feuchtwanger lion trilogia flavio josefo 03 el dia llegara (1)

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  • Lion Feuchtwanger

    El da llegar

    Traducido del alemn por Cristina Garca Ohlrich

    Diseo de cubierta: Mario Muchnik

    En cubierta: San Jorge abatiendo al dragn (detalle, 1622), de Monsu Desiderio.

    Galerie Harrach, castillo de Rohrau, Austria.

    La triloga de Flavio Josefo est compuesta de las siguientes novelas:

    La guerra de los judos

    Los hijos

    El da llegar

    No se permite la reproduccin total o

    parcial de este libro, ni su incorporacin a un sistema informtico, ni su transmisin en cualquier forma o por cualquier medio,

    sea ste electrnico, mecnico, reprogrfico, gramofnico u otro, sin el permiso previo y por

    escrito de los titulares del COPYRIGHT: 1968 by Marta Feuchtwanger de la traduccin: Cristina

    Garca Ohlrich 1995 by Grupo Anaya, S. A., Anaya & Mario Muchnik, Juan Ignacio Luca de

    Tena, 15, 28027 Madrid.

    ISBN: 84-7979-102-0 Depsito legal: B. 12.059 - 1995

    Ttulo original: Der Tag wird kommen

    Esta edicin de El da llegar, al cuidado de Ricardo di Fonzo con la colaboracin de Carlos lvarez,

    Jos Luis de Hijes, Miguel Lpez,Sonia de San Simn y Marta Torres compuesta en tipos Times de 12,5 puntos en el ordenador de la editorial se termin de imprimir y encuadernar en los talleres de

    Romany/Valls, S. A., Verdaguer, 1, 08786 Capellades (Barcelona) el 3 de marzo de 1995.

    Impreso en Espaa Printed in Spain

  • Bajo el desptico rgimen del ltimo emperador Flavio, el ambicioso Domiciano, el

    historiador Flavio Josefo se ve inmerso en nuevos conflictos. Josef, el judo, que un da se sintiera llamado a proclamar el ascenso de los Flavios y a erigirse en mediador entre Roma y Judea, regresa a la tierra de sus padres, Palestina; tras ver cmo su hijo Matas sucumbe a las prfidas maquinaciones del emperador. Este hombre experimentado, que parece haber culminado ya su carrera, vive ajeno a la vida poltica. Pero al volverse a inflamar el movimiento libertario judo, nunca del todo sofocado, que se alza contra la odiada dominacin romana, el ambiguo, el escurridizo, el traidor se ve arrastrado como lo fuera al comienzo de su carrera. Antes de que pueda hacerse valer, sin embargo, su extraa y extraordinaria vida se apaga al borde de una calzada.

    Despus de La guerra de los judos y Los hijos, sta es la tercera parte de la triloga

    monumental que el gran novelista alemn Lion Feuchtwanger dedic a la vida del historiador judeo-romano Flavio Josefo. Feuchtwanger intuy, en la fabulosa historia individual y colectiva de esa poca, una gran oportunidad para un escritor comprometido, contemporneo de Hitler. sa y no otra era la preocupacin central de su quehacer literario. Y, fascinado por las figuras que podramos decir pertenecen ms a la mitologa que a la historia de Occidente, Feuchtwanger construye una saga caleidoscpica en la que insufla, junto con los elementos ms apasionantes de toda buena trama novelstica, la descripcin verosmil de una poca histrica que, as, cobra vida en la imaginacin del lector; y, con ello, no lo olvida, no: un mensaje dirigido especficamente al pblico de este siglo, atormentado por fenmenos sociales, polticos y militares singularmente afines a los de veinte siglos atrs.

    Lion Feuchtwanger, nacido en 1884, es

    probablemente el gran maestro de la novela histrica. Participa de cerca en los hechos de 1918 en Berln "a la sombra de los jefes de la revolucin" y se entera, durante una gira por Estados Unidos en 1933, que los nazis le han quitado su ciudadana y su doctorado y han prohibido todos sus libros. Refugiado en Francia funda, junto con Brecht y Bredel, Das Wort, la revista antinazi ms importante de los exiliados alemanes. Arrestado por el gobierno de Vichy, logra escapar de la Gestapo y llega por fin a Estados Unidos en 1941, donde Muere en 1958.

  • El da llegar

    n d i c e

    Domiciano Josef

  • LIBRO PRIMERO

    DOMICIANO

    Captulo Primero

    No, lo que Josef acaba de escribir no podr dejarlo como est. De nuevo relee sus frases sobre Sal, el rey de los hebreos, cmo aqul, aunque se le haba anunciado que encontrara la muerte y causara la destruccin de los suyos, parti decidido a luchar. "Eso hizo Sal", ha escrito, "demostrando con ello que los que aspiran a la gloria eterna han de actuar de igual modo". No, no deben actuar de igual modo. Precisamente ahora no debera escribir algo as. Durante esas ltimas dcadas, desde que fueron destruidos su Estado y su Templo, sus compatriotas muestran continuamente cierta inclinacin a lanzarse a una nueva e insensata revuelta. Esa asociacin secreta que desea acelerar su advenimiento, los "Fanticos del da", ganan cada vez ms adeptos e influencia. Josef no debe espolear an ms con su libro su insensato arrojo. Por mucho que lo atraiga el sombro valor del rey Sal debe atenerse a la razn, no a sus sentimientos; no debe presentar a ese rey ante sus judos como un hroe digno de ser imitado.

    Flavio Josefo, caballero de la segunda nobleza romana, el gran escritor cuyo busto honorfico figura en la biblioteca del Templo de la Paz, o, mejor dicho, el doctor Josef ben Matatas, sacerdote de primera categora, oriundo de Jerusaln, deja su estilete sobre la mesa, camina de un lado a otro y acaba por sentarse en un rincn de su despacho. Permanece sentado en la penumbra; la lmpara de aceite apenas ilumina el escritorio sobre el que reposan un par de libros, algunos rollos y la escribana de oro que le regalara el difunto emperador Tito. Tiembla de fro pues no hay fuego que venza la glida humedad de aquel temprano diciembre, y, absortos, sus ojos se quedan prendidos del dorado fulgor mate.

    Qu extrao que haya escrito esas frases entusiastas sobre el insensato valor de Sal. De nuevo va a dejarse llevar por la pasin? Es cierto que an no se quiere sensato ese corazn suyo cuando frisa los cincuenta, y que an no se ha aquietado en la sosegada contemplacin ahora que slo tomar la palabra para su gran libro?

    Al menos cada vez se percata ms cuando se le va el estilete o la pluma. Se ha forjado a pulso la imparcialidad que requiere su gran obra, su Historia Universal del pueblo judo. Ha

  • renunciado al ajetreo, no siente nostalgia de la bulliciosa vida que llev. En su da se lanz con ardiente fervor a la gran guerra de su pueblo, particip en ella, en el bando de los judos y en el de los romanos, como poltico y como soldado. Ha podido analizar las circunstancias de esa guerra mejor que la mayor parte de sus contemporneos. Ha vivido los grandes acontecimientos muy cerca del primer emperador Flavio y del segundo, como agresor y agredido, como romano, judo y ciudadano del mundo. Al fin y al cabo, ha escrito la historia clsica de esa guerra juda. Se le aclam como a pocos, y fue humillado y denostado como pocos. Ahora est cansado de los xitos y de las derrotas, todo ese trajn se le figura vacuo, ha reconocido que su fuerza y su tarea radican en la contemplacin. Dios y el hombre no le han encomendado que haga historia, sino que ordene y conserve la historia de su pueblo; que escudrie su sentido y exponga a la luz a sus protagonistas como advertencia y como acicate. Para eso est all, y eso le satisface.

    Est satisfecho? Esa hermosa y poco razonable frase sobre el rey Sal no lo atestigua. Ronda ya los cincuenta y an no ha encontrado la ansiada ecuanimidad.

    Ha tratado de hacerse con ella por todos los medios. No se ha dejado distraer de su obra por ninguna ambicin de xito externo. Durante esos cuatro aos no ha ocurrido en su vida nada notable. Vespasiano y Tito le tuvieron afecto, pero no movi ni un dedo por acercarse al que hoy es emperador, al receloso Domiciano. No, en este silencioso y retirado Josef de los ltimos tiempos no queda nada del de antes, tan apasionado e inquieto.

    Las frases sobre el oscuro valor del rey Sal que acaba de consignar son bellas y arrebatadoras, y los "Fanticos del da" las leeran entusiasmados. Pero, ay!, precisamente es eso lo que deben hacer. No deben ejercitarse en el entusiasmo, sino en la razn, en la artera paciencia. Deben someterse y no osar levantar por segunda vez, y en vano, sus armas contra Roma.

    Por qu le han venido a la pluma precisamente hoy las bellas y malditas frases sobre el rey Sal? Lo supo en el mismo instante de escribirlas; no quiso reconocerlo, pero ahora no puede ocultrselo por ms tiempo. Ha ocurrido porque ayer se encontr con Pablo, su hijo, el adolescente, el hijo de la mujer de la que se ha divorciado. Josef no quiso registrar ese encuentro, no quiso admitir que el joven con quien se cruz a caballo era su Pablo. No quiso mirarlo mientras se alejaba, pero su corazn se haba sobresaltado, y supo que era l.

    El hombre sentado en la penumbra profiere un leve gemido. Cunto luch en su da por aquel hijo suyo, Pablo, el medio extranjero, el hijo de la griega; con cunta culpa carg por su causa. El joven, en cambio, ha borrado todo lo que l trat de inculcarle con aquella tmida insistencia, y ahora slo siente desprecio por l, el padre, el judo. Josef piensa en la hora terrible en que tuvo que someterse al yugo del vencedor, cruzar bajo el arco de Tito; piensa cmo se le apareci entonces, por una fraccin de segundo, la cara de su hijo Pablo. Jams la olvidar; entre los miles de rostros desdeosos de aquella oscura hora se le ha grabado en el corazn esa cara plida y cetrina, delgada, hostil. No es sino el recuerdo de esa cara lo que guiaba su pluma cuando escribi esas frases sobre el rey judo Sal.

    Pues, ay, cun fcil es lanzarse al combate, aunque traiga la derrota segura, comparado con lo que tuvo que aceptar entonces! Qu humillacin, qu dolor inflige al corazn tener que mostrar admiracin por el insolente vencedor sabiendo que esa humillacin es el nico servicio que cabe ya rendir al propio pueblo!

    Ms adelante, en cien o en mil aos, lo reconocern. Pero ahora, en este nueve de

  • kislev del ao 3847 de la creacin del mundo, le consuela bien poco pensar que los que le sucedern admirarn su gesto. En sus odos no resuena el eco de esa fama, en su corazn no queda ms que el recuerdo de aquel gritero de cien mil bocas: "Miserable, traidor, perro", y, sobre ellos, la voz inaudible, y, sin embargo, ms alta que las otras, de su hijo Pablo: "Mi padre, el miserable; mi padre, el perro."

    Porque quera defenderse de esa voz, por eso ha escrito las frases sobre el oscuro valor de Sal. Dulce, embriagador fue escribirlas. Dulce y embriagador dejarse llevar por su valor, sin pensar. Resulta diablicamente difcil, y paralizador, permanecer sordo a la tentacin y no or ms que la queda y nunca arrebatada voz de la razn.

