fernando lorenzo

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LIBRO ANTOLOGIAS

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FERNANDO LORENZO

EXTRANJERO EN SU TIERRA

Page 4: FERNANDO LORENZO

Diseño de tapa: Pedro TorresDiagramación: Andrés OliverISBN: Ediciones Culturales de MendozaSecretaría de Cultura - GOBIERNO DE MENDOZAAvenida España y Gutiérrez, planta baja - (5500) MendozaTel.: 0261 - 4495846 E-mail: [email protected]

Impreso en ArgentinaPrinted in Argentina

Page 5: FERNANDO LORENZO

Ediciones Culturales de MendozaSecretaría de CulturaGobierno de Mendoza

FERNANDO LORENZO

EXTRANJERO EN SU TIERRA

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PRÓLOGO

El silencio final

“¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte? Ya no quiero quedarme para esa melodía sin balcones al sol, ese réquiem trotado por caballos con máscaras donde tu cuerpo ahogado flotará eternamente simulando la vida”.

Fernando Lorenzo, Manual de la tierra arrasada

Estar dispuesto a decir ciertas cosas puede condenarnos al

silencio de todos. Por eso hay mensajes que se urden con la inequí-

voca intención de callar y, por eso también, el silencio se parece al

olvido. Fernando Lorenzo es uno de los escritores más extraordina-

rios que ha dado el país. Su puño es tan alto, tan elegante y certero

que no termina por resolverse en misterio el hecho de que no haya

gozado de la fama en las tribunas literarias de Hispanoamérica.

Su obra goza de un privilegio que la constituye: es conceptual,

cerrada, cierta en sí misma, invalorable por su intensidad. Su mundo

literario es como un mantra, que solo se permite el lujo de cambiar

de colores. La hondura de su lírica, por ejemplo, se corresponde di-

rectamente con la desnudez, el vacío de su dramaturgia, y su lírica

y su dramaturgia encuentran explicación, un poco de explicación,

en sus cuentos, menos aún en sus novelas. Quizás, el único recreo

que se permitió en su trayectoria fueron las intervenciones de tono

popular en las letras -prácticamente desconocidas, tristemente in-

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éditas- de las dos cantatas que compuso con su hijo Ramiro: Cantata latinoamericana e Hijos del mar.

El absurdo, la ironía, la desesperanza, la incomprensión, la

economía son ingredientes habituales de sus libros. En todos los ca-

sos, su signo distintivo ha sido el enorme cuidado que el escritor ha

tenido en el uso de la palabra: nunca una de más; siempre, varias de

menos.

Fernando Lorenzo, el gran escritor, el mendocino de Argen-

tina, pero el eterno extranjero en su tierra, trabajó su obra para el

silencio final. No solo el silencio de sus lectores, azorados por sus

alturas, sino también para un silencio social como forma de soslayo.

Jamás buscó este hombre premio alguno a la claridad de su puño;

jamás persiguió el aplauso, la voz en alto, la maestría o las plumas

de pavo de la acumulación adjetiva: Fernando Lorenzo escribía, como

los grandes, para quedar anclado en la pregunta y su silencio.

Su obra -comprendida ideológicamente su matriz en los “is-

mos” surgidos entre las grandes guerras del siglo XX- podía coquetear

con jolgorio surrealista o con la fractura beckettiana, con el pavor

cioranesco o con la precisión y el rigor borgeanos e incluso también

con el realismo mágico latinoamericano. Podía y, en algunos casos, lo

hizo durante y aun antes que los mismísimos protagonistas. ¿Cómo

no dejarnos mudos y de espaldas, si él precisamente escribió para

lograrlo y calló después de hacerlo?

Cierto es que hay otro Fernando Lorenzo también: el gene-

roso, el cotidiano. Aquellos que, durante años, lo disfrutamos como

amigo y maestro bien sabemos de qué hablamos. Era un hombre

refinado y elegante; un espíritu solitario en compañía y el dueño de

su propia versión de la mítica urbana, pero de aquella de los cafés

de la bohemia, la de los bares nocturnos, la de las mesas de las

celebridades culturales sobreviviendo a sí mismas. Ciertamente, no

era el mismo Fernando el que escribía poemas como agujas que el

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Fernando que se iba abriendo como un libro con el transcurso de la

noche. El punto de coincidencia entre uno -el escritor circunspecto-

y el otro -el hombre generoso- era su humor: ácido, eficaz, oscuro a

veces, demoledor, inteligente y exitoso, nada menos.

Tuvo, entonces, ciertamente una devolución a su oferta de

alturas y de palabras como luces: sus coetáneos lo respetaron y

muchos de los escritores más jóvenes lo veneraron. Tal vez, esta

pudo ser una modesta devolución, una evidencia de excepción que

confirma la regla del perfecto extranjero

Hay, en este libro fundamental para las letras argentinas, dis-

tintas facetas del mismo escritor. Quienes por primera vez ingresen

a su mundo encontrarán poemas, cuentos (algunos inéditos), dos

novelas (una de ellas inédita, (Subsuelo) y las también inéditas letras

de la Cantata latinoamericana. Queda, para este caso, la deuda de

una de sus expresiones más acabadas: la dramaturgia.

Para los manuales, digamos que Fernando Lorenzo nació

en Mendoza en 1924, ciudad en la que murió en 1997. Fue poeta,

dramaturgo, cuentista, novelista, artista plástico, director y actor de

teatro, crítico de arte, docente y corrector de estilo de periódicos. Fue

también profesor de Artes Plásticas y egresado de la desaparecida

Escuela Superior de Arte Escénico de Mendoza. Además, en su pro-

vincia, integró el grupo literario El Aleph y creó la Sala Experimental

de Arte.

Destaquemos algunas de sus obras. En teatro, Nahueinquin-tún; Los establos de Su Majestad, escrita junto a Alberto Rodríguez

(h); Concierto a fuego lento de la señora Decroly, El cerrojo, Un lunes, entre otras. En narrativa, Sucesos en la tierra, cuentos, y la novela

Arriba pasa el viento y la inédita Subsuelo, en este volumen finalmente

editada. En poesía -su ámbito de más jubiloso desarrollo literario-,

brilló con Tránsito, Segundo diluvio, Anverso y reverso (con Carlos

Levy). Citemos también un trabajo mal editado, inédito en lo práctico,

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aunque bellísimo: el disco “Doble filo”, poemas de Fernando Lorenzo

y música de Ramiro Lorenzo, un punto de encuentro luminoso entre

padre e hijo, que luego se repetirá en las cantatas.

Si, para entenderlo más, debiéramos buscar puntos de fijación

que se acerquen a su mundo, no podremos pasar por alto lo alto de

la literatura del siglo XX: ultraísmo, surrealismo, existencialismo,

creacionismo, experimentalismo y literatura latinoamericana. Si, para

entenderlo menos, debiéramos preguntarnos por qué Lorenzo ha

sido tan vehementemente despreciado por la crítica y la academia,

tal vez la respuesta tenga que ver no solo con su carácter esquivo

al reconocimiento, sino también a la poca condescendencia que su

obra tuvo con los paladares fáciles. Estamos frente a un escritor que

asume riesgos, que pone trampas, que salta al vacío, que azora con

sus imágenes, que atraviesa la metáfora, que nos deja en silencio.

Recuerdo cuando, hace unos años, escribiendo yo algunos

artículos sobre literatura argentina para Encarta de Microsoft, debí

decidir si incluir a Fernando Lorenzo entre los grandes de las letras

del país; lo dudé un momento y, luego, ya incluido, vino la pregunta:

¿cómo no incluirlo? ¿Quién decide quiénes entran al Olimpo de las

Letras y quienes purgan, junto a sus verbos, vaya uno a saber qué

condena? Que no quepan dudas: si este hombre hubiese escrito lo

que escribió en otro sitio, probablemente sería tenido por lo que,

en realidad, es: uno de los escritores argentinos más relevantes del

siglo XX.

Quienes transiten las páginas de este libro trascendental que

hoy ve luz habrán de saber que abunda en sus páginas la pregunta

por la existencia. ¿Qué otra cosa es la literatura? Fernando Lorenzo

lo sabía. Y dio cuenta de esa duda como quien nada espera a cambio

más que el punto final y renovado pavor ante la página en blanco: el

silencio final.

Ulises Naranjo, agosto de 2011

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FERNANDO LORENZO POETA

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Mensaje a los jóvenes poetas

Poeta, cuídate. Cuida también la antorcha

si vas a la batalla: la batalla es tiniebla

pero la paz es dura, dura como la sangre coagulada.

No hay en el mundo un hombre que no haya sido niño,

por eso cada guerra es también una vasta trinchera

donde el soldado clama por la leche materna

mientras come en silencio

la pólvora y el plomo,

recordando aquel vientre ya enterrado.

Cuida tus manos, hechas con finísimo polvo de harina y oro.

No te las cortes, no te las cortes en el amor para hundirlas

como golondrinas que divisan ya el mar

en el cuerpo extendido a tu lado, que excede

los límites del país donde amas.

Toda cama es de piedra.

Gasta tus manos solamente como cantos rodados hasta que llegue

el día

y el sol te aparte de ese cuerpo, te separe,

corte tu beso en dos, sin que sangren los labios.

Cuida tu frente, último muro hacia arriba, muralla sitiada.

Lo que tus enemigos buscan desde el comienzo de los tiempos,

cuando todo era azul y nadie nos miraba existir,

solo dioses hambrientos.

No los dejes trepar con sus patas hendidas,

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defiende tu frente, ese hueso donde todo es espanto,

donde la vida y la muerte son espanto.

Cuida tu frente, bajo la cual vive enterrada en vida

tu infancia.

Tu frente, también vela de tu barco.

Cuida tu cuerpo, esa llaga vestida, armoniosa y sumada,

contraluz y paciencia de la luz,

mañana que ata y desata el viento… y las palabras.

Cuida esa perfección, ese dolor que investiga el deseo.

Cuida tu cuerpo que duerme, que se acuesta, que se levanta,

que va y no vuelve nunca igual a sí mismo, que te ronda,

despierta y confunde lo soñado y lo vivido,

que envejece sin ruido entre los objetos eternos.

Cuida tu cuerpo desnudo y cuida el cuerpo desnudo que amas:

serán tu paz necesaria y tu guerra dichosa.

Son, uno junto al otro,

la tierra y el mar soldados por un aro de fuego,

mientras los ojos ofician de estrellas en la noche perfecta.

Cuida al fin tus palabras. Porque has venido al mundo

a soplar al oído de los hombres

la tempestad y su cortejo de cristales partidos,

los días quemados sin objeto,

el último sabor de una lágrima. Has venido a soplar

sobre la cerradura de la muerte,

sobre el vino humano tierno, dócil a la boca, hermano

callado de la pena que andamos divulgando,

sobre la cabecera de la cama -reunión de tantas cosas-

sobre el fuego que amenaza apagarse,

sobre los árboles más altos…

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Has venido a soplar sobre la sombra que va cubriendo el mundo

las últimas monedas de los dioses.

Y cuida tus lágrimas. No las gastes en ojos.

No derroches esa agua preciosa en amores perdidos.

Guárdala para el día en que pactes con la tierra.

El día, la hora y el instante

del aliento final, entre las sábanas,

cuando la necesites para la sed final, que llega entre sedientas

amapolas.

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De TRÁNSITO (1948)

JUNIO ESPERABA AFUERA

De pie en el centro de la angustia,

Asida fuertemente del alba,

Apoyándose en todas las madres de la tierra,

Mi madre,

Con su proa redonda vuelta al cielo

Vigilaba su límite,

Preparaba mil astros,

Y el viento sacudía su cabeza guerrera,

Le besé el corazón: era la hora. Adiós, madre.

Ella cerró mis ojos y mi voz por dentro,

Y avancé horizontal dando portazos.

Descendió su marea.

Encendimos un árbol.

Citamos duros bueyes que embistieron la llama.

Niñez como milagro.

De nuevo el día, desnudando los árboles,

Se posa en la materia, recupera

Su volumen perdido y acontece lo verde.

Los bueyes se desvisten bajo un mapa de trigo

Y pacen infinitos de fósforo.

Canta su pueblo en nítidas bandadas,

Elevan sus gargantas los altares del humo.

Oh buey, oh geometría vertical de la tierra,

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Anterior a la danza, absoluto,

Historia del motor y la brújula

Desde lejos yo miro tu tren sin ventanales:

Cuerpo de girasol y de granada.

Tus cuatro imanes pulsan el coral y el nitrato,

Plomada de color, caparazón de vino, buey arqueólogo.

Tú sueñas con el caldo fresco de las raíces.

Eres el arco, el meteoro terrestre.

Tu largo pensamiento de hueso embiste al mar.

Flecha nuestra. Dirección del hombre. Principio de

los días sin término.

Estoy de pie en el aire.

Dulcifico mis ojos.

Huelen aún mis manos a fogata.

De tanto vuelo por cantarte cantos

Me di en el cuerpo con el ala misma.

Niñez como milagro:

Ademán entre espejos,

Sangre a flor, cotidiana del naranjo.

Cántico de durazno y dedo herido.

Sé que me duele por la espalda un tiempo

Largo de estar mirando las estrellas.

Quién soy yo. Quién me envía

Qué hago tornar los pájaros.

Oh, qué ojiva infinita me creció de las manos en el rezo,

Que el corazón aprendió una palabra sagrada.

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De Segundo diluvio, 1954. Colección Clavel del aire, al cuidado de

Alberto Rampone. Mendoza. D’Accurzio

El fuego A Carlos Alonso

Un día bajé al cuerpo como a un sepulcro vivo

y era la vida apenas una onda

y un domador cruel.

El amor existía

bajo la forma rudimentaria de la piedra y su

sombra.

Pero la llama estaba. Madura, a la intemperie,

inmutable, en su trono.

Ancha, benigna llama madre nuestra ciega,

rostro abierto a la noche y alarido

que no puede morir porque ni aun vive,

cabellera que pone la humanidad traslúcida:

se ve el bautismo adentro como un charco cubierto

por las hojas,

se ve el tigre de gruesas venas transparentes

bramando,

se le ve al hombre el hilo con que Dios lo maneja.

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Alrededor de la cintura el fuego:

mi cintura y el fuego como un hambre

y un pan que se sepultan,

y entre adioses

las más terribles fechas se suceden

porque la llama vela la tiniebla,

porque la tiniebla vela la llama,

y nos pesa y no podemos conducir la madera

que nos sobró tras de techar la nave,

y este sudor no cicatriza nunca,

aunque el mar cicatriza más pronto que la mano del

hombre.

Donde con más furor crece el diluvio:

en la llama, en la sangre,

existió en otro tiempo lo votivo y el canto,

la esperanza adherida a los racimos

como un canon disuelto en el azúcar,

y existieron los saltos de la infancia

para arrancarle un poco de bondad a la muerte,

y el pájaro hizo escala en la Ciudad del Hombre

y este aprendió a volar al tercer día:

le enseñaron el canto y la paciencia,

cómo techar los ríos,

qué altura dar al lecho,

desde dónde empezar las ligaduras

del primer grano y la primera tierra,

para qué fue la noche construida.

Cómo se planta el tilo,

qué palabras prefieren los caballos

cuando pacen y nutren sus cuerpos musicales.

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Hoy los otoños giran como puentes

Dirigidos al alma. Juventud

que supo abrir los brazos en el alba

busca poder herirse con un ángel,

el ángel negro, desmayado, fijo,

que hizo girar el círculo del beso.

La juventud también -miradla- gira

(oh, flor en movimiento entre la llama)

con tendones sonoros y abortantes

y el abejal de las rodillas canta.

Canta hasta el humo alrededor de todo

lo que es creación y sin embargo muere.

Muere de luz mayor, se cierra, estalla.

Estalla y alta como el sueño es.

La juventud es alta como el sueño.

El beso se defiende entre sus labios.

Los guardianes del aire -girasoles-

castidad acumulan en la sombra

oyéndola vestirse, desvestirse y vestirse

para andar a caballo, desbocarse y morir.

El amor aquí es duro aunque su espina

dúctil es a la carne, y los desvelos

perduran primaveras acostadas.

Besos aquí y allá dados por labios

cuyo martirio es transitar en otros.

La juventud es vínculo y altura.

La juventud tiene color del viento,

la cadera estrellada como el mar,

mártir el labio de vivir al rojo,

flor que se ahoga contra la belleza.

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El fuego aquí confluye, fluye, lame

capitanías, dados, equinoccios,

y la armadura de la brasa entrega

su paciencia de mármol a los héroes.

Oh, fuego allá y aquí y entonces siempre.

Ropa de cuajo abierta por la llama,

desnudados los cuerpos hasta el barro.

Esperar, esperar, esperar la esperanza,

Más tiempo, muchas vidas, inmóvil la estación,

sorda, raída la llama, y el cuerpo siempre nuevo.

Tal es la sed allí:

de siempre en siempre.

Los paisajes del mundo: la campana

que ahora será dolor:

tristísimo badajo que no ha volado nunca con dos alas:

pájaro maldecido con un hombro gigante que le pesa.

Oh, unidad de la llama,

nadie peca en el mundo; ved los ojos

cada vez más pequeños en el rostro del hombre,

y el ancladero de la tierra nuestra

donde la soledad hiede y se expande

agrietando la nada y el polen coronario.

Allí está dios con una piedra negra.

¿Llama de quién a quién? ¿Por qué? ¿Hasta cuándo?

Tú que has pasado por aquí conoces

el sepulcro por dentro y la toalla,

qué pesada la cruz y leve el cuerpo,

cómo la sostenemos en el viaje,

cómo luego a nosotros nos sustenta.

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Aquí nos cuesta el cuerpo desvestirnos

para entrar en la noche, y en la enmienda

catedrales de piedra levantamos

con argamasa y fuego, y el leproso

puesto a dar campanadas hasta el día temblando,

puesto a darlas temblando

hasta el día más negro en que la lepra negra

desmenuza el badajo.

¿A qué la llama siempre? ¿Desde dónde,

si esqueleto con alas sobre un beso

cupo en la plena llaga, o hacia dónde?

si fuego y fuego y fuego ya se anulan

y la llama quemándose no siente

y toda la frente volverá a caer

repitiendo las mismas hecatombes diarias

mil veces cada noche en esta vida,

y ya es fuego aquí el hombre, y su simiente

tiene temperatura casi al blanco,

y es doloroso ver el año entero

desde una torre consumirse solo,

llena su vestidura de tristeza,

apoyarse en colinas, sonreírnos,

penetrar en la boca de los náufragos,

atropellar la pubertad del cóndor.

Hemos puesto la copa en cada árbol

con equidad entre tu reino y este,

lo que igualdad quiere decir, y justos

nos lavamos el rostro deshaciendo

la forma de los sueños en la frente.

Porque el trabajo es duro y la herramienta,

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y navegar un río es como amar

y como amar también cortar un fruto,

extraerle el gusano, desvestirlo,

ponerlo en las encías, desmayarlo,

sentir su aroma luego por la sangre.

Mucha llama quizá para tan pocos.

Esta mano que muere con el cuerpo,

que sigue echando tierra por sí sola,

escribe el himno, esculpe, ya no crece,

y sin crecer hace crecer la vida,

injerta el árbol nuevo al árbol viejo,

y dice adiós continuamente a todo.

Todo ya está encendido sobre el mundo,

los días con sus noches hasta siempre,

ecuestre el día en su caballo negro:

todo estatua inmutable.

Vamos a llama. Allí seremos llama,

sin piedad llama abierta en la ceniza,

uno llama del otro y todos sed,

una sed ya sin cuerpo contra llama.

¿Y la vida?

“Fabio, Fabio, hijo mío, dónde estás?”.

“Aquí, madre, aquí; pero tú no me ves”.

“Entonces, hijo mío, ¿tú sabes

quién se llevó la eternidad tan lejos?”.

Aquí los cuerpos se aman todavía: asisten:

el sonido a la gota,

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la savia a la estructura,

y cada noche nos citamos a ver el polen que peligra,

y enaltecemos, mano contra mano,

esta cadena en sombra solo tuya,

y damos al sediento de beber en la copa

de la mano rompiendo la cadena

y volviéndola a unir. Hemos plantado

con tanto amor en el recién nacido

la semilla del pulso y él ahora es un árbol

que da sombra a otros niños menores,

y la casa del hombre se llena de estupor porque bajo

tormentas

se estremecen en las cabeceras los crucifijos,

y al que muere lloramos,

le unimos los maxilares para que no salgas de él,

y puesto horizontal -con flores en el cráneo-

nos disponemos a esperar algún día ver su rostro en

la nieve.

Pedimos una tregua:

el pan y el vino como pan y vino

sobre un mantel apaciguado, en torno

el ancho pecho frío de la atmósfera

y el sueño inesperado: a quien abrimos puertas,

acueductos y sombras,

de quien decimos o callamos todos.

Yo me digo: este día

no quiero amar a nadie,

sólo amar tu recuerdo,

consumirme este día,

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apretarme hasta el llanto,

llorar hasta la perla,

serte lágrima adentro,

violentar la esperanza

hasta arrancarle un tallo.

Y tener claridad en tus cabellos,

y hallar maneras todopoderosas

de sonreír en lo más triste mío,

y no citar ni la mañana apenas.

Un día todo adentro de este pecho

donde sé que aún estás volando en círculos

y que la punta de tu ala toca la punta de mis dedos

y que sus yemas tienen tu color,

mejilla por mejilla.

Amo este día, entonces, estas manos,

y en su trasluz estás como otra sangre

puesta sobre mi muerte como un labio

que ha de besarla y arrancarle piedad.

Y yo sé que este día

es el menos solitario de los que aún penden del

corazón,

y que ya -desprendiéndose como está ahora-

no caerá al mismo sitio de los otros,

y si es ceniza abajo

no será transmutado su color ni transmutada

su temperatura,

y él vivirá conmigo sin integrarme

para ser mi alimento poderoso.

Sé en la cadera siempre y en el pecho este día.

Sea la vida como tú: yacencia.

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Sean postrimerías estos abrazos nuestros,

sea la piedra musical,

sea este amor el nuestro amor sin llanto,

sea el amén de boca a boca, ciegos.

Porque cada día terrestre tiene aquí su réplica,

y este día de hoy

corresponde a aquel otro de toda nuestra dicha

que se partió en el alba

y al mediodía ya era dos mitades:

tú habitaste la una, yo la otra y arcos

de polen luz milagro

nos tendieron,

y besos nos tiramos,

besos que daban yemas en el aire

y llegaban arbustos.

Da pena tanto amor en dos apenas nosotros,

seres puro silencio,

tallos vertidos a una primavera, la inflexible,

miedo no recogerlo en un latido,

miedo ese halo de la carne sola,

células que no llegan a las células,

tristes pétalos sollozando en la altura

que no pueden contenerse.

Desde la llama yo he escogido un día,

ese más vertical,

ese que se amamanta sobre el álamo,

y en él me uno a ti

y en ti se unen

todas las vocaciones de la tierra,

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todos los cuerpos míos que transformó la edad de habitante

del fuego.

Y consumiéndose sin consumirse,

yo digo tuyo, tuyo, tuyo,

como aquel otro hace mucho en la tierra,

y velaré sobre él,

y golpearé el sonoro pecho del arcángel

para velarlo.

Deja tu mano puesta sobre el último día.

A gotas cae del árbol un purgatorio lento.

Es un sonido que vive por nosotros a cierta hora de

la eternidad, este deseo.

Carlos, amigo mío, te prometo

contar la soledad gota por gota

sin omitir un solo cubo negro.

Explicarte lo solo que es ser hombre

En este aquí de ruedas silenciosas

donde se adora un dios de barba inmóvil.

Decirte a ti para avisar a todos

que estoy en ella y es así de sola.

Me está mirando muerta desde un eje,

me está haciendo olvidarte y yo no quiero,

me está poniendo en el aliento un cuerpo

cada vez más cerrado.

Manos, rezad. Rezadle una plegaria al hombro.

Muñecas -oh dementes- arrancadme este recuerdo del

Mundo,

desenterradme a mí de este recuerdo

del amor y la vida.

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Cuando esta ala enfurecida llegue,

esta ala que no ha encontrado pájaro,

ni navío, ni tortuga siquiera,

y dejadme vestido sobre un liquen gigante,

fiel a la vida y al amor y a la tierra,

y llegue en círculos,

en cada vez más grandes círculos llegue

ese desdén celeste del talón de los héroes

que visita la frente de los muertos,

cuando no pueda oír la guitarra enterrada y nuestros

ríos, que son corpulentos y sonoros como el primer hombre

sobre la tierra.

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De Revista Reloj de agua, 1976

En un lujoso cementerio

En un lujoso cementerio que se llama Brahms

y en la cara más azul de mi recuerdo intenso

te postrabas, indómita, como la leche honda

de los niños hambrientos, sobre cubierta,

en el mar, blanqueándolo todo.

Aparecías sin milagro, crecías a bordo igual

a las plantas olvidadas. Cohabitabas

con la última luz del día, el primer destello

manso de la mañana. Era como llorar

verte crecer en las colinas terribles

haciendo señales. El mar era la nada.

Un montón de olas muertas flotando y flotando.

La muerte huía.

Por vereda y vereda ronda hoy tu recuerdo.

Morí y morí. Sangré. Basta de dioses.

Echa la falda al fuego y amémonos despacio a través de

las venas azules de los héroes

que gastaron su tiempo sin quejarse. Anda.

Trepa el muro liviano. Hemos muerto como el tiempo

bajo la primavera de los otros.

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De Revista Aleph N.º 8, 1992

Maternidad

He leído en un libro de hierro esta verdad: “todas las madres

dan a luz, no por la nueve lunas que suceden

al riesgo del esposo, sino porque

repiten una palabra que solo ellas conocen”. Una

palabra mágica. Una

palabra que nunca jamás

darán a conocer a los hombres. El esposo decide a la

esposa a decirla,

solamente la empuja a pronunciarla, sin saberlo. Y

hay esposas solitarias,

no visitadas por el esposo nocturno, que conciben

sin hombre:

son aquellas que llevan en el vientre su niño

hasta la muerte sin darlo a la

tierra ni al viento

ni al desdén, sin conocerlo siquiera. Y mueren con

el niño dentro; entonces, a veces, el pequeño

abandona el seno, se abre paso

entre la tierra y sale a respirar: ¿no habéis visto, acaso,

alguna vez esa flor blanca junto a algunos sepulcros?

Pero muchas más son las que prefieren conocer el

rostro del engendrado.

Y a la novena luna salen, en fila interminable, hacia

el campo, y lo

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dejan en medio del rocío. Antes se echan y piensan

y dicen

la palabra esotérica. Esa palabra hace que

comiencen a danzar los pies del niño en el vientre,

hasta que todo el

cuerpecillo nada y vuela, como un pez y un pájaro,

en el oxígeno y en la sangre.

Algunas veces es necesario repetir la palabra porque el

niño se entretiene viendo saltar el corazón materno,

sin poder retenerlo.

Pero al fin cierra los ojos fuertemente y comienza a

vivir entre nosotros.

La esposa lo deja en el rocío.

La lluvia lo lava.

El sol lo calienta.

La leche lo nutre.

Pero yo no puedo revelaros la palabra.

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De Antología I Grupo Aleph, 1997

Los ojos

Cómo se estorban las hormigas y los astros.

Ya no cabemos. Ni el amor de los perros

ni los dientes de un piano

tienen espacio puro para trotar y enloquecer subiendo por

el filo de una espada.

Solo tus ojos claros pudriéndose en el tiempo han quedado

fuera.

No cabe ni una lágrima perdida,

ni una gota de lluvia reflejada,

ni la tiniebla:

apenas cabe aún

el recuerdo de tus ojos claros pudriéndose en el tiempo.

Hemos cerrado el mundo atroz y respiramos

el mismo tedio, los besos con espinas, esas flores nacidas

en el humo,

la pesada fragancia de los cuerpos dormidos

en un barro de estrellas caídas, fatigadas, sin cielo.

Nuestros nombres gastados yendo y viniendo

como una sola corola de tiniebla que hace eco en la nada.

Vengan a comprobar cómo hemos hecho de las cosas

un bloque sin perfume.

Ha cerrado la noche hasta el último párpado:

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nos estorbamos, ciegos, trasladando papeles y cubriendo

la última ola viva:

hemos perdido el nombre, remamos, solamente.

Fuera quedó la vida,

solo tus ojos claros pudriéndose en el tiempo,

remamos, solamente.

Amor que fue dulzura, ojos que fueron labios,

dientes que fueron agua, silencio que fue canto,

nada queda aquí dentro, nos hemos devorado todas las

primaveras

en un salto de tigre.

En la piel ya tenemos la marca.

Un ángel con escamas da gritos en la sombra, y no lo vemos.

Solo vemos aquellos ojos claros pudriéndose en el tiempo,

aquellos ojos claros que nos amaron pudriéndose en el tiempo.

Manual de la tierra arrasada

Ya no quiero quedarme: ya he cantado

y he recorrido el sitio

y he comido

y he usado las palabras y he muerto

con un morir entre cosas esparcidas, oh país mío,

oh dolor que se abstiene

ya sólido

en su copa

como un río tallado.

¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte?

Ya no quiero quedarme en un país urdido por arañas

que se hacen señas

de colina en colina

Page 34: FERNANDO LORENZO

34

y derraman ceniza sobre el cuerpo gigante de los enamorados

vueltos como heliotropos a la lluvia felina.

Mi tierra, ahora flor acostada,

alguna vez fue un júbilo hacia arriba

junto a un abismo sin perros ni piedras familiares

donde ha caído al fin mendiga de la noche su lengua.

No te quedaban puertas. Te acosaron el vientre, te comieron

el nido de los hijos: la rosa vespertina que en su través,

solo en tu honor crecida,

mostraba toda la primavera en un anillo.

¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte?

Desde el confín donde el cóndor se desnuda como una ley del aire

se te mira, mi tierra, vieja y cansada,

con la cofia llena de jeroglíficos y números secretos.

Llueve leche sumisa que no cabe en el mundo,

leche y dátiles: alimento ofrecido para volverte a la vida

y colorir tus manos aferradas al remo

del amo.

Es el toque de queda -leche y dátiles- de familia en familia

cohabitando en las últimas pavesas.

¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte?

Ya no quiero quedarme para esa melodía sin balcones al sol,

ese réquiem trotado por caballos con máscaras

donde tu cuerpo ahogado flotará eternamente

simulando la vida.

Page 35: FERNANDO LORENZO

35

FERNANDO LORENZO LETRISTA

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Page 37: FERNANDO LORENZO

37

CANTATA LATINOAMERICANA

Obra poético-musical de Fernando Lorenzo y Ramiro Lorenzo. Homenaje a la emancipación latinoamericana. Canto a Simón Bolívar y San Martín.

La obra consiste en ocho temas musicales conectados con

puentes instrumentales y recitados que le dan la forma de cantata.

En esta obra, Fernando Lorenzo plasma versos que comienzan en

un canto a la tierra y al dolor de la Conquista y se resuelven en un

grito de libertad por la emancipación del pueblo, en una suerte de

homenaje a los actores principales de la gesta latinoamericana en

las figura de San Martín y Bolívar.

La composición musical de Ramiro Lorenzo va creando dife-

rentes climas, tomando ritmos y formas del folclore latinoamerica-

no, expresadas estas tanto por el coro y la orquesta como por los

solistas.

La música utiliza formas y ritmos de baguala, chacarera, huayno,

cueca, guajira, en un crisol de instrumentos como piano, bajo, gui-

tarra, tiple, charango, quena, sicu, flauta traversa, percusión latina

y batería.

Dos solistas, masculino y femenino, arreglos corales para coro mixto

o coro de cámara.

Se agrega a la forma el recitador, que anticipa textos creando

dramatismo y dando relevancia al mensaje poético, y el coro, que re-

salta las partes más fuertes para dinamizar la obra en su totalidad.

La Cantata comienza con un motivo instrumental, donde se

enfrentan dos formas musicales, una americana y otra española, y

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continúa con la soledad y la conexión profunda del pueblo origi-

nario con la tierra en Le voy cantando a la tierra. Luego pasa por el

dolor de la Conquista, el despojo y el choque de las dos culturas en

Yo conozco la piedra; la esperanza en el trabajo y la posibilidad de

libertad y emancipación en Canción de la tierra; el patriotismo y la

alegría por los líderes de la lucha por la libertad en Zambita para Simón y José. El canto de la guajira, que combina los versos de José

Martí de guantanamera como poesía de libertad y los reclamos

del pueblo en Guajira para Martí; la visión intimista del hombre

americano en Yo, mi rumbo americano, y el cierre en chacarera con

el triunfo de la fuerza del pueblo en Grito necesario.

GRUPO CORAL

Coro Polifónico/Coro de Cámara

Solista femenina

Solista masculino.

Se propone un grupo coral que intervenga dramáticamente y con

movimiento escénico, evitando en lo posible la figura en primer

plano del director para lograr una puesta donde el coro represente

al pueblo.

MÚSICOS

Sintetizador, piano

Charango, tiple, cuatro

Quena , sicu

Bajo eléctrico

Guitarra

Flauta traversa

Percusionista latino

Percusión folk, batería

Page 39: FERNANDO LORENZO

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ORQUESTA DE CUERDAS Y VIENTOS

Violines, violas, violoncelos, contrabajo

Oboe, corno, fagot, trompeta, flauta traversa

RECITADOR

GRUPO DE DANZAS NATIVAS Y SOLISTAS EN DANZA

Iluminador

Escenógrafo

Sonidista

La estructura técnica se define de acuerdo con la envergadura de la

puesta.

Estructura general de la obra

Introducción...........................Sonidos de la naturaleza y coro aleato-

rio......

Tema 1...................................YO CONOZCO LA PIEDRA (instrumental)

Aire de huayno

Tema 2...................................LE VOY CANTANDO A LA TIERRA

(Solista femenino-coro) Aire de baguala.

Sonidos de la naturaleza

Recitador

Tema 3..................................YO CONOZCO LA PIEDRA (cantado)

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(Solista masculino-coro)

Aire de huayno.

Puente instrumental (aleatorio)

Tema 4................................. LA CANCIÓN DE LA TIERRA

(Coro) canción

Puente instrumental

Recitador

Tema 5................................ ZAMBITA PARA SIMÓN Y JOSÉ

(Solista femenina) Aire de cueca

Puente instrumental

Tema 6.............................. GUAJIRA PARA MARTí

(Solista femenino/masculino/coro) Aire de guajira cubana.

Tema 7................................. YO, MI RUMBO AMERICANO (solista fe-

menino/masculino). Canción

Puente instrumental (Yo conozco la pie-dra)

Recitador

Tema 8................................ GRITO NECESARIO

(Coro y solistas) Aire de chacarera

Duración aproximada: 1 hora,.5minutos

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Requerimientos para la puesta en escena

Se propone producir material visual para reproducción en pantalla

gigante con imágenes de América y los textos de las canciones. Gi-

gantografías de San Martín y Bolívar.

El material en videos ilustra las distintas situaciones con imágenes

de la lucha por la libertad y los actores principales de la gesta como

también climas en colores y formas de las culturas ancestrales.

Textos de Fernando Lorenzo:

LE VOY CANTANDO A LA TIERRA

YO CONOZCO LA PIEDRA

CANCIÓN DE LA TIERRA

ZAMBITA PARA SIMÓN Y JOSÉ

GUAJIRA PARA MARTÍ

YO, MI RUMBO AMERICANO

GRITO NECESARIO

YO CONOZCO LA PIEDRA

Yo conozco la piedra

La espalda americana

Los ríos que sangraron

Los muertos en la mano

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La selva cuartelera

El monte y la bahía

El oro que partía

El pie descalzo y roto

La flecha sin memoria

El arcabuz y el potro

La bala barbacana

La espalda americana

El sable que se hunde

Sobre la piel cobriza

La muerte que no avisa

Toda la orfebrería

Que la bota partía

Allá arriba en la cumbre

Una bota una ojota

Disputándose el día

Caminando peleando

Luchando por la lumbre

El ganado encerrado

El oro y sus costumbres

Tanto barco pirata

Dolor y servidumbre

Nacer como los muertos

Morir como costumbre

Flecha que se desata

Nube que llueve y mata

El hijo de la tierra

Su corazón entierra

Bajo la piedra dura

Buscando sepultura

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Ganado tiempo al tiempo

Esperando su día

Por fin lo desentierra

Para ganar la guerra

Guerra de corazones

Guerra donde se mata

Guerra contra el pirata

Guerra de los malones

Guerra contra el denario

Guerra contra el corsario

Paz en los corazones

Pasen los corazones

Los corazones pacen

LA CANCIÓN DE LA TIERRA

Tierra tan solo piedra

Sombra que no se nombra

Viento que no es ni viento

Árbol que no es ni copa

Río que no es ni río

Río de piedra frío

Manadas encerradas

Hondo dolor al fondo

Agua muerta en la fragua

Mundo donde me hundo

Un lamento profundo

Una mano enterrada

Una mano que asoma

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Parece una paloma

Parida por el suelo

Que va tomando vuelo

Gota, gota, gota

Tierra, tierra, tierra,

Verde, verde, verde,

Florece la hierba

Ha nacido el hombre

Vencerá a la piedra

Fundará fogatas

Tocará su quena

Y en la quena un canto

Y en el canto pena

Y en la pena un grito

De la libertad

ZAMBITA PARA SIMÓN Y JOSÉ

Para usted Simón mi zamba

Para usted y para sus muertos

Reparta entre sus valientes

Estos gemidos al viento

El pueblo sabe escuchar

Y este fue un hombre de pueblo

Bien haya la sangre rota

Que usted reunió en el desierto

Para ganar esa guerra

Hubo que morir en serio

Y hubo también que soñar

Los sueños que sueña el pueblo

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San Martín mira y escucha

Cómo palpita la piedra

Al malo le dice no

Y al bueno que se mantenga

Zambita para los dos

Soldados fueron del pueblo

Pueblo que fue de la historia

Historia de tantos muertos

Muertos que juntó la gloria

Gloria de todo el desierto

Desierto donde Simón

Sigue derrotando al tiempo

GUAJIRA PARA JOSÉ MARTÍ

Guajira, guajira

Para Simón y José

Guajira que gira

Para que la cante usted

Mi verso es de un verde claro

Y de un carmín encendido

Mi verso es un ciervo herido

Que busca en el monte amparo

Tu verso fue desamparo

Tu ciervo toro ofendido

Para envestir al tirano

En su trono corrompido

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Yo vengo de todas partes

Y hacia todas partes voy

Arte soy entre las artes

En los montes, monte soy

Si tu pueblo fue descarte

Tu verso de ayer y hoy

Lo reunió por todas partes

Por eso mi amor te doy

Yo soy un hombre sincero

De donde crece la palma

Y antes de morirme quiero

Echar mis versos del alma

Yo nací en mi tierra entero

En mi Argentina del alma

También con tiranos fieros

Que nos robaron la calma

Yo he puesto la mano osada

De horror y júbilo yerta

Sobre la estrella apagada

Que cayó frente a mi puerta

Yo he visto desesperadas

Tantas madres casi muertas

Buscando en la madrugada

Sus hijos de puerta en puerta

Todo es hermoso y constante

Todo es música y razón

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47

Si el corazón va adelante

Si la libertad es canción

MI RUMBO AMERICANO

Yo

Dando tumbos dando tumbos

Por mi rumbo sin rumbo

Yo

Por mi rumbo mi rumbo

Dando tumbos sin rumbo

Yo

Bien nacido, bien nacido

Mal herido, herido

Yo boca arriba abajo

Yo boca abajo arriba

Dando tumbos

Boca de arriba abajo

Hambre de abajo arriba

Por mi rumbo

Yo

Siempre a flote siempre a flote

Cachalote a flote

Yo

Camalote, camalote

Siempre a flote, a flote

Yo

Alto vuelo, alto vuelo

Negro suelo, sin vuelo

Yo

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Negro suelo, negro suelo

Alto vuelo, sin suelo

Yo

Vigilando, vigilando

Y con el mazo dando

Yo

Dando, dando

Dando, dando

Vigilando y dando

Yo boca arriba abajo

Yo boca abajo arriba

LE VOY CANTANDO A LA TIERRA

Le voy cantando a la tierra

Y la tierra no me canta

Será que es puro silencio

Será que le faltan ganas

Ay le faltan ganas

Será que no hay que cantar

Hasta que llegue mañana

En un potro como viento

Que barra nuestras desgracias

Ay nuestras desgracias

Que despierte bagualero

Baguala es tierra que canta

Le voy cantando a la tierra

Y la tierra no me canta

Ay no me canta

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Será que cuida sus muertos

Y le ofenden las palabras

Si el bagualero despierta

La tierra será baguala

Ay será baguala

Le voy diciendo a la tierra

Que la conozco de sobra

Se hace barro si es que llueve

Y si no llueve se enoja

Ay que se enoja

Le voy diciendo, diciendo

Que la conozco de sobra

Que olvide sus intenciones

Que no me llame a estas horas

Ay que se enoja

Tengo mucho por hacer

Tengo que comer aloja

Tengo que estirar el arco

Y arrojar la flecha loca

Y si en esas quiere ver

Cómo a la larga se llora

Que llame nomás la ingrata

Que me llame a cualquier hora

Por si acaso yo le canto

Por si acaso tiene boca

Para gritar libertad

Como un bombo que se enoja

Ay que se enoja

A cualquier hora.

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GRITO NECESARIO

Les traje aquí mi cantata

Este grito necesario

Aquí termina este osario

Blancas negras y mulatas

América malapata

Baguala de atrevimiento

Zamba de puro escarmiento

Leche hervida sin la nata

La cincha se me desata

Por el vientre americano

El ombligo es un volcán

Y los remos son las manos

Canto un huayno al Altiplano

Y una guajira me mata

La cincha se me desata

Por el vientre americano

Hula hula cuero cuero

Mate frío sin sombrero

Rastra rota amor sincero

Pero pero pero

Me alumbro con una vela

Y alumbro todo el Caribe

América no se escribe

Se muerde con las espuelas

Tengo bandera y abuela

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Tengo rastra y tengo ojotas

América no está rota

Tiene patitas y vuela

Dolor se dice al dolor

No soy uno somos varios

Por eso grita el cantor

Este grito necesario

Hula hula cuero cuero

Mate frío pura astilla

Mi libertad es entrevero

Me meto hasta las rodillas

Les traje aquí mi cantata

No soy uno somos varios

Matemos la malapata

Con el grito necesario

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FERNANDO LORENZO CRÍTICO

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Page 55: FERNANDO LORENZO

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Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los mendocinos te necesi-

tamos. Por delírium trémens o por necesidad civil. Como se quiera.

Tu exposición parece hecha por encargo. Sí, por encargo. Por encargo

del país. ¿Pero qué se te puede encargar que no sea algo parecido a

vos mismo?

“Bitácora” y “La Reja”, dos instituciones que son al mismo

tiempo la esperanza y la adversidad, te anotaron en el registro de

expositores para este año. Has cumplido. Hemos cumplido. Yo po-

dría decir, en nombre de “Bitácora”, que tus grabados cobijan una

técnica precisa y se ubican en una madurez de lenguaje plástico

que descubre vastas zonas de la inspiración profunda. ¡Pero no!

Para usted, Gastón Alfaro, frases hechas... ¡No! No queremos decir

tanto, no queremos frases de miel. Queremos menos azúcar. Tarde

o temprano el azúcar nos estará prohibida por los médicos, y mejor

es prevenir que curar.

Tus grabados, Gastón Alfaro, son -como todos los grabados- la

sombra y la luz, el blanco y el negro, lo positivo y lo negativo; pero

los tuyos, además, son lo amado y lo despreciado, lo amable y lo

despreciable, el día y la noche, la luz y la sombra, el beso y la tortura,

la herramienta y la burocracia, la carta y el decreto, la opulencia y la

miseria, el ayuno y el hambre, la danza y el desfile, el empeine y la

bota.

Conozco en Mendoza grabadores famosos enamorados del

bisturí, conozco otros enamorados a mansalva de la herramienta que

modifica dejando todo como está. Conozco, también, aquellos que

quisieran cavar con la gubia hasta el fondo de la tierra para encontrar

respuestas distintas de las que se responden --o se respondían-- en

los libros oficiales. Gastón Alfaro, estás salvado. Vive y florece. Eres

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franco para tallar como eres franco para vivir. No te subyugan los

grises. Toda teoría es gris. Verde es el árbol de la vida, como dijo el

poeta. Reemplacemos “verde” por “negro”, que se acomoda más a

nuestra reciente historia. Y obtendremos la verdad. Nuestra etapa

actual es negra o blanca. Vivimos una época de grabados. Luchamos,

como Hamlet, por ser o no ser.

Tus grabados son fotografías interiores. Está a la vista. Si

analizamos un poco, veremos, por ejemplo, que tu grabado llama-

do Grupal, tiene tres cabezas y, sin embargo, ocho piernas y ocho

manos. Esto es una metáfora. Nos has regalado dos manos porque

aquí hay mucho que hacer, y nos has regalado dos piernas porque

aquí hay mucho que recorrer. Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los

mendocinos te necesitamos...

Si recorremos tu muestra a paso lento, a fuego lento, des-

cubriremos rostros y manos, mujeres y hombres, quietud y reposo,

nostalgia y alegría. Todos esos personajes parecen caminar sobre

una cuerda tensa tendida entre la vida y la muerte. ¿Por qué? Porque

todos los hijos del mundo vivimos sobre una cuerda tendida entre la

vida y la muerte. Solo que no lo sabemos. O no lo recordamos. O no

lo queremos recordar. O lo disimulamos. O lo alejamos con lecturas

piadosas. O lo ocultamos con corbatas de colores. O lo sublimamos

con la Difunta Correa. O lo viajamos sin término con la transmigra-

ción. Contra todo eso, Gastón, me encanta que empuñes la gubia

como una espada justiciera.

En uno de tus grabados, las madres están —disueltas en luz y

sombra— contra un edificio que les sirve de fondo. En otro, el fondo

es un patio de adioses, algo claro, siempre visible y sin trampas. Tus

grabados son comienzos o finales. Nacimientos o escatologías. Nos

invitan a pensar. Obligan a sentir. Coadyuvan a vivir.

Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los mendocinos te nece-

sitamos. Estamos hartos de artificio sin haber cumplido todavía la

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57

dignidad de la caverna, donde todos se calentaban, comían o se cobi-

jaban de las fieras. Hemos alcanzado la decadencia sin haber pasado

todavía por el desarrollo. Los vicios son contagiosos; las virtudes,

solitarias o académicas.

Tus grabados —negro y blanco-— se parecen al país. País

virginal. País en flor. País nuestro de cada día. País nuestro de cada

noche. Si todos los que te acompañan esta noche en tu muestra su-

pieran todo lo que te cuesta empezar y terminar cada una de estas

obras que expones, llorarían o, por lo menos, te invitarían a comer

o te regalarían flores. Yo no quiero mirar demasiado dentro de tus

grabados. Es tan fácil profundizar entre comillas. Basta con emitir

algunos estados de ánimo propios para salir del apuro... Yo quiero

quedarme en la superficie. “Lo más importante que tiene el hombre

es la piel”, decía André Gide. Y eso que hablaba para los franceses,

para Sartre, para Malraux.

También tus grabados me dicen —o me anuncian — que toda-

vía estamos a tiempo. ¿A tiempo de qué? Eso no importa. Estamos a

tiempo.

Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los mendocinos te necesi-

tamos.

Porque estamos a tiempo.

Porque estamos maduros.

Porque tenemos piernas, brazos y boca.

Porque se está muriendo la vitivinicultura.

Porque los perros ladran.

Porque estamos aprendiendo a diferenciar excrementos y

flores.

Porque estamos vivos.

Porque, seguramente, harás otras muchas exposiciones como

esta.

“Bitácora” y su galería de arte “La Reja” se complacen en ofre-

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cer al distinguido público de Mendoza esta exposición de grabados

del artista local Gastón Alfaro que, dueño de una depurada técnica

y dueño, asimismo, de una temática muy suya, derrama su mundo

interior en una serie de estampas grabadas sobre plástico, ubicándose

así a la altura de nuestros valores nacionales reconocidos.

“Bitácora” y su galería de arte “La Reja” le pidieron a Gastón

Alfaro que expusiera para que pudiera mostrar lo que está haciendo.

Sabía la galería que Alfaro podía sacudir con su obra la pachorra,

la noia, la saudade, la morriña, la beatitud, el decoro, las formas, los

qué dirán, los remiendos, la gula, la ambrosía, el benjuí, los anteojos

ahumados de enero y los buenos modales de todo el año.

Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los argentinos te necesita-

mos.

En galería de Arte “La Reja”, 1984

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FERNANDO LORENZO CUENTISTA

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Del libro inédito Historia de un ámbito, 1960

Historia de un ámbito

Mi cuarto ha quedado reducido a dimensiones miserables. El

resto de la casa, viejos ámbitos devoradores, acaba de crecer hoy su

último palmo a expensas del espacio robado a mi dormitorio. Vivo

ahora tan estrechamente, se yerguen sobre mí tan cercanos los muros

que resultaría imposible distinguir, llegado el caso, en cuál golpea

desde fuera la mano de un amigo. En cambio, mis abuelos tienen para

su exclusivo provecho toda la antigua mansión; y esta mañana los

he visto tan fuertemente sujetos a la vida, tan vigorosos en su paseo

por las dos galerías, los cobertizos y los salones, que aún temo de

ellos nuevos planes de acaparamiento. Yo me sofoco con mi lustroso

violín y mis papeles, y apenas dos o tres veces por día parto hacia

el comedor, punto central de sus dominios, donde ellos custodian

mis comidas puestos de cada lado como dos candelabros, mientras

me esfuerzo por beber la sopa. Luego regreso a mis paredes y ellos,

en cambio, flotan aún en marzo abierto y elástico como dos niños

insaciables de luz, habitaciones y patios.

“Queridos abuelos”, les he escrito, “es preciso dejar por de-

finitivos los muros internos de la casa. Mi dormitorio ya no puede

ceder a vuestra conquista un solo metro más sin poner en peligro,

no ya mi comodidad, que me resigno a perder, sino mi vida misma”.

A lo cual mis abuelos han respondido: “Querido nieto: conocemos

tu martirio, pero debes reconocer en nosotros un recto sentido de la

justicia”. Mi carta fue depositada sobre la mesa a la hora del almuer-

Page 62: FERNANDO LORENZO

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zo. La respuesta vino ese mismo día, a la hora de la cena. Mi padre,

de viaje. Un viaje tan cansador por el Viejo Mundo.

Por la claraboya (mal podría llamarse ventana), miro con

terror el día. Allá, al fondo, escucho a mi abuelo toser con alegría y

su tos retumbar, seguramente, en despensas y buhardillas. Lejos de

aquí me esperan, pienso. Y necesito preparar mis pulmones para

esa amplia vida. Pero ¿cómo convencer a mi abuelo, a mi abuela, a

los dos, de mi precario alojamiento? La cama está como prensada

entre los muros norte y sur. Largas conversaciones de sobremesa,

ayer. Les explico. Dos cabezas tercamente blancas parecen refractar

el fuego de mi discurso. Mi abuelo se encorva, me siento derrotado;

resuelvo volver, encarnado a mi bufanda.

A las seis de la tarde abro la claraboya y miro tristemente la

calle. Algunos vecinos pasan y me saludan. Luego observan el frente

de la casa, que cambia semanalmente su fisonomía, y desaprueban

las refacciones.

—Es mi abuelo —les digo—. Todas las semanas dispone de-

rrumbar algunos muros y construirlos de nuevo. Siempre robándome

espacio, naturalmente.

Mi tristeza les duele y preguntan detalles:

— ¿Y su padre? ¿Siempre sin regresar?

—Efectivamente.

—Escríbale. Póngalo al corriente de esas impertinentes refac-

ciones de su abuelo.

Yo les aclaro otro poco para tenerlos de mi parte y obtener

apoyo en el preciso instante de lanzarme a la reconquista:

—Mis abuelos trazan planes, amplían paso a paso sus domi-

nios. Hasta hace poco, esta era mi confortable habitación. Esas dos

paredes han sufrido ya tres emplazamientos sucesivos en pocas

semanas. Miren: apenas tengo ya una miserable casucha.

Los vecinos se aglomeran impresionados y tratan de mirar

Page 63: FERNANDO LORENZO

63

todos a la vez por la claraboya. Se oyen hasta voces de maldición contra

mi abuelo.

Al día siguiente, a las seis, el mismo cuadro. Algunos me

alcanzan pan y fruta, que yo rechazo sonriente y desamparado.

—No. Me alimentan bien—les digo—. No es que mi abuelo

me tenga aquí encerrado. Mi lugar de estar no ha sido respetado por

ellos, eso es todo. Y apenas tengo acceso al resto de la mansión.

—¡Estamos de su parte! ¡Presénteles batalla! ¡No lo abando-

nare—mos!— recibo por respuesta.

Se alejan. Pero siempre pasa alguien más, que gira violenta-

mente la cabeza hacia la casa como insultando, y luego, al descu-

brirme, me sonríe disimuladamente, me guiña un ojo, reiterándome

su secreta solidaridad.

Cierro la claraboya y me hundo en la cama sin consuelo.

Me levanto y me visto. Tomo un libro, como quien toma

arco y flecha, abro la puerta, cruzo el espacioso salón, doblo hacia

la primera galería, avanzo por el invernadero, abiertas ahora sus

mamparas, y desemboco, tras algunos pasos más, en el comedor.

Mis abuelos se ponen de pie y me reciben con un beso. Me rozan

con torpeza para abrazarme y los siento como terciopelos gastados

por el tiempo. Me parece tener a mi espalda a los vecinos armados

de palos y azadones. Esto me da fuerzas. Me pongo a comer, más

erguido que de costumbre, y por fin digo, alzando la voz:

—Anoche he tenido fiebre.

Levantan la cabeza y me miran.

— ¿Y a causa de qué, querido muchacho?—me pregunta mi

abuelo.

—El aire viciado, seguramente—respondo.

—Es pequeña, es pequeña, en efecto, tu habitación—dice mi

abuelo cabeceando dulcemente y entrelazando sus dedos de cartón

Page 64: FERNANDO LORENZO

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sobre el mantel blanco.

Mi abuela se me acerca, desplazando el vaho húmedo del apo-

sento con su perfume de jabón, me pone las manos en los hombros

y me dice:

—Pero tú eres ya un hombrecito.

—¡No, no! —grito.

—Vamos, vamos—agrega mi abuelo.

-Extraño todo este espacio. Ustedes me despojan.

—¡Eso no!—reprocha mi abuelo—. ¡A nosotros nos da lo mis-

mo! ¿Oyes? ¡Lo mismo una habitación que otra! Pero las cosas son

así.

Mi abuela me abandona: saca sus manos de mis hombros y

se sienta frente a mí.

—¡Pues bien! ¡Yo los acuso!

Mi abuelo se pone de pie, murmura y traga saliva.

Yo me aferro al borde de la mesa y grito:

—¡Yo los acuso! ¡Los acuso!

—¿De qué? ¿De qué?—pregunta mi abuelo sofocado.

—De no poder estudiar mi violín, de desear la muerte, de

haber perdido las esperanzas…

—Dejemos eso—interrumpe mi abuelo—. Te acostumbrarás,

estamos seguros.

—Intentaré por última vez reconquistar mis habitaciones.

—Como tú quieras.

— ¡Abuelo, necesito que destruyas esos dos muros y los em-

places nuevamente en su lugar primitivo!

—Sabes, queridísimo nieto, desconsiderado nieto, que tu

abuelo está ya demasiado fatigado para eso.

—Entonces, sea lo que Dios quiera. ¡Me voy de viaje!

Mis abuelos corrieron hacia mí, pues estaba pálido como un

muerto y mi cabeza había caído sobre la mesa.

Page 65: FERNANDO LORENZO

65

Parto a la montaña! —alcancé a decir, con los ojos todavía

cerrados.

—¡La montaña, la montaña! ¿No se te ocurre otra cosa?

-—Y ahora mismo! ¡Les dejo también mi cueva! ¡Todo!

Mis abuelos empezaron a temblar. Desesperados buscaron

frases, sin encontrarlas.

Yo había levantado la frente, y por el ventanal miraba el otoño

apresado en los tilos.

—¡Tú no irás a la montaña! — dijo triunfante mi abuelo—.

Cambiaremos los aposentos. Tú, aquí, en todo esto (abrió los brazos:

su pecho era robusto y sano como el de un adolescente). Y nosotros

allá, en tu pequeño dormitorio. Pero antes escribiremos a tu padre.

Que él disponga.

—No, no podré resistir todo ese tiempo. La mudanza. La

mudanza por ahora. Y luego, lo que él ordene en su respuesta.

Mi abuelo suspiró derrotado. Recién entonces respiré con la

voracidad de otro tiempo. Ese día la claraboya permaneció cerrada

a los aliados de mi causa. La carta debía salir esa misma noche.

El traslado de mi casa y mi ropero más algunos cajones de

libros y mi violín trastorna la envejecida soñolencia de los ámbitos.

Soy feliz. Y sin explicarme del todo cómo mis abuelos podrán aco-

modarse con sus petates en mi dormitorio, voy y vengo con cargas

a la espalda. Mi abuela traslada lo liviano, pero en compensación

vigila con desesperado celo la mudanza. Temo encontrarme con los

ojos de mi abuelo. Por fin, el último baúl de ellos entra en mi anti-

gua cuevecita. Después de la cena, son ellos ahora los que se retiran

a su dormitorio nuevo. Oigo desde aquí el portazo de la que fuera

hasta hace poco mi puerta. Mi nuevo dormitorio es inmenso. Tengo

acceso a otros dormitorios, también inmensos, a la baja terraza de

mampostería azul, a las despensas. ¿Cómo sonará aquí mi violín? Mi

casa se pierde en el espacio. No puedo dormir, emocionado. Ladran

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los perros en los otros fondos. Recorro pasajes, abro puertas, encien-

do y apago luces. Por fin me acuesto. Pienso en… ¡Oh, las sombras!

Quisiera tener un poco de miedo para absorber todo el espacio que

ahora he conquistado. Y el miedo llega, pero crece. Soy un hombre.

¿Qué tienen que ver conmigo las sombras? Estoy seguro de que han

entrado murciélagos. Ay, qué lejos está la lamparilla. Si llegara esta

misma noche la carta de mi padre con la disposición de que se me

destine la pequeña habitación que he abandonado…

Solo a la hora del almuerzo puedo vivir. Luego, mis abuelos

se retiran. Yo tiemblo en los solitarios estrados. La noche es un su-

plicio. A veces me lanzo en la penumbra hacia mi antiguo dormito-

rio y ahí, afuera, echado contra la puerta, en silencio, oigo respirar

a mis abuelos y me siento protegido. Pero por fin, con el tiempo,

consigo dominar el miedo. El ejercicio me lleva noches enteras de

escalofrío. Sí, vienen murciélagos a veces, y les declaro batalla; oh,

felicidad, vuelan los almohadones en los largos estrados, los azuzo

en la cocina, los arrincono contra las pesadas cornisas, los persigo

por los últimos patios. Oh, noches claras, anchas puertas abiertas,

ventanales para mí, espacio, corredores de mi vida.

La respuesta de mi padre es terminante: “Queridos padres:

destinen al muchacho la habitación pequeña. Para ustedes lo demás,

eso que han dado en llamar ‘el resto de la mansión’. Su estudio lo

requiere. Pero ¿quién podría perdonar esas refacciones introducidas

en la casa durante mi ausencia? ¿Esos derrumbes, esas construcciones

de muros? ¿Es así como se protege el viaje al extranjero de un hijo?

Yo regreso hacia noviembre”.

Mi abuelo me despierta, triunfal. Sacude el sobre de mi padre

como diciendo: “a volar”. Comprendo. De nuevo la mudanza. Adiós,

noches hermosas. Con piadosa severidad me toman los papeles, el

violín, para trasladarlos a “la cueva”. Naturalmente, ayudo en esa

operación de desembarco, de naufragio. Aquí vienen mis dos sillas.

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Mi abuela las empuja. Todo terminado. “No cenaré”, les digo. Se

encogen de hombros y salen. Echo el cerrojo por dentro. Cierro los

ojos. Las paredes avanzan sobre mí. Abro la claraboya. Mis aliados

duermen. Escucho por debajo de la noche algo así como el esfuerzo

todavía muy débil de un amanecer que lucha sordamente. El portón

acaba de abrirse. De pronto veo el rostro fatigado de mi padre, a

unos metros de mí, en la penumbra.

Corro hacia el fondo, descalzo, atravieso los espacios y gol-

peo la puerta de los abuelos. “Mi padre”, les digo. “Ha llegado. Está

aquí”.

Escucho, a lo lejos, tres fuertes golpes de mi padre en la

puerta.

—Toma las llaves de una vez —me dice mi abuelo—. Están

en el baúl.

Pero ya corro de regreso para decirle a mi padre que aguarde,

que hemos oído, que espere a que le abra.

—Padre, ¿cómo estás? —le grito por la claraboya, sin divisar-

lo.

—Bien, bien.

—¡Voy por las llaves!

Me precipito por los corredores. Llego, me detengo ante la

puerta entornada de losabuelos y escucho un ruido extraño: están

sollozando.

Regreso con las llaves. Pero antes de abrir me asomo por la

claraboya otra vez. Mi padre ha escalado la baja tapia del jardín y

con su linterna ilumina el frente de la casa, llevando el haz de luz

con minuciosa impaciencia por toda la superficie. Luego se apaga su

linterna. Retengo la respiración. Está sollozando.

Yo me echo en la cama sin fuerzas y sollozo.

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Unos pobres leones de ternura

Unos pobres leones de ternura, amaestrados y tímidos, cui-

dan el lecho de mi niño. Es una tradición familiar; antiguos leones

cuidaron los lechos de los niños de mi familia en otro tiempo.

Mi niño no puede dormirse sin escuchar antes, durante al-

gunos minutos, el rugido atronador que rodea su cuna. Después se

duerme profundamente, y los leones se duermen también.

Es entonces cuando comienza mi trabajo, para el cual he na-

cido y por cuya perfección daría hasta la vida: acercarme a la cuna,

pasear mi vista sin cesar del rostro del niño a los rostros de los leones

hasta la madrugada, cuidar de todos los detalles de esos sueños.

Antes de morir yo, tendré que matar a los leones. No me fío

de ellos no estando yo. No pienso dejar a mi niño a merced de ellos

cuando yo muera.

Sin embargo, no puedo. Mi niño preguntaría por los leones

al despertar.

Aunque sí, será lo mejor. Tendrá tiempo de olvidarlos. Salgo

y regreso con un cuchillo. Asesino a los leones, los arrastro uno por

uno de la cola. Parecen rellenos de barro y plomo. Los entierro en el

jardín. Limpio la sangre y espero ahí varias horas el despertar de mi

niño.

No despierta. Empiezo a temblar, a rogar.

Por fin despierta, se incorpora en la cuna, da unos saltitos

hacia mí, me abre los bracitos, se agarra de mis manos, trepa primero

por la baranda de madera y de allí salta a mi pecho, camina por él,

se sienta en mis hombros, me abraza y juega con mi cabeza.

-¿No extrañas a los leones? -, le pregunto lleno de terror.

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—No, no los extraño porque puedo jugar contigo; pero quizá

algún día los extrañe— me responde.

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La luna sobre el baldío

Voy con una mujer por un camino ancho y largo. A ambos

lados, bordeándolo, canteros con flores. Mi amada se desprende de

mi brazo de tanto en tanto, avanza oblicuamente y arranca una flor,

que luego pone sobre mi cabeza.

