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107 Evolución de la Monarquía hispana: de la Monarchia Universalis a la “Monarquía católica” (siglos XVI-XVII) José Martínez Millán Instituto Universitario La Corte en Europa de la Universidad Autónoma de Madrid E l conjunto de reinos y territorios que formaron la Monarquía hispana, por encima de la diversidad de leyes e instituciones, fundamentó su existencia en el universalismo de la confesión católica y en principios teo- lógicos y teorías políticas, emanadas de los privilegios que los pontífices concedieron a sus monarcas (tales como las bulas otorgadas por el papa Alejandro VI a los Reyes Católicos y a sus sucesores, legitimando su expan- sión a América) y, consecuentemente, en el interés que los propios monarcas tuvieron en justificar su actuación política con la defensa del catolicismo. Estos planteamientos produjeron que la confesión católica constituyese un elemento esencial en la configuración política y cultural de la Monarquía, hasta el punto de que los estudios posteriores, realizados sobre tan extensa formación política en las diferentes materias: literatura, política, arte, cultura, etc., se han enmarcado dentro de este halo religioso al que se ha conside- rado inmutable en el tiempo; es decir, sin distinguir fisuras ideológicas o políticas a lo largo de los siglos, identificando tácitamente los proyectos de los monarcas hispanos con el de los pontífices (es decir, los de la Iglesia de Roma con los de la Monarquía hispana). Me apresuro a señalar (y este será el tema de mi conferencia), que el concepto político-teológico con el que se identificó a la Monarquía hispana experimentó profundas transformaciones durante la Edad Moderna, debido a que los privilegios otorgados por los pontífices permitieron a los monarcas basar las relaciones entre la Monarquía y la Iglesia católica en una dialéctica jurisdiccional, que se tradujo en la subordinación de una institución a la otra. Para justificar posiciones tan enfrentadas, autores comprometidos con cada una de ellas escribieron tratados teológico-políticos que justificaron la preeminencia de la institución que representaban: si durante el siglo XVI, el poder e influencia de la Monarquía consiguió articular una construcción política que subordinó la jurisdicción eclesiástica (Monarchia Universalis), durante el siglo XVII, los pontífices consiguieron que tal relación cambiase de orden y que la actuación y razón de ser de la Monarquía se supeditase a la

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Evolución de la Monarquía hispana:de la Monarchia Universalis a la

“Monarquía católica” (siglos XVI-XVII)

José Martínez MillánInstituto Universitario La Corte en Europa

de la Universidad Autónoma de Madrid

El conjunto de reinos y territorios que formaron la Monarquía hispana, por encima de la diversidad de leyes e instituciones, fundamentó su

existencia en el universalismo de la confesión católica y en principios teo-lógicos y teorías políticas, emanadas de los privilegios que los pontífices concedieron a sus monarcas (tales como las bulas otorgadas por el papa Alejandro VI a los Reyes Católicos y a sus sucesores, legitimando su expan-sión a América) y, consecuentemente, en el interés que los propios monarcas tuvieron en justificar su actuación política con la defensa del catolicismo. Estos planteamientos produjeron que la confesión católica constituyese un elemento esencial en la configuración política y cultural de la Monarquía, hasta el punto de que los estudios posteriores, realizados sobre tan extensa formación política en las diferentes materias: literatura, política, arte, cultura, etc., se han enmarcado dentro de este halo religioso al que se ha conside-rado inmutable en el tiempo; es decir, sin distinguir fisuras ideológicas o políticas a lo largo de los siglos, identificando tácitamente los proyectos de los monarcas hispanos con el de los pontífices (es decir, los de la Iglesia de Roma con los de la Monarquía hispana).

Me apresuro a señalar (y este será el tema de mi conferencia), que el concepto político-teológico con el que se identificó a la Monarquía hispana experimentó profundas transformaciones durante la Edad Moderna, debido a que los privilegios otorgados por los pontífices permitieron a los monarcas basar las relaciones entre la Monarquía y la Iglesia católica en una dialéctica jurisdiccional, que se tradujo en la subordinación de una institución a la otra. Para justificar posiciones tan enfrentadas, autores comprometidos con cada una de ellas escribieron tratados teológico-políticos que justificaron la preeminencia de la institución que representaban: si durante el siglo XVI, el poder e influencia de la Monarquía consiguió articular una construcción política que subordinó la jurisdicción eclesiástica (Monarchia Universalis), durante el siglo XVII, los pontífices consiguieron que tal relación cambiase de orden y que la actuación y razón de ser de la Monarquía se supeditase a la

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jurisdicción e influjo de la Iglesia (Monarquía católica). Solamente cuando tenemos en cuenta esta evolución, se encajan adecuadamente las distintas manifestaciones literarias, artísticas e ideológicas de la Monarquía, que ahora englobamos bajo términos tan vagos como “Monarquía católica” o “catoli-cismo postridentino” para situar a autores o calificar fenómenos sociales y culturales durante un largo período de más de dos siglos.

1. La formación de la Monarchia Universalis

La Monarquía hispana se configuró como tal durante la segunda mitad del siglo XVI, cuando, tras la división que Carlos V realizó de su herencia entre su hermano Fernando y su hijo Felipe, el Imperio Romano Germá-nico ya no fue la principal fuerza política dentro de la Cristiandad, sino que el liderazgo recayó en los territorios liderados por los reinos hispanos. Para justificar esta anómala situación, los comentaristas y teólogos hispanos recobraron la vieja idea medieval de Monarchia Universalis. Ahora bien, el concepto de Monarchia, que se generó para justificar la naciente Monar-quía (precisamente, por sus peculiares orígenes), llegó a ser un concepto central, global y suficiente, de manera distinta a la Monarchia que había encontrado su legitimación en la doctrina de los “cuatro reinos universales” y en la tradición (Bosbach, 1998, caps. 3° y 4°; Mattei 1952 y 1965). Las monarquías anteriores siempre sirvieron de modelos, pero no admitieron una legitimación histórica. Por el contrario, la Monarquía española no se presentó como un imperio, sino como un reino universal. En este sentido, el poder del rey de España era distinto del modelo imperial, aunque tenía una forma similar, pero también era diferente a la “monarquía universal”. Las condiciones por las que la Monarquía hispana se apoderó de la idea de la “monarquía universal” se apoyó en dos factores esenciales: la decaden-cia política del Imperio como fuerza política en Europa y la aspiración de España a desarrollar competencias para-imperiales por efecto de la propia potencia política, lo que llevó a unir a todos sus enemigos. De hecho, los defensores de la política española en el tema de la “monarquía universal” la justificaron basándose en una legitimación práctica (esto es, en su poderío militar; véase Fernando Vázquez de Menchaca). Tan peculiar teoría fue configurada por un grupo de letrados y religiosos castellanos que ayudaron a Felipe II a articular política e institucionalmente sus reinos (Pereña Vicente, 1954, 54-75; Beneyto Pérez, 1942, 269-84; Díez del Corral, 1976, 307-22; Carpintero Benítez, 1977, 65-79).

