fría, sucia y pálida - carlos guardiola

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Fría, sucia y pálida Se acercaba Octubre y la noche se presentaba fresca y húmeda. Los truenos sonaban lejanos, pero la lluvia ya había comenzado. Pequeñas gotas tímidas que se adelantaban a sus compañeras eran las responsable de hacer que el olor de la tierra y hierba recién mojada hiciese que mis sentidos experimentasen una sensación cercana al éxtasis. Mientras me deleitaba con este placer, ajeno a lo que sucedía en las calles, ignoré que la intensidad de la lluvia se hacía cada vez más presente. A los pocos minutos reparé que la tormenta estaba sobre la zona. El lago y las laderas hacían que cada gota que cayese sonase amplificada por las paredes y por generar otras muchas pequeñas gotitas al entrar en contacto con el agua. La soledad del lugar, sin vecinos ni comercios ni nada más que una carretera a 3 km de la casa, ayudaba a generar esa sensación tan especial. Recuerdo cuando era pequeño y pasaba gran parte de la tarde gritándole a la montaña. Me gustaba contar el escaso tiempo en que tardaba en contestarme con mi misma voz. Pensé en aquellos tiempos pero, excluyendo el recuerdo de hablarle a la montaña y esperar el eco, pocos momentos podía traer a mi memoria. La lluvia siempre tiene un efecto hipnótico. De hecho es lo que comentaba esa misma noche con Ana, mi esposa. Después de cenar estuvimos viendo la televisión, cambiando de canal una y otra vez hasta dar con alguna emisión correcta. Siempre había habido problemas para poder ver la televisión en la casa del campo. Pero aún más ahora, cuando el ayuntamiento de la localidad no había colocado antena repetidora de TDT y nuestra elevada posición dificultaba aún más la recepción. - ¡Ostras, que tonto! - Exclamé. - ¿Qué pasa? Me has asustado - preguntó Ana inmediatamente. - Nada, perdón. Que no había reparado en la lluvia. Si normalmente es difícil poder ver bien la televisión aquí, mucho más con esta tormenta. Después de buscar alguna alternativa para pasar el tiempo, me dijo que se iba a dormir, que si subía con ella a la habitación. Le dije que no, estaba cansado pero prefería disfrutar un poco más del silencio de la casa y de la lluvia, una mezcla realmente exquisita. Tras unos minutos de la sinfonía de la tormenta mis párpados comenzaron a cerrarse y mientras seguía notando cómo me invadía la paz. Era temprano y los primeros rayos de sol despuntaban la cima de la ladera y rebotaban en el lago. El frío y humedad se habían colado por mis huesos y notaba las articulaciones ligeramente doloridas. La lluvia había cesado, las nubes habían avanzado con la tormenta hacia el Este, sólo se podía apreciar a la borrasca en el horizonte. Normalmente acostumbraba a salir y tomar el fresco justo antes de prepararme el desayuno. Ni un solo ruido. Tranquilidad absoluta. Abrí la puerta corredera del salón que daba al jardín y respiré hondo. Qué sensación más gratificante. Aún bucólico, estaba observando cómo el agua que había caído esa misma noche, resbalaba por los pétalos de las flores del jardín.

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Pequeño relato de misterio.

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Fría, sucia y pálida

Se acercaba Octubre y la noche se presentaba fresca y húmeda. Los truenos sonaban lejanos,

pero la lluvia ya había comenzado. Pequeñas gotas tímidas que se adelantaban a sus

compañeras eran las responsable de hacer que el olor de la tierra y hierba recién mojada

hiciese que mis sentidos experimentasen una sensación cercana al éxtasis. Mientras me

deleitaba con este placer, ajeno a lo que sucedía en las calles, ignoré que la intensidad de la

lluvia se hacía cada vez más presente.