Al tiempo, tengo ya la cabeza cubierta de flores. Algunas se

desprenden de mi pelo y caen sobre mi hombro. Mi amada es incan-

sable: me llena también los hombros de flores. Cuando ya no caben

más, empieza con los bolsillos, hasta llenarlos también.

—No quiero más flores— digo de pronto—. Amo las flores,

pero basta de flores.

Ella empieza a dar golpecitos suaves en mi cabeza, en mis

hombros, y las flores van cayendo. Por último extrae una por una

de los bolsillos y las deja caer en el suelo. Se ha formado dentro del

camino principal una larga alfombra de flores.

—Aquí es—dice suavemente y detiene mi intento de seguir.

La puerta de la verja está abierta, la puerta cancel también,

la puerta de la cocina también, la puerta que comunica la cocina con

el patio también, la puerta que comunica el patio con el vestíbulo

también. La puerta del dormitorio, no.

—Está cerrada— digo—, y he arrojado la llave al mar.

—Aquí está —dice mi amada—. ¡Yo la rescaté del fondo!

Y me muestra la llave

Ella abre la puerta. El lecho es alto, la colcha es celeste.

—¡Mira, faltan los muros! — le digo, señalando al vacío.

—Sí— responde llena de tristeza—. Hasta aquí llegaron mis

fuerzas.

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—Pero observa la multitud alrededor. Nos mira. Nos mirará

siempre.

—Te repito que hasta aquí llegaron mis fuerzas.

—La multitud…

—¡Mátala!

—Puedo morir en la pelea.

—Entonces déjala que mire.

—No podré ser feliz si mira.

—Entonces levanta los muros que faltan.

—Prefiero pelear.

—No; levanta los muros.

—Bien. Ahí tienes los muros— digo moviendo los brazos en el

aire hasta cerrar el espacio con cuatro pesadas murallas blancas.

—Dame un beso—dice mi amada, encendida.

—No puedo— le respondo llorando—, hasta aquí llegaron

mis fuerzas, hasta aquí llegaron mis fuerzas.

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Los milagros

Sonó el reloj varias veces. Otras campanadas, en otras calles,

sonaron también. El viento quería entrar, quería entrar arremetiendo

contra el vidrio, mientras su cola castigaba con estruendo las ramas.

Se desprendió un trozo de techo, un trozo de barro. La lámpara,

apagada, reventó hecha polvo. El ropero crujió dos veces. La mesa de

luz, una vez. El viento quería entrar, mostraba los dientes, mostraba

las pezuñas, se recostaba, furioso y abatido, en toda la superficie del

muro, del lado de afuera, para tomar impulso nuevamente. Ladraron

perros. Una rama golpeó contra la cornisa como un cañonazo. Se

astilló el marco de la puerta, sin que cediera.

Los amantes no decían una sola palabra.

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Dos músicos

—El ruido del canto melancólico del hombre en sueños, el

ruido del hervor del agua en la olla encima de la llama de gas, el

ruido del amor del escarabajo, ¿no son para ti, también, verdaderas

delicias de este mundo? — me preguntó mi amada una noche bajo

las estrellas gigantes.

—No— respondí—, no tengo sentido para la música. No al-

canzo a diferenciar los sonidos.

—Pero entonces, ¿no dijiste ayer, cuando te conocí, que eras

músico, que componías melodías, que ibas a escribir una para mí,

tu amada?

—No. Te he mentido.

—¿Por qué me mentiste?—me dijo tomándome las manos y

poniéndolas sobre su pecho.

—Quería con eso atraerme la buena voluntad de tu padre.

—No tengo padre.

—Quería… ser visto con buenos ojos por tu madre.

—No tengo madre.

—Quería… predisponer tu corazón para que me amaras.

—Tampoco tengo corazón.

—Entonces debo irme.

—Sí, debes irte. Pero sin hacer ruido, sin hacer el menor rui-

do.

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El vuelo

Mi novia me pide que la tome de la cintura y echemos a volar.

Es una tan serena que, efectivamente, resultaría muy fácil sostenerse

algunas horas en el aire, a unos diez metros por encima de los árboles

de la plaza.

El placero, que ha oído el ruego desconsolado de mi amada,

se nos acerca y nos dice que está prohibido volar en las plazas.

Mi novia, entonces, se desvanece, cae y rueda con su vestido

blanco por las baldosas. Llego de un salto y la toco: está muerta.

Saco un cuchillo, furioso, y se lo clavo al placero en el pecho.

El placero se echa un poco hacia delante y luego cae hacia atrás

como una piedra. Me arrojo todavía sobre él y le clavo varias veces

el cuchillo con una mano, mientras le abro la camisa con la otra.

Entonces siento que me voy, que me vuelo, que no tengo peso

y aferrado tenazmente a la camisa del muerto con ambas manos, los

pies hacia arriba en el aire, lleno de tristeza y temor, contemplo los

ojos de mi amada abiertos a las estrellas.

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Mi padre

—Hijo—me dijo entonces mi padre—, escalemos esa monta-

ña.

Estábamos en el valle mirando, llenos de alegría, el mundo. Empren-

dimos la marcha. Nos sorprendió la noche, pero seguimos.

—¿Crees que llegaremos a la cima?— le pregunté

—Tú siempre dudas de todo— me respondió—. Vives dudando.

Te veo como una enorme duda que me sigue por todas partes. Tú

eres mi duda, también. ¿Por qué no habíamos de llegar? Dudaste pri-

mero de que llegáramos a este país y ya ves, hemos llegado; dudaste

después de que te trajera a la montaña y te he traído; dudaste de que

saliera airoso de aquella empresa comercial y salí airoso; dudaste

de que te enseñara a leer y te he enseñado; dudaste de que mi bote,

una vez, resistiera el empuje de altamar y lo resistió perfectamente.

Dudaste de todo, de todo, siempre y al final las cosas resultaron

favorables.

—Sí, padre—dije sollozando, mientras me apretaba contra él

en la noche.

—¡Subirás solo!— me gritó, señalando la cumbre.

Bajé la cabeza. Empecé a caminar. Pronto alcancé la cumbre.

Me sorprendí. Pero no era feliz. Desde allí veía a mi padre en el valle

haciéndome señas con la mano.

Decidí no regresar jamás.

Mi padre volvió solo a la ciudad. Mi madre le preguntó:

—¿Y el niño?

—Está en la montaña.

Mis hermanos fueron entrando, cada uno a su hora, al come-

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dor, y preguntaron por mí. A todos mi padre repitió:

—Está en la montaña.

—Está castigado— agregó.

—¿Pero por qué castigas también a la montaña? —dijeron

mis hermanos, riendo.

Yo descendí. Llegué a mi casa. Entré al comedor, ya vacío.

Seguí. Me acosté. Me sintieron todos y se levantaron. Encendieron

la luz de mi cuarto. Yo tenía los ojos cerrados.

—¿De qué otra cosa nueva estás dudando ahora?—me dijo

mi padre, inclinándose hacia mi lecho.

—De que quieras abrazarme, padre, y darme un beso.

—¿Ven? ¡Es inútil!—dijo mi padre—. ¡Es inútil!

Y salió refunfuñando.

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Una pequeña recompensa

Los amantes desaparecieron por el Este. Hacia ese sector, los

inmensos pimientos crean una noche eterna bajo el sol.

El aire tenía azúcar. El mediodía sonaba como un cuero tirante

contra el aire que venía del río. Las semillas tiritaban bajo la tierra.

Los amantes aparecieron por el Este. Yo era el compañero de

viaje. Me miraron de lejos. Yo estaba plácido y sonriente.

Ella decía:

¡Dios mío, Dios mío!

Él dijo:

¡Dios mío, Dios mío!

Yo me acerqué y dije:

—No temáis por mí, no temáis. Yo comprendo. Soy vuestro

amigo. Comprendo que os améis.

—Justamente—dijeron ellos—; nosotros no podemos com-

prenderlo.

Les ofrecí mis manos, me puse entre ellos y los conduje hacia

el río. Cruzamos el agua, trepamos la cuesta, desembocamos en el

camino. Yo me sentía atravesado a derecha e izquierda por lenguas

de fuego. Les dije, sin soltarles las manos, siempre caminando entre

los dos:

—Busquemos una sombra.

—Queremos morir—dijeron ellos.

—Bien. Si vosotros queréis, moriré con vosotros; nada espero

en la ciudad, nada espero en el mundo.

—Te lo permitimos.

—Os lo agradezco. Mirad: yo sé que vosotros habéis nacido

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para amaros. Yo, en cambio, he nacido para ver y contar. Pero no

quiero contar.

Nos echamos a la sombra para morir.

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FERNANDO LORENZO NOVELISTA

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ARRIBA PASA EL VIENTO

El sol suele esconderse en esta región a horas distintas. En-

tre las siete y las ocho un efluvio como de terciopelo rojo de bordes

morados torna a combarse sobre lo lejano, y lo lejano, a su vez, envía

filamentos blancos, rayos tiernos y paralelos a nuestras moradas. Sin

embargo, no sabemos nunca con exactitud la duración de esta espe-

cie de contienda celeste cuyos síntomas no cambian, habiendo días

-por ejemplo- en que el fenómeno (nosotros lo llamamos “paso”) es

rápido como un relámpago; aunque lo común —por lo menos desde

que yo vivo aquí, solo, buscando cariño en cada puerta— es que el

efluvio rojo y los filamentos blancos se mantengan inmutables y

ceñidos, aunque diferenciados, durante una buena media hora, de

la que somos prácticamente esclavos; hasta que por último estos

dos elementos siderales se desintegren como reabsorbidos por un

tercero más importante que podría ser el aire, pero seguramente

no es el aire, y de él nace la noche, nace una noche que siempre,

siempre es muy clara, parecida bastante al mediodía nublado de

algunos lugares adyacentes; aunque algo más gris y también más

oscura, pero no mucho, que esa región de donde hemos huido en

masa para establecernos un poco al sur, pues el hambre nos tuvo

a mal traer; y aquí —no sé si porque no dábamos más de fatiga y

dolor y no lográbamos ya avanzar unidos o porque realmente los

más ancianos reconocieron las ventajas del suelo— hemos hecho el

alto y recomenzado la tarea de levantarnos moralmente desde abajo

tomando como ejemplo la construcción de las casas, los puentes y

los hórreos de almacenamiento, vacíos aún porque el producido de

una plantación tan exigua, en albores, no excede el consumo sino,

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por el contrario, ese producido es devorado de hecho.

Somos una inmensa colmena laboriosa y justa, y venimos

esperando desde hace tiempo la llegada del amor —yo, en especial,

agoto mis impulsos más en esto que en lo demás, a hurtadillas—, pero

el amor no viene. Estas cuatro mil almas, incluida la mía, pretenden

haber deshilachado polleras y pantalones, pechos y manos en la

tierra, en el cañaveral, palmo a palmo, día y noche, por la necesidad

de poblar y dotar a sus hijos de un firmamento más acogedor y un

suelo más húmedo. (Todos los hijos menores murieron de enferme-

dades diversas en la región habitada anteriormente por nosotros,

de suerte que por ahora somos aquí todos mayores: de dieciocho

años en adelante). Con todo, los balbuceos de la tierra están. Y los

primeros frutos. Y las primeras hojas, por supuesto.

Y hasta algunos nidos hechos en la vid por los pájaros, a falta

de árboles opulentos. La disposición general de las casas se orienta

al norte y al sur, pues la montaña corre en este sentido hacia el oeste.

Y en el este, si gozáramos de mejor suerte, si no estuviéramos con-

denados a un desplazamiento imperceptible, tendríamos el mar,

el inmenso mar azul que ninguno de nosotros conoce exactamente

en su belleza cristalina llena de posibilidades de deslumbramiento

para todos los sentidos. En el este tenemos, por el contrario, pobla-

ciones, y tras esas, otras, y solo la última conoce el mar. “Ay —les he

dicho a los míos una tarde—, en las playas se conciben los mejores

niños, los más juiciosos, aunque los más terribles”. Y Ludmila, entre

el gentío, a quince metros de mí, ha repetido la frase para que la

escuchen los de atrás: ancianos, enfermos y paralíticos a quienes les

está obliterado el acceso a la tribuna (una inmensa piedra) a causa de

la fogosidad y el codeo de los habitantes más jóvenes, hacinados en

torno de la piedra. Comenzamos todos a transpirar. Sin pestañear.

Sin ademanes, entonces.

Y hemos tenido aquella tarde la primera noción de ser muchos

y haber naufragado en la población anterior. De pie, todos; algunos

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en el suelo, echados. Es la hora en que el efluvio de terciopelo rojo y

los filamentos blancos del cielo anuncian la noche clara. Me he des-

vestido a la mitad para que el airecillo me empuje. Y me voy. Entre

dos hileras de casas está mi camino. Por la espalda, hacia la nuca,

el airecillo se encorva y hace un remolino. Quiero escuchar, pero

no suena. Ocurren cosas como estas: me duele el corazón, pero si

abro repentinamente la boca, el dolor cede hasta disminuir; enton-

ces apenas las rodillas sostienen mi cuerpo. Fue un día de trabajo

intenso.

—Usted está por arrepentirse, señor —me gritan por ahí desde

una ventanita. Y cuando vuelvo la vista en sentido opuesto para mos-

trar mi desprecio, enfrento dos ojos asquerosos en una cara blanca

blanqueada por la luna. No sé si soy yo quien está por arrepentirse

o es ese otro. Miro hacia la ventanita de donde había salido la voz:

está apagada y sin nadie. Sigo. Sigo y me acuesto.

La noche es un peligro constante; buena madera, buenas vi-

gas, pisos de un material parecido a la hoja triturada y comprimida,

abundante en este suelo nuevo donde hemos venido a dar. Es decir,

más que abundante. Pues nuestra principal tarea de transhu-

mantes ha consistido hasta ahora en limpiar cuadras y cuadras de

esa mezcla olorosa y extraña para poder levantar el caserío, cuyos

primeros cimientos, puestos directamente sobre ese acolchado

inseguro, se derrumbaron al día siguiente. La mezcla, dispuesta en

montones, triturada posteriormente, sirvió para los pisos, se avino

perfectamente a nuestros pies descalzos todavía; quiero decir, nues-

tros pies se avinieron a ella con un tono de devoción y entendimien-

to. Todo ruido muere allí. Por eso la noche es un peligro constante,

como repito incansablemente a todos sin que se me quiera escuchar.

Por la puerta entornada he visto entrar la sombra movediza de un

pájaro. Sé que es la hora de dormir. Es el pájaro de mi casa. Cada

casa tiene su pájaro. Pájaros incoloros, de escaso vuelo, caminan,

más bien, en caso de trasladarse, vuelan únicamente en situaciones

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muy desventajosas: cuando el zarpazo del gato es inminente, por

ejemplo. Pájaros demasiado pequeños, también. Es que estamos em-

pezando. Me duermo de golpe. Ya estoy soñando. Pero sería bueno

despertar y salir y mirar un poco el cielo bajo, apretado por las casas,

despanzurrado sobre los techos. Ha llovido una semana. No hemos

conocido desde que estamos aquí otra lluvia fuera de esa. Se me ha

mirado con malos ojos porque me levanto de noche algunas veces

y paseo solo. El pájaro, en tales circunstancias, trepa a mi lecho, lo

ensucia, lo picotea y se duerme. Cuando regreso debo echarme en

el suelo si quiero escapar de ese pequeño foco de calor inmundo

en la espalda. Naturalmente, el pájaro despierta con el ruido de mi

regreso y huye.

Una barba de noventa días me cubre el pecho de treinta

años. Mañana volará todo. Me arrasaré la barba como los hombres

que tienen mujer en mi pueblo. La población ha puesto los ojos en

mí con cierta fiereza entre disimulada y concluyente, y con guiños

me saluda a la hora del trabajo común—grotesco saludo, pero me va

minando—he pedido amor de puerta en puerta, se me ha negado. Los

padres no han comprendido, las hijas me han cerrado la ventana.

—Pero si ustedes quisieran entender la asimilación terrible

que se nos ordena procurarnos de la naturaleza, y, ¿para qué? ¿Para

esto? Venimos andando, dos valles por jornada, codo con codo, y

más de una vez he descubierto yo el yacimiento de agua, que últi-

mamente comenzó a escasear en el viaje. Hambre, estimada familia,

hambre y miseria, pájaros devorad o res que yo he matado a pedradas;

y he querido amar y se me ha negado. Mi casa es la de un solterón.

Mi casa es la de un solterón, es decir, la casa de un niño.

Estoy apoyado en la ventana, los codos en el alféizar. Luego

me incorporo para gesticular abiertamente. La familia me observa

dentro, los padres apoyados en el antepecho frente a mí, las hijas

detrás. Las muchachas, dos, a espaldas de sus padres, inician una

especie de danza y contradanza, tomándose el vestido con el pulgar

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y el índice y levantándolo uno o dos centímetros. Vestidos blancos,

anchos.

—Yo creo en la eternidad —grito.

Los vestidos se detienen de golpe. Entonces subo los ojos y

ellas están llorando. Los padres no me comprenden. Ellas han bai-

lado mágicamente, a hurtadillas, para que los padres me compren-

dan. Pero los padres siguen sin comprenderme. Y como los padres

siguen sin comprenderme, las muchachas cierran la ventana. Me he

pasado varias veces la mano por el rostro y, después de besar el vi-

drio, regreso. Elijo el sembrado: me descansa un poco subir y bajar

mientras camino, aparte de la melancolía que produce descender,

que no es mucha cuando se deja de ser niño para ser hombre, pero

que es suficiente cuando se deja de ser hombre para intentar volver

a ser niño. Tibot, un amigo, me espera en la puerta para decirme

que el pájaro ha ensuciado mi lecho. Y como él se va, sustrayéndose

a mi reacción, que adivina justa y por eso aburrida, no puedo verle

la barba, aún más pesada y larga que la mía, donde él dice que de

noche se reúnen los pájaros pequeños.

Entro y sin mirar me echo en el suelo, mientras escucho la

paloma rozar la sábana con el pico, dormida.

Tibot golpea la puerta. Me pregunta: “¿Duerme?”. “No, no

duermo”. “Entonces, ¿puedo pasar?”. “No he dormido nada, pero

puede pasar”. Todo esto, con los ojos cerrados. De pronto lo veo

frente a mí. Quiere decir que ya estaba dentro desde la primera

pregunta. Lleva una gorra negra enorme y está inclinado sobre mi

rostro soñoliento.

—No puedo dormir—me dice. Y echa a toser interminablemen-

te. Cinco minutos y el acceso no pasa. Yo en el suelo, él paseándose

y tosiendo. Al fin consigue hablar, con esfuerzo.

—Lo invito a usted a irnos de aquí, lo cual es ya un presagio,

porque la situación se pone cada vez más bochornosa. ¿Comprende?

Tome nota de esto: no hay posibilidades. ¿Tiene usted la noción cabal

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del daño que usted a mí y yo a usted podemos causarnos, siendo

usted lo que es y yo lo que soy y ellos lo que son, y habiendo llegado

con esperanzas y viendo ahora que las esperanzas dan risa? Dos

mujeres de blanco no pueden traernos todo el mundo espiritual que

esperamos, menos aún cuando esas dos mujeres de blanco deben

bailar a espaldas de sus padres y con movimientos contenidos, pues

ellos han jurado matarlas si las descubren en actitud de danzar, y las

pobres no pueden desplegar toda la gracia de cabeza y pies, porque,

entregadas a la pasión musical, no tendrían tiempo de frenarse y

conseguir la necesaria y justa inmovilidad si los padres volvieran

de pronto la cabeza. Agreguemos a esto lo fantástico de sus manos

amoratadas por el trabajo, que desentonan lastimosamente con lo

demás.

Yo estaba casi dormido. Tibot tiene un ojo brillante, el otro

apagado. Se ve que todo esto lo dice con sorna, guiñando el izquier-

do. Enseguida, como no contesto, le brillan los dos ojos claros y

redondos. Hago un esfuerzo y comienzo a distinguir, aunque muy

vagamente, el hombro, el plastrón, los botones del saco, las manos

cruzadas sobre el vientre, pero las piernas no, y como su rostro

está muy cerca del mío dudo si su cuerpo está encorvado sobre mí

o arrodillado. Lo invito a sentarse:

—Tibot, ¿se sentaría usted?

—No; me voy. Dejemos el asunto para mañana a esta misma

hora. Por el momento, descanse.

Lejos, afuera, otro acceso de tos de Tibot y por último el

silencio de Tibot, y el silencio del pájaro sobre mi cama. Tibot, te

tengo miedo. Pero es casi de día. Puedo recobrarme. Me incorporo.

El ave duerme, aletea pero duerme, sueña que vuela. Salgo.

El amanecer es aún menos previsible que el ocaso. Lo que

luego será el filamento blanco es ahora una especie de bolsa cunei-

forme a la deriva; y lo que constituirá el efluvio escarlata, un humo

delgado, ralo, inconsistente y versátil, aunque inmóvil hasta donde

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alcanza la vista. Creía estar más cerca de la plaza, es decir, del es-

pacio circular donde convergen las ocho calles principales, pero en

realidad vivo más cerca del mercado que de la plaza. Ya estoy otra

vez con los codos apoyados en la ventana de las bailarinas. Espe-

raré que ellas mismas abran y me vean. Si supieran que estoy aquí,

abrirían para verme. O tal vez no, con lo de ayer tienen bastante. Lo

importante para ellas es demostrarnos una vez que son bailarinas,

que saben bailar, para no volver a intentar un paso más en la vida y

librarse así del peligro que les acarrea cada paso. Nunca más podré

verlas bailar. Está de por medio, además, la posibilidad de que una

se deje morir para librar así a la otra de la tentación de la danza, de

esa electricidad mutua que las conmueve cuando se rozan, se miran

o simplemente se recuerdan, y que tanto peligro les entraña. Sin

embargo lo verdaderamente maravilloso sería ver el último baile de

una, frente a la hermana muerta, en ausencia de los padres; o, mejor

aún, que estos consintieran a la que vive, por única vez, lanzarse al

torbellino de la danza en beneficio exclusivo de la muerta; pero en

este caso yo no tendría acceso a ese rito, aunque adujera una visita

de cortesía o atención por la desgracia familiar y me introdujera en

la piecita mortuoria junto a la muchedumbre, en fila de a uno. Los

padres, al verme, echarían por tierra mi intento ordenándome salir al

instante y apenas me quedaría el consuelo real o aparente de obtener

de la población —entre los más ancianos, probos e inteligentes— una

versión oral justa, objetiva y concreta del baile solitario.

El día está ahora lleno de sol y yo sigo apoyado en el querido

alféizar, mirando la persiana querida y escuchando ahora los queridos

gemidos de las bailarinas al despertar y encontrarse de pronto con

la mañana, demasiado virtuosa para ellas—-(piensan—, fracaso de

sus sueños, demasiada luz para sus cuerpos delgados y unísonos;

jocunda mañana —piensan—, enemistades nuevamente, pasión de la

danza como todos los días a espaldas de los árbitros paternos que

no admiten un hilo de paz, una gota de concordia entre la vocación

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y la prohibición. Posiblemente la ventana que da a la calle no se abra

jamás. O si se abre alguna vez ellas no estarán presentes en la sala

visible de techo bajo y plano, pintada de blanco, transferidas ahora

por castigo a alguna pieza de servicio glacial y tenebrosa, lejos de

toda acción conjunta de trabajo colectivo en el granero o el mercado

—que empezarán a poblarse de granos y hortalizas—, a resguardo

de todo ruido o compás de faena que pudieran sugerirles ideas

de baile o simples deseos de movimiento acompasado. Lucila, que

parece mayor por el color rojizo de su pelo afiebrado y liso, es en

cambio la menor, pues Emilia le lleva dos años, dos años que no son

precisamente dos años de madurez o maduración: al mismo nivel de

excelsitud, ingravidez, elasticidad y perfección habían llegado aquel

día -si doy fe a mis pobres ojos- cuando las vi a espaldas de sus pa-

dres haciendo giros y saltos de inigualable belleza; y confieso que

fue entonces cuando requerí al padre y a la madre un matrimonio

ventajoso para mi pobre alma harapienta, cegado por el baile, con

la boca abierta y casi llorando. Que golpeé la ventana por no sé qué

motivo sin importancia —o por equivocación— y estaba muy lejos de

haberla golpeado para pedirles amor o rogar a los ancianos que me

concedieran una en matrimonio. Había ido, pues, por otros motivos

menos virtuosos, sin trascendencia, motivos de merodeador conocido

y valiente, pero el baile de las hermanas me hizo despertar una pasión

incontrolable. Con esa adoración incontrastable he pasado parte del

tiempo hasta la llegada de Tibot y después de la salida de Tibot; y

ahora pienso que los sentimientos de Tibot y mis sentimientos bien

pudieran parecerse, yuxtaponerse y hasta confundirse en lo que

respecta a las dos hermanas bailarinas; de suerte que Tibot es ya, en

parte, mi enemigo, porque él a su vez quiere desposarlas a fuerza

de estar seguramente tan enamorado como yo; y en parte, también,

mi amigo, porque los tortuosos caminos paternos que él allane para

conseguir la suya me servirán a mí para lograr yo la otra. Sin embargo,

esta desunión que inevitablemente produciríamos en la hermandad,

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quitaría posiblemente a cada una por separado la fuerza y el espíritu

individual que les nace de la paridad. Yo quisiera las dos. Pero esto

me mortifica por Tibot, cuyo pensamiento puede confundirse con el

mío, quien acaso espera del cielo lo mismo. Además, ¿por qué habría

de depositar en Tibot mi seguridad, confiándose tácitamente la mi-

sión de allanar el camino entre nosotros y ellas, y por qué, también,

he de consentir, para poder usar yo ese camino allanado, que él sea

el primer elector?

Me he marchado y estoy recostado en la cama, porque la

ventana no se abrió y hasta se apagaron los dulces gemidos de las

bailarinas. Mi trabajo está a dos cuadras de aquí, junto a unos ochenta

curtidores. La tarea comienza a las nueve y son las nueve. Prefiero

quedarme.

Abajo la tierra trabaja. Todo el olor que la noche tritura y

evapora, el olor humano, vuelve a condensarse entre las casas como

una nube de sufrimiento. El olor del trabajo ha entrado ya, y el olor

de los pájaros y el de los árboles. A Ludmila no se la puede desposar.

Es como el alma de la colmena; las manos más maravillosas que se

hayan visto jamás sobre la tierra: no muy largas, conservan un poco

de terciopelo de la infancia en los nudillos más bien levantados y

entre estos, las suaves depresiones, sin accidentes de trabajo, on-

duladas y duras, sostienen venas imperceptibles. Cuando Ludmila

se recobra después de mirar infinitamente los detenidos posibles

movimientos de la muñeca y los dedos cada mañana antes de la labor

que la pequeña sociedad le tiene asignada, se encuentra ante sí con

el consabido despecho de cientos de mujeres menos afortunadas

en belleza, menos dotadas de movimiento, altura y misterio que

ella: especie de prolongación o apéndice de una familia hermosa de

otro tiempo; y esa es la causa principal de su manera de protegerse

contra el viento -que nos ha amenazado ya una vez como para que

pensemos intentar desplazarnos un poco más al sur- y también la

causa principal de su modo de llorar por la gran cantidad de hijos

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fallecidos en altamar, porque era débil de pecho y golosa de viajes

marinos, hasta haberse instalado casi definitivamente en un barco

mercante que iba y venía por los cinco continentes sin que ella des-

cendiera; ni ella ni su esposo de entonces, el único en su vida, y a

quien adoraba; pareja instalada en un buque, prudentemente lejos de

la tierra, que cena y se acuesta, o que cena y pasea por la cubierta, y

vela a sus hijos y los arroja al mar, uno por año, hasta que el último

consigue sobrevivir gracias a una norma distinta en los cuidados y

las atenciones de la lactancia. Nevados pacientemente desde el día

del parto, controlados hasta el hastío; consigue vivir y viste la ropa de

los marinos, concesión hecha por Ludmila y su esposo porque parece

desprenderse del programa de cuidados y atenciones establecidos

para arrancarlo de los brazos de la muerte; una camiseta rayada,

una gorra negra y pantalones azules, más un velero tejido en el pe-

cho el día de su cumpleaños, que esa misma noche es desprendido

por la madre y guardado por él entre las tapas de un cuaderno. El

primero en morir de los tres es el padre. Como siempre, en altamar.

Ludmila da el consentimiento a los marineros. Ellos ya la conocen.

Los despide con un beso en la frente; por eso los marineros, después

de un esfuerzo mucho mayor debido al peso considerable que los ha

tomado desprevenidos por la anterior mecanización de arrojar niños

livianos cada año, levantan hacia la boca de Ludmila el ataúd abierto,

pero esta vez no solo lo besa, sino que lo abraza y dice que la arrojen

a ella también. En el primer puerto ha descendido con su hijo, que

lleva la ropa de marinero bajo el brazo y luce ahora otra de ciudad,

salvo la gorra, que conserva puesta. Allí pregunta y le exigen dinero

para señalarle el lugar exacto de la existencia de nuestra ciudad, hacia

el norte, y desde que llega vive con nosotros, desplazándose al sur

con nosotros. Naturalmente, su niño murió con los demás, bajo la

epidemia, a varios kilómetros de aquí.

Tibot, después de mucha persistencia, acaba de doblegar a la

“Comisión de Pasos” (prácticamente, el gobierno central legislador)

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y le arranca la autorización para trazar los planos del cementerio.

Con ello se libra en parte de la angustiosa situación de olvidado de

las bailarinas -según dice-, y al mismo tiempo cambia de oficio du-

rante un buen tiempo, pues la planificación del cementerio le llevará

aproximadamente un año. Nada mejor que la pequeña y tranquila

superficie que limita al norte con los dos redondos pozos de agua

de lluvia; al sur con la parte trasera de su casa, construida sobre una

falsa línea respecto de las otras; al este con el comienzo del erial,

donde, misteriosamente, el almohadillado termina, y al oeste con

una línea artificial que ha de cavarse a todo lo largo del área, la cual

podrá utilizarse también como desagüe.

—Yo no me he movido de aquí. Por eso no ha tropezado us-

ted con el mayor inconveniente que podría presentársele: yo, que

en absoluto apruebo su cambio de oficio y menos aún su absurda

pretensión de cavar fosas —le digo a Tibot.

—Nada se ha hecho todavía —responde—. He venido a co-

municarle. Cuento con usted.

—No. Tibot —murmuro entre dientes—, nada de pretensiones

de ese tipo; si no puede usted verlas vivas menos aún podrá verlas

muertas. Comience usted con sus dichosos planos, haga lo que quiera,

pero le repito: lo desapruebo. Levante usted los muros, de un metro

y medio o de dos metros o de cuatro, si quiere, y ya verá. Al cabo

tendremos que volver a desplazarnos como nos hemos venido des-

plazando hasta ahora, con la diferencia de que esta vez dejaremos

un mundo de muertos, un mar de fosas entregadas al olvido más

definitivo que pudiera esperarse, a merced de otras poblaciones ve-

nideras a lo mejor en estado salvaje, profanadoras, hambrientas, sin

cultura necrológica para conservar tanta y tanta cruz abandonada; y

en una de esas fosas —si usted lo pensara, Tibot, en vez de sonreír-

me— podría estar usted o yo o Ludmila, dormidos para siempre y

tan solos. Tibot, tan solos como puede estarse en un cementerio. Por

eso yo digo si no es mejor dejar esta empresa tan desastrosamente

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ridícula, amparada por una idea tan descabelladamente personal, que

nos sustraerá más de una vez de nuestro trabajo diario y costará el

dinero que no tenemos, cuando en verdad buena falta que hace para

llevar a fondo la construcción de los depósitos esenciales de agua y

provisiones de estación y terminar de una santa vez el mercado, los

dos graneros y la plantación de árboles en el linde del almohadilla-

do, tal como estaba previsto de antemano desde nuestra milagrosa

salvación en octubre del veintiséis, una fecha que usted debiera

recordar -sin sonreírme, Tibot-, haciendo más bien algo por todos,

algo que entrañe un sacrificio verdadero lanzado a los cuatro vien-

tos, para beneficio mutuo y no beneficio personal, que hace siempre

dudar de la tarea emprendida, aunque aparentemente ella sea bella

de ver y digna de admirar. No quiero negarle, ahora, su capacidad

y su madurez para la construcción de un cementerio, sobre todo si

no se pasa por alto su edad, su conocimiento de varios oficios a la

vez y la seguridad que pone en la realización de toda idea que se le

mete entra ceja y ceja; pero esto no es suficiente. Los planos, trabajo

que usted, a no dudarlo, realizará primero, los llevarán demasiado

lejos a usted y a sus ideas. Una cosa es el levantamiento material del

cementerio en sí, que podría comenzarse ahora mismo y para lo cual

contaría abiertamente conmigo, y otra cosa una planificación, siem-

pre expedita en el papel, siempre complicadamente intercambiable

en sus fundamentos reales e imaginarios. Todo lo que se propone,

Tibot, no pasa de ser absurdo. Yo tengo mis ideas de un cementerio,

que en nada o casi nada se parecen a las suyas, pero esto es otra

cosa muy distinta, y no pretendo ponerlas en práctica; lo que per-

sigo -y para eso sacrifico mis ideas, aunque usted no parece querer

sacrificar las suyas-es que no se construya tal cementerio. Usted y

yo estamos en una edad difícil; cualquier traspié, ahora, nos podría

acarrear serios inconvenientes para el resto de !a vida, y si ella a usted

le interesa en este momento, nada más simple que desistir y nada

más peligroso que insistir. Un cementerio es, siempre —cualesquiera

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sean las circunstancias exteriores y les circunstancias íntimas—, una

empresa difícil de conllevar colectivamente, dadas las costumbres

personales y familiares, los conceptos, siempre diversos, en el manejo

de las pobres cenizas difuntas, las diferenciaciones, formuladas o

escondidas, respecto de las honras fúnebres, cánticos, rezos (que

también los habrá), promesas, lámparas votivas; y la misma manera

de enterrar y desenterrar, siempre sujeta a mejoramientos progre-

sivos, a caprichos, estancamientos, diversificaciones innumerables;

asimismo, los propios ataúdes, que deberá usted reglamentar también

en tamaño, durabilidad, materia y aderezos suntuarios, en relación

con la planificación general de los espacios previstos en el área del

cementerio y con los caminos de acceso principales o secundarios.

Bien. Los muertos son cosa bien distinta de los vivos, sobre todo en

su concepto de la esperanza. ¿Puede usted permitirse, sobre la base

de sus conocimientos personales, darles una mansión confortable

con la seguridad de que no se mofarán de su atrevimiento, cuando

menos de sus pretensiones soberbias?

Tibot se ha sacado la gorra y pasa la mano por su frente,

extenuado. Afuera el sol es débil, pero la casa está hirviendo. Me

levanto y abro una ventana. Tibot se levanta a su vez y me sigue.

Ambos nos quedamos mirando la calle, las casas de enfrente, los

pájaros pequeños que se han acercado caminando, las nubes, las

largas nubes, las larguísimas nubes, los techos, el humo, la tierra, la

lluvia que comienza a caer en silencio.

Ludmila le ha escrito a Tibot una carta.

—Aquí la tiene —me dice Tibot.

—Gracias, Tibot —y se la saco de entre los dedos. Leo en voz

alta: “Distinguido señor Tibot, me acerco a usted porque haciendo

lo contrario noto que me acerco lo mismo, aunque más precipitada-

mente; total, que no quiero apresurar el orden natural de las cosas,

que no tienen precisamente un orden sino un hacinamiento: pequeñas

emociones, pequeñas miradas al pasar, pequeños prejuicios, peque-

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ñas soledades, sin orden. Entonces el espíritu (causa principal de esta

carta) se confunde. He tenido miramientos para dar este paso, usted

lo sabe, pero deberá saber también que esos miramientos provienen

desde el primer desplazamiento en masa de todos nosotros hacia el

sur, solo que aquellas veces, y otras posteriores, los miramientos me

dominaron. Hoy, que también me dominan, necesito más que nunca

de la piedad. Usted sabe cuánto he perdido en míiesposo y mis hijos

fallecidos, y cuánto también he perdido yo de mi ser infantil y de

mi adolescencia a través de los años — ¿resistiría usted que yo le

dijese cuántos?—, duros en su mayor parte, sobre todo los meses

de diciembre y enero, época en que los niños enfermaban y morían

(mi esposo murió en febrero), pues los concebía siempre en marzo

o abril, y estábamos generalmente en altamar. Piense, distinguido

Tibot, en las olas, en la marea, en los vientos, en los glaciares. Noso-

tros, en un barco vetusto, el único que quiso acceder a un contrato

de viaje permanente para mí y mi esposo, en medra de una tripula-

ción muchas veces desganada y enferma, aunque los marineros eran

bastante mejores: más confidentes, por lo menos, menos versátiles,

un poco bebedores pero sin sobrepasarse (mi esposo, en cambio,

se sobrepasó más de una vez, inexplicablemente, porque nunca

bebía); días y días así, enlutada siempre, siempre de negro, sin un

colorcito alegrador en los vestidos (esto usted no puede medirlo;

nosotras sí): de allí que la camiseta de los marineros me produjera

casi un sonido en el espíritu mortificado. Días sin luz, amaneceres

hostiles, mar permanente que no lograba, sin embargo, aplacar mi sed

de viaje pese a los inconvenientes y a los ruegos renovados de mis

familiares que me escribían a cada puerto donde el barco arribaba

y hasta viajaban ellos mismos por otros conductos a esos puertos

para ponerme la mano sobre los hombros no bien echaban el pie en

tierra firme e implorarme, arrasados en lágrimas, que me quedara

en tierra ya para siempre y adquiriéramos una casa donde tener

hijos sanos y educados en una vida normal, lejos de infecciones. . .

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Todo esto, distinguido Tibot, podría ser aún aumentado considera-

blemente con solo agregar la descripción de dos o tres días fatales

de mi infancia (fueron muchos más), entre los diez y los diecisiete

años, en la escuela y más tarde fuera de ella, diferenciaciones dignas

de anotar; días en que uno presiente haber vivido lo venidero de

golpe como si hubiese bebido toda el agua de una copa, y al mismo

tiempo siente un vacío inmenso por poseer ya dentro el porvenir,

sabiendo que la muerte está lejana y quieta todavía; convalecencia,

enfermedad y salud a un tiempo, sin la ventaja de cada una de estas

tres cosas por separado; y bien puedo afirmarle que en estas jorna-

das no entró en absoluto el amor, pues la custodia de mis padres

era permanente y severa, aunque yo no lo notaba en aquel entonces

merced a la cerrazón lastimosa de mi corazón para toda empresa

carnal, pura o impura (estas dos palabras las he podido diferenciar

mucho después, aunque hoy se me confunden un poco). Lo cierto es

que no sé exactamente por qué motivos recurro a usted: si por un

doblez de mi carácter o precisamente por lo contrario: una unidad

que sobrellevo, marchita, y recién ahora cobra esplendor frente a su

verdadero destino descubierto. Nada debe usted hacer que convenga

más a su cuerpo que a su espíritu, y ante cualquier tentación de este

tipo dude de sí mismo. Ludmila”.

Tibot siguió mi lectura sin pestañear. Su camisa, inexplica-

blemente holgada, le daba un aspecto titánico que no tenía. Los dos

nos quedamos silenciosos, mirándonos frente a frente, traspirando

como en un baño de vapor, sin decir palabra, hasta que él aflojó y

tornó a sonreír poco a poco, con picardía, con una taza de café frío

en la mano, que sorbió sin apartar sus ojos de mis ojos; y como

era noche cerrada y la puerta estaba abierta, tenía detrás la sombra

cuadrada del vano, como si estuviera saliendo de un sepulcro.

—Puede usted vivir aquí, Tibot. Clausure su casa, o declárela

desocupada al Consejo.

Tibot no ha comprendido mi invitación, porque me dice:

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—Tengo que marcharme.

Se da vuelta para salir; está abatido. Por primera vez observo

su espalda encorvada, aunque no es precisamente eso, más bien es

la forma trasera del cráneo, achatada, lo que le confiere a su cuerpo

ese decaimiento entre verdadero y fingido; pues su voz es potente,

jovial, hasta amanerada en alguna medida como si tratara de quitar

años a su cuerpo en ocaso, para lo cual también levanta un poco

los hombros si se siente asediado por alguna mirada escrutadora; y

se manifiesta ágil, muy ágil en todas sus acciones físicas: salta, por

ejemplo, muy alto, después de retroceder y tomar impulso, cuando

debe zanjar algún accidente del terreno, mientras yo cruzo con un

simple brinco después del cual comprendo lo exagerado de sus

preparativos en relación al ancho minúsculo de la zanja. Le grito:

“Tibot”, y él responde en el marco de la puerta: “¿Qué?”.

—Puede quedarse a vivir aquí.

Tibot se ha detenido.

—Puede quedarse a vivir aquí —repito—. Nos visitamos dia-

riamente, un poco por lo de las bailarinas, otro poco por Ludmila,

otro poco también por la vieja amistad que nos une. Clausure su casa

y véngase.

—Volveré con mi cama —contesta Tibot, y se pierde en la

noche.

La noche está tácita. Si yo regresara en este momento a mi

casa después de haber mantenido una larga conversación con Lud-

mila, podría seguramente dormir, cosa que no hacemos ni Tibot ni

yo: pues él aparece cada tanto misteriosamente, sin ruido (unos diez

metros de acolchado unen el escalón con la calle propiamente dicha);

y, aunque no viene precisamente a conversar sino a escuchar, me

vence el sueño, pero al fin lo domino, y hasta la mañana siguiente

estoy hablando y él escuchando, sin saber a qué viene, qué persigue,

qué es o qué ha dejado de ser; sin pasado visible ni presumible, bajo

su gorra enorme que le roba la frente y casi las cejas, extenuado como

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un niño que ha estado correteando por ahí y regresa a su casa a be-

ber agua para salir de nuevo con ímpetu renovado; pero en el caso

de Tibot no hay tal ímpetu, pues toma café que le doy diariamente,

y él se apaga cada vez más, de manera que al poco tiempo ya no es

el mismo que entró, pero de energías, a escucharme conversar, sino

que, marchito, se deja caer en una silla y ahí se queda, encorvado; y la

gorra me impide verle no solo el mentón, sino hasta la mitad superior

de la barba.

Tibot regresa con Ludmila. Me pongo de pie y los saludo.

Lamentablemente, estoy a medio vestir, y me lanzo afuera de la sala

para echarme un abrigo. Aunque Ludmila tiene los oídos muy gran-

des, los de Tibot no son tan pequeños como yo creía. Ludmila tiene

las manos en el bolsillo de su saco, Tibot las suyas en el bolsillo del

pantalón, de modo que, hasta cierto punto, se parecen un poco, no en

el rostro, por supuesto, pero los identifica un aire familiar, el modo

de estar de pie, sin ir más lejos, y ciertos movimientos precisos de la

cabeza cuando la giran hacia mí o cuando se miran entre ellos largo

rato sin reparar gran cosa en mi presencia. Me adelanto y tiendo la

mano a Ludmila. Ella la estrecha efusivamente, con entusiasmo. Yo

la abro y ella saca la suya al instante para volver a guardarla en el

bolsillo de su saco como si fuera un movimiento ya automático de su

ser. Entonces le digo: “Comprendo su sufrimiento, Ludmila, estamos

enterados de todo. Lo siento verdaderamente”. Y Tibot agrega: “Sin

embargo, no debe desesperar, todo se arreglará, todo se arreglará”.

Pero Ludmila nos mira extrañada, sin saber qué decir, como si no

hubiese comprendido. Luego salen ambos y entran con una cama

pequeña, la

de Tibot, que habían dejado afuera, cada uno soportando con las dos

manos un extremo, y esa distancia obligada por el largo de la cama

los separa lamentable y grotescamente, pues la habitación es bastan-

te pequeña; sin embargo, la cama es colocada junto a la mía, en la

misma dirección, quedando el cuarto tan reducido que apenas puede

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deslizarse una persona por vez entre la cama de Tibot y la puerta,

siempre que esta esté cerrada; de lo contrario hay que cerrarla para

pasar y volver a abrirla si se quiere salir; aunque el espacio entre el

muro y las cabeceras es mayor y allí uno podrá sentarse a conversar

hasta la hora de dormir, siempre variable y a merced del cansancio,

la tarea de la jornada y el trabajo del día siguiente que nos obliga a

madrugar o nos permite quedarnos en el lecho.

Tibot se sacude las manos y se sienta. Ludmila me dice al

oído:

—Es cómico el espacio que queda, ¿verdad?

Yo le contesto con una broma y ella sonríe como estimulada

por mi carácter, y se sienta entre Tibot y yo, recostando la nuca en la

cabecera de mi cama, que tiene detrás, mientras balancea una pierna,

que tiene cruzada sobre la otra; entonces, un pesado silencio en el

que Tibot está enmarañado me obliga a decir:

—Tibot, su cama es mucho más pequeña que la mía. ¿Y sabe

usted cuál es la ventaja de eso? La ilusión. La ilusión de estar sus-

pendido en el aire, y además de la ilusión de estar suspendido en el

aire, la ilusión de estar bien solo, singularmente solo, arropado hasta

la coronilla como una culebra en su pellejo.

Tibot se vuelve para mirar a Ludmila, pero Ludmila me mira

a mí; entonces Tibot dice:

—Cierto.

Y consigue atraer hacia él los ojos de Ludmila, que ahora

no se separarán de los suyos por un buen rato. Salgo y regreso con

café. Pero Tibot y Ludmila, cada uno por su cuenta, están llorando.

Repentinamente Tibot lanza un gemido casi animal y empieza a llorar

como un niño, gime, se ahoga, no tiene consuelo, interminablemente,

con gritos, pobre Tibot, no para, no para, cada vez peor. En cambio el

llanto de Ludmila, también interminable, es mudo, blanco, como una

espina, caen, caen las gotas sin que ella mueva en absoluto las manos,

la cabeza, los ojos, está rígida, como una figura de nieve puesta al

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sol Me sirvo café y bebo. Apago la lámpara y me pongo a escuchar.

Ludmila, sin dejar de llorar, me pregunta si tengo sueño. Le digo:

“No, Ludmila, no”, y ella me reprocha: “Sí, tiene usted sueño”; “No,

Ludmila, puedo jurarlo, no tengo sueño”; “Sí, sí tiene”; “Le digo que

no”; “No le creo”; “Debe creerme”; “¿por qué debo creerle?”; “porque

no tengo sueño”; “Debo irme”; “puede quedarse”; “gracias”.

Tibot se ha incorporado en la oscuridad y se acerca mano-

teando el aire hasta dar conmigo, y me dice, casi gritando:

—Perdone la escena. He abusado de la hospitalidad. Pero

estaba deshecho. Es decir, no es que estuviera deshecho, sino más

bien que de pronto perdí todo el entusiasmo.

—¿El entusiasmo de qué, Tibot?

-—El entusiasmo del cementerio.

—¿Y por qué lo perdió?

—No lo sé.

—¿Por mi oposición?

—No sé.

—¿Entonces?

—No sé, no sé. Estaba mareado. Al borde del abismo, pen-

sando en eso. Entonces oí gemir a Ludmila y, no sé cómo, empecé

yo. No pude contenerme.

—No tiene importancia, Tibot. Si eso lo ha aliviado, más vale

así. A veces conviene llorar.

—Pero es precisamente ahora cuando me siento mal. Estoy

muy mal. Acuésteme.

Giro y enciendo la lámpara. Cuando me doy vuelta hacia

Tibot, él está desplomado en el suelo y Ludmila le afloja la corbata.

Tiene la boca apretada, los labios sumidos, la frente llena de arrugas.

Por fin conozco a Tibot: es hermoso. Las bailarinas bailan para él.

Ludmila se recuesta y apoya la cabeza en su pecho, hasta dormirse.

Yo me arrojo en el lecho y entorno los ojos. Tibot gime suavemente

en el suelo. Ludmila respira, dormida, a intervalos muy largos. Si yo

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no estuviera aquí las cosas sucederían de igual manera. De pronto

descubro en mi mano la gorra de Tibot. Me la pongo, levantando un

poco la cabeza. ¿Cómo será el invierno aquí? ¿Cómo nos sentiremos

en invierno?

Cualquier noche menos esta pertenece al mundo. No, Lud-

mila, usted no tiene hijos muertos en altamar, como tampoco ha

tenido esposo, ni amor. Aquello debió suceder así: desde la escuela

hasta su casa (hablo de su niñez) la carretera hace una curva muy

pronunciada, de modo que la distancia de una cuadra entre una y

otra es más aparente que real: en verdad la distancia es casi infinita,

puesto que desde su casa, debido a la curva, no distingue usted la

escuela, y desde la escuela no distingue usted su casa. Vive usted,

entonces, en dos pequeños mundos sin conexión y puede usted no

tener destino al salir desde cualquiera de ellos. Una vez, en lugar

de tomar la dirección de siempre, toma la contraria, sin que pueda

usted misma asegurarse que sea la contraria en realidad, pues su

casa es invisible desde allí, y si alguien la viese y le reprochase, us-

ted tiene el derecho de decir: “Solo sé que está en esta senda, pero

no recuerdo hacia qué dirección”, y comienza a desandar el camino.

Sus padres no han tenido en cuenta este aspecto tan importante. Y

así, la vigilancia ha pasado a ser una costumbre ya sin ojos, pues el

día que usted tomó la dirección opuesta su padre estaba a su lado

distraído con su rebenque, por lo cual usted intentó la desaparición,

pues contaba a su favor nada menos que con la presencia de él, al

punto de poder, en caso de ser descubierta, sonreír fingidamente

de su “torpeza” sin despertar la más mínima sospecha, puesto que

ninguna niña osaría escapar ante los ojos paternos. ¿No es eso,

Ludmila? Y así fue cómo usted hizo abandono de la casa, un aban-

dono tan distinto del que yo hice de la mía, cuyos detalles no se han

borrado jamás de mi memoria; hay que reconocer, sin embargo, su

atrevimiento, su temeridad, su violenta niñez, desacompasada entre

mimos exagerados y privaciones desmedidas, hasta que consiguió,

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por fin, terminar de una manera natural, vestida de guardapolvo,

bordeando durante muchas noches y muchos días el camino, ale-

jándose prudentemente y cada vez más de los suyos, bajo un cielo

siempre electrizado y proceloso, durmiendo con las hijas de los la-

bradores casuales hasta comprender usted misma que hay una razón

en su vida y un peligro en su muerte si se expone a la lluvia y no se

expone al sol, cuyos rayos, sin embargo, la mortifican, pues la lluvia

se aviene mejor al alma, a la presión del entusiasmo y a la altura y

profundidad del pensamiento; horas y horas exponiendo la pureza

y saliendo airosamente porque ni las tentaciones solitarias son muy

fuertes ni los ataques exteriores muy arrolladores. Usted descubre

entonces los colores de la vida, casi exactamente los mismos colores

aprendidos en la escuela, pero la diferencia de matices e intensidad

es desoladoramente marcada; formas de peinado, formas de caminar,

maneras de vestir, maneras de hablar, podrían ser ejemplos nítidos de

esta diferencia, a condición de que admita, como yo, que las nuevas

costumbres del arreglo llevan un fin entre preciso y nebuloso pero

nunca independiente de la sustancia misma del cuerpo, acorralado

entre los árboles, acorralado entre horizontes cercanos, acorralado

entre suburbios de nieve o niebla, acorralado entre ventanas abiertas

a la mañana o al atardecer, horas estas las más difíciles de sobrellevar

cuando se ha perdido la noción de los otros y se tiene únicamente

presente la noción de sí, que entraña, en suma, el mayor peligro

personal; peligro personal mil veces bendito si en eso y no en otra

cosa está en juego la maduración. Así ha ido usted creciendo hasta

llegar a su edad actual. Tanto da si ha aprendido usted las cosas de

los hombres o de los bosques, de los animales o de su alma. Toda

su experiencia está referida a los sueños, de allí que caiga, con su

virginidad indudable, en el pecho de Tibot, sin atinar a caer en su

boca, porque las cosas hubieran sucedido de igual manera no estando

yo presente.

La mañana amanece para todos. Ludmila y Tibot duermen to-

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davía. La cabeza de Ludmila en el pecho de Tibot. Ambos en el suelo.

No se han movido. Me arrastro por mi cama, luego por la de Tibot,

salto al suelo, tomo dos mantas y los cubro. Ellos no se mueven. El

llanto los ha abatido demasiado.

Sobre el camino se echa el mediodía. He salido y miro a lo

lejos. El camino parece terminar en el sol. Sus sustancias se asemejan,

envueltas en el humo que sale de las chimeneas. Por primera vez, en

muchos días, tengo hambre y sueño verdaderos. Pero echo a andar.

Me arranco la gorra de Tibot, que llevo olvidada sobre mi cabeza.

Regreso y la dejo en su rodilla levantada, pues acaba de encoger una

pierna, sin despertarse. Lo animo un poco, porque me parece que ha

despertado:

—Tibot, Tibot —murmuro a su oído. Pero no responde.

—Ludmila.

Siguen dormidos. Me echaría a dormir allí de buena gana como

ellos. Parecen haber regresado de un largo viaje en ferrocarril; aunque

más exactamente parecen haber estado durmiendo a la intemperie,

a varias cuadras uno del otro, echados cada uno por su cuenta en la

tierra, víctimas de una pesadilla que los hace dar vueltas y vueltas,

tumbos y tumbos en todo sentido, como despojos que obedecen a

convulsiones subterráneas; y merced a esos tumbos casi permanentes

se han ido acercando por casualidad uno al otro, a través de kiló-

metros; los tumbos los han ido acercando metro a metro, hasta que

un tumbo mayor ha levantado la cabeza de Ludmila hasta dejarla,

siempre dormida, sobre el pecho de Tibot, de manera que este, bajo

aquel peso dormido, ya no puede saltar como antes con el nuevo

tumbo, y ella, desde el suelo, resiste al movimiento para no perder la

muelle almohada que ha encontrado en la barba de Tibot; a tal punto

que ahora los tumbos parecen ser menos violentos, pero la verdad

es que el peso reunido es mayor, por eso saltan, siempre dormidos,

siempre la cabeza de Ludmila en el pecho de Tibot, pero las convul-

siones son mayores en los torsos, y mayores aún en las piernas y

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los pies de Tibot y de Ludmila, y los pies de Ludmila tiemblan con-

tinuamente como bailando hasta que los tumbos comienzan a ser

menos frecuentes y menos fuertes, sucediendo, tras el último, una

paz mucho mayor que la paz común de todas las horas de paz. Así

parecen estar ahora, en esa paz, la cabeza de Ludmila sobre el pecho

de Tibot; pero alguien que llegara de pronto sostendría con odiosa

seguridad que es más bien Tibot quien, deslizándose lentamente a

través del tiempo, ha conseguido meter su pecho bajo la nuca de

aquella señora, sin despertarla, y que el esfuerzo sobrehumano lo

ha agotado hasta dormirlo profundamente. Todo esto me obligaría

a narrar la escena con lujo de detalles, sobre todo lo referente a su

caída, porque esa es la parte más importante, aunque precisamente

esa parte más importante no la pude ver pues estaba dado vuelta

hacia la lámpara tratando inútilmente de encenderla; y las mil cosas

que pueden haber sucedido entretanto son difíciles de imaginar sin

caer en error. Las bailarinas, por ejemplo, podrían haber formulado

aquel argumento, y yo, por no contradecirlas, me habría visto obli-

gado a reconocer lo del desplazamiento esforzado de Tibot debajo

de la nuca de Ludmila, y entonces, mi mundo tal vez estaría poblado

de cosas más hermosas que una simple verdad, como por ejemplo

las sonrisas y la estimación de las muchachas, que, saludándome

cortésmente, saldrían corriendo para que yo las alcanzara. Pero no

las alcanzaría. No las alcanzaría nunca. Ni las alcanzaría ni conse-

guiría que en su carrera hermosa me repitieran las sonrisas girando

la cabeza hacia la luna que está detrás de mí.

Estaría obligado a reconocer la falta de aprecio verdadero de

esas bailarinas para conmigo, para con Tibot, para con Ludmila, para

con todas las familias de la población, hombres y mujeres, para con

el fruto del trabajo y la lucha desigual contra la naturaleza, para con

el sacrificio de todos en bien de todos hasta llegar a tener nuestro

bosque, nuestro río canalizado, nuestro mercado, nuestros graneros,

nuestro pequeño coro, si llegara el caso y fuéramos del todo felices;

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y esa falta de aprecio es ya, con seguridad, verdadero desprecio,

pues no han vuelto a aparecer para nada, ni de día ni de noche, ni en

reuniones ni en fiestas, ni simplemente caminando, como es natural,

por los caminos vecinos, a saludar un poco a los demás, ofrecerles,

no digo ayuda, pero sí un poco de alegría con alguna canción suave

y escondida, como, seguramente, tantas y tantas hermanas de otros

pueblos, en todas las latitudes, hermanas que ni siquiera tienen dotes

personales para el arte musical pero por eso mismo infinitamente más

conmovedoras que estas en su naturaleza bondadosa; y a tal punto

que la calidad intrínseca de !a función pasa a segundo término al

reparar nosotros en esos dos corazones hermanos y tiernos dispues-

tos a conmover el nuestro y alegrarlo cinco o seis horas, alegrando

a un tiempo el de ellas mismas, después de una semana de horrible

trabajo; las trenzas lavadas y el rostro empolvado, con olor a jabón,

en medio de cientos y cientos de nosotros, ávidos, recibiendo los

aplausos y repartiendo besos, y nosotros arrojando flores y frases,

aunque la madre tema luego por la hora avanzada y vigile nuestros

ojos buscando la verdad, la verdad última, sin simulaciones, de aque-

llos aplausos y aquellas flores y aquellas frases; porque el querer

casarlas va unido al no querer perderlas, y no querer perderlas va

unido a liberarlas, círculo vicioso que termina siempre en un llanto

de la mayor seguido por el llanto de la menor, acostadas en el lecho

con la lámpara apagada, la almohada húmeda, las sábanas tibias, el

pecho como oscilando en el abismo; en tanto la madre duerme en la

habitación contigua, dichosa, soñando que ellas vuelan, gracias a un

impulso superior que les viene de los abuelos muertos, y, ya por el

aire, los hombres no las pueden besar, aunque les miran las piernas

desde abajo y aplauden, como niños, esa belleza cercana inalcanzable;

la madre sueña que descienden luego de los lechos, donde acaban

de caer, y allí están ahora, contándose mutuamente las hazañas, las

volteretas, los saltos, los pequeños inconvenientes y los giros, con

un lenguaje técnico desconocido para la madre y por lo tanto más

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conmovedor. Pero ellas se están contando cómo tienen de oprimido

el pecho y doloridos los ojos, y sueltan nombres que pertenecen

a rostros siempre bellos, algunos inventados musicalmente, otros

verdaderamente pertenecientes a seres reales; y así hasta el alba, sin

poder escribir una carta, sin poder tener un retrato en el pecho, sin

tener fuerzas para despertar a la madre y narrarle la verdad, toda

la verdad de aquella fiesta, toda la verdad de la vida que ellas creen

contener.

Pero con Lucila y Emilia sucede todo lo contrario. Ellas son

verdaderamente bailarinas; han superado hace tiempo los tropiezos,

las imperfecciones y las impurezas del baile, demostrando ya, a esta

altura de sus vidas, una madurez inconcebible, fruto del esfuerzo

diurno y nocturno, de una vocación irreductible cercana a la locura,

de allí que no necesiten acompañar con cantos o exclamaciones sus

bailes característicos y personales, sino que los envuelven en ese

silencio tan de élites, a veces abrumador para nosotros (tanto pude

observar durante un minuto aquel día, por la ventana), pues nos

parece que las fatiga lastimosamente. Además, sus padres, a ojos

vistas desinteresados por el baile de ellas, o mejor dicho, interesados

hasta morir porque ellas ni intenten bailar, no aparecen sino rara

vez ante los demás.

Ludmila y Tibot duermen. Las bailarinas duermen, seguramente;

de otro modo no me imaginaría sus vidas, en este momento, esta

mañana. Observo: Ludmila y Tibot en el suelo se dicen por lo bajo

palabras incomprensibles, mecánicamente, sin entusiasmo, sin

dolor, prefiero no escuchar, es doloroso, como si hubieran muerto,

en voz baja, las palabras de Tibot dulcemente musicales como las

de Ludmila; parece más bien un canto estudiado de antemano cuya

versión se hubieran repartido, que quieren ofrecerme estrechamente

agradecidos de mi hospitalidad. De pronto ella dice: “Tibot”, y Tibot

dice: “Ludmila”. Y luego callan, como si eso debiera cerrar obligada-

mente eI canto o la conversación sostenida con ayuda del aire, pues

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sin él, que entra por la ventana, todo habría sido inaudible para mí,

aunque más melancólico, por el movimiento de sus dormidas bocas

silenciosas a plena luz.

No me animo a pensar. No sé qué hacer ahora con Tibot y Ludmila:

si dejarlos dormir o despertarlos, si abandonar la casa o quedarme.

El llanto de Tibot y eI llanto de Ludmila han sido duros. El porvenir

incierto de esto me produce una tristeza entre propia y ajena a la

par que la melancolía existente entre dos dudas: ¿se irá Tibot, se irá

Ludmila? Pues, por lo pronto, la cabeza de Tibot anda en cosas de este

tipo: escapar de una vez bajo otro cielo; inclusive me lo ha propuesto

una vez con los ojos amoratados y la pupila clarísima de hombre

transparente que desea aquello que desea, sin ademanes nacidos

de la extravagancia o la inseguridad, exactamente mirándome a los

ojos y diciendo: “Debiéramos salir de aquí”, pero aunque me asocia

a su viaje sin regreso dudo que olvide ese intento bajo mi decisión

de quedarme; es más, dudo que, en el fondo, le interese de verdad

emprender la fuga conmigo, puesto que su vida es esencialmente

independiente, y él lo sabe con lujo de detalles. Hombre es Tibot

capaz de cualquier empresa clandestina siempre que él vea en ella

un modo de salir de la postración y de la soledad, cosas cuyo fondo

real conoce en silencio, sin abrir la boca, a no ser que esté en juego

su respiración: entonces dice levemente “ay”, que es más bien un

tiempo matemático que se toma para proseguir la empresa interior

que quisiera echar fuera y no puede; escarnios de sí mismo, dolores

que continuamente revive con el fuego primitivo como solo él es

capaz de revivir, desgano, paciencia limitada con las frases que se le

arrojan y de cuya incoherencia da testimonio abriendo los brazos de

par en par, asombrado; todo eso que mientras duerme Tibot uno está

lejos de sospechar, tal es la dulzura que emerge de todo su cuerpo

pesado, de toda su barba maciza, de sus manos y de sus rodillas de

hombre que sostiene una frente inmensa llena de resoluciones y

recuerdos. Así las cosas, pienso que lo mejor será proponerle ahora

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que nos vayamos de una vez, pues he pensado que será lo mejor

en medio de tanta incertidumbre, o si no, encauzar la conversación

hacia ese detalle de su propuesta de viaje juntos, para que otra vez

me diga: “Debiéramos salir de aquí”, en cuyo caso, y al instante, yo le

responderé: “Sí. Tibot, piensa usted bien, vamos a salir ahora mismo

para no volver”.

Sin embargo, ¿qué es Ludmila ahora para él? ¿No será que

cuando despierte haya desistido definitivamente del propósito de

escapar de todo? ¿No será que jamás vuelva a proponerme tal viaje,

en vista de un cambio radical en su vida, después de este largo día?