En efecto, el proceso de confesionalización que impuso Felipe II des-pués del concilio de Trento (1563), y que le sirvió para articular todos los reinos y territorios heredados en una gran Monarquía, fue ejecutado por

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un grupo de letrados, que han pasado a la historia con el calificativo poco preciso de “partido castellano”. Dicho grupo, que representaba a buena parte de las elites castellanas, eran los herederos políticos de las facciones cortesanas que, durante el reinado de Carlos V, habían conseguido controlar el gobierno central (a partir de 1530), desplazando a los nobles y servidores flamencos que habían llegado a Castilla acompañándole en 1517. Es preciso advertir que los patronos de esta facción castellana (Francisco de los Cobos, Juan Tavera, Jerónimo Suárez de Carvajal, Ibáñez de Aguirre, Fernando de Valdés, etc.) procedían de los círculos políticos que habían colaborado con Fernando el Católico (especialmente durante su regencia entre 1498 y 1516), cuyas ideas políticas y religiosas diferían sustancialmente de las defendidas y practicadas por los servidores de su esposa, Isabel. Frente a la espiritualidad practicada por los partidarios de la Reina Católica, impreg-nada en los principios de la “observancia” religiosa y el “recogimiento”, muy en consonancia con la ideología de los flamencos y del propio Carlos V, educado en el humanismo de Erasmo, la facción “fernandina” defendían una “espiritualidad intelectual” y formalista como correspondía a la reli-giosidad de los castellanos que habían luchado durante el medievo contra el infiel (Reconquista), de los que se sentían herederos, y cuyos principios ideológicos se basaban en la cruzada y en la superación (ascesis), por lo que se consideraban con derecho indiscutible a gobernar Castilla y excluir a los advenedizos, que detentaban los cargos de gobierno de las ciudades y de la corte (en buena parte judeoconversos); de ahí que instasen a los monarcas a establecer el tribunal de la Inquisición (Martínez Millán, 2007). Semejante forma de entender la religión y de manifestarla coincidía en buena medida con la forma en que Felipe II pretendía imponer los acuerdos de Trento en sus reinos (una ideología fácilmente controlable y, por tanto, con abundantes signos externos). De esta manera, el catolicismo que se predicaba y difundía estaba impregnado de claros rasgos castellanos con los que el monarca se identificaba, al mismo tiempo que asumía la política desplegada por las elites que contribuían al gobierno de su Monarquía. Ahora bien, tal actitud asumía una política castellana, pero Felipe II pertenecía a una dinastía (Habs-burgo) extranjera que no estaba relacionada con los valores ideológicos de la Reconquista ni con la tradición castellana. Para solucionar tan flagrante contradicción, los castellanos trataron de insertar al Rey Prudente dentro de su tradición; es decir, si la genealogía resultaba incontestable, la defensa del cristianismo y la asunción de los valores castellanos lo unían con los visigodos. El empeño por demostrar la línea directa que existía entre Felipe II y los visigodos indujo a inventar fabulosas genealogías de los monarcas hispanos, al mismo tiempo que se colocaba la religión cristiana como el elemento que había dado unidad a la línea dinástica hispana. El propio Felipe

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II impulsó la santificación del príncipe visigodo Hermenegildo, condenado a muerte por su padre (Leovigildo) por haberse convertido al cristianismo. Ahora bien, es preciso insistir que se trataba de un cristianismo forjado en la cruzada contra el infiel (Reconquista) y que, por tanto, tenía unas peculiari-dades religiosas diferentes al cristianismo europeo, en el que había surgido y crecido la dinastía Habsburgo.1 Con ello se trataba de demostrar que sus orígenes como reino, aunque cristianos, no habían sido los mismos que los de la Europa del Imperio Romano Germánico: éstos estaban situados en el contexto de una cristiandad europea, mientras que el cristianismo castellano se remontaba a los visigodos y a una “cristiandad propia”, la de la cruzada contra el infiel, guiada por el apóstol Santiago, quien le otorgaba méritos suficientes para crear su propio Emperador, Alfonso VII. No resulta casual que este monarca nombrara al arzobispo de Santiago capellán mayor de la capilla real, cargo que mantuvo dicha dignidad eclesiástica –sorprendente-mente– hasta la muerte de Felipe II (Márquez Villanueva, 2004, 223-30 y 255-60; Martínez Millán y Fernández Conti, 2005, I, 345 ss).

De acuerdo con tales planteamientos, no resultó muy difícil a los ene-migos de la Monarquía hispana descalificarla por su modo de proceder, juzgándolo de carácter injusto y contradictorio en relación a los criterios tradicionales ético-morales jurídicos que se atribuían a la “Monarchia uni-versalis”. Ante los ojos de los reinos europeos, la defensa de la religión aparecía solamente como un instrumento táctico de la política española, utilizada para construir su poderío. Asimismo, el papado no podía admitir que la Monarquía impusiera una ortodoxia religiosa de acuerdo a sus intereses políticos y que ejerciese una influencia decisiva en los cónclaves, a la hora de elegir los pontífices (a través de la red clientelar de cardenales que había construida valiéndose de su poderío temporal).

Esta política, que Felipe II practicó tanto en relación con las Monar-quías europeas como con la Iglesia, se complicó paulatinamente a medida que transcurría su reinado. Aunque, a primera vista, la victoria del partido “castellano” parecía completa habiendo impuesto su ideología política y su influencia social en el gobierno de la Monarquía, la situación aparece mucho más complicada en cuanto se le analiza un poco más profunda-mente. Las elites de los reinos, residentes en la corte y desplazadas de los organismos e influencia en el gobierno, se vincularon entre sí reivindicando una forma de gobierno o de composición de la Monarquía hispana distinta de la proyectada por el grupo castellano, al mismo tiempo que buscaban la protección de los miembros de la familia real para influir ante el monarca; así se explica la conducta del círculo de aragoneses que se refugió en torno

1 VéaseDelEstal,1961.EltemahasidoagudamentetratadoporMárquezVillanueva,1996.VéasetambiénMenéndezPidal,1925-1927,II,47-48.

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a la emperatriz María, el halo de “oposición” que siempre caracterizó a los personajes que frecuentaron el convento de las Descalzas o el grupo de resignados que integró el servicio de la infanta Catalina Micaela en su viaje a Saboya. Pero además, el proceso de confesionalización seguido por Felipe II que, en la implantación de los acuerdos de Trento, se mostró por el envío de representantes reales a los concilios provinciales y, en la reforma de las órdenes religiosas, se concretó en un intento de mayor control por parte del monarca a través de los Generales de las distintas Órdenes, fue acompañado –durante la segunda mitad del siglo XVI– de un florecimiento de reformas religiosas, en las que se aspiraba a un radicalismo religioso, conocido con el movimiento de los descalzos o recoletos.2 Esta corriente, típicamente espa-ñola, porque buscaba una espiritualidad radical de acuerdo con la religión católica, conectaba directamente –aunque no se lo propusiera de manera consciente– con las corrientes radicales surgidas en Roma, tales como la de San Felipe de Neri (Cistellini, 1989, 1309-92 y 1821-83), lo que contradecía el espíritu reformista “controlado” que intentaba implantar el Rey Prudente y su equipo de gobierno de acuerdo con los intereses de su política. Resulta lógico, por tanto, que durante el reinado de Felipe II, tal tipo de religiosidad no fuera bien vista por las elites dirigentes de la Monarquía y que los logros y difusión que consiguió la corriente descalza fueran debidos al apoyo que le ofreció el grupo político excluido del poder (que denomino “papista”). Aunque el monarca tenía que aceptar semejante espiritualidad radical como Rey Católico, si no quería caer en contradicción, tanto él como su equipo de gobierno pusieron innumerables obstáculos a la hora de conceder licencias para que dicha corriente espiritual fundase nuevos conventos. Por eso, mien-tras se descifraban los problemas de su existencia en el Consejo de Castilla, los descalzos buscaron la protección de los grandes personajes tanto en la corte de Roma como en la de Madrid.

De este modo, se producía una situación en la que los intereses políticos y las tendencias ideológicas y espirituales se superponían, de manera que las reivindicaciones políticas de los reinos periféricos en el modo de gobernar respaldaban las tendencias espirituales defendidas por Roma (era el pontífice quien debía definir la ortodoxia religiosa) y rechazaban las impuestas por el Rey Católico y sus asesores.

2 VéanseGarcíaOro,1993,69ss.yMartínezCuesta,1982.Solamentelosdominicosy–enparte–losagustinossupieronhacerunareformadesdela jerarquía,consistenteenlafusióndelasramasconventualyobservantebajounrégimencomúnqueseconsiderabareformado;laordendominicanaen1504ylosagustinosen1511.Contodo,hubociertosbrotesdereformaposterioresenambasÓrdenes.SobrelaintervencióndeFelipeIIensuprimirlosintentosdereformaagustinos,véaseMartínezCuesta,1988.