A los pocos minutos reparé que la tormenta estaba sobre la zona. El lago y las laderas hacían

que cada gota que cayese sonase amplificada por las paredes y por generar otras muchas

pequeñas gotitas al entrar en contacto con el agua. La soledad del lugar, sin vecinos ni

comercios ni nada más que una carretera a 3 km de la casa, ayudaba a generar esa sensación

tan especial. Recuerdo cuando era pequeño y pasaba gran parte de la tarde gritándole a la

montaña. Me gustaba contar el escaso tiempo en que tardaba en contestarme con mi misma

voz. Pensé en aquellos tiempos pero, excluyendo el recuerdo de hablarle a la montaña y

esperar el eco, pocos momentos podía traer a mi memoria.

La lluvia siempre tiene un efecto hipnótico. De hecho es lo que comentaba esa misma noche

con Ana, mi esposa. Después de cenar estuvimos viendo la televisión, cambiando de canal una

y otra vez hasta dar con alguna emisión correcta. Siempre había habido problemas para poder

ver la televisión en la casa del campo. Pero aún más ahora, cuando el ayuntamiento de la

localidad no había colocado antena repetidora de TDT y nuestra elevada posición dificultaba

aún más la recepción.

- ¡Ostras, que tonto! - Exclamé.

- ¿Qué pasa? Me has asustado - preguntó Ana inmediatamente.

- Nada, perdón. Que no había reparado en la lluvia. Si normalmente es difícil poder ver bien la

televisión aquí, mucho más con esta tormenta.

Después de buscar alguna alternativa para pasar el tiempo, me dijo que se iba a dormir, que si

subía con ella a la habitación. Le dije que no, estaba cansado pero prefería disfrutar un poco

más del silencio de la casa y de la lluvia, una mezcla realmente exquisita.

Tras unos minutos de la sinfonía de la tormenta mis párpados comenzaron a cerrarse y

mientras seguía notando cómo me invadía la paz.

Era temprano y los primeros rayos de sol despuntaban la cima de la ladera y rebotaban en el

lago. El frío y humedad se habían colado por mis huesos y notaba las articulaciones

ligeramente doloridas. La lluvia había cesado, las nubes habían avanzado con la tormenta hacia

el Este, sólo se podía apreciar a la borrasca en el horizonte.

Normalmente acostumbraba a salir y tomar el fresco justo antes de prepararme el desayuno.

Ni un solo ruido. Tranquilidad absoluta. Abrí la puerta corredera del salón que daba al jardín y

respiré hondo. Qué sensación más gratificante. Aún bucólico, estaba observando cómo el agua

que había caído esa misma noche, resbalaba por los pétalos de las flores del jardín.

Contemplaba cómo los charcos formaban graciosas figuras rodeando a las plantas y dejando

únicamente visibles unas pequeñas islas de donde se erigían los tallos. Los silbidos de los

pájaros aún eran escasos. La mayoría estarían aún refugiados y confusos por la tormenta.

De pronto, algo hizo que dejase de contemplar aquella estampa: La puerta de la calle había

dado un enorme portazo. Una extraña sensación recorrió mi cuerpo. Reaccioné y, corriendo,

entré en la casa y fui hacia el hall para mirar. ¿Quién había entrado? La única persona que

tiene otra llave, por si hay alguna emergencia, es mi hermana. Pero ¿ a estas horas, sin avisar

y sin hacer ruido?

-¿Hola? - la palabra salió con dificultad de mi garganta. La situación era algo tensa y además

era lo primero que pronunciaba. Así que, después de aclarar la garganta volví a preguntar-

¿Hay alguien ahí?

Obviamente no esperaba ninguna respuesta, y mejor que fuese así. Di una vuelta por la planta

baja mirando en el baño, la cocina y el salón. Obviamente habría sido cualquier otra cosa y

pensaría que fue la puerta. Para terminar de asegurarme subí a la planta de arriba donde

estaba el despacho de Ana, una habitación que usábamos como trastero y nuestro dormitorio.

Examiné las tres habitaciones en ese mismo orden hasta que llegué a la última y me sorprendí.