Entonces, creo que Tibot no despierta desde hace mucho precisamen-

te porque su espíritu se debate frente al enigma de partir o quedarse,

y que la pobre Ludmila, por su parte, no despierta esperando del

sueño de Tibot tal o cual decisión para saber a qué atenerse en el

futuro.

De cualquier modo, para Tibot no creo que la suerte sea en

este momento una moneda tirada al aire, que no hay tal suerte, que

su decisión está tomada desde mucho tiempo atrás, desde mucho

antes de mi amistad, solo que ahora me asocia a su eterna convale-

cencia producto de esa decisión que lo daña sea lo que fuere: irse o

quedarse; porque es seguro que lo contrario de cada una de estas

posibilidades le parecerá mejor mañana, cuando diste de aquí cin-

cuenta largos kilómetros.

“Yo me voy, Tibot, pero usted debe quedarse”, me gustaría

decirle ahora, para ver qué me responde en medio de su aturdimiento.

Pero Tibot duerme y encima de su pecho duerme Ludmila, los dos

duermen bajo la manta blanca de mi cama, reunidos por los tumbos,

bajo la bóveda del cielo que descansa en el techo, en todos los techos

iguales, exactos, de las casas del pueblo. Casas iguales, trazadas se-

gún un plan colectivo; de allí que en parte, la vida encerrada de las

bailarinas no tenga tanto misterio como podría suponerse, pues no

hay que imaginar para ellas aposentos de rara estructura, rincones

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misteriosos, tragaluces por donde respiran melancólicamente, criptas

donde preparan vestidos para una fiesta imposible. Mi techo, como

el de ellas, es blanco, y posiblemente las cabeceras de las camas tam-

bién; un espejo mayor quizá que el mío las diferencia de mí apenas

en el modo de vivir corrientemente los días inacabables.

Me acuesto en el lecho vestido y me duermo. El almohadillado

está húmedo, pero algunas zonas transversales, secas, me permiten,

saltando, avanzar sin mojarme los pies doloridos. Deben ser las

once de la mañana, a juzgar por el cielo, las once de una mañana

más bulliciosa que de costumbre, pues hacia al sur, hacia el lugar

donde un buen día, si Dios nos ayuda, tendremos, o tendrán ellos

si yo me voy, por fin el mercado, pasa gente vestida con cierta ele-

gancia, sobre todo mujeres de nuestro pueblo ahíto y triste, de gris

o de negro, y hasta de blanco, con baldes, con paquetes, haciendo

resonar monedas en las bolsas colgadas a la cintura, viejas, otras

más jóvenes, niñas de unos veinte años delgadas como mariposas,

saltando alegremente y echándose agua del estanque público, con los

vestidos adheridos al cuerpo lleno de tiritones de risa y frío al mismo

tiempo, pues la mañana es bastante fresca, más bien fría, yo, por lo

menos, tengo frío como para echarme sobre los hombros la frazada

blanca con que he tapado a Ludmila y a Tibot y, a falta de ella, subo

la solapa de mi saco por detrás y meto las manos en los bolsillos,

ladeándome para ofrecer al viento menos rostro y menos cuerpo, lo

cual me impide ahora ver la fiesta del agua de las muchachas; pero

ellas se han detenido en su juego al verme pasar, y rodeándome me

preguntan por mi salud y por Tibot, todas a un tiempo, consiguiendo

yo apenas responder a algunas de las infinitas preguntas, las más

claras, las más interesantes:

—Bien, estoy bien. Y Tibot duerme como un bendito —son

mis respuestas.

Entonces veo que algunas no han dormido bien, porque tie-

nen los ojos hinchados, aunque la excesiva alegría de los rostros en

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movimiento me impide juzgar con exactitud acerca de ese insomnio

apenas visible en ellas; y a lo mejor mi juicio es equivocado, y se

trata en verdad de que han dormido más de la cuenta, lo cual a veces

produce hinchazón en los párpados; por lo menos, tras una noche

dura e insomne, no se tiene por lo general al día siguiente la ener-

gía que ellas ostentan en todo el cuerpo. Observo, por último, que

una de ellas está terriblemente pálida, entonces aparto a las otras y

me acerco poniéndole la mano en el hombro y diciéndole: “¿Qué le

pasa?”. Y ella levanta los ojos y me besa en la cara dos veces y luego

me sonríe y solicita mi mano como quien va a despedirse.

—No haga caso, señor, es la muerta —dice una.

—¿Cómo la muerta? —pregunto.

—Sí, la muerta.

Pero no es para despedirse, es para mirarla, acercándola a

sus ojos y tratando de leer los signos de la palma. Pero con seguri-

dad no sabe leer en la mano, porque las otras muchachas la animan

detrás y le hacen cosquillas en la espalda, a las que ella resiste

retorciéndose con la boca abierta llena de carcajadas, moviendo los

hombros y gritando: “Basta, basta”, mientras me mira; pero sus ojos

están sin embargo tristes y son tan respetuosos, tan comunes de

color y tamaño, que retiro la mano y le acaricio la frente. Entonces

me pregunta:

—¿No quiere?

—Sí, quiero; pero otra vez. No la dejan en paz.

—Es cierto.

—Pero no faltará oportunidad. ¿Usted sabe leer las manos?

—Sí.

—Muy bien.

Le tiendo la mano, que ella mira por última vez y retiene entre

las suyas.

—Estamos profundamente conmovidos de su visita —me

dice—Puede usted quedarse a la fiesta, si es que hay fiesta, porque

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las bailarinas están enfermas.

—¿ Están enfermas ?

—Sí, las bailarinas Emilia y Lucila están graves. Toda la familia

está enferma. Los cuatro en cama, con dolores muy agudos. Se puede

entrar. Si usted quiere puede entrar a verlos. Los cuatro con fiebre.

Creo que cuarenta. Las puertas están abiertas y reciben regalos, me-

dicamentos y frutas. Emilia y Lucila devoran todo el día manzanas.

Ya no quedan. Usted sabe: ocho arbolitos para tantos habitantes.

Da pena, porque no se puede nada contra un mal así, tan general:

toda la familia padece retorciéndose, cada uno en su lecho, semives-

tidos; y otro tanto haría yo, pues si se han de recibir constantemente

visitas es necesario estar preparada. Estamos bien este año. Cuatro

enfermos. Una mira a las bailarinas y parecen seriamente próximas

a la muerte; un detalle, quizá, apenas, la frente, posiblemente, las

mantiene aún vigorosas, pero todo lo demás: pechos y hombros, hace

tiempo que se han entregado; sin embargo, alguna vez por lo menos

han sido felices en este mundo, cosa que yo no he podido conseguir,

y hasta podría decirle a usted que esta mano suya, tan bondadosa,

que tengo entre las mías, es el primer gran acto propio y feliz de mi

naturaleza, puesto que todos los demás juntos no equivalen a una

migaja de este. Señor, no sé su nombre, pero al menos podría usted

decirme, a ver si acierto, la primera letra: yo sacaré lo demás.

Ha soltado sus cabellos y se tiende en el suelo. Las otras

la imitan. Entonces observo que las mujeres mayores que a unos

cincuenta metros conversaban se han acercado. Son las madres. Las

madres, que sonríen felices y despreocupadas en la niebla. Si bien

las muchachas reían a carcajadas, estas carcajadas no son en nada

comparables al estruendo que producen las madres, cada vez más

ensordecedor a medida que se acercan a nosotros. Me apoyo en un

árbol; tengo sed y frío. Los pájaros cantan arriba y apagan un poco

el bullicio materno. Entonces algunas madres me tienden la mano y

yo ofrezco las dos para terminar más rápido con el triste protocolo

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que me hiela los dedos de tenerlos tanto tiempo al aire.

—Usted es. . . —dice una de las madres.

—Sí, señora. Pero prefiero ser simplemente uno de tantos.

He conocido a su hija, que trató vanamente de leerme las manos.

—¿Por qué dice “vanamente”?

—Porque las otras no la dejaban.

—Ya ve. Mírenos. Las cosas cambiarán con estos nuevos hi-

jos, que seguramente han de ser más juiciosos —dice señalando su

vientre.

Efectivamente, está encinta. Y descubro después que casi

todas lo están, algunas ya muy avanzadamente.

—¿Usted no lo había notado?

—No, señora.

—Por cierto que es bastante visible.

—No para mí, señora.

—No para usted dice, como si fuera usted un ser aparte.

Sonrío.

—Seguramente, señor, es usted el único que no ha visitado a

las bailarinas.

—Debo ser el único.

—Mal hecho: guardan cama.

—¿Me acompañarán ustedes?

—Por supuesto. Camine adelante. Nosotras lo seguiremos.

—¿Pero están ustedes seguras de esa enfermedad?

—Mire, señor, segurísimas. Y otra cosa más: no es el caso de

llorar ahora, sino de levantarles el ánimo. Ellas esperan sobrevivir a

este ataque terrible para poder ingresar alguna vez en una academia

de baile que recoja esa vocación y la encauce. No es que pueda decir-

se que tienen aptitudes, puesto que hasta ahora sus piernas no han

hecho otra cosa que caminar, como las piernas de todo el mundo,

pero tienen ojos de bailarina, eso es indudable, y cuello y espalda;

seguramente, aunque ellas tardaron mucho más de lo corriente en

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aprender a caminar, siendo pequeñas, se transformarán con el tiempo

en bailarinas verdaderamente admirables. Usted podría comprender

fácilmente el interés nuestro nacido del afecto, si sospechara tan

solo el sacrificio de todas nosotras, hora tras hora, para indicarles

las pequeñas leyes del equilibrio en la infancia. Hasta que arran-

caron, por fin, un día, ellas solitas y se lanzaron a correr una carrera

vertiginosa por e1 almohadillado, hacia el este. Dos piojitos que

apenas se levantaban del suelo, lanzados violentamente como el

viento por el camino, sin tropezar, que era por el momento lo que

más temíamos; y -esto es lo que todavía discutimos sin llegar a un

acuerdo satisfactorio--, sin comprender cómo, saltaron un matorral

que parecía bastante alto para sus edades -y teniendo en cuenta que

hacía una hora que se habían soltado a caminar-; cuando se las vio en

el aire todos temimos lo peor, pero salieron airosas del salto, de lo

contrario habrían quedado prendidas de toda la maraña de espinas.

Pero lo gracioso y al mismo tiempo trágico de todo esto fue que

nosotras, que corríamos tras ellas sin lograr alcanzarlas, vimos al

llegar al lugar del salto que no había tal matorral, que aquello era

un árbol muy alto, muy, muy alto, seis o siete metros sin duda, de

manera que el salto era más que terrible para sus edades, y el pe-

ligro, que de lejos parecía mucho aunque no desesperante, era en

realidad desesperante. ¿Y sabe usted cómo conseguimos apresarlas?

Muy simple. Aunque no tan simple, porque se nos ocurrió a último

momento: llamándolas. Nos detuvimos. Había una media y un zapato

al borde del camino, que habían perdido en el impulso. Les gritamos:

“¡Emilia, Lucila!”. Y al instante volvieron.

He despertado. Tibot y Ludmila, de pie, me miran soñolientos,

y yo les sonrío, un poco por el alivio que me producen estando des-

piertos después de dos días de sueño, otro poco para disimular los

pormenores de mi sueño, que siento visibles en mi cara, sin apartar

incluso la idea lastimosa de haber hablado en voz alta mientras dor-

mía, pues ellos me miran un poco encorvados aún como si hubiesen

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estado espiándome, tratando de comprender mis palabras un poco

oscuras con aquellas madres y aquellas hijas.

Sigo echado. Tibot se apresura a tenderme la manta. Ludmila

me da la mano y sale en silencio, Tibot no la sigue.

—Tibot, ¿no acompaña usted a Ludmila? Pero usted, Tibot,

¿no puede tratar de razonar un poco más? —le grito.

Tibot entonces me grita a mí:

—¡Es un esfuerzo inútil, comprenda! Lo del mar y lo de los

hijos y lo del esposo es verdad. Lo he descubierto ahora. Siete hijos,

y el esposo. (Tibot cada vez grita más fuerte). ¿Cree usted que so-

breponerse significa aceptar?

—¿Y entonces su carta?

—¿Su carta? Su carta es ocurrencia de usted. Usted la ha

escrito, solo que lo de los hijos es verdad. El resto, no. Lo del apoyo

que busca en mí, no. Eso es suyo. Inventado por usted.

—¿Ella le contó entonces lo del mar?

—No hablamos del mar. Por eso sé que lo del mar es cierto.

Podemos irnos de aquí cuando usted lo decida.

Se echa en su cama, trepando por la cabecera como un niño

rabioso. Y como afuera el efluvio del cielo y los filamentos tienden a

la lucha por la noche, la sangre empieza a resonar en los oídos como

una colmena.

El pájaro de mi casa entra, entonces, en vista de la paz, como si

hubiera estado esperando afuera. Tibot y yo miramos distraídamente

el pájaro. La paloma ha saltado a una silla y de ahí a los barrotes de

la cama de Tibot. Tibot le hace muecas con los ojos, con la boca, con

la nariz, está jugando con ella, ella le contesta, parece más bien el

pájaro de Tibot que el mío, tan estrecha y risueñamente entusiasta

es la armonía de ellos. Por último Tibot le habla a la paloma con

las manos, con el hombro, con los pies, como un desesperado que

trata de hacerse entender en un naufragio. Y la paloma se le acerca

con un ruidito misterioso y camina por su barba (para ella debe ser

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como caminar por el almohadillado del piso). Tibot la acuesta a su

lado y le acaricia la nuca, que hace un ruidito como si tuviera dentro

agua hirviendo, y la despide con la mano, haciéndole señas violentas

hacia la silla con el índice; la paloma se ha asustado y obedece a ese

capricho prematuro de Tibot, hasta que debajo de la cama se echa y

se duerme. Tibot se levanta y la recorre con la mirada, y suavemente

la echa a volar hacia afuera. Cierra la puerta. Luego, detrás del muro,

se oye a Tibot mojarse la cabeza, lavarse la barba, secarse, sacudir

la gorra en el marco de la ventana. Regresa. Está demacrado.

—Parece que ya es hora de dormir. Es suficiente por hoy —dice

y se desploma con la cabeza en la almohada y las piernas afuera del

lecho. Las levanta, las recoge, las tapa, las encoge y cierra los ojos.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana, Tibot.

Él se dormirá en un instante, pero mi insomnio durará un día

más.

Ludmila está en su casa desierta. Se ha desnudado para ace-

char la tiranía de su espíritu. En el inmenso espejo, única reliquia,

única ostentación para decir que vive, su sombra va y viene, descalza,

silenciosa, como tantas sombras en tantos espejos van y vienen; ahora

se ha detenido, pregunta y responde, desnuda y solitaria, luego se vis-

te y escribe en un papel palabras serenas: “paz”, “invierno”, “pluma”,

“gacela silenciosa”, con letras pequeñas, en un acto desprovisto de

significado real, palabras más bien de la casualidad que del propósi-

to, que posiblemente enviará a Tibot dentro de un sobre, como hizo

antes, y cuyo efecto no puede siquiera imaginar, pues no persigue

otro fin que el de una vida diametralmente opuesta a la que lleva,

a la que llevamos todos; y en eso se parece quizás a los hijos de la

colmena humana donde estamos insertados. Pero lo importante para

ella es llegar a conocer algún día el amor como quien conoce su flor

predilecta o el día de su cumpleaños y los distingue entre mil flores

y entre cientos de cuadraditos parecidos en el calendario; y posible-

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mente estando ahora absolutamente desinteresada en Tibot, lejos de

la voluntad que se impuso para pasar de la amistad a la posibilidad

con aquella carta llena de interminables vacíos y contradicciones;

aunque es muy posible, también, que -enamorados más que nunca

después del sueño- se pertenezcan para siempre y estén próximos

a partir hacia el este. Pues aquella desacostumbrada familiaridad

de Tibot para con el pájaro de mi casa, ¿no podría considerarse ya

el comienzo de una despedida? Una despedida, naturalmente, poco

concreta y eficaz si se tiene en cuenta nuestra vieja amistad, pero

no por eso menos valedera, hasta heroica, quizás. Pero este no es el

momento oportuno para conjeturas.

—Ludmila, ¿está usted ahí?

—Pase, pase— me contesta Ludmila desde dentro.

Abro la puerta.

—No pude quedarme en mi casa, Ludmila. Me resulta impo-

sible dormir. He dejado a Tibot dormido y sereno. Sin embargo, por

el camino he pensado varias veces que debía regresar: tal vez usted

estuviera dormida. Necesito saber si usted y Tibot están próximos a

partir, como yo supongo.

—Tibot parte mañana.

—¿Y usted?

—Yo no.

Llego a la conclusión de que la pureza de Ludmila está mor-

dida por la impureza. Afuera llueve otra vez. Ludmila me mira y sabe

que estoy escuchando la lluvia.

—Está usted escuchando la lluvia —me dice—. Pero si no se

apura no podrá despedirse de Tibot.

—¿Adónde va? —pregunto.

—A Luanda.

—¿Luanda?

—Sí, veinte horas de aquí, a pie.

—Ah, es cerca.

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—Cerca. No tendrá inconvenientes.

Ludmila me toma las manos contra su pecho y me dice: “Des-

pídalo; vaya a despedirlo. Después usted me contará”.

Lo prometo y salgo, y la lluvia me da en el rostro. Camino

unos metros y vuelvo la cabeza, Ludmila me grita a través de la lluvia:

“Abrácense fuerte como buenos amigos, yo seguiré escribiendo”…

Las últimas palabras se pierden, pues corro en el barro, porque

la lluvia es ahora un diluvio. Tibot viene con un bulto de ropa en la

mano, lentamente, como si no estuviera lloviendo. Casi chocamos.

Nos hemos reconocido bajo la noche llena de relámpagos. Tibot deja

el atado en el suelo. Estamos frente a frente, y nos miramos. La lluvia

es ahora más terrible, al punto que Tibot me ofrece su gorra, que yo

acepto y me pongo.

—Parecemos dos peces, Tibot —le grito.

—Me voy —dice él, y se sienta en el hato de ropa, chorreando

agua, con la cara vuelta hacia mí, olvidado de la lluvia, esperando, al

parecer, una frase mía que él necesitara llevar en los oídos durante

toda la vida: tal es su rostro, tales sus ojos, que muy bien podrían

estar llorando sin que yo lo supiese, porque su frente es un verdadero

canal de agua que inunda ojos, nariz, boca y barba.

—Estoy perdiendo sangre —me dice.

—¿Cómo, Tibot?

—Acabo de caer. Antes que usted llegara corriendo. La rodilla,

seguramente.

—Déjeme, Tibot.

Remango su pantalón hasta la rodilla. Pero la herida es mucho

más abajo, casi en el pie, pero la lluvia no deja ver la sangre.

—Parece que no hay sangre, Tibot— le grito, agachado sobre

la herida y poniendo la mano de pantalla sobre la tibia—; debe ser

simplemente un dolor, la herida no creo que sangre. De todos modos

le conviene vendarse.

—Estoy deshecho —grita Tibot bajo la lluvia.

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“Estoy deshecho” es la frase favorita de Tibot. Con ella él

quiere decir muchas cosas, ya no hay duda: quiere decir que toda

su vida se sitúa en su cuerpo, que el espíritu, a veces compensatorio

en él, ha huido, y es apenas un ser doliente de carne por fuera y por

dentro, expuesto al aire, a la noche, al día, al cansancio, al griterío...

Pero “estoy deshecho” también significa en su boca todo lo contrario:

un efluvio del alma sin vasos conductores, un olvido sistemático del

cuerpo, prescindencia de él inconsciente y austera a un tiempo.

—Puede intentar caminar, Tibot. ¿Puede?

—Sí.

Se levanta como si no pasara nada y me dice con asombro:

—Está usted empapado.

—No importa; le devuelvo su gorra.

Él toma la gorra y se la pone. La lluvia cambia de sonido en

su cabeza. Entre nuestros pies corre un verdadero río de agua espesa

que arrastra piedras y escombros. El río sigue su curso y la lluvia el

suyo. Esta, alimentando a aquel; aquel, ensuciando a esta. Todo el

cielo tiene un color gris y por debajo una capa rojiza transparente.

Tibot y yo tosemos largamente, torciendo el cuerpo a ambos lados,

y aquello no termina, aumenta, resultando hasta peligroso intentar

avanzar ahora, tal como dice Tibot mirando el suelo y metiendo luego

una mano en el agua hasta limpiar el lugar de piedras detenidas por

nuestras plantas, que sentimos resbalar a causa del paso libre de la

corriente. “Pronto pasará”, digo mecánicamente y Tibot me mira ahora

de cerca como si esperara una resolución interior largamente soñada

para poder decirme su frase final de despedida, que cierre y clausu-

re esa amistad nuestra llevada adelante con tanta compatibilidad y

conjunción y al mismo tiempo con tan excesiva independencia. Pero

comprendo finalmente que no hay tal deseo de hablar en Tibot.

Entonces, se nos acerca un hombre en una barca pequeña

que de tanto en tanto roza el suelo con la quilla, pues el peso exce-

sivo en relación a la masa de agua es evidente, y con un palo que le

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sirve para abrirse camino entre las raíces y los escombros flotantes,

amontona hacia la proa piedras pesadas hasta conseguir más o me-

nos la estabilidad de la embarcación; por lo menos impide a esta ser

arrastrada. Tibot y yo nos hemos dado vuelta a contemplar la pausada

maniobra del barquero bajo la lluvia, quien parece venir a ofrecernos

apoyo. Sin embargo, el barquero está mudo, y aunque seguramente

nos ha visto, prefiere entregarse a la contemplación majestuosa de

la lluvia a lo lejos, hacia el fondo de la calle, convertida en pequeño

océano; y de tanto en tanto, echando la cabeza hacia atrás como si

hubiese llegado al colmo de la dicha, comienza a beber la lluvia como

si comiera.

El pequeño huracán pasa entre Tibot y el barquero, entre

este y yo, entre yo y Tibot, fresco y liviano; no hace frío, es solo la

lluvia, pobre Ludmila, con la casa seguramente inundada, que era lo

que más temía en medio de tantas tribulaciones, lo que más horror

le causaba suponer: una lluvia, algún día, inacabable para nuestras

viviendas precarias, bajas y sórdidamente construidas, sin resisten-

cia siquiera a un viento más o menos violento, cuando menos a una

lluvia de este tipo.

—Vengo de la casa de Ludmila —le digo a Tibot.

—¿Qué hacía allá? —me pregunta.

—Quería saber si usted se iba —respondo.

El barquero se ha acercado a nosotros. Nos pregunta si moles-

ta. Tibot le responde que no. Y a partir de ese momento la lluvia se

torna verdaderamente insoportable. Llueve a baldes. Y sentimos que

ya es prácticamente imposible conservar la apostura, pues la fuerza

del agua inclina nuestros cuerpos hacia abajo, nuestras cabezas hacia

abajo, y termina por doblarnos como si buscáramos algo perdido en

el lodazal; los tres casi rozando la corriente con la frente. Tibot con

la mitad de la barba sumergida.

—Tenía sed —dice el barquero, como si le hubiésemos pre-

guntado por qué echaba la cabeza hacia atrás, hace un momento, en

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123

la barca.

Luego se produce un silencio. Tibot está aferrado a una rama.

Yo me he tomado del borde del bote, y el barquero se sostiene con

su palo, que ha conseguido enterrar hasta la mitad, de suerte que

estamos separados unos de otros algo más de dos metros, siendo

en estas condiciones imposible hacernos oír.

Tibot ha conseguido poco a poco dominar el arbusto podrido,

enderezarlo dificultosamente de modo que ofrezca menos resistencia

a la correntada, afianzarlo por debajo dándole puntapiés y aplastán-

dolo bajo el agua con una brusquedad repentina y salvaje. Entonces

yo, que lo miro, imagino, sin poder distinguir claramente, que está

librando una batalla con algún perro muerto que la corriente enlaza

a sus piernas, pezuñas que él quiere desprender y no puede por los

remolinos; o algún perro vivo, quizá, en busca de su dueño, al que

ha confundido con Tibot, a quien lame en silencio lleno de servil

entusiasmo; pero no, Tibot lucha apenas con el arbusto, al que acaba

de asegurar finalmente, abatido por el esfuerzo. Entonces, pisando

cuidadosamente las ramas inferiores acostadas a lo largo, trepa dos

o tres, se echa un poco hacia atrás apoyándose con ambas manos

abiertas, estira una pierna y consigue sacarla fuera del agua, luego

acuesta su cabeza, y ahí se queda, con el hato de ropa bajo la nuca,

como si contemplara una luna que no tardará en aparecer detrás de

la lluvia. Entretanto el barquero se acerca a mí, y como yo me alejo de

él para acercarme a Tibot, pronto nos encontramos los tres reunidos

en el diluvio.

La lluvia es ya más persistente que nosotros tres. Una per-

sistencia humana, parece, pues nosotros resistimos humanamente.

Y ella está obstinada en construir algo sobre la tierra, algo que se

desbarata, naturalmente, en el suelo, pues la lluvia no puede cons-

truir, no puede acumular gotas: y en esto está su obstinación terri-

ble y desprovista de sentido para los tres, y ni una sola gota puede

acumular la lluvia en el lomo de la anterior, siéndole concedido

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124

únicamente construir y alimentar el río ciudadano que corre abajo,

pero cuyo contenido ya no es el de la lluvia; a tal punto ha llegado

su transformación: color, temperatura, posibilidad y movimiento,

que la misma lluvia no podría reconocerlo sino fuera de su mundo

aéreo, como un cuerpo extraño a su naturaleza y a sus símbolos.

En esto tenemos Tibot, el barquero y yo puestos los ojos. En

el derrumbe de las gotas sobre la masa marrón y en la obstinación

creciente que en nada o casi nada apacigua el nuevo intento. Hasta

que después de mucho tiempo, Tibot, el barquero y yo podemos

considerar, bajo la noche, previsibles todos los fracasos futuros.

Color, temperatura, posibilidad y movimiento, mundo angustioso

del río enredado a nuestras plantas, y arriba, la lluvia, olvidada ya

de sí misma, cayendo por costumbre sobre el lomo de sus tres hijos

como una polvorienta madre de la mitología.

El caso del barquero bajo la lluvia puede considerarse contra-

rio a cualquier ley natural, pues no es ni con mucho una noche apta

para salir en busca de nadie. Sin embargo, alguien viene a buscarnos.

Aquel hombre viene a buscamos, viene, además, a proponernos algo,

y difícil de adivinar a simple vista, pues su rostro está tan gastado,

la noche es tan oscura, la lluvia tan obstinada y los movimientos de

su cabeza ya madura tan rápidos en su defensa contra el agua y el

viento que por nada del mundo sería posible reconocerlo, como no

fuera tomando su rostro entre las manos y acercándolo a uno para

mirarlo fijamente algún tiempo prudencial, con el agregado de que

la misma ropa podría ayudar a distinguirlo entre tantas personas

del pueblo.

—Vengo en busca de ustedes —dice el barquero—. Por fin

termino de reconocerlos. Usted estuvo apoyado en la ventana de mi

casa. No hay tal vocación. Y quiero que esto termine cuanto antes.

¿Mis hijas bailarinas? No hay tal vocación. Puede usted verlas ahora,

por ejemplo, y terminará por confesar conmigo que no es su camino

predilecto. Es más: yo mismo, entusiasmado con tal idea, vengo

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125

haciendo esfuerzos inauditos por infundirles confianza en ese sen-

tido, hasta que me he visto forzado a suspender tales tentativas por

temor de desviarlas de su verdadera vocación: la amistad. Nada les

he dicho hace un momento porque no estaba seguro de que fueran

ustedes las mismas personas que ellas me solicitaron que viniera a

buscar para llevarlas a nuestra casa. Ahora los he reconocido. Ade-

más, quería saber algo más de ustedes. Pero no hay tal vocación.

—¿Que fue lo último que dijo? —pregunta Tibot.

—Que no hay tal vocación —contesta el barquero.

—Usted miente —agrega dulcemente Tibot.

—Pues entonces—-replica el barquero— no he dicho nada.

Se aleja y trepa al bote. Comienza a sacar el agua con las dos

manos hasta que por último decide volcarlo, luego le ata una soga y

lo arrastra contra la corriente. Después de una hora todavía es visible

el bulto del barquero a lo lejos, y el bulto del bote, hacia el fondo

de la calle, hacia el fondo del río, más bien, mientras la lluvia sigue

despiadadamente cayendo sobre los tres.

Tibot baja del arbusto de un salto y me dice:

—Puede ser verdad. Pero ya es tarde. He decidido partir y

partiré.

Recoge el hato. Me da la mano, y avanza con la corriente,

hasta que se hace invisible en la noche.

Yo soy para Tibot un punto de partida hacia cualquier di-

rección de la tierra. Mi edad lo coloca en situación de padre mío,

circunstancia que lo conmueve hondamente y lo conmina a esa vir-

tud del padre frente al hijo, de cuyos estragos pueden dar cuenta:

su empecinada barba, sus pupilas, muy hacia arriba en las cuencas,

y sus manos, torpes, desprendidas de las acciones generales; pero,

conjuntamente, mi reproche de algún tiempo atrás a su cementerio

y, por ejemplo, estas escenas de hace poco bajo la lluvia lo colocan

en situación no ya de padre frente a mí sino de hijo, por mi irreduc-

tibilidad en la discusión de su “capricho” en torno a los planes de ese

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126

cementerio, por mi cuidado excesivo para con él frente al problema

de su partida, que él pretendió ocultar como el muchacho que deci-

de abandonar el hogar. En cambio es Tibot para mí todo eso y aún

más: un hombre que está por partir desde hace mucho, un hombre

que está por partir, simplemente, ni más ni menos, desprovisto de

su Ludmila, o tal vez libre de ella, o posiblemente lo uno y lo otro

juntos, que él puede abarcar en una resolución mortal, porque Tibot

no puede durar mucho tiempo con esa herida de la pierna metida en

la inmundicia del agua; y él lo sabe, pues diciéndomelo no perseguía

otra cosa que enterarme de su estado, y como lo sabe, él quiere signi-

ficarme, entonces, con su partida, que está dispuesto a morir y hacia

la muerte va, y quiere al mismo tiempo decirme que yo debo, con él,

siguiéndolo, salir de aquí, liberándose de Ludmila y liberándome (o

apartándome) de ella. Porque es probable que Tibot, para quien las

bailarinas son la vida misma, viera con buenos ojos mi casamiento

con Ludmila, mujer mucho mayor que yo, y haya vanamente prepa-

rado las cosas sin prever un resultado tan diferente.

Felizmente Ludmila ha defendido su casa del agua con pape-

les, con trapos, con frazadas, que ha introducido entre las puertas

y el almohadillado del piso, cerrando hendijas, clausurando las ra-

jaduras del techo, tapando los agujeros de las ventanas y ajustando

los vidrios a su marquillo blanco. De modo que esa especie de em-

barcación triste en altamar ha llegado a puerto, solo que el aspecto

desagradable de tanto hacinamiento de ropa, papeles y frazadas que

no dejan pasar un rayo de luz produce angustia en el ánimo. Como

no es posible moverse dentro por temor de caer, uno está obligado

a una impasibilidad injusta y molesta y familiar junto a su ropero

de madera blanca, semiabierto, que deja ver el interior: ropa salvada

del naufragio, de color, gruesa, inútil, pues Ludmila ha utilizado para

tapones lo mejor que tiene para ponerse. De allí que cuando abre la

puerta para permitirme el acceso, aparece ante mis ojos un muestra-

rio de polleras y blusas que parecen esperar al comprador. Golpeo la

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127

puerta, enterrado hasta las rodillas en el fango que circunda la casa.

Ella abre la puerta de par en par, de modo que entro yo precedido

por un río de agua que se precipita hacia adentro e inunda todo el

espacio interior visible, hasta alcanzar el nivel de la cama. Entonces

ella y yo cerramos por dentro, pero la habitación queda sumergida

lamentablemente. Chorreo agua. A Ludmila le llega el agua casi a la

cintura, y ella, sin embargo, como complacida por mi llegada y mi

sufrimiento, torna a sonreír, de pie, mirando inmóvil esa inmovilidad

mía junto a su ropero. Ha encendido una lámpara: efectivamente la

puerta del ropero, entreabierta, deja escapar su misterio. Me acurruco

un poco, sentándome sobre el piso del ropero, entre la puerta de

este y la cara lateral que da contra el muro, y allí comienzo a secar-

me. Ludmila trae café. Entre un café y otro pasa aproximadamente

media hora. Y como ya no llueve, ayudo a Ludmila a descolgar los

vestidos, a sacar el papel de las hendijas y los agujeros y a doblar

las frazadas remojadas, qua amontona ella sobre la cama de elástico

negro. Ludmila está satisfecha y abatida, pero no pregunta por Tibot

mientras arregla objetos, va y viene y sacude las blusas tomadas

entre el pulgar y el índice. Yo me encargo de descolgar la última

frazada. Afuera ha desaparecido ya el agua que nos rodeaba: su nivel

alcanza en la calle apenas unos centímetros; nosotros, en cambio,

parecemos extraños nadadores: ríe a carcajadas Ludmila, y yo casi,

de verla así, en ese naufragio ahora no obligado, pero como parece

haber alegrado su espíritu esa situación, Ludmila no hace nada por

cambiarla. Entonces yo, con afecto, a nado, en dos brazadas, cruzo

la habitación, me lanzo hacia la puerta como sofocado de pronto por

el enrarecimiento del aire, y la abro: el agua sale y vacía el cuarto.

Me miro los pies, con la mano todavía en la manija de la puerta. La

cierro. Camino mucho. De aquí para allá. Y Ludmila trae y trae café.

“Tibot camina hacia aquí”, me digo por lo bajo. Afuera hay sol y la

casa lo recoge. Dos o tres veces la cabeza de Ludmila se enciende

y se apaga: dos o tres veces el sol intenta salir sin resultado, hasta

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que por último lo invade todo.

“Los planos del cementerio son soberanamente insignifican-

tes en relación con otros trabajos de urgencia no común: asegurar

las casas contra estas lluvias, evitándonos los sufrimientos”, digo.

Y Ludmila responde que no: “Sin embargo, lo uno no quita lo otro”,

dice. “Tibot no camina hacia aquí”, me digo por lo bajo ahora.

El ropero estalla en el silencio al perder humedad.

Una especie de clima bondadoso se adhiere a los muros y el

rostro de Ludmila se emborracha de él a expensas de mi silencio,

que la envuelve como el suyo me envuelve a mí, solo que de tanto

en tanto se oyen afuera ruidos, mensajes y consejos que cruzan la

calle, de casa a casa. Pero, familiarmente, no podría decirse que se

haya comentado hasta ahora la lluvia desastrosa de la noche pasada,

pues las frases de fuera corresponden al estado social anterior a esa

lluvia, sin que a través de las palabras consiga deslizarse siquiera

una referencia velada respecto de los desastres producidos por el

agua —que han de ser cuantiosos-—: ni una frase siquiera de las

acostumbradas por la mañana, que revele el misterio de la noche

anterior, entre vecinos, ni una pequeña lamentación intercalada en un

coloquio que pudiera suponerse referida al estrago del barro contra

los dormitorios, las despensas, los techos o las chimeneas, todas

blancas y húmedas todavía frente a la ventana abierta de Ludmila,

por donde entra este mundo que sobrenada en nuestro acompasado

silencio.

Entonces, dándome vuelta, observo a Ludmila en su vejez de

mariposa gris, con el pelo recogido hacia atrás como si estuviera con-

tra un viento permanente que le viniera del porvenir, y las orejas, un

poco más blancas que el rostro, diminutas, como dibujadas alrededor

de una palabra breve, orejas de persona que no habla nunca, aunque

posiblemente aquella vez fuera ella quien mantuviera la conversación

con Tibot. Entonces pienso que Ludmila narra historias a las que hay

que hacerse acreedor, como lo consiguió Tibot, dejando por senta-

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129

do que las historias pueden o no pertenecer a su experiencia, cosa

evidentemente de importancia menor frente a un mundo siempre

maravilloso de imágenes, epopeya, mito y fantasía, lujosamente

detallado con soltura y exactitud de mujer que ha perdido muchos

hijos en alta mar.

—¿Lo despidió por fin a Tibot? —me pregunta, sentada frente

a mí en el otro extremo del cuarto.

—Sí, Ludmila. Hemos estado toda la noche bajo la lluvia, hasta

que por fin Tibot quiso partir. Puedo decirle que el agua nos llegaba

a las rodillas.

—¿Y usted cree que él volverá?

—Creo que usted debe estar más cerca de adivinarlo que

yo.

—¿Yo? En absoluto. Con usted ha hablado infinidad de veces.

Yo apenas conozco de Tibot el silencio.

—¿No habló nada aquella noche?

—Se limitó a callar.

Ludmila se ha sacado el abrigo oscuro, y debajo de su blusa

blanca una tristeza acierta a salir cuando dice:

—¿Sabe usted que yo amo a Tibot? Pero, preferentemente,

quisiera morir.

—Puedo yo ir a buscarlo.

—Es lo que haré. Lo que hacen todos, por otra parte: salir en

busca del que se va.

Ludmila, entretanto, se ha desnudado, y se mete en el lecho.

Cuando vuelvo la vista la encuentro ya arropada, bajo la sábana y

el abrigo. Le doy la mano, que ella besa y salgo. En cuanto salto a la

calle veo, desde fuera, que la luz ha sido apagada.

Ludmila tiene sueño.

Debo caminar cinco cuadras bajo la luna de la pequeña po-

blación: una luna que sucede a la lluvia en su trono mundano, esa

luna que ya percibía Tibot, antes, cuando echado en el arbusto fijó

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su vista en un punto de la noche, hacia arriba. Y no puede decirse

que la luna, sea, esta noche, la compañía más directa. Punto grande

de luz en el espacio incoloro, que inútilmente quiere secar la tierra

llena de pantanos; y ese ofidio la corrompe, la humaniza y la cansa.

Sin embargo, la siento también, ligeramente tibia, en la cabeza. De

otro modo yo no correría ahora para alcanzar el techo de mi casa

y echarme en la noche verdadera de mi dormitorio, sobre mi techo

seguro y húmedo. Pero duermo. Duermo lo necesario, porque Tibot,

que había alcanzado el río y la primera subpoblación del este, ha de-

cidido volver, aunque no a mi casa, frente a cuya ventana ha pasado

sin mirar, sino a la casa de Ludmila, bajo el sol de la tarde que le

ha permitido secarse totalmente y ha cerrado su herida del pie. Así

las cosas, pienso que el barquero me espera, y antes de que Tibot

regrese en busca de su cama para trasladarse de nuevo a su casa,

me levanto dispuesto a acudir al llamado del barquero, formulado

en condiciones tan desventajosas para los tres.

Yo voy camino de su casa. El barquero estará a la puerta, espe-

rando mi aparición por la curva de la esquina, donde tiene puesta la

vista. Pero antes, frente a la casa de Ludmila escucho la voz de Tibot

dentro, y el ruido del aceite que Ludmila ha puesto al fuego; y miro el

humo de la chimenea en cuya casa ambos respiran precipitadamente

desprovistos de paz, uno frente al otro, sentados en sillas iguales,

mientras el aire trastorna la boca de Tibot tirándole de la barba, y

el pelo de Ludmila, suelto ahora y espeso por los hombros, Tibot

ha cambiado totalmente de ropa. Lleva un sobretodo desconocido,

muy abierto arriba, que deja ver su camisa blanca lustrosa. Tiene

un bastón en la mano. Sobre la empuñadura apoya la quijada como

jugando. Ludmila lo escucha enfrente, porque, sin lugar a dudas, es

Tibot quien habla, interminablemente, con entusiasmo, cruzando

la pierna izquierda sobre la derecha, la derecha sobre la izquierda,

sonoro, con los ojos rojizos, con el pelo endurecido y liso, aletargado

de manos, que conserva sin cambios visibles. Con todo, nada más

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parecido al Tibot que se fue que este Tibot que regresa, devuelto por

el día, rescatado por las innumerables contradicciones, absorbido

ahora por el silencio de Ludmila recostada contra el respaldo de su

silla pequeña.

Ludmila arroja desde allí un pañuelo celeste a Tibot. Este lo

recoge en el aire y se limpia los ojos, pero ese movimiento suyo hace

que pierda el control de su bastón, que cae al suelo y vanamente trata

de recoger Tibot, agachándose sin poder alcanzarlo. Entonces Tibot

se pone de pie, echa sus manos en el asiento de la silla, va dejando

caer levemente y con temor su cuerpo hacia adelante y consigue

posteriormente apoyarse en los codos; primero una pierna hacia

atrás, estirándola; luego la otra, apenas, que queda singularmente

encogida; por último, es ya su pecho lo que recuesta sobre el asiento,

consiguiendo así liberar definitivamente las manos, que pone sobre

el piso, una de apoyo simple, la otra destinada a empuñar firme-

mente el bastón, cosa que consigue por fin, tras lo cual repite todos

los movimientos anteriores cronológicamente invertidos. Y yo veo

entonces a un Tibot que tiene la pierna gravemente enferma por

causa de aquella herida ahora infectada, y golpeo con los nudillos el

vidrio de la ventana, hacia la cual las miradas de Tibot y de Ludmila

convergen hasta descubrirme ambos a un tiempo.

Cuando entro, Tibot y Ludmila me abrazan como si viniera

yo de un viaje muy largo, muy penoso, y les trajera al mismo tiempo

esperadas noticias de otros viajeros de viaje más largo aún y penoso

que el mío, pendientes de las cuales ellos vivieran desde hace veinte

años.

Se me invita a sentarme, se me sirve café, se me alienta, se me sonríe,

se me admira, se me dicen interjecciones bondadosas y se me canta.

Tibot canta dos o tres notas que luego abandona para sonreírme

de nuevo. Y Ludmila vuelve a traer café, leche; alta, delgada, dulce,

sonriente, gris.

—Hemos pensado— me dice Ludmila—que debo partir yo,

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no él. ¿Verdad, Tibot?

Tibot dice que sí con la cabeza y agrega: “Hemos pensado

que parta ella. Tanto mejor. Yo estoy condenado a no poder ir tan

lejos como se debiera a causa de esa herida que le mostré y de cuyo

tamaño usted se llenaría ahora de horror. Hasta que ella termine

prudentemente de abrirse para comenzar luego a cicatrizar, pasará

todavía un tiempo largo, difícil de calcular. En suma, es ella quien

va a partir. Yo he desistido, por ahora”.

—El hombre de la barca me espera— digo yo.

—¿El hombre de la barca?— pregunta Ludmila.

—Sí— contesto— El hombre de la barca…

—El hombre de la barca es el padre de las señoritas bailari-

nas— agrega Tibot.

—Nos invitó a su casa — digo yo.

—Debe usted ir — me aconseja Tibo—. Y cuanto antes, mejor.

Para mí, cualquier clase de paso es peligroso por mi herida, de modo

que no me ofrezco a acompañarlo. Además, tardaría usted un día

entero en llegar conmigo, púes apenas puedo arrastrarme. Ludmila

puede acompañarlo a usted.

Ludmila está en penumbra pues la tarde cae.

El silencio vuelve a recuperarnos.

Ludmila está en sombras porque ha caído la noche.

Tibot suelta la lengua y dice: “Es inútil que intente usted con

su silencio persuadirla para que lo acompañe a la casa del barquero.

La casa del barquero está obstinada en recibirlo a usted solo, sin

compañía de ninguna naturaleza. Esto se veía ya claramente en los

ojos de aquel hombre, y usted y yo lo hemos comprendido así desde

la primera vez, solo que, por mi parte, ya estaba decidido el viaje y

nada podía detenerme frente a la idea de partir al lugar señalado,

y nada dije: ni si ni no. Todo cuanto pueda usted agregar, quitar,

enmendar o mezclar pertenece a la fuente común de la vida. Aquella

visita, planteada en los términos precisos del barquero, es lo que

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vale. Nada, fuera de ese planteo rígido, puede aumentar grandeza al

conocimiento de esos dos seres que nos esperaron inútilmente toda

la noche de la lluvia, después de haber conseguido, tras un año de

búsqueda desesperada, convencer a su padre, meterlo en la barca y

empujarlo hacia nosotros bajo la noche. Debe usted ir personalmente,

pedir disculpas y, en todo caso, regresar aquí, donde yo lo espero.

Nosotros no somos nada para Ludmila, aunque ella lo sea todo para

nosotros. En cambio las bailarinas no son para nosotros nada, aunque

nosotros seamos para ellas todo. Gracias que no puedo moverme, de

lo contrario, ahora mismo, me precipitaría a esa casa, arrastrándo-

me, a ofrecerles mi pecho. Porque en cierto modo dependemos de

ellas y la vida de todos nosotros depende también un gramo aunque

sea de ellas. Decídase usted, por fin, a conocer esos dos fantasmas

capaces de empujar a su padre al abismo una noche como esa, con

el fin premeditado y sórdido de pasearnos a usted y a mí por sus

diminutos espejos de tocador en cuyo cuadradito queda presa su

imagen y la mía, mientras ellas se mofan, saltan, cuchichean en la

sombra, a resguardo de toda pasión suya y mía, que les interesará

bien poco, pues es sabido que quien nos recibirá verdaderamente

en la casa nos hará pasar a esa especie de vestíbulo y nos enseñará

fotografías de la infancia, es él, el padre, reservándose ellas apenas

una pasada rápida e indiferente delante de nosotros, y desaparecien-

do inmediatamente tras una cortina. Todo esto, bien establecido,

de antemano estudiado, de antiguo repasado y ensayado en sus

detalles más minuciosos, será seguramente el material con que se

quiere de nosotros obtener: ensimismamiento, influjo, sumisión,

para terminar después con eso por el suelo, pisoteándonos, pues su

lenguaje es bastante grosero, arrinconándonos para herirnos mor-

talmente en nuestra delicadeza y en nuestro amor. Porque hay que

descontar que habremos de enamorarnos de esas bailarinas como

posiblemente hasta ahora no nos hemos enamorado en la vida, con

lo que la grosería de ellas, el insulto, la humillación que nos causen

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pasarán a segundo término en nuestro razonamiento, quedando

en pie solamente, para nuestro corazón, el color verdaderamente

maravilloso del pelo que tienen, sus ojos, como nunca nos fue dado

contemplar en la vida, inigualables en belleza, sus vestidos, amplios,

seguros, en medio de la noche. Pero nada veremos de su miseria, de

las velas, ya gastadas, amarillas y sucias que ostentarán en el baile

nocturno encendidas; amarillas y sucias y gastadas si observamos

bien —pero no observaremos bien—, gastadas, como digo, por los

ensayos, las repeticiones, los mismos abusos indispensables de la

técnica. Y no veremos tampoco —o no querremos ver— a la madre,

que se acerca tendiéndoles una bandeja de alimentos, dulces, ca-

ramelos, crema, que ellas comerán hambrientas sin abandonar la

coreografía totalmente. Y por último, pues no quisiera entrar en lo

verdaderamente escabroso de la función artificial que nos ofrecen

invitándonos desde un bote una noche como aquella, cuando usted

y yo teníamos precisamente tantos asuntos que arreglar en torno

a su vida y en torno a la mía, y yo herido además, gritándole que

me vendara el pie lastimado sin que usted llegara a comprender, o

a querer, no sé; lo verdaderamente escabroso, pues, será, sin lugar

a dudas, la llegada de los pretendientes de ellas, conocidos de la

casa, enfurecidos por la no acatada prohibición de bailar que les

han impuesto a sus novias, a quienes ahora descubren bailando a

pesar del juramento de ellas de no volver a bailar jamás para nadie,

salvo para ellos, que, sin embargo, nunca les han pedido hasta el

presente tal cosa; enfurecidos y con cierta razón no poco digna de

considerar en detalle, pues regresan los pretendientes de un viaje

de un año con la esperanza y la alegría de encontrar a sus novias,

encontrarlas bordando en la penumbra, a la que serán conducidos

por la madre y el padre para que tenga lugar la fastuosa ceremonia

de sus encuentros deseados y soñados: los besos, los llantos, las

promesas y los anillos de oro, los collares y los géneros multicolo-

res que traen ellos, las caricias conmovedoramente jóvenes, cartas

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escritas en el viaje, en el tren, con letras tan grandes que usted y

yo podríamos leer desde la puerta, donde, finalmente, y merced a

nuestro llanto desgarrador, nos permitirán ponernos para observar la

escena, a condición de estar callados; y por último, los novios, acer-

cándose, comprensivos, hacia nosotros, usted y yo, y poniéndonos la

mano en el hombro como a sirvientes de confianza que han entrado

en servicio, se los humilla y ellos no pueden salir. Pero usted y yo

podremos salir, y ahí comenzará entonces lo que sobre todo quiero

decirle: no habrá dónde ir, no tendremos dónde ir jamás, no habrá

viajes, no será posible moverse en la vida nunca más. Pero usted

debe ir a esa casa: uno solo, sin testigos, sufre menos. Yo no puedo

moverme por ahora.

Tibot agachó la cabeza y cerró los ojos.

—Su cama, Tibot, está en mi casa.

—Es cierto —responde Tibot—. Usted me ayudará. Iremos

muy despacio, completamente despacio.

—¿Lo ayudo a levantarse?

-—í, ayúdeme a levantarme.

Lo ayudo. Y cuando consigue ponerse de pie, me echa un

brazo al hombro. Yo lo sostengo por la cintura. Camina a pequeños

saltos hasta que llegamos a la puerta. Luego, durante todo el camino,

prefiere arrastrar la pierna enferma primero y luego avanzar el otro

pie. Después de una hora llegamos a mi casa con hambre y sueño.

El pueblo amanece de una suma de sueños terminados, de

una acumulación de lechos; el pueblo comienza cuando acaban los

sueños, por eso nuestra población, siguiendo a las otras, a todas,

muere para nacer, para vivir. Entonces el trabajo, incesante, la lucha

por dotarnos de lo indispensable, la formación segura de nuestra

pequeña hermandad de cinco mil almas no nos alegra, nos conmueve

solamente. Pero hemos recibido propuestas del pueblo de Luanda,

nada desaprovechables: intercambio de caballos, pues ellos conocen

a fondo la materia; establos perfectos, alimentación, reproducción,

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136

cría, mercado, mientras nosotros andamos todavía en balbuceos.

A todas luces el intercambio nos favorecería, nosotros abriríamos

nuestras puertas y ellos las suyas con el tráfico permanente y, lle-

gado el caso, entraríamos en contacto con ellos hasta confundirnos

en una sola población llena de porvenir. La propuesta ha sido bien

recibida, a tal punto que se ha debido realizar una especie de baile

para canalizar la alegría desbordante y meterla en un marco, pero las

manifestaciones personales, individuales, secretas, no expresamente

formuladas eran tantas que la propuesta pareció haber caído en saco

roto al principio. Pero el baile nos ha permitido juzgar con exactitud

el grado de convivencia a que hemos llegado en nuestras relaciones,

el nivel, siempre creciente, de verdadera amistad alcanzado en tan

breve tiempo, el mejoramiento de la ropa, los trajes y el calzado, la

elegancia de las maneras, los saludos, las atenciones con el prójimo,

la honestidad del vuelo imaginativo cuando se inventaron juegos,

distracciones y pasatiempos, la belleza misma del baile por parejas

de dos o de cuatro, teniendo en cuenta la falta de músicos, pues estos

fueron reemplazados por el simple ritmo de las manos golpeadas una

contra otra, la convicción de los ancianos frente a la necesidad del

intercambio “que nos abrirá por fin las mohosas puertas del pueblo”,

la misma comida, la misma bebida, preparadas desde la mañana en

forma colectiva, disciplinada, perfecta, la ubicación de las lámparas,

adornadas con papeles y géneros de colores, sobre cajones forrados

dispuestos a lo largo de la calle principal, de norte a sur, en un largo

aproximado de cinco cuadras, en cuyo tramo no pudo advertirse

una sola escena de emborrachamiento, de deshonestidad, de pelea

o disputa; las madres a ambos lados de la acera, sentadas en sillas

traídas de sus casas, algunas con almohadones altos peinadas hacia

atrás, o hacia adelante, o simplemente con un gracioso sombrero

sujeto con alfileres; los ancianos, en grupos de cinco o seis, con

camisa blanca casi todos, diseminados aquí y allá entre las parejas

bailarinas, lanzando exclamaciones de alegría, aplaudiendo a las

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parejas, a la luna. Las muchachas, bailando con su padre o con su

hermano, o con el novio, deshechas en color, con la boca entreabierta

por donde el aire nocturno llega al corazón y lo levanta desde abajo

como un globo. Pero lo más inquietante de todo: la luna aplaudida,

redonda, baja, palpable, sobre las cabezas desmayadas.

El jinete emisario encargado de las formas legales de ese in-

tercambio entre nuestro pueblo y el adyacente, aparece, de improviso,

en medio del baile y a trote meticuloso, blanco y apuesto, atraviesa,

en medio de un silencio espectral, las cinco cuadras adornadas. Es

vigoroso, elegido, elástico, y reparte saludos inacabables con ambas

manos, como el mago que saca de su galera palomas y pañuelos.

Podría decirse de él muchas cosas, pero su garbo, salido de la noche,

impide pensar. Entonces las bailarinas, de lejos, le salen al encuentro

vestidas de azul, empolvadas, y él detiene su caballo y desciende y

les tiende la mano —tal vez para acercar a su boca la de ellas y be-

sarlas, pero está de espaldas y me impide ver—; luego echan a andar

los tres en dirección al Consejo, y arrastran tras ellos un mundo de

gente decidida a abandonar el baile para concurrir a la sesión que

comenzará media hora después. Porque es verdaderamente notorio

que el jinete emisario ha llegado con una anticipación premeditada,

en parte, seguramente, para departir con las bailarinas y llegar a

prometerse, llegado el caso, amores definitivos fuera de la frontera,

quizá dentro; en parte, también, por asegurarse una sesión más larga

que prolongará su lucimiento y su discurso.

Algunas parejas bailan, todavía, extenuadas bajo la luna, be-

sando ella a él en el pecho, donde tiene apoyada la frente, y mirando

el suelo, con un brazo colgando como al abismo, con la otra mano

agarrada a él, lastimada, mortificada por las manos que golpean el

ritmo al que ellas oponen otro más mortal, desavenido, sin pena ni

gloria.Y alrededor de la vasta construcción del Consejo aglutinada

está la gente, empinada, mirando hacia adentro por la alta ventana y el

ventanillo de la puerta cerrada; entonces yo, que me he ido acercando,

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llego allí en medio de la conmoción y el entusiasmo a hacerme cargo

de mi banca, en el rincón, en el rincón noroeste. Golpeo la puerta

con el pie, pues de otro modo no podrían escuchar los de dentro,

cuya conversación es igualmente insoportable, y al instante se abre

la puerta, que han guarnecido con una banda verde, y consigo entrar

en esa atmósfera de humo y perfumes. Las bailarinas se han sentado

a ambos lados del jinete, mientras los demás, apiñados alrededor

de la mesa redonda del Consejo, bajo una luz fuelle y amarilla leen

la propuesta traída por aquel, en voz alta, nerviosa y destemplada.

Las bailarinas, al verme entrar, me estiran las manos sin levantarse,

y soy presentado rápidamente al jinete que, también sin levantarse,

trata da palmear mi hombro y me sonríe amigablemente. Es cuando

yo me apresuro a despedirme y me acurruco en mi silla después de

atravesar la sala espesa. Pero los tres, Emilia, Lucila y el jinete, corren

hacia mí arrastrando cada uno su silla, y me rodean y se sientan a mi

alrededor diciendo palabras cariñosas como: “No debe usted quedarse

solo”, o si no: “Maravillas dignas de recordar en el futuro”, y también:

“Proposiciones que no podrían considerarse en absoluto gravosas”;

más: “Ay, señor Consejero”, dicho por Emilia, y: “Fíjese usted qué

buena pareja hacemos yo y el jinete”, que dice Lucila. Todo eso bajo

la disputa creciente de los Consejeros en torno a la propuesta, y el

griterío, menor ya, de la muchedumbre en la calle. Cierro los ojos un

instante y alcanzo a escuchar, a lo lejos, las palmaditas del compás

del baile y a recordar las tres o cuatro parejas solas en medio de la

calle, debajo de la luna animal, harapientas, desnudas bajo la ropa,

inconmovibles en su pureza mecánica, hijas de su fruto, a solas con

su muerte diaria interrumpida, en brazos de su propia, fecunda

paciencia que los novios consiguen apenas languidecer. Y aunque la

etapa del compás ha terminado, la propia melancolía la reemplaza

como una música verdadera, pues bailando siguen al compás ahora

de esa melancolía que se disuelve en la noche, dando la idea acaba-

da de un trabajo forzoso e irremediable en medio de la niebla que

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consiste en encontrar flores y matarlas interminablemente y con

los pétalos tener que apagar una estrella pequeña caída a los pies,

de donde salen gotas de luz que reviven la corola triturada pronta

a florecer a la presión del aire, presión inconsistente e invencible al

mismo tiempo, y lóbrega. En cambio, los novios, mirándose entre

sí por encima del hombro perfumado de las compañeras, lloran en

silencio, sobrellevando con estupor la luna en la nuca y hasta podría

decirse que el follaje de los árboles; porque lloran verdaderamente

mirándose como si se tomaran de la mano, enlutados por una muerte

menor presente e invisible, sin una palabra, una queja, un suspiro

por creerse eternos en una madrugada moribunda.

Separados, ahora rodean como los demás la sala del Consejo,

pues la musiquita de las palmas golpeadas ha cesado. Y ellos están

ahí, afuera, apoyado cada uno en su aire, a la sombra de todo. De

pronto, por la ventana, desde la calle, uno implora permiso para

estudiar detalladamente la propuesta, de modo que en el silencio

profundo del Consejo entra su voz potente y dolorosa. Todos vuelven

la cabeza. Yo la vuelvo con ellos, pero la alta ventana es cerrada con

estrépito. En el noroeste de la sala estoy yo, semidormido, aturdido

aún por el grito y, en el noreste, las bailarinas Emilia y Lucila, sen-

tadas ambas en una misma silla, pues las bancas están justas para

cada consejero y como no distingo en ningún rostro el rostro del

barquero, adivino, por lo pronto, que Emilia y Lucila reemplazan a

su padre en la sesión.

El jinete expone de pie, sobre un taburete, lleno de protocolo

en cierto modo servil y hasta senecto, las innumerables leyes del

artículo sobre intercambio de caballos con Luanda. Emilia y Lucila

gritan salvajemente mientras los demás aplauden después de cada

párrafo, como si esa fuera la consigna del barquero transmitida a

sus representantes oficiales.

Algo ocurre a toda esa marea humana apiñada en el alba que

piensa y gesticula más con el alma que con el cuerpo, pues el fresco

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se hace sentir ya con visos de frío y se han visto obligados a meter las

manos en los bolsillos de los sacos o de los pantalones, enfundarse

gorras y colgarse bufandas, acurrucados unos contra otros, sobre

todo los ancianos, menos resistentes a este frío y a esta impacien-

cia, cuyo mundo ahora ellos sienten sacudido violentamente por

emociones incalculables: y no solo ellos, no solamente los ancianos

y las ancianas de la comunidad ven sacudida de pronto su natural

mansedumbre que los había transformado ya en paseantes diurnos,

lentos, sonrientes, en medio del trabajo colectivo de todos, pues a

ellos apenas les estaban reservadas tareas minúsculas: control de

horarios, por ejemplo, que ellos son los primeros en no cumplir

prefiriendo las largas caminatas en conjunto, visitando enfermos

ocasionales, ayudando de casa en casa a preparar dulces y comidas de

estación, invadiendo esas mismas casas con interminables consejos

desde las ventanas entreabiertas: no, no solamente los ancianos y las

ancianas parecen haber cambiado en una noche, después del baile,

después de la aparición del jinete en su blanco caballo: todos pare-

cen ahora estar sufriendo una transformación, ahí, de pie, mientras

inútilmente esperan noticias de los cinco o seis que han pegado su

oreja a las hendijas

de la puerta y la ventana en busca de informaciones que no llegan

o llegan sin sentido.

Lo extraordinario de la noche, lo raro del baile, lo extraño de

esa aparición del jinete, nada asombrosa en realidad pues todos lo

esperábamos de un momento a otro, y la fiesta, en suma, nuestra

manera de recibirlo con honores, no alcanzaría a explicar por sí sola

la aparición de ciertas características de la fisonomía de la gente allí

apiñada, ciertos rasgos últimos en toda la estructura del rostro que

ayer justamente no existían, arrugas nuevas, por ejemplo, cruzando

de izquierda a derecha cientos de frentes, abultamientos del párpado

inferior en infinidad de ojos jóvenes y viejos, nuevas calvicies ins-

tantáneas, en general: envejecimiento para todos, como si hubiesen

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pasado de una habitación profusamente iluminada a un habitáculo

iluminado lastimosamente desde el zócalo; deformaciones de la son-

risa, sueño que se presenta con personales signos distintivos en las

pupilas; y las manos, que, invisibles por ahora, llevan seguramente

más que cualquiera otra parte del cuerpo la acumulación de infinidad

de violentas transformaciones.

Sin embargo, no puede decirse lo mismo de los dieciséis

consejeros, vestidos con el mejor traje otoñal, cuyas manos pueden

verse sin cambios sobre las rodillas, rostros atentos, iguales como

siempre, sin mutación aparente, con las orejas rojas por el calor desde

hace ya varias horas exhalado por todos, rojas también por el humo

invariable y el estrépito de las palabras del jinete, que sube y baja el

tono de la voz en la medida de la atención de su auditorio, que no

se mueve y que no ha aplaudido desde la lectura del capítulo sexto

como lo había hecho hasta ahora con todos, del primero al quinto;

lo cual hace que las bailarinas estén frenadas en su ímpetu y en su

griterío, doblegadas en su frenesí de representantes con órdenes

estrictas a cumplir al pie de la letra.

El jinete rompe, entonces, un cajoncito que hay a sus pies y

saca de él con ambas manos una paloma mensajera blanca, electri-

zada, vivaz, de cuello de acero, que lanza miradas a todo el audito-

rio moviendo la cabeza en semicírculo, mientras dos consejeros se

levantan y acuden al escritorio que está detrás del taburete del emi-

sario, y al pasar sonríen ridículamente a la paloma como si quisieran

acariciarla y no se atrevieran; entonces se instalan en un rincón del

escritorio dispuestos a redactar los términos de la aceptación de ese

contrato con Luanda, según encargo y consenso de los dieciséis.

La paloma es introducida mientras tanto en su cajón por el

jinete, y el cajón puesto de manera que el agujero hecho en él quede

contra el muro y una pata del escritorio. Y el jinete se yergue nue-

vamente, lanzando miradas famélicas al auditorio, a los encargados

de redactar el documento de conformidad, a las bailarinas, donde

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sus ojos se quedan instalados.

Pero el jinete parece no ser la causa natural de todas las

transformaciones, sino una causa adherida a otra anterior, gestada

subterráneamente por nuestra vida propia, aislada, imposible de con-

trolar, de ver, en cada casa, cada minuto, por Tibot, por Ludmila, por

mí, por las bailarinas, por el padre de las bailarinas, aquel barquero

lleno de miramientos y tan cercano a la ira, que viene a buscarnos

en el momento culminante de la inundación. De tal manera que el

jinete ha venido a colmar, podría decirse, un clima de agitación,

de incandescencia sumergida, donde los conflictos del partir y el

quedarse de Tibot no son, ni con mucho, los primeros conflictos

de ese tipo en nuestro pueblo, pues hay otros, también frustrados,

como el de Tibot, y habrá seguramente otras tantas Ludmilas por

ahí, venidas o soñando haber venido de alternar arrastrando algún

niño delgado por calles tenebrosas, niño que uno siente adherido a

la espalda aunque esté uno solo; de tal manera que nuestra vida: yo,

Tibot, Ludmila, puede aparecer a los ojos de las bailarinas tal como

la vida de ellas aparece a los nuestros: extraña, misteriosa y hasta

herética.