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2. La quiebra de la Monarchia Universalis

Aunque el esfuerzo de la Iglesia por independizarse del monarca español se dio durante todo el reinado de Felipe II, solamente tuvo su fruto durante el pontificado de Clemente VIII (1592-1606) (Fattori, 2004; Borromeo, 1982 y 1994). Dicho pontificado marcó la afirmación de un nuevo ordenamiento institucional y jurídico de la Iglesia que representó el punto culminante de un proceso iniciado con Paulo III, acelerado por Pío V y puesto a punto con Gregorio XIII y Sixto V, en el que se produjo la simbiosis entre la estructura de la iglesia universal y del estado territorial y la centralización del gobierno en las manos de un papa soberano absoluto y de una curia burocratizada a su servicio.

A partir de Clemente VIII, el cardenalato constituyó el cenit de una carrera, desarrollada enteramente dentro de la Iglesia. Las facciones y com-posición del sacro colegio resultaron fundamentales. El progreso del cen-tralismo romano fue consecuencia de la rotura del equilibrio que se daba a la conclusión del concilio de Trento entre papado y episcopado, que se transformó en proyecto común por la reforma de la Iglesia. Los cambios experimentados en esta época fueron numerosos y radicales: el aumento de los recursos de Roma debilitó la autoridad que venían ejerciendo los obis-pos por la causa económica, mientras las Órdenes Religiosas, distribuidas por Europa, recibían del Papa la protección a sus exenciones; la visita ad limina se convirtió en un hecho burocrático; asimismo, la Congregación del concilio se transformó, de órgano propulsor de la reforma, en el supremo órgano judicial para la aplicación de las normas conciliares. Trató de reno-var las órdenes religiosas, especialmente franciscanos y jesuitas, para que ofreciesen el fermento vivo del catolicismo desde la base, para ello cambió rápidamente los superiores generales y los cardenales protectores eligiendo a otros de acuerdo a sus ideales para que efectuasen una reforma interna. Mostró siempre una predisposición hacia las Órdenes observantes (“descal-zos”) y hacia los Oratorianos de Felipe Neri. Al mismo tiempo propiciaba la creación de la Congregación Propaganda Fide.

2.1. Control de los cónclaves

En 1593, a instancias del Sacro Colegio, se reunió una comisión encar-gada de juzgar el proceder del rey de España a la hora de los cónclaves. El problema consistía en que

por ser la elección del Sumo Pontífice la cosa de mayor importancia que hay en la Iglesia de Dios, requiere en los electores la intención más limpia y más libre de respetos y fines particulares que pueda hallarse y que solo mire al

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mayor bien y más universal de la Santa Iglesia, y esta limpieza y libertad se impide a los cardenales con el temor de caer en desgracia de su príncipe, y tanto más cuanto es más poderoso y dél tienen más dependencia, y así, por darle gusto, dejan de elegir el pontífice que fuera más útil a toda la Iglesia y eligen el que es más agradable a su príncipe.3

El parecer de esta junta en la curia hirió los intereses políticos y religiosos del monarca español y de sus ministros, para que ellos consintieran en per-manecer mucho tiempo bajo el peso de tan cruda censura. Pero la decisión estaba tomada: Clemente VIII creó durante su pontificado un grupo domi-nante de cardenales italianos, que propició el cambio de la relación política de la curia romana con la Monarquía hispana. De esta manera, el colegio cardenalicio estuvo compuesto en su mayoría por personajes italianos y los pontífices se eligieron, a partir de entonces, entre los miembros de este grupo.

Evidentemente, para conseguir este objetivo fue necesario pacificar la Monarquía francesa. Al dar a Enrique de Borbón la absolución solicitada, Clemente VIII dio el paso definitivo para librar a la Santa Sede de la tutela española, lo que fue bien visto por la Curia, pero no por Felipe II. A cambio de reconocer a Enrique IV como rey de Francia, el Papa consiguió la publi-cación de los decretos tridentinos en Francia, si bien no pudo evitar el edicto de Nantes. Con gran claridad se expresó también en la cuestión francesa, respecto de la cual Felipe II exigía a la Santa Sede que dejase que Francia llegase al cisma religioso. A partir de entonces, se formó en Roma un grupo de cardenales franceses que comenzaron a hacer partido dentro de la curia.

La posición de equidistancia, asumida por la Santa Sede, entre las dos grandes potencias católicas (Francia y España), permitió a Clemente VIII ponerse como mediador en sus conflictos. Asimismo, la independencia que Roma había conseguido con respecto a España se puso de manifiesto en diver-sos acontecimientos como, por ejemplo, en el influjo que ejerció Aldobrandini en la elección del embajador español ante la Santa Sede o en el escaso poder que demostró tener la Monarquía hispana en el cónclave para elegir nuevo papa. El nuevo pontífice, Paulo V, no cambió la política establecida por su antecesor, Clemente VIII. A partir de entonces, la actitud de la Monarquía hispana con respecto a Roma varió sustancialmente. El 7 de junio de 1610, el nuevo embajador, conde de Castro, contestaba al monarca:

Mándame V. Magd en uno de los capítulos de mi instrucción que después de auer llegado a Roma, le haga particular relación de la voluntad, affectos y dependencias de cada uno de los cardenales, y no la he hecho hasta agora por podella hazer más cumplida y más cierta hauiendo estado aquí algunos días y tratado de cerca a los sujetos.

3 Hinojosa,1896,413;Pastor,1946,XXIII,190.SobrelaeleccióndeClementeVIII,véaseBorromeo,1978.

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No obstante, al flamante embajador le había dado tiempo para percatarse de lo que el rey hispano podía esperar de la curia, por lo que concluía su carta con estas palabras:

En fin, Señor, Vuestra Majestad lo acertará, sin duda, en no esperar de Roma más de aquello a que le fuerza o el ynterés obligare. Confusión y lástima es que se hable así de los príncipes y de la caueça de la Iglesia, pero, pues, Dios tiene a Vuestra Majestad para que la sustente, necesario es que le demos cierta y descarada noticia de los males que le van desmoronando (AGS, leg. 993, s.n.).

El único recurso que tuvo la Monarquía, a partir de entonces, fue la de ganarse a la mayor cantidad posible de cardenales, a través de regalos y pensiones, para tenerlos sujetos, pero que no resultaban efectivos a la hora de elegir pontífice además de ganarse las protestas de los cabildos catedralicios que veían cargadas sus rentas al tener que pagar las pensiones cardenalicias.4

2.2. La formación de un partido “papista” en la corte hispana

Dadas las dificultades que existían para solucionar los problemas de jurisdicción y viendo que se trataba preferentemente de intereses partidistas los que obstaculizaban el normal desarrollo, el Pontífice pensó en formar un grupo político que, integrado en el gobierno de la Monarquía, actuase de acuerdo a los intereses de Roma. Para ello, proyectó la reorganización