    El hombre, que no es un anciano, sigue all, y la estancia en penumbra a excepcin del escritorio iluminado por el candil est llena de los hechos no consumados que anhela. Pues el sosiego del que se jacta, la paz de la que disfruta aislado en medio de esa Roma ruidosa, bulliciosa, pletrica de acontecimientos, es artificial, forzada, es un engao. Todo l es una herida de amor propio hambriento y ansia de accin. Dar que hablar, el impulso de actuar, eso s vale la pena. Ser capaz de contar la historia del rey Sal de tal modo que los jvenes de su pueblo lo aclamen y se lancen entusiasmados en brazos de la muerte, como antao, cuando l, joven y necio como era, los arrastr con su libro sobre los Macabeos. Eso estara bien. Escribir la historia de Sal y de David, y de los reyes y prncipes macabeos cuya sangre lleva en las venas, de modo que su hijo Pablo piense: mi padre es un hombre y un hroe. Eso estara bien. Y la aquiescencia de su propia razn, la admiracin de las generaciones venideras, no son ms que humo y vanidad.

    No debe pensarlo. Debe ahuyentar las visiones que lo acechan all, en la oscuridad. Llama al criado con una palmada, ordena: Luz! Luz! Que prendan todas las lmparas y velas. Aliviado, siente cmo al iluminarse la estancia vuelve a ser l mismo. Ahora puede seguir los dictados de la razn, su verdadera gua.

    Se sienta de nuevo al escritorio, se obliga a concentrarse. "Para que nadie piense", escribe, "que es mi intencin extremar la alabanza al rey Sal, proseguir ahora con el verdadero objeto de mi relato." Y as lo hace, narrando con objetividad y mesura.

    Llevaba cerca de una hora trabajando cuando el criado le comunic que haba venido a verle un extranjero al que no haba forma de ahuyentar, un tal doctor Justo de Tiberades. En los ltimos aos Josef haba visto a su gran rival literario en escasas ocasiones, y rara vez a solas. Que Justo lo buscara a una hora tan intempestiva no auguraba nada bueno.

    El rostro amarillo grisceo del hombre que en ese momento penetraba en la estancia trayendo consigo el fro y la humedad le pareci a Josef an ms duro, seco y cuajado de surcos de lo que lo recordaba. A duras penas sujetaba la vieja y desgastada cabeza sobre el cuello, espantosamente delgado. Por mucha curiosidad que sintiera por lo que ira a decirle el otro, Josef dirigi mecnicamente la vista hacia el mun de aquel brazo izquierdo que tuvieron que amputarle tras bajarlo Josef de la cruz. Al hacerlo, baj de la cruz a un agudo oponente que con cruel seguridad era capaz de adivinar sus puntos dbiles, a un hombre que Josef siempre haba temido y del que, sin embargo, jams pudo prescindir.

  • Qu deseis, querido Justo? le pregunt sin ambages tras intercambiar un par de frases.

    Quiero daros un consejo perentorio replic Justo. Mirad con quin y de qu hablis en las prximas semanas. Meditad tambin si no habris dicho ltimamente alguna cosa que gentes malintencionadas pudieran interpretar de un modo perjudicial para vos, y en cmo podran neutralizarse tales comentarios. En el crculo ms cercano al emperador hay personas que no os quieren bien, y, al parecer, vos mismo recibs a gente cuya lealtad al Estado es dudosa.

    Acaso no puede uno tener trato con personas pregunt Josef que disfrutan de la ciudadana romana y en las que jams han recado las sospechas de la autoridad?

    Justo torci los finos labios. Se puede replic en tiempo de paz. Pero ahora vale ms cuidar con quin se

    intercambia una palabra, y no atenerse nicamente a si se le ha imputado alguna vez una culpa, sino tambin a si en el futuro podra acusrsele de algo.

    Pensis que la paz con Oriente...? Josef no lleg a terminar la frase. Pienso que la paz con Oriente se ha acabado una vez msreplic Justo. Los dacios

    han cruzado el Danubio y han penetrado en el Imperio. La noticia procede del Palatino. Josef se levant. Le costaba ocultar lo mucho que lo haba conmovido la noticia. Esa

    nueva guerra que se cerna, esa guerra de Oriente, tal vez tenga consecuencias insospechadas para l y para Judea. Si las legiones orientales se inmiscuyen en la lucha; si intervienen los partos, no estallarn entonces los "Fanticos del da"? No osarn acometer el insensato alzamiento?

    Y l, hace no ms de una hora, ha ensalzado al rey Sal, al hombre que, sabiendo que su derrota es segura, se lanza, sin embargo, a la lucha. A sus cincuenta aos es un loco y un asesino, an ms de lo que lo fuera a los treinta.

    Querido Justo, qu podemos hacer? le dijo sin ocultar su preocupacin, con la voz ronca por la emocin.

    Hombre, Josef, eso lo sabis vos mejor que yo le respondi Justo, y se mof: Setenta y siete son, tienen el odo del mundo, y vos sois uno de ellos. Debis haceros or. Debis redactar un manifiesto tajante que disuada de cualquier precipitacin. Cuanto ms simple mejor. Eso sabis hacerlo. Conocis el lenguaje del hombre comn, sois un maestro de las grandes palabras fatuas.

    Su aguda voz son particularmente desagradable, los finos labios dibujaron una mueca, y solt de nuevo esa desagradable risita que tanto irritaba a Josef.

    Josef no se dio por aludido. Cmo vamos a combatir un sentimiento tan poderoso con palabras? inquiri. Y:

    Yo mismo deseo ir a Judea estall, participar en esta revuelta haciendo lo que sea, morir combatiendo.

    No lo dudo se burl Justo, concuerda con vos. Cuando nos golpea alguien ms fuerte devolvemos el golpe y provocamos al otro hasta que termina por aplastarnos. Pero si los "Fanticos del da" tienen una disculpa, vos no. Vos no sois tan necio.

    Y, al ver a Josef absorto, desvalido, compungido, agreg: Escribid el manifiesto! No es poco lo que debis reparar!

  • Al marchar Justo, Josef se sent para seguir su consejo. Requera, escribi, ms valor sobreponerse y condenar la revuelta que instigarla. Por el momento, aunque estallase la guerra en. Oriente, lo que verdaderamente convena a los judos era proseguir con la construccin del Estado de la Ley y de los ritos, por lo que tenan la obligacin de emplear todas sus fuerzas en dicha tarea. Debemos dejar en manos de Dios y de la razn conductora crear las condiciones previas para que este Estado de la Ley y de los ritos, la Jerusaln del espritu, obtenga tambin un marco y una estructura visible, una Jerusaln de piedra. An no ha llegado el da por el cual todos nos afanamos. Un ataque armado a destiempo no hara ms que posponerlo.

    Escribi. Trat de insuflarse todo el entusiasmo por la razn de que era capaz, hasta que el agua le supo a vino, hasta que las frases que enunciaba le parecieron no slo cosa del entendimiento sino asunto de su corazn. Dos veces tuvo que reponer el criado las velas y el aceite de las lmparas antes de que Josef se diera por satisfecho con su texto. A la tarde del da siguiente Josef recibi en su casa a cuatro invitados: el fabricante de muebles Cayo Barzaarone, presidente de la comunidad agripense, representante de los judos de Roma y hombre moderado, razonable y apreciado tambin en Judea; Juan de Giscala, en su da cabecilla de la guerra juda, un hombre listo y valiente que ahora traficaba con terrenos en Roma y en todo el Reino, aunque en Judea, sin embargo, an perdurara en las mentes de los "Fanticos del da" el recuerdo de su participacin en la guerra; Justo de Tiberades, y, por ltimo, Claudio Regino, ministro de finanzas del emperador, de madre juda: un hombre que nunca haba ocultado su simpata por la causa de los judos, editor de los libros de Josef y su benefactor siempre que lo necesit.

    Bajo el reinado del receloso emperador Domiciano las reuniones deban parecer realmente inocuas para no pasar por una conspiracin, pues en casi todas las casas haba un confidente del ministro de polica Norban. De modo que, durante la cena, los comensales se entretuvieron comentando trivialidades. Naturalmente, se habl de la guerra.

    En realidad opin Juan de Giscala, y su rostro moreno, afable, avispado, sonrea divertido y taimado, en realidad este emperador no es muy guerrero para ser un Flavio.

    Claudio Regino se volvi hacia l; yaca con aire desenfadado, burlones los ojos soolientos bajo los pesados prpados y la frente abultada. Saba que el emperador no poda prescindir de l y por ello de vez en cuando se permita alguna insolencia. Tampoco ese da tuvo reparos en hablar delante de los criados que los atendan.

    No, DDD no es belicoso le replic a Juan; solan llamar al emperador DDD, anagrama de su ttulo y nombre: Dominus ac Deus Domitianus, amo y dios Domiciano. Slo que, por desgracia, piensa que el manto triunfal de Jpiter no le queda mal, y el atuendo resulta un poco caro. Por menos de doce millones no puedo fabricarle un triunfo, sin contar los gastos de guerra.

    Por fin, Josef dio por terminada la cena despidiendo a los criados y pudieron hablar de lo suyo. El primero en hacerlo fue Cayo Barzaarone. No crea, adujo el jovial caballero de ojos astutos, que ellos, los judos romanos, estuvieran amenazados por la guerra que pareca avecinarse. Naturalmente, deberan mantenerse callados durante ese delicado

  • perodo y evitar cualquier escndalo. l ya haba encargado oficios para rogar en su comunidad agripense por el emperador y la victoria de sus guilas y, naturalmente, el resto de las sinagogas seguiran su ejemplo.

    Su discurso result vago, poco satisfactorio. Barzaarone habra podido hablar as ante el gremio de fabricantes de muebles que presida, o como mucho a los miembros del consejo de su comunidad; pero en aquel lugar, ante aquellos hombres, no tena ningn sentido cerrar los ojos y volver la espalda al peligro.

    Juan de Giscala mene la cabeza ancha y morena. Por desgracia, opin ligeramente burln, no todos los judos eran tan mansos y razonables como la disciplinada comunidad agripense. Tambin estaban, como sin duda su estimado Cayo Barzaarone no ignoraba, los "Fanticos del da".

    Esos "Fanticos del da", constat entonces Justo con sequedad, como sola, encontraran por desgracia apoyo en alguna expresin del Doctor Supremo Gamaliel. Y era precisamente l, el Doctor Supremo Gamaliel, presidente de la Universidad y del Colegio de Yabne, el lder reconocido de todo el pueblo judo. Por muy moderado que fuese, prosigui Justo, el Doctor Supremo se haba visto obligado a azuzar la esperanza de la pronta reedificacin del Estado y del Templo, e incluso haba tenido que usar alguna expresin ms atrevida con el fin de que los "Fanticos del da" no lo dejaran en la estacada. Los fanticos recordaran eso ahora.

    El Doctor Supremo no lo tendr fcil concluy. No nos hagamos ilusiones, seores resumi a su modo, sin tapujos, Juan de

    Giscala. Es prcticamente seguro que los "Fanticos del da" se lanzarn a la lucha. En realidad todos lo saban ya; y, sin embargo, se sobresaltaron al or a Juan

    constatarlo con tal objetividad. Josef mir a Juan: su cuerpo pequeo, aunque ancho y robusto, el rostro bronceado y bondadoso

    con el breve bigote, la nariz aplastada, los pcaros ojos grises. S, Juan era el campesino galileo por antonomasia, conoca su Judea desde dentro, haba sido el ms popular de los instigadores y lderes de la guerra juda y, por mucho que a Josef le repugnasen sus modales, no poda negar que el amor que senta por su patria proceda de lo ms hondo de su ser.