Sea como fuere, el pueblo está empujado hacia un declive

peligroso en la noche y en la mañana de cada día que amanece sobre

los techos. Por eso puedo comprender que haya una tristeza arrodi-

llada en la sangre de Tibot, una tristeza en mi sangre, una tristeza

en la sangre de Ludmila, del barquero, de las bailarinas, del jinete,

una tristeza general que no puede darse, constreñirse o unificarse

en suspiros, menos aun en deformaciones de la realidad como de-

cir: “Es necesario partir”. Sin embargo, si alguien viera ahora a esa

Ludmila inacabable en su casa, muerta por un Tibot y viva por un

Tibot, sepultada bajo su techo, llena de lamentos sonoros en la no-

che, pues no conoce otra manera de llamar que desear; quien la viera

desprovista de matices en el llanto, con luces encendidas, yendo de

un sitio a otro como una loca, como una muerta insepulta en el ám-

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bito del mausoleo familiar, vista a través de las rejas de la puertecita

por sus deudos que en vano tratan de calmarla con flores. Dulzura,

sin embargo, es el accidente más notable de todo su rostro, pues el

dolor no afea en ella sino que embellece las facciones y dulcifica la

simetría de los ojos, las mejillas, las orejas, bajo el plano solitario y

diurno de la frente, a tal punto equilibrada en su desorden que no

es posible descubrir desde la superficie la turbia acequia que pasa

por dentro y vuelve a pasar.

En el amanecer, que apaga todas las lámparas de la carrete-

ra por donde el jinete de Luanda pasó y las muchachas bailaban o

creían bailar a veces con el demonio, la casilla iluminada del Consejo

salta a la vista más iluminada, desde afuera, que toda el área de la

ciudad por el amanecer, y ese amanecer ha ido expulsando hacia sus

hogares a los curiosos menos interesados o poco sedientos respecto

de la propuesta de intercambio de caballos, porque el sueño es cosa

también digna de reparo entre nosotros, muy digna de reparo, a ve-

ces exageradamente digna de reparo, lo cual no es culpa sino de las

circunstancias adversas de la vida que nos exigen todas las fuerzas

en el día y nos conceden, como única compensación, el sueño noc-

turno.

Sin embargo, muchos son todavía los que han quedado adhe-

ridos a la parte exterior de los muros del Consejo, tratando de dis-

cernir lo conveniente y lo nefasto en la larga perorata del jinete, con

la oreja puesta en la muralla blanca que la luna enfría desde afuera

y la atmósfera calienta desde adentro; racimos humanos pegados a

las ventanas y a las puertas; y dentro, el jinete contemplando des-

piadadamente a las bailarinas, fija la vista soñolienta en ellas, que

cabecean llenas de sueño, despiertan y vuelven a cabecear, tomadas

de la mano, mejilla contra mejilla, representantes de ese barquero

de aquella inexplicable noche; tanto que ese mundo de ellas puede

desde esta misma noche volcarse en una interminable cadena de actos

sensuales desprovistos de todo espíritu, deslizándose en el amor con

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ventajas corporales donde ellas podrán reinar sin ser comprendidas

en absoluto por el compañero nocturno, en cuya cama nacen sin mo-

rir una vez siquiera, porque es indudable que la propensión al vuelo

las asiste aún más allá de la impureza, en cambio el compañero no,

aunque esté más allá de la pureza.

El contrato de aceptación del intercambio con Luanda, redac-

tado, pasado en limpio, firmado, leído en voz alta en la asamblea,

llega a las manos del jinete. El jinete le echa una ojeada repentina

y melancólica, desciende de la tarima forrada y da la mano a cada

uno de los consejeros. Entonces viene una familiaridad creciente

que culmina con el levantarse de todos. Los aplausos conmueven el

pequeño recinto del Consejo, en cuya virtud descansa la seguridad

de haberse firmado un pacto de ayuda, crecimiento, intercambio y

mejoramiento entre nosotros y Luanda.

Entonces aparece por la puerta Tibot, el último consejero,

el consejero ausente hasta ahora. Su gorra le asoma en parte por el

bolsillo. Corro hacia él y le digo: “¿Qué pasa, Tibot?”. “Ya ve, Ludmila

acaba de morir”, me contesta. Le descubro el rostro a Ludmila y la

reconozco, aunque todo su cuerpo, envuelto en una frazada, parece

menor en los brazos de Tibot.

Tibot ocupa su banca con Ludmila en los brazos. Ludmila

parece un niño dormido en los brazos de Tibot, un niño que fuera a

despertar de un momento a otro. Cuando Tibot habla yo comprendo

que se refiere a mí, exclusivamente a mí. Tibot dice: “Acabo de llegar,

pero tengan en cuenta ustedes todo esto, una muerte que yo conside-

ro injusta. El señor jinete podría comprenderlo en toda su amplitud,

con toda benevolencia, hasta con cierta simpatía, pues bien podría

ser yo el único consejero verdadero, un consejero que da consejos

con una muerta en brazos. Vengo a decir solamente dos cosas, pues

mañana no estaré aquí. He decidido partir. Vengo a decir, primero,

que la idea de construcción del cementerio debe ponerse en práctica

mañana mismo, antes de que sea tarde, como fue para mí”.

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—Ludmila —digo por lo bajo a ese trocito de mármol gastado

que es ahora su frente, entre dos pliegues abiertos de la frazada-,

Ludmila, Ludmila.

Y Tibot, que me está mirando y me ha oído, me dice en voz

alta: “Y usted, señor consejero, acaba de matar su amor”. Y Tibot

termina: “Esta es la segunda cosa que quería decir”.

Pero Tibot se equivoca. Porque Tibot sufre. Ahí tiene usted las

bailarinas, Tibot, nuestro alimento de todos los días, ante sus ojos.

¿Las ha visto? ¿Las quiere ver? Son reales, Tibot, más reales que el

trocito de mármol gastado que está mirando.

Todos se levantan y acuden cuando Tibot dice: “Usted, se-

ñor consejero, acaba de matar su amor”. Entonces Tibot, rodeado

por todos, por el jinete entre ellos, acosado de preguntas, tiende a

defender el cuerpo de Ludmila respondiendo a cada uno como si se

le estuvieran por saltar las lágrimas, la barba abierta en dos hacia la

punta, desgreñada, polvorienta y húmeda, como un trapo ridículo

bajo sus pómulos de adolescente. Con una mano contiene a medio

metro la invasión de los curiosos con la idea de mostrar algo de gol-

pe, sin transiciones: todo el cadáver encerrado. Entonces Tibot deja

caer hacia adelante la frazada, y Ludmila, con un vestido claro, con

los ojos apretados, se llena de sol, del sol que entra por la ventana.

—Déjenme, déjenme —exclama Tibot—. Es necesario creer.

Nada tengo que ver en esto. Es interminable, pero nada tengo que

ver.

Las bailarinas lloran junto a Tibot, junto a Ludmila. Ludmila

está aclarando con el día en la falda de Tibot, junto a las bailarinas.

Emilia le toma una mano a Ludmila. Ludmila desde la muerte deja su

mano en la de Emilia. El jinete retiene una punta de la frazada para

que no arrastre. Los consejeros encienden las lámparas y cierran los

postigos. En el rostro blanco de Ludmila el aire juega, helado. Dos

consejeros salen a anunciar esta muerte imprevisible por las calles.

El jinete está llorando. Las bailarinas exhalan un perfume suave y lo

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transmiten a Ludmila y a Tibot. Tibot se niega a que cierren los pos-

tigos y estos son abiertos inmediatamente. Entre la banca de Tibot

y la mesa corre un hilo de sangre de la destrozada pierna de Tibot.

El jinete pide un poco de agua y Tibot la bebe lentamente. Ludmila

está en los brazos de Tibot esperando sepultura.

El pueblo puede ahora moverse por la muerte de Ludmila.

Corre en él desde el baile y la llegada del jinete lo que podríamos

llamar “predisposición a todo”. Entre los cuatro muros delgados del

Consejo está la vida y la muerte y, fuera de él, el sueño vespertino de

toda la humanidad. Y aunque Tibot prefiere que todos despierten,

lucha en su mente por sustraer la fosa que está cavando de todo

desconocido. Tibot sabe que si llora le será arrancado de los brazos

el cadáver: primera medida para poder auxiliarlo debidamente y cal-

marlo. Pero Tibot sabe también que si no llora, Ludmila puede saberlo.

El jinete, siempre sosteniendo el extremo de la frazada, arrodillado

entre Emilia y Lucila, pasa la mano por su frente interminable. Un

consejero acerca bancos y pide más silencio aún. Emilia y Lucila,

como si no hubiesen bailado nunca, mueven los ojos extenuados,

solitarias, vehementes, y acarician los pies de Ludmila, cada una con

una mano, acompasadamente, como si esas fueran las dos manos de

un solo cuerpo afligido y tembloroso.

“Observen —dice Tibot—, mi agradecimiento es inmenso para

con todos ustedes, pero he querido venir a desaconsejar pública-

mente que se firme este convenio con Luanda aunque él signifique

el inmediato nacimiento de nuestro transporte y nuestros medios de

locomoción. Luanda es efectivamente tan desdichada como nosotros,

pues apenas ha conseguido perfeccionar eso: la cría de caballos de

trabajo. Pero Luanda no recibe, no admite a nadie. Ni siquiera a los

heridos. Cierra las puertas a cualquier intento de viajes, pues nadie

osaría atravesar esa tristísima hilera de casas a ninguna hora del día.

Yo estuve a las puertas de Luanda, y sé: ella será más bien una carga

que una salida para nosotros. La muerte de Ludmila ha cambiado

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ahora de tal manera nuestra situación que no sabemos con certeza

qué es lo que mañana desearemos, es decir, qué es lo que mañana

desearán ustedes, porque yo partiré después del entierro de Ludmila,

y eso será pasado el mediodía”.

—Parto— dice Tibot a las bailarinas, estirando el cuello ha-

cia ellas- Fui llamado por ustedes por intermedio del barquero. Ese

barquero es el padre de ustedes. Lo sabemos. Pero yo me negué a ir

porque ya estaba partiendo.

Son las diez de la mañana. Tibot está abatido. “Salgamos”,

dice. Y se levanta, arrastrando la pierna, sosteniendo en brazos a Lud-

mila, la muerta, la muerta Ludmila, encabezando la corta procesión

que deja atrás casas y árboles. Y Tibot no se da vuelta jamás, como

si estuvieran solos él y su fardo, Ludmila y su alma, pobre Ludmila,

camina Tibot y detrás de Tibot el jinete mensajero, las bailarinas

Lucila y Emilia, los consejeros todos menos el barquero, a las once

de la mañana, detrás de Tibot, pero en la procesión no puede adver-

tirse otra cosa que una especie de ironía salvaje en Tibot al caminar

resueltamente arrastrando su pierna. Pero al grupo se han agregado

algunos más que salen de sus casas hasta formar una columna de

unas cuarenta almas detrás de Tibot. Hasta que Tibot se detiene y

dice: “Aquí”. Entonces dos cavan la fosa para Ludmila, y Ludmila,

envuelta en su frazada, es depositada en el fondo. Luego le echarán

la tierra encima. Tibot agradece a todos y se va. Me lleva del brazo.

No sé qué decirle. Él no sabe qué decirme a mí. Me dice: “Sea fuerte”.

Yo pongo la mano sobre su hombro: está frío.

Un poco antes, en la procesión, Tibot cree que es él el condu-

cido, el que va en los brazos de Ludmila; solo que, en este caso, es

la muerta quien conduce a su deudo para dejarlo allí, al borde de la

sepultura, llorando, mientras ella se recuesta en la fosa y se cubre

con tierra.

Los demás han desaparecido en la mañana, a izquierda y

derecha, solo Tibot y yo, de todo el grupo, hemos quedado sin dis-

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persarnos. Entonces Tibot empieza a llorar sin parar hasta que se

mete en la cama. “La mortal Ludmila, la mortal Ludmila”, solloza.

“Ahora puedo decirle que no veo la hora de partir”. “Pronto puede

ocurrirnos algo parecido”.

—Sea fuerte, Tibot.

—Seamos fuertes, querrá decir. No podrá usted negar que

Ludmila fue un ser más allá de nuestro entendimiento, mucho más

allá de nuestras fuerzas, también. Ella lo comprendió así.

—¿Lo comprendió así?

—Se envenenó. Cuando me abrió la puerta ya estaba envene-

nada. Imposible hacer algo. Pero ella quiso amarme antes. Yo rehusé.

No porque viera en eso un sacrificio de su parte, sino porque temía

enamorarme yo de un ser que dentro de unos minutos moriría. Y

temor al mismo tiempo de que ella se enamorara de mí cuando ya

tenía el veneno en el cuerpo. Sin embargo, debe usted saber que

ambos, ella y yo, hemos librado una batalla verdaderamente infernal

con nosotros mismos, a un nivel sin esperanzas, durante media hora

demasiado desolada. Entonces puedo decirle que nada, absolutamen-

te nada de su vida quedó arrumbado en su memoria, pues atinó a

contarme su pasado y su presente, y hasta parte de su porvenir: un

porvenir de diez minutos, pues el veneno empezaba a actuar. Hasta

que la verdadera Ludmila, sentada en esa silla frente a mí, con las

manos cruzadas sobre el pecho, espantosamente descarnada, hun-

dida, me confesó que nunca había amado a nadie ni con el cuerpo

ni con el alma. Después rodó por el suelo, cayendo de la silla. La

levanté. Estaba muerta.

Tibot está acostado en su cama, cubierto hasta la barba por la

colcha gris de toda su vida, víctima de una enfermedad, una conva-

lecencia y una cura al mismo tiempo: tal siente él su estado general

sin acertar el contenido de su propia naturaleza esa noche, por eso

da vueltas en el lecho como si quisiera o necesitara ordenar un poco

las ideas moviéndolas. Sin embargo es ese orden que Tibot guarda

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severamente en todo su vivir lo que ahora él siente pesarle frente a

la muerte de Ludmila, orden que él caracteriza como desorden del

mundo circundante.

Tibot, incorporado, y apoyando la nuca en los hierros de la

cabecera, me dice:

—Hay que conocer ahora los detalles de aquella invitación

del barquero.

—Las bailarinas no podrán adquirir nunca en nuestra vida la

importancia de Ludmila —digo a Tibot, mientras me incorporo como

él—Además, debe usted saber, Tibot, que partiré yo también, y solo,

hasta Luanda, y de allí, veré qué puedo hacer.

—¿A qué hora parte? —pregunta Tibot, tratando de disimular

el efecto que mi frase le ha causado.

—Lo veré después.

—Sin embargo, insisto en esa visita al barquero.

—Ya conozco bastante a las bailarinas: un simple ensueño

en los ojos, y pare de contar. Ya lo ve usted, Tibot, el jinete lleva una

buena parte de ellas en su memoria. Y volverá, volverá pronto; antes

de un mes, seguramente, estará aquí de nuevo. Entonces verá usted,

Tibot, más adelante, que la maternidad las arruinará dos terceras

partes, lo suficiente como para no poder reconocerlas jamás entre

las otras mujeres de aquí.

—Ludmila las conoció mejor que usted y yo. Puedo decirle

que Ludmila misma fue quien principalmente me hizo nacer la pre-

disposición hacia ellas cuando me narró cosas del barquero y del

comportamiento de ellas en su casa, que frecuentaba.

Largos días para nosotros. Largos días para Tibot. Luanda

acurrucada en su vida y nosotros encerrados en la nuestra. Ninguna

proposición legal prosperó en torno al problema de unificación de

ambas poblaciones, y el mismo contrato satisfactorio firmado aquella

noche en el Consejo fue destruido al día siguiente. El jinete partió

para siempre. Mucho tiempo ya. Nada sabemos de Luanda ni de su

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existencia, como nada sabemos de Ludmila. Tibot no habla. Prefiere

callar. Pero un día me suelta todo de nuevo: “Estoy deshecho; yo,

Tibot, estoy deshecho”, me dice. Y aprovecha para decirlo justamente

delante del barquero, que viene por primera vez a vernos a nuestra

casa, donde requiere informes precisos de la larga noche del Consejo,

en cuya ausencia -opina- se desarrollaron tan importantes argumen-

tos y se omitieron tan elementales principios.

—Mis hijas —dice el barquero—, teniendo una muy superficial

visión de estas cosas colectivas, no pueden a ciencia cierta narrarme

con detalles los argumentos expuestos, las reacciones y los plega-

mientos.

—¿No estaba usted aquí? —le pregunta Tibot.

—No es que no estuviera. Estaba. Estoy siempre, como ustedes.

Pero mis hijas prefirieron representarme esta vez. ¿No les resultó

agradable en parte a todos?

—Creíamos que usted las ocultaba —digo yo.

Y el barquero me mira y mira a Tibot y acierta a decir:

—Pues no; no las oculto. Aunque mostrarlas bien pudiera ser

una manera de precaverlas. Pero de cualquier modo esto sería pura

inconsciencia de mi parte. Pues bien. Hábleme usted de Ludmila.

Cómo fueron sus últimos momentos. ¿Estuvo mi nombre en su boca

alguna vez? Lo único que yo tenía. Ludmila era lo único que yo tenía.

Me sorprendió verlos allí aquella noche. Iba yo a su casa. Una noche

como esa, procelosa a más no poder, ella podía necesitarme. Conozco,

en parte, a las mujeres. A Ludmila no pude conocerla jamás. Sin em-

bargo, afirmo que aquella noche de la lluvia ella podía necesitarme.

Es más: puedo decir que desde mi casa escuché su voz, que el ruido

del agua me impedía comprender claramente. Pero ciertas cosas se

comparten en medio de ruidos y estruendos infinitamente mayores,

sobre todo más extraños que aquel ruido de esa noche de la barca.

Tibot se recostó en la silla como para reprocharle. Pero el

barquero continuó:

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—La pobre Ludmila está ahora bastante más lejos de noso-

tros que nosotros de ella. He visto su tumba. Nada puede mejorarse

de todo esto. Lo verdaderamente maravilloso es su adaptación a la

muerte, que ella tantas veces vio cercana, rozándola casi.

El traje negro del barquero y el traje negro de Tibot hacen que

se parezcan ambos rostros en la penumbra. El barquero prosigue:

—Espero de ustedes comprensión, comprensión absoluta,

por lo menos cierta complacencia en medio del desastre. Pues nada

se puede ya comparar a lo irremediable de la circunstancia de su

muerte en brazos extraños, en clima extraño, en llantos, inclusive,

extraños, que no fueron sus conocidos llantos de siempre. Soy poco

amigo de imaginar en los demás lo que imagino en mí. Y yo imagino

una vida destrozada largo a largo, junto a esa mujer desconocida de

ustedes que vive en estos momentos en mi casa a causa de mi piedad,

únicamente de mi piedad, y a la que considero sin embargo, por

sus muchos años de compañía, no solo una sirvienta, sino hasta una

persona de confianza para las bailarinas y para mí. Hasta el punto

que ella misma se atribuye funciones de esposa que jamás, desde

ningún punto de vista -ordinario o extraordinario-, he motivado yo

con mi comportamiento. Sin embargo, ella ha llegado a adquirir buena

parte de la fisonomía general de la familia, al punto de que toda la

gente considera a las bailarinas salidas de su vientre. Y no hay tal.

Por Dios, no hay tal. Y me he visto obligado a destruir rumor por

rumor: tanta pasión pongo en esto. De tal manera ahora las cosas

han cambiado. Las bailarinas son mayores, y su salud es ahora total

en relación con lo delicado de sus cuerpos en la infancia, lo que hace

presumir una adolescencia llana y normal sin necesidad de excesivas

atenciones paternales. Podría ser yo hombre capaz de salir de una vez

para siempre de este ámbito encerrado y sin porvenir, preparando

pacientemente, y realizando después, un viaje con ellas tendiente a

procurarles un pasar más halagador que el que pueden ofrecerles

los jóvenes de aquí, hasta conducirlas a una relación que culmine en

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152

un matrimonio ventajoso en dinero, posibilidades diversas, espíritu

y alegría general, con vistas a partos felices, hijos sanos, viajes, es-

pectáculos, todo lo que la vida común debe ofrecer aunque solo la

vida no común ofrece. La mujer, en circunstancias muy especiales,

despertó en ellas cierta dormida predisposición para el baile, sin

pretenderlo exactamente —como me lo confesó a raíz de mi cólera—;

porque la pobre sirvienta, alegre más de la cuenta, feliz en un grado

hasta ridículo, se puso a saltar en un rincón con una carta de su

hijo lejano en la mano, única carta que el hijo le escribiera en veinte

años de separación —el muchacho ahora está casado, tiene hijos

grandes y está bien—; y como la casa, exageradamente pequeña en

aquel entonces para expansiones tan ilimitadas, no le permitía ocul-

tarse para exteriorizar tales alegrías, las bailarinas la vieron, vieron

ese mundo de ensueño que de inmediato trasladaron puerilmente

a sus piernas endebles, que por aquella época empezaban a dar los

primeros pasos; tanto que las muchachas, a su alrededor, saltaban

y bailaban con ella, levantando apenas sus vestiditos, cuando yo

aparecí. Arranqué la carta de manos de la empleada, que denotaba

ya en su rostro los primeros síntomas de la fatiga, y la leí. Entonces

—en verdad yo estaba igualmente emocionado— la leí por segunda

vez en voz alta, para todos, pues la alegría de la mujer provenía

únicamente de ver la letra de su hijo, estirada, pura, caligráfica, y

su nombre querido al pie, sin conocer el verdadero contenido de la

carta, pues nunca aprendió a leer y a escribir en su vida. Cuando le

hube leído la carta la mujer me abrazó, me besó mil veces, y abrazó

y besó a las bailarinas llena de lágrimas blancas su rostro rojizo. Y

esa noche no pudo cenar ni preparar nuestra cena, ni atender la casa.

Durmió, y seguramente soñó con aquel hijo toda la noche. Tanto es

así que el jinete, a quien no he querido ver, de quien he tratado de

ocultarme por todos los medios posibles hasta el punto de enviar a

mis hijas en mi representación, bien podría ser aquel hijo perdido

que escribió esa carta, aunque precisamente la imaginación cuenta en

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153

ciertos casos más que la verdad. Sin embargo, el carácter de la mujer,

siempre lloroso, siempre acongojado en los últimos tiempos, en nada

podría compararse al carácter de Ludmila, mi verdadera mujer, la

única en mi vida, esposa mía, madre de las bailarinas —aunque ellas

no lo saben—; Ludmila llegó a una pesadumbre tal que nuestra vida

común tornó a partirse, hasta que fue necesaria una separación sus-

tancial, después de haber vivido dos largos años unidos por el fuego.

De modo, señor Tibot, que acaba usted de enterrar a mi esposa, a

la madre de las bailarinas, según su lealtad, su espíritu bondadoso,

su costumbre servicial, que yo le agradezco de todo corazón en sus

ínfimos detalles: desde la agonía hasta la inhumación, actos a los

que no debía asistir por todo lo dicho anteriormente —Ludmila ya

no era nada para mí ni yo para ella—pero en mi agradecimiento va

también mi dosis de repudio y de asco a su persona, y en cierto modo

a la persona de su compañero, que pusieron no poca cantidad de

tentaciones corporales en su camino, aprovechando la pobre soledad

de Ludmila, hija de una desgracia creciente: nuestro matrimonio

desavenido y roto para siempre. No dudo que haya podido usted

obtener de su cuerpo el amor ni que ella haya sido feliz a su lado;

lo que me envenena, Tibot, es que esa posible felicidad compartida

por ambos sea la última en usted y en ella.

Tibot ha caído al suelo como muerto. Su cara parece haber

acumulado tanto dolor, tanto sufrimiento en una hora. Afuera es de

noche. El barquero se dispone a salir, pero antes mira por última vez

el cuerpo inmóvil de Tibot, sin conocimiento, a lo largo de la sala. Yo

sé que aquello durará mucho tiempo todavía. En el oído me suena:

“Estoy deshecho”. El barquero ha salido. Falta Ludmila apoyada en el

pecho de Tibot, con la nuca contra su barba. Pero Tibot seguramente

no lo sabe. Toda la noche está Tibot ahí. Lo he tapado, como hago

siempre. Cierro la puerta. Pienso en Luanda, en Tibot, en Ludmila,

en las bailarinas, en el barquero, en el jinete de Luanda, en la tumba

de Ludmila, en algunos árboles, en la lluvia. Pero, sobre todo, pienso

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en mí, como si tuviera un hijo extraviado en algún camino y tuviera

que salir a buscarlo.

Me duermo y sueño: “He encontrado al niño. Le digo: te he en-

contrado, ya no puedes decirme nada, sino regresar conmigo tomado

de mi mano. Y el niño me da la mano y camina mirándome, con los

ojos llenos de lágrimas. Es hermoso. Entonces le doy una moneda

para que él a su vez se la dé al pordiosero que nos corta el paso. El

pordiosero la recibe y al levantar la cabeza reconozco en él a Tibot.

Entonces Tibot, reconociéndome también, baja la cabeza avergonza-

do y echa a andar de espaldas, y se pierde en la noche. Pero al cabo

nos sale Ludmila al paso, aunque yo dudo que sea Ludmila, porque

me dice: gracias por la moneda que acaba de darle a mi hermano.

Luego mi niño se asusta con todo eso y tengo que llevarlo en brazos

de vuelta a la ciudad”.

Cuando despierto Tibot está todavía en el suelo, sin conoci-

miento. La mañana se mueve entre los árboles. ¿Quién eres, Ludmi-

la? ¿Quién eres? Pero Tibot se está moviendo en el suelo y sus ojos

cerrados están llenos de tristeza apenas visible tras los párpados,

aunque en todo el rostro la soledad y el dolor han dado paso al terror,

creciente ahora, volcado en todo el cuerpo nervioso sobre el piso,

desparramado en las manos, en los pies, uno de los cuales echa, como

siempre, sus gotas de sangre, reabierta la herida y cerrada tantas

veces, tantas veces, desde la noche de la inundación.

—Levántese, Tibot.

Y Tibot abre los ojos y me busca, y cuando me encuentra de

pie a su lado levanta una mano y me la tiende. Entonces yo lo ayu-

do a incorporarse y a meterse en su cama, pero Tibot, que no tiene

sueño, se levanta y me pide que lo escuche un momento. Aunque

todos los momentos lo escucho: por lo menos escucho su silencio,

muerto de pronto por algún quejido que no hace nada por evitar,

así es de hostil la gravedad de su vida para con él solo, pues con

ser Tibot tan bondadoso, tan cerrado en sí mismo pero al mismo

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tiempo tan buen compañero, parece no despertar en los demás la

más mínima conmiseración, como en el caso de Ludmila, como en

el caso del barquero, como en el caso de las bailarinas, como en el

caso del jinete, no obstante haber llevado allí, a la audiencia, aquel

cadáver en brazos como si trasladara su propia casa en los hombros

hacia la noche que lo espera y le abre sus puertas.

Tibot está más allá de la mitad de su vida, mucho más allá,

quizá cerca del tramo final; entonces para mí se habrá esfumado

todo interés de cambio sustancial; aunque queda por resolver, y

con urgencia, nuestra relación con las hijas del barquero, una posi-

ble relación de amor duradero para mí y para Tibot, que falta nos

hace; pero las dudas podrían asaltarnos durante el desarrollo de esa

relación de un modo más insostenible, siendo casi insostenibles de

hecho las dudas presentes, los actuales temores respecto del carácter

de Emilia y Lucila, mujercitas posiblemente histéricas, de esas que

saludan al irse con una sonrisa que uno no puede interpretar, pues

parece más bien un estado general del alma dormida para siempre.

En tanto el barquero parece no desear otra cosa que ofrecernos sus

hijas, librarse de ellas cuanto antes y partir por Luanda al lugar de

sus sueños, lugar muy lejano, sin duda, de donde no volverá, libre

para siempre de Ludmila y de todo y libre de la empleada de su casa,

libre felizmente de las preocupaciones que le significan -como él

dice- demasiado tiempo: las reuniones del Consejo, toda la técnica

de la administración de la colectividad.

Tibot está pensando en silencio todo aquello que quiere de-

cirme; lo pesa, lo medita, no está conforme, y por último se niega a

hablar.

—Hable, Tibot. ¿Usted quiere referirse a las bailarinas? Tam-

bién yo quería decirle algo de ellas, parte de nuestra conveniencia

está en ellas, si usted lo piensa bien. Y si hemos puesto los ojos ya

una vez en ese mundo que constituye la casa del barquero, no veo

nada mejor que dejar los ojos puestos allí un tiempo largo, un tiem-

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po más largo. Penetremos ese misterio, Tibot, aunque en verdad, y

si se observa bien, no hay tal misterio. Hay el pequeño misterio de

la necesidad, apenas, y no otro. Creo que debemos citar aquí al bar-

quero, proponerle nuestra iniciativa de amor y dejar librado a él el

resultado de nuestro deseo de matrimonio con sus hijas. Como usted

dijo una vez, esta es la manera honesta de hacer las cosas debido a

las condiciones del lugar que habitamos en estos momentos. Espe-

raremos, entonces, la resolución del barquero, que tardará algunos

días más, pues él querrá tomarse tiempo para pensarlo aunque más

no sea por demostrarnos que piensa y que considera que sus hijas

valen mucho más de lo que nosotros podemos imaginar en un acto

de entusiasmo apresurado.

“La soledad es en usted muy dura, Tibot. En mí, menos. Pero

podemos, sin temor de equivocarnos, considerarnos los dos bastante

desdichados en ella. Habrá que tenerse en cuenta, sin embargo, si es

la soledad el principal motor que nos mueve hacia ese matrimonio

con las muchachas, pues de ello dependería en gran parte nuestro

acomodamiento a un porvenir compartido en todos los órdenes. Una

soledad llenada de pronto puede, asimismo, traer la desesperación.

Lo primero que debemos hacer por ahora es llegarnos a la tumba

de Ludmila, contagiarnos un poco de esa inmovilidad de su cuerpo,

que tanta falta nos hace, hasta estar en condiciones de espíritu in-

mejorables, descansados, rejuvenecidos, para enfrentar de pronto

con decisión y posibilidad de triunfo, de una vez para siempre, ese

matrimonio”.

Tibot, entonces, que ha escuchado atentamente, se acerca

a mí y me dice: “Confío en usted”. Y agrega, dándome la espalda,

como si temiera enfrentar mis ojos: “Quisiera saber la verdad sobre

Ludmila, esta incertidumbre puede más que yo”.

—Puede usted soltarse conmigo, Tibot.

—Pues bien: la he querido mucho. Pero nunca la besé, siquie-

ra.

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—Yo le creo, Tibot.

—¿Y usted?

—Jamás, Tibot, jamás.

—Vea usted hasta dónde puede arrastrarnos Ludmila todavía.

Cuánto más no podrán arrastrarnos sus hijas, esas bailarinas que

he visto apenas dos veces en mi vida. Sin embargo, bueno será de

una vez ponernos de acuerdo y llamar al barquero. Aunque podría

ser también acertado llegar usted y yo sin aviso, personalmente, con

los motivos explícitos. En cierta manera pienso que por mi parte po-

drá llevarme a realizar esto cierta venganza de la que quiero hacer

víctima al barquero por el abandono que hizo de Ludmila. En estas

condiciones, jamás toleraría de él que me negara en matrimonio a

cualquiera de las bailarinas, por eso su compañía me es más que

necesaria para calmarme y hacerme entrar en razones cuando me

ciegue contra él con el brazo levantado para dejarlo en el sitio.

Preparemos las cosas con tiempo, una semana es prudencial

para estudiar las posibles reacciones del barquero, semana en la que

conviene no hacernos ver ni andar por ahí despertando sospechas.

Mañana podré ya seguramente contar con mi plan. Después usted

me expondrá el suyo, que no podrá diferenciarse sustancialmente

del mío. ¿Cree usted que convendría entrevistar primero al barquero,

de cualquier manera? ¿No es mejor, en suma, prescindir de él, con

lo cual le expondríamos de hecho una posición de lucha abierta, y

tratar directamente con las bailarinas? Mire usted cómo imagino yo el

resultado y los pormenores: llegamos, el barquero, siempre solícito,

nos atiende, acto seguido nosotros le decimos que no es precisa-

mente a él a quien venimos a entrevistar; él preguntará extrañado

que si no es a él no se explica a quién puede ser; a lo que nosotros

contestamos que venimos exclusivamente a hablar con las bailarinas

para proponerles matrimonio; entonces él, excusándose, llama a las

bailarinas a gritos y se retira antes de que ellas lleguen. Las bailarinas

llegan y nos hacen sentar sobre almohadones, con la espalda contra

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el muro, reciben extasiadas nuestra formal declaración, aceptan con

la cabeza, agradecidas, llorosas, llenas de entusiasmo, y nos piden

plazo para terminar vestidos y preparar ropa para la boda. Pasado

este tiempo nos presentamos al Consejo todos y labramos las actas

correspondientes, que firmamos los cuatro. Luego, usted y yo, cada

uno por su lado, como mejor podamos, a luchar por la vida.

Una mañana de setiembre Tibot cae enfermo, desplomado

sobre su silla a los diez minutos de haberse levantado de la cama.

¿Qué le pasa a Tibot? Yo he despertado y lo encuentro ahí, pálido

como un muerto, soportando su cabeza entre las manos, seguro de

que su pie está sano y la herida ha cerrado definitivamente. Casi sin

prestar oídos a los lamentos de Tibot, me acerco a él y le grito:

—Estoy cansado de su falta absoluta de fortaleza, querido

señor Tibot. Ha transformado usted mi casa en un valle de lágrimas, y

no hablo solamente de sus lamentos, hablo en general de su encierro

en sí mismo, de su silencio, de su hermetismo, al punto de que podría

yo o cualquiera estar muriendo a su lado sin que usted reparara en

absoluto en esa muerte. Anoche, jueves, ha leído usted los planes del

rapto de las bailarinas, planes lujosamente meditados durante varios

días con lentitud de trabajo forzado, planes que pueden considerarse

perfectos, pues ni una sola falla parecen encerrar a simple vista; y

yo los he aprobado con entusiasmo en medio de este desbarajuste

de mis ideas, y no he omitido mis frases de admiración, mi aplauso

y mi agradecimiento a usted después de la lectura, proponiéndole

para hoy el comienzo de la realización de ese vasto plan suyo que,

repito, considero infalible. Pero resulta ahora grotesco, falto de sen-

tido, completamente sin sentido, este estado suyo reciente, capaz de

desesperar a cualquiera, que lo muestra arrepentido de la realización

inminente del plan. Puedo decirle que nada alucinante me parece su

actitud, y que ella pone en peligro no solo la amistad que nos tiene

unidos desde hace tiempo sino mi porvenir y el suyo. Estamos por lo

uno o por lo otro. Eso es todo. Estamos por la realización meticulosa

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de su plan, que yo he aceptado en todas sus partes, o ahora mismo

rompemos ese plan en mil pedazos, no hacemos nada, y nos queda-

mos así como estamos, debajo da la luna, harapientos y enfermos

mirando hacia Luanda sin poder dar un paso. Sepa que las bailarinas

nos esperan. Mal o bien, nos esperan, con ese señor barquero que

parece una sombra, jovial, oscuro, fatalista, mecánico en su sentir,

lleno de olfato como un perro.

Tibot se pone de pie, lanza un gruñido animal y me pone

sobre los hombros sus manos terribles.

—Apenas puedo soportar que se me insulte —me grita—.

Y sepa usted que poco lo creo, que Ludmila tiene más relación con

nuestro porvenir que esas bailarinas, porque la muerte de ella ha

abierto situaciones entre usted y yo que constituirán todo un futuro

de lucha interminable hasta la muerte, siempre que usted no confiese

toda la verdad, toda la verdad entre usted y Ludmila. Nuestra amistad

está todavía en juego en esa pobre tumba. Le repito por centésima

vez que usted apenas conoció a Ludmila a través de su cuerpo.

—Yo le repito a usted que ni a través de su cuerpo ni de su

espíritu.

—En eso estamos—jadea Tibot—. Usted miente. Reconozco en

Ludmila un deseo contenido, pero desconozco en usted una grandeza

paralela a ese deseo.

—Yo no he amado nunca a Ludmila —digo.

—Otra mentira de su parte —dice Tibot, bajando las manos de

mis hombros—. Pero no importa, habrá que esperar a que esa pobre

Ludmila nos revele alguna vez la verdad de su amor. Por lo pronto,

lo cierto es que no sé qué hacer, si vale la pena seguir.

—Yo seguiré hasta el final.

—No sé si soy yo quien debe llevarle flores o si es usted. Por

ahora la tumba está más que sola, más que abandonada. Yo compren-

do que he comenzado a amar verdaderamente a Ludmila después de

muerta.

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Me acuesto y respiro. El día se echa también, moribundo. Tibot

sale y a las dos horas regresa y se acuesta sin saludarme. Pequeñas

nubes flotan afuera sobre los techos. Pero la noche es clara. La gorra

de Tibot está en una silla. La casa de Ludmila, sola en la noche, con

su ropero entreabierto. Pasa mucha gente por la calle. “La causa de

todo esto —dice Tibot, incorporándose en el lecho— es que todo mi

pasado, incluida mi niñez, está lleno de desaciertos incalculables.

Desde mi nombre, que me negué a aceptar no obstante las súplicas

de mi madre diariamente lanzadas a mi rostro desde su lecho de

enferma incurable, porque sonaba a mis oídos ridículo y feo, habien-

do yo propuesto otro que ella y sus hermanas se negaron a aceptar

considerando mi propuesta como un acto de rebelión dictado por el

mismo demonio, que ellas no podían de ninguna manera consentir.

Así las cosas, así las cosas de Ludmila, así sus cosas y las del barquero

y sus hijas, nos queda apenas la salida de ese casamiento”.

Tibot ha vuelto a acostarse. Su rostro está hundido en la

almohada, como si el peso de la cabeza fuese muy grande. Por la

puerta me parece ver entrar a Ludmila, sonámbula, bajo la bata

blanca, y poner sus dedos en los párpados de Tibot, caídos. Toda

la noche Tibot dará vueltas en el lecho mientras afuera las nubes

comienzan lentamente a llover sobre los techos, como si arrojaran

piedritas a los niños que no quieren dormir. Pero Tibot, por suerte,

no es de los que no quieren dormir. Está dormido, vuelto a su alma,

de espaldas a todo lo que no puede filtrarse hacia sus sueños. La

fiebre lo abandonará, sin embargo, aquella misma noche.

Las bailarinas duermen en silencio, rodeadas de innumerables

retratos grises contra los muros blanqueados que absorben la luz sin

devolverla, de manera que la penumbra del aire es casi una peligrosa

oscuridad en relación con la penumbra amarillenta que anima los

muros. Pero lo que verdaderamente absorbe toda la luz como si el

día entrara en ella por ventanas y puertas abiertas es la cabecera de

la ancha cama de bronce rojizo que envía su reflejo sobre las frentes

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y los pómulos dormidos. Alguien murmura a mi espalda: “Cuidado”.

Me doy vuelta: no hay nadie. Debe ser el viento. Sin embargo, me

observo. Estoy solo. Oigo otra vez: “Cuidado”. Soy yo. Esta vez soy

yo, porque he movido los labios. El barquero está ausente. Varias

horas, supongo. Por el embozo asoman los dos vestidos, apretados

a la garganta. Los cuerpos se marcan como una pesadumbre bajo

la colcha. Escucho. Ellas duermen. No debía haber hecho esto. Me

siento demasiado solo junto a ellas, que duermen. Retiro mi mano

del respaldo de la silla: una osadía sin límites. A la izquierda, hacia

el fondo del pasillo, otra habitación, otro lecho, el del barquero, que

no duerme, que no está. Como siempre. Nunca está. Tibot no sabe

nada. Un mundo al acecho de otro, una estrella al acecho de otra. Si

mi madre me viera. Pero mi madre está muy lejos. Su ceniza está en

otra tierra, en otro mundo, a través del mar, a través del tiempo, y

no puede verme. Visto mi traje de siempre, pero no me acostumbro

a él esta noche. No puedo adivinar la causa, pero invento una: tengo

miedo de Tibot. La respiración de las bailarinas es agitada. Han pe-

leado entre ellas. Por eso, sin embargo, duermen profundamente, a

causa del desgaste. Han reñido por mí y por Tibot varias horas. Es

sabido. En el piso están los zapatos blancos —cuatro—, y a los pies de

la cama, las polleras y las blusas que puestas en sus cuerpos parecen

un vestido de una sola pieza; dos vasos con agua en la mesa, dulces,

cintas, pañuelos pequeños, uno en el suelo, lo levanto, lo pongo so-

bre la mesa, pero vuelvo a dejarlo en el suelo. Me ha quedado en la

mano su perfume. Quisiera llorar en silencio por Tibot, por Luanda,

por Ludmila. La noche está en la pieza y la pieza está en la noche.

Quisiera llorar por mí, pero porque estoy comprendiendo que las

bailarinas no existen, aunque están ahí y yo las veo, con los brazos

fuera de la manta, aferradas dulcemente a los hierros de la cabecera.

La noche es larga. Donde está mi silencio está mi humildad y donde

está mi dolor está mi silencio. Comprendo que no debo pensar, sino

sentarme y estarme quieto, en espera del barquero. El barquero no

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está nunca. Como si hubiera muerto. Sin embargo, es él la única vía

posible hacia sus hijas. Abandono mi trabajo durante meses enteros.

Tibot lo abandona también por meses, los demás trabajan y nos

insultan, aunque nos procuran alimentos de vez en cuando por la

ventana. Con eso tenemos suficiente. Nadie comprende diferencias.

¿Desde cuándo ha renunciado usted a todo, Tibot? La verdad sobre

Ludmila es esta: yo la he amado y ella me ha amado, pero luego me

dejó por usted. Aunque usted nunca lo supo. Sin embargo, nuestro

amor se sitúa únicamente en el espíritu, a tal punto que el cuerpo

hubiera sido una reiteración inaceptable. Más o menos como usted,

Tibot. La noche es un milagro para los enamorados, y el amanecer,

el camino que conduce a la noche. Estoy de pie, en medio de la palpi-

tación de la noche, en este cuarto de las bailarinas, única esperanza

que me adhiere a la tierra y al mismo tiempo me desentierra de ella.

Tibot nada sabe de este viaje pequeño a este cuarto, de esta visita

nocturna a Emilia y Lucila, que no está en su plan, por lo menos bajo

condiciones tan especiales: la ausencia del barquero. Con frecuencia

la penumbra se torna más compacta, por momentos breve. Luego

se aclara y temo ser descubierto, sin razones para conformar a las

bailarinas, las cuales gritarán asustadas y llenas de odio; y en ese odio

incluirán también a Tibot, que nada sospecha, que nada sabe, que no

es culpable de esta visita impensada y peligrosa, fuera de lógica y de

orden, al margen de toda consideración para con él. He dejado a Tibot

un mensaje: “Vuelvo pronto”, por si despierta y, no encontrándome,

sospecha algo. “Vuelvo pronto” es suficiente —creo— para terminar

con todas sus sospechas, pues él sabe que yo no puedo venir a casa

de las bailarinas por poco tiempo, que me quedaría pegado a estas

paredes para siempre si intentara una escapada como la que intenté

y estoy cumpliendo en sus mínimos detalles. Inaccesible cuelga ahora

una mano fuera del lecho. Pobre Tibot, no puede como yo mirar esa

mano. Es rosada en la penumbra y está inmóvil. Yo sé que en la na-

turaleza del sufrimiento hay también otras sustancias. Yo sé que en

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el corazón del dolor hay también prerrogativas, así como el corazón

tiene también su corazón. Pero ahora creo firmemente que Emilia

y Lucila serán para Tibot y para mí, por ese río misterioso en que

navegan, pero que nada de nosotros podrá conmoverlas y sacudirlas

en este pueblo y bajo las condiciones actuales. Puedo esperar que

despierten, puedo esperar la llegada del barquero, puedo esperar...

Tibot, ¿verdaderamente usted ama a estas mujeres vestidas de blan-

co? Tibot, ¿verdaderamente reemplazarán a su Ludmila, ellas, tan

distintas de la madre, ellas que ni siquiera llegaron a sospechar que

Ludmila, que iba y venía a veces por esta casa, las había tenido hace

mucho en el vientre? Tibot, puedo renunciar, puedo renunciar a todo

con tal de que usted me asegure que no intentará acabar con la vida

del barquero. Despierte, Tibot, acabe con esos sueños. La muerte del

barquero le traerá el odio de ellas. Y usted, Tibot, no puede arrastrar

tanto más. Son las cuatro. El olor de los cuerpos dormidos parece

dormido también. Me acerco a Emilia, acostada sobre la izquierda.

Emilia es mayor. Sin embargo, ¿quién podría ahora saberlo? Lo sé yo,

no obstante, y me parece ya haber revelado un misterio insondable.

Mi plan era huir con Emilia, o con Lucila, o con las dos: en este caso

yo mandaría a llamar a Tibot inmediatamente, y ya los cuatro juntos,

y a la vista de ellas, romperíamos el plan de Tibot en medio de la

risa de nosotros cuatro. . . Después nos esperaría un mundo nuevo,

original, compacto, hermoso, aireado, herético y puro. Porque se

quisiera haber nacido en otro mundo, cerca de otros planetas de ca-

rrera también alucinada, dentro de otro ritmo de sangre y otro ritmo

de vehemencia, con otros movimientos y otros brazos balanceados

entre otros semejantes. Emilia. El párpado superior no cae del todo

sobre el inferior, y más bien no se apoya en este: de manera que

los ojos quedan entreabiertos, apenas entreabiertos, como frutos

silvestres demasiado maduros. Sin embargo, su pelo es la parte más

profundamente dormida de todo su ser. Me mareo. Voy apoyándome

en las cosas hasta llegar a la silla, y allí me siento.

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Estoy bien, pero comprendo que podría morir de un momento

a otro, morir y ser descubierto, y ser enterrado cerca de Ludmila por

Tibot. Lo siento, Ludmila. Son las cinco. Nada puedo hacer. Nada debo

hacer. No espero a nadie. Nadie me espera. Me espera Tibot, pero

nadie me espera. En el río de la niñez, lleno de saltos y cataratas, me

arrojaba al agua, desnudo, mientras mi madre me esperaba en la casa.

Una vez mi madre me esperó con tanta impaciencia que al cabo no

pudo más y salió a la vereda y allí se quedó aguardándome. Recuerdo

que salté del agua, corrí mucho, llegué y caí en sus brazos. Tibot, yo

recuerdo que usted me contó una cosa igual ocurrida entre usted y

su madre. Pero yo nada le he dicho de esta coincidencia. Además, es

probable que, contándonos más cosas de la infancia, comunicándo-

nos más, rompiendo esos silencios que duran días, echemos de ver

que nuestro pasado tiene puntos de contacto. Emilia recoge la mano

caída y la pone sobre su pecho. Es extraordinario. La noche palpita

en aquella mano. Debo decir una frase, pero no acierto. Posiblemente

Emilia espera esa frase para despertar, levantarse y seguirme por la

calle hasta el mercado. Todavía son las cinco. El barquero me dirá:

“Le concedo su mano”, y hará preparar comida para los cinco. Emi-

lia se sentará frente a mí y me servirá la sopa, y Lucila se sentará

frente a Tibot y le servirá la sopa. Tibot está sonriente. Pero, en el

fondo, yo percibo su verdadero estado: “Estoy deshecho”, me dirá

disimuladamente con los ojos. . . Lucila, en cambio, ha metido sus

dos brazos bajo la sábana. Hay entre ellas una independencia que

me alegra y al mismo tiempo me mortifica, Emilia y Lucila presien-

ten que están solas. Yo sé que estoy solo, ensimismado y recogido

como un devoto. Todavía es tiempo de que Tibot vea esto: la sala en

penumbra con las bailarinas dormidas, y todo bajo la noche. Una vez

me dijeron: “Usted vivirá mucho”. Y yo le creí. Hoy no lo creo. Pero

por momentos quisiera creerlo. Presiento que Tibot me sobrevivirá.

Él me llevará a enterrar. Me dejará como dejó a Ludmila, en la fosa,

y me echará la tierra encima.

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Sentado en el suelo, con la cabeza apoyada contra el muro,

ya no puedo ver a Emilia y Lucila. Pero así descanso. Vuelvo a pensar

en el mar, después de muchos años; creo que el mar puede olvidarse

completamente, para toda la vida, para todas las cosas de la vida.

Pienso en la gran ciudad, adonde no es posible nunca jamás volver.

¿Dónde estará el barquero? ¿Qué será de Ludmila? No puedo res-

ponder y me levanto, para echar una última mirada a los rostros

dormidos de Emilia y Lucila. Podría besar sus cuerpos dormidos.

Podría, una vez desposado, tener uno de ellos para siempre.

Pero las bailarinas estallan en una carcajada terrible que les

abre la boca y les conmueve el cuerpo bajo el vestido de noche, sen-

tadas de pronto en la cama, echándose hacia atrás, hacia adelante, a

izquierda y a derecha, sin dejar de reír, cada vez más fuertemente,

más histéricamente, apoyándose una en otra alternativamente, sepa-

rándose luego, muchas veces, endemoniadas, desgreñadas, jadeantes,

apretándose con las manos el vientre, que les duele de tanto reír, pues

no dormían, espiaban, no dormían, se mofaban, estaban despiertas,

me sintieron llegar y fingieron dormir, sin que me diese cuenta de

nada, sospechase nada, seguras de que era yo. Estoy helado. Ellas no

paran, no pueden parar de reír. Sufro. Ellas vuelven la cara contra la

almohada, debajo de la almohada, debajo de la colcha, a carcajadas

estridentes en la noche, mirándome sin poder contenerse, sin poder

hablarme a causa de la risa. No sueño. Ellas no pueden parar. Las

miro. Los ojos les lloran, el pecho les duele, las manos les tiemblan

de reír. Me siento en la silla con la cabeza erguida, esperando. Espero

mucho. Tibot las habría matado. Pero ahora me miran en silencio,

dulces, lustrosas, llenas del calor de la risa, bajo la madrugada. “He

venido a hablar con el barquero”, les digo. “Está en Luanda, en busca

del jinete. Mi hermana se casará con el jinete”. Me queda Emilia. “La

otra, ¿se casaría conmigo?”.

—Sí —responde Emilia, como si quisiera echarme los brazos

al cuello.

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—¿Tener hijos? —pregunto.

—Y tener hijos —contesta Emilia.

—¿Sería usted capaz de besarme ahora? —digo.

Emilia se levanta. El vestido le arrastra, apacigua su pelo, viene

hacia mí, es blanca y buena, es triste y alta, abre los brazos, yo caigo

entre ellos, con sus manos me aprieta la cabeza por detrás, la beso

con toda el alma, ella no quiere sino quedarse así. Su pecho respira

en la sombra como un mártir. La melancolía es también una llama.

Lucila se peina a dos metros de nosotros, en el espejo. Empiezo a

sentir un perfume que me viene de la infancia. Estoy de pie, dormido

en el beso de Emilia, por eso tengo los ojos arrasados por el llanto.

—Venga usted pronto —le digo a Tibot, entrando—. Las

bailarinas nos esperan. Deje los planos, deje todo. Se trata de una

verdad. Venga conmigo ahora mismo, no hay tiempo que perder.

Mañana podría ser tarde para usted y posiblemente para mí tam-

bién. Salgamos, nos espera una vida posible. Una vida por lo menos

común; digamos, una vida, que ya es bastante en relación con esto

que estamos pasando.

Tibot no se mueve. Yo le imploro.

—Mire, Tibot, yo también estoy deshecho. Vengo de la casa de

las bailarinas. Anoche, cuando usted se durmió, salí para allá. Entré

fácilmente, con algunas dificultades que no merecen ser tenidas en

cuenta, porque, en suma, pude allanarlas con un poco de paciencia

de mi parte. Entré, al fin. Las bailarinas estaban, pero el barquero

no. El barquero está en Luanda.

Tibot me mira. Yo prosigo:

—Está en Luanda. Ha ido en busca del jinete. ¿Usted com-

prende, verdad? La situación es mucho más grave de lo que usted

suponía en su sueño. ¿Qué soñaba, Tibot? ¿Podría decírmelo? Nos

interesa a ambos. Bueno, el caso es que el barquero ha ido a Luanda

en busca del jinete. Mañana puede ser tarde para usted.

—¿Para mí? —pregunta Tibot.

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—O para mí. Probablemente, para los dos, para usted y para

mí. Emilia me dijo: “El barquero está en Luanda en busca del jinete”.

Y yo corro a avisarle que nuestro mundo tambalea. Vístase, Tibot,

iremos inmediatamente. Es cosa de no creer, pero todo puede perder-

se en un instante. Nos animaremos mutuamente. Ellas nos esperan.

Yo sé muy bien que nos esperan. He hablado. Me han respondido.

Debemos ganarle la partida a ese jinete y a ese barquero y a esa

Luanda. Yo no he hablado de rapto con ellas, por supuesto: estaba

helado para eso. Pero lo más urgente es llegar antes que el padre y

el jinete y si ellos llegan mientras tanto, ofrecerles batalla, batalla

abierta, batalla definitiva. El barquero se ha inclinado al final por el

jinete. Ayúdeme, Tibot. Yo lo ayudaré a usted. Después partiremos

los cuatro: usted, Lucila, Emilia y yo. Vístase, Tibot.

Tibot comienza por saltar del lecho, imponentemente pálido,

con una bufanda que le cuelga hasta el suelo como si fuera un harapo.

Se viste, pobre Tibot, su pierna sigue mal. Se lava. Se lava la barba,

la cara, los ojos, se enjuaga la boca, bebe agua, bebe café, que tiene

preparado, humeante sobre la mesa ante la cual está sentado como

un niño, echado hacia adelante, mojando pan y masticando, severo

y adusto, la rodaja empapada.

—Prosiga —me dice Tibot, levantando el brazo.

—Es eso, Tibot.

Me siento frente a él. Me sirvo café, bebo lentamente, miro a

Tibot, como pan, que mojo, como Tibot, en el café. Un buen rato. Me

levanto, pero Tibot sigue comiendo con hambre, con cierta vergüenza

de su hambre. Pero no tiene más remedio.

—Entonces, ¿usted no va?

—¿Dice usted que dormían cuando llegó?

—Despertaron.

—¿Y cómo son?

—De una belleza inigualable.

“Vamos”, dice Tibot resueltamente, tomándome de la mano

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y arrastrándome. “No corra, Tibot, no es necesario”. “No sabemos

por ahora si es necesario”, dice él.

Y ya hemos cruzado el almohadillado de la ancha vereda y

estamos en la acera, donde, por fin, me suelta la mano. Va al lado

mío, más apaciguado, ya. Mi habitación estaba sofocante, pero aquí,

afuera, se está bien, se está hasta feliz, poniendo voluntad y olvidan-

do detalles; el aire da de frente, por la izquierda, por la derecha, por

encima, y se respira por la boca, por los oídos, por los ojos, sobre

todo por la frente, que lo quiere todo para ella, humillada, dolorosa,

avergonzada, sin viajes, sin hijos, como el corazón, callado, aden-

tro.

Tibot va a mi lado, me explica, me narra cosas, me pregunta,

digo simplemente “sí” y él queda conforme bajo su saco inmenso,

porque seguramente no esperaba mi respuesta o no le interesa, ni

cuenta con ella, ni le sirve, como si hablara solo o estuviera solo.

Llegamos al puente. El camino se precipita hacia él porque el nivel

del puente es mucho más bajo que el de la calle. Esta parte de la

ciudad podría considerarse la más importante, por lo menos la más

poblada, aquella que participa de una vida de relación más intensa,

pues de aquí parte el camino hacia uno de los hórreos mayores, y no

solamente eso: está la fuente, hay grupos de árboles más o menos

espesos con cuya sombra se puede contar a una y otra margen del

canal en una extensión de cuatro cuadras; y siguiendo por el camino,

que vuelve a empinarse después del puente hasta reconquistar su

nivel natural, se desemboca en la sala de audiencias del Consejo,

donde termina el “círculo social”, el corazón propiamente dicho de

la aldea; allí nacen y mueren las iniciativas, las conversaciones, las

esperanzas, se traba amistad, se bebe, se compran pasteles y flores,

juegan las muchachas, pasean los hombres, todo el domingo, hasta

temprano o hasta tarde. Pero ahora no hay nadie, como si hubieran

huido de pronto ante nuestra llegada. Pero la verdad es que todos

duermen, menos Tibot y yo. Tibot se detiene antes de llegar al puente:

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“Oigo pasos, he oído pasos”. Me detengo y regreso junto a él. “No,

Tibot”. “Sin embargo, he oído pasos”, afirma. “Eso no importa, Tibot”.

“Puede importar”, dice él, y continúa la marcha, hasta que en el medio

del puente vuelve a detenerse. “Descansemos un poco”, murmura.

Y se sienta a la orilla, metiendo las piernas en el agujero dejado por

una tabla rota, de manera que sus pies, abajo, chapotean en el agua.

Toda la luna está sobre nosotros. Sin embargo, no quiero apurar

a Tibot, que sigue chapoteando, inmensamente feliz, como nunca

en toda nuestra vida, como si Ludmila hubiese resucitado aquella

misma noche y él tuviera que esperarla allí y faltaran apenas cinco

minutos para la hora del encuentro. “Usted se burla”, me dice Tibot

cuando le digo lo que acabo de pensar. “No, Tibot, no me burlo, solo

que no consigo concertar con usted una idea apta para realizar en

común”.

—Usted... ¿se refiere a nuestro definitivo viaje por Luanda?

—pregunta Tibot.

—Me refiero en general a todo.

—Porque ese viaje no será posible sin contar con el apoyo de

las bailarinas. Ellas serán al fin de cuentas quienes nos arrastrarán a

Luanda, no nosotros, y nosotros, desde Luanda, ya podremos prose-

guir viaje con ellas para siempre. ¿Y sabe por qué nos arrastrarán a

Luanda? Nos arrastrarán a Luanda porque ahí vive precisamente el

jinete, al que quieren ver, del que sienten nostalgia y por el cual ríen

histéricamente cada mañana al despertar, estremeciéndose en el lecho

como si verdaderamente estuvieran felices, echándose hacia adelante

y hacia atrás, convulsivamente, llenas de sufrimiento. Conozco muy

bien. Las he visto. He trepado los muros y he tenido el alto honor de

entrar en aquella dulce alcoba hace dos días, y me he quedado allí

horas esperando al barquero, como usted, helado frente a ellas, que

por otra parte no nos temen en absoluto, como si su propio lecho

fuera la más inexpugnable fortaleza, y ellas lo supieran. De allí que

mi plan esté inconcluso. Porque consideré que abandonarlo era lo

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más cuerdo frente a tanta y tanta dificultad imprevista revelada por

la realidad. Sin embargo, una vez en Luanda, no les permitiremos de

ningún modo ir a ver al jinete. Seguiremos camino los cuatro. Acabo

de decirle adiós a Ludmila para siempre.

Tibot ha sacado los pies del agua y los pone sobre las ma-

deras, donde quedan chorreando agua embarrada, quietos y juntos,

con las rodillas también quietas y juntas donde Tibot acuesta la

cara, que apenas puedo ver en la noche. Pienso en las bailarinas,

que nos esperan; sin embargo, Tibot no parece pensar ya en eso,

tan tranquilo y sin entusiasmo parece ahora bajo toda la luna, tan

alejado ya de sus propios sufrimientos y de su vida, porque dice:

“El agua está helada, he llegado a sentir frío”. Entonces, como yo no

respondo, mirando a lo lejos los árboles, el hórreo como una sombra

de pie sobre la tierra, el agua brillante a unos metros de nosotros,

la ondulación de las ropas puestas a secar en los fondos de algunas

casas sobre alambres elevados con palos muy altos, entonces, Tibot

se pone de pie y mira él también los árboles, el hórreo como una

sombra de pie sobre la tierra, el agua brillante a unos metros de

nosotros, la ondulación de las ropas puestas a secar en los fondos

de algunas casas, y mira también mis ojos, que lo están mirando y

le dicen: “Vamos, Tibot, las bailarinas nos esperan”. “Ya vamos, ya

vamos, déjeme ver un plan, déjeme pensar; debiera tranquilizarme

y haga usted lo contrario”. Tibot se va alejando mientras dice esto.

Trepa la cuesta, y cuando alcanza el camino tuerce a la derecha.

Lo veo aparecer y desaparecer del otro lado de la hilera de árboles.

Desaparece cuando cruza detrás de cada árbol y vuelve a aparecer

para ocultarse nuevamente tras el siguiente. Camina muy despacio.

Veo apenas, pero su tiempo de ocultamiento es excesivo en relación

al espesor de los troncos, como si cada vez se detuviera tras el árbol

y llorara un poco o apoyara simplemente la frente en la corteza. No

puede engañarme. Sin embargo, está ahora tan lejos que no distingo

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su cuerpo en la noche, y podría él llorar largamente si lo quisiese, sin

que yo lo advirtiera. Lo llamo: “Tibot”, y Tibot me responde desde

allá, como si estuviera sentado en una piedra mirándome en el agua

ondulada y brillante, mejor, como si me hubiese respondido esa figura

refractada en el agua, así es de temblorosa la respuesta: “No consigo

olvidar a Ludmila”, dicha desde lejos con la voz entrecortada.

Voy hacia él, buscándolo en la noche, y he tomado el camino

que corre a lo largo del canal, y como no encuentro a Tibot miro el

agua: el agua está quieta, y más allá, mucho más allá, también está

quieta, es decir, está apenas movida por el declive. Quiere decir en-

tonces que Tibot está en tierra, sentado seguramente y esperándome.

Por fin lo encuentro: está de pie, tomado de una rama, mirándome

llegar, observando mis movimientos cuando controlé el agua para

comprobar si se había arrojado. Entonces, una vez frente a él le pido

disculpas. Le digo que sé muy bien que él no es capaz de arrojarse

al agua dejando el asunto de las bailarinas así, en el aire, en manos

del jinete, en manos de Luanda, en manos del mismo barquero,

personas y lugares que él y yo -le digo- odiamos desde el fondo de

nuestro corazón. “Usted sabe, Tibot, cómo la misma muerte parece

impotente a veces para sustraernos de las cosas. Hay momentos en

que no se tiene precisamente miedo de la muerte sino más bien fal-

ta de fe en ella”. Tibot dice: “Las bailarinas serán, después de todo,

la causa de nuestra muerte”. Y agrega: “Nuestra mayor desgracia”.

“Pero no podemos seguir así”, le contesto. “Podríamos seguir, pero

la verdad es que estamos muy cansados”, me dice. Y yo afirmo: “Muy

bien, podemos desistir; desistimos ahora mismo. Regresamos y bas-

ta. Pero verá usted, Tibot, cómo mañana a esta misma hora estamos

usted y yo nuevamente reunidos en este mismo sitio, en camino de

esa casa”. “Siendo así -contesta Tibot-, podemos dejarlo para mañana

sin ningún temor”. Y yo afirmo: -Sin ningún temor de nuestra parte,

pero usted olvida lo que puede acarrearnos la humillación que les

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haríamos no concurriendo esta noche.

—Ellas viven justamente para eso, para esperarnos.