4 Elpropioconfesorreal,frayLuisdeAliaga,semanifestabaabiertamenteenestesentido:“...dixoelpadremrofrLuisdeAliaga,confessordeV.Magd,qenaquellaCortenoaysinounnegocioqueestratarcadaunodelsuyo,sinotrorepectoparticular,yaunqueentodasmateriascaminanconestamáxima,peroprincipalmenteenloquetocaainteresesdehazienda,yassí,mientrasV.MagdtuuieredependientesalosdeRomaenestaparte,lostendrápromptosyciertosasuservicio,ynodeotramanera,porquetantoacudiránaélcuantolesestébiencorrerconloqueV.MddeseaylaexperienciahamostradoenmuchasocasionesyparticularmenteenlaeleccióndeLeónundécimoquesinoesdeestamanera,nohavennada,dandopordisculpa,cuandonolesestábien,quenoconvienealserviciodeV.Magd,yquandolesvieneapropósitoquesoloporseruiraV.Magdlohazen.YsupuestoqueelmediodedarpensionesnovastapararemediodestoniparainclinarlosaloqueV.Magdquierecuandoloshamenester,yqueporserestahaciendaeclesiásticanosaledeladeV.Majestad,esnecesariousardella,demaneraquenoassegurándoselaalospensionarioscomocosaeclesiástica,esténsiempredependientesdeV.Magdporconservarlaspensionesqueselesdieren,yelmediodequeleparecesedebíausarparaestoesqueV.MajestadhicieseenEspañatestadeferroquedicenenRoma,encuyacabezasepongatodalacantidaddepensionesquesehubierendedarenaquellacorte,declarándolesque,enteniéndolesensucabeza,denpoderesencausapropiaparacobrarlaselsecretariodeEstadooalapersonaqueV.Magdlepareciereyéstecobrelasdichaspensionesylastengapromptasparapagarlasasutiempo”(AGS.E,leg.1002,núm.4.ElpadreAliagahabíautilizadoestemétodoconfrecuencia;consiguióelnombramientodesuhermanocomoarzobispodeValencia(BibliotecaVaticana.Barberini-latini,ms.8532,fol.7r),recomendabaasusamigosparaqueobtuviesenprivilegiosenRoma(Ibid,fol.11ry12r).

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de la antigua facción “papista”, cuyos miembros habían sido perseguidos y dispersados por el grupo “castellano”, ahora en el poder (me refiero al secre-tario Antonio Pérez y a la princesa de Éboli). Dicho proceso fue preparado con toda precaución en torno a la persona del joven príncipe.5

En primer lugar, el papado echó mano de los miembros de la familia real, quienes, por tradición, siempre habían sido fieles e influenciables servidores de Roma. Ya en la embajada extraordinaria que realizó monseñor Camilo Borghese (octubre de 1593) a la corte hispana para solicitar ayuda contra los turcos, mientras pasaban los días esperando la audiencia del monarca, no se olvidó de visitar y cultivar la amistad del príncipe Felipe, de Isabel Clara Eugenia, del archiduque Alberto y de la emperatriz María, comunicando a Roma las buenas relaciones que existían entre estos miembros de la familia real y la devoción que profesaban a la sede apostólica. No obstante, Roma era consciente de que la oposición a su influencia en el gobierno de la Monarquía se hallaba en los letrados y regidores castellanos; asimismo, que el monarca era viejo y que no podía vivir durante muchos años, por lo que aconsejó ayudar y favorecer con prebendas y gracias eclesiásticas a los nobles que se encontraban en el entorno del príncipe y de otros miembros de la familia real, mientras se esperaba el inminente relevo en el trono. Entre los nobles captados para la causa romana, es preciso destacar al conde de Puñoenrostro, quien no ocultaba la amistad y fidelidad que le unía a la familia Aldobrandini, manifestando abiertamente su papel de broker papal en la corte hispana. Otra de las familias vinculadas a Roma era los Cardona. La fidelidad de los Car-dona fue premiada con la elevación de su hijo a cardenal; no solo eso: el 21 de agosto de 1599 el propio marqués de Cardona daba las gracias al cardenal Aldobrandini por haber elegido a su hijo, el cardenal Diechtristein, legado cerca del archiduque Alberto. El propio Sessa declaraba personalmente la fidelidad a la familia Aldobrandini, confirmando lo que era opinión común tanto en la corte romana como en la de Madrid. Por su parte García de Loaysa manifestaba su dependencia del cardenal Aldobrandini de esta manera tan llana: “siempre que se ofrece en que V. S. I, me haga merced, lo suplico de muy buena gana por la confianza con que quedo en recibirla como hasta aquí”. El marqués de Velada también se arrimó a la protección de Roma, al igual que el marqués de Poza. No lo fue menos el conde de Miranda, como comunicaba el propio nuncio Caetani al cardenal Aldobrandini, “Del conde de Miranda tenemos necesidad en todo y a todas horas, se muestra muy parcial servidor de Su Santidad y el ministro más afecto de todos a las cosas de la Iglesia”. El 19 de julio de 1599 Caetani escribía a Aldobrandini advirtiéndole de los beneficiosos efectos para la iglesia que tenía la elección del conde de

5 EstetemahasidoampliamentetratadoenMartínezMillányVisceglia,2007,“Introducción”.

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Miranda como presidente del Consejo de Castilla en cuanto a los recursos de fuerza, retención de bulas, actuación de colectoría, etc., olvidando los difíciles tiempos en que era presidente Rodrigo Vázquez.

Junto a la nobleza, un reducido grupo de letrados y oficiales de la adminis-tración central, por lo general los descendientes del antiguo partido “papista” de la década de 1570 (Antonio Pérez, Martín de Gaztelu, Pazos, Quiroga, etc) o vinculados a aquellos personajes, también comenzaron a intensificar sus relaciones con el nuevo pontífice. Así, el secretario Francisco González de Heredia, cliente de Martín de Gaztelu hasta que éste murió y enemigo de Mateo Vázquez, daba las gracias al cardenal Aldobrandini, al mismo tiempo que le recordaba su constante fidelidad a la Santa Sede. Francisco de Idiáquez manifestaba de esta manera tan contundente su sometimiento a la familia Aldobrandini:

Beso a V. S. I las manos mil veces por lo que por ella [una carta] me ofrece, que lo estimo cuanto es razón, y suplico a V. S. I me mande cosas de su servicio siendo cierto que me emplearé en él muchas veras, de manera que se conozca el reconocimiento que tengo a la afición y voluntad que V. S. I me muestra tener.

No resulta extraño que cuando se produjo el relevo en el trono y con Felipe III se llevara a cabo la renovación de oficios, despidiendo a los que habían servido a su padre, el nuncio Caetani rompiese una lanza a favor de don Juan de Idiáquez (pariente de don Francisco) ponderando a Felipe III los grandes inconvenientes que derivarían en la administración del Estado en caso de despedir a este consejero. Por su parte, el licenciado Guardiola solicitaba se otorgase a su hijo, Francisco, la vacante de la catedral de Car-tagena por muerte de Julio de Horozco, reiterando la misma petición el patriarca de Alejandría en favor de Francisco Guardiola, al mismo tiempo que hacía grandes elogios de su padre.

En resumen, a la muerte de Felipe II aparecía un grupo cohesionado en la corte, cuya polarización tenía como elemento común a Roma (tanto en sus intereses materiales como en sus aspiraciones espirituales) que, aunque aún no dominaba el gobierno de la Monarquía, los coetáneos percibían que su llegada era inminente, desplazando definitivamente los epígonos del “partido castellano”, en su mayor parte letrados, que aún controlaban el gobierno. Resulta lógico, por tanto, el triunfalismo que mostraba el nuncio Caetani el mismo día que moría el Rey Prudente en carta dirigida al cardenal Aldobrandini.

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2.3. La destrucción de la Monarchia Universalis por las armas

Con todo, la preocupación mayor del papado para destruir el concepto de Monarchia Universalis y subordinar la política de la Monarquía hispana a la de la Iglesia católica consistió en suprimir la justificación ideológica de su expansión y en reducir su poderío militar.