    Aqu, en Roma quiso justificar Juan de Giscala la determinacin con que se haba expresado, nos resulta difcil imaginarnos cmo conmover la guerra de Oriente a los habitantes de Judea. Aqu experimentamos, por decirlo de algn modo, la fuerza del Imperio romano en nuestra propia carne, nos rodea all donde vayamos; el sentimiento de ese poder fluye ya por nuestras venas y pone coto a cualquier amago de resistencia. Pero si yoreflexion en voz alta, y su rostro adopt una expresin de doloroso recogimiento que no lograba apartar de s cierta ansiedad, si yo no estuviese aqu, en Roma, sino en Judea, y escuchara all la noticia de un descalabro de los romanos no respondera de m. Naturalmente, s a ciencia cierta que semejante fracaso no alterara el resultado de la guerra; s por propia experiencia adnde conduce un alzamiento semejante. Ya no soy joven. Y, a pesar de todo, siento el impulso de unirme a ellos, de lanzarme a la batalla. Yo os digo: los "Fanticos del da" no permanecern de brazos cruzados.

    Las palabras de Juan les conmovieron. Qu podemos hacer para aplacarlos? dijo Justo rompiendo el silencio. Hablaba

  • con una agudeza fra, casi desagradable; pero la seriedad de su porte, lo incorruptible de su juicio, le haca respetable, y que hubiera participado en la guerra juda, que hubiera sido colgado de la cruz por Jerusaln demostraba que no era la cobarda lo que le haca desdear esa nueva empresa.

    Quiz podramos propuso cauteloso Cayo Barzaarone insinuar al emperador que revoque la capitacin. Habra que exponerle la conveniencia de no herir, en estos tiempos tan delicados, la sensibilidad de la poblacin juda. Tal vez nuestro Claudio Regino pueda interceder por nosotros en ese sentido.

    Pues, entre todas las medidas antijudas que se haban adoptado, el cobro de ese impuesto era lo que ms les disgustaba. No se trataba nicamente de que esos dos dracmas, que constituan el impuesto obligado para el Templo de Jerusaln y que los romanos recaudaban ahora entre los judos para mantener el Templo de Jpiter Capitolino, representasen un sarcstico recordatorio de su derrota, sino que el registro de los judos en las llamadas "listas de judos", su anuncio pblico y la recaudacin del im-puesto se efectuaban de un modo brutal, humillante.

    Hoy en da se requiere cierto valor, seores dijo tras un breve silencio Claudio Regino, para no ocultar que se simpatiza con vosotros. A pesar de ello, es posible que yo rena ese valor y transmita al emperador la propuesta de nuestro Cayo Barzaarone. Pero, no creis que si DDD se decidiera realmente a renunciar al impuesto exigir a cambio una compensacin desorbitada? En el mejor de los casos prescribir como compensacin otro impuesto especial, que resultar tal vez menos irritante para vuestra sensibilidad, pero ms para vuestro bolsillo. No s, querido Cayo Barzaarone, si prefers conservar vuestra fbrica de muebles o veros libre del impuesto judo. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a aceptar la injuria si con ello conservo mi dinero. Un judo rico, por muy ofendido que se sienta, sigue teniendo algo de poder y de influencia, mientras que el judo pobre, aunque no se humille, no es nada.

    Justo rechaz las perogrulladas de Claudio Regino y las propuestas irrealizables de Cayo Barzaarone con un movimiento de la mano.

    Lo que podemos hacer dijo es realmente poco. Palabras, y nada ms. Poca cosa, lo s. Pero si esas palabras se redactan con inteligencia tal vez surtan efecto. Le he sugerido al doctor Josef que redacte un manifiesto.

    Todos miraron a Josef, quien callaba inmvil; tras las palabras de Justo le pareci escuchar un ligero y acre sarcasmo. Habis escrito ya el texto? pregunt finalmente Juan. Josef sac el manuscrito de la manga de su tnica y lo ley. Sin duda un manifiesto eficaz dijo Justo cuando aqul termin, y, a excepcin de Josef, nadie percibi la irona que subyaca en su observacin.

    A los "Fanticos del da" no les har efecto opin Juan. Nada detendr a los "Fanticos del da" admiti Justo, y los que rodean al Doctor

    Supremo no necesitan ningn aviso. Pero hay personas que vacilan entre los dos partidos, gentes que dudan, y sos tal vez se dejen aconsejar por nosotros, que vivimos aqu, en Roma, y que podemos calibrar mejor la situacin. Algn efecto tendr el escrito insisti. Haba hablado casi con vehemencia, como si quisiera convencer no slo a los otros, sino a s mismo. Pero ahora sinti que sus fuerzas lo abandonaban y, taciturno, aadi: Y adems, algo debemos hacer, aunque slo sea para tranquilizar nuestra conciencia. No os

  • reconcome el corazn quedaros ah mientras los dems corren hacia su destruccin? Recordaba sus vanas advertencias antes y al comienzo de la guerra. Tambin esta vez

    sus palabras caeran en terreno baldo, lo saba. Pero, aunque transcurrieran veinte aos, si viera que se repeta la misma situacin, volvera a decirlas, por muy fuerte que fuera su convencimiento de que sus palabras slo agitaran el aire.

    Creo quiso incitar a los dems que deberamos poner nuestro nombre debajo del escrito y meditar cmo podramos animar a otros a hacer lo mismo.

    El amargo tesn de aquel hombre, de comn tan retrado, les lleg al alma. A pesar de todo, el ebanista Cayo Barzaarone segua hacindose el remoln.

    Me parece opin que no importa tanto el nmero de firmas como el hecho de que los firmantes posean cierto predicamento entre los jvenes de Judea. Por ejemplo, de qu sirve que figure en este manifiesto la firma de un viejo fabricante de muebles?

    Quiz no sirva de mucho replic Justo, y resultaba difcil percibir el disgusto que se ocultaba tras sus palabras. Pero es necesario incluir tambin las firmas de personas libres de toda sospecha, aunque slo sea para proteger al resto de los firmantes.

    Eso es cierto afirm Claudio Regino, tratando de acorralar al pusilnime Barzaarone. Los agentes de nuestro ministro de polica Norban sospechan de todos, y si este manifiesto cayera en sus manos diran que los firmantes conocan ciertas agitaciones en Judea. Cuanto menos dudosas sean las firmas del manifiesto, menos peligro correr cada uno de los firmantes.

    No os lo pensis ms, querido Barzaarone dijo Juan de Giscala acaricindose el bigote. No os queda ms remedio que firmar.

    Discutieron el modo de introducir el escrito en Judea. Entre otros muchos impedimentos estaba el hecho de que el invierno sola interrumpir el trfico martimo. Slo poda encomendarse el documento a un hombre de toda confianza.

    Realmente no estoy seguro opin una vez ms Cayo Barzaarone de si el beneficio que obtendremos de este escrito en el mejor de los casos guarda proporcin con el riesgo al que nos exponemos, nosotros y nuestra comunidad. Pues quien se aventure ahora, en invierno y en semejantes condiciones, a viajar a Judea, deber poder aducir una buena razn para ello si no quiere llamar la atencin de las autoridades.

    S, pero no creis que vais a zafaros por eso, querido Cayo Barzaarone insisti el pcaro Juan de Giscala. S de un hombre que tiene poderosas razones para viajar ahora a Judea, razones que aceptarn incluso las autoridades. No cabe duda de que, como consecuencia de la guerra, los precios del suelo bajarn en Judea. En cuyo caso nos ser muy til contar con un especulador: yo mismo. Mi empresa posee amplios terrenos en Judea. Convencida de la veloz victoria de las legiones, desea aprovechar la coyuntura y completar su propiedad. No es sta una razn de peso? Enviar a mi procurador, el elocuente Gorin, a Judea. Confiadme el escrito. No dudis de que llegar a manos de sus destinatarios.

    Firmaron. Tambin Cayo Barzaarone acab por escribir su nombre, titubeando, bajo el manifiesto de Josef.

    Tres das despus supieron, para su sorpresa, que no haba sido Gorin, sino el propio Juan de Giscala quien haba partido hacia Judea.

  • Josef subi por la escalera que conduca a las habitaciones que ocupaban Mara y los nios. Era una escalera estrecha, incmoda; todo en su casa era estrecho, incmodo, retorcido. Ya entonces, cuando Domiciano lo desaloj del bello edificio que el viejo emperador le asignara como vivienda, todos se asombraron de que un hombre tan clebre se alojase en una vivienda tan pobre, reducida y pasada de moda en el distrito nada elegante de "Baos"; pero Josef, que se haba empeado en vivir con forzada modestia, se content con construir un piso ms. Y all estaba, estrecha, pequea, frgil, frente a varios puestos de buhoneros con toda clase de brtulos malolientes, indigna residencia de un hombre de su rango y de su fama.

    A pesar de su sencillez, Mara no se encontr nunca a gusto en aquella casa. Quera vivir bajo el cielo; habitar en una gran ciudad entre muros de piedra iba contra su naturaleza. Y all, entre aquellas paredes mohosas e intrincadas, en aquella habitacin con el techo bajo ennegrecido, se senta doblemente incmoda. Si por ella fuera, haca tiempo que habran regresado a Judea, a alguna de las propiedades de Josef.

    Haban transcurrido cinco das desde el anuncio de la invasin de los dacios. Entre tanto, Josef se haba reunido muchas veces con Mara, haba compartido con ella la mayor parte de las comidas y haban hablado largo y tendido. Pero apenas se haba referido a la guerra que pareca a punto de estallar en la frontera. Probablemente Mara no intua las consecuencias que podran tener para Judea los sucesos del Danubio. Pero sin duda senta, ella que tan bien lo conoca, que tras aquella mscara de indiferencia esconda un secreto pesar.

    Al subir ahora a verla se asombr de haberse esforzado tanto tiempo en ocultarle esa preocupacin. Es la nica persona ante la cual puede mostrarse sin pudor, tal como es. Cuando la otra se lo exigi permiti que la enviara lejos, y regres a l cuando la llam. All est cuando la necesita, y cuando lo molesta se esfuma. Ante ella puede dar rienda suelta a sus sentimientos, a su orgullo, sus dudas, su debilidad.

    Retir la cortina y penetr en la estancia. La baja sala estaba atestada de objetos de todo tipo; del techo, siguiendo una costumbre de los pueblecitos de Judea, colgaban cestas con alimentos y ropa. Los nios rodeaban a Mara: la nia Jalta y los dos varones menores, Matas y Daniel.

    Josef dejaba a la hija y a los chicos al cuidado de Mara; l no saba muy bien cmo tratar a los nios. Pero, como sola ocurrirle ltimamente, tambin aquel da mir con una especie de conmovido asombro a Matas, el tercero de sus hijos, y, en realidad, el mayor, pues Simen estaba muerto y Pablo ms que muerto. Josef tena sus esperanzas y sus deseos puestos en este hijo suyo, Matas. Era evidente que tena rasgos del padre y de la madre, pero la mezcla daba por resultado algo completamente nuevo, muy prometedor, y Josef esperaba poder redimirse gracias a Matas, que alcanzara lo que l mismo no alcanz: ser judo y tambin griego, ciudadano del mundo.

    All estaba, pues, la mujer, trabajando en un lienzo con la ayuda de una criada y contndoles una historia a los nios. Josef le rog con un gesto que prosiguiera. De modo que sigui parloteando, y Josef escuch un piadoso cuento un tanto insulso: trataba de un ro cuya lengua entendan solamente aquellas personas que sentan autntico temor de Dios; el ro les aconsejaba lo que deban hacer y lo que no. Es un hermoso ro que fluye por

  • una tierra hermosa, su patria Israel, y algn da ir all con los nios y, si los nios se portan bien, el ro tambin hablar con ellos y les aconsejar.

