virtualidades de todos. La nueva cultura precisa evitar la exclusión: "nuestra América ha de salvarse con sus indios".

A eso agregábamos que no hay ciudadanía, vida política civil, sin fundación de una ciudad que expulse de antemano, en su constitución misma, la guerra intestina, la guerra ciudadana. La afirmación: "con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india", deja una cuestión pendiente: ¿Por qué poner dos emblemáticos nombres republicanos en una balanza imaginaria con pechadas y sangre cuajada que no les hacen el peso?

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III. LA EXCLUSIÓN DE LO ABORIGEN

El problema de la identidad o, como se suele también llamar, de la di-ferencia, se ha planteado a propósito de distintos asuntos: ¿Qué somos? ¿Hasta qué punto pertenecemos a la civilización occidental? En su Choque de civilizaciones, Huntington no incluye en ella a la América Latina. Pero Hegel mismo, en sus reflexiones sobre el Nuevo Mundo, hace al pasar una curiosa observación: el Istmo de Panamá es "demasiado delgado" como juntura entre las dos Américas; y de allí concluye una inevitable confrontación entre ambas. ¿Cómo no? América es aún "demasiado geográfica".

Jaime Valdivieso en Identidad, latinoamericanismo y Bicentenario, enfa-tiza la cuestión de la identidad en relación a la exclusión de lo aborigen y mestizo en la cultura mayoritaria o dominante, un asunto que se planteó desde el origen de las repúblicas. En Carta de Jamaica, Bolívar lo pone en términos de pertenencia: no somos ni europeos ni indios, escribe, "Somos un pequeño género humano aparte". Lo decía en castellano, él, que fundó media docena de repúblicas, un invento griego, después de todo, redescubierto en Italia antes de irrumpir en Francia. Para remate, la integración conseguida en los Estados del Norte era el modelo de la Confederación, que él imaginaba para el Sur.

Sin embargo, América toda, antes del Descubrimiento, fue un "gé-nero humano aparte", una "cuarta parte del mundo" desconocida en la Antigüedad e ignorada por Tolomeo. Llegó a dudarse que sus habi-tantes pertenecieran al género humano y hubieran sido alcanzados por la Redención. Los aborígenes americanos, por su parte, sumergían a sus prisioneros europeos en el mar o dejaban expuestos sus cadáveres a la descomposición, para cerciorarse de que fueran humanos como ellos. Si la condición para una "identidad" fuese tener una propia, no compartida con nadie, la humanidad precolombina americana sería el mejor exponente, pues se formó en un casi total aislamiento con el

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resto del mundo, que debió pagar muy caro a la hora de su "encuentro" con Europa.

La cuestión de la identidad surge por lo general, de una parte que reclama su parte, una comunidad lingüística, una nación o una etnia ignorada o marginada por la cultura mayoritaria; sean los catalanes y vascos en España, los irlandeses en el Reino Unido, los quebequeses en Canadá o las minorías étnicas en casi todo el mundo, el reclamo identi-tario se asocia con la auto-afirmación y la demanda de reconocimiento de grupos adominantes o en desventaja.

En América Latina se ha planteado el problema de la identidad en relación a la modernización y las dificultades de compatibilizar la cul-tura ilustrada con las culturas tradicionales. La apelación a la diferencia responde en parte a eso: asimilar simplemente la modernidad europeo-occidental es insuficiente además de imposible. Valdivieso señala que el carácter señorial de las sociedades fundadas en América Latina ha incidido poderosamente en su historia y ha conspirado contra el de-sarrollo de una burguesía nacional. Hemos combatido en nosotros al "señor" tanto como al "indio" y al "mestizo", aunque de otra manera, claro está ¿Cómo no se nos va a plantear la pregunta 'qué somos', si hemos reprimido sistemáticamente lo que hemos sido?

La herencia estamental y jerárquica de la sociedad colonial constituye, en efecto, una primera dificultad: ha mostrado ser más resistente a la modernización que las sociedades homogéneas y horizontales. Algu-nas culturas han podido resolver satisfactoriamente este dilema; varias asiáticas, por ejemplo, se han modernizado minimizando la destrucción de su cultura vernácula. El desafío, entonces, es lograr un sincretismo que demuestre eficacia. Hasta el siglo xIx, las culturas hegemónicas aplastaban a las minorías étnicas y destruían las culturas autóctonas. Las políticas de desarrollo del Estado-nación en los siglos xix y xx, no interrumpieron esa práctica: eran políticas de construcción de la nación una y homogénea, que en buena medida excluían los derechos de las mino-rías. La globalización ha fortalecido en cierto modo la misma tendencia hegemónica y universalista, pero a la vez procura nuevas armas para la supervivencia de las minorías: el internet, las redes de contacto en general y la desterritorialización son una oportunidad al respecto. El caso es que en el siglo xxi, la globalización ha favorecido el surgimiento de nuevas potencias emergentes y un renacimiento de los particularismos.

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"Nosotros los alemanes podemos declarar con orgullo que no he-mos sido buenos burgueses", afirmaba Ernst Jünger. "Nosotros" los latinoamericanos no podemos decir otro tanto, y no porque hayamos sido buenos burgueses sino porque lo diríamos con rubor: las ganas no nos han faltado. Jaime Eyzaguirre encontró en El sentimiento trágico de la vida de Unamuno un motivo para sostener, en Hispanoamérica del dolor, que esta misma condición doliente es el signo de una humanidad más profunda, con mayor cercanía a sus semejantes y con la tierra, que la otra América. No sé si a estas alturas convencerá a alguien, salvo a los más devotos, que están ya convencidos. Los incrédulos, en cambio, tenderán a ver en este argumento, en el mejor de los casos, un pretexto ideológico y, en el peor, una resistencia a la modernización y la apología del atraso.

"No somos nada todavía, pero estamos en vías de ser algo; por eso no tenemos aún una cultura, no podemos tenerla". No es Lastarria quien se expresa así, sino Nietzsche: "Los modernos no tenemos nada propio; solo llenándonos con exceso, de épocas, costumbres, artes, filo-sofías, religiones y aprehensiones ajenas llegamos a ser algo digno de atención". "Hubo siglos en que los griegos se hallaron expuestos a un peligro semejante... (y) nunca vivieron en peligrosa inaccesibilidad; su 'ilustración' fue un caos de formas y nociones extranjeras: semíticas, li-dias, babilónicas, egipcias, etcétera, y su religión, una verdadera pugna de las divinidades de todo el Oriente". No obstante, fueron capaces de "organizar el caos" y evitar convertirse en "los abrumados epígonos y herederos" de ese magma de formas encontradas. "Tendríamos que preguntar si ha de ser por todas las eternidades nuestro destino ser dis-cípulos de la antigüedad decadente"".

El riesgo de permanecer como "eternos epígonos" apunta a la ne-cesidad de sobrepasar la "nulidad aterradora" que deploraba Lastarria en nuestra cultura. El ejemplo de los griegos viene a cuento porque fueron capaces de incorporar las influencias más dispares venidas "de todo el Oriente". Cobra validez, entonces, la idea de no renegar de nada, de ensanchar nuestro mundo con el legado de las culturas originarias. Ésta es la tesis central del libro de Valdivieso, su núcleo duro, diríamos: no hay razón para impedir una mayor fecundación de la cultura mayo-

1 De la utilidad y desventaja del historicismo para la vida. Apartados 4, 8 y 10.

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ritaria con el legado de las culturas aborígenes, y con cualquier cultura, agregamos, a condición de integrarla creadoramente.

Hay un equívoco en la pregunta por la identidad, pues supone de antemano que hay algo idéntico y homogéneo cuya consistencia habría que averiguar, cuando lo cierto es que es una ilusión, en parte derivada del uso de la palabra en singular. "La" identidad no es homogénea: esto vale para la identidad personal y con mayor razón para la colectiva, que es plural, diversa y heterónoma: nunca idéntica a sí misma. El uso del singular conlleva el equívoco de la nación una y homogénea cuyo sentido es producir unidad. El reclamo identitario está imbricado, para bien o para mal, con la afirmación nacional y el nacionalismo, sea para conjurar la amenaza de secesión o para producir cohesión. La afirmación de identidad se realiza a través de luchas de poder y tiene un alcance estratégico: no se configura la identidad en pura auto-referencia, sino a través de los otros, en el reconocimiento de los otros y en oposición con otros: es un fenómeno agonístico.

"Sigo pensando en lo difícil de teorizar sobre una materia tan escu-rridiza" escribe Valdivieso. La dificultad radica, desde luego, en que la identidad no es algo establecido; se está haciendo y redefiniendo conti-nuamente. La cuestión 'qué somos' —o 'quiénes somos'—, no admite una sola respuesta, tampoco es del mismo tipo de la que corresponde a un hecho. La pregunta 'quién es', se puede responder con un: "soy yo", "Juan" o quien sea; pero la pregunta 'quién eres, Juan' o, en este caso, 'qué somos', es de otra especie: está asociada a lo que hemos sido y a lo que queremos ser, a lo que se estima que podemos ser y no hemos sido, en fin, a lo que se supone lo más propio o auténtico de lo que somos o deberíamos ser. En ninguno de estos casos cabe una sola respuesta; y en todos ellos el reclamo de identidad surge en un espacio litigioso, donde los posibles son múltiples.

Un par de ejemplos pueden ilustrar mejor esto: 1. Cuando Bolívar preguntaba 'qué somos', su duda se asociaba

estrechamente a esta otra: ¿Seremos república(s) o monarquía(s)? ¿Cuál será la forma de gobierno que más convenga a estos pueblos para salir de esta "especie de infancia" en que nos ha sumido la privación de de-rechos, la carencia de vida política? La posibilidad de auto-gobernarse no era asunto evidente. Los "padres fundadores" estadounidenses contribuyeron a extender la opinión de que la república tenía escasas

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posibilidades de prosperar en Hispanoamérica. John Adams sostenía que la idea de que gobiernos libres pudiera arraigar entre los america-nos del sur era "tan absurda como el tratar de establecer democracias entre las aves, las bestias y los peces"2. Jefferson, un poco más generoso, escribió: "nuestros hermanos del sur, analfabetos y pisoteados por los curas, no se encuentran preparados para la Independencia... Si se halla-sen de pronto libres del yugo español, caerían en el despotismo militar y se convertirían en los instrumentos asesinos de las ambiciones de sus respectivos Bonapartes"3.

Decir entonces: "somos republicanos", significaba afirmar: "que-remos igualdad, queremos gobernarnos sin tutelajes". Es eso lo que trasuntan las palabras de San Martín, cuando desde su exilio en Francia, señalaba que la favorable evolución del proceso político en algunos países, había demostrado "que se puede ser republicano hablando la lengua española"; y las de Bolívar cuando afirma en la misma Carta de Jamaica: "Chile puede ser libre". Son expresiones que prolongan en el plano discursivo, la ruptura con el antiguo régimen y el estatuto colonial; son, sin ironía, el remedio verbal de la "carencia de vida política", que lamentaba Bolívar.

La república constituía a la sazón una ficción, como las "nacio-nes" mismas, cuyo estatuto inicial tuvo un carácter estratégico. El lenguaje político recurrió a menudo a estas inestables y problemáticas identidades nacionales antes de constituirse las naciones en el sentido moderno. Otro tanto ocurrió, por lo demás, en Europa, donde la afir-mación nacional fue una forma de oposición al absolutismo. Benedict Anderson no pensaba solo en las "naciones" de América Latina, cuando escribió Comunidades imaginadas, aunque también en ellas, por cierto. Las nacientes repúblicas recurrieron al Estado-nación para oponerse al despotismo: era la formación política que se había impuesto en el mundo desde fines del siglo xviii, y la eficacia de las proclamas de inde-pendencia, se asociaba directamente al reconocimiento que la "nación"

Citado por David Bushnell, "The Independence of Spanish South America", en The Cambridge History of South America, vol. III: From Independence to c. 1870. Cambridge University Press, Cambridge p. 168.

3 Thomas Jefferson Writings, Library of America, Cambridge p. 1.408. Carta a Lafayette citada por Anthony Pagden Spanish Imperialism and the Political imagination. Yale University Press, New Haven, 1990.

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obtuviera como Estado, por parte de los demás Estados. La declaración de independencia tiene un carácter performativo, en el sentido que no es un juicio de realidad ni una profesión de fe; pero se sitúa en un espacio intermedio entre lo ficcional y lo real. Los relatos nacionales están hechos, por lo demás, de medias verdades, de omisiones y hasta de falsedades y, no obstante, es necesario tener alguno. El relato repu-blicano contribuye a la formación de la nacionalidad, es parte de ella y posee una poderosa fuerza simbólica. El presidente Allende mostró tener una acabada conciencia de ese significado emblemático, al elegir su muerte. A diferencia de Balmaceda, el otro Presidente inmolado cuyo ejemplo él invocó en más de una ocasión, en el momento postrero, Allende eligió morir en el Palacio de los Presidentes, amparado en el orden constitucional, pudiendo haberse refugiado en una embajada. Cualquiera sea la opinión que merezca su gobierno, ese hecho lo con-virtió en una figura republicana sin parangón en la historia de Chile. Los próceres en Chile fueron siempre solo patriotas, nunca antes hubo una figura política reconocida mundialmente.

La república es "universalista" en tanto incluye como iguales a todos los diferentes, pero, en la medida que son las diferencias las que cuen-tan en la práctica, la igualación y la universalidad resultan engañosas. La república participa de la pretensión universalista de las religiones mundiales que, en cierto modo, están hechas para limar las diferencias: lingüísticas, étnicas, de género y demás. En eso consiste su universa-lismo: en camuflar u omitir los particularismos y heterogeneidades sin suprimir sus asimetrías o, lo que es equivalente, en suprimirlos imagi-nariamente. La sociedad moderna está en buena medida constituida de estos imaginarios políticos: Estados donde los gobernados son por igual ciudadanos; agentes económicos que entablan relaciones contractuales con otros en pie de igualdad, etc., suponen la noción de sujeto jurídico. Es decir, una idea que se superpone a las diferencias efectivas o consa-gradas en la costumbre. Los modernos Estados de derecho cumplen la función ecualizadora de las religiones universales, sustituyendo la Ley de Dios por el sujeto de derechos.

No hay un principio de articulación entre los reclamos de género, de lengua y de etnia. Cada uno activa una zona de lo real que permanecía en la esfera de lo privado y así adquiere dimensión política. La extensión de la esfera pública no consiste en la ampliación y crecimiento del Estado en

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detrimento de la sociedad, sino en una lucha de ésta por des-privatizar lo que el reparto de funciones y el juego de las instituciones consignó como particular y privado. Los derechos ciudadanos, por ejemplo, son susceptibles de extender bajo la forma de derechos de las ciudadanas; los "derechos económicos y sociales" extienden la noción de "derechos hu-manos"; la disminución de la jornada laboral no fue solo una conquista social, porque des-privatizó la relación laboral, y así por el estilo.