El proyecto de conquista de China, suscitado durante la década de 1580, puso de manifiesto a Roma que la Monarquía hispana podía lograr empíri-camente lo que se había pensado solo en teoría: la “monarquía universal”. Esto suponía mantener el agobio jurisdiccional a Roma, como lo había hecho Carlos V y venía ejerciéndolo Felipe II. Por eso, en 1588, Roma se opuso al proyecto de la conquista de China que el padre Alonso Sánchez S. I. trajo desde Filipinas. A partir de entonces, la vigilancia de los pontífices para que la Monarquía no realizase ninguna conquista fue una constante, recordada a los diferentes nuncios en Madrid a través de sus instrucciones, al mismo tiempo que se advertía al monarca hispano que los privilegios concedidos en las bulas de Alejandro VI solo eran válidos para la conquista de América, mientras que Roma se apresuró a organizar una institución que centralizase la expansión del catolicismo en todos los continentes sin la ayuda de ningún poder temporal. La expansión del cristianismo debía hacerse de manera pací-fica, mediante la predicación, y ello lo debían ejecutar los frailes descalzos, quienes practicaban una espiritualidad radical sin temores a llegar al martirio por la hostilidad que pudieran mostrar los infieles. Los mártires de Japón y China en el siglo XVII son buen ejemplo de ello. Asimismo, la fundación de la Sagrada Congregación de la Propaganda Fidei vino a demostrar que la expansión del cristianismo se hacía controlada desde Roma, de manera que –en cierta medida– se recogían los privilegios otorgados por el papa Alejandro VI para la expansión en el Atlántico (Metzler, 1972, 82). Como no podía ser de otra manera, la creación de la Congregación se inició durante el pontificado de Clemente VIII (en 1599 el pontífice instituyó, bajo el impulso del cardenal Santori, un colegio de cardenales responsables de las misiones en el mundo), si bien la fundación oficial fue obra de Gregorio XV en 16226.

Por lo que respecta al poderío militar, se buscó aislar a la Monarquía hispana rompiendo su alianza natural con el Imperio, para, una vez derrotada militarmente, someterla a una política dinástica no controlada por el monarca hispano sino justificada en la doctrina católica. En el contexto de la “monar-quía universal”, existían numerosos títulos que vinculaban la Monarquía católica con el Imperio. Por su parte, Campanella describía a la Monarquía hispana formada por tres cabezas: el Sacro Imperio Romano, cabeza de la

6 VéansealrespectoPizzorusso,2000;Prosperi,1992;Donnelly,1988;Santos,1972.

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esencia; los reinos peninsulares, cabeza de la existencia; Italia, cabeza del valor. Para derrotar a este monstruo era preciso cortarle la cabeza del valor, a partir de entonces, la existencia de este monstruo sería hueca. El objetivo de la Monarquía de mantener unidos todos estos territorios, donde residía su fuerza, resultaba difícil de conseguir: durante la guerra de los Treinta Años este objetivo se iba a destruir. El pensamiento político de los españoles se podría resumir en el siguiente postulado: la Monarquía, el Papado y el Imperio debían marchar juntos para defensa de la confesión católica. Pero no todos estaban de acuerdo en la interpretación de esta manera de entender la “monarquía universal”. Los enemigos de la Monarquía hispana buscaron sus medios para provocar la ruptura de la dinastía Habsburgo: para ello atizaron la animadversión de la emperatriz, Leonor Gonzaga de Mantua, segunda esposa de Fernando II, que odiaba a los españoles, y al confesor del Emperador, el padre Lamormaini, que –según el embajador español– era “el segundo caudillo en nuestro daño por la vía del Papa”. Con todo, la decepción más grande que experimentó la Monarquía católica se produjo cuando el marqués de Aytona comunicaba a la corte de Madrid –desde Bruselas– que había descubierto una conjura internacional que pretendía destruir la casa de Austria y que en ella también estaba implicada la Santa Sede. El eje estaba formado por Francia y Baviera, Holanda y Suecia, ade-más de otros príncipes de menor importancia. Según Aytona, los agentes de la conjura eran el nuncio apostólico en Francia, Bagno, y el secretario de Estado de Baviera, Guillermo Jocher. La carta de Aytona concluía: “No hay ministro del Papa en todas estas partes que no esté continuamente tratando lo que puede ofender a Vuestra Majestad y a su Casa”.7 La conjura a la que se refería Aytona se polarizó en el pacto de Fontainebleau entre Francia y Baviera (30 de mayo de 1631), por el que se rompía el bloque imperial en política exterior, lo que desde hacía tiempo pretendía Richelieu. Tal pacto fue la obra maestra del nuncio apostólico en París, Bagno, quien, desde abril de 1628 hasta febrero de 1631, supo ganarse al duque de Baviera sin que se enterase nadie de la casa de Austria.

Por eso la advertencia de Aytona no solo motivó una tumultuosa protesta por parte de don Gaspar de Borja ante el propio Urbano VIII, que escandalizó a toda la curia romana, sino que además fue motivo para que se convocase una Junta, que estuvo en activo desde julio de 1631 hasta septiembre de 1632, que emitió un largo documento “en el que vaciaba todo el ideario político-eclesiástico de aquella generación. Todo lo que constituía algún problema entre la Iglesia y el Estado –concluye Quintín Aldea– quedó en él

7 AldeaVaquero,1982,606.LascartasenelMs.1436delaBibliotecaNacionaldeEspaña,fols.77-79.

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consignado”.8 En efecto, si la Monarquía hispana pudo vencer (en un alarde desesperado) al ejército protestante en Nördlingen (1634), su derrota se aceleró a partir de 1635 con la entrada en guerra de la Monarquía francesa. De esta manera, quedaba expedito el camino para que la Monarquía hispana asumiera la práctica de la Monarquía católica, concepto que se había ido fraguando en paralelo a la derrota militar.

3. La formación del concepto de “Monarquía católica”

La complejidad del concepto requiere una amplia explicación, que me resulta imposible hacerla aquí. No obstante, conviene señalar que –desde el punto de vista del pensamiento político– el concepto de “Monarquía católica” se oponía a las ideas y prácticas políticas defendidas por Maquia-velo y –desde el punto de vista religioso– la “Monarquía católica” exigía la práctica de una religiosidad radical cuya ortodoxia era definida por Roma. De estos principios se deducía, por una parte, que la identificación de la conducta política del monarca debía adecuarse a la ética católica y, por otra, que la espiritualidad radical practicada por las Órdenes “descalzas” era la que se debía difundir dentro de esta organización política. Con todo, Roma no solo formuló y llenó de contenido el concepto de “Monarquía católica”, sino que también utilizó una serie de ritos y devociones con el fin de que fueran asumidos en la mentalidad social.

En este sentido, la imposición del ceremonial de la capilla del pontífice en la capilla real del Alcázar de Madrid fue uno de los más efectivos. En efecto, el proceso de reforma de la capilla comenzó durante los últimos años del reinado de Felipe III y uno de los agentes principales que utilizó el monarca para ejecutarlo fue Manuel Rivero, capellán y maestro de cere-monias de la capilla real de Portugal. La misión de Rivero fue adaptar las ceremonias y ritos de la capilla real a la del pontífice. Para ello se sirvió de determinados personajes que le enviaron desde Roma las ceremonias que él solicitaba para realizar el libro de etiquetas. El proceso no resultó fácil, toda vez que hubo un grupo de cortesanos influyente que puso obstáculos a la imposición de tales cambios, sin duda, porque tal facción era consciente de lo que se estaba jugando la Monarquía: la subordinación de la ideología política religiosa de la Monarquía a la de Roma.

8 AGS.Estado,leg.2332,apudAldea,1961,160.J.Balboa,Gemidos de la Iglesia y Religión Católica (BibliotecaNacionaldeEspaña,Ms.2367),enellasecensuralaneutralidaddelPontífice.Sólosepublicaron12ejemplaresdeestaobra.

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3.1. El establecimiento del Santísimo Sacramento de manera perpetua en la capilla del Alcázar

Ahora bien, tal práctica religiosa fue acompañada de una construcción ideológica para justificar la nueva práctica política de la Monarquía hispana. Se trataba de erradicar definitivamente la aspiración “de universalidad” que traslucía la actividad de la Monarquía hispana (hasta el punto de considerarse superior al Imperio), justificada en una construcción ideológica de valores autóctonos (castellanos), para situarla en un plano de igualdad política con el Imperio, uniéndolos en un origen común (la dinastía Habsburgo) y en una misma misión (la defensa de la Iglesia católica), expresada religiosamente en la devoción al sacramento de la Eucaristía.