    Josef estuvo observndola mientras lo contaba. A sus treinta y dos aos se haba redondeado y estaba un poco ajada. No quedaba rastro del brillo lunar de su primera juventud, no haba ningn peligro de que un romano la exigiera hoy para su cama como antao el viejo Vespasiano. Pero para Josef segua siendo lo que fue para l entonces; su rostro redondo continuaba luminoso y frgil, su estrecha frente brillaba como antao.

    A Mara se le ilumin la cara al verlo entrar. En los ltimos das haba notado que algo lo oprima, y haba esperado que se lo comunicase. Sola hablarle en griego, pero cuando se senta ms prximo a ella o se trataba de algo importante usaban el arameo, la lengua de la patria. Ahora, tras ordenar a los nios que se retiren, aguarda tensa en qu idioma le hablar.

    Y, mira por dnde, le habla en arameo. Ya no es el hombre de antes; tiene el rostro surcado de arrugas, su barba ya no est cuidadosamente rizada: es un hombre de cincuenta aos y se le nota que ha vivido mucho. Tambin le ha hecho mucho dao, y nunca se lo ha perdonado del todo. Pero, a pesar de ello, a sus ojos sigue irradiando ese resplandor que sola envolverlo, y se siente orgullosa de que le hable.

    Le habla de su encuentro con los otros y de sus temores ante un posible levantamiento. Le confa sus penas; s, en realidad, tan slo ahora, mientras habla, reconoce claramente lo que este peligro que amenaza a Judea remueve en l. Tiene una agitada vida a sus espaldas, llena de cumbres y abismos; pens que por fin le sera dado vivir en paz y concentrarse en sus libros, y que comenzara para l un plcido ocaso. En lugar de eso se avecinan nuevas pruebas y amarguras. El alzamiento de Judea, por insen-sato que sea, estallar; y Josef se opondr, y de nuevo tendr que aceptar los insultos y la vergenza por reprimir sus sentimientos en nombre de la razn.

    Mara ya le ha escuchado esa terrible letana otras veces. Pero si antes le daba la razn incondicionalmente, pues l era sabio y ella ignorante, ahora su corazn se rebel contra l. Por qu, si senta como los otros, actuaba de otro modo? No sera mejor para todos ellos que fuera menos sabio? Era un hombre ilustre, el doctor y seor Josef, su esposo, y ella estaba orgullosa de l, pero en ocasiones, y tambin en sta, pensaba que sera mucho mejor que fuera menos grande.

    Tu preocupacin me oprime como si fuera ma dijo; y despus, y su espalda se arque relajndose, agreg en voz queda: Tierra de Israel, mi pobre tierra de Israel.

    "Tierra de Israel", dijo, en arameo. Josef la comprenda y la envidiaba. Era un ciudadano del mundo, pero estaba dividido. Ella en cambio era una sola cosa. Era ua y carne con el suelo de Judea, perteneca a Judea, al cielo de Judea y a su pueblo, y cada vez que ella, a su modo sosegado, lo haba animado a regresar all, Josef supo que tena razn y que l se equivocaba al negarse.

    Pens en los innumerables y alambicados argumentos que haba ideado para justificar su negativa. En Judea, le explic, su visin quedara turbada por la cercana de las cosas, se dejara arrastrar por la pasin de los dems, no podra trabajar en su obra con la objetividad que constituye la premisa esencial del xito. Pero ambos saban que eso no era ms que un pretexto. Todas las razones que aparentemente lo retenan en Roma eran meras excusas. All habra podido escribir mucho mejor su libro sobre Judea que aqu;

  • habra resultado ms judo, en el buen sentido. Y tal vez tambin tena razn cuando deca que sera ms provechoso para sus hijos crecer en Judea, a cielo abierto, que en las estrechas callejuelas de la ciudad de Roma. Esto ltimo era dudoso, sin embargo, porque si su pequeo Matas deba ser lo que Josef proyectaba deba permanecer en Roma.

    En cualquier caso, se resista y haca caso omiso de las humildes splicas de Mara. Haba optado por llevar una vida retirada, pero no quera renunciar a tener en torno a s el bullicio de la ciudad de Roma. Vivir en la provincia lo habra oprimido; en Roma, aunque se encerrase en su habitacin, lo consolaba la idea de que a un par de cientos de pasos tena el Capitolio, donde lata el corazn del mundo.

    Pero en su fuero interno senta cierto disgusto, incluso un ligero sentimiento de culpa por retener a Mara en Roma.

    Pobre tierra de Israel oy suspirar a Mara. Ser un invierno lleno de preocupaciones concluy l.

    Esa noche, durante la cena, ante su esposa Dorin y su hijastro Pablo, Annius Bassus, ministro de guerra de Domiciano, se dej llevar por sus emociones. Ante esos dos poda hablar, y que estuviera presente el preceptor de Pablo, el griego Fineas, no le molestaba. Fineas era un liberto, no contaba. Pero, por muy grande que fuera su confianza, sus relaciones con la mujer y el hijastro dejaban bastante que desear. A veces tena la sensacin de que ella no lo tomaba en serio a pesar de su inusual carrera, y de que, pese a todo su odio, recordaba con nostalgia a Flavio Josefo, a ese repulsivo intelectual judo. Era seguro que no apreciaba excesivamente al chico que le haba dado a l, al pequeo Junio, mientras que admiraba y mimaba a Pablo, el hijo de Josefa. Por lo dems, ni l mismo era capaz de sustraerse al encanto que emanaba de ste.

    S, amaba a Dorin, y amaba a Pablo. Y, por mucho que el afecto que stos sentan por l fuese mucho menor que el suyo, eran las nicas personas ante quienes poda dar rienda suelta a su indignacin, a la rabia que lo reconcoma en ese puesto bajo aquel emperador impredecible y misntropo. Y eso que Annius apreciaba sinceramente a Domiciano, lo veneraba, y DDD, aun sin ser un soldado nato, posea cierto talento para los asuntos militares. Pero la desconfianza del emperador no tena lmites, y exiga a sus consejeros deponer a hombres vlidos de los puestos adecuados y sustituirlos por otros mucho menos dotados que slo destacaban por no despertar las sospechas del emperador.

    Tambin ahora los sombros reparos de Domiciano ponan trabas, una vez ms, a la campaa dacia. Lo lgico habra sido confiar el mando a Frontn, ingeniero y constructor de las excelentes fortificaciones que recorran el bajo Danubio. Pero como el emperador quera impedir que Frontn se creyera imprescindible y, con ello, se soliviantara, haba tenido la feliz idea de encomendar su conduccin al enemigo de Frontn, el general Fusco, el osado.

    Dorin no pareca interesarse mucho por su exposicin, sus claros ojos verdes miraban indiferentes a Annius, o bien sencillamente al frente. Tambin Fineas estaba como ausente, por mucho que, siendo un griego fantico, por fuerza deba de sentir cierta satisfaccin al enterarse de las dificultades que entraaba la administracin del Imperio. El que se mostr ms interesado fue Pablo. Contaba ahora diecisis aos, no haca ni uno que

  • se le haba investido por primera vez con gran ceremonia la toga de adulto. Su madre habra visto con agrado que ingresase en una universidad griega, acompaado de su preceptor Fineas. Pero l mismo se esforzaba por combatir las tendencias griegas que am-bos haban querido insuflarle; quera ser romano, y slo romano. Por eso se haba unido a un amigo de Annius, el coronel Juliano, un soldado extraordinario que disfrutaba de su permiso estival en Roma. Juliano se haba hecho cargo del chico aconsejndole en todo lo relativo a la vida militar; pero al llegar el otoo tuvo que regresar a Judea, a su legin, la dcima. Pablo habra dado la vida por poder acompaarlo; tambin a Annius, que era un soldado entusiasta, le habra agradado hacer de su hijastro un buen oficial. Pero Dorin se neg. Y Fineas explic al chico a su modo elegante, quedo, y por ello eficaz, lo desabrida que sera la vida de soldado en la lejana provincia y el terrible efecto que tendra en l no empaparse antes de las costumbres griegas. Y Pablo tuvo que resignarse. Pero ahora, tras el estallido de la revuelta dacia, alberg nuevas esperanzas. Aprender el oficio de soldado en la guerra le pareca una oportunidad nica que nadie le escatimara.

    De modo que escuchaba con un inters apasionado los comentarios de Annius sobre las dificultades de la campaa que acababa de iniciarse. Realmente, el frente del Danubio requera un comandante de talla, precisamente a ese Frontn, y no al botarate de Fusco. Los dacios ya no eran unos brbaros, su rey Diurpan era un estratega nada desdeable; las fuerzas romanas desplegadas en la regin, apenas tres legiones, no bastaban para asegurar una frontera de casi mil kilmetros, y el duro invierno de aquel ao dificultaba an ms la defensa, pues brindaba al atacante la posibilidad de enviar una y otra vez refuerzos sobre el Danubio helado. A ello se aada que el rey de los dacios, Diurpan, era un hbil poltico, con influencias en todo Oriente y buenas perspectivas de poder batir incluso a los partos si stos intervenan. De cualquier forma, era casi seguro que se produciran disturbios en ciertas provincias orientales que slo toleraban el dominio romano a regaadientes, como por ejemplo Siria y, en particular, la siempre insatisfecha Judea.

    Al or las explicaciones de Annius la indiferencia de Dorin se disip de pronto. Haca tiempo que no saba nada de Josef, el hombre que ms haba marcado su destino. Una revuelta en Judea, eso sera un acontecimiento que hara salir a Josef de su actual retiro. En su cabeza bulleron los recuerdos de lo que haba vivido a su lado. Cmo acept ser flagelado para poder divorciarse de su ridcula mujer juda y desposarla; cmo huyeron y se recluyeron, a solas con su amor, en la casita que les prest Tito; cmo ms tarde surgieron las diferencias entre ellos; lo que haba luchado por su hijo, por ese Pablo; su triunfo, toda Roma aclamndolo al erigirse su busto en el Templo de la Paz... todo eso, su odio salvaje y su fiero amor, resurgan ahora en ella, inextricables.

    Incluso Fineas renunci a hacerse el indiferente cuando Annius comenz a hablar de Judea, y su cabeza grande y plida se sonroj. Ojal estallase realmente la revuelta en Judea para que tuvieran que domear a esa tierra brbara! Ah, qu delicia! Fineas se alegrara de que los supersticiosos judos sintieran de nuevo la fuerza del puo de Roma. Y se alegrara en particular por uno, por Josefo, su antiguo amo. Lo despreciaba, a ese Jose-fo, despreciaba todo lo suyo: su ridculo combate por Pablo, su orgullo y su modestia, sus creencias supersticiosas, sus xitos baratos, su pobre griego, todo, todo. Sera estupendo que le demostraran de nuevo cun miserable era su Judea; que volviera a experimentar lo que significaba padecer la esclavitud.