—¿Será necesario entonces que le recuerde el peligro que

entraña la supuesta —y casi segura— llegada del jinete, a quien el

barquero, sin duda, ha ido a buscar?

—El jinete nada puede contra nosotros. ¿Lo ha visto usted

bien? Nada puede.

Se acerca y me dice, casi al oído: “Así como nosotros nada

pudimos contra Ludmila”.

Todo el silencio que sigue a estas palabras últimas de Tibot

es invadido por la primera claridad del alba. Algunos pájaros revolo-

tean y van a dar contra la tierra, donde escarban hambrientos. Sería

no tener fe en Tibot reconocer que carece posiblemente de atractivo

para las bailarinas: su barba, sus años, su misma fuerza, contenida

siempre por la emanada dulzura, pero que a veces sobrepasa a esta;

elementos todos que justamente preocupan a Tibot, contingencias,

notorios símbolos que operan en su contra para poder conquistar

él uno de esos dos corazones. Y lo sabe, seguramente lo sabe y me

lo oculta, fingiendo no saberlo y esperando como por milagro que

yo no lo advierta nunca. Esa -y posiblemente ninguna otra- es la

causa de esta dilación eterna que arroja sobre todos los actos de

la conquista: el plan, el andar mismo de esta noche, lleno de altos,

plagado de innecesarios desvíos y detenciones. Por eso mismo, si yo

en este momento le dijera otra vez, y ya imperiosamente: “Vamos,

Tibot”, él habría adivinado en el acto que he estado pensando lo

que he pensado: que teme ser rechazado por ellas de una vez para

siempre con una frase tajante y breve, y que él no puede ya agregar

palabra ni ademán, sino darse vuelta y empezar a caminar desandan-

do el camino; pero el camino se desanda siempre hasta cierto punto

apenas, y llegado a ese punto, ya no se sabe nada, ya no se puede ni

se debe ni se quiere nada, ni desandar un poco más, un milímetro

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más aunque sea a costa de muchos años de esfuerzo. No hay largos

años. Por eso no le digo: “Vamos, Tibot”. Y solo lo miro, aunque no

debiera ni mirarlo, dejando pasar un tiempo prudencial, ni corto ni

demasiado largo. Hasta que por fin, tomado como él de una rama,

le digo: “Vamos, Tibot”. Y él no contesta. Acaso piensa que, desgra-

ciado yo, después de tanto apuro, tanta nerviosidad y tanto afán en

ese amor, seré rechazado definitivamente con un gesto de espanto

de las bailarinas.

—¿Qué persigue usted con ese casamiento? —me pregunta

Tibot.

—Una vida mejor, simplemente.

—Y ellas, ¿qué cree usted que persiguen?

—Un cambio. Cambiar sus secretos por los nuestros.

—De modo que los secretos se acaben, al final.

—Eso es inevitable. Se sabe y se oculta. Y se pretende ser puro

ocultándolo.

Tiene usted un hijo que anda por el mundo?

—Sí, Tibot.

Pero Tibot me pregunta cualquier cosa, apoyado en la rama,

demacrado, como si Ludmila le transfiriera su palidez desde la muer-

te y él la aceptara asimilándola por bondad, irresponsable del acto,

aunque convencido de él íntimamente.

La madrugada se hace intensa hacia el este, y sus últimos

filamentos están ahora sobre nosotros, en el cielo. El aire comienza

a entibiarse un poco, y llegan algunos pájaros más. Sin embargo

puede decirse que todavía es de noche; inclusive, a lo lejos, noche

cerrada, como si el alba fuese un fenómeno de la noche misma que

no alcanza ni alcanzará a constituir por sí mismo el día, por mucho

que prospere en su resplandor. Me he sentado a dos metros de

Tibot. Pienso: “Yo seré como Tibot dentro de algunos años; espero

para entonces que junto a mí esté sentada Emilia, envejeciendo a mi

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lado, no como Tibot, que envejece solo”. Luego me recuesto en el

suelo para dormirme, porque Tibot, dormido, sepultada la mitad de

su rostro bajo la barba, duerme sin quejarse. El sueño no tardará en

venir, y toda la mañana y el sol y más pájaros no serán suficientes

para despertarnos.

Largos días para Tibot y para mí. Llegan más emisarios de

Luanda. Uno de ellos, lleno de furor, como si no conociera otro lengua-

je que la injuria para hacerse comprender, despechado, maloliente,

grotesco y atrabiliario, sin el menor miramiento con las mujeres, a

quienes insulta cuando tropieza con ellas por la calle, pues se ha

instalado por algunos días tratando de convencernos, y cada maña-

na, madrugando a más no poder, es el primero en apostarse, pálido

y violento, cerca del puente, desde donde comienza su perorata a

gritos, tomándosela con el primero que osa escuchar y acercarse; de

pie, desesperado, insultando a cada instante a su propia ciudad y

a la ciudad nuestra con palabrotas de loco, sin entusiasmo pero sí

con fría crueldad avasalladora.

Otro de ellos, también furioso contra nosotros y el Consejo,

siempre dispuesto a dar la vida —como dice— por ese ideal doble-

mente beneficioso para ellos y nosotros; echando la culpa del fracaso

a nuestra miserable manera de pensar y actuar y echando asimismo

la culpa, la culpa principal, en definitiva, al primer emisario, de

cuyo carácter melancólico se queja, quejándose muy en particular

del tiempo que aquel perdiera en amoríos sin salida —como dice—,

y haciéndolo responsable de cuanto fracaso ulterior ha venido en-

cadenándose a partir de él. De manera que todo su monólogo es

un treno continuo de donde las blasfemias se desprenden como

andrajos en la mañana. Y un tercero, un tercer emisario algunos días

después, a caballo como el primero, que dice: “Basta” cada dos o tres

palabras, y cuyo discurso, tal vez por la desesperación sin límites,

se vuelve incoherente, incomprensible. Y un cuarto jinete emisario

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que consigue por fin reunir el Consejo una noche, al cual, en resu-

midas cuentas, propone un acercamiento entre Luanda y nosotros

que —como dice— dará sus principales resultados satisfactorios

en concordia, salud y amor, pues opina que ellos, en Luanda, están

cansados de ver las mismas mujeres cada día, y nosotros asimismo

despreciamos a las nuestras por idénticas razones. “Vuestras bailari-

nas —dice—, que no son felices bajo ningún concepto, lo que puede

demostrarse a simple vista, que no tienen apoyo de nadie, que no

reciben proposiciones de matrimonio de nadie, están muriendo ahí,

solas, apagándose día a día sin comprensión de nadie, y nosotros,

en cambio, ¿cuánta sincera estimación, cuántos ofrecimientos no les

echaríamos al rostro, cuánta verdad también, si fuéramos ustedes y

nosotros una sola grande ciudad?”.

En total, cuatro emisarios en un mes. Pero el entusiasmo

con que todos recibimos al primero cuando entró a caballo aquella

noche memorable no ha vuelto a repetirse. Es más, se ha tenido es-

pecial cuidado en deslucir sistemáticamente la entrada de los nuevos

emisarios con mil variadas artimañas inventadas con anticipación o

improvisadas sobre el terreno, llegando a veces a suspenderse toda

tarea colectiva urgente o no, para que cada uno pueda meterse en

su casa dejando a los intrusos desierta la ciudad, por donde, dos de

ellos, han vagado furiosos de un lado a otro, amenazándonos desde

la calle a través de los vidrios de las ventanas. ¿Qué quiere Luanda?

Luanda quiere verdaderamente aquello que dice querer, ni más ni

menos, sin subterfugios; sin embargo, nosotros nos cuidamos mu-

cho más allá del alcance de ese ataque, replegados sobre nosotros

mismos, como si fuéramos a perder en el contacto pacífico de los

dos pueblos toda nuestra fisonomía normal, nuestra posibilidad de

desarrollo y nuestra fe. Sin embargo, las bailarinas participan menos

que nadie de esa lucha; ellas no actúan en absoluto, absortas en su

casa como a la espera de un triunfador a quien obligadamente ten-

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drán que aceptar en matrimonio. ¿Puede creerse acaso otra cosa de

su inocencia, de su falta absoluta de equilibrio en la vida?

Sin embargo, el pobre Tibot ha sacado la peor parte de esta

batalla tenida entre Luanda y nosotros, pues tras una lucha animal

librada con el último jinete consiguió al fin darle muerte. La pelea

comenzó al atardecer, cuando desde su tribuna, al día siguiente de

la reunión en el Consejo, el jinete apostrofó violentamente a Tibot,

a su supuesta familia, a los hijos de aquí, desafiando al mismo Ti-

bot. Entonces Tibot se lanzó contra él con los puños levantados, le

asestó golpes y recibió golpes, furiosamente, como nunca me hubiera

imaginado a aquel jinete, como nunca me hubiera imaginado a Ti-

bot: hecho una especie de animal mitológico que tiene por mandato

limpiar una ciudad en una sola noche. Hasta que el jinete cayó lleno

de sangre, muerto. Fue puesto por el mismo Tibot en la frontera.

Luanda no ha dicho aún una sola palabra ni ha enviado, desde hace

mucho, el mensajero siguiente.

Sin embargo, a partir de este acontecimiento, Tibot ha co-

menzado a declinar precipitadamente, una declinación rápida sobre

la lenta declinación de todos los días, y ambas declinaciones ahora

devorando su rostro como cuervos padre e hijo, llevándolo a un si-

lencio glacial donde todas mis preguntas se disuelven, se evaporan.

Tibot mueve las manos, solamente, como si razonara con ellas, lo

cual tengo que aceptar por única respuesta. Por eso, hasta mis pre-

guntas, cada vez más espaciadas, le alimentan desmesuradamente

aquel silencio; tanto que nunca jamás le hablaré de las bailarinas, ni

de Ludmila, ni de Luanda.

No obstante, puedo decir que estamos ahora en condiciones

inmejorables para terminar de una vez con este pleito tendido entre

las bailarinas y nosotros, pues la vida se ha acentuado en nuestro

pueblo, asegurándose las condiciones actuales en vistas a un porve-

nir absortamente nuestro, sin ayuda ni intromisión de Luanda ni de

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nadie; lo que asegura la permanencia de las bailarinas aquí, para toda

la vida, a pocos metros de mi alcance y el de Tibot; desapareciendo

los temores de rapto que hizo despertar el jinete primero, fracasa-

dos rotundamente los intentos posteriores de los otros jinetes; en

una palabra, nada ni nadie al parecer amenaza ya nuestro mundo

inmóvil, nuestro porvenir ni nuestras bailarinas. Es más, ellas

mismas, que pudieron haber aprovechado las arrogantes presencias

de los jinetes para dar rienda suelta a sus impulsos, no intentaron,

en ninguna de las cuatro ocasiones, abandonarnos y correr tras

ellos.

Nada sabemos, sin embargo, de presuntas visitas de los jine-

tes a casa de las bailarinas, nada sabemos de encuentros nocturnos

presumibles, donde se lloró, se rogó, se sufrió, se hicieron promesas

y se recitaron poemas de amor. No obstante, y a través de toda la

vida, no nos será posible ni a Tibot ni a mí llegar al conocimiento

verdadero de los hechos, menos aún al misterio profundo de ellos,

cuyos hilos invisibles no nos será dado jamás desenredar. Creo en

ellas. Y Tibot cree a su vez. Creo en este amor posible. Y Tibot cree

también. Pero estamos lejos de todo.

Un día, Tibot abre la boca y me dice: “Hubo mujeres en mi

vida: unas, violentamente aferradas a mi corazón; otras, melancóli-

camente sobrenadando en él, rozándolo con tules; pero unas y otras

vestidas de blanco”.

—Mire —me dice Tibot, señalando la tumba de Ludmila—

cuánto tiempo ha pasado ya. Si apareciera ella posiblemente no nos

reconocería.

La tumba tiene una piedra gris, único lugar donde se hace

visible la lluvia que está cayendo en ese momento. Todo el campo está

mojado, pero a la lluvia no se la ve caer, como si lloviera solamente

para Ludmila.

—Volvamos —dice Tibot.

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Yo lo sigo hasta que logro ponerme a su derecha. Ese día

está feliz. Debe ser la lluvia. Compramos vino. El preparará sopa y

carne. Entramos, y se dispone a cocinar. Le ayudo. Uno frente a otro

en la mesa, devoramos todo. Al atardecer hemos vuelto a salir bajo

la lluvia. Todo el campo, echado, la bebía en silencio.

—No sufra —dice Tibot.

—Estoy contento, Tibot, puede creerme.

—Cuente conmigo para todo: para las bailarinas; para las

lluvias como esta.

Lo tomo del brazo.

—Cantemos —dice Tibot.

—Yo no sé.

—Justamente —agrega Tibot—.Yyo quisiera no saber

para cantar ahora.

Su voz es demasiado entonada para que yo pueda seguirlo. La

lluviecita le cae y él canta. Es el más solitario de todos los cantores

de la tierra. La lluvia cae sobre la tierra y la noche sobre la lluvia y

ambas sobre la tumba de Ludmila.

Tibot entonces canta: “La lluvia cae sobre la tierra y la noche

sobre la lluvia y ambas sobre la tumba de Ludmila”.

Esa misma noche habrían de ocurrimos cosas difíciles de

prever.

Luanda ha cobijado al barquero desde hace mucho tiempo. El

barquero llegó allí una mañana esplendorosa, con ropas vivas, con

entusiasmo creciente a cada paso, y después de recorrer la ciudad

de un confín a otro, de oriente a occidente, de norte a sur, logró

instalarse en una casa apacible rodeada de jardín, un poco a las

afueras, desde donde estableció contacto con gentes y situaciones,

reconociendo el terreno, penetrando el sufrimiento y las privaciones

de los demás, olfateando las capacidades de resistencia y agotamiento

hasta formarse un concepto real de aquella vida que él había elegi-

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do para rodearse. Sin una sola carta o un solo mensaje enviado en

tanto tiempo a sus hijas, que lo saben en Luanda pero de cuya vida

nada imaginan, creyéndolo, al final, muerto y enterrado y olvidado

ya por los mismos habitantes de Luanda. Esa mañana esplendoro-

sa, sin embargo, la mañana en que el barquero llegó, no ha vuelto a

repetirse. Lluvias interminables que impidieron al barquero salir los

primeros días, hasta que decidió por fin, contra viento y marea, sin

importarle la lluvia, comenzar de una buena vez su atisbamiento y

su control hacia todos los ámbitos. Los ámbitos de Luanda, mayores

que los nuestros, requieren mucho más que buenos ojos y buenos

oídos para revelar sus secretos, pues aquella ciudad encerrada en sí

misma como la nuestra, pero menos adolescente en su figura general,

había alcanzado ya los primeros síntomas de la epopeya y marchaba

airosamente en busca de otros. Siempre, por supuesto, sin salir del

marco obligado de la incuria, en cuyo nombre las mujerzuelas habían

conseguido hasta cierto límite transformarse en la cabeza y el verbo

de Luanda por su influencia espectral sobre los demás. Al punto

que ellas llegaron a discernir, enmendar y enjuiciar en el Consejo,

hasta que, por último, este cayó definitivamente en sus manos. Sin

embargo, y aunque ellas manejaban el Consejo de Luanda con una

visión extraordinaria de los problemas, la conformidad del medio

no era total.

Así las cosas, entra una mañana en Luanda el barquero

—como he dicho—, y se instala en las afueras para tender sus redes

a toda la ciudad. Estrecha vínculos, rompe otros, anuda y desata,

siempre brillante, con la boca entreabierta bajo la miserable lluvia de

Luanda que moja apenas como el rocío, pero que a él lo entristece y

le impide salir los primeros días. Anda buscando para sus hijas un

porvenir brillante, altamente brillante, si es posible; una vida para

sus hijas, a quienes no acierta a comprender en toda la gama, de

quienes, asimismo, duda con dudas verdaderamente desoladoras,

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llegando a creer que apenas existen como objetos de vida precaria

que la estación próxima puede deshacer de un soplo, pero a la cual

finalmente se acostumbran de una manera conmovedora.

El barquero siente ahora sobre sus hombros la responsa-

bilidad esquivada tantas veces de dotar a sus muchachas Emilia y

Lucila de honorables maridos extasiados que cuiden de esas bellezas

a su parecer tan frágiles, de esos cuerpos en su concepto ingraves

y sonámbulos, de esas almas a la vez sedientas, abúlicas y movedi-

zas, donde no es posible penetrar, donde ni él, padre al fin, tiene

acceso.

Pero Luanda no le responde al barquero en la medida en que

este hubiera querido con toda su alma, pues, a veces, los posibles

novios escogidos por él, visitados en su propia casa, exigen del

barquero datos muy precisos sobre las virtudes y la belleza de las

bailarinas ofrecidas en matrimonio, quejándose de no tenerlas ante

sus ojos para poder juzgar ellos mismos, temiendo dar un paso en

falso, lanzar un sí cuando en verdad debieron lanzar un no rotundo,

un sí que los hará arrepentirse hasta la muerte; por eso el barquero

se afana hasta la desesperación describiéndolas con mil sutiles adjeti-

vos, comparaciones, detalles ínfimos: cómo duermen, cómo respiran,

cómo bailan, el color, la infancia, el vestido, particularidades del ca-

minar, horarios, costumbres, timbre de voz, antepasados, pies, ojos,

manos, pelo, frente, nuca, alma, desordenadamente, a borbotones,

para dar idea a los propuestos de la vitalidad que encierran. Horas

y horas el barquero entregado a estas descripciones que las más

de las veces no consigue terminar, pues el candidato huye; aunque

otros, no contentos con todo eso, insisten en más y más pormenores,

buscando fidelidad matemática, exigiendo al barquero sin reservas

hasta el último detalle. En este caso es el jinete quien abandona la

contienda, se da vuelta y sale, llega a su casa, medita largo rato con

los codos apoyados en la almohada, porque de cualquier manera

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necesita cada vez desechar con inauditos esfuerzos dos nombres

que se le prenden de la memoria: el de Tibot y el mío.

A punto está el barquero de escribirnos, desesperado, cartas

donde su abatimiento salte a la vista, enormes documentos donde

conste la desgracia de su congelamiento en esa tierra inhospitalaria

de Luanda, sin omitir detalles de la lluvia, omitiendo, sin embargo,

que fracasa día a día en su persecución de candidatos de edades y

oficios diversos, ocultando las verdaderas causas de su viaje; para

ofrecernos, al fin, lo que antes nunca quiso ofrecernos, sus hijas en

matrimonio, como si fuésemos nosotros —Tibot y yo— los primeros

nombres que han acudido a su memoria en ese sentido. Mal podría-

mos nosotros -piensa él- aceptar lo que muchos acaban de desdeñar;

de allí su misterio y su falta de coordinación para escribir el primer

borrador, donde es demasiado lo inventado y poco lo verdadero;

pero ni la redacción del paisaje ni los motivos centrales de la carta

consiguen conformarlo. Por el contrario, teme por sobre todas las

cosas recibir una respuesta nuestra negativa y lacónica que caerá,

como todo lo demás, en su bolsa de fracasos.

Lo cierto es que un día el barquero nos envía una criatura a

caballo, con un papel que contiene aún parte del temblor de su mano.

Yo lo leo y Tibot lo lee y ambos nos quedamos mirándonos mientras

el muchachito nos mira a nosotros, de pie, contra e! cielo plomizo y

desganado de las cuatro de la tarde de Luanda, que se adivina a lo

lejos.

—Vengo de Luanda —dice el mensajero.

La carta está firmada por el barquero, abajo, y por muchísimos

más, todos desconocidos para nosotros, habitantes comunes o no co-

munes de Luanda, firmada también por el primer jinete, por algunas

mujeres que han tomado parte en el drama general del desposorio

de Emilia y Lucila. Y la carta es larga, acongojada por momentos, fría

a ratos, siempre elegante y prudente, muchas veces hasta hermosa

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y profunda. El barquero ha llegado a conclusiones extraordinarias,

pero su osadía tiene aún límites muy estrechos.

Sin embargo, otro niño se aproxima a caballo, saludando al

llegar con la mano levantada, desmonta, se detiene, tiene catorce

años, las orejas le salen a ambos lados del rostro como dos flores, se

acerca al otro muchacho y le pone la mano sobre el hombro, sonríen

los dos y esperan, idénticos casi, con ropa de montar ridículamente

grande para sus cuerpos, tostados por el sol sus rostros bajo la visera

blanca, fornidos y pequeños, entusiastas y agrestes, salidos de la

tarde, cada uno con un violín enfundado que les cuelga del hombro

como una maleta de escuela.

Entre los dos mantienen por un momento una conversación

austera, pero al final intercambian palmadas en el hombro, excla-

maciones de alegría finamente lanzadas al aire, risas como gorjeos

inigualables que cesan prudentemente; entonces se acercan, y for-

mamos un grupo de cuatro en cuyo centro está la carta del barquero

sostenida por la mano de Tibot. Tibot guarda la carta y da la mano

a los muchachos.

—Ustedes habrán comido —dice Tibot.

—No —contesta uno de ellos—, preferimos no hacer paros de

ninguna naturaleza. La misión no se prestaba para eso, precisamente.

Su palidez me preocupa, señor... Tibot.

—Señor Tibot —dice el otro—, ¿le parece a usted que valdrá

la pena todo esto?

Tibot los hace pasar. Nos sentamos los cuatro en torno a la

mesa, y así nos quedamos un rato en la penumbra, pues la tarde es

ahora totalmente plomiza. Bebemos café y hablamos de Luanda,

aunque dentro de una hora tenemos que conducir a esos niños a

casa de Emilia y Lucila, si queremos conceder al barquero los favo-

res solicitados en aquella carta y cumplir al pie de la letra todas sus

recomendaciones.

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Entretanto la noche es, en cierta medida, alegre, y hasta podría

decirse que muy alegre. La caminata nos ha fatigado, y el galope a los

muchachos también, de modo que el aire se respira con melancólica

dificultad, y como estamos a las puertas del invierno un humo de

nieve imaginada se prende de la ropa y de los objetos, a medida que

el fresco nocturno nos invade.

“Niños fervorosos”, piensa Tibot.

Bajo la lámpara, las manos enormes de Tibot, y las mías, no

tan grandes, pero grandes, y las de los muchachos, pequeñas, planas,

sin aferramiento a nada todavía, al punto que todo parece resbalar

de esas superficies quemadas y nerviosas: la luz misma, las sombras;

las bailarinas no tendrán jamás la sensación de estar entre ellas,

aunque los dueños de esas manos sean los elegidos por el barquero

para desposar a sus hijas, una vez entrados en la adolescencia.

El barquero quiere paz. El barquero quiere seguridad. Los

muchachos han consentido; después de la minuciosa descripción

repetida hora tras hora en cada casa por el barquero, estos mucha-

chos, maravillados, han consentido desposarlas dando muestras de

una felicidad inconcebible, abandonando sus juegos al instante, po-

niéndose en marcha como buenos vagabundos, después de mejorar

su indumentaria con ropa regalada, peinarse y lavarse las manos en

la misma casa del barquero, y decir a este: “Adiós, deséenos buena

suerte” desde las cabalgaduras al galope. Así han llegado, a fruta

y pan por el camino. Sin embargo, podría decirse que a partir del

momento en que nos entregaron la carta, son otros muy distintos

de los que llegaron y frenaron sus caballos a la puerta de mi casa,

y seguramente otros muy distintos también de los que salieron de

Luanda, y los que salieron de Luanda, en nada parecidos a los que

—diez minutos antes— jugaban por el campo dando tumbos y vol-

teretas por el aire.

—Pues bien —dice Tibot—, consideremos el asunto. Ustedes

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vienen de parte del barquero como candidatos definitivos para sus

hijas. Nada asombroso, pues no quiero negar de hecho las posibi-

lidades de piedad que puedan ustedes contener y que tanta falta

les hará a lo largo de la espera de dos años que el barquero mismo

les ha señalado como condición indispensable para que los casa-

mientos puedan consumarse. Pueden ustedes dar muestras indis-

cutibles y permanentes de piedad, de comprensión, de humildad,

si quieren: esas son cosas que mi flaqueza actual me impide exigir

del prójimo.”Lo que no acierto a comprender es de dónde sacarán

ustedes egoísmo para preservar esas bellezas de la desintegración; y

supuesto el caso de que contaran ustedes con ese egoísmo, cuando

la cuestión se sitúe en el cuerpo, sépase que ellas no descubrirán un

palmo de su carne para librarse de tener que elegir definitivamente

la pureza como meta ideal para el futuro. En cambio, la carne puede

ser ahora la meta ideal para ellas. Tengan ustedes por aspiración la

carne, y verán que la vida será una especie de conversación majes-

tuosa con los astros, porque esas bailarinas no existen. A ellas solo

se llega a través de la paciencia, y la paciencia, aquí entre nosotros,

solo es posible obtenerla de ellas.

Tibot se sirve café. Pero uno de los muchachos prefiere fumar

y echa enormes bocanadas de humo en la sala. Después de ellas,

dice:

—De todos modos, es un matrimonio incomprensible para

nosotros. Nuestra aspiración va mucho más allá. Solo que no po-

demos permitirnos por ahora una apreciación tan polifónica de la

vida. Si hemos de morir en la empresa, que por lo menos hayamos

asumido nuestra parte de la ignorancia general. ¿Dice usted que

bailan? Porque a eso quería referirme. No, señor, no bailan. Bailamos

más nosotros que ellas. ¿Puede decirse así, tan llanamente, que dos

hermanas bailan cuando no conocen de nosotros ni los nombres?

¿O ustedes se refieren a un baile sin objeto? Siendo así, estamos

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obligados a revelarles que ese baile es, de pies a cabeza, un instinto

de conservación.

Vuelve a echar bocanadas de humo Mi casa necesita un trapo

rojo, unas gotas de sangre de las que tanto tiempo derramó la pierna

de Tibot, inútilmente, porque me es indispensable poner los ojos fue-

ra de Tibot, fuera del humo, fuera del barquero y los hórreos, fuera

de Ludmila, que me dijo pocos días antes de morir: “Los caballos

blancos tienen alma”; pobre Ludmila, llena de imaginación, llena de

silencio, llena de desaciertos como los peces, muerta como todo.

—. . .un instinto de conservación de su moral.

Tibot tose otra vez, como hace tiempo, como en tantos invier-

nos. Sin embargo, el invierno de este año está aún lejos. Se vuelve y

suspira, porque la tos ha cesado.

—Pronto estaremos en condiciones de llevar a cabo los casa-

mientos —dice el otro muchacho, mientras muerde el respaldo de

la silla, distraídamente, arrancándole barniz que luego escupe hacia

un rincón, finamente, como quien arroja briznas de tabaco de su

boca— ¡La hora de los menores ha llegado!

Y con la frase los dos estallan en carcajadas increíbles, risas,

gorjeos sonoros que desplazan el aire antiguo del cuarto, y lo rem-

plazan. Pido la carta a Tibot y la releo en voz alta, porque no sé qué

decir, y Tibot menos: “...Todo lo cual me hace pensar que en estos

dos muchachos, en estos dos espejos que imitan la naturaleza y la

refractan merced a su desconocimiento del mundo, tengo puestas

raramente todas las esperanzas de felicidad de mis hijas Emilia y

Lucila. Llegarán a ustedes montados a caballo -¡qué agilidad, señor

Tibot, tan distinta de la nuestra: usted, por su pierna, yo, por mis

largos padecimientos morales!-; con solo verlos llegar a caballo se

darán cuenta si miento. Y cuando lleguen y les entreguen a ustedes

esta carta, será necesario que (cuento por supuesto con la antigua

amistad y el afecto que nos une) los acompañen a mi casa, donde

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estarán esperando Emilia y Lucila. En mi casa vivirán ellos unos dos

años, para lo cual he tomado las previsiones del caso -dinero, ropa-,

y los cuatro esperarán el tiempo de madurez jugando, cantando y

acostándose temprano: Emilia y Lucila, en la habitación de siempre;

los muchachos, en la que comunica con el patio trasero; en cuyo re-

caudo será necesario que usted, Tibot, sea bueno y tome una tenaza

y saque los clavos del marco para que la ventana, clausurada hace

un año, como usted sabe, creo, pueda ser usada por los niños. Aun-

que Emilia y Lucila son ya prácticamente mujeres, ellos no son sino

criaturas. Dos años esperarán, creciendo junto a las que, al cabo de

ellos, serán sus esposas. Dejo pormenores, situaciones imprevistas

y estados de ánimo difíciles, a su criterio. Parece una cosa tonta lo

que les recomiendo muy especialmente: que en ningún momento

por ahora podrán ser ustedes los adversarios sentimentales de estos

pequeños jinetes; ventanas y puertas de mi casa estarán abiertas solo

para ellos. Considérenme un amigo agradecido hasta el fondo de su

alma. El barquero”.

Difícilmente podría establecerse el comienzo de la lucha en

mi pobre casa, bajo la luz de una lámpara moribunda, pues en un

instante ya no estamos sentados sino de pie en torno a la mesa,

echando fuego los cuatro por los ojos mientras los muchachos se

hacen señas incomprensibles con las cejas y los hombros, lenguaje

estudiado, prodigiosamente exacto; hasta que veo a Tibot inmóvil,

con una pierna avanzada y la espalda apoyada en la pared, hacia un

rincón, con un hierro enorme en la mano, encorvado hacia adelante

como si avanzara por un túnel muy bajo; y yo, con otro hierro, tam-

bién en ese mismo túnel, y los muchachos con cuchillos que estaban

sobre la mesa, varios en cada mano, subidos a la cama, esperando

de pie; nadie sabe lo que piensan, acaso ni piensan, ellos deben ha-

ber matado a alguien en otras ocasiones, pero esta vez les resulta

distinto y nuevo. Tibot levanta más el hierro porque su hombro no

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puede soportar más tiempo ese peso, en cambio los muchachos ba-

jan un poco los cuchillos para compensar el nivel a que están. Nadie

jadea. No hay entusiasmo, nadie jadea. Ludmila estaría jadeante. Las

bailarinas duermen y sus pequeños futuros esposos andan todavía

por el mundo como si el mundo fuera demasiado grande o dema-

siado pequeño. No sabemos si ellos están dispuestos a terminar con

nosotros creyéndonos esposos de las bailarinas, a quienes, a través

de los años, hemos ido consumiendo con disgustos, mala vida, mal

amor, engaños, tortura, falta de comprensión absoluta; pero no es

el caso.

—¡La pureza de esas mujeres será respetada, queridos se-

ñores! —grita uno—. Y esta es una prueba de que no aparentamos.

Vamos a ver, señor Tibot, ¿cuál es el límite de su amor a Emilia?

—Podría contestarle de dos maneras —responde Tibot.

—Entonces, retiro mi pregunta. ¿Y el límite de su pureza?

—¿Podría acompañarme, niño, a un cementerio?

—No. ¿Para qué quiere que lo acompañe a su cementerio?

—También me veo obligado a retirar mi pregunta. Iré solo.

Porque en verdad no razonamos. La contienda está tendida.

El fragor del combate asciende hacia la techumbre donde las últimas

moscas del año pelean también. Y se llega a un momento de frases

y alucinaciones, de desprecio y entusiasmo. Al fin, aquellos dos

muchachos parecen estar a punto de abalanzarse sobre nosotros

con los cuchillos en alto, darnos muerte —que será lo de menos—

y abrirnos luego para que la sangre corra libremente hasta la casa

de las bailarinas como un río, como una alfombra por la que ellos

piensan avanzar triunfantes hacia el dormitorio de las hermanas.

Entonces, uno de los muchachos salta desde la cama atrepe-

llándose la lamparilla y dejándola tambaleando en el aire, pero no me

clava su cuchillo, cosa que podría haber hecho, tal es mi aturdimiento

y mi distracción para las cosas de este mundo cuando las cosas de

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este mundo se transforman por sí solas en material de sueño, sino

que con la hoja del cuchillo golpea infinidad de veces mi rostro y

mis manos, que pretenden cubrirlo. Y otro tanto le ocurre a Tibot,

sin sangre, con la diferencia de que Tibot consigue girar el cuerpo,

ponerse de cara contra el muro hasta que los golpes resuenan en

su espalda breves minutos, tras los cuales, sacando un brazo que

consigue hurtar al remolino de golpes, toma del pantalón al mucha-

cho y tira fuertemente hacia adentro consiguiendo que aquel caiga

a lo largo, desfalleciente. Y al instante, Tibot, tomándolo del pelo

lo pone de pie. El muchacho abre los brazos, no tiene cuchillos, los

ha perdido en la caída, y por la nariz le salen dos hilos de sangre a

causa de la caída y el golpe de la nuca contra el suelo. Y como Tibot

lo sacude sin soltarle el pelo, el otro, el que me golpeaba a mí, cesa

en su sorpresivo ataque feroz y me pide disculpas con los ojos, que

yo agradezco; entonces lo empujo violentamente afuera y Tibot

empuja a su enemigo, de suerte que los dos van a parar al vano de

la puerta, uno de ellos después de dar un tumbo sobre las camas;

y se encuentran, y se miran, diciéndose algunas de sus remilgadas

frases, para después salir y dejarnos solos, a Tibot y a mí, mirándo-

los, llenos de odio, enormemente desgraciados los cuatro, mientras

Emilia y Lucila se peinan los cabellos en la madrugada.

—Es innecesario que me cuente, Tibot. No sé nada. Nada quie-

ro. No aspiro a nada. ¡Me quedaré aquí. Eso es todo. Preferiría un túnel

interminable a esto. Pero me quedaré aquí. Cuando las cosas suceden

nos parece no estar en condiciones de soportarlas. Tome usted un

ejemplo cualquiera. Sin embargo, creo que nuestra situación, en sus

aspectos generales, ha mejorado sensiblemente. Estos muchachos

desaparecerán tarde o temprano de Luanda, y entonces aquello que

esperamos o creemos esperar, por lo menos, caerá en nuestras ma-

nos por el solo influjo de las comparaciones. Dos personas salvajes

mal pueden ser nuestros enemigos del alma. Vamos, Tibot, confiese

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verdades como yo: ahora como nunca no nos permitiríamos dar un

paso en falso. Y un paso en falso sería abandonarlo todo. El barque-

ro vendrá, y cuando venga debe encontrarnos precisamente de pie,

en actitud de batalla, no vencidos, porque todo esto no es sino una

prueba a la que nos somete rudamente antes de conducirnos en frac

a su casa para ofrecernos la mano de sus hijas. Y esto no es todo.

Lo principal es lo siguiente: nosotros mismos hemos descubierto

ahora que verdaderamente estamos con el corazón sediento por

ellas, que amamos, que posiblemente seamos amados. ¿Cree usted en

estos muchachos vagabundos? ¿Cree en sus frases meticulosamente

aprendidas de memoria que les enseñó sin duda el barquero antes de

empujarlos contra nosotros? ¿Cree usted siquiera en esas miradas

que en este mismo instante nos están lanzando desde la puerta?

Pero en ese momento los muchachos salen y desde afuera nos

llaman. Acude Tibot y yo tras él, y la pelea se torna entonces defini-

tivamente feroz. Sobre el almohadillado de la calle, como tigres, el

muchacho muerde y patea la cara de Tibot y Tibot da brutales golpes

en el vientre, en la cabeza, en las piernas del muchacho; y ruedan

como molinos encontrados, llenos de sangre. Y luego contra el árbol,

donde la lucha es todavía peor: esgrimen piedras, se escupen; yo

contra el otro, igual, o aun peor. Consigo golpear muchas veces el

hombro de mi adversario con el puño, pero el último golpe, errado,

lo doy en la tierra; entonces él aprovecha ese grito mío de dolor y

me tuerce hacia atrás (la mano, dándome en la frente con la rodilla.

Consigo incorporarme. Se lanza como un león y me derriba mientras

yo logro apretarle por un momento el cuello. Tibot pelea lejos, a unos

cuarenta metros, cuerpo a cuerpo como una hiena contra otra hiena,

y desde aquí se oyen sordamente, los dos, las exclamaciones y los

quejidos. Pero mi adversario no me permite escuchar más porque ha

redoblado su furia para un ataque a fondo que comienza con gritos

infernales. Cuando ese ataque termina, Tibot, a cuarenta metros, y

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su adversario cerca, están quejándose. Yo también me quejo, lleno

de sangre, con la mano hinchada, queriendo morir ya, morir ahora,

ahí, quieto, solo, pobre, claro, tibio. Y se queja mi enemigo, como si

le echaran vinagre en las heridas.

Dormimos. Sueños diversos. Dolores diferentes. Me acerco a

Tibot: “Arriba, Tibot”. Tibot se levanta como un resucitado. Toda su

ropa es un andrajo sangriento. Los muchachos se levantan también

y miran a lo lejos. A lo lejos no hay nada. La madrugada, solamente.

Y como estamos también mojados, el sol comienza a sentirse como

una casa bondadosa de inviolables ventanas.

—Entremos —dice uno de los muchachos.

—Sí, entremos —agrega el otro.

Y por segunda vez nos sentamos alrededor de la mesa, esta

vez para comer pan y beber café. La conversación llega a tomar, por

momentos, tonos de confraternidad.

—Nadie ha muerto. No hay de qué lamentarse —dice Ti-

bot.

Reconozco que no podría establecer cuál de los dos mucha-

chos ha sido mi adversario. Bebo más café. No, me resulta imposible

establecerlo. Tibot murmura:

—Nunca había peleado con nadie.

—Nos lavamos la cara, las manos, nos sacudimos el polvo.

Tibot trae una sábana. Nos secamos los cuatro a un tiempo, cada

uno con un extremo, y allí precisamente la conversación toma todo

el carácter y el sonido de una hermandad madurada por los años.

¿Por qué el barquero ha dado a esos muchachos nuestro domi-

cilio en lugar de enviarlos directamente a casa de sus hijas? Tiene su

explicación: es una prueba, como dije antes. Son lugares comunes. El

barquero no confió en ello (acaso no confíe ni de sí mismo y deja las

cosas tendidas al azar para evitarse una contrición que acabará con

sus miserables años, por eso prefiere enfrentarnos a los cuatro con

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sus hijas para que los muertos sean sepultados y los sobrevivientes

se desposen triunfantes), y como no confía en ellos, pero, al mismo

tiempo, no lo dejan ya vivir pidiéndole sus hijas (rogando como dos

nietos a su abuelo), acosándolo en cada esquina de Luanda donde lo

encuentran, jurando matarlo o amenazando venir a matar a ellas en

venganza por la negación, el barquero los envía a nuestra casa con

el solo objeto de ponernos en aviso a Tibot y a mí, sus predilectos.

Nos hemos secado y hemos vuelto a sentarnos a la mesa,

estrechamente silenciosos, esta vez sin café, las ocho manos en la

madera ennegrecida buscando algo para asir y pasar a ese objeto

algunas zonas interiores de escaso control pero llenas de sufrimiento

indefinido. ¿Sufrimiento?

Pronto tendremos que ponernos en marcha. Al atardecer:

la hora más indicada. Todo está perdido para mí y para Tibot. Las

bailarinas abrirán sus brazos, bailarán para ellos. Y ellos esperarán

dos años. Nadie podrá acercarse a esa casa. Ni el mismo barquero,

que querrá aliarse entonces con nosotros para destronar a los in-

trusos. Pero será tarde. O habremos muerto. No puedo imaginarme

cómo será la muerte de Tibot. Tengo la impresión de que Ludmila

estuviera por llamar a la puerta. “Pase, Ludmila, ¿tiene frío?; no,

hemos luchado simplemente. Por cuestiones sin importancia. Ya ve,

ha luchado también, aunque su pierna no sana del todo. ¿Por qué

nos abandonó aquel día, Ludmila? No, no alcanzo a ver su mano; es

doloroso para mí, pero no consigo verla desde aquí. No; estamos

en otoño. ¿No se ha dado cuenta? Está usted más delgada con ese

vestido. Un vestido que yo no le conocía... ¿Otras veces, dice usted?

Yo diría otros estados de ánimo... No; tienen apenas catorce años.

Son de Luanda. ¿Recuerda Luanda? Lo comprendo, lo comprendo,

Ludmila”.

Los muchachos se ponen de pie. Es el atardecer. La ciudad

está en penumbra. Algunos pájaros pasan cantando. No llueve. No

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podría llover jamás. Algunas ramas se mueven, dormidas, con su

pájaro, también dormido; pero si el pájaro despierta, la rama des-

pierta también, y se agita como una mano que llama a un pájaro.

Pobre ciudad: todo en un solo árbol. El árbol que plantó Tibot. Más

allá no hay árboles, solo los del puente, hacia la derecha. Entre los

cuatro cubrimos todo el ancho de la calle. Las casas están iluminadas.

Hace frío. Recuerdo días absolutamente diferentes, noches distin-

tas, otras lunas, otra compañía, otra edad, ruidos que no son los de

ahora, caminos que solo he transitado una vez y que volví a mirar

dándome vuelta antes de la curva. Y recuerdo otros momentos y otros

silencios, otra vida, en fin, ni mejor ni peor, no sé, tal vez mejor, a la

intemperie, a saltos, a borbotones, no como esta, a cincel, a gotas: no

sea que todo acabe mientras se discute con alguien y se tienen los

brazos expresivamente levantados como en el teatro. Temores de

los que antes no era posible precaverse, pero que ahora nos asisten

desde dentro y desde fuera, como un ser amado muerto y apoyado

en el hombro. Ocasiones que no tienen antecedentes, novedades que

la naturaleza suelta cuando se está triste y se busca una flor entre

muchas, muchas flores aparentemente iguales, se busca esa, y otra

ya no es lo mismo. Y por cierto que también pienso en otro rostro,

en otras manos que un día fueron inevitables, en otro mundo muy

distinto del que ahora los cuatro vamos recorriendo.

Los cuatro vamos recorriendo una distancia como un nombre.

Tibot lleva su paso. Cada uno de los muchachos el suyo. Yo el mío.

Nos ladra un perro y nos acosa y nos acompaña, siempre ladrando.

Adiós, silencio. En verdad, vamos a la casa de las bailarinas. Pero

es cosa exageradamente lamentable, si se tiene en cuenta nuestro

estado casi moribundo por la batalla sin cuartel, nuestra ropa hecha

andrajos, nuestra misma sangre seca en esos andrajos; momento mil

veces peor que cualquier otro para esa visita y ese protocolo. Y lo más

grave: otra lucha más atroz aun que en aquella casa puede librarse

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de un momento a otro, esta vez con el agravante de las presencias

de las bailarinas, que, indudablemente, y aun admitiendo que sin

quererlo ellas mismas tomarán partido por uno de los dos bandos,

azuzando a sus predilectos desde un rincón, con gritos y cábalas, o

participando directamente en la lucha con sus puños enfurecidos.

Si los predilectos fuéramos Tibot y yo, el bochornoso cuadro de esa

masculinidad nacida de pronto en ellas derribaría para siempre las

razones mismas de nuestro amor; y si los predilectos fueran los

muchachos, no habría ya de nuestra parte motivos para luchar. Sin

embargo, la lucha habría de ser llevada hasta el final, estando nuestra

vida física en juego, aunque nuestras esperanzas, perdidas.

¿Cómo puede sernos, Tibot, tan difícil todo, desde el hecho

cotidiano hasta la empresa titánica (admitiendo que esta sea una

empresa titánica), cuando, si observamos bien, parécenos estar pre-

parados más que de sobra, maduros completamente, para empezar

a asir algo, un poco aunque sea, y asegurarnos ese algo a nuestro

lado, lejos de las acechanzas, una luz, muy pequeña, no importa,

un hilo, pero nuestro, para siempre, para todos los días de la vida,

llevado a nuestra casa, conforme, que no nos abandone nunca, sin

rostro para nadie?

Los muchachos han apurado el paso, marcando el compás

con cañas que acaban de recoger del suelo, usándolas como basto-

nes, y Tibot, que arrastra lastimosamente su pierna, apenas puede

seguirnos, se queda atrás, se recupera, nos alcanza, y hasta logra

adelantarse a nosotros con esfuerzos inhumanos, pero vuelve a retra-

sarse lamentablemente, entonces yo trazo una especie de equilibrio

equidistando de los muchachos, muy adelantados, y de Tibot, muy

retrasado, para evitar rozamientos, disputas, malentendidos, peleas

y otra guerra cruenta que podría ser ahora mortal.

Los muchachos van fumando. Parece extraño. No nos hablan.

Hablan solo entre ellos. Tibot me dice algunas cosas: “Estamos cerca;

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tenga esperanza”. “No, Tibot, no hay ninguna esperanza”. “Le digo

que sí. Mataré si es necesario, si ellas me lo piden”. “Ellas no piden,

no abrirán la boca”. “Mataré lo mismo”. “No, Tibot. Además, ¿le in-

teresan verdaderamente las bailarinas? Aquí, entre nosotros”. “Aquí,

entre nosotros: sí, me interesan. Vivo aferrado a esa esperanza”. “¿No

estaremos exagerando, Tibot?”.

Entonces, a él y a mí se nos caen las lágrimas, y lo sabemos,

aunque será imposible percibirlo bajo la noche. Un poco de llanto al

caminar y la conversación queda trunca; empero, el diálogo de los

muchachos, posiblemente también con lágrimas, conserva en el aire la

frescura, que lo torna cada vez más impenetrable. Difícil precaverse

de lo que no soñamos. Pero en este caso, tanto para Tibot como para

mí, difícil precaverse, sobre todo ahora, también de lo que venimos

soñando desde hace muchos años, desde los primeros encuentros

colectivos con aquel mundo terrestre de nuestro pueblo que no da

de sí sino la superficie; difícil precaverse —quiero decir—de estas

muchachas dolorosamente necesarias para nosotros, las únicas en

medio de los días, ya que debemos contar con la muerte de Ludmila,

un ser que apenas conocimos y de cuya verdadera vida las conjeturas

en torno pueden ser innumerables no solo respecto del número de

hijos muertos y de ese altamar que tanto recordara como buscando

apoyo, sino, también, referente a su esposo, figura agónica y metida

ahora en la misma sustancia de todas nuestras iniciativas, padre de

las bailarinas, aunque la versión de este en tal sentido pueda ser

lamentablemente falaz.

Otra vez la noche tiende a serenarse y es muy clara. Parece

que tuviera otros viajeros fuera de nosotros cuatro. Seis cuadras

largas. Llevamos una. Quedan cinco. Controlo a Tibot, pesado, a mi

lado, con las manos en los bolsillos, arrastrando su pierna, abrigado

con su bufanda; en cualquier momento puede estallar, abalanzarse

sobre aquellos infatuados niños sonámbulos enamorados, y darles

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muerte, y enterrarlos como estropajos, para darse vuelta hacia mí y

decirme: “Ahora es otra cosa, nuestra vida mejorará, apurémonos,

querido señor, que esas bailarinas están hartas de esperarnos sin

consuelo”, y apurar el paso como si su pierna hubiese recibido un

bálsamo milagroso en la herida. Sin embargo, Tibot renguea cada vez

más, y sería monstruoso atribuirle todo ese razonamiento, cuando

todo su pensamiento no parece sino depender de ese pie herido, al

punto de que todo su porvenir estuviera en blanco, abandonado para

siempre a los buscadores de esperanzas, a esos niños polvorientos,

serviles y mecánicos que avanzan a su lado con bastones de caña.

Sin embargo, de pronto las cosas han cambiado fundamen-

talmente, y yo había visto antes con justeza: los muchachos caminan

muy encorvados con esos bastones largos, y quien viera el grupo de

lejos en la noche imaginaría que ellos son ancianos y nosotros sus

hijos, buena familia, madrugadores, trasladándonos de visita muy

temprano a casa de parientes que nos esperan jubilosos; porque los

niños van no solo encorvados sino verdaderamente juiciosos, pre-

ocupados, sosteniendo un fardo moral, una pesadilla; y los rostros,

agotados, perplejos, solemnemente altivos aunque miran el suelo,

se llenan de los primeros síntomas de la madurez. De tal manera

que por momentos parecen verdaderos ancianos decrépitos bajo su

ropa enorme de cabalgar, en camino del destierro o recientemente

entregados a la vida vagabunda, perdidos de pronto su mujer y sus

hijos en un incendio del que acaban de salvar apenas, exponiendo

sus vidas entre la llama, esas chaquetas antiguas de montar, sucias

y descoloridas.

Llegan a dar lástima esos pobres rostros niños que han

aceptado, complacidos, y ya no pueden desdecirse por la palabra

empeñada, por el grito empeñado podría decirse, pues fueron

verdaderos alaridos de júbilo los que dieron ante la propuesta del

jinete. Y a tal grado de desarrollo las cosas, moribundos casi, aho-

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ra, se dejan conducir por nosotros, vencidos, derrotados, a casa de

esas bailarinas que no aman ni amarán posiblemente jamás, hasta

la muerte. Porque la misma muerte parece haberse apoderado ya de

sus, hasta hace poco, juveniles rostros inexpresivos y el terror les

recorre el cuerpo siempre encorvado bajo la noche. ¿Pero, entonces,

la batalla librada contra nosotros? ¿Todo el celo y el amor puestos en

evidencia? ¿Toda la lucha de hace un rato para no dejarse arrebatar

los cuerpos sonámbulos de las hijas del barquero, adivinando en

nosotros pretensiones iguales a las suyas?

La noche es, en cierta medida, morada, porque las capas de

penumbra se superponen mansamente. Un morado muy oscuro, casi

negro, y en medio de todo, los muchachos parecen más bien empu-

jados por nosotros a un porvenir que no les resulta ni promisorio ni

risueño ni siquiera puerilmente aceptable. Pero no se atreven ahora a

proponernos un cambio radical, por vergüenza, por mil motivos. Un

cambio que podría ser el siguiente: ellos desisten de ese matrimonio

con las bailarinas, nos dejan el camino libre a Tibot y a mí, pues han

pensado bien y consideran que eso es lo mejor; regresan, pues, ahí

mismo, se despiden de nosotros y vuelven a Luanda y nos piden que

intercedamos por ellos ante el barquero, diciéndole que es natural

que ese paso atrás se haya operado porque hay que considerar que

son jóvenes todavía para acatar compromisos tan importantes. Yo,

por mi parte, quisiera ayudarlos en ese sentido, pues los veo derro-

tados y sin fuerzas marchando hacia ese casamiento que quisieron

y ahora no quieren, y ayudarme y ayudar a Tibot al mismo tiempo

arrancando a los muchachos la confesión de su falta de fe en las bai-

larinas. Pero temo la reacción de ellos, porque puedo equivocarme y

lo que me parece en los niños un arrepentimiento, ser exactamente

lo contrario: un estado de preparación, meticuloso, adusto, severo,

para esa matrimonio que los hace llorar, posiblemente, metidos en

sí mismos.

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197

¿Dónde estamos ya? He aquí el puente. Los cuatro en el

puente, Tibot podría emplear recursos positivos. Pero no. No mete

su pierna en la madera rota. Pasa con cuidado. Es decir, todos cami-

namos, venimos caminando, con un cuidado desgarrador, como si

estuviésemos sometidos a una prueba de equilibrio. Sin embargo, uno

de los muchachos, como si hubiese llegado ya al otro extremo de la

cuerda, ya a salvo y lanzara con todas sus fuerzas el aire contenido

en los pulmones durante el ejercicio, da un grito y se detiene: —¡Los

caballos! ¡Hemos olvidado los caballos!

Entonces, los cuatro giramos aliviados y empezamos a des-

andar el camino lentamente. Otra vez el puente. Otra vez la cuadra

primera del trayecto, pero las luces de las casas están ahora apagadas.

Los caballos, en efecto, están allí, junto a mi casa. Apenas si se han

movido. Dos caballos. Y cada muchacho toma uno de la brida y lo

lleva al camino, donde lo monta de un salto. La marcha recomienza.

Las bailarinas duermen. O están despiertas. Como siempre. Enton-

ces, Tibot, en voz alta, propone lo siguiente: “Quiero decir algo, y

quiero ser escuchado y, si es posible, comprendido. Ninguna utilidad

podemos prestar a nadie, ni él ni yo. Estamos a cuatro cuadras. Eso

es todo. Permítanme ustedes no seguir; mejor dicho, permítannos,

jóvenes, que ni él ni yo sigamos. La casa es la última de esa calle, hacia

aquella mano. No hay manera de perderse. Pero debe entenderse que

podíamos o no aceptar el pedido personal del barquero en el sentido

de acompañarlos a ustedes. En cierto modo hay una humillación de

nuestra parte, quiero decir que estamos siendo humillados paso a

paso, minuto por minuto. Nosotros también amamos y no es el caso

ahora de hacer confrontaciones. Ahí tienen ustedes su camino y sus

caballos. Solo puedo agregar esto: les deseo buena suerte”.

Tibot está de pie, inmóvil, y yo a su espalda y frente a Tibot

los muchachos, cada uno en su caballo.

—Quedamos de cualquier manera agradecidos—dice uno.

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Descienden de un salto, nos dan la mano, nos despedimos

cordialísimamente.

¿Por qué han perdido ustedes la esperanza, estimados seño-

res? -dice el otro.

—¿La esperanza? -pregunta Tibot.

—Sí.

—La esperanza no la hemos perdido.

—No luchan, se han entregado.

—No nos hemos entregado y luchamos.

— Pero ustedes regresan, ¿no es así?

—No es exactamente eso. No estamos conformes con los

términos de esa carta. Pero por nuestra cuenta haremos lo posible

para que la vida pueda recomenzar para nosotros dos.

—Muy bien, señores, no tenemos ninguna experiencia en el

amor, pero si ustedes lo dicen, señor Tibot, es cosa de creer que harán

ustedes cosas verdaderamente extraordinarias rondando esa bendita

casa de las bailarinas al atardecer; cosas que nosotros mismos -mi

compañero y yo- no podremos percibir en todo su alcance. Esto es

otra cosa. Tienen derecho. Pero sépase que defenderemos nuestra

trinchera hasta morir, si es necesario, y que las bailarinas, atrinche-

radas como nosotros tras ventanas y puertas y muebles, resistirán

la invasión y el ataque como verdaderos héroes. Después de estos

dos años de espera y una vez desposados con ellas, no permitiremos

más prerrogativas, no aceptaremos los términos guerreros. La lucha

tendrá que cesar o perderán ustedes la vida sin pelea. Pues después

del casamiento estamos dispuestos a no ofrecer batalla por nada del

mundo. Las cosas habrán terminado.

—No serán ustedes molestados -digo yo-, ni ahora ni des-

pués.

—¿Ni ahora? -me responde-. Está usted muy lejos de la cues-

tión. Seremos en ese caso nosotros quienes hostigaremos incansable-

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mente a ustedes durante estos dos años. Y poco podrá importarnos

que quieran o no quieran aceptar batalla. Somos cuatro contra dos.

No les será posible vivir, ni renunciar. Deberá pelearse. Eso es todo.

Pero confío en que serán razonables. Hace poco, durante la sangrienta

lucha que sostuvimos valientemente los cuatro, mi compañero y yo

estuvimos a punto de renunciar porque la contienda se ponía para

nosotros dura e insostenible. Pero al fin conseguimos recuperarnos.

Los caballos, sin embargo, no llegaron a actuar. Ellos, en último caso,

habrían entrado en la lucha de nuestro lado si la situación nuestra

hubiera sido desesperante. Serán ustedes, como digo, asediados en

su propia casa por nosotros, hasta sitiados, podría decirse. Estas

muchachas lo merecen.

Pero otros golpes resuenan en la noche, muy lejos, otros dos

caballos, de Luanda también seguramente, que acaban de tomar el

ancho camino principal y cuyos cascos repican nítidamente, mientras

los muchachos comienzan a ser víctimas de una nerviosidad lamen-

table; dos caballos más, cada uno con su jinete, dos bultos jadean-

tes, seguramente, fuertemente arropados, a la carrera; se detienen,

descienden, son pequeños, echan hacia atrás la capa y descubren el

rostro congelado y a la vez rojizo, dos niños de diez años que vienen

a buscar a sus hermanos y a devolverlos al hogar de donde han esca-

pado como unos miserables desagradecidos, dos niños enviados en

busca de los otros, dispuestos a embestirlos con golpes y pedradas

a la menor sospecha de contradicción descubierta en los rostros de

los hermanos mayores, que han palidecido como mármoles y no

contestan, la cabeza gacha, llenos de una pena de todos sus catorce

años reunidos, desgreñados, avergonzados, recibiendo insultos de

los hermanos pequeños a quemarropa y ademanes que casi les rozan

las mejillas.

—No estamos aquí —dice uno de los pequeños— para ser

expresamente escuchados, sino para ser comprendidos y obedecidos

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de inmediato. El padre nos manda y nos ha dejado todo su poder.

Él nos envía a buscarlos. Y la madre está llorando sin parar porque

ustedes han abandonado la casa. Y nosotros, expuestos a todo, hemos

tenido que venir a lavarnos, nosotros, dos criaturas, para consolar

a la madre y al padre; nosotros, dos criaturas, haciendo entrar en

razones a sus hermanos mayores para que nuestra madre no muera

y nuestro padre no se mate. Los buscamos por todas partes; la madre

fue de casa en casa preguntando y, al fin, pudo averiguar que habían

salido de Luanda. Y nos dijo: “Pequeños, vayan a buscar a sus her-

manos”. Y aquí estamos. Buen tiempo, menos mal. Pero no tenemos

orden de arrastrar a nadie. Tenemos orden de explicar la situación

que han dejado ustedes en la casa después de la misteriosa partida.

Nuestra madre me pidió muy especialmente que les mostrara esta

fotografía suya de sus veinte años. Aquí la tienen. Nosotros partimos

ahora mismo.

Suben a los caballos y el paisaje nocturno, vacío, los recibe.

Y los cascos resuenan en seguida lejanos como antes.

Tibot se echa en el suelo agarrando su pierna, yo bajo la cabe-

za hacia él sin mirarlo, los muchachos discuten y se insultan apoyados

de hombros en las monturas resplandecientes y la mañana, por su

parte, aclara mansamente como si le costara, como a nosotros, abrir

los ojos; el párpado de Tibot es negro azulado y el de los muchachos,

silenciosos ahora, también y el mío, seguramente. Noches sin dormir,

días aparentemente vividos. Corre el aire de la alborada. Los árboles

del puente se sacuden la sombra. Entonces los muchachos caminan

de aquí para allá como insectos y, de tanto en tanto, se miran mu-

tuamente y nos miran a nosotros y miran a sus caballos y miran la

mañana. Se cruzan, se agitan, van y vienen como pequeños suicidas

a la orilla del mar, entornan los ojos, los abren, un sueño mortal les

impide pensar, aunque, finalmente, el sueño es vencido y piensan

y ejecutan ese pensamiento salvador: Trepan a las cabalgaduras y,

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sin saludar, sin mirarnos, emprenden una carrera vertiginosa hacia

la casa de Emilia y Lucila. Pero los dos caballos, desbocados, ruedan

treinta metros y los muchachos son despedidos hacia adelante y

luego aplastados por los mismos caballos. Tibot llega muy tarde,

pero yo, que he corrido mucho, consigo ver cómo agonizan, vacíos

de sangre, polvorientos y tristes, echándome los ojos al cuello para

salvarse de la muerte. Y cuando llega Tibot, descompuesto, les baja

los párpados, primero a uno y después al otro. Tibot carga con uno,

yo con el otro y salimos del camino cortando en diagonal por el al-

mohadillado. Tibot se detiene a descansar, deja al muchacho en el

suelo y se sienta en una piedra. Yo hago lo mismo. Tenemos mucha

sed, pero no hay agua cerca. La ropa de montar de los muchachos

parece ahora mucho mayor sobre los cuerpos desangrados. Los

cuerpos desangrados se adhieren al suelo, como enterrándose por

sí mismos. Nos costará desprenderlos, seguramente, cuando reini-

ciemos la marcha. Pero no, posiblemente no, porque sangran mucho

y esto los tornará gradualmente livianos. Tibot piensa si será bueno

enterrarlos al lado de Ludmila, si será correcto, si será beneficioso

para Ludmila, para Luanda, para el barquero, para nosotros. Si será

útil o no. Pero a cada lado de Ludmila, Tibot ha decidido enterrar-

los.

—¿Usted opina lo contrario?

—No, Tibot. Haga su voluntad.

—En resumidas cuentas, todo es lo mismo.

—Así es, Tibot.

Nos levantamos para cargar nuevamente con ellos. Se abren

las sepulturas. Entran como en una nueva casa. El sol comenzaba a

darles en la frente cuando la tierra cayó sobre los rostros. No es ne-

cesario preguntar a Tibot hasta cuándo cree él que podremos librar

esta batalla por la vida. Mañana, mañana emprenderemos la marcha,

libres de adversarios. Ellas nos esperan peinando sus cabellos porque

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son buenas y nosotros andamos por el mundo perdidos.

Luanda pierde sus hijos y nosotros los enterramos como si

esta tarea fuese la consecuencia de un convenio mutuo firmado y

sellado, que estamos comprometidos a cumplir al pie de la letra. Sin

embargo, Luanda, con todo su silencio, con su aparente indiferencia

para con nuestra hostilidad repetida y consumada, no atacándonos

directamente pero sí odiándonos mortalmente, busca en Tibot y en

mí un último apoyo: nos envía un mensajero más, que se presenta un

buen día y empieza por visitar las tumbas de Ludmila y los mucha-

chos y termina rogándonos una tarde en mi casa a Tibot y a mí que

abramos definitivamente los brazos y soltemos a esas muchachas

bailarinas, para que ellas puedan, de acuerdo con sus medios y sus

necesidades, volar a Luanda, donde serán recibidas, comprendidas

y apreciadas en toda su magnitud; pues nosotros ni las amamos

con toda nuestra fuerza ni las consideramos debidamente, como

toda cosa que se tiene cerca y no se sabe apreciar. Pues ellos están

dispuestos, en Luanda, a organizarse en derredor una vida sencilla

pero maravillosa para que vivan —si es posible— en un bosque, entre

árboles y pájaros y concederles una hectárea, la más fértil, para que

cultiven sus flores y sus enredaderas, sus frutales y sus colmenas; en

forma que la estructura general de la ciudad, que ha de modificarse de

raíz, pase a ser una especie de anfiteatro bajo de planos superpuestos

sobre los que se asentarán las viviendas; un anfiteatro alrededor de

la hectárea de las bailarinas, pero a una distancia prudencial para

que no se sientan oprimidas o mezcladas con lo desagradable de la

vida diaria, disputas familiares, humo de las chimeneas y olor a co-

mida, de suerte que en el centro de aquel anfiteatro, custodiado por

todos, estará el bosque, que podremos mirar sin esfuerzo desde las

mismas ventanas de las casas edificadas sobre las gradas y se verán

a lo lejos sus vestidos blancos o celestes bajo la luna desplazarse,

volar, según les convenga; una especie de espectáculo permanente de

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203

belleza para poder sobrellevar el trabajo, mejorar el suelo, enriquecer

la artesanía, dormir plácidamente sin remordimientos. Y si todo eso

es concedido inmediatamente, podremos Tibot y yo y todo nuestro

pueblo pedir cuanto queramos en trueque; es decir, trueque no es la

palabra, en cambio, más bien, aunque no exactamente, puede decirse

que están dispuestos a servirnos y amarnos y atender las consultas

y proveer nuestros mercados hasta una medida humana.