El cambio de ideología política y la relación especial entre los Habsburgo y la Eucaristía se inició en el Imperio (Bireley, 1991, 233). La recepción frecuente de la comunión por el Emperador y su corte llegó a ser un signo público de las celebraciones festivas. Fernando II obligaba a toda la corte de Viena a asistir a la procesión del Corpus Christi, encabezada por el Empera-dor, quien multiplicaba las ocasiones de mostrar su piedad eucarística, como símbolo de la unidad confesional católica. Por su parte, el P. Lamormaini, en su libro sobre las virtudes de Fernando II, explicaba la continua veneración del Emperador a la Eucaristía, quien pasaba numerosas horas rezando ante el Santísimo Sacramento.9 Esta devoción se conocía como Pietas Eucharistica, que formaba parte de todo el programa religioso de la Pietas Austriaca.

Ciertamente, durante el reinado de Felipe IV la imagen de la Monarquía Universal, y por supuesto su puesta en práctica, estaban agonizando (Guerra de los Treinta Años). Era, por tanto, el momento oportuno para que el Pontí-fice y el Emperador impulsaran el liderazgo del Imperio, siempre obediente a Roma, y para esto se resucitó el mito del duque Rodolfo, fundador de la dinastía. A partir de entonces, se impuso el nuevo discurso legitimador de la Monarquía centrado en la casa de Austria, que la subordinaba a los intere-ses políticos de la Iglesia, terminando así con la ideología castellana de los “godos”. Con Felipe IV, el modelo de Rodolfo debía servir como paradigma de perfecto príncipe porque aparecía como un rey que, más que mantener una buena relación con el papado, su objetivo era postrarse ante Cristo y servir a la Iglesia (Pallavicino, 1649).

Para sellar esta alianza de igualdad entre las dos ramas de la casa de Austria y darle un fin trascendente y una misión sagrada, se propició la devoción a la Eucaristía. En este contexto, el 10 de marzo de 1639, se accedía a la petición del Patriarca de colocar el Santísimo Sacramento en la capilla

9 AGS.Estado,leg.2332.ConsejodeEstado,7deseptiembre1631.Alrespecto,véaseBireley,1975.

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real. El Patriarca de Indias dejaba testimonio por escrito del momento de la traslación desde la parroquia de San Juan a la capilla del alcázar. Por su parte, el P. Aguado sacaba a la luz su obra Sumo Sacramento de la Fe, Thesoro Christiano, en 1640, dedicada a Felipe IV, en la que declaraba que el sacramento más importante era la Eucaristía.10 Continuaba su dedicatoria recordando al monarca la devoción que, desde siempre, había tenido la casa de Austria hacia dicho sacramento. Al mismo tiempo aprovechaba para acon-sejar a Felipe IV que, en momento de guerra, como era el enfrentamiento continuo con la Monarquía francesa, la separación de Portugal y la guerra de los Segadores, en la que también tuvo su participación la Monarquía francesa, lo mejor era aliarse con Dios. No resulta cuestión baladí que la primera vez que se vio al príncipe Baltasar Carlos en un acto público fuese en la entrada del Santísimo Sacramento a la Capilla real el 10 de marzo de 1639. Con ello pretendía dar continuidad a la unión de la casa de Austria a través de la renovación de la devoción a la Eucaristía.

Por aquellos tiempos, el P. Nieremberg se había convertido en uno de los jesuitas más influyentes de la corte hispana, cuyos escritos incorporaron la nueva ideología religiosa que Roma pretendía implantar. Una de sus obras más célebres fue Causa y remedio de los males públicos, publicada en 1642, cuando el gobierno del Conde Duque comenzaba a ser cuestionado en toda la corte. Precisamente el P. Nieremberg dedicaba su obra al valido para tratar de remediar las calamidades y pérdidas territoriales que estaba padeciendo la Monarquía, recordando a Olivares el poco respeto a la Iglesia que mostraba su forma de gobernar, por lo que Dios le estaba castigando con la rebelión de Cataluña y la pérdida de Portugal. Para el P. Nieremberg era necesario que un príncipe cristiano se mostrara temeroso de Dios, pero no sólo eso, exigía un cambio de actitud por parte del monarca y sus ministros, con muestras de piedad y de devoción exageradas, sobre todo en el pésimo momento por el que atravesaba la Monarquía Católica. En contraste, destacaba que la principal virtud de Rodolfo I fue su reverencia a la Iglesia, y con ello su sujeción a las disposiciones de Roma. Nieremberg se empeñaba en resaltar la piedad de este Emperador que pudo entrar en conflicto con el Pontífice en territorio italiano, pero que no dudó en someterse al Pontífice. Por otra parte, para el jesuita, un buen monarca debía llegar a un acuerdo con los territorios sublevados antes que emplear las armas en someterles, como había ocurrido con la política de Olivares en Portugal y en el Principado catalán.

La siguiente obra del P. Nieremberg estaba dedicada al joven príncipe Baltasar Carlos, su título Corona Virtuosa, y Virtud Coronada (1643), y en

10 AlonsodeAndradeS.I.,Vida del venerable padre Francisco Aguado. 1658,pp.282-284.P.F.AguadoS.I,Sumo sacramento de la Fe. Tesoro del nombre christiano. A la S. C. R. Magestad del Rey N. S. D. Philipe IV el Grande. Madrid,1640,f.4r.

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ella colocaba al príncipe virtuoso como fundamento del orden político de la Monarquía. Concebida a modo de instrucción para el príncipe, su obra se dividía en dos partes bien diferenciadas.11 En la primera, Corona Virtuosa, el jesuita señalaba las características de la virtud de un monarca, destacando como primordial la devoción ejemplar del monarca y su piedad para conse-guir el favor divino. De este modo, el soberano lograría importantes bienes para sus súbditos al identificar su comportamiento político a la ética católica. En la segunda parte, Virtud Coronada, se narraban las vidas de treinta y ocho príncipes entre monarcas castellanos y emperador germánicos, para que sirviera como paradigma de príncipe virtuoso, enseñando que el triunfo del príncipe virtuoso se impone a pesar de las dificultades por las que atraviese. Asimismo, ponía de manifiesto la identificación de ambas ramas de la casa de Austria como medio más eficaz, querido por Dios, para la defensa de la Iglesia. En la tercera y última parte se analizan el significado de axiomas reales, morales y estoicos que debía practicar el monarca.

En esta labor de difundir la misión de la casa de Austria también destacó el cronista mayor de Felipe IV, José Pellicer de Tovar, que escribió La fama Austriaca (1641), sobre las proezas y la piedad del emperador Fernando II. Se decidió a escribir esta obra –tal y como explicaba él mismo– porque Fray Juan de Palma, que había sido confesor de la infanta-monja Margarita de la Cruz, se lamentaba por no existir una obra que ensalzase las virtudes del César Fernando II, sustentador de la fe, y al que Dios tanto había favorecido. Además de mostrar al Emperador como un príncipe virtuoso y piadoso, unía las ramas hispana y germana de la Casa de Austria en defensa de la Iglesia Católica. Pellicer y Tovar trataba de entroncar la genealogía del príncipe Baltasar Carlos con Adán, para demostrar la evolución de la Casa de Austria con la divinidad; muy distinto de lo que había hecho Felipe II, entroncado con los visigodos. Las mismas ideas exponía Lázaro Díaz del Valle de la Puerta, “criado de Su Majestad en su Real Capilla”, natural de León y autor de la obra: Mapa de la muy Alta, católica y esclarecida sangre austríaca, genealogía de Su Majestad Católica y del Cesáreo Emperador Federico III.12

Otro destacado apologista de la Domus Austriaca fue Francisco Jarque, clérigo de la villa de Potosí y juez metropolitano. La intención de sus escritos fue convencer a Felipe IV que, aún en momentos de calamidades, era preciso comportarse de acuerdo a la ética católica, pues la virtud siempre tenía su recompensa. La Casa de Austria, aún en sus peores momentos, siempre se

11 J.E.Nieremberg,Corona virtuosa y virtud coronada.Madrid,1648,pp.1-2.12 J.PelliceryOssauyTovar,Teatro genealógico o Corona Habsburgi-Austriaci-Hispana Historia de la

Augustísima Casa de Austria(Madrid,1636).BNE,ms.3312(eseltomoII).Id.,La fama Austriaca o historia panegirica de la exemplar vida, y hechos gloriosos de Ferdinando Segundo.Barcelona,1641.(BNE2/55714).

