esther seligson 62

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  • ESTHER SELIGSON

    Seleccin y nota introductoria de JUAN GALVN PAULIN

    UNIVERSIDAD NACIONAL AUTNOMA DE MXICO

    COORDINACIN DE DIFUSIN CULTURAL DIRECCIN DE LITERATURA

    MXICO, 2009

  • NDICE

    NOTA INTRODUCTORIA 3

    EURDICE 7

    LA MORADA EN EL TIEMPO (FRAGMENTO) 12

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  • NOTA INTRODUCTORIA I Conciencia luminosa e intuicin incandescente, Esther Seligson, con la rueca de un Eros oracular que recorre los sitios donde lo antinmico se diluye frente al asombro, provocado ste por un mar que se verbaliza y el tiempo habitado por exilios, trenza la vida con lo literario para que, en una potica urdimbre, la prosa adquiera su condicin de oleaje abrasado en la memo-ria, de arrecife donde encallan los deseos y el Ser se reconoce: Una imagen, persigo una imagen cuyo nombre no encuentro, persigo un nombre cuyas letras no conozco () y necesito hablar contigo Ulises () para saber si este tiempo que me invento es un tiempo real (Sed de mar, p. 11). II Dos son los aspectos fundamentales de la obra de Esther Seligson, los cuales pueden identificarse a lo largo de su produccin literaria; aspectos que me atre-vo a sealar como el sustento de su potica particular y que, asimismo, influyen en su tarea crtica: uno de ellos, al que considero el punto de partida, es la condena y la soledad de Eurdice; el otro es la Dispora, a la que concibo, desde mi muy arbitraria interpretacin de La morada en el tiempo, como una forma de acceder a la aprehensin y conocimiento del Ser inmerso en el des-amparo en que lo colocan la realidad y la causalidad histrica, es decir, el destino. III Ms que una imagen recurrente, Eurdice es el motivo del cual parte y al cual arriba la literatura de Seligson: la mujer (el hombre) que aguarda eternamente la

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  • llegada del amante, pero quien, al contrario de Penlo-pe, tiene la esperanza cancelada pues, convertida en estatua de sal (lo que considero no alegora de lo est-tico sino de lo que permanece siempre al acecho), bien a causa de una infraccin, bien por un exceso de aprensin de quien teme no ser acompaado o quedar solo para siempre, lo nico que puede intentar (a eso se le condena) es contemplar el paso del tiempo cons-ciente de su soledad sin cura, y asumir el estado de memorante como penitencia a su condicin de indivi-duo doblemente traicionado por la fatalidad y el desti-no. Esto lo vemos claramente en la novela Otros son los sueos:

    Si permaneca en lo blanco vendran a buscarla. Haba que huir () esperaba que alguien viniera a encontrarla y a llamarla por su nombre para poder repetrselo a s misma de ahora en adelante y hasta siempre. Perdida en la fascinacin de unas sombras milenarias que agranda-ban () el hueco de su cuerpo () y el ansia de escapar, mir hacia atrs y se convirti en estatua de sal (p. 32);

    sin embargo, en el relato Eurdice, que aqu presen-tamos, esta condicin, as como el mito mismo son objeto de una reelaboracin y de una recreacin para situarnos frente a Eurdice no estatua de sal sino tran-sente annima, cuya conciencia de s es dolorosa y cuya soledad le abrasa como el fuego de un viento de langostas. IV Puede creerse que La morada en el tiempo, de Esther Seligson, es una sutil parfrasis de algunos pasajes bblicos (por otro lado qu obra literaria no es una alegora de la historia humana?), cuando en realidad esta novela extraordinaria devela y revela la nocin del exilio, la expulsin, en dos de sus formas ms patticas e ineludibles: 1) la Dispora, que conden al pueblo judo a la dispersin y al vilipendio, pero que tambin le otorg la gracia de poseer lo reticular de su memoria

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  • y la habitual presencia de lo mstico en cada uno de sus actos:

    Hoy es necesario volver () ms all de toda memoria personal, volver hasta el dolor de los hornos cremato-rios, de las piras herticas, hasta el anatema de la cruz y el xodo primero, recorrer el desierto () arrastrar esa nuestra verdadera soledad por las arenas y las zarzas sin preguntar quines somos o hacia dnde vamos () cantando al caer la tarde alrededor de la columna de humo y fuego (Otros son los sueos, pp. 36-37).

    y; 2) lo que denomino la dispora interior que, origi-nada por un oscuro desarraigo atvico, es la doloro-sa fragmentacin del hombre en el peregrinaje hacia el centro de su laberinto.

    Ambas formas de xodo son asumidas, en La mora-da, como una bsqueda no tanto de la tierra de la recompensa como de la verdad irradiada durante la contemplacin del rostro de Dios (que es el nuestro, nuestra ms profunda imagen sumergida en el silen-cio) y la pronunciacin de su nombre a travs de la elipsis, a travs de la creacin literaria. Y es en el Tiempo donde el exiliado obtiene su lugar y se mani-fiesta. Ningn continente o nsula le da hospedaje; para el pueblo y el hombre de la dispora slo el tiempo le da cobijo (ese Tiempo aprehendido a travs de la palabra, conocido a travs del fulgor potico) y ste, en La morada, no es lineal o esttico, es perenne, esttico y tortuoso. En La morada el tiempo es una galera o un sendero polvoriento, o una calle donde el ciudadano es arrollado por su propia e insignificante estatura; La morada es un camino, en sus acepcio-nes mstica y de lugar transitable, en el que el hombre, el lector, al encontrar su legtimo espejo por fin se refleja y por fin es, aunque este ser se evidencie slo por la muerte, y el existir se reconozca en su ausencia.