Los particularismos son por definición parciales y lo que desplaza fronteras e impide el acantonamiento en una particularidad determinada, es la conversión de la demanda en derecho de la minoría respectiva. Los reclamos identitarios de carácter étnico son, en ciernes, reclamos de au-tonomía nacional. La república no tiene una respuesta para eso, no tiene más respuesta que la coexistencia pacífica, el acomodo práctico y todas las formas de "multiculturalismo" posibles, es decir, todas las variaciones imaginables del acomodo. Conseguir un pluralismo cultural dentro de amplias unidades políticas, parece ser un imperativo en un mundo en el que se reivindican los tribalismos de todo tipo, precisamente porque no tienen ningún lugar.

2. En los años previos a la conmemoración del Quinto Centenario, en el marco de lo que en esferas vaticanas se llamó la "reevangelización", surgió en círculos intelectuales católicos una muy sugerente interpreta-ción de la identidad latinoamericana. Decía poco más o menos lo siguien-te: la única síntesis cultural auténtica en el continente se produjo en los inicios, durante los siglos xvI y xvii, y se expresó a través de múltiples formas pre-escriturales como el teatro, la danza, la pintura, el rito y las fiestas. Esa cultura del barroco mantiene su vigencia en la religiosidad popular, pues el contacto más significativo de las sociedades amerindias con el mundo europeo se produjo a través de los mitos, del imaginario religioso. De ello resultó una combinatoria de elementos simbólicos y rituales, llamada "religión sincrética", que subsiste todavía y se expresa en la devoción popular. Los intentos de modernización han resultado infructuosos en sus intentos de recomponer el colectivo, porque han chocado contra esta realidad sustantiva. El funcionalismo sociológico o económico que los inspira, descarta de plano la cuestión de la memo-ria social, es decir, desconoce el sustrato más profundo de la realidad humana: el ethos cultural, expresado en el sincretismo fundacional del barroco, aún vivo en la religiosidad popular.

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Así se expresa, a grandes rasgos, el culturalismo católico, la versión • renovada del hispanismo y del integrismo, que consigue, por demás, mayor penetración y profundidad que el funcionalismo económico que caracteriza los desarrollismos y la doctrina tecno-burocrática elaborada en la CEPAL (Comisión Económica Para América Latina). Ambos repre-sentan polos opuestos, en versión progresista y "retro" respectivamente, del latinoamericanismo.

La "identidad" en singular induce a equívoco, porque es heterónoma, nunca idéntica a sí misma; responde a un proyecto abierto, donde cabe una pluralidad de diferencias, el destacar un determinado campo de la cultura como el rasgo de identidad auténtica, tiene un efecto performa-tivo: tiende á producir una hegemonía o a reforzar una ya existente; no constata simplemente lo que es. La identidad es "escurridiza" porque se inscribe en este deslizamiento semántico: la identidad no es idéntica, sino que se trata de estrategias de identificación, de políticas de la identidad.

La idea matriz que recorre el libro de Valdivieso es la siguiente: la formación de una sociedad señorial fundada en la dominación de las culturas aborígenes, se perpetuó en la sociedad chilena y se ha traducido en la omisión sistemática de la raíz mestiza de nuestra cultura. De allí un falseamiento más o menos constitutivo de la identidad chilena; y también un sentimiento de menoscabo frente a los modelos culturales europeo y norteamericano, nunca satisfactoriamente emulados por los sectores dominantes, empinados en su olímpico desprecio por lo autóctono y su idolátrica imitación de los padrones foráneos. Nuestros grandes poetas escaparon, sin embargo, a esta herencia de la Colonia y hallaron la fuerza de su verbo y su fuente de inspiración más permanente, en la formidable naturaleza americana y en el encuentro con las voces ancestrales de las culturas originarías, nunca del todo extinguidas, y que siguen interpe-lándonos a través del verso y del canto de aquellos vates4.

Una afirmación de Neruda podría encabezar estos ensayos. El au-tor apela a ella en más de una ocasión: "Compañero Alonso de Ercilla: La Araucana no solo es un poema, es un camino", afirma Neruda (en No somos indios). Este título responde a lo siguiente: siendo Cónsul en México, Neruda relata el rechazo por parte del Gobierno de Chile de la publicación de una revista llamada Araucanía: "Y llenaba la cubierta

4 Capítulos 1, 2 y 3.

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la sonrisa más hermosa del mundo: una araucana que mostraba todos sus dientes. Gastando más de lo que podía mandé a Chile por correo aéreo ejemplares separados y certificados al Presidente, al Ministro, al Director Consular, a los que me debían, por lo menos, una felicitación protocolaria. Pasaron las semanas y no había respuesta.

Ésta llegó. Fue el funeral de la revista. Decía solamente: 'Cámbiele el título o suspéndala. No somos un país de indios'.

"No señor, no tenemos nada de indios, me dijo nuestro embajador en México (que parecía un Caupolicán redivivo), cuando me transmitió el mensaje supremo. Son órdenes de la Presidencia de la República".

"Nuestro Presidente de entonces, tal vez el mejor que hemos tenido, don Pedro Aguirre Cerda, era el vivo retrato de Michimalongo".

Solo quisiera hacer un par de alcances sobre el "compañero" Ercilla, en quien a más de alguien le costará distinguir al indigenista. En La Araucana tiendo, por mi parte, a ver la emulación del gesto de Homero, quien realza no solo el coraje de los griegos sino el del enemigo, del otro, del vencido. Ercilla canta el valor de Colo Colo, o de Caupolicán, como Homero había inmortalizado el de Héctor ¿Es una forma de realzar a los propios espa-ñoles y su titánica hazaña? Por lo pronto, indica que la palabra del poeta puede remontarse sobre las ideas teológicas y jurídicas que legitimaban la Conquista, y abrir otro registro: representar el drama del vencido sin menoscabarlo ni enaltecer al conquistador: basta con dar testimonio de las acciones. Como los héroes homéricos que no requieren poseer espe-ciales cualidades heroicas, los nombres que inmortaliza el poema son héroes en este sentido original: tomaron parte en la epopeya, de ellos se puede contar una historia, para la que ellos mismos no tenían registro.

La palabra poética no se ajusta a los mismos códigos de la teología o el derecho: las "ciencias" de la época; y no ha tenido tampoco la misma recepción por parte de quienes ofician de santos patronos de la verdad. Según Heidegger, el ser habla a través de poetas y pensadores: ellos son los pastores tutelares de la verdad y sus portadores privilegiados. Frente a eso, Platón afirma que los poetas mienten mucho y es preciso desconfiar de ellos como de los más consumados sofistas, cuyos argumentos amena-zan envolvemos con palabras seductoras. Dos tesis, pues, absolutamente antagónicas: los poetas dicen verdad y los poetas mienten mucho.

El sicoanálisis puede ayudar a dirimir este dilema. Freud nos enseñó que los sueños, pese a su aparente desvarío, contienen una verdad, pero

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descubrirla exige un trabajo interpretativo; el sueño, como el delirio, es un mensaje cifrado que responde a un código distinto al de la vigilia. Su "lógica", si así puede llamarse, "resuelve" tensiones retenidas en las profundidades del inconsciente. Los mitos, a su vez, son como sueños colectivos y toda una familia de relatos, fábulas y leyendas, así como las representaciones artísticas -teatrales, pictóricas, escultóricas-, los ritos y cultos, responden a esa lógica onírica. La palabra poética participa en cierto modo de este carácter de los sueños: expresa una verdad distinta a la de la vigilia, que responde a lo que Freud llamó principio de realidad. En los sueños, en cambio, impera el deseo: responden a un principio desiderativo. No quiere decir que sean falsos, sino que su verdad se expresa en un relato en clave cuyo lenguaje requiere un trabajo deconstructivo7 de desciframiento.

Entonces: la palabra poética participa de esta verdad de las forma-ciones del inconsciente, habla de estratos soterrados que permanecen olvidados, inadvertidos a la mirada corriente. Su voz revela "una realidad 'ahistórica', mítica, arquetípica, reversible, permanente" que, al igual que el inconsciente, no tiene tiempo, es un "presente perpetuo". Traer a la conciencia esas zonas de olvido tiene una virtud curativa: recordar es una condición del sanar. "México fue el primer país latinoamericano que nos hizo tomar conciencia de nuestra naturaleza mestiza e india, pues trajo a la superficie, luego de su revolución los valores del pasado precolom-bino, haciéndolos vigentes a la realidad presente y mostrando toda su riqueza artística y cultural, y con eso indicó el camino a los demás países latinoamericanos, de su auténtica identidad espiritual y cultural".

Este pasaje parece autorizar la anterior apelación a Freud y al sicoa-nálisis: podríamos retrucar el "retorno de lo reprimido" con un "retorno de lo oprimido". El propio Freud hizo extensiva su concepción de los trastornos anímicos al análisis de la cultura, sobre todo en Moisés y la religión monoteísta y en El malestar de la cultura. El análisis freudiano su-pone, además, que la cura pasa por el recuerdo: todo comienza con "la toma de conciencia de lo reprimido", pero a este comienzo de sanación ha de seguir un trabajo ulterior, una elaboración del duelo, podría decirse, pues el olvido es una forma de muerte. Y, por tanto, siguiendo con la metáfora sicoanalítica, el asumir el mestizaje rechazado es un principio reparador y de fecundación en el arte. El "retorno de lo oprimido", el reconocimiento de lo reprimido / olvidado, es el nervio de la tesis de

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Valdivieso. Creo que está en lo cierto, aunque queda abierta la cuestión sobre cómo podría ese retorno constituir por sí mismo una respuesta cultural de conjunto. La identidad es agonística, se plantea como deman-da, en un espacio litigioso.

El mestizaje, siendo común a los países de América Latina, no es siem-pre igual; también nos diferencia a unos de otros. Se trata, entonces, por una parte, de incorporarlo y al mismo tiempo, reconocer su diversidad. Así entiendo la cita de Carlos Fuentes que va en el epígrafe del libro: "el problema de la identidad de América Latina se da alrededor de un punto fundamental: reconocer la existencia de nuestra diversidad y nuestro mestizaje. Allí radica toda nuestra riqueza". La "diversidad" no es algo que haya que neutralizar con "homogeneidad cultural", sino afirmar como pluralidad. Esto permite evitar, por otra parte, la dificultad aneja a la idea de "autenticidad": de un ser o identidad auténtica. Esta noción, cuya prosapia filosófica la debemos a Heidegger, a su análisis de la existencia, se vuelve doblemente problemática cuando se la lleva a los colectivos: ¿Quién es el sujeto de la "autenticidad"? ¿Cómo es el ser auténtico y cómo reconocerlo? ¿En relación a qué? Si el sujeto es colectivo, no hay criterios equivalentes a los del existente auténtico. Entonces, en estas preguntas parece ir implícita la idea de un ser sustancial idéntico a sí mismo, sin historia o remiso a la temporalidad y al cambio.

Lo que vale para el mestizaje, con mayor razón se aplica al "indio", que tampoco es una entidad homogénea; en rigor, es un invento del colonizador hispano. Jamás hubo indios en este continente, ni siquiera existía una palabra equivalente; había aztecas, guaraníes, incas y ma-puches. "Indio" era un término que designaba a los otros, a los nativos a quienes había que catequizar, emplear como mano de obra, anexar como aliados, o bien combatir y derrotar. El referente en todos estos casos es el otro, el nativo de España. Si hubiera habido un "mundo indígena", una sumatoria de esos pueblos diversos, dispersos y a menudo en lucha unos contra otros; si hubiese habido entre ellos un sentido de pertenencia, una noción del "nosotros", en suma, un sujeto político "indio", la conquista de América no habría tardado unas cuantas décadas sino probablemente unos cuantos siglos, o quizá no hubiera concluido jamás.

Uno de los méritos del libro de Valdivieso es su ambición intelectual, traducida en su anhelo de procurar una visión de conjunto de la cultura chilena y latinoamericana. El Bicentenario es una buena ocasión para

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plantear qué es y qué podría ser este país en el Tricentenario o aun después: si es viable como nación y si su configuración física y espiritual le hacen apto para existir y proyectarse en el mundo actual; si ha mostrado en este periplo de su historia la viabilidad que se ha dado por descontada, aun-que no en el momento de su fundación. La línea divisoria del mundo no es, como a principios del siglo xix, la de república /monarquía, sino más bien la de naciones industriales y primarias. Y eso significa, entre otras cosas, que la ciudadanía no se enmarca solo en el paradigma jurídico-político: la confiere asimismo la educación, la lengua que se habla y se lee, en fin, el lugar que se ocupa en la jerarquía económico-social.

Hacia 1910, el país comenzó a dudar de lo que podía ser: la "literatura de la crisis" se puede leer como réplica de una inflexión histórica. Las minas de plata se habían agotado y el comercio salitrero estaba al borde de la quiebra: el nuevo siglo traía el desafío de la industrialización. ¿A qué echará mano, preguntamos ahora, cuando se le agote el cobre o se lo reemplace? Seguramente venderá sus hielos patagónicos, como ha ven-dido las aguas de sus ríos, lagos y mares; pero los hielos se derriten aun antes de venderse. ¿Será el turno de un imperialismo chino o brasilero? Ninguno de esos países aceptó las recetas modernizadoras que acató tan sumisamente Chile y que le ha valido mantenerse como productor primario mientras el consumo se hace cada vez más conspicuo y el con-sumismo más intenso y extenso. Una situación por lo demás calcada de la que denunció hace un siglo exactamente Francisco Encina en Nuestra inferioridad económica, un libro que bien podría llamarse "Nuestra colo-nialidad económica" y que se ha convertido en clásico, gracias a esta centuria perdida para la industrialización que celebramos en 2010 ¿No es precisamente esta modernización de fachada, del mall y el celular, la que conviene y promueve el Primer Mundo? No hay ejemplos de "inde-pendencias" de verdad, sin industria, sin tecnología y sin los saberes res-pectivos. El desarrollo no es sino retórica sin ellos. Las modernizaciones conocidas son destructivas, pero una que emula padrones de consumo terciarios, conservando padrones productivos primarios, no es siquiera sostenible. ¿Por qué las lecturas internas de la economía jamás reparan en estas verdades elementales que nos enseña la historia?