Nunca he visto tanta pasión en ningún rostro como en el

rostro de este último mensajero, de esta mensajera, porque es una

mujer; una mujer que llega a caballo como sus antecesores y nos

trae cacharros, pañuelos, peines de regalo, que reparte por casas y

calles sin que se le acaben nunca. Sus treinta años lamentablemente

imbricados únicamente en el rostro, pues su cuerpo es infantil y sus

pies diminutos como los de un animalito movedizo, están como al

acecho de sus movimientos: extremadamente frágil y delgada, de

pollera amarilla y nueva, con la gracia del que sufre y no sabe que

es observado, intrépida, afanosa, como si dependiera, no digo su

vida pero sí su belleza, de nuestra respuesta que no llega, que no

llegará nunca ni a los labios de Tibot ni a los míos, sellados como

por una fuerza superior. Sin embargo, la mensajera espera repitien-

do conceptos, endulzando sus palabras, llegando hasta a— levantar

su pollera para explicarnos que sus hermanos gimen de noche por

esas bailarinas y tienen fiebres muy altas que les impiden dormir; y

no solo sus hermanos: toda Luanda está así, muriendo por pasar de

esta vida a otra, cuya primera etapa debe cumplirse en base a esa

concesión de nuestra parte.

Pero yo podría asegurarle, aunque no lo hago y Tibot tampoco,

que las condiciones de Luanda y nuestras condiciones personales

respecto de esas muchachas son idénticas. No hemos sido aceptados

por ellas; mejor dicho, no hemos propuesto nada todavía y ellas son

libres de elegir entre quedarse o irse a Luanda, a ese bosque que les

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tienen preparado o les están preparando, a su anfiteatro; pues nada

de eso depende de nosotros. Es más, acaso Tibot y yo seamos los

únicos verdaderamente ineficaces para llegar a sus jóvenes almas

esperanzadas y cualquiera, en Luanda o aquí, tenga abierto un camino

más llano que el nuestro para un acercamiento progresivo que tendrá

que culminar en el matrimonio. “No, estimada muchacha —le digo

entonces—, sus cálculos están fuera de toda realidad. No debe usted

desnudar su pierna, pues todos sus actos, estudiados de antemano,

no sobrepasan la frialdad y esos actos no pueden conmovernos, así

como no podrían conmovernos todos los actos juntos de Luanda, en

ese sentido”.

—Pues bien—contesta ella—, se me ha obligado a confesar mi

amor. No soy ahora culpable de nada. Quien obliga a confesar para

irse después, es indigno. Yo los amo. He llegado aquí y en seguida

los he amado con toda mi alma. No sé todavía con quién de ustedes

se cumplirá mi amor y a quién tendré que olvidar para siempre de

los dos, porque uno de los dos será olvidado para alivio del otro. He

venido a hacerlos desistir de esas bailarinas por mandato de Luanda;

pero ahora quiero por mí misma hacerlos desistir en nombre de mi

amor. Tengo celos aunque no conozco a esas jóvenes, seguramente

diosas de increíble belleza. Pero yo amaré a uno de ustedes, el que

abra los ojos y me mire. El otro será olvidado en ese mismo instante.

¿Y ven ustedes cómo se puede dejar de llorar? Lloro por el que será

olvidado. Quisiera que ese fuera el que levante los ojos hacia los

míos. Luanda es peor que esto.

La muchacha cae en la cama de Tibot deshecha en gemidos,

pero luego se incorpora, salta del lecho, nos abraza y nos besa mil

veces como si nos despidiera en el andén de un ferrocarril que va a

la muerte, porque dice: “Regreso a Luanda y no los volveré a ver, Dios

mío, porque morirán, morirán muy pronto”. Y nos vuelve a abrazar

y a besar mil veces y se echa en la cama de Tibot y se arropa hasta

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la cabeza como un niño que juega a esconderse de su madre. Todo

su cuerpo llora bajo el manto. Toda la cama se estremece como la

de un niño que ríe escondido bajo la sábana.

Para Tibot aquello era la segunda visita que Ludmila le hacía

desde la muerte.

Tibot, todo esto es un sueño, un sueño inabarcable, nuestras

pasiones mismas, las visitas de Luanda, demasiado reales y palpables

para que no parezcan, dentro del estado de ensoñación general, sue-

ños aún más irreales. Mírese un poco, Tibot, ¿va en busca de Dios?

Sin embargo, lo parece. Es su abulia lo que me impide lanzarme de

una vez a esa casa, su severidad, su enjuiciamiento de mis actos

silenciosamente reprobados. ¿Dónde quiere usted llegar? Dejemos

debidamente esclarecido el asunto Ludmila. Yo, nada o casi nada la

conocí. Tampoco usted, Tibot. Entonces, basta. No indaguemos más,

no nos culpemos más, no prosigamos encerrados con ella en esa

tumba porque eso y no otra cosa es lo que venimos haciendo desde

su muerte. ¿Tiene miedo, mi buen Tibot? ¿De sus reproches? ¿De

su presencia? No volverá. Ha muerto. Los muertos no vuelven: una

frase tonta que se repite sin embargo en todo el mundo cada día de

la vida. Levántese del suelo, Tibot. Arreglemos esta casa, limpiemos

nuestra ropa y salgamos de una vez. Ellas nos esperan, no tienen no-

ticias de nosotros y sufren. Son buenas, ya verá que son buenas. Las

veremos bailar o las veremos caminar a nuestro lado como cerezos

en primavera llevados por la brisa. Yo me apoyo en usted y usted,

si lo juzga bueno, puede apoyarse en mí. ¿No se ve casado, Tibot?

Yo sí lo veo. Y me veo a mí. Y hasta lo veo rodeado de hijos, dos o

tres, a qué padecer más. En cambio, Ludmila está muerta. O dígame

entonces, sin rodeos, que usted quiere ofrecerle su fidelidad eterna.

En ese caso, mi buen Tibot, le repito que ella no lo comprendería y

hasta podría usted recibir de ella una reprimenda por haber imagi-

nado lo inexistente: amor a usted. Esta muchacha llora echada en su

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cama y no podemos hacer nada por ella. Pues bien, menos todavía

podemos hacer por Ludmila, muerta hace ya mucho tiempo.

—Ahora ya no lloro—dice la muchacha, sacando la cabeza

afuera como si hubiese adivinado mi largo pensamiento—; pero es

precisamente en este momento cuando más sufro.

Tibot se levanta y le trae agua. Pide más. Yo salgo y regreso

con otro vaso. Ella está arrodillada sobre la cama gritándole salvaje-

mente a su caballo que la espere, pues necesita ayudarse con todas

las formas exteriores, no siempre verídicas, para sostener a la altura

de nuestro silencio el verdadero desastre de su alma.

La muchacha es ayudada entonces por nosotros y conducida a

la cabalgadura. La sacamos afuera entre Tibot y yo, Tibot tomándola

fuertemente de los pies y yo de los brazos. Ella está tiesa y larga,

con los ojos salidos, combada hacia arriba, el pelo le arrastra por

el suelo; apenas puedo caminar sin pisarlo. Va tarareando algunos

compases conocidos, divino mundo, ¿oye, Tibot?, están golpeando

a la puerta. ‘Pase”, dice la muchacha, “estos son mis modistos, mire

cómo me tienen, en qué posición, pero el vestido lo requiere, no hay

manera de probármelo de otro modo; en seguida estaré de pie para

usted, pero le aseguro que alcanzo a ver su pechera y su corbata,

¿dónde la consiguió?, claro, usted viaja tanto, los escaparates están

llenos de esas maravillas; creo que mi vestido armonizará maravi-

llosamente con esa corbata; me dijo usted a las diez y son las ocho;

pues bien, nos casaremos a las ocho y media, cuando los modistos

terminen; deme su mano, quiero besarla ¿pero dónde va usted?;

es aquí, solo que todavía no puedo ponerme de pie a causa de este

vestido; ¿corno explicarle?, todo ha costado mucho siempre, pero

esta última dificultad, ponerme de pie, será también vencida como

las otras; ¿recuerda?, un largo noviazgo y muy dificultoso, pues era

usted casi un niño, disputas, entredichos, malentendidos, ¿recuer-

da aquella plaza?; bien, espéreme afuera, no tardaré, no tardaré en

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ponerme de pie, no tardaré, no tardaré . . .”.

—No, Ludmila —dice Tibot—, no nos asuste. No debe usted

golpear la puerta. Sabe muy bien cómo pienso.

Y yo digo:

—Pase, pase, señor barquero.

Pero la puerta continúa cerrada. En cambio, las carcajadas de

las bailarinas resuenan afuera.

—Pasen, pasen —repito.

Pero las risas de ellas no paran, más bien se van alejando, y

acaban a lo lejos en sonidos apenas perceptibles; pero las voces de

la risa no fueron exactamente las voces de las bailarinas, pues esta

vez había un timbre desconocido para nosotros: bajas, muy bajas,

casi roncas, pero dulcemente moduladas, es decir, eran ellas, pero

con otro tono más majestuoso, muy, muy bajo, como si cantaran

más bien con el cuerpo que con la garganta, de manera que los úl-

timos acordes, muy lejanos, parecen líos de un oboe desfalleciente.

Pero no me atrevo siquiera a mirar a esta muchacha por temor de

herirla. Quiere decir que no me he dado cuenta en absoluto de esta

visita de las bailarinas a nosotros, que, de haberse sumado, habría

causado la muerte instantáneamente a ella, a juzgar por su estado

progresivamente mortal.

—Llevémosla afuera, Tibot.

Entonces Tibot gira dificultosamente, siempre aferrándola de

los talones y con los dientes da una vuelta a la manija de la puerta,

quedándose en ese acto más tiempo del necesario, pues debe aliviarlo

mucho el metal frío del cerrojo en la boca; al cabo, con el hombro

empuja la puerta hacia adentro y queda libre el vano, por donde se

ve la noche esperándonos. Sin embargo, yo me detengo en el extremo

opuesto sin soltar a la muchacha y como Tibot sigue avanzando de

espaldas tratando de salir, siento que aquel cuerpo parece estirarse

y que, si esto continúa y ella muere, no habrá modo de cavarle una

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fosa adecuada. Pero por ahora lo principal consiste en librarnos de

este cuerpo delgado y sumiso que tiene los ojos abiertos llenos de

lágrimas detenidas por la posición horizontal, las cuencas de los

ojos anegadas de agua que no alcanza a caer. Tibot parece haberlo

comprendido como yo, porque a un tiempo tratamos de torcer aquel

cuerpecito exánime, darlo vuelta, ponerlo boca abajo un instante

para que el agua de las cuencas pueda caer y cuando conseguimos

ponerlo boca abajo, en efecto: dos chorritos de agua caen al suelo

conservando en él la misma distancia que la que mediaba entre los

ojos en la posición boca arriba, al punto que ahora esos dos charcos

pequeños parecen, brillantes en la noche, los dos ojos de la muchacha

desprendidos que se hubieran roto contra el suelo.

Esta pequeña operación, más un sacudimiento último para

vaciar de llanto las cuencas por si estas se resisten a soltar algunas

gotas adheridas y la muchacha es puesta de nuevo siempre en el aire,

en la posición primera.

—No, imposible quedarse—le dice Tibot.

—Un año, un año solamente —contesto.

—Imposible. Debe comprender. Estamos comprometidos con

otras vidas.

—Pero un día sí. Ustedes me permitirán.

—Tampoco un día es posible —agrega Tibot.

—Entonces, no me suelten todavía: sosténganme un minuto

más.

Pero ya estamos afuera y la dejamos acostada en la montura

del caballo. Si el caballo se moviera, ella caería brutalmente. Pero la

muchacha, sin cambiar de posición, larga, tiesa, de cara al cielo sobre

la montura, su cabeza recostada en la crin, sus piernas sobre la grupa,

hace un pequeño movimiento y el caballo comienza a desplazarse

muy suavemente sobre el almohadillado, mientras la muchacha nos

saluda con la mano sin dejar de mirar a las estrellas.

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—Debe usted comprender —le dice Tibot, que la ha alcanzado

y camina a su lado— que nuestras vidas no pueden serle propicias.

¿No ve usted en nosotros una especie de autenticidad, una ausencia

de razón?

—Solo veo un inmenso desprecio y otro inmenso desprecio

que vuelan en la noche.

—Pues bien, regrese. Vaya a casa de las bailarinas y trate de

llevárselas a Luanda.

—Las bailarinas están en Luanda, pero como si estuvieran

muertas. No consiguen ponerse de pie. Lloran todo el día. No comen.

No reciben ya a nadie.

—Entonces, usted ha mentido.

—Y gimen por ustedes. El padre es ahora un verdadero an-

ciano derribado por la desgracia que no consigue calmarlas, que no

logrará calmarlas nunca, cualquiera sea el tono de su voz.

La muchacha parece recostada en el aire. Tíbot y yo camina-

mos junto al caballo, cada uno de un lado.

—Nada tengo que ver en esto. Traigo una misión y la estoy

cumpliendo. ¿Ven? Los estoy arrastrando a Luanda. Ahora se los digo

porque no pueden ustedes resistirse. Esta no es vida para nadie: ni

para ustedes ni para las bailarinas. Rara fidelidad la de esas pobres

muchachas que no hacen otra cosa que ponerse el pulgar y el índice

en el ojo (la otra mano también, por supuesto) para alejarse de toda

tentación. Sin embargo, ni es necesario que lleven a ese extremo las

cosas, pues puedo decirles a ustedes que han rechazado ya cientos

y cientos de propuestas matrimoniales a las que prestaron una

atención conmovedora, como cuadra a su educación. Y no es el caso

de rechazar simplemente diciendo “No”. Las bailarinas, cada una,

decían un nombre, el de ustedes, como respuesta, y el declarante se

daba por rechazado en el acto sin posibilidad de apelación. Sin em-

bargo, no podría precisar ahora si Lucila nombraba a Tibot y Emilia

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a usted o lo contrario. No obstante, bueno sería para ustedes que yo

lo recordara. Nunca se vieron en Luanda hermanas que tuvieran un

carácter tan opuesto como el de ellas. El día y la noche.

—Muy bien —replica Tibot—, usted nos arrastra a Luanda,

esto es indiscutible, pero comprenda que es nuestra propia razón

la que nos arrastra. Es más: tendría, de tiempo en tiempo, a lo largo

de este trayecto interminable y cansador, que ir renovando cada vez

sus esfuerzos en ese sentido, pues estaremos a punto de abandonar

el viaje muchas veces. En primer lugar, a causa de nuestro terror a

Luanda, a sus casas, a su arquitectura nueva para nuestras costum-

bres adquiridas; en segundo lugar, por temor a ellas mismas que

pueden haber cambiado radicalmente al contacto con otro suelo, con

otras maneras y otros intereses. Yo, por mi parte, he perdido buena

cantidad de mi fe en toda esa empresa.

—Sin embargo —interrumpe la muchacha—, ellas conservan

la fe como en el primer día. Es realmente conmovedor. Manejan el

Consejo, que consiguieron arrancar de las manos a las mujerzuelas

y sin moverse de su casa. Manejan un poder total que les pesa, sin

embargo, como una carga.

La muchacha, poco a poco, ha ido incorporándose hasta

quedar sentada en la cabalgadura, a cuyos lados caminamos Tibot y

yo.

—Mañana, a esta hora, estaremos en Luanda —dice la mu-

chacha.

“Su caballo es hermoso”, le digo a la muchacha; y Tibot le

dice: “sí, verdaderamente hermoso es su caballlo”, “su caballo blanco

es de una incomparable belleza”, “yo pienso lo mismo”, “movible y

fría belleza incomparable”, “de un blanco sin miramientos”, “a pri-

mera vista reconociblemente luminoso”, “sus orejas son dos flores

blancas”, “¿no teme usted que él nos escuche?”, “un caballo nacido

para ser suyo”, “nacido para sus viajes incomparables a través de la

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noche”, “sus cuatro patas colgadas de su corazón”, “un corazón de

cuatro péndulos”, “su caballo blanco es maravilloso”, “su maravillo

caballo blanco es incomparable”, “su incomparable caballo luminoso

es blanco”, “su caballo está nevado”, “su caballo es de nieve”, “rara

forma de nevar”, “muchas gracias, ahora que usted ha descendido de

él podemos comprender toda la belleza incomparable de su caballo”,

“estamos en lo cierto, nada igual, nada como esto”, “nada compara-

ble a su caballo”, “¿y si fuera negro?”, “no, jamás podría ser negro”,

“sufriríamos”, “Y no se nos hubiera ocurrido nada”, “por eso digo

que sufriríamos”, “demasiada belleza, demasiado deslumbramiento”,

“nada de esto era posible en nuestro pueblo”, “cuatro caballos, cuatro

cadáveres, solamente”, “y ariscos, apenas para transporte”, “eso es,

moribundos y ariscos”, “y cuando murieron, todavía peor; hubo que

reconocer que nos quedábamos sin nada”, “once de enero”, “verdad,

once de enero”, “olía a cadáver en diez cuadras”, “todos los días

moría algún insecto invisible, porque olía eternamente a cadáver”,

“el olor de la infancia es distinto, muy distinto”, “pero su caballo nos

ha conmovido íntimamente”, “muchas gracias a usted y a su sacri-

ficio”, “lo único desconcertante son estos pozos, que obligan a su

caballo a romper esa mecánica tan perfecta y armoniosa”, “además,

la cabeza de su caballo, atenta ahora a estos pozos, se mantiene

agachada lamentablemente”, “hace poco iba muy erguido”, “lo que

lo hacía parecer aún más blanco”, “mientras que ahora . . .”, “miren

ustedes este pozo, por ejemplo, y miren el caballo”, “cada vez tiene

que volver a empezar”.

—Mañana estaremos en Luanda, sean ustedes razonables.

“Ha llovido demasiado para su caballo, mírele los cascos”, “en

uno de los pozos caerá y no podrá levantarse”, “¿cómo anda de su

pierna, Tibot?”, “perfectamente”, “sin embargo, espere, retroceda un

poco, tome impulso, este pozo es más ancho que los otros”, “gracias”,

“no solo más ancho, que sería lo de menos, sino más hondo; mire el

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caballo”, “el caballo es hermoso siempre”, “su caballo es hermoso

siempre, siempre”, “la mañana lo asusta un poco, eso es todo”, “adiós,

Ludmila, qué bien se vería usted en este caballo”, “adiós, Ludmila”,

“la hemos abandonado últimamente, mire usted esas flores, sáquelas,

es preferible”, “adiós, seguimos camino, vamos a Luanda”, “adiós,

amigos”, “sí, sí, Tibot, yo también he oído, no hace falta comentarlo”,

“tengo ganas de decir que este caballo es lo único que nos queda”,

“y bien, ya lo ha dicho”, “sí, lo único que nos queda es este caballo

luminosamente blanco”.

—Mañana estaremos en Luanda, sean ustedes razona-

bles.

—¿En Luanda? ¿Juzga usted tan fácil estar en Luanda?”. “Ano-

tamos cada infidelidad suya”, “estamos descontentos de su camino,

de sus pozos, del frío, de las escenas anteriores, de su manera de

comportarse”, “nosotros sabemos que usted intenta atraernos”, “que

intentó atraernos hacia su corazón utilizando la belleza que el garbo

de su caballo le confería”, “qué pequeñita es, sin embargo, ahora,

caminando junto a nosotros”, “caminando junto a su inimitable ca-

ballo blanco”, “suba, no podrá usted saltar este pozo”, “muy bien,

pero quedamos en lo mismo, es usted insignificante”, “sin embargo,

yo podría decirle que la quiero”, “y yo también”, “he llegado a com-

probar que mis dudas provienen de mis esfuerzos. Cuando alguien

me dice que me ama, tiendo a entrar en las sombras”, “qué hermoso

es su caballo, señora, qué hermoso es su caballo”, “¿y Luanda?”.

—Mañana estaremos en Luanda.

El paisaje se torna apretado, sofocante, un pequeño bosque a

la izquierda, inundado y el resto nada, el piso solamente, las zanjas,

las depresiones del suelo, piedras; y arriba, parecido, solo que roji-

zo, y lejano. ¿Quién podría reconocernos ahora? La muchacha lleva

las riendas: es lo único notable del paisaje. Quisiera dormir y que

la muchacha durmiera y que durmiera Tibot, ahí, echados los tres,

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dignamente; los invito: me miran. Tibot quiere seguir y la muchacha

no responde; para ella no existe mayor diferencia entre hacer un alto

o continuar la marcha. Por momentos, Tibot levanta los ojos a las

nubes. Yo lo miro; la muchacha me imita a mí. Los tres nos imitamos;

el caminar mismo parece una imitación de unos a otros más que una

causa que nos ligara conduciéndonos a Luanda. Otra zanja y otra.

Estamos cansados de saltar en este terreno lleno de barro y pozos.

Tenemos hambre. El sol está ahora afuera.

—Esta noche estaremos en Luanda —repite la muchacha y

suelta las riendas y cruza los brazos.

—En fin -dice Tibot—, seamos claros. ¿Dónde están, por fin,

las bailarinas? ¿Está usted segura que en Luanda? No es cuestión de

engañarse a usted misma y de engañarnos a nosotros.

Tibot toma las riendas y detiene la cabalgadura.

—Le pregunto dónde están, en resumidas cuentas, las bai-

larinas. Porque nosotros no necesitamos ir a Luanda si no es para

verlas a ellas. Fuera de eso, nada nos importa y usted lo sabe tan

bien como nosotros.

—¡Pues bien — contesta la muchacha—, esta noche estarán

ustedes en Luanda con sus bailarinas. Pero permítale a mi caballo

seguir.

Tibot suelta las riendas y avanza, y el caballo avanza a su

lado y, junto a él, a la derecha, yo, bajo la mañana indomable, entre

el viento frío y silencioso, pues no tiene dónde sonar, dónde entrar,

dónde chocar, dónde trepar; nunca he visto una cosa igual; Tibot nada

ha comentado, aunque él estuvo una vez a las puertas de Luanda.

Sin embargo, nada de extraordinario en este paisaje,y seguramente

también nada de extraordinario en la misma Luanda: alguna pasión

de juventud entre sus habitantes jóvenes, algunos gruñidos de hastío

entre los habitantes viejos; días nublados, días de sol, días de viento,

días serenos, días secos, días lluviosos, intercambios de silencio e

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intercambios de palabras, muchachas acongojadas y muchachos sin

congoja; muchachas alegres y muchachos sin alegría, muchachos feli-

ces y muchachas infelices; árboles opulentos y árboles enanos; fiestas

y entierros, casamientos, gritos, cosechas, excursiones, reuniones,

conversaciones, partos, muertes, todo lo que hay en la vida, todo lo

que hay en la vida.

—No aspiren ustedes a obtener de mí otra cosa que inocencia

—nos dice la muchacha.

—Está bien —responde Tibot—, es lo que necesitamos. Y

durante todo el tiempo que dure esa inocencia suya, usted estará

obligada a decirnos toda la verdad.

—Pero no podrán ustedes concederse licencias extraordina-

rias. Ya no los amo. Puedo apreciarlos solamente, en vista de todo,

conociéndolos como ahora los conozco.

—Por nuestra parte las cosas sucederán con dignidad, con

la misma dignidad de este paisaje que nos rodea y nos presta su

apoyo.

—¿No pondrá usted demasiado sentimiento, señor Tibot?

—No.

—¿Y será el amor tan breve como para que yo consiga llegar

a Luanda?

—Piense un poco en usted también. De allí pueden venir las

peores faltas.

—Repito que apenas puedo contar con mi inocencia.

—Y nos revelará usted todo. ¿Nos revelará usted todo?

—Todo lo que interese revelar.

—¿De esas bailarinas?

—De esas bailarinas.

—¿Y puede usted ser feliz con mis besos?

—No feliz, pero sí inocente.

—Pero es usted ya inocente.

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—Perdóneme, no entiendo —agrega la muchacha llorando—.

Digamos más bien cualquier palabra, palabras sin sentido; yo digo

dos o tres, usted otras dos o tres, yo otras dos o tres.

No, Tibot, no debiera usted besar a esta muchacha. Demasiado

inhospitalario para ella. ¿A cambio de noticias? Las bailarinas están

en Luanda y allá vamos. Luanda está mutilada. Mire usted bien a esta

muchacha. Le falta la mitad de un brazo, ¿verdad? ¿Pues entonces?

Luanda está mutilada, toda Luanda, toda la población de Luanda

está mutilada. En Luanda, el estrago seguramente fue terrible, no

hubo modo de prevenirse ni de gritar ni de salir a morir por propia

cuenta, que es cuando se avanza de frente con el pecho lleno de aire.

Y como no hubo modo de prevenirse ni de salir a morir por propia

cuenta, han caído brazos y piernas solamente. Luanda está mutilada.

No complique las cosas, Tibot, llegamos a Luanda, recogemos a las

bailarinas y volvemos aquí y comenzamos de nuevo. Ellas vendrán

con nosotros, de eso estoy seguro; y puedo convencerlo si pone usted

un poco de ductilidad de su parte. ¿Duda acaso de las bailarinas?

¿Será posible que pueda usted dudar de lo único que esperamos?

¿No las ha visto acaso? ¿No las vio aquella noche, hace mucho, en

la sala del Consejo, representando al barquero que estaba ausente?

Claro. Claro, tenía usted en sus rodillas a la pobre Ludmila muerta.

Sin embargo, no digo más. Me detengo aquí. Ni avanzo un paso más.

Quiero llegar a Luanda con usted, pero sin esta muchacha.

Sin embargo, Tibot se va alejando, caminando junto a la ca-

balgadura, abrazado a aquel cuerpo que se inclina hacia él desde la

montura, mientras el caballo apenas se desliza en la mañana. Corro

hacia ellos, pero ellos no se sueltan; el bracito de la muchacha en el

hombro de Tibot, el brazo alrededor del cuello de Tibot y los dos

brazos de Tibot como una manta alrededor del cuerpecito inclinado,

quebrado, gastado, de la amazona.

—Lo hago por su porvenir y el mío —me dice Tibot, dando

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vuelta la cabeza hacia mí y dejando la boca de la muchacha en el

aire.

Y la muchacha, con la boca entreabierta, dice:

—Y yo lo hago por ustedes. Aunque nada siento.

Y vuelven a besarse como antes, sin soltarse, mientras el

paisaje se desliza en sentido opuesto al paso del caballo blanco.

Sin embargo, el viento es ahora insoportable. La bufanda de

Tibot parece una bandera. En la próxima zanja será preciso meterse

y esperar. Aquí viene la zanja. No, la hondonada. Una depresión de

unos diez metros de ancho se abre ante nosotros. Nos hemos detenido

en el borde. A este y a oeste no puede calcularse su extensión. Nos

dejamos deslizar por esa especie de muralla cortada a pico. Tibot

se adelanta y como si se sentara en un trineo, comienza a resbalar

con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Tras él va la amazona,

abrazada a sus propias piernas para mantener estirada la pollera

amarilla. Tras ella, yo. Nos hemos metido los tres.

—Ya es bastante —dice Tibot, tocando el piso de la depresión

y dándose vuelta hacia la muchacha, sin levantarse. La muchacha

avanza un metro más, resbalando, y toca tierra. La profundidad es

considerable. El piso está húmedo. Estamos como en un río muy

cavado, muy mordido por el agua hacia abajo, rodeados por dos

murallas de tierra dura y rojiza. Arriba pasa el viento. Se está bien.

Nos echamos a descansar. Arriba pasa el viento como si nos buscara.

Encuentra al caballo que no ha bajado con nosotros y lo tumba y lo

mata y lo entierra. Nunca más sabremos de él. El viento sopla arriba.

Pero ahora consigue de vez en cuando algún sonido perdurable. No

es posible trepar el terraplén y asomar la cabeza, asomar una mano.

Tibot recomienda esto muy especialmente, para no morir abatidos

por el viento rasante. Luanda debiera estar hacia abajo. Cavando

sin cesar podría llegarse alguna vez. Caminar es aún peor y ahora

completamente imposible. El piso de la hondonada cede si se hace

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presión. ¿Por qué Luanda no estará hacia abajo?

La muchacha ha acostado la cabeza en una piedra.

—Tibot, ¿usted, verdaderamente, quiere a esta muchacha?

No se engañe. En cambio, yo seguiré hasta el final, esperaré a que

el viento pase, treparé, saldré, correré, me daré entusiasmo y, por

fin, llegaré, lleno de sangre, cubierto de harapos, pero llegaré y seré

recibido; en cambio usted, si llega, será rechazado, porque ha caído

a la primera tentación que le salió al encuentro, a la primera em-

boscada que las bailarinas le tendieron para ponerlo a prueba. Esta

muchacha contará. Ludmila no pudo contar. Seguramente esa fue la

primera prueba a la que lo sometieron y salió usted airoso gracias

a su muerte, porque usted, en verdad, no salió airoso gracias a su

comportamiento. Ahora sé que Ludmila lo amó y usted amó a Lud-

mila. Yo, en cambio, prosigo, Tibot. Por nada del mundo aceptaría de

esta muchacha una caricia ni siquiera una flor cortada por ahí. Nos

están poniendo a prueba, Tibot. Esta muchacha contará, contará, no

por hacernos daño, eso no, pero sí por no poder sustraerse a la dicha

de haberse sentido amada siquiera una vez, en un viaje y entrará en

Luanda vociferando y saltando enloquecida, sin escrúpulos, aullando

su triunfo como una hiena embarazada por las calles de Luanda; y

se abrirán todas las ventanas de la ciudad, sobre todo dos ventani-

llos pequeños, suavemente iluminados desde dentro, por donde las

cabezas perfumadas de Emilia y Lucila asomarán para vernos pasar

y escupirnos al rostro. Yo podré salir de aquí. Este viento no durará.

Porque las bailarinas, que seguramente nos presienten en marcha

hacia ellas, luchan como nosotros contra el viento para aliviarnos el

doloroso arribo. Este viento no durará. Por lo menos, no me sobrevi-

virá, que es lo importante. Ahora sería estúpido morir, enfriarse, pero

más estúpido aún abandonar, ponernos a salvo del peligro. Porque

presiento que usted está por decirme esta frase: “No avanzo un paso

más aunque cese el viento arriba”, con la que desde hace poco tiene

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la manía de remplazar aquella otra frase suya: “Estoy deshecho”.

Hasta podríamos salir, con viento y todo, nosotros dos, dejando a la

muchacha arropada y defendida por la zanja. Luego ella tomará la

determinación que le convenga. Estamos pasando por la vida como

volando, Tibot. ¿No se da cuenta? Salgamos entonces a morir. Sea

valiente. Levántese. El mayor peligro del pájaro no es morir sino

caer a tierra. Además, yo soy quien puede esperar, porque no debe

usted olvidar que ellas, las bailarinas, envejecen al mismo tiempo

que yo envejezco y que no podrán asombrarse, llegado el caso, de

mi vejez, pues ellas también habrán perdido en parte su frescura y

su juventud y sus almas se sentirán adheridas a la mía como ahora,

solo que bajo un clima más maduro. En cambio usted, Tibot, me lleva

tantos años.

La muchacha se ha recostado otra vez sobre el piso húmedo

y Tibot la cubre totalmente con la bufanda.

—Hay que esperar —me dice Tibot—, comprenda que es un

inconveniente imprevisible. De modo que su mirada hostil está de

más por ahora. Nunca podría amar a esta muchacha, nunca cambiaría

de parecer ni de necesidad. Es más: puedo asegurarle que esos besos

que acaba usted de ver no pueden agotar el amor de mi alma sino

fortalecerlo. Esto será perfectamente comprendido en toda Luanda,

perfectamente comprendido por esos dos rostros perfumados que

asomarán —como usted dice— por los ventanillos. Y es más: ellas

sabrán que soy susceptible al amor, que me lleno de entusiasmo y

que mi corazón es capaz de dar flores. En cambio, usted no podrá

ofrecer estas pruebas. Quiero llegar a esas bailarinas con la piedra de

mi corazón ablandada. Me prestaré a cualquier juego de esperanza

con tal de conseguir ese ablandamiento. ¿Ha llegado usted a pensar

seriamente en lo que esas bailarinas representan para nosotros?

Ahora, sin embargo, estoy a punto de caerme de dolor cuando pienso

que en Luanda solo hay mutilados —como usted dice—, uno de cuyos

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ejemplos menos horripilantes es esta muchacha sin un brazo que

espera, como toda Luanda, salir de una vez a la vida decentemente,

a expensas, aunque sea, de una consagración de todas las fuerzas

del día. Yo he estado a las puertas de Luanda, a usted le consta. Y

ahora dudo si esos jinetes que nos enviaban periódicamente no eran

también mutilados que eficientemente podían disimular, bajo las ca-

pas, los sombreros, las botas de montar, sus cuerpos maltrechos.

—Díganos exactamente qué hay en Luanda —dice Tibot a la

muchacha que parece dormida bajo la bufanda—. Estamos a mitad

de camino, le exijo que nos diga detalladamente qué es ese mundo,

qué son esos mutilados, quién los mutiló, por qué a usted misma

le falta indecorosamente esa mitad del brazo; y, sobre todo, dónde

están las bailarinas, qué hacen en Luanda, qué hace el barquero, por

qué partieron sin avisarnos cuando nosotros merecíamos, por lo

menos, que se nos avisara y no digo con mucha anticipación, pues

podía no depender de ellas, pero sí, por lo menos, el mismo día, en

el momento de clausurar los postigos y cerrar la casa, en el momento

de partir, si hubiera sido forzoso esperar hasta ese término.

La muchacha, sin embargo, continúa inmóvil entre el barro

y la bufanda, en silencio, dispuesta a ser un bulto solamente pues

eso no puede evitarlo; no obstante, parece respirar bajo el sol que

entra ahora en la zanja y nos ilumina de pies a cabeza.

—Inútil preguntarle nada —dice Tibot, sentándose en el sue-

lo.

Arriba el viento no termina. Cada vez más. Como si todo

agosto, apretado y desbocado, estuviera pasando esa sola mañana.

Ludmila está tan lejos ahora, a través de esa masa de viento cons-

tante y ella, en cierto modo, se parece en este momento a nosotros,

por lo menos a la muchacha que está a mis pies dormida, bajo la

bufanda de Tibot, muy pequeña, bajo la bufanda negra de Tibot.

Tibot acerca la mejilla a la bufanda y dice: “¿Tiene frío?” Y agrega:

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“Inútil preguntarle nada”.

Sin embargo, poco después nos incorporamos los tres, damos

unos pasos por ahí, sin mirarnos, como si cada uno esperara de los

otros dos un primer movimiento de hermandad que culminara con

el tomarnos de las manos, pasear un poco hacia uno de los extremos

de la zanja, inspeccionar, aunque sea con mortificación el miserable

refugio a que nos condena el viento desesperado y sin perdón. Pero

tal movimiento no parte de ninguno de los tres. Algunos pasos,

solamente, cada uno por su cuenta, cada uno abatido y muerto de

sueño. La muchacha estira la mano y devuelve a Tibot la bufanda.

Tibot la recoge, la pliega celosamente, lentamente. Por fin la des-

pliega, avanza con ella arrastrando hasta el murallón y junto a él

la pone como una manta sobre el suelo y se recuesta sobre ella. Yo

tomo a la muchacha de la mano, me mira sorprendida, la llevo hacia

donde está Tibot, sorteando las piedras. Nos echamos los tres. Pero

antes, Tibot se levanta al vernos avanzar hacia él y cede la bufanda a

la muchacha. La muchacha se arrodilla junto a ella, la levanta, se echa

y se cubre de a poco.

Pobres sueños. El sol por fuera y el sueño por dentro luchan

en los párpados. Por fin, a la tarde, nos hemos dormido profunda-

mente. Yo soy el primero en despertar, bajo la luna. Tibot me sigue y

él también la mira. Yo lo observo. La muchacha no dice una palabra

bajo la bufanda.

—Acabo de soñar con Ludmila —me dice Tibot, moviendo

apenas los labios.

—Cuente, Tibot —le digo.

Tibot cuenta: “Voy por una plaza con mi amada Ludmila. Ella

me pide que la tome de la cintura y echemos a volar. Efectivamente,

la noche es tan serena que me sería muy fácil elevarme a unos diez

metros por encima de los árboles de la plaza. El placero, que ha

escuchado el ruego desconsolado de Ludmila, se nos acerca y nos

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dice que está prohibido volar en las plazas. Mi amada, entonces, se

desvanece, cae y rueda por las baldosas con su vestido blanco. Yo

doy un salto y me arrodillo junto a ella. La toco. Está muerta. Saco

un cuchillo, furioso, y se lo clavo al placero en el pecho. El placero se

echa un poco hacia atrás y luego cae hacia adelante como una piedra.

Todavía, desesperado, le clavo varias veces más el cuchillo con una

mano, mientras le abro la camisa con la otra. Entonces siento que

me voy hacia arriba, que me vuelo, que no tengo peso y aferrado

tenazmente a la camisa del muerto, los pies hacia arriba en el aire,

lleno de tristeza y temor, contemplo los ojos de mi amada abiertos

a las estrellas”.

Tibot calla y solloza. Luego me dice:

—¿Me contará usted el suyo?

—Después, Tibot, después. No quisiera influir con nada so-

bre esta situación. Esperemos que las bailarinas estén en Luanda,

tal como dice la muchacha. Quizá en lugar de ir hacia ellas estemos

alejándonos. Nos encontramos a mitad de camino, pero no sabemos

de dónde.

Tibot da un tirón a la bufanda; da muchacha está dormida.

“Mire, Tibot, en cierto modo es hermosa”, “la verdad, muy hermosa”,

“su bracito, solamente”, “claro, su bracito”, “porque un rostro de

tanta armonía no es posible encontrar”, “extrañará su caballo”, “se-

guramente extrañará la luminosidad de su caballo”, “debe de estarlo

buscando”, “no, ya debe de haberlo encontrado, y duerme junto a

él”, “en cierto modo sí, porque su sueño es muy tranquilo”, “pero

observe, sin embargo, la boca dolorida, entreabierta”, “es lo único”,

“lo único, más el frío de la frente”, “eso no puede ser feo”, “pero es

un frío poco común”, “un frío poco común tampoco puede ser feo”,

“toque”, “cierto, un frío muy poco común”.

Hemos retirado las manos de la frente de la muchacha.

—Debiéramos continuar la marcha —le digo a Tibot—. Será

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lo mejor para ella. Llegar de una vez.

—Entonces sí que la mataríamos.

—¿Por qué?

—Porque verá que la dejamos por esas bailarinas.

—Las bailarinas posiblemente no estarán en Luanda.

—Usted se contradice a cada momento.

—No es necesario gritar.

—Bien; hagamos silencio.

—Los dormidos merecen cualquier cosa. Hagamos silencio.

La muchacha despierta, mueve los brazos, se incorpora. Afue-

ra el viento sigue pasando. La muchacha sonríe, como si se estuvieran

cumpliendo sus planes. ¿Qué planes?

—¿Dónde quiere llevarnos usted? —le pregunto.

—A Luanda —dice, restregándose los ojos, feliz. Luego vuelve

a echarse y a cubrirse.

—Yo quisiera luchar, Tibot.

—¿Luchar? ¿Qué quiere usted decir con eso?

—Luchar, adherirse a una idea. Adherirme a una de mis ideas

y tratar de sofocar con esa a las otras.

—¿Usted dice perseguir algo, alguna novedad?

—No; agitarla solamente, como una campana.

—Las cosas que se le ocurren a usted cerca de un cadáver.

—Yo no he muerto, no he muerto —gime la muchacha—.

Llegaremos a Luanda.

El viento no deja oír algunas cosas. Tibot gira hacia mí y me

pide que le cuente mi sueño.

—Es eso, Tibot. Luchar.

—¿Usted soñó que luchaba?

—Efectivamente.

—¿Por Ludmila?

—No.

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—¿Por quién, entonces?

—No sé. Luchaba, simplemente.

—¿Contra quién?

—Contra leones.

—¿Los venció?

—No sé.

—Cuente.

—Nada. Luchaba contra leones.

—Cuente, por favor—. Tibot cierra los ojos y espera como

un niño.

—Los leones invaden mi cuarto. Me sorprendieron ordenando

algunos papeles. Demasiado tarde para hacerme el dormido, opté

por hacerme el vencido, el sin esperanzas, el frustrado. Entorné los

párpados, arrugué el rostro, me puse una mano en la frente, los leones

se echaron y me observaban. Por último, me sentí verdaderamente

vencido, frustrado, sin esperanzas, y deseé la muerte, me eché sobre

los leones con los brazos abiertos para enfurecerlos; los leones se

enfurecieron. Redoblé mi ataque y los castigué furiosamente para

tornarlos cada vez más salvajes contra mí. Sin saber cómo, llenas

de sangre las manos, me puse de pie. Ellos yacían a mi alrededor

derrotados y ya moribundos.

—Organicémonos —me dice Tibot.

El viento no deja oír algunas cosas.

Tibot se incorpora de un salto, levanta dulcemente los párpa-

dos de la muchacha, como dos láminas de plomo y los ojos de ella,

desnudos de pronto, consiguen vivir otro poco bajo el sol, bajo la

molestia del sol del segundo día que no los deja morir. Sin embargo,

su agonía durará mucho. Todo ese día y la noche. Tibot sale a ins-

peccionar la hondonada. Corre cuadras y cuadras como si buscara

auxilio. Encuentra agua, solamente. Ha empapado la bufanda y la trae

chorreando. Deja caer las gotas en la frente de la muchacha. Todo

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eso es mil veces peor, porque es el frío el principal inconveniente. Es

que Tibot considera que la frente de la muchacha está hirviendo.

—Organicémonos —repite Tibot—. Levante un poco la cabeza

de la muchacha. ¿Usted cree que yo espero algo? No espero absolu-

tamente nada. Pero levántele un poco la cabeza. Ahora júntele los

brazos. Estírele la blusa, reúnale los pies, dele un beso en la frente.

¡Qué poco conoce usted a los muertos!

—¿Seguimos, Tibot?

—Sigamos, si usted lo prefiere. Saldremos los dos. La envol-

veré en la bufanda. Espere.

—¿Pero las bailarinas estarán en Luanda?

Afuera el viento es insoportable.

—Preferiríamos que la lleváramos con nosotros —digo.

—Imposible —dice Tibot—, nos impedirá todo movimiento

defensivo. El viento es terrible. ¿Qué tiene usted en la mano?

—El brochecito de su blusa.

—¿Piensa guardarlo?

—Sí.

—¿Qué podría llevarme yo?

—El brochecito del pelo.

—Tiene razón.

Tibot le arranca con el pulgar y el índice el brochecito del

pelo. Luego dice:

—¿Cómo se llamará?

-Quién sabe.

—¿Por qué no le habremos preguntado?

—No se me ocurrió preguntarle.

—A mí tampoco. Verdaderamente, es muy doloroso no contar

en este momento con su nombre.

Tibot se acerca al oído de la muchacha y musita: “Dulmi-

na”,

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“Mulnida”, “Ludimia”, “Lemidia”, “Elimia”…

—No, Tibot; escuche el viento. Imposible salir de aquí.

—Tendremos nuestra recompensa —dice Tibot.

—Tal vez.

—Por ahora, mire ese rostro, mire esa mano, mire ese pelo,

mire esos pies diminutos y frágiles. ¿No es hermoso?

—La amamos, Tibot.

—Ya lo creo. Se nos conoce en la cara. Estamos enamorados

de esta muchachita. Es extraordinario que no consigamos ponerla

de pie, hacerla revivir. Su estado empeora: mírele el pómulo. Ya no

nos quedan fuerzas.

—Vamos, Tibot. Hagamos un esfuerzo. Espere. No la deje caer,

tenga paciencia. Ya sé que no contamos con la voluntad de ella, pero

tenga paciencia. Tratemos de convencerla para la marcha.

La incorporamos entre los dos y la sostenemos de pie. Ella

tiene los ojos cerrados. Sus rodillas se doblan, su cabeza cae a dere-

cha e izquierda a cada movimiento nuestro.

—Suba otro poco. No, menos. Está bien.

Yo la sostengo por debajo de los brazos. Ella tiende a des-

plomarse como un muerto caliente.

—Ahora suba otro poco. Espere a que yo me ponga de pie.

El aire se entretiene en la barba de Tibot, en el pelo de la

muchacha, en mis oídos. De este lado el barro es mayor. Me echo

contra la muralla y descanso, sin soltar a la muchacha. Tibot se apoya

también, sosteniendo a la muchacha por la cabeza y descansa.

—Si la soltamos —dice Tibot —verá que no cae. Hay gran

parte de empecinamiento en todo esto. Hagamos la prueba.

—¿Vive?

—Claro que vive.

—¿Cómo podría saberse?

Pero la muchacha ha abierto los ojos y suspira reclamando

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los prendedores, que le son devueltos.

—Salgamos —dice la muchacha—. En Luanda nos esperan.

—Suelte —me dice Tibot.

Y yo, sin fuerzas, la suelto y me dejo caer. Tibot la suelta

también al mismo tiempo y la muchacha cae derramada como un

trapo. Tibot está de pie y me clava los ojos, desdichado, enfermo,

sonámbulo.

—Un último esfuerzo —me dice.

—Lo que usted diga, Tibot.

—Bueno, levante ahora otro poco. Piense en Emilia, en Lucila,

en Ludmila.

—Pienso, Tibot.

—Levante ahora otro poco, póngase de costado y meta los dos

brazos por debajo de las rodillas. Apóyese siempre con un hombro.

Arriba, vamos.

Tibot hace lo propio en la espalda y así la levanta a la altura

de las piernas, hasta que todo el cuerpecito de la muchacha descansa,

rígido, apoyado en nosotros. Luego, con otro esfuerzo, la cargamos

sobre los hombros. Parece que estuviéramos por emprender la mar-

cha. Sin embargo, Tibot quiere solamente darse calor, porque me

dice:

—Ahora avance hacia mí un paso, sin soltarla.

Yo le echo los brazos alrededor de las pantorrillas, suave,

leve, dormida, curva materia de pesar, sujetándolas a mi hombro

para que no resbalen. Entonces avanzo ese paso que dice Tibot y

como Tibot al mismo tiempo ha avanzado hacia mí otro paso, el

cuerpo de la muchacha, rígido antes, cae hacia abajo doblado por la

cintura, de manera que su vientre, pequeño, está mucho más abajo

que su cabeza custodiada por Tibot y que los pies, custodiados por

mí. Tibot dice en ese momento:

—Avance otro poco.

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227

Y él vuelve a avanzar, de modo que la muchacha queda entre

nosotros, recibiendo nuestro calor, casi doblada en dos por la cin-

tura. Sin embargo, y aunque aquella no me parece una solución por

mucho tiempo, compruebo que es sostenible sin mayores esfuerzos

y que descanso y me recupero, siempre apoyado con un hombro en

la muralla, como descansa y se recupera la muchacha cuyo rostro

parece revivir.

—¿No será ella nuestra salvación? —me pregunta Tibot.

—En ese caso, usted y yo tendríamos que luchar aquí hasta

que uno de los dos muriera. ¿O usted se refiere a otro tipo de salva-

ción?

—No es precisamente eso. Desde que usted dijo: “Yo quiero

luchar”, lo siento a usted infinitamente lejos. En fin, ella puede ser

una pequeña salvación, sernos de utilidad para cierta esperanza. No

me refiero a una salvación total. Además, ¿qué es eso?

—Tibot, no puedo más, se me aflojan los brazos.

La muchacha es depositada en el fondo de la zanja. Tibot le

echa otra vez la bufanda.

Arriba pasa el viento.

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229

SUBSUELO

Sí. Llegaron más migajas. Bastantes. En grandes bandejas de

metal las introdujo el bueno y atento de Nour por la claraboya, que

se abre sobre los jardines. Te queremos, Nour. Sin tu cooperación,

¿estaríamos todavía vivos? Eso está por saberse. Tocino, papas tam-

bién. Oh, Nour. Bajo los montoncitos de migajas, pedacitos de tocino

y de papas.

Cuando sonó la campanilla empezamos a babear. Yo el

primero, los otros a continuación. ¡Los otros! Leproz, Orti y basta.

Porque ha pasado bastante tiempo. Ahora descansa un poco, Nour.

Ya has trajinado mucho esta semana por nosotros. Tampoco estás

holgadamente seguro en tu trabajo. Ni más ni menos que nosotros.

Aquí te tengo tu historia patria, bien leída. Te la devuelvo. Gracias. El

libro anterior también te lo devolví. ¿Recuerdas? ¿Cómo se llamaba?

¿De qué se trataba? No importa. Leo y lo devuelvo. Eso es lo impor-

tante. Muy buena esta remesa de migajas. Me encuentro devorando

mi parte con un apetito que me desconocÍa. Cierto que ahora estoy

mucho mejor de los nervios, tan bien como Leproz, que escolta a

Orti, y que Orti, que me escolta a mí.

Bien, Nour, aquí está la bandeja de vuelta con el libro que me

prestaste. Te devolví el otro, ¿no? ¿Te acuerdas? Si no, estaría aquí,

entre mis cosas, en alguna parte, a la vista. Leo y devuelvo. Orti y

Leproz ni leen ni devuelven. Yo sí. Pero no me quejo. Trago saliva,

eso sí. No podemos acuchillarnos por pequeñas diferencias. Arriba

han debido comer guanaco estofado o algo así, porque el olor nos

ha llegado con mucha fuerza. ¿Cuántos invitados hubo? ¿Dieciséis?

¿El matrimonio Olgar también era de la partida? Lo conocemos. A

veces bajan hasta aquí y nos dan la mano. Otras veces, por lo visto,

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se dirigen directamente a la mesa servida. ¿Creerán que ya no exis-

timos? Digo, no existimos como tales. Sí. He charlado demasiado.

Toma la bandeja con el libro. Hasta mañana, Nour.

—Hasta mañana.

Hoy he visto tu brazo cubierto, abrigado, asomar con la

fuente repleta. Reconocí por la manga tu viejo sobretodo, Nour. ¿Es

invierno ya? ¿No estaría jaraneando? Perdón, Nour. Orti ha tosido

toda la noche. Debe de ser invierno. ¿Pero es suficiente que lo sea?

De aquí no saldremos con vida ni Leproz ni Orti ni yo. ¿Pero es

suficiente este invierno para que eso ocurra? Vamos por partes. Es

indigno ajusticiar en mitad de una estación; es lícito hacerlo con la

muda de la naturaleza. ¿Pero es digno anunciarlo por intermedio del

brazo cubierto con la manga del sobretodo? A Leproz y a Orti ni una

palabra de todo esto. Me lo trago, pobrecitos. Puedes decir arriba que

estamos en completo desacuerdo. No temo. Repaso mi vida. Eso es

todo. Tengo ropa suficiente. Sombreros, pantalones, levitas, toallas.

No estoy desnudo. Antes la muerte. Con el codo limpio cada tanto

los vidrios empañados de la claraboya que da sobre los jardines y

contemplo el vitral marrón. Como ves, no estamos tan huérfanos,

Nour.

Terminaremos alguna vez nuestro trabajo y firmaremos la

renuncia, que entre paliza y paliza trabajamos sin respiro y entre

bocado y bocado, con respiro, analizamos nuestra situación, displi-

centes.

Entonces, por lo visto, estamos en invierno. Nos debemos

calor. Leproz me dice que él nació aquí, que solo recuerda que él

siempre vivió aquí. Pero nada más. Yo nada le digo. Yo no digo nada.

Yo no hablo. Yo soy mudo.

Orti lo perdona todo. Casi no se levanta. Cumple su tarea

echado de codos sobre el colchón. Cuando no hay moros en la costa

(yo limpio el vitral con la manga, Leproz hace sus necesidades, por

ejemplo), Orti suspende la tarea y piensa. Cuando sus lágrimas cua-

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jan, se queda tranquilo y se duerme, siempre sobre los codos, y un

hilo de saliva cae sobre sus papeles como si fabricara miel.

Entretanto, Leproz se incorpora a su labor y yo acabo con

mi limpieza. Bien, Nour. Comenzaremos nuestra tarea de hoy. Sin

novedades. Leproz ha ganado en velocidad, Orti en prolijidad. Les

costó. Orti parece más viejo que Leproz, pero no es seguro que así

sea, porque se acuerda muchas veces de la cofia de su madre, que

usaba cofia, y de la escopeta de su padre que era cazador un día cada

siete. Orti también se emborracha, pero personalmente desprecia

las alimañas de todo tipo, sobre todo las grandes, las chillonas, que

recorren nuestra superficie en pocos minutos.

Ahora te hablaré de mí, Nour. Sabes que soy mudo. Pero con-

servo algunos ruidos o gritos o chillidos, como quieras llamarlos. Oigo

a Leproz y a Orti, aunque no puedo contestarles. ¿Les contestaría si

no fuera mudo? Eso está por saberse. El sueldo de Leproz es mayor

que el mío, pero Leproz me da unas monedas cada vez que recibe

su sobre, parte de las cuales yo le paso a Orti, que gana menos que

yo.

Decía que soy mudo. Ni me lo preguntaste. Ni te importó jamás, Nour.

Yo, en cambio, sé que tú no eres mudo y me alegra que así sea. Si

te dignas a preguntármelo alguna vez, tengo mis dedos listos para

responderte con señas o chillidos o gritos. Eso está por saberse. Y

no sé mucho más de mí. Si estoy vivo será por algo, por alguien. Si

estoy vivo he dicho, Nour. No creas que abuso de tu confianza.

El matrimonio Olgar. El matrimonio Olgar. El matrimonio Ol-

gar. No quiero que se pierda su nombre. Yo estaba postrado cuando

vino ayer a saludarme, muselina ella, lana verde y gruesa él, meda-

llas en el pecho y en las mangas ambos, alegres como siempre, algo

bebidos.

La Olgar dijo que todo estaba sucio aquí, se echó sobre los

papeles y puso los sellos. Olgar se limitó a charlar con nosotros.

A charlar tras su risita barbotante y nos dio consejos. La Olgar

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quería desnudarse y bailar después de poner los sellos porque dijo

que sería nuestro último contacto con el mundo y nos tenía lástima y

la incitaban a la danza nuestros desusados trajes a rayas, que podían

servirle, según ella, de escenografía. Olgar, sobre el colchón prestado

de Leproz, cerró los ojos dulces y se durmió. La Olgar, sin ropas ya,

hizo su baile y pesadamente se desplomó, cansada, sobre Olgar, a

quien llenó de besos, dormido. Leproz tomó la mano a Orti y se largó

a llorar. Yo trepé a la escalera y me puse a limpiar la claraboya y a

mirar el vitral.

Fue una reunión como pocas y se quedaron toda la noche. Pero

Olgar dijo que no volverá porque le repugnamos. Y no es cierto.

Echó la llave por fuera y se alejaron sus pasos en el corredor

y otra vez nuestro fin queda flotante, sin resolverse, como el de los

perros en los sobrantes de atmósfera de las cámaras preletales. Poco

puede hacer Olgar por nosotros, fuera de lo que hace. Hace bastante,

sin embargo. Quisiera hacer más, pero Nour lo vigila. Nour hace

también bastante por nosotros. La Olgar y Nour discutieron acerca

de nosotros. Olgar echó su llave, Nour echó la suya en la cerradura

de abajo, que es la que le pertenece.

¿Pero adónde podríamos nosotros ir si no se tomaran tales

precauciones? Creo que a ninguna parte.

Además, dependemos, como los Olgar y como Nour, de los

de arriba: el preboste Odelino y su comitiva descendente; Juan Nour,

padre de Nour, compás de espera de las órdenes de esa comitiva, y

algunos otros que ni siquiera conocemos.

Hacen ruido cuando se reúnen, pero ya no los oigo. Desde

que perdí casi totalmente el oído no los oigo. Desde que supe que

se seguían reuniendo comprendí que me había vuelto sordo. Ahora

soy un bostezante, un monótono, yo que era el desigual e inquieto

de toda la casa hasta no hace mucho, según me parece recordar.

Orti tiene un carácter compensatorio. Se adapta y es fiel. Orti

recuerda cuándo lo trajeron aquí, pero los detalles se le escapan.

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Vino muy limpio y ahora su higiene no es perfecta. Ya no recuerda

las alternativas de su llegada. Yo tampoco las recuerdo. Tiempo más,

tiempo menos. Me parece que lo conozco desde siempre, como a

Leproz, a Nour, a la comitiva de Odelino, etcétera, y como a la luz,

no muy intensa, de nuestro aposento, formada por dos lámparas de

mercurio que se complementan extraordinariamente.

Orti ya no gime como antes. Su piel se ha regenerado. Solo le

quedan las cicatrices, malamente distribuidas en la espalda, la cara

y las extremidades. No nos aplican golpes desde hace tiempo.

Nour sigue con la manga del sobretodo puesta. Hoy también la

llevaba cuando apareció su brazo por la claraboya e introduciendo la

bandeja con el alimento nos dio el buen día que yo escuchaba antes.

Seguimos, pues, en invierno, el trozo más respetable del año.

Esta vez el alimento ha dejado mucho que desear, y el propio

Nour lo sabe, puesto que su brazo temblaba cuando deslizó la bandeja

por la abertura de la claraboya. Algo fatal para él, de quien depende-

mos y a quien nos confiamos. Echado en mi colchón, yo repaso las

horas, los minutos… No sé exactamente por qué Nour se niega por

sistema a dejarnos las migajas sobre la mesita o el piano, por qué se

negaba a entrar a cambiarnos las vendas y los algodones y por qué

se sigue negando. Es posible que alguna vez, más adelante, se cons-

tituya por fin en nuestro verdugo a falta de personal especializado y

no quiera darse a conocer mientras tanto. Hace algún tiempo había

aquí ciertos muebles que ya no están. Los sacaron, pero ¿cuándo?

Estaría durmiendo cuando se produjo el desdoblamiento. Apenas

recuerdo que, de pronto, no los vi más, y creo que lamenté entonces

la pérdida de algunas cosas sin importancia que había guardado en

los cajones. ¿Hilos, papelitos, flores secas muy antiguas, fósforos?

Dejaron el piano, donde convergían las manos de Leproz, que

tocaba de memoria varias sonatas cada tanto. Él lo afirma, pero yo

no lo recuerdo. Solo sé que ahora Leproz no toca. Ni siquiera mira

el piano, abierto.

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La tapa no está, se la llevaron. Siempre he tenido la intención

de preguntarles a los Olgar, cuando vienen, qué ha sido de esa tapa,

pero luego me olvido. Será que los Olgar nos maravillan tanto que

no somos capaces de hacer nada cuando ellos vienen. Leproz dice

que el piano perteneció a Odelino cuando este era pequeño y que

Odelino grabó en cinta magnética los conciertos de Leproz a través

de la claraboya para luego imitar su estilo. En ese tiempo yo poseía

el oído. ¿Por qué entonces no recuerdo las interpretaciones de Le-

proz?

Odelino estuvo presente cuando bajaron el piano y hasta leyó

un pequeño discurso dirigido a Leproz, pero ya nada recuerdo. Y al

parecer soy más antiguo aquí que el mismo Leproz, pero yo vine de

otra parte. De eso estoy seguro.

Juan Nour tiene también una hija, pero no la conozco. Cuan-

do sangrábamos demasiado por la nariz, las orejas y el ano, se la

escuchaba dar órdenes a Nour, su hermano, quien por lo visto se

comprometía a duplicar las migajas y a presentárnoslas con una

salsa más liviana que la habitual, hasta que desaparecieran las he-

morragias.

Mi mudez no se debe a estas palizas. Orti y Leproz conservan

el habla. Y nuestro destino es el mismo. Como han cesado los casti-

gos corporales ha debido cesar la voz de la hermana de Nour. Creo

que ahora nos entendemos solo con él, solo con su brazo, desnudo

o con manga, según la estación.

Soy bajo, fornido. Mi sombra en la pared es baja y fornida.

Se proyecta, por lo general, cerca del teléfono, cuando me levanto

del colchón y me visto y el haz de luz me viene de la espalda. Allí

ensayo algunas gesticulaciones para cuando conozca a Juan Nour y

a su hija y para las visitas de Olgar con su mujer, a quien él llama

Siempreviva. Siempreviva está encinta y cuando viene deja olor a

manzanas. Orti está olfateando como los perros en los mercados.

¿Por qué he dicho “mercados”?

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Leproz ha recibido una carta y la lee a gritos, pero yo no

escucho. Nour acaba de introducir el sobre por la claraboya, en una

fuente. Sigue el invierno. Leproz sigue leyendo su carta sentado en

el taburete del piano. ¡Oh !,si se dignara tocar.

Creo que Odelino tiene una empresa de navegación, además

de esto. En la sala de estar pienso constantemente en Odelino, qué

hará, qué no hará. No ordena ya que nos peguen. Ordena que no nos

peguen. Tal vez no ordena nada. Debe estar agradecido de la cinta

magnética con los conciertos de Leproz, pero no se molesta en venir

a decirlo. Tiene sus motivos. Odelino es paralítico. Yo lo creo así. A

grandes rasgos, Siempreviva, la mujer de Olgar, se sacará de entre

las piernas un hijo cuando llegue el momento. Habrá gran fiesta

arriba y las alimañas no nos dejarán dormir alborotadas con el olor a

comida. Podremos matar algunas, es posible, pero jamás lograremos

destriparlas a todas y echarlas al sumidero a que se desintegren con

la orina.

Siempreviva se ríe mucho con Orti porque Orti le hace gracia.

Olgar no se enoja con su mujer por eso, la anima a seguir después

que ella pone los sellos y firma sobre el libro de conducta, que luego

deposita sobre el piano. Si se quedan toda la noche, Leproz, Orti y

yo nos las arreglamos para manosearle el pelo y las manos, pero nos

cansamos enseguida. Olgar no sospecha nada. Siempreviva anota ,

pero no sé qué anota.

Atando cabos, Odelino es una difícil pregunta cuya respuesta

puede hacer tambalear nuestra existencia. No es el momento de de-

tenerse a averiguar si en verdad existimos. No. Ni es decente pensar

mi vida aquí abajo como un mero pasatiempo del corazón. No. Aquí

han ocurrido cosas que ocurren doquiera, en todos los casos, por

sobre las colinas y en los subsuelos, y, en cierto modo, estamos más

protegidos que bajo el sol. Se nos depositó aquí con odio, tal vez,

pero el odio ha cesado y se nos cuida con el esmero que permiten

las circunstancias. ¿Sería posible esa vida de arriba sin esta vida

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de abajo? Cuántos hilos maravillosos nos unen desde el sumidero

a la torre. “Sangren, cautivos”, habrá ordenado Odelino. “Dejen de

sangrar, cautivos”, habrá dicho después. Y ahora vivimos bajo su se-

gunda iniciativa y ya no sangramos porque han cesado los golpes. Es

más: nuestros uniformes son delgados y cómodos; los de ellos, poco

prácticos, herméticos, con botones pesados y bolsillos gigantes.

El matrimonio Olgar, en su última visita, se mostró más

considerado que nunca. Olgar lucía una nueva estrella en el pecho.

Siempreviva llevaba polainas nuevas bajo la pollera azul. Ella puso

los sellos y él se echó a dormir en la cama prestada de Leproz. A

continuación, Leproz, Orti y yo la manoseamos. Orti vomitó la co-

mida y quiso irse de allí. ¿Estará loco? Leproz fue más lejos: puso

su mano derecha sobre las teclas del piano pero enseguida las sacó.

Siempreviva corrió entonces hacia Olgar y le entregó su amor. Ahora

ya no se desviste y Olgar la recrimina por eso.

Olgar estudió detenidamente la bandeja de alimentos que

acababa de llegar, olió su contenido, introdujo los dedos en las mi-

gajas y revolvió en círculo, miró sus dedos pringados, los acercó a la

nariz y por fin nos hizo señas de que podíamos comer. Yo comí mi

parte y empujé la bandeja con el pie hacia Leproz, quien la rechazó

empujándola hacia Orti. Orti comió algo, pero, como he dicho, vomitó.

Olgar, sentado en el taburete del piano, giraba en semicírculo y nos

contemplaba.