    La morada en el tiempo es un libro escrito con sensua-lidad. Su erotismo, agazapado en la elipsis, es aquel que al convertir a la razn y a la realidad en incondicio-nables vasallos de lo potico, nos permite atisbar en nuestro propio exilio.

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  • V El relato Euridice y el fragmento de La morada en el tiempo que aqu reproducimos, forman parte de la extensa bibliografa de Esther Seligson que incluye, adems de su obra de creacin, un importante trabajo crtico. Esther Seligson naci el 25 de octubre de 1941 en el D.F. Su primer libro, Tras la ventana un rbol, fue publicado en 1969; le siguen, en orden de edicin: Otros son los sueos, premio Xavier Villaurrutia 1973; Vigilia del cuerpo, 1977; De sueos, presagios y otras voces, 1978; Luz de dos, 1978, premio Magda Donato; Dilogos con el cuerpo, 1981; La morada en el tiem-po, 1981; Sed de mar, 1987; Indicios y quimeras, 1988. Ha traducido al espaol la obra de E. M. Cioran: Contra la historia; Historia y utopa; La cada en el tiempo; Del inconveniente de haber nacido. En 1989 apareci su libro de ensayos La fugacidad como mto-do de escritura.

    JUAN GALVN PAULIN

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  • EURDICE*

    La respuesta no tiene memoria. Slo la pregunta recuerda.

    Edmond Jabs

    Ah ests en el muelle con tu maleta en la mano. Aca-bas de dejar el hotel. La separacin. Una ms. Es la imagen. T, de pie, acodada a la baranda de piedra contemplando el ro grisceo, turbio como el fluir opa-co de tus pensamientos. El cundo no importa. La ciudad, s. Ciudad-resumen. Ah donde el caos se te ordena orden de vacos, de alejamientos, de ausencias. Pero tambin de presencias, de calles caminadas en el abrazo compartido, transitadas y vueltas a descubrir, inditas siempre en los ojos del acompaante y en la propia pupila. Una ciudad eje. Un mundo isla. El centro del mundo aguas abajo rumbo al mar. Aunque para llegar a alcanzarlo se haya de bogar por lugares donde no est, donde apenas un sopor salado se adhie-re al paisaje, llora en los sauces. Y el amor, a la inver-sa, tierra adentro, en el tren. Los instantes se repiten y tu memoria tropieza. De entre los fragmentos no reca-das nada. Balbuceas, sin articular nombre alguno. Callejuelas y puentes. Las aguas siempre a tus pies y t jalando un sueo, ensoando un absoluto ledo en libros, total, desmesurado, como el mar, palpable en su quemadura de sal sobre los labios. Qu esperas? Deja la maleta, abandnala ah, en ese mismo puente. Ni siquiera te molestes en arrojarla por la borda. Simple-mente djala, abandnala. Y seprate de ese embeleso de aguas y reflejos. Hubo otros ros, lo s. Ms anchos, ms claros. Otras orillas. Distintas soledades. Pero siempre el mismo equipaje, la misma nostalgia visco-sa, rspida. Desengate. Nadie te limpiar las calles, ni los ojos, para que puedas caminarlas, libre por los asfaltos mojados de lluvia. En los charcos de luz seguirs deambulando, nocturna, quebrada, con la zozo-bra entre los dedos vacos, o con la dulce presin de * Del libro Indicios y quimeras, UAM, Mxico, 1988.

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  • otra mano de dedos vacos, o con la dulce presin de otra mano en la mano. Cul? Quin? Lo sabes. La reconoces. Igual como no te olvidas de la presencia augusta: tu equipaje, tu nico y fiel amante. Intil que quieras reacomodar los tiempos. Todos se equivalen en su intensidad, en su plenitud vivida. Poco importan los detalles, su minucioso dibujo de filigrana y arabes-cos. El tiempo mismo se encargar de emparejar relie-ves y realces, de aublar brillos y lucientes. Reconc-liate. No lo ignoras: las cosas vienen de ms lejos, de ms atrs. Muchos fueron los crepsculos. El alba no es una solamente. Su toqueteo de verano tempranero sobre los tejados, su rozar de puntillas las plazuelas ya despiertas. Los pregones. Los insomnios de amor calle-joneando. La rosa que amanece sobre la mesita de noche a su eternidad de un solo da. No hay adis. Silencio s, sin duda. Pero el silencio, escribi el poeta, es mucho ms que el lugar donde terminan los soni-dos. Es el origen. La promesa. Escchalo y calla t tambin. Serena el ir y venir de tus recuerdos, andan-zas de loco. Con tu gorro puntiagudo, la capa rada y tu zurrn a cuestas. Abandnalo. No faltar quien te d cobijo y un pan, ni quien te acerque un cuenco para saciar la sed. Trotacaminos. La locura es lo contrario de la prudencia. A medio vestir, armado con una clava, caminando entre las piedras y comiendo un pedazo de queso aejo: as es la figura que en rosetones y dinte-les, y en consejas y farsas, representa al loco, aquel que ha perdido el recato. Las evidencias son siempre falsas, equvocas. Nada nos garantiza que al tender las manos no encontraremos cristales, espejos o velos de por medio. Puede uno protegerse de la vida cuando todo la proclama a gritos? Miedo al dolor, al sostenido dolor de vivir. Y el puro gozo de lo posible, de sola-mente lo posible? Depostala ah, en cualquier rincn del largo muelle, a un lado de los cajones de basura, desbordantes siempre, nunca con la suficiente capaci-dad para contener tanto objeto y desperdicio abando-nados. Tu maleta ser uno ms entre miles. No tenses los msculos del cuello, ni pongas rgida la espalda. No eres un mendigo para aferrarte de esa manera. Y