  • Entre aquella confusin de ideas y sentimientos de ambos, de Fineas y Dorin, se abrieron paso las palabras de Pablo:

    Eso le acarrear algunas dificultades a cierto seor dijo Pablo. Eran palabras sencillas, pero la voz que las pronunci estaba tan llena de odio y de triunfo que Dorin se asust, y hasta Annius Bassus alz la mirada. Tambin a l le desagradaba Flavio Josefo; el soldado campechano y bullicioso encontraba al judo taimado, retorcido. Pero si l, el oficial romano que haba combatido a los judos, increpaba o bromeaba en ocasiones sobre Josefo, a l le estaba permitido. Tambin a Fineas, su liberto. Pero no les estaba permitido a los otros dos comensales: ni a la mujer que haba estado casada con el judo, ni a su hijo. No era nicamente su dignidad de soldado lo que se rebelaba contra ello, tambin senta que el odio excesivo de Dorin por Josef proceda de la inseguridad de sus sentimientos. Cierto que a veces le dedicaba comentarios injustos, incluso indecentes, pero despus sus ojos se velaban de un modo un tanto sospechoso al or hablar de l. Annius habra preferido que su esposa y su hijastro se hubieran desligado interiormente de aquel hombre ambiguo, de modo que ni lo amasen ni lo odiasen.

    Pero, por el momento, Pablo segua con su discurso teido de odio. Sera fabuloso que Judea se alzase y diese motivos para aplastarla definitivamente. Qu fortuna poder ir all, participar en una expedicin de castigo semejante bajo las rdenes de Juliano, su buen maestro! Cmo le dolera eso a su padre, el judo.

    Debis permitirme ir a Judea! exclam. Dorin volvi su fina y alargada cabeza hacia l, y sus ojos color mar sobre la chata

    nariz lo miraron abiertamente. A Judea? T a Judea? inquiri. Son como una negativa, pero Pablo not que

    comparta su odio por el judo, su padre. S insisti l, y sus ojos claros respondieron vehementes a la mirada escrutadora

    de la madre, debo ir a Judea ahora que la cosa va a estallar. Debo purificarme. Sus apasionadas palabras sonaron terribles: "Debo purificarme", y, a pesar de todo,

    incluso el simple soldado Annius entendi lo que significaban. Pablo se avergonzaba de su progenitor y quera reparar el hecho de ser hijo de semejante padre.

    Pero ya estaba bien. Annius no quera seguir oyendo tales irreverencias, e intervino. No me gusta or esas cosas de tu boca lo recrimin. Pablo not que haba ido demasiado lejos, pero no cej, aunque moder su tono. El coronel Juliano no entender dijo que no acuda ahora a Judea. No quiero

    perder su estima. Dorin segua all sentada, delicada y frgil, relajada aunque estricta; su ancha boca,

    insolente, abultada en el distinguido rostro, dibuj una leve y ambigua sonrisa. Por mucho que lo irritase aquella sonrisa Annius constat lo mucho que amaba a esa mujer, que la amara siempre. Pero ella, Dorin, dirigi la vista al preceptor de su hijo.

    Qu opinis vos de todo esto, querido Fineas? le pregunt. Aquel hombre por lo general tan sereno y elegante no logr ocultar por completo su

    excitacin. Nervioso, encoga y estiraba los largos dedos de sus manos grandes, delgadas, plidas hasta lo enfermizo, y no lograba mantener quietos ni los pies enfundados en sus zapatos griegos. Se senta escindido por sentimientos contrarios. Le dola perder definitivamente a Pablo. Amaba al hermoso y dotado chico, se haba esforzado mucho en

  • insuflarle su ser griego. No se le oculta que Pablo se le escapa poco a poco, pero le cuesta aceptar que se convierta enteramente y para siempre en un romano, y eso ser inevitable si se incorpora a la legin de Judea. Por otra parte, sera un gran consuelo imaginarse el do-lor que deparara a Josefo saber que su propio hijo, su Pablo, participaba en la represin de su pueblo, en el bando de los romanos. Con su profunda y armoniosa voz declar:

    Me apenara ver partir a nuestro Pablo rumbo a Judea, pero debo decir que en esta ocasin lo comprendo.

    Yo tambin lo comprendo dijo la dama Dorin, y: Me temo, hijo mo dijo, que no podr negarme por mucho tiempo.

    El viaje a Judea en esa poca del ao resultaba azaroso, incluso peligroso. Pablo se dispuso a prepararlo con tesn y cuidado. Se senta dichoso; nada quedaba en l de aquellos arrebatos imprevisibles, de esa pasin que tanto asustara a sus allegados. Haban desaparecido aquellas opiniones y rasgos judos que su padre quiso insuflarle. Tambin se evapor el talante griego que tanto se haban esforzado por imbuirle su madre y su preceptor. Su entorno, su tiempo, haban salido victoriosos: l, el hijo del judo y de la griega, era romano de pies a cabeza. El emperador avanzaba con paso torpe y envarado entre las jaulas de su zoolgico del Albano. El palacio deba servir en principio de residencia estival, pero Domiciano se refugiaba all en cualquier poca del ao. Amaba su palacio del Albano ms que cualquier otra de sus posesiones; haba comenzado a construir el amplio y lujoso edificio siendo an un prncipe de escasos medios, y ahora estaba empeado en concluirlo confirindole una grandeza an mayor. El artstico parque se extenda sin que pudieran adivinarse sus lmites; dondequiera que se dirigiera la vista surgan anexos.

    Deslucido, con un manto de fieltro, capucha y zapatos de piel, avanzaba a grandes zancadas a lo largo de las jaulas seguido por el enano Sileno, gordo, velludo, deforme. El da era fro y hmedo, una fina niebla se haba posado sobre el lago; el paisaje, ordinariamente tan colorido, pareca desvado, las hojas de los olivos carecan de brillo. De cuando en cuando el emperador se detena ante una jaula y contemplaba a los animales con mirada ausente.

    Se alegraba de haberse decidido a abandonar el Palatino y viajar hasta all. Se encontraba a gusto paseando en la neblina de aquel paraje invernal. El da anterior haban llegado prolijos despachos procedentes de la frontera del Danubio; la incursin de los dacios haba tenido consecuencias ms graves de lo que haba previsto, ya no poda hablarse de meros altercados en la frontera: lo que se avecinaba all era una guerra.

    Apret el abultado labio superior sobre el otro. Ahora l mismo se ver obligado a combatir. Una perspectiva poco agradable. No le gustan los viajes incmodos y precipitados, no le agrada montar largo rato a caballo, y ahora, en invierno, todo resulta doblemente incmodo. No, no es un soldado, no es como su padre Vespasiano y su hermano Tito. sos no eran ms que soldados, milites transformados en gigantes. Por un instante le parece or la voz atronadora de Tito y un estremecimiento de repulsa cruza su rostro. No, poco le importan las gloriosas victorias que no tienen continuacin. l ha afianzado sus posiciones en Germania, en Britania. Representa la culminacin de la estirpe

  • Flavia. Si ha permitido que el Senado le reconozca el ttulo de "amo y dios Domiciano" es porque sobran razones para hacerlo.

    Se detuvo ante la jaula de la loba. Se trataba de un animal extraordinariamente hermoso y fuerte; el emperador amaba especialmente a esa loba, su inquietud, aquella fiereza impredecible, su astucia y su fuerza; amaba a esa loba como emblema de la ciudad y del Imperio. Erguido, con los brazos apretados a la espada en ngulo y el vientre abultado, permaneci ante la jaula. "Amo y dios, Imperator Flavius Domitianus Germanicus", pronunci para s, y, tras l, el enano repiti las mismas palabras ante la jaula de la loba.

    Su padre y su hermano quizs alcanzaron victorias ms gloriosas. Pero lo importante no son las grandes victorias sino nicamente el resultado final de una guerra. Hay generales que saben ganar batallas, pero no guerras. Lo que l ha conseguido en Germania junto con su prudente ingeniero Frontn, la ereccin de aquel muro para contener a los brbaros germanos, no es espectacular, pero vale ms que diez grandes victorias sin consecuencias. Los soldados Vespasiano y Tito jams habran comprendido ni llevado a cabo las ideas de ese Frontn.

    Es una lstima que no pueda enviar a Frontn al Danubio como comandante en jefe. Pero contravendra sus principios. No debe permitir que nadie se envanezca. Los dioses no aman la arrogancia. El dios Domiciano no ama la arrogancia.

    Naturalmente, es una lstima que el vigsimo quinto cuerpo del ejrcito haya sido aniquilado, pero tambin tiene su lado bueno. Bien mirado, constituye una ventaja que la causa dacia haya tomado ese cariz y que se hayan lanzado a una autntica guerra. Pues esa guerra viene en el momento oportuno, acallar voces que no resulta demasiado fcil acallar. Esa guerra le brindar a l, al emperador, la excusa que necesita para adoptar finalmente ciertas medidas de poltica interior poco populares que de otro modo tendra que posponer varios aos. Ahora, con el pretexto de la guerra, podr obligar a sus dscolos senadores a hacer ciertas concesiones que jams aceptaran en tiempos de paz.

    De pronto se aparta de la jaula ante la que se haba quedado absorto. No quiere dejarse tentar, no quiere soar; su fantasa se desboca demasiado fcilmente. Es metdico, y en los asuntos de gobierno raya en la pedantera. Desea sentarse a su escritorio. Quiere anotar un par de cosas, organizarse.

    La litera! ordena volviendo la cabeza por encima del hombro. La litera! transmite el enano la orden con un graznido, y el emperador se deja

    llevar de vuelta al palacio. Es un buen trecho. Primero atraviesan varias terrazas de olivares, despus una avenida de pltanos, ms tarde los invernaderos, a continuacin pri-morosos jardines y columnatas, pabellones, cenadores, grutas, surtidores de todo tipo. Es un parque grande y hermoso que agrada al emperador, pero hoy no tiene ojos para l.

    Aprisa! ordena a los porteadores. Slo desea trabajar. Finalmente llega a su despacho, y ordena que no lo molesten por ningn motivo.

    Cierra la puerta, se queda solo. Sonre malicioso; piensa en todos esos estpidos rumores que circulan sobre lo que hace cuando se encierra durante das. Que ensarta moscas, dicen; que se dedica a cortar ancas de ranas, y cosas as.

    Se pone manos a la obra. Pulcramente, punto por punto, anota todo lo que pretende sonsacarle al Senado con el pretexto de esta guerra. En primer lugar, quiere realizar por fin su ansiado proyecto y que lo nombren censor vitalicio, lo que le garantizar el control

  • absoluto del presupuesto, costumbres y derecho del Estado, y, con ello, el pleno dominio del Senado, con capacidad de excluir de l a cualquiera de sus miembros. Hasta ahora se le investa de este cargo cada dos aos. En estos momentos, ante el estallido de una guerra de duracin impredecible, los senadores no pueden negarle esta medida, que equilibrar sus derechos. Respeta la tradicin y, como es natural, no se le ocurre modificar la Constitucin, que prev la divisin del poder estatal entre el emperador y el Senado. No pretende anular esta sabia divisin: slo desea tener la capacidad de ejercer el necesario control sobre la corporacin corregente.

    La guerra tambin brinda una excelente oportunidad para recrudecer las leyes de moralidad. Naturalmente, esos ridculos y engredos aristcratas de su Senado se mofarn de nuevo de que condene la menor desviacin en los dems mientras se permite a s mismo cualquier capricho, todos y cada uno de esos "vicios" que castiga. Insensatos! Cmo va l, el dios, a quien el destino ha encomendado proteger con mano de hierro el decoro y la decencia romanos, cmo va a conocer y castigar a los hombres y sus pecados si no se digna descender, cual Jpiter, a su altura?

    Formula cuidadosamente los preceptos y leyes que deben ser promulgados numerndolos, detallndolos, pergeando escrupulosamente la justificacin de cada detalle.

    Despus se apresta a ocuparse de la parte de su trabajo que ms le agrada: la confeccin de una lista, no muy larga, pero de importantes consecuencias.