No conseguía encajar lo que veía. Ana no estaba, es más: la habitación estaba recogida y la

cama hecha. Miré el reloj pensando que había dormido más de la cuenta y que mi apreciación

del amanecer no era más que un día nublado. Las 7:14 a.m. No lo comprendía. Mi cabeza iba a

cien por hora en ese instante. Algo me decía que si miraba en los armarios encontraría menos

ropa de lo habitual. Así fue, Ana había recogido sus cosas. Mi reacción fue ir corriendo hacia la

entrada principal y abrir la puerta para ver a dónde se había marchado tan temprano y con

tanta prisa. Mientras bajaba seguía sin poder entender qué había pasado y a dónde se iba Ana.

Intenté hacer memoria si había dicho o hecho algo que pudiese haberla hecho enojar una vez

más. Nuestra relación no pasaba por sus mejores momentos, pero ¿tan mal estaba como para

marcharse sin decir nada? Entre semana, viajaba continuamente por asuntos de negocios (era

la secretaria de un importante bufete de la ciudad). Pero hoy era domingo: las 7:14 de un

domingo lluvioso. ¿A dónde se había ido?

Abrí la puerta y no vi nada. Nuestro coche seguía allí aparcado. Parado en el quicio de la puerta

continué preguntándome un sin fin de cosas. Suelo ser una persona muy alarmista, pero

pensaba que esta situación lo merecía. El suelo estaba embarrado y no había marcas de

neumáticos recientes. De modo que tampoco la habían recogido en coche. Seguí observando y

vi marcas y señales en el arenoso fango. Pero las huellas de dirigían hacia la ladera.

Entré me puse las botas primeras botas que encontré. Eran mías, pero las antiguas. No sabía

dónde estaban las botas buenas. Pero no había tiempo para ponerse a buscarlas. Cogí el

teléfono móvil y las llaves. ¿Dónde cojones se había metido esta mujer? ¿Por qué había

recogido sus cosas y había ido hacia la montaña?

Cada vez más, mi cabeza de alarmista iba creando situaciones escabrosas, a cada cual peor.

Pero esta vez todo era diferente. Se había tenido que ir a pie hacia la montaña. ¿Por qué?

¿Para qué? Si hubiese ido a dar un paseo vespertino no me habría alarmado pero ¿se iba a

pasear con las maletas hechas? No encajaba nada.

Seguí las huellas y las extrañas marcas que supuse que serían de haber arrastrado las maletas,

pero de ser así estarían llenas de barro y Ana es muy cuidadosa con esas cosas. Me mantuve

en silencio por si la oía tararear. Ana siempre estaba tarareando. No sabía guardar silencio. Por

eso disfruté tanto la noche anterior de la tranquilidad de la lluvia.

Estuve intentando andar por el dificultoso fango. No estaba acostumbrado a ejercitarme

mucho. Mi trabajo consistía en realizar cálculos matemáticos que avalasen a obras de

ingeniería. Pero ya ni eso. Me había ido de la empresa por motivos personales: necesitaba el

descanso.

Después de seguir las marcas que había dejado Ana en el lodo me di cuenta que se adentraban

en un pequeño bosque que hay justo entre una de las laderas y la orilla del lago. Perdí el

equilibrio. Me mareé por hiperventilación. ¿Qué cojones había hecho Ana metiéndose ahí? Si

faltaba coherencia en la historia, esto hizo que me enervara aún más. La cabeza me echaba

humo y notaba como el corazón iba a salirse entre las costillas. Las piernas me fallaron y caí de

espaldas sobre el barro.

Qué extraña sensación. La ansiedad y el pánico se apoderaron de mí cuando contemplé, como

si de una fugaz proyección se tratase, cómo en mis retinas aparecía la imagen de mi mujer

empapada y protegiéndose de un agresor. ¿Sería eso verdad? ¿habría tenido una breve

revelación? esperaba que no. Pero por supuesto que le di toda la importancia del mundo.