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  • aunque lo fueras. La Isla Maravillosa, se dice que dicen los que supieron de estos hechos, slo se posa bajo aquellos que nada tienen o esperan. Ni siquiera es nece-sario desear su venida: llega. Y es su olor a verde jengi-bre lo que la delata. Cruzas un puente y otro puente. De un lado el cementerio, del otro la ciudad. Pero el vuelo de las mismas campanas envuelve a las dos ori-llas por igual. Es necesario que pierdas tu propio umbral. Para que encuentres los linderos de la ciudad. Para que ella se abra a ti es menester olvidar el plano que con tal minucia consultas, poner de lado los mapas y dejarse llevar, ondular con las costanillas, resbalar por las aceras, adentrarse en el olor de algn guiso, rebotar tras las pelotas de los nios y perseguir la carrera de los gatos. Sena abajo, en la punta de la isla de la Cit, hay un islote conocido antiguamente por Isla de las Cabras. Se llam despus Isla de los Judos, a raz de las ejecuciones de judos parisien-ses ah efectuadas. Unido a otro islote vecino, y a la Cit misma, para construir el Puente Nuevo, forma hoy el jardn del Vert-Galant. Para qu tirar mone-das al agua? Regresars. Ah quedaron enredados tus pasos. Ah naci el hijo, una tarde dorada de primave-ra, el da en que fueron creados los peces y los pjaros, un jueves, por eso ser misericordioso, dijo el Rab, mientras que t morirs en sbado, pues por ti hubo de profanarse el da santo. Santos los lugares que holla-ron tus plantas en compaa del Amado, santas por tanto todas las ciudades. Y sus parques. Para qu entonces los augurios? Las postales. Las cartas. Des-prndete. Deja tu pas, tu lugar de origen, tu casa paterna. Los suburbios donde creyeron arraigar tus antepasados, guetos, aljamas. La ciudad preferida, la que tiene su ro afuera, la Villa del Oso y del Madro-o, la de los cielos puros y azulidad incomparable. Tal vez ah te fuese ms sencillo y, en el trayecto del tren, en cualquier estacin, dejar el equipaje, olvidarlo, as, al azar, y descender ligera por la meseta hasta los montes, y en el Tajo templar el alma como lo hicieran con su espada antao los guerreros. Peregrino, cayado en mano y concha en el sombrero, no recuerdas acaso

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  • cuntas sendas has transitado ya? Por qu hoy te detienes as, tan absorta en el reflejo de esas aguas eternamente pasajeras? La ciudad de tu nacencia fue lugar de canales y de sangres. Y tambin ah hubiste de abandonar los fardeles, y tu nombre, para empuar otro rostro. El rostro del hereje, las carnes chamusca-das. Ay de las ciudades que ardieron en la Cruz! A-monestada que diga la verdad, se le mand dar y dio segunda vuelta de cordel. Y dio de gritos que la dejen, que la matan no pudo resistir ms tiempo, y all, en medio del tormento, comenz una larga declaracin, denunciando a todas las personas de su familia y a un gran nmero de personas, hombres y mujeres, obser-vantes de la Ley de Moiss. La sangre de los puros, los Perfectos: quien os desposea bien har; quien os hiera de muerte, bendito ser. Montsgur. Tampoco ah detengas tu mirada, trovador en tierra yerma, lzala hacia la estrella ms brillante del boyero celeste y ncela a tus ojos. No hay otra gua. Qu largos y tortuosos los caminos! Qu lenta la marcha! Por eso djalo, abandnalo en alguna gruta, tu equipaje de exiliado, incansable buscador de absolutos. No es posi-ble mirar a la luz de frente. Hiere. Su lmite es tu pro-pia sombra. No la ofusques. Permtele tachonar de primavera a las glicinas y, como ellas, s fugaz. Si algo ha de retornar ser tambin perecedero. Incluso la imagen de ti misma acodada as sobre el antepecho de la ventana del hotel, minutos antes de salir, minutos antes de que el Amado apresara con su cmara fotogr-fica eso que ambos miraban: los techos de la ciudad bajo el cielo plomizo del otoo. Pero l se fue, se fue la maana y te fuiste t. Aunque permanezcan las fotos. Hojas del otoo. Hojas de papel volando. Des-prndete. Ah se pierde el camino. Los peldaos se interrumpen. La escala de Jacob se trunca. La lluvia suea, sobre los reflejos del pavimento, que moja a otras aceras, que se pierde en otras aguas, azul y verde, de algn lago, que se detiene entre los cabellos de los que se inclinan por sobre la baranda del puente para sorprender el chisguete que provocan las monedas al caer. Suea t con ella, tan lejos como quieras, la lluvia,