    En el Senado hay unos noventa miembros que no ocultan su hostilidad. Lo miran por encima del hombro esos seores cuyos antepasados se remontan hasta la fundacin de la ciudad y, ms lejos an, a la destruccin de Troya. Lo consideran un advenedizo. Porque su tatarabuelo diriga una oficina de cobros y su abuelo tampoco fue famoso, por eso creen que l, Domiciano, no sabe lo que es la autntica romanidad. Quiere demostrarles quin es ms romano, si el biznieto del pequeo banquero o los tataranietos de los hroes troyanos.

    Conoce bien los nombres de esos noventa seores. Noventa es un nmero alto, no puede consignar tantos nombres en su lista; desgraciadamente, durante su ausencia slo podr deshacerse de unos pocos de esos desagradables sujetos. No. Quiere proceder con cautela, no le gusta precipitarse. Pero algunos de ellos, siete, seis o, digamos, cinco, podrn figurar de cualquier modo en la lista, y la idea de que no tendr que volver a verlos a su regreso lo confortar mientras permanezca lejos de Roma.

    Por el momento, y de forma provisional, anota una larga ristra de nombres. Despus se dispone a tacharlos. No le resulta fcil, y al borrar alguno que otro lanza un suspiro. Pero es un gobernador meticuloso; no quiere dejarse llevar por la simpata o la antipata, sino nicamente por consideraciones de poltica de Estado. Medita con atencin cul ser ms peligroso, si este hombre o aqul; si la eliminacin de ste levantar ms revuelo que la de aquel otro, o si la confiscacin de estos bienes constituir una mayor aportacin al tesoro del Estado que la de ese otro patrimonio. nicamente cuando constata cierto equilibrio se deja guiar en su decisin por su antipata personal.

    Revisa nombre tras nombre. Con gran pesar tacha a Helvid de nuevo de su lista. Es una lstima, pero no puede ser; por el momento, Helvid junior seguir con vida. A Helvid senior ya lo aniquil en su da el viejo Vespasiano. Pero llegar el da, y ojal no sea muy lejano, en que l podr enviar al hijo tras los pasos del padre. Tambin es una lstima que

  • no pueda dejar el nombre de Aelio en su lista: el hombre al que le arrebat la esposa, Luca, su emperatriz. Ese Aelio sola llamarlo "Varriguita", nunca se dirigi a l de otra forma, no lo ha olvidado, porque tena una barriga incipiente y muchas veces le costaba trabajo pronunciar la "b". Bien, que Aelio siga llamndolo "Varriguita" por un tiempo; tambin a l le llegar la hora en que se le quiten las ganas de bromear.

    Por fin slo quedan cinco nombres en la lista. Pero incluso esos cinco le parecen demasiados al emperador. Debe contentarse con cuatro. Solicitar el consejo de Norban, su ministro de polica, antes de decidir a quin enviar definitivamente al Hades.

    Bien, tras concluir su tarea puede disponer libremente de su tiempo. Se levanta, se estira, va hacia la puerta y la abre. Ha olvidado la hora de la comida, absorto en su trabajo, y nadie se ha atrevido a molestarlo. Ahora quiere comer. Ha hecho venir a casi toda su corte y a medio Senado al Albano, ms o menos a todos sus amigos y enemigos; antes de abandonar la capital del Imperio quiere arreglar aqu, en el Albano, todos los asuntos que le conciernen. Debe buscarse compaa? Debe hacer llamar a alguien para que se siente a su mesa? Piensa en todos los que han ido llegando en interminables riadas; imagina el sufrimiento, la tensa espera intentando averiguar qu decidir el dios Domiciano. En su rostro se dibuja una sonrisa maliciosa. No, que sigan solos, quiere dejarlos solos. Que esperen todo el da, la noche entera, e incluso un da ms o una segunda noche, pues el dios Domiciano meditar con gran cuidado sus decisiones y no se precipitar en nada.

    Es posible que Luca haya llegado ya a esta residencia suya del Albano: Luca Domitia, su emperatriz. La sonrisa de Domiciano abandona su rostro al pensar en Luca. Durante mucho tiempo no fue para ella ms que el hombre Domiciano, pero despus ha debido mostrarle tambin quin es el amo y dios Domiciano; ha tenido que eliminar a su favorito Paris y hacer que el Senado la desterrara a la isla Pandataria por adulterio. Bien est que hace tres semanas indicara al Senado y al pueblo de Roma la conveniencia de atosigarlo para que llamase de nuevo a la amada emperatriz Luca. De hecho, se dej ablandar y la hizo llamar. De otro modo habra debido partir a la guerra sin verla. Habr llegado ya? Si el viaje ha ido bien, debe de haber llegado. No desea demostrar lo mucho que le importa si ha llegado ya o no; ha dado orden de no ser molestado, no quiere saber de la llegada de nadie. Su corazn le dice que est all. Debe preguntar por ella? Debe rogarle que coma con l? No, es el imperator, el dios Domiciano; se domina, no pregunta por ella.

    Almuerza solo, deprisa, sin prestar atencin a lo que come; engulle, traga los bocados ayudndose con vino. Pronto termina la extraa colacin. Y qu har ahora? Qu hacer para dejar de pensar en Luca? Fue a ver al escultor Baslides, a quien el Senado haba encargado la confeccin de una estatua colosal del emperador. Haca tiempo que el artista le haba rogado que acudiese a ver su trabajo.

    Contempl la muestra en silencio. Lo haba representado a caballo portando las insignias del poder. Era un jinete notable, heroico, imperial, el que haba creado el escultor Baslides. El emperador no tena nada que objetar a la escultura, que, sin embargo, no fue de su agrado.

  • El jinete mostraba ciertamente sus rasgos, los de Domiciano; pero poda ser un emperador cualquiera, no necesariamente el emperador Domiciano.

    Interesante dijo finalmente en un tono que no ocultaba su decepcin. El pequeo y escurridizo escultor Baslides, que no haba dejado de observar

    atentamente cada gesto del emperador, le replic: De modo que no estis satisfecho, Majestad? Yo tampoco lo estoy. El caballo y el

    torso del jinete ocupan demasiado espacio, dejando en un segundo plano la cabeza, el rostro, lo espiritual.

    Y, como el emperador callase, prosigui: Es una pena que el Senado me encomendase representaros a caballo. Si Su

    Majestad me lo permite, yo propondra otra solucin a los senadores. Se me ha ocurrido una idea que considero muy sugerente. He pensado en una estatua colosal del dios Marte que exhiba vuestros rasgos. Naturalmente, no estoy pensando en el Marte de siempre tocado con el yelmo. El yelmo me hurtara gran parte de esa frente leonina vuestra. He pensado ms bien en Marte en reposo. Me permits que os muestre un prototipo?

    Y al ver asentir al emperador hizo que le trajeran el otro modelo. Haba representado a un hombre corpulento, pero sentado, descansando

    cmodamente. El dios haba depuesto las armas, adelantando relajado la pierna derecha, y rodeaba con las dos manos la rodilla izquierda levantada. Un lobo yaca a sus pies, un pjaro carpintero se haba posado insolente sobre su escudo. La muestra an estaba en su primera fase, pero ya haba modelado la cabeza, y esa cabeza, s, era una autntica cabeza de las que le gustaban a Domiciano. La frente tena ese aire verdaderamente leonino del que haba hablado el artista: recordaba la frente del gran Alejandro. Y el peinado, los breves rizos, le conferan un ligero parecido con ciertas cabezas, muy conocidas, de Hrcules, el supuesto antepasado de los Flavios, un parecido que desde luego irritara a ms de un senador. La nariz sobresala ligeramente curva. Las hinchadas fosas, la boca entreabierta, trasuntaban arrojo, voluntad de mando.

    Imaginaos, Majestad le explic excitado el escultor al constatar que su obra le agradaba de forma manifiesta, el efecto que tendr la estatua cuando la esculpamos en su verdadero tamao. Si me permits que ejecute mi proyecto, Majestad, esta estatua representar an ms al dios Domiciano que al dios Marte. Pues aqu no es el usual yelmo el que atrae la atencin del observador, ni el voluminoso torso, sino que cada detalle est pensado para centrar su atencin en el rostro, y es la expresin de ese rostro la que eleva al dios por encima de toda medida humana. Ese rostro ha de mostrar al orbe lo que significan los ttulos de amo y dios.

    El emperador callaba, pero con sus ojos miopes y saltones observaba su efigie con creciente agrado. S, es una buena idea. Marte y Domiciano hacen buena pareja. Incluso el cabello, dejarlo adentrarse levemente en la mejilla; tambin esa insinuacin de la existencia de patillas conviene a la representacin del dios Marte. Y el ceo amenazador, los ojos llenos de orgullo y de insolencia, el poderoso cuello: todos rasgos propios del dios Marte y al tiempo caractersticas que harn pensar en Domiciano. A ello se aade el decidido mentn, lo nico bueno de la cabeza de su padre y, por fortuna, lo nico que l, Domiciano, hered de aqul. Tiene razn ese escultor Baslides: el ttulo que se ha hecho conferir, el ttulo de amo y dios, resulta fcilmente explicable a la vista de ese Marte. Como

  • ese Marte en reposo quiere ser l, y as es: sombro, divino, peligroso justamente en su reposo. As quieren verlo sus aristcratas, as lo ama su pueblo, as lo aman sus soldados, y lo que Vespasiano no logr con su afabilidad ni Tito con su vehemencia, con su campechana, lo ha logrado l, Domiciano, precisamente con su lgubre majestuosidad.

    Interesante, muy interesante admiti, pero esta vez en el tono adecuado, y agreg: No lo habis hecho nada mal, mi querido Baslides. Le espera una larga tarde. Qu puede hacer antes de irse a dormir? Si trata de imaginarse las caras de las personas que ha invitado a acudir al Albano no encuentra a nadie, por muchos que sean, cuya compaa le agrade. Slo desea la presencia de una, pero su orgullo le impide llamarla. De modo que prefiere pasar la tarde a solas, no encontrar mejor compaa que la suya.

    Ordena que enciendan todas las luces del saln de ceremonias. Tambin hace llamar a los mecnicos para que se ocupen de la ingeniosa maquinaria de la sala, cuyos muros desplaza a su antojo y cuyo techo se alza hasta que desaparece y permite divisar el cielo. La ingeniosa maquinaria fue en su da una sorpresa destinada a Luca. Ella no la apreci debidamente. No valor como se merecan muchos de sus regalos.

    Acompaado nicamente por su enano Sileno el emperador penetra en la amplia y luminosa sala. Su fantasa la llena con sus innumerables invitados. Se sienta, relajado; inconscientemente ha adoptado la actitud de esa estatua de Marte, y se imagina cmo permanecen sentados, o tumbados, sus invitados, diseminados por las numerosas habitaciones de su palacio, consumindose temerosos en la espera. Manda ampliar y menguar la sala; juguetn, ordena que eleven y vuelvan a hacer descender el techo. Despus se pasea durante un rato de un lado a otro, ordena que apaguen de nuevo la mayor parte de las lmparas dejando nicamente ciertas zonas en una dbil penumbra. Y vuelve a pasearse por la inmensa sala, y su sombra lo acompaa, gigantesca, y su enano lo sigue, diminuto.

    Estar Luca ya en el Albano? De pronto a pesar de todo se siente con fuerzas para emprender una nueva tarea

    manda llamar a su ministro de polica Norban. Norban se haba acostado ya. La mayora de los ministros no saban cmo deban

    presentarse ante el emperador cuando ste los convocaba a horas intempestivas. Por un lado al emperador le disgustaba esperar, y por otro, se senta ofendido si no se mostraban cuidadosamente vestidos. Norban, sin embargo, saba que gozaba del favor de su amo, y por ello se conform con echarse la toga ceremonial sobre la camisa de noche.