Juan Nour se acerca a nosotros, pero no más acá de la cla-

raboya. A veces conversa con Nour, su hijo, sobre organización y

demás, cuando este nos pasa el alimento. Si la conversación es agria

pueden retumbar los ecos en los pasadizos de arriba y esto es muy

doloroso, tanto para nosotros como para Odelino, de quien se sabe

que se tapa los oídos con algodones porque no soporta los ruidos.

Leproz, en consecuencia, debe ser o debe haber sido un pianista

delicado, apenas perceptible y muy armonioso.

La hija de Juan Nour, tarde o temprano, tendrá que descender

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a nuestros aposentos. Cuanto antes mejor. Mejor para todos. Si riñó

con su hermano cerca de la claraboya, por fuera, según se sabe, en

el momento en que este nos introducía el alimento, quiere decir que

tiene jurisdicción en la cocina, adonde acude Nour, su hermano, en

busca de la fuente de migajas.

Estarse quieto, pensar en todo, sobarse despaciosamente las

lastimaduras cicatrizadas, pisar el pequeño jardín de hongos que ha

crecido a la entrada de los baños…No se lo deseo a Odelino, no se

lo deseo a nadie.

Puedo pedir la mano de la hija de Juan Nour. Cuando asome

el brazo de Nour con la bandeja le depositaré entre los dedos mi

mensaje de amor. Le escribiré: “Señor Juan Nour: Quiero pedirle la

mano de su hija. No soy rico pero nada me falta. Tampoco soy un

vagabundo de esos que cambian de país y abandonan a sus esposas”.

Siempreviva no será un tropiezo. Si le cuenta a la hija de Juan Nour

que la he manoseado, y esta no lo recrimina, le diré que la manosea-

ron Leproz y Orti y que yo no la he manoseado jamás. Nunca volveré

a manosearla. Lo juro. Puedo también decirle a Olgar que me haga

un certificado donde conste que yo nunca he manoseado a su mu-

jer. Eso es lo más convincente. Cuando venga el matrimonio Olgar

la próxima vez trataré de conseguir ese certificado. Y me mostraré

frío, muy frío con la Olgar, a la manera de los filósofos. Porque soy

un filósofo.

Si Juan Nour me manda llamar, iré sin pensarlo dos veces.

Odio pensar dos veces la misma cosa, salvo cuando pienso como filó-

sofo. Me pondré ropa civil, hablaré con Juan Nour y a mi regreso aquí

reuniré a Leproz y a Orti para comunicarles la nueva. Orti y Leproz

con su Siempreviva, yo con… con… No sé su nombre. Le buscaré uno

que suene bien, que haga buna pareja con el mío. También buscaré

uno para mí, pues tengo mis dudas acerca de mi nombre. De todos

modos, soy mayor que la hija de Juan Nour. De eso no hay duda.

Pero tengo que apurarme, porque el fin se avecina y no es justo.

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Ahora Orti anda con muletas. Allá él. Supongo que antes no

las usaba. Esto es nuevo, me parece. Pero no debo ser tan despiadado

con la realidad. Orti no usaba muletas. ¿Y si fuera más correcto decir

Orti usaba muletas?

Si Juan Nour me llama tendré que decirle también que Orti

usa muletas, aunque no sea una gran novedad para él.

Las muletas de Orti terminan en dos rueditas de goma que

apoyan en el suelo. Están pintadas de amarillo suave y arrastran

algunos yuyos adheridos y pedazos de hongos triturados. Nuestro

pequeño jardín es muy silvestre y cede terreno a las alimañas. Orti

casi no habla, pero camina mucho. Va y viene, de vez en cuando

saluda.

No tengo historia. Acabo de comprobarlo parado frente al

vitral. Ni lo he pintado yo ni lo destruiré yo. Hasta mis cicatrices se

han borrado; las busco en vano con el dedo y los ojos, milímetro a

milímetro, sobre la piel de mi cuerpo, entre las porciones circunva-

ladas por las venas, bajo el vello claro. ¿Estarán por ahí y yo no las

veo? Mi vista es perfecta. No tengo historia. Hoy comenzaré una, a

todo vapor, cueste lo que cueste.

Me situaré claramente como el pescador frente a su estanque.

Sacaré de las aguas a Leproz y a Orti con el anzuelo y esa será mi

infancia, a la que agregaré algunos saltos, gritos, fechorías.

La hermana de Nour nos trajo hoy la comida. ¿Y Nour? ¿Y su

brazo? ¿Y su manga? El brazo de la hermana de Nour ha asomado

con la bandeja por primera vez. Cuando sonó la campanilla corrí y

estiré el brazo y me encontré con un brazo que no era el de Nour,

un brazo desnudo, ondulado, religioso, ritual, blanco, delgado y sin

temblor. La mano aferrada al reborde de la bandeja, las uñas pinta-

das de rojo descarnado. La muñeca delgada, presa bajo una malla

de reloj, un reloj grande con las manecillas blancas sobre un fondo

de carey negro.

Como al pasar, rocé esa mano en el momento de recibir la bandeja y

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experimenté, como un ejército derrotado, la fatiga, el temor, la sed

y la vergüenza. Puse entonces mi pedido de mano doblado entre los

dedos de esa mano. La mano se cerró y alejóse atraída por el brazo,

hasta desaparecer de mi vista.

Debo diferenciar de una vez por todas el metal de que están

hechas estas dos pasiones mías: Siempreviva y la hija de Juan Nour.

Esta también ha soportado el manoseo (de la mano, solamente; del

pelo y las manos Siempreviva, no hay que olvidarlo para poderme en-

tender a mí mismo) como el de un hombre que existe o por lo menos

ha existido, puesto que conoce a fondo la actividad registrada en la

jurisdicción de Odolino. Leproz, Orti han observado boquiabiertos,

junto al vitral, todos los movimientos de mi mano en el momento

en que depositaba el mensaje en la mano de la hermana de Nour, y

durante el resto de la jornada apenas si me han dirigido la palabra;

entre ellos se han intercambiado, sin pudor, miradas y cuchicheos que

se referían a mí. Luego comieron su porción amigablemente y empu-

jaron hacia mí la bandeja con el resto, que fue a parar al sumidero

porque no tenía hambre. ¿Puedo pretender una historia propia con

el estómago vacío, con los intestinos lánguidos y la cabeza pesada?

Debiera tomar sol, además. ¿Pero cómo? No hay sol por aquí cerca.

¿Hay sol en esta región? ¿No habíamos quedado en que el clima en

que nos hallamos es semidesértico y llueve constantemente? “Yo

nací en un país lluvioso…”. Eso está por verse; aunque suena bien

como comienzo, nadie puede refutarlo. Entonces, con sol o sin sol

se puede haber sobrevivido. Y yo he sobrevivido. Mi biografía no es

falsa. Lo siento íntimamente.

Habrá que esperar esa respuesta, pero sin arrojar el alimento

por la borda. Tengo buenos dientes carniceros; los he palpado y aca-

riciado con la yema de los dedos. Soy carnívoro y herbívoro. Puedo

reproducirme. ¡Cuántas cosas!

Sin embargo, no habría sido capaz de morder el brazo de

la hermana de Nour. Era lo que esperaban, tal vez, Leproz y Orti,

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para hacer luego lo propio con Siempreviva. Tengo que enseñarles

todo. Me imitan, carecen de historia. Allí estaban, embobados por

mi destreza en materia de mensajes introducidos en una mano casi

cerrada como un caracol. Con el meñique empujé hacia la palma de

esa mano el papelito doblado después de haberlo hecho pasar entre

los dedos. La hermana de Nour esperaba ese mensaje hace tiempo.

Mis cosas se van arreglando sensiblemente gracias a mi esfuerzo.

Orti fue el más impertinente observador de mis movimientos

en el instante de entregar mi mensaje. Había sacado dos muletas no

sé de dónde para apoyarse y mirar más cómodamente. Nunca he

visto a Orti con muletas. Estoy casi seguro de que podría deslizarse

sin esos palos. Habrá que ver.

Cuando entregué mi mensaje me volví, pero Orti se quedó un

buen rato ahí, hasta que se acostó después de depositar sus muletas

debajo del camastro. Tengo que ver esas muletas, me dije. Cuando

Orti se durmió me acerqué a él, me agaché y me metí debajo de su

cama, pero allí estaba oscuro y no distinguía nada de lo que había.

Entonces, a tientas, palpé los palos y los fui empujando afuera. Al

rato salí yo. Los palos estaban ahí, al lado de la cama. Los agarré

por las puntas y me los llevé cerca de la claraboya. No son pesados

ni livianos. Muy buenas muletas. De madera. Dura. Un poco sucias.

Todavía están tibias arriba, el travesaño donde se cuelga Orti. Ahí

tienen cuero marrón y unos trapos atados. Manchas de sangre. A

Orti le pegaron. Pequeños lunares marrones claros, costras secas

de sangre vieja sobre los listones largos que no se pueden arrancar

con la uña. Los listones tienen también rajaduras, vetas longitudi-

nales y manchitas de moscas, pero deben ser muy resistentes a las

variaciones climáticas. Golpeo con los nudillos el travesaño inferior,

donde se agarran las manos de Orti precisamente, y compruebo que

es macizo. ¿Habrá sido golpeado con sus propias muletas? ¿Habrá

reñido con Leproz y lo habrá golpeado y esas costras son sangre de

Leproz y no de Orti? “Yo nací en un país lluvioso”.

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Eso está bien. Pero no quiero seguir a la deriva. “Orti tenía

muletas”. Perfecto. Las veo, no hay duda. “Orti golpeaba a Leproz

con sus muletas”. Eso está por saberse. “Leproz me golpeaba a mí

con las muletas de Orti”. Muy problemático; veremos. Si yo he usado

alguna vez esas muletas las cosas son muy diferentes. Se trata de un

par de muletas perteneciente a los tres, según la ocasión. Yo no uso

muletas. Si usara no estarían bajo la cama de Orti, estarían bajo mi

cama y yo me las pondría. Eso es cierto. Pero puede ser que ya no

las use, desde que cicatrizaron mis músculos y pude valerme por mí

mismo. Igual cosa puedo decir de Leproz. Odelino mandó las muletas

para el que las necesitara después de los golpes. Es evidente que Orti,

dueño hoy de las muletas, por lo visto, ha sido golpeado largamente.

“Yo nací en un país lluvioso”. “A Orti lo golpearon largamente y debe

usar muletas”. Basta por ahora. He depositado las muletas en su lu-

gar, bajo la cama de Orti. La derecha y la izquierda. Leproz ha salido

hasta el jardincito de hongos. Llaman a la puerta. Abren. Aquí está

el matrimonio Olgar, con Siempreviva adelante y Olgar detrás y un

perro alto atado de una soga. Le llaman Kavo. Me ronda los zapatos

y los pantalones, olfateando. Lo atan a la pata del piano. Se echa y

me mira, lamedor. La Olgar pone los sellos en el libro. Siempreviva

se mete debajo de la cama de Orti después de poner los sellos en el

libro de conducta. Leproz viene caminando del patiecito de hongos

y le da la mano a Olgar, que muestra los colmillos al reír. Por debajo

de la cama de Orti aparecen, poco a poco, las patas de las muletas y

después las muletas enteras. Leproz las levanta y Olgar comienza a

caminarlas. Sale Siempreviva y se une al grupo. Despierta Leproz, se

levanta, se viste, pero no reclama las muletas. Siempreviva recorre

con sus uñas las vetas de los palos, rasca la sangre pero no consigue

desprenderla.

Olgar se acerca a Kavo, lo desata, le palmea el lomo, le rasca

la cabezota y le da a oler las muletas. Kavo muerde una como si fuera

un hueso enorme. Olgar le grita para que la suelte. Kavo obedece

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y olfatea. Luego vuelve a mis zapatos y a mis pantalones, siempre

olfateando. Kavo se equivoca, pues no olfatea a Orti, el tenedor ac-

tual de los palos. Salvo que Kavo esté demostrando con eso que las

muletas me pertenecieron. Pero no. Ahora recuerdo que las toqué

cuando las extraje debajo de la cama de Orti. Eso es lo que Kavo hue-

le. Menos mal. Nunca usé muletas. Nunca las necesité porque nunca

me pegaron. Mi biografía no ha de ser de los sufrientes, condenados

por acciones prohibidas y eternamente obsesos y discutidos por las

generaciones posteriores. Mi biografía será la del manso, la del bueno

y sonriente ante lo adverso.

Kavo continúa su oliscar y Siempreviva me saca cuidadosa-

mente por la espalda la chaqueta marrón desabrochándola como si

me abrazara y a continuación me va tironeando la camiseta hacia

arriba y yo la suelto como si me fuera despellejando. Hace calor, por

lo visto. Ahí, parado, me revisa minuciosamente la piel en busca de

las cicatrices de los azotes. Yo río. No las encontrará por ninguna

parte. Ya las busqué yo inútilmente una vez. La larga uña de su índice

recorre la clavícula, el omóplato, después las costillas, los brazos, las

muñecas, el vientre. Da media vuelta y reúne a Orti a y a Leproz en

un rincón. Les ordena sacarse la chaqueta y la camiseta. Yo no veo

lo que pasa después porque Olgar me tapa con su cuerpo cuando

me revisa las piernas después de haberme hecho desnudar. Con un

puntero escarba levemente donde le parece haber encontrado alguna

cicatriz.

Oh, qué triste estoy, y sin embargo no es mucho lo que sig-

nifica hoy para mí la vida. Algo significa, pero no todo, puesto que

pronto tendré descendencia, extraída del vientre de la hermana de

Nour, y mis hijos sabrán perdonarme las faltas que hubiere cometido,

grandes y pequeñas.

Recuerdo vagamente los esfuerzos hechos por no llegar a

cometerlas y mantenerme, tanto en bosques como en la ciudad, li-

bre de la tentación de matar. Ese esfuerzo, parecido al de Nour por

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243

proporcionarnos alimento y al de los Olgar porque todo esté aquí

en orden, terminaba por enterrarme en una desazón parecida a la

que producen las barras de madera duras descargadas fuertemen-

te contra los riñones y la espalda en nosotros. Recuerdo también,

aunque muy posteriormente, por cierto, que Juan Nour, siendo yo

joven, me llevaba a los bosques y me paseaba por la ciudad, y que

yo, pudiendo tal vez matarlo sin mayor esfuerzo, no lo mataba.

Estas son cosas que debieran tenerse en cuenta en mi situación

actual. Orti y Leproz, que desaparecían de tanto en tanto por algún

tiempo, ¿eran conducidos también por Juan Nour a los bosques y

a la ciudad? Muy posible. Pero entonces, ellos, que eran dos, ¿por

qué no mataron a Juan Nour y volaron libres de la obligación de re-

greso al subsuelo? Pero no. Juan Nour leía en ese tiempo nuestros

pensamientos y no se habrá aventurado a sacarnos con riesgo de

su vida. Me niego, entonces, a agregar : “Pude matar a Nour y no lo

hice”. Solo provisionalmente acepto: “Nour quería que yo lo matara

porque estaba cansado de Odelino y no me decidí”. De todos modos,

no debiera odiarme por eso como me odia. Debiera quererme porque

no lo maté aunque le haga yo terrible la existencia. Pero me odia.

Ni una palabra de respuesta, ni una sílaba para mi petición: “Señor

Juan Nour, quiero pedirle la mano de su hija”. He debido hacer sufrir

mucho a Juan Nour, pero no lo recuerdo. Esos bosques, esa ciudad

eran tal vez su esperanza de terminar para siempre con las heridas,

los vendajes, las cataplasmas y las muletas que ordenaba descender

aquí para nosotros.

¿Por qué sigo todavía aquí? ¿Soy acaso el propietario de este

subsuelo? No ha aparecido entre mis pertenencias ninguna escritu-

ra a mi nombre, aunque bien puede que la hubiera tenido en otro

tiempo y ya no la tenga, expropiada por los de arriba a la fuerza.

Si este dominio, abajo y arriba, fue mío, la verdad es que había yo

acaparado demasiado, demasiada construcción para mí, demasiado

terreno. Mis esfuerzos por labrarme un porvenir y una seguridad

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244

material no habrían sido vanos; eso es todo. Heredé este solar, por

eso me golpearon. Pero ya no lo tengo. ¿Por qué me golpean entonces?

¿Por qué Juan Nour ha venido con el perro de los Olgar, Kavo, y me

hace lamer y olfatear por él y después me descarga sobre la espalda

y la cabeza esa tripa rellena de piedritas? Ah, yo no lo recuerdo así

a Kavo ni a Juan Nour. Juan Nour no puede obligarme a manosear a

su hija, como lo ha hecho, con el látigo en la mano. No es muy bella,

es cierto, pero sus andrajos y su olor nauseabundo me atraían y

me recordaban la ciudad, que había olvidado. La hija de Juan Nour

apretaba en su mano derecha una bolita de papel que reconocí en-

seguida por su color amarillo: era la única carta que he escrito en mi

vida. Juan Nour también viste andrajos, usa la cabeza rapada y saca

la lengua como los animales antes de recibir el bocado inminente.

Juan Nour mismo traía la bandeja cuando entró. En ese mo-

mento parecía atento, educado, correcto; su descongelamiento se

produjo poco después, cuando me preguntó qué hacía, cómo me

llamaba, por qué me había desacatado. Levantó alto su brazo y me

señaló la horca, que pende de una viga, a pocos metros del piano. Yo

traté de entender bajando los ojos, pero no estoy preparado para eso

todavía. Esa soga no estaba antes, ¿pero cómo convencerme de tal

cosa? Habrá que observar más detenidamente, desde ahora, el lugar

donde vivo. Describe tu medio porque ahí lo tienes todo, me digo.

Entonces, me ordena Juan Nour caminar hacia la letrina tomado de

la mano de su hija, que tiene el vientre enorme, y una vez allí me

obliga a echarme ecima de ella como si fuera una alfombra.

Entiendo, por fin. Soy un ciudadano. Como tal se me consi-

dera con esta aproximación varón-mujer. ¿Pero por qué se me pega

entonces? ¿No he hecho todo lo posible con la hija de Juan Nour,

como el insecto con su pareja o el pez con sus semejantes a mi ma-

nera? En un primer momento mi cuerpo se enredaba, es cierto, en

los harapos de la hija de Juan Nour y, cuando me dije que tenía que

levantar hacia arriba esos harapos si en verdad quería ayuntarme,

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245

reparé en la mano cerrada de la mujer y en mi carta dentro y la quise

recuperar para guardarla junto con los otros papeles, pero Juan Nour

se presentó de pronto con las muletas de Orti y empezó a acribillarme

la mano con la punta de una muleta como si fuera un pistón, hasta

que tuve que alejar la mano de allí llevándola a otro sitio, la rodilla

de la hija de Juan Nour, de donde huyó despavorida también por la

persecución de la muleta. Solo cuando la mano desapareció bajo los

andrajos de la hija de Juan Nour me dejaron tranquilo y allí sentí el

calor de los bosques en el verano y vi los ojos blancos de la hija de

Juan Nour, que no soltaba el papelito y me lastimaba, sin quererlo,

con su vientre hinchado como un pequeño volcán, donde yo me

balanceaba esperando que Juan Nour dijera por fin basta.

He conocido el amor. Me preocupaba no conocerlo. Ahora

toda nuestra familia, por así decirlo, lo conoce. Solo faltaba yo. ¡Qué

largo y doloroso camino he debido atravesar para conocer por fin

hoy el amor! Aquí terminan las penurias y los desdoblamientos, la

inseguridad y los breves momentos de tedio que, bien lo sé, asaltan

a cualquiera. Es hora de preguntarme cómo se desea el futuro: ¿en

el mar?, ¿en la llanura?, ¿en la montaña?, ¿en la ciudad?

Pronto dejaré todo esto. Doy por recibida la respuesta de la

hija de Juan Nour con nuestro contacto proporcionado por su pro-

pio padre. Comienzan ahora las grandes etapas, la reorganización

de los sentimientos, la buena voluntad de Odelino, la amistad de mi

cuñado Nour y, un poco más allá, los Olgar, excelentísima amistad a

través de la cual dio comienzo mi regeneración, que brota ahora de

las heridas de los últimos azotes.

Como el amor es sufrimiento también, comprendo que me

hayas golpeado, Juan Nour, cuando se produjo mi casamiento con

tu hija en la letrina y tu muleta perseguía mi mano hasta encausar-

la por la senda. He amado y sufrido, como todos. Te lo agradezco,

Juan Nour, pero repruebo la ausencia de tu hijo Nour en el subsuelo

durante los esponsales, no solo porque es el hermano de mi novia,

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246

sino, además, porque es el proveedor de mi alimento y mi indicador

de las estaciones.

Veamos. Orti y Leproz han asistido a mi casamiento. Los

Olgar, no. ¿Se excusaron? Tal vez. Son tan honorables que los discul-

po. Siempreviva fue antiguamente mi esperanza y mi alegría, pero

ya no lo es. Distintos temperamentos el suyo y el mío. Lo recuerdo

perfectamente. Orti, sobre todo Orti, la merece más que yo. Y Leproz

encontrará también el ser que lo comprenda y le rinda su amor. Cuan-

do eso ocurra comprenderá por fin, como yo ahora, que el golpeteo

de la punta de la muleta en su mano indecisa es la ceremonia, que

habíamos olvidado, por la cual se nos da la fuerza de elección para

el amor-sufrimiento.

Ahí está Nour, con su brazo y su bandeja. Todavía es invier-

no. Buenos días, Nour. Leproz recibe la bandeja, empinado sobre las

puntas de los pies y con los brazos levantados. Me acerco porque

quiero contemplar un poco esa mano que pertenece ahora a mi fa-

milia. Nour debería entrar ahora como entró aquella vez Juan Nour

y entró su hija. Si no me considera digno de su hermana debería

inspirarle, pacientemente, confianza. Ahora es él quien se desacata,

familiarmente hablando, pero yo seré el primero en proponer que se

destierren en el ámbito familiar las muletas como forma de castigo.

Que venga cuando quiera, solo o con su padre. No le guardo rencor

como no se lo guardo a los Olgar por su ausencia en ese día decisivo.

Comprendo su actividad incesante vinculada a los preparativos de

mi nueva situación. Kavo tampoco estuvo. Comía su carne cruda en

el fondo. ¿O estuvo? Bah, es un perro. Como de la familia, pero no

de la familia.

Se va Nour. Una pena. No había vestido distinto para darle la

mano. No importa. Volveré a cambiarme la ropa y visitaré el rincón

donde pende la soga con que Juan Nour, a falta de vino para brindar

conmigo, me jugó una broma que supe festejar con los ojos llenos

de lágrimas.

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247

Aquí está la soga. La han dejado en su lugar. No se la han

llevado. Pobre Orti, pobre Leproz. Deberán tener paciencia un tiempo

más. Intercederé ante los de arriba para que la saquen, sobre todo

ahora que Orti parece contar con el favor de Olgar para obtener la

mano de Siempreviva, su ex esposa. Queda Leproz. Pero Leproz puede

ser, aquí, el hombre entregado por entero a su música, a su piano,

sin necesidad de nada más. La horca no es para él tampoco. Lo sé. Él

tiene su función, muy apreciada arriba, de prepararse para las grandes

sonatas (a eso se debe que no haya tocado para mi matrimonio; se

prepara y no puede interrumpirse), que sonarán cuando todo haya

sido ajustado entre nosotros.

Cada vez que levanto los ojos a la horca recuerdo el peligro

que se cernía sobre mi vida, a cada paso, la inestabilidad de este

techo y este pulso, los ruidos lejanos, incomprensibles que yo temía

escuchar, y la lluvia de cañerías y piletas que alimenta el jardín de

invierno y los hongos subsidiarios.

Cuánto ha cambiado todo. La soga, colgante, en cierto sentido,

llena ese vacío del rincón, que de otro modo resultaría demasiado

despoblado, desolado. Todo lo amigable de la luz se volvería falta

de franqueza sin esa soga. No. Intercederé, no para que la saquen,

sino para que la dejen. Además, ¿quién la sacaría? ¿Juan Nour, Nour,

la hija de Juan Nour, mi esposa? La hija de Juan Nour, mi esposa,

menos que nadie. Aquí nací, aquí me crié, aquí estoy, rodeado de lo

mío. Y eso es respetable.

Hay un peligro: que Kavo se enganche y se ahorque cuando

viene atado de la cadena del matrimonio Olgar, se ahorque y sea re-

tirada la soga por inservible, por peligrosa. Kavo no se ahorcará. Es

inteligente, digno de la casa de Odelino. La soga quedará. Yo y todo

lo mío hemos salido ilesos.

Un problema de último momento: ha fallecido Olgar. Lo inde-

seable también prospera, no estamos libres de la desgracia, ay. Venía,

soltaba su sermón, mientras Siempreviva ponía los sellos y revisaba

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y firmaba el libro. En consecuencia, ha venido Siempreviva sola, con

Kavo únicamente. La Olgar entró y pareció respirar, no sin cierta

inquietud, el aire de libertad familiar de que hace gala ahora nuestra

situación privilegiada, y el propio Kavo, con los colmillos puntudos,

se inquietaba con mis pantalones, la soga y las muletas de Orti, que

una vez fueron mías. La Olgar le acarició el hocico y empezó a hablar

de su marido. Arriba continuaban aún las ceremonias de despedida,

según nos dijo, los candelabros encendidos y los lamentos de mu-

cha gente. A continuación se puso a llorar. Habrá que interceder y

también por ella, por su luto y su pérdida. Orti, cuando la manoseó,

debió encontrarla afiebrada, puesto que retiró instantáneamente la

mano. Leproz no la miró. Miraba el piano. ¡Qué perfección! Estábamos

quietos como los personajes de una pintura costumbrista, y sin em-

bargo Kavo se movía oliendo, arriba, la descomposición progresiva

de Olgar, yacente en una caja de plata y rodeado de flores abiertas

y candelabros de bronce encendidos.

Dijo la Olgar que no parecía muerto y que Odelino había

ordenado honores y que ella ahora no sabía qué hacer y que Orti le

gustaba. Deberé aconsejar a Siemprviva, que levantó el vidrio del

ataúd de Olgar y le lamió la cara como si puliera mármol o una cosa

así. Estamos a oscuras desde que comenzó la ceremonia mortuoria.

Hemos debido donar nuestra cuota de electricidad para los reflectores

complementarios de la capilla ardiente de Olgar. Yo le he dicho a la

Olgar que disponga como mejor le parezca de nuestras pertenencias

hasta que Olgar sea inhumado.

—Los felicito —digo a la Olgar y a Orti, que se muerden las

manos y se entrelazan en la sombra y desparraman un olor nuevo,

desconocido en el subsuelo. Están vivos, no hay duda. Y ahora ríen.

Deberé llevarle flores a Olgar, más adelante. Olgar le dijo a Siempre-

viva antes de morir:

—No los abandones.

—Yo ocupo el lugar de Olgar —nos dice Siempreviva.

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—Venga —le dijo a Orti.

Orti tenía como estertores y no podía llegar sin encorvarse

un poco. Siempreviva volvió a besarlo más allá, otro poco, y a sobarle

la piel como si estuviera cardando lana con la mano y Orti vomitó

sobre sus propios zapatos. Yo también he pasado por todo esto, me

digo. ¡Qué felicidad! ¡Cómo ha cambiado todo para mí de la mejor

manera posible! Intercederé por la viuda Siempreviva y el aspirante

Orti. Se quieren. Concédeles, paz, Dios mío.

Debiera subir adonde está Olgar. ¿Pero se debe romper el or-

den? Olgar no se hizo presente durante mi ceremonia. Corresponde

que yo no asista a la suya. No le guardo rencor. Y menos a Siem-

previva, que deberá, de todos modos, reconstruir su vida con Orti

arriba, pues aquí, cuando baje la hija de Nour con sábanas limpias y

un balde, no podremos habitar los cuatro. Leproz el músico quedará.

Perdió terreno, perdió pie, seguramente, en la infancia, cayó y ahora

no puede procrear. Ahí está su piano. Intercederé para que no le fal-

te nunca. Si Odelino hubiera ordenado subirlo para los cánticos en

honor de Olgar en la capilla ardiente, me habría opuesto a Odelino

directamente o por intermedio de mi esposa. Soy justo. Por eso no

me pregunto cuándo saldré de aquí, sino solamente por qué estoy

aquí. Pero no me interesa la respuesta. Estoy. ¿Y qué? Otros están

en otra parte. Cada uno está en algún sitio. El mundo es grande. El

mundo está poblado. Con todo lo ocurrido hoy no he probado el

alimento. La Olgar no ha considerado prudente echármelo en cara,

como antes, y menos reprochármelo con golpes. En cambio a Orti sí.

Lo ha golpeado y lo ha hecho morder con Kavo, pero no ha llegado

Juan Nour con las muletas de Orti para encausar la mano sobre el

cuerpo de Siempreviva como hizo con la mía sobre el cuerpo de su

hija. Está ya en la etapa final de su camino al matrimonio con Siem-

previva pero falta, por lo visto, la sanción de Juan Nour. Ya no me

pegan, pero le pegan a Orti. Debo interceder a su favor en cuanto

cesen las exequias de Olgar. Está decidido.

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No he probado las migajas por la pena de esa muerte de Ol-

gar, y además porque la bandeja volvió a traerla mi cuñado y no su

hermana. Cuánto la extraño ya con esta breve ausencia. Olgar muerto,

arriba. Qué pena. Se va la viuda de Olgar a mirarlo otro poco, como

dice, a pulirlo otro poco. Echa la llave por fuera y le recomienda

algo a su prometido antes de echarla. Celos, seguramente. En cuanto

desaparece, Orti me mira. ¿Celos también? ¿Acaso he manoseado a

la Olgar como en mis tiempos de preparación y extravío?

—No me mire, Orti.

—No puedo dejar de mirarlo.

Es desusado. Casi nunca nos mirábamos en los últimos

tiempos. Cada uno a lo suyo, Kavo está allí no sé por qué, atado a

su soga. Tal vez quede con nosotros, con la hija de Juan Nour, las

sábanas nuevas, el balde, yo y Leproz. Si es un regalo se lo agradeceré

a Odelino. Kavo para las orejas, Orti lo desata. Kavo me muerde la

mano. Así empiezan las grandes amistades, me digo. Orti, más ex-

perto que yo en perros, cumple el encargo de Siempreviva, quien lo

recibió de Odelino, de acostumbrar a Kavo a sus nuevos amos: yo y

mi esposa. Kavo me muerde otra vez la mano. Pero no mucho. Muerde

y la suelta y mira después a Orti. Orti satisfecho. Yo también. Kavo

también. Kavo me salta a la garganta, muerde, suelta y mira a Orti.

Orti satisfecho, yo también. Kavo no entiende bien. Por hoy basta,

me digo. El bueno de Orti hace méritos ante Siempreviva, que acaba

de irse. Buen domador de perros. Es un mérito más. Orti viene con

las muletas y me las entierra en las costillas como si estuviera loco.

Pobre Orti. A mí, que ya he pasado por esa prueba y esa ceremonia y

soy, por lo tanto, refractario al dolor. Kavo por delante (¿no será esta

la verdadera ceremonia?) y las muletas por detrás. A Kavo lo siento

estornudar con la sangre que sale de mi pecho en el hocico, pero ya

no muerde: lame. Soy su amo, al fin. Y las muletas no se interrumpen

por eso. Siento la nuca ausente. Yo sé que no puede ser dolor, sino

viejas sensaciones parecidas a eso. Mi vida ha cambiado, por suerte.

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Orti deja las muletas bajo su cama. Yo me duermo. Kavo se duerme.

Orti se duerme.

Un día raro en el subsuelo, fosforescente. La fosforescencia

nos visita también. Leproz nació: está aquí. Una profunda trayectoria.

Lo importante no es habitar aquí o allá, sino haber nacido. Leproz

ha nacido, conocerá museos, públicos, escenarios, respiración ma-

terna dormida (yo no). Subsuelo, casa. Ahora le toca a Leproz. Sus

articulaciones, preparadas, bien preparadas. Falló en algo, olvidó la

violencia del mundo, según dice. Todo esto lo dice Leproz bajo la

mayor fosforescencia que hemos tenido en el subsuelo, hoy, con las

lámparas nuevas.

Leproz cuenta, bajo su traje nuevo, alzado en vilo por su alma

tranquila y segura. Esto lo dice Leproz, con las botas en la mano,

cerca de su colchón y sus estampas pegadas a la pared. “Cuidado

con reír”, me previene. “¿Yo reír, Leproz, ahora que soy otro, ahora

que estoy seguro, amparado? Dejo la risa para los niños, Leproz”.

Pronto saldremos de aquí, pero volveremos una vez por semana, a

más tardar. Leproz conoce a Odelino, eso a mí me falta, lo confieso.

¿Pero Odelino conoce a Leproz? “Estamos ante la primera falla de

Leproz”, dice Leproz. Yo no le comprendo. “La primera falla en mu-

chos años”. Y se pone pálido y llora un poco mientras se ajusta las

correas. No le conocía esas correas. Las guarda debajo de su cama,

seguramente, pero yo no camino debajo de las camas ajenas, apenas

debajo de la mía cuando el aburrimiento me obliga a destripar alguna

alimaña, a la que generalmente perdono la vida, ahora que vivo y soy

feliz.

Por la puerta aparece Nour. Por fin lo conozco. Es delgado,

de edad indefinible. Leproz lo ve, se adelanta, se cuadra. Nour no

trae comida, no es hora todavía, ni es manera de traerla, pues la pasa

indefectiblemente por la claraboya. Viene a otra cosa. Leproz sigue

firme; Nour le dice que está bien. Leproz empieza a desvestirse. Nour

trae una especie de caño flexible, pintado. Entra ahora Juan Nour con

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un papel en la mano, se lo da a leer a Leproz y luego este lo firma, ya

desnudo. Leproz se echa al suelo de rodillas y baja la cabeza. Nour

descarga el primer golpe sobre la espalda de Leproz y a continua-

ción discute algo con su padre. Juan Nour mueve negativamente la

cabeza ante el segundo y el tercer golpe de su hijo sobre la espalda

de Leproz. La carne se pone roja y después se abre para dejar paso

a la sangre, como rocío rojo. Juan Nour no está conforme todavía.

Nour insiste sin conformar nunca a Juan Nour. Juan Nour cuenta

hasta diez golpes de Nour en la espalda de Leproz. Leproz cae con

la frente en el suelo y orina. Nour y su padre enfurecen por esa orina

en el suelo y miran a Orti y a mí como diciendo: “¿Se dan cuenta?”.

Leproz se levanta como puede, aferrado a las piernas de Juan Nour,

vuelve la cabeza, mira el charco que ha hecho y se lamenta. Debiera

interceder por Leproz, pero temo empeorar su situación y disgustar

a Odelino.

Leproz no es místico, eso es todo. He fallado en mis presun-

ciones. Esto no es otra cosa que su ceremonia. Con ella se incorpo-

ra, por fin, a la ley interna. Se le proveerá también a él de familia y

hábitos sociales, de mujer y comida, de nombre.

Juan Nour echa agua en la espalda anaranjada de Leproz,

quien se incorpora de un salto. Nour palmea a Kavo. También Le-

proz lo palmea. Leproz es bajo, delgado, y no se queja. Mira a Orti,

que está quieto pero sonríe. Leproz va hacia Orti y lo derriba de una

patada entre las piernas. Orti, sin decir palabra, cae hacia delante,

como muerto. Leproz lo escupe desde lejos. Comienzo a temer por

mí. Leproz ríe. Juan Nour y su hijo me sonríen. Sigo perdurando,

está escrito que debo perdurar. Nour y su padre se van y cierran con

llave la puerta. Leproz va hacia Orti, lo levanta como

puede, lo echa sobre su camastro y lo insulta. ¿Qué desajuste ha

habido en la casa de Odelino, frágilmente interesada, al parecer, en

apuntalar aquello que ella misma construye? ¿Quiere destruirme,

pues, la casa de Odelino? Yo era un desecho; la casa de Odelino no

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abrió sus brazos. ¿Entonces?

Leproz se va al fondo y se acuesta. Orti abre los ojos, toma sus mu-

letas y viene hacia mí empuñándolas como dos largos cuernos de

toro de lidia. Estoy a punto de desmayarme…

Repasemos la situación. Debajo de los algodones tal vez no

haya ni carne. Me duele debajo de los algodones, sin embargo. Caí

bajo la furia de Orti y Orti cayó bajo la furia de Leproz. No puedo

moverme pero puedo pensar, y si estiro un brazo, el menos dolorido,

puedo hasta tocar a Siempreviva si viene, y a la hija de Juan Nour, mi

mujer, que indefectiblemente está por llegar para quedarse. Pero no

nos conformemos con describir; profundicemos también. Orti se me

vino hecho un loco con sus poderosas muletas como antenas gigantes.

En consecuencia, parece que dependo de Orti o, al menos que Orti

es mi tutor, mi cancerbero. Esto lo adivinaba. Si yo no era el tutor

de Orti -y eso lo sabía perfectamente-, Orti debía ser forzosamente

mi tutor. “Yo nací en un país lluvioso. Tenía un tutor llamado Orti”.

Entonces no hay por qué alegrarse: mi ceremonia de esponsales, tan

dolorosa y tan amada, continúa. Pero no puede durar indefinidamen-

te. Prefiero darla por terminada y decir, mejor, que dicha ceremonia

fue un suceso sin importancia y que sigo dependiendo de Orti, que a

su vez depende de Leproz. Por lo tanto, Leproz, Orti y yo no somos

camaradas como lo suponía. Yo cumplo una condena por motivos

perfectamente claros que no hacen al fondo del problema que ocupa

actualmente mi pensamiento.

Rompo aquí, solemnemente, mi compromiso con la hija de

Juan Nour. Me quedo solo porque estoy solo. No sé si Orti cumple

alguna condena, si la cumple Leproz. Nada me importa de ellos. Le-

proz no es mi camarada ni mi pianista ni nada. Leproz recibe órdenes

y las transmite a Orti. A veces esa transmisión se hace con violencia,

como he visto; Orti, a su vez, ejecuta en mí esas órdenes. Ahora me

pregunto: ¿existía la casa de Odelino cuando yo nací? ¿Quién fue

primero, la casa de Odelino o yo?

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Debajo de los algodones estoy vacío, tengo agujeros. Debiera

dolerme más esta situación. Materialmente, digo. Huelo a sustancias

aromáticas que han debido ponerme en la espalda. Leprox duerme.

Orti lee. Yo huelo. Soy libre. Ni una palabra con Siempreviva, ni una

palabra con la hija de Juan Nour cuando asome con el alimento. Ni

una palabra con Nour ni una palabra con Juan Nour, puesto que mis

compañeros de subsuelo los obedecen como animalitos domésticos.

Solo me queda pedir que traigan a alguien de quien yo sea tutor,

es decir, alargar la escalera con un peldaño inferior. ¿Pero es esto

decente? Es decir, ¿no se fuerzan las leyes?

Tendrán que darme el alimento en la boca, de lo contrario

moriré. Oh, cuántas penas tengo. Y antes, cuánto esfuerzo saludable y

qué de progresos y esperanzas cada día. Saldré de aquí sin hermosos

recuerdos, sin nada.

Estoy, por lo visto, pensando en el mundo. El testamento

de Olgar fue claro: “A ese, todo lo necesario”. Entonces Juan Nour

ordenó a su hijo golpear a Leproz para inculcarle el odio a Orti, y

Orti, golpeado por Leproz, elaboró odio contra mí y me golpeó. Se

ha cumplido ese testamento. ¿Queda alguna esperanza de que no

resucite Olgar y reclame su papel? Nadie ha resucitado hasta ahora

aquí. Estoy tranquilo en ese sentido. Pero puede haber otros testamen-

tos, el de Leproz, por ejemplo, el de Orti, sin contar los testamentos

perfectamente copiados y archivados para su ocasión de Juan Nour,

Nour, Siempreviva, Odelino… Y yo, ¿valdrá la pena que testamente?

Los castigos ordenados por mí caerían en el vacío. Eso quiere decir

que soy el último de la escala. Queda Kavo. Pero Kavo es un perro.

Kavo es un perro todavía.

Simplemente, abnegado, debo analizar mi fechoría, mi culpa.

Nada mejor para eso que mi estado actual: no puedo moverme, me

dejarán caer las migajas en la boca y yo pensaré sin interrupción

durante largos ciclos. ¿Pero pensaré bien? ¿No me harán pensar lo

que ellos quieren? Es mi deseo pensar bien. Deseo. Oh. ¿No me harán

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desear según su programa? En verdad no deseo nada, solo pensar.

Todo ha cambiado. Orti escolta a Leproz y yo escolto a Orti. Cuando

vagabundeamos por el subsuelo esa es la formación. Ahora recuerdo.

Debo estar en todo. Ahora que no puedo moverme estaré en todo,

con los ojos abiertos contra mis enemigos, esperando.

Leproz duerme, Orti lee, lee y se rasca los hombros y acomoda

sus harapos como mejor puede porque hace frío y estamos casi a

oscuras con nuestra donación de electricidad para la ceremonia de

la muerte de Olgar, arriba. Esa es otra cosa en la que debe pensarse:

la luz. Voy perdiendo terreno y hay que abrir los ojos.

Y estoy pensando. He pensado un plan. ¿Contra Odelino?

No precisamente. ¿Contra mis dos compañeros de subsuelo? Tam-

poco. Es un plan complejo, con algunas acciones contra mí y otras

acciones contra los demás, lo confieso. Pero confieso también que

es provisorio y lo iré perfeccionando poco a poco. No tengo apuro.

La serenidad es una de mis mayores adquisiciones. Si me cambian

hoy las vendas pensaré más cómodamente todavía, pues me arden

los pies y las sienes y manan de ellos esos líquidos que tanto odio y

que se llaman sangre y exudado.

Mi plan es seguro aunque lento. En su lentitud descansa

justamente su seguridad, pues ha de evaluarse palmo a palmo el

avance y los peligros que entraña ese avance, hasta que las cosas

vayan marchando sobre ruedas.

Puedo renunciar, por el momento, a una tentativa de fuga. De

todos modos, huir sería ilusorio por muchas razones, y sobre todo

por Kavo. Los perros viven mucho menos que los hombres, es cier-

to, y tarde o temprano me lo sacaría de encima, pero yo soy mucho

mayor que Kavo, es decir que viviremos aproximadamente la misma

cantidad de tiempo y entonces su persecución sería muy larga.

Descarto la evasión, pero la anoto al pie del plan, en la me-

moria.

Yo tenía un caño de desagüe y lo rellené de pólvora y otras

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cosas que tenía a mano y le puse una mecha sacada de un trapo que

había, y el aparato se veía hermoso a la luz de la luna. Parecía latir en

la noche tranquila. Lo introduje por la ventana en la casa del anciano.

Apenas recuerdo cómo era el anciano. Pero recuerdo que estaba vivo,

puesto que no le habría puesto el artefacto si hubiera estado muerto,

o cosa así. Respeto a los muertos. Y a los vivos también, porque ha-

brán de morir, porque son mortales. Yo no conocía entonces muchas

cosas que ahora conozco de sobra: la libertad, por ejemplo. El anciano

oyó cuando el aparato se deslizaba rozando la pared interna, que

tenía molduras y repujados hermosos, y decidió bajar del segundo

piso donde estaba, a la planta baja, donde yo trabajaba desde fuera

en el deslizamiento del aparato. Yo veía su sombra por la ventana y

los ruidos de sus pies en la escalera de caracol que une los pisos. Ya

habían muerto muchos ancianos, algunos de ellos jóvenes todavía.

Yo me quedaba… No hacía nada. Miraba hacer, aplaudía, a lo sumo

hasta que necesité una familia, pues no tenía familia, y elegí la de

los que hacían. Me rindieron un sencillo homenaje por mi éxito en la

casa del anciano que voló con el anciano dentro cuando este venía

por el primer piso. Yo oí la explosión desde unos cincuenta metros

y después las llamas que se comieron todo, menos algunos huesos

y algunos libros del anciano.

Yo elegí ese anciano, pero había en el lugar muchos ancianos

iguales o con leves diferencias entre sí. Eran decorosos en algunas

cosas, hay que confesarlo, y hablaban musicalmente, pero no nos

conformaban. El mío me habría nombrado su bibliotecario, pero no

tuvo tiempo. Recuerdo también que los ancianos se reunían cada tan-

to con ancianos de otros países o de otras regiones, no sé. Yo no era

anciano, odiaba a los ancianos, ni era joven, odiaba a los jóvenes. Por

eso puse esa compresión de pólvora en la casa del anciano. Eliminé,

por lo menos, un odio. He sabido que los jóvenes están bien, que ya

no quedan casi ancianos y que muchos de mi edad han muerto afuera.

¿Estaría vivo si no me hubiera recogido Odelino? Bien. Supongamos

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que estoy a salvo, se me hace rendir un examen, lo apruebo y se me

castiga. ¿No es arbitrario?

Quiero entrar a tu morada, Odelino, a pedirte perdón, pero me

retienes en el sótano, en el subsuelo, y si no hubieras ordenado que

me pegaran y pudiera moverme alzaría a ti los brazos. Orti sabe esto

pero no se lo comunica a Leproz. Así, nada llega a tu conocimiento y

se producen algunos peldaños de silencio. Me siento como el primer

día aquí. Solo que con un plan a medio elaborar y con una cápsula

de metal sobre las costillas inferiores para mantenerlas unidas. ¿Es

nueva esa cápsula? Nunca pude incorporarme de golpe ni agacharme

de golpe, ahora que lo recuerdo. Ni siquiera conozco bien mi cuerpo

y el plan ya está avanzado. ¡Cuántas improvisaciones!

Sí, pasemos revista a mi situación. Tengo cuerpo, es evidente.

He sido golpeado. Soy golpeado desde hace mucho tiempo, desde

que hice volar la casa del anciano. Me trajeron aquí. Vivo aquí. Una

serie de personas está a mi servicio, es decir, me controla. Aquí he

conocido el amor y he visto el amor de otros. No recuerdo exacta-

mente por qué hice volar la casa del anciano, pero debe haber sido

porque me negó alguna cosa, un plato de comida, la mano de su

hija, tal vez; dos buenas causas para matar. Hoy, por ejemplo, no

lo haría. He llegado a saberlo por instinto. A veces se me aparece el

anciano, pero su figura es tan borrosa que no le doy importancia.

Lo lamento por él. Creo que los parientes o los amigos del anciano

decretaron traerme aquí, a este retén, a este treno y que los castigos

perdurarán. Les resto importancia a los castigos, pero no sé qué

hacer ante Orti cuando empuña las muletas o la tripa rellena con

piedras. Creo que no grito, pero no sé qué hacer, puesto que me

parece que ya lo he hecho todo, todo por incorporarme a la nueva

vida. La hija de Juan Nour no ha vuelto a quedarse con su marido

como corresponde. Me han llevado por la fuerza a ese matrimonio y

después de él me han seguido pegando. No es cosa mía. Orti era mi

amigo, hoy es mi verdugo. Leproz era mi amigo, hoy es el que le da

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la orden a Orti contra mí. Debí haberlo sospechado. Quiere decir que

soy un individuo terrible, peligroso y sagaz que necesita ser vigilado

de cerca por un agente (Orti) y un superior (Leproz). “Yo nací en un

país lluvioso, hice volar la casa de un anciano, vivo e prisión, solo,

vigilado de cerca”. Estoy satisfecho. No serán muchos los que pue-

den decir de sus vidas tantas cosas. No es orgullo, es la verdad. ¿Y

mi plan? Hace mucho que no hablo de mi plan. Siempre se tiene un

plan, hasta para hacer de cuerpo. Creo que los niños muy pequeños

son los únicos que no tienen plan en este sentido. Si me descuido

terminaré también sin plan para hacer de cuerpo y entonces habrá

que rogarle al señor Odelino que me cambie de sitio porque será

insoportable estar aquí.

Tengo un plan vasto. Como una arenilla voy acumulando sus

pormenores en mi cabeza. Estoy en condiciones ya de poner en eje-

cución la primera parte. Esta primera parte consiste en intentar por

segunda vez -hablo de los intentos conscientes realizados- introdu-

cirme en la gran familia de Odelino y ocupar en ella el lugar que me

corresponde. La hija de Juan Nour no ha vuelto aquí. Ese ligamen se

ha roto, ¿por su culpa?, ¿por la mía? Sigamos adelante. Intentar otra

vez, no ser rechazado. No ser rechazado a medias, que es la peor

desazón. Si soy rechazado comienza la segunda parte del plan. Para

esta parte necesito un aliado. ¿Lo encontraré? Salta a la vista que no

puedo contar con Orti ni con Leproz, mis vigías más cercanos. Son

hombres, además, y los hombres son poca cosa para lo que significa

la segunda parte de mi plan.

Vuelven a molestarme los algodones, pero en general per-

cibo una sensación de paz que no cambiaría por otra vida en estos

momentos. Las punzadas han desaparecido casi totalmente; queda

una, sobre el hombro izquierdo, tenaz, pero eso no me impide seguir

elaborando el plan. Al contrario, creo necesaria, dentro de la paz

general, una fisura para que esa paz sea activa. ¿Cómo distinguir, si

no, entre esa paz y la muerte?

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También debo pensar en la muerte. Lo había casi olvidado.

La muerte como sustitución abrupta del plan, porque el plan es lo

más importante después de mí.

Este plan es claro para mí como debió serlo aquel otro me-

diante cuya ejecución voló la casa del anciano mientras este bajaba

la escalera de caracol. El anciano venía como desenroscándose por

esa escalera y la bomba fue como una tuerca sin orificio.

Antes era yo capaz de decir cosa por el estilo de la que acabo

de decir. Recuerdo la frase palabra por palabra, desde el artículo “el”

hasta el sustantivo “orificio”.

Esa frase debe de haber sido famosa entre mis amigos, si los

tuve, pero ahora carece de resonancia para mí.

Primero, restablecerme, limpiarme de algodones y vendas y

cicatrizarme poco a poco cuando las circunstancias lo permitan.

Un mes, dos meses, quizás un año para volver a ser el que

fui, con la piel regenerada y la fortaleza en plena recuperación. Mi

alimento es apto, a pesar de todo, para un feliz desenlace de mis

heridas. Ahora mismo, por ejemplo, me siento incomparablemente

más animado que hace poco. Y después de la próxima curación

notaré una gran mejoría y bajará la fiebre. Esto es parte del plan,

que ahora comienza. Una gran corriente de comprensión y simpatía

hacia Odelino. ¿Pero será posible que él no quiera conocerme, no

haya hecho nada por saber cómo soy?

Orti deja de leer y me dice que me quede quieto porque Siem-

previva está al llegar para controlar mi estado. Yo estoy quieto. No

sé. Acaso no sea suficiente esta quietud según los hábitos de aquí.

Acaso vengan las muletas de Orti otra vez derecho a mi vientre como

dos sables de madera por causa de que no estoy quieto. No importa.

Debo cumplir la primer parte del plan, diametralmente distinta de

la segunda parte. Orti no vuelve a repetirme que me quede quieto,

acaso una frase protocolar que emplea a cada momento. No recuerdo.

Tengo sueño.

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Siempreviva está a los pies de mi colchón cuando despierto.

Pero no parece la misma.

—Usted dirá —me dice.

—Siempreviva —le digo yo.

—Así es.

—La he reconocido. Usted ha entrado. Estoy bien. Gracias.

—Este es Leproz —me dice señalándolo.

—Y este Orti —agrega.

-Depende de usted -sigue diciendo.

Tiene la cabeza ensangrentada, el vientre a punto de esta-

llar.

—Voy a ser madre.

—Olgar, pobre Olgar —digo.

—Me pegaba —dice Siempreviva.

—¿Usted mató a algún anciano? —le pregunto.

—¿Anciano? ¿Qué quiere decir con eso? Aquí no hay ningún

anciano.

—Yo sí.

—Yo era la mujer de Olgar. Vine aquí muchas veces. Apenas

lo recuerdo a usted, pero lo tengo muy presente.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Usted dirá —responde Siempreviva—. ¿Conoce a Odeli-

no?

—No… Sí… —respondo.

—Bien. No quiere que eche este hijo al mundo.

—¿Usted nos abandona entonces después del nacimiento?

—No sea tonto. Odelino quiere decir que no admite a nadie

más en su casa.

—¿Usted tiene poder sobre mí? Quiero decir… ¿Usted está

en mi jurisdicción?

—Yo no hablo nunca —dice Siempreviva.

—Recuerdo mucho a Olgar —digo yo.

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—Ah, sí. Fue uno de mis tantos servidores. He peleado con la

hija de Juan Nour, por eso tengo la cabeza ensangrentada. Somos dos

mujeres para muchos hombres. Servimos desde la torre al subsuelo,

tenemos algunas prerrogativas, nos gusta pegar y amar.

¿Yo he pasado alguna noche con usted? -me pregunta Siem-

previva.

No tengo muy clara la cabeza. ¿Me comprende? ¿Lo he apa-

leado alguna vez? Contésteme con franqueza, todo se arreglará. La

hija de Juan Nour me habló de usted. He bajado a conocerlo.

—Yo la manoseaba. ¿No se acuerda cuando venía con Ol-

gar?

—Tantos me manosean. Tantos manosean a a la hija de Juan

Nour.

—¿Vendrá la hija de Juan Nour?

—No, he venido en su reemplazo.

—¿Quién la manda?

—Odelino.

—Oh.

—Mi hijo necesita un padre, un apellido. ¿Acepta?

—Yo maté a un anciano.

—Eso ya ha sido olvidado hace tiempo.

—Entonces, ¿por qué estoy todavía aquí?

—La hija de Juan Nour lo retenía.

—¿A mí?

—Lo amaba.

—Pero no ha vuelto al subsuelo.

—Ya no lo ama.

-Entonces, ¿nadie me retiene?

—No.

—¿Le parece a usted, en tal caso, que debo irme?

—¡Hágalo por mi hijo! Intégrese. Aquí no peligra.

—¿Yo la manoseaba mucho, mucho?

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Leproz y Orti dejan de manosearla porque se han interrumpi-

do para reír y mirarme. El vientre de Siempreviva parece una piedra

próxima a resbalar al suelo. Debo poner en práctica la primera parte

de mi plan. Se me ha ofrecido un acceso, un resquicio por donde yo,

con mis atributos morales y naturales y mi persuasión, puedo saltar

a posiciones privilegiadas en corto tiempo. Ah, yo no soy tan viejo

todavía. La verdad es que, sin haber percibido en todo su esplendor

mi vida matrimonial con la hija de Juan Nour, se me ofrece compen-

sación una rápida paternidad. Oh, Siempreviva.

—Déme ese hijo—le digo.

—Está dado. Habrá que esperar que salga.

Siempreviva me echa los brazos al cuello, pero como estoy

acostado y rígido se lamenta. Yo sé que estoy evitando el derrumbe

de Odelino y su casa, sacrificando mi libertad. ¿Pero dónde podría

ir? Estas cadenas son todavía livianas. Además, podría preguntarme

si mi recuperación física es segura, cosa de la que por momentos

dudo, duda que logro vencer y no vencer.

—¿Dónde viviremos? —pregunto a Siempreviva.

—Ah, qué tranquilidad se respira aquí. Los envidio —respon-

de.

Tantas preocupaciones, tanta actividad arriba.

—La hija de Juan Nour ¿me espera todavía?

—Bah. ¡Gran cosa! Frígida.

—¿Estéril?

—Estéril. ¿Pero por qué despachó de este valle al anciano?

—¿Fui yo realmente quien lo despachó?

—Tenemos las pruebas.

—¿Declaraciones firmadas por mí?

—Fotos.

—Ah, fotos. ¡Cómo quisiera ver esas fotos!

—Era usted un joven muy distinguido.

—Muéstremelas. Adoro mis fotos. ¿Podré verlas?

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—Se las traeré la próxima vez.

—Gracias, Siempreviva. Sí, ahora recuerdo que yo volé la casa

del anciano.

—Almirante.

—Sí, claro que era almirante.

—Nosotros sabíamos que usted volaría esa casa.

—¿Y por qué no me contuvieron?

—Ah, eso no.

—Si no hubiera eliminado a ese anciano que usted dice, ¿es-

taría aquí?

—Por cierto.

—¿Quiere decir que estaba escrito que este sería mi desti-

no?

—Un gran destino, por otra parte. Tiene usted un hijo.

Siempreviva se acaricia el enorme vientre, que parece azuca-

rado de pleno y macizo. Luego, entre los tres, comienzan a aflojarme

las vendas y a extraer los algodones. ¿Dónde arrojarán esos residuos?

Alcanzo a ver mi vientre hinchado, y más lejos, mis pies, donde

me apoyaba en épocas regulares, donde depositaba mi peso como

diciendo: “Allá voy, sosténganme, pues aún estoy vivo, caminadores

miserables”. Cómo se diferencian los dedos de Siempreviva de los

de Leproz y sobre todo de los de Orti. Fineza y firmeza, esas son las

palabras. Todavía la piel de mi cuerpo diferencia los dedos de los

enfermeros. Quiero saber que estoy mejor , pero Siempreviva calla

mientras Orti y Leproz sonríen y gritan espantados con el retiro de

cada algodón. ¿Qué quieren decir los muy tontos? ¿No es prematuro

reír si aún estoy vivo? Pero rían, que los escucho y ya no les temo.

Cuando los flageladores ríen, los flageladores se fortalecen. Lo terri-

ble es el golpe acompañado del silencio. Pero no sé si me equivoco.

Recién no reían: ¿me estaban flagelando nuevamente o me estaban

curando? Debo recuperar la sensibilidad de la piel. Solo entonces

comprenderé palmo a palmo las inconsolables aspiraciones de mi

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alma.

Alivio con la salida del último pedazo de algodón, que Siem-

previva retiene entre el pulgar y el índice mientras dice:

—Olvide lo del anciano. Lo obligamos a olvidarlo. ¿Oye?

Arroja el algodón al suelo y Kavo salta, pero la cadena no le

permite llegar. Me cubren con una sábana limpia y me dejan desnudo

bajo esa sábana, sin nuevos algodones, sin nuevas vendas. Cómo se

me sigue despojando. Pero tal era la primera parte de mi plan que

ellos parecieran adivinar. Así debe ser: comenzar de nuevo, comenzar

de la nada. He olvidado lo del anciano, estoy desnudo. Ha llegado el

momento de comenzar.

Cuando ese muchacho, algo crecido, quede bajo mi custodia,

comenzará el desenlace de la segunda parte de mi plan. Está lavada

mi culpa por la muerte del anciano, de modo que, no siendo ya un

condenado, el hijo de Siempreviva ocupará, por lo visto, el último

peldaño de la escala, de donde yo saltaré un peldaño arriba. Seré el

penúltimo. Es cuestión de tiempo. Mis heridas comienzan a cicatri-

zar. La piel nueva, debajo de las costras, brota con ímpetu. Estoy

salvado.

Leproz desaparecerá, llamado a otras funciones arriba, y

tendré solo a Orti como guardia. El tercer colchón lo ocupará el hijo

de Siempreviva.

“Yo nací en un país lluvioso”. Ay, olvidé preguntar a Siem-

previva por el tipo de cielo que aparece en esas fotos donde se me

ve haciendo volar la casa del anciano. ¿Es lluvioso el lugar donde

estuve antes? ¿Llueve en los alrededores de la casa o palacio u oficina

de Odelino? ¿Está lloviendo ahora en estos momentos? Mi clausura

no participa en verdad de la lluvia ni el sol; está, por así decir, por

encima de ellos. Pero debiera saberse si el lugar en que se nace es

lluvioso o no. Qué poco me conforma “Yo nací en un país lluvioso”.

¿Es cierto eso? Antes carecía de importancia para mí que lo fuese o

no. Ahora es distinto. Debo partir de la verdad, de lo demostrable y

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no de lo provisorio como partí antes. Ya se sabe cómo me fue por

partir de lo provisorio, empezando con lo del anciano (definitivamen-

te borrado, como si no hubiera sido) y terminando con el desastre de

mi matrimonio con la hija de Juan Nour y el desdén con que rompí

con Siempreviva. De Orti y Leproz no hablo. También eran camaradas

provisorios o guardianes provisorios.

Aquí se ven hongos en cantidad suficiente. Los hongos nacen

cuando hay humedad. ¿Por qué no me satisface, entonces, “Yo nací

en un país lluvioso” como me satisfacía antes? Veo los hongos. Ahí

están. Pero ocurre que dudo de todo; no de los hongos, pues debiera

estar loco para eso, sino de que “Era lluvioso el país en que yo nací”.

¿Amo yo los países lluviosos? Sí, pero no daría la vida a cambio de

un día de existencia en un país lluvioso. Puedo decir con la misma

franqueza “Amo el sol”. Amo los paisajes soleados”. ¡Ah!: “Amo los

solarios en los países lluviosos”. Perfecta síntesis. Pero no puedo

introducir la palabra solario. No me lo admitirían, no es suficiente-

mente cósmica. Sí, cósmica. He dicho bien.

Cómo quisiera, en lugar de estas lágrimas que suelto en este

momento, que todo fuera claro. Se me ofrece un niño para que lo

cuide. Es una prueba. No debo equivocarme esta vez. Se trata de un

examen que Siempreviva, por dictado superior, me presenta para

poner a prueba mi adaptación, mi regeneramiento. Debo aceptar

esta proposición de Siempreviva, y así lo he hecho. No volveré a caer

en falsas interpretaciones. Siempreviva ha debido comunicar a Juan

Nour mi determinación de hacerme cargo de ese muchachito para

formarlo y educarlo en consonancia con nuestras costumbres. Solo

quiere decir que se me estima y sobretodo que se me considera ya

hasta un maestro modelador de la nueva generación. ¿Puedo pedir

más? Yo sé que no dejarán, en verdad, ese niño bajo mi cuidado y

que todo, como digo, es una prueba. He respondido correctamente

a esa prueba diciendo que acepto. Odelino lo sabe y está conforme

conmigo. Le habrá respondido a Siempreviva, cuando ella le pidió

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permiso para parir y lugar para su hijo: “Siempre que el de abajo

(yo) quiera hacerse cargo de él”. Lo que quiere decir, una vez más,

que he encontrado estima cuando menos lo esperaba, seguridad y

aquiescencia. “Yo tengo un hijo a mi cuidado”. Así se puede empe-

zar correctamente, así puede comenzar mi historia. No es mi hijo,

seguramente, pero es un hijo, de modo que diciendo “un hijo” no

cometo excesos de suspicacia ni golpeo a las puertas de la suposición

para pedir prestado. Veré más adelante, cuando se afirme el hijo de

Siempreviva, si seré o no su tutor; entretanto, es válida la sentencia

que acabo de descubrir como prólogo de la historia de mi existencia.

“Yo tengo un hijo a mi cuidado” no es, a todas luces, superior a “Yo

nací en un país lluvioso”. En la vida exterior la naturaleza juega un

papel importante, pero en la vida interior solo cuentan personas.

Al saco roto lo del país lluvioso o soleado. “Yo tengo un hijo a mi

cuidado”. Eso es lo único verdadero aquí, por ahora.

Hoy me alcanzó las migajas Nour, como casi siempre. Y ob-

servo también que las correas y botones de Leproz y Orti han sido

aumentados considerablemente sobre sus harapos. También lucen

ahora cascos brillantes dentro de los cuales hunden su cabeza hasta

que la frente desaparece. Yo también tendré mis novedades, segura-

mente, en cuanto a ropa, una vez que pueda caminar, pues, aunque

ya me levanto, no se me permite todavía desplazarme de aquí para

allá. Mejor en todo sentido: sentado al borde del camastro puedo

contemplar mejor a Orti y a Leproz dentro de las innumerables

transformaciones de su vestimenta. Aclaro: son Orti y Leproz, pero

perfeccionados, por así decir, en su individualidad y, al mismo tiem-

po, similados, unificados. No puedo disimular mi inquieta curiosidad

por saber las novedades en ropa que me reservan los de arriba. No

pido mucho, solo lo necesario. Deberá también tenerse en cuenta mi

tipo de actividad en la elección del atuendo que habré de vestir en

el futuro. No hay dinero, al parecer, para dotaciones completas de

ropa. Subsistirán los harapos hasta más adelante, como ha ocurrido

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con Leproz y con Orti, pero, si bien se mira, eso carece de mayor

importancia.