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  • y djate flotar con el barquito que botaron tus hijos en el estanque. No hay ms. Nada ms all de ese instan-te, del impulso de ese fuego que surge de las profundi-dades de la tierra e ilumina y embellece al medioda. No develars su secreto. Por mucho que aguces la mirada y el odo, el olfato inclusive. La vida es incan-sable, refringible. Entrgale tu maleta. Tus enigmas y jeroglficos. La apretada urdimbre de tus dudas. El nombre de las calles que te surcan el rostro, las puertas de las ciudades que te traspasan el cuerpo. Tus fuegos de artificio. Como las rfagas de viento que peinan a las arenas del desierto, as djate quitar .el polvo y el musgo que te cubren, el cardenillo que tie tu memo-ria. Agua regia, que te bae, que te desnude. Y no saques ningn vestido de tus alforjas: btalas. Estn apolilladas. Acaso no se te advirti que nicamente recogieras al tenor de tu apetito cotidiano? Que no almacenaras de ello para el da siguiente? De esa cosa delgada a modo de escamas, delgada como la escarcha sobre la tierra. Pues el exceso se agusanaba, hedion-do. El man-hu, el pan que tomaste de sobre las arenas a la cada del roco y que se derreta cuando calentaba el sol. Nada hay qu guardar ni qu rescatar. En vano fatigas tus brazos, maleta arriba, maleta abajo. Los andenes estn atestados. El tren se tarda. No lo perders. En esa cafetera anodina donde aguardas, clida sin embargo, entre los ruidos del domin sobre las mesas de lmina, los murmullos confusos de los parroquianos desvelados, el tiln de platos y botellas y la estridencia de una rocola destemplada, se dira que no tienes desti-no, que eres annima, sin historia. Y, de hecho, as es. No traes contigo las llaves de ninguna casa, ni tarjetas de identidad. Pero no te encuentras perdida. Es slo que ignoras el rumbo. Ests en trnsito. En un cruce de vas. El tren se acerca. Es hora de abordarlo. Apaga el cigarrillo. Liquida el caf y el pan que has consumido. Deposita la propina junto al cenicero. Suelta la maleta que tienes apretada entre las piernas bajo la mesa. No la tomes. Levntate. Despacio. El tren ha llegado.

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  • LA MORADA EN EL TIEMPO (FRAGMENTO) Camina el ciudadano, inquieto, sudoroso. El calor ha vaciado las calles. Las casas se sofocan tras de persia-nas que no logran rechazar la pesadez canicular y dejan salir, en cambio, las transpiraciones. En los patios, los arrayanes, las parras y los helechos se inclinan sedien-tos sobre las flores ahtas. Los perros lamen intilmen-te las tomas de agua. Al entrar en la plaza el ciudadano se detiene, azorado: no reconoce esos edificios de madera a punto de derrumbarse, recortados casi unos sobre otros, sin ventanas ni portales, Una luz, como una nube de arena, baa, en el centro, una tarima don-de cuelgan tres cuerpos de animal partidos por la mitad y desollados, igual que en una carnicera. Te equivo-cas, le dice el mendigo, son hombres. Busca lino para amortajarlos.

    Son los espas No, los falsos profetas Los conspiradores del tabernculo Los van a quemar vivos por herejes y blasfemos

    Y ah donde no haba nadie, una multitud se apia ahora tratando a empujones de obtener el mejor lugar para observar y comentar el espectculo. Abrindose paso tambin con los codos y los puos, el ciudadano intenta llegar hasta su almacn para buscar el lino. Todo es desorden, las cajas en el suelo, los paos revueltos, las vitrinas quebradas. Una mujer, sobre el mostrador, modela frente a un espejo roto. Desnuda, una gasa de colores vivos cie su cuerpo desde los senos hasta la cadera. La tom en sus brazos, la tumb sobre los cartones y las telas y hundi la cabeza de ella entre sus piernas. Como la joven se debata, le arranc la redecilla que apretaba sus cabellos y la aprision con una mano por la trenza, mientras con la otra se despojaba del pantaln. Cuando la boca de ella se hubo por fin detenido en su sexo, la multitud se preci-pit sobre ellos con piedras y palos.

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  • Qu has visto? Un hombre anciano viene cubierto por un manto

    y la orla de su capa est desgarrada Qu ves? Carros en el valle, puertas en el polvo, cadenas y

    mazmorras Mira bien y dime, qu se ve? Cuchillo para matar y perros para destazar, aves

    del cielo y bestias de la tierra para devorar y disipar Pon atencin y responde, qu has visto? El silencio de los sitiadores sobre la ciudad