    Su cuerpo no muy alto pero imponente an exhalaba, por tanto, el calor de la cama al presentarse ante el emperador. La cabeza poderosa, cuadrada, sobre los hombros an ms fuertes, puntiagudos, no estaba peinada; el firme mentn sin afeitar pareca an ms brutal que de costumbre, y los rizos de pelo negrsimo, embadurnados de grasa y, a pesar de todo, desordenados, que segn la moda al uso llevaba sobre la frente, colgaban grotescos sobre su rechoncha cara. El emperador no le tom a mal semejante dejadez, ni siquiera se percat de ella. Se mostr afable. Aquel hombre alto rode los hombros del otro, mucho ms bajo, y lo condujo de un lado a otro por la amplia sala en penumbra,

  • hablndole a media voz y expresndose por medio de insinuaciones. Le habl de que la guerra y su ausencia podran utilizarse para desbrozar

    ligeramente las filas del Senado. Una vez ms, en esta ocasin con Norban, repas los nombres de sus enemigos. l conoca sus vidas y tena buena memoria, pero Norban conservaba en su ancha cabeza an ms datos, sospechas y certezas, argumentos en favor y en contra. El emperador se pase con l de un lado para otro, envarado, rgido, sin soltarlo. Lo escuchaba, le lanzaba preguntas, expresaba ciertas dudas. No vacilaba en permitirle vislumbrar su interior, confiaba en l con una seguridad que proceda de un rincn secreto de su alma.

    Naturalmente, Norban tambin mencion a Aelio, primer esposo de la emperatriz Luca, el senador que haba bautizado a Domiciano con el nombre de Varriguita y al que Domiciano habra querido conservar a toda costa en su lista. Ese Aelio era un vividor. Haba amado a Luca, seguramente an la amaba; tambin amaba las muchas otras cosas agradables con las que el destino lo haba favorecido: sus ttulos y privilegios, su dinero, su buen aspecto y natural dicharachero que le procuraban amigos dondequiera que fuera. Pero mucho ms que todo eso amaba su ingenio, y le gustaba sacarlo a la luz. Ya bajo los primeros Flavios sus chistes le acarrearon disgustos. Bajo Domiciano, que le haba arrebatado a Luca, estaba doblemente amenazado y tena an ms razones para domear su lengua. En lugar de ello se atreva a afirmar que conoca exactamente la enfermedad de la que morira. Esa enfermedad sera alguna feliz ocurrencia. Tambin aquel da Norban le cont al emperador algunos de los nuevos e irreverentes chistes de Aelio. Al reproducir el ltimo, sin embargo, se detuvo antes de llegar al final.

    Contina! le orden el emperador. Norban vacil. El emperador enrojeci, insult a su ministro, grit, se deshizo en amenazas. Finalmente Norban le cont el final. Se trataba de un chiste tan refinado como obsceno acerca de aquella parte del cuerpo de Luca que emparentaba, por as decir, a Aelio con el emperador. Domiciano se puso lvido. Tienes una buena cabeza, ministro Norban dijo finalmente no sin esfuerzo. Lstima que te la juegues por hablar demasiado.

    Me habis ordenado que hable, Majestad dijo Norban. Poco importa replic el emperador, que, inesperadamente, aull: No habras

    debido repetir esas palabras, perro! Norban no se inquiet demasiado. De hecho, el emperador no tard en sosegarse, y

    continuaron hablando framente sobre los candidatos de la lista. Como Domiciano haba temido, no poda contar con que se eliminase en su ausencia a ms de cuatro enemigos del Estado; ms habra sido excesivamente arriesgado. Norban, que no estaba totalmente de acuerdo con la lista del emperador, insisti en aplazar asimismo la ejecucin del segundo senador que figuraba en ella. Finalmente, el emperador tuvo que tachar dos nombres de su lista de cinco, aunque a cambio Norban le concedi incluir uno nuevo, de modo que le quedaron cuatro. A esos cuatro nombres pudo aadirles por fin la letra M.

    Esa misteriosa M era la inicial del nombre Mesalino, y ese Mesalino era el hombre ms adusto de la ciudad de Roma. Al ser pariente del poeta Catulo descenda de una de las estirpes ms antiguas del pas, por lo que todos esperaban que se uniese a la oposicin del Senado. En lugar de ello se puso de parte del emperador. Era rico, y no lo haca por los pinges beneficios que extraa de acusar a ste o a aqul, incluso a amigos y parientes, de

  • lesa majestad: lo haca porque la perfidia le procuraba un inmenso placer. Mesalino era ciego, pero nadie lo superaba a la hora de husmear ocultas debilidades, o transformar en sospechosas inocentes afirmaciones y en criminales actos inocuos. Quien llegase a ser objeto del inters del ciego Mesalino estaba perdido: una acusacin suya equivala a una condena. El Senado tena seiscientos miembros, cuya piel se haba curtido en la Roma del emperador Domiciano, y todos saban que quien quisiese prosperar en ella deba dejar a un lado todo escrpulo. Pero al escuchar el nombre de Mesalino incluso los ms avezados torcan el gesto. El ciego conceda importancia a que no se le recordase su ceguera; se haba aprendido el camino hacia su escao en el Senado y avanzaba entre los bancos hasta su puesto solo y como si viera. Todos tenan cuentas pendientes con ese tipo torvo y peligroso: la cada de algn familiar, de algn amigo; todos habran disfrutado vindolo tropezar con algn obstculo que le recordase su ceguera. Pero nadie se atreva a ceder a su deseo, lo rehuan, y apartaban cualquier obstculo que se le interpusiese.

    De modo que el emperador anot la letra M tras los cuatro nombres. Con ello haba solventado la cuestin, y, en realidad, pens Norban, DDD habra

    podido dejarlo regresar ahora tranquilamente a su lecho. Pero el emperador le hizo permanecer a su lado, y Norban saba por qu. DDD estaba deseoso de or alguna noticia de Luca, deseaba saber de l qu haba hecho Luca en su exilio en Pandataria. Pero haba perdido la oportunidad de hacerlo. No debera haberle gritado de ese modo hace un rato. Ahora Norban se cuidar muy mucho de contarle lo que quiere or, no volver a hacerse reo de lesa majestad. Ensear a su emperador con sutileza a dominarse.

    Era cierto que Domiciano arda en deseos de preguntar a Norban. Pero, aunque no le ocultara nada, se avergonzaba cuando se trataba de Luca, y no se atrevi a preguntarle. Norban, a su vez, callaba astutamente.

    En lugar de hablar de Luca refiri al emperador, en vista de que no lo dejaba marchar, toda clase de chismes de negocios y pequeas vicisitudes polticas. Tambin le habl de los sospechosos movimientos que se haban detectado en la casa del escritor Flavio Josefo desde el estallido de las revueltas en las provincias orientales, s, incluso estaba en situacin de mostrarle una copia del manifiesto elaborado por Josef.

    Interesante dijo Domiciano, muy interesante. Nuestro Josef. El gran historiador. El hombre que ha descrito y conservado nuestra guerra juda para la posteridad, el hombre en cuyas manos est repartir gloria y afrenta. Para los hechos de mi divinizado padre y de mi divinizado hermano encontr toda clase de elogios, pero conmigo ha sido ms bien mezquino. De modo que ahora compone dudosos manifiestos. Mira por dnde!

    Y encarg a Norban que siguiese vigilando a aquel hombre, aunque sin intervenir. l mismo se ocupar, y seguramente antes de su partida, de ese judo Josef; hace tiempo que tiene ganas de volver a hablar con l.

    Luca, la emperatriz, haba llegado al Albano a ltima hora de la tarde. Confiaba en que Domiciano la saludara. Que no lo hiciera pareci divertirla ms que irritarla.

    Mientras su espritu presida la entrevista de Domiciano con Norban, sin que ninguno de ellos mencionase su nombre, coma rodeada de un crculo de ntimos. No haban acudido todos los invitados, pues aunque el emperador haba llamado junto a s a Luca nadie saba a ciencia cierta el efecto que tendra en l que compartiesen su mesa. Nadie estaba a salvo de encontrarse con una sorpresa mortal; ya haba ocurrido en alguna

  • ocasin que el emperador se mostrase particularmente benvolo con alguien justo antes de proceder a aniquilarlo.

    Los que participaban en la cena de la emperatriz se mostraban alegres, y la propia Luca estaba de un humor excelente. Nada en ella revelaba las fatigas del exilio. All estaba, grande, joven, pletrica; rean los ojos quizs excesivamente separados bajo la frente pura e infantil, todo su luminoso y valiente rostro irradiaba alegra. No tena reparo alguno en hablar de Pandataria, la isla de su exilio. Probablemente Domiciano la haba des terrado a aquella isla para que sintiese el peso de las sombras de las excelsas damas que fueron proscritas antes que ella: las sombras de Agripina, de la Octavia de Nern, de la Julia augustina. Pero en eso se haba equivocado. Al evocar a aquella Julia de Augusto no pensaba Luca en su final, sino nicamente en su amistad con Sileno y Ovidio y en los placeres que fueron la causa de aquel final.

    Les refiri los detalles de su vida en la isla. En ella convivan diecisiete proscritos y cerca de quinientos nativos. Naturalmente, vivan con cierta estrechez, y tambin resultaba molesto ver siempre a las mismas personas en torno a uno. No se tardaba en conocer hasta sus ms mnimas arrugas. La vida en aquella roca yerma, con el mar infinito a su alrededor, volva a ms de uno melanclico, adusto, y produca desagradables roces; haba pocas en las que se odiaban tanto que, cual araas encarceladas, sentan deseos de comerse unos a otros. Pero tambin era bueno librarse por una vez de los excesos de Roma, perder de vista algunos de sus rostros y depender tan slo de uno mismo. Ella no haba tenido malas experiencias en esa conversacin consigo misma. Adems, disfrut de ciertas sensaciones de las que nada podan saber en Roma; por ejemplo, la emocin que les procuraba ver llegar cada seis semanas el barco que les traa de Roma las cartas, los diarios y todos los pequeos objetos que haban solicitado. En resumidas cuentas, afirm, no haba sido una mala poca. Y al verla all tan alegre y vivaz no resultaba difcil creerla.

    Pero an no se haba dilucidado cmo vivira ahora Luca en Roma, qu actitud adoptara el emperador ante ella. Lo coment sin tapujos, y tambin los dems se expresaron al respecto con particular franqueza: Claudio Regino, el senador Junio Marullo, y el que fuera su esposo, Aelio, al que no haba tenido reparos en invitar a su mesa. Al da siguiente, opin Aelio, Luca sabra con seguridad lo que poda esperar en el futuro de Varriguita. Malo sera que ste expresase el deseo de encontrarse con ella a solas, pues posiblemente querra discutir. Pero probablemente Varriguita tema tanto discutir con ella como l lo temi en su da, por lo que sin duda pospondra en lo posible tal encuentro. S, l, Aelio, estaba dispuesto a apostar a que el emperador organizara maana una comida familiar, porque preferira ver a Luca en compaa de otros a enfrentarse con ella a solas.

    Luca por su parte no daba muestras de temer semejante confrontacin. No le importaba llamarlo por su apodo y, en presencia de todos, dijo dirigindose a Claudio Regino:

    Ms tarde quiero que me dediquis cinco minutos, querido Regino, para que me aconsejis sobre lo que puedo exigirle a Varriguita antes de reconciliarme con l. Si es cierto que ha engordado, como me han dicho, la cosa le saldr ms cara.