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había mostrado unida al cuerpo de Cristo sacramentado, lo que le había hecho ser una dinastía invicta. Como espejo en el que se debía reflejar, recordaba los episodios de devoción de los Emperadores como ocurrió con Fernando II con sus continuas procesiones del Corpus Christi, su hijo Leopoldo Guillermo, que venció a Suecia por colocar la mesa con el Santísimo Sacramento en una batalla, o el caso del infante Felipe Agustín, hijo de los emperadores Fernando III y María de Austria, quien mostró su reverencia al escuchar la campanilla que precedía al viático. Francisco Jarque reforzaba la idea de predestinación de la dinastía de los Austria ya que “levantóla Dios en premio de su entrañable devoción al Santísimo Sacramento. De donde se infiere, que sus Emperadores en Germania, y en España sus Católicos Reyes lo son como David por elección Divina”. Recordando que fue Dios “como dueño absoluto del universo por su mero beneplácito da y quita los imperios. David es elegido en el exido; Rodolfo electo en el bosque”.13

3.2. La imposición de las “cuarenta horas” en la capilla real

La imposición de esta devoción constituyó la culminación del triunfo de Roma en la composición ideológica de la Monarquía católica. Esta práctica religiosa, que había surgido durante la primera mitad del siglo XVI en Italia, fue asumida por Felipe IV e implantada en su capilla. El propio monarca no dudaba en recurrir a la práctica de las “Cuarenta Horas”, agobiado por las numerosas guerras que debía afrontar.14 No obstante, para comprender el significado de esta devoción y calibrar la magnitud de la transformación política e ideológica que había experimentado la Monarquía con respecto al siglo XVI, resulta necesario explicar el origen de la devoción, que tuvo lugar en Italia ante la impotencia de ver las ciudades de Florencia y Roma sometidas (después Milán) a los ejércitos de Carlos V (Ruffini, 1957; Vian, 1935). La desesperación política y la decepción social trascendieron y se mezclaron con las corrientes espirituales de renovación que acontecían en la Iglesia, fruto de la Reforma, y llegaron a triunfar cuando muchos de sus seguidores alcanzaron a ocupar los puestos más altos del gobierno de la Iglesia a finales del siglo XVI. Una de estas manifestaciones fue la devo-ción de las “Cuarenta Horas” que había nacido en Milán, en 1527, cuando los ejércitos imperiales cercaron Roma. Las organizaciones religiosas que

13 F.Jarque,Sacra consolatoria del tiempo, en las guerras, y otras calamidades públicas de la Casa de Austria, y Católica Monarquía. Pronostico de su restauración, y gloriosos adelantamientos.Valencia,1642.(BN3/41474).

14 Bulla de la Santidad de Inocencio X en que concede a la Real Capilla de S. M. perpetuamente para el culto y veneración del Santísimo Sacramento en dicha Real Capilla.1646(AGP.RealCapilla,caja2,exp.5,fol.2).

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impusieron la devoción de las “Cuarentas Horas”, constituyen la expresión de espiritualidad más radical que surgió en Italia a principios del siglo XVI frente a la religiosidad y a la reforma que justificaba la aplastante actuación del ejército hispano, que incluso llegó a saquear Roma. Fue el predicador Antonio Bellotti quien inculcó a sus fieles la celebración de una plegaria al Santísimo Sacramento durante cuarenta horas, las mismas que Cristo estuvo encerrado en el sepulcro: igual que Cristo resucitó, la Iglesia resucitaría a través de la reforma espiritual que se pretendía implantar (de Ré, 2000, 92-93). Desde Lombardía, la devoción se extendió por la Toscana, merced a los barnabitas y capuchinos. A partir de 1534, la devoción se practicó con la exposición solemne de la Hostia sagrada rodeada de diferentes adornos y flores. En Siena, la predicó Bernardo Ochino en 1540. Cuando Felipe Neri recibió las órdenes sagradas, en 1551, la añadió a sus compromisos espirituales y posteriormente la implantó en su fundación del Oratorio. La devoción de las “cuarenta horas” cobró nuevo significado dentro de la obra del Oratorio de Neri: se difundió por Italia y se instauró sorprendentemente en la corte hispana, contra quien había surgido en el siglo anterior (Cargnoni, 1986, 27-28).

De todo ello se deduce que la Monarquía católica debía defender una política pacifista, justificada en la providencia divina. Avanzado el tiempo, en 1652, aparecía publicada en Madrid otra apología bajo el título Causa y origen de las felicidades de España y Casa de Austria, escrita por el capu-chino fray Pablo de Granada, en la que daba una serie de avisos a Felipe IV en orden a conseguir la prosperidad de su Monarquía.15 De nuevo las Sagradas Escrituras debían servir como modelo a la Monarquía. Entre otras advertencias señalaba que ante un enemigo debía confiar plenamente en las fuerzas de Dios, y no en la fortaleza de sus ejércitos. Asimismo, el monarca debía mostrarse clemente y piadoso, sobre todo cuando sus propios reinos llevaban guerras contra la Monarquía. Por último recordaba en varias partes de su escrito que la estabilidad de los reinos que poseía la Casa de Austria venía dada por la veneración al Santísimo Sacramento.

El programa político de sor María de Ágreda era el mismo que el de estos escritores, con quienes coincidía en protectores y amigos. Las cartas con Felipe IV, así lo demuestran:

Ningún aprieto ha de poner a V. M. en estado de desconfianza, pues, aunque nos castigue Dios con rigor, dice la Divina Escritura esperemos en Él y le roguemos; y tanto con mayor instancia y firmeza, cuanto necesitamos de su

15 P.deGranada,Causa y origen de las felicidades de España y casa de Austria. O advertencias para conseguirlas dibujadas en el Salmo “Exaudiat te Dominus in die tribulationis”. Que es el diez y nueve del profeta Rey.Madrid,1652(BNE2/55904).

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clemencia y misericordia en la mayor tribulación, pues El solo nos puede librar de las que nos oprimen. (Morte Acín, 2010, 122-23)

La madre de Ágreda abogaría siempre por la paz, sobre todo entre prín-cipes cristianos, de acuerdo con el espíritu de la Iglesia: “Confieso que de lo que más necesita la Monarquía de V. M. es de paz”. Por eso llegó a proponer a Alejandro VII que sirviera de mediador entre España y Francia para llegar a la paz. Este pacifismo era propio de la espiritualidad radical romana. El 13 de julio de 1663, la monja de Ágreda justificaba la derrota de los ejércitos en Portugal por los muchos pecados y la ira de Dios. Las dificultades de las tropas hispanas eran un castigo divino por nuestros pecados para que se corrigieran: “El padecer es el atriaca contra el veneno del pecado, porque el pecado se comete con deleite y gusto y a él se satisface con padecer dolor y pena”.