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IV. CULTURALISMO CATÓLICO Y

MODERNIDAD: LOS USOS DEL BARROCO

La dificultad de la modernización en América Latina se suele poner en relación con la herencia de la sociedad estamental y jerárquica, supues-tamente más resistente a las transformaciones que las homogéneas y horizontales, donde mejor ha prosperado el capitalismo, la seculariza-ción, el Estado burocrático y la tecno-ciencia. Octavio Paz resume así esta situación: "en el momento en que Europa se abre a la crítica filo-sófica, científica y política que prepara el mundo moderno, España se cierra y encierra a sus mejores espíritus en las jaulas conceptuales de la neoescolástica. Los pueblos hispánicos no hemos logrado ser realmente' modernos, porque, a diferencia del resto de los occidentales, no tuvimos una edad crítica". Somos hijos "de la monarquía universal católica y la Contrarreforma"1. La cultura liberal iniciada con la Independencia, no habría producido nada equivalente a las creaciones precolombinas o a las de la cultura novohispánica: "ni pirámides ni conventos, ni mitos cosmogónicos ni poemas de Sor Juana Inés de la Cruz... Los viejos va-lores se derrumbaron, no las viejas realidades. Pronto las recubrieron los nuevos valores progresistas y liberales. Realidades enmascaradas, comienzo de la inautenticidad y la mentira, males endémicos de los paí-ses latinoamericanos. A comienzos del siglo xx estábamos ya instalados en plena seudomodernidad: ferrocarriles y latifundismo, constitución democrática y caudillismo, filósofos positivistas y caciques precolombi-nos, poesía simbolista y analfabetismo"2. Esta coexistencia de contrarios, de tiempos históricos discrónicos ha planteado, por lo menos desde comienzos del período republicano, un problema de auto-definición, de cuestionamiento de la propia identidad.

Hasta el siglo xix, las culturas hegemónicas aplastaban a las minorías étnicas y destruían las culturas autóctonas. Las políticas de desarrollo

1 Octavio Paz. El ogro filantrópico. Joaquín Mortiz, México, 1979, pp. 44 y 55 2 Op. cit. pp. 63-64.

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del Estado-nación en los siglos xIx y xx no interrumpieron esa práctica: construían la nación una y homogénea, prescindiendo de los derechos de las minorías. No es extraño, entonces, que, junto con el ocaso de "los grandes relatos" hayan prosperado los pequeños y se hayan potenciado los reclamos de las minorías. La globalización disuelve las diferencias y, paradójicamente, desarrolla los particularismos; pone en jaque la soberanía de los Estados y al mismo tiempo atiza las identidades que el universalismo ilustrado había inhibido u omitido. El caso es que, en lugar de la antigua creencia en la universalidad del espíritu, se ha impuesto la idea de un mundo plural, con distintas lenguas, religiones y culturas.

El reclamo identitario en América Latina ha asumido también la forma de una demanda explícita de recuperación de la tradición hispa-

, no-católica o del sincretismo religioso originario. Cuando vino de las izquierdas, tomó la forma de un rechazo al "imperialismo cultural" y a los "modelos foráneos", a la vez que de una reivindicación de lo nacio-nal-popular, asociado a lo autóctono-mestizo o al pasado precolombino allí donde la tradición indiana permaneció más viva. En todo caso, las modernizaciones frustradas o diferidas han sido una cantera sumamente pródiga de la que ha surgido, apelando a una supuesta excepcionalidad, el rechazo explícito a la cultura ilustrada y a la democracia liberal.

Quisiera analizar ahora una interpretación en cierto modo opuesta a la esbozada al comienzo, pues, a pesar de mantener el paradigma de la "inautenticidad", reivindica la herencia barroca como una modernidad alternativa y más propia. Esta interpretación dice aproximadamente lo siguiente: la única síntesis cultural auténtica en la historia latinoameri-cana se produjo en sus orígenes y se expresó en la cultura del barroco, a través de múltiples formas pre-escriturales, como el teatro, la pintura, la danza, el rito y las fiestas. Esa cultura mantiene su vigencia sobre todo en la religiosidad, porque el contacto más significativo y profundo de las culturas amerindias con el mundo europeo se produjo a través del mito, del imaginario mítico-religioso. De allí resultó una combinación de elementos simbólicos y rituales que se ha llamado "religión sincrética" y que subsiste en la devoción popular. Los intentos de transformación programada del colectivo, dictados por la sociología y la economía, orien-tados al cambio de estructuras, se estrellan contra esta realidad sustantiva, herencia de los siglos XVI y XVII. Por eso han resultado infructuosos esos esfuerzos y su pretensión de recomponer el colectivo: el funcionalismo

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sociológico que los inspira, descarta de plano la cuestión de la memoria') social. Es decir, desconoce sistemáticamente el sustrato más profundo de la realidad —el ethos cultural—, expresado particularmente en el sincretis-mo fundacional. Por eso los proyectos de cambio social planificado han resultado postizos y atentatorios contra la propia identidad. Las elites ilustradas, obsesionadas en construir Estados nacionales como los de Norteamérica y Europa, no han querido percibir ni podido apreciar ese sustrato cultural fundante de carácter pre-ilustrado y sacro. Las clases dirigentes nunca han asumido el ethos cultural vernáculo; han rechazado el mestizaje en todas sus formas y se han embriagado con programas modernizadores utópicos y extranjerizantes, alienándose de sus raíces indianas. La rica tradición oral fue consiguientemente ignorada, negada y maldecida como sinónimo de barbarie y primitivismo3.

Ésta es, a grandes líneas, la tesis enunciada no hace mucho por Pedro Morandé, en la que no es difícil reconocer cercanías con el historiador Jaime Eyzaguirre; también con Octavio Paz en lo relativo a la figura de la "máscara" o de la inautenticidad, según veíamos. A partir de este planteamiento, debiera surgir una propuesta de modernización que, en lugar de los padrones "universalistas" y "abstractos" de la Ilustración, o aun cuantitativos como los más recientes del desarrollo programado tecnocráticamente,ntente armonizar esa dimensión olvidada de la cultura, con los requerimientos del mundo moderno y las aspiraciones de la poblaciónjEl título de la obra principal de Morandé, Cultura y modernización en América Latina, levanta esa expectativa y sugiere la posibilidad de un nuevo sincretismo, que asuma la singularidad de la cultura latinoamericana y rescate lo que hay de valioso en las culturas tradicionales y en las formas de vida que el progreso condena a la mar-ginalidad o a la extinción.

Sin embargo, lo que viene a proponer el autor es la recuperación, a un nuevo nivel, naturalmente, de lo que él llama la modernidad barro-ca. Él supone que la identidad cultural quedó plasmada en el origen y

3 Pedro Morandé. Cultura y modernización en América Latina. Cuadernos del Instituto de Sociología. Universidad Católica, Santiago, 1984 p.129. Del mismo autor "Latinoamericanos: hijos de un diálogo ritual", en Revista Creces N° 11 /12, 1990. "La síntesis cultural hispánica indígenaZ, en Teología y vida vol. XXXII, N° 1-2,1991. "Desafíos culturales de la modernización de América Latina", en Tecnología y modernidad en Latinoamérica. Hachette, Santiago, 1992."Romanticismo y desarrollismo", en Revista Nexo N° 2, marzo 1984, Montevideo.

4 Cultura y modernización... op. cit. p. 129.

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luego fue reprimida y falsificada por esas modernizaciones forzadas. Lo que resiste y por ende anula o malogra los proyectos de transformación programada, sería precisamente el olvido de la propia identidad, cons-tituida en los inicios. Aquella "síntesis originaria" sería una matriz de cultura oral de vigencia permanente: "Puede considerarse la religiosidad popular como una de las pocas expresiones de la síntesis cultural latinoa-mericana que atraviesa todas sus épocas y que cubre, a la vez, todas sus dimensiones". "Ella se ha revelado como un depósito particularmente vjgente de la síntesis cultural fundante..., producida en los siglos xvi y xvii, que guarda celosamente la variedad e interconexión de los sustratos indio, negro,y_europeo_"4.

Son muchas y variadas las observaciones que nos merece esta inter-pretación, a pesar de sus méritos. Desde luego, repone el problema de la cultura como un asunto de interés central, frente a los desarrollismos en particular, a través de una vigorosa crítica al economicismo vulgar. Aunque más marginal, también es atendible la reserva del autor frente a la constitución de Estados-naciones en el siglo xIx, surgidos en buena medida, como él mismo lo indica, de una réplica de los Estados europeos, y sobre las fronteras administrativas del imperio desintegrado. De allí resultó un mapa de fronteras más o menos caprichoso, que respondía a zonas de influencia de los ejércitos libertadores, a los caudillos y a los intereses de las elites locales.

El autor subestima, sin embargo, las fronteras administrativas con sus tres siglos de antigüedad: no han de haber sido tan antojadizas si configuraron espacios políticos diferenciados; dentro de esas fronteras se consolidaron los Estados-nacionales. Eso indica que la geografía política del imperio había terminado superponiéndose sobre los deslindes de las sociedades precolombinas, que no siempre tuvieron, por lo demás, mejores títulos de validez: los dos grandes imperios precolombinos apenas tenían noticias el uno del otro y sus fronteras las fijaban sus conquistas.

5 "El movimiento nacional (es) sólo el contra-choque frente a Napoleón y no existiría sin Napoleón, quien quería una Europa", Nietzsche Frbhliche Wissenschaft § 362 (José Jara. Monte Ávila Editores, Caracas, 1985).

En Revista Artes y Letras de "El Mercurio" 26 de julio de 1992; del mismo autor: El abso-lutismo ilustrado en Hispanoamérica. Editorial Universitaria, Santiago, 1994.

Cultura y modernización... op. cit. p. 155.

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¿Desde dónde hacer, entonces, la crítica a los Estados-nacionales? La idea bolivariana de una Federación de Estados del Sur, sin duda era más promisoria culturalmente y quizá más viable económicamente, que la fragmentación, pero no logró imponerse, a pesar de la relativa unidad del imperio. La unidad continental era ante todo un ideal, y una réplica del modelo de la Unión de los Estados de Norteamérica o de la propia Europa napoleónica, de modo que, en este sentido al menos, no se exime de la dudosa objeción dirigida a los Estados-nacionales5. Lo que Morandé reclama sin embargo, es la necesidad draecuperarda.matriz cultural propia o auténtica. La identidad viene de atrás, según él, del pasadonovo-hispánico y cualquier proyecto modernizador ha de partir del reconocimiento de ese sustrato cultural fundante, todavía vivo.

El historiador Bernardino Bravo comparte.esta idea -y- la necesidad de recuperar la trAdición culturaidelbárroco:_lberoamérica ha sido la gran favorecida, escribe, con el ocaso de la Ilustración. Al desmoronarse la modernidad ilustrada reaparece la modernidad barroca, soterrada bajo una corteza racionalista más o menos densa, pero viva aún, sobre todo en los medios populares"6. Morandé había escrito algo similar: "La religiosidad popular revalorizada nos ha permitido abrir los ojos hacia esa realidad fundante de nuestro ethos, tan negada y despreciada por el iluminismo, pero tan viva y actuante en nuestra historia real"7.

Carlos Cousirio, aunque estima "inconveniente aplicar al fenómeno del barroco el concepto de 'cultura', sigue una orientación análoga. "Los rasgos del barroco, ponen de manifiesto que se trata una época fundamentalmente moderna", escribe. Se refiere con ello, siguiendo a - Maravall, al carácter urbano y masivo de esas sociedades8.

Un primer reparo a esta tesis se refiere a lo que podríamos llamar los riesgos de un concepto realista de identidad y del correspondiente paradigma de la "autenticidad". La realidad humana es disímil con res-pecto a sí misma, heterónoma, diversa. La identidad no es unívoca; no es posible reducirla a uno de sus rasgos o elementos constituyentes ni asociarla a un determinado momento en el que se realizaría plenamente. En tal caso, lo que supuestamente no es constituyente de la identidad

8 Carlos Cousiño. Razón y ofrenda. Cuadernos del Instituto de Sociología. Universidad Católica. Santiago, 1990, p. 112.

9 Ilan Stavans. La condición hispánica. Reflexiones sobre cultura e identidad en los Estados Unidos. Fondo de Cultura, México, 1999, p. 211.

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propia, quedaría excluido. Si afirmo, por ejemplo, que lo árabe auténti-co es lo musulmán, omito a los árabes católicos, a los marxistas, a los gnósticos, a los ateos y quién sabe a cuántos más; si la condición para ser auténtico alemán es ser germano, se pone en dificultades a quienes tienen un origen diferente. "Ya no somos estadounidenses sin más, escribe un mexicano avecindado en EE.UU., sino identidades con guión: hispano-norteamericanos, asiático-norteamericanos, afro-norteamericanos y así sucesivamente".

La gente culturalmente mixta no tiene mayor dificultad en combinar identidades, hasta que no se instala en el colectivo la idea que eso no es posible. Cuando eso ocurre, generalmente prohijado por el poder, la persona, que en condiciones normales define quién quiere ser, se ve obligada desde ese momento a optar entre alternativas que nunca se le presentaron como excluyentes.

( La ambivalencia se plantea para todo lo que es plural y diverso; y no -1 se resuelve afirmando un ser híbrido, una identidad mestiza, pues tam-c poco "lo mestizo" es algo unívoco. Suponiendo que se pudiera despojar "la palabra de su lastre biológico, el "mestizo" menos que nadie, quizá, es alguien que coincide definitivamente consigo mismo. El mestizaje racial no define la identidad; sólo desplaza el problema, pues no todos son mestizos de la misma manera ni quieren serlo. "Mestizo" es un con-cepto comodín como el de "indio", que acopla simplemente lo diverso y crea la ilusión de que cesa la heteronomía. La doble pertenencia y la contradicción cultural, que Paz sintetiza tan bien en la coexistencia de opuestos —"poesía simbolista y analfabetismo", "democracia y caudillis-mo", etc.—, es hasta cierto punto constitutiva, en el sentido que la cultura no es unitaria y homogénea, como pretende el mito nacionalista. La pureza racial es la forma extrema que adopta el nacionalismo.

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El riesgo del concepto realista de identidad consiste pues en que la determinación de una esencia o principio identitario suprime la hete-ronomía constitutiva de la realidad humana. Implica, que no hay que compartir con otras identidades y que la diversidad desvirtúa o des-naturaliza el ser propio o auténtico. "Identidad" significa, sin embargo,

lo Jorge Larraín. Modernidad, razón e identidad en América Latina. Andrés Bello, Santiago, 2000. " Cultura y modernización... op. cit. p. 50. 12 Op. cit. p. 144. 13 Revista Artes y Letras de "El Mercurio", 12 de agosto 1992.

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identificación: algo más indeterminado y sutil, más incierto y abierto que un "ser" idéntico e inmutable. La identidad denota una pertenencia yrio ,I, puedeslefinirse en términos de una esencia, antes bien, se encuentra en '1' acto ei-ITa-s iTristituciones, prácticas y costumbres. Viene en alguna medida de lo que ha sedimentado una historia, pero viene así mismo del futuro, de lo que uno quiere (y no quiere) ser. No se puede impedir que la iden-tidad, dentro de ciertos límites, se haga y se rehaga. La afirmación de una identidad —étnica, nacional, religiosa o la que sea—, no corresponde a un juicio derealidad; tiene más bien un carácter Estratégica.ses.onfiggYa t ---- ■r.■■-■.....■-...rn ■.■.• - frente a un "otro", y tiene en vista crear o fortalecer la cohesión de un "nosotros" frente a un "ellos"". ....