    La noche se derrama an sobre el amanecer. Nada se mueve, ni un soplo de aire perturba ese instante per-fecto en que la sombra va a ir dejando paso a la luz, a la diaria lucha por sobrevivir. De qu estn hechos nuestros sueos?, se pregunta el ciudadano inmvil en la cama, nebuloso, pero tan cerca de s mismo como no lo ha estado nunca, envuelto desde dentro hacia afuera en espirales cada vez ms cerradas e infinitas. Su cuerpo adquiere el tamao de una oliva que resbala y cae, con un ruido sordo, en unas aguas subterrneas que golpean las paredes de cavernas ensanchndose hacia adentro y ms abajo, sin fin. Y el grito surge, rompiendo uno a uno los lechos acuosos, las capas de tierra, hasta alcanzar la piedra que soporta a los abis-mos, el fundamento de la vida. En el principio fue puesto el orden en la confusin de los cielos y el tiem-po en el corazn del hombre. Y la tierra fue el lugar del mundo y la palabra vino a habitarla. Y fue amasa-do el hombre con la arcilla que estaba encima de la piedra y fue plantado un rbol que contena todo y todo sala de l. Ya su sombra segn su deseo se sent y el campo se extenda alrededor y las preguntas y las cosas estaban an escondidas. Entonces se levant el hombre y empez a indagar. Hacia el medioda, junto al manantial, encontr a una mujer peinando sus cabe-llos con un peine de madera. Estaba sentada en un tronco cado y sus pies se sumergan en el hueco de una gran vasija rota. Tena ojos verdes, rasgados, ful-gurantes. Detrs de ella el terreno descenda suavemen-te hasta un planto de girasoles en flor, altos, salvajes.

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  • Ms all, hacia la derecha, la lnea plmbea del desier-to. Un sayal azafrnalo cubra por entero a la mujer, y caa en pliegues a los lados de sus piernas. No inte-rrumpi el ir y venir de su mano cuando el hombre se aproxim y se detuvo a contemplarla. Sobre el tronco los collares, zarcillos y brazaletes, formaban un mont-culo luminoso de cuentas azules y rojas. Y permaneci en el sitio cuarenta y nueve das, al trmino de los cua-les el hombre decidi continuar su camino. Ella le en-treg un pjaro que debera echar a volar cuando l quisiera encontrarla de nuevo, y antes de que despun-tara otro amanecer, tom rumbo a las ciudades.

    Aydame a arar los campos, a tu regreso los fru-tos te pertenecern.

    Y el hombre y el viejo removieron los surcos y aventaron la semilla con gestos amplios y brazo fuerte hasta la cada de la noche. El anciano le dio un sello para reconocerte en las pocas de la siega. Desde el valle alcanz a ver los muros de la ciudad resplan-deciendo como cobre bruido por los rayos del atarde-cer, y una ola de golondrinas sobrevolaba las ms altas torres bajo la cpula prpura del cielo. Al llamado del cuerno se fue acercando al Prtico de Occidente cubier-to ya por las sombras. Y haban entrado las ltimas caravanas de camelleros, los peregrinos, los mendigos y los leprosos. l durmi fuera, a campo raso, sobre una piedra donde apoy la cabeza. Y en medio de la oscuridad vino una como semejanza de humano y luch con l hasta rayar el sol. Al romper el alba entr en la ciudad. Con sus ropas desgarradas y sus sucios cabellos fue tomado por un pordiosero ms y nadie le pregunt ni de dnde vena ni quin era. Fatigado y hambriento, se encamin tras los pobres que iban por su racin de caridad al gran atrio exterior del palacio encerrado entre columnas labradas en marfil desde el cimiento hasta los remates. Y el rey estaba en el pala-cio y sus sbditos estaban, parte en los jardines, parte fuera. De los que estaban dentro, unos daban la espal-da a la morada del soberano y se dirigan hacia otro lado; otros, miraban la morada y se dirigan a ella queriendo entrar y presentarse al rey pero sin haber

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  • percibido an el muro del palacio. Los que ya llega-ban, unos dando vueltas, buscaban la entrada; otros, ya haban entrado y se paseaban por los vestbulos; otros, en fin, haban llegado hasta el patio interior y hasta donde el rey se encontraba, es decir, hasta la morada del soberano. Estos ltimos, aunque dentro de la mo-rada, no podan ni verlo ni hablar con l, sino que, despus de haber penetrado en el interior, todava ten-an que pasar por otros requisitos indispensables, y slo entonces podan presentarse ante el soberano, verlo de lejos o de cerca, escuchar su palabra o hablar-le. A todas horas, de da y de noche, los sbditos circu-laban y se movan en los jardines y en los vestbulos, afanndose por entrar, o rondando por los exteriores, entre las columnas del atrio, e incluso ms all, en el laberinto de las callejuelas donde los que nunca se han acercado hablan de las numerosas habitaciones y mara-villas del palacio, de sus estanques donde flotan boto-nes de rosa y azucena, de los surtidores que vierten perlas, de los aljibes que murmuran palabras y cantos y de los huertos siempre enflorecidos y en aroma. Y el hombre penetr hasta el saln del trono, mas como era extranjero quin soy yo para que pregunte, tardo en el habla y torpe de lengua? tuvo miedo y se alej. Entonces la mano fue sobre l, lo tom por los aires y lo deposit en el medio de un campo lleno de huesos secos que clamaban. Y aconteci que en mitad de la noche hubo densa tiniebla y el ngel no vino a poner seal, a hacer diferencia entre el justo y el mal-vado, y as, el viento solano de las alturas del desierto barri con todos por igual. Habr equivocado mi vida?, se pregunta el ciudadano despierto a las voces que le sacuden el pecho, a los crujidos que le araan. Cundo pas al lado de la dicha y no lo supe? Cmo consolarme de lo que he perdido y no conoc? Tuve ojos para mirar y odos para escuchar, y, no obstan-te, cruc como un fantasma, como un crtalo ensorde-cido por su propio golpeteo. Sin embargo, acaso la sabidura hubiera impedido su vejez, llegar a ese punto de la existencia en el que lo hecho ya forma parte del olvido y lo por hacer es slo aguardar el fin? Cmo,

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  • qu iba a defenderlo de esa derrota? Quin? Por qu guardaba tanto rencor? De dnde le vena?