Me costó despegar la espalda de aquel pringoso y denso cenagal en el que se había convertido

el terreno. Me puse de pie y reemprendí la búsqueda. Esta vez gritando su nombre.

- ¿Ana?- Gritaba con el aliento entrecortado.

- ¿Ana?- me contestaba la montaña, como burlándose de mí.

- No estoy para jueguecitos - escupí entre dientes queriendo que se oyese para que me

escuchase mi gran y antigua amiga caliza, pero lo suficientemente bajo para que no generase

ningún eco audible.

-¿Ana, dónde estás? Me tienes preocupado. ¡Dime algo! - Si algo había aprendido durante

todos estos años era que la montaña era incapaz de repetir frases largas y me las contestaba

como un amasijo de sonidos envueltos y revueltos entre sí.

- A...donde....ás? &%·$ sdvooooo. idsf agoooooo!

Silencio. Ana no contestaba. Me adentraba entre los primeros pinos del bosque cuando volvió

a pasar. Esta vez fue mucho más intenso. Un repentino flash penetró mi cabeza y con él la

imagen de Ana llorando y empapada en sangre y barro mientras pedía, por favor, que la

dejasen en paz. Al terminar esta segunda visión mi cuerpo se retorció de dolor y comencé a

vomitar. Me estaba encontrando mal, muy mal. Me agarré a un árbol y anduve como pude,

entre arcadas y resbalones hasta que fui encontrándome mejor. ¿Qué coño era aquello que

me penetraba en la cabeza y me mostraba aquella macabra visión? ¿Era Ana pidiéndome

ayuda?

Es cierto que mi mujer y yo teníamos una gran complicidad en los pensamientos y a veces

habíamos realizado juegos telepáticos con asombrosos resultados. Pero, ¿qué era aquello? y

¡por Dios! ojalá no fuese real.

Seguí buscando las huellas, que se debilitaban y se hacían más difusas entre los árboles. Eran

unos pinos muy altos y la lluvia no había empapado lo suficiente el terreno para borrar las

huellas anteriores. Pero aún eran visibles las marcas más recientes. Llevaban hacia la pequeña

cueva en la que me escondía cuando era niño. Se la mostré una única vez a mi mujer, por

aquel entonces novia, y dudo mucho que se acordase del camino y aún más de su existencia.

Uno de sus grandes defectos era lo olvidadiza que podía llegar a ser. A veces pienso que

conozco mejor su infancia que ella misma.

Un par de pasos más hacia adelante me di cuenta que un bulto extraño estaba oculto tras un

matorral: era su maleta con la ropa, abierta y empapada. Todo sucio y marrón. ¿Pero qué

demonios? Pensé que me estaba volviendo loco. Ojalá después de pellizcarme hubiese

despertado. Si había escuchado el portazo hacía sólo un rato y las maletas parecía que

hubiesen pasado allí la noche, abiertas, esperando a ser sepultadas por la mugre, fango y

ramas. Nada, absolutamente nada, tenía sentido en mi cabeza.

De pronto, otra imagen. Unas piedra ensangrentada y un cuerpo inerte.

- No puede ser, no puede ser, no puede ser ... - iba repitiendo cada vez aumentando más la

intensidad- ¡JODER!- grité

- ¡...eeeEEEEEr!- Se escuchó ligeramente a la montaña en el lago.

Me faltaba el aire, mis zancadas en el barro eran tan rápidas como torpes. Me dirigía a la

cueva, el único camino al que llevaba ese bosque.

Me detuve en seco. No podía ser verdad. Era ella. Era Ana, llena de barro, con lo que parecía

su pijama, descalza e inerte en el suelo. Fui corriendo más aún hacia ella, tropecé y caí dos

veces. Pero como si nada hubiese pasado seguía avanzando con las manos y piernas.