Morandé sostiene que "el concepto de 'sociedad moderna' no es propiamente empírico, sino paradigmático"". Sin duda, en el sentido que supone cierta normatividad, y eso implica un desafío a reflexionar sobre la legitimidad de la modernidad misma y su pretendida universalidad. La metáfora kantiana de la "mayoría de edad" del género humano, ex-presa presa bien esa aspiración universalista. Pero, ¿hasta qué punto puede la Edad Moderna extraer sus orientaciones normativas de ella misma? No es nada fácil responder esta cuestión, sin embargo, es una dificul-tad _que_ sé _plantea para cualquier matriz culturaLy desde _luego para_ la barroca inicial. ¿Por qué habría de ser ésta la única síntesis cultural auténtica_y_mantener una validez permanente? Morandé agrega que "la caracterización de nuestro ethos cultural latinoamericano es una tarea fundamentalmente empírica"12. No más empírica, diríamos, que el nivel de industrialización, de desarrollo científico y técnico o de secularización, indicadores fácilmente escrutables y bastante significativos de lo que se llama una sociedad moderna. Por lo demás, el realzar una forma de cul-tura implica crear una hegemonía o reforzar una ya existente al interior del campo simbólico. La operación de autentificación de la cultura oral y de la religiosidad popular en particular, se cumple en desmedro del proyecto moderno-ilustrado y su carácter supuestamente emancipador. El sincretismo del barroco no sería "utópico" y "abstracto" sino oral y \ popular.lmérica Latina sería desde un comienzo moderna, sólo que su Sr modernidad no fue de inspiración secular-iluminista sino religiosa y rituaL Esa cultura fue nuestra "primera propuesta cultural moderna de escala universal"". Afirmar el ethos cultural de la matriz pre-ilustrada como puramente "empírico" es, manifiestamente, una propuesta anti-

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moderna; y no puede reclamar menos contenido normativo que la mo-dernidad rechazada, sobre todo si este rechazo descansa íntegramente en la oposición autenticidad / inautenticidad.

La edad barroca o clásica, efectivamente, representa un momento de incubación de lo que hoy entendemos por modernidad. Pero, junto con subrayar el carácter artificial, impuesto, léase falsificador de la mo-dernidad ilustrada, se olvida que esa segunda fundación, republicana y secular, aprendió mucho de la primera, monárquica y barroca. La racionalidad funcional-económica y el- funcionalismo sociológico de los proyectos de cambio social planificado y alteración de estructuras, son solo los herederos "científicos" de una larga tradición de modelización de colectivos, iniciada precisamente en los siglos xvI y xvii. La ingeniería social moderna la inició una nación semi-feudal y precedió al nacimiento de las ciencias sociales, al igual que la tecnología e ingeniería modernas precedieron al nacimiento de la física teórica. Las "aplicaciones" de las ciencias sociales a la administración del Estado, son solo el capítulo más reciente de una historia cuyos comienzos se remontan a la administra-ción del rey Fernando el Católico (Fernando II de Aragón), señalado exponente de la política de los nuevos tiempos, como bien lo advirtió Maquiavelo.

La ventaja, si así puede llamarse, de la reivindicación de una moder-nidad barroca, oral y pre-ilustrada, consiste en que opone a la "conciencia desdichada" (Hegel), una conciencia dichosa o, por lo menos satisfecha, que no mira la modernidad desde fuera, como el escaparate donde se exhiben productos tan exquisitos como inalcanzables. Lo "moderno" no está en un "más allá", en el "mundo verdadero" llamado también Primer Mundo; está a la mano en el más acá, solo hay que reconocer nuestra modernidad. Con esta operación se supera la "desdicha" y la "alienación", pero al precio de una regresión histórica imaginaria, a un padrón civilizatorio pre-ilustrado y anti-moderno.

El reparo de Morandé a la formación de Estados nacionales se inscribe igualmente en la recusación de la cultura letrada, matriz del constitucionalismo y la república moderna. El Estado-nación replica la institucionalidad de las naciones centro-europeas: es cierto. Pero, ¿cuáles serían las formaciones políticas alternativas? En América precolombina hubo básicamente dos: imperios multiétnicos y agrupaciones tribales. Volver a algún tipo de organización social sin Estado a comienzos del

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siglo xIx, en plena lucha independentista, habría sido como volver al arco y las flechas y prescindir del fusil y la pólvora. Lo que hoy llama-mos naciones eran "comunidades imaginarias", como diría Anderson, más imaginarias de lo acostumbrado, admitámoslo. El Estado-nación era aún Estado-ficcluna idea en las conciencias: admitido también. Pero la discrepancia no se planteaba sobre el tipo de formación política.. el Estado-nación ya era el paradigma político-institucional acreditado y predominante en el mundo: la cuestión era qué extensión territorial y administrativa abarcaría. Bolívar pensó en una sola gran Confederación de Estados, que incluyese todas las antiguas provincias. El consejero de Carlos III, el conde de Aranda, recomendaba tres Estados asociados en una especie de Commonwealth: "jamás han podido conservarse, advertía, posesiones tan vastas, colocadas a tan grandes distancias". Y aconsejaba al Rey deshacerse "espontáneamente del dominio de todas sus posesiones en el continente de ambas Américas", estableciendo tres monarquías. Lo que prevaleció en definitiva fue la fragmentación que conocemos: no fue fruto del azar, tampoco reproducción calcada del mapa administrativo del imperio. La preocupación por hallar formas institucionales originales o adecuadas a la realidad americana, no estuvo del todo ausente: Bolívar, por lo menos, lo confirma. Pero la precariedad de la situación de pro-vincia's decapitadas, sin capital, impuso una cuestión de supervivencia: obtener el reconocimiento de parte de los demás Estados o prolongar la guerra hasta quién sabe cuándo. Lograr ese reconocimiento pasaba por la constitución de nuevos Estados.

Igualmente dudosa resulta la idea de una "síntesis cultural" entre los "sustratos indio, negro y europeo"; lo que sugiere, además de una simetría de los componentes, sobre todo una completa integración entre los mismos, como dice el autor, una síntesis que "guarda celosamente la variedad e interconexión" de sus componentes. Habría que recordar, sin embargo, que las sociedades de los siglos xvi y xvii, además de ser rigu-rosamente jerárquicas, eran un mosaico de culturas y naciones, resultante de la combinatoria de un enjambre de tribus e imperios con la sociedad peninsular, ella misma múltiple, polimorfa y rigurosamente jerárquica. La heterogeneidad se expresó incluso en la jurisdicción: había una ley que regía para los "indios", otra para los españoles y una tercera para los "negros". Las leyes para criollos diferían así mismo de las leyes para españoles; diferían incluso para las distintas ramas del tronco hispánico.

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En fin, la gran masa de los "mestizos" era a su vez discriminada, a pesar de constituir cada vez más la inmensa mayoría de la población.

A la discriminación jurídica se agregaban las diferencias religiosas: el eje mayor, naturalmente, era el de fiel/ infiel, pero había otras líneas demarcatorias, como la legitimidad/ilegitimidad de los vínculos fami-liares, las costumbres y prácticas eran profanas o religiosas, etc. El jesuita Alonso de Ovalle escribía en 1644: "Lo que más lastima el corazón es ver a estos medios españoles totalmente indios en sus costumbres gen-tilicias, sin tener muchos de ellos de cristianos más que el bautismo". La diferencia de los peninsulares recién llegados se expresaba también en la nueva educación sexual : "Hay español destos, agrega el mismo sacerdote, que tienen 28 hijos y gran número de nietos y nietas, que son otras tantas amarras o raíces que los tienen asidos a su desdicha y con notable olvido de Dios".

Una expresión menos oficiosa de la diferencia con estos "medio es-pañoles" la procura el general de los agustinos en Roma cuando, junto con calificarlos de "ínfima plebe, indóciles..., incapaces de instrucciones urbanas", los declara indignos de recibir los hábitos. No hacía con ello sino ratificar las orientaciones contenidas en cédulas reales de 1577 y 1578 dirigidas a Cusco y Lima y ratificadas en 1636, encareciendo a los obispos de Indias no ordenar mestizos. La investidura de indios conversos no era siquiera cuestión.

¿De qué "síntesis cultural" paradigmática se habla, entonces, si subsisten tales diferencias? Además: ¿Por qué suponer que fue "nuestra propuesta cultural moderna de alcance universal"? Maravall sostiene que la cultura del barroco es europea y, aunque admite que "se concede preponderante intervención a los países latinos y mediterráneos", re-chaza que fuera solamente hispánica y se asocie solo con el absolutismo y la Contra Reforma.

Hispanoamérica en el siglo XVII albergaba una gran diversidad de nacionalidades y de etnias. La religión sugiere una imagen de homoge-neidad, en cuanto procura un referente común, pero al hablar de "sín-tesis" e "interconexión" entre sus componentes, más que dar cuenta de una situación de hecho, se define el carácter de un régimen discursivo.

14 Ver el análisis de Derrida sobre "La violencia de la letra: de Lévi-Strauss a Rousseau" en De la Gramatología. Siglo XXI, México, 1978. II Parte, Capítulo 1°.

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Un mundo que suprime la diversidad no puede concebirse a sí mismo sino como homogéneo y sincrético: la ilusión integrista consiste en su-poner unidad donde se ha prohibido previamente la expresión de las diferencias.

La indiferenciación e interpenetración de la esfera pública y la priva-da favorece la imagen de integración. En la Edad Media no se perfilaba todavía la distinción privado /público, que llegará a hacerse cada vez más marcada en la Época Moderna. Cada cual estaba inserto en una red de relaciones que abarcaba la comunidad rural, la aldea, el barrio y se extendía a la familia, sin dejar mayores resquicios de vida "privada". Los tribunales, por ejemplo, juzgaban como delitos, conductas que hoy caerían en la esfera de la moral privada. La autoridad religiosa y la civil podían juzgar e inmiscuirse en casi todos los aspectos de la vida de los individuos, la que no estaba ni claramente separada ni resguardada frente al poder público. A la inversa, la justicia no la monopolizaba el Estado: los individuos podían tomársela por sí mismos a través del reto en combate singular al ofensor. A eso, hoy le llamaríamos venganza.

La misma indistinción de lo público y lo privado solía alcanzar el orden patrimonial. Las finanzas del reino podían confundirse con el patrimonio de los reyes. A eso, hoy le llamaríamos corrupción o, por lo menos, "conflicto de intereses". A la inversa, proyectos como el de las cruzadas, respondieron en gran medida a iniciativas de señores cristia-nos que se encargaban desde el reclutamiento de voluntarios hasta del financiamiento de la empresa. La misma conquista de América ha podi-do suscitar la controversia, por demás anacrónica, sobre su carácter de empresa privada, porque posee doble carácter: responde a una política de Estado y deja su ejecución a la iniciativa de los particulares.

Al recusar la cultura ilustrada y sobreponerle esa verdad que "atra-viesa todas las épocas", el autor retrueca la univocidad del discurso teológico; reproduce, en cierto modo, el mundo unigénito del origen. El barroco sería nuestra marca de fábrica, una suerte de fe de bautismo, cuyo sello indeleble certifica un nombre y autoriza el reclamo de la identidad auténtica.

" Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios. Fondo de Cultura Económica, México 1941, p. 105.

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Tras la huella

La sobreestimación de la cultura escrita frente a la oral corresponde al predominio de la escritura en el mundo moderno: la cultura no existe en un limbo, es un sedimento de la vida colectiva y a la vez la atmósfera que hace posible su reproducción. La crítica a la cultura ilustrada es en rigor una crítica al mundo que hace posible dicho predominio.

Ala escritura se la ha asociado con la dominación, incluso con la vio-lencia, y la ausencia de literalidad, con la bondad y la inocencia14. Derrida, a propósito de este vínculo precisamente, ha contestado el privilegio que la lingüística hasta Saussure y, en general, la tradición onto-teológica, han concedido al habla sobre la escritura. Aunque tiene en mira la pre-tensión de anti-etnocentrismo implicada en la primacía del habla, su argumento apunta al hecho de que las cualidades diferenciales atribuidas a la escritura, de algún modo pertenecen también a la lengua hablada. Sería ilusoria, por tanto, la superación del etnocentrismo atribuyéndole un privilegio al habla sobre la grafía. Lo que él sugiere es una teoría del lenguaje —una "gramatología general"— que funde más bien el habla en la "escritura", al revés de lo que ha sido la regla, entendiendo, desde luego, como "escritura" también las formas pictográficas, mitográficas y demás huellas (traces). Según esto, no habría "ausencia de literalidad" o "sociedades sin escritura", tan sólo habría otras formas de "escritura".

Aún sin recurrir a esta teoría de la letra / huella y a la desconstrucción de la distinción entre grafía y habla, me parece que la asociación de la violencia con la escritura, que Derrida recuerda a propósito de Rous-seau y de Lévi-Strauss, deja en pie el problema de la fugacidad de las formas no fonéticas de escrituralidad. Y, precisamente, esa fugacidad y la a-literalidad atribuidas a las "sociedades sin historia" o sin escritura, guardan relación directa con su vulnerabilidad y son todo un símbolo de ella.

.--'Si no hay sociedades "sin escritura", hay sociedades que trabajan para el olvido y otras que lo hacen para el recuerdo. Los pueblos del habla en general están expuestos a la fugacidad del decir, atados a lo efímero de la voz que se esfuma junto con pronunciarla, al revés de la

16 Gramatología, op. cit. II Parte, Cap. 1°. 17 Gramatología, op. cit. pp. 329-330.

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escritura que permanece, no tanto en los rasgos inscritos sobre el papel como en la huella que dejan en la memoria, en los ritos y prácticas, en las leyes e instituciones: la escritura es el cuerpo social de la palabra. O su cabeza, pues la oralidad también posee cierta corporeidad, sólo que más breve y efímera.

Por eso cabe preguntar si la condición ágrafa no es un estigma que conspira contra la supervivencia del grupo, en cuanto fija límites a la memoria.,Los antiguos agricultores y cazadores americanos se aferraron a su tierra y a su paisaje como a algo sagrado y viviente; bastó que fueran desalojados y despojados de su tierra para que su existencia quedara ame-nazada y muchos de ellos comenzaran a desaparecer. Tal vez su suerte no habría sido demasiado distinta con escritura, pero cuando constituyeron sociedades más complejas, en lo primero que fueron atacadas fue en su memoria, encarnada en su clase sacerdotal. Aun así, el recuerdo de los aztecas o de los incas no se confunde con el de otras tribus desaparecidas sin rastro. Y, en todo caso, a los misioneros les habría cambiado el rango de sus escrúpulos si en lugar del rito, el sacrificio y la fiesta, hubieran encontrado religiones textualizadas con profetas y mártires.