    Tristura y grant cuydado son comigo toda va pues plazer y alegra as mi an desamparado La nia que amores ha sola, cmo dormir?

    Camina Jacob. Lleva por nico patrimonio la piedra donde descans su cabeza la noche anterior. Se dirige hacia una tierra que desconoce, siempre lejana, prome-tida en un sueo, visin de lo inasible, hasta alcanzar un punto donde retorno signifique an ir hacia adelan-te. Bajo la bveda nocturna aprende el dilogo de las estrellas, escucha el ininterrumpido ir y venir de los mundos y palpa, en esa trama, el lugar que l mismo ocupa. Hijo del hijo de un arameo errante, la imagen concreta de esa tierra de promisin va a fundirse en su sangre con el vasto rumor del infinito. se ser tam-bin el legado que reciban sus hijos vagabundos en pas extranjero. Imposible separar la piedra de las ra-ces que el rbol ha echado sobre ella; y la piedra, dicen, era la misma donde Isaac fue amarrado, la misma don-de se apoyaba la escala, la misma que rod y puso un lmite a los abismos formando el pedestal del firma-mento, la misma donde se levant la ciudad, la del umbral en el desierto. Una caravana se mueve en el valle y atraviesa las llanuras. No son mercaderes, ni trafican ni truecan. A la cabeza viene danzando el mensajero de la Voz: lira, tamborn, ctara y flauta acompaan su canto: Trazad en el desierto una ruta, preparad en la estepa un camino, elvense los precipi-cios e inclnense las montaas. Son los hijos del cau-tiverio, la estirpe de Jacob que retorna del exilio. Anmonas, calndulas, anagalias, ciclmenes, cubren el campo; camomila, verbena y comino perfuman el aire; sauces, olmos, higueras y perales silvestres ofre-cen su sombra y su fruto. Son los que reconstruirn y repoblarn las ciudades, los que desecarn el pantano

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  • y tornarn frtil la arena, los que sembrarn el trigo y la cebada, la berenjena y el pimiento. Es el habla incan-sable del mensajero la que levanta la muralla y reedifi-ca el templo, la que anima y exhorta, la que arenga a los saboteadores, los detractores, los tibios. Y relata el cronista que se hizo acompaar de algunos soldados que le servan de guardaespalda, no tanto por miedo a que lo asesinaran sino porque saba que su ausencia acabara con el valor y el coraje de sus conciudadanos. Orden a los albailes y carpinteros que tuvieran la espada y el escudo siempre a su lado y dispuso en cada tramo de quinientos pasos trompetas para que sonaran la alarma en caso de peligro. El mismo haca ronda durante toda la noche alrededor de las puertas y las torres para animar el avance del trabajo, y no beba ni coma ni dorma sino apenas lo necesario. Y as hizo durante el tiempo que tardaron en restaurar los muros de la ciudad. Venido el sptimo mes, orden al pueblo que se purificara y se juntara para una nueva consa-gracin como si apenas le fuera a ser entregado el mandamiento. Mand elevar un pulpito de madera en la plaza que est delante de la Puerta de las Aguas y ley en el Libro desde el alba hasta el medioda ante la congregacin atenta como un solo hombre. Y todo el pueblo se fue a comer y a beber y a gozar de grande alegra porque haban entendido las palabras que le haban enseado. Noche tras noche, ao tras ao, siglo tras siglo, inclinados sobre las consonantes, las vocales y los puntos con la paciencia del artfice. Pala-bra muda para el que no puede or, ciega para el que no sabe comprender, espacio que habita cada hombre a su medida. Y el Prncipe del Rostro, Metatrn el escri-ba divino, anot la primera desgarradura, la dualidad primordial en el orden del mundo: diez esferas sus-pendidas, cinco frente a cinco, unidas sin confusin, distintas sin separacin, y en el centro la vara de luz, el tirso de las germinaciones, la copa de las centellas. Y los siete cielos pronunciaron cada uno su vocal, y se eslabonaron los centros, los puntos y las rectas, lo oscu-ro u y lo luminoso a, lo cbico perecedero, lo triangu-lar ascendente. Y se empez a escuchar el ritmo del

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  • trasiego del Tiempo, su murmullo de hontanares cayen-do de un nfora a otra, veneros subterrneos, azancas ntimamente ocultas, fluires que de pronto toman luz y la vierten en silenciosos canales hacia los das y los aos y los siglos, senderos gredosos por recorrer, rever-beraciones de la eternidad. Una brecha abierta entre las aguas. En aquellos tiempos el mundo se encontraba poblado de dioses, y los misterios no estaban disociados del hombre, as, los pjaros le hablaban con el lengua-je de los hechos futuros y sus relaciones con el cielo y la tierra, el pedernal y el fuego, los espritus puros y los cuerpos participaban de la misma armona, de la misma luz de primer da. Y la duracin se arrellan en los intersticios de cada uno de sus pasos, de sus accio-nes, de sus palabras. Y en el interior de las llamas gira-ba un torbellino de fuego y desde el centro del torbe-llino sala la Voz y una a una las letras iban nombrando, sembrando en los labios del hombre el lenguaje con que habra de hablarle a su Creador, a sus semejantes, a las cosas en derredor.