Orti me acerca la bandeja con el pie —no puede desacostum-

brarse y lo comprendo— y yo empiezo a comer tranquilamente, sin

ninguna preocupación, con una mansedumbre maravillosa, hasta

que doy por terminado mi almuerzo.

Oh, las grandes sensaciones de la paternidad comienzan, y

no sabía yo que eran capaces de sobrepasarme, como sobrepasan los

recuerdos ondulantes del primer amor, allá junto a los hongos, con

la hija de Juan Nour y, más lejos todavía en el recuerdo, el ulular de

Siempreviva bajo los manotazos de sus perseguidores, Orti, Leproz

y yo. Pero ha llovido sobre todo eso. El hijo de Siempreviva, aun

permaneciendo arriba, aun sin conocerlo nunca —me gusta pensar

en los absurdos—, me fortifica y allana el terreno de la conquista

del mundo. Nadie me prohíbe pensar. Si me lo prohibieran pensaría

lo mismo. Siempreviva ha adivinado esta virtud mía y la aplaude

en silencio. Aplaude también mi comenzar: “Yo tengo un hijo a mi

cuidado”. A eso se debe que su espíritu y el mío sean tan parecidos y

nuestras esperanzas coincidan. Debo comunicarme con Siempreviva

lo antes posible. No cometeré la estupidez de emitir esos sonidos

repugnantes e inútiles para después recurrir a las manos, a las se-

ñas, obligando así a Orti, que comprende perfectamente, a traducir

mis gestos en palabras. No. Escribiré las respuestas. Pero lo que no

escribiré es el llamado que suele hacerse en estos casos. No deslizaré

sobre la bandeja de Nour ningún pedido escrito para que se presente

Siempreviva a charlar conmigo sobre los asuntos pendientes.

Tal vez no tenga motivos para odiar este sistema de llamado,

pero lo odio. En las circunstancias actuales, el método me parece

hiriente, medroso, solapado. Ah, quien ha nacido, como yo, para

la libertad necesita también del aprendizaje de esa libertad, y si

usara el método del papelito escrito y puesto sobre la bandeja de

Nour cuando retira las sobras, sería perdonable. No obstante, ya me

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han perdonado mucho y renuncio, pues, al sistema. Lo importante

aquí es la presencia de Siempreviva o, por lo menos, los datos de la

evolución de su embarazo. Creo que deseo en este momento estar

arriba para saber sobre eso. Es la primera vez que deseo estar arriba

y me siento como sorprendido. He tenido sueños sobre arriba, he

soñado largamente con arriba, pero nunca deseé expresamente estar

allí, aunque bien comprendo la emoción infinita que me traería una

invitación concreta para subir y besar a los que tanto quiero.

También la hija de Juan Nour está encinta. Ahora lo recuerdo.

¿Encinta de quién? Bah, podrían ser solo suposiciones. Está tan lejos

ese tiempo que los detalles de su vientre y de sus ojos se me escapan

irremediablemente. Lo que descubro a cada paso es que también

ella me necesita, como me necesitan aquí todos. Soy necesario en

el subsuelo. Muy necesario. Pagué mi culpa y ahora hasta parecen

arrepentidos del sufrimiento que me trajeron los castigos. Conozco

el sistema de esos castigos. Lo he probado con rectitud y fortaleza;

llega, pues, el tiempo de pasar a la otra orilla, la de los castigadores.

¿Y mi libertad?

Ay, es cierto. ¿Quién, en el subsuelo, en los bosques, en la

ciudad, es libre? Después de pensarlo bien considero más prudente

y armonioso quedarme aquí que ser expulsado al mundo junto con

las excretas de la casa por mandato expreso de Odelino. ¿No decrece

acaso la ciudad que me rodea, si se mira bien, en tanto que la casa

de Odelino se desarrolla vigorosamente? Hacer nuevos misioneros

en la ciudad: esa es la orden. Y traer a esos misioneros aquí, sacarlos

del mundo, formarlos para una nueva sensación y un nuevo orden.

Ay, Siempreviva, cómo la comprendo…

Cuando abandone al fin el subsuelo y ascienda, solicitaré de

Odelino la misión que tuvo Olgar, la que tienen Juan Nour, Nour y

Siempreviva. ¿Quién estará en ese entonces en mi lugar, dormitando

en mi camastro, comiendo mis migajas, mirando mi vitral, persiguien-

do mis roedores? ¿Será digno de mí como yo lo fui de Juan Nour

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y Olgar, y se abrirá camino hacia arriba como yo me lo abrí hacia

Odelino?

No prejuzguemos. Por ahora el subsuelo está vacío, es de-

cir, vacío de gente ajena desde mi consagración a la casa, desde mi

incorporación. O sea, carecemos de súbditos. Yo lo soy, pero solo

simbólicamente, y ese símbolo encarnado por mí es una de las más

generosas prerrogativas que he recibido. Digo, pues, que no ha in-

gresado nadie después de mí. Esa es sin duda la causa por la cual

no tengo aún sitio asignado arriba y se me mantiene aquí. Contro-

lar la formación espiritual del hijo de Siempreviva es en sí misma

una profesión larga y sacrificada, pero ella no colma seguramente

el programa de acciones que me tiene asignado Odelino para más

adelante.

Oh, ser útil, ser útil donde se esté; he aquí todo el pentagrama

donde vengo colgando mis gemidos desde que tengo uso de razón.

Aquí aprendí a amar, es cierto, aunque lo más importante es que

aprendí a odiar en la misma medida. ¿Pueden decir Orti y Leproz que

sus vidas fueron tan equilibradas? Hasta se pudiera pensar ahora que

puse ese artefacto en la casa del anciano sólo por obtener mi ingreso

aquí doblegando la resistencia que se me oponía. Si fuera así, ganaría

mi personalidad ante mis propios ojos. Pero no es necesario. Dejemos

las cosas como están. Qué defensor consumado de la costumbre he

sido siempre, aun durante los peores momentos de mi existencia. En

lo más profundo rogaba que ese piano, esa soga, ese vitral marrón,

esos hongos, esa letrina, esas muletas, esa cama, esa cadena de Kavo,

esa puerta pequeña se mantuvieran intactas sin modificación. Qué

placer observar que era yo el que cambiaba y que por tal cosa se me

distinguía. En junio, creo, tuve una gran crisis. No importa el mes,

por supuesto, y digo junio sin poder precisar si no era setiembre.

Tuve una gran crisis de melancolía. Ahora me lo confieso. Abrí los

ojos una mañana y vi a Orti por primera vez, no sabiendo si venía de

arriba o lo traían de afuera y sin acertar a explicarme qué función le

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tocaba ejercer junto a mí. ¿Debía yo darle órdenes o debía él dármelas

a mí? ¿Se lo traía para poner a prueba mi capacidad de mandato o,

por el contrario, para evaluar mi capacidad de obediencia?

Ese día comenzaron para mí los cambios que habrían de

desembocar en mi privilegiada situación actual. Fui tomado —de

eso no hay duda— para cegar la vida de aquel anciano; y como ese

primer paso lo di con acabada perfección pude ingresar sin tropiezos

a la segunda etapa, como interno del subsuelo, donde las pruebas

de suficiencia para la vida continuaron a través de la hija de Juan

Nour, Siempreviva, Olgar y demás. ¡Qué claro es todo! Qué claro es

todo aquí. No tenemos enemigos, pero constituimos una falange tan

perfecta y equilibrada para salir en busca de ellos, cuando de nuestra

perfección clásica y quieta surja el movimiento por propia tensión,

que estamos orgullosos.

Recuerdo todavía a Leproz y a Orti. Ya no están, han subido,

han levitado, diría yo. Estoy solo. Me curo pacientemente de las he-

ridas, que ya no sangran.

No camino todavía, pero me quedo sentado en el colchón,

con las piernas colgando hacia abajo, y me dan enormes deseos de

avanzar hacia los hongos, de caminar hacia la letrina, de tocar la soga

que cuelga o de acariciar el piano. Orti no se despidió de mí. Leproz,

en cambio, me hizo una ceremonia. No contesté. No valía la pena, no

estaba en mis cálculos, no quise. Sin embargo, los extraño. Soy mudo;

no puedo repetir, desgraciadamente, nuestras altas conversaciones

sobre temas generales, pero no miento si digo que las recuerdo con

cariño.

Oh, cuánto se piensa en la oscuridad. Después de la muerte

de Olgar no han vuelto a encenderse las lámparas. A veces, durante

ciertas horas, entran débiles reflejos por la claraboya y entonces dis-

tingo mis manos y también mis pies desnudos. Pero, generalmente,

la oscuridad es total y no admite interpretaciones erróneas de su

densidad.

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Hace poco creí oír al mayor de los roedores debajo de una de las

camas vacías y me dije: “Qué minúsculo es el poder de mis enemigos

actuales”. Siguió el roedor con su trabajo y yo con mi frase, hasta que

nos cansamos ambos del juego y, al parecer, nos dormimos.

Cuando despierto no tengo hambre. Suena la campanilla de las

migajas pero me quedo en mi sitio porque no debo caminar todavía.

Entonces, ante mi indiferencia, retiran la bandeja. Se oye después

un silbato a regular distancia y nuevamente el silencio comienza.

Ese silbato anuncia arriba que no he comido. Alguien nota que hago

ayuno y cuando lo pienso me sobrecoge el temor. Pero ¿se hartan,

acaso, ellos, los de arriba? Mi ayuno es cooperación, desinterés por las

cosas materiales, preparación para el régimen alimentario que llevaré

allí, sentado a la mesa de Odelino y con los pies sobre almohadones

intemporales. Ay, los roedores se hartan, trepan por el brazo del que

ahora, en reemplazo de Juan Nour, me trae la bandeja y devoran mis

migajas. No hay ninguna heroicidad en este desprendimiento, en esta

renuncia. Por eso, cuando escucho el silbato que sigue al regreso de la

bandeja a su lugar de origen, considero que una modesta ingenuidad

ata las acciones arriba y domina en las trasacciones espirituales de

la cofradía, la logia, la comunidad que vive y obra sobre mi cabeza,

en los pisos superiores.

No. Debes saber, Odelino, que me necesitas, y pronto. Lo sos-

pechas, es cierto, pero me mantienes aquí y mi vida no es eterna.

Después del último silbato no me he movido ni un centímetro

de donde estoy. Estoy acostado, con la barba, acaso blanca, sobre el

pecho, las piernas estiradas, las puntas de los pies hacia arriba, las

manos a los costados del cuerpo con las palmas reposadas sobre el

colchón. Posición ideal para recibir el llamado o, por lo menos, para

esperarlo. La nuca, serena; los ojos, abiertos; la respiración, sin tacha.

Mi nombre empezaba con R. Tenía yo una pequeña cicatriz sobre

el mentón, del lado izquierdo. Podría cerciorarme de su existencia

actual con solo levantar el brazo hasta depositar el índice sobre ella.

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¿Vale la pena? Ha de estar ahí, sin duda. Todas mis cosas están por

ahí, en su sitio, cada una en su lugar de nacimiento, como dormidas

y al acecho del mandato de arriba que espero.

Mi ayuno es un estímulo, desgraciadamente. Pero no por

mucho tiempo. Repetidos mis rechazos de alimento terminarán

por suprimir el envío de la bandeja y, por consiguiente, el silbato.

Transcurrirá un tiempo más y vendrán a examinarme y me hallarán

más que idóneo para decirme: “¿Quiere hacernos usted el favor de

subir?”. Yo les responderé: “Sí, sí, estoy preparado”. A lo cual ellos

responderán: “Deje, no se moleste, lo alzaremos, lo llevaremos a

pulso, no se agite, estamos para eso, lo venimos buscando desde

hace tiempo, no se incorpore, por favor, es usted liviano, nos costará

poco llevarlo en andas”.

Oh, cuántas lágrimas derramaré entonces, secretamente,

mientras me suben por esas escalinatas y cuántas más acudirán a

mis ojos cuando, detenido el cortejo ante la puerta del despacho de

Odelino, alguien pregunte: “¿Se puede?”. Habrá un silencio y yo no

podré contener los sollozos. Me castigarán como a los niños para

que se callen y yo no podré callar hata un tiempo después. A conti-

nuación, como un platillo de metal que cae al suelo, resonará la voz

de Odelino con estas palabras: “Adelante”. Me presentará entonces

a Leproz, a Orti, a Siempreviva, Juan Nour y su hijo y su hija. ¿Los

reconoceré? ¿Tenía yo barba entonces? ¿Blanca? Siempreviva me

mandó esas fotos donde estoy frente a la casa del anciano, al acecho,

pero no he querido verlas. Ahí están, entre mis papeles y mis cosas.

Odelino no me mirará de frente. Lo sé. Para eso sería necesario ser

hijo de su sangre, y tal cosa es imposible. Pero oirá mis sonidos y

los comprenderá sin ayuda de traducción. ¿Quién lo duda?

Caminaré por la alfombra de Odelino un largo trecho, flan-

queado por rostros que ni siquiera tendrán una idea de quién soy.

El cuerpo de Odelino, enterrado, por así decir, en sus negras botas

brillantes, partirá del suelo, pero no se sabrá exactamente hasta

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dónde llega su erguida cabeza en el aire. ¿Se podrá saber alguna vez

cómo es ese aire que rodea su cabeza y cómo las ráfagas que van y

vienen sobre su cráneo rapado?

Gritaré hacia esa cabeza con mis mejores aullidos y mis

aullidos llegarán a esa cabeza. Pondré la mano sobre su pecho o

sobre sus rodillas, me volveré hacia los demás y me sentiré como

un desbastador al pie de su bloque.

Odelino cuidaba a los ancianos de la ciudad y su frente debió

sufrir una trizadura cuando volé aquella casa y aquellos recuerdos

con mi carga concentrada. Ordenó azotes y por fin me protegió. No

quiso perderme, quiso hacerme palpitar para su casa.

Cuando la población de Odelino sea más grande que la pobla-

ción que deambula por la ciudad sin destino cierto, Odelino —lo ha

prometido, seguramente— aflojará los nervios de su rostro y dejará

caer sobre todos nosotros su bondadosa sonrisa escondida en lo

profundo.

Yo veré esa sonrisa resplandecer como la leche sobrante en

la boca de los niños y oiré trepidar las armas que lo honran en el

gran patio abierto embaldosado. Todo lo sé. Todo lo imagino. Soy

joven aún y mis maxilares arrancarán aplausos generales en la última

prueba.

Cansado debe de estar Odelino tras su empecinado mejora-

miento interior. Cansado y orgulloso de todo menos de su cansancio.

Debe estar alerta si esta superación que imagino se ajusta a la verdad.

En tal caso, su llamado, menos robusto de lo que supongo, puede

languidecer en el aire sin llegar a penetrar por la claraboya, que da

sobre los jardines.

Me levanto arrastrando las piernas y avanzo como puedo

hacia la claraboya. Es una locura pensar que puede estar en este

momento llamándome a gritos, encolerizado. Pero nada me cuesta

acercarme de vez en cuando a la claraboya y pegar mi oído al vitral

o a la rendija. Es lo que hago ahora después de muchos titubeos.

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Silencio profundo. Silencio lejano. Silencio cercano. Odelino no llama.

Odelino no llama todavía…

Qué poco me conforma, sin embargo, este silencio. ¿Y si me

llama mientras duermo? ¿Y si me hubiera llamado ya sin yo haberlo

escuchado? Ah, no se debe ir tan lejos nunca. Digamos que aún no

me ha llamado pero que está a punto de llamarme, lo que ocurrirá

de un momento a otro. Ya mi paz no es tan completa con esta in-

certidumbre. Trasladaré mi camastro junto a la claraboya y aquí me

instalaré. Será mejor, lo más seguro.

Estoy solo. La operación me llevará algún tiempo pues mis

fuerzas no están en su apogeo. No importa. Lo principal es empezar.

Traeré el colchón primero. Tiraré de él hasta conseguir derribarlo al

suelo desde el camastro y luego lo iré arrastrando hasta la pared de

la claraboya. Regresaré en busca de las tablas del camastro, tres o

cuatro, lo mismo da, y las depositaré una por una sobre el colchón.

Deberé hacer tres o cuarto viajes, a lo sumo. Por último, trasladaré

los cajones donde se apoyan las tablas, dos a la cabecera, dos a los

pies; total, cuatro viajes, más cinco viajes anteriores, nueve viajes.

Está bien. No es tanto. Hubiera jurado que eran entre veinticinco y

treinta viajes, contando las idas y las vueltas, pero son dieciocho.

Creí que esto no acabaría nunca. Estuve a punto de flaquear

repetidas veces, pero me sobrepuse al fin. He trasladado todo de

la mejor manera posible. Ya estoy instalado con mis pertenencias

contra la pared de la claraboya por la que penetra un gran silencio.

Aquí me siento mejor, aunque el vacío que han dejado en sus camas-

tros Leproz y Orti es más notorio. Pero me siento, en cambio, más

acompañado por la cercanía del vitral y sus figuras rectilíneas: un

hombre de pie sobre el estómago de otro acostado. Alguna vez me

dedicaré a estudiar esas figuras. Es momento propicio puesto que

dispongo del tiempo que empleaba antes de comer. Tampoco voy

a la letrina. Me cansan esos viajes y temo que no me consideren en

perfecto estado cuando llegue mi momento. Hago reposo, ayuno y

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pienso. Muy pocas veces debo recurrir a esas agotadoras peripecias

que me permiten expulsar el excremento fuera de los límites del

camastro. Cuando llega ese momento me encomiendo a Dios. Lloro

por los golpes recibidos. Lloro por todo.

Me interrumpo. ¿Será posible? Tengo miedo. Acabo de oír

mi nombre. Acabo de oír la voz de Odelino como si hiciera esfuerzos

por llegar hasta aquí desde el patio abierto embaldosado. Ha sido su

voz, no hay duda. Fue un grito largo, recto y agudo. Creo que el vitral

vibró pero acabo de tocarlo y ya no vibra. ¿Me escucharía Odelino si

le gritara desde aquí: “¡Sí, estoy listo!”? ¡A qué intentarlo! ¿Qué diría

si escuchara mi frase sin haber pronunciado la suya? ¿Cómo juzga-

ría mi impaciencia? Debo tranquilizarme, puesto que me necesita

y volverá a llamar por segunda vez. Estoy vivo. Él lo sabe. ¿Lo sabe

realmente? ¿Lo sabe en todos sus detalles? Si no lo sabe vendría, al

menos, a honrar el cadáver de su fiel servidor.

Oigo a los roedores entre mis papeles. Oigo bien, nada se me

escapa. ¿Entonces? ¿Por qué no oí claramente a Odelino, que quiso

llamarme él mismo como deferencia especial, sin recurrir a una ci-

tación arrojada por Nour a través de la claraboya?

Creo que el grito de Odelino podría situarse entre las cosas

más extraordinarias que han sucedido en mi vida. Brotó como el

disparo de una flecha voluminosa, luego se fue adelgazando hasta

la nada y al terminar se produjo un pequeño temblor de todo lo que

había puesto en movimiento aquí. Era la inercia. Recuerdo que yo

evacuaba algo por los oídos, sangre no será, cuando sonó la voz de

Odelino. Estaba distraído palpando el líquido que me corría por la

cara. Ha sido una verdadera suerte haberme trasladado aquí, cerca de

la claraboya, porque de otra manera no habría tenido la menor idea

de que Odelino me estaba dirigiendo la palabra. Este sitio es nuevo

para mí, pues antes habitaba allá, hacia aquel rincón oscuro, y esto

también ha de tenerse en cuenta cuando se juzgue como indiferencia

mi quietud ante el llamado de Odelino.

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Lo primero, levantarme. Avanzar hacia la puerta, tentar la

migaja de la puerta. Si la puerta se abre significa que debo salir, que

Odelino ha llamado y en estos momentos está extrañando que no

llegue aún a su aposento. Oh, si volviera a llamar, cómo me facilitaría

todo, cómo me llenaría de felicidad y acabaría con mi incertidum-

bre.

Quieto, escucho el silencio, fijos los ojos en la abertura de la

claraboya. Algo se mueve allí ahora, pero es imposible distinguir si

se trata de un roedor agazapado esperando, moribundo, moribundo

ya, la bandeja de migajas. ¿Cuánto tiempo lleva allí el infeliz? No. No

es un roedor. Es una mano y una bandeja. Hay reverberaciones. Las

conozco. Una bandeja y una mano. (Pero eran los de arriba los que

habían determinado mi ayuno y ahora revén la medida). Ay, Odelino,

yo te ofrecí esos, mis ayunos, con mi mayor esmero, creyendo que el

esfuerzo era mío. Perdón, Odelino. Se ve que no me has interpretado

mal, sin embargo, porque aquí viene tu señal para que me presente

a una entrevista contigo. La mano en la bandeja se mueve, pero no

es de Nour la mano, aunque la bandeja es la misma de siempre.

Por fin acabo de enderezar el tronco, creí que no terminaría nunca.

Ya voy, ya voy. En cuatro patas me deslizaré sobre el colchón, lo

recorreré a lo largo y pronto me veré estirando mi brazo y mi mano

hasta alcanzar la bandeja. Dicho y hecho. No. No hay migajas. Puedo

decirte, entonces, Odelino: “Te ofrezco estos ayunos con mi mayor

respeto”. Hay un papel con una orden escrita, seguramente. Veo el

papel extendido sobre la bandeja, desplegado. Lo tomo. Desaparece la

bandeja. Desaparece la mano. Desaparece todo y vuelvo a lo mío.

Aquí está la citación de Odelino. ¿Pero cómo leerla en la os-

curidad? ¿Sabe él que aquí no hay luz? ¿No se le escaparán detalles

importantes de mi existencia? No prejuzguemos. Intentemos leer.

Intentemos maniobrar con el papel hasta descifrarlo en la luz. ¡La

luz! Sí, la luz. Han encendido las luces, devoro el contenido de la letra

pequeña y rígida de Odelino: “Le comunico que debe presentarse a

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la brevedad”. Hay una firma ilegible y otras cosas. La luz vuelve a

apagarse. ¡Qué hermosa era la luz! Tengo sueño. Soy el hombre más

feliz de la tierra.

Acabo de despertar. Aquí está el mensaje de Odelino. Lo

palpo, lo acaricio con los pulpejos, me lo llevo a la frente, a la boca,

vuelvo a guardarlo entre mis papeles. Decía: “Le comunico que debe

presentarse a la brevedad”. Sí, eso decía. Un trato cordial, si no,

hubiera escrito: “Preséntese de inmediato a mi oficina”. Son las pe-

queñas cosas las que más conmueven. Oh, voy en busca de la puerta

de salida, pero aún no he conseguido que mi pie derecho toque el

suelo. Con mi cambio de sitio he ganado en capacidad auditiva para

el caso de que Odelino hiciera oír su voz a lo lejos, pero he perdido

en otros aspectos: por ejemplo, ahora es mucho mayor la distancia

entre mi colchón y la puerta de salida. Siempre se pierden las pe-

queñas batallas cuando se ha de ganar la grande. Allá voy, puerta.

He conseguido poner mi pie derecho en el suelo y empiezo a estirar

la pierna izquierda. Podría orinar sin mayores tropiezos en esta

posición, pero lo cierto es que no experimento ningún deseo.

Ya, ya. Listo el pie izquierdo, junto al derecho, en el piso.

Suelto la mano izquierda, que aferra el borde del colchón y trato de

erguirme un poco. En verdad nunca fui un cuerpo absolutamente

erguido. Tengo una operación en las costillas y un apósito de metal

que las mantiene unidas bajo la piel. Algún cirujano extraordinario.

Gracias a él me enderezo casi completamente, hasta que, fuertemente

apoyado en las plantas y sobre todo en los talones, logro soltar la

mano derecha. ¡Estoy de pie!

Estoy de pie y sin ningún dolor. Mis oídos no sueltan nada.

Comienza el recorrido hasta la puerta, que según mis cálculos debe

estar abierta para que mi cuerpo pase. Seré el último en pasar por

allí.

Afuera habrá luz, no hay duda. Luz indirecta y apacible en los

corredores. Todos me esperan impacientes. Todos los impacientes

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me esperan. Mi marcha va bien, sin tropiezos, sin descanso, solo que

lenta, como corresponde a los efectos de mi acabada preparación.

A la derecha e izquierda voy dejando atrás, para siempre, las

cosas con las cuales he convivido durante mucho más tiempo que

el imaginable. No las extrañaré, lo sé. Pero me despido de ellas en la

oscuridad, diciéndoles adiós a los bultos.

Estoy tranquilo. Tal vez en alguna oportunidad deba volver

al subsuelo a cumplir algunas tareas de contralor o vigilancia sobre

los que lo habitarán de hoy en adelante. Ardo por ejercer por fin mis

funciones, cualesquiera fueren. No hay funciones menores. Todas

tienen importancia.

Voy bien, sin dificultades; pequeños endurecimientos en las

rodillas, pero continúo con el ritmo iniciado junto al camastro tal

como me lo propuse. No vuelvo la cabeza, no miro atrás; me parece

que estuviera abandonando un jardín marchito, que estuviera al fin

saliendo por mi propio esfuerzo de una ola podrida y que alcanzo

la orilla, donde se me espera con banda de música. ¿Alguien en el

mundo es más feliz que yo en este momento? Ni el propio Odelino.

Ni el propio Odelino. Es lo cierto. Ni el propio Odelino…

Ya los roedores habrán ocupado completamente mi camastro

y los espacios que voy dejando libres. ¿Pero de quién es esa mano

que asomó con la bandeja y la citación? La desconozco. ¿Tiene im-

portancia eso? Ninguna. Olor a roedores que se desplazan, a orina.

¿Ago más? Claro. Mi ayuno no fue total en los últimos tiempos. Tengo

hambre ahora. Si tuviera mi fuente de migajas iría comiendo hasta

llegar a la puerta, que debe estar ahora a unos cinco pasos.

No ha crecido mucho mi barba desde la última vez que vi a

Orti; tijera en mano, me la arrancó de dos cortes certeros. Ese sí que

es un trabajo que yo no podría ejecutar si me lo encargaran: cortar

de tanto en tanto la barba a los que vengan. ¿Qué haría entre corte

y corte? Pasaría los días echado, inerte en mi confortable despacho,

esperando los días de compra como quien espera la llegada de la

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primavera.

Sí. Orti cuidaba de mi barba, pero eso no autoriza a que habré

de reemplazarlo en ese trabajo y que para tal cosa me llama Odelino.

Puedo, sí, encargarme de esas menudencias muy de tarde en tarde,

pero solo a título personal y no por disposición reglamentaria. Aquí

está la puerta. Vuelvo la cabeza ahora para despedirme con una

reverencia de todo lo que dejo. No se ve nada. Estoy emocionado.

Un día más aquí sería también perfecto. Por ejemplo, sentarme en

este mismo lugar donde estoy, junto a la puerta, hasta mañana. Salir

mañana. Pero Odelino está impaciente.

La puerta ha cedido. La abro del todo, paso (hay un escalón

bajo), vuelvo a cerrarla. Yo me llamo Ruy. Ahora recuerdo. El ancia-

no se defendió. Eso es seguro. Olgar me alcanzó la espalda con su

proyectil. Aquí tengo esta coraza de metal que me une las costillas

para que no se repantiguen cuando respiro. Odelino dirigía.

Hay dos paredes, una a la izquierda, otra a la derecha. El

corredor es bastante largo y desemboca en una puerta. Se ve muy

poco. Apenas algo más que en el subsuelo. Me apoyo en la pared de

la izquierda, vuelven los dolores. ¿Vuelven o empiezan? Estoy vestido.

Olvidé ponerme algunas cosas pero estoy vestido. Huelo a humedad;

debe ser mediodía. No llegaré a esa puerta donde debo golpear si

antes no descanso un poco. Cierro los ojos y me dejo caer.

No ha sido tan terrible la caída. Valía la pena dejarse caer,

porque ahora puedo recuperar fuerzas acostado en el suelo. Ni un

calmante en el bolsillo. Nada. Pero el reposo es lo mejor en estos

casos especiales.

¿Sabe Odelino que soy mudo? Bah, gran cosa para él que lo

sea o que no lo sea. Le diré que un tiempo era yo un brillante expo-

sitor, famoso por el timbre que lograba imprimir mi voz. Pero no

es el caso de perder el tiempo en consideraciones sin importancia.

Más valiera probar, en todo caso, mi lenguaje manual y ejercitar mis

señas para cuando llegue el momento de hablar con Odelino, dentro

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de muy poco.

Conforme. Conservo la rapidez que me esperaba. Mi lenguaje

manual sigue siendo claro y hasta expresivo si se tiene en cuenta que

apenas Orti y Leproz me dirigían la palabra y mis oportunidades de

practicar eran muy pocas. Si llego a enterarme arriba, por ejemplo,

de que Orti es también mudo , no experimentaría el menor asombro.

Sí, nos comunicábamos muy poco, es la verdad. Pero los guardianes

no tienen la obligación de comunicarse con sus subalternos.

“Vamos allá de una vez”, me repito, y vuelvo a mirar la puerta

al fondo del pasillo. Me conviene emplear aquí el sistema de desplaza-

miento que usan los niños, aprovechando que estoy en cuatro patas.

Una vez ante la puerta me erguiré y llamaré. Adelante, entonces.

No quiero pensar, no quiero sino desplazarme hasta esa

puerta, como lo hago en este momento. Por fin he logrado imprimir

a mis extremidades movimientos sincronizados y continuos a ambos

lados del cuerpo y, después de interrogarme sobre las nuevas posi-

bilidades, pongo la mente en blanco y también los ojos, por algunos

momentos, y gacha la cabeza como los caballos de tiro, me parece,

después, que arrastrara en un carromato el subsuelo con todas sus

cosas dentro. No es así; digo “me parece”. Porque si fuera así no

habría llegado a la puerta, que es de chapa pintada y suena cuando

golpeo con la mano extendida. Aparece Juan Nour cuando se abre

la puerta y me dice:

—Levántese.

—Sí, sí. Lo sé. Ahora verá —le contesto.

¿Puedo levantarme en verdad sin poner a prueba excesiva la

resistencia de mi corazón? Ni intentarlo siquiera. Avanzo en cuatro

patas, siempre con la cabeza gacha, hasta cruzar el límite de la puerta.

Lo importante es pasar de una vez ese límite y, ya dentro, ponerme

de pie. Juan Nour cierra la puerta en cuanto paso.

—¿Qué deseas?—me pregunta.

—Ponerme de pie—respondo.

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—Ah, sí —dice, y entre él y yo conseguimos levantar mi cuerpo

y pararlo sobre el pavimento.

—¿Qué otra cosa desea hacer ahora?

—Señor Juan Nour, vengo del subsuelo, como usted sabe.

—No me diga nada del subsuelo.

—Sí, mejor.

—Usted se comportó siempre como un enemigo.

—¿Yo?

—Ahí están los informes de Orti.

—Ah, Orti. ¿Vive Orti?

—Y de Leproz.

—¿Vive Leproz?

—Nadie tuvo jamás tantas posibilidades como usted, tan-

tas

posibilidades.

—Lo comprendo.

—Se le dio de todo, se le permitió todo.

—He ayunado mucho.

—Dejemos eso.

—Quiero ingresar.

—Lo estamos esperando desde hace mucho.

—Aquí estoy.

—Tenía escrúpulos.

—No, no.

—Sí, sí. ¡Escrúpulos!

—Ya no. Lo juro.

—Venga.

Me toma de la mano y desembocamos en un patio.

—Tápese las narices —me previene—. Cumplo la orden.

Cruzamos el patio. Miro el cielo nublado. Juan Nour me

sostiene como puede cuando se me aflojan las piernas.

Oh, qué lenguaje preciso he obtenido, sin embargo, con ayuda

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de las señas manuales y con qué facilidad me entiende Juan Nour.

¿Me entenderá con la misma facilidad Odelino?

Oh, Juan Nour. Estarás entonces presente en la entrevista, y

Siempreviva y los otros, menos Olgar. Pobre Olgar. No estará presente.

Hubiera sido una ayuda majestuosa. Olgar: tu indigno reivindicado

en las cimas, arrancado del miasma.

Hemos desembocado en una construcción baja, de arcos

blancos. No. No hace frío. Juan Nour abre una puerta y entramos. El

espacio es inmenso.

—Dame algo de comer, Juan Nour —le digo.

—Basta de llanto —me responde. Toma un uniforme completo

de una mesa y me ordena que me eche sobre una tarima. El mismo

me alza y me acuesta mientras dice: “Pronto, pronto”. A continuación

empieza a ponerme el uniforme. Qué poco recuerdo ya mi vida en

el subsuelo con estos cambios fundamentales que se operan en mí

desde la salida por aquella puerta. Aquí, sobre grandes mesones,

se apilan hasta el techo los uniformes consagrados, al parecer, por

la costumbre. Juan Nour termina de encajarme unos borceguíes.

Arriba parecen escucharse voces, pero las palabras se disuelven en

el olor a naftalina. ¿Se oye la voz de Odelino azuzando a su caballo,

dando consejos a las mujeres, enseñando a leer y escribir a los más

jóvenes?

—De pie —ordena Juan Nour.

Obedezco. Soy el que resucita, la columna de esta casa, el su-

midero y el tejado. Comenzará mi historia. Me sentaré a la mesa con

Odelino, demostraré que existo. De todo un poco tiene el uniforme:

una escudilla para sopa, medicinas, transmisores, diversos artefactos

de puntas diferentes, estrellas, un reglamento, un cofrecito para ce-

nizas. Ya estoy de pie y me parezco sorprendentemente a Juan Nour.

Juan Nour me va empujando desde atrás y salimos. Viene ahora la

caballeriza, pero no se ve a nadie montado. Juan Nour señala con el

dedo el horizonte y lo somete a mi consideración. Parecen encantarle

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mis adjetivos al respecto. Ah, viejo zorro, cómo sabías que alguna vez

tendría jurisdicción sobre tu persona, y a tal punto que no paraste

hasta darme a tu hija por mujer en la letrina del subsuelo.

—Arriba —dice Juan Nour señalándome un caballo. Y él mis-

mo me empuja desde abajo, me pone un pie en el estribo y con otro

empellón logra que me encarame sobre el animal. Oh, se acentúan

los dolores, se abren las carnes; necesitaría infinidad de algodón otra

vez…

Juan Nour se aleja y me deja solo bajo el sol. Desaparece tras

esa loma de césped estrangulado por el ir y venir de los caballos. Estoy

quieto sobre mi caballo mirando desaparecer a Juan Nour; hacia el

fondo, otros caballos corren, de distintos colores pero de igual galope.

Detrás de la tropilla va Kavo, el incomparable Kavo. Ardo porque me

reconozca, pero corre tras la tropilla sin mirarme. Soy el espeso, el

magno caballero de la desgracia, con un pie en la gloria y otro, por

ahora, en el circo, en un circo de caballos. Aquí se adiestra Odelino,

trepa Odelino, trota Odelino, galopa Odelino, cuidador de ancianos

y cosas imperecederas. Vendrá enseguida montado y seguido por

Juan Nour. Sobre mi caballo inmóvil me ejercito, reconstruyo los

gestos de mi lenguaje de mudo y los perfecciono bajo el sol. Bajo el

sol puedo ver mis gestos; en el subsuelo, imposible.

¡Qué larga ha sido mi leva! Pero cuánta belleza se me tenía

reservada. Por ejemplo, este campo, estos animales trotando, estos

gestos míos, este uniforme completo y mi seguridad, eso sobre todo,

mi seguridad.

Jamás podría haber imaginado todo lo que me aguardaba tras-

poniendo la puerta y calzando estos borceguíes. Si no me reservara

el destino algo más sutil, más sutil que cuidar caballos, que atender

esta caballeriza, no habría motivos, sin embargo, para no sentirse

dichoso. Ah, cómo podrían mejorarse estos pastos, estos vergeles

de la derecha y estos prados con una buena dedicación. Cómo po-

drían perfeccionarse los corrales, los comederos y, allá, la loma por

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donde se fue perdiendo la figura de Juan Nour. Nada se me ha dicho

al respecto, pero Juan Nour es hombre de pocas palabras. Prefiere

dejarse adivinar, prefiere la iniciativa del subordinado a la orden

del subordinador. Gran sabiduría. Por tanto, si no tuviera abierta

las carnes todavía ni despidiera este fuerte olor que despido y que

me produce mareo, bajaría del caballo ahora mismo y empezaría a

diseñar sobre el terreno otra forma para este campo, introduciéndole

modificaciones sustanciales. Pero necesito saber, primero, cuánto

tiempo tardará Juan Nour en regresar. No es aceptable que me sor-

prenda en plena tarea y desapruebe mi iniciativa. Aunque, ¿podría él

desaprobarla? ¿Depende de Juan Nour todavía? Eso está por saberse.

En primer lugar, ¿no ha aparecido acaso decirme, con su huida: “Aquí

tiene este campo; nadie hay por encima de usted en este terreno”?

Nada he firmado, pero tampoco en el subsuelo firmaba nada. Solo

los Olgar firmaban. Yo no firmaba. Y esto mismo, lo de los Olgar,

es ciertamente dudoso. Si Siempreviva me castigaba, ¿no podía ser

acaso por celos?

Kavo me ha mirado, pero no me reconoce. Mi olor le llega, sin

duda, ¿pero es el mismo olor que tenía allá abajo, en el subsuelo?

Todavía sigo soltando culpa y miseria, sigo soltando lava. Todavía

no me cauteriza las llagas este uniforme apretado y duro que me

permite sin esfuerzo mantener el torso quieto sobre el caballo que

monto sobre estos dominios de Odelino. Soy su lugarteniente. De

eso no hay duda.

¿Cuánto tiempo podré permanecer así, inmóvil, sobre mi

caballo, viendo corretear a Kavo y a los potrillos y a los caballos y a

las yeguas? No veo torres a la redonda. Solo veo nubes. Esta es mi

altura máxima. No estoy destinado a vigía. No veo torres. Veo nubes,

nubes inhabitables.

Y otra vez los fermentos abriéndose caminos por los harapos

y apareciendo por las costuras del uniforme. Sin embargo, el dolor

ha disminuido en algunas partes vitales. ¡Partes vitales! Como si no

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fueran vitales de por sí todas las partes mías ahora. Lo mejor será

desensillar, echarme por ahí sobre el estiércol seco y aprovechar las

fuerzas que me quedan para un nuevo intento de exploración de mi

cuerpo. ¿Pero por qué Juan Nour no me lavó primero en esas piletas,

no me retiró los harapos antes de vestirme con la ropa nueva? Ah, se

propuso no ensuciar el uniforme, seguramente, como si a Odelino le

importara gran cosa mi uniforme. Sí, podría aprovechar la ocasión

para vaciar mi intestino y mi vejiga a falta de comisiones más impor-

tantes. Y bien, ¿dónde está la hija de Juan Nour? Enterrada. ¿No ha

pasado acaso mucho tiempo? Se acabaron los jolgorios y la carne. Se

borraron del reglamento. ¿Siempreviva? Enterrada también. ¿El hijo

de Siempreviva? Quién sabe. No se ven niños a la redonda. No se ve

nada. Se oyen gritos, solamente, muchísimos gritos desde que llegué

con Juan Nour. Y un mástil. Eso es todo por ahora. Y Juan Nour,

que regresa y en este momento sube la colina pequeña y verde. Lo

espero. Acabo de vomitar. El sol del mediodía no es aconsejable para

la salud. Los borceguíes, en los estribos, como cuando partió Juan

Nour, que ahora regresa. No quiero que se diga que me aventuro sin

autorización. No quiero que Juan Nour me haga preguntas.

—¿Todo bien? —dice Juan Nour palmeando el caballo.

—Todo bien —rindo mi primer informe.

Qué fácil es aquí la vida.

—Vamos —dice Juan Nour tomando las riendas. El caballo

camina a su lado y yo encima del caballo. No se da vuelta, pero sé

que va pensando en mí como yo voy pensando en él.

Detrás de los prados se extiende el gran prado. A la distancia

se ve a los jinetes saltar vallas altísimas con uniformes y caballos

como espejos al sol. Mil jinetes sobre mil caballos sin descanso, de

aquí para allá, como obuses blancos. Ejercicios finales, seguramente.

Se repiten las cabriolas en silencio, como un ajedrez vertiginoso. Nos

acercamos otro poco. Juan Nour señala el espectáculo estirando la

mano. Yo asiento. Algunos jinetes conciben elásticas cabriolas sobre

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las monturas, otros saltan por encima de sus pares a todo galope.

Se transpira el silencio bajo el paño verde de la jerarquía. Juan Nour

debe exigirse para contener al caballo sobre el que yazgo, que está

loco por ir hacia allá. Más cabriolas, más saltos allí. Ahora parecen

artistas del trapecio imponentemente congelados en el aire, estalac-

titas de musgo con su uniforme verde y sus correajes verdes. Nada

sabía de todo esto. Apenas los imaginaba como yo, evacuando sus

excretas, sus orines, una determinada cantidad de veces al año. Cuán-

ta perfección ahora sobre todo en la carrera principal con cincuenta

jueces sobre tarimas tricolores y mil jinetes que tocan los palos y

regresan y vuelven a partir después de un giro en redondo en el que

se tocan sin querer los cortos sables de unos y otros produciendo

ruido de cuchillos que se afilan.

Estar allí, estar entre ellos correteando a caballo, ahora que

la ciudad (donde jamás volveré), cada vez más pequeña, según se

dice, va cayendo arrodillada a los pies de los prados crecedores.

Estar allí, probarme en los saltos, en la esgrima a caballo, que ahora

comienza y veo y me estremece de admiración. Estar allí, por fin,

cuando la elasticidad de mis músculos, triunfadores de todas las

pruebas hasta ahora, me permite asombrar a la pequeña población

artesana y labriega de la periferia del prado. Ay, apenas se distinguen

sus chozas desde aquí y sin embargo cómo son de inconfundibles

los puntitos rojos y blancos de sus ropas.

No distingo a Odelino entre los laberintos de las carreras

y los saltos ni pido a Juan Nour que me lo señale. Además, ¿me lo

señalaría el muy pagado de sí mismo, que no hace otra cosa que mi-

rar embobado sin mover por un solo instante los párpados? Ahora

veo que la tropilla cercana a cuya zaga va Kavo es la caballeriza de

reserva. Corretea en círculos alrededor de una noria en cuyo muro

suele encaramarse Kavo de un salto para vigilar a las bestias.

Se han formado allí, sobre el gran prado, dos grupos depor-

tivamente antagónicos, idénticos, que competirán en saltos gigan-

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tescos sobre vallas, unas sobre otras, progresivamente altas, la más

encumbrada de las cuales sube a muchos metros del suelo verde,

zona en la cual se han puesto alfombras encimadas y mullidas. ¡Oh,

contendores! ¿Sería soportable ahora mi vida sin este espectáculo

fulgurante que podría durar siglos sin que declinara por un solo

instante el deslumbramiento de los ojos, el chasquido de la lengua

y las interjecciones de las cuerdas vocales?

Trabaja, Odelino. Sabes que estoy aquí, esperándote para la

audiencia, pero tú trabaja, juega, triunfa, perfecciónate, que yo no

tengo apuro. No hace falta que me grites desde tu caballo. “Paciencia,

en cuanto salga de esto, no bien se den las condiciones, estoy con

usted”.

—¿Con “usted”, Odelino? ¿Por qué ese “usted” entre noso-

tros?

—Soy tímido.

— ¡Tímido! —y río por primera vez en mi vida. Sí, por prime-

ra vez. Ni siquiera cuando hice volar la casa del anciano puede reír.

Río ahora. Soy tu lugarteniente, que espera tu salto en el aire para

aplaudirlo y, si me recupero totalmente de tus azotes, imitarlo algún

día sobre estos mismos prados, a los que dedicaré toda mi antigua

y olvidada pasión por la jardinería.

Han saltado todos. Ninguna valla ha caído. Ladró Kavo. Grité

yo. Me abofeteó desde abajo Juan Nour. Entre los saltadores está

Odelino, pero no es posible reconocerlo. Le pregunto a Juan Nour

que no suelta la brida de mi caballo:

—Odelino no salta, no salta nunca — me responde.

Oh, alivio. Vuelvo a vomitar. Odelino no salta. Mi terror, el

último terror, por cierto, de mi vida era que Odelino saltara. ¿Terror

de que cayera en el salto? Jamás. Odelino es incapaz de caer. Me

refiero al terror de que no fuera capaz de valuarme sino a través de

mi condición de jinete. Odelino no salta, en consecuencia, qué poco

puede a él importarle que salte yo o que no salte. Y yo no salto. Ape-

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nas puedo ponerme de pie por causa del aprendizaje en el subsuelo

y necesito algún tiempo para volver a mi plenitud.

Bravo, Odelino. No saltas. En cuanto vi el prado, puedo decirte

que temblé creyendo que tras de tus saltos me ordenarías saltar a la

vista de todos. Entonces, Odelino, habría creído con lágrimas en los

ojos que solo perseguías mi muerte, mi extinción, y me habría dicho

amargamente: “Ahora debes morir”.

—No se eche, no se eche sobre el caballo — me grita Juan

Nour.

Y es cierto. Estoy echado con la cara sobre el pescuezo del

animal y escucho más nítidos aún los cascos resonar a lo lejos.

Sin levantar la cabeza hago señas a Juan Nour de que tenga

un poco de paciencia conmigo.

—Vamos, vamos —dice Juan Nour.

Yo no recuerdo y me quedo como estoy. Tengo sueño. Con-

tinúan a lo lejos los ejercicios. Está atardeciendo sobre el gran pra-

do.

“Yo nací en un gran prado. Con el tiempo, tras mucho esfuer-

zo, llegué a ser el lugarteniente de Odelino”. Excelentes palabras. Qué

fácil, con la cara sobre el pescuezo del caballo iniciar un buen resu-

men de mi existencia. Lo demás lo iremos agregando en la memoria

junto con las alternativas orgánicas y los diversos fenómenos de la

incontinencia pectoral y otras. Ahora comienza. Qué vano ha sido,

sin yo presentirlo, mi pasado. Casi como el de un animal sin dueño,

como el Kavo, por ejemplo, sin prado y sin subsuelo. Ahora no veo a

Kavo. Se ha debido ir con la tropilla porque yo no lo oigo ni a él ni a

los caballos. Tampoco oigo sobre el prado grande golpear secamente

los cascos de los caballos en el pasto silenciador. Ahora viene lo mío.

Estoy listo. El jineteo ha cesado y todos conocen por fin mi llegada.

Les relataré mis acciones principales, que ya conocen, sin embargo,

para poder entrar después a considerar mis aspiraciones. También

las conocen. Pero es una audiencia. Mis gestos crearán, además, un

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clima favorable a mi persona. Pediré, si encuentro que el auditorio

cae subyugado con mi exposición, ser enviado al subsuelo como

representante directo de Odelino, en caso de que se me niegue, por

ejemplo, el control y la vigilancia de lo poco que queda de la ciudad,

es decir, la parte que aún no ha sido anexada a los prados y donde

aún viven, quizás, ancianos indefensos.

Juan Nour está a mi lado, pero nada me dice. ¿Creerá que

duermo con la cabeza en el testuz del caballo, la frente enterrada

en esa crin dura y brillante? No, no duermo, Juan Nour. No podría

dormir. No podría pensar en dormir. Déjame estar todavía un tiempo

así, mientras espero esa audiencia programada, al parecer, para des-

pués de los baños de agua fría que suceden a los ejercicios. Déjame

otro poco así, Juan Nour. Necesito pensar, recordar todo lo bueno y

lo que me perdió.

Ahora Odelino y los jinetes estarán refrescándose bajo fuer-

tes chorros de agua, se enjuagan la boca y se empapan el cuerpo de

arriba abajo. Se preparan para recibirme en excelentes condiciones

morales y físicas, porque me estiman, desean conocerme los que no

me conocen y los que me conocen querrán estrecharme la mano,

particularmente Nour y su hermana, y Siempreviva, si no ha muer-

to, y Leproz, que hacía traer mujeres al subsuelo, y Olgar, que iba a

visitarme con su querida y no sé a ciencia cierta si ha muerto.

Ah, veo claro lo que fueron la hermana de Nour y la mujer de

Olgar, Siempreviva: rameras de la ciudad contratadas por los de arriba

y, ocasionalmente, llevadas al subsuelo para diversión, no de noso-

tros, sino de ellos. Esto siempre lo supe, pero yo mismo me negaba

a admitirlo, deseoso de edificar aquí, con los últimos exudados, una

familia con los mismos rasgos míos y ofrecerla en servicio a Odelino.

¿Acaso, en mi primera entrevista con Odelino, hace ya muchos años,

poco después de la voladura de la casa del anciano, estando yo con

los ojos vendados, no se me hizo prometer con su ujier, o lo que

fuera, que me pondría a las órdenes de su casa, trabajaría por su

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casa, engendraría hijos para su casa, fundaría una familia laboriosa

para su casa? Creo recordarlo perfectamente. En ese tiempo yo tenía

mi lenguaje, no era mudo como ahora, y Odelino debió ver en mí un

fiel colaborador, un sobrestante y un vigía celoso.

Entonces me envió al subsuelo, donde sufrí, amé y soñé,

soñé. No era horrible el lugar; lugares mucho más horribles para el

personal en formación debe haber en estos dominios de Odelino.

Yo no necesité esos extremos. Está a la vista. Con mi subsuelo me

bastaba: había matado a un anciano y eso provocó la ira de Odelino;

pero, en resumidas cuentas, había matado, y eso Odelino también

era capaz de tenerlo en cuenta, de reconocerlo como atributo a mi

favor. ¿Todos los que en ese tiempo ingresaron conmigo, muchos

de los cuales, o todos, mejor dicho, habrán ido a parar a subsuelos

mucho más profundos, serían capaces de mostrar a Odelino, entre

otras actividades, un crimen limpio, rápido, valiente y tenebroso

como el mío? Ninguno.

He aprendido a amar este nuevo suelo. Podría corretear con

Kavo, si fuera preciso, jornadas enteras; llevarlo finalmente a la

cucha, proveerle el alimento, el agua, atarlo y desatarlo según las

circunstancias y acostarme junto a él, cerca de él, en mi casilla propia,

tendernos cada uno en nuestra casilla a programar para la ciudad en

desmembramiento los últimos planes de control, las últimas levas

de regeneramiento para proveer a los subsuelos de Odelino, además

de hermosos paseos, algunas mañanas resplandecientes y luminosas

cuando el ocio nos llenara de congoja.

—Arriba —me grita Juan Nour.

Cuando el ocio nos llenara de congoja.

—¿Sí? —respondo.

—¿Duerme? —pregunta Juan Nour.

—No —respondo.

Siempre echado sobre el pescuezo, sobre la crin clavada la

frente, ay, ya no siento el sol en la espalda. Pronto seré un hijo de la

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noche. Pero ni siquiera sé exactamente lo que acabo de decir.

—Vamos—dice Juan Nour.

No levanto la cabeza, pero sé que ya hemos emprendido la

marcha. No es hacia la loma, es hacia la izquierda. Vuelvo a vomitar.

Levanto la cabeza, es de noche. A lo lejos, algunas luces. Hacia ellas

vamos. Hay establos, animales sueltos. Antes de subir la escalinata se

nos incorporan dos jinetes. Juan Nour habla algo con ellos. Se apean.

Entre Juan Nour y los jinetes, en vilo, se bajan del caballo y me ponen

de pie. “Yo nací, pasó un tiempo, me apearon de un caballo porque

me esperaba Odelino”. Estoy conforme. Es un perfecto resumen de

mi vida. Adelante, entonces. Rodeado de los tres subo una escalinata.

Ellos me ayudan. Juan Nour abre una puerta de vidrio y entramos al

salón. En el centro hay un banco. Allí me arrojan. Pronto desparecen

por otra puerta.

Creo que voy a morir. Hago todo lo posible por evitarlo. Pero

no, jamás me concederían volver al subsuelo a reparar posibles erro-

res. Caeré de un hachazo, tal vez. Aquí mismo. O de una cuchillada.

O reventado por sucesivos golpes en la espalda. Hay una salvación:

apretarme la garganta yo mismo. ¿Se podrá? Ahora tengo las manos

sueltas; mañana, quién sabe. Comería y bebería en este momento,

sin importarme gran cosa lo que dijeran. Nada me negarían puesto

que, en el fondo, me quieren. En el peor de los casos tendré, en

cuanto llegue el último instante, tema para pensar: el tipo de arma

empleada para mi eliminación. Pensando en eso rodaré por el suelo.

Pensando.

Pero peor sería pensar en una nueva vida en la ciudad, en lo

que va quedando de la ciudad ante el avance de estos prados. No.

Antes esto. Aquí todavía puedo fingir una muerte prematura, un co-

lapso fatal echándome en el suelo antes de que vengan y cortando la

respiración cuando me examinen. En la cripta podría vivir largos años

en paz con solo procurarme con inteligencia, cada tanto, un pedazo

de pan robado. Durante las ceremonias, en cuanto oyera abrirse la

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puerta el día de los muertos, volaría a mi nicho y me pondría tieso y

jamás se descubriría que estoy vivo. Es lo mejor. Escucharé afuera,

cada tanto, mi nombre, alguien que pasa y me recuerda; llegaría a

saber con exactitud quiénes verdaderamente me quisieron, en silen-

cio, quiénes fueron mis enemigos y quiénes mis amigos.

Oh, poder decir: “Habito en una cripta; cuando vienen imito a

los muertos”, sería una razón para dejar de llorar en este momento.

¿Pero puedo decirlo con seguridad, sin temor y hasta con arrogan-

cia?

Estaba solo sobre mi banco, pero ya no estoy solo. Veo entrar

personas al gran salón por diferentes puertas de vaivén que antes

no había advertido. También se descorren algunas cortinas blancas

y surgen otros más altos y delgados que los anteriores, y por último,

de una especie de foso con escalinatas laterales, sube gente baja y

sonriente envuelta en capas grises y gruesas. Mi salón ha sido inva-

dido en un instante y sin embargo no ha caído una sola mirada sobre

el banquillo donde estoy. Mis tutores se han reunido en pequeños

grupos y charlan con entusiasmo. Luego el murmullo asciende y se

hace general, como un coro de cabezas cortadas. Ah, si mis cuerdas

vocales, parecidas ahora a sogas seccionadas, pudieran dejarse oír

también ahora en ese coro. Callo y escucho, que de todos modos es

lo más prudente. Algunos disparan sus armas contra un blanco de

cartón clavado sobre el muro y festejan ruidosamente y se palmean

la espalda. En un rincón, hacia mi izquierda, distingo a los de capa

abrir carpetas y, por primera vez, mirar hacia el centro del salón,

donde está mi banquillo.

Reconozco enseguida a Juan Nour con su uniforme harapien-

to. Trae alfombras y las desenrolla hasta cubrir el salón. Suena un

timbre. Cesan el ruido, la conversación y los disparos. Solo percibo

mi respiración. Preparo mis gestos para cuando llegue el momento.

Reconstruiré las circunstancias y los detalles de mi carga explosiva en

la casa del anciano, que ha de ser la primera parte de las exigencias

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del tribunal. Repetiré, si es necesario, mi matrimonio con la hija de

Juan Nour, las puntas de las muletas como pistones machacando

mis manos y por último mi desposorio en la letrina. Oh, hermosos

momentos que podrían ahora repetirse.

Olgar —¿de dónde saqué yo que había muerto? ¿Estaría

soñando?— toma lista de los presentes, los nombra uno por uno y

ellos van levantando la mano. Orti y Leproz limpian los vidrios de las

ventanas. Siempreviva y la hija de Juan Nour hacen gestos obscenos

por la claraboya que da sobre el banquito y vuelvo a vomitar, esta

vez una especie de barro espeso y humeante.

Orti da un salto desde su andamio y con el trapo limpia lo

que acabo de echar. Leproz, tras de Orti, avanza y me pregunta cómo

me siento y si me acuerdo de él.

—¿Vio la cabalgata? —me pregunta.

—Sí.

—¿Qué le pareció ? Me interesa su opinión.

—Voy a morir. ¿Verdad, Leproz?

—Después de ese banquillo casi nadie sigue viviendo —me respon-

de.

—¿Usted estuvo en ese banquillo?

—Por supuesto.

—¿Se salvó?

—No del todo. Debo rendir pruebas permanentes de fidelidad

a Odelino.

-¿Cuáles, por ejemplo?

-Eliminarlo ahora mismo a usted —me responde mostrándome

su arma.

—Gánese este otro trecho de confianza entonces —le digo.

—Temo que ellos mismos quieran hacer justicia tratándose de

usted.

—¿Odelino, tal vez?

—No. Odelino no mata. Solo ordena.

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—¿Entonces?

—Tal vez desee hacerlo él mismo en su caso, por excep-

ción. —¿Lo ha manifestado?

—No. Nunca manifiesta lo que piensa.

—¿Está Odelino aquí?

—Sí.

—¿Puede decirme quién es?

—A su derecha, el más pálido de todos. El que tiene los

ojos

cerrados.

—¿El de las muletas?

—El de las muletas.

—Orti también usaba muletas.

—A veces.

—Las mismas.

—¿Cómo se le ocurre?

—Perdón, Leproz.

—Yo lo apreciaba mucho en el subsuelo. Su comportamiento

fue excelente, pero mis informes no sirvieron de nada. Esa es una

de las causas por las cuales no es difícil presentir que Odelino se

encargará de ejecutarlo.

—¿Usted lo cree de verdad?

—Lo intuyo.

—Ay, Leproz, usted me llena de alegría, de felicidad con su

suposición. ¿Ha pensado lo terrible que sería para mí si usted, en su

afán de alegrarme, se apoyara en suposiciones absurdas?

—Lo sé.

—¿Le ha dicho Odelino a usted, concretamente, que él mismo

se encargará de mi ejecución?

—Me lo ha hecho insinuar.

—¿Por quién?

—Por Juan Nour.

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—Repítalo, Leproz. Se lo imploro.

—Odelino me hizo insinuar por medio de Juan Nour que él

mismo en persona, y por primera vez, se encargaría de ejecutarlo.

—¡Un abrazo, Leproz! No está todo perdido.

“Yo nací. Fui ajusticiado por Odelino”. Si volviera a vomitar

me

dormiría. Hago esfuerzos. Orti limpia aún el piso y Leproz me anima

con palmadas en los hombros. Reconstruyo mi vida con la boca sobre

las rodillas, encorvado hasta no poder más. El tribunal va tomando

asiento de cuclillas en el suelo alfombrado. Quiero cerrar los ojos,

imitando a Odelino, pero temo no poder luego despegar los párpa-

dos cuando llegue el precioso momento en que las dos imponentes

miradas, la de Odelino y la mía, se encuentren por fin.

“Yo nací en un país lluvioso (pero ahora ya da lo mismo); tuve

un niño a mi cuidado (ahora ya da lo mismo); Juan Nour me pegaba

(ahora ya da lo mismo); Odelino me clavará los ojos”.

En verdad, no quiero conocerte, Odelino. Tus facciones se me

pierden, tu vida se me escapa. Ahora, por orden tuya, todos han vuelto

la mirada hacia el banquillo. Lo sé. Se oyen exhalaciones. Alguien me

lame. Es Kavo. Reconozco su lengua en mis pies. En mis piernas.

Dentro de un instante voy a morir. Él también ha venido a despedirme.

Kavo me muerde. Eso está fuera de plan, pero Odelino, por lo visto,

no lo ha sorprendido; aunque sí. Sí, porque le grita a Kavo:

—¡Kavo!

Oh, por fin he escuchado la voz de Odelino. Infinitos mati-

ces

imperceptibles para todos, menos para mí, apretados en un haz vi-

goroso y a la vez infinitamente persuasivo. Así es la voz de Odelino,

cuyo timbre, hecho de todo lo que se contrapone a lo efímero, es

el premio final, la medalla concedida a mi existencia. ¿Te he desilu-

sionado mucho, Odelino? Vuelvo al óxido, a la nada, a la tierra. Si

caigo por tu golpe, si muero por tu hacha, ¿a qué la cripta con la que

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pensaba engañarte con una muerte fingida?

Te espero, Odelino. Ahora me estás mirando, pero yo apenas

te distingo. Todos me miran. Yo levanto los ojos desde el banquillo y

te observo cómo levantas el dedo para que Leproz saque su boca de

mi oído y Orti termine de una vez con mi inmundicia desparramada

sobre la alfombra.

Uno se levanta y lee mi nombre. Orti, por delante, ha sacado

un martillo enorme. Todos vuelven la cabeza para reír menos Odelino,

allá, lejano y pálido. Viene el martillo de Orti hacia mi cabeza. Me

arrojo del banco al suelo. El martillo cae sobre el banco. Suben las

risas. “Yo nací y pronto fui perseguido por un salvaje que descargaba

su arma contra mí”. Corren los jinetes y me rodean. Odelino reza por

mí. Sus labios son dos laminitas de pellejo casi soldadas que aletean

como un pez aéreo y moribundo. Odelino, sí, parece también de aire.

Kavo se acerca y me lame. Luego se retira. Odelino saca su arma, se

acerca con los ojos cerrados y la apoya en mi pecho.

“Yo nací. Voy a morir”.

Novela inédita. Sin fecha

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Fernando LorenzoEXTRANJERO EN SU TIERRA

Páginas

Prólogo. Ulises Naranjo ........................................................................... 7

FERNANDO LORENZO POETA .............................................................. 11

Mensaje a los jóvenes poetas .............................................................. 13

De Tránsito (1948):

Junio esperaba afuera ........................................................................... 16

De Segundo diluvio, 1954. Colección Clavel del aire, al cuidado de

Alberto Rampone. Mendoza. D’Accurzio:

El fuego

A Carlos Alonso ...................................................................................... 18

De Revista “Reloj de Agua”, 1976:

En un lujoso cementerio ....................................................................... 29

De Revista Aleph”N.º 8, 1992

Maternidad ............................................................................................... 30

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298

De Antología I Grupo Aleph. 1997 ...................................................... 32

Los ojos .................................................................................................... 32

Manual de la tierra arrasada ................................................................ 33

FERNANDO LORENZO LETRISTA ........................................................ 35

Cantata latinoamericana

Obra poético-musical de Fernando Lorenzo y Ramiro Lorenzo. Ho-

menaje a la emancipación latinoamericana 37

FERNANDO LORENZO CRÍTICO .......................................................... 53

FERNANDO LORENZO CUENTISTA ..................................................... 59

Del libro inédito Historia de un ámbito, 1960:

Historia de un ámbito ........................................................................... 61

Unos pobres leones de ternura ........................................................... 69

La luna sobre el baldío .......................................................................... 71

Los milagros ............................................................................................ 73

Dos músicos ............................................................................................ 75

El vuelo ..................................................................................................... 77

Mi padre ................................................................................................... 79

Una pequeña recompensa .................................................................... 81

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299

FERNANDO LORENZO NOVELISTA ..................................................... 83

Arriba pasa el viento ............................................................................. 85

Subsuelo .................................................................................................229

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Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de“GRÁFICOS ASOCIADOS”

Cooperativa de TrabajoMendoza - ArgentinaSeptiembre de 2011

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