  • Como la mayora de sus invitados, el propio Domiciano no durmi bien aquella noche. Segua sin atreverse a preguntar si Luca haba llegado ya, pero una voz interior le aseguraba que s, que estaba all; que de nuevo dorman bajo un mismo techo.

    Lament haber ofendido a Norban. Si no lo hubiera hecho ahora sabra lo que haba hecho Luca en su exilio de Pandataria. Eran muy pocos los hombres con los que habra podido tratar all, y no conceba que ninguno de ellos le pudiera resultar atractivo. Pero ella era impredecible y se lo permita todo. Quiz lleg a acostarse con alguno de esos hombres, o tal vez con algn pescador; o con cualquiera de esa morralla que poblaba la isla. Slo que nadie se lo poda decir a excepcin de Norban, a quien haba cerrado la boca del modo ms estpido.

    Pero, aun conociendo lo que haba ocurrido en Pandataria, aunque supiera, minuto a minuto, lo que haba hecho all, no le servira de mucho. Tenso, con una mezcla de desagrado y deseo, aguarda la conversacin que mantendr al da siguiente con Luca. Busca frases con las que herirla, l, el altivo Domiciano, el dios, a la pecadora que, magnnimo, se digna recibir. Pero sabe de antemano que, por muy agudas que sean las frases que encuentre, ella se limitar a sonrer y al final estallar en una carcajada, esa oscura y plena risa suya; y le replicar algo corno: Vamos, vamos, Varriguita, basta ya. Diga lo que diga, y haga lo que haga, est hecha de tal pasta que ser incapaz de amedrentada. Pues mientras los dems, sus insolentes aristcratas, parecen tener horchata en las venas, en ella, en Luca, habita en verdad esa pujanza, esa fuerza de los antiguos patricios. Odia a Luca por esa orgullosa fuerza suya, pero la necesita, la echa de menos si no la tiene a su lado. Se dice que es la diosa Roma personificada, y que slo por eso la ama y la necesita. Pero lo que l necesita y ama es sencillamente a Luca, la mujer y nada ms. Sabe que no podr ir al campo de batalla sin haberle besado antes la pequea cicatriz bajo el pecho izquierdo, y que, si le permite besarla, ser un regalo. Ay, a ella no puede ordenarle nada, se limita a rer; de todos los vivos que conoce es la nica que no teme a la muerte. Ama la vida, toma del instante lo que ste le ofrece, pero precisamente por eso no teme a la muerte. El emperador haba convocado a primeras horas de la maana a los consejeros ms prximos a l a un consejo secreto. Los cinco caballeros que se reunieron en la sala de Hermes estaban soolientos. Todos habran preferido quedarse en sus camas, pero aunque en alguna ocasin pudiera ocurrir que el emperador los hiciera esperar indefinidamente, ay del que se atreviese a ser impuntual con l!

    A su manera, franca y ruidosa, Annius Bassus confi a Claudio Regino sus dudas sobre la futura campaa: aparentemente quera que Regino intercediese por l ante el emperador. Por una parte, opin, DDD no consideraba digno de l, de un dios, ahorrar; de modo que el mantenimiento de la corte, y en particular las obras, requeriran grandes sumas de dinero tambin en su ausencia. Y, por otra parte, conceda gran importancia rasgo heredado del padre a que se evitasen a toda costa los descubiertos. Pero lo que se resentira con todo ello sera la conduccin de la guerra. Tema que no se enviasen suficientes tropas y material a los generales del frente del Danubio. Lo que faltase en fuerzas y medios lo sustituira el comandante en jefe, Fusco, con su arrojo. Y ah radicaba

  • el mayor peligro. No, la administracin del Estado no es asunto fcil le replic Regino con un

    suspiro, qu me vais a decir a m, Annius. Ayer mismo recib un poema que me ha dedicado el poeta de corte Estacio.

    Y, con una sonrisa que le cubra toda la carnosa cara sin afeitar y bizqueando irnico con los pesados ojos soolientos, extrajo el manuscrito de la manga de su tnica de gala; sujetando el valioso poema con sus gruesos dedos lo ley con su voz aguda y sebosa:

    A ti solo se confiere la administracin de los sagrados tesoros del emperador, las riquezas de todos los pueblos, los ingresos del orbe entero. Toda la ganancia de las minas de oro de Iberia, todo lo que reluce en los altos de Dalmacia, las cosechas de Libia, lo que trae el fango del arrebatado Nilo, las perlas que sacan a la luz los buceadores del mar de Oriente, y el marfil de los elefantes del Indo a ti se confa como nico administrador. Sin descanso, vigilas tenaz, y con precisa celeridad calculas lo que requieren cada da los ejrcitos del Imperio, el mantenimiento de la ciudad; qu los templos, los canales; qu la conservacin de la ingente red viaria. Onza a onza conoces el precio, peso y aleacin de cualquier metal que, al surgir del fuego, transforma en imagen a los dioses, y al emperador en imagen, en moneda romana. El hombre del que se habla aqu soy yo afirm sonriente Claudio Regino, y verdaderamente resultaba un tanto cmico comparar a aquel hombre desaliado, escptico y carente de toda presuncin, con los excelsos versos que se le haban dedicado.

    El gran chambeln Crispn recorra la pequea estancia con paso nervioso. El joven y elegante egipcio se haba vestido con extremo cuidado a pesar de lo temprano de la hora. Sin duda haba dedicado mucho tiempo a su arreglo: como de costumbre, ola a esencias como si se dispusiera a acompaar el cortejo fnebre de un patricio. Los sosegados y vigilantes ojos del ministro de polica Norban lo seguan con evidente desaprobacin. No le gustaba ese joven pisaverde, senta que se mofaba de su propia grosera. Pero Crispn era una de las pocas personas contra las que Norban nada poda. Cierto que el ministro de polica conoca muchos detalles oscuros de las finanzas del derrochador Crispn. Pero el emperador senta una inexplicable debilidad por el joven egipcio. Vea en l, ducho en todos los refinados vicios de su Alejandra, el espejo de la elegancia y del buen tono. Pues Domiciano, el defensor de la ms pura tradicin romana, despreciaba aquellas artes, pero Domiciano el hombre experimentaba un gran inters por ellas.

    Crispn exclam sin detenerse: Seguramente se tratar de nuevas leyes sobre moralidad, ms estrictas. DDD no

    cejar hasta convertir nuestra Roma en una gigantesca Esparta. Nadie le respondi. De qu serva rumiar las cosas cien veces? Tambin cabe pensar opin Marullo con un matinal bostezo que nos ha

    convocado a causa de algn rodaballo o de una langosta. Se refera a aquella malvada broma que el emperador se haba permitido no haca

    mucho, cuando, en medio de la noche, orden a sus ministros acudir a toda prisa a Albano para preguntarles cmo deba prepararse un rodaballo enorme que le acababan de regalar.

    Los ojos del omnisciente Norban, en cuyos informes figuraban con todo lujo de detalles los actos y afirmaciones de todos y cada uno de ellos, an seguan al irritado Crispn; eran unos ojos castaos, hasta su blanco estaba teido de castao, y su atenta y

  • serena expresin recordaba los ojos de un can al acecho. Habis descubierto algo nuevo sobre m? acab por preguntarle el egipcio

    irritado por su mirada. S le replic escueto Norban. Vuestro amigo Metio ha muerto. Crispn se detuvo de pronto y volvi el fino, esbelto y vicioso rostro hacia Norban; en

    l se mezclaban la esperanza, la alegra y la preocupacin. El viejo Metio era un hombre muy rico; Crispn lo haba acosado hbilmente alternando las muestras de afecto y las amenazas, y el anciano termin por acceder a dejarle una suma muy considerable en su testamento.

    Vuestra amistad no parece haberle sentado muy bien, querido Crispn dijo el ministro de polica; todos seguan ahora su conversacin. Metio se ha abierto las venas. Por cierto, poco antes leg toda su fortuna Norban subray expresamente la palabra "toda" a nuestro querido amo y dios Domiciano.

    Crispn logr mantenerse sereno. Siempre nos trais buenas nuevas, querido Norban replic corts. Si aquella enorme fortuna no le corresponda a l, que recayese en el emperador, a l

    se lo conceda. A pesar de su retorcimiento, los cinco hombres reunidos en la pequea sala sentan un sincero afecto por Domiciano. Pese a sus siniestros caprichos DDD fascinaba a las masas y a todos los que se le acercaban.

    Claudio Regino haba escuchado aquello haciendo visajes. Ahora volvi a relajarse y se recost, desaliado y sooliento, en un silln.

    Ellos lo tienen fcil le dijo a Junio Marullo a media voz volviendo la cabeza hacia los otros tres, son jvenes. Vos, en cambio, Marullo, y yo, hemos logrado algo que ninguno de los amigos del emperador ha conseguido: los dos hemos superado los cincuenta.

    Entre tanto, Norban haba acorralado a Crispn en un rincn. A su manera, serena pero levemente amenazadora, amortiguando la pastosa voz de forma que los dems no pudieran orle, le espet:

    Tengo otra buena noticia para vos. Las vestales asistirn a los Juegos Palatinos. Podris ver a vuestra Cornelia, querido Crispn.

    El rostro cetrino de Crispn casi se desencaj por la sorpresa. En un par de ocasiones haba expresado con cierta osada los deseos que le inspiraba la vestal Cornelia, pero slo ante sus ntimos, pues el emperador se tomaba muy en serio el sacerdocio y no toleraba el ms leve comentario irreverente sobre sus vestales. Crispn recordaba exactamente lo que haba osado decir: qu aunque Cornelia se hubiera cosido a la piel aquel vestido blanco la hara suya. Por qu endiablados vericuetos haba llegado aquello a odos del maldito Norban?

    Finalmente los consejeros fueron conducidos al gabinete interior. El emperador estaba sentado en una silla con alzas delante de su escritorio, rgido y

    primorosamente engalanado con la tnica mayesttica reservada para l, y llevaba puestos los incmodos zapatos de gruesas suelas, si bien la mesa ocultaba sus pies. Le agradaba ser en todo un dios, y se limit a replicar con un altivo y hiertico asentimiento al ceremonioso y humilde saludo que le dedicaron los consejeros.

    La objetividad con que condujo la reunin result por ello ms chocante. Aunque

  • transido del sentimiento de su carcter divino, juzgaba con un humano sentido comn los motivos y argumentos que le exponan aquellos seores.

    Para empezar trataron el proyecto de ley segn el cual deba encomendarse para siempre al emperador el control supremo de la moralidad y el Senado limitando a lo puramente formal los derechos de la corporacin corregente, con lo cual haran realidad el principio de la monarqua absoluta. Desarrollaron hasta en sus ms nimios detalles estilsticos los argumentos en que basaran su proyecto. A continuacin estudiaron el modo de armonizar el presupuesto de guerra con el aprobado para tiempos de paz. Por una parte, deba asignarse una suma bastante elevada al constructor Frontn para proseguir con el muro que les protega del avance de los brbaros germanos, y por otra era necesario conceder importantes primas y bonificaciones a los contingentes que partan hacia el frente. Pero tampoco podan detener sin ms las ambiciosas obras iniciadas en la ciudad y en las provincias, so pena de mermar el prestigio del emperador. En qu podan ahorrar? Y dnde, en qu partidas podan elevar an ms los impuestos sin abrumar excesivamente a sus sbditos? A continuacin debatieron qu medidas deban adoptar contra las provincias cuyo dominio no era ta