    En un lugar rocalloso, sitio de sepulturas, alguien se interroga: Oh, quin me diera uno que me oyese! Recortada contra el horizonte que comienza a verdear, la silueta del hombre con los brazos en alto se yergue increpando a los cielos que se abren y dejan ver a los Titanes con sus aprestos de guerra. Lnea magenta, prpura y plomo cortan el espacio de este a oeste como si fueran una prolongacin de las lanzas de los guerre-ros y de sus escudos. La batalla de principio y las envol-turas del abismo proyectan su faz de sombras. Los rayos surcan de norte a sur el umbral de tos lmites, una torre bandea en el aire volando a ciegas entre las cuatro partes del cielo y el centro de la tierra, y Azrael, el ngel oscuro de las puertas, nacido del pensamiento de la duda, como una estrella encadenada cae. Llmame y yo te responder, o si no, permite que yo hable y respndeme T. El hombre se inclina hasta tocar el suelo con los labios, se mesa los cabellos y rasga sus vestidos, pero en el sollozo que deja escapar no hay humildad sino rabia, una violencia, una protes-ta impotente que golpea al ciudadano en pleno rostro y

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  • estremece sus miembros entumecidos por el miedo y el asombro. De alguna forma sabe que ese llamado le atae y es parte de una peticin oscura que no por des-conocida le es ajena. Dnde se pierde lo que se ha perdido y que resurge sbito en un olor callejero, o en el gesto de una mano que se tiende, o, aun, en el pel-dao de alguna escalera que se vislumbra desde el umbral renegrido, descarapelado, hundido a fuerza de pisarlo el tiempo? Una ventana que deja escapar susu-rros, un visillo que deja entrever una cabeza inclinada, un nio que surge de algn portal corriendo, gritando, por qu le conmueven de esa manera hoy cuando seguramente son hechos que siempre han ocurrido, que han estado ah ocurriendo? Qu es la vida?, se pregunta el ciudadano como sorprendido en su desnu-dez, un desvalimiento sbito que punza. Plaza de los Buzones. Callejn de Jacintos. Olor a cebolla refrita, a pimientos rehogados. Raquel, dnde ests?, lla-ma la madre. Y surge la nia, menuda, morena, acu-clillada, mojndose las manos y los pies en un arro-yuelo que corre por la orilla de la acera. Qu le quedaba por esperar? Si le dijeran que tena unos cuantos meses por vivir, qu hara? Y aun si fueran aos, por qu se encontraba hastiado? Como rbol en tierra salitrosa: sin sombra ni verdor. Ansiedad que no consigue reposo, anhelos no colmados, eran la nica riqueza atesorada en su corazn. Y no obstante, tena miedo de morir, y la sola idea, de tan amarga, le llena-ba de pavura. Qu falsa sombra de m mismo he venido persiguiendo? An no amaneca cuando entr a la plaza del mercado a la que pronto empezaron a llegar las carretas cargadas de mercadera, de anima-les, los campesinos con sus grandes cestas de frutas y verduras, de cacharros, los hierberos, los compradores y todos los menesterosos de la ciudad. El cielo estaba nuboso, ms que gris, plomizo, y el empedrado pareca relucir como el azogue. En el centro estaba el mendigo tocado con un amplio sombrero negro, sus ropas eran lustrosas, negras tambin. Llevaba en la mano una soga y a la soga iba atado por el cuello, al igual que un perro, un hombre, alguien que, horrorizado, el ciuda-

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  • dano reconoci como a s mismo. Intent gritar, pero de su garganta slo sali un gruido que le hizo dao. Quiso acercarse ms cuando vio a otro mendigo salir por uno de los portales y caminar hacia el primero. Su sorpresa no tuvo lmites al ver que, de idntica mane-ra, llevaba a alguien atado por el cuello, y que ese otro, un perro, era, nuevamente, l mismo. Retrocedi. En-tonces el sitio fue invadido por el clamoreo de las rue-das sobre el adoquinado y de las voces agitadas y ron-cas de mercaderes, labriegos, y ms pordioseros. Las campanas de la iglesia contigua empezaron a llamar a maitines. En las calles de la judera ya haca rato que los primeros diez hombres transitaran rumbo al rezo con sus pequeos bolsos bajo el brazo. Gracias te damos, oh Dios, gracias te damos, pues cercano est tu Nombre; contemos tus maravillas. Lentamente, bajo las arcadas de antiguas ciudades los ciegos avanzan orientndose hacia las arcadas de las grandes plazas por el rumor del ro de la muchedumbre. Penetr en la casa de oracin: He aqu el lugar de la paz y del repo-so, alguien dijo alguna vez. Pero su alma no los en-contr. Tmala, tmala con tus manos a la vida y tjele una corona de novia. Cntale con cantos de violn y que estalle como uvas maduras entre la lengua y el paladar. Djate consolar, atribulado, djate subyu-gar por ese anhelo de dulzuras que te sacude la entra-a; abre los brazos y abrcala, onda de mar tibia, que te bese en los labios su regusto de sal ahumada. No te avergence tu propio deseo de vida, no hurtes el cuer-po a su embate pues ms poderoso que la muerte es el amor. Voces, voces canturrean al ritmo de sus pasos por las callejuelas. La maana se ha levantado clara y perfumada de ans. En los troncos despojados por el invierno suaves botnenlos verdes asoman, los chorros en las piletas se desperezan y el andar de las mujeres es gil y alegre. Las gruesas ropas pesan ya y la piel toda pide beber de ese aire azul que gorjea oloroso a primavera. Curtidores, carboneros, sastres, carpinteros y forjadores han comenzado su diaria tarea, no al inter-ior de sus oscuras tienducas, sino fuera, en los umbra-les caldeados por el sol tempranero y las sonrisas y