4. La destrucción del concepto de “Monarquía católica”

Con todo, no resulta muy verosímil que esta justificación político-reli-giosa se siguiera manteniendo durante el reinado de Carlos II. Es preciso recordar que la unión de la Monarquía católica y el Imperio, basada en la dinastía común, ya no era consideraba una “comunidad política”, ni tenía intereses y proyectos comunes religiosos. Ni siquiera Roma, cuando se refería a la Monarquía hispana, daba el contenido político y el significado religioso que había representado la Monarquía católica. El propio Emperador no lo interpretaba ya de esta manera ni consideraba que, en unión con la rama de la dinastía de Madrid, constituían el baluarte de la Iglesia católica bajo la defensa de la Eucaristía; es más, no estimaba a la Monarquía católica como un aliado de garantía en la lucha política que mantenía en el continente europeo, como lo demuestra el acuerdo que llegó a establecer con Luis XIV, en 1668, para repartirse los territorios de aquélla; asimismo, tampoco le parecía indispensable mantener unas puntuales relaciones diplomáticas como se demuestra en la relajación de nombramientos de embajadores que se dio entre ambas cortes (Madrid y Viena) durante esta época. El papado tenía muy claro que la Monarquía carecía de garantía para su defensa; pero la propia Monarquía hispana –a pesar de su debilidad– tampoco veía rentable su subordinación a los intereses de Roma para su interés político. Cuando se lee la tan citada obra de don Pedro Portocarrero, escrita por estos años, en el “Discurso I. En que se ponen los medios de aumentar las Monarquías”, el autor narra la formación y evolución de la Monarquía hispana y lo hace entroncando con los godos y acabando con Fernando el Católico, pero de ninguna manera hace referencia al Imperio y a la otra rama de la casa de Aus-tria. La justificación ideológica había cambiado: ya no habla de la devoción

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a la Eucaristía ni de la práctica de las “cuarenta horas”, aunque dedicase un capítulo de su tratado a “La obligación que tienen los príncipes católicos a la defensa de la fe”. El concepto de “Monarquía católica” carecía del signi-ficado y de efectividad en el universo político católico; es más, durante el reinado de Carlos II se percibe, por el contrario, una práctica regalista, cuyas iniciativas de reforma fueron asumidas –en buena parte– por los políticos reformistas de Felipe V. En resumen, las construcciones teológico-políticas introducidas durante el reinado de Felipe IV dejaron de tener un contenido trascendente para convertirse en meras devociones piadosas. (Portocarrero y Guzmán, 1998).

Durante la guerra de Sucesión, todos los publicistas, tanto los que estu-vieron a favor de los Borbones como los Austria, se mostraron de acuerdo en un hecho: que la dinastía francesa representó el fin de la “Monarquía tradicional”. La desaparición del concepto y función de Monarquía Católica evaporó las sutiles redes que le daban entidad política al conjunto de sus reinos; por consiguiente, también cambió la relación con Roma: ya no podían estar sujetas a pugnas jurisdiccionales, sino que se debían regir por acuerdos establecidos. La ruptura de relaciones de Felipe V con la Santa Sede aceleró este proceso. Todos los escritos regalistas basaban sus razones más allá del concilio de Trento. El obispo de Córdoba, Francisco Solís pensaba en la Iglesia española de las libertades en tiempos de los Visigodos, vertebrada en la relación de tres elementos: los concilios, el monarca y los obispos, por lo que se excluía la relación directa con Roma. En un memorial titulado Respuesta que el doctor Sancho dio a don Carlos de la Cruz, beneficiado de Caravaca, en orden a los derechos de la Casa de Austria a la Monarquía de España y nulidad de la testamentaría disposición del difunto rey don Carlos segundo, recurrió a la tradición visigoda para justificar la elección de Felipe de Anjou para la ocupación del trono; de ninguna manera se hacía referencia a la unión de ramas de la dinastía Habsburgo y mucho menos con la justificación religiosa.

No parece que a Fernando el Católico o a Felipe II les hubiera costado mucho esfuerzo arrancar un concordato. Ahora bien, la ausencia de con-cordato creo que se debió a dos causas: a) las características que llevaba consigo el concepto de Monarquía Católica; b) la propia naturaleza jurídica del concordato. Un concordato implicaba igualdad entre los firmantes que, políticamente se desenvolvían en el plano estrictamente secular. Mediante él, Francia, por ejemplo, consiguió el control sobre su iglesia y resolvió problemas jurisdiccionales y fiscales con el papado. Pero se trataba de una situación “nacional” que se circunscribía al territorio de un solo Reino. Ahora bien, el caso de la Monarquía hispana era diferente, no solo por los nume-rosos reinos y territorios que la componían, sino también porque asentó su

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existencia en bases completamente distintas: la religión constituyó una de las razones de su existencia y la universalidad que derivaba de las concesiones que los papas concedieron a los Reyes Católicos (bulas alejandrinas), lo que le permitió asumir la idea de Monarchia Universalis, y después por el título de “Monarquía católica” también concedido por la Santa Sede. En este sentido, la firma de un concordato, con sus implicaciones de limitación de los títulos concedidos, atacaba de raíz su concepción. La solución tenía que venir dada por una vía de hecho. En efecto, las relaciones entre la Monarquía hispana y la Iglesia se caracterizaron por una pugna continua en el campo de las jurisdicciones: si en el siglo XVI la primacía estuvo a favor de la pri-mera, durante el siglo XVII la Iglesia consiguió subordinar a la Monarquía.

Nadie describió mejor que don Melchor de Macanaz la situación de la iglesia española y sus relaciones con Roma al iniciarse el siglo XVIII. Los 55 artículos de su Pedimento (1714) constituyen un compendio de los males y remedios que aquejaban, en estos aspectos, al gobierno eclesiástico (Maldonado Macanaz, 1972). Y sin embargo, ninguna de las denuncias constituía una novedad, como tampoco lo eran las soluciones que aportaba. Unos y otras (males y soluciones) habían sido adelantadas por las Cortes y la doctrina regalista. En este largo memorial hay dos cláusulas (la 40 y la 41) cuyo contenido resultaron fundamentales para los regalistas del XVIII. Retomando la tantas veces aludida ley 18 (1,5) de Las Partidas, recogida en las Ordenanzas de Alcalá y posteriormente en la Recopilación, Macanaz la interpretó como una auténtica competencia del rey en las elecciones de candidatos para los oficios eclesiásticos, basándose para ello en la legitima-ción absoluta del concilio XII de Toledo.16 Para Macanaz, la “concordia” que permitió la elección al rey y la aprobación al papa supuso ante todo un impedimento añadido en la medida en que, “introdujo en las diócesis a individuos manifiestamente incompetentes” a causa de las intromisiones que hacía Roma. Más que el razonamiento que desarrolló, lo importante de este argumento radicó en el hecho de la eliminación de toda referencia a disposiciones pontificias y concesiones del mismo orden. Con ello dejó expedito el camino a Mayans y a Campomanes que –como otros contem-poráneos– forjaron sus construcciones teóricas conforme a las cuales el patronato, y por tanto, el ius praesentionis era una regalía de origen jurídico exclusivamente hispánico.

16 “ExplicaciónjurídicaehistóricadelaconsultaquehizoelRealConsejodeCastillaalreynuestroseñor,sobreloqueS.M.sesirviópreguntarleyseexpresaenestaobra;conlosmotivosquedieroncausaparalarealpreguntaylarespuesta.Ydefensalegaldeunadelasprincipalespartesquecomponenel todode la soberaníadesuMajestad,pordonMelchordeMacanaz”,en:Seminario Erudito que comprende varias obras inéditas, críticas, morales, instructivas, políticas, históricas y jocosas de nuestros mejores autores antiguos y modernos, dadas a la luz por don Antonio Valladares de Sotomayor.Madrid1788,tomo9,p.104.

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El Pedimento del fiscal general se ajustó en todo al ideario ilustrado español del siglo XVIII: marginación de todo tipo de derechos que no fueran el regio, exclusividad del rey en la legislación y control de la Iglesia. En este sentido influyó no solo en la doctrina de sus seguidores, sino de forma más inmediata en los concordatos de 1717, 1737 y 1753, cuya ratificación supuso la aceptación definitiva del sistema concordatario. Entre tanto, la legislación (en ocasiones al margen y otras veces de acuerdo con lo pactado en los tratados) estaba orientada a erradicar las prácticas que consideraba más perniciosas para las competencias del rey.

Bibliografía

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