Ginés de Sepúlveda, el jurista contemporáneo de Vitoria, hallaba la justificación de la Conquista, precisamente en la escasez de memo-ria escrita en los aborígenes: "ni siquiera conocen las letras ni conservan monumentos de su historia sino cierta oscura y vaga reminiscencia de algunas cosas consignadas en ciertas pinturas, y tampoco tienen leyes escritas, sino instituciones y costumbres bárbaras"". La ausencia de literatura sacra especialmente, facilitó el vínculo entre la condición de "infiel" y la de "bárbaro", y favoreció, por ende, la anulación cultural. Borrando el rastro, se borraba el rostro y el nombre de los vencidos. La táctica aborigen de borrar las huellas al huir, es la metáfora de su propia desaparición: la pérdida de su traza coincide con la extinción de su raza. Si se compara en este aspecto a los indoamericanos con otros desterra-dos, los judíos, salta a la vista una diferencia. Privado de un territorio que lo cobijara y sin un Estado que lo aglutinara y le otorgara entidad política, el "pueblo elegido" sólo puede reconocerse en su literalidad: es el "pueblo del Libro" por excelencia. La misma herencia del judaísmo que recibimos con el cristianismo, no es la del Cristo que anduvo y pre-

18 Gramatología, op. cit. pp. 330-331.

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dicó por las caletas y aldeas de Galilea, sino la del que recuerda la letra de los evangelios. Pudo difundirse en pueblos y culturas tan diversas, gracias a la perdurabilidad del verbo escrito. Al revés de lo ocurrido con las culturas de América, que por lo general sucumbieron en el laberinto de sus ciudades y templos destruidos, el pueblo del Libro tuvo su hilo de Ariadna precisamente en el Texto.

{-La antropología, al privilegiar el habla, se piensa a sí misma como anti-etnocéntrica, cuando en realidad reproduce el etno-centrismo y lo refuerza. La idea de un habla originalmente pura, buena e inocente en oposición a la escritura, que se asocia con la violencia, la apropiación y las jerarquías, es un mito. Y precisamente un mito acuñado por la Ilustración, en particular por Rousseau".

El mito de las sociedades "sin escritura", inocentes y mansas, o al menos en las que la violencia es un accidente que viene de fuera, es la trascripción del mito del "buen salvaje", un hombre originalmente bue-no e inocente. En él resuena, sin duda, la tradición bíblica, la caída en el mal desde un Verbo inicialmente puro asociado con el Bien y la verdadera vida. Lévi-Strauss retoma esta idea, insistiendo en la asociación de lo natural / originario con lo "auténtico / verdadero". En Antropología Es-tructural, afirma que la escritura es condición de inautenticidad: "son las sociedades del hombre moderno, quienes más bien deberían definirse por un carácter privativo. Nuestras relaciones con el prójimo ya no están fundadas, sino de modo ocasional y fragmentario, sobre una experiencia global... En gran parte, resultan de reconstrucciones indirectas, a través de los documentos escritos. Estamos ligados a nuestro pasado, ya no por una tradición oral que implica un contacto vivido con personas —cuentistas, sacerdotes, sabios o ancianos—, sino por libros acumulados en bibliotecas... Y sobre el plano del presente nos comunicamos con la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos a través de todo tipo de intermediarios —documentos escritos o mecanismos administrativos—que sin duda ensanchan inmensamente nuestros contactos, pero al mismo tiempo les confieren un carácter de inautenticidad"17.

19 Sergio Fernández L. en su discurso de incorporación a la Academia Chilena de Historia en 1962, expresa: "Chile nació a la vida occidental y cristiana dentro del imperio de Carlos V... No podemos ni debemos nosotros, hijos y herederos de la España de Carlos V, olvidar hoy la lección imperial de ayer. Nos sería imposible no procurar expresarla como la solución única y el único asidero que tiene este mundo desorbitado y confundido por angustias universales" (sin

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Lo que definiría la autenticidad sería, pues, el contacto directo y vivo. El elogio de la voz evoca la imagen de la ciudad griega como sitio del discurso, donde los asuntos de interés común se discuten en el cara a cara del foro, interpelándose y escuchándose de viva voz los ciudadanos.

,j. La escritura, en cambio, es un elemento de intermediación, por tanto, de inautenticidad. El haber descubierto esta fuente de inautenticidad y haber distinguido "niveles de autenticidad", constituye para Lévi-Strauss el aporte decisivo de la antropología a las ciencias sociales. "El porvenir juzgará sin duda, escribe, que la contribución más importante de la antropología a las ciencias sociales consiste en haber introducido esa distinción capital entre dos modalidades de existencia social: un género de vida percibido en el origen como tradicional y arcaico que ante todo es el de las sociedades auténticas; y formas de aparición más recientes, de las que el primer tipo ciertamente no está ausente, pero en donde grupos imperfecta e incompletamente auténticos se hallan organizados en el seno de un sistema más vasto, él mismo marcado de inautenticidad"18.

Destaquemos tan sólo tres puntos: 1. El papel central que cumple el concepto de "autenticidad" y su asociación con la oralidad en la an-tropología y, según Lévi-Strauss, en las ciencias sociales, 2. La relación estrecha y directa de la idea de "autenticidad" con el mito ilustrado de una sociedad "sin escritura", originalmente inocente y pura, es la réplica del mito del "buen salvaje", y 3. El etno-centrismo implícito en la prima-cía de la escrituralidad sobre la oralidad se superaría con la inversión de esta relación y la reposición del primado de la oralidad (equivalente a autenticidad).

Estos tres motivos informan masivamente el discurso culturalista que analizamos. La acreditación de la oralidad se expresa en la considera-ción de la religiosidad popular como fondo de autenticidad de vigencia permanente, cuyo sujeto sería la cultura mestiza. Conjuntamente con la recusación de la letra y del racionalismo, se omite el carácter y consti-tución de la sociedad moderna. Es curioso que nunca sea cuestión de la república y la democracia en Morandé; la afirmación del pueblo tiene lugar solo a través de la "religiosidad popular", nunca "el pueblo" es el sujeto moderno, la nación de ciudadanos. Tal vez no sea una omisión casual, pues la vuelta a una cultura sincrética o su reposición, no requiere del soberano moderno, sino de uno absoluto, como el de las monarquías del siglo xvI o el de las dictaduras.

1-1 svt

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Igualmente engañoso es el anti-etnocentrismo, manifiesto en la reivindicación de la oralidad y de "lo mestizo". La oralidad, elogiada en la cultura barroca americana, está traspasada de signos mudos: es-pectáculos, representaciones, desfiles, paradas militares, procesiones, himnos, cánticos, danzas y fiestas: manifestaciones que reemplazan la

rinter-locución, incluso la alocución y la elocuencia. La cultura muda del I espectáculo y la fiesta, sirve para hacer prescindible la elocuencia y volver

al otro receptivo al mando. Toda esa farándula tiene entre sus propósitos, / reunir, exhibir el poder y seducir a través de esta exhibición; producir, \ en suma, la muchedumbre sumisa y alegre, receptiva a la arenga y al mando, remisa a la escritura, que supone replegarse y constituir una esfera de interioridad.

(

La suposición de una identidad esencial de vigencia permanente, no sólo simplifica el pasado, lo resignifica: representa un intento de replicar la estructura ética y política del Estado de los siglos xvi y xvII. La modernidad política, lejos de suponer un mundo sincrético y ho-mogéneo, supone justamente pluralidad y diferencia: la cultura secular habla lenguajes diversos. El Estado-nación moderno no está construido sobre base religiosa ni étnico-popular, sino sobre principios que se suele calificar de "abstractos", "utópicos" y "racionalistas". Pero los intentos de constituir Estados sobre bases étnicas o religiosas, prescindiendo de la abstractísima idea de igualdad, casi nunca fundan institucionalidades estables y casi siempre conducen a guerras interminables.

La ciudad moderna es más bien des-integrista, diversa, diferenciada; en la medida que renuncia a la idea de una cultura homogénea y uni-taria, admite, al menos en principio, los derechos de las minorías. Los proyectos de inspiración nacionalista o religiosa, se aferran a la síntesis de catolicismo y orden social jerárquico; intentan reparar el decaimiento de una fe o la secularización, invocando un pretendido "fracaso" de la modernización. La fuente del "malestar de la cultura" radicaría en esta secularización y cualquier respuesta al mismo malestar debería pasar por la reposición de la fe perdida, por la resacralización de los vínculos asociativos".

La religiosidad tiene como único soporte terrenal la interioridad del sujeto, es autorreferente, como la fe, que interpela a cada cual en su fuero íntimo y no pertenece al espacio público. Sólo liga a los que han sido alcanzados por la gracia, que es gratuita por definición. Si algo

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parece irremediablemente perdido con la diferenciación de la cultura moderna, es esa armonía y unidad, que Hegel llamó "eticidad sustan-cial". La disolución de esa unidad tiene implicancias gravísimas, pero no menos grave es la ilusión de reconstituir una matriz cultural única y procurar una sola constelación de sentido al conjunto de la experiencia humano-histórica.

La sociedad moderna no recusa la religión, pero la descentra, la descoloca en cierto modo, al ponerla en un sitio más periférico y hacerla coexistir y competir con otras creencias, otras visiones del mundo, otras fuentes de sentido. En la medida que la separa del Estado, la desplaza del ámbito público y la fuerza a replegarse en el espacio privado, en la intimidad del corazón. La búsqueda de la felicidad eterna no tiene por qué ir de la mano de una religión asociada con la política: la virtud cris-tiana es más bien privada y no consiste en poner el bien común sobre la propia salvación. La Iglesia, por su parte, ya no cuenta con el monopolio de la verdad y no dispone de fuerza para imponerla, está obligada a ser tolerante y predicar con el ejemplo. Los mensajes seculares no pueden proclamar la "buena nueva" de una "verdad" que se sostiene con in-dependencia del interlocutor; importa sobre todo quién esté abierto a escuchar, aceptar y compartir, lo que exige adecuación del mensaje a un interlocutor virtual. Eso implica, por otra parte, la negación de la uni-vocidad de la Palabra y la negación del dogma. Ambas —la verdad de la Palabra y la certeza del dogma—, requieren del monopolio del discurso y la sumisión; sin ellos, los significados se multiplican y la cultura se diferencia.

La recusación de la cultura de la Ilustración, por vía de un retorno y re-cuperación de un padrón cultural propio, auténtico, que "atraviesa todas las épocas", reproduce la univocidad del discurso teológico, sostén del mundo unigénito del origen. Representa una variante del mito de la omnipotencia del Origen: en el principio era la oralidad, la armonía y la conciliación; luego, la caída en el mal desde el Verbo inicialmente puro; por último, el casti-go: extrañamiento por la falta contra la armonía original, asociada con el Bien y la verdadera vida. El estigma de la expulsión del Paraíso rebrota en los sucesivos intentos —y reiterados fracasos—, de apartarse del Origen. La única expiación: la recuperación del Origen, que se anuncia en la palabra salvadora de un sujeto sapiente, iniciado en la Verdad del Principio, una Verdad que anida también en el corazón del pueblo sencillo.

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La omnipotencia del origen es el equivalente en cierto modo, del carácter determinante de la "estructura de base" en las concepciones estructuralistas. Si éstas ignoran o subestiman la dimensión de la cul-tura, las concepciones esencialistas ignoran u omiten lo político. Lo que está en juego, después de todo, en la modernización, es la extensión de la ciudadanía; los reclamos de carácter étnico, lingüístico o religioso, se inscriben en esta extensión y la hacen posible. Pero esta dimensión del problema queda suprimida al suponer una identidad cultural no contaminada con lo normativo y "paradigmático" de la modernidad: es algo que se legitima por su misma existencia y, naturalmente, por el "fracaso" de las modernizaciones.

Este "fracaso." o "agotamiento" o "declive" se puede leer, en con-secuencia, como una operación intelectual, consistente en resignificar y reponer una tradición cultural premoderna: la América profunda, no contaminada por el racionalismo y la secularización, inmune a la "vio-lencia de la letra". La modernización no ha seguido, es cierto, el padrón esperado. No ha sido el fenómeno continuo, homogéneo y global que se suponía sino todo lo contrario: desigual, discontinuo, parcial. Ha seguido lógicas de desarrollo múltiple, con polos diversos, imprevistos por las teorías funcionalistas, que han pecado de autoritarismo cíentista. No hay una teoría general de la modernización que permita pautear una "vía real" de la historia que todos debieran seguir. Lo que se observa son más bien, desarrollos múltiples que convergen sobre unos cuantos indicadores básicos: secularismo, cultura crítica científico-técnica, so-ciedad del trabajo y del dinero, Estados burocráticos y ciudadanía en extensión Qo en extinción?). Se puede recurrir a una nutrida 'caja de herramientas' para remodelar y enmendar los desarreglos al interior de las variadas formas en que se combinan estos elementos, pero aún no se divisa un padrón civilizatorio alternativo, a pesar de todo lo atroz que puede resultar el actual, que por algo provoca huidas despavoridas; hacia el pasado y hacia las utopías.

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V. DIFRACCIÓN DE LA IDENTIDAD: ¿UN

MARX NO MARXISTA?

La recepción de las ideas y producciones culturales en un medio diferente al de su origen, es creativo: agrega, resta, convierte o enmienda la idea o el producto original. Y se realiza dentro de un espectro de posibilidades acotado. La cota mínima sería, naturalmente, el rechazo, en caso de que haya total incompatibilidad: la adopción de la rueda, por ejemplo, en comunidades esquimales. A la inversa, el esquí puede ser adoptado sin mayor enmienda en cualquier sociedad que habite lugares nevados. Con las ideas, ocurre que la recepción está sujeta a la regla de la creación o re-conversión, es decir, a un efecto derivado de la incorporación a un medio cultural diferente. La recepción del pensamiento clásico griego en la Edad Media, pongamos por ejemplo, experimentó una transformación delibera-da, que resultó del trabajo de adaptación a la cosmovisión cristiana. Pero el empeño deliberado no es indispensable. La recepción del positivismo o del liberalismo, forzosamente será diferente en una sociedad capitalista o en una precapitalista con mayor impronta religiosa. La recepción del pensamiento de Heidegger también es ilustrativa al respecto, porque pre-senta particularidades significativas: en Francia, la recepción ha sido sin duda la más creativa; en Estados Unidos, se lo ha sincretizado con el prag-matismo y en América Latina se ha tendido a convertirlo al catolicismo.

Quisiera analizar aquí ese efecto creativo o de distorsión en el caso de Marx y el marxismo. La presunta disparidad se daría en este caso entre sus ideas y la variación que ellas experimentarían en el espacio público, sea en los partidos o Estados que se reclaman marxistas. Desde hace un par de décadas, se ha acentuado una tendencia a disociar a Marx del marxismo y a rescatar algunos conceptos fundamentales de su pensa-miento crítico, que se omiten o tergiversan en la ideología de trinchera en que se convirtió el marxismo ortodoxo, sobre todo desde comienzos del siglo pasado.

Pero esta disociación no es consecuencia únicamente de la intencio-nalidad de los agentes políticos o de los intelectuales, sino ante todo,

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es un fenómeno derivado de la especificidad de la acción. La política, en efecto, nunca es simple "aplicación" de ideas y éstas, a su vez, al ser llevadas a la práctica, experimentan una alteración o difracción. En física se llama así a la discrepancia que se produce entre la imagen de un objeto en condiciones habituales y la que resulta al incorporarlo a otro elemen-to, digamos una vara recta, al introducirla en el agua, se ve quebrada. La política "difracta" o altera las ideas, desde luego, porque responde a un código propio, distinto al régimen discursivo. Las consecuencias de las acciones son impredecibles porque están sujetas a las reacciones que desencadenan: se sabe donde comienza una acción, pero nunca se sabe dónde y cómo terminará.

El fenómeno físico de la difracción se refiere a la discrepancia en-tre dos imágenes de un mismo objeto, originada en un cambio en el elemento de la representación. La metáfora es pertinente, en tanto las identidades se constituyen a través de representaciones y diferencias de representación. En este caso, la diferencia es entre el Marx ideológico, adoptado por los partidos y Estados que se llaman marxistas y el Marx de los textos, incluidos los escritos de juventud, que completan en varios aspectos y en ocasiones contradicen al Marx "maduro", especialmente el de El Capital.

Quienes continúan reclamando a Marx como el inspirador de los movimientos y partidos marxistas, tienen mucho a su favor, sobre todo considerando la enorme gravitación que tuvo el marxismo en el siglo xx. En cambio, quienes intentan descubrir en su obra ideas, motivos u orientaciones que resisten o contradicen esos usos, arriesgan la acusación de intentar neutralizar su potencial crítico y revolucionario. Pero esta acusación no es necesariamente justificada, en la medida que el desaco-plamiento del Marx teórico respecto del marxismo, emprendida por el revisionismo, desembaraza a Marx de algunas deformaciones y simpli-ficaciones, sin inhibir el aspecto emancipatorio y la dimensión mesiánica de su pensamiento. Por lo demás, ha sido en gran parte el derrumbe de los socialismos de Estado lo que ha provocado esta disociación en la comprensión de Marx. Él mismo, sin embargo, como se sabe, afirmó en más de una ocasión, no ser marxista.

La crisis del marxismo es, por una parte, la crisis de las sociedades del llamado socialismo real y alcanza asimismo a la interpretación del Marx "científico", o sea, el teórico del desarrollo del capitalismo, el des-

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cubridor de la lógica interna de esta formación social, el que predijo su "inevitable derrumbe" y reemplazo por otra formación social liberada de sus "contradicciones".

El segundo aspecto de este trabajo, entra de lleno en el mencionado efecto de difracción o desacoplamiento de Marx con el marxismo. To-maré como referente para esto último las Tesis, sobre Feuerbach, un texto filosófico-programático muy sucinto, donde se encuentran algunas de las ideas y orientaciones fundamentales de Marx.

La primera cuestión a abordar se refiere a la existencia de uno o varios capitalismos; no me refiero con ello a las diferencias entre el sis-tema norteamericano, el japonés y los de Europa, sino a la historia del capitalismo. La idea de un monismo de el sistema conduce fácilmente a la conclusión de que las crisis revisten carácter terminal y conducen al final de el capitalismo. En cambio, si se mira desde sus inicios en los siglos xvI y xvii, el llamado capitalismo comercial se renovó en sus técnicas productivas, leyes e instituciones, hasta dar a luz el capitalismo indus-trial del siglo xix, que sobrevivió a dos guerras mundiales y a la Gran Depresión de los años '30. Posteriormente, y en parte como resultado de la severidad y extensión de esa crisis, el Estado se acopló y se asoció al funcionamiento del mercado, procurando una estabilidad adicional al sistema. El Estado Social o de Bienestar cumplió una doble función neutralizadora del conflicto de clase y contra-cíclica. El capitalismo en realidad ha mostrado una vitalidad admirable, que le ha permitido sortear crisis de diversa índole; hoy enfrenta una de gran amplitud, a la vez financiera, energética y alimentaria, que algunos anuncian pondrá fin a la era del imperialismo. Pero en esto hay que ser también cauto, porque tampoco el imperialismo es algo unívoco. Es probable que de esta coyuntura surjan nuevos imperios con nuevas estrategias. En todo caso, la crisis actual echa por tierra el mundo unipolar y pone en jaque el fun-darnentalismo neoliberal y su evangelio de los mercados desregulados. La masiva inyección de recursos fiscales a los bancos y financieras, es una operación de salvataje sin precedentes, y una confesión muda de la necesidad de regular el funcionamiento de los mercados. Esta operación muestra, al mismo tiempo, la imposibilidad de que los bancos centrales puedan detener la hemorragia en los mercados financieros e impulsar la reactivación, solo con sus mecanismos de ajuste, básicamente la tasa de interés.

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El monetarismo neoliberal, a su vez, surgió como renovación del capitalismo de orientación keynesiana y para terminar con el Estado de Bienestar, al que se le achacaba obstaculizar el dinamismo de los mercados. En América Latina, se usó la ideología de los mercados des-regulados y su promesa de desarrollo, para legitimar las dictaduras. El vacío jurídico que dejan los golpes de Estado se intentaba llenar con ofertas de prosperidad y bienestar. Es significativa la experiencia de las dictaduras al respecto, porque procura una refutación de la idea de Hayek, según la cual, "la libertad económica es condición de la libertad política". Es al revés: la destrucción de la libertad política hizo posible los choques neoliberales, que en condiciones de normalidad institucional habrían sido impracticables. De hecho, los golpes de mercado siguieron a los golpes de Estado, y la promesa de acabar con el subdesarrollo se convirtió en la pesadilla que acabó con las democracias. El triunfo del neoliberalismo, preciso es decirlo, fue más ideológico que económico y requirió de la destrucción de las libertades públicas.

Las sucesivas transformaciones del capitalismo contradicen el pos-tulado tácito del liberalismo, según el cual, ha habido historia pero ya no la hay. Lo cierto es que el capitalismo lleva tres siglos renovándose y su historia de reinvenciones presumiblemente continuará. Es difícil predecir qué rumbo tomará ahora la nueva reinvención, pero probablemente el Estado vuelva a adquirir la influencia e importancia que la ortodoxia neoliberal quiso negarle, sin que se note. Es decir, sin confesar jamás que las estrategias contra-cíclicas aplicadas después de la crisis de 2008 y la masiva inyección de recursos fiscales en las corporaciones y en la banca, contradicen flagrantemente la ortodoxia neoliberal.

Otra de las enseñanzas que dejan estas crisis es que, si bien respon-den en gran medida a "contradicciones económicas", éstas no operan ciegamente y sus efectos no revisten el carácter terminal que en cierto momento se les atribuyó, sino se traducen en ajustes y modificaciones que responden a acciones y adaptaciones deliberadas. Eso no atenúa el potencial crítico de la teoría de la crisis de Marx. Es cierto que la econo-mía política clásica avanzó una teoría de los ciclos, que es el antecedente directo de esa teoría, pero la extensión y profundidad de las crisis perió-dicas no fue siquiera barruntada por los clásicos, en tanto Marx supuso que conducirían a un colapso final. En ambos casos, prevalece una lógica sistémica sobre la contingencia de la historia y la política.

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La historia pudo quizá haberle dado la razón a Marx, pero las pre-dicciones son también voces de alerta y actúan como antídotos de lo que anuncian. Por otra parte, la experiencia de los socialismos reales y la construcción del socialismo en un solo país, no tenían mucho que enseñar a los países centrales; indicaba un método para quemar las eta-pas del desarrollo, o sea, para la transición al industrialismo. Pero el socialismo, se suponía, vendría después de la industrialización a corregir sus males, no antes de ella, para reproducirlos. Todo eso contribuyó a dejar de lado el aspecto liberador del pensamiento de Marx: puso en evidencia ciertos vacíos en su pensamiento que se ahondan en el marxismo corriente.

Uno de estos vacíos, quizá el más significativo y gravitante, es la sobreestimación de lo económico y la correspondiente subestimación del papel del Estado y la política. A pesar de haber criticado la economía política clásica, a la que reprocha sus "robinsonadas", es decir, su atomismo social y la omisión de las relaciones de poder implicadas en las relaciones de intercambio, Marx subestimó el Estado y la política. Por lo menos en El Capital, porque en sus estudios históricos -y particularmente en Dieciocho Brumario-, no ocurre lo mismo y la política desempeña un papel central. Junto con su creciente interés por la economía, en la que creía poder encon-trar "el secreto" de la evolución del capitalismo, Marx abandonó el estudio de la Revolución francesa. Desde entonces, la tendencia a desconsiderar los fenómenos de la cultura y de la política, se fue acentuando y se tradujo en una tendencia a ignorar las potencialidades correctivas del Estado de Derecho y la democracia.

La sobreestimación del "internacionalismo proletario" en perjuicio de la poderosa fuerza del nacionalismo, es otro ejemplo de esa sobre-valoración, que se expresa sobre todo en la función crucial que Marx le asigna a las crisis económicas, cuyo desenlace debía llevar a un fatal e inminente colapso del sistema. La misma concepción arquitectónica de la sociedad, como estructura compuesta de una "base" y de un entra-mado o "superestructura" jurídico-política, que se eleva sobre aquella, puede fácilmente conducir a concebir la política en términos de cons-trucción o edificación, en la que la función prioritaria correspondería a la "base". La estructura "superior" se sostiene sobre los cimientos y, por ende, bastaría con la modificación de la "base", verdadero punto arquimédico de la reedificación de la sociedad.

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El Estado, en tanto "superestructura" que ratifica las relaciones sociales instauradas en la "base", carecería de entidad propia. Sim-plificamos, sin duda, pero el supuesto de que el Estado "tiende a desaparecer" con la modificación del "modo de producción", es bas-tante elocuente. La historia, lejos de avalar ese desvanecimiento del Estado, inviste la predicción de una ironía terrible: el socialismo real transformó el "modo de producción" y el Estado, lejos de desapare-cer, se fortaleció. La misma predicción de un colapso final del sistema provocado por limitaciones impuestas por el "modo de producción", por la pauperización creciente del proletariado, atestiguan igualmente esa subestimación de la política. La capacidad de supervivencia del capitalismo, en gran medida se asíenta en su flexibilidad y la capacidad de adaptación que le procura precisamente la acción combinada del Estado, la política y la legislación.

La desconfianza de Marx frente al Estado, al que considera el re-presentante de los intereses de la clase dominante, se justifica, pero en el sentido que el Estado es funcional al sistema y puede actuar como estabilizador. Esta capacidad del Estado se contrapone —y a la vez con-trapesa—, a la capacidad política que Marx le asigna al proletariado. Como se sabe, el "fracaso" que él atribuye a la Revolución francesa, consistiría en la incapacidad de dar solución a la llamada cuestión social, un punto en el que algunos de sus críticos, entre los cuales Hannah Arendt, ven precisamente el origen de la ruina de esa Revolución: "hoy podemos decir que nada puede ser más obsoleto que los intentos de liberar a la humanidad de la pobreza por medios políticos. Nada puede ser más inútil y peligroso"1. Junto con "confundir" lo político con lo social, Marx habría sobreestimado la capacidad de las masas pauperizadas de constituirse en sujeto político. La pobreza no tendría el carácter de fuerza política que él le atribuye y no tendría solución por medios políticos. Arendt estima la americana como la más lograda de las revoluciones modernas, preci-samente porque es eminentemente política; la prosperidad y riqueza de Norteamérica le habrían permitido eximirse de ocuparse de la cuestión social: "es la única revolución moderna en la que la compasión no jugó ningún papel", afirma en Sobre la revolución.

1 On Revolution. Viking Press, Nueva York 1965, p. 110 (Sobre la revolución. Alianza, Madrid 1988).

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Esta crítica tiene cierto asidero, en tanto "la pobreza" no es por sí misma un elemento estructurador de la existencia. Las "condiciones materiales de vida" —Marx no habla de "pobreza"— pueden rebajar a los hombres, llevarlos a un estado de ansiedad y desvalimiento que, lejos de crear conciencia política, la inhibe y produce dependencia y sometimien-to. Los hombres, reducidos a los medios de subsistencia indispensables para mantenerse vivos, o poco más o menos, no están en condiciones de ejercer su capacidad política. Una situación extrema de precariedad e indigencia no favorece la libertad; antes bien, provoca el efecto inverso, una suerte de regresión biológica en la que la necesidad de sobreviven-cia se impone sobre los impulsos libertarios y las tendencias altruistas. En una palabra, la conciencia política no surge espontáneamente de las "condiciones materiales de vida", sobre todo cuando estas son extremas o demasiado aflictivas.

Marx alude en parte a esto mismo cuando habla de una etapa en la que "los obreros forman una masa diseminada... y disgregada por la competencia"2. Vale decir, que librados a su propia suerte, los trabaja-dores no constituyen un sujeto político. Sus deseos y aspiraciones son solo reivindicativas y se inscriben más bien en el proyecto e ideario social-demócrata. Solo una conducción adecuada puede hacer de los trabajadores, "proletarios" conscientes, es decir, un sujeto político revo-lucionario. Pero en el mismo Manifiesto Marx dedica un capítulo entero a lo que llama "socialismo reaccionario", y un acápite del mismo lo titula "el socialismo burgués", de cuño sobre todo pequeño burgués, en el que caben muy bien, precisamente, los dirigentes y las vanguardias que deberían hacer de parteros de "la pobreza", es decir, ayudar a dar a luz al sujeto político, en vez de atizar la tendencia reivindicativa.

No pretendo con esto dar la razón a Arendt, porque cabría dar vuelta esta dificultad: si la clave del éxito de la Revolución norteamericana fue el no tener que enfrentar el problema de las masas pauperizadas y poder prescindir de la cuestión social, a la sazón, la cuestión de la esclavitud, ¿cuál sería, entonces, la economía que requiere una política en la que la cuestión social está ausente? Es cierto que ella no piensa que la política deba responder necesariamente a un sustrato o base económica, pero no deja de llamar la atención el hecho de que las dos formaciones donde la

2 Manifiesto 1, 38.

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política reviste un carácter ejemplar, la polis griega y la Unión americana de fines del siglo XVIII, sean ambas sociedades esclavistas.

Arendt impugna asimismo a Marx ,en La condición humana, haber elevado el trabajo (work) al lugar de la acción y haber reducido al hombre a animal laborans. Esta crítica guarda estrecha relación con la anterior, pero en este caso es más evidente que tiene en la mira más bien al marxismo y a la economía política, cuyas categorías fundamentales en alguna medida se conservan en la Crítica de la Economía Política. Arendt no se refiere en esa crítica a la concepción de la politica esbozada en las Tesis sobre Feuerbach, una obra que conocía muy bien, y su propio concepto de la acción muestra sorprendente simetría y proximidad con lo que Marx llama allí "la actividad práctico-crítica", como intentaremos mostrar a continuación.

La idea de que "el hombre" hace la historia es engañosa, porque son "los hombres" actuando concertadamente, los verdaderos agentes políticos. Arendt constantemente insiste en esto: el individuo no puede actuar solo. El pensamiento, en cambio, es una actividad que se realiza a solas y reclama incluso aislamiento: esta diferencia impide concebir la acción según el canon del pensamiento. El sujeto de la política es plural, y "los hombres" son básicamente activos: "la pluralidad es la ley de la tierra". La acción común con los otros es el único espacio donde cada cual logra conquistar su singularidad y manifestarse como quien es. El espacio público es un espacio de aparición y de relación; permite a cada cual mostrar quien es y crear un lazo político con los demás: de allí que la acción posea una capacidad reveladora.

Esta idea se contrapone con el primado de la vida contemplativa. Se opone especialmente con Heidegger, quien, a pesar de reconocer la actividad como la forma de relación primaria con los entes, concibe el "ser con" otros, en el colectivo, como una forma de ser inauténtica y "caída", en la que cada cual se pierde para sí mismo.

Cabría señalar, sin embargo, que la crítica de Marx a Feuerbach en las Tesis incide precisamente sobre el carácter distintivo de la acción frente a cualquier otra actividad. Él recusa al mismo tiempo la idea del "individuo humano aislado", que es la forma como lo concibe Feuerbach, y siempre habla en plural de "los hombres" (Tesis III) y de "muchos individuos" (Tesis VI). En cambio, emplea críticamente el singular, solo para rebatir a Feuerbach, quien concibe al "hombre

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abstracto", al "individuo aislado" y a la actividad, "solo en su fauna suciamente judaica" (Tesis I).

¿Cómo entender esta expresión despectiva? Los judíos suelen tener la reputación de ganar posiciones y hacer for-

tuna en la banca y las finanzas, actividades subestimadas en la tradición señorial y monárquica, que invistió de rango y nobleza a las actividades ligadas a la tierra. La "suciedad" posiblemente alude a este distingo y a la opinión común de que la riqueza amasada al fragor de la especulación y los intereses financieros, no se hace con manos limpias. La misma Iglesia Católica condenó en su momento la "usura" o cobro de intereses, lo que ha de haber contribuido a crear esta opinión.

Pero Marx, claro está, no asume por su cuenta esa opinión ni se hace eco de ella. Es evidente que la "suciedad" no pretende definir un carácter o rasgo identitario del pueblo judío sino que apunta a cierto tipo de actividades, en oposición con otras. Feuerbach solo habría tenido en cuenta la actividad común y corriente, aquella que cada cual realiza cuando maneja sus asuntos privados y habría concebido toda práctica conforme a eso. Esas actividades no son las de mayor rango, porque están guiadas por el beneficio egoísta, donde priman los apetitos y la utilidad. Tampoco corresponden exactamente con las de orden comercial y las realizan, por lo demás, moros y cristianos, tirios y troyanos. Sin embargo, habría una forma de actividad fundamentalmente diferente a esas, donde prima el interés común y los fines compartidos sobre el deseo de enriquecimiento y las necesidades de subsistencia: ésta es la praxis y se orienta a la "transformación del mundo" (Tesis III y XI). Feuerbach, prosigue Marx, "no comprende la importancia de la actuación 'revolu-cionaria' práctico crítica", porque "concibe y plasma la práctica solo en su forma suciamente judaica" y "solo considera la actitud teórica como la auténticamente humana" (Tesis I).

Esta Tesis I deslinda, por una parte, la teoría tal como Marx la entien-de, respecto de toda otra forma de contemplación y al mismo tiempo distingue la praxis en su pleno sentido político respecto de cualquier otra actividad humana. Eso es lo que no logra quien "solo considera la actitud teórica como la auténticamente humana". El trabajo cierta-mente es humano, a veces "demasiado humano"; puede embrutecer y hasta matar; solo que se distingue de la praxis, que tiene en vista el bien común.

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Feuerbach define al hombre en singular, al "hombre abstracto", precisamente porque privilegia la "actitud teórica". Es la actividad de pensar la que se realiza en solitario, en tanto la praxis, en el lenguaje de Arendt la acción, o sea, la política, requiere siempre de la concertación o acuerdo entre varios o muchos. El "hombre abstracto" es un ente yoico, un sujeto desligado del conjunto de "relaciones sociales", justamente el sujeto que se piensa a sí mismo como comienzo y principio, o como sujeto constituyente, en tanto, el sujeto real, no abstracto, llamémoslo así, es constituido, producido por y en el conjunto de sus relaciones.

Es difícil no advertir la estrecha relación de esta idea con el "sujeto plural" de la política, de Arendt. Este sujeto no es, desde luego, el yo cartesiano, el subjectum de la certitudio. Es un sujeto de la acción que se distingue del sujeto de las certezas; la acción siempre es incierta, es equivalente a la libertad y opuesta a la necesidad, en cualquiera de sus formas: histórica, natural, biológica, económica. La "pluralidad" impli-ca que la política tiene lugar entre varios o muchos y por eso la acción, aunque tenga un propósito, es irremediablemente incierta y falible: nunca se sabe con certeza donde conducirá, aunque se inicie teniendo muy claros los propósitos. La certidumbre pertenece al sujeto de la re-presentación, al registro de un yo; para el sujeto político, la regla es la incertidumbre, la falibilidad. El yo es constituyente solo en el "orden de las razones", pues en el orden fáctico, los sujetos son constituidos: son "producto social" (Tesis VII) Al decir, por ejemplo, "pienso luego existo", tengo que decirlo en alguna lengua y eso mismo contradice la idea de que el yo es principio y fundamento de toda realidad, pues la lengua es común a los hablantes y constituyente de cualquier pensante y de cualquier hablante singular.

En las Tesis se esboza pues claramente tanto el principio de pluralidad como la distinción, absolutamente central en el pensamiento de Arendt, entre "lo político", asociado a la libertad y "lo social", asociado a los intereses particulares.

En síntesis: 1. Las Tesis sobre Feuerbach constituyen un referente fundamental y un

ejemplo de la tensión entre Marx y el marxismo. 2. En las Tesis se encuentra, en esbozo, una crítica a la filosofía políti-

ca, es decir, a la idea de que acción y pensamiento responden a un mismo canon. La acción tiene cierta especificidad y nunca se puede

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concebir como "aplicación" de una idea. Las oposiciones expresadas en las Tesis: hombre abstracto/hombres en relaciones sociales; sujeto pensante / hombres hablantes y actuantes; praxis / contemplación; son expresión de esta disparidad entre el canon del pensamiento y el de la acción.

3. La discrepancia entre el Marx de los escritos y el Marx ideológico, de los partidos y Estados marxistas, sería un ejemplo de difracción de una identidad, es decir, de un efecto de distorsión, derivado pre-cisamente de esta disparidad entre pensamiento y acción.

4. Existen otras discrepancias que permiten hablar de distintos Marx: el Marx hegeliano que resalta la capacidad del Estado y la política; el "joven Marx" de los Manuscritos económico-filosóficos y de la "alie-nación", el Marx historiador, estudioso de la Revolución francesa, en fin, el Marx "maduro", crítico de la economía clásica.

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VI. SER EN DOS MUNDOS

"Mente ampliada" y "mundo ampliado"

Pasajes Roger Caillois es el nombre del coloquio que nos reúne en el año de la víspera del Bicentenario, a propósito justamente, de la conmemoración de esta efeméride. ¿Por qué asociar el nombre de Caillois a los Pasajes y a los doscientos años de la república en esta parte del mundo? Son dos preguntas que merecen respuestas separadas.

En 1940, un año después de iniciada la Segunda Guerra, Caillois publica en Buenos Aires en Revista Sur un artículo titulado Defensa de la república. Allí se lee: "Los regímenes totalitarios solo parecen esplén-didos cuando se ven de lejos; seducen tanto más cuanto menos se les conoce". ¿Por qué habrían de seducir los totalitarismos? Nietzsche habló alguna vez de "la seducción de los extremos" sin tener, naturalmente, ninguna experiencia de los totalitarismos del siglo xx. Solo cuenta en eso su apuesta por Dionisos y su negación filosófica de la democracia. En ese artículo, Caillois no hace extensiva a la democracia su defensa de la república. A la sazón, la democracia era blanco de ataques tanto desde la izquierda como desde la derecha. Se le atribuía, entre otras cosas, fa-vorecer el nacimiento de los totalitarismos. "Es normal que se trasladen a los regímenes totalitarios, las ilusiones que la democracia defrauda diariamente", escribe Caillois; hay un "tipo de democracia que da naci-miento a los regímenes totalitarios", agrega.

Esas "ilusiones defraudadas" y la "seducción" ante la "apariencia espléndida" del totalitarismo, ¿aluden a fenómenos de opinión atribui-bles a un clima de época, que Caillois constata desde fuera, o los asume por su cuenta, quizá como anticipaciones de un desengaño? Tal vez sea una combinación de ambas cosas, pues, a su juicio, las democracias estaban "podridas" y la promesa de barrerlas podía resultar seductora, al menos hasta comienzos de los arios '30. En 1940, las cosas ya habían quedado perfectamente en claro y nadie podía llamarse a engaño.

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"Hay que comparar teoría con teoría o práctica con práctica... no una perfección de principio con una imperfección necesaria". Cierto, pero los vicios de las democracias son pecadillos veniales comparados con las abominaciones de los regímenes totalitarios.

El haber tematizado la cuestión de la república ¿es solo un indicio, una señal de preocupación, ante el quebranto y la humillación que los nazis infligían a la república en Europa y en el suelo mismo que la vio nacer? Dejamos pendiente por ahora la respuesta a esta primera pregunta.

"Pasajes" es el nombre de las vías peatonales que conectan dos calles; nacieron a principios del siglo pasado,, diseñadas por Hausse-man, el arquitecto encargado de la remodelación de París. Estas vías de interconexión se internan en las edificaciones y abren nuevos espacios, bordeados a ambos costados de locales comerciales; suelen estar coro-nadas por altas techumbres vidriadas, que permiten la iluminación con luz natural. Aunque la palabra "pasajes" debe su prosapia, como es sabido, a Walter Benjamin, a su Libro de los pasajes, el sentido que aquí le damos es de nexo, enlace y conexión. Al mismo tiempo, pasajes es una metáfora de tránsito y cruce, de mudanza a un mundo adoptivo, con el consiguiente efecto de ensanchamiento del propio mundo. Asociamos esta palabra con Caillois, porque su viaje a Argentina en 1939, en plena expansión del fascismo, tuvo consecuencias. En Buenos Aires, estrechó amistad con Victoria Ocampo y accedió al círculo intelectual y literario creado por ella. A ese club invisible pertenecieron, entre otros, Borges, Casares, Alfonso Reyes, Octavio Paz y Gabriela Mistral. Neruda cono-ció a Delia del Carril, "la hormiguita", su primera esposa, a través de Ocampo. De vuelta en Francia, Caillois editó y tradujo a varios de estos autores, anticipándose al furor editorial que internacionalizó más tarde a los escritores del Boom.

Su permanencia en Argentina, aunque fecunda y nada sufrida, fue un exilio y se prolongó durante todos los arios de la guerra. La experiencia del exilio significa a la vez extrañamiento y entrañamien-to: acceso al mundo del otro y profundización en el propio; significa aprender a considerar el mundo de uno en el espejo de los mundos extraños; con los consiguientes efectos de verdad y simulación anejos a las adopciones y traspasos. Llamaremos "mundo ampliado" al que resulta de esta transferencia, replicando la figura kantiana de la mente ampliada. La condición de la imparcialidad del juicio, según Kant, es

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la adopción, por medio de la imaginación, del punto de vista del otro. Una condición distinta y aparentemente opuesta a la de "pensar por uno mismo", sin someterse a la autoridad de otro, que caracteriza, según él, la "mayoría de edad", es decir, la libertad de pensamiento. Lo que impide que estos dos requisitos se neutralicen y anulen, es que la opinión ajena no valga como autoridad sino como un juicio com-plementario del propio, no inhibidor de mi autonomía. La opinión del otro es digna de ser tomada en cuenta justamente por ser distinta de la mía. Esta validación supone que ambos juicios son intersubjetivamente comunicables, o sea, que entre uno y otro medie un tercero. Si no exis-tiera este medio común, que no es otro que el sentido común, cada cual no tendría más remedio que pensar sin comunicarse con nadie y sin cotejar su juicio con nadie. Esta forma de pensamiento se aproximaría a los "lenguajes individuales" imaginados por Wittgenstein, que son en realidad antí-lenguajes o lenguajes imposibles, sin interlocutores: blindados de antemano a toda comunicación.

Kant invoca el sentido común en la Crítica a la facultad de juzgar, a propósito del juicio estético, que sería comunicable, pues no tendría sentido afirmar que algo es bello para mí, si no puedo hacer que nadie comparta mi apreciación. Tratándose de juzgar situaciones singulares, si no es posible la objetividad, al menos es posible la imparcialidad: consiste en ponerse en el punto de vista del otro. Se consigue así una suerte de neutralidad, que procura al juicio una universalidad, inaccesible para quien está en una bandería'.

El "mundo ampliado" supone, al igual que la figura de la "mente ampliada", la comunicabilidad de las diferencias, o sea, la posibilidad de transito al mundo del otro o de transferencias entre los mundos. Estas incursiones en la alteridad son modalidades prácticas de adopción, que difractan el propio mundo y lo reconvierten; difieren de la adopción del punto de vista ajeno, que busca la extensión del juicio y su adecuación o justeza. En su preferencia por el observador, Kant hace explícito el mismo privilegio por el ver y la visión sobre el actuar, que caracteriza la tradición platónica. La "mente ampliada", resultante de la adopción del punto de vista del otro, es un paso imaginado solamente, porque la

Hannah Arendt. Lectures on Kant's Political Philosophy. University of Chicago Press, Chicago 1982 (Conferencias sobre la filosofa política de Kant. Paidos, Buenos Aires, 2003).

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perspectiva adoptada sigue siendo ajena. El mundo ampliado, en cambio, representa una efectiva extensión del propio mundo y compromete la existencia toda en una suerte de segunda pertenencia, más tenue, pero no menos real.

Nietzsche ha hecho una elocuente defensa de estos traspasos y adopciones: son ensanchamientos y profundizaciones que experimen-ta el propio mundo en contacto con otros mundos. "Los modernos no tenemos nada propio; solo llenándonos con exceso, de épocas, costum-bres, filosofías, artes, religiones y aprehensiones ajenas llegamos a ser algo digno de atención". "Hubo siglos en que los griegos se hallaron expuestos a un peligro semejante y nunca vivieron en peligrosa inacce-sibilidad; su 'ilustración' fue un caos de formas y nociones extranjeras: semíticas, babilónicas, lidias, egipcias, etc., y su religión, una verdadera pugna de las divinidades de todo el Oriente", escribe. Lo que importa, al cabo, no es la preservación de una esencia o identidad, sino llegar a ser algo distinto y mejor. Nada más riesgoso que vivir en impenetrable insularidad, y nada delata más una identidad menguada que refugiarse en ella. Los griegos, agrega Nietzsche, fueron capaces de "organizar el caos" y evitar convertirse en "los abrumados epígonos y herederos" de ese magma de formas encontradas2.

Un acontecimiento inolvidable

El entusiasmo que despertó la Revolución francesa en los hombres ilustrados de la época y en el público en general, llamó poderosa-mente la atención de Kant. Su idea de la mente ampliada es, en cierto modo, la legitimación del punto de vista de los "observadores desin-teresados". Los actores, en cambio, comprometidos en la acción, no estarían en condiciones de apreciar el significado del acontecimiento, porque están involucrados en uno de los bandos. El filósofo estaría en esa situación y, por tanto, los más comprometidos, especialmente los gobernantes, "harían bien en tomar en cuenta su opinión". Kant agrega, que un acontecimiento como ese "en la historia humana no

2 Unzeitgemüsse Betrachtungen Werke in Drei Bande I, Ap. 4, 8 y 10 (De la utilidad y desventaja del historicismo para la vida. En Consideraciones inactuales Alianza, Madrid, 1988).

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se olvidará jamás"3. El tránsito del absolutismo a un régimen cons-titucional, libertario e igualitario, es inolvidable porque representa un progreso de la humanidad; podrá haber fracasos, podrán venir regresiones, pero ese acontecimiento tiene validez universal. La república, digamos para simplificar, es una conquista imperecedera del género humano, y aunque se malogre en su patria de origen, renacerá en otras tierras.

Cuando conmemoramos el Bicentenario, en cierto modo le damos la razón: un recuerdo que perdura doscientos años ya hizo la prueba del olvido. Pero la fundación de la república perdura no solo en la ce-lebración de este cumpleaños, aunque sin duda el 2010 ha reavivado el interés por los comienzos. Sobre todo es la destrucción del ordenamiento republicano y las dificultades de recomponerlo y perfeccionar la demo-cracia, lo que reactualiza el comienzo. Las dictaduras hicieron añicos los marcos jurídicos del Estado, precisamente los que se intentaba levantar en el momento de la fundación, de modo que el quiebre reciente ilumina ese pasado y permite leerlo como un presente que se resiste al olvido; un pasado que nos sigue interpelando. Sacudirse de una dictadura e inde-pendizarse de una monarquía tienen cierto parecido familiar: ninguno libera del todo y ambos instauran la política a partir de una autocracia que la hace imposible.

Lo inolvidable no es el suceso como tal, que ocurre tan solo una vez, como todo lo que simplemente pasa en la historia, sino el acontecimiento, que tiene la permanencia del mundo que lo vio nacer. Lo que no puede caer en el olvido es la posibilidad de que siempre renazca, en el mismo sitio o en otro cualquiera, porque vale para todos: esa es la promesa de la república, que "la humanidad no podrá olvidar jamás".

A este universalismo kantiano se opone, sin embargo, un argumento que dice aproximadamente lo siguiente: la república, la democracia, están bien para sociedades más maduras y cultas; la dictadura es inevitable en las menos avanzadas ¿"Seremos capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una república"?, se preguntaba el mismo Bolívar; "Las instituciones perfectamente representativas no son adecua-das a nuestro carácter, costumbres y luces actuales", agrega. Y refuerza la idea recurriendo a Montesquieu: "¿No dice El espíritu de las leyes que

3 Kant. Ideas para una historia universal en clave cosmopolita.

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éstas deben ser propias para el pueblo que se hacen?". Bolívar veía la definición del régimen político asociada al problema de la "identidad", como hoy lo llamaríamos: no somos europeos ni indios, "somos un pe-queño género humano aparte", escribe en Carta de Jamaica.

A la independencia latinoamericana se la suele caracterizar por defecto: es la revolución huérfana de "padres fundadores", la que no termina de secularizar el Estado y conjurar las huellas de la sociedad estamental, la que entraba su modernización, etc. En efecto, es una re-volución carente de "padres". Inventó, en cambio, una madre adoptiva: "Con el estandarte de la virgen salimos a la conquista de la libertad" (Martí). Sus próceres y héroes lo que deseaban ante todo era autonomía: se distinguieron por su coraje más que por la daridad de sus ideas. La duda que manifiesta el propio Bolívar parece confirmar que el ideal republicano, por más gravitante que haya sido, no llegó a suplantar la lógica propiamente política y la pulsión libertaria, que es primordial, no está subordinada a ideas.

Volviendo, entonces, a la cuestión inicial: ¿Qué tiene que ver Caillois con los Pasajes y con el Bicentenario? Respondemos, provisoriamente: el pasaje mayor, el gran punto de encuentro entre Europa y América en el siglo xIx, es la república, el referente que enlaza dos siglos, dos continentes, dos mundos.

El estatuto de la fundación

El comienzo de un nuevo orden, un Estado, una "ley fundamental", incluso una nueva teoría científica, no posee el mismo carácter de lo que funda. Un acta o proclamación de Independencia tiene un significado performativo en el sentido que revoca el orden existente y proclama otro en su reemplazo. Este acto es forzosamente ilegítimo, arbitrario y jurídicamente nulo; arbitrario, por lo menos en el sentido que nace del arbitrio, de una decisión de la voluntad. El acto fundacional, en efecto, no tiene fundamento en el orden que instaura, menos aún en el que deroga: él mismo es su propio sostén, es causa de sí, causa sui, como el Dios de la teología. "Todo comienzo plantea un problema delicado, escribe Caillois. Está claro que rompe un equilibrio, que introduce un elemento nuevo que debe integrarse al orden del mundo...Por eso se

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considera peligroso el primer término de toda serie. Nadie se atreve a apropiárselo para el uso común. Pertenece de derecho a lo divino: está consagrado por el solo hecho de ser el primero, de inaugurar un nuevo orden de cosas"4.

Iniciar una nueva Ley, entonces, solo es posible de modo "ilegal", poniendo la Ley fuera de la ley: la fundación de Estados tiene este signo forzosamente arbitrario. Justamente por ser el origen de la normalidad jurídica, el acto fundador, digamos el Acta de Independencia, escapa de la obligación que impera en esa normalidad y se desembaraza del vínculo con ella.

En su Teología política, Carl Schmitt define el soberano precisamente como aquel "que decide sobre el estado de excepción". La soberanía de algún modo está presente en el ordenamiento existente, pero se define como el poder de decidir, llegado el caso, la revocación del régimen que la contiene. En otras palabras, la decisión, el acto soberano, no está determinado jurídicamente, no pertenece al orden del derecho. El poder soberano se sitúa fuera de la normatividad del orden jurídico, pero es el poder de decidir acerca de esta normalidad, sobre la suspensión de su validez, de modo que indirectamente, la normatividad existente lo condiciona y hace posible.

Caillois, al afirmar que el inicio "pertenece a lo divino" y "está consagrado por el solo hecho de ser primero", se refiere al carácter irreductiblemente diferencial del comienzo; no está pensando en la des-acralización del poder en la república, pues sostiene que la fundación tiene carácter "divino" y está consagrada por ser principio, no por el significado, carácter o contenido ideológico que se le asigne al poder. La palabra principio viene de "príncipe", es quien principia o inicia: da cuenta de sí ante sí mismo.

Los constituyentes de 1810 están frente a lo que Caillois llama un "problema delicado": no pueden reconocer al regente impuesto por Napoleón ni pueden aún declararse "independientes". Prefieren decla-rarse leales súbditos del Rey, mientras ejercen de hecho una suerte de soberanía sin soberano, por procuración. Ya no hay soberano rey ni hay aún propiamente soberanía popular. ¿Cómo resolver este dilema: ser monárquico sin monarca y ser autonomista sin declararse independien-

4 Roger Caillois. El hombre y lo sagrado. Fondo de Cultura, México, 1942, p. 24.

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tes? En otras palabras: ¿Cómo legitimar en derecho un acto que por su misma naturaleza subvierte el orden del derecho? En rigor lo que hay es un gobierno auto-convocado y auto-designado, que suplanta una monarquía sin monarca; no puede decir que suplanta a la monarquía ni declararse independiente de ella.

La Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 no estuvo exenta de esta dificultad. Comienza diciendo: "los representantes del pueblo fran-cés, constituidos en Asamblea Nacional, etcétera", Derrida se pregunta: "¿Quién es el 'pueblo francés'?". "¿Quiénes son sus representantes?". ¿A título de qué representan lo que pretenden? De hecho son súbditos del Rey, pero ellos pretenden representar la soberanía real, una más real que la del Rey. ¿Con qué derecho?

Estado-nación, Estado-ficción

En Defensa de la república, el artículo antes citado de Caillois, no hallamos mayor orientación sobre el problema de la fundación. Sí, en cambio, en Medusa y Cía donde las ideas de Caillois sobre el fenómeno mimético, la analogía y el poder de las metáforas, son ilustrativas al respecto. Allí afirma: "Si he insistido sobre el caso de las mariposas polimorfas que imitan de modo sorprendente diversos modelos... es para intentar es-tablecer que existe en el mundo de los vivientes una ley de ficción pura, un adiestramiento para hacerse pasar por otro, claramente atestiguado y que ni por asomo es reductible a ninguna necesidad biológica que derive de la rivalidad de las especies o de la selección natural. El mecanismo sigue siendo sin duda enigmático"5. El subtítulo del libro es suficiente-mente expresivo: Pintura, camuflaje, disfraz y fascinación en la naturaleza y en el hombre.

Retengamos tres puntos: 1) La "ley de ficción pura" y la destreza de "hacerse pasar por otro" valen también en los asuntos humanos, 2) Esta "ley" no responde a una regla biológica o de selección natural y 3) Permanece "enigmática".

Roger Caillois. Medusa y Cía. Pintura, camuflaje, disfraz y fascinación en la naturaleza y en el hombre. Seix Barral, Madrid, 1978, p. 92.

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En sus reflexiones sobre el Horno ludens de Huizinga, Caillois señala la simulación, el simulacro, como uno de los cuatro elementos consti-tuyentes del juego. Huizinga afirma que el juego, aunque no tiene un fin utilitario, genera cultura, es una fuente de la civilización. Habría una suerte de "astucia de la razón", pues, siendo el juego originalmente por mor de sí mismo, produce efectos de realidad no buscados ni deseados. En el principio era el juego, el símil.

Cabe entonces preguntar, en relación a la cuestión de la fundación del Estado-nación, si no respondió éste a necesidades estratégicas. El Estado-nación, inicialmente, fue una suerte de disfraz, una máscara o camuflaje, destinado a hacer creer que había Estado donde lo que había era el vacío dejado por la evicción del Estado imperial. Era preciso hacer pasar por Estado lo que aún no era más que un proyecto, inscrito en una política de auto-afirmación y reconocimiento: una "ley de ficción", diría Caillois. Las naciones mismas tuvieron un carácter ficticio; el lenguaje político recurrió a menudo a unas inestables y problemáticas identidades nacionales antes de constituirse las naciones en el sentido moderno; otro tanto ocurrió, por lo demás, en Europa, donde la afirmación nacional fue una forma de oposición al absolutismo. Las comunidades imaginadas de Benedict Anderson no tienen por referente solo a América Latina; también a ella, por cierto6. Pero los países nacidos en el siglo xix recurrieron al Estado-nación como a un baluarte contra el despotismo: era la formación política que se había impuesto en el mundo desde fines del siglo XVIII, y constituía un aval, una suerte de bastión contra la no reciprocidad, el no reconocimiento, en suma, contra la inexistencia política. La eficacia de las proclamas de "independencia", depende del reconocimiento que la nación obtenga como Estado de parte de los demás Estados: ese recono-cimiento es su correlato, su certificado de admisibilidad7.

Los relatos nacionales están hechos de medias verdades, de omisiones y hasta de falsedades y, no obstante, es necesario tener alguno; desde luego, contribuyen a la formación de la nacionalidad misma, son parte de ella: son su componente imaginario, su poder simbólico. El Estado-

Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Fondo de Cultura, México, 2006. Hans Kelsen sostiene que una entidad política es Estado cuando es reconocida por

los demás Estados. En Reine Rechtlehre. Viena, 1960, pp. 321ss. (Teoría pura del derecho. Eudeba, Buenos Aires, 1965).

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nación es originalmente un Estado-ficción, que produjo efectos de rea-lidad. Dejemos que sea el propio Caillois quien nos ilustre al respecto: "los simulacros son engendrados por el fervor mismo de su esperanza... el sueño es garantía del porvenir al mismo tiempo que aparece como recompensa del mérito y el sacrificio... La revelación surgida del sueño es una duplicación que precede a lo real y lo encadena. Lo fija tal como deberá tener lugar".

En síntesis

Asociamos el nombre de Caillois con los pasajes y con la república por-que su triple paso transoceánico, escritural e idiomático, desde Francia a la Argentina, es una experiencia de extrañamiento y entrañamiento. Contrastamos este doble efecto del exilio y la profundización del propio mundo, con la figura kantiana de la "mente ampliada", que es un ejer-cicio de la imaginación, un desdoblamiento de la conciencia al adoptar el punto de vista del otro. El mundo ampliado resulta del pasaje, o sea, del ensanchamiento del propio mundo con un mundo adoptivo, a través del acceso al mundo del otro.

La relación con la república se establece a través de tres instancias: el artículo sobre Defensa de la república (1940); el carácter "divino" que Caillois atribuye a los momentos fundacionales, asociado con la Teología política de Schmitt. Finalmente, a partir de su teoría de la ficción y del "juego", se propone una tesis sobre el Estado-nación como Estado-ficción: las comunidades nacionales son de carácter imaginario (Anderson); pero el Estado-nación mismo, es Estado-ficción, en tanto comienza como una apuesta por el reconocimiento y la reciprocidad.

R. Caillois, Imágenes, imágenes. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1970, p. 64.

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