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  • buenos deseos que los pasantes intercambian con ellos, sin prisa, sin apuracin, solidarios. El cantarero expo-ne sus vasijas, desde las pequeas copas hasta las grandes ollas de barro; el paero pondera la calidad de sus mantos y tapices, orgulloso de sus telas invita a quienquiera guste tocarlos y admirarlos. Dicen que los das que transcurren felices no hacen historia porque las pocas de tranquilo discurrir cotidiano no merecen la pena de ser consignadas. Pero sin duda hubo, entre sacudimiento y sacudimiento, periodos en los que hombres nacan, crecan, se matrimoniaban, procrea-ban y gozaban en paz de su existencia laboriosa y los bienes obtenidos en justa ganancia. No, el trabajo en-tonces no era una maldicin y el pan regado con sudor prodigaba en el cuerpo su hartura de ddiva bendecida. Los frutos, las hortalizas y la vid se recogan a su tiempo, y la cebada, el trigo y el maz se segaban con alegra; crisantemos, retama, jaguarzos, ornaban un horizonte limpio de guerras, epidemias y sequas; laga-res y molinos harineros laboraban ms all de sus ca-pacidades; traficantes y faranduleros suban y bajaban por los caminos sin temor a los salteadores y rufianes. Almizcle, loe, algalia, alcanfor, canela, jengibre, cla-vo, pimienta, llegan a los mercados sin obstculo, sba-nas de Holanda y encajes de Bruselas, lino de Egipto y prpura de Tiro, prendas para engalanar y untaduras para embellecer circulan en abundancia. Se solazan los enamorados bajo los sauces bondadosos, a orillas del ro y bajo los puentes. El aire es tan clido, la hierba tan tierna, por qu habra de venirnos ningn mal?, se dicen, si por ventura los cielos estuvieran mudos, la tierra, en cambio, canta y ofrece sus flores y sus dones; y por este momento privilegiado, mientras tenga entre mis manos la tuya y el sendero por recorrer est delante, quiz valdr la pena haber vivido. Bsaseme de besos de su boca, que mejores tus querencias ms que vino. Y habitaron en toda suerte de poblados, pequeos y grandes; en los que se exten-dan por la ladera de algn monte sembrado de casta-os; en los abrigados por un valle prdigo en cerezos, manzanos y almendros; en los obstinadamente encla-

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  • vados en las montaas de forma que, al atardecer, en la penumbra indecisa, se confunden con la roca; en los que reciban peregrinos y andariegos de todos los rincones, astrlogos, adivinos y ungidores; en aqullos donde confluan rutas de comercio y se levantaban monasterios, fortificaciones templaras y castillos seo-riales; en otros ms modestos pero no menos laborio-sos, avecindndose siempre en barrios compactos de calles escalonadas o labernticas y estrechas, de casas con saledizos y volados aleros, practicantes de todos los oficios, vidos del saber y de las ciencias proscritas y legales, guardianes de dineros y de secretas artes; melanclicos y retrados los ms, astutos e industriosos no importa que el solitario poeta les haya llamado banda de avestruces necios y badulaques engre-dos, transitaban sin descanso por los caminos los ms remotos confines, como relmpagos velo-ces corrieron mis pies, de mar a mar me he movido un viaje enhebro con otro viaje y reposo no encuentro, escriba el poeta granadino, y un par de ellos, por lo menos, figuraba en cualquier feria, entre la muche-dumbre o en algn centro de estudio y controversia: pueblo cual granos de arena en el orbe dispersos.

    En el principio del mes de octubre de este ao, un profesor de medicina de esta ciudad cuyo nombre era Gonsalvo Molina, fue declarado hereje y apstata por sentencia de los grandes vicarios y del inquisidor de la fe, y su cadver fue quemado pblicamente en la plaza de Saint-tienne, ya sea que muri despus de la sentencia, o que muerto se haya continuado el proceso en el cadver. Hubo una diferencia respecto a la ejecu-cin entre el Juez Mayor de esta ciudad, por una par-te, y los grandes vicarios y el inquisidor de la fe por otra, que fue llevada al Parlamento. El juez pretenda que el proceso hecho a ese hereje debi de haberle sido comunicado para saber cul era su hereja...

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  • Esther Seligson, Material de Lectura, serie El Cuento Contemporneo, nm. 62,

    de la Coordinacin de Difusin Cultural de la UNAM. La edicin estuvo al cuidado de Sergio Garca y Teresa Sols.

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