La rodeé en entre mis brazos y la zarandeaba esperando que despertase y me diese alguna

explicación para aquella incesante y demencial locura. Lo único que obtuve a cambio fue una

pequeña señal de vida. Murmuraba algo inteligible, sollozos y balbuceos de una moribunda.

Los pelos, empapados y endurecidos por el barro, entorpecían su rostro. Los aparté y pude

verla mejor. Fría, sucia y pálida. Una enorme brecha abría su cabeza de lado a lado. Ya no

pensaba en el sinsentido de todo aquello, sino en que de verdad eso era un sueño. No podía

parar de gritar y lamentarme con Ana en mi pecho, rodeada y protegida (a destiempo) por mis

brazos.

Me levanté y la aupé con cuidado, esperando no debilitar la pequeña cantidad de vida que

había en ella. Iluso de mí.

Volvía corriendo con ella abrazada en mi torso cuando observé que las huellas que había ido

siguiendo eran las de mis botas buenas, las que no encontraba antes de salir. Lo supe porque

tenían una gran inscripción con la marca en la suela y las botas me las compré en una pequeña

tienda en Polonia, la última vez que tuve que ir a la conferencia de una exposición en la cual

había hecho los cálculos para uno de los proyectos. No era una marca conocida y por lo tanto,

tenían que ser mis botas.

Mientras seguía avanzando no podía parar de pensar qué hacer. Estaba llegando a la casa.

Como de costumbre, otra vez se me había olvidado cerrar la puerta. Pero eso ahora no

importaba. Sólo quería ponerle un trapo y hacer presión lo mejor y más rápido posible para

llevarla al hospital más cercano . Entré aparatosamente por la puerta, golpeando con las

piernas de Ana un reloj de pared, que éste, a su vez, golpeó la escopeta de caza que estaba

apoyada contra él, dejándola caer al suelo. Coloqué a Ana en las escaleras mientras entré a la

cocina en busca de un trapo para ponérselo en la cabeza. Busqué por toda la cocina y no

encontré ningún puto paño lo suficientemente grande como para poder hacer presión en su

cabeza. Salí de la cocina y fui al baño. Teníamos una ducha en el baño de abajo, así que

inmediatamente fui a por la toalla que guardábamos allí. Totalmente seca. Solíamos ducharnos

en el baño de arriba, el de abajo era para invitados o para alguna urgencia. Éste era el caso. Me

aclaré los brazos y la cara para no infectar nada, abrí el botiquín y empapé la toalla limpia en

alcohol. Enseguida las manos empezaron a escocerme. Salí del baño con la sensación de que

me ardían los nudillos, no podía parar de mirarlos: rojos y desgastados. Me había caído varias

veces esa mañana, me tenía que haber golpeado bien fuerte.

Di cuatro pasos, dejando atrás la puerta del cuarto de baño y situándome en el hall, donde

había dejado a Ana, mi pobre y malherida Ana.

Mientras levantaba la cabeza todo se nubló en mi vista. No veía nada y pronto, dos grandes

estallidos seguidos resonaron en toda la casa. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Ana me

había vaciado la escopeta en el pecho. Dejó caer el arma mientras mi cuerpo se desmoronaba

hacia el suelo, sin fuerzas. Entonces lo entendí todo: las botas polacas llenas de barro en el

sofá, el bote de pastillas de clozapina (pastillas para tratar la esquizofrenia) abierto y vaciado

sobre la mesa, la botella de vino vacía, aquellos desagradables flashes, mis nudillos... mis...

mis... mis pensamientos se fueron desvaneciendo con el aliento. Sentía como todo se nublaba

y como no podía dejar de sentir el dolor. Ya no veía nada y mi cabeza sólo podía pensar en lo

que había hecho. ¿Cómo había sido capaz? Pobre y desvalido loco. Sentía como escapaba de

mí hasta la última gota de vida, cómo la sangre que calentaba mi cuerpo se vertía sobre la

madera del suelo, dejándome frío, sucio y pálido.

Primero, la oscuridad. Después, una leve brisa y un intenso portazo